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En mi fin está mi principio MEDIO SIGLO DESDE LA MUERTE DE T.S. ELIOT 529 DEL FONDO DE CULTURA ECONÓMICAENERO DE 2015 En mi principio está mi fin. Una tras otra las casas se levantan y se derrumban T. S . ELIOT Además BRINGHURST 4.0

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Page 1: En mi fi n está mi principio - Fondo de Cultura Económica · T.S. Eliot, The Waste Land Es perfectamente obvio que no todos habitamos el mismo tiempo. Ezra Pound, Make It New I

En mi fi n está mi �principioM E D I O S I G L O D E S D E L A M U E R T E D E T . � S . E L I O T

529

D E L F O N D O D E C U L T U R A E C O N Ó M I C A � E N E R O D E 2 0 1 5

En mi principio está mi fi n.Una tras otra las casas se levantan

y se derrumban— T. �S . E L I O T

Además BRINGHURST 4.0

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Thomas Stearns Eliot falleció el primer lunes de 1965, a la edad de 76 años. Nacido en San Luis, Misuri, se convirtió en ciudadano británico algunos meses antes de alcanzar su cuarta década de vida, por lo que podemos cómodamente iniciar las actividades del Año de México en el Reino Unido y del Reino Unido en México con este número que pasa revista, siempre desde el mirador del Fondo de Cultura Económica, a la trayectoria de uno de los poetas más renovadores de la literatura en inglés

durante el siglo xx. Ya en septiembre de 1988 esta publicación estuvo dedicada a recordar a Eliot, pues entonces se cumplieron cien años de su nacimiento, lo que dio pie a que La Gaceta, encabezada por uno de sus más fervientes lectores en nuestra lengua, Jaime García Terrés, presentara un riquísimo conjunto de ensayos y traducciones de su poesía — además de las del propio don Jaime, aparecieron en ese número versiones de Alberto Blanco, José Luis Rivas, José Emilio Pacheco, Jorge Hernández Campos, Tedi López Mills y Julio Hubard —.

Con fragmentos de media docena de libros de nuestro catálogo, ofrecemos aquí algunas estampas de la vida de Eliot y diversos análisis de su obra, la lírica y la dramatúrgica. Empezamos con los versos casi fúnebres con que arranca la segunda parte de Asesinato en la Catedral; es Hernández Campos quien presta su voz para que veamos a un búho ensayar “la hueca nota de la muerte” y confirmemos que “es corto el tiempo,�/�mas la espera es larga”. Autores como Alfred Kazin y Peter Ackroyd nos permiten ver primero al joven T.�S. llegar a Inglaterra y luego al ya muy maduro Eliot alcanzar la dicha en su segundo matrimonio, en cuyo seno murió hace 50 años. De dos maneras nos acercamos a su fértil Tierra baldía: con unas notas sobre el modo en que fue compuesto ese poema polifónico y con una reseña de Yael Weiss — nuestra experta local en esta clase de juegos entre la tecnología digital y la literatura — de la app de The Waste Land (Faber and Faber-Touchpress) que en 2011 marcó un hito en la edición electrónica.

El verso final del segundo de los cuatro cuartetos, “East Coker”, nos sirve para bautizar el número con que estrenamos año; para José Emilio Pacheco, magistral traductor y anotador de esas crípticas composiciones, “En mi fin está mi principio” alude lo mismo a Heráclito que a la noción cristiana de que al morir se inicia la vida eterna, pero también al lugar de origen de la familia de Eliot. Para nosotros es un modo de confirmar que un auténtico poeta no muere sino que estrena vida en la memoria de sus lectores.

Y como acabamos de publicar la esperada versión 4.0 de Los elementos del estilo tipográfico, ese compendio de sabiduría, consejos y guiños históricos para mejor usar y disfrutar los caracteres de imprenta, ofrecemos una selección de los agregados que Robert Bringhurst hizo al preparar la edición con que este libro conmemoró 20 años de estar en circulación.�W

Asesinato en la CatedralT . � S . E L I O T

—————————

Eliot y Pound en Europa A L F R E D K A Z I N

El joven T.�S. EliotL Y N D A L L G O R D O N

Eliot, críticoV E R N O N H A L L , J R .

Sobre Asesinato en la CatedralF R A N Z K U N A

Feliz por fi n [1957-1965] P E T E R A C K R O Y D

The Waste Land en appY A E L W E I S S

CAPITELNOVEDADESLos elementos del estilo tipográfi co(fragmentos)R O B E R T B R I N G H U R S T

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EDITORIAL

529En mi fi n está mi principio

José Carreño Carlón

DI R EC TO R G EN ER AL D EL FCE

Tomás Granados Salinas

DI R EC TO R D E L A GACE TA

Javier Ledesma

J EFE D E R EDACCI Ó N

Ricardo Nudelman, Martha Cantú,

Adriana Konzevik, Susana López,

Alejandra Vázquez

CO N S E J O ED ITO RIAL

León Muñoz Santini

ARTE Y D IS EÑ O

Andrea García Flores

FO R MACI Ó N

Ernesto Ramírez Morales

VERS I Ó N PAR A I NTER N E T

Impresora y Encuadernadora

Progreso, sa de cv

I M PR E S I Ó N

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La Gaceta del Fondo de Cultura Económica

es una publicación mensual editada por el Fondo de Cultura Económica, con domicilio en Carretera Picacho-Ajusco 227,

Bosques del Pedregal, 14738, Tlalpan, Distrito Federal, México. Editor responsable: Tomás Granados Salinas. Certifi cado

de licitud de título 8635 y de licitud de contenido 6080, expedidos por la Comisión Califi cadora de Publicaciones y Revistas

Ilustradas el 15 de julio de 1995. La Gaceta del Fondo de Cultura Económica es un nombre registrado en el Instituto Nacional

del Derecho de Autor, con el número 04-2001-112210102100, el 22 de enero de 2001. Registro Postal, Publicación Periódica:

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FOTOG R AFÍA D E P O RTADA : © LEÓ N M U Ñ OZ SANTI N I

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EN MI FIN ESTÁ MI PRINCIPIO POESÍA

En el palacio del arzobispo — corre la primera escena de la segunda parte de uno de los dramas centrales del legado de Eliot —, el coro pronuncia los versos sombríos

y llenos de presagios con que abrimos este número memorioso. Retomamos aquí la fi el traducción que Jorge Hernández Campos presentó en su libro La experiencia

Asesinato en la CatedralSEGUNDA PARTE

T . � S . E L I O T

¿Canta el pájaro en el sur?

Sólo el pájaro marino grita, empujado tierra adentro por la tormenta.

¿Qué señal hay de la primavera del año?

Sólo la muerte de los viejos: nada se mueve, no hay ni un renuevo, ni un soplo de viento.

¿Comienzan a alargarse los días?

Más largo y oscuro el día, más corta y fría la noche.

Inmóvil y sofocado el aire: pero un viento se acumula en el este.

El cuervo famélico se posa en el campo, alerta; y en el bosque

ensaya el búho la hueca nota de la muerte.

¿Qué signos hay de una primavera amarga? El viento acumulado en el este.

¿Cómo, en el tiempo de la Natividad de Nuestro Señor, en la estación de Navidad,

no hay paz sobre la tierra, buena voluntad entre los hombres?

La paz de este mundo es siempre incierta,

a menos que los hombres guarden la paz de Dios.

Y la guerra entre los hombres mancha este mundo; pero la muerte en el Señor lo renueva,

y el mundo debe quedar limpio en invierno o sólo tendremos

agria primavera, verano reseco y cosecha estéril.

¿Qué trabajo se hará entre Navidad y Pascua?

El labrador saldrá en marzo y volteará la misma tierra

que ha volteado antes, el pájaro cantará la misma canción.

Cuando la hoja brote en el árbol, cuando el saúco y el espino

florezcan sobre el arroyo, y el aire sea limpio y alto,

y gorjeen voces en las ventanas, y jueguen los niños frente a las puertas,

¿qué trabajo se habrá hecho entonces?, ¿qué agravio

cubrirá el canto del pájaro, el árbol verde?, ¿qué agravio

cubrirá la tierra fresca? Esperamos, y es corto el tiempo,

mas la espera es larga. W

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DOSSIER

En la vida de T.�S. Eliot pueden buscarse algunas claves de sus búsquedas literarias.

Eso hacen los textos aquí reunidos: mostrar que en él está el principio de su grandeza como escritor.

Acérquese el lector a su adopción de la cultura británica, incluida su religión; a su modo de practicar la dramaturgia; a su método de composición poética, tan cerebral como cargado de emociones; a su íntima

felicidad conyugal al fi nal de su existencia; a su vitalidad en tiempos del libro electrónico.

En mi fi n

está mi principio

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Eliot y Pound en Europa A L F R E D K A Z I N

ENSAYO

Estos fragmentos proceden de la obra en que el crítico Alfred Kazin recorre la centuria entre 1830 y 1930 y es por muchos considerada el vademécum de la literatura estadunidense de ese

fecundo periodo. En el capítulo que ahora recordamos dirige aquél su mirada al primer exilio del poeta — veinteañero entonces, en vísperas de componer su Tierra baldía — y sus

andanzas por el viejo continente en compañía de su cómplice por excelencia, a quien en la dedicatoria de ese poema, con palabras prestadas de Dante,

inmortalizó como il miglior fabbro

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EN MI FIN ESTÁ MI PRINCIPIO

ELIOT Y POUND EN EUROPA

Falling towers

Jerusalem Athens Alexandria

Vienna London

Unreal.

[Torres que caen

Jerusalén Atenas Alejandría

Viena Londres

Irreales.]

T.�S. Eliot, The Waste Land

Es perfectamente obvio

que no todos habitamos el mismo tiempo.

Ezra Pound, Make It New

ICuando Thomas Stearns Eliot embarcó rumbo a Ale-mania en 1914 con una beca de Harvard (la guerra pron-to le impulsó a Oxford) no tenía más deseos que Henry Adams de convertirse en un expatriado. Ya en 1914 es-taba pasando una gran parte de cada año en Francia, pero embarcó rumbo a la patria en cuanto se declaró la guerra en agosto. Henry James descendió desde Rye para despedirlo. Ambos sabían que sería su último en-cuentro, y hablaron a bordo casi toda la noche.

No era gran cosa para escritores norteamericanos vivir y trabajar en Europa. Hasta Mark Twain lo había hecho durante años enteros. Aun en Inglaterra, cuan-do los Estados Unidos entraron en guerra, en 1917, Eliot, de veintinueve años, trató de ingresar a la mari-na norteamericana, fue rechazado por razones de sa-lud, y cuando obstinadamente volvió a intentarlo, quedó enredado en una red. Un ciudadano norteame-ricano estaba destinado a hacer de Londres su hogar y a encontrar en el Londres de tiempos de guerra el pur-gatorio — con la más tenue esperanza de salvación — que lo llevó a su poema más célebre, The Waste Land (1922). Interpretado durante décadas como “críticas del mundo contemporáneo […] muestra importante de crítica social”, en realidad era, como tristemente lo reconoció Eliot en años posteriores, “para mí […] sólo el alivio de una queja personal totalmente insignifi -cante contra la vida; es simplemente un ejemplo de gruñido rítmico”.

The Waste Land fue todo eso. Vibró mucho más que el relajado y maduro Eliot de mediados de siglo, el místico de Four Quartets, protegido ahora por su in-mensa fama y su feliz segundo matrimonio, que com-prensiblemente no tenía deseos de descender de la de-leitosa montaña a la que fi nalmente había subido.

Eliot había casado en 1915 con Vivien Haigh-Wood, una inglesa de temperamento inestable. Desafi ando a su padre, hombre de negocios de St. Louis, que había esperado su vuelta a casa para recibir su doctorado en Harvard, Eliot se quedó en Londres como maestro de escuela, crítico, empleado de banco y subdirector de The Egoist. Durante tres años regularmente hizo via-jes fuera de Londres para dirigir clases vespertinas para obreros en Southall. “Me establecí aquí — escri-bió después de la guerra — ante fuerte oposición fami-liar, afi rmando que había encontrado el medio más honorable para producir literatura.” La afi rmación de Eliot no bastó a su padre, quien falleció en 1919 cre-yendo que su hijo había hecho de su vida un caos, y en su testamento discriminó al menor de sus siete hijos. Eliot padeció un colapso después de la guerra mien-tras trabajaba en The Waste Land, y hubo que enviarlo a Suiza; pensó que había sufri-do de una aboulie (abulia), término psiquiá-trico hoy anticuado que signifi ca “ausencia de fuerza de voluntad”.1 La muy perturba-dora Vivien había demostrado ser un ma-yor estímulo de lo que él esperaba al casar-se con ella.

Fuesen cuales fuesen las razones de Eliot para quedarse en Londres en tiempos de guerra, su desafío a su familia de St. Louis pareció sorprenderlo a él mismo. Aquél fue el primer acto signifi cativo de su vida entre libros y de su carácter introver-tido. Aunque luego Eliot resultó más tradi-cionalista que su familia, gran creyente en

1�“El término implica que el individuo tiene el deseo de

hacer algo, pero este deseo es sin fuerza ni energía. La pro-

pia abulia es rara, y con pocas excepciones sólo ocurre en

las esquizofrenias. La más frecuente perturbación de la vo-

luntad es una reducción o menoscabo […] antes que una

completa ausencia […] La inactividad, focal o difusa, de un

individuo hacia el medio, debida a la incapacidad de deci-

dirse por algún plan de acción. Puede haber un deseo de ha-

cer contacto con el entorno, pero este deseo no ‘tiene poder

de acción’.” (Campbell, Psychiatric Dictionary, 4ª edición.)

las instituciones siempre que fueran británicas, su permanencia en Inglaterra fue un acto de rebeldía norteamericana, paralelo al del “infi el” Emerson cuando abandonó la Iglesia.

No obstante, tal vez fuesen sólo los norteamerica-nos más conservadores, como Henry James, los que podían pasar el resto de sus vidas en Inglaterra. De poco más de veinte años, Thomas Stearns Eliot ya era defi nitivamente conservador. Ralph Waldo Emerson se había enorgullecido de los Estados Unidos como el país prometido que liberaría al individuo nacido libre de todos los vínculos innecesarios. El sabio norteame-ricano podría ir hacia Dios por sí solo. El joven Eliot de St. Louis, graduado en fi losofía en Harvard, que ape-nas toleró la infl uencia de William James, en favor del odio de Irving Babbitt hacia todo romanticismo, re-sultaría un tradicionalista à outrance. Una de sus mu-chas tradiciones fue la familia Eliot. Como lo diría Ezra Pound de su propia familia, la historia de los Es-tados Unidos era virtualmente una conexión familiar. Desde el primer Eliot de Nueva Inglaterra, Andrew Eliot, se dijo que había sido un protestante menos ra-dical que sus compañeros puritanos. Acaso fuese uno de los jueces en los juicios de brujas de Salem.

Los Eliot de St. Louis miraban el Oeste como una colonia de Nueva Inglaterra. El reverendo William Greenleaf Eliot se había establecido en el atrasado St. Louis para difundir el evangelio unitario. Fundó la Washington University y no quiso darle su propio nombre. En 1852, dando conferencias en St. Louis, Emerson sólo tuvo admiración para este “santo del Oeste”, pero estaba seguro de que “no podría encon-trar hombre que pensara o que leyera” entre aquellas “noventa y cinco mil almas”. El nieto del reverendo Eliot se quejaría de que le hubiesen enviado “fuera de la grey cristiana”. El cristianismo era la Encarnación. Pero aunque el unitarismo le pareciese huecamente liberal a T.�S. Eliot, él respetó a su familia como perso-nifi cación de Nueva Inglaterra, como misioneros de-dicados a buenas obras. Los Eliot ofrecieron durade-ras imágenes de autoridad a un poeta que ciertamente creía en la autoridad.

Nuestro Eliot, el menor de siete hermanos, fue un niño enfermizo y muy protegido, a quien Lyndall Gor-don, documentando sus primeros años, describe como “fortifi cado por una guardia de hermanas mayores”. Su padre consideró que la instrucción pública en cues-tiones sexuales “equivalía a dar a los niños una carta de presentación para el Demonio. La sífi lis era el casti-go de Dios y [el padre] esperaba que nunca se le encon-trase remedio. De otra manera, podría ser necesario castrar a sus propios hijos para mantenerlos puros”. Otros Eliot tenían opiniones menos restrictivas sobre la sociedad. La mayor de las hermanas del poeta, Ada, escribió casos de la vida real y trabajó en la prisión de las Tumbas, de Nueva York. Marian se matriculó en una escuela para prestar servicio social en Boston. Su prima Martha fue una doctora especializada en niños y en salubridad pública. La escuela de su prima Abigail, en Roxbury, fue precursora de todos los programas pioneros para niños con desventajas. Los poemas de Eliot en Harvard se burlan benignamente de la tradi-ción gentil de Boston, del Boston Evening Transcript, “La prima Harriet”, “La tía Helen”, “La prima Nancy” fueron sátiras benévolas, que comprensiblemente mues-

tran una preocupación por el miedo a la ex-periencia fuera de la tradición. Él habría de experimentar este temor en una profundi-dad no familiar para sus hermanas, sus pri-mas y sus tías.

Eliot, en su periodo beatífi co después de la segunda Guerra Mundial, alegremente hizo saber en una conferencia dada en la universidad de su abuelo, que “estaba muy contento de haber nacido en St. Louis”. Nunca incluyó a St. Louis en sus poemas. Lo habían protegido de una ciudad notoria por la corrupción de sus hombres de nego-cios, sus atarjeas inadecuadas y sus huma-redas de azufre. Dreiser como reportero en St. Louis y Lincoln Steff ens, el expositor de ruindades que viajaba “por el infi erno con la tapa levantada”, habían observado su de-generada prosperidad. El enclave alemán y lo que Eliot en Inglaterra llamó un reparto de “negros” fomentó su puritano orgullo de raza. Cuando enseñó en Virginia durante los años treinta, subrayó que la “raza” así como la “religión” promovían una sociedad enteramente cristiana. El modelo para la célebre estatua del Puritano, de Augustus

Saint-Gaudens en Springfi eld, fue uno de los antepa-sados maternos de Eliot. La madre de Eliot fue una derivativa poetisa-dramaturga que describió a ciertas “fi guras” como santos de la cultura. Y cuando, en los veinte, Eliot llegó a convertirse en vidente público así como en el poeta dominante del mundo de habla in-glesa, fácilmente adoptó el tono de la familia al aludir a los “culturalmente inferiores”.

Casado en Inglaterra y desafi ando la guerra como civil norteamericano, el desconocido y aislado Eliot estaba haciendo su protesta no sólo contra la familia y los antecedentes sino contra su propia patria. Mas de lo que él comprendía, era contra el secularismo y el aislamiento norteamericanos contra lo que estaba protestando. (Los Estados Unidos seculares se con-vertirían en su público más ávido; aunque la conver-sión de Eliot no convirtió a muchos de sus admirado-res, la complejidad y el poder de alusión de sus poemas les dio el sentido de una tradición.) Después de cono-cer a Eliot en Londres y leer los ya célebres primeros poemas que nadie había querido publicar, Pound, re-comendándolos a Poetry en Chicago, escribió emocio-nado a Harriet Monroe que Eliot “en realidad se ha preparado y modernizado a sí mismo por cuenta pro-pia”. Al parecer, sólo en el Viejo Mundo pudo Eliot prolongar y desarrollar su “modernización”. Su senti-do innato del estilo como mímica y provocación no habría convenido a la importancia de ser un graduado en fi losofía en Harvard. En 1916, cuando Eliot pasó de la Escuela de High Wycombe (salario: 140 libras anua-les, con alimentos) a la Junior School de Highgate (sa-lario: 160 libras, con alimentos y té), reconoció que aunque su esposa había estado muy enferma, su gran amigo Jean Verdenal había muerto y él había estado tan “abrumado por preocupaciones fi nancieras y la salud de Vivien” que “últimamente no había escrito nada”; “sin embargo, la estoy pasando maravillosa-mente. He vivido gracias al material para una veintena de poemas largos en los últimos seis meses. Una vida totalmente distinta de la que yo preveía hace dos años. Cambridge me parece hoy una aburrida pesadilla”.

Sin embargo, en aquel momento, “Europa”, destru-yéndose visiblemente a sí misma, se convirtió en una encarnación de su prueba personal: una prueba que él querría vincular con el “cataclismo universal” y para la cual encontraría el estilo necesario. Él y su esposa estaban a menudo enfermos, evidentemente enfer-mándose uno al otro. El matrimonio era una prueba continua. Al parecer, Eliot era virgen cuando se casó y sus difi cultades sexuales fueron una sorpresa para ambos. Aunque al principio no había estado siquiera seguro de que le gustara Inglaterra, se alegró de libe-rarse de Harvard y de la “campana del colegio”. Ahora, apremiado por su matrimonio, exhausto de tanto tra-bajo mientras intentaba escribir después de pasar el día en el banco, en mitad de la guerra Eliot experimen-tó un colapso que le dejó con la profunda convicción de que existía un infi erno personal. Por alguna razón, era demasiado tarde para volver a la patria. Las difi culta-des de obtener pasaporte en tiempo de guerra y su re-nuencia a presentar a su esposa al círculo de su familia fueron excusas convenientes. El propio Londres era una prueba constante, como su matrimonio, y al igual que éste, lo hipnotizó. Pudo escribir a su padre en 1917:

Las vidas individuales han sido devoradas en la gran

tragedia, de tal modo que casi dejamos de tener expe-

riencias o emociones personales, y las que tenemos

parecen carentes de importancia […] Sólo gente muy

aburrida siente que hoy tiene más en sus vidas. Otros

tienen demasiado. Tengo muchas cosas sobre las cua-

les escribir si llega a haber un momento en que haya

quien las atienda.

Necesitaba tiempo, necesitaba la libertad que sólo encontraría luego de su colapso después de la guerra, cuando hubo que enviarlo a Suiza. Pound, quien des-de los primeros días en Londres había sido el defen-sor de Eliot, después de la guerra reuniría dinero para procurarle una cura de reposo. Y desde luego, fue Pound quien convirtió una masa de fragmentos incongruentes en el brillante mosaico de The Waste Land. Pero Londres, aun durante los peores momen-tos de Eliot a través de la guerra, contribuyó a su poema futuro bombardeándolo con sensaciones de-rivadas de la historia que le rodeaba. Londres le dio “el tono del tiempo”, el “tono de la asociación”, como les llamó Henry James por el especial atractivo de Inglaterra para un norteamericano con los antece-dentes y el temperamento de Eliot. Éste convirtió hasta su asiduo y anticuado aprendizaje en una for-

UNA PROCESIÓN:CIEN AÑOS

DE LITERATURA NORTEAMERICANA

A L F R E D

K A Z I N

Traducción

de Juan José Utrilla

lengua y estudios

liter a rios

1ª ed., 1987; 478 pp.

968 162 71 72

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8 E N E R O D E 2 0 1 4

EN MI FIN ESTÁ MI PRINCIPIO

ELIOT Y POUND EN EUROPA

ma de sensación. Hubo en él una conjuración extraor-dinaria del doliente y del erudito — encontrando cada quien su voz en el otro — que hizo de Londres el lugar perfecto para la expresión personal. Cada caminata provocaba los versos más maravillosos de la poesía inglesa, aportando la respuesta irónica.

Sweet Thames, run softly till I end my song,

Sweet Thames, run softly for I speak not loud or long.

But at my back in a cold blast I hear

The rattle of the bones, and chuckle spread from ear

to ear.

[Dulce Támesis, corre suavemente hasta que termine

mi canto,

Dulce Támesis, corre suavemente pues no hablaré

largo tiempo ni en voz alta.

Pero a mí espalda en una fría ráfaga oigo,

El golpear de los huesos, y una risa que se extiende de

oreja a oreja.]

Londres en tiempo de guerra, sus multitudes, monu-mentos y especuladores de guerra, su constante re-cordatorio del pasado que se desplomaba, su temblor ante las terribles listas de bajas, hizo por Eliot aún más de lo que la violencia del frente italiano hizo por Hemingway, y el “enorme cuarto” por Cummings. Los escritores que se quedaron en la patria durante la guerra y fueron fácilmente indiferentes a ella per-dieron su signifi cación universal, como no ocurrió a Eliot. La irredimible tierra yerma del siglo comenzó en 1914, ese principio de todos nuestros dolores.

El trémulo no-combatiente Eliot tuvo algunas in-esperadas ventajas sobre quienes “vieron acción”. Pudo identifi car sus intensas angustias con un mun-do “caído” que ofrecía un marco y un mito — la sed religiosa — a sus perturbaciones. Ni siquiera Henry Adams, con su incomparable sentido de la historia, hizo “semejante universo personal” del hecho de que el mundo estuviese acabándose, pues Eliot orquestó los altibajos de alguna emoción personal irresistible, como lo hizo Stravinsky en Le Sacre du printemps. Este empleo de la angustia sería captado por muchos lectores, sin saber por qué se sentían conmovidos por The Waste Land como por ningún otro poema de la época. Una ciudad tiene muchas voces. Eliot las re-unió en ecos, fragmentos y parodias porque las oyó por primera vez en su propio temor y temblor:

Unreal City,

Under the brown fog of a winter dawn,

A crowd flower over London Bridge, so many,

I had not thought death had undone so many.

……

……

Unreal City

Under the brown fog of a winter noon

……

o City city, I can sometimes hear

[Ciudad irreal,

Bajo la parda niebla de un alba invernal,

Una multitud fluía sobre el Puente de Londres, tantos

eran

Que no creí que la muerte hubiese deshecho a tantos.

……

Ciudad irreal

Bajo la parda niebla de un mediodía invernal

……

Oh, ciudad, ciudad, a veces puedo oír]

Cada motivo era particular; cada cual, como residuo de una poderosa emoción, sería minuciosamente dis-criminado de los demás, y hábilmente repetido. Eliot siempre insistió en una emoción específi ca. Éste, su punto fuerte como poeta, probablemente salvó su cor-dura en la tormenta de sus muchas difi cultades. Eliot apuntaló su relato de un hombre que camina a ciegas por una ciudad con un mito de la fertilidad, minucio-samente expuesto en sus notas, de disecciones y espe-ranzas, de una tierra que muere y un renacimiento al menos por una sed de fe. Pero como alegremente lo re-conoció mucho, muchísimo después, The Waste Land brotó por la fuerza de tanta urgencia personal, que él no siempre supo lo que estaba diciendo. No siempre tuvo que saberlo. Ejércitos de escoliastas, leyendo el poema de arriba abajo como mito, a la luz de las refe-rencias tan grandiosamente sugeridas en las notas de Eliot, no avanzaron en su educación artística pero sí en su imagen (tal vez envidiosa) de la ortodoxia de Eliot. El mundo moderno había caído, caído por com-

pleto. Pero no fueron las cultas alusiones de Eliot las que llevaron a tantos lectores donde no esperaban ir: al verdadero efecto de The Waste Land. Lo que causó el efecto fue la habilidad de Eliot al combinar la “pre-cisión de la emoción” con la “imaginación auditiva”. Él apreció el genio moral del catolicismo para construir ciertas emociones como ocasiones grandiosas cuando el alma realmente se escucha a sí misma.

Ahora verso tras verso, fuese como observación, cita o lamento, expresaba un movimiento separado del alma, y nada más. Verso tras verso, fuese como ob-servación, cita o lamento, expresaba una turbulencia y una presión específi ca. Cada verso tomado de fuentes impresas, lecturas semiolvidadas que aún resonaban en la memoria, personajes clásicos, expresa la sensa-ción de tener que cargar demasiado en el espíritu. El marco de Eliot, la descomposición del mundo moder-no, no era más obsesionante que la difusión y variación de estas muchas voces. Lo más bello era su espacio, su alternación y su fi nal armonización en un ritmo tra-vieso aparentemente descuidado. Eliot había aprendi-do cierto estilo burlón del humorismo alegre y desen-fadado des âmes damnées, como Corbière, Laforgue y desde luego Baudelaire. Pero ya no estaba haciendo humor negro a costa de sí mismo, como en “Prufrock”; estaba tratando de poner en un marco las voces deses-peradas de una civilización desgarrada por la guerra.

Fue este un viaje dentro de la ciudad de un hombre y la mente de un solo hombre, una travesía obsesiva al borde del pasado. como sólo es posible para el hombre moderno en una vieja ciudad como Londres. Fue un viaje con fantasmas que en la extraña amargura de Eliot descendían a la rutina de la vida doméstica, la charla en el bar y el momento de liberación del banco.

At the violet hour, when the eyes and back

Turn upward from the desk, when the human engine

waits

Like a taxi throbbing waiting…

[A la hora violeta cuando los ojos y la espalda

Se apartan del escritorio, cuando la máquina humana

espera

Como un taxi que aguarda vibrando…]

¡Una ciudad es la conjunción de tantas experiencias irreconocibles! Y cada una en The Waste Land deja-ría su resonante reverberación.

“My nerves are bad to-night. Yes, bad. Stay with me.

“Speak to me. Why do you never speak. Speak.

“What are you thinking of? What thinking? What?

“I never know what you are thinking. Think.”

[“Estoy mal de los nervios esta noche. Sí, mal. Quédate

conmigo.

Háblame. Por qué no hablas nunca. Habla.

¿En qué estás pensando? ¿Qué piensas? ¿Qué?

Nunca sé lo que piensas. Piensa.”]

Y, atravesando el omnipresente sentido de privación, la “sequedad” que alcanza alguna transida esperan-za de alivio sólo en el último resonar del trueno, que mantenemos rebotando contra las voces extrañas del pasado clásico, profetas y acusadores:

I Tiresias, though blind, throbbing between two lives,

Old man with wrinkled female breastes can see

……

I Tiresias, old man with wrinkled dugs

Perceived the scene, and foretold the rest…

[Yo, Tiresias, aunque ciego, palpitando entre dos vidas,

Viejo con arrugados pechos de mujer, puedo ver

……

Yo, Tiresias, viejo con arrugados pezones

Vi la escena y predije el resto…]

[…]

The Waste Land, apoyada formalmente en el mito, fue a convertirse en el mito predilecto de una generación de posguerra tras otra. Eliot citó a Hermann Hesse en sus notas: “Ya la mitad de Europa, al menos la mitad de la Europa oriental, va camino al caos, se tambalea como un ebrio en sagrado engaño hacia el abismo”. “Caos”, uno de los primeros términos de Henry Adams para lo que veía en la civilización moderna, era lo que el modernista había de disipar en la unidad secreta y

sutil de su obra de arte. Y sin embargo, mientras Eliot escribía The Waste Land, “sin saber siempre lo que es-taba diciendo”, el lector podía sentirse conmovido por ella sin entenderla siempre. El joven Eliot experimen-tó la poesía en una lengua extranjera que apenas podía leer. Y la experiencia emocional e instintiva de más de un lector de The Waste Land fue cosa de experimentar las emociones primitivas que guiaron a Eliot al escri-birla. Su don para relacionar su experiencia total con el lector fue tal que poetas más serenos nunca lo pose-yeron. El don de Eliot estaba más en armonía con el instinto de Whitman para crear una epopeya perso-nal a partir del “conjunto” y la “unidad paradójica” de una ciudad, que con el ambiguo retorno al “clasicis-mo” que Eliot invocó en su crítica. Ezra Pound, quien cortó y corrigió The Waste Land tan brillantemente que pasó a ser un virtual colaborador, diría que “la epo-peya es un poema que incluye historia”. La historia exige muy hábil representación; una de las señaladas hazañas de Eliot en The Waste Land consistió en re-presentarse a sí mismo luchando con la época. La época rindió a Eliot el homenaje de verse a sí misma en el poema. Ésta fue otra razón de que lograra absorber el poema sin comprenderlo cabalmente. Década tras década, The Waste Land representó “una actitud hacia la historia” que fue más profunda que In Our Time, de Hemingway, La decadencia de Occidente, de Spengler, Goodbye to All That, de Robert Graves. Cada vez más de moda, el poema modernista de Eliot llegó a repre-sentar el fracaso humano de la civilización moderna.

Para Eliot en Inglaterra, rodeado por asociaciones con el establishment, el verdadero fracaso era su pa-tria. Era un fracaso del ego norteamericano aislado, supuestamente “autodependiente” en el que Emerson había puesto su fe. Durante los treintas, Virginia Woolf anotaría en su diario, refi riéndose a Eliot: “¡Cuánto sufre! […] Pareció sentir tan poca alegría o satisfacción de ser Tom […] Reveló su pasión, lo que rara vez hace. Un alma religiosa: un hombre desdicha-do: un hombre solitario muy sensible, todo ello en-vuelto en fi bras de auto tortura, duda, pretensión, de-seo de calor e intimidad”.

El sentido de temor dentro de The Waste Land, su obsesionante capacidad de atraer al lector, explica la forma en que actúa sobre nosotros como alguna irre-sistible discordia. Este sentido de discordia se convir-tió, en el rechazo de Eliot a la “autosufi ciencia” y la “luz interna”, en una sucesión de fragmentos que es en realidad un misterioso afán dentro de nosotros mis-mos por eliminar la fragmentación. Aspiramos a al-canzar una unidad de la que, en el mismo aliento, desesperamos.

Eliot estaba escribiendo acerca de la esperanza de Dios, de “aguardar a Dios”, como lo diría una de sus fu-turas admiradoras, Simone Weil. Mas para muchos lectores que eran irredimiblemente escépticos, el te-mor y el temblor de Eliot surgirían como un anhelo de autoridad, un desprecio a la democracia, un desdén por los “escarabajos”, las “criaturas reptantes”, como las llamó en la primera redacción de The Waste Land. Lo que Eliot nunca reconoció de su propia infelicidad en sus muchas autoacusaciones en Londres, aun cuan-do estuviese dando clases para obreros, fue su falta de simpatía a las masas. Fue un solitario tanto por su po-lítica como por su pedantería. En la calle, como lo po-nen en claro sus poemas de Harvard en los que subra-ya los aspectos “sórdidos” de Boston, fue un relamido brahmán, un marginado perenne. Absorbió lo que Emerson había elogiado como el “lenguaje de la calle” sin disfrutar de él. Nunca respondió al sentido de posi-bilidad recurrente en la democracia, el brío que Whit-man ganó por vivir en una gran ciudad.

Eliot, nacido cinco años después de la muerte de Emerson, escribió a veces como si hubiese venido al mundo para deshacer la obra de Emerson. No fue para ello para lo que vino al mundo, y al fi nal fue el doble de Emerson, tanto corno su adversario; pues también Eliot abrazó por completo el peligroso viaje a la fe. También él fue un “isolato” natural, un norteamerica-no. Pero en contraste con Emerson, Eliot no pudo con-fi ar en su aislamiento y su individualidad. Necesitando a Dios, optó por la autoridad. Y la “autoridad” era lo que sólo Europa podía ofrecer… en forma de cultura.�W

Traducción de Juan José Utrilla.

Alfred Kazin es uno de los más renombrados críticos literarios estadunidenses; de su autoría, en 1987 publicamos Una procesión: cien años de literatura norteamericana.

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ENSAYO

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EN MI FIN ESTÁ MI PRINCIPIO

APÉNDICE IIPARA FECHAR LOS FRAGMENTOS DE LA TIERRA BALDÍAEl manuscrito de La tierra baldía es un montón de fragmentos que se acumularon lentamente a lo largo de siete años y medio. Sólo hasta el séptimo año los fragmentos se transformaron en una obra de enver-gadura. Con el fi n de seguir el crecimiento de La tie-rra baldía a lo largo de todas las etapas de su compo-sición, primero agrupé los fragmentos de acuerdo con los diferentes tipos de papel que usó Eliot y des-pués establecí un orden cronológico provisional gra-cias a una serie de claves, muchas de las cuales me ofreció la clara y bien anotada edición facsimilar del manuscrito que hizo Valerie Eliot.

Cuando Eliot estaba todavía en Harvard, en 1914, escribió tres fragmentos de visiones en el mismo pa-pel cuadriculado y perforado marca Une Ledger: “Después de la conversión…”, “Yo soy la resurrección y la vida…” y “Entonces durante la noche…”, Según Valerie Eliot la letra corresponde “a 1914 o incluso antes”. Estos fragmentos deben leerse junto a otros poemas de aquella época que no se incluyeron en el manuscrito de La tierra baldía, pero que anuncian algunos temas de éste: “El danzante consumido por el fuego”, “La canción de amor de San Sebastián”, “¡Oh! pequeñas voces…” y un poema religioso de 1911, “La pequeña pasión”, que Eliot revisó en 1914 y que transcribió en su Cuaderno de apuntes.

En el verano de 1914, Eliot se fue a Oxford a leer fi losofía y allí, pocos meses después, escribió “La muerte de San Narciso”. Su primer borrador tiene la marca de agua “Excelsior Fine British Make”, papel que también usó para escribir “Mr. Apollinax”. Am-bos se escribieron seguramente en enero de 1915, porque el 2 de febrero, en una carta a Pound, Eliot hizo alusión a ellos (“entiendo que el priapismo, el narcisismo, no tienen la aprobación de…”).

Eliot no volvió a escribir más fragmentos sino hasta después de su matrimonio con Vivienne Haigh-Wood en junio de 1915; pero en enero de 1916 le escribió a su amigo de Harvard, Conrad Aiken, que había “vivido en los últimos seis meses lo sufi ciente para poder escribir una serie de poemas largos”.

Entre 1916 y 1919, Eliot escribió otro grupo de frag-mentos con temas nuevos: la esposa amenazante y Lon-dres. Quizás se podría ser más específi co en lo que se refi ere a la fecha de “La muerte de la duquesa” compa-rando el papel con el de los manuscritos que no corres-ponden a La tierra baldía, pero sin la ayuda de otros datos la prueba del papel no puede ser defi nitiva. El pa-pel corresponde al que usó en 1916 para una reseña in-édita de una traducción de coros de Ifi genia en Aulide hecha por H.D. También corresponde al de un borra-dor de “Gerontion”, que Eliot le envió a John Rodker en el verano de 1919. Una posible prueba de que el poe-ma es anterior a 1919 es la referencia que hizo Pound en 1918 (en un borrador de “Murmullos de inmortalidad”) a una duque-sa que se siente insultada por la animalidad de Grishkin. De cualquier manera, no hay duda de que el poema se escribió en 1919: Va-lerie Eliot encontró una carta que le escri-bieron a Thomas en 1919 en la que le expre-saban admiración por el poema y le habla-ban también de Mr. Bleistein en “Endecha”.

Una frase de la “Duquesa”, “atados para siempre a la rueda”, emparenta este poe-ma con “Londres”, cuyos habitantes están atados a la rueda. “Londres”, “Endecha”, “¡Oh! ciudad, ciudad”, “El río suda…” y “Elegía” están todos escritos en pequeñas hojas de un block marca Hieratica Bond. La forma de “Elegía” apunta al periodo en que Eliot usaba cuartetas, entre 1917 y 1919; también el tema de la muerte por agua y el nombre Bleistein aparecen en otros poemas de 1918 y de 1919. En “Dans

le Restaurant” (1918), que fue posteriormente tradu-cido con ciertos cambios y agregado a La tierra bal-día, un marinero fenicio ahogado, al igual que Bleis-tein, se libera de su cárcel corporal y se transforma. Hasta ahora ha sido imposible fechar el grupo ma-nuscrito en el papel Hieratica Bond, pero se puede suponer razonablemente que pertenece a 1918. La fecha más temprana, en todo caso, sería la primave-ra de 1917, cuando Eliot comenzó su carrera de caje-ro de banco en la ciudad de Londres, ya que “¡Oh! ciudad, ciudad” y “Londres” están obviamente rela-cionados con esa experiencia.

El paso decisivo de un montón de fragmentos a un poema integral se da aproximadamente gracias a “Gerontion”, que se escribió en mayo-junio de 1919. Eliot no concluyó “Gerontion”, en el manuscrito y por lo tanto yo no me detendré aquí en él excepto para decir que Eliot consideró “Gerontion” como un preludio de La tierra baldía, aunque aceptó la reco-mendación de excluir lo que le hizo Pound. A fi nes de 1919, Eliot le escribió a su benefactor neoyorkino John Quinn y a su madre en Boston que deseaba es-cribir un poema largo que había estado pensando durante cierto tiempo.

Por lo que se refi ere a la secuencia de la composi-ción de La tierra baldía en 1921, he estado oscilando, sin decidirme, entre dos hipótesis. Una de ellas es que Eliot hizo casi todo el trabajo de un solo tirón, cuando le concedieron el permiso por enfermedad de octubre a diciembre. La otra es que las partes I y II se hicieron antes, posiblemente en la primavera de 1921. No cabe duda de que la “Canción al Opherian” se escribió a principios de ese año, porque se publicó, con el seudónimo de Gus Krutzsch, en abril, en la re-vista The Tyro. Eliot usó su máquina de escribir de Harvard y el papel British Bond para la copia de La tierra baldía. Las partes I y II de La tierra baldía es-tán hechas con la misma máquina y con el mismo pa-pel, aunque el papel de “Canción” es un poco más amarillento, quizás porque proviene de otro lote de papel. El 9 de mayo de 1921, Eliot le escribió a Quinn diciéndole que estaba pensando en un “poema lar-go”, el cual tenía “en parte escrito”; y que quería ter-minarlo. Sin embargo, en esta carta es más impor-tante la observación de que Vivienne estaba en la costa. Seguramente Vivienne y Eliot no estaban jun-tos cuando éste escribió la segunda parte, ya que la primera copia fue de las manos del uno al otro por correo (Vivienne escribió: “maravilloso, maravillo-so” al lado de la gráfi ca descripción que hizo su mari-do de la pareja atormentada, y después, en el reverso de la segunda hoja, agregó: “Regrésame esta copia, quiero quedarme con ella”).

El 2 de mayo Eliot le mencionó a Robert McAlmon y el 9 del mismo mes a Quinn que estaba leyendo la última parte del Ulises en manuscrito. Originalmen-

te la escena que abría la primera parte de La tierra baldía era una versión bostonia-na de la visita a la Ciudad Nocturna. El nombre, “Krutzsch”, de esta escena re-cuerda la reciente “Canción”.

Aunque los datos anteriores parecen indicar que las partes i y ii fueron escritas en la primavera, una carta de Pound a John Quinn, escrita alrededor del 22 de octubre, hace surgir ciertas dudas. Pound acostumbraba comentar los últimos poe-mas de Eliot, incluso los poemas sólo pla-neados, a Quinn; pero en la carta no hay ninguna alusión a las primeras dos partes de un poema largo. Pound sólo comenta el estado de salud de Eliot. Si Eliot hubiera terminado esos manuscritos ya bien co-rregidos y completos antes de octubre de 1921, se los hubiera enseñado seguramen-te a Pound en aquel encuentro que tuvie-ron a principios del otoño en Londres, an-tes de la partida de Eliot a Margate.

Mi hipótesis es que el 12 de octubre Eliot fue a Margate con los viejos fragmentos, “Canción” y unos cuantos versos o pasajes sueltos, no más. Con una máquina de escribir de ofi cina y en un papel amari-llento con la marca de agua “Verona”, Eliot mecano-grafi ó la página del título con el epígrafe de Heart of Darkness, un breve poema lírico, “Exequia”, y, con duplicado, una larga sección en la que están combi-nados los fragmentos de la vieja ciudad de Londres y retratos de londinenses poco agradables. Eliot lo lla-mó “El sermón del fuego” porque tenía en mente ata-car a esos pecadores vulgares con el sermón de Buda al fi nal de otro fragmento escrito en papel Hieratica, “El río suda…”, que iba a agregar a “El sermón del fuego” a manera de coda. Hugh Kenner ha señalado que el hecho de que “El sermón del fuego” no estu-viera separado como una parte más, con su propio número, indica que debe ser anterior a cualquier de-cisión sobre el conjunto de los materiales de La tie-rra baldía que ya estaban escritos desde antes.

El 12 de noviembre Eliot salió de Margate, pasó una semana en Londres con su esposa, y luego visitó de pasada París, donde, el 18 de noviembre, Pound llenó de notas a lápiz las hojas de papel “Verona” y la “Canción”. Eliot pasó el resto de noviembre y diciem-bre en el sanatorio de Lausana donde escribió dos nuevas secciones, las partes iv y v, un primer borra-dor de “Venus Anadyomene” y una copia en limpio de “Endecha”, todo en el mismo papel cuadriculado.

Sigue en pie el problema de saber si también escri-bió en Lausana las dos primeras partes, y, puesto que éstas se encontraban mecanografi adas, el problema está en saber si Eliot se llevó consigo una máquina de escribir de Harvard. Sin duda lo más sensato era lle-varse una máquina de escribir, aunque fuera pesada; pero no cabe duda de que, como Helen Gardner lo se-ñala, Eliot hizo en Lausana algo que no era muy co-mún en él. Transcribió a mano, muy cuidadosamen-te, sus copias en limpio (“Endecha” y la parte iv). Otra prueba de que quizás Eliot no se llevó consigo la máquina de escribir es que cuando se detiene en Pa-rís, en su viaje de regreso, mecanografía la parte iv con una máquina prestada (no se sabe de quién) y la v con la de Pound.

No obstante, existe la prueba de que las partes i y ii se escribieron tardíamente, sobre todo la escena de Sosostris. Grover Smith señaló que el nombre vie-ne de “Sesostris, la bruja” que aparece en Crome Yel-low de Aldous Huxley. Dado que este último se publi-có hasta noviembre de 1921, cabe suponer que Eliot no pudo haber escrito su escena antes de su estancia en Lausana. Aun si suponemos que Crome Yellow cir-culó en forma manuscrita antes de su publicación, hay que tomar en cuenta que Huxley no lo terminó hasta agosto, lo cual vuelve imposible suponer que la parte i de La tierra baldía se escribió en la primave-ra. De cualquier manera, el pérfi do paquete de bara-jas de Mme. Sosostris funciona como un elemento unifi cador, un intento tardío de reunir los fragmen-tos con un desfi le de los personajes del poema. Eliot debió haberlo escrito, entonces, después de haber ideado al comerciante de “El sermón del fuego” y la frase “muerte por agua” de la parte iv.

Con Vivienne en París y con Eliot en Lausana, nos encontramos otra vez con la posibilidad de que la pri-mera copia de la parte ii haya sido enviada del uno al otro por correo. Después, Eliot regresó a París a prin-cipios de enero de 1922 y le mostró por primera vez a Pound la parte ii, ya que Pound escribió con cierta exasperación a lápiz “1922” junto a la referencia ana-crónica de Eliot a un carruaje cerrado (vale la pena señalar el lápiz de Pound, ya que éste normalmente usó lápiz para la primera lectura de los manuscritos de Eliot, y pluma para la segunda). Pound corrigió la parte i sólo una vez, mientras que corrigió “El ser-món del fuego” dos veces, el 18 de noviembre y a prin-cipios de enero. Eliot seguramente tenía papel Bri-tish Bond, porque cuando Pound quitó el verso

EL JOVEN T.�S. ELIOT

L Y N D A L L

G O R D O N

Traducción de Jorge

Aguilar Mora

brevia rios, 489

1ª ed. 1989; 296 pp.

968 163 21 17

Lyndall Gordon señala que “es posible trazar la continuidad en la carrera de Eliot y ver su poesía y su vida como partes complementarias de un mismo propósito: una agotadora

búsqueda de redención”. En su ensayo biográfi co El joven T.�S. Eliot analiza varios hechos determinantes en la vida del poeta e indaga sobre la infl uencia de éstos en su obra.

Reproducimos aquí fragmentos de dos apéndices de esa investigación que revisan las circunstancias de la concepción del más célebre poema eliotiano

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EN MI FIN ESTÁ MI PRINCIPIO

EL JOVEN T. �S . ELIOT

“(Esas son perlas que fueron sus ojos. ¡Mira!)” de la profecía de Mme. Sosostris, en contra de los deseos de Eliot, éste garabateó un último fragmento, que co-menzaba con el mismo verso, en un papel de ese tipo.

La duda subsiste: si las partes i, ii y iii ya estaban escritas antes de que Eliot saliera de Londres, ¿nos bastan las partes iv y v para justifi car la impresión, dada por Pound y Eliot, de que lo esencial del poema fue escrito en Lausana?

El problema de la composición de La tierra baldía en 1921 sigue sin aclararse. Hay dos hipótesis, ambas posibles, y no queda otra cosa por ahora que evaluar ambos grupos de pruebas. Probablemente en alguno de los manuscritos o de las cartas inéditas de Eliot se halle la clave decisiva, clave que, tarde o temprano, se ha de encontrar.

APÉNDICE IIIUNA NOTA SOBRE LA TIERRA BALDÍA Y ULISESUno de los lugares comunes de la vanguardia dice que La tierra baldía sufrió la infl uencia de Ulises. Aunque ambas obras fueron publicadas en 1922, Eliot había publicado los primeros capítulos de Uli-ses en el Egoist en 1919 y en la primavera de 1921 ha-bía leído en manuscrito sus últimos capítulos. No es difícil señalar los momentos específi cos derivados de Ulises, las parodias de los diferentes estilos del in-glés imitadas de “Los bueyes del sol” y la suavizada versión bostoniana que Eliot hizo de la visita a la Ciudad Nocturna. Pero yo no creo que Joyce haya in-fl uido decisivamente en Eliot.

Lo que Eliot sacó de Ulises, sobre todo de los epi-sodios de “Proteo” y del “Hades”, reafi rmaba su pro-pia sensación de horror ante el panorama de deca-dencia y destrucción. Son sobre todo detalles que embellecen el poema y que fueron incorporados, con una sola excepción, ya muy avanzada la escritura de La tierra baldía. De “Proteo” procede la imagen del perro desenterrando como un buitre a un muerto, en la primera parte de La tierra baldía; Eliot, igual que Joyce en “Hades”, pone a los vivos junto a los muer-tos. La carne se mezcla con la materia muerta en los jardines suburbanos del Londres de Eliot, semejante a lo que sucede en el cementerio del Dublín de Joyce. En ambos, también, la descomposición de la gente miserable forma parte de la conciencia cotidiana. Eliot transforma los pensamientos de Bloom en su caminata por el cementerio (“¡Oh cuántos! Todos los que están aquí alguna vez caminaron por Dublín”) con un acento de Dante: “tantos/jamás pensé que la muerte hubiera destruido a tantos”. Bloom piensa en un muerto plantado y no enterrado, y en el jardinero arrancando la hierba con su pala, hierba que repre-senta la única forma de renovación del cuerpo. El ob-servador de Eliot le pregunta a uno de los obreros mecánicos sarcásticamente: “Aquel cadáver que plan-taste… ¿ha comenzado a brotar?”

En “Hades”, el cortejo fúnebre atraviesa el canal al lado de los gasómetros.1 Eliot recoge en “El ser-món del fuego” las palabras que usa Joyce, “el gol-peteo de los huesos”, para referirse al cadáver en el féretro:

Pero a mi espalda oigo, en una ráfaga helada,

el golpeteo de los huesos y las risas ahogadas van de

oído en oído.

Cuando Flebas el fenicio se ahoga en la parte iv, la corriente marina que “recogió sus huesos en susu-rros” es un agregado nuevo del cementerio de Joyce donde la rata obesa mordisquea cadáveres: “A una de ésas no le dura nadie mucho”, observa Bloom, “dejan limpios los huesos de cualquiera”. En una escena si-milar donde hay otro ahogado en el fragmento ma-nuscrito, “Endecha”, Eliot, al igual que Stephen De-dalus, se niega a compartir la calidad de ser humano con el objeto ahogado. “Cinco brazas”, murmura Ste-phen. Pero el cadáver de Eliot se vuelve un objeto de mar, que con el tiempo se confunde con la vida mari-na: “Cinco brazas saturadas que engendran menti-ras… Bolsa de gas putrefacto empapándose con el agua salada apestosa… Dios se vuelve hombre se vuel-ve pez se vuelve rémora.”

El rechazo de la historia en la parte v de La tierra baldía se puede relacionar con el rechazo que siente

1 [Así traduce J. M. Valverde la palabra gasworks de Joyce. Véase, Ja-

mes Joyce, Ulises, trad. de J. M. Valverde, Lumen , Barcelona, 1976, vol. I,

p. 187. N. del T.]

Stephen Dedalus contra la historia por considerarla un cuento ya muy conocido o una pesadilla de la cual uno trata de despertar. “Escucho la destrucción de todo el espacio”, piensa Stephen, “vidrios rotos y el derrumbe de muros, y el tiempo una lívida llama fi -nal”. La diferencia está en que cuando Eliot contem-pla la destrucción del tiempo, también cree en la po-sibilidad de un ámbito atemporal al que después ha-bría de llamar “el otro Reino”.

Eliot imita el tipo de ciudad moderna, contamina-da, infestada de ratas, en descomposición, que en-contró en el Dublín de Joyce. Pero mientras para Eliot esto signifi ca el infi erno, y nada más, para Joyce, gra-cias a su imaginación exuberante, existen muchas respuestas. En The Art of T.�S. Eliot, Helen Gardner resumió hábilmente las diferencias entre Eliot y Joyce; y con la publicación del manuscrito se ha po-dido ver que su idea de La tierra baldía, de sentido opuesto al Ulises, no estaba lejos de la verdad. Las primeras fuentes de La tierra baldía muestran que Eliot se inclinaba de una manera persistente hacia la búsqueda de una salida de la sórdida realidad de la vida diaria a través de los “rumores etéreos”. Cuando discutió Ulises con Virginia Woolf en 1922, Eliot le dijo que en la obra no había “una gran idea” y que el fl ujo de conciencia con frecuencia no iba mucho más allá de ser una simple mirada externa.�W

Traducción de Jorge Aguilar Mora.

Lyndall Gordon, escritora y crítica sudafricana, consagró casi una década al estudio de las etapas más enrevesadas — y menos documentadas — de la vida de nuestro poeta homenajeado. El joven T.S. Eliot, que publicamos en la colección Breviarios en 1989 y del que hemos retomado estos fragmentos, recoge el resultado de esas investigaciones.

Eliot imita el tipo de ciudad moderna, contaminada, infestada de ratas, en descomposición, que encontró en el Dublín de Joyce. Pero mientras para Eliot esto signifi ca el infi erno, y nada más, para Joyce, gracias a su imaginación exuberante, existen muchas respuestas.

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EN MI FIN ESTÁ MI PRINCIPIO

T. S. Eliot dijo de sí mismo que era clasicista en literatura, realista en política y anglo-católico en religión. Detesta el igualitarismo, el progreso y el liberalismo. Es dogmáti-co más allá del sentido teo-lógico de la palabra, y decla-ró en cierto lugar que sólo comprenderán de qué está

hablando aquellos para quienes la doctrina del peca-do original sea un hecho muy real y tremendo.

A lo largo de este panorama del pensamiento crí-tico hemos notado a menudo cuan entretejidas se en-cuentran las ideas que acerca de la literatura tiene un hombre con su pensamiento social y religioso. En la época de Luis XIV el neoclasicismo era parte inte-gral del cuadro intelectual, cuadro que incluía la or-todoxia en religión y el apoyo al monarca en su po-lítica. Es de dudar que los neoclásicos estuvieran plenamente conscientes del grado en el cual su pensa-miento literario completaba su modo de pensar en otros campos. Sin embargo, Eliot sí comprende que sus creencias políticas, religiosas y literarias confor-man un todo.

Si bien sus ideas acerca de ciertas fi guras litera-rias individuales han sufrido cambios a lo largo de los años (siendo el ejemplo más notable de esto su re-visión parcial de Milton), el trazo general de su posi-ción crítica sigue invariable. Los ensayos que escri-bió a fi nales de la primera Guerra Mundial encarnan las mismas ideas fundamentales que los escritos posteriormente.

En 1917 escribió un ensayo titulado “La tradición y el talento individual”, que sigue siendo una valiosa introducción a su pensamiento. Lo escribió para combatir la idea de que debe alabarse a un poeta en razón proporcional a su originalidad. No hay poeta o artista, sea cual fuere su naturaleza, al que pueda comprenderse meramente a partir de sí mismo. A me-nudo la parte más valiosa de la obra de un poeta es aquella en la cual “los poetas muertos, sus anteceso-res afi rman del modo más vigoroso su propia inmor-talidad”. Todos los monumentos literarios existen-tes componen un orden, una forma ideal. Toda obra nueva altera, aunque sea ligeramente, ese orden. Por esto es inevitable juzgar cada obra con base en las normas del pasado. El poeta debe conocer la corrien-te principal de la literatura. Debe poseer “sentido histórico, que bien podemos considerar indispensa-ble en quien desee seguir siendo poeta más allá de su vigésimo quinto año”. En el exterior de su mente hay otra, la de Europa, la de su país. El presente cons-ciente es una captación del pasado. Son escritores muertos aquellos a los que conocemos.

Esta mente de Europa (tradición es otro de sus nombres) es más importante que el poeta como indivi-duo. Debe subordinarse éste a aquélla, pues ella es más valiosa que la personalidad de él. “El artista progresa mediante un constante sacrifi cio de sí mismo, me-diante una extinción continua de su personalidad.”

Para hacer más clara esta relación del proceso de despersonalización con el sentido de tradición, Eliot da como analogía lo que sucede cuando se introduce un trozo de platino en una cámara de gas donde hay azufre y dióxido de carbono. Los dos gases forman ácido sulfúrico, pero el platino no cambia. La mente del poeta representa el platino. Las emociones y los

sentimientos, los gases. Cuanto más perfecto como poeta, menos participará en el proceso de su per-sonalidad. Su mente forma los compuestos nue-vos, pero él se mantiene aparte de lo que crea. En el arte grande, “es absoluta la diferencia entre arte y acontecimiento”.

Eliot está atacando directamente la idea románti-ca de que el poeta expresa su personalidad. Las expe-riencias que para el poeta son importantes en tanto que hombre, pudieran no tener cabida en su poesía; y aquellas importantes en su poesía tal vez muy poco o nada tengan que ver con su personalidad.

Eliot escribe que el poeta se equivoca si piensa que sus emociones son sobresalientes o interesan-tes. “No es tarea del poeta encontrar nuevas emocio-nes, sino utilizar las comunes y corrientes y, al con-vertirlas en poesía, expresar sentimientos que de ningún modo se encuentran en las emociones en sí. Aquellas emociones que nunca haya experimentado le servirán en igual medida que las familiares.” De esta manera, Eliot no puede aceptar la “emoción re-cordada en tranquilidad” de Wordsworth. Para él, la poesía surge de concentrar un buen número de expe-riencias, y no de las emociones o de los recuerdos. Esa concentración ocurre inconscientemente. Pero, desde luego, una buena parte de la expresión poética por escrito debe ser consciente. Si el poeta se mues-tra inconsciente cuando debiera ser consciente y consciente cuando le toca ser inconsciente, tiende a volverse “personal”; es decir, un mal poeta. “La poe-sía no es una liberación de emociones, sino una hui-da de éstas; no es una expresión de la personalidad, sino una huida de ésta. Ahora bien, sólo quienes tie-nen personalidad y emociones saben lo que signifi ca el desear escapar de ellas.”

Es de temer que las últimas oraciones resulten de-masiado típicas de Eliot como crítico. Se permite amplias generalizaciones con apoyo en unos cuantos ejemplos específi cos, y con un gesto petulante evita las argumentaciones. O bien se está de acuerdo con-migo, dice, o se está demostrando inferioridad. Lo que Eliot expresa en este ensayo lo dijeron muchas veces antes los neoclásicos, los “nuevos humanis-tas”, y todos aquellos en contra del individualismo en la poesía. El poeta vive en una tradición y a ella debe rendirse. “La emoción del arte es impersonal.”

En otro ensayo, “La función de la crítica”, Eliot declara que el problema de la crítica, al igual que el del arte, radica esencialmente en el orden. El crítico verdadero subordina-rá sus prejuicios personales a la búsqueda común de un juicio verdadero. Debe poseer normas de valor objetivas. En otras pa-labras, debe dar apoyo al clasicismo, pues “Los hombres no avanzarán si no ponen su lealtad al servicio de algo externo a ellos”. El romanticismo es fragmentario, inmaduro y caótico; el clasicismo, completo, adulto y ordenado.

Debe rechazarse la “voz interior”, pues signifi ca mero inconformismo y whigismo. El crítico verdadero se atiene a la ortodoxia porque existen principios comunes — o le-yes, si se quiere — que es su obligación bus-car. Además, debe contar con un sentido de los hechos sumamente desarrollado. Los he-chos no pueden corromper el gusto. La opi-

nión y la fantasía sí. El crítico debe comprender que “existe la posibilidad de una actividad de coopera-ción, con la posibilidad adicional de llegar a algo ex-terno a nosotros, a lo cual podemos llamar, provisio-nalmente, la verdad”.

En un libro posterior, Notas para la defi nición de cultura (1949), Eliot nos deja saber en palabras auda-ces que no tiene dudas. Nótese que el título no dice para “una” defi nición de cultura, sino para “la” defi -nición de cultura. A lo largo de su libro Eliot habla ex cathedra. Afi rma que tres condiciones permiten la cultura. Primera, una sociedad a través de la cual se trasmita la cultura mediante la herencia; esto exige que haya clases sociales. Segunda, la cultura debe contener culturas locales. Tercera, debe incluir un equilibrio de unidad y una diversidad en la religión.

Afi rma Eliot que los individuos superiores, la élite, deben quedar “formados en grupos convenientes, a los que se conceden poderes adecuados y quizás emolumentos y honores diversos”. Pero de no estar unida dicha élite a alguna clase, carecerá de cohe-sión. De qué clase se trata queda claro cuando dice que en una “sociedad estratifi cada sana” la clase go-bernante será aquella que herede ventajas especiales y que tenga “interés en el país”.

Son las culturas más fuertes aquellas en las cuales la disensión proviene de las culturas locales o regio-nales. La cultura inglesa se debilitaría de no existir la escocesa y la galesa.

Como ejemplo de unidad y diversidad en la reli-gión Eliot indica que Roma representa la tradición cultural dominante y la Iglesia anglicana el elemen-to variante, en un sentido europeo. Por otra parte, en la Gran Bretaña domina la Iglesia anglicana y las sectas disidentes aportan la diversidad. Cuando se defi ende la religión propia se defi ende la cultura pro-pia. Por ejemplo, el metodismo cumplió su papel manteniendo viva la cultura de los cristianos perte-necientes a la clase trabajadora. Cada estrato de la sociedad tiene su cultura adecuada.

De no existir esa triple estratifi cación, desapare-cerían las condiciones que permiten la cultura. Y quien objete el punto de vista que sobre la sociedad tiene Eliot, pronto queda en su lugar. “Si le parece mons-

truoso que alguien posea la ‘ventaja que da el nacimiento’, no le pido que cambie su fe, sino que deje de alabar a la cultura de dientes afuera.”�W

Traducción de Federico Patán López.

Vernon Hall, Jr. concibe la crítica literaria no sólo como un devenir paraelo al de las obras literarias sino como un conjunto de productos culturales autónomos y autosufi cientes. Entre sus numerosos libros dedicados al estudio de esta labor, es FCE publicó el que es sin duda el más vasto en sus alcances a la vezque el más sucinto en extensión.

BREVE HISTORIA DE LA CRÍTICA

LITERARIA

V E R N O N

H A L L , J R .

Traducción

de Federico Patán

López

brevia rios, 317

1ª ed., 1982; 320 pp.

968 160 96 89

Un volumen aparecido en 1982 en nuestra colección Breviarios, la Breve historia de la crítica literaria de Vernon Hall, Jr., compendia una serie

de ensayos que parten de los clásicos grecolatinos y llegan a la Nueva Crítica de lengua inglesa del siglo XX. Reproducimos aquí parte del capítulo que da cuenta

de la actividad de Eliot en la necesaria disciplina de pensar sobre lo escrito

Eliot, críticoV E R N O N H A L L , J R .

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Escrita en 1935 por encargo eclesiástico, Asesinato en la Catedral es el arco toral del teatro de Eliot. Muy lejos de la suya ser una trama policiaca — como algún incauto podría suponer — se trata antes bien de una refl exión espiritual contenida en un drama que, consecuente con el principio eliotiano llamado “la revolución conservadora de la

forma”, quería alejarse de la indisciplina y la carencia de forma del naturalismo y el simbolismo y dar a conocer el orden, en este caso, el orden cristiano

Sobre Asesinato en la CatedralF R A N Z K U N A

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EN MI FIN ESTÁ MI PRINCIPIO

ASESINATO EN LA CATEDRAL

Cuando en Venecia, en el año 1952, se estrenó la versión fílmica de Asesinato en la Ca-tedral, algunos críticos ha-brían mostrado su decepción si, por el título, habían espe-rado ver una intrigante no-vela policiaca, y en cambio se encontraron con una estática obra religiosa. Dicho en otras

palabras, el título es engañoso. Y no le fue puesto por Eliot, sino que lo propuso la señora E. Martín, espo-sa del primer director de los dramas de Eliot. Tal tí-tulo provocó erróneas expectaciones. Cuando en una moderna obra de teatro ocurre un asesinato, ello de ninguna manera signifi ca que la obra ha de tratar precisamente del crimen. El Asesinato en la Catedral de Eliot no contiene una trama policiaca, sino que es una obra religiosa, fundamentada sobre tres temas principales: la constitución espiritual de un mártir próximo a la muerte, la gradual conver-sión de las mujeres de Canterbury, testigos del cri-men, hasta llegar a un absoluto fervor místico, y la arbitraria separación del poder de la Iglesia y el del Estado.

La pieza no deja nada que desear por lo que hace a tensión. ¿Cómo ha logrado Eliot fundir, en una sola obra bien trabada, tres temas aparentemente inco-nexos, cada uno de los cuales habría bastado como argumento para tres dramas diferentes? Asesinato en la Catedral no debe su existencia a una inspira-ción poética, sino a una solicitud de colaboración para el festival de Canterbury de 1935.

[…]

En el siglo xx casi todos los poetas dramáticos han intentado, de vez en cuando, reconciliar los concep-tos prerrománticos y posrrománticos sobre el arte. El renacimiento de la tradición de los festivales, en el primer tercio de este siglo, y los espectáculos docu-mentales de hoy son sus muestras más claras.

A pesar de todo, debe admitirse que el sentido úl-timo de tales experimentos no puede ser otro que el de profundizar en el concepto del arte heredado del romanticismo — por lo tanto, el nuestro — y darnos un nuevo vislumbre, y no simplemente destruirlo. Los poetas contemporáneos, en su interpretación del pasado del arte — de la que Auden afi rma que debe ser una polémica — tienen una peculiar respon-sabilidad. Y de las repercusiones de este problema moral no puede librarse ninguna interpretación pro-funda de Asesinato en la Catedral. Eliot habría sido el primero en afi rmarlo (cf. su ensayo “La tradición y el talento individual”, así como sus posteriores escri-tos sobre política y cultura). En las páginas siguien-tes analizaremos el intento hecho por Eliot de bo-rrar las líneas de demarcación de la crítica de la cultura, la religión y la literatura, y de mostrar sus consecuencias sobre toda evaluación crítica de Ase-sinato en la Catedral.

Uno de los más agudos críticos de Eliot es Denis Donoghue, en cuyo libro sobre el drama poético The Third Voice se encuentran algunos capítulos sobre los dramas de Eliot. En cierto pasaje señala Do-noghue la segmentación semilírica de los periodos retóricos del coro en la segunda parte de Asesinato en la Catedral. Entre las partes independientes no hay ningún nexo alegórico, metafórico, simbólico ni rítmico, sino sólo uno mecánico y conceptual. Tal es una perspicaz observación. Sin embargo, Donoghue olvida que esta segmentación es perfectamente compatible con el carác-ter y la estructuración de los misterios religiosos de la Edad Media — en cuya tra-dición se entronca Asesinato en la Cate-dral —, en la especie de salto mortal lírico que encontramos en el coro griego y en la propia tradición de la liturgia.

Donoghue hace algunas otras atinadas observaciones, las cuales, empero, deben tomarse con ciertas reservas, para no difi -cultar más el problema del puesto que corresponde a Eliot como dramaturgo. Cuando afi rma que Asesinato en la Cate-dral es, antes que nada, un soberbio docu-mento, con gran contenido sociológico, histórico y fi losófi co, “teología como dra-ma” y “acto de piedad”, lo que dice, en bue-nas cuentas, es que se trata de una típica pieza religiosa, y como tal debe ser evalua-

da. Como bien lo sabemos por experiencia, la confu-sión del moderno drama coral-latréutico de Eliot con una obra literaria independiente de toda función ajena al arte ha exaltado innecesariamente los áni-mos y creado entre los críticos una situación de polé-mica, de la cual siempre ha salido triunfante Eliot, como divertido espectador. La actual discusión so-bre las llamadas obras documentales de la posguerra también corre peligro de resultar, por idénticos mo-tivos, infructuosa.

Establezcamos de una vez por todas que Asesinato en la Catedral no es una pura “obra de arte” (ni si-quiera una mala), sino un magnífi co misterio religio-so, en el que ciertos elementos y formas tradiciona-les en tales obras y en otros géneros similares resur-gen con la energía de obras modernas, como sólo podía lograrlo Eliot. En este contexto, sería erróneo hablar (como tan a menudo se ha hecho) de una vio-lencia infl igida a la tradición; debe hablarse, antes bien, de una compenetración intelectual e ideológi-ca, y de la maestría con que se ha creado el equiva-lente moderno de una forma tradicional.

Si bien es cierto que algunos versos de Asesinato en la Catedral no tienen la fuerza poética de los de “Tierra yerma” o de los “Cuatro cuartetos”, no debe-mos olvidar — como fundadamente ha sostenido la profesora Helen Gardner — que estos versos sirven a la función elegida por Eliot para Asesinato en la Cate-dral. Tampoco debe negarse que entre el drama pu-ramente artístico y el milagro religioso existen, en lo estilístico y en lo estructural, interesantes puntos de contacto.

Pero atengámonos a la pieza de Eliot: es fácil ver que sus dos partes, de diferente concepción cada una, se compenetran en todos sus matices, así como en sus recursos técnicos. La moderna, artística estruc-tura de la primera parte arroja luz sobre el arcaico contenido del misterio que es la segunda parte, y vi-ceversa. Los sucesores de Eliot se han apresurado a aprovechar para sus propios fi nes esta particulari-dad. Y como esta interacción puede intensifi carse a voluntad, frecuentemente el misterio del siglo xx pudo presentarse con aires de gran arte y literatura. Casi podría hablarse de un “temperamento artísti-co” del tipo de Leverkühn,1 que en nuestra época in-tentara equiparar el arte realizado según los géneros tradicionales, pero enfocado con todo el refi namien-to contemporáneo, a una función ritual. No debiera ser ya ningún secreto (aunque sigue guardándose si-lencio al respecto) que Eliot poseía este tempera-mento, el cual lo moviera a intentar entablar un diá-logo con Mefi stófeles. Pero volvamos a las revelado-ras palabras de Becket y de su otro yo, tras de cuya hábil trasposición parece ocultarse algo más que la elegante solución de un problema de forma.

Hemos dicho ya que en este pasaje de la primera parte hubo de tener Eliot un extraordinario cuidado de la forma, para establecer el equilibrio verdadera-mente perfecto que logró entre los cambios de signi-fi cado de sus periodos de retórica y la interrelación o independencia de los personajes. Busquemos ahora el punto de apoyo que hizo posible a Eliot alcanzar esa aparente sencillez, gracias a su dominio de la for-ma. En su alocución al coro, Becket puede identifi -carse a sí mismo con el que actúa, y al coro con el que padece, porque se ve en una relación enteramente je-rárquica con las pobres mujeres. Desde un nivel es-piritual más elevado, Becket debe hacer algo en favor de quienes se hallan en un peldaño inferior del cono-cimiento. También el discurso del cuarto tentador,

dirigido al propio Becket, se basa en la aceptación de diversas jerarquías. Y esta vez es Becket quien se encuentra debajo: en la relación de la criatura con Dios. Si unimos todas las partes, el resultado no es otro que la jerarquía cristiana tradicional. Dios (causa primera) — Becket (la Iglesia militante) — Sacerdote (una especie de in-termediario inferior) — coro (la comuni-dad a la que hay que socorrer).

La íntegra observancia de esta jerar-quía en Asesinato en la Catedral no guarda gran relación con la teología moderna; an-tes bien, es rigurosamente tomista. En las figuras de los cuatro tentadores y de los cuatro caballeros, desempeña el Mal, el Anticristo, su papel correspondiente.

1 Alusión al personaje central de la novela de Thomas

Mann Doktor Faustus.

Como esperamos haberlo mostrado en nuestro aná-lisis, en esta pieza de Eliot, a diferencia de otras obras de arte, forma y contenido son fáciles de sepa-rar. La forma revela ser un inteligente esfuerzo de construcción alrededor de un contenido en el que ya no pueden creer todos y sobre el que no es posible ge-neralizar. El efecto artístico no sólo queda así limita-do, sino que, por la manera en que Eliot trata su ma-terial, virtualmente lo neutraliza. La forma sólo está allí para hacer resaltar el contenido. La naturaleza misma del misterio — y Asesinato en la Catedral es un ejemplo casi sublimado de este género — exige que la forma se convierta en función. Karl Kraus dijo una vez sobre el periodismo “que su forma no puede en-trelazarse orgánicamente con sus ideas, que es, tan sólo, el instrumento del periodista”. Si adaptamos esta frase a Eliot, podremos decir que la forma del misterio Asesinato en la Catedral no es más que el instrumento del moralista y del predicador religioso.

Y, a pesar de todo, Eliot ha intentado confundir a sus contemporáneos. Les ha confi rmado su creencia de haber descubierto la fórmula para realizar el pro-ceso artístico de transformación mediante el uso de ciertos géneros dramáticos tradicionales. El enorme trabajo invertido por Eliot en la primera parte de Asesinato en la Catedral muestra claramente que, como poeta, su intención era hacer pasar toda su obra no sólo como un misterio escrito para el Festi-val de Canterbury, sino, antes que nada, como una moderna y ejemplar obra de arte. Esta tendencia programática se revela aquí y allá a lo largo de toda la obra. En sus declaraciones sobre Asesinato en la Ca-tedral y sobre el drama en general, Eliot nunca trató de aclarar esta confusión; antes bien, sostuvo, con gran despliegue de documentación, que las versiones contemporáneas de los géneros tradicionales, a ve-ces primitivos, religiosos y culturales, también son obras del arte moderno. Algunos críticos perspica-ces han percibido el carácter equívoco de esta afi r-mación, pero, en general, toda una generación se dejó imponer un programa de arte que, en nuestra opinión, no lo era en realidad, y nunca podría serlo.

En la década de los cincuenta, Eliot vio las cosas de manera diferente. De esta época son las sinceras confesiones de sus propias debilidades, y las leales advertencias, que tanto bien hubieran hecho al pú-blico de sus obras anteriores. Pero, como de costum-bre (cf. la actitud de Eliot ante Milton y Goethe), todo llegó con un retraso de cerca de veinte años. En la cúspide de su fama, con irritante seguridad — que había de tener consecuencias — Eliot borró los lími-tes de sus actividades políticas y de su labor poética. Su autoridad llegó a ser ilimitada, y sus irrefl exivos imitadores la consideraron como la última palabra en toda materia de crítica y poesía. Claudel, Hof-mannsthal y Yeats también conocieron el halago de la soberanía literaria, pero se apartaron de sus ten-taciones. Sus escritos son, antes que nada, documen-tos humanos, en los que también pueden verse la duda, la inseguridad y la cautela. Nada de ello se en-cuentra en Eliot. Sus célebres “Si ...” y “Pero” son, cuando mucho, obra de un estilo casi dogmático, que todo puede reducirlo a una fórmula bien pulida y aceptable en sociedad. Una extensa historia de la li-teratura del siglo xx no podrá dejar de rendir home-naje a la labor de Eliot, pero, para estar completa, también dedicará un capítulo al demagogo de la lite-ratura T. S. Eliot. El aferrarse al “pathos de la época” — y ningún drama moderno lo revela más claramen-te que Asesinato en la Catedral — constituyó el inten-to personal de Eliot de liberar al dramaturgo de la condición de epígono.�W

Traducción de Juan José Utrilla.

Franz Kuna es autor de El teatro de T.S. Eliot, un estudio publicado por el FCE en 1971 y que sigue siendo crucial para entender esta vertiente de la pluma de Eliot; en ella subyace siempre el principio que él dio en llamar "la revolución conservadora de la forma", con el que se propuso hacer frente a lo indisciplinado y lo divagante de los dramas naturalistas y simbolistas. Hemos retomado de aquel breviario estos fragmentos.

EL TEATRO DE T. S. ELIOT

F R A N Z K U N A

Traducción

de Juan José Utrilla

brevia rios, 219

1ª ed., 1971; 160 pp.

968 160 56 40

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Feliz por fi n [1957-1965]

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ENSAYO

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EN MI FIN ESTÁ MI PRINCIPIO

Hacia fi nales de 1956 Eliot le propuso matrimonio a Valerie Fletcher, casi ocho años después de que ella había empezado a trabajar para él. Las restricciones de la vida ofi cinesca quizá se habían convertido en una barrera permanente que les impedía expresar

libremente sus sentimientos; sin embargo, lograron es-tablecer una relación más íntima cuando ambos se quedaron durante parte de un verano en la casa de una amiga, Margaret Behrens, en Mentone (aunque aun aquí Valerie Fletcher lo seguía llamando “señor Eliot”). Eliot le propuso matrimonio en la ofi cina de Faber and Faber; luego de que aceptó, él le explicó que se lo habría propuesto antes si hubiera sabido lo que ella realmente sentía por él, pero siempre había sido tan formal que ni siquiera había tenido la certeza de agradarle (lo cual, después de ocho años, revela una extraña inseguridad o inadvertencia). Ella temía que él cambiara de parecer en el último momento, pero no sucedió así.

El 10 de enero de 1957 a las 6:15 de la mañana, cuando aún estaba oscuro, se casaron en la iglesia de St. Barnabas en Addison Road, en Kensington: ella tenía 30 años y él 68. Se escogió esa iglesia sim-plemente porque el cura era amigo del abogado de Eliot, quien fue también el “padrino de boda”. Casi na-die se enteró de antemano de la ceremonia: no corrie-ron amonestaciones y no se le informó a ningún ami-go (salvo quizá a John Hayward). Los únicos otros testigos fueron los padres de la señorita Fletcher. Una vez más, Eliot quiso mantener en secreto uno de los acontecimientos más importantes de su vida, aunque esta vez su propósito principal fue evitar atraer la atención de los periódicos. Casi por casualidad des-cubrió antes de la ceremonia que Jules Laforgue, quien ejerció una infl uencia tan decisiva en la poesía de su juventud, también se había casado en la iglesia de St. Barnabas. Después de la boda se les invitó a des-ayunar a la casa del cura ofi ciante, que por una curiosa coincidencia estaba ubicada en Kensington Church Walk 10, donde había vivido Ezra Pound muchos años antes. El pasado y el presente se estaban encontrando casi de manera eliotiana.

El matrimonio tomó por sorpresa incluso a las amistades más cercanas de Eliot, tales como Emily Hale y Mary Trevelyan. De hecho, no sería exagerado decir que ninguna de estas dos mujeres logró jamás re-ponerse; un día antes de la boda Eliot le escribió a Mary Trevelyan para expresarle su esperanza de que ella conservara su amistad con él y con su nueva esposa, pero obviamente la intimidad de antaño había desapa-recido. Desapareció, también, la amistad entre Eliot y John Hayward. Hay versiones contradicto-rias acerca de cómo ocurrió este distancia-miento; los amigos de Hayward sugieren que Eliot abandonó Carlyle Mansions la mañana de la boda y sólo dejó una nota de explicación (o incluso que le explicó a Ha-yward cuando ya el taxi lo esperaba abajo en la calle). Los amigos de Eliot sugieren que le reveló la noticia a su viejo amigo uno o dos días antes de la boda. Cualesquiera que hayan sido las circunstancias precisas, al menos queda claro que Eliot desalojó Carlyle Mansions rápida y deliberadamente y dejó a un hombre que fue su compañero durante diez años. No cabe duda de que a lo largo de ese periodo Hayward acabó por de-pender de Eliot y, en cierto sentido, sintió que lo había abandonado. Sin embargo, a pesar del comportamiento extraño de Eliot, poca gente le escatimó la felicidad que nun-ca había experimentado antes en sus rela-ciones personales: “Obviamente necesitaba tener un matrimonio feliz — dijo Valerie

Eliot más tarde —; no podía morir hasta no tenerlo”. “En él — dijo — […] había un niño que nunca logró salir.”

Después de tres semanas de luna de miel en Mento-ne regresaron a Londres, donde Eliot volvió a sufrir un ataque de bronquitis. Se quedaron en un hotel mientras encontraban un departamento, pero el médico de Eliot insistió en que pasaran unos días en Brighton para que la recuperación fuera completa. En abril pudieron mu-darse fi nalmente a Kensington Court Gardens, cerca de High Street Kensington. Hubo los problemas usua-les de una mudanza: además de tener que limpiar y pre-parar el departamento, Valerie Eliot también se vio obligada a continuar con sus labores de secretaria, pues el padre de su sucesora estaba enfermo. Pero para prin-cipios de mayo Eliot ya estaba cómodamente instalado: tenía una máquina de escribir, un escritorio, una mesa y una silla, y estaba deseoso de reanudar su trabajo. Las visitas notaron un elemento de acogedora impersonali-dad en el nuevo departamento, con sus acuarelas y sus pilas de libros, pero Eliot nunca pareció darle mucha importancia a su entorno físico. En todo caso, estaba extremadamente contento: “Soy el hombre más afor-tunado del mundo”, le dijo a Robert Giroux, y a Joseph Chiari le comentó que no creía merecer tal felicidad. Fue una transformación realmente extraordinaria de un hombre que sólo dos años antes había hablado de la muerte; ni la fama ni los logros literarios habían conse-guido proporcionarle ninguna felicidad y, fi nalmente, lo que lo salvó de una vida de desdicha y aislamiento fue el amor humano, el amor que en sus escritos había defi nido como el consuelo de los hombres ordinarios.

Los Eliot eran inseparables; iban juntos a las fi estas y permanecían de pie, agarrados del brazo. En reuniones grandes él a menudo le agarraba la mano: según escri-bió un amigo, era “muy conmovedor”. Valerie Eliot era, asimismo, su protectriz: como secretaria, había organi-zado durante años su vida cotidiana y lo había protegi-do del mundo, y seguramente fue la serenidad de su pre-sencia lo que primero lo atrajo hacia ella. Su familia lo había protegido durante su infancia y su adolescencia, y la búsqueda de un refugio igualmente seguro fue uno de los rasgos dominantes de su vida: se privó de él du-rante su matrimonio con Vivien, lo cual le produjo an-gustia e inseguridad, y luego logró recuperarlo triunfal-mente al fi nal de su vida. Ahora era más amigable y des-preocupado: “Estoy pensando en volver a tomar clases de baile — le dijo a un reportero del Daily Express — pues no he bailado en muchos años”. Sus amigos notaron el cambio: el nerviosismo, la aparente decrepitud y el as-pecto enfermizo habían desaparecido. Era como si una coraza artifi cial se hubiera caído para mostrar la fi gura sonriente y alegre de Eliot, con una expresión semejan-te a la de las fotografías de él en su infancia. En un pri-mer borrador de la obra de teatro que estaba escribien-do compara al viejo hombre público con un gusano de

seda que, durante toda su vida, ha mastica-do las hojas amargas de la morera. Es hora de dejar de hacerlo, le dice su hija, es hora de lanzarse hacia fuera como una mariposa.

La vida de Eliot, durante los ocho años que aún le quedaban, tomó un giro distinto. Escribía en casa todas las mañanas y luego en sus tardes libres le gustaba caminar con su esposa en Kensington Gardens: sobre todo, disfrutaba de ver los barcos que los ni-ños llevaban al estanque del parque. Pasaba tres tardes a la semana — de martes a jue-ves — en Russell Square. Seguía desempe-ñando sus labores como editor, al menos con la obra de aquellos autores que ya eran tam-bién buenos amigos; sin embargo, debido a su edad y su reputación lo que contaba ahora era sobre todo la presencia de su “nombre”. Cuando había “clima de enfi sema”, como lo llamaba él, no se atrevía a salir y, durante sus últimos años, Peter du Sautoy, miembro de la empresa, le informaba acerca de lo que se estaba haciendo: por ejemplo, qué libros

se habían aceptado. A veces, Eliot desaprobaba la selec-ción con vehemencia, pero Du Sautoy siempre recordó su “sonrisa misteriosa” y su “risa” ligeramente burlona. Por las noches, si los Eliot no salían al cine o al teatro juntos, solían escuchar el gramófono: Eliot tenía un es-pecial afecto por la música de Bartok, aunque a veces ponía las canciones de Edward Lear. Asimismo, al fi nal del día le leía a su esposa partes de Life of Johnson de Boswell, de las Letters de Coleridge, del Kim de Rudyard Kipling (uno de sus libros preferidos) y a veces de su propia obra. Valerie Eliot se encargaba ahora de su co-rrespondencia privada y pasaba en limpio los borrado-res mecanografi ados de su obra. “Suele pedirme mi opi-nión — le comentó a un entrevistador —. En general me da miedo responder y trato de evitar decir algo. Pero es una persona auténticamente humilde.” Con la felicidad hogareña disminuyó su deseo de ver gente, y algunos amigos sintieron que los había excluido de su vida. Pero aquellos amigos que Eliot conocía de mucho tiempo atrás siguieron siendo muy cercanos: Herbert Read, Bonamy Dobrée, Frank Morley y él se juntaban con re-gularidad una o más veces a la quincena y se turnaban como anfi triones en sus clubes respectivos.

Pero si este estado de aislamiento relativo obede-cía, en gran parte, a su deseo de gozar plenamente de la experiencia del matrimonio, también era el resulta-do de las exigencias impuestas por su aún frágil salud. Su médico le hablaba constantemente de los benefi -cios del sol y del mar (no le hacían falta incentivos para ir a la playa, pues sus recuerdos más felices provenían de allí), y en julio los Eliot, junto con la hermana de Eliot que había llegado de los Estados Unidos, fueron a pasar dos semanas en la isla de Wight. En septiembre estuvieron en Scarborough, otra vez durante dos se-manas, pero a su regreso Eliot contrajo gripe asiática. Esta enfermedad, con sus fi ebres altas, le duró mucho tiempo y le provocó otro ataque de bronquitis. Aunque seguía teniendo una gran capacidad de recuperación, no se sintió realmente bien sino hasta octubre. Pero una vez que recobró sufi cientes fuerzas quiso ponerse a trabajar en su obra de teatro lo más pronto posible. Había terminado los borradores de dos actos a princi-pios del año anterior, y antes de enfermarse en el oto-ño ya había empezado a corregirlos. Se dedicó con-cienzudamente a escribir el tercer acto y, para fi nales del año ya había terminado una primera versión de toda la obra. El hecho de que escribió gran parte de la obra después de su matrimonio lo llevó a pensar que ésta difería mucho de su concepción original. Fue en Kensington Court Gardens donde añadió las escenas amorosas que constituyen la parte más poética de la obra. Nunca había escrito este tipo de poesía antes y no le resultaba nada fácil hacerlo: los borradores de estas escenas fueron los que sufrieron más modifi ca-ciones. En diciembre, durante las últimas etapas de composición, se quedó en casa debido a la niebla londi-nense y a principios del año siguiente tuvo que perma-necer en cama una semana con un leve resfriado. Pero en cierta forma se sentía reanimado: su corazón aguantó los efectos debilitantes de las enfermedades mucho mejor que durante el mismo periodo del año anterior, y éste fue el primer invierno en mucho tiem-po en que no se vio obligado a ingresar en una clínica

En una entrevista dijo que los honores públicos sólo empezaron a importarle luego de su matrimonio, pero de todas maneras ya nunca lo abandonó esa aura de respetabilidad. Junto con otras personas fue a la bbc para quejarse de los recortes al Tercer Programa, ca-nal “cultural” de la radiodifusora; formó parte de la comisión encargada de revisar el libro de los Salmos; se le pidió que declarara ante la Comisión Parlamenta-ria de Publicaciones Obscenas (no sabía mucho de pu-blicaciones pornográfi cas, les dijo a los miembros de dicha comisión, y su propia obra era “bastante anodi-na”). En marzo de 1958 viajó a Roma con su esposa para recibir un título honorífi co: muestra de su ex-traordinaria fama es el hecho de que los estudiantes se alinearon a lo largo del camino a la universidad y grita-

En sus últimos años Eliot declaró que sólo había sido feliz en dos épocas de su vida: su infancia y su segundo matrimonio. Reproducimos aquí el último capítulo de

T.�S. Eliot, de Peter Ackroyd, un ensayo biográfi co que se enfoca en el periodo entre esas dos épocas y en el que el autor se propone, expresamente, elucidar el misterio

de la conexión entre la vida y la obra de Eliot; este texto, pues, arroja luces sobre la época del matrimonio del poeta con Valerie Fletcher

T.�S. ELIOT

P E T E R

A C K R O Y D

Traducción

de Tedi López Mills

lengua

y estudios

liter a rios

1ª ed. 1992; 382 pp.

968 163 78 1X

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EN MI FIN ESTÁ MI PRINCIPIO

FELIZ POR FIN [1957-1965]

ron “¡Viva Eliot!” cuando pasó el coche que transpor-taba a los Eliot. Al mes siguiente los Eliot viajaron a los Estados Unidos, principalmente para que él presenta-ra a su esposa con sus numerosos parientes y amigos. Cuando visitó Texas preguntó por qué los jóvenes pa-recían estar tan tristes cuando había tantas razones para estar contento, y en Cambridge abrazó pública-mente a su viejo amigo Conrad Aiken, quien quedó tan conmovido que casi se puso a llorar. Todo había cam-biado; cuando dio dos lecturas en la Universidad de Columbia y en la Universidad de Texas, hizo la misma aclaración en ambas ocasiones: que había perdido casi todo contacto con el joven autor de los primeros poe-mas. Quizá sería más exacto decir que había huida de él. Así como tenía la habilidad para compartimentar su vida, parecía también capaz de quitarse de encima el peso del pasado y empezar de nuevo. Pero ya había tanto pasado que no le resultaba fácil hacerlo: cuando en 1959 empezaron a circular rumores de que se ha-bían encontrado los manuscritos originales de The Waste Land (rumores falsos, como luego se descubrió), la noticia, según un conocido, “lo deprimió”.

[…]

Cuatro meses después de que los Eliot regresaron de su desagradable estancia en África del Norte, Eliot contrajo un virus y tuvo que quedarse en cama dos se-manas; una vez más, se impuso la rutina de enferme-dad y evasión de la enfermedad. En julio estuvo en el hospital, en donde Rupert Hart-Davis lo encontró le-yendo un cuento policiaco y estudiando un libro de Penguin sobre crucigramas: estaba “de muy buen áni-mo, pero le costaba trabajo respirar”. Por órdenes del médico viajó a Leeds y Scarborough en agosto y re-gresó a fi nales de septiembre. Durante el otoño y el invierno se volvió a agravar su enfi sema, y se veía can-sado y pálido. Aunque prefería quedarse en Londres, su médico insistió en que durante la peor parte del in-vierno se fuera a algún lugar soleado y, a fi nales de 1960, los Eliot viajaron a Jamaica. Sin embargo, Eliot tomó la precaución de llevar entre su equipaje una máquina de escribir y libros, a fi n de poder preparar una conferencia que iba a dar al año siguiente en la Universidad de Leeds. En Jamaica tomó el sol y nadó en el mar (la natación siempre pareció aliviarlo de sus males); tomó ponche de ron y durmió muy bien. En consecuencia, su respiración mejoró y él subió de peso pero, como le dijo a Seféris, en esos lugares “el espíritu se adormece”: estaba aburrido e inquieto.

En marzo regresaron a Inglaterra, y Eliot ansiaba ponerse a trabajar de inmediato. Estaba ya pensando en la posibilidad de otra obra de teatro, pero primero te-nía que terminar un ensayo sobre George Herbert que le había prometido a Bonamy Dobrée. Su afecto e inte-rés por Dobrée — al igual que por otros amigos como Herbert Read, Philip Mairet y Frank Morley — son muy conmovedores; Eliot parecía haberse convertido en el paterfamilias de los hombres que lo conocían desde ha-cía tanto tiempo. En junio fue a pasar tres semanas a Leeds: el aire de los páramos de Yorkshire siempre le hizo bien y en las inmediaciones había un médico, un oculista y un radiólogo que podían examinarlo periódi-camente. Pero su esposa siempre fue su principal pro-tectriz: a Eliot no le gustaba que lo dejara solo por más de un día. Cerca del fi nal de su estancia en Yorkshire pronunció el discurso inaugural en Leeds. En esta con-ferencia — “Para criticar al crítico” — colocó sus propios escritos de prosa dentro de una perspectiva histórica (otra vez, para poner el pasado en orden). Pero lo que re-sulta igualmente notable es la manera en que admitió la presencia de sentimientos y experiencias íntimas en sus juicios teóricos; frases como “el correlato objetivo” y “la disociación de la sensibilidad” eran para él “símbo-los conceptuales de preferencias emocionales”. Y en el prólogo a In Parenthesis de David Jones escrito ese año, declaró que “el entendimiento empieza en la sensibili-dad”. En esta nueva convicción de la importancia de la emoción y de la sensibilidad, ¿no es posible ver la revivi-fi cación de los sentimientos que ocurrió a raíz de su ma-trimonio? Años antes le había dicho a Virginia Woolf: “Los críticos dicen que soy frío y erudito”; pero en reali-dad no era ninguna de estas dos cosas.

A mediados de noviembre los Eliot viajaron a los Es-tados Unidos, en donde Eliot participó en cinco activi-dades públicas a fi n de poder pagar sus próximas vaca-ciones en Barbados, después de la Navidad: mientras pudiera “subir cojeando a un escenario”, podría se-guirse pagando esos viajes. Pero no le gustaba irse de Inglaterra, aun en el invierno; al verse rodeados de tu-ristas estadunidenses en Barbados los Eliot empeza-

ron a sentir ganas de regresar: además, Eliot estaba convencido de que el gerente del hotel en donde se es-taban quedando quería sacar provecho de su presen-cia. Regresaron en marzo de 1962; Eliot terminó por fi n su ensayo sobre George Herbert, pero antes de po-der empezar a escribir su nueva obra de teatro tenía que revisar su tesis de maestría sobre la obra de F. H. Bradley para la imprenta. Su juventud le parecía ya como algo tan distante que no le interesaban particu-larmente tales asuntos, y le confesó a su esposa que no entendía ni una sola palabra de la tesis. Pero de hecho éste fue el último trabajo serio que llevó a cabo. En ju-lio, los Eliot viajaron a Leeds y, a pesar de que le dio una ligera infección en agosto, Eliot dijo que se sentía mejor de salud. Sin embargo, fue aproximadamente en esa época cuando sus amigos empezaron a notar cam-bios en su fi sonomía: estaba más encorvado y se incli-naba hacia adelante cuando estaba parado; su cara es-taba mucho más pálida y las arrugas más marcadas. En diciembre, luego de cuatro días de contaminación, Eliot se enfermó y entró en estado comatoso. Se lo lle-varon de urgencia al hospital Brompton, en donde du-rante cinco semanas se le administró oxígeno conti-nuamente. Al principio, su esposa no se separó de su lado, pues los médicos le dijeron que era fundamental que Eliot la viera allí si despertaba de su coma; luego, cuando pasó el peligro más inmediato, Valerie lo visi-

taba tres veces al día y le daba sus alimentos. Aunque su situación era crítica — y, para un hombre de su edad, irremediable — logró sobreponerse. Salió del hospital en enero de 1963 y convaleció en casa durante las si-guientes semanas. Su esposa lo bañaba y lo afeitaba y se aseguraba de que tomara las 26 pastillas diarias que le habían recetado básicamente para el corazón. Fue un invierno frío y húmedo, pero Eliot se recuperó gra-dualmente y, de hecho, parecía estar de buen ánimo; se sentaba al lado del brasero de carbón en la sala y a ve-ces canturreaba algunas piezas del teatro de varieda-des, mientras su esposa lo atendía (“mimaba”, según él). No recibía visitas, aunque una o dos veces por se-mana su secretaria lo iba a ver para encargarse de su correspondencia. A principios de marzo su esposa lo llevó en coche a Regents Park, y Eliot pudo dar unos cuantos pasos bajo el sol primaveral. Ese mismo mes se fueron a pasar seis semanas en las Bermudas, a fi n de que él se recuperara en un clima cálido: su reacción fue positiva y ya podía caminar con más facilidad.

Pero ya estaba en las últimas etapas de su enferme-dad. Allen Tate visitó a los Eliot en septiembre y se dio cuenta de lo débil que estaba Eliot. Cuando Tate se dis-ponía a irse, Eliot se puso de pie en la entrada de la sala, recargado en dos bastones; Tate se despidió de él y, aun-que no pudo erguir el cuerpo, Eliot sonrió y movió una mano. Sin embargo, a fi nales de noviembre pudo hacer un último viaje a su país natal. Los Eliot se quedaron en Nueva York durante todo diciembre, Stravinski cenó con ellos y se quedó preocupado por la tez cenicienta y el paso tambaleante de Eliot. Durante la cena, “el pobre hombre, inclinado sobre su plato, bebía pero no comía […] Se erguía de golpe sólo a intervalos”. Eliot habló de Misuri y de su infancia allí, y al fi nal de la cena brindó con Stravinski: “¡Diez años más de vida para ambos!”, dijo. Pero el pasado y no el futuro era el que ahora le imponía exigencias: en ese mismo viaje a Nueva York le dijo a William Turner Levy que había soñado con su familia tal como había sido cuando él era niño.

De los Estados Unidos viajaron a Nassau. Según le dijo a Herbert Read, le hizo bien nadar en la piscina del hotel, pero estaba cada vez más consciente del peso de los años. Regresaron en abril, y en junio viaja-ron a Leeds por última vez. Luego, en octubre volvió a caer en un estado de coma en su casa. Cinco médicos dijeron que su condición era tan grave que moriría esa noche: paralizado del lado izquierdo y comatoso, se lo llevaron de urgencia al hospital. Su esposa estuvo a su lado durante 13 horas, y él la agarraba fuertemente de la mano mientras luchaba por sobrevivir. En la maña-na, apenas consciente, volteó hacia su esposa “y me miró como diciendo ‘lo he logrado’”. Luego de un cor-to periodo el hospital lo dio de baja, pues los médicos pensaban que sería mejor que estuviera en casa con su esposa. Cuando cruzó el umbral de su casa en camilla, Eliot gritó: “¡Bravo! ¡Bravo! ¡Bravo!” Tenían que darle oxígeno continuamente, y estaba demasiado débil para ingerir alimentos sólidos, pero dos horas al día se sentaba junto al fuego en su silla de ruedas mientras su esposa le leía o le tocaba música. Parecía estar me-jorando; sin embargo, cerca de la Navidad le empezó a fallar el corazón. Volvió a entrar en estado de coma y sólo despertó una vez para pronunciar el nombre de su esposa; murió el 4 de enero de 1965.

Luego de la muerte de su esposo, Valerie Eliot declaró: “Creía que había pagado un precio demasiado alto para ser poeta, que había sufrido demasiado”. Dos años an-tes de su muerte le dijo a Herbert Read que la mejor parte de su poesía le había costado mucho en términos de experiencia. Pero la poesía que surgió de esa expe-riencia es fuerte y clara; es como si su capacidad de su-frimiento existiera a la par con una inmensa habilidad para usar y ordenar este sufrimiento. Nos enfrentamos a una serie de paradojas: Eliot proclamó la impersonali-dad de toda gran poesía y, sin embargo, su propia perso-nalidad y experiencia está marcada con letras de fuego en su obra. Fue un poeta que insistió en la naturaleza y el valor de la tradición y, sin embargo, no tuvo verdade-ros predecesores o sucesores. Fue un escritor que in-tentó crear orden y coherencia y, sin embargo, “el vacío” fue su visión principal. Su voz poética es inconfundible y, sin embargo, estaba hecha de una serie de voces de otros poetas, que adaptó o tomó prestadas. Fue un hombre extraño, solitario y, con frecuencia, desconcer-tado, que fue elevado a la categoría de un gurú cultural, de un representante de la autoridad y la estabilidad.

A lo largo de su vida Eliot plasmó la angustia de su naturaleza difícil y desunida en la superfi cie de su poesía e igualmente la analizó de manera oblicua en su prosa. Su predilección por el orden y su susceptibi-lidad al desorden eran inmensas, y en el equilibrio discordante y aplastante de ambas se formaron su vida y su obra. Como escritor y como hombre, su ge-nio radicaba en su habilidad para resistir las tenden-cias subversivas de su personalidad, al convertirlas en algo más grande que sí mismo. Su obra representa el brillante fl orecimiento de una cultura moribunda: a fuerza de pura voluntad logró unifi car esta cultura y le proporcionó una forma y un contexto que surgían de sus propias obsesiones. Las certezas que estableció fueron certezas retóricas. Al hacer esto, se convirtió en el símbolo de una época y su poesía se convirtió en el eco musical de este símbolo: con su grandeza medi-tabunda y su desolación, su tono vibrante y sus elip-sis, su fuerza rítmica y sus ambigüedades teatrales.

Dejó instrucciones para que se incinerara su cuerpo y, en abril, tal como él lo había deseado, se llevaron sus cenizas a la pequeña iglesia de St. Michael, en East Coker, pueblo de donde habían venido sus antepasa-dos. Fue el último gesto dramático, aunque revelador. En la lápida conmemorativa que se colocó en la iglesia aparecen las siguientes palabras: “Recordad a Thomas Stearns Eliot, poeta”. Vienen luego las fechas de su na-cimiento y de su muerte junto con dos frases: “En mi principio está mi fi n” y “En mi fi n está mi principio”. Este libro ha sido la crónica de ambas frases, y quizá ahora podemos decir de Eliot lo que él dijo de otro poe-ta: “También entendemos mejor la poesía cuando sa-bemos de la persona”.�W

Traducción de Tedi López Mills.

Peter Ackroyd, novelista y crítico, emprendió la tarea de hacer un recuento íntegro de la vida de Eliot, labor particularmente difícil puesto que éste decidió desde muy joven no dejar rastros sufi cientes para ello. Este texto procede del volumen T. S. Eliot, publicado por el FCE en 1992 en la colección Lengua y Estudios Literarios.

Proclamó la impersonalidad de toda gran poesía y, sin embargo, su personalidad y experiencia están marcadas con letras de fuego en su obra. Fue un poeta que insistió en la naturaleza y el valorde la tradición y, sin embargo, no tuvo verdaderos predecesores o sucesores.

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EN MI FIN ESTÁ MI PRINCIPIO

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Una vez meditado, com-puesto, corregido y apro-bado, el poema “The Waste Land” se enfrentó a un problema de vestua-rio para salir ante el pú-blico. Su extensión era exacta: ni un verso más, ni un verso menos, y por lo demás acorde a los

muy razonables criterios de Edgar Allan Poe, quien preconizaba que la lectura completa de un poema, o de un cuento, debía circunscribirse al espacio de una tarde para mantener la tensión y lograr el efecto ca-bal de la pieza. Desafortunadamente, las bellas razo-nes del arte no siempre coinciden con la realidad edi-torial. Este poema de 434 versos ocupaba, con una tipografía generosa, escasas diecinueve páginas, y eso signifi caba un libro sin lomo. Como se sabe, los libros son muy orgullosos con sus lomos — cuanto más lomo más presencia y dignidad, sobre todo si hay cuero y letras doradas en bajo relieve — y un libro sin lomo luce muy pobre en los estantes, es un des-castado, apenas un panfl eto. En octubre-noviembre de 1922 “The Waste Land” apareció casi simultánea-mente en dos revistas: The Criterion en Inglaterra y The Dial en Estados Unidos. La extensión del texto correspondía a lo habitual en una revista culta de la época, donde los poetas ensayan distintas piezas ante los lectores, antes de recopilarlas en un libro. Pero el poema de Eliot, solito, tenía vocación de libro y necesitaba un lomo con urgencia. El autor añadió entonces unas páginas con notas explicativas que aparecerían en la primera edición del libro, a fi nales de 1922. Es así como el Eliot mismo planteó una es-tructura de su poema que incluía notas explicativas,

fórmula que haría la felicidad de críticos y estudio-sos. Fue como abrir una caja de Pandora con todas las glosas del mundo.

Se sospecha que las notas de Eliot a la primera edición respondieron no sólo a las exigencias mate-riales del libro sino también a la necesidad de ofre-cer, en la compra del libro, un “plus” a un poema pre-viamente publicado en revista. Las reediciones sue-len seducir a su público con algún suplemento que las hace destacar entre sus predecesoras: cartas in-éditas del autor, estudios introductorios, un posfacio sesudo, un disco compacto. La aplicación electrónica se sustrae, por supuesto, de las exigencias del lomo —¡ya no hay lomo!— pero no a la búsqueda de un bonus en la lectura. ¿Qué ofrece esta app que no existe en ningún otro lado, ni siquiera en internet, donde el poema vive la vida de los justos, completo y al alcance de todos? ¿Qué la vuelve apetecible?

Para empezar, la sorpresa. En junio de 2011, el lanzamiento por Faber and Faber de The Waste Land en app1 provoca el asombro mundial: las letras ha-bían roto la camisa de fuerza de los ebooks para co-larse al mundo de los programas. Se presiente de en-trada que se trata de un paso signifi cativo, el primero de muchos. El director de Faber Digital, Henry Vo-lans, revela a The Guardian que la app recuperó la in-versión en un espacio de seis semanas, cuando la compañía había calculado un año. Y añade encanta-do: “No tenemos quejas acerca del precio [179 pesos] por parte de quienes han comprado TWL, aunque sí algunos lamentos en Twitter de gente que aún no la ha comprado. Lo que vemos implica que cuando los

1 De aquí en adelante, TWL refi ere a The Waste Land en su edición para

aplicación electrónica.

usuarios abren TWL […] sienten que hay un chorro de cosas ahí que justifi can el precio”.2 Casi tan rápido fue el reconocimiento de uno de los poemas más importantes del siglo xx, como lo fue su publicación en app, destinada a ser un clásico de la edición electrónica en el siglo xxi.

TWL reproduce — fácil adivinarlo —, el poema y las notas de Eliot, pero enriquecidas con las notas de A Student’s Guide to The Selected Poems of T.S. Eliot de B. C. Southam, publicado por Faber. El poema puede leerse con o sin ellas, ventaja indisputable de la edición electrónica sobre la edición en papel. Sin perder la disponibilidad de un aparato crítico, puede el lector deshacerse en cualquier momento de los monstruosos pies de página que en la edición clásica desfi guran las cajas tipográfi cas, comiéndose a veces la mitad del folio, o bien se convierten en un rudo en-trenamiento en las artes del ir y venir entre un texto principal y un compendio de notas a fi nal de volumen — en los peores casos al fi nal de cada sección —, previa memorización de números de nota y página, y sin de-jar caer el libro. El contenido textual de la app se re-dondea con algunas página selectas del manuscrito de Eliot corregido por Ezra Pound, sección más bien gráfi ca donde se aprecia el juego de manos y plumas de ambos poetas, y parte del trabajo editorial. Se tra-ta de una probada — los ingleses no pierden el sentido del negocio — de otro libro de Faber, The Waste Land: A Facsimile and Transcript of the Original Drafts, y se cuelan ahí algunas notas más, a cuenta de la serie de notas iniciada por Eliot, y que podrían ser infi nitas pero que los editores moderan en pequeños recua-dros. En cuestión de texto, es todo. Menciono de pa-

2 Stuart Dredge, The Guardian, 8 de agosto de 2011.

Vino viejo en odres nuevos. La edición digital avanza por caminos inexplorados y aprende a hacer haciendo. Para su experimentación, sin embargo, ha atinado al no

ceñirse sólo a lo que no ha superado aún las pruebas del tiempo y antes bien busca proyectar lo ya consolidado hacia lo venidero. La lógica es tan nítida

como sencilla: lo que ha perdurado debe perdurar

The Waste Land en appY A E L W E I S S

RESEÑA

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E N E R O D E 2 0 1 4 1 9

EN MI FIN ESTÁ MI PRINCIPIO

THE WASTE LAND EN APP

sada una sección desangelada con fotos y reproduc-ciones pictóricas llamada “Galería” a la que volveré más adelante. El resto es voces. Recital, drama, charla. Éste es el corazón de la app, su pulso.

Se dice que todo poema es voz y Tierra baldía se construyó, precisamente, como un corredor de vo-ces, un lugar de paso, un no lugar, o quizá el lugar donde se encuentran, discurren, encimadas, ya sea cantando, “And voices singing out of empty cisterns and exhausted wells”, “O O O O That Shakespeherian rag”, ya sea en disputa de cantina o de pareja, en los recuerdos de un niña o de camino a Emaus, en tiempos de Evangelio. Parte Infi erno de Dante don-de se cruzan y reconocen las sombras, parte ciudad moderna donde obreros, banqueros y secretarias se codean, cada uno con su mote, su recuerdo, su can-ción, este poema funciona como una triste vorági-ne de pasado y presente. Las referencias a otros textos, a las voces de otros autores, pasados y con-temporáneos, se resuelven de algún modo con las notas — las de Eliot, las de los críticos —, y de otro con la cultura de quien reconoce el verso apenas modifi cado You! hypocrite lecteur!, -mon semblable, - mon frère! o recuerda el extraño destino del profe-ta griego Tiresias, que fue transformado en mujer durante siete años y es árbitro en disputas entre los sexos. Pero los cambios de tono y vocabulario den-tro del fresco de la sociedad londinense que nos ofrece Eliot son más difíciles de captar a casi cien años de distancia, y más aún por quienes no fre-cuentamos Londres.

Entran entonces en escena las siete voces que re-citan el poema mientras se despliega el texto. Voces de T. S. Eliot himself, Alec Guinness, Ted Hughes, Je-remy Irons and Eileen Atkins, Viggo Mortensen y Fiona Shaw. Las diferentes interpretaciones orien-tan al primerizo en cuanto a los cambios de perso-naje dentro del poema, las infl exiones de la voz per-miten distinguir el registro casual, familiar o so-lemne de los fragmentos. La lectura a dos voces de Jeremy Irons y Eileen Atkins, por ejemplo, es ilustrativa porque distingue a los personajes feme-ninos y masculinos. La voz de Eliot es la más pare-ja — funde los caracteres en su voz como bajo la plu-ma — la de Fiona Shaw, más coloquial y narrativa (además, se enriquece con un performance espe-cialmente fi lmado para la app, puesta en escena casi implícita en la escritura de quien fuera también un aclamado dramaturgo), la de Ted Hughes más elegante. Y la magia empieza aquí, donde el poema y la tecnología se enlazan para ampliar sus efectos sin desnaturalizarse. Porque la funcionalidad de la app permite cambiar de recitante en cualquier mo-mento, pasar de voz en voz mientras se despliega un poema constituido de voces cambiantes. Es como si entraran en resonancia las voces del poema con las de los recitantes, creando un efecto dramático mayor, como si se combinaran también con las del usuario — que aunque callado tiene su voz — en una especie de fi n de los tiempos donde se juntan todas las almas, todas las voces y todos los idiomas. Recor-demos al respecto que Eliot colecta en su poema fra-ses en griego, francés, alemán, sánscrito, entre otros fragmentos de la cultura letrada.

Creo que echo de menos alguna lectura en voz alta en español sobre el texto en inglés, un nuevo tipo de edición bilingüe que añadiría nuevas dimen-siones de voz a esta magna estructura. Y, también, voces en alemán o sánscrito que, aunque inentendi-bles para mí, para algunos de ustedes, recuperen la parte exclusivamente tonal, rítmica, universal y misteriosa del poema.

Como parece natural para quienes conocemos otras aplicaciones electrónicas literarias — aunque seguramente no lo fue para quienes diseñaron las primeras —, existe una sección de comentarios a la obra. Son fi lmados y no escritos, quizá para rendir homenaje la performatividad del poema, sin duda para aprovechar las funcionalidades del soporte electrónico y aportar aún más voces al poema, que jamás desaparece de la pantalla y queda al centro de los torbellinos de notas, voces y comentarios que suscita. En su entrevista, Jeanette Winterson incita a leer Tierra baldía — que goza de la mala reputación de ser de acceso difícil —, al menos seis veces para penetrar su sentido, y una vez en voz alta, para escu-charlo, porque “eso es lo que necesita, no puedo ofrecer mejores atajos, porque no los hay”. El elenco de recitantes, el performance de Fiona Shaw, el vai-vén entre versos y comentarios facilitan el cumpli-miento cabal de estos requisitos.

De inmediato, esta aplicación crea émulos en el mundo. En México, apenas seis meses después del éxito de TWL, aparece Blanco.3 Escrito en los años sesenta, este poema de Octavio Paz tampoco se aco-modó a las restricciones de formato del libro tradi-cional. Fue concebido para desplegarse como una gran manta de signos, sin la solución de continuidad que impone un libro foliado. Joaquín Mortiz lo pu-blica en 1967 en una sola página de 522 centímetros de largo que se pliega en acordeón para guardarse. Aunque los dobleces del modo acordeón dejan marcas sobre el papel, esta parecía la mejor solución a las necesidades del poema hasta el advenimiento de la edición electrónica que, no lo dudo, hubiera hecho la alegría de Paz con el potencial espacial y plástico que brinda a las letras. La app mexicana toma como modelo la estructura de su hermana bri-tánica, pero mientras TWL ostenta una parquedad inglesa, enfocada en el soporte digital y en la ideología de you get what you pay for, o sea 179 pesos, Blanco lo quiere dar todo —¡lo que quepa!— y gratis.

La app que honra a nuestro Nobel, y que triplica en “cantidad de materia” la que Faber dedicó al No-bel inglés, aporta elementos valiosos a la edición electrónica en software; por ejemplo, la lectura a tres voces (que corresponden a las tres columnas del poema) ofrece la opción de escuchar el desarrollo de una sola de las columnas, de inicio a fi n: se proyecta entonces en el espacio sonoro una de las fi guras que la tipografía defi ne en el espacio visual. La joya tec-nológica de esta publicación son los Discos visuales que reproducen virtualmente la experiencia de jugar con los discos originales de cartón, producidos por Vicente Rojo y Octavio Paz en una serie limitada.

En cambio, las traducciones del poema, los artícu-los críticos (en formato tradicional, con páginas y notas al pie), la inclusión completa de Un golpe de da-dos jamás abolirá el azar (reproducido en la edición de Taller Ditoria, con portada, portadilla y colofón) nos devuelven al libro en papel — o a su versión ape-nas modifi cada para tabletas tipo Kindle —, tal como lo conocemos desde siempre, con textos estáticos, ordenados unos tras otros y a los cuales se accede mediante un índice. La sección “Biblioteca Blanco” se presenta como una antología de textos, y nos saca del embrujo de la app, como la moneda que caía y po-nía fi n, antaño, a la magia del kinetoscopio. Por su-puesto que no tenemos nada en contra de las traduc-ciones al inglés y el portugués, y menos si fueron rea-lizadas por Eliot Weinberger y Haroldo de Campos, pero… ¿por qué no aprovechar las funcionalidades del soporte y ponerlas a jugar con el poema en espa-ñol en un sistema de superposición o transparencia? Por su parte, la recopilación de videos, audios e imá-genes acomodados en la sección “Galería” remiten, como su nombre indica, a un espacio de exhibición de obras — o mercancías — a menudo amontonadas, sin espacio propio, un poco deslucidas en ese hábitat compartido y pasajero. TWL — que evita cuidado-

3 Producción de Conaculta en coedición con el fce, bajo la dirección de

Luis Alberto Ayala Blanco. Desarrollo digital a cargo de Manuvo.

samente la inclusión de textos periféricos y donde los contenidos se vinculan en todo momento al poema, casi amarrados a sus versos — ofrece también, como ya lo mencionamos, una “Galería”. Las fotos e imáge-nes de esta sección intentan, sin embargo, dialogar con los comentarios fi lmados: aparecen de pronto so-bre la pantalla cuando el editor de la app estimó que mantenían una relación sufi ciente con el discurso de los entrevistados. Y desaparecen igual de subrepti-ciamente. El remedio no es perfecto pero apunta ha-cia la dirección correcta: la vinculación del todo.

Es injusto, sin duda, y qué atrevimiento el levantar “peros” a estas primeras apps literarias del mercado que, subrayémoslo, son una proeza. TWL, Blanco, pero también On the road, para tomar otro ilustre ejemplo en lengua inglesa, o Muerte sin fi n, Nezahual-cóyotl y Amado Nervo en México, tuvieron la tarea de colocar los primeros mojones de un camino que no existía y se encuentra ahora mismo en construcción. Estamos en la era de los incunables de la edición electrónica: así como los primeros libros que salieron de la imprenta se parecían a los manuscritos pero buscaban ya nuevas formas y usos, del mismo modo las apps conservan algunos rasgos del libro impreso pero proyectan ya la silueta de la app por venir. Como los incunables, los soportes electrónicos ofrecen a los editores de textos literarios un universo de posibili-dades en expansión — cada progreso tecnológico im-plementa nuevas funcionalidades y potencia sus al-cances —. La app literaria se ha liberado de la secuen-cia lineal y fi ja del libro encuadernado: su lógica aglutinante es el hipervínculo y sus herramientas las funcionalidades nativas del soporte, como la que per-mite los cambios de voces, la interactividad con los Discos visuales, el zoom sobre los documentos, la geo-localización o la vista de 360 grados que aprovecha muy bien, por ejemplo, la app Amado Nervo.

Faltan los autores. Los autores que ahora mismo, mientras concluye este artículo, están creando obras específi camente diseñadas para apps, imposibles de reproducir en libro impreso. Probablemente poetas, como fueron poetas los primeros en ser editados post mortem en app. La poesía se adelanta, plasma lo que el hombre aún no sabe que sabe, lo que aún no sabe que piensa. La imaginación poética ya está en modo app. Escritores de apps, ¡ya salgan! (Espero que en-cuentren a editores valientes.)�W

Yael Weiss es editora digital. Recientemente preparó la app Archivo abierto: 80 años del fce.

E l cizañoso duende de la imprenta hizo de las suyas en el crédito de la fotografía que apare-ció en la portada de nuestro número 527, co-rrespondiente al mes de noviembre. El mag-

nífi co retrato de José Revueltas no es obra de León Muñoz Santini — de él sí es la composición de esa pá-gina — sino de Manuel Fuentes, quien en 1975 atrapó con su cámara al escritor duranguense. Pedimos una disculpa al fotógrafo y a los lectores.

Estamos en la era de los incunables de la edición electrónica: así como los primeros libros que salieron de la imprenta se parecían a los manuscritos pero buscaban ya nuevas formas y usos, del mismo modo las apps conservan algunos rasgos del libro impreso pero proyectan ya la silueta de la app por venir.

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C on más de noventa años encima, el 18 de diciembre falleció el editor Fran-cisco Porrúa. La suya fue una vida sobradamente creativa y deliberada-

mente discreta, con aportaciones duraderas tanto para las letras en español como para el arribo a nuestra lengua de los maestros de al menos dos géneros literarios: la ciencia fi cción y la fantasía. Fiel a su credo de que el editor “debe ser anónimo”, estuvo alejado de los re-fl ectores pero su impronta perdura entre los lectores que hoy se asoman, por ejemplo, a las obras mayores de Julio Cortázar y Gabriel García Márquez o se convencen de transitar de la pantalla cinematográfi ca hacia los volú-menes en que yace la mitología tolkieniana.

A unque nació en Galicia, en 1922, Porrúa se crió en la Patagonia ar-gentina, pues cuando él tenía ape-nas dos años sus padres se instala-

ron en Comodoro Rivadavia, ciudad costera que por entonces fue escenario del auge petro-lífero en Argentina. Mientras estudiaba fi loso-fía en Buenos Aires, Paco — así lo llamaban to-dos — se acercó al mundo editorial como co-rrector y redactor, pero pronto dio sus prime-ros pasos como dictaminador, es decir como consejero externo que lee originales y reco-mienda su publicación o lo contrario. En “Paco Porrúa. Agente secreto, gran editor”, un ensa-yo incluido en El optimismo de la voluntad. Ex-periencias editoriales en América Latina (fce, 2009), Jorge Herralde recuerda que el gerente de Sudamericana, Antonio López Llausàs, re-conocía no publicar nada en los años cincuen-ta sin la aprobación de un “lector secreto”, que no era otro que el treintañero Porrúa. En 1962 se convertiría en gerente editorial de esa casa; durante la década en que la encabezó, Suda-mericana puso en circulación Rayuela (1963) y Cien años de soledad (1967).

S e sabe bien que Porrúa fue uno de los primeros convencidos de la calidad literaria de Cortázar, pues aunque Bestiario había sido un fracaso co-

mercial para Sudamericana el editor se empe-ñó en publicar otro volumen de relatos, Las ar-mas secretas, y poco después la novela prota-gonizada por Horacio Oliveira. También se co-noce el estímulo, anímico y pecuniario, que dio al obsesivo García Márquez cuando éste estaba inventando Macondo y cómo esa apues-ta rebasó por mucho sus optimistas previsio-nes: con los 8 mil ejemplares de la primera im-presión, tiraje inusual para un autor poco co-nocido, Porrúa expresaba su confi anza en cómo recibirían los lectores a la familia Buen-día, pero desde las primeras semanas esa can-tidad se reveló como felizmente insufi ciente.

T al vez se perciba mejor su talento edi-torial si dirigimos nuestra atención a lo que logró con Minotauro, sello que en este 2015 cumple 60 años de acti-

vidad. Recordaba Porrúa que su interés por la ciencia fi cción — para Borges, ese apelativo es un “monstruo verbal” — le vino de leer en los años cincuenta un artículo en Les Temps Mo-dernes, la revista dirigida por Jean-Paul Sar-

Porrúa en su laberinto

C A P I T E L

DE ENERODE 2015como él mismo explicó en una temprana compilación de 1971: “me atrevería a afirmar que nin-guno de los problemas que fueron objeto de mis escritos ha sido resuelto y que, en consecuencia, mis artículos conservan una ac-tualidad y una vigencia plenas”. Casi medio siglo después, ya que-dará de los nuevos lectores diluci-dar qué tantos de esos problemas hallaron solución entretanto — y aún en ese caso los escritos revis-ten ya interés histórico —, pero con sólo mirar algunos de los ejes temáticos de los textos — la liber-tad de prensa, la “alquimia electo-ral”, el presidencialismo inflexi-ble, los movimientos sociales, la distribución de la riqueza — se antoja que don Daniel todavía tiene mucho que explicarnos so-bre la realidad nacional.

El volumen que ahora presen-tamos consigna los escritos de opinión y reflexión que Cosío Villegas publicó en Excélsior des-de 1968 y hasta su muerte, en 1976, entre los que además se in-cluyen los aparecidos en la revista Plural a partir de 1971. Para aca-bar de comprender el pensamien-to político y el aporte de este crea-dor de instituciones y de concien-cia pública, complementan este lanzamiento dos libros acerca de su actividad que hace unas déca-das publicamos y cuya distribu-ción hemos revitalizado: Daniel Cosío Villegas: imprenta y vida pública, de Gabriel Zaid, y Daniel Cosío Villegas, el historiador libe-ral, compilado por Enrique Krauze.

vida y pensa miento de méxico

1ª ed., 2015; 554 pp.

978 607 16 2345 4

$ 265

tener en esta cultura, comprender cómo las lecciones extraídas de esa fuente pueden a su vez volver-se parte cabal de las ideas del uni-verso que las despertó”.

Como una aportación impres-cindible para la comprensión del universo paciano, Philippe Ollé-Laprune y Fabienne Bradu — sin duda dos de los más relevantes afianzadores del vínculo cultural entre México y Francia — ofrecen en su investigación numerosos testimonios y discursos, además de una suerte de diccionario y una cronología, orientados a destacar tanto los momentos clave de la relación de Paz con el país de Vol-taire como la recepción que en él tuvo su obra.

vida y pensa miento de méxico

1ª ed., 2014; 168 pp.

978 607 16 2352 2

$ 130

LABOR PERIODÍSTICA

D A N I E L C O S Í O V I L L E G A S

Además de su actividad como eco-nomista, historiador, ensayista, editor, diplomático y profesor, Cosío Villegas sumó a sus vertien-tes intelectuales la actividad pe-riodística. A partir de los tiempos del movimiento estudiantil de 1968 — ya con setenta años de edad cumplidos — colaboró como articu-lista en el Excélsior, donde publicó numerosos análisis y reflexiones sobre los problemas de su tiempo, coyunturales, si se quiere, pero de enorme interés hoy en día, pues

UNA PATRIA SIN PASAPORTEOctavio Paz y Francia

P H I L I P P E O L L É - L A P R U N E

Y F A B I E N N E B R A D U

( C O M P S . )

Entre los muchos países y culturas con los que Paz trabó contacto, su relación con Francia fue particu-larmente honda y fecunda. Al recibir el premio Tocqueville en 1989, tal como ya había atestigua-do desde su llegada inicial al país galo en tiempos de la posguerra, reiteró que la literatura francesa era su segunda patria intelectual. Desde su paso por un colegio fran-cés y la temprana lectura de Du-mas, el descubrimiento infantil de los grabados visigodos, y más tar-de la fascinación por la Revolu-ción francesa, su residencia en París como empleado de la emba-jada mexicana, el hallazgo amoro-so en la rue Montalambert, lo mismo que su asimilación de la influencia del surrealismo y sus encuentros con escritores y pen-sadores como Serge, Péret, Sartre, Camus, Cioran, Caillois, Michaux, en efecto la biografía y el itinera-rio intelectual de Paz estuvieron ligados a aquella nación como a ninguna otra. “Los cuestiona-mientos que suscita un lazo de tamaña riqueza — dicen los com-piladores en su prólogo — invitan a examinar en profundidad las creaciones del escritor y a leer las huellas dejadas por esta influen-cia en sus palabras. Y en contra-partida, también cabe calcular el peso real que sus libros pueden

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Porrúa

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CUENTOS POPULARES MEXICANOS

F A B I O M O R Á B I T O

( C O M P I L A C I Ó N

Y A D A P T A C I Ó N )

En las páginas iniciales del volu-men, Morábito hace suyo el senci-llo argumento de Italo Calvino al recopilar los Cuentos populares italianos: no tuvimos unos herma-nos Grimm que consignaran en papel la tradición oral. Salvo por algunos compendios, circunscritos a una región o una etnia específi-cos y realizados con criterios an-tropológicos antes que literarios — y en los que no se aprecia siquie-ra una diferenciación nítida entre los mitos y leyendas y los que son propiamente cuentos — la rica y exuberante imaginación narrativa de nuestro país ha echado en falta un corpus que contribuya a su pre-servación y su difusión. Morábito ha emprendido esa labor resuelta-mente. Ha abrevado de los esfuer-zos previos y ha llevado a cabo su propia investigación para reunir 125 relatos representativos, proce-dentes de prácticamente todos los rincones de nuestro país. Su tarea, sin embargo, no se ha limitado a la compilación; consciente desde fases iniciales del proyecto de que tal vez el resultado recibiría críti-cas de antropólogos y folcloristas, tiene en claro las diferencias entre la escritura y la oralidad — que echa mano de recursos no verbales y es siempre cambiante, pero tam-bién con numerosas redundancias y vicios que obstaculizan una lec-tura placentera — y ha buscado alejarse de lo meramente docu-mental y valerse de su pericia como narrador para recrear los cuentos, conservando los matices y la expresividad de las etnias que los originaron, y producir así ver-siones que permitan una lectura ágil y emocionante para el público no especializado, integrado éste por niños o por adultos. Para acompañar los relatos, por otra parte, se ha invitado a ocho ilus-tradores mexicanos a enriquecer la edición con sus interpretaciones gráficas de los relatos.

Ilustraciones de Abraham Balcázar, Israel

Barrón, Manuel Monroy, Juan Palomino,

Ricardo Peláez, Isidro R. Esquivel, Santiago

Solís y Fabricio Vanden Broeck

cl ásicos del fondo

fce/unam, 1ª ed., 2014; 595 pp.

978 607 16 2389 8

$ 410

MÉXICO EN SUR. 1931-1951

G E R A R D O V I L L A D E L Á N G E L

V I Ñ A S ( E D . )

“Cuando Argentina y México es-tán juntos, Latinoamérica se abraza, se funde y avanza.” Estas palabras de Alfonso Reyes — escri-tas sobre un mapa imaginario en el que la península de Yucatán parecía estar a punto de tocar la Patagonia — recibieron en diciem-bre pasado a los visitantes de la xxix Feria Internacional del Li-bro de Guadalajara, dedicada por segunda ocasión al país austral. Juego de espejos; diferencias y semejanzas; miradas que se mi-ran mirarse. Y es así desde hace muchas décadas. A partir de su fundación en 1931, las páginas de la legendaria revista Sur de Bue-nos Aires, puesta en marcha por Victoria Ocampo “en defensa de la inteligencia”, según reza la divisa de uno de sus monográficos mejor recordados, dirigieron en muchas ocasiones la mirada hacia el ex-tremo septentrional del continen-te lingüístico, o bien acogieron a las voces mexicanas más relevan-tes de su tiempo. 

Del todo acorde con el espíritu panhispánico que animó la publi-cación original, inscrito asimis-mo en la razón de ser del fce, Gerardo Villadelángel, tras la revisión acuciosa de 216 números, compendia en México en Sur. 1931-1951 un centenar de artículos con los que nuestro país se valió de ese puente excepcional para sumarse al canon intelectual del momento. Cortázar, Sábato, Gómez de la Serna y Henríquez Ureña figuran entre las firmas de argen-tinos y extranjeros que se inscri-ben en la antología que ahora pre-sentamos, mientras que entre las nacionales aparecen las de Reyes, Paz, Cosío Villegas, Villaurrutia, Torres Bodet o Ramon Fernandez, por mencionar sólo un puñado.

“Más revista que libro — dice el antólogo — México en Sur. 1931-1951 es un homenaje a la edición de una de las más perdurables y mejor razonadas iniciativas de la pala-bra impresa en castellano”, home-naje al que s e añade, tristemente, uno más, pues esta obra es tam-bién la labor postrera del Vicente Leñero editor, quien con Roger Bartra y Villadelángel conforma-ba hasta hace un mes el consejo editorial de La Jaula Abierta, el grupo que coeditó esta publica-ción con el Fondo.

tezontle

fce/La Jaula Abierta, 1ª ed., 2014; 925 pp.

978 607 16 2400 0

$ 635

LOS ELEMENTOS DEL ESTILO TIPOGRÁFICO (Versión 4.0)

R O B E R T B R I N G H U R S T

Poner el pensamiento en pala-bras, las palabras en letras, las letras en papel y el papel en libros, o también — en los últimos tiem-pos — cifrarlo todo en ristras de unos y ceros que se manifiesten en pixeles. Pero hacerlo siempre en aras de la claridad, de la recta transmisión del pensamiento, y sin descuidar jamás el aspecto estético; por eso último es que la tipografía no es meramente una técnica, sino un auténtico arte, el de “dotar al lenguaje de una forma visual duradera”. Centrada en la tercera fase de esa cadena, la es-critura con tipos ha evolucionado por muchos caminos paralelos en los casi cinco siglos que nos sepa-ran de la revolución desencadena-da por Gutenberg. Se han hecho, por tanto, literalmente miles de esfuerzos por codificar sus reglas y principios. El manual de Robert Bringhurst, lejos de sumarse a esa serie interminable, busca poner-las a dialogar y sintetizarlas to-das. En ese intento y a lo largo de los veinte años desde su publi-cación original, su libro ha llega-do a constituirse como la “la biblia de los tipógrafos” para la tradición occidental contemporánea.

Como la obra lo exige — pues desde luego un libro de esta natu-raleza debe predicar con el ejem-plo —, un grupo conformado por algunos de los editores y tipógra-fos más relevantes de nuestro contexto ha preparado la edición en español con un cuidado extre-mo en todos los aspectos que la conforman. El volumen cierra con varios apéndices: uno que presen-ta los caracteres más utilizados en la práctica, otro que describe le-tras y signos, un glosario tipográ-fico y dos listas comentadas de diseñadores de tipos y fundicio-nes tipográficas. La versión 4.0, preparada para festejar los veinte años de la publicación del libro, además de una revisión meticulo-sa incluye reglas adicionales, con-sideraciones en torno a los nuevos métodos de composición informá-tica, diagramas explicativos y, por primera vez, fotografías que ilus-tran algunos conceptos.

Traducción de Márgara Averbach

y Cristóbal Henestrosa

libros sobre libros

2ª ed. 2014; 472 pp

978 968 16 8549 2

$ 320

tre, sobre ese género usualmente ningunea-do; en esa nota se mencionada a Ray Bradbury, cuyas Crónicas marcianas, en traducción del propio Porrúa pero bajo el pseudónimo Francisco Abelenda — para Rodrigo Fresán “Bradbury suena mucho mejor en español que en inglés porque en español tenía un so-cio silencioso” —, aparecieron en 1955 con un prólogo de Jorge Luis Borges y una colorida portada diseñada por Juan Esteban Fassio, uno de los más reconocidos exponentes de la patafísica en Argentina. En cada uno de los esbeltos volúmenes de Minotauro, cuyo for-mato los volvía inmediatamente identifi ca-bles, se veía la impecable construcción de un paquete editorial. El segundo título de la na-ciente editorial fue Más que humano, del tam-bién estadunidense Theodore Sturgeon, un estrujante relato sobre lo que puede lograrse uniendo las capacidades extraordinarias de un grupo de personajes individualmente monstruosos (lo que tal vez sea una inespera-da metáfora para describir en qué consiste la actividad editorial).

P ero el autor que convirtió al sello de Porrúa en una presencia habitual en la biblioteca de millones de, sobre todo, jóvenes lectores fue J.�R.�R. Tol-

kien, por quien, sin embargo, el editor no pa-recía sentir tanta devoción. Durante las déca-das previas a un doble fenómeno — el de los devoradores de largas sagas en muchos volú-menes, a lo Harry Potter, y el de las megapro-ducciones cinematográfi cas, a lo Peter Jack-son —, las peripecias de la Tierra Media fue-ron de interés casi exclusivo de una enorme minoría de afi cionados a las narraciones épi-cas y bucólicas, levemente infantiloides, a quienes la lucha del bien y del mal seguía pareciendo seductora y que disfrutaban la abundancia de personajes y el detalle de las descripciones, incluidos los mapas con que podían seguirse no sólo las andanzas de Fro-do y Gollum sino también comprender las pormenorizadas batallas. A las muchas tribus inventadas por Tolkien se sumó la de sus fi e-les lectores, que con religiosidad trazaban ge-nealogías, citaban pasajes de El Silmarilion o recordaban diálogos entre elfos, enanos, árboles parlantes… Desde un plano más te-rrenal, los varios millones de ejemplares vendidos en español contribuyeron a que Pla-neta, de entre varios mastodontes interesa-dos en comprarla, lograra hacerse de Mino-tauro en 2001.

E l nombre de la casa editorial parece ajeno a los cohetes espaciales, las tie-rras llenas de misterio, los seres irreales que pueblan el catálogo de

Minotauro. Pero dudo de que la elección del hombre con cabeza taurina haya sido un mero capricho de Porrúa: si bien el bicho antropó-fago que atormentaba a los atenienses perte-nece a una estirpe literaria distante de los hobbits, los enredos distópicos de Anthony Burgess, las crónicas imaginarias del Marco Polo inventado por Italo Calvino o la aterra-dora fauna de Ursula K. Le Guin, es posible imaginar un razonamiento que ponga todos estos relatos en un mismo saco: el de la litera-tura no realista de alta calidad. Casi al fi nal de Fahrenheit 451, el encendido elogio del li-bro que Bradbury escribió en 1953 y que Po-rrúa puso en español, el antibombero Montag escucha al líder de los libros vivientes una nostálgica sentencia: “cuando teníamos los li-bros a la mano, hace mucho tiempo, no utili-zábamos lo que ellos nos daban”. El fabuloso animal que Paco Porrúa colocó en su labe-rinto editorial quiso, y aún hoy quiere, dar-nos mundos fi cticios que complementen éste en que nos movemos todos los días: los mitos de las islas del Mediterráneo vendrían a ser relatos de fantasía o ciencia fi cción avant la lettre; el fallecido editor sería entonces quien ofreció un hilo para unir lo antiguo con lo contemporáneo.

T O M Á S G R A N A D O S S A L I N A S

@tgranadosfce

NOVEDADES

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EN MI FIN ESTÁ MI PRINCIPIO

[4.5.4.]La mayor parte de los libros están encuadernados en forma de códice, una pila de hojas unidas por uno de sus extremos. Cada hoja tiene dos lados, el recto y el ver-so. Recto no signifi ca “sin desviación” sino el lado que está delante (como en rex, el vocablo en latín para rey, el que dirige). Verso signifi ca vuelta, como en reverso. En escrituras que se leen hacia la derecha, como la latina, el recto es la mitad de-recha de un par de páginas pareadas, la que invita a leerse y darle la vuelta. La página opuesta es el verso: la puerta por la que se ha entrado, la página a la que ya hemos dado la vuelta. Usted puede ir hacia atrás: una de las maravillas de los li-bros es la libertad que ofrecen — detenerse donde a uno le plazca, releer o reescri-bir, brincar hacia adelante o hacia atrás —, pero el fl ujo natural corre desde donde uno ya ha leído hacia donde aún no. En escrituras que se leen hacia la izquierda, como la árabe o la hebrea, esta invitación implícita corre en sentido inverso: el recto está a la izquierda.

Para un bibliógrafo, el recto, esté a la izquierda o a la derecha, es el frente; el verso, la parte de atrás. Para el diseñador, y para el lector, el recto es el punto de partida. Así que a los diseñadores les gusta empezar los capítulos en páginas rec-to y colocar en páginas verso el material inconexo o secundario, como las ilustra-ciones de poco atractivo, las gráfi cas o los cuadros. Si el resto de circunstancias es equivalente, una ilustración o un encabezado colocado en el recto será más importante que si estuviese en el verso, aunque con las ilustraciones el resto de las circunstancias casi nunca es equivalente. Pocas ilustraciones son perfecta-mente simétricas. Si se les brinda la oportunidad, elegirán si quieren estar en el recto o en el verso. Si se las ubica en el lado contrario, las ilustraciones se percibi-rán desafortunadas y el lector cerrará el libro.

Una o dos hojas en blanco al comienzo del libro y al fi nal es un símbolo de lujo, o quizás una especie de jactancia, como un enorme jardín frontal. Pero una vez que el libro comienza, las páginas en blanco pueden convertirse en un peligro. Por supuesto, si el espacio lo permite, el verso puede estar en blanco si el recto lo ocupa el encabezado de una sección, el comienzo de un capítulo o una ilustración prominente. El verso así utilizado es un momento de descanso antes de un nuevo comienzo. Pero un recto en blanco es señal de que el viaje ha concluido, una invi-tación silenciosa a dejar de leer y cerrar el libro.

(Ya habrá notado que los libros electrónicos únicamente poseen páginas rec-to, pero siguen la misma regla: una página en blanco señala el fi n del viaje.)

[5.5.2.]El teclado estadunidense estándar, que se vende ampliamente alrededor del mundo, tampoco incluye caracteres acentuados, ni siquiera el puñado que los usuarios monolingües en inglés requieren de vez en cuando (à é è ï ô). Esas letras y muchas otras muy probablemente están dentro de la fuente, pero la fuente se esconde detrás de las teclas. Por regla general, la única tecla “inteligente” es la de las comillas dobles y sencillas (‘�/�“), y su inteligencia, que no es mucha, se desacti-va muy fácilmente.

En comparación, la caja California — un simple cajón de madera sin partes mo-vibles, usado ampliamente por los compositores de fi nes del siglo xix y de princi-pios del xx — es un modelo de fl exibilidad. Sólo tiene 89 compartimentos, pero cada uno de ellos puede usarse como el compositor desee. En otras palabras, es completamente programable y no tiene que cargar basura.

El teclado es mucho más joven que las cajas de tipos y evidentemente requiere unas décadas más para madurar. Por el momento ya es más rápido, aunque más tonto, y algunas de sus partes pueden ser programadas con relativa sencillez.

Si usted trabaja cotidianamente con varios idiomas, probablemente querrá instalar más de un mapa de teclado. Después, tras efectuar un cambio virtual, podrá oprimir las mismas teclas para inglés, ruso, hebreo, hindi, cree y tailandés, por no mencio nar alemán, español y francés. Pero las teclas debajo de sus dedos seguirán rotuladas con las letras latinas básicas, así que entre más mapas de te-clado instale, mayor será la cantidad de confi gu raciones que deberá memorizar. (Tal vez no estén muy lejanos los teclados completamente programables, con pe-queñas pan tallas lcd en las teclas, pero no contamos con ellos por ahora.)

Si sus exploraciones a lo largo de las fronteras de la lengua son más modestas, un solo mapa de teclado puede ser sufi cien te, pero se ahorrará mucho tiempo y frustración si lo adapta a sus necesidades. Su software de edición de textos (es de-cir, su “procesador de palabras”) y el software de composición deben incluir algu-na forma de inserción, una manera lenta pero útil de incorporar caracteres suel-tos de la á a la ž y más allá. Posiblemente su software también incluye atajos de teclado preestablecidos para acceder a caracteres alfabéticos o no alfabéticos au-sentes del teclado. Usualmente usted puede personalizar tales atajos y comple-mentarlos con otros de su propia invención. El guión medio, la raya y otros ins-trumentos básicos del ofi cio tipográfi co deben estar donde usted pueda hallarlos sin vacilación alguna.

ADELANTO

LOS ELEMENTOS DEL ESTILO TIPOGRÁFICO

(FRAGMENTOS)

R O B E R T B R I N G H U R ST

Luego de cumplir veinte años de vida, con ediciones en casi todas lenguas, luego de cumplir también el vaticinio de Hermann Zapf de convertirse en “la biblia de los tipógrafos”, la obra fundamental de Bringhurst sigue renovándose al rtimo que imponen los nuevos métodos de

composición electrónica. Para celebrar el aniversario hemos lanzado en español la que el autor, en vez de cuarta edición, ha preferido llamar la versión 4.0.

Arrojamos aquí unos fragmentos, casi aleatorios, que pueden dar un par de indicios acerca de la materia que albergan sus páginas casi perfectas

—Todo lo que dicen los símbolos escritos ya pasó. Son como huellas de animales. Ésa es la

razón por la cual los maestros de la meditación se niegan a aceptar que lo escrito es

defi nitivo. El objetivo es alcanzar el verdadero ser por medio de esas huellas, esas letras,

esos signos, pero la realidad misma no es un signo y no deja huellas. No viene a nosotros a

través de esas letras o palabras. Podemos ir hacia ella rastreando esas palabras y esas letras

hasta el lugar del cual provienen. Pero mientras nos concentremos en los símbolos, teorías

y opiniones, no llegaremos al principio.

—Pero cuando dejamos de lado símbolos y opiniones, ¿no nos quedamos con la absoluta

nada del ser?

—Sí. Kimura KyŪho, Kenjutsu Fushigi Hen

(Sobre los misterios del arte de la espada), 1768

ᾷ ± ł ¡ ßþ e � & a Q ą q Ω

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EN MI FIN ESTÁ MI PRINCIPIO

2 3

[6.7.3]Durante el siglo x viii toda la escritura en México se hacía a mano; una de las fuentes más impresionantes jamás hechas para una lengua americana nativa fue cortada ahí en 1785. Se basa en un sistema de escritura otomí realizado al-rededor de 1770 por Antonio de Guadalupe Ramírez, misionero y lingüista franciscano. Casi con total seguridad puede afi rmarse que la fuente fue tallada por Jerónimo Gil y sus estudiantes en la Academia de San Carlos, en la Ciudad de México. Hasta 1778, año en que fue asignado a la casa de moneda mexicana, Gil traba jó en Madrid, haciendo tipos para la Biblioteca Real y el maestro im-presor Joaquín Ibarra. En 1781 fundó la primera escuela mexicana de grabado.

Como herramienta de la actividad evangelizadora, esta fuente otomí sólo ha sido empleada para transmitir las ideas y los valores coloniales españoles al oto-mí, no a la inversa. Incluso si la vemos únicamente como un gesto de respeto por el lenguaje humano, la fuente misma sigue siendo un hito. (El ofi cio del fabrican-te de espadas no consiste en hacer la guerra sino buenas espadas, con la esperan-za de que, entre mejor sea la espada, mayores serán las probabilidades de que quienes la tengan en su poder aprendan a no hacer mal uso de ella.)

[9.1.2]Con razón o sin ella, el Unicode trata como caracteres distintos a las mayúsculas y minúsculas del latín, griego y cirílico, pero a las versalitas como glifos. Esto implica que la diferencia entre caja alta y caja baja actualmente es integral al funcionamien-to de estos tres sistemas de escritura, mientras que las versalitas y otros refi namien-tos similares pertenecen al reino más sutil de la connotación y el estilo. Lo anterior es una afi rmación discutible, y ningún diseñador, escritor o editor está obligado a aceptarla, pero en la práctica dicho supuesto está enquistado en las herramientas que utilizamos, tal y como lo estaba en la máquina de escribir de e.e. cummings.

Si las versalitas no son caracteres auténticos, ¿dónde las almacenamos y cómo las volvemos a hallar? En los primeros días de la tipografía digital, las versalitas fueron ignoradas o pobremente falsifi cadas (como hace incluso hoy el editor de textos do minante). Cuando los diseñadores protestaron ante tal fraude, en algu-nas pocas familias tipográfi cas se les concedió un lugar como fuentes por sí mis-mas. Hoy prevalece la práctica de ubicar las en la misma fuente que las letras de caja alta y caja baja, y codifi carlas como variantes de ambas. (La versalita q, por ejemplo, se trata como variante de Q y q). Sin embargo, esto provoca que las ver-salitas sean inaccesibles para el software al que no se ha enseñado dicha codifi ca-ción (ese mismo editor de textos, por poner un ejemplo).

La taxonomía, al igual que la política, tiene mucho de transigencia. Es fácil ad-vertir que en algunas secciones de Unicode los literalistas han tenido la última palabra y los conceptualistas en otras. Donde los primeros han prevalecido, como en el bloque de los dingbats, hasta las variantes más insignifi cantes se clasifi can como caracteres. Las políticas de Unicode también han cambiado a lo largo del tiempo, del literalismo a una identifi cación más estricta con el conceptualismo. Podría alegarse que cualquier letra con diacrítico es susceptible de construirse como un glifo compuesto y no como carácter. Letras esenciales para los euro-peos, como ä é õ ç ñ, tienen números en Unicode, pero también pueden ser descri-tas como una letra base acompañada de un diacrítico. Después de años de acep-tar sin contratiempos que tales compuestos eran caracteres elementales, los cus-todios de Unicode han decidido recientemente que ya no se inscribirán más signos de esta clase. Los sistemas de escritura cuyos cabilderos llegaron primero pudieron consagrarse como integrantes legítimos de Unicode; los otros, al me-nos por ahora, deben contentarse con defi nirse a sí mismos mediante recetas que ensamblan sus piezas. La letra ą (a-ogonek) y el resto de vocales nasales del pola-co y el lituano son parte del Unicode. También lo son o y ō del islandés antiguo, ằ, ễ y ộ del vietnamita, así como á y â del mandarín transliterado, pero ą ę ´ ó ų y otras letras atabascanas, fundamentales para escribir en unas cuarenta lenguas nati-vas americanas entre las que se encuentra el navajo, no han tenido un recibi-miento tan entusiasta.

[9.3 TAMAÑO, COLOR Y ESCALA]Por lo menos hay dos aspectos cruciales que se perdieron en la larga transición de los tipos en metal a la tipografía digital. Uno es el escultural mordisco de los tipos

incrustado en el papel; el otro, la copiosa singularidad del detalle, peso y propor-ciones inherentes a los diseños de las letras y las fuentes hechas a mano. Confor-me la tipografía digital ha evolucionado, también han surgido minuciosos susti-tutos para ambos. En lugar de la tridimensión, las mejores fuentes digitales ofre-cen una sutileza bidimensional acrecentada, conseguida por medio del meticuloso ajuste del dibujo y el kerning. En vez de la vívida singularidad del metal cortado manualmente, se ha comenzado a ofrecer un detallado rango de pesos y propor-ciones surgidos de un mismo diseño.

La infi nita capacidad de cambiar la escala del tipo digital es uno de sus más grandes atractivos. Pero cuando se mezclan distintos puntajes en una sola pági-na, todos conseguidos al cambiar el tamaño de una misma fuente, se vuelve evi-dente la poca armonía que hay en la uniformidad.

Multiple Master fue una muy alentadora ampliación del formato Type 1, desarrollada por Adobe a principios de la década de 1990. En este formato, las fuentes se desarrollan en pares, cada uno de los cuales encarna dos extremos re-lacionados, como ligera o negrita, con remates o sin ellos, con ascendentes y des-cendentes largos o cortos, expandida o condensada. Un máximo de cuatro de estos pares pueden combinarse en una sola fuente maestra, lo que brinda cuatro ejes de variación independientes. El diseñador interpola a voluntad entre los dos extremos (o cuatro, o seis, u ocho). Por ejemplo, si el peso (de ligera a negrita) es uno de los ejes de la fuente maestra, es posible elegir cualquier peso entre ambos extremos y generar una fuente precisamente en ese punto del espectro. Asimis-mo, si el ancho (de condensada a expandida) es un eje, también es posible elegir cualquier punto de esa otra categoría.

El benefi cio más grande de esta tecnología tiene poco que ver con el peso o la anchura. Las fuentes Multiple Master más valiosas son aquellas que cuentan con un eje de tamaño óptimo. (Adobe siempre lo ha llamado “tamaño óptico”, pero es tan óptico como subjetivo). De poseer tal eje, una de las fuentes de referencia tie-ne el peso y las proporciones adecuadas para imprimir en puntajes reducidos (5 o 6 pt), la cual se vincula con otra fuente del mismo diseño, pero con peso y propor-ciones para imprimirse en puntajes grandes (unos 96 o 120 puntos). Al interpolar estos dos extremos, el diseñador puede generar una variante ligeramente distin-ta para cada puntaje (o para un estrecho rango de puntajes). En un ejemplo senci-llo, puede haber una fuente para el bloque de texto, otra para las notas al pie y otra fuente para los encabezados. Para un texto más complejo, pueden generarse varias más.

Estas herramientas eran demasiado refi nadas para el mercado, así que la pro-ducción de fuentes Multiple Master cesó rápidamente. Entonces Adobe comenzó a ofrecer “tamaños ópticos” en sus fuentes más importantes. De hecho, eran fuentes fabricadas mediante Multiple Master. Adobe Jenson, Arno, Minion, Ga-ramond Premier y otros diseños ahora se distribuyen en esta modalidad. Los ta-maños poseen nombres en lugar de números — notas, texto pequeño, texto, subtí-tulo, título —, y cada uno corresponde a un rango y no a un tamaño específi co. Otras fundiciones han tomado un camino similar. Por ahora, éste parece el me-jor método disponible para obtener un color balanceado y un diseño homogéneo al componer con fuentes digitales en diferentes puntajes.

[EPÍLOGO]A lo largo de estos veinte años, muchos lectores se han preguntado acerca del epí-grafe de Kimura Kyūho. El texto com pleto puede leerse en la antología de Budōsho Kankōkai llamada Shinpen bujutsu sōsho (Biblioteca Nueva de las Artes Marcia-les). La tipografía no es un arte marcial, pero es de resaltarse que el diálogo de Kimura tiene poco que decir que no sea relevante para la práctica de la tipogra-fía. La única traducción que he visto apareció hace muy poco (en Christopher Hellman, The Samurai Mind, Tokio, 2010). Confío en que se presenten en el futu-ro más intentos de interpretación de este sutil texto.�W

Físico, lingüista, arquitecto, fi lósofo, Robert Bringhurst ha encontrado en el arte tipográfi ca la conjunción idónea de todas sus vertientes intelectuales. Se le considera mundialmente uno de sus principales baluartes.

LOS ELEMENTOS DEL ESTILO TIPOGRÁFICO

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