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A caballo del Manifiesto comunista y de la obra de Nietzsche, entre Foucault y
Santos Diescépolo, con Deleuze y John Lennon, con Adorno y sin tregua, José Luis
Pardo ha armado el libro más original de su valiosa bibliografía y uno de los más
entretenidos libros de pensamiento de los últimos años. Tiene de todo, desde retales de
cómic a fotografías y retratos, tiene microrrelatos y contiene narraciones, divagaciones
y ensayo reflexivo en el sentido fuerte de la palabra. Es una algarabía feliz y adictiva
porque el método de la asociación libre nunca funciona realmente por libre sino guiado
por la larga lectura de un autor con obra y criterio: el malestar en la cultura de masas
está en el subtítulo de Esto no es música (Galaxia Gutenberg/ Círculo de Lectores, en la
excelente Serie Ensayo) pero es sólo un indicio de la vastedad de saberes y curiosidades
que desmenuza y transmite, como si anduviese en el juego perverso de descifrar un
jeroglífico sin solución –la portada misma de un clásico de la música pop como es Sgt.
Pepper’s Lonely Hearts Club Band-. La invitación es irresistible aunque sea
inconclusiva e hiperdispersa, como debe ser en la madurez del ensayista, porque las
galopadas no despejan dudas sino que las crean: algo tiene que ver el capital con
mayúsculas, el Capital, en el consumo de masas y en su mismo, ¿bendito? desasosiego.
Ese mismo, o muy parecido, es el ámbito de un ensayo también nacido de la bulimia de
lecturas y referencias culturales pero con menor sedimento reflexivo, y quizá afectado
por la urgencia de la adición antes que de la síntesis. De Homo Sampler. Tiempo y
consumo en la Era Afterpop (Anagrama) de Eloy Fernández Porta, hablo aquí porque
encarna una de las válvulas del motor estético de hoy, es valiente pero es también
realmente enrevesado y a ratos hermético, tanto en la terminología tecnocultural como
en su objetivo mismo de comprender la estética de una cultura post-pop, una estética de
la basura –término fetiche del libro- capaz de generar valor. El impulso es también,
como en el caso de Pardo, la subversión de fronteras culturales de clase y el mismo
papel desempeñan unas líneas de Peter Handke, los relatos de Quim Monzó o el
sobadísimo Walter Benjamin, que el chiste más tonto –la propensión a la broma entre
amigos y enterados es a ratos cargante- o la viñeta de comic o el fotograma de una
película intrascendente para averiguar los estratos del primitivismo en la cultura popular
contemporánea. Con menos acumulación y más apego a la narración selectiva, Rosa
Sala ha entregado un libro con la biografía de una canción, Lili Marleen. Canción de
amor y muerte (Global Rhythm, Barcelona). Viene a ser también la biografía de una
sentimentalidad atropellada de bandazos y sorpresas ideológicas. Ni la melodia de Lili
Marleen fue invento de los nazis ni estuvo sólo en la voz de Marlene Dietrich, por
mucho que ambas cosas sean verdad en parte: el inesperadísimo destino de esa canción
–“eco mejor de la época más terrible”- es la trama del relato de Rosa Sala Rose y es un
acierto el CD que acompaña al libro con versiones conocidas o desconocidas de la
canción.
Pero la hechura clásica del ensayo literario –para lectores con la alegría intacta-
suma unos cuantos títulos de positivo interés. La reivindicación de Juan Carlos Onetti a
manos de Mario Vargas Llosa en El viaje a la ficción. El mundo de Juan Carlos Onetti
(Alfaguara) está organizada como exploración en sus temas y nunca es el cruce
estomagante de escritor aplicado y lector informado sino una exposición a veces
descarnada de la derrota, o el sentimiento de la derrota o, si quieren, la “estética de la
obsolescencia”, que es como la llama Juan Villoro en otro libro que menciono después.
Las novelas de Onetti se conectan con la literatura occidental –con Faulkner por
supuesto, pero también con Borges- y la lectura de Vargas Llosa no es innecesariamente
piadosa: Cuando ya no importe fue una última novela escrita ya en España y que Vargas
Llosa deja en un lugar menor, porque ha explicado en excelentes páginas la
excepcionalidad literaria de otras obras de Onetti, como La vida breve, y en particular
sus cuentos, algunos tan magistrales como Bienvenido, Bob. El estilo crapuloso se hace
protagonista de uno de los capítulos mejores de este análisis de una insatisfacción y de
la condena a la ficción como espacio de superviviencia. Pero el ensayo de escritor puso
algunas cosas más a rodar, y en una suerte de aventura de lector libre, el historiador
Justo Serna ha reunido en Héroes alfabéticos. Por qué hay que leer novelas
(Publicacions de la Universitat de València) algunos de sus artículos de la última década
en torno a las novelas que necesita leer un historiador: cuando a Carlo Ginzburg le
preguntaron qué aconsejaría a un joven historiador la respuesta fue categórica, “leer
novelas, muchísimas novelas” porque la imaginación moral es parte sustantiva del
oficio del historiador. Y la buena novela le dota de la ductilidad comprehensiva y de la
vivacidad veraz que no tiene su vida real o la documentación seca de archivo. Justo
Serna lleva muchos años puesto a ello con excelentes resultados: el ensayista con voz
inmediata está en estas meditaciones sobre autores a menudo españoles pero también
extranjeros –desde Borges a Lovecraft o Italo Svevo, de Javier Marías a Antonio Muñoz
Molina o Javier Cercas- leídos en clave de historia cultural, sin obviar sus cualidades
literarias, pero sí extrayendo de ellos humildemente lecciones no sólo literarias. Y esas
razones literarias exigen lamentar una decepcionante proliferación, es el caso de Manuel
Vázquez Montalbán, Justo Serna lo hace (pero a cambio tendremos a mano una
antología tan bien organizada como la que Carles Geli y Marcel Mauri han editado con
la obra periodística del escritor -El mundo periodístico de MVM, Ronsel -, y entonces es
difícil encontrar rincón alguno decepcionante en cuarenta años de periodismo activo y
comprometido).
También a Juan Villoro le gusta escribir de literatura y sus muy dispersos
ensayos, prólogos, conferencias escritas están ahora en otro libro tan lleno de intriga
para el lector de sus novelas como de valor para el puro aficionado a leer sobre libros y
escriotres desde una perspectiva original: De eso se trata. Ensayos literarios
(Anagrama) es su título, y procede del hallazgo de Tomás Segovia para traducir en
Hamlet el tan común “that is the question”. La vibración de la prosa es más alta a
medida que se ocupa de autores cuya lección se ha apropiado, a los que ha hecho suyos,
aunque no estén en su obra literaria. Su redescubrimiento de Hemingway es inteligente
y sutil, Chéjov ha estado siempre ahí, como Juan Carlos Onetti, resplandece su
atracción por los diarios de escritor, y por Josep Pla en particular, y una luminosidad
particular arrastra la conferencia encargada sobre Lichtenberg.
Designio de los tiempos parece esta dispersión de autores y tradiciones, de
épocas y culturas y subculturas: varios de los libros comentados hasta ahora comparten
la evidencia de una curiosidad alerta, se mueven entre autores muy diversos, rehúyen
filiaciones inmediatas o fáciles y son obra de lectores de cosas muy diversas, como si
estuviésemos reproduciendo entre todos los usos de lectura de los más jóvenes, de
quienes son nativos digitales frente a quienes somos ya, más bien, inmigrantes: esa
fascinación por aceptar la llamada de un link, o de una palabra subrayada en la pantalla,
o de una ventana intrusa parece contaminar también la forma misma del ensayista,
cuando en realidad es la práctica común del mejor ensayo desde siempre (y eso vale
tanto para el ensayo de la antigüedad greco-latina, como vale para el ensayista
Unamuno, Ortega, Reyes o Savater). O para Sanchez Ferlosio, a quien sus editores han
conseguido sacarle un nuevo libro bien cosido, aunque tantas veces resuenen en las
páginas de God & Gun. Apuntes de polemología asuntos ya tratados o “averiguaciones”
(que es palabra que le gusta al autor) ya emprendidas en otros libros, a veces tan
antiguos como Las semanas del jardín. Lo que hay que añadir de inmediato es que estas
páginas de ahora no sobran en absoluto, quizá porque nadie pide de un clásico la
invención de nada nuevo como no sea la reinvención misma de sus argumentos fuertes.
La dominación como eje de la historia y la discusión en torno al poder desde Polibio
forman parte de sus lecciones, y en este caso sigue viva la atadura de siempre con el
pensamiento de Weber, auténtica fuente nutricia de algunas de las mejores páginas de
Ferlosio en este y otros libros suyos. Los entusiastas pasamos a veces las páginas con la
cola entre las piernas –“no hay nadie más banal y más hortera que un entusiasta”
(¡página 88, nota!)- pero seguimos cogidos en una prosa que parece esconder cada vez
mejor el mecanismo de la sorna, en el fondo una forma de tolerancia más ancha hacia sí
mismo y también hacia lo que es necesario contarle al lector, sea sobre el sentido del
deporte como actividad de lucha y victoria, sea sobre la dialéctica de carácter y destino.
El apéndice de este libro contiene un trabajo sobre ese asunto (también de Benjamin),
“Carácter y destino”, y acepta ser leído como síntesis de los temas del libro y casi del
propio Ferlosio desde hace treinta años. Es un clásico vivo que no pierde comba de lo
que sucede en el poder, y por eso sigue de cerca las estrategias justificativas de la guerra
desde los Estados Unidos, y este año ha sido por fuerza el del análisis de una profunda
quiebra del modelo de acción internacional de Norteamérica impulsada por los neocons:
Lluís Bassets ha reconstruido y suturado numerosos artículos ya publicados en La oca
del señor Bush (Península) en busca de un “ensayo en marcha” que explica la quiebra
profunda de esos neocons en el espacio mundial, pero también y sobre todo en
Occidente.
El ensayo político no fue ajeno a dos poderes de nuestra vida intelectual y
política y de ambos disponemos desde este año de unas obras completas ejemplarmente
editadas. Ha aparecido el VIII tomo de las de Ortega y Gasset con obras póstumas de la
etapa de los años veinte (en Taurus) y los siete tomos de las de Manuel Azaña,
coeditadas también por Taurus y el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales en
un excelente trabajo de Santos Juliá. Él mismo ha vuelto a su antigua biografía de
Azaña para hacer otra, prácticamente nueva y, si no definitiva, desde luego la más
completa y suculenta: con todos los Azañas dentro. Pero no sé si son buenos ejemplos,
ambos, más que de otra cosa: de la vitalidad de la historiografía española y la
competencia con que conocemos nuestro pasado histórico. Pero el ensayo político no
vive sus mejores tiempos en España y alguna razón de fondo debe de haber para
semejante estado de parálisis o semicatatonia. No es ese el planteamiento explícito que
propone José María Maravall en La confrontación política (Taurus) pero casi sin querer
enseña muchas cosas sobre las razones de la pasividad ideológica de los grandes
partidos, o la explícita renuncia a encarnar en ellos opciones ideológicas diferenciadas.
Ese es el resultado de analizar la ruptura de la política de consenso a favor de estrategias
de crispación con efectos paradójicos en la democracia española. Parece predominar la
conocida estrategia de usar la política para conservar el poder, en lugar de usar el poder
para ejercer una política. Estas mutaciones de una democracia entrenada ya en hábitos
patológicos como la española (al menos desde la confesada coalición de algunos medios
informativos y el Partudo Popular en las elecciones que ganó Aznar en 1996) explican
en parte la aparición de ensayistas dispuestos a difundir la fe en un sistema democrático
más vigilado y menos reglado, donde el bárbaro, el que juega fura de la ley democrática,
sea identificado como tal. En Inquietudes bárbaras Luis García Montero ha querido
restituir al discurso social algunos argumentos elementales en defensa de los “espacios
públicos” como lugares de la racionalidad y la objetividad y no de la intoxicación
política interesada y calculadora, dictada desde las sedes de los partidos y los expertos
en mercadotecnia. El sentimiento de soledad del ilustrado del siglo XXI está en el
origen de esta demanda casi primordial de restitución de los valores de la racionalidad
laica como instrumento del bien común, todavía imbatidos. Por eso quizá también, y
consecuentemente, Victoria Camps no ha rehuido el eslogan simple y llano que nos
constituye como sociedades civilizadas desde los tiempos del humanismo y postula
Creer en la educación (Península) como deber y necesidad de una sociedad democrática
hiperindustrializada e hipervirtual como la española u occidental. Como García
Montero, la protesta arranca del incumplimiento consentido de los fundamentos de la
tradición ilustrada: racionalidad y pedagogía.
Y quizá tanto o más significativo es que la reflexión sobre la lectura y la crítica
literaria en la actualidad sea también en el Constantino Bértolo de La cena de los
notables (Periférica) el trampolín para reflexionar sobre los déficits de una sociedad
democrática: uno de los mayores, entiende Bértolo, el debilitamiento de la función
crítica como elemento de poder en una sociedad, por mucho que el ejemplo al que
dedica el apéndice final del libro no sirva precisamente para el caso. Pero sí es útil la
didáctica exposición de los mecanismos de la lectura literaria –hay una feliz tradición
hispánica en este punto, desde La experiencia literaria de Alfonso Reyes hasta La
operación de leer de Joan Ferraté- y la reflexión sobre los deberes y subdeberes de la
crítica, con la reclamación de fondo de una elevación general de la ambición para
regresar al espacio público, que no es el mercado, sino a veces justo lo contrario de lo
que difunde el mercado. Por eso su posición explícita es ajena a “la narración dominante
en la vida social” y en los medios. Por una vía bien distinta, La sonrisa del inútil.
Imágenes de un pasado cercano (Universidad de Alicante) es un ensayo impregnado de
memoria autobiográfica y de sentimiento de extrañeza a partes iguales, y también
reivindica un espacio para el humor y el disparate Juan Antonio Ríos Carratalá al
descubrir metida en su memoria cultural una forma más completa y compleja, virada
con la risa y la incertidumbre del humor, nuestro pasado cercano o casi cercano.
[Insula. Almanaque 2008 (747, marzo de 2009).]