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10 ENTORNO Encuentro De la sumisión a la participación ciudadana POR DENISE DRESSER

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Page 1: Ensayo argumentativo. Denisse Dresser

10 ENTORNO

Encuentro

10 ENTORNO

De la sumisión a la participación ciudadana

POR DENISE DRESSER

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En México muchos viven con la mano extendida, con la palma abierta, esperando la próxima dádiva del próximo político, esperando la entrega del cheque, el contrato, la camiseta, el vale, la torta, la licuadora, la pensión, el puesto,

la recomendación o la concesión de un bien público; esperando la dádiva del que Octavio Paz llamó “el ogro filantrópico”: la generosidad del estado, que con el paso del tiempo produce personas acostumbradas a recibir, en vez de a participar; ciudadanos vasija, recipientes en vez de participantes, resignados ante lo poco que se vacía dentro de ellos, porque la economía no crece lo suficiente, porque el país no avanza como debería, porque el tiempo transcurre y los pobres no dejan de serlo.

En México, sigue siendo difícil saltar de una clase a otra. En México la brecha entre los de abajo y los de

En el pasado Encuentro Empresarial 2007, se identifi có a la añeja

pasividad, sumisión y contubernio del pueblo mexicano con sus

autoridades como uno de los obstáculos para la prosperidad.

“México concentra la riqueza en pocas manos y erige gobiernos que lo permiten: liberales o conservadores, priístas o panistas”

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arriba es cada vez más infranqueable, como lo revela un estudio reciente del Banco Interamericano de Desarrollo: el hijo de un obrero sólo tiene un 10% de probabilidad de convertirse en profesionista. Nacer en la pobreza en este país significa en la mayoría de los casos morir en ella. Este es el argumento central de un artículo reciente en The Wall Street Journal, magistral por lo que plantea, pero doloroso por lo que revela: un país dividido, atorado; con mucho petróleo, pero con pocos ciudadanos participativos; un país de empleados en vez de emprendedores, damnificado por las riquezas que explota pero que no comparte con las mayorías.

Desde hace cientos de años México le apuesta a los recursos naturales que tiene y a la población mal pagada que los procesa. Le apuesta a la extracción de materias primas y a la mano de obra barata que se aboca a ello, y se convierte por ello en un lugar de pocos dueños y muchos trabajadores, de hombres ricos y empleados pobres, que crea virreinatos y haciendas y latifundios y monopolios; concentra la riqueza en pocas manos y erige gobiernos que lo permiten: liberales o conservadores,

priístas o panistas, compartiendo el mismo fin: un sistema que protege al capital por encima del trabajo, que mantiene baja la recaudación y por ello no tiene recursos suficientes para invertir en la educación.

Y donde no hay impuestos recaudados no hay gobiernos eficaces, no hay un estado que invierta en su población, no hay partidos que se centren en el capital humano y cómo formarlo, no hay líderes que piensen en la educación como primera prioridad. En cambio, sí hay mucha obra pública: caminos y puentes, segundos pisos, torres del bicentenario; muchas formas de obtener apoyos cortoplacistas y los votos que acarrean; muchas formas de hacer política en el PAN, el PRI y el PRD que son formas de poder que tienen a México agarrado de la nuca. México es un sistema de clientelas en todos los ámbitos; un sistema de élites acaudaladas, amuralladas, asustadas ante los pobres a quienes no han querido educar, porque no quieren franquear la brecha que tanto los beneficia, porque no tienen incentivos para hacerlo; ahí están las empleadas domésticas, los choferes, los obreros, los maestros mal pagados; los que asisten a la escuela por turnos, y dejan de hacerlo porque no parece importante; sin primaria terminada, sin preparatoria acabada, sin una carrera profesional para hacerlos productivos y competitivos, ciudadanos empoderados de México y del mundo.

Tenemos un sistema —político, social, cultural— que pasa no por el mérito, sino por las relaciones y los contactos, donde importa menos el grado que el apellido; donde los puestos se adjudican como recompensa a la lealtad y no al profesionalismo, donde las puertas se abren para los disciplinados y no para los creativos; los matrimonios que cimientan alianzas de negocio y de clase, las compañías que pasan del abuelo al hijo al nieto; el monopolio estatal que se vende al amigo y lo convierte en multimillonario…

Ahí están los muros educativos y sociales, culturales y empresariales, construidos contra los de afuera, obstaculizando la movilidad, evitando el ascenso, impidiendo el ingreso de los pobres, de los provincianos, de los empresarios innovadores, de la competencia, de los que no tienen acceso al crédito, de los que cruzan la frontera en busca de oportunidades, 400 mil de ellos al año. Millones de mexicanos supervivientes y ansiosos de un sistema que no funciona para ellos, frenando la competitividad del país ante un mundo globalizado, llevando la frustración a las calles, reforzando la desesperanza de los desposeídos, arando el terreno para que cualquiera que ofrezca recetas rápidas y que provea un proyecto “alternativo”

“Tenemos un sistema —político, social, cultural— que pasa no por el mérito, sino por las relaciones y los contactos, donde importa menos el grado que el apellido”

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con el cual salvar a la nación tenga eco; alentando la exportación de talento y convirtiendo a México en un país donde uno de cada 5 hombres entre 25 y 35 años vive en Estados Unidos.

México tiene estabilidad, es cierto; no ha padecido una crisis en años, es cierto; y tiene el programa Oportunidades, es cierto. Pero eso no es suficiente para construir una clase media amplia y garantizar la movilidad social, para crear trampolines que permitan saltar de la tortillería al diseño de software, para darle ocho años más de educación a 20% de la población más pobre de este país, para cambiar una estadística que encoge el ánimo: el porcentaje de mexicanos entre 25 y 34 años con educación superior es de 5%, comparado con 2% para una generación 30 años mayor.

Otros países lo han hecho más y lo han hecho mejor. En Corea del Sur, la proporción hoy es de 26%, cuando hace 30 años era sólo de 8%. Hace 25 años la economía coreana era cuatro veces menor a la de México. Este año la rebasa. Algo está mal. Algo no funciona. Tiene que ver una cuestión profunda, histórica, estructural: la apuesta que el país hace por sus recursos naturales por encima de su población; la extracción del petróleo por encima de la inversión en la gente; la concentración de la riqueza que este modelo genera, las disparidades que acentúa, la población poco educada y pobre que produce, el comportamiento clientelar que induce, la ciudadanía poco participativa que engendra, los recipientes apáticos que hornea, generación tras generación, y el círculo vicioso que esto institucionaliza: ese comportamiento transexenal que condena a México al estancamiento, independientemente de quién llegue a la silla de gobierno.

Ese patrón de reformas parciales o minimalistas de privatizaciones amañadas o mal ejecutadas, de todo lo que no se hace porque el petróleo vale más de 70 dólares el barril, eso que permite perder el tiempo, evitar las reformas indispensables, darle cosas a la población en vez de educarla. Como dice el filósofo político Michael Ignatier, “los recursos naturales como el petróleo son un arma de dos filos para la democracia en cualquier país en desarrollo”. Porque el petróleo puede idiotizar a un país, puede volverlo flojo, complaciente, clientelar, parasitario, más interesado en vender barriles que en educar a su población, más centrado en la extracción de recursos no renovables que en la inversión en talentos humanos.

Como México ayer, como México hoy, víctima de lo que el columnista del New York Times, Tom Freedman, llama “la primera ley de la petropolítica”, que señala que:

mientras mayor sea el precio del petróleo, menor será el ímpetu reformista y el compromiso modernizador. México adicto al petróleo desde hace 30 años de la maldición que entraña obtener ingresos con tan solo perforar un pozo. No importa cómo competir sino cuánto extraer; no importa cómo innovar sino dónde perforar; no importa crear emprendedores sino proteger depredadores. Con efectos perniciosos para la economía, política, democracia, ciudadanización, porque cuando un gobierno consigue los recursos que necesita vendiendo petróleo, no tiene que recaudar impuestos y eso causa que no tenga que escuchar a su población, o escucharla, o atender sus exigencias.

Puede aliviar tensiones sociales echándoles dinero; puede atenuar conflictos sociales “comprando” a quienes las enarbolan, puede evitar la rendición de cuentas porque hay demasiados partidos satisfechos con sus prerrogativas multimillonarias, hay muchos sindicatos contentos con sus bonos sexenales; hay muchos mexicanos conformes con ese estado dadivoso, con ese ogro filantrópico. México se volvió rico y lleva tres décadas malgastando sus riquezas, de manera descuidada, irresponsable, dándole Pemex al gobierno lo que este no quiere —o no puede— recaudar; distribuyendo el excedente petrolero a gobernadores que se dedican a construir carreteras o libramientos con su nombre o con el de su esposa; financiando un sistema de partidos multimillonarios y medios que hasta hace poco con la reforma electoral los expolian, dándole más dinero a Carlos Romero Deschamps que a los agremiados en cuyo nombre que dice actuar. Eso es lo que ha hecho el gobierno con los más de $100 mil millones de dólares anuales que recibe por la venta de petróleo.

Hemos desaprovechado el dinero y el tiempo. En vez de invertir en la educación y remodelar las instituciones para proteger la bonanza petrolera y vigilarla bien, en vez de crear condiciones para un capitalismo innovador, dinámico —un capitalismo que no depende la complicidad o de las rentas sino de la creatividad— así seríamos más inteligentes que nuestros competidores, y el país se vería obligado a empoderar a sus habitantes para poder evolucionar de la dependencia idiotizante a la modernización acelerada.

Este es un diagnostico ensombrecedor, acentuado por el modelo educativo del país y quien lo controla, ese paraje feudal que es el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación y la mujer que lo manipula; alguien que en su libro “El paseo de las reformas” critica a la clase política por ser parte del

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problema y aún no entiende que ella también lo es, por el tipo de liderazgo que tiene y cómo lo ejerce; por el apoyo que ofrece a cambio de las prebendas que garantiza; la lealtad que vende a cambio de los recursos que obtiene, sexenio tras sexenio ofreciéndole apoyo al Presidente en turno para que no tenga problemas con el Sindicato, para no tener problemas como los de Oaxaca; la anuencia sindical a cambio de la dádiva gubernamental.

Y el problema es que unos chantajean y otros se dejan chantajear. Y las verdaderas víctimas de esta complicidad constante son 6 de cada 10 alumnos que no concluyen secundaria con conocimientos básicos de matemáticas; 4 de cada 10 que tampoco los obtienen en español. Una líder sindical más preocupada por empoderar a sus allegados, que por educar a los mexicanos. Un sistema educativo que cuesta mucho pero que rinde poco. Un sindicato beligerante que exige más recursos pero que no está dispuesto a modernizarse para conseguirlos.

Y peor aún: una educación que no le deja a México competir y hablar con el mundo. Una educación que crea ciudadanos apáticos, entrenados para obedecer en vez de actuar; entrenados para aceptar problemas en vez de preguntarse cómo resolverlos; entrenados para hincarse ante la autoridad en vez de llamarla a rendir cuentas. Ahí están millones de niños mexicanos coloreando figuras de héroes muertos, aprendiendo historias de victimización, rindiéndole tributo al pasado en vez de pensar en el futuro, una educación a base de mitos que buscó construir una identidad nacional y lo ha logrado: México, el país que produce empleados en vez de emprendedores. México, el país que produce personas orgullosamente nacionalistas, pero educativamente atrasadas.

México sólo prosperará y sólo tendrá ciudadanos cuando su gente esté educada y muy bien educada, y eso entrañaría de entrada reconocerlo y actuar en consecuencia, haciendo cosas como las que ha hecho Corea del Sur, Irlanda, China, India: entender a la educación como un factor crucial para la movilidad social; entender a la educación como un reto principal y no sólo como una variable residual; entender que México está en riesgo y alguien va a tener que sonar la alarma y reformar el contenido de la educación, tal y como lo están haciendo los chinos, con textos que subrayan la importancia del conocimiento y la innovación. En pocas palabras, una educación menos centrada en la ideología y en la identidad nacional, y más centrada en cómo avanzar en el mundo.

Ojalá que el Presidente lo entienda así. Ojalá ustedes también lo entiendan así. Para modernizar a México hay que empezar por los maestros y quien los mueve. Ojalá que al Presidente le quede claro que la Maestra puede ser una aliada, pero habrá que obligarla a actuar de otra manera y con otros objetivos. Y ojalá que la interlocución del gobierno con Elba Esther Gordillo en el futuro refleje este imperativo. Porque si ella sigue imponiendo los términos de la relación, el Presidente no podrá cambiarla en su propio beneficio. Porque si ella sigue obteniendo recursos y puestos sin ofrecer reformas educativas a cambio, convertirá a Felipe Calderón en otro Presidente que prefiere pagar antes que transformar.

El gobierno y los empresarios deberán actuar en nombre del interés público, de los habitantes de su país y de sus derechos, para así crear una clase media amplia con voz y derechos y oportunidades, para generar riqueza y acumularla, para crear ciudadanos dinámicos, emprendedores, educados, competitivos, meritocráticos, porque su país les permite serlo. Crear un sistema económico que permita la movilidad social, en vez de permitir la perpetuación de barreras que se lo impidan.

Si no, México seguirá siendo una economía frenada por instituciones que no ha podido remodelar, por monopolios que no ha podido desmantelar, por estructuras corporativas que no ha podido democratizar, y seguirá siendo un país gobernado por Presidentes que —en vez de modernizarlo—, se conformarán con seguir administrando su inercia. Los buenos gobernantes se construyen a base de buenos ciudadanos y ya es hora de serlo, porque cada seis años México se busca un Cid Campeador; un político capaz de redimir al país y rescatarlo. Pero ha llegado el momento de reconocer que no hay salvadores, sino ciudadanos con una obligación compartida.

México cambia, pero muy lentamente, debido a la complicidad de sus habitantes. Como escribió Octavio Paz en El laberinto de la soledad: “Y si no somos todos estoicos e impasibles como Juárez y Cuauhtémoc, al menos procuramos ser resignados, pacientes y sufridos”. La resignación es una de nuestras virtudes populares. Más que el brillo de nuestras victorias, nos conmueve nuestra entereza ante la adversidad.

Ahí está nuestro conformismo con la corrupción, cuando es compartida; nuestra paciencia con un país que solo le da ocho años de educación a su población. Que yo escuché, sorprendentemente, con respecto al señor Carlos Slim, que “quizá sea un monopolista, pero es nuestro monopolista”,

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tal vez forma parte de nuestra convicción de que, en el fondo, México es incambiable. El problema es que ciudadanos conformistas engendran políticos mediocres.

En México ha sido más fácil jugar con las reglas existentes que exigir nuevas, ha sido más rentable históricamente la conformidad cortés que la indignación permanente. Pero esa complacencia permite que el país siga cojeando de lado en vez de correr de frente.

Alguna vez el periodista Julio Scherer García le pidió a Ernesto Zedillo que le hablara de su amor por México. Le sugirió que hablara del arte, la geografía, la historia; de sus montañas, sus valles, sus volcanes, sus héroes, sus tardes soleadas. El ex Presidente no supo qué contestar. Y tal vez hoy estén aquí algunos mexicanos que tampoco sepan hacerlo. Porque con demasiada frecuencia, México padece la “fracasomanía”; el pesimismo persistente ante una realidad que parece inamovible.

Cuántas veces no pensamos: la corrupción no puede ser combatida, los políticos no pueden ser propositivos, la sociedad no puede ser movilizada, la población no puede ser educada. Los buenos siempre sucumben, los reformadores siempre pierden, el país siempre pierde, los mexicanos siempre se tiran al vacío desde el Castillo de Chapultepec y no logran salir de ahí. Por eso es mejor callar, es mejor ignorar, es mejor emigrar.

Pero yo les pediría que reflexionaran en todo lo que ustedes aman de México. Porque frente a las razones que se esgriman para perder la fe, también están todas las razones para recuperarla… con lo que Martin Luther King llamó “coraje moral”, cambiará cuando vociferen que los bonos sexenales y los sindicatos rapaces y la educación atorada y el desempleo constante y la desigualdad lacerante son realidades que ningún mexicano está dispuesto a aceptar. Si nadie exige que las cosas cambien, nunca lo harán, y si los mexicanos siguen habitando el laberinto de la conformidad va a ser difícil crear verdaderos ciudadanos.

La conformidad es la cobija confortable de los que no mueven un dedo debajo de ella. Es el lujo de quienes rentan el carro pero no se sienten dueños de él. Y durante demasiado tiempo México ha sido un país rentado para sus habitantes. Ha pertenecido a los líderes religiosos, colonizadores, conservadores, liberales, presidentes imperiales, dictadores, priístas, partidos, y a las élites. No ha pertenecido a sus ciudadanos. Por eso pocos lo cuidan, pocos lo tratan como si fuera suyo, porque como dice Larry Summers, ex Presidente de la Universidad de Harvard, nunca nadie ha lavado un carro rentado.

Pero quienes saben que el país es suyo no viven —no vivimos— con el lujo del descuido; quienes como yo por razones de exilio profesional hemos vivido años fuera de México sabemos lo que es andar con el corazón apretado, con pequeñas nostalgias y grandes recuerdos, lo que es extrañar el olor y el color y la luz. Lo que es querer tanto a un país , lo que es querer regresar a él para mejorarlo y salvarlo de sí mismo.

Los gobernados deben vigilar a quienes los gobiernan, los gobiernos deben frenar la violencia social, que la clase política debe rendir cuentas frente a la ciudadanía, que no es demasiado pedir. Las soluciones están ahí para ser instrumentadas. Abarcan la reelección de los legisladores, las candidaturas independientes, los juicios orales, una nueva ley de medios, la apertura de la televisión, la competencia en numerosos sectores económicos, la lucha contra la violencia doméstica… tanto por hacer, tanto por cambiar...

El optimismo debe llevar, espero, que cada uno de los presentes haga una pequeña declaración de fe, como aquella frase que acuñó Rosario Castellanos que dice: “para ver, andar, vivir y cambiar, participar y no

“Ahí están millones de niños mexicanos coloreando figuras de héroes muertos… rindiéndole tributo al pasado en vez de pensar en el futuro”

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sólo presenciar”. Porque sugiere la dramaturga Sabina Berman que el 2006 provoca un agujero en el corazón de la patria, y tiene razón: basta con mirar hacia atrás y recordar lo que pasó y todos padecimos: un Presidente intervencionista y el terreno desnivelado de juego que propició; los candidatos polarizantes y las campañas sucias que condujeron; los empresarios desatados y las reglas electorales que doblaron; las instituciones incompetentes y las dudas que contribuyeron a sembrar; la izquierda rabiosa y el tablero de la democracia que se aprestó a patear. Ahí están las secuelas de todo ello: un México que aún hoy sigue partido entre la tristeza de unos y la precaria tranquilidad de otros. Y a pesar de ello, la terca esperanza de quien habla hoy, con la convicción inquebrantable de mejorar a México, de restañar a la república, de tender puentes, y de creer que todo ello es posible.

Yo creo que es necesario volver a México un país de ciudadanos, conscientes de sus derechos y dispuestos a defenderlos; dispuestos a alzar la voz para que la democracia no sea tan sólo el mal menor y una conquista sacrificable si del salvar al sistema existente se trata; dispuestos a llevar a cabo pequeñas acciones que produzcan grandes cambios.

Yo creo que ser de clase media en un país con 40 millones de pobres es ser privilegiado, y ellos tienen la obligación de regresar algo al país que les ha dado esa posición, porque de qué sirve la experiencia, el conocimiento, el talento, si no se hace con ello de México un país más justo; para qué sirve el ascenso social si hay que pararse en las espaldas de otros para conseguirlo; para qué sirve la educación si no se ayuda a otros a obtenerla; para qué sirve ser habitante de un país si no se asume la responsabilidad compartida de asegurar vidas dignas ahí.

Por eso, yo creo en el poder de llamar a las cosas por su nombre, de descubrir la verdad aunque haya tantos empeñados en esconderla; de decirle a los corruptos que lo han sido; de decirle a los monopolistas que deben dejar de serlo; de decirle a quienes han gobernado mal a México que no tienen el derecho a seguir haciéndolo.

Yo creo en la obligación ciudadana de vivir en la indignación permanente, denunciando, criticando, sacudiendo, proponiendo. Porque, insisto, los buenos gobiernos se construyen a base de buenos ciudadanos y sólo los inconformes lo son. La insatisfacción lleva a la participación; el enojo a la contribución; el malestar con el statu quo a la necesidad de cambiarlo, y yo creo que personas comunes y corrientes como las que están aquí esta tarde pueden hacer cosas extraordinarias.

Yo creo que mientras en México existan personas preocupadas, y aunque sea poco a poco y a empujones, como todo lo que vale pena, los mexicanos aprenderán que es mejor ser demócrata que ser miembro de un partido; el monólogo de los ciudadanos se volverá el coro de la población.

Y yo creo que un día, quizá no tan lejano, habrá un diputado que suba a la tribuna y exija algo en nombre de quienes lo han electo, y México ese día será otro país. Yo creo que todo esto es posible, pero sólo ocurrirá cuando la fe de algunos se convierta en convicción, cuando la creencia en el cambio se concretice en acciones, cuando más mexicanos memoricen las palabras de mi amigo el filántropo y empresario Manuel Arango: “El que no sepa qué hacer por México, que se ponga a saltar en un solo pie y algo se le ocurrirá”.

En mi película favorita, El paciente inglés, Catherine murmura: “Nosotros somos los verdaderos países, no los límites marcados en los mapas, no los nombres de los hombres poderosos”, y México no es el país de Felipe Calderón o Andrés Manuel López Obrador o Carlos Slim o Emilio Azcárraga o Elba Esther Gordillo o Manlio Fabio Beltrones… No es país de los diputados o los gobernadores o los burócratas o los líderes sindicales. Es el país de uno, el país nuestro en el 2007 y siempre. Muchas gracias. E

Denise Dresser, Licenciada en Relaciones Internacionales de El Colegio de México (1985), Maestra en Ciencia Política de Princeton (1987) y Doctora en Ciencia Política de la misma universidad estadounidense (1994), es Profesora e Investigadora de Tiempo Completo del Departamento Académico de Ciencia Política del Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM).