en la misma cordillera

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En la misma cordillera José F. Machado. Bogotá, 24 de septiembre 2012 Hace muchos años conocí en las montañas del Cocuy, al norte de Boyacá, a una joven de 16 años. Se llamaba Isabel y nunca había viajado más allá de El Espino. Su sueño era conocer algún día Tunja, la capital. Sus agudos sentidos le permitían entender las más sutiles manifestaciones del clima, la tierra y sus ovejas. Su madre, una campesina de piel de cobre de tanto recibir el viento helado, de manos anchas y uñas gruesas, era la más diestra peladora de papa que he conocido: sentada en una piedra frente al fogón, de cada una iba desprendiendo, en segundos, una sola espiral de pellejo que iba a parar a una olla vieja, y de allí a un pedazo de llanta de tractor que servía de plato para la marrana. El mundo de Isabel era tan grande como lo que alcanzaban a ver sus ojos alrededor de su casa: la silueta de los páramos y, al oriente, la magestuosa Sierra Nevada del Cocuy. Tal vez nunca en su vida había visto un semáforo. De los aviones, que por allí volaban a gran altura, identificaba su silbido que espantaba las gallinas y la estela blanca que dejaban sobre el cielo limpio, que se desvanecía lentamente en forma de motas de algodón. Hoy no recuerdo bien su cara, pero sí su expresión. Me miraba a los ojos sin miedo, sin prevención alguna, casi sin respeto. Sabía que de tanto en tanto pasaban por su casa personajes que venían de lejos, con prendas y morrales de colores, y la absurda idea de llegar hasta las cumbres nevadas a cambio de nada. Por lo demás, sus posibilidades de relacionamiento se limitaban a las pocas personas que había conocido desde que nació. Me pregunto qué será de Isabel, si conoció Tunja. Ya debe tener un hogar. Sus hijos, si los tuvo, espero que no hayan sido arrancados de allí por la violencia que llegó más tarde a perturbar esos hasta entonces tranquilos caminos. Sin embargo, cuando pienso en Isabel creo que, en su mundo, tiene posibilidades de ser feliz. Nosotros elegimos para nuestros hijos una vía más complicada con la esperanza de que, al final, puedan llegar a ese mismo punto. En esta ciudad de vértigo, con mayor congestión de ondas electromagnéticas que de vehículos, compramos la idea que el mundo es una aldea pequeña y no nos conformamos con que llegue hasta donde estos cerros orientales nos cortan la visión. Hemos perdido mucha sensibilidad para auscultar la naturaleza, pero sabemos movernos cómodamente por los más grandes aeropuertos de mundo, con su característico olor a gasolina quemada mezclado con ambientadores industriales.

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En la sociedad de la hipercomunicación, podemos escoger el modo más complicado para ser felices.

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Page 1: En la misma cordillera

En la misma cordillera José F. Machado. Bogotá, 24 de septiembre 2012

Hace muchos años conocí en las montañas del Cocuy, al norte de Boyacá, a una joven de 16 años. Se llamaba Isabel y nunca había viajado más allá de El Espino. Su sueño era conocer algún día Tunja, la capital. Sus agudos sentidos le permitían entender las más sutiles manifestaciones del clima, la tierra y sus ovejas. Su madre, una campesina de piel de cobre de tanto recibir el viento helado, de manos anchas y uñas gruesas, era la más diestra peladora de papa que he conocido: sentada en una piedra frente al fogón, de cada una iba desprendiendo, en segundos, una sola espiral de pellejo que iba a parar a una olla vieja, y de allí a un pedazo de llanta de tractor que servía de plato para la marrana.

El mundo de Isabel era tan grande como lo que alcanzaban a ver sus ojos alrededor de su casa: la silueta de los páramos y, al oriente, la magestuosa Sierra Nevada del Cocuy. Tal vez nunca en su vida había visto un semáforo. De los aviones, que por allí volaban a gran altura, identificaba su silbido que espantaba las gallinas y la estela blanca que dejaban sobre el cielo limpio, que se desvanecía lentamente en forma de motas de algodón.

Hoy no recuerdo bien su cara, pero sí su expresión. Me miraba a los ojos sin miedo, sin prevención alguna, casi sin respeto. Sabía que de tanto en tanto pasaban por su casa personajes que venían de lejos, con prendas y morrales de colores, y la absurda idea de llegar hasta las cumbres nevadas a cambio de nada. Por lo demás, sus posibilidades de relacionamiento se limitaban a las pocas personas que había conocido desde que nació.

Me pregunto qué será de Isabel, si conoció Tunja. Ya debe tener un hogar. Sus hijos, si los tuvo, espero que no hayan sido arrancados de allí por la violencia que llegó más tarde a perturbar esos hasta entonces tranquilos caminos. Sin embargo, cuando pienso en Isabel creo que, en su mundo, tiene posibilidades de ser feliz.

Nosotros elegimos para nuestros hijos una vía más complicada con la esperanza de que, al final, puedan llegar a ese mismo punto. En esta ciudad de vértigo, con mayor congestión de ondas electromagnéticas que de vehículos, compramos la idea que el mundo es una aldea pequeña y no nos conformamos con que llegue hasta donde estos cerros orientales nos cortan la visión. Hemos perdido mucha sensibilidad para auscultar la naturaleza, pero sabemos movernos cómodamente por los más grandes aeropuertos de mundo, con su característico olor a gasolina quemada mezclado con ambientadores industriales.

Lo importante es que aquello que hayamos elegido, lo hagamos bien. Y que por ninguna razón perdamos de vista nuestros más altos sueños, ni nuestros más hondos valores. En este colegio nuestras hijas, que comparten con Isabel el telón de fondo de la misma cordillera, han encontrado espacio para crecer en sus sueños y sus valores. Las reglas del juego ahora son bastante más complejas, e incluyen temas como el modelo de Naciones Unidas, bilingüismo, intercambios internacionales y el bachillerato “IB”.

En nuestro caso, tenemos dos hijos únicos, ambos gimnasianos y, hasta ahora, felices. El mayor ha encontrado en la ingeniería mecánica y la física pura respuestas a sus más grandes interrogantes. La menor, por su parte, ha vivido los mejores días de su vida en este colegio y en su estadía de cinco meses en la península de Nova Scotia. Allí, curiosamente, conoció varias “Isabeles”, en versión canadiense: jóvenes de provincia que sólo hablan una lengua, que sueñan con conocer Toronto, y que su mundo sin montañas llega hasta donde se pierden en el mar, como pequeños puntos, los barcos pesqueros que regresarán cargados de langostas. Digo su mundo físico, porque su planeta virtual no mide más de 1.024 x 768 pixeles, y en sus supermercados encuentran productos exóticos de todas las latitudes. Es increíble cómo nuestros hijos les han aportado, enseñándoles que el mundo es mucho más ancho, rico, diverso, fraterno, divertido y real que lo que les vende la televisión.Gracias Trudy, gracias Gimnasio Femenino.