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En este volumen se reunieron en una única lista losmuy diversos cuentos que Cortázar calificó de«inolvidables» en épocas sucesivas. La base para laelección la forman, desde luego, sus famosos ensayos-conferencia.

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AA. VV.

Cuentos inolvidablessegún Julio Cortázar

ePub r1.0ElCav ernas 04.09.14

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«El puente sobre el río del Búho»Titulo original: An Occurrence at OwlCreek BridgeAmbrose Bierce, 1891Traducción: José Bianco

«Tlön, Uqbar, Orbis Tertius»Jorge Luis Borges, 1941

«Un recuerdo navideño»Titulo original: A Christmas MemoryTruman Capote, 1956Traducción: Enrique Murillo

«Conejos Blancos»Titulo original: White RabbitsLeonora Carrington, 1941Traducción: Francisco Torres Oliver

«La casa inundada»Felisberto Hernández, 1960

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«Éxtasis»Titulo original: BlissKatherine Mansfield, 1918Traducción: Juana Teresa Guerra de laTorre

«Un sueño realizado»Juan Carlos Onetti, 1941

«William Wilson»Edgar Allan Poe, 1839Traducción: Julio Cortázar

«La muerte de Iván Ilich»Titulo original: Смерть Ивана ИльичаLev Nikoláievich Tolstói, 1886Traducción: Irene y Laura Andresco

Editor digital: ElCavernasePub base r1.1

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E

PrólogoCarlés Álvarez Garriga

El gusto y el juicio —las dos armas de lacrítica—

cambian con los años y aun con las horas:aborrecemos en la noche

lo que amamos por la mañana.OCTAVIO PAZ

La casa de la presencia

s plausible suponer que si JulioCortázar decidió no cerrar la lista

de cuentos inolvidables que enunció en

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su conferencia «Algunos aspectos delcuento» («y así podría seguir yseguir…»), fue porque sabía que laslistas entrañan provisionalidad, y unlector abierto a las novedades en casitodos los géneros no iba a atarse alcompromiso de una nómina excluyente.

En torno a finales de la década de1960, Cortázar dejó de ser el autorsecreto que se había ido de BuenosAires tras publicar un volumen derelatos que apenas leyeron cuatro afinesal Surrealismo, ese desconocido delgran público que pudo encerrarse aescribir su más célebre novela en elprimer piso de una casa de París que

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había sido una caballeriza, al fondo deun patio arbolado que aún visita unpájaro migratorio, un día al año y todoslos años. Desde que la fama lo alcanzó—está por ver si, como ha indicadoPiglia, ése no fue su gran drama—, suparecer era requerido en todos losdebates y uno de sus ensayos podíaimpulsar un libro tan difícil comoParadiso. También, y he ahí el aspectonegativo, lo interrogaban día y nochesobre una u otra quisicosa ideológica, atal punto que él mismo llegó a bromeardiciendo que, de ir al cielo cuandomuriera, estaba seguro de encontrar aSan Pedro esperándolo en la puerta con

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esas mismas preguntas.Tanta popularidad tuvo como

consecuencia inmediata que títulos desus obras fueran usados en rótuloscomerciales (galerías de arte llamadasRayuela; clubes de jazz, Elperseguidor), mientras nombres de suspersonajes servían para bautizarmascotas o incluso personas. El éxitopropició asimismo la cantidad deentrevistas concedidas, sea porresponsabilidad política sea porvoluntad docente, gracias a las cualessabemos su opinión sobre casi cualquierasunto; material que, sumado a lacorrespondencia editada (y a la todavía

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inédita que pronto ha de publicarse),ofrece un perfil intelectual bastantepreciso.

Así las cosas, si no se pretende unvolumen que llene por sí solo todo elestante, hay que tratar de conciliar enuna única lista los muy diversos cuentosque calificó de «inolvidables» enépocas sucesivas. La base para laelección la forman, desde luego, losfamosos ensayos-conferencia Algunosaspectos del cuento, Del cuento breve ysus alrededores, Notas sobre lo góticoen el Río de la Plata y El estado actualde la narrativa en Hispanoamérica.

Para empezar, de entre los cuentos

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citados en los textos anteriores esrazonable excluir «Los caballos deAbdera», de Lugones, y «La pata demono», de W. W. Jacobs, porque yaestaban en la antología de la literaturafantástica de Borges, Bioy y SilvinaOcampo. También puede excluirse «Lacasa de azúcar», de esta última, puestoque en una carta a Jean Andreu (uno desus críticos más sagaces) Cortázarconfesaba haberlo olvidado.

En cuanto a Borges, cualquier lector—como cualquier hijo de vecino…,como cualquier hijo de vecino que hayaleído a Borges, se entiende— da porhecho que Cortázar tenía varios cuentos

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borgeanos memorables. En «Algunosaspectos del cuento» menciona «Tlön,Uqbar, Orbis Tertius»; en «Del cuentobreve y sus alrededores», «Las ruinascirculares»; en «El estado actual de lanarrativa en Hispanoamérica», «Labiblioteca de Babel» y «El milagrosecreto»; hablando con GonzálezBermejo se acuerda de «El jardín desenderos que se bifurcan»; en otraentrevista habla de «La muerte y labrújula»; en otra más, de «La casa deAsterión». Por la fecha en que lo leyó ypor su significación indudable, elegimos«Tlön, Uqbar, Orbis Tertius»,representativo de esa temprana lección

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de rigor y concisión estilística queCortázar decía deberle.

De Edgar Allan Poe, cuyodescubrimiento en la infancia fue «lagran sacudida», ¿qué relato elegir? En«Algunos aspectos del cuento»menciona «William Wilson» y «Elcorazón delator»; en «Del cuento brevey sus alrededores», «El barril deamontillado»; en «Notas sobre lo góticoen el Río de la Plata», «La caída de lacasa Usher», «Ligeia» y «El gatonegro»; en otras partes se refiere a «Elpozo y el péndulo» o a «Berenice». Porsu tema, puesto que como ha escritoJaime Alazraki (otro de sus mejores

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críticos) casi toda la narrativa deCortázar toca directa o indirectamente eltema del doble, elegimos «WilliamWilson».

Surge entonces un primer problema:¿cómo mostrar que era un lector degustos tan diversos que, aun inmune a lashistorias de ciencia-ficción, admitíacomo «relato admirable», «El color quecayó del cielo», de H. P. Lovecraft?,¿cómo mostrar la variedad cronológicay geográfica de sus preferencias? Escierto que sentía predilección por loscuentistas de habla inglesa. («Voy atener que resignarme a convenir en quelos cuentos breves son patrimonio de los

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sajones. Después de Faulkner,Hemingway, Bates, Chesterton y lajoven escuela yanki, no queda nada quehacer», escribía en una carta de 1939).Dado que tenemos ya a Poe, paraatenuar el predominio estadounidensehabrá que renunciar a Hemingway, dequien prefería «Cincuenta de losgrandes» y «Los asesinos», puesto quehemos sido incapaces de suprimir «Unrecuerdo de Navidad», de TrumanCapote —un cuento de infancia comomuchos de los mejores de Cortázar—, ydado que tampoco hemos podidodescartar la fantástica sorpresa final de«El puente sobre el río del Búho», de

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Ambrose Bierce.Para equilibrar, conviene incluir

también un relato clásico, uno de esoslargos textos del siglo XIX que lospuristas no llaman cuento sino nouvelley a los que Cortázar dedicaba relecturasy estudio. Se acordaba siempre de Guyde Maupassant. Hablaba de «Bola desebo» y en una de sus primerísimasnarraciones («Distante espejo») yahabía jugado con el argumento de «ElHorla». Ambos textos son muyconocidos así que recogeremos otro deuna estética similar citado en «Algunosaspectos del cuento»: «La muerte deIván llich», de León Tolstoi, cuya trama

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recuerda —entrelineas, y he aquí unbonito tema de análisis— a la de otro delos elegidos: «Un sueño realizado», deJuan Carlos Onetti.

Felisberto Hernández fue asimismouna de sus mayores reivindicaciones:«“La casa inundada” o “Las hortensias”o “Nadie encendía las lámparas” sontextos que “ya quisiera haber escritoyo”», dijo en una entrevista. Escogemos«La casa inundada» porque en elprólogo a un libro de cuentos de CristinaPeri Rossi anotó que el día en que selogre la recopilación definitiva delcuento fantástico «se verá que muchosde los que pueblan para siempre la

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memoria medrosa de la especie secumplen en torno a una casa».

Para terminar, y para no olvidar quefue un lector muy atento de escritoras,elegimos «Conejos blancos», deLeonora Carrington («Me acuerdo de uncuento estupendo, “Lapins Blancs”, etvous savez que je suis quelque peu I’amateur de lapins», escribía de jovena un amigo), y «Éxtasis», de KatherineMansfield, de quien dijo en una de susúltimas entrevistas: «Escribió relatosadmirables. No responden a mi nociónde cuento pero me gustan mucho;simplemente yo no los hubiera escritoasí».

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Imaginar cómo los hubiera escrito esun ejercicio de nostalgia; nostalgia porel gran escritor y nostalgia por el granlector. También lo es pensar en un hechoque ha contado Aurora Bernárdez, suviuda y heredera: tocado ya de muerte,decidió que el último sitio que queríavolver a visitar era un edificio dondehabía sido muy feliz más de treinta añosatrás. Un amigo los llevó en coche.Cortázar no pudo subir las escaleras.Ella sí. «Julio —le dijo después—, todoestá igual». El lugar, que aún conservaaquellas sillas en las que el jovenescritor pasó algunos de los momentosmás dichosos de su vida, leyendo acaso

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los inolvidables cuentos que siguen, esla vieja Biblioteca del Arsenal, deParís.

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D

El puente sobre el ríodel Búho

Ambrose Bierce

I

esde un puente de ferrocarril, en elnorte de Alabama, un hombre

miraba correr rápidamente el aguaveinte pies más abajo. El hombre teníalas manos detrás de la espalda, lasmuñecas atadas con una cuerda; otra

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cuerda, anudada al cuello y amarrada aun grueso tirante por encima de sucabeza, pendía hasta la altura de susrodillas. Algunas tablas flojas colocadassobre los durmientes que soportaban losrieles le prestaban un punto de apoyo aél y a sus ejecutores —dos soldadosrasos del ejército federal bajo órdenesde un sargento que, en la vida civil,debió de haber sido subcomisario. Nolejos de ellos, en la misma plataformaimprovisada, estaba un oficial delejército llevando las insignias de sugrado. Era un capitán. En cada extremohabía un centinela presentando armas, osea con el caño del fusil por delante del

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hombro izquierdo y la culata apoyada enel antebrazo cruzado transversalmentesobre el pecho, posición poco naturalque obliga al cuerpo a mantenerseerguido. A estos dos hombres no parecíaconcernirles lo que ocurría en medio delpuente. Se limitaban a bloquear losextremos de la plataforma de madera.

Delante de uno de los centinelas nohabía nada a la vista; la vía férrea seinternaba en un bosque a un centenar deyardas; después, trazando una curva,desaparecía. Un poco más lejos, sinduda, estaba un puesto de avanzada. Enla orilla, un campo abierto subía ensuave pendiente hasta una empalizada de

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troncos verticales con troneras para losfusiles y una sola abertura por la cualsalía la boca de un cañón de bronce quedominaba el puente. A media distanciade la colina entre el puente y el fortínestaban los espectadores: una compañíade soldados de infantería, en posiciónde descanso, es decir con la culata delos fusiles en el suelo, el cañoligeramente inclinado hacia atrás contrael hombro derecho, las manos cruzadassobre la caja. A la derecha de la líneade soldados estaba un teniente, con lapunta del sable tocando tierra, la manoderecha encima de la izquierda. Exceptolos tres ejecutores y el condenado en el

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medio del puente, nadie se movía. Lacompañía de soldados, frente al puente,miraba fijamente, hierática. Loscentinelas, frente a las márgenes del río,podían haber sido estatuas queadornaban el puente. El capitán, con losbrazos cruzados, silencioso, observabael trabajo de sus subordinados sin hacerel menor gesto. Cuando la muerteanuncia su llegada, debe ser recibidacon ceremoniosas muestras de respeto,hasta por los más familiarizados conella. Para este dignatario, según elcódigo de la etiqueta militar, el silencioy la inmovilidad son formas de lacortesía.

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El hombre que se preparaban aahorcar podría tener treinta y cincoaños. Era un civil, a juzgar por su ropade plantador. Tenía hermosos rasgos:nariz recta, boca firme, frente amplia,melena negra y ondulada peinada haciaatrás, cayéndole desde las orejas hastael cuello de su bien cortada levita.Usaba bigote y barba en punta, pero nopatillas; sus grandes ojos de color grisoscuro tenían una expresión bondadosaque no hubiéramos esperado encontraren un hombre con la soga al cuello.Evidentemente, no era un vulgar asesino.El liberal código del ejército prevé lapena de la horca para toda clase de

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personas, sin excluir a las personasdecentes.

Terminados sus preparativos, losdos soldados dieron un paso hacia loslados, y cada uno retiró la tabla demadera sobre la cual había estado depie. El sargento se volvió hacia eloficial, saludó, y se colocóinmediatamente detrás del oficial. Eloficial, a su vez, se corrió un paso.Estos movimientos dejaron alcondenado y al sargento en los dosextremos de la misma tabla que cubríatres durmientes del puente. El extremodonde se hallaba el civil alcanzaba casi,pero no del todo, un cuarto durmiente.

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La tabla había sido mantenida en su sitiopor el peso del capitán; ahora lo estabapor el peso del sargento. A una señal desu jefe, el sargento daría un paso alcostado, se balancearía la tabla, y elcondenado habría de caer entre dosdurmientes. Consideró que lacombinación se recomendaba por susimplicidad y eficacia. No le habíancubierto el rostro ni vendado los ojos.Examinó por un momento su vacilantepunto de apoyo y dejó vagar la miradapor el agua que iba y venía bajo sus piesen furiosos remolinos. Un pedazo demadera que bailaba en la superficieretuvo su atención y lo siguió con los

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ojos. Apenas parecía avanzar. ¡Quécorriente perezosa!

Cerró los ojos para concentrar susúltimos pensamientos en su mujer y ensus hijos. El agua dorada por el solnaciente, la niebla que pesaba sobre elrío contra las orillas escarpadas no lejosdel puente, el fortín, los soldados, elpedazo de madera que flotaba, todo esolo había distraído. Y ahora teníaconciencia de una nueva causa dedistracción. Borrando el pensamiento delos seres queridos, escuchaba un ruidoque no podía ignorar ni comprender, ungolpe seco, metálico, que sonabaclaramente como los martillazos de un

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herrero sobre el yunque. El hombre sepreguntó qué podía ser aquel ruido, sivenía de muy cerca o de una distanciaincalculable —ambas hipótesis eranposibles—. Se reproducía a intervalosregulares pero tan lentamente como lascampanas que doblan a muerte.Aguardaba cada llamado conimpaciencia y, sin saber por qué, conaprensión. Los silencios se hacíanprogresivamente más largos; losretardos, enloquecedores. Menosfrecuentes eran los sonidos, másaumentaba su fuerza y nitidez, hiriendosus oídos como si le asestarancuchilladas. Tuvo miedo de gritar… Lo

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que oía era el tic-tac de su reloj.Abrió los ojos y de nuevo oyó correr

el agua bajo sus pies. «Si lograralibertar mis manos —pensó— llegaría adesprenderme del nudo corredizo ysaltar al río; zambulléndome, podríaeludir las balas; nadando vigorosamente,alcanzar la orilla; después internarme enel bosque, huir hasta mi casa. A Diosgracias, todavía está fuera de sus líneas;mi mujer y mis hijos todavía están fueradel alcance del puesto más avanzado delos invasores».

Mientras se sucedían estospensamientos, aquí anotados en frases,que más que provenir del condenado

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parecían proyectarse como relámpagosen su cerebro, el capitán inclinó lacabeza y miró al sargento. El sargentodio un paso al costado.

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II

Peyton Farquhar, plantador de fortuna,pertenecía a una vieja y respetablefamilia de Alabama. Propietario deesclavos, se ocupaba de política, comotodos los de su casta; fue, desde luego,uno de los primeros secesionistas y seconsagró con ardor a la causa de losEstados del Sud. Imperiosascircunstancias, que no es el caso relataraquí, impidieron que se uniera alvaliente ejército cuyas desastrosascampañas terminaron por la caída deCorinth, y se irritaba de esta sujeción singloria, anhelando dar rienda libre a sus

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energías, conocer la vida más intensadel soldado, encontrar la ocasión dedistinguirse. Estaba seguro de que esaocasión llegaría para él, como llegapara todo el mundo en tiempos deguerra. Entre tanto, hacía lo que podía.Ningún servicio le parecía demasiadohumilde para la causa del Sud, ningunaaventura demasiado peligrosa si eracompatible con el carácter de un civilque tiene alma de soldado y que contoda buena fe y sin demasiadosescrúpulos admite en buena parte esterefrán francamente innoble: en el amor yen la guerra, todos los medios sonbuenos.

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Una tarde, cuando Farquhar y sumujer estaban sentados en un bancorústico, cerca de la entrada de suparque, un soldado de uniforme grisdetuvo su caballo en la verja y pidió debeber. La señora Farquhar no deseabaotra cosa que servirlo con sus blancasmanos. Mientras fue a buscar un vaso deagua, su marido se acercó al jinetecubierto de polvo y le pidió con avideznoticias del frente.

—Los yanquis están reparando lasvías férreas —dijo el hombre— porquese preparan para una nueva avanzada.Han alcanzado el puente del Búho, lohan arreglado y han construido una

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empalizada en la orilla norte. Por unaorden que se ha fijado en carteles entodas partes, el comandante ha dispuestoque cualquier civil a quien se sorprendadañando las vías férreas, los túneles olos trenes, deberá ser ahorcado sinjuicio previo. Yo he visto la orden.

—¿A qué distancia queda de aquí elpuente del Búho? —preguntó Farquhar.

—A unas treinta millas.—¿No hay ninguna tropa de este

lado del río?—Un solo piquete de avanzada a

media milla, sobre la vía férrea, y unsolo centinela de este lado del puente.

—Suponiendo que un hombre —un

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civil, aficionado a la horca— esquive elpiquete de avanzada y logre engañar alcentinela —dijo el plantador sonriendo—, ¿qué podría hacer?

El soldado reflexionó.—Estuve allí hace un mes. La

creciente del último invierno haacumulado gran cantidad de troncoscontra el muelle, de este lado del puente.Ahora esos troncos están secos yarderían como estopa.

En ese momento la dueña de casatrajo el vaso de agua. Bebió el soldado,le dio las gracias ceremoniosamente,saludó al marido, y se alejó con sucaballo. Una hora después, caída la

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noche, volvió a pasar frente a laplantación en dirección al Norte, dedonde había venido. Aquella tarde habíasalido a reconocer el terreno. Era unsoldado explorador del ejército federal.

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III

Cuando cayó al agua desde el puente,Peyton Farquhar perdió concienciacomo si estuviera muerto. De aquelestado le pareció salir siglos despuéspor el sufrimiento de una presiónviolenta en la garganta, seguido de unasensación de ahogo. Dolores atroces,fulgurantes, atravesaban todas las fibrasde su cuerpo de la cabeza a los pies. Sehubiera dicho que recorrían las líneasbien determinadas de su sistemanervioso y latían a un ritmoincreíblemente rápido. Tenía laimpresión de que un torrente de fuego

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atravesaba su cuerpo. Su cabezacongestionada estaba a punto de estallar.Estas sensaciones excluían todopensamiento, borraban lo que había deintelectual en él: sólo le quedaba lafacultad de sentir, y sentir era unatortura. Pero se daba cuenta de que semovía; rodeado de un halo luminoso delcual no era más que el corazón ardiente,se balanceaba como un vasto péndulosegún arcos de oscilacionesinimaginables. Después, de un sologolpe, terriblemente brusco, la luz quelo rodeaba subió hasta el cielo. Hubo unchapoteo en el agua, un rugido atroz ensus oídos, y todo fue tinieblas y frío.

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Habiendo recuperado la facultad depensar, supo que la cuerda se había rotoy que acababa de caer al río. Ya noaumentaba la sensación deestrangulamiento: el nudo corredizoalrededor de su cuello, a la par que losofocaba, impedía que el agua entrara ensus pulmones. ¡Morir ahorcado en elfondo de un río! Esta idea le parecióabsurda. Abrió los ojos en las tinieblasy vio una luz encima de él, ¡pero de talmodo lejana, de tal modo inaccesible!Se hundía siempre, porque la luzdisminuía cada vez más hastaconvertirse en un pálido resplandor.Después aumentó de intensidad y

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comprendió de mala gana que remontabaa la superficie, porque ahora estaba muycómodo. «Ser ahorcado y ahogado —pensó—, ya no está tan mal. Pero noquiero que me fusilen. No, no habrán defusilarme. Eso no sería justo».

Aunque inconsciente del esfuerzo, unagudo dolor en las muñecas le indicóque trataba de zafarse de la cuerda.Concentró su atención en esta luchacomo un espectador ocioso podría mirarla hazaña de un malabarista sininteresarse en el resultado. Quémagnifico esfuerzo. Qué espléndida,sobrehumana energía. Ah, era unatentativa admirable. ¡Bravo! Cayó la

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cuerda: sus brazos se apartaron yflotaron hasta la superficie. Pudodistinguir vagamente sus manos de cadalado, en la luz creciente. Con nuevointerés las vio aferrarse al nudocorredizo. Quitaron salvajemente lacuerda, la arrojaron lejos, con furor, ysus ondulaciones parecieron las de unaculebra de agua. «¡Ponedla de nuevo,ponedla de nuevo!». Le pareció gritarestas palabras a sus manos porquedespués de haber deshecho el nudo tuvoel dolor más atroz que había sentidohasta entonces. El cuello lo hacía sufrirterriblemente; su cerebro ardía; sucorazón, que palpitaba apenas, estalló

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de pronto como si fuera a salírsele porla boca. Una angustia intolerable torturóy retorció su cuerpo entero. Pero susmanos desobedientes no hicieron casode la orden. Golpeaban el agua convigor, en rápidas brazadas, de arribaabajo, y lo sacaron a flote. Sintióemerger su cabeza. La claridad del sollo encegueció; su pecho se dilatóconvulsivamente. Después, dolorsupremo y culminante, sus pulmonestragaron una gran bocanada de aire queinmediatamente exhalaron en un grito.

Ahora estaba en plena posesión desus sentidos; eran, en verdad,sobrenaturalmente vivos y sutiles. La

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perturbación atroz de su organismo loshabía de tal modo exaltado y refinadoque registraban cosas nunca percibidashasta entonces. Sentía los cabrilleos delagua sobre su rostro, escuchaba el ruidoque hacía cada olita al golpearlo.Miraba el bosque en una de las orillas ydistinguía cada árbol, cada hoja contodas sus nervaduras, y hasta losinsectos que alojaba: langostas, moscasde cuerpo luminoso, arañas grises quetendían su tela de ramita en ramita.Observó los colores del prisma en todaslas gotas de rocío sobre un millón debriznas de hierba. El bordoneo de losmoscardones que bailaban sobre los

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remolinos, el batir de alas de laslibélulas, las zancadas de las arañasacuáticas como remos que levantan unbote, todo eso era para él una músicaperfectamente audible. Un pez resbalóbajo sus ojos y escuchó el deslizamientode su propio cuerpo que hendía lacorriente.

Había emergido boca abajo en elagua. En un instante, el mundo pareciógirar con lentitud a su alrededor. Vio elpuente, el fortín, vio a los centinelas, alcapitán, a los dos soldados rasos, susejecutores, cuyas siluetas se destacabancontra el cielo azul. Gritaban ygesticulaban, señalándolo con el dedo;

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el oficial blandía su revólver pero nodisparaba; los otros estaban sin armas.Sus movimientos parecían grotescos; susformas, gigantescas.

De pronto oyó una detonación brevey un objeto golpeó vivamente el agua apocas pulgadas de su cabeza,salpicándole el rostro. Oyó una segundadetonación y vio que uno de loscentinelas aún tenía el fusil al hombro:de la boca del caño subía una ligeranube de humo azul. El hombre en el ríovio los ojos del hombre en el puente quese detenían en los suyos a través de lamira del fusil. Al observar que los ojosdel centinela eran grises, recordó haber

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leído que los ojos grises eran muypenetrantes, que todos los tiradoresfamosos tenían ojos de ese color. Sinembargo, aquél no había dado en elblanco.

Un remolino lo hizo girar en sentidocontrario; de nuevo tenía a la vista elbosque que cubría la orilla opuesta alfortín. Una voz clara resonó tras él, enuna cadencia monótona, y llegó a travésdel agua con tanta nitidez que dominó yapagó todo otro ruido, hasta el chapoteode las olitas en sus orejas. Sin sersoldado, había frecuentado bastante loscampamentos para conocer la terriblesignificación de aquella lenta,

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arrastrada, aspirada salmodia: en laorilla, el oficial cumplía su labormatinal. Con qué frialdad implacable,con qué tranquila entonación, quepresagiaba la calma de los soldados yles imponía la suya, con qué precisiónen la medida de los intervalos, cayeronestas palabras crueles:

—¡Atención, compañía!… ¡Armas alhombro!… ¡Listos!… ¡Apuntar!…¡Fuego!

Farquhar se hundió, se hundió tanprofundamente como pudo. El aguagruñó en sus oídos como la voz delNiágara. Escuchó sin embargo el truenoensordecido de la salva y, mientras

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subía a la superficie, encontró pedacitosde metal brillante, extrañamente chatos,oscilando hacia abajo con lentitud.Algunos le tocaron el rostro y las manos,después continuaron descendiendo. Unode ellos se alojó entre su pescuezo y elcuello de la camisa: era de un calordesagradable, y Farquhar lo arrancóvivamente.

Cuando llegó a la superficie, sinaliento, comprobó que habíapermanecido mucho tiempo bajo el agua.La corriente lo había arrastrado muylejos —cerca de la salvación. Lossoldados casi habían terminado decargar nuevamente sus armas; las

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baquetas de metal centellearon al sol,mientras los hombres las sacaban delcaño de sus fusiles y las hacían girar enel aire antes de ponerlas en su lugar.Otra vez tiraron los centinelas, y otravez erraron el blanco.

El perseguido vio todo esto porarriba del hombro. Ahora nadaba conenergía a favor de la corriente. Sucerebro no era menos activo que susbrazos y sus piernas; pensaba con larapidez del relámpago.

«El teniente —razonaba— nocometerá este error por segunda vez. Esel error propio de un oficial demasiadoapegado a la disciplina. ¿Acaso no es

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tan fácil esquivar una salva como unsolo tiro? Ahora, sin duda, ha dadoorden de tirar como quieran. ¡Dios meproteja, no puedo escaparles a todos!».

A dos yardas hubo el atroz estruendode una caída de agua seguido de unruido sonoro, impetuoso, que se alejódiminuendo y pareció propagarse en elaire en dirección al fortín donde murióen una explosión que sacudió lasprofundidades mismas del río. Se alzóuna muralla líquida, se curvó por encimade él, se abatió sobre él, lo encegueció,lo estranguló. ¡El cañón se había unido alas demás armas! Como sacudiera lacabeza para desprenderla del tumulto

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del agua herida por el obús, oyó que elproyectil desviado de su trayectoriaroncaba en el aire delante de él ysegundos después hacía pedazos lasramas de los árboles, allí cerca, en elbosque.

«No empezarán de nuevo —pensó—. La próxima vez cargarán conmetralla. Debo mantener los ojos fijosen la pieza: el humo me indicará. Ladetonación llega demasiado tarde; searrastra detrás del proyectil. Es un buencañón».

De pronto se sintió dar vueltas yvueltas en el mismo punto: giraba comoun trompo. El agua, las orillas, el

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bosque, el puente, el fortín y loshombres ahora lejanos, todo semezclaba y se esfumaba. Los objetos yano estaban representados sino por suscolores; bandas horizontales de colorera todo lo que veía. Atrapado por unremolino, avanzaba con un movimientocirculatorio tan rápido que se sentíaenfermo de vértigo y náuseas. Momentosdespués se encontró arrojado contra laorilla izquierda del río —la orillaaustral—, detrás de un montículo que loocultaba de sus enemigos. Suinmovilidad súbita, el roce de una desus manos contra el pedregullo, ledevolvieron el uso de sus sentidos y

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lloró de alegría. Hundió los dedos en laarena y se la echó a puñados sobre elcuerpo bendi-ciéndola en alta voz. Paraél era diamantes, rubíes, esmeraldas; nopodía pensar en nada hermoso que no sele pareciera. Los árboles de la orillaeran gigantescas plantas de jardín;advirtió un orden determinado en sudisposición, respiró el perfume de susflores. Una luz extraña, rosada, brillabaentre los troncos, y el viento producía ensu follaje la música armoniosa de unarpa eolia. No deseaba terminar deevadirse; le bastaba quedarse en eselugar encantador hasta que lo capturaran.

El silbido y el estruendo de la

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metralla en las ramas por encima de sucabeza lo arrancó de su ensueño. Elartillero decepcionado le había enviadoal azar una descarga de adiós. Selevantó de un salto, remontóprecipitadamente la pendiente de laorilla, se internó en el bosque.

Caminó todo aquel día, guiándosepor la marcha del sol. El bosque parecíainterminable; por ninguna parte un claro,ni siquiera el sendero de un leñador.Había ignorado que viviera en unaregión tan salvaje, y había en estarevelación algo sobrenatural.

Continuaba avanzando al caer lanoche, con los pies heridos, fatigado,

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hambriento. Lo sostenía el pensamientode su mujer y de sus hijos. Terminó porencontrar un camino que lo conducía enla buena dirección. Era tan ancho y rectocomo una calle urbana, y sin embargodaba la impresión de que nadie hubiesepasado por él. Ningún campo lobordeaba; por ninguna parte unavivienda. Nada, ni siquiera el aullido deun perro, sugería una habitación humana.Los cuerpos negros de los grandesárboles formaban dos murallasrectilíneas que se unían en un solo puntodel horizonte, como un diagrama en unalección de perspectiva. Por encima deél, como alzara los ojos a través de

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aquella brecha en el bosque, vio brillargrandes estrellas de oro que no conocía,agrupadas en extrañas constelaciones.Tuvo la certeza de que estabandispuestas de acuerdo con un orden queocultaba un maligno significado. Decada lado del bosque le llegaban ruidossingulares entre los cuales, una vez, dosveces, otra vez aún, percibiónítidamente susurros en una lenguadesconocida.

Le dolía el cuello; al tocárselo, loencontró terriblemente hinchado. Sabíaque la cuerda lo había marcado con uncírculo negro. Tenía los ojoscongestionados; no lograba cerrarlos.

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Tenía la lengua hinchada por la sed;sacándola entre los dientes yexponiéndola al aire fresco, apaciguó sufiebre. Qué suave tapiz había extendidoel césped a lo largo de aquella avenidavirgen. Ya no sentía el suelo bajo lospies.

A despecho de sus sufrimientos, sinduda, se ha dormido mientras camina,porque ahora contempla otra escena —tal vez acaba de salir de una crisisdelirante—. Se encuentra ante la verjade su casa. Todo está como lo hadejado, todo resplandece de bellezabajo el sol matinal. Ha debido decaminar la noche entera. Mientras abre

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las puertas de la verja y asciende por lagran avenida blanca, ve flotar ligerasvestiduras: su mujer, con el rostro frescoy dulce, baja a la galería y le sale alencuentro, deteniéndose al pie de laescalinata con una sonrisa de inefablejúbilo, en una actitud de gracia ydignidad inigualables. ¡Ah, cómo es dehermosa! Él se lanza en su dirección, losbrazos abiertos. En el instante mismoque va a estrecharla contra su pecho,siente en la nuca un golpe que lo aturde.Una luz blanca y enceguecedora flameaa su alrededor con un ruido semejante alestampido del cañón —y después todoes tinieblas y silencio.

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Peyton Farquhar estaba muerto. Sucuerpo, con el cuello roto, sebalanceaba suavemente de uno a otroextremo de las maderas del puente delBúho.

En Cuentos de soldados, Buenos Aires,Centro Editor de América Latina, 1971.

Traducción de José Bianco.

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D

Tlön, Uqbar, OrbisTertius

Jorge Luis Borges

I

ebo a la conjunción de un espejo yde una enciclopedia el

descubrimiento de Uqbar. El espejoinquietaba el fondo de un corredor enuna quinta de la calle Gaona, en RamosMejía; la enciclopedia falazmente se

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llama The Anglo-American Cyclopaedia(New York, 1917) y es una reimpresiónliteral, pero también morosa, de laEncyclopaedia Britannica de 1902. Elhecho se produjo hará unos cinco años.Bioy Casares había cenado conmigo esanoche y nos demoró una vasta polémicasobre la ejecución de una novela enprimera persona, cuyo narrador omitierao desfigurara los hechos e incurriera endiversas contradicciones, quepermitieran a unos pocos lectores —amuy pocos lectores— la adivinación deuna realidad atroz o banal. Desde elfondo remoto del corredor, el espejo nosacechaba. Descubrimos (en la alta noche

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ese descubrimiento es inevitable) quelos espejos tienen algo monstruoso.Entonces Bioy Casares recordó que unode los heresiarcas de Uqbar habíadeclarado que los espejos y la cópulason abominables, porque multiplican elnúmero de los hombres. Le pregunté elorigen de esa memorable sentencia y mecontestó que The Anglo-AmericanCyclopaedia la registraba, en su artículosobre Uqbar. La quinta (que habíamosalquilado amueblada) poseía unejemplar de esa obra. En las últimaspáginas del volumen XLVI dimos con unartículo sobre Upsala; en las primerasdel XLVII, con uno sobre Ural-Altaic

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Languages, pero ni una palabra sobreUqbar. Bioy, un poco azorado, interrogólos tomos del índice. Agotó en vanotodas las lecciones imaginables: Ukbar,Ucbar, Ookbar, Oukbahr… Antes deirse, me dijo que era una región del Irako del Asia Menor. Confieso que asentícon alguna incomodidad. Conjeturé queese país indocumentado y ese heresiarcaanónimo eran una ficción improvisadapor la modestia de Bioy para justificaruna frase. El examen estéril de uno delos atlas de Justus Perthes fortaleció miduda.

Al día siguiente, Bioy me llamódesde Buenos Aires. Me dijo que tenía a

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la vista el artículo sobre Uqbar, en el volumen XXVI de la Enciclopedia. Noconstaba el nombre del heresiarca, perosí la noticia de su doctrina, formulada enpalabras casi idénticas a las repetidaspor él, aunque —tal vez—literariamente inferiores. Él habíarecordado: Copulation and mirrors areabominable. El texto de la Enciclopediadecía: Para uno de esos gnósticos, elvisible universo era una ilusión o (másprecisamente) un sofisma. Los espejosy la paternidad son abominables(mirrors and father-hood are hateful)porque lo multiplican y lo divulgan. Ledije, sin faltar a la verdad, que me

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gustaría ver ese artículo. A los pocosdías lo trajo. Lo cual me sorprendió,porque los escrupulosos índicescartográficos de la Erdkunde de Ritterignoraban con plenitud el nombre deUqbar.

El volumen que trajo Bioy eraefectivamente el XXVI de la Anglo-American Cyclopaedia. En la falsacarátula y en el lomo, la indicaciónalfabética (Tor-Ups) era la de nuestroejemplar, pero en vez de 917 páginasconstaba de 921. Esas cuatro páginasadicionales comprendían al artículosobre Uqbar; no previsto (como habráadvertido el lector) por la indicación

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alfabética. Comprobamos después queno hay otra diferencia entre losvolúmenes. Los dos (según creo haberindicado) son reimpresiones de ladécima Encyclopaedia Britannica. Bioyhabía adquirido su ejemplar en uno detantos remates.

Leimos con algún cuidado elartículo. El pasaje recordado por Bioyera tal vez el único sorprendente. Elresto parecía muy verosímil, muyajustado al tono general de la obra y(como es natural) un poco aburrido.Releyéndolo, descubrimos bajo surigurosa escritura una fundamentalvaguedad. De los catorce nombres que

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figuraban en la parte geográfica, sóloreconocimos tres —Jorasán, Armenia,Erzerum—, interpolados en el texto deun modo ambiguo. De los nombreshistóricos, uno solo: el impostorEsmerdis el mago, invocado más biencomo una metáfora. La nota parecíaprecisar las fronteras de Uqbar, pero susnebulosos puntos de referencias eranríos y cráteres y cadenas de esa mismaregión. Leimos, verbigracia, que lastierras bajas de Tsai Jaldún y el deltadel Axa definen la frontera del sur y queen las islas de ese delta procrean loscaballos salvajes. Eso, al principio dela página 918. En la sección histórica

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(página 920) supimos que a raíz de laspersecuciones religiosas del siglo trece,los ortodoxos buscaron amparo en lasislas, donde perduran todavía susobeliscos y donde no es raro exhumarsus espejos de piedra. La secciónidioma y literatura era breve. Un solorasgo memorable: anotaba que laliteratura de Uqbar era de carácterfantástico y que sus epopeyas y susleyendas no se referían jamás a larealidad, sino a las dos regionesimaginarias de Mlejnas y de Tlön… Labibliografía enumeraba cuatrovolúmenes que no hemos encontradohasta ahora, aunque el tercero —Silas

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Haslam: History of the Land CalledUqbar, 1874— figura en los catálogosde librería de Bernard Quaritch[1]. Elprimero, Lesbare und lesenswer-theBemerkungen über das Land Ukkbar inKlein-Asien, data de 1641 y es obra deJohannes Valentinus Andreä. El hecho essignificativo; un par de años después, dicon ese nombre en las inesperadaspáginas de De Quincey (Writings,decimotercero volumen) y supe que erael de un teólogo alemán que a principiosd e l siglo XVII describió la imaginariacomunidad de la Rosa-Cruz —que otrosluego fundaron, a imitación de loprefigurado por él.

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Esa noche visitamos la BibliotecaNacional. En vano fatigamos atlas,catálogos, anuarios de sociedadesgeográficas, memorias de viajeros ehistoriadores: nadie había estado nuncaen Uqbar. El índice general de laenciclopedia de Bioy tampocoregistraba ese nombre. Al día siguiente,Carlos Mastronardi (a quien yo habíareferido el asunto) advirtió en unalibrería de Corrientes y Talcahuano losnegros y dorados lomos de la Anglo-American Cyclopaedia… Entró einterrogó el volumen XXVI.Naturalmente, no dio con el menorindicio de Uqbar.

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II

Algún recuerdo limitado y menguante deHerbert Ashe, ingeniero de losferrocarriles del Sur, persiste en el hotelde Adrogué, entre las efusivasmadreselvas y en el fondo ilusorio delos espejos. En vida padeció deirrealidad, como tantos ingleses; muerto,no es siquiera el fantasma que ya eraentonces. Era alto y desganado y sucansada barba rectangular había sidoroja. Entiendo que era viudo, sin hijos.Cada tantos años iba a Inglaterra: avisitar (juzgo por unas fotografías quenos mostró) un reloj de sol y unos

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robles. Mi padre había estrechado conél (el verbo es excesivo) una de esasamistades inglesas que empiezan porexcluir la confidencia y que muy prontoomiten el diálogo. Solían ejercer unintercambio de libros y de periódicos;solían batirse al ajedrez,taciturnamente… Lo recuerdo en elcorredor del hotel, con un libro dematemáticas en la mano, mirando aveces los colores irrecuperables delcielo. Una tarde, hablamos del sistemaduodecimal de numeración (en el quedoce se escribe 10). Ashe dijo queprecisamente estaba trasladando no séqué tablas duodecimales a

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sexagesimales (en las que sesenta seescribe 10). Agregó que ese trabajo lehabía sido encargado por un noruego: enRío Grande do Sul. Ocho años que loconocíamos y no había mencionadonunca su estadía en esa región…Hablamos de vida pastoril, decapangas, de la etimología brasilera dela palabra gaucho (que algunos viejosorientales todavía pronuncian gaúcho) ynada más se dijo —Dios me perdone—de funciones duodecimales. Ensetiembre de 1937 (no estábamosnosotros en el hotel) Herbert Ashe murióde la rotura de un aneurisma. Días antes,había recibido del Brasil un paquete

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sellado y certificado. Era un libro enoctavo mayor. Ashe lo dejó en el bar,donde —meses después— lo encontré.Me puse a hojearlo y sentí un vértigoasombrado y ligero que no describiré,porque ésta no es la historia de misemociones sino de Uqbar y Tlön y OrbisTertius. En una noche del Islam que sellama la Noche de las Noches se abrende par en par las secretas puertas delcielo y es más dulce el agua en loscántaros; si esas puertas se abrieran, nosentiría lo que en esa tarde sentí. Ellibro estaba redactado en inglés y lointegraban 1001 páginas. En el amarillolomo de cuero leí estas curiosas

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palabras que la falsa carátula repetía: AFirst Encyclopaedia of Tlön. Vol. XI.Hlaer to Jangr. No había indicación defecha ni de lugar. En la primera página yen una hoja de papel de seda que cubríauna de las láminas en colores habíaestampado un óvalo azul con estainscripción: Orbis Tertius . Hacía dosaños que yo había descubierto en untomo de cierta enciclopedia pirática unasomera descripción de un falso país;ahora me deparaba el azar algo másprecioso y más arduo. Ahora tenía en lasmanos un vasto fragmento metódico dela historia total de un planetadesconocido, con sus arquitecturas y sus

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barajas, con el pavor de sus mitologías yel rumor de sus lenguas, con susemperadores y sus mares, con susminerales y sus pájaros y sus peces, consu álgebra y su fuego, con sucontroversia teológica y metafísica.Todo ello articulado, coherente, sinvisible propósito doctrinal o tonoparódico.

En el «onceno tomo» de que hablohay alusiones a tomos ulteriores yprecedentes. Néstor Ibarra, en unartículo ya clásico de la N. R. F. , hanegado que existen esos aláteres;Ezequiel Martínez Estrada y Drieu LaRochelle han refutado, quizá

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victoriosamente, esa duda. El hecho esque hasta ahora las pesquisas másdiligentes han sido estériles. En vanohemos desordenado las bibliotecas delas dos Américas y de Europa. AlfonsoReyes, harto de esas fatigas subalternasde índole policial, propone que entretodos acometamos la obra de reconstruirlos muchos y macizos tomos que faltan:ex ungue leonem. Calcula, entre veras yburlas, que una generación de tlönistaspuede bastar. Ese arriesgado cómputonos retrae al problema fundamental:¿Quiénes inventaron a Tlön? El plural esinevitable, porque la hipótesis de unsolo inventor —de un infinito Leibniz

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obrando en la tiniebla y en la modestia— ha sido descartada unánimemente. Seconjetura que este brave new world esobra de una sociedad secreta deastrónomos, de biólogos, de ingenieros,de metafísicos, de poetas, de químicos,de algebristas, de moralistas, depintores, de geómetras… dirigidos porun oscuro hombre de genio. Abundanindividuos que dominan esas disciplinasdiversas, pero no los capaces deinvención y menos los capaces desubordinar la invención a un rigurosoplan sistemático. Ese plan es tan vastoque la contribución de cada escritor esinfinitesimal. Al principio se creyó que

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Tlön era un mero caos, unairresponsable licencia de laimaginación; ahora se sabe que es uncosmos y las íntimas leyes que lo rigenhan sido formuladas, siquiera en modoprovisional. Básteme recordar que lascontradicciones aparentes del OncenoTomo son la piedra fundamental de laprueba de que existen los otros: tanlúcido y tan justo es el orden que se haobservado en él. Las revistas populareshan divulgado, con perdonable exceso,la zoología y la topografía de Tlön; yopienso que sus tigres transparentes y sustorres de sangre no merecen, tal vez, lacontinua atención de todos los hombres.

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Yo me atrevo a pedir unos minutos parasu concepto del universo.

Hume notó para siempre que losargumentos de Berkeley no admiten lamenor réplica y no causan la menorconvicción. Ese dictamen es del todoverídico en su aplicación a la tierra; deltodo falso en Tlön. Las naciones de eseplaneta son —congénitamente—idealistas. Su lenguaje y lasderivaciones de su lenguaje —lareligión, las letras, la metafísica—presuponen el idealismo. El mundo paraellos no es un concurso de objetos en elespacio; es una serie heterogénea deactos independientes. Es sucesivo,

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temporal, no espacial. No haysustantivos en la conjetural Ursprachede Tlön, de la que proceden los idiomas«actuales» y los dialectos: hay verbosimpersonales, calificados por sufijos (oprefijos) monosilábicos de valoradverbial. Por ejemplo: no hay palabraque corresponda a la palabra luna, perohay un verbo que sería en españollunecer o lunar. Surgió la luna sobre elrío se dice hlör u fang axaxaxas mlö osea en su orden: hacia arriba (upward)detrás duradero-fluir luneció. (Xul Solartraduce con brevedad: upa tras perfluyuelunó. Upward, behind the onstreamingit mooned).

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Lo anterior se refiere a los idiomasdel hemisferio austral. En los delhemisferio boreal (de cuya Ursprachehay muy pocos datos en el OncenoTomo) la célula primordial no es elverbo, sino el adjetivo monosilábico. Elsustantivo se forma por acumulación deadjetivos. No se dice luna: se diceaéreo-claro sobre oscuro-redondo oanaranjado-tenue-del cielo o cualquierotra agregación. En el caso elegido lamasa de adjetivos corresponde a unobjeto real; el hecho es puramentefortuito. En la literatura de estehemisferio (como en el mundosubsistente de Meinong) abundan los

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objetos ideales, convocados y disueltosen un momento, según las necesidadespoéticas. Los determina, a veces, lamera simultaneidad. Hay objetoscompuestos de dos términos, uno decarácter visual y otro auditivo: el colordel naciente y el remoto grito de unpájaro. Los hay de muchos: el sol y elagua contra el pecho del nadador, elvago rosa trémulo que se ve con los ojoscerrado, la sensación de quien se dejallevar por un río y también por el sueño.Esos objetos de segundo grado puedencombinarse con otros; el proceso,mediante ciertas abreviaturas, esprácticamente infinito. Hay poemas

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famosos compuestos de una sola enormepalabra. Esta palabra integra un objetopoético creado por el autor. El hecho deque nadie crea en la realidad de lossustantivos hace, paradójicamente, quesea interminable su número. Los idiomasdel hemisferio boreal de Tlön poseentodos los nombres de las lenguasindoeuropeas —y otros muchos más.

No es exagerado afirmar que lacultura clásica de Tlön comprende unasola disciplina: la psicología. Las otrasestán subordinadas a ella. He dicho quelos hombres de ese planeta conciben eluniverso como una serie de procesosmentales, que no se desenvuelven en el

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espacio sino de modo sucesivo en eltiempo. Spinoza atribuye a su inagotabledivinidad los atributos de la extensión ydel pensamiento; nadie comprendería enTlön la yuxtaposición del primero (quesólo es típico de ciertos estados) y delsegundo —que es un sinónimo perfectodel cosmos—. Dicho sea con otraspalabras: no conciben que lo espacialperdure en el tiempo. La percepción deuna humareda en el horizonte y despuésdel campo incendiado y después delcigarro a medio apagar que produjo laquemazón es considerada un ejemplo deasociación de ideas.

Este monismo o idealismo total

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invalida la ciencia. Explicar (o juzgar)un hecho es unirlo a otro; esavinculación, en Tlön, es un estadoposterior del sujeto, que no puedeafectar o iluminar el estado anterior.Todo estado mental es irreductible: elmero hecho de nombrarlo —id est, declasificarlo— importa un falseo. De ellocabría deducir que no hay ciencias enTlön —ni siquiera razonamientos. Laparadójica verdad es que existen, encasi innumerable número. Con lasfilosofías acontece lo que acontece conlos sustantivos en el hemisferio boreal.El hecho de que toda filosofía sea deantemano un juego dialéctico, una

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Philosophie des Als Ob, ha contribuidoa multiplicarlas. Abundan los sistemasincreíbles, pero de arquitecturaagradable o de tipo sensacional. Losmetafísicos de Tlön no buscan la verdadni siquiera la verosimilitud: buscan elasombro. Juzgan que la metafísica es unarama de la literatura fantástica. Sabenque un sistema no es otra cosa que lasubordinación de todos los aspectos deluniverso a uno cualquiera de ellos.Hasta la frase «todos los aspectos» esrechazable, porque supone la imposibleadición del instante presente y de lospretéritos. Tampoco es licito el plural«los pretéritos», porque supone otra

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operación imposible… Una de lasescuelas de Tlön llega a negar eltiempo: razona que el presente esindefinido, que el futuro no tienerealidad sino como esperanza presente,que el pasado no tiene realidad sinocomo recuerdo presente[2]. Otra escueladeclara que ha transcurrido ya todo eltiempo y que nuestra vida es apenas elrecuerdo o reflejo crepuscular, y sinduda falseado y mutilado, de un procesoirrecuperable. Otra, que la historia deluniverso —y en ellas nuestras vidas y elmás tenue detalle de nuestras vidas— esla escritura que produce un diossubalterno para entenderse con un

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demonio. Otra, que el universo escomparable a esas criptografías en lasque no valen todos los símbolos y quesólo es verdad lo que sucede cadatrescientas noches. Otra, que mientrasdormimos aquí, estamos despiertos enotro lado y que así cada hombre es doshombres.

Entre las doctrinas de Tlön, ningunaha merecido tanto escándalo como elmaterialismo. Algunos pensadores lohan formulado, con menos claridad quefervor, como quien adelanta unaparadoja. Para facilitar el entendimientode esa tesis inconcebible, un heresiarcadel undécimo siglo[3] ideó el sofisma de

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las nueve monedas de cobre, cuyorenombre escandaloso equivale en Tlönal de las aporías eleáticas. De ese«razonamiento especioso» hay muchasversiones, que varían el número demonedas y el número de hallazgos; heaquí la más común:

El martes, X atraviesa un caminodesierto y pierde nueve monedas decobre. El jueves, Y encuentra en elcamino cuatro monedas, algoherrumbradas por la lluvia delmiércoles. El viernes, Z descubre tresmonedas en el camino. El viernes demañana, X encuentra dos monedas enel corredor de su casa. El heresiarca

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quería deducir de esa historia larealidad —id est la continuidad— de lasnueve monedas recuperadas. Es absurdo(afirmaba) imaginar que cuatro de lasmonedas no han existido entre elmartes y el jueves, tres entre el martesy la tarde del viernes, dos entre elmartes y la madrugada del viernes. Eslógico pensar que han existido —siquiera de algún modo secreto, decomprensión vedada a los hombres—en todos los momentos de esos tresplazos.

El lenguaje de Tlön se resistía aformular esa paradoja; los más no laentendieron. Los defensores del sentido

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común se limitaron, al principio, a negarla veracidad de la anécdota. Repitieronque era una falacia verbal, basada en elempleo temerario de dos vocesneológicas, no autorizadas por el uso yajenas a todo pensamiento severo: losv e r b o s encontrar y perder, quecomportan una petición de principio,porque presuponen la identidad de lasnueve primeras monedas y de lasúltimas. Recordaron que todo sustantivo(hombre, moneda, jueves, miércoles,lluvia) sólo tiene un valor metafórico.Denunciaron la pérfida circunstanciaalgo herrumbradas por la lluvia delmiércoles, que presupone lo que se trata

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de demostrar: la persistencia de lascuatro monedas, entre el jueves y elmartes. Explicaron que una cosa esigualdad y otra identidad y formularonuna especie de reductio ad absurdum , osea el caso hipotético de nueve hombresque en nueve sucesivas noches padecenun vivo dolor. ¿No seria ridículo —interrogaron— pretender que ese dolor,es el mismo?[4] Dijeron que alheresiarca no lo movía sino elblasfematorio propósito de atribuir ladivina categoría de ser a unas simplesmonedas y que a veces negaba lapluralidad y otras no. Argumentaron: sila igualdad comporta la identidad,

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habría que admitir asimismo que lasnueve monedas son una sola.

Increíblemente, esas refutaciones noresultaron definitivas. A los cien añosde enunciado el problema, un pensadorno menos brillante que el heresiarcapero de tradición ortodoxa, formuló unahipótesis muy audaz. Esa conjetura felizafirma que hay un solo sujeto, que esesujeto indivisible es cada uno de losseres del universo y que éstos son losórganos y máscaras de la divinidad. Xes Y y es Z. Z descubre tres monedasporque recuerda que se le perdieron aX; X encuentra dos en el corredorporque recuerda que han sido

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recuperadas las otras… El onceno tomodeja entender que tres razones capitalesdeterminaron la victoria total de esepanteísmo idealista. La primera, elrepudio del solipsismo; la segunda, laposibilidad de conservar la basepsicológica de las ciencias; la tercera,la posibilidad de conservar el culto delos dioses. Schopenhauer (el apasionadoy lúcido Schopenhauer) formula unadoctrina muy parecida en el primervolumen de Parerga und Paralipomena.

La geometría de Tlön comprendedos disciplinas algo distintas: la visual yla táctil. La última corresponde a lanuestra y la subordinan a la primera. La

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base de la geometría visual es lasuperficie, no el punto. Esta geometríadesconoce las paralelas y declara que elhombre que se desplaza modifica lasformas que lo circundan. La base de suaritmética es la noción de númerosindefinidos. Acentúan la importancia delos conceptos de mayor y menor, quenuestros matemáticos simbolizan por > ypor <. Afirman que la operación decontar modifica las cantidades y lasconvierte de indefinidas en definidas. Elhecho de que varios individuos quecuentan una misma cantidad logran unresultado igual, es para los psicólogosun ejemplo de asociación de ideas o de

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buen ejercicio de la memoria. Yasabemos que en Tlön el sujeto delconocimiento es uno y eterno.

En los hábitos literarios también estodopoderosa la idea de un sujeto único.Es raro que los libros estén firmados.No existe el concepto del plagio: se haestablecido que todas las obras son obrade un solo autor, que es intemporal y esanónimo. La crítica suele inventarautores: elige dos obras disímiles —elTao Te King y las 1001 Noches,digamos—, las atribuye a un mismoescritor y luego determina con probidadla psicología de ese interesante hommede lettres…

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También son distintos los libros. Losde ficción abarcan un solo argumento,con todas las permutacionesimaginables. Los de naturalezafilosófica invariablemente contienen latesis y la antítesis, el riguroso pro y elcontra de una doctrina. Un libro que noencierra su contralibro es consideradoincompleto.

Siglos y siglos de idealismo no handejado de influir en la realidad. No esinfrecuente, en las regiones más antiguasde Tlön, la duplicación de objetosperdidos. Dos personas buscan un lápiz;la primera lo encuentra y no dice nada;la segunda encuentra un segundo lápiz no

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menos real, pero más ajustado a suexpectativa. Esos objetos secundarios sellaman hrönir y son, aunque de formadesairada, un poco más largos. Hastahace poco los hrönir fueron hijoscasuales de la distracción y el olvido.Parece mentira que su metódicaproducción cuente apenas cien años,pero así lo declara el Onceno Tomo.Los primeros intentos fueron estériles.E l modus operandi, sin embargo,merece recordación. El director de unade las cárceles del estado comunicó alos presos que en el antiguo lecho de unrío había ciertos sepulcros y prometió lalibertad a quienes trajeran un hallazgo

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importante. Durante los meses queprecedieron a la excavación lesmostraron láminas fotográficas de lo queiban a hallar. Ese primer intento probóque la esperanza y la avidez puedeninhibir; una semana de trabajo con lapala y el pico no logró exhumar otrohrön que una rueda herrumbrada, defecha posterior al experimento. Éste semantuvo secreto y se repitió después encuatro colegios. En tres fue casi total elfracaso; en el cuarto (cuyo directormurió casualmente durante las primerasexcavaciones) los discípulos exhumaron—o produjeron— una máscara de oro,una espada arcaica, dos o tres ánforas

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de barro y el verdinoso y mutilado torsode un rey con una inscripción en elpecho que no se ha logrado aúndescifrar. Así se descubrió laimprocedencia de testigos queconocieran la naturaleza experimental dela busca… Las investigaciones en masaproducen objetos contradictorios; ahorase prefiere los trabajos individuales ycasi improvisados. La metódicaelaboración de hrönir (dice el OncenoTomo) ha prestado serviciosprodigiosos a los arqueólogos. Hapermitido interrogar y hasta modificar elpasado, que ahora no es menos plásticoy menos dócil que el porvenir. Hecho

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curioso: los hrönir de segundo y detercer grado —los hrönir derivados deotro hrön, los hrönir derivados del hrönde un hrön— exageran las aberracionesdel inicial; los de quinto son casiuniformes; los de noveno se confundencon los de segundo; en los de undécimohay una pureza de líneas que losoriginales no tienen. El proceso esperiódico: el hrön de duodécimo gradoya empieza a decaer. Más extraño y máspuro que todo hrön es a veces el ur: lacosa producida por sugestión, el objetoeducido por la esperanza. La granmáscara de oro que he mencionado es unilustre ejemplo.

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Las cosas se duplican en Tlön;propenden asimismo a borrarse y aperder los detalles cuando los olvida lagente. Es clásico el ejemplo de unumbral que perduró mientras lo visitabaun mendigo y que se perdió de vista a sumuerte. A veces unos pájaros, uncaballo, han salvado las ruinas de unanfiteatro.

Salto Oriental, 1940

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Posdata de 1947. Reproduzco elartículo anterior tal como apareció en laAntología de la literatura fantástica,1940, sin otra escisión que algunasmetáforas y que una especie de resumenburlón que ahora resulta frívolo. Hanocurrido tantas cosas desde esa fecha…Me limitaré a recordarlas.

En marzo de 1941 se descubrió unacarta manuscrita de Gunnar Erfjord enun libro de Hinton que había sido deHerbert Ashe. El sobre tenía el sellopostal de Ouro Preto; la carta elucidabaenteramente el misterio de Tlön. Su textocorrobora las hipótesis de MartínezEstrada. A principios del siglo XVII, en

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una noche de Lucerna o de Londres,empezó la espléndida historia. Unasociedad secreta y benévola (que entresus afiliados tuvo a Dalgarno y despuésa George Berkeley) surgió para inventarun país. En el vago programa inicialfiguraban los «estudios herméticos», lafilantropía y la cábala. De esa primeraépoca data el curioso libro de Andreä.Al cabo de unos años de conciliábulos yde síntesis prematuras comprendieronque una generación no bastaba paraarticular un país. Resolvieron que cadauno de los maestros que la integrabaneligiera un discípulo para lacontinuación de la obra. Esa disposición

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hereditaria prevaleció; después de unhiato de dos siglos la perseguidafraternidad resurge en América. Hacia1824, en Memphis (Tennessee) uno delos afiliados conversa con el ascéticomillonario Ezra Buckley. Éste lo dejahablar con algún desdén —y se ríe de lamodestia del proyecto. Le dice que enAmérica es absurdo inventar un país y lepropone la invención de un planeta. Aesa gigantesca idea añade otra, hija desu nihilismo[5]: la de guardar en elsilencio la empresa enorme. Circulabanentonces los veinte tomos de laEncyclopaedia Britannica; Buckleysugiere una enciclopedia metódica del

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planeta ilusorio. Les dejará suscordilleras auríferas, sus ríosnavegables, sus praderas holladas por eltoro y por el bisonte, sus negros, susprostíbulos y sus dólares, bajo unacondición: «La obra no pactará con elimpostor Jesucristo». Buckley descreede Dios, pero quiere demostrar al Diosno existente que los hombres mortalesson capaces de concebir un mundo.Buckley es envenenado en Baton Rougeen 1828; en 1914 la sociedad remite asus colaboradores, que son trescientos,el volumen final de la PrimeraEnciclopedia de Tlön. La edición essecreta: los cuarenta volúmenes que

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comprende (la obra más vasta que hanacometido los hombres) serían la basede otra más minuciosa, redactada no yaen inglés, sino en alguna de las lenguasde Tlön. Esa revisión de un mundoilusorio se llama provisoriamente OrbisTertius y uno de sus modestosdemiurgos fue Herbert Ashe, no sé sicomo agente de Gunnar Erfjord o comoafiliado. Su recepción de un ejemplardel Onceno Tomo parece favorecer losegundo. Pero ¿y los otros? Hacia 1942arreciaron los hechos. Recuerdo consingular nitidez uno de los primeros yme parece que algo sentí de su carácterpremonitorio. Ocurrió en un

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departamento de la calle Laprida, frentea un claro y alto balcón que miraba elocaso. La princesa de Faucigny Lucingehabía recibido de Poitiers su vajilla deplata. Del vasto fondo de un cajónrubricado de sellos internacionales ibansaliendo finas cosas inmóviles: plateríade Utrecht y de París con dura faunaheráldica, un samovar. Entre ellas —conun perceptible y tenue temblor de pájarodormido— latía misteriosamente unabrújula. La princesa no la reconoció. Laaguja azul anhelaba el norte magnético;la caja de metal era cóncava; las letrasde la esfera correspondían a uno de losalfabetos de Tlön. Tal fue la primera

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intrusión del mundo fantástico en elmundo real. Un azar que me inquietahizo que yo también fuera testigo de lasegunda. Ocurrió unos meses después,en la pulpería de un brasilero, en laCuchilla Negra. Amorim y yoregresábamos de Sant’Anna. Unacreciente del río Tacuarembó nos obligóa probar (y a sobrellevar) esarudimentaria hospitalidad. El pulperonos acomodó unos catres crujientes enuna pieza grande, entorpecida debarriles y cueros. Nos acostamos, perono nos dejó dormir hasta el alba laborrachera de un vecino invisible, quealternaba denuestos inextricables con

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rachas de milongas —más bien conrachas de una sola milonga. Como es desuponer, atribuimos a la fogosa caña delpatrón ese griterío insistente… A lamadrugada, el hombre estaba muerto enel corredor. La aspereza de la voz noshabía engañado: era un muchacho joven.En el delirio se le habían caído deltirador unas cuantas monedas y un conode metal reluciente, del diámetro de undado. En vano un chico trató de recogerese cono. Un hombre apenas acertó alevantarlo. Yo lo tuve en la palma de lamano algunos minutos: recuerdo que supeso era intolerable y que después deretirado el cono, la opresión perduró.

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También recuerdo el círculo preciso queme grabó en la carne. Esa evidencia deun objeto muy chico y a la vezpesadísimo dejaba una impresióndesagradable de asco y de miedo. Unpaisano propuso que lo tiraran al ríocorrentoso. Amorim lo adquiriómediante unos pesos. Nadie sabía nadadel muerto, salvo «que venía de lafrontera». Esos conos pequeños y muypesados (hechos de un metal que no esde este mundo) son imagen de ladivinidad, en ciertas religiones de Tlön.

Aquí doy término a la parte personalde mi narración. Lo demás está en lamemoria (cuando no en la esperanza o

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en el temor) de todos mis lectores.Básteme recordar o mencionar loshechos subsiguientes, con una merabrevedad de palabras que el cóncavorecuerdo general enriquecerá oampliará. Hacia 1944 un investigadordel diario The American (de Nashville,Tennessee) exhumó en una biblioteca deMemphis los cuarenta volúmenes de laPrimera Enciclopedia de Tlön. Hasta eldía de hoy se discute si esedescubrimiento fue casual o si loconsintieron los directores del todavíanebuloso Orbis Tertius . Es verosímil losegundo. Algunos rasgos increíbles delOnceno Tomo (verbigracia, la

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multiplicación de los hrönir) han sidoeliminados o atenuados en el ejemplarde Memphis; es razonable imaginar queesas tachaduras obedecen al plan deexhibir un mundo que no sea demasiadoincompatible con el mundo real. Ladiseminación de objetos de Tlön endiversos países complementaría eseplan…[6] El hecho es que la prensainternacional voceó infinitamente el«hallazgo». Manuales, antologías,resúmenes, versiones literales,reimpresiones autorizadas yreimpresiones piráticas de la ObraMayor de los Hombres abarrotaron ysiguen abarrotando la tierra. Casi

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inmediatamente, la realidad cedió enmás de un punto. Lo cierto es queanhelaba ceder. Hace diez años bastabacualquier simetría con apariencia deorden —el materialismo dialéctico, elantisemitismo, el nazismo— paraembelesar a los hombres. ¿Cómo nosometerse a Tlön, a la minuciosa y vastaevidencia de un planeta ordenado? Inútilresponder que la realidad también estáordenada. Quizá lo esté, pero deacuerdo a leyes divinas —traduzco: aleyes inhumanas— que no acabamosnunca de percibir. Tlön será unlaberinto, pero es un laberinto urdidopor hombres, un laberinto destinado a

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que lo descifren los hombres.El contacto y el hábito de Tlön han

desintegrado este mundo. Encantada porsu rigor, la humanidad olvida y torna aolvidar que es un rigor de ajedrecistas,no de ángeles. Ya ha penetrado en lasescuelas el (conjetural), «idiomaprimitivo» de Tlön; ya la enseñanza desu historia armoniosa (y llena deepisodios conmovedores) ha obliteradoa la que presidió mi niñez; ya en lasmemorias un pasado ficticio ocupa elsitio de otro, del que nada sabemos concertidumbre —ni siquiera que es falso.Han sido reformadas la numismática, lafarmacología y la arqueología. Entiendo

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que la biología y las matemáticasaguardan también su avatar… Unadispersa dinastía de solitarios hacambiado la faz del mundo. Su tareaprosigue. Si nuestras previsiones noerran, de aquí cien años alguiendescubrirá los cien tomos de la SegundaEnciclopedia de Tlön.

Entonces desaparecerán del planetael inglés y el francés y el mero español.El mundo será Tlön. Yo no hago caso,yo sigo revisando en los quietos días delhotel de Adrogué una indecisatraducción quevediana (que no piensodar a la imprenta) del Urn Burial deBrowne.

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En Ficciones, Obras completas, Tomo I, Barcelona,Emecé, 1989.

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I

Un recuerdonavideño

Truman Capote

maginen una mañana de finales denoviembre. Una mañana de

comienzos de invierno, hace más deveinte años. Piensen en la cocina de unviejo caserón de pueblo. Su principalcaracterística es una enorme estufanegra; pero también contiene una gran

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mesa redonda y una chimenea con un parde mecedoras delante. Precisamente hoycomienza la estufa su temporada derugidos.

Una mujer de trasquilado peloblanco se encuentra de pie junto a laventana de la cocina. Lleva zapatillas detenis y un amorfo pulóver gris sobre unvestido veraniego de calicó. Es pequeñay vivaz, como una gallina bantam; pero,debido a una prolongada enfermedadjuvenil, tiene los hombros horriblementeencorvados. Su rostro es notable, algoparecido al de Lincoln, igual deescarpado, y teñido por el sol y elviento; pero también es delicado, de

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huesos finos, y con unos ojos de colorjerez y expresión tímida.

—¡Vaya por Dios! —exclama, y sualiento empaña el cristal—. ¡Ha llegadola temporada de las tartas de frutas!

La persona con la que habla soy yo.Tengo siete años; ella, sesenta y tantos.Somos primos, muy lejanos, y hemosvivido juntos, bueno, desde que tengomemoria. También viven otras personasen la casa, parientes; y aunque tienenpoder sobre nosotros, y nos hacen llorarfrecuentemente, en general, apenastenemos en cuenta su existencia. Cadauno de nosotros es el mejor amigo delotro. Ella me llama Buddy, en recuerdo

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de un chico que antiguamente había sidosu mejor amigo. El otro Buddy murió enlos años ochenta del siglo pasado, depequeño. Ella sigue siendo pequeña.

—Lo he sabido antes de levantarmede la cama —dice, volviéndole laespalda a la ventana y con una mirada dedeterminada excitación—. La campanadel patio sonaba fría y clarísima. Y nocantaba ningún pájaro; se han ido atierras más cálidas, ya lo creo que sí.Mira, Buddy, deja de comer galletas yve a traer nuestro coche. Ayúdame abuscar el sombrero. Tenemos quepreparar treinta tartas.

Siempre ocurre lo mismo; llega

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cierta mañana de noviembre, y miamiga, como si inaugurase oficialmenteesa temporada navideña anual que ledispara la imaginación y aviva el fuegode su corazón, anuncia:

—¡Ha llegado la temporada de lastartas! Ve a traer nuestro coche.Ayúdame a buscar el sombrero.

Y aparece el sombrero, que es depaja, bajo de copa y muy ancho de ala, ycon un corsé de rosas de terciopelomarchitadas por la intemperie:antiguamente era de una parienta quevestía muy a la moda. Guiamos juntos elcoche, un desvencijado cochecillo deniño, por el jardín, camino de la

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arboleda de pacanas. El cochecito esmío; es decir que lo compraron para mícuando nací. Es de mimbre, y estábastante destrenzado, y sus ruedas sebambolean como las piernas de unborracho. Pero es un objeto fiel; enprimavera lo llevamos al bosque parallenarlo de flores, hierbas y helechospara las macetas de la entrada; enverano, amontonamos en él toda laparafernalia de las meriendascampestres, junto con las cañas depescar, y bajamos hasta la orilla dealgún riachuelo; en invierno tambiéntiene algunas funciones: es la camionetaen la que trasladamos la leña desde el

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patio hasta la chimenea, y le sirve decálida cama a Queenie, nuestra pequeñaterrier anaranjada y blanca, un animalresistente que ha sobrevivido a muchomalhumor y a dos mordeduras deserpiente de cascabel. En este momentoQueenie anda trotando en pos del coche.

Al cabo de tres horas nosencontramos de nuevo en la cocina,descascarillando una carretada depacanas que el viento ha hecho caer delos árboles. Nos duele la espalda detanto agacharnos a recogerlas: ¡quédifíciles han sido de encontrar (pues laparte principal de la cosecha se la hanllevado, después de sacudir los árboles,

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los dueños de la arboleda, que no somosnosotros) bajo las hojas que lasocultaban, entre las hierbas engañosas yheladas! ¡Caaracrac! Un alegre crujido,fragmentos de truenos en miniatura queresuenan al partir las cáscaras mientrasen la jarra de leche sigue creciendo eldorado montón de dulce y aceitosa frutamarfileña. Queenie comienza arelamerse, y de vez en cuando mi amigale da furtivamente un pedacito, pese aque insiste en que nosotros ni siquieralas probemos.

—No debemos hacerlo, Buddy.Como empecemos, no habrá quien nospare. Y ni siquiera con las que hay

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tenemos suficiente. Son treinta tartas.La cocina va oscureciéndose. El

crepúsculo transforma la ventana en unespejo: nuestros reflejos seentremezclan con la luna ascendentemientras seguimos trabajando junto a lachimenea a la luz del hogar. Por fin,cuando la luna ya está muy alta, echamoslas últimas cáscaras al fuego y,suspirando al unísono, observamoscómo van prendiendo. El coche estávacío; la jarra, llena hasta el borde.

Tomamos la cena (galletas frías,panceta, mermelada de zarzamora) yhablamos de lo del día siguiente. Al díasiguiente empieza el trabajo que más me

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gusta: ir de compras. Cerezas y cidras,jengibre y vainilla y ananá hawaiana enlata, pacanas y pasas y nueces y whiskyy, oh, montones de harina, manteca,muchísimos huevos, especias, esencias:pero ¡si nos hará falta un pony para tirardel coche hasta casa!

Pero, antes de comprar, queda lacuestión del dinero. Ninguno de los dostiene ni cinco. Solamente las cicaterascantidades que los otros habitantes de lacasa nos proporcionan muy de vez encuando (ellos creen que una moneda dediez centavos es una fortuna) y lo quenos ganamos por medio de actividadesdiversas: organizar tómbolas de cosas

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viejas, vender baldes de zarzamoras quenosotros mismos recogemos, tarros demermelada casera y de jalea de manzanay de durazno en conserva, o recogerflores para funerales y bodas. Una vezganamos el septuagésimo novenopremio, cinco dólares, en un concursonacional de rugby. Y no porque sepamosni jota de rugby. Sólo porqueparticipamos en todos los concursos delos que tenemos noticia: en estemomento nuestras esperanzas se centranen el Gran Premio de cincuenta mildólares que ofrecen por inventar elnombre de una nueva marca de cafés(nosotros hemos propuesto «A. M.»[1]; y

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después de dudarlo un poco, porque ami amiga le parecía sacrilego, comoeslogan «¡A. M.! ¡Amén!»). Para sersincero, nuestra única actividadprovechosa de verdad fue lo del Museode Monstruos y Feria de Atraccionesque organizamos hace un par de veranosen una leñera. Las atracciones consistíanen proyecciones de linterna mágica convistas de Washington y Nueva Yorkprestadas por un familiar que habíaestado en esos lugares (y que se pusofurioso cuando se enteró del motivo porel que se las habíamos pedido); elMonstruo era un polluelo de tres patas,recién incubado por una de nuestras

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gallinas. Toda la gente de por aquíquería ver al polluelo: les cobrábamoscinco centavos a los adultos y dos a losniños. Y llegamos a ganar nuestrosbuenos veinte dólares antes de que elmuseo cerrara sus puertas debido a ladefunción de su principal estrella.

Pero entre unas cosas y otras vamosacumulando cada año nuestros ahorrosnavideños, el Fondo para Tartas deFrutas. Guardamos escondido estedinero en un viejo monedero de cuentas,debajo de una tabla suelta que estádebajo del piso que está debajo delorinal que está debajo de la cama de miamiga. Sólo sacamos el monedero de su

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seguro escondrijo para hacer un nuevodepósito, o, como suele ocurrir lossábados, para algún reintegro; porquelos sábados me corresponden diezcentavos para el cine. Mi amiga no haido jamás al cine, ni tiene intención dehacerlo:

—Prefiero que tú me cuentes lahistoria, Buddy. Así puedoimaginármela mejor. Además, laspersonas de mi edad no deben malgastarla vista. Cuando se presente el Señor,quiero verlo bien.

Aparte de no haber visto ningunapelícula, tampoco ha comido en ningúnrestaurante, viajado a más de cinco

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kilómetros de casa, recibido o enviadotelegramas, leído nada que no seanhistorietas y la Biblia, usadocosméticos, pronunciado palabrotas,deseado mal alguno a nadie, mentido aconciencia, ni dejado que ningún perropasara hambre. Y éstas son algunas delas cosas que ha hecho, y que suelehacer: matar con una azada la mayorserpiente de cascabel jamás vista en estecondado (dieciséis cascabeles), tomarrapé (en secreto), domesticar colibríes(desafío a cualquiera a que lo intente)hasta conseguir que se mantengan enequilibrio sobre uno de sus dedos,contar historias de fantasmas (tanto ella

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como yo creemos en los fantasmas) tanestremecedoras que te dejan heladohasta en julio, hablar consigo misma,pasear bajo la lluvia, cultivar lascamelias más bonitas de todo el pueblo,aprenderse la receta de todas lasantiguas pócimas curativas de losindios, entre otras, una fórmula mágicapara quitar las verrugas.

Ahora, terminada la cena, nosretiramos a la habitación que hay en unaparte remota de la casa, y que es el lugardonde mi amiga duerme, en una cama dehierro pintada de rosa chillón, su colorpreferido, cubierta con una colcha deretazos. En silencio, saboreando los

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placeres de los conspiradores, sacamosde su secreto escondrijo el monedero decuentas y derramamos su contenidosobre la colcha. Billetes de un dólar,enrollados como un canuto y verdescomo brotes de mayo. Sombríasmonedas de cincuenta centavos, tanpesadas que sirven para cerrarle losojos a un difunto. Preciosas monedas dediez centavos, las más alegres, las quetintinean de verdad. Monedas de cinco yveinticinco centavos, tan pulidas por eluso como piedras de río. Pero, sobretodo, un detestable montón de hediondasmonedas de un centavo. El pasadoverano, otros habitantes de la casa nos

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contrataron para matar moscas, a uncentavo por cada veinticinco moscasmuertas. Ah, aquella carnicería deagosto: ¡cuántas moscas volaron alcielo! Pero no fue un trabajo que nosenorgulleciera. Y, mientras vamoscontando los centavos, es como sivolviésemos a tabular moscas muertas.Ninguno de los dos tiene facilidad paralos números; contamos despacio, nosdescontamos, volvemos a empezar.Según sus cálculos, tenemos 12.73dólares. Según los míos, trece dólaresexactamente.

—Espero que te hayas equivocadotú, Buddy. Más nos vale andar con

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cuidado si son trece. Se nosdeshincharán las tartas. O enterrarán aalguien. Por Dios, en la vida se meocurriría levantarme de la cama un díatrece.

Lo cual es cierto: se pasa todos losdías trece en la cama. De modo que,para asegurarnos, sustraemos un centavoy lo tiramos por la ventana.

De todos los ingredientes queutilizamos para hacer nuestras tartas defrutas no hay ninguno tan caro como elwhisky, que, además, es el más difícil deadquirir: su venta está prohibida por elEstado. Pero todo el mundo sabe que sele puede comprar una botella a Mr. Jajá

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Jones. Y al día siguiente, después dehaber terminado nuestras compras másprosaicas, nos encaminamos al negociode Mr. Jajá, un «pecaminoso» (por citarla opinión pública) bar de pescado fritoy baile que está a la orilla del río. No esla primera vez que vamos allí, y con elmismo propósito; pero los añosanteriores hemos hecho tratos con lamujer de Jajá, una india de piel negracomo la tintura de yodo, relucientecabello oxigenado, y aspecto de muertade cansancio. De hecho, jamás hemospuesto la vista encima de su marido,aunque hemos oído decir que también esindio. Un gigante con cicatrices de

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navajazos en las mejillas. Le llaman Jajápor lo tristón, nunca ríe. Cuando nosacercamos al bar (una amplia cabaña detroncos, festoneada por dentro y porfuera con guirnaldas de bombitasdesnudas pintadas de colores vivos, ysituada en la embarrada orilla del río, ala sombra de unos árboles por entrecuyas ramas crece el musgo como nieblagris) frenamos nuestro paso. InclusoQueenie deja de brincar y permanececerca de nosotros. Ha habido asesinatosen el bar de Jajá. Gente descuartizada.Descalabrada. El mes próximo irá aljuzgado uno de los casos. Naturalmente,esta clase de cosas ocurren por la noche,

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cuando gimotea el fonógrafo y lasbombitas pintadas proyectandemenciales sombras. De día, el localde Jajá es destartalado y está desierto.Llamo a la puerta, ladra Queenie, gritami amiga:

—¡Mrs. Jajá! ¡Eh, señora! ¿Hayalguien en casa?

Pasos. Se abre la puerta. Nuestroscorazones dan un vuelco. ¡Es Mr. JajáJones en persona! Y es un gigante; ytiene cicatrices; y no sonríe. Qué va, noslanza miradas llameantes con sussatánicos ojos rasgados, y quiere saber:

—¿Qué quieren de Jajá?Durante un instante nos quedamos

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tan paralizados que no podemosdecírselo. Al rato, mi amiga medioencuentra su voz, apenas una vocecillasusurrante:

—Si no le importa, Mr. Jajá,querríamos un litro del mejor whiskyque tenga.

Los ojos se le rasgan todavía más.¿No es increíble? ¡Mr. Jajá estásonriendo! Hasta riendo.

—¿Cuál de los dos es el bebedor?—Es para hacer tartas de frutas, Mr.

Jajá. Para cocinar.Esto le templa el ánimo. Frunce el

ceño.—Qué manera de tirar un buen

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whisky.No obstante, se retira hacia las

sombras del bar y reaparece unoscuantos segundos después con unabotella de contenido amarillo margarita,sin etiqueta. Exhibe su centelleo a la luzdel sol y dice:

—Dos dólares.Le pagamos con monedas de diez,

cinco y un centavo. De repente, altiempo que hace sonar las monedas en lamano cerrada, como si fueran dados, sele suaviza la expresión.

—¿Saben lo que les digo? —nospropone, devolviendo el dinero anuestro monedero de cuentas—.

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Páguenmelo con unas cuantas tartas defrutas.

De vuelta a casa, mi amiga comenta:—Pues a mí me ha parecido un

hombre encantador. Pondremos unatacita más de pasas en su tarta.

La estufa negra, cargada de carbón yleña, brilla como una calabazailuminada. Giran velozmente losbatidores de huevos, dan vueltas comolocas las cucharas en cuencos cargadosde mantequilla y azúcar, endulza elambiente la vainilla, lo hace picante eljengibre; unos olores combinados quehacen que te hormiguee la nariz saturanla cocina, empapan la casa, salen

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volando al mundo arrastrados por elhumo de la chimenea. Al cabo de cuatrodías hemos terminado nuestra tarea.Treinta y una tartas, ebrias de whisky, setuestan al sol en los estantes y losalféizares de las ventanas.

¿Para quién son?Para nuestros amigos. No

necesariamente amigos de la vecindad:de hecho, la mayor parte las hemoshecho para personas con las que quizásólo hemos hablado una vez, o ninguna.Gente de la que nos hemosencaprichado. Como el presidenteRoosevelt. Como el reverendo J. C.Lucey y señora, misioneros baptistas en

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Borneo, que el pasado invierno dieronunas conferencias en el pueblo. O elpequeño afilador que pasa por aquí dosveces al año. O Abner Packer, elconductor del autobús de las seis que,cuando llega de Mobile, nos saluda conla mano cada día al pasar delante decasa envuelto en un torbellino de polvo.O los Wiston, una joven parejacaliforniana cuyo automóvil se averióuna tarde ante nuestro portal, y que pasóuna agradable hora charlando connosotros (el joven Wiston nos sacó unafoto, la única que nos han sacado ennuestra vida). ¿Es debido a que miamiga siente timidez ante todo el mundo,

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excepto los desconocidos, que esosdesconocidos, y otras personas aquienes apenas hemos tratado, son paranosotros nuestros más auténticosamigos? Creo que sí. Además, loscuadernos donde conservamos las notasde agradecimiento con membrete de laCasa Blanca, las ocasionalescomunicaciones que nos llegan deCalifornia y Borneo, las postales de uncentavo firmadas por el afilador, hacenque nos sintamos relacionados con unosmundos rebosantes de acontecimientos,situados muy lejos de la cocina y de suprecaria vista de un cielo recortado.

Una desnuda rama de higuera

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decembrina araña la ventana. La cocinaestá vacía, han desaparecido las tartas;ayer llevamos las últimas al correo,cargadas en el coche, y una vez allítuvimos que vaciar el monedero parapagar las estampillas. Estamos en laruina. Es una situación que me deprimenotablemente, pero mi amiga estáempeñada en que lo celebremos: con losdos centímetros de whisky que nosquedan en la botella de Jajá. A Queeniele echamos una cucharada en su café (legusta el café aromatizado con achicoria,y bien cargado). Dividimos el resto enun par de vasos de gelatina. Los dosestamos bastante atemorizados ante la

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perspectiva de tomar whisky solo; susabor provoca en los dos expresionesbeodas y amargos estremecimientos.Pero al poco rato comenzamos a cantarsimultáneamente una canción distintacada uno. Yo no me sé la letra de la mía,sólo: Ven, ven, ven a bailar cimbrandoesta noche. Pero puedo bailar: eso es loque quiero ser, bailarín de zapateoamericano en películas musicales. Lasombra de mis pasos de baile anda dejarana por las paredes; nuestras voceshacen tintinear la porcelana; reímoscomo tontos: se diría que unas manosinvisibles están haciéndonos cosquillas.Queenie se pone a rodar, patalea en el

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aire, y algo parecido a una sonrisa tensasus labios negros. Me siento ardiente ychisporroteante por dentro, como lostroncos que se desmenuzan en el hogar,despreocupado como el viento en lachimenea. Mi amiga baila un valsalrededor de la estufa, sujeto eldobladillo de su pobre falda de calicócon la punta de los dedos, igual que sifuera un vestido de noche: Muéstrame elcamino de vuelta a casa, está cantando,mientras rechinan en el piso suszapatillas de tenis. Muéstrame elcamino de vuelta a casa.

Entran dos parientes. Muyenfadados. Potentes, con miradas

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censoras, lenguas severas. Escuchen loque dicen, sus palabras amontonándoseunas sobre otras hasta formar unacanción iracunda:

—¡Un niño de siete años oliendo awhisky! ¡Te has vuelto loca! ¡Dárselo aun niño de siete años! ¡Estás chiflada!¡Vas por mal camino! ¿Te acuerdas de laprima Kate? ¿Del tío Charlie? ¿Delcuñado del tío Charlie? ¡Qué escándalo!¡Qué vergüenza! ¡Qué humillación!¡Arrodíllate, reza, pídele perdón alSeñor!

Queenie se esconde debajo de laestufa. Mi amiga se queda mirandovagamente sus zapatillas, le tiembla el

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mentón, se levanta la falda, se suena y seva corriendo a su cuarto. Mucho despuésde que el pueblo haya ido a acostarse yla casa esté en silencio, con la solaexcepción de los carillones de losrelojes y el chisporroteo de los fuegoscasi apagados, mi amiga llora contra unaalmohada que ya está tan húmeda comoel pañuelo de una viuda.

—No llores —le digo, sentado a lospies de la cama y temblando a pesar delcamisón de franela, que aún huele aljarabe de la tos que tomé el inviernopasado—, no llores —le suplico,jugando con los dedos de sus pies,haciéndole cosquillas—, eres

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demasiado vieja para llorar.—Por eso lloro —dice ella, hipando

—. Porque soy demasiado vieja. Vieja yridicula.

—Ridicula no. Divertida. Másdivertida que nadie. Oye, como sigasllorando, mañana estarás tan cansadaque no podremos ir a cortar el árbol.

Se endereza. Queenie salta encimade la cama (lo cual le está prohibido)para lamerle las mejillas.

—Conozco un sitio dondeencontraremos árboles de verdad,preciosos, Buddy. Y también hay acebo.Con bayas tan grandes como tus ojos.Está en el bosque, muy adentro. Más

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lejos de lo que nunca hemos ido. Papános traía de allí los árboles de Navidad:se los cargaba al hombro. Eso era hacecincuenta años. Bueno, no sabes loimpaciente que estoy porque amanezca.

De mañana. La escarcha helada dabrillo a la hierba; el sol, redondo comouna naranja y anaranjado como una lunade verano, cuelga en el horizonte ybruñe los plateados bosques invernales.Chilla un pavo silvestre. Un cerdorenegado gruñe entre la maleza. Pronto,junto a la orilla del poco profundoriachuelo de aguas veloces, tenemos queabandonar el coche. Queenie es laprimera en vadear la corriente, chapotea

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hasta el otro lado, ladrando en son dequeja porque la corriente es muy fuerte,tan fría que seguro que se agarra unapulmonía. Nosotros la seguimos, con elcalzado y los utensilios (un hachapequeña, un saco de arpillera)sostenidos encima de la cabeza. Doskilómetros más: de espinas, erizos yzarzas que se nos enganchan en la ropa;de herrumbrosas agujas de pino, y con elbrillo de los coloridos hongos y lasplumas caídas. Aquí, allá, un destello,un temblor, un éxtasis de trinos nosrecuerdan que no todos los pájaros hanvolado hacia el sur. El camino serpenteasiempre por entre charcos alimonados

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de sol y sombríos túneles deenredaderas. Hay que cruzar otroarroyo: una fastidiada flota de moteadastruchas hace espumear el agua a nuestroalrededor, mientras unas ranas deltamaño de platos se entrenan a darsepanzadas; unos obreros castoresconstruyen un dique. En la otra orilla,Queenie se sacude y tiembla. Tambiéntiembla mi amiga: no de frío, sino deentusiasmo. Una de las maltrechas rosasde su sombrero deja caer un pétalocuando levanta la cabeza para inhalar elaire cargado del aroma de los pinos.

—Casi hemos llegado. ¿No lohueles, Buddy? —dice, como si

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estuviéramos aproximándonos alocéano.

Y, en efecto, es como una especie deocéano. Aromáticas extensionesilimitadas de árboles navideños, deacebos de hojas punzantes. Bayas rojastan brillantes como campanillas sobrelas que se ciernen, gritando, negroscuervos. Tras haber llenado nuestrossacos de arpillera con la cantidadsuficiente de verde y rojo como paraadornar una docena de ventanas, nosdisponemos a elegir el árbol.

—Tendría que ser —dice mi amiga— el doble de alto que un chico. Paraque ningún chico pueda robarle la

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estrella.El que elegimos es el doble de alto

que yo. Un valiente y bello bruto queaguanta treinta hachazos antes de caercon un grito crujiente y estremecedor.Cargándolo como si fuese una pieza decaza, comenzamos la larga expediciónde regreso. Cada pocos metrosabandonamos la lucha, nos sentamos,jadeamos. Pero poseemos la fuerza delcazador victorioso que, sumada alperfume viril y helado del árbol, noshace revivir, nos incita a continuar.Muchas felicitaciones acompañannuestro crepuscular regreso por elcamino de roja arcilla que conduce al

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pueblo; pero mi amiga se muestraesquiva y vaga cuando la gente elogia eltesoro que llevamos en el coche: quéárbol tan precioso, ¿de dónde lo hansacado?

—De allá lejos —murmura ella conimprecisión.

Una vez se detiene un coche, y laperezosa mujer del rico dueño de lafábrica se asoma y gimotea:

—Les doy veinticinco centavos porese árbol.

En general, a mi amiga le da miedodecir que no; pero en esta ocasiónrechaza prontamente el ofrecimiento conla cabeza:

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—Ni por un dólar.La mujer del empresario insiste.—¿Un dólar? De ningún modo.

Cincuenta centavos. Es mi última oferta.Pero, mujer, puedes ir por otro. Enrespuesta, mi amiga reflexionaamablemente: —Lo dudo. Nunca haydos de nada.

En casa: Queenie se desploma juntoal fuego y duerme hasta el día siguiente,roncando como un ser humano.

Un baúl que hay en la buhardillacontiene: una caja de zapatos llena decolas de armiño (procedentes de la capaque usaba para ir a la ópera cierta

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extraña dama que en tiempos alquiló unahabitación de la casa), varios rollos degastadas cenefas de oropel que eltiempo ha acabado dorando, una estrellade plata, una breve tira de bombitas enforma de vela, fundidas y seguramentepeligrosas. Adornos magníficos, hastacierto punto, pero no son suficientes: miamiga quiere que el árbol arda «como lavidriera de una iglesia baptista», que sele doblen las ramas bajo el peso de unacopiosa nevada de adornos. Pero nopodemos permitimos el lujo de comprarlos esplendores made in Japan quevenden en la tienda de baratijas. Demodo que hacemos lo mismo que hemos

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hecho siempre: pasamos días y díassentados a la mesa de la cocina,armados de tijeras, lápices y montonesde papeles de colores. Yo trazo losperfiles y mi amiga los recorta: gatos ymás gatos, y también peces (porque esfácil dibujarlos), unas cuantas manzanas,otras tantas sandías, algunos ángelesalados hechos de las hojas de papel deestaño que guardamos cuando comemoschocolate. Utilizamos imperdibles parasujetar todas estas creaciones al árbol; amodo de toque final, espolvoreamos porlas ramas bolitas de algodón (recogidopara este fin el pasado agosto). Miamiga, estudiando el efecto, entrelaza

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las manos.—Dime la verdad, Buddy. ¿No está

para comérselo?Queenie intenta comerse un ángel.Después de trenzar y adornar con

cintas las coronas de acebo queponemos en cada una de las ventanas dela fachada, nuestro siguiente proyectoconsiste en inventar regalos para lafamilia. Pañuelos teñidos a mano paralas señoras y, para los hombres, jarabecasero de limón y regaliz y aspirina, quedebe ser tomado «en cuanto aparezcanSíntomas de Resfriado y Después deSalir de Caza». Pero cuando llega lahora de preparar el regalo que nos

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haremos el uno al otro, mi amiga y yonos separamos para trabajar en secreto.A mí me gustaría comprarle una navajacon incrustaciones de perlas en elmango, una radio, medio kilo entero decerezas recubiertas de chocolate (lasprobamos una vez, y desde entonces estásiempre jurando que podría alimentarsesólo de ellas: «Te lo juro, Buddy, biensabe Dios que podría… y no tomo sunombre en vano»). En lugar de eso, leestoy haciendo un barrilete. A ella legustaría comprarme una bicicleta (lo hadicho millones de veces: «Si pudiera,Buddy. La vida ya es bastante malacuando tienes que prescindir de las

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cosas que te gustan a ti; pero, diablos, loque más me enfurece es no poder regalaraquello que les gusta a los otros. Perocualquier día te la consigo, Buddy. Telocalizo una bici. Y no me preguntescómo. Quizá la robe»). En lugar de eso,estoy casi seguro de que me estáhaciendo un barrilete: igual que el añopasado, y que el anterior. El anterior aése nos regalamos sendas hondas. Todolo cual me está bien: porque somos losreyes a la hora de hacer volar losbarriletes, y sabemos estudiar el vientocomo los marineros; mi amiga, que sabemás que yo, hasta es capaz de hacer queflote un barrilete cuando no hay ni la

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brisa suficiente para traer nubes.La tarde anterior a la Nochebuena

nos agenciamos una moneda de veintecentavos y vamos a la carnicería paracomprarle a Queenie su regalotradicional, un buen hueso masticable debuey. El hueso, envuelto en papel defantasía, queda situado en la parte másalta del árbol, junto a la estrella.Queenie sabe que está allí. Se sienta alpie del árbol y mira hacia arriba, en unéxtasis de codicia: llega la hora deacostarse y no se quiere mover ni uncentímetro. Yo me siento tan excitadocomo ella. Me destapo a patadas y mepaso la noche dándole vueltas a la

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almohada, como si fuese una de esasnoches tan sofocantes de verano. Cantadesde algún lugar un gallo:equivocadamente, porque el sol sigueestando al otro lado del mundo.

—¿Estás despierto, Buddy?Es mi amiga, que me llama desde su

cuarto, justo al lado del mío; y al cabode un instante ya está sentada en micama, con una vela encendida.

—Mira, no puedo pegar ojo —declara—. La cabeza me da más brincosque una liebre. Oye, Buddy, ¿crees queMrs. Roosevelt servirá nuestra tartapara la cena?

Nos arrebujamos en la cama, y ella

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me aprieta la mano diciendo te quiero.—Me da la sensación de que antes

tenías la mano mucho más pequeña.Supongo que detesto la idea de vertecrecer. ¿Seguiremos siendo amigoscuando te hagas mayor?

Yo le digo que siempre.—Pero me siento horriblemente mal,

Buddy. No sabes la de ganas que teníade regalarte una bici. He intentadovender el camafeo que me regaló papá.Buddy —vacila un poco, como siestuviese muy avergonzada—, te hehecho otro barrilete.

Luego le confieso que también yo lehe hecho un barrilete, y nos reímos. La

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vela ha ardido tanto rato que ya no hayquien la sostenga. Se apaga, delata la luzde las estrellas que dan vueltas en laventana como unos villancicos visualesque lenta, muy lentamente, va acallandoel amanecer. Seguramente dormitamos;pero la aurora nos salpica como si fueseagua fría; nos levantamos, con los ojoscomo platos y errando de un lado paraotro mientras aguardamos a que losdemás se despierten. Con toda la malaintención, mi amiga deja caer uncacharro metálico en el suelo de lacocina. Yo zapateo ante las puertascerradas. Uno a uno, los parientesemergen, con cara de sentir deseos de

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asesinamos a ella y a mí; pero esNavidad, y no pueden hacerlo. Primero,un desayuno lujoso: todo lo que sepueda imaginar, desde panqueques yardilla frita hasta maíz tostado y miel enpanal. Lo cual pone a todo el mundo debuen humor, con la sola excepción de miamiga y yo. La verdad, estamos tanimpacientes por llegar a lo de losregalos que no conseguimos tragar ni unbocado.

Pues bien, me llevo una decepción.¿Y quién no? Unos calcetines, unacamisa para ir a la escuela dominical,unos cuantos pañuelos, un pulóverusado, una suscripción por un año a una

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revista religiosa para niños: Elpastorcillo. Me sacan de quicio. Deverdad.

El botín de mi amiga es mejor. Suprincipal regalo es una bolsa demandarinas. Pero está mucho másorgullosa de un chal de lana blanca quele ha tejido su hermana, la que estácasada. Pero dice que su regalo favoritoes el barrilete que le he hecho yo. Y, enefecto, es muy bonito; aunque no tantocomo el que me ha hecho ella a mí, azuly salpicado de estrellitas verdes ydoradas de Buena Conducta; es más,lleva mi nombre, «Buddy», pintado.

—Hay viento, Buddy.

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Hay viento, y nada importará hastael momento en que bajemos corriendo alprado que queda cerca de casa, elmismo adonde Queenie ha ido aesconder su hueso (y el mismo en donde,dentro de un año, será enterradaQueenie). Una vez allí, nadando por lasana hierba que nos llega hasta lacintura, soltamos nuestras cometas,sentimos sus tirones de peces celestialesque flotan en el viento. Satisfechos,reconfortados por el sol, nosdespatarramos en la hierba y pelamosmandarinas y observamos las cabriolasde nuestros barriletes. Me olvidoenseguida de los calcetines y del

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pulóver usado. Soy tan feliz como si yahubiésemos ganado el Gran Premio decincuenta mil dólares de ese concursode marcas de café.

—¡Ahí va, pero qué tonta soy! —exclama mi amiga, repentinamentealerta, como la mujer que se haacordado demasiado tarde de lospasteles que había dejado en el horno—.¿Sabes qué había creído siempre? —mepregunta en tono de haber hecho un grandescubrimiento, sin mirarme a mí, pueslos ojos se le pierden en algún lugarsituado a mi espalda—. Siempre habíacreído que para ver al Señor hacía faltaque el cuerpo estuviese muy enfermo,

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agonizante. Y me imaginaba que cuandoÉl llegase sería como contemplar unavidriera baptista: tan bonito comocuando el sol se cuela a chorros por loscristales de colores, tan luminoso que nite enteras de que está oscureciendo. Yha sido una vidriera de colores en la queel sol se colaba a chorros, así deespectral. Pero apuesto a que no es esolo que suele ocurrir. Apuesto a que,cuando llega a su final, la carnecomprende que el Señor ya se hamostrado. Que las cosas, tal como son—su mano traza un círculo, en unademán que abarca nubes y barriletes yhierba, y hasta a Queenie, que está

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escarbando la tierra en la que haenterrado su hueso—, tal como siemprelas ha visto, eran verlo a Él. En cuanto amí, podría dejar este mundo con un díacomo hoy en la mirada.

Ésta es la última Navidad quepasamos juntos.

La vida nos separa. Los Enteradosdeciden que mi lugar está en un colegiomilitar. Y a partir de ahí se sucede unadesdichada serie de cárceles a toque decometa, de sombríos campamentos deverano a toque de diana. Tengo ademásotra casa. Pero no cuenta. Mi casa está

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allí donde se encuentra mi amiga, yjamás la visito.

Y ella sigue allí, rondando por lacocina. Con Queenie como únicacompañía. Luego sola. («QueridoBuddy», me escribe con su letra salvaje,difícil de leer, «el caballo de Jim Macyle dio ayer una horrible coz a Queenie.Demos gracias de que ella no llegó aenterarse del dolor. La envolví en unasábana de hilo, y la llevé en el coche alprado de Simpson, para que estérodeada de sus Huesos…»). Durantealgunos noviembres sigue preparandosus tartas de frutas sin nadie que laayude; no tantas como antes, pero unas

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cuantas: y, por supuesto, siempre meenvía «la mejor de todas». Además, mepone en cada carta una moneda de diezcentavos acolchada con papel higiénico:«Vete a ver una película y cuéntame lahistoria». Poco a poco, sin embargo, ensus cartas tiende a confundirme con suotro amigo, el Buddy que murió en losaños ochenta del siglo pasado; poco apoco, los días trece van dejando de serlos únicos días en que no se levanta dela cama: llega una mañana denoviembre, una mañana sin hojas nipájaros que anuncia el invierno, y esamañana ya no tiene fuerzas para darseánimos exclamando: «¡Vaya por Dios,

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ha llegado la temporada de las tartas defrutas!».

Y cuando eso ocurre, yo lo sé. Elmensaje que lo cuenta no hace más queconfirmar una noticia que cierta venasecreta ya había recibido, amputándomeuna insustituible parte de mí mismo,dejándola suelta como un barrilete cuyocordel se ha roto. Por eso, cuando cruzoel césped del colegio en esta mañana dediciembre, no dejo de escrutar el cielo.Como si esperase ver, a manera de unpar de corazones, dos barriletesperdidos que suben corriendo hacia elcielo.

En Cuentos completos, Madrid, Anagrama, 2004.

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Traducción de Enrique Murillo.

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H

Conejos blancosLeonora Carrington

a llegado el momento de contar lossucesos que comenzaron en el

número 40 de Pest Street. Parecía comosi las casas, de color negro rojizo,hubiesen surgido misteriosamente delincendio de Londres. El edificio quehabía frente a mi ventana, con unascuantas volutas de enredadera, tenía el

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aspecto negro y vacío de una moradaazotada por la peste y lamida por lasllamas y el humo. No era así como yome había imaginado Nueva York.

Hacía tanto calor que me dieronpalpitaciones cuando me atreví a dar unavuelta por las calles; así que me estuvesentada contemplando la casa deenfrente, mojándome de cuando encuando la cara empapada de sudor.

La luz nunca era muy fuerte en PestStreet. Había siempre una reminiscenciade humo que volvía turbia y neblinosa lavisibilidad; sin embargo, era posibleexaminar la casa de enfrente con detalle,incluso con precisión. Además, yo

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siempre he tenido una vista excelente.Me pasé varios días intentando

descubrir enfrente alguna clase demovimiento; pero no percibí ninguno, yfinalmente adopté la costumbre dedesvestirme con total despreocupacióndelante de mi ventana abierta y haceroptimistas ejercicios respiratorios en elaire denso de Pest Street. Esto debió dedejarme los pulmones tan negros comolas casas.

Una tarde me lavé el pelo y me sentéafuera, en el diminuto arco de piedraque hacía de balcón, para que se mesecara. Apoyé la cabeza entre lasrodillas, y me puse a observar una

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moscarda que chupaba el cadáver de unaaraña, a mis pies. Alcé los ojos, miré através de mis cabellos largos, y vi algonegro en el cielo, inquietantementesilencioso para que fuera un aeroplano.Me separé el pelo a tiempo de ver bajarun gran cuervo al balcón de la casa deenfrente. Se posó en la balaustrada ymiró por la ventana vacía. Luego metióla cabeza debajo de un ala, buscándosepiojos al parecer. Unos minutosdespués, no me sorprendió demasiadover abrirse las dobles puertas yasomarse al balcón una mujer. Llevabaun gran plato de huesos que vació en elsuelo. Con un breve graznido de

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agradecimiento, el cuervo saltó abajo yse puso a hurgar en su comidarepugnante.

La mujer, que tenía un pelo negrolarguísimo, lo utilizó para limpiar elplato. Luego me miró directamente ysonrió de manera amistosa. Yo le sonreía mi vez y agité una toalla. Esto laanimó, porque echó la cabeza para atráscon coquetería y me dedicó un elegantesaludo a la manera de una reina.

—¿Tiene un poco de carne pasadaque no necesite? —me gritó.

—¿Un poco de qué? —grité yo,preguntándome si me habría engañado eloído.

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—De carne en mal estado. Carne endescomposición.

—En este momento, no —contesté,preguntándome si no estaría bromeando.

—¿Y tendrá para el fin de semana?Si fuera así, le agradeceríainmensamente que me la trajera.

A continuación volvió a meterse enel balcón vacío, y desapareció. Elcuervo alzó el vuelo.

Mi curiosidad por la casa y suocupante me impulsó a comprar un grantrozo de carne a la mañana siguiente. Lopuse en mi balcón sobre un periódico yesperé. En un tiempo relativamentecorto, el olor se volvió tan fuerte que me

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vi obligada a realizar mis tareas diariascon una pinza fuertemente apretada en lapunta de la nariz. De cuando en cuandobajaba a la calle a respirar.

Hacia la noche del jueves, noté quela carne estaba cambiando de color; asíque, apartando una nube de rencorosasmoscardas, la eché en mi bolsa de mallay me dirigí a la casa de enfrente.

Cuando bajaba la escalera, observéque la casera parecía evitarme.

Tardé un rato en encontrar el portalde la casa. Resultó que estaba ocultobajo una cascada de algo, y daba laimpresión de que nadie había salido nientrado por él desde hacía años. La

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campanilla era de ésas antiguas de lasque hay que tirar; y al hacerlo, algo másfuerte de lo que era mi intención, mequedé con el tirador en la mano. Di unosgolpes irritados en la puerta y se hundió,dejando salir un olor espantoso a carnepodrida. El recibimiento, que estabacasi a oscuras, parecía de maderatallada.

La mujer misma bajó, susurrante,con una antorcha en la mano.

—¿Cómo está usted? ¿Cómo estáusted? —murmuró ceremoniosamente; yme sorprendió observar que llevaba unprecioso y antiguo vestido de sedaverde. Pero al acercarse, vi que tenía la

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tez completamente blanca y que brillabacomo si la tuviese salpicada de milestrellitas diminutas.

—Es usted muy amable —prosiguió,tomándome del brazo con su manoreluciente—. No sabe lo que se van aalegrar mis pobres conejitos.

Subimos; mi compañera andaba congran cuidado, como si tuviese miedo.

El último tramo de escalones daba aun «boudoir» decorado con oscurosmuebles barrocos tapizados de rojo. Elsuelo estaba sembrado de huesos roídosy cráneos de animales.

—Tenemos visita muy pocas veces—sonrió la mujer—. Así que han

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corrido todos a esconderse en suspequeños rincones.

Dio un silbido bajo, suave y,paralizada, vi salir cautamente uncentenar de conejos blancos de todos losagujeros, con sus grandes ojos rosasfijamente clavados en ella.

—¡Vengan, bonitos! ¡Vengan,bonitos! —canturreó, metiendo la manoen mi bolsa de malla y sacando un trozode carne podrida.

Con profunda repugnancia, meaparté a un rincón; y la vi arrojar lacarroña a los conejos, que se pelearoncomo lobos por la carne.

—Una acaba encariñándose con

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ellos —prosiguió la mujer—. ¡Cada unotiene sus pequeñas costumbres! Lesorprendería lo individualistas que sonlos conejos.

Los susodichos conejosdespedazaban la carne con sus afiladosdientes de macho cabrío.

—Por supuesto, nosotros noscomemos alguno de cuando en cuando.Mi marido hace con ellos un estofadosabrosísimo, los sábados por la noche.

Seguidamente, un movimiento en unode los rincones atrajo mi atención;entonces me di cuenta de que había unatercera persona en la habitación. Alllegarle a la cara la luz de la antorcha,

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vi que tenía la tez igual de brillante queella; como oropel en un árbol deNavidad. Era un hombre y estabavestido con una bata roja, sentado muytieso, y de perfil a nosotros. No parecíahaberse enterado de nuestra presencia,ni del gran conejo macho cabrío quetenía sentado sobre su rodilla, dondemasticaba un trozo de carne.

La mujer siguió mi mirada y rióentre dientes.

—Ése es mi marido. Los chicossolían llamarlo Lázaro…

Al sonido de este nombre, familiar,el hombre volvió la cara hacia nosotras;y vi que tenía una venda en los ojos.

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—¿Ethel? —preguntó con vozbastante débil—. No quiero que entrenvisitas aquí. Sabes de sobra que lo tengorigurosamente prohibido.

—Vamos, Laz; no empecemos —suvoz era quejumbrosa—. No me puedesescatimar un poquitín de compañía.Hace veinte años y pico que no veía unacara nueva. Además ha traído carne paralos conejos.

La mujer se volvió y me hizo señade que fuera a su lado.

—Quiere quedarse entre nosotros; ¿aque sí? —de repente me entró miedo ysentí ganas de salir, de huir de estaspersonas terribles y plateadas y de sus

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conejos blancos carnívoros.—Creo que me voy a marchar; es

hora de cenar.El hombre de la silla profirió una

carcajada estridente, aterrando al conejoque tenía sobre la rodilla, el cual saltóal suelo y desapareció.

La mujer acercó tanto su cara a lamía que creí que su aliento nauseabundoiba a anestesiarme.

—¿No quiere quedarse, y ser comonosotros? En siete años su piel sevolverá como las estrellas; siete añostan sólo, y tendrá la enfermedad sagradade la Biblia: ¡la lepra!

Eché a correr a trompicones,

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ahogada de horror; una curiosidadmalsana me hizo mirar por encima delhombro al llegar a la puerta de la casa, yvi que la mujer, en la balaustrada,alzaba una mano a modo de saludo. Y alagitarla, se le desprendieron los dedos ycayeron al suelo como estrellas fugaces.

En El séptimo caballo y otros cuentos,México, Siglo XXI, 1992.

Traducción de Francisco Torres Oliver.

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D

La casa inundadaFelisberto Hernández

e esos días siempre recuerdoprimero las vueltas en un bote

alrededor de una pequeña isla deplantas. Cada poco tiempo lascambiaban; pero allí las plantas no sellevaban bien. Yo remaba colocadodetrás del cuerpo inmenso de la señoraMargarita. Si ella miraba la isla un rato

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largo, era posible que me dijera algo;pero no lo que me había prometido; sólohablaba de las plantas y parecía quequisiera esconder entre ellas otrospensamientos. Yo me cansaba de teneresperanzas y levantaba los remos comosi fueran manos aburridas de contarsiempre las mismas gotas. Pero ya sabíaque, en otras vueltas del bote, volvería adescubrir, una vez más, que esecansancio era una pequeña mentiraconfundida entre un poco de felicidad.Entonces me resignaba a esperar laspalabras que me vendrían de aquelmundo, casi mudo, de espaldas a mí ydeslizándose con el esfuerzo de mis

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manos doloridas.Una tarde, poco antes del anochecer,

tuve la sospecha de que el marido de laseñora Margarita estaría enterrado en laisla. Por eso ella me hacía dar vueltaspor allí y me llamaba en la noche —sihabía luna— para dar vueltas de nuevo.Sin embargo el marido no podía estar enaquella isla; Alcides —el novio de lasobrina de la señora Margarita— medijo que ella había perdido al marido enun precipicio de Suiza. Y tambiénrecordé lo que me contó el botero lanoche que llegué a la casa inundada. Élremaba despacio mientras recorríamos«la avenida de agua», del ancho de una

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calle y bordeada de plátanos conborlitas. Entre otras cosas supe que él yun peón habían llenado de tierra lafuente del patio para que después fuerauna isla. Además yo pensaba que losmovimientos de la cabeza de la señoraMargarita —en las tardes que su miradaiba del libro a la isla y de la isla al libro— no tenían relación con un muertoescondido debajo de las plantas.También es cierto que una vez que la vide frente tuve la impresión de que losvidrios gruesos de sus lentes lesenseñaban a los ojos a disimular y quela gran vidriera terminada en cúpula quecubría el patio y la pequeña isla, era

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como para encerrar el silencio en que seconserva a los muertos.

Después recordé que ella no habíamandado hacer la vidriera. Y megustaba saber que aquella casa, como unser humano, había tenido quedesempeñar diferentes cometidos:primero fue casa de campo; despuésinstituto astronómico; pero como eltelescopio que habían pedido aNorteamérica lo tiraron al fondo del marlos alemanes, decidieron hacer, en aquelpatio, un invernáculo; y por último laseñora Margarita la compró parainundarla.

Ahora, mientras dábamos vuelta a la

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isla, yo envolvía a esta señora consospechas que nunca le quedaban bien.Pero su cuerpo inmenso, rodeado de unasimplicidad desnuda, me tentaba aimaginar sobre él un pasado tenebroso.Por la noche parecía más grande, elsilencio lo cubría como un elefantedormido y a veces ella hacía unacarraspera rara, como un suspiro ronco.

Yo la había empezado a querer,porque después del cambio brusco queme había hecho pasar de la miseria aesta opulencia, vivía en una tranquilidadgenerosa y ella se prestaba —comoprestaría el lomo una elefanta blanca aun viajero— para imaginar disparates

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entretenidos. Además, aunque ella no mepreguntaba nada sobre mi vida, en elinstante de encontrarnos, levantaba lascejas como si se le fueran a volar, y susojos, detrás de los vidrios, parecíandecir: «¿Qué pasa, hijo mío?».

Por eso yo fui sintiendo por ella unaamistad equivocada; y si ahora dejolibre mi memoria se me va con estaprimera señora Margarita; porque lasegunda, la verdadera, la que conocícuando ella me contó su historia, al finde la temporada, tuvo una maneraextraña de ser inaccesible.

Pero ahora yo debo esforzarme enempezar esta historia por su verdadero

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principio, y no detenerme demasiado enlas preferencias de los recuerdos.

Alcides me encontró en BuenosAires en un día que yo estaba muy débil,me invitó a un casamiento y me hizocomer de todo. En el momento de laceremonia, pensó en conseguirme unempleo y, ahogado de risa, me habló deuna «atolondrada generosa» que podíaayudarme. Y al final me dijo que ellahabía mandado inundar una casa segúnel sistema de un arquitecto sevillano quetambién inundó otra para un árabe quequería desquitarse de la sequía deldesierto. Después Alcides fue con lanovia a la casa de la señora Margarita,

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le habló mucho de mis libros y porúltimo le dijo que yo era un «sonámbulode confianza». Ella decidió contribuir,enseguida, con dinero; y en el veranopróximo, si yo sabía remar, me invitaríaa la casa inundada. No sé por qué causa,Alcides no me llevaba nunca; y despuésella se enfermó. Ese verano fueron a lacasa inundada antes que la señoraMargarita se repusiera y pasaron losprimeros días en seco. Pero al darleentrada al agua me mandaron llamar. Yotomé un ferrocarril que me llevó hastauna pequeña ciudad de la provincia, yde allí a la casa fui en auto. Aquellaregión me pareció árida, pero al llegar

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la noche pensé que podía haber árbolesescondidos en la oscuridad. El choferme dejó con las valijas en un pequeñoatracadero donde empezaba el canal, «laavenida de agua», y tocó la campana,colgada de un plátano; pero ya se habíadesprendido de la casa la luz pálida quetraía el bote. Se veía una cúpulailuminada y al lado un monstruo oscurotan alto como la cúpula. (Era el tanquedel agua). Debajo de la luz venía un boteverdoso y un hombre de blanco que meempezó a hablar antes de llegar. Meconversó durante todo el trayecto (fue élquien me dijo lo de la fuente llena detierra). De pronto vi apagarse la luz de

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la cúpula. En ese momento el botero medecía: «Ella no quiere que tiren papelesni ensucien el piso de agua. Delcomedor al dormitorio de la señoraMargarita no hay puerta, y una mañanaen que se despertó temprano vio venirnadando desde el comedor un pan que sele había caído a mi mujer. A la dueña ledio mucha rabia y le dijo que se fuerainmediatamente y que no había cosa másfea en la vida que ver nadar un pan».

El frente de la casa estaba cubiertode enredaderas. Llegamos a un zaguánancho de luz amarillenta y desde allí seveía un poco del gran patio de agua y laisla. El agua entraba en la habitación de

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la izquierda por debajo de una puertacerrada. El botero ató la soga del bote aun gran sapo de bronce afirmado en lavereda de la derecha y por allí fuimoscon las valijas hasta una escalera decemento armado. En el primer pisohabía un corredor con vidrieras que seperdían entre el humo de una grancocina, de donde salió una mujer gruesacon flores en el moño. Parecía española.Me dijo que la señora, su ama, merecibiría al día siguiente; pero que esanoche me hablaría por teléfono.

Los muebles de mi habitación,grandes y oscuros, parecían sentirseincómodos entre paredes blancas

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atacadas por la luz de una lámparaeléctrica sin esmerilar y colgadadesnuda, en el centro de la habitación.La española levantó mi valija y lesorprendió el peso. Le dije que eranlibros. Entonces empezó a contarme elmal que le había hecho a su ama «tantolibro»; y «hasta la habían dejado sorda,y no le gustaba que le gritaran». Yodebo haber hecho algún gesto por lamolestia de la luz.

—¿A usted también le incomoda laluz? Igual que a ella.

Fui a encender una portátil; teníapantalla verde y daría una sombraagradable. En el instante de encenderla

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sonó el teléfono colocado detrás de laportátil, y lo atendió la española. Decíamuchos «sí» y las pequeñas floresblancas acompañaban conmovidas losmovimientos del moño. Después ellasujetaba las palabras que se asomaban ala boca con una sílaba o un chistido. Ycuando colgó el tubo suspiró y salió dela habitación en silencio.

Comí y bebí buen vino. La españolame hablaba pero yo, preocupado decómo me iría en aquella casa, apenas lecontestaba moviendo la cabeza como unmueble en un piso flojo. En el instantede retirar el pocilio de café de entre laluz llena de humo de mi cigarrillo, me

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volvió a decir que la señora me llamaríapor teléfono. Yo miraba el aparatoesperando continuamente el timbre, perosonó en un instante en que no loesperaba. La señora Margarita mepreguntó por mi viaje y mi cansanciocon voz agradable y tenue. Yo lerespondí con fuerza separando laspalabras.

—Hable naturalmente —me dijo—,ya le explicaré por qué le he dicho aMaría (la española) que estoy sorda.Quisiera que usted estuviera tranquilo enesta casa; es mi invitado; sólo le pediréque reme en mi bote y que soporte algoque tengo que decirle. Por mi parte haré

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una contribución mensual a sus ahorros ytrataré de serle útil. He leído suscuentos a medida que se publicaban. Nohe querido hablar de ellos con Alcidespor temor a disentir; soy susceptible;pero ya hablaremos…

Yo estaba absolutamenteconquistado. Hasta le dije que al díasiguiente me llamara a las seis. Esaprimera noche, en la casa inundada,estaba intrigado con lo que la señoraMargarita tendría que decirme, me vinouna tensión extraña y no podía hundirmeen el sueño. No sé cuándo me dormí. Alas seis de la mañana, un pequeño golpede timbre, como la picadura de un

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insecto, me hizo saltar en la cama.Esperé, inmóvil, que aquello serepitiera. Así fue. Levanté el tubo delteléfono.

—¿Está despierto?—Es verdad.Después de combinar la hora de

vernos me dijo que podía bajar enpiyama y que ella me esperaría al pie dela escalera. En aquel instante me sentícomo el empleado al que le dieran unmomento libre.

En la noche anterior, la oscuridadme había parecido casi toda hecha deárboles; y ahora, al abrir la ventana,pensé que ellos se habrían ido al

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amanecer. Sólo había una llanurainmensa con un aire claro; y los únicosárboles eran los plátanos del canal. Unpoco de viento les hacía mover el brillode las hojas; al mismo tiempo seasomaban a la «avenida de agua»tocándose disimuladamente las copas.Tal vez allí podría empezar a vivir denuevo con una alegría perezosa. Cerré laventana con cuidado, como si guardarael paisaje nuevo para mirarlo más tarde.

Vi, al fondo del corredor, la puertaabierta de la cocina y fui a pedir aguacaliente para afeitarme en el momentoque María le servía café a un hombrejoven que dio los «buenos días» con

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humildad; era el hombre del agua yhablaba de los motores. La española,con una sonrisa, me tomó de un brazo yme dijo que me llevaría todo a mi pieza.Al volver, por el corredor, vi al pie dela escalera —alta y empinada— a laseñora Margarita. Era muy gruesa y sucuerpo sobresalía de un pequeño botecomo un pie gordo de un zapatoescotado. Tenía la cabeza baja porqueleía unos papeles, y su trenza, alrededorde la cabeza, daba la idea de una coronadorada. Esto lo iba recordando despuésde una rápida mirada, pues temí que medescubriera observándola. Desde eseinstante hasta el momento de encontrarla

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estuve nervioso. Apenas puse los piesen la escalera empezó a mirar sindisimulo y yo descendía con ladificultad de un líquido espeso por unembudo estrecho. Me alcanzó una manomucho antes que yo llegara abajo. Y medijo:

—Usted no es como yo me loimaginaba… siempre me pasa eso. Mecostará mucho acomodar sus cuentos asu cara.

Yo, sin poder sonreír, hacíamovimientos afirmativos como uncaballo al que le molestara el freno. Yle contesté:

—Tengo mucha curiosidad de

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conocerla y de saber qué pasará.Por fin encontré su mano. Ella no me

soltó hasta que pasé al asiento de losremos, de espaldas a la proa. La señoraMargarita se removía con la respiraciónentrecortada, mientras se sentaba en elsillón que tenía el respaldo hacia mí. Medecía que estudiaba un presupuesto paraun asilo de madres y no podría hablarmepor un rato. Yo remaba, ella manejaba eltimón, y los dos mirábamos la estela queíbamos dejando. Por un instante tuve laidea de un gran error; yo no era botero yaquel peso era monstruoso. Ella seguíapensando en el asilo de madres sin teneren cuenta el volumen de su cuerpo y la

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pequeñez de mis manos. En la angustiadel esfuerzo me encontré con los ojoscasi pegados al respaldo de su sillón; yel barniz oscuro y la esterilla llena deagujeritos, como los de un panal, mehicieron acordar de una peluquería a laque me llevaba mi abuelo cuando yotenía seis años. Pero estos agujerosestaban llenos de bata blanca y de lagordura de la señora Margarita. Ella medijo:

—No se apure; se va a cansarenseguida.

Yo aflojé los remos de golpe, caícomo en un vacío dichoso y me sentí porprimera vez deslizándome con ella en el

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silencio del agua. Después tuve ciertaconciencia de haber empezado a remarde nuevo. Pero debe haber pasado largotiempo. Tal vez me haya despertado elcansancio. Al rato ella me hizo señascon una mano, como cuando se diceadiós, pero era para que me detuviera enel sapo más próximo. En toda la veredaque rodeaba al lago había esparcidosapos de bronce para atar el bote. Congran trabajo y palabras que no entendí,ella sacó el cuerpo del sillón y lo pusode pie en la vereda. De pronto nosquedamos inmóviles, y fue entoncescuando hizo por primera vez lacarraspera rara, como si arrastrara algo,

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en la garganta, que no quisiera tragar yque al final era un suspiro ronco. Yomiraba el sapo al que habíamosamarrado el bote pero veía también lospies de ella, tan fijos como los otros dossapos. Todo hacía pensar que la señoraMargarita hablaría. Pero también podíaocurrir que volviera a hacer lacarraspera rara. Si la hacía o empezabaa conversar yo soltaría el aire queretenía en los pulmones para no perderlas primeras palabras. Después laespera se fue haciendo larga y yo dejabaescapar la respiración como si fueraabriendo la puerta de un cuarto dondealguien duerme. No sabía si esa espera

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quería decir que yo debía mirarla; perodecidí quedarme inmóvil todo el tiempoque fuera necesario. Me encontré denuevo con el sapo y los pies, y puse miatención en ellos sin mirar directamente.La parte aprisionada en los zapatos erapequeña; pero después se desbordaba lagran garganta blanca y la pierna rolliza yblanda con ternura de bebé que ignorasus formas; y la idea de inmensidad quehabía encima de aquellos pies era comoel sueño fantástico de un niño. Pasédemasiado tiempo esperando lacarraspera; y no sé en qué pensamientosandaría cuando oí sus primeraspalabras. Entonces tuve la idea de que

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un inmenso jarrón se había ido llenandosilenciosamente y ahora dejaba caer elagua con pequeños ruidos intermitentes.

—Yo le prometí hablar… pero hoyno puedo… tengo un mundo de cosas enque pensar…

Cuando dijo «mundo», yo, sinmirarla, me imaginé las curvas de sucuerpo. Ella siguió:

—Además usted no tiene culpa, perome molesta que sea tan diferente.

Sus ojos se achicaron y en su cara seabrió una sonrisa inesperada; el labiosuperior se recogió hacia los ladoscomo algunas cortinas de los teatros y seadelantaron, bien alineados, grandes

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dientes brillantes.—Yo, sin embargo, me alegro que

usted sea como es.Esto lo debo haber dicho con una

sonrisa provocativa, porque pensé en mímismo como en un sinvergüenza de otraépoca con una pluma en el gorro.Entonces empecé a buscar sus ojosverdes detrás de los lentes. Pero en elfondo de aquellos lagos de vidrio, tanpequeños y de ondas tan fijas, lospárpados se habían cerrado y seabultaban avergonzados. Los labiosempezaron a cubrir los dientes de nuevoy toda la cara se fue llenando de uncolor rojizo que ya había visto antes en

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faroles chinos. Hubo un silencio comode mal entendido y uno de sus piestropezó con un sapo al tratar de subir albote. Yo hubiera querido volver unosinstantes hacia atrás y que todo hubierasido distinto. Las palabras que yo habíadicho mostraban un fondo de insinuacióngrosera que me llenaba de amargura. Ladistancia que había de la isla a lasvidrieras se volvía un espacio ofendidoy las cosas se miraban entre ellas comopara rechazarme. Eso era una pena,porque yo las había empezado a querer.Pero de pronto la señora Margarita dijo:

—Deténgase en la escalera y vaya asu cuarto. Creo que luego tendré muchas

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ganas de conversar con usted.Entonces yo miré unos reflejos que

había en el lago y sin ver las plantas medi cuenta de que me eran favorables; ysubí contento aquella escalera casiblanca, de cemento armado, como unchiquilín que trepara por las vértebrasde un animal prehistórico.

Me puse a arreglar seriamente mislibros entre el olor a madera nueva delropero y sonó el teléfono:

—Por favor, baje un rato más;daremos unas vueltas en silencio ycuando yo le haga una seña usted sedetendrá al pie de la escalera, volverá asu habitación y yo no lo molestaré más

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hasta que pasen dos días.Todo ocurrió como ella lo había

previsto, aunque en un instante en querodeamos la isla de cerca y ella miró lasplantas parecía que iba a hablar.

Entonces, empezaron a repetirseunos días imprecisos de espera y depereza, de aburrimiento a la luz de laluna y de variedad de sospechas con elmarido de ella bajo las plantas. Yosabía que tenía gran dificultad encomprender a los demás y trataba depensar en la señora Margarita un pococomo Alcides y otro poco como María;pero también sabía que iba a tenerpereza de seguir desconfiando. Entonces

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me entregué a la manera de mi egoísmo;cuando estaba con ella esperaba, conbuena voluntad y hasta con perezacariñosa, que ella me dijera lo que se leantojara y entrara cómodamente en micomprensión. O si no, podría ocurrir,que mientras yo vivía cerca de ella, conun descuido encantado, esa comprensiónse formara despacio, en mí, y rodearatoda su persona. Y cuando estuviera enmi pieza entregado a mis lecturas,miraría también la llanura, sinacordarme de la señora Margarita. Ydesde allí, sin ninguna malicia, robaríapara mí la visión del lugar y me lallevaría conmigo al terminar el verano.

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Pero ocurrieron otras cosas.Una mañana el hombre del agua

tenía un plano azul sobre la mesa. Susojos y sus dedos seguían las curvas querepresentaban los caños del aguaincrustados sobre las paredes y debajode los pisos como gusanos que lashubieran carcomido. Él no me habíavisto, a pesar de que sus pelos revueltosparecían desconfiados y apuntaban entodas direcciones. Por fin levantó losojos. Tardó en cambiar la idea de queme miraba a mí en vez de lo que habíaen los planos y después empezó aexplicarme cómo las máquinas, pormedio de los caños, absorbían y

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vomitaban el agua de la casa paraproducir una tormenta artificial. Yo nohabía presenciado ninguna de lastormentas; sólo había visto las sombrasde algunas planchas de hierro queresultaron ser bocas que se abrían ycerraban alternativamente, unas tragandoy otras echando agua. Me costabacomprender la combinación de algunasválvulas; y el hombre quiso explicarmetodo de nuevo. Pero entró María:

—Ya sabes tú que no debes tener ala vista esos caños retorcidos. A ella leparecen intestinos… y puede llegarsehasta aquí, como el año pasado… —ydirigiéndose a mí—: Por favor, usted

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oiga, señor, y cierre el pico. Sabrá queesta noche tendremos «velorio»… Sí,ella pone velas en unas budineras quedeja flotando alrededor de la cama y sehace la ilusión de que es su propio«velorio». Y después hace andar el aguapara que la corriente se lleve lasbudineras.

Al anochecer oí los pasos de María,el gong para hacer marchar el agua y elruido de los motores. Pero ya estabaaburrido y no quería asombrarme denada.

Otra noche en que yo había comido ybebido demasiado, el estar remandosiempre detrás de ella me parecía un

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sueño disparatado; tenía que estarescondido detrás de la montaña, que almismo tiempo se deslizaba con elsilencio que suponía en los cuerposcelestes; y con todo me gustaba pensarque «la montaña» se movía porque yo lallevaba en el bote. Después ella quisoque nos quedáramos quietos y pegados ala isla. Ese día habían puesto unasplantas que se asomaban comosombrillas inclinadas y ahora no nosdejaban llegar la luz que la luna hacíapasar por entre los vidrios. Yotranspiraba por el calor, y las plantas senos echaban encima. Quise meterme enel agua, pero como la señora Margarita

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se daría cuenta de que el bote perdíapeso, dejé esa idea. La cabeza se meentretenía en pensar cosas por su cuenta:«El nombre de ella es como su cuerpo;las dos primeras sílabas se parecen atoda esa carga de gordura y las dosúltimas a su cabeza y sus faccionespequeñas…». Parece mentira, la nochees tan inmensa, en el campo, y nosotrosaquí, dos personas mayores, tan cerca ypensando quién sabe qué estupidecesdiferentes. Deben ser las dos de lamadrugada… y estamos inútilmentedespiertos, agobiados por estas ramas…Pero qué firme es la soledad de estamujer…

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Y de pronto, no sé en qué momento,salió de entre las ramas un rugido queme hizo temblar. Tardé en comprenderque era la carraspera de ella y unaspocas palabras:

—No me haga ninguna pregunta…Aquí se detuvo. Yo me ahogaba y me

venían cerca de la boca palabras queparecían de un antiguo compañero deorquesta que tocaba el bandoneón:«¿Quién te hace ninguna pregunta?…Mejor me dejaras ir a dormir…».

Y ella terminó de decir:—… hasta que yo le haya contado

todo.Por fin aparecían las palabras

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prometidas —ahora que yo no lasesperaba—. El silencio nos apretabadebajo de las ramas pero no me animabaa llevar el bote más adelante. Tuvetiempo de pensar en la señora Margaritacon palabras que oía dentro de mí ycomo ahogadas en una almohada:«Pobre, me decía a mí mismo, debetener necesidad de comunicarse conalguien. Y estando triste le será difícilmanejar ese cuerpo…».

Después que ella empezó a hablar,me pareció que su voz también sonabadentro de mí como si yo pronunciara suspalabras. Tal vez por eso ahoraconfundo lo que ella me dijo con lo que

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yo pensaba. Además me será difíciljuntar todas sus palabras y no tendré másremedio que poner aquí muchas de lasmías.

«Hace cuatro años, al salir de Suiza,el ruido del ferrocarril me erainsoportable. Entonces me detuve en unapequeña ciudad de Italia…».

Parecía que iba a decir con quién,pero se detuvo. Pasó mucho rato y creíque esa noche no diría más nada. Su vozse había arrastrado con intermitencias yhacía pensar en la huella de un animalherido. En el silencio, que parecíallenarse de todas aquellas ramasenmarañadas, se me ocurrió repasar lo

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que acababa de oír. Después pensé queyo me había quedado, indebidamente,con la angustia de su voz en la memoria,para llevarla después a mi soledad yacariciarla. Pero enseguida, como sialguien me obligara a soltar esa idea, sedeslizaron otras. Debe haber sido con élque estuvo antes en la pequeña ciudadde Italia. Y después de perderlo, enSuiza, es posible que haya salido de allísin saber que todavía le quedaba unpoco de esperanza (Alcides me habíadicho que no encontraron los restos) y alalejarse de aquel lugar, el ruido delferrocarril la debe haber enloquecido.Entonces, sin querer alejarse demasiado,

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decidió bajarse en la pequeña ciudad deItalia. Pero en ese otro lugar se haencontrado, sin duda, con recuerdos quele produjeron desesperaciones nuevas.Ahora ella no podrá decirme todo esto,por pudor, o tal vez por creer queAlcides me ha contado todo. Pero él nome dijo que ella está así por la pérdidade su marido, sino simplemente:«Margarita fue trastornada toda suvida»; y María atribuía la rareza de suama a «tanto libro». Tal vez ellos sehayan confundido porque la señoraMargarita no les habló de su pena. Y yomismo, si no hubiera sabido algo porAlcides, no habría comprendido nada de

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su historia, ya que la señora Margaritanunca me dijo ni una palabra de sumarido.

Yo seguí con muchas ideas comoéstas, y cuando las palabras de ellavolvieron, la señora Margarita aparecíainstalada en una habitación del primerpiso de un hotel, en la pequeña ciudadde Italia, a la que había llegado por lanoche. Al rato de estar acostada, selevantó porque oyó ruidos, y fue haciauna ventana de un corredor que daba alpatio. Allí había reflejos de luna y deotras luces. Y de pronto, como si sehubiera encontrado con una cara que lahabía estado acechando, vio una fuente

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de agua. Al principio no podía saber siel agua era una mirada falsa en la caraoscura de la fuente de piedra; perodespués el agua le pareció inocente; y alir a la cama la llevaba en los ojos ycaminaba con cuidado para no agitarla.A la noche siguiente no hubo ruidos peroigual se levantó. Esta vez el agua erapoca, sucia y al ir a la cama, como en lanoche anterior, le volvió a parecer queel agua la observaba; ahora era por entrehojas que no alcanzaban a nadar. Laseñora Margarita la siguió mirando,dentro de sus propios ojos y las miradasde las dos se habían detenido en unamisma contemplación. Tal vez por eso,

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cuando la señora Margarita estaba pordormirse, tuvo un presentimiento que nosabía si le venía de su alma o del fondodel agua. Pero sintió que alguien queríacomunicarse con ella, que había dejadoun aviso en el agua y por eso el aguainsistía en mirar y en que la miraran.Entonces la señora Margarita bajó de lacama y anduvo vagando, descalza yasombrada, por su pieza y el corredor;pero ahora, la luz y todo era distinto,como si alguien hubiera mandado cubrirel espacio donde ella caminaba con otroaire y otro sentido de las cosas. Esta vezella no se animó a mirar el agua; y alvolver a su cama sintió caer en su

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camisón, lágrimas verdaderas yesperadas desde hacía mucho tiempo.

A la mañana siguiente, al ver el aguadistraída, entre mujeres que hablaban envoz alta, tuvo miedo de haber sidoengañada por el silencio de la noche ypensó que el agua no le daría ningúnaviso ni la comunicaría con nadie. Peroescuchó con atención lo que decían lasmujeres y se dio cuenta de que ellasempleaban sus voces en palabras tontas,que el agua no tenía culpa de que se lasecharan encima como si fueran papelessucios y que no se dejarían engañar porla luz del día. Sin embargo, salió acaminar, vio un pobre viejo con una

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regadera en la mano y cuando él lainclinó apareció una vaporosa pollerade agua, haciendo murmullos como sifuera movida por pasos. Entonces,conmovida, pensó: «No, no deboabandonar el agua; por algo ella insistecomo una niña que no puedeexplicarse». Esa noche no fue a la fuenteporque tenía un gran dolor de cabeza ydecidió tomar una pastilla paraaliviarse. Y en el momento de ver elagua entre el vidrio del vaso y la pocaluz de la penumbra, se imaginó que lamisma agua se había ingeniado paraacercarse y poner un secreto en loslabios que iban a beber. Entonces la

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señora Margarita se dijo: «No, esto esmuy serio; alguien prefiere la noche paratraer el agua a mi alma».

Al amanecer fue a ver a solas elagua de la fuente para observarminuciosamente lo que había entre elagua y ella. Apenas puso sus ojos sobreel agua se dio cuenta de que por sumirada descendía un pensamiento. (Aquíla señora Margarita dijo estas mismaspalabras: «un pensamiento que ahora noimporta nombrar», y, después de unalarga carraspera, «un pensamientoconfuso y como deshecho de tantoestrujarlo». «Se empezó a hundir,lentamente y lo dejé reposar. De él

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nacieron reflexiones que mis miradasextrajeron del agua y me llenaron losojos y el alma. Entonces supe, porprimera vez, que hay que cultivar losrecuerdos en el agua, que el aguaelabora lo que en ella se refleja y querecibe el pensamiento. En caso dedesesperación no hay que entregar elcuerpo al agua; hay que entregar a ella elpensamiento; ella lo penetra y él noscambia el sentido de la vida»). Fueronéstas, aproximadamente, sus palabras.

Después se vistió, salió a caminar,vio de lejos un arroyo, y en el primermomento no se acordó de que por losarroyos corría agua —algo del mundo

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con quien sólo ella podía comunicarse.Al llegar a la orilla, dejó su mirada enla corriente, y enseguida tuvo la idea,sin embargo, de que esta agua no sedirigía a ella; y que además ésta podíallevarle los recuerdos para un lugarlejano, o gastárselos. Sus ojos laobligaron a atender a una hoja reciéncaída de un árbol; anduvo un instante enla superficie y en el momento dehundirse la señora Margarita oyó pasossordos, como palpitaciones. Tuvo unaangustia de presentimientos imprecisos yla cabeza se le oscureció. Los pasoseran de un caballo que se acercó con unaconfianza un poco aburrida y hundió los

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belfos en la corriente; sus dientesparecían agrandados a través de unvidrio que se moviera, y cuando levantóla cabeza el agua chorreaba por lospelos de sus belfos sin perder ningunadignidad. Entonces pensó en loscaballos que bebían el agua del país deella, y en lo distinta que sería el aguaallá.

Esa noche, en el comedor del hotel,la señora Margarita se fijaba a cadamomento en una de las mujeres quehabía hablado a gritos cerca de lafuente. Mientras el marido la mirabaembobado, la mujer tenía una sonrisairónica, y cuando se llevó una copa a los

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labios, la señora pensó: «En qué bocasanda el agua». Enseguida se sintió mal,fue a su pieza y tuvo una crisis delágrimas. Después se durmiópesadamente y a las dos de lamadrugada se despertó agitada y con elrecuerdo del arroyo llenándole el alma.Entonces tuvo ideas en favor del arroyo:«Esa agua corre como una esperanzadesinteresada y nadie puede con ella. Siel agua que corre es poca, cualquierpozo puede prepararle una trampa yencerrarla: entonces ella se entristece,se llena de un silencio sucio, y ese pozoes como la cabeza de un loco. Yo debotener esperanzas como de paso,

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vertiginosas, si es posible, y no pensardemasiado en que se cumplan; ése debeser, también, el sentido del agua, suinclinación instintiva. Yo debo estar conmis pensamientos y mis recuerdos comoen un agua que corre con grancaudal…». Esta marea de pensamientoscreció rápidamente y la señoraMargarita se levantó de la cama,preparó las valijas y empezó a pasearsepor su cuarto y el corredor sin querermirar el agua de la fuente. Entoncespensaba: «El agua es igual en todaspartes, y yo debo cultivar mis recuerdosen cualquier agua del mundo». Pasó untiempo angustioso antes de estar

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instalada en el ferrocarril. Pero despuésel ruido de las ruedas la deprimió ysintió pena por el agua que había dejadoen la fuente del hotel; recordó la nocheen que estaba sucia y llena de hojas,como una niña pobre, pidiéndole unalimosna y ofreciéndole algo; pero si nohabía cumplido la promesa de unaesperanza o un aviso, era por algunapicardía natural de la inocencia.Después la señora Margarita se pusouna toalla en la cara, lloró y eso le hizobien. Pero no podía abandonar suspensamientos del agua quieta. «Yo debopreferir —seguía pensando— el aguaque esté detenida en la noche para que el

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silencio se eche lentamente sobre ella ytodo se llene de sueño y de plantasenmarañadas. Eso es más parecido alagua que llevo en mí; si cierro los ojossiento como si las manos de una ciegatantearan la superficie de su propia aguay recordara borrosamente un agua entreplantas que vio en la niñez, cuando aúnle quedaba un poco de vista».

Aquí se detuvo un rato, hasta que yotuve conciencia de haber vuelto a lanoche en que estábamos bajo las ramas,pero no sabía bien si estos últimospensamientos la señora Margarita loshabía tenido en el ferrocarril, o se lehabían ocurrido ahora, bajo estas ramas.

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Después me hizo señas para que fuera alpie de la escalera.

Esa noche no encendí la luz de micuarto, y al tantear los muebles tuve elrecuerdo de otra noche en que me habíaemborrachado ligeramente con unabebida que tomaba por primera vez.Ahora tardé en desvestirme. Después meencontré con los ojos fijos en el tul delmosquitero y me vinieron de nuevo laspalabras que se habían desprendido delcuerpo de la señora Margarita.

En el mismo instante del relato nosólo me di cuenta de que ella pertenecíaal marido, sino que yo había pensadodemasiado en ella; y a veces, de una

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manera culpable. Entonces, parecía quefuera yo el que escondía lospensamientos entre las plantas. Perodesde el momento en que la señoraMargarita empezó a hablar sentí unaangustia como si su cuerpo se hundieraen un agua que me arrastraba a mítambién; mis pensamientos culpablesaparecieron de una manera fugaz y conla idea de que no había tiempo ni valíala pena pensar en ellos; y a medida queel relato avanzaba el agua se ibapresentando como el espíritu de unareligión que nos sorprendiera en formasdiferentes, y los pecados, en esa agua,tenían otro sentido y no importaba tanto

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su significado. El sentimiento de unareligión del agua era cada vez másfuerte. Aunque la señora Margarita y yoéramos los únicos fieles de carne yhueso, los recuerdos de agua que yorecibía en mi propia vida, en lasintermitencias del relato, también meparecían fieles de esa religión; llegabancon lentitud, como si hubieranemprendido el viaje desde hacía muchotiempo y apenas cometido un granpecado.

De pronto me di cuenta de que de mipropia alma me nacía otra nueva y queyo seguiría a la señora Margarita nosólo en el agua, sino también en la idea

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de su marido. Y cuando ella terminó dehablar y yo subía la escalera de cementoarmado, pensé que en los días que caíaagua del cielo había reuniones de fieles.

Pero, después de acostado bajoaquel tul, empecé a rodear de otramanera el relato de la señora Margarita;fui cayendo con una sorpresa lenta, enmi alma de antes, y pensando que yotambién tenía mi angustia propia; queaquel tul en que yo había dejadoprendidos los ojos abiertos, estabacolgado encima de un pantano y que deallí se levantaban otros fieles, los míospropios, y me reclamaban otras cosas.Ahora recordaba mis pensamientos

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culpables con bastantes detalles ycargados con un sentido que yo conocíabien. Habían empezado en una de lasprimeras tardes, cuando sospechaba quela señora Margarita me atraería comouna gran ola; no me dejaría hacer pie ymi pereza me quitaría fuerzas paradefenderme. Entonces tuve una reaccióny quise irme de aquella casa; pero esofue como si al despertar hiciera unmovimiento con la intención delevantarme y sin darme cuenta meacomodara para seguir durmiendo. Otratarde quise imaginarme —ya lo habíahecho con otras mujeres— cómo seríayo casado con ésta. Y por fin había

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decidido, cobardemente, que si susoledad me inspirara lástima y yo mecasara con ella, mis amigos dirían quelo había hecho por dinero; y misantiguas novias se reirían de mí aldescubrirme caminando por veredasestrechas detrás de una mujer gruesísimaque resultaba ser mi mujer. (Ya habíatenido que andar detrás de ella, por lavereda angosta que rodeaba el lago, enlas noches que ella quería caminar).

Ahora a mí no me importaba lo quedijeran los amigos ni las burlas de lasnovias de antes. Esta señora Margaritame atraía con una fuerza que parecíaejercer a gran distancia, como si yo

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fuera un satélite, y al mismo tiempo quese me aparecía lejana y ajena, estaballena de una sublimidad extraña. Peromis fieles me reclamaban a la primeraseñora Margarita, aquella desconocidamás sencilla, sin marido, y en la que miimaginación podía intervenir máslibremente. Y debo haber pensadomuchas cosas más antes que el sueño mehiciera desaparecer el tul.

A la mañana siguiente, la señoraMargarita me dijo por teléfono: «Leruego que vaya a Buenos Aires por unosdías; haré limpiar la casa y no quieroque usted me vea sin el agua». Despuésme indicó el hotel donde debía ir. Allí

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recibiría el aviso para volver.La invitación a salir de su casa hizo

disparar en mí un resorte celoso y en elmomento de irme me di cuenta de que apesar de mi excitación llevaba conmigoun envoltorio pesado de tristeza y queapenas me tranquilizara tendría lanecesidad estúpida de desenvolverlo yrevisarlo cuidadosamente. Eso ocurrióal poco rato, y cuando tomé elferrocarril tenía tan pocas esperanzas deque la señora Margarita me quisiera,como serían las de ella cuando tomóaquel ferrocarril sin saber si su maridoaún vivía. Ahora eran otros tiempos yotros ferrocarriles; pero mi deseo de

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tener algo común con ella me hacíapensar: «Los dos hemos tenido angustiasentre ruidos de ruedas de ferrocarriles».Pero esta coincidencia era tan pobrecomo la de haber acertado sólo una cifrade las que tuviera un billete premiado.Yo no tenía la virtud de la señoraMargarita de encontrar un aguamilagrosa, ni buscaría consuelo enninguna religión. La noche anterior habíatraicionado a mis propios fíeles, porqueaunque ellos querían llevarme con laprimera señora Margarita, yo tenía,también, en el fondo de mi pantano,otros fieles que miraban fijamente a estaseñora como bichos encantados por la

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luna. Mi tristeza era perezosa, perovivía en mi imaginación con orgullo depoeta incomprendido. Yo era un lugarprovisorio donde se encontraban todosmis antepasados un momento antes dellegar a mis hijos; pero mis abuelos,aunque eran distintos y con grandesenemistades, no querían pelear mientraspasaban por mi vida: preferían eldescanso, entregarse a la pereza ydesencontrarse como sonámbuloscaminando por sueños diferentes. Yotrataba de no provocarlos, pero si esollegaba a ocurrir preferiría que la luchafuera corta y se exterminaran de ungolpe.

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En Buenos Aires me costaba hallarrincones tranquilos donde Alcides no meencontrara. (A él le gustaría que lecontara cosas de la señora Margaritapara ampliar su mala manera de pensaren ella). Además yo ya estaba bastanteconfundido con mis dos señorasMargaritas y vacilaba entre ellas comosi no supiera a cuál, de dos hermanas,debía preferir o traicionar; ni tampocolas podía fundir, para amarlas al mismotiempo. A menudo me fastidiaba que laúltima señora Margarita me obligara apensar en ella de una manera tan pura, ytuve la idea de que debía seguirla entodas sus locuras para que ella me

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confundiera entre los recuerdos delmarido, y yo, después, pudierasustituirlo.

Recibí la orden de volver en un díade viento y me lancé a viajar con unaprecipitación salvaje. Pero ese día, elviento parecía traer oculta la misión desoplar contra el tiempo y nadie se dabacuenta de que los seres humanos, losferrocarriles y todo se movía con unalentitud angustiosa. Soporté el viaje conuna paciencia inmensa y al llegar a lacasa inundada fue María la que vino arecibirme al embarcadero. No me dejóremar y me dijo que el mismo día que yome fui, antes de retirarse el agua,

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ocurrieron dos accidentes. Primero llegóFilomena, la mujer del botero, a pedirque la señora Margarita la volviera atomar. No la habían despedido sólo porhaber dejado nadar aquel pan, sinoporque la encontraron seduciendo aAlcides una vez que él estuvo allí en losprimeros días. La señora Margarita, sindecir una palabra, la empujó, yFilomena cayó al agua; cuando se iba,llorando y chorreando agua, el marido laacompañó y no volvieron más. Un pocomás tarde, cuando la señora Margaritaacercó, tirando de un cordón, el tocadorde su cama (allí los muebles flotabansobre gomas infladas, como las que los

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niños llevan a las playas), volcó unabotella de aguardiente sobre uncalentador que usaba para unos afeites yse incendió el tocador. Ella pidió aguapor teléfono, «como si allí no hubierabastante o no fuera la misma que hay entoda la casa», decía María.

La mañana que siguió a mi vuelta eraradiante y habían puesto plantas nuevas;pero sentí celos de pensar que allí habíaalgo diferente a lo de antes; la señoraMargarita y yo no encontraríamos laspalabras y los pensamientos como loshabíamos dejado, debajo de las ramas.

Ella volvió a su historia después dealgunos días. Esa noche, como ya había

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ocurrido otras veces, pusieron unapasarela para cruzar el agua del zaguán.Cuando llegué al pie de la escalera laseñora Margarita me hizo señas paraque me detuviera; y después para quecaminara detrás de ella. Dimos unavuelta por toda la vereda estrecha querodeaba al lago y ella empezó a decirmeque al salir de aquella ciudad de Italiapensó que el agua era igual en todaspartes del mundo. Pero no fue así, ymuchas veces tuvo que cerrar los ojos yponerse los dedos en los oídos paraencontrarse con su propia agua. Despuésde haberse detenido en España, dondeun arquitecto le vendió los planos para

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una casa inundada —ella no me diodetalles— tomó un barco demasiadolleno de gente y al dejar de ver tierra sedio cuenta de que el agua del océano nole pertenecía, que en ese abismo seocultaban demasiados seresdesconocidos. Después me dijo quealgunas personas, en el barco, hablabande naufragios, y cuando miraban lainmensidad del agua, parecía queescondían miedo; pero no teníanescrúpulo en sacar un poquito de aquellaagua inmensa, de echarla en una bañera,y de entregarse a ella con el cuerpodesnudo. También les gustaba ir alfondo del barco y ver las calderas, con

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el agua encerrada y enfurecida por latortura del fuego. En los días que el marestaba agitado la señora Margarita seacostaba en su camarote y hacía andarsus ojos por hileras de letras, en diariosy revistas, como si siguieran caminos dehormigas. O miraba un poco el agua quese movía entre un botellón de cuelloangosto. Aquí detuvo el relato y yo medi cuenta de que ella se balanceabacomo un barco. A menudo nuestrospasos no coincidían, echábamos elcuerpo para lados diferentes y a mí mecostaba atrapar sus palabras, queparecían llevadas por ráfagasdesencontradas. También detuvo sus

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pasos antes de subir a la pasarela, comosi en ese momento tuviera miedo depasar por ella; entonces me pidió quefuera a buscar el bote. Anduvimosmucho rato antes que apareciera elsuspiro ronco y nuevas palabras. Por finme dijo que en el barco había tenido uninstante para su alma. Fue cuando estabaapoyada en una baranda, mirando lacalma del mar, como a una inmensa pielque apenas dejara entrever movimientosde músculos. La señora Margaritaimaginaba locuras como las que vienenen los sueños: suponía que ella podíacaminar por la superficie del agua; perotenía miedo que surgiera una marsopa

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que la hiciera tropezar; y entonces, estavez, se hundiría, realmente. De prontotuvo conciencia que desde hacía algunosinstantes caía, sobre el agua del mar,agua dulce del cielo, muchas gotasllegaban hasta la madera de cubierta yse precipitaban tan seguidas yamontonadas como si asaltaran el barco.Enseguida toda la cubierta era,sencillamente, un piso mojado. Laseñora Margarita volvió a mirar el mar,que recibía y se tragaba la lluvia con lanaturalidad con que un animal se traga aotro. Ella tuvo un sentimiento confuso delo que pasaba y de pronto su cuerpo seempezó a agitar por una risa que tardó

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en llegarle a la cara, como un temblor detierra provocado por una causadesconocida. Parecía que buscarapensamientos que justificaran su risa ypor fin se dijo: «Esta agua parece unaniña equivocada; en vez de llover sobrela tierra llueve sobre otra agua».Después sintió ternura en lo dulce quesería para el mar recibir la lluvia; peroal irse para su camarote, moviendo sucuerpo inmenso, recordó la visión delagua tragándose la otra y tuvo la idea deque la niña iba hacia su muerte.Entonces la ternura se le llenó de unatristeza pesada, se acostó enseguida ycayó en el sueño de la siesta. Aquí la

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señora Margarita terminó el relato deesa noche y me ordenó que fuera a mipieza.

Al día siguiente recibí su voz porteléfono y tuve la impresión de que mecomunicaba con una conciencia de otromundo. Me dijo que me invitaba para elatardecer a una sesión de homenaje alagua. Al atardecer yo oí el ruido de lasbudineras, con las corridas de María, yconfirmé mis temores: tendría queacompañarla en su «velorio». Ella meesperó al pie de la escalera cuando yaera casi de noche. Al entrar, de espaldasa la primera habitación, me di cuenta deque había estado oyendo un ruido de

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agua y ahora era más intenso. En esahabitación vi un trinchante. (Las ondasdel bote lo hicieron mover sobre susgomas infladas, y sonaron un poco lascopas y las cadenas con que estabasujeto a la pared). Al otro lado de lahabitación había una especie de balsa,redonda, con una mesa en el centro ysillas recostadas a una baranda:parecían un conciliábulo de mudosmoviéndose apenas por el paso del bote.Sin querer mis remos tropezaron con losmarcos de las puertas que daban entradaal dormitorio. En ese instante comprendíque allí caía agua sobre agua. Alrededorde toda la pared —menos en el lugar en

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que estaban los muebles, el gran ropero,la cama y el tocador— había colgadasinnumerables regaderas de todas formasy colores; recibían el agua de un granrecipiente de vidrio parecido a una pipaturca, suspendido del techo como unalámpara; y de él salían, curvados comoguirnaldas, los delgados tubos de gomaque alimentaban las regaderas. Entreaquel ruido de gruta, atracamos junto ala cama; sus largas patas de vidrio lahacían sobresalir bastante del agua. Laseñora Margarita se quitó los zapatos yme dijo que yo hiciera lo mismo; subió ala cama, que era muy grande, y sedirigió a la pared de la cabecera, donde

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había un cuadro enorme como un chivoblanco de barba parado sobre sus patastraseras. Tomó el marco, abrió el cuadrocomo si fuera una puerta y apareció uncuarto de baño. Para entrar dio un pasosobre las almohadas, que le servían deescalón, y a los pocos instantes volviótrayendo dos budineras redondas convelas pegadas en el fondo. Me dijo quelas fuera poniendo en el agua. Al subir,yo me caí en la cama; me levantéenseguida pero alcancé a sentir elperfume que había en las cobijas. Fuiponiendo las budineras que ella mealcanzaba al costado de la cama, y depronto ella me dijo: «Por favor, no las

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ponga así que parece un velorio».(Entonces me di cuenta del error deMaría). Eran veintiocho. La señora sehincó en la cama y tomando el tubo delteléfono, que estaba en una de las mesasde luz, dio orden de que cortaran el aguade las regaderas. Se hizo un silenciosepulcral y nosotros empezamos aencender las velas echados de bruces alos pies de la cama y yo tenía cuidadode no molestar a la señora. Cuandoestábamos por terminar, a ella se le cayóla caja de los fósforos en una budinera,entonces me dejó a mí solo y se levantópara ir a tocar el gong, que estaba en laotra mesa de luz. Allí había también una

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portátil y era lo único que alumbraba lahabitación. Antes de tocar el gong sedetuvo, dejó el palillo al lado de laportátil y fue a cerrar la puerta que erael cuadro del chivo. Después se sentó enla cabecera de la cama, empezó aarreglar las almohadas y me hizo señaspara que yo tocara el gong. A mí mecostó hacerlo: tuve que andar en cuatropies por la orilla de la cama para norozar sus piernas, que ocupaban tantoespacio. No sé por qué tenía miedo decaerme al agua —la profundidad erasólo de cuarenta centímetros—. Despuésde hacer sonar el gong una vez, ella meindicó que bastaba. Al retirarme —

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andando hacia atrás porque no habíaespacio para dar vuelta—, vi la cabezade la señora recostada a los pies delchivo, y la mirada fija, esperando. Lasbudineras, también inmóviles, parecíanpequeñas barcas recostadas en un puertoantes de la tormenta. A los pocosmomentos de marchar los motores elagua empezó a agitarse; entonces laseñora Margarita, con gran esfuerzosalió de la posición en que estaba y vinode nuevo a arrojarse de bruces a lospies de la cama. La corriente llegó hastanosotros, hizo chocar las budineras, unascontra otras, y después de llegar a lapared del fondo volvió con violencia a

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llevarse las budineras, a toda velocidad.Se volcó una y enseguida otras: lasvelas, al apagarse, echaban un poco dehumo. Yo miré a la señora Margarita,pero ella, previendo mi curiosidad, sehabía puesto una mano al costado de losojos. Rápidamente, las budineras sehundían enseguida, daban vueltas a todavelocidad por la puerta del zaguán endirección al patio. A medida que seapagaban las velas había menos reflejosy el espectáculo se empobrecía. Cuandotodo parecía haber terminado, la señoraMargarita, apoyada en el brazo que teníala mano en los ojos, soltó con la otramano una budinera que había quedado

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trabada a un lado de la cama y sedispuso a mirarla; pero esa budineratambién se hundió enseguida. Despuésde unos segundos, ella, lentamente, seafirmó en las manos para hincarse opara sentarse sobre sus talones y, con lacabeza inclinada hacia abajo y labarbilla perdida entre la gordura de lagarganta, miraba el agua como una niñaque hubiera perdido una muñeca. Losmotores seguían andando y la señoraMargarita parecía cada vez másabrumada de desilusión. Yo, sin que ellame dijera nada, atraje el bote por lacuerda que estaba atada a una pata de lacama. Apenas estuve dentro del bote y

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solté la cuerda, la corriente me llevócon una rapidez que yo no habíaprevisto. Al dar vuelta en la puerta delzaguán miré hacia atrás y vi a la señoraMargarita con los ojos clavados en mícomo si yo hubiera sido una budineramás que le diera la esperanza derevelarle algún secreto. En el patio, lacorriente me hacía girar alrededor de laisla. Yo me senté en el sillón del bote yno me importaba dónde me llevara elagua. Recordaba las vueltas que habíadado antes, cuando la señora Margaritame había parecido otra persona, y apesar de la velocidad de la corrientesentía pensamientos lentos y me vino una

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síntesis triste de mi vida. Yo estabadestinado a encontrarme sólo con unaparte de las personas, y además porpoco tiempo y como si yo fuera unviajero distraído que tampoco supieradónde iba. Esta vez ni siquieracomprendía por qué la señora Margaritame había llamado y contaba su historiasin dejarme hablar ni una palabra; porahora yo estaba seguro de que nunca meencontraría plenamente con esta señora.Y seguí en aquellas vueltas y enaquellos pensamientos hasta queapagaron los motores y vino María apedirme el bote para pescar lasbudineras, que también daban vuelta

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alrededor de la isla. Yo le expliqué quela señora Margarita no hacía ningúnvelorio y que únicamente le gustaba vernaufragar las budineras con la llama yno sabía qué más decirle.

Esa misma noche, un poco tarde, laseñora Margarita me volvió a llamar. Alprincipio estaba nerviosa, y sin hacer lacarraspera tomó la historia en elmomento en que había comprado la casay la había preparado para inundarla. Talvez había sido cruel con la fuente,desbordándole el agua y llenándola conesa tierra oscura. Al principio, cuandopusieron las primeras plantas, la fuenteparecía soñar con el agua que había

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tenido antes; pero de pronto las plantasaparecían demasiado amontonadas,como presagios confusos; entonces laseñora Margarita las mandaba cambiar.Ella quería que el agua se confundieracon el silencio de sueños tranquilos, ode conversaciones bajas de familiasfelices (por eso le había dicho a Maríaque estaba sorda y que sólo debíahablarle por teléfono). También queríaandar sobre el agua con la lentitud deuna nube y llevar en las manos libros,como aves inofensivas. Pero lo que másquería, era comprender el agua. Esposible, me decía, que ella no quieraotra cosa que correr y dejar sugerencias

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a su paso; pero yo me moriré con la ideade que el agua lleva dentro de sí algoque ha recogido en otro lado y no sé dequé manera me entregará pensamientosque no son los míos y que son para mí.De cualquier manera yo soy feliz conella, trato de comprenderla y nadie mepodrá prohibir que conserve misrecuerdos en el agua.

Esa noche, contra su costumbre, medio la mano al despedirse. Al díasiguiente, cuando fui a la cocina, elhombre del agua me dio una carta. Pordecirle algo le pregunté por susmáquinas. Entonces me dijo:

—¿Vio que pronto instalamos las

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regaderas?—Sí, y… ¿andan bien? (Yo

disimulaba el deseo de ir a leer lacarta).

—Cómo no… Estando bien lasmáquinas, no hay ningún inconveniente.A la noche muevo una palanca, empiezael agua de las regaderas y la señora seduerme con el murmullo. Al otro día, alas cinco, muevo otra vez la mismapalanca, las regaderas se detienen, y elsilencio despierta a la señora; a lospocos minutos corro la palanca que agitael agua y la señora se levanta.

Aquí lo saludé y me fui. La cartadecía:

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«Querido amigo: el día que lo vi porprimera vez en la escalera, usted traíalos párpados bajos y aparentementeestaba muy preocupado con losescalones. Todo eso parecía timidez;pero era atrevido en sus pasos, en lamanera de mostrar la suela de suszapatos. Le tomé simpatía y por esoquise que me acompañara todo estetiempo. De lo contrario, le hubieracontado mi historia enseguida y ustedtendría que haberse ido a Buenos Airesal día siguiente. Eso es lo que harámañana.

»Gracias por su compañía; y conrespecto a sus economías nos

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entenderemos por medio de Alcides.Adiós y que sea feliz; creo que buenafalta le hace. Margarita.

»P. D. Si por casualidad a usted sele ocurriera escribir todo lo que le hecontado, cuente con mi permiso. Sólo lepido que al final ponga estas palabras:“Ésta es la historia que Margarita lededica a José. Esté vivo o estémuerto”».

En Obras completas de Felisberto Hernández,Volumen 2

México, Siglo XXI, 2000.

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A

Éxtasis[*]

Katherine Mansfield

pesar de sus treinta años, BerthaYoung disfrutaba aún de instantes

como éste en que quería correr en vez decaminar, bailar dando saltitos arriba yabajo en la acera, lanzar un aro, tiraralgo al aire y volver a tomarlo oquedarse quieta y reírse de… nada,sencillamente de nada.

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¿Qué puede hacer una cuando setienen treinta años y, al doblar laesquina de tu propia calle, de pronto tequedas traspuesta por una sensación deéxtasis, ¡de absoluto éxtasis!, como si depronto te hubieras tragado un trozo deese último sol radiante de la tarde y éstete ardiera en el pecho, proyectando unallovizna de chispas en cada partícula, encada uno de los dedos de las manos y delos pies…?

Cielos, ¿es que no hay modo de quepuedas expresarlo sin estar ebria o fuerade tus cabales? ¡Necia civilización!¿Para qué nos darán un cuerpo sitenemos que encerrarlo en un estuche

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como a un Stradivarius?«No, esto del Stradivarius no es

precisamente lo que quiero decir»,pensó mientras corría escaleras arriba,rebuscaba las llaves dentro del bolso(las había olvidado, como siempre) yhacía ruido en el buzón.

—No es lo que quiero decir,porque… Gracias, Mary —entró en elvestíbulo.

—¿Ha vuelto la niñera?—Sí, señora.—¿Y ha llegado la fruta?—Sí, señora. Ya ha llegado todo.—¿Quieres por favor subir la fruta

al comedor? Yo la prepararé antes de

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subir.Había tinieblas y hacía mucho frío

en el comedor. Pero aun así, Bertha sequitó el abrigo; no podía soportar ni unsegundo más aquel broche asfixiante. Elaire frío le tocó los brazos.

Pero en su pecho seguía ese rincónde destello radiante…, aquella lloviznade chispas proyectadas hacia afuera.Casi resultaba insoportable. Casi no seatrevía a respirar por miedo a avivarla yen cambio respiraba hondo, cada vezmás hondo. Casi no se atrevía a mirar enel frío espejo…, pero miró y eso laconvirtió de nuevo en mujer, una mujerradiante, con labios sonrientes y

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temblorosos, con grandes ojos oscuros yun aire de estar escuchando, de estaresperando que algo…, que algomaravilloso pasara…, algo que sabíaque pasaría con toda seguridad.

Mary puso la fruta en una bandejajunto con un cuenco de cristal y un platoazul, muy bonito, con un lustre muy raropor encima, como si lo hubieran metidoen leche.

—¿Quiere que encienda la luz,señora?

—No, gracias. Aún puedo ver muybien.

Había mandarinas y manzanas decolor rosa fresa. Unas cuantas peras

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amarillas, suaves como la seda, uvasblancas cubiertas de una pátina de platay un gran racimo de uvas negras. Estasúltimas las había comprado para quehicieran juego con la alfombra nueva delcomedor. Sí, sonaba algo estrafalario yabsurdo, pero era la verdadera razónpor la que las había comprado. En latienda había pensado: «Tengo quecomprar algunas negras para que laalfombra destaque sobre la mesa». Y enaquel momento le había parecido demucho sentido común.

Cuando hubo terminado decolocarlas y hubo construido dospirámides con esas formas redondas y

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relucientes, se apartó unos pasos de lamesa, para captar el efecto…, y laverdad es que quedaba de lo máscurioso. Porque la mesa oscura parecíafundirse con la luz de las tinieblas y conel cuenco azul y quedar flotando en elaire. Era…, claro que en su actualestado de ánimo, era increíblementemaravilloso. … Se empezó a reír.

—No, ni hablar. Me estoy poniendohistérica —y recogió el bolso, tomó elabrigo y subió corriendo escalerasarriba al cuarto del bebé.

La niñera estaba sentada en una

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mesita baja dándole la cena a laPequeña B después del baño. El bebéllevaba puesto un camisoncito de franelablanco y una chaquetita de lana azul yllevaba el fino pelito negro peinadohacia arriba en una crestita muygraciosa. Levantó los ojitos cuando vioa su madre y empezó a dar saltos.

—Venga, cielito, cómetelo todocomo una niña buena —dijo la niñera,con los labios apretados de una formaque Bertha conocía bien y quesignificaba que una vez más habíaentrado en la habitación en malmomento.

—¿Se ha portado bien, Nanny?

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—Ha sido una delicia toda la tarde—susurró Nanny—. Fuimos al parque yyo me senté en una silla y la saqué delcochecito; se acercó un perro muygrande y me puso la cabeza en la rodilla;ella le agarró la oreja y le dio un tirón.¡Dios santo, tenía usted que haberlavisto!

Bertha deseaba preguntar si no eramuy peligroso dejarla que le agarrase laoreja a un perro desconocido. Pero nose atrevió. Se quedó mirándolas con lasmanos caídas a los lados, como la niñapobre delante de la niña rica conmuñeca.

El bebé volvió a levantar los ojos

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para mirarla, se quedó con la mirada fijaen ella y después puso una sonrisa tanlinda que Bertha no pudo evitar llorar.

—Nanny, Nanny, déjeme quetermine yo de darle la cena mientrasusted recoge las cosas del baño.

—Bueno, señora, no es bueno quecambie de brazos mientras come —dijoNanny sin dejar de susurrar—. Eso lapone nerviosa; es muy probable que lahaga enfadar.

Qué absurdo era todo. ¿Para quétener una niñita si hay que guardarla, noya en un estuche como a un Stradivarius,pero en los brazos de otra mujer?

—¡Lo siento, tengo que hacerlo! —

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dijo.Muy ofendida, Nanny se la puso en

los brazos.—Ahora, no la excite después de

comer. Sabe que usted lo hace, señora.¡Y luego me hace pasar un mal rato!

¡Santo cielo! Nanny salió del cuartocon las toallas del baño.

—Bueno, ahora eres toda mía, mijoyita —dijo Bertha, y la niña seacurrucó contra ella.

Comía que era una maravilla,abriendo mucho la boca para la cucharay zarandeando las manos. Unas veces nosoltaba la cuchara, y otras, justo cuandoBertha la había llenado, la tiraba por los

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aires de un manotazo.Cuando el puré se terminó, Bertha se

volvió hacia la chimenea.—Eres bonita… ¡eres muy bonita!

—dijo besando a su bebé tan calentita—. Te tengo cariño. Me gustas.

Y de hecho de qué manera adoraríaa Pequeña B (el cuello cuando lodoblaba hacia delante, sus exquisitosdedos del pie reluciendo transparentes ala luz del fuego) que le sobrevino denuevo la sensación de éxtasis absoluto yde nuevo no supo cómo sacarla afuera,qué hacer con ella.

—Quieren que se ponga al teléfono—dijo Nanny, regresando victoriosa y

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tomando a su Pequeña B.

Voló escaleras abajo. Era Harry.—Ah. ¿Eres tú, Ber? Oye. Voy a

llegar tarde. Tomaré un taxi e iré paraallá lo antes que pueda, pero haz queretrasen la cena diez minutos, ¿quieres?,¿de acuerdo?

—Sí, perfecto. ¡Ah, Harry!—¿Sí?¿Qué tenía que decir? No tenía nada

que decir. Sólo deseaba hablar con él unmomento. No podía gritar de maneraabsurda: «¡Qué día maravilloso!».

—¿Me querías decir algo? —dijo

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deprisa la vocecita.—Nada. Entendu —dijo Bertha, y

colgó el auricular, pensando en lorematadamente necia que era estacivilización.

Tenían invitados a cenar. El señorNorman Knight y su esposa, una parejade gran renombre, él a punto de abrir unteatro y ella terriblemente interesada enla decoración de interiores, un hombrejoven, Eddie Warren, que acababa depublicar un librito de poemas y al quetodo el mundo quería invitar a cenar, yun «descubrimiento» de Bertha llamada

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Pearl Fulton. Lo que hacía la señoritaFulton, Bertha no lo sabía. Se habíanconocido en el club y Bertha se habíafascinado con ella, como se fascinabasiempre con mujeres guapas con un halode misterio.

El morbo fue que aunque habíansalido juntas y habían quedado muchasveces y en realidad habían hablado,Bertha no había logrado aún captarla.Hasta cierto punto, la señorita Fulton eramisteriosamente, maravillosamentefranca, pero el cierto punto había pasadoy ella no había logrado ir más allá.

¿Habría algo más allá? Harry dijo:«No». Se inclinó a tacharla más bien de

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aburrida y «fría como todas las rubiascon un toque, quizás, de anemiacerebral». Pero Bertha no estaba deacuerdo con él; aún no, de ningunaforma.

—No, ese modo que tiene desentarse con la cabeza un poco ladeada,y sonriendo, esconde algo, Harry, ytengo que averiguar qué es ese algo.

—Lo más probable es que escondaun buen estómago —había respondidoHarry.

No dejaba de adelantarse a Berthacon respuestas de este tipo… «Unhígado helado, preciosa» o «simplesgases» o «puede que esté enferma del

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riñón»… Por alguna extraña razón, aBertha le gustaba esto, y casi loadmiraba muchísimo en él.

Entró en el salón y encendió elfuego; después, recogiendo uno por unolos cojines que Mary había colocadocon tanto cuidado, los volvió a lanzarsobre las sillas y los sofás. Aquellomarcaba la diferencia: la estanciarecobró la vida en un santiamén. Cuandoestaba a punto de lanzar el último sesorprendió a sí misma abrazándolo derepente, apasionadamente,apasionadamente. Pero aquello no apagóla llama en su pecho. ¡Todo lo contrario!

Los ventanales abiertos del salón

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daban a un balcón desde el que sedivisaba el jardín. Al final de todo,contra el muro, había un peral alto yesbelto en pletórica floración; se erigíacon absoluta perfección, tan plácidocontra el cielo de verde jade. Bertha nopudo evitar percibir, incluso desde estadistancia, que no tenía ni un solo broteni pétalo marchito. Debajo, en losarriates del jardín, los tulipanes rojos yamarillos, colmados de flores, parecíanapoyarse en el crepúsculo. Un gato gris,arrastrando la panza, cruzaba el céspeddeslizándose, y uno negro, su sombra, leseguía el rastro. Mirarlos, tan absortos ytan veloces, le produjo a Bertha un

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curioso escalofrío.—¡Qué cosa más horripilante son

los gatos! —balbuceó, se apartó de laventana y empezó a andar de un lado aotro…

Qué fuerte olían los junquillos en lasala cargada. ¿Demasiado fuerte? Oh,no. Y así, como si hubiera sido vencida,se lanzó a un sillón y se apretó los ojoscon las manos.

—¡Soy demasiado feliz, demasiadofeliz! —murmuró.

Y le pareció ver en sus párpados elprecioso peral con sus flores abiertas depar en par como un símbolo de su propiavida.

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En realidad, en realidad, lo teníatodo. Harry y ella seguían tanenamorados como siempre, ycontinuaban juntos magníficamente bieny realmente eran buenos compañeros.Tenían un bebé adorable. No tenían quepreocuparse por el dinero. Tenían estacasa ultracómoda con jardín. Y amigos,amigos modernos, emocionantes,escritores, pintores, poetas o personasinteresadas por los problemas sociales:justo la clase de amigos que ellosdeseaban. Y también había libros, yhabía música, y ella había descubiertoun sastrecillo maravilloso y se iban alextranjero en verano y la nueva cocinera

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hacía las tortillas más exquisitas…—Qué absurda soy. ¡Absurda! —se

incorporó; pero se sintió algo mareada,algo ebria. Debía ser primavera.

Sí, era primavera. En ese mismoinstante estaba tan cansada que no podíaarrastrarse escaleras arriba paravestirse.

Un vestido blanco, un collar decuentas de jade, zapatos y mediasverdes. No era de repente. Habíapensado en este conjunto horas antes dedetenerse ante la ventana del salón.

Los pétalos le restallaron levementeal entrar en el vestíbulo. Besó a laseñora de Norman Knight, que se estaba

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quitando el más divertido de los abrigosnaranja con una procesión de monosnegros que daba la vuelta al dobladillo ysubía hasta las solapas.

—¡Por qué! ¡Por qué! ¡Por qué serátan aburrida la clase media!… ¡tanabsolutamente carente de sentido delhumor! Querida, estoy aquí sólo dechiripa, de chiripa, y Norman es lachiripa protectora. Porque mis queridosmonitos levantaron tal revuelo en el trenque éste se convirtió en un solo hombreque no hacía más que comerme con losojos. No se reían, no lo encontrabandivertido, lo cual me hubiera encantado.No, sólo se quedaban mirando y me

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traspasaban de arriba abajo con lamirada.

—Pero lo máximo —dijo Norman,ajustándose en el ojo un gran monóculocon la montura de concha de tortuga—,no te importará que te cuente esto, Cara,¿no? —(En casa y entre amigos sellamaban entre ellos Cara y Jeta)—. Elcolmo fue cuando ella, que ya estabamás que harta, se volvió hacia la mujerque tenía al lado y le dijo: «¿No ha vistousted nunca un mono?».

—¡Vaya que sí! —la señora deNorman Knight se unió a la risa—. ¿Nofue también aquello el colmo de loscolmos?

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Y una cosa más divertida todavíaera que ahora que no tenía el abrigopuesto era igualita que un mono muyinteligente que hasta habíaconfeccionado aquel vestido de sedaamarilla a partir de restos de cáscara debanana. Y sus pendientes de ámbarparecían pequeños maníes colgando.

—Va a hacer un otoño triste, muytriste —dijo Jeta parándose delante delcochecito de Pequeña B—. Cuando uncochecito entra en el vestíbulo… —ydejó en el aire el resto del dicho.

Sonó el timbre. Era Eddie Warren,flaco y pálido como de costumbre y enestado de extrema ansiedad.

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—¿Es ésta la casa, o no lo es? —suplicó.

—Pues creo que sí… espero que sí—dijo Bertha vivaracha.

—He tenido una experiencia tanespantosa con un taxista; era de lo mássiniestro. No conseguí hacer que parara.Mientras más le tocaba y más leavisaba, más rápido iba. Y aqueladefesio de cabeza achatada, abrazadoa aquel volante diminuto.

Se estremeció y se quitó unalarguísima bufanda de seda blanca.Bertha se percató de que sus calcetineseran blancos también, ¡qué rico!

—¡Pero qué espanto! —exclamó

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ella.—Y tanto que lo fue —dijo Eddie

siguiéndola hasta el comedor—. Ya mevi recorriendo la Eternidad en un taxiintemporal.

Conocía a los señores de NormanKnight. De hecho, estaba a punto decomponer una obra de teatro para N. K.cuando lograra terminar el proyecto deteatro.

—Y bien, Warren, ¿cómo va laobra? —dijo Norman Knight dejandocaer el monóculo y dándole su tiempo alojo para subir a la superficie antes devolver a comprimirlo tras la lente.

Y la señora de Norman Knight:

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—Ah, señor Warren, ¡qué calcetinestan alegres!

—Cuánto me alegro de que le gusten—dijo él mirándose los pies—. Pareceque se han vuelto mucho más blancosdesde que salió la luna —y volvió sujoven rostro, flaco y afligido, haciaBertha.

—Es que hay luna, ¿sabe?Ella quiso gritar: «¡Sin duda

alguna… y tan a menudo, tan amenudo!».

La verdad es que era una persona delo más atractiva. Y también lo era Cara,acurrucada ante el fuego con sus pielesde banana; y también Jeta lo era,

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fumándose un cigarrillo y diciendomientras tiraba la ceniza: «¿Por qué sedemora el esposo?».

—Ahí está, ya.La puerta de la calle se abrió y se

cerró con un ¡pam! Harry gritó: «Hola,gente. Bajo en cinco minutos». Y looyeron subir corriendo las escaleras.Bertha no pudo evitar sonreír; sabía quea él le gustaba hacer las cosas a todamáquina. Después de todo, ¿quéimportaban cinco minutos más? Pero élse convencía a sí mismo de queimportaban más que nada en el mundo.Y luego haría una entrada triunfal en elcomedor con una frialdad y una

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seguridad en sí mismo arrolladora.Harry tenía tantas ansias de vivir.

Cielos, cuánto apreciaba ella eso en él.Y su pasión por luchar, por hallar entodo lo que se le pusiera por delante unaprueba más de su poder y de subravura…, también eso lo entendía.Incluso cuando lo hacía parecer, enalguna ocasión, algo ridículo quizás aojos de otros que no lo conocían bien…porque había momentos en los que seprecipitaba a la batalla donde no habíabatalla. Ella conversó y rió y se olvidópor completo, hasta que entró él tal ycomo ella lo había imaginado, de quePearl Fulton aún no había aparecido.

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—Me pregunto si la señorita Fultonse habrá olvidado.

—Supongo —dijo Harry—. ¿Está alteléfono?

—¡Ah! Acaba de llegar un taxi —yBertha sonrió con ese airecillo de dueñaque siempre adoptaba mientras susdescubrimientos femeninos eran nuevosy misteriosos—. Pearl vive en los taxis.

—Si es así acabará hecha una vaca—dijo Harry con frialdad, llamando acenar con la campanilla—. Gravepeligro para las rubias.

—Harry, no, por favor —le advirtióBertha mirándolo con una risotada.

Otro momentito de nada pasó

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mientras esperaban, riendo y charlando,un pelín demasiado a sus anchas, unpelín demasiado inconscientes. Yentonces entró la señorita Fulton, todade plata, con una redecilla plateadarecogiéndole el pelo rubio claro,sonriendo, con la cabeza un pocoladeada.

—¿Llego tarde?—No, en absoluto —dijo Bertha—.

Pasa —y la tomó del brazo y entraron enel comedor.

¿Qué había en aquel roce de aquelbrazo frío que avivara y avivara, hastaempezar a encender aquella llama deléxtasis con la que Bertha no sabía qué

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hacer?La señorita Fulton no la miró;

aunque de todos modos raramentemiraba a las personas cara a cara. Lospesados párpados le reposaban sobrelos ojos y esa extraña media sonrisa ibay venía a sus labios como si viviera másde escuchar que de mirar. Pero Berthasupo enseguida, como si se hubierancruzado la más prolongada e íntimamirada, como si se hubieran dicho una aotra «¿tú también?», que Pearl Fultonestaba sintiendo exactamente lo mismoque ella mientras removía la preciosasopa roja en el plato gris.

¿Y los demás? Cara y Jeta, Eddie y

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Harry, con sus cucharas entrando ysaliendo de la sopa, secándose loslabios con sus servilletas, desmigandoel pan, jugueteando con los tenedores ylos vasos y charlando.

—La conocí en el Show de Alpha;qué criatura más rara. No sólo se habíacortado el pelo, sino que parecía comosi se hubiera seccionado más que unbuen trozo de brazos y piernas con lastijeras, y del cuello y también de supobre naricita.

—¿No está de lo más liée conMichael Oat?

—¿El tipo que escribió Amor condientes postizos?

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—Quiere escribir una obra de teatropara mí. Sólo un acto. Sólo un hombre.Decide suicidarse. Da todas las razonespor las que debería hacerlo y por lasque no. Y justo cuando ya se ha decididopor hacerlo o por no hacerlo…, telón.La idea no está nada mal.

—¿Cómo lo va a llamar? ¿Dolor deestómago?

—Creo haber visto alguna vez lamisma idea en una revistita francesa,totalmente desconocida en Inglaterra.

No, no la conocían. Eranencantadores, encantadores, y ellaadoraba tenerlos allí, sentados a sumesa, y adoraba ofrecerles comida y

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vino deliciosos. ¡De hecho, deseabadecirle lo exquisitos que eran, y quégrupo más estético formaban, cómo sehacían destacar entre sí y cómo lerecordaban una obra de Chéjov!

Harry estaba disfrutando de su cena.Formaba parte de su, bueno, noexactamente de su naturaleza, y desdeluego no de su talante, de su lo quequiera que fuese, hablar de las comidasy vanagloriarse de su «mórbida pasiónpor la carne blanca de la langosta» y por«el verde de los helados de pistacho,verdes y fríos como los párpados de lasbailarinas egipcias».

Cuando la miró y dijo: «Bertha, es

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u n souflée absolutamente admirable»,ella casi se echó a llorar como una niñade la emoción.

Ah, ¿por qué se sentía tan tierna contodo el mundo esta noche? Todo erabueno, todo estaba bien. Todo lo que ibapasando parecía volver a llenar surebosante copa de éxtasis.

Y sin embargo, en el fondo de sumente seguía el peral. Ahora estaríaplateado, a la luz de la luna de mipobrecillo Eddie, plateado como laseñorita Fulton, sentada allí dándolevueltas a una mandarina con aquellosdedos delgados tan pálidos que parecíanirradiar luz.

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Lo que sencillamente no lograbaentender, lo que era milagroso, era dequé manera había podido adivinar suestado de ánimo con tanta precisión y deforma tan instantánea. Porque ni por unmomento dudó de si podía estarseequivocando, y aun así, ¿en qué sebasaba?, en nada de nada.

«Creo que esto ocurre muy, muy raravez entre mujeres. Y nunca entrehombres», pensó Bertha. «Aunque quizáme dé alguna señal mientras preparo elcafé en el salón».

Lo que quería decir con aquello nolo sabía, y lo que ocurriría después deaquello… no podía imaginárselo.

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Mientras pensaba todo esto se veía así misma charlando y riéndose. Teníaque hablar para sofocar su deseo de reír.

«O río o me muero».Aunque al percatarse de la

insignificante costumbre tan simpáticade meterse algo dentro del escote, comosi también allí guardara un puñadito demaní en secreto, Bertha se tuvo queenterrar las uñas en las palmas de lasmanos para no extralimitarse riéndose.

Por fin se le pasó. Y:—Ven a ver mi cafetera nueva —

dijo Bertha.

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—Sólo tenemos una cafetera nuevacada quince días —dijo Harry. Cara latomó esta vez del brazo; la señoritaFulton ladeó la cabeza y las siguió.

El fuego en el salón se habíareducido a un rojo y chisporroteante«nido de polluelos de ave fénix», dijoCara.

—No enciendas la luz todavía. Estan hermoso —y volvió a acurrucarsejunto al fuego. Siempre tenía frío… «sinsu chaquetita de franela roja, claro»,pensó Bertha.

En ese momento, la señorita Fultondio la señal.

—¿Tiene usted jardín? —dijo la voz

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fría y aletargada.Aquello fue tan exquisito por su

parte que todo lo que Bertha pudo hacerfue obedecer. Atravesó la habitación,separó las cortinas y abrió aquellasventanas tan altas.

—¡Ahí está! —exhaló.Y las dos mujeres se quedaron de

pie una junto a la otra mirando el esbeltoárbol florecido. A pesar de estar tanquieto, parecía, como la llama de unavela, erguirse, despuntar, temblar en elaire luminoso, hacerse más y más altomientras ellas observaban hasta tocarcasi el borde de la redonda luna deplata.

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¿Cuánto tiempo estuvieron allí? Lasdos, atrapadas como quien dice en aquelcírculo de luz divina, entendiéndoseperfectamente entre sí, criaturas de otromundo, y preguntándose qué hacían enéste con todo ese tesoro extasiado queles ardía en el pecho y que caía de suscabellos y de sus manos en forma deflores de plata.

¿Para siempre… sólo un instante? Yhabía murmurado la señorita Fulton:«Sí. Exactamente eso». ¿O lo habíasoñado Bertha?

Entonces encendieron la luz y Carahizo el café y Harry dijo:

—Mi querida señora Knight, no me

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pregunte por mi niña. Nunca la veo. Nosentiré el más mínimo interés por ellahasta que tenga un amante —y Jetaapartó el ojo del invernadero del jardínpor un instante y lo volvió a poner bajola lente y Eddie Warren se terminó elcafé y soltó la taza con una cara deangustia como si en el fondo hubieravisto la araña.

—Lo que quiero es ofrecerles unespectáculo a los jóvenes. Yo creo queLondres sencillamente está atiborradode obras noveles, aun sin escribir. Loque quiero decirles es: «Aquí tienen elteatro. Abran fuego».

—No sé si sabrás, querida, que voy

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a decorar una habitación para los JacobNathans. Ah, cuánto me tienta hacer undiseño de pescado frito, como losrespaldos de los sillones en forma desartenes y las cortinas de preciosaspapas fritas bordadas.

—El problema con nuestros jóvenesescritores es que son todavía demasiadorománticos. Uno no puede hacerse a lamar sin marearse y pedir una palangana.En fin, ¿por qué no tendrán la valentíade usar palanganas?

—Un poema espantoso sobre unamuchacha que fue violada por unp o r d i o s e r o sin nariz en unbosquecillo…

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La señorita Fulton se hundió en elsillón más bajo y más hondo y Harryrepartió cigarrillos.

Por el modo en que se quedó paradodelante de ella agitando la caja plateaday diciendo con brusquedad: «¿Egipcio?¿Turco? ¿De Virginia? Están todosmezclados», Bertha se dio cuenta de quePearl no sólo lo aburría; realmente ledesagradaba. Y decidió, por el modo enque la señorita Fulton dijo: «No gracias,no fumaré», que también ella sentía lomismo hacia él, y se sintió herida.

«Cielos, Harry, que no te desagrade.Estás completamente equivocado conella. Es maravillosa, maravillosa. Y

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además, cómo puedes sentir algo tandistinto por alguien que significatantísimo para mí. Intentaré contarte estanoche cuando estemos en la cama lo queha ocurrido. Lo que ella y yo hemoscompartido».

Al oírse esas palabras algo extrañoy casi aterrador hizo diana en la mentede Bertha. Y este algo ciego y sonrientele dijo muy bajito: «Pronto se irá todaesta gente. La casa quedará tranquila,muy tranquila. Se apagarán las luces. Ytú y él estarán juntos, solos en lahabitación oscura, en la cálida cama…».

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Se levantó de un salto de la silla ycorrió al piano.

—¡Qué pena que no toque nadie! —exclamó—. ¡Qué pena que no toquenadie!

Por primera vez en su vida, BerthaYoung deseaba a su marido.

Sí, lo había amado, había estadoenamorada de él, claro, de otra manera,la que fuera, pero exactamente de estamanera, no. Y lo mismo, había visto conclaridad que él era diferente. Lo habíanhablado tan a menudo. Le habíapreocupado tantísimo al principiodescubrir que era tan frígida, peropasado un tiempo aquello parecía no

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importar. Eran tan sinceros el uno con elotro, tan buenos compañeros. Eso era lomejor de ser modernos.

Aunque ahora… ¡Ardorosamente!¡Ardorosamente! ¡La palabra dolía en suardoroso cuerpo! ¿Era a esto a lo queaquel sentimiento de éxtasis la habíaestado conduciendo? Pero de pronto, depronto…

—Querida —dijo la señora deNorman Knight—, ya conoces nuestralacra. Somos víctimas de los horarios yde los trenes. Vivimos en Hampstead.Ha sido maravilloso.

—Los acompañaré al vestíbulo —dijo Bertha—. Me ha encantado tenerlos

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aquí. Pero no deben perder el últimotren. ¿No sería horrible?

—¿Tomas un whisky, Knight, antesde irte? —preguntó Harry.

—No, gracias, amigo mío.Bertha le dio la mano con un buen

apretón por aquello.—Buenas noches, adiós —gritó

desde el último escalón de arriba,sintiendo que aquel yo secreto se librabade ellos para siempre.

Cuando volvió a entrar en el salón,los demás se estaban marchando.

—… Entonces puedes venir partedel recorrido en mi taxi.

—Le agradezco tanto no tener que

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enfrentarme a otro recorrido yo solodespués de mi espantosa experiencia.

—Pueden conseguir un taxi en laparada que está justo al final de la calle.No tendrán que caminar más de algunasyardas.

—Eso me tranquiliza. Iré a ponermemi abrigo.

La señorita Fulton se fue hacia elvestíbulo y Bertha la estaba siguiendocuando Harry casi la tiró al adelantarla.

—Permítame que la ayude.Bertha vio que se sentía arrepentido

de su rudeza; lo dejó pasar. Quémaravilla de hombre era en algunascosas: ¡tan impulsivo!, ¡tan sencillo!

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Y los dejaron a Eddie y a ella juntoal fuego de la chimenea.

—Me pregunto si has visto el nuevopoema de Bilks titulado «Table d’Hôte»—dijo Eddie con voz suave—. Es tanmaravilloso. En la última antología.¿Tienes un ejemplar? Me gustaría tantoenseñártelo. Empieza con un versoincreíblemente hermoso: «¿Por quédebe ser siempre sopa de tomate?».

—Sí —dijo Bertha. Y se fuesigilosamente a una mesa frente a lapuerta del salón y Eddie se deslizósigilosamente tras ella. Ella tomó ellibrito y se lo dio; no habían hecho elmenor ruido.

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Mientras él buscaba el poema, ellavolvió la cabeza hacia el vestíbulo. Yvio… Harry estaba con el abrigo de laseñorita Fulton en sus brazos y laseñorita Fulton dándole la espalda ycabizbaja. Tiró el abrigo, le puso lasmanos en los hombros y la giró hacia élviolentamente. Sus labios dijeron: «Teadoro», y la señorita Fulton le puso susdedos de claro de luna en las mejillas yle sonrió con su sonrisa aletargada. Lasaletas de la nariz de Harry temblaban;los labios se le encogieron en unahorrible sonrisa al musitarle: «Mañana»,y la señorita Fulton dijo con lospárpados: «Sí».

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—Aquí está —dijo Eddie—. «¿Porqué debe ser siempre sopa de tomate?».Es tan profundamente verdadero, ¿no teparece? La sopa de tomate es tanespantosamente eterna.

—Si lo prefieres —dijo la voz deHarry, muy alto, desde el vestíbulo—,puedo pedir que venga un taxi hasta lapuerta.

—No, no. No es necesario —dijo laseñorita Fulton y fue hasta donde estabaBertha y le tendió sus delgados dedos.

—Adiós. Muchísimas gracias.—Adiós —dijo Bertha.La señorita Fulton le sostuvo la

mano un momento más.

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—¡Su precioso peral! —murmuró.Y después se había ido, con Eddie

detrás, como el gato negro que sigue algato gris.

—Yo cerraré todo —dijo Harry, conuna frialdad y una seguridad en sí mismoarrolladora.

«¡Su precioso peral, peral, peral!»,Bertha sencillamente corrió a lasventanas altas.

—Ah, ¿qué va a pasar ahora? —exclamó.

Pero el peral estaba tan hermosocomo siempre y tan repleto de flores eigual de quieto.

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En Relatos breves,Madrid, Cátedra, 1991.

Traducción de Juana Teresa Guerra de la Torre

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L

Un sueño realizadoJuan Carlos Onetti

a broma la había inventado Blanes;venía a mi despacho —en los

tiempos en que yo tenía despacho y alcafé cuando las cosas iban mal y habíadejado de tenerlo— y parado sobre laalfombra, con un puño apoyado sobre elescritorio, la corbata de lindos coloressujeta a la camisa con un broche de oro

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y aquella cabeza —cuadrada, afeitada,con ojos oscuros que no podían sostenerla atención más de un minuto y seaflojaban enseguida como si Blanesestuviera a punto de dormirse orecordara algún momento limpio ysentimental de su vida que, desde luego,nunca había podido tener—, aquellacabeza sin una sola partícula superfluaalzada contra la pared cubierta deretratos y carteles, me dejaba hablar ycomentaba redondeando la boca:

—Porque usted, naturalmente, searruinó dando el Hamlet.

O también:—Sí, ya sabemos. Se ha sacrificado

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siempre por el arte y si no fuera por suenloquecido amor por el Hamlet…

Y yo me pasé todo ese montón deaños aguantando tanta miserable gente,autores y actores y actrices y dueños deteatro y críticos de los diarios y lafamilia, los amigos y los amantes detodos ellos, todo ese tiempo perdiendo yganando un dinero que Dios y yosabíamos que era necesario que volvieraa perder en la próxima temporada, conaquella gota de agua en la cabezapelada, aquel puño en las costillas,aquel trago agridulce, aquella burla nocomprendida del todo de Blanes:

—Sí, claro. Las locuras a que lo ha

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llevado su desmedido amor porHamlet…

Si la primera vez le hubierapreguntado por el sentido de aquello, sile hubiera confesado que sabía tanto deHamlet como de conocer el dinero quepuede dar una comedia desde su primeralectura, se habría acabado el chiste.Pero tuve miedo a la multitud de bromasno nacidas que haría saltar mi pregunta ysólo hice una mueca y lo mandé a paseo.Y así fue que pude vivir los veinte añossin saber qué era el Hamlet, sin haberloleído, pero sabiendo, por la intenciónque veía en la cara y el balanceo de lacabeza de Blanes, que el Hamlet era

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arte, el arte puro, el gran arte, ysabiendo también, porque me fuiempapando de eso sin darme cuenta, queera además un actor o una actriz, en estecaso siempre una actriz con caderasridículas, vestida de negro con ropasajustadas, una calavera, un cementerio,un duelo, una venganza, una muchachitaque se ahoga. Y también WilliamShakespeare.

Por eso, cuando ahora, sólo ahora,con una peluca rubia peinada al medioque prefiero no sacarme para dormir,una dentadura que nunca logró venirmebien del todo y que me hace silbar yhablar con mimo, que encontré en la

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biblioteca de este asilo para gente deteatro arruinada al que dan un nombremás presentable, aquel libro tanpequeño encuadernado en azul oscurodonde había unas hundidas letrasdoradas que decían Hamlet, me senté enun sillón sin abrir el libro, resuelto a noabrir nunca el libro y a no leer una solalínea, pensando en Blanes, en que así mevengaba de su broma, y en la noche enque Blanes fue a encontrarme en el hotelde alguna capital de provincia y,después de dejarme hablar, fumando ymirando el techo y la gente que entrabaen el salón, hizo sobresalir los labiospara decirme, delante de la pobre loca:

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—Y pensar… Un tipo como ustedque se arruinó por el Hamlet.

Lo había citado en el hotel para quese hiciera cargo de un personaje en unrápido disparate que se llamaba, meparece, Sueño realizado. En el repartode la locura aquélla había un galán sinnombre y este galán sólo podía hacerloBlanes porque, cuando la mujer vino averme, no quedábamos allí más que él yyo; el resto de la compañía pudoescapar a Buenos Aires.

La mujer había estado en el hotel amediodía y, como yo estaba durmiendo,había vuelto a la hora que era, para ellay todo el mundo en aquella provincia

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caliente, la del fin de la siesta y en laque yo estaba en el lugar más fresco delcomedor comiendo una milanesaredonda y tomando vino blanco, lo únicobueno que podía tomarse allí. No voy adecir que a la primera mirada —cuandose detuvo en el halo de calor de lapuerta encortinada, dilatando los ojos enla sombra del comedor y el mozo leseñaló mi mesa y enseguida ella empezóa andar en línea recta hacia mí conremolinos de la pollera— yo adiviné loque había dentro de la mujer ni aquellacosa como una cinta blanduzca y fofa delocura que había ido desenvolviendo,arrancando con suaves tirones, como si

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fuese una venda pegada a una herida, desus años pasados, solitarios, para venira fajarme con ella, como una momia, amí y a algunos de los días pasados enaquel sitio aburrido, tan abrumado degente gorda y mal vestida. Pero había,sí, algo en la sonrisa de la mujer que meponía nervioso y me era imposiblesostener los ojos en sus pequeñosdientes irregulares exhibidos como losde un niño que duerme y respira con laboca abierta. Tenía el pelo casi grispeinado en trenzas enroscadas y suvestido correspondía a una vieja moda;pero no era el que se hubiera puesto unaseñora en los tiempos en que fue

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inventado, sino, también esto, el quehubiera usado entonces una adolescente.Tenía una pollera hasta los zapatos, deaquellos que llaman botas o botinas,larga, oscura, que se iba abriendocuando ella caminaba y se encogía yvolvía a temblar al paso inmediato. Lablusa tenía encajes y era ajustada, conun gran camafeo entre los senos agudosde muchacha, y la blusa y la pollera seunían y estaban divididas por una rosaen la cintura, tal vez artificial ahora quepienso, una flor de corola grande ycabeza baja, con el tallo erizadoamenazando el estómago.

La mujer tendría alrededor de

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cincuenta años y lo que no podíaolvidarse en ella, lo que siento ahoracuando la recuerdo caminar hacia mí enel comedor del hotel, era aquel aire dejovencita de otro siglo que hubieraquedado dormida y despertara ahora unpoco despeinada, apenas envejecida,pero a punto de alcanzar su edad encualquier momento, de golpe, yquebrarse allí en silencio, desmoronarseroída por el trabajo sigiloso de los días.Y la sonrisa era mala de mirar porqueuno pensaba que frente a la ignoranciaque mostraba la mujer del peligro deenvejecimiento y muerte repentina encuyos bordes estaba, aquella sonrisa

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sabía, o, por lo menos, los descubiertosdientecillos presentían el repugnantefracaso que los amenazaba.

Todo aquello estaba ahora de pie enla penumbra del comedor y torpementepuse los cubiertos al lado del plato y melevanté. «¿Usted es el señor Langman, elempresario del teatro?». Incliné lacabeza sonriendo y la invité a sentarse.No quiso tomar nada; separados por lamesa le miré con disimulo la boca consu forma intacta y su poca pintura, allíjustamente en el centro donde la voz, unpoco española, había canturreado aldeslizarse entre los filos desparejos dela dentadura. De los ojos, pequeños y

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quietos, esforzados en agrandarse, nopude sacar nada. Había que esperar quehablara y, pensé, cualquier forma demujer y de existencia que evocaran suspalabras iban a quedar bien con sucurioso aspecto y el curioso aspecto ibaa desvanecerse.

—Quería verlo por unapresentación. Quiero decir que tengo unaobra de teatro…

Todo indicaba que iba a seguir, perose detuvo y esperó mi respuesta; meentregó la palabra con un silencioirresistible, sonriendo. Estaba tranquila,las manos enlazadas en la falda. Apartéel plato con la milanesa a medio comer

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y pedí café. Le ofrecí cigarrillos y ellamovió la cabeza, alargó un poco lasonrisa, lo que quería decir que nofumaba. Encendí el mío y empecé ahablarle, buscando sacármela de encimasin violencias, pero pronto y parasiempre, aunque con un estilo cautelosoque me era impuesto no sé por qué.

—Señora, es una verdaderalástima… Usted nunca ha estrenado,¿verdad? Naturalmente. ¿Y cómo sellama su obra?

—No, no tiene nombre —contestó—. Es tan difícil de explicar… No es loque usted piensa. Claro, se le puedeponer un título. Se le puede llamar El

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sueño, El sueño realizado, Un sueñorealizado.

Comprendí, ya sin dudas, que estabaloca y me sentí más cómodo.

Bien; Un sueño realizado, no estámal el nombre. Siempre he tenidointerés, digamos personal, desinteresadoen otro sentido, en ayudar a los queempiezan. Dar nuevos valores al teatronacional. Aunque es innecesario decirleque no son agradecimientos lo que secosecha, señora. Hay muchos que medeben a mí el primer paso, señora,muchos que hoy cobran derechosincreíbles en la calle Corrientes y sellevan los premios anuales. Ya no se

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acuerdan de cuando venían casi asuplicarme…

Hasta el mozo del comedor podíacomprender, desde el rincón junto a laheladera donde se espantaban lasmoscas y el calor con la servilleta, que aaquel bicho raro no le importaba ni unasílaba de lo que yo decía. Le eché unaúltima mirada con un solo ojo, desde elcalor del pocillo de café y le dije:

—En fin, señora. Usted debe saberque la temporada aquí ha sido unfracaso. Hemos tenido que interrumpirlay me he quedado sólo por algunosasuntos personales. Pero ya la semanaque viene me iré yo también a Buenos

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Aires. Me he equivocado una vez más,qué vamos a hacer. Este ambiente noestá preparado, y a pesar de que meresigné a hacer una temporada consainetes y cosas así…, ya ve cómo meha ido. De manera que… Ahora, quepodemos hacer una cosa, señora. Siusted puede facilitarme una copia de suobra yo veré si en Buenos Aires… ¿Sontres actos?

Tuvo que contestar, pero sóloporque yo, devolviéndole el juego, mecallé y había quedado inclinado haciaella, rascando con la punta del cigarrilloen el cenicero. Parpadeó:

—¿Qué?

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—Su obra, señora. Un sueñorealizado. ¿Tres actos?

—No, no son actos.—O cuadros. Se extiende ahora la

costumbre de…—No tengo ninguna copia. No es una

cosa que yo haya escrito —seguíadiciéndome ella. Era el momento deescapar.

—Le dejaré mi dirección de BuenosAires y cuando usted la tenga escrita…

Vi que se iba encogiendo,encorvando el cuerpo; pero la cabeza selevantó con la sonrisa fija. Esperé,seguro de que iba a irse; pero un instantedespués ella hizo un movimiento con la

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mano frente a la cara y siguió hablando.—No, es todo distinto a lo que

piensa. Es un momento, una escena, sepuede decir, y allí no pasa nada, como sinosotros representáramos esta escena enel comedor y yo me fuera y ya no pasaranada más. No —contestó—, no escuestión de argumento, hay algunaspersonas en una calle y las casas y dosautomóviles que pasan. Allí estoy yo yun hombre y una mujer cualquiera quesale de un negocio de enfrente y le da unvaso de cerveza. No hay más personas,nosotros tres. El hombre cruza la callehasta donde sale la mujer de su puertacon la jarra de cerveza y después vuelve

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a cruzar y se sienta junto a la mismamesa, cerca mío, donde estaba alprincipio.

Se calló un momento y ya la sonrisano era para mí ni para el armario conmantelería que se entreabría en la pareddel comedor; después concluyó:

—¿Comprende?Pude escaparme porque recordé el

teatro intimista y le hablé de eso y de laimposibilidad de hacer arte puro enestos ambientes y que nadie iría al teatropara ver eso y que, acaso sólo, en todala provincia, yo podría comprender lacalidad de aquella obra y el sentido delos movimientos y el símbolo de los

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automóviles y la mujer que ofrece unbock de cerveza al hombre que cruza lacalle y vuelve junto a ella, junto a usted,señora.

Ella me miró y tenía en la cara algoparecido a lo que había en la de Blanescuando se veía en la necesidad depedirme dinero y me hablaba deHamlet: un poco de lástima y todo elresto de burla y antipatía.

—No es nada de eso, señor Langman—me dijo—. Es algo que yo quiero very que no lo vea nadie más, nada depúblico. Yo y los actores, nada más.Quiero verlo una vez, pero que esa vezsea tal como yo se lo voy a decir y hay

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que hacer lo que yo diga y nada más.¿Sí? Entonces usted, haga el favor, medice cuánto dinero vamos a gastar parahacerlo y yo se lo doy.

Ya no servía hablar de teatrointimista ni de ninguna de esas cosasallí, frente a frente con la mujer loca queabrió la cartera y sacó dos billetes decincuenta pesos —«con esto contrata alos actores y atiende los primeros gastosy después me dice cuánto másnecesita»—. Yo, que tenía hambre deplata, que no podía moverme de aquelmaldito agujero hasta que alguno deBuenos Aires contestara a mis cartas yme hiciera llegar unos pesos. Así que le

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mostré la mejor de mis sonrisas ycabeceé varias veces mientras queguardaba el dinero en cuatro doblecesen el bolsillo del chaleco.

—Perfectamente, señora. Me pareceque comprendo la clase de cosa queusted… —mientras hablaba no queríamirarla porque estaba pensando enBlanes y también en la cara de la mujer—. Dedicaré la tarde a este asunto y sipodemos vernos… ¿Esta noche?Perfectamente, aquí mismo; yatendremos al primer actor y usted podráexplicarnos claramente esa escena y nospondremos de acuerdo para que Sueño,Un sueno realizado…

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Acaso fuera simplemente porqueestaba loca; pero podía ser también queella comprendiera, como lo comprendíayo, que no me era posible robarle loscien pesos y por eso no quiso pedirmerecibo, no pensó siquiera en ella y se fueluego de darme la mano, con un cuartode vuelta de la pollera en sentidoinverso a cada paso, saliendo erguida dela media luz del comedor para ir ameterse en el calor de la calle comovolviendo a la temperatura de la siestaque había durado un montón de años ydonde había conservado aquellajuventud impura que estaba siempre apunto de deshacerse podrida.

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Pude dar con Blanes en una piezadesordenada y oscura, con paredes deladrillos mal cubiertos detrás de plantas,esteras verdes, detrás del calor húmedodel atardecer. Los cien pesos seguían enel bolsillo de mi chaleco y hasta noencontrar a Blanes, hasta no conseguirque me ayudara a dar a la mujer loca loque ella pedía a cambio de su dinero, nome era posible gastar un centavo. Lohice despertar y esperé con pacienciaque se bañara, se afeitara, volviera aacostarse, se levantara nuevamente paratomar un vaso de leche —lo quesignificaba que había estado borracho eldía anterior— y otra vez en la cama

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encendiera un cigarrillo; porque se negóa escucharme antes y todavía entoncescuando arrimé aquellos restos de sillónde tocador en que estaba sentado y meincliné con aire grave para hacerle lapropuesta, me detuvo diciendo:

—¡Pero mire un poco ese techo!Era un techo de tejas, con dos o tres

vigas verdosas y unas hojas de caña dela India que venían de no sé dónde,largas y resecas. Miré al techo un poco yno hizo más que reírse y mover lacabeza.

—Bueno. Déle —dijo después.Le expliqué lo que era y Blanes me

interrumpía a cada momento, riéndose,

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diciendo que todo era mentira mía, queera alguno que para burlarse me habíamandado la mujer. Después me volvió apreguntar qué era aquello y no tuve másremedio que liquidar la cuestiónofreciéndole la mitad de lo que pagarala mujer una vez deducidos los gastos yle contesté que, en verdad, no sabía loque era ni de qué se trataba ni quédemonios quería de nosotros aquellamujer. Pero ya me había dado cincuentapesos y que eso significaba quepodíamos irnos a Buenos Aires o irmeyo, por lo menos, si él quería seguirdurmiendo allí. Se rió y al rato se pusoserio y de los cincuenta pesos que le

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dije haber conseguido adelantados quisoveinte enseguida. Así que tuve que darlediez, de lo que me arrepentí muy prontoporque aquella noche cuando vino alcomedor del hotel ya estaba borracho ysonreía torciendo un poco la boca y conla cabeza inclinada sobre el platillo dehielo empezó a decir:

—Usted no escarmienta. El mecenasde la calle Corrientes y toda calle delmundo donde una ráfaga de arte… Unhombre que se arruinó cien veces por elHamlet va a jugarse desinteresadamentepor un genio ignorado y con corsé.

Pero cuando vino ella, cuando lamujer salió de mis espaldas vestida

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totalmente de negro, con velo, unparaguas diminuto colgando de lamuñeca y un reloj con cadena del cuelloy me saludó y extendió la mano a Blanescon la sonrisa aquélla un pocoapaciguada en la luz artificial, él dejó demolestarme y sólo dijo:

—En fin, señora; los dioses la hanguiado hasta Langman. Un hombre queha sacrificado cientos de miles por darcorrectamente el Hamlet.

Entonces pareció que ella se burlabamirando un poco a uno y un poco a otro;después se puso grave y dijo que teníaprisa, que nos explicaría el asunto demanera que no quedara lugar para la más

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chica duda y que volvería solamentecuando todo estuviera pronto. Bajo laluz suave y limpia, la cara de la mujer ytambién lo que brillaba en su cuerpo,zonas del vestido, las uñas en la manosin guante, el mango del paraguas, elreloj con su cadena, parecían volver aser ellos mismos, liberados de la torturadel día luminoso; y yo tomé deinmediato una relativa confianza y entoda la noche no volví a pensar que ellaestaba loca, olvidé que había algo conolor a estafa en todo aquello y unasensación de negocio normal y frecuentepudo dejarme enteramente tranquilo.Aunque yo no tenía que molestarme por

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nada, ya que estaba allí Blanes,correcto, bebiendo siempre,conversando con ella como si sehubieran encontrado ya dos o tres veces,ofreciéndole un vaso de whisky, que ellacambió por una taza de tilo. De modoque lo que tenía que contarme a mí se lofue diciendo a él y yo no quiseoponerme porque Blanes era el primeractor y cuanto más llegara a entender dela obra mejor saldrían las cosas. Lo quela mujer quería que representáramospara ella era esto (a Blanes se lo dijocon otra voz y aunque no lo mirara,aunque al hablar de eso bajara los ojos,yo sentía que lo contaba ahora de un

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modo personal, como si confesaraalguna cosa cualquiera íntima de su viday que a mí me lo había dicho como elque cuenta esa misma cosa en unaoficina, por ejemplo, para pedir unpasaporte o cosa así):

—En la escena hay casas y aceras,pero todo confuso, como si se tratara deuna ciudad y hubieran amontonado todoeso para dar una impresión de una granciudad. Yo salgo, la mujer que voy arepresentar yo sale de una casa y sesienta en el cordón de la acera, junto auna mesa verde. Junto a la mesa estásentado un hombre en un banco decocina. Ése es el personaje suyo. Tiene

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puesta una tricota y gorra. En la acera deenfrente hay una verdulería con cajonesde tomate en la puerta. Entonces apareceun automóvil que cruza la escena y elhombre, usted, se levanta para atravesarla calle y yo me asusto pensando que elcoche lo atropella. Pero usted pasa antesque el vehículo y llega a la acera deenfrente en el momento que sale unamujer vestida con traje de paseo y unvaso de cerveza en la mano. Usted lotoma de un trago y vuelve enseguida quepasa un automóvil, ahora de abajo paraarriba, a toda velocidad; y usted vuelvea pasar con el tiempo justo y se sienta enel banco de cocina. Entretanto yo estoy

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acostada en la acera, como si fuera unachica. Y usted se inclina un poco paraacariciarme la cabeza.

La cosa era fácil de hacer, pero ledije que el inconveniente estaba, ahoraque lo pensaba mejor, en aquel tercerpersonaje que salía de su casa a paseocon el vaso de cerveza.

—Jarro —me dijo ella—. Es unjarro de barro con asa Y tapa.

Entonces Blanes asintió con lacabeza y le dijo:

—Claro, con algún dibujo, además,pintado.

Ella dijo que sí y parecía queaquella cosa dicha por Blanes la había

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dejado muy contenta, feliz, con esa carade felicidad que sólo una mujer puedetener y que me da ganas de cerrar losojos para no verla cuando se mepresenta, como si la buena educaciónordenara hacer eso. Volvimos a hablarde la otra mujer y Blanes terminó porestirar la mano diciendo que ya tenía loque necesitaba y que no nospreocupáramos más. Tuve que pensarque la locura de la loca era contagiosa,porque cuando le pregunté a Blanes conqué actriz contaba para aquel papel medijo que con la Rivas y aunque yo noconocía a ninguna con ese nombre noquise decir nada porque Blanes me

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estaba mirando furioso. Así que todoquedó arreglado, lo arreglaron ellos dosy yo no tuve que pensar para nada en laescena; me fui enseguida a buscar aldueño del teatro y lo alquilé por dosdías pagando el precio de uno, perodándole mi palabra de que no entraríanadie más que los actores.

Al día siguiente conseguí un hombreque entendía de instalaciones eléctricasy por un jornal de seis pesos me ayudótambién a mover y repintar un poco losbastidores. A la noche, después detrabajar cerca de quince horas, todoestuvo pronto y sudando y en mangas decamisa me puse a comer sándwiches con

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cerveza mientras oía sin hacer casohistorias de pueblo que el hombre mecontaba. El hombre hizo una pausa ydespués dijo:

—Hoy vi a su amigo bienacompañado. Esta tarde, con aquellaseñora que estuvo en el hotel anoche conustedes. Aquí todo se sabe. Ella no es deaquí; dicen que viene los veranos. Nome gusta meterme, pero los vi entrar enun hotel. Sí, qué gracia; es cierto queusted también vive en un hotel. Pero elhotel donde entraron esta tarde eradistinto… De ésos, ¿eh?

Cuando al rato llegó Blanes le dijeque lo único que faltaba era la famosa

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actriz Rivas y arreglar el asunto de losautomóviles, porque sólo se habíapodido conseguir uno, que era delhombre que me había estado ayudando ylo alquilaría por unos pesos, además demanejarlo él mismo. Pero yo tenía miidea para solucionar aquello, porquecomo el coche era un cascajo concapota, bastaba hacer que pasaraprimero con la capota baja y despuésalzada o al revés. Blanes no me contestónada porque estaba completamenteborracho, sin que me fuera posibleadivinar de dónde había conseguidodinero. Después se me ocurrió queacaso hubiera tenido el cinismo de

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recibir directamente dinero de la pobremujer. Esa idea me envenenó y seguíacomiendo los sándwiches en silenciomientras él, borracho y canturreando,recorría el escenario, se iba colocandoen posiciones de fotógrafo, de espía, deboxeador, de jugador de rugby, sin dejarde canturrear, con el sombrero caídosobre la nuca y mirando a todos lados,desde todos los lados, rebuscando vayaa saber el diablo qué cosa. Como a cadamomento me convencía más de que sehabía emborrachado con dinero robado,casi, a aquella pobre mujer enferma, noquería hablarle y cuando acabé decomer los sándwiches mandé al hombre

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que me trajera media docena más y unabotella de cerveza.

A todo esto Blanes se había cansadode hacer piruetas; la borracheraindecente que tenía le dio por el ladosentimental y vino a sentarse cerca dedonde yo estaba, en un cajón, con lasmanos en los bolsillos del pantalón y elsombrero en las rodillas, mirando conojos turbios, sin moverlos, hacia laescena. Pasamos un tiempo sin hablar ypude ver que estaba envejeciendo y elcabello rubio lo tenía descolorido yescaso. No le quedaban muchos añospara seguir haciendo el galán ni parallevar señoras a los hoteles, ni para

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nada.—Yo tampoco perdí el tiempo —

dijo de golpe.—Sí, me lo imagino —contesté sin

interés.Sonrió, se puso serio, se encajó el

sombrero y volvió a levantarse. Mesiguió hablando mientras iba y venía,como me había visto hacer tantas vecesen el despacho, todo lleno de fotosdedicadas, dictando una carta a lamuchacha.

—Anduve averiguando de la mujer—dijo—. Parece que la familia o ellamisma tuvo dinero y después ella tuvoque trabajar de maestra. Pero nadie,

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¿eh?, nadie dice que esté loca. Quesiempre fue un poco rara, sí. Pero noloca. No sé por qué le vengo a hablar austed, oh padre adoptivo del tristeHamlet, con la trompa untada demanteca de sándwich… Hablarle deesto.

—Por lo menos —le dijetranquilamente—, no me meto a espiaren vidas ajenas. Ni a dármelas deconquistador con mujeres un poco raras—me limpié la boca con el pañuelo yme di vuelta para mirarlo con caraaburrida—. Y tampoco me emborrachovaya a saber con qué dinero.

Él se estuvo con las manos en los

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riñones, de pie, mirándome a su vez,pensativo, y seguía diciéndome cosasdesagradables, pero cualquiera se dabacuenta de que estaba pensando en lamujer y que no me insultaba de corazón,sino para hacer algo mientras pensaba,algo que evitara que yo me diera cuentade que estaba pensando en aquellamujer. Volvió hacia mí, se agachó y sealzó enseguida con la botella de cervezay se fue tomando lo que quedaba sinapurarse, con la boca fija al gollete,hasta vaciarla. Dio otros pasos por elescenario y se sentó nuevamente, con labotella entre los pies y cubriéndola conlas manos.

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—Pero yo le hablé y rae estuvodiciendo —dijo—. Quería saber qué eratodo esto. Porque no sé si ustedcomprende que no se trata sólo demeterse la plata en el bolsillo. Yo lepregunté qué era esto que íbamos arepresentar y entonces supe que estabaloca. ¿Le interesa saber? Todo es unsueño que tuvo, ¿entiende? Pero lamayor locura está en que ella dice queese sueño no tiene ningún significadopara ella, que no conoce al hombre queestaba sentado en tricota azul, ni a lamujer de la jarra, ni vivió tampoco enuna calle parecida a este ridículomamarracho que hizo usted. ¿Y por qué,

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entonces? Dice que mientras dormía ysoñaba eso era feliz, pero no es feliz lapalabra sino otra clase de cosa. Así quequiere verlo todo nuevamente. Y aunquees una locura tiene su cosa razonable. Ytambién me gusta que no haya ningunavulgaridad de amor en todo esto.

Cuando nos fuimos a acostar, a cadamomento se entreparaba en la calle —había un cielo azul y mucho calor—,para agarrarme de los hombros y lassolapas y preguntarme si yo entendía, nosé qué cosa, algo que él no debíaentender tampoco muy bien, porquenunca acababa de explicarlo.

La mujer llegó al teatro a las diez en

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punto y traía el mismo traje negro de laotra noche, con la cadena y el reloj, loque me pareció mal para aquella callede barrio pobre que había en escena ypara tirarse en el cordón de la aceramientras Blanes le acariciaba el pelo.Pero tanto daba: el teatro estaba vacío;no estaba en la platea más que Blanes,siempre borracho, fumando, vestido conuna tricota azul y una gorra gris dobladasobre una oreja. Había venido tempranoacompañado de una muchacha, que eraquien tenía que asomar en la puerta de allado de la verdulería a darle su jarritade cerveza; una muchacha que noencajaba, ella tampoco, en el tipo de

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personaje, el tipo que me imaginaba yo,claro, porque sepa el diablo cómo eraen realidad; una triste y flaca muchacha,mal vestida y pintada que Blanes sehabía traído de cualquier cafetín,sacándola de andar en la calle por unanoche y empleando un cuento absurdopara traerla, era indudable. Porque ellase puso a andar con aires de primeraactriz y al verla estirar el brazo con lajarrita de cerveza daban ganas de lloraro de echarla a empujones. La otra, laloca, vestida de negro, en cuanto llegóse estuvo un rato mirando el escenariocon las manos juntas frente al cuerpo yme pareció que era enormemente alta,

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mucho más alta y flaca de lo que yohabía creído hasta entonces. Después,sin decir palabra a nadie, teniendosiempre, aunque más débil, aquellasonrisa de enfermo que me erizaba losnervios, cruzó la escena y se escondiódetrás del bastidor por donde debíasalir. La había seguido con los ojos, nosé por qué, mi mirada tomó exactamentela forma de su cuerpo alargado vestidode negro y apretada a él, ciñéndolo, loacompañó hasta que el borde del telónseparó la mirada del cuerpo.

Ahora era yo quien estaba en elcentro del escenario y como todo estabaen orden y habían pasado ya las diez,

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levanté los codos para avisar con unapalmada a los actores. Pero fue entoncesque, sin que yo me diera cuenta de loque pasaba por completo, empecé asaber cosas y qué era aquello en queestábamos metidos, aunque nunca pudedecirlo, tal como se sabe el alma de unapersona y no sirven las palabras paraexplicarlo. Preferí llamarlos por señas ycuando vi que Blanes y la muchacha quehabía traído se pusieron en movimientopara ocupar sus lugares, me escabullídetrás de los telones, donde ya estaba elhombre sentado al volante de su cocheviejo que empezó a sacudirse con unruido tolerable. Desde allí, trepado en

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un cajón, buscando esconderme porqueyo nada tenía que ver en el disparate queiba a empezar, vi cómo ella salía de lapuerta de la casucha, moviendo elcuerpo como una muchacha —el peloespeso y casi gris, suelto a la espalda,anudado sobre los omóplatos con unacinta clara—, daba unos largos pasosque eran, sin duda, de la muchacha queacababa de preparar la mesa y se asomaun momento a la calle para ver caer latarde y estarse quieta sin pensar en nada;vi cómo se sentaba cerca del banco deBlanes y sostenía la cabeza con unamano, afirmando el codo en las rodillas,dejando descansar las yemas sobre los

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labios entreabiertos y la cara vueltahacia un sitio lejano que estaba más alláde mí mismo, más allá también de lapared que yo tenía a mi espalda. Vicómo Blanes se levantaba para cruzar lacalle, y lo hacía matemáticamente antesque el automóvil, que pasó echandohumo con su capota alta y desaparecióenseguida. Vi cómo el brazo de Blanes yel de la mujer que vivía en la casa deenfrente se unían por medio de la jarritade cerveza y cómo el hombre bebía deun trago y dejaba el recipiente en lamano de la mujer que se hundíanuevamente, lenta y sin ruido, en suportal. Vi, otra vez, al hombre de la

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tricota azul cruzar la calle un instanteantes de que pasara un rápido automóvilde capota baja que terminó su carrerajunto a mí, apagando enseguida sumotor, y mientras se desgarraba el humoazuloso de la máquina, divisé a lamuchacha del cordón de la acera quebostezaba y terminaba por echarse a lolargo en las baldosas, la cabeza sobre unbrazo que escondía el pelo, y una piernaencogida. El hombre de la tricota y lagorra se inclinó entonces y acarició lacabeza de la muchacha, comenzó aacariciarla y la mano iba y venía, seenredaba en el pelo, estiraba la palmapor la frente, apretaba la cinta clara del

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peinado, volvía a repetir sus caricias.Bajé del banco, suspirando, más

tranquilo, y avancé en puntas de pie porel escenario. El hombre del automóvilme siguió, sonriendo intimidado y lamuchacha flaca que se había traídoBlanes volvió a salir de su zaguán paraunirse a nosotros. Me hizo una pregunta,una pregunta corta, una sola palabrasobre aquello y yo contesté sin dejar demirar a Blanes y a la mujer echada; lamano de Blanes, que seguía acariciandola frente y la cabellera desparramada dela mujer, sin cansarse, sin darse cuentade que la escena había concluido y queaquella última cosa, la caricia en el pelo

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de la mujer, no podía continuar siempre.Con el cuerpo inclinado, Blanesacariciaba la cabeza de la mujer,alargaba el brazo para recorrer con losdedos la extensión de la cabellera grisdesde la frente hasta los bordes que seabrían sobre el hombro y la espalda dela mujer acostada en el piso. El hombredel automóvil seguía sonriendo, tosió yescupió a un lado. La muchacha quehabía dado el jarro de cerveza a Blanes,empezó a caminar hacia el sitio dondeestaba la mujer y el hombre inclinado,acariciándola. Entonces me di vuelta yle dije al dueño del automóvil que podíair sacándolo, así nos íbamos temprano y

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caminé junto a él, metiendo la mano enel bolsillo para darle unos pesos. Algoextraño estaba sucediendo a mi derecha,donde estaban los otros, y cuando quisepensar en eso tropecé con Blanes que sehabía quitado la gorra y tenía undesagradable olor a bebida y me dio unatrompada en las costillas gritando:

—No se da cuenta de que estámuerta, pedazo de bestia.

Me quedé solo, encogido por elgolpe, y mientras Blanes iba y venía porel escenario, borracho, comoenloquecido, y la muchacha del jarro decerveza y el hombre del automóvil sedoblaban sobre la mujer muerta,

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comprendí qué era aquello, qué era loque buscaba la mujer, lo que habíaestado buscando Blanes borracho lanoche anterior en el escenario y parecíabuscar todavía, yendo y viniendo consus prisas de loco: lo comprendí todoclaramente como si fuera una de esascosas que se aprenden para siempredesde niño y no sirven después laspalabras para explicar.

En Cuentos completos,Madrid, Alfaguara, 1998.

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P

William WilsonEdgar Allan Poe

«¿Qué decir de ella? ¿Qué decir de la torvaCONCIENCIA,

de ese espectro en mi camino?»CHAMBERLAYNE, Pharronida

ermítanme que, por el momento, mellame a mí mismo William Wilson.

Esta blanca página no debe sermanchada con mi verdadero nombre.Demasiado ha sido ya objeto delescarnio, del horror, del odio de mi

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estirpe. Los vientos, indignados, ¿no hanesparcido en las regiones más lejanasdel globo su incomparable infamia? ¡Ohproscrito, oh tú, el más abandonado delos proscritos! ¿No estás muerto para latierra? ¿No estás muerto para sushonras, sus flores, sus doradasambiciones? Entre tus esperanzas y elcielo, ¿no aparece suspendida parasiempre una densa, lúgubre, ilimitadanube?

No quisiera, aunque me fueseposible, registrar hoy la crónica de estosúltimos años de inexpresable desdicha eimperdonable crimen. Esa época —estos años recientes— ha llegado

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bruscamente al colmo de ladepravación, pero ahora sólo meinteresa señalar el origen de esta última.Por lo regular, los hombres van cayendogradualmente en la bajeza. En mi caso,la virtud se desprendió bruscamente demí como si fuera un manto. De unaperversidad relativamente trivial, pasécon pasos de gigante a enormidades másgrandes que las de un Heliogábalo.Permítanme que les relate la ocasión, elacontecimiento que hizo posible esto. Lamuerte se acerca, y la sombra que laprecede proyecta un influjo calmantesobre mi espíritu. Mientras atravieso eloscuro valle, anhelo la simpatía —casi

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iba a escribir la piedad— de missemejantes. Me gustaría que creyeranque, en cierta medida, fui esclavo decircunstancias que excedían el dominiohumano. Me gustaría que buscaran afavor mío, en los detalles que voy a dar,un pequeño oasis de fatalidad en esedesierto del error. Me gustaría quereconocieran —como no han de dejar dehacerlo— que si alguna vez existierontentaciones parecidas, jamás un hombrefue tentado así, y jamás cayó así. ¿Serápor eso que nunca ha sufrido en estaforma? Verdaderamente, ¿no habrévivido en un sueño? ¿No muero víctimadel horror y el misterio de la más

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extraña de las visiones sublunares?Desciendo de una raza cuyo

temperamento imaginativo y fácilmenteexcitable la destacó en todo tiempo;desde la más tierna infancia di pruebasde haber heredado plenamente elcarácter de la familia. A medida queavanzaba en años, esa modalidad sedesarrolló aún más, llegando a ser pormuchas razones causa de grave ansiedadpara mis amigos y de perjuicios para mí.Crecí gobernándome por mi cuenta,entregado a los caprichos másextravagantes y víctima de las pasionesmás incontrolables. Débiles, asaltadospor defectos constitucionales análogos a

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los míos, poco pudieron hacer mispadres para contener las malastendencias que me distinguían. Algunosmenguados esfuerzos de su parte, maldirigidos, terminaron en rotundosfracasos y, naturalmente, fueron triunfospara mí. Desde entonces mi voz fue leyen nuestra casa; a una edad en la quepocos niños han abandonado losandadores, quedé dueño de mi voluntady me convertí de hecho en el amo detodas mis acciones.

Mis primeros recuerdos de la vidaescolar se remontan a una vasta casaisabelina llena de recovecos, en unneblinoso pueblo de Inglaterra, donde se

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alzaban innumerables árbolesgigantescos y nudosos, y donde todas lascasas eran antiquísimas. Aquelvenerable pueblo era como un lugar deensueño, propio para la paz del espíritu.Ahora mismo, en mi fantasía, siento larefrescante atmósfera de sus avenidas ensombra, aspiro la fragancia de sus milarbustos, y me estremezco nuevamente,con indefinible delicia, al oír laprofunda y hueca voz de la campana dela iglesia quebrando hora tras hora consu hosco y repentino tañido el silenciode la fusca atmósfera, en la que elcalado campanario gótico se sumía yreposaba.

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Demorarme en los menudosrecuerdos de la escuela y sus episodiosme proporciona quizá el mayor placerque me es dado alcanzar en estos días.Anegado como estoy por la desgracia —¡ay, demasiado real!—, se me perdonaráque busque alivio, aunque sea tan levecomo efímero, en la complacencia deunos pocos detalles divagantes.Triviales y hasta ridículos, esos detallesasumen en mi imaginación una relativaimportancia, pues se vinculan a unperíodo y a un lugar en los cualesreconozco la presencia de los primerosambiguos avisos del destino que mástarde habría de envolverme en sus

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sombras. Déjenme, entonces, recordar.Como he dicho, la casa era antigua y

de trazado irregular. Alzábase en unvasto terreno, y un elevado y sólidomuro de ladrillos, coronado por unacapa de mortero y vidrios rotos,circundaba la propiedad. Esta muralla,semejante a la de una prisión, constituíael límite de nuestro dominio; más allá deél nuestras miradas sólo pasaban tresveces por semana: la primera, lossábados por la tarde, cuando se nospermitía realizar breves paseos engrupo, acompañados por dospreceptores, a través de los camposvecinos; y las otras dos los domingos,

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cuando concurríamos en la misma formaa los oficios matinales y vespertinos dela única iglesia del pueblo. El directorde la escuela era también el pastor. ¡Conqué asombro y perplejidad locontemplaba yo desde nuestros alejadosbancos, cuando ascendía al púlpito conlento y solemne paso! Este hombrereverente, de rostro sereno y benigno, devestiduras satinadas que ondulabanclericalmente, de pelucacuidadosamente empolvada, tan rígida yenorme… ¿podía ser el mismo que,poco antes, agrio el rostro, manchadasde rapé las ropas, administraba férula enmano las draconianas leyes de la

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escuela? ¡Oh inmensa paradoja,demasiado monstruosa para tenersolución!

En un ángulo de la espesa paredrechinaba una puerta aún más espesa.Estaba remachada y asegurada conpasadores de hierro, y coronada depicas de hierro. ¡Qué sensaciones deprofundo temor inspiraba! Jamás seabría, salvo para las tres salidas yretornos mencionados; por eso, en cadacrujido de sus fortísimos goznes,encontrábamos la plenitud delmisterio… un mundo de cosas parahacer solemnes observaciones, o parameditar profundamente.

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El dilatado muro tenía una formairregular, con muchos espaciososrecesos. Tres o cuatro de los másgrandes constituían el campo de juegos.Su piso estaba nivelado y cubierto defina grava. Me acuerdo de que no teníaárboles, ni bancos, ni nada parecido.Quedaba, claro está, en la parteposterior de la casa. En el frente habíaun pequeño cantero, donde crecían elboj y otros arbustos; pero a través deesta sagrada división sólo pasábamos enraras ocasiones, tales como el día delingreso a la escuela o el de la partida, oquizá cuando nuestros padres o un amigovenían a buscarnos y partíamos

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alegremente a casa para pasar lasvacaciones de Navidad o de verano.

¡Aquella casa! ¡Qué extraño eraaquel viejo edificio! ¡Y para mí, quépalacio de encantamiento! Sus vueltas yrevueltas no tenían fin, ni tampoco susincomprensibles subdivisiones. En unmomento dado era difícil saber concerteza en cuál de los dos pisos seestaba, Entre un cuarto y otro habíasiempre tres o cuatro escalones quesubían o bajaban. Las alas laterales,además, eran innumerables —inconcebibles—, y volvían sobre símismas de tal manera que nuestras ideasmás precisas con respecto a aquella

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casa no diferían mucho de las queabrigábamos sobre el infinito. Durantemis cinco años de residencia, jamáspude establecer con precisión en quéremoto lugar hallábanse situados lospequeños dormitorios quecorrespondían a los dieciocho o veintecolegiales que seguíamos los cursos.

El aula era la habitación más grandede la casa y —no puedo dejar depensarlo— del mundo entero. Era muylarga, angosta y lúgubremente baja, conventanas de arco gótico y techo de roble.En un ángulo remoto, que nos inspirabaespanto, había una división cuadrada deunos ocho o diez pies, donde se hallaba

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el sanctum destinado a las oraciones denuestro director, el reverendo doctorBransby. Era una sólida estructura, demaciza puerta; antes de abrirla enausencia del «dómine» hubiéramospreferido perecer voluntariamente por lapeine forte et dure. En otros ánguloshabía dos recintos similares, muchomenos reverenciados por cierto, peroque no dejaban de inspirarnos temor.Uno de ellos contenía la cátedra delpreceptor «clásico», y el otro lacorrespondiente a «inglés ymatemáticas». Dispersos en el salón,cruzándose y recruzándose eninterminable irregularidad, veíanse

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innumerables bancos y pupitres, negrosy viejos, carcomidos por el tiempo,cubiertos de libros harto hojeados, y tanllenos de cicatrices de iniciales,nombres completos, figuras grotescas yotros múltiples esfuerzos delcortaplumas, que habían llegado aperder lo poco que podía quedarles desu forma original en lejanos días. Ungran balde de agua aparecía en unextremo del salón, y en el otro había unreloj de formidables dimensiones.

Encerrado por las macizas paredesde tan venerable academia, pasé sintedio ni disgusto los años del tercerlustro de mi vida. El fecundo cerebro de

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un niño no necesita de los sucesos delmundo exterior para ocuparlo odivertirlo; y la monotonía aparentementelúgubre de la escuela estaba llena deexcitaciones más intensas que las que mijuventud extrajo de la lujuria, o mivirilidad del crimen. Sin embargo debocreer que el comienzo de mi desarrollomental salió ya de lo común y tuvoincluso mucho de exagerado. En general,los hombres de edad madura no guardanun recuerdo definido de losacontecimientos de la infancia. Todo escomo una sombra gris, una remembranzadébil e irregular, una evocaciónindistinta de pequeños placeres y

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fantasmagóricos dolores. Pero en micaso no ocurre así. En la infancia debode haber sentido con todas las energíasde un hombre lo que ahora halloestampado en mi memoria con imágenestan vividas, tan profundas y tanduraderas como los exergos de lasmedallas cartaginesas.

Y sin embargo, desde un punto devista mundano, ¡qué poco había allí pararecordar! Despertarse por la mañana,volver a la cama por la noche; losestudios, las recitaciones, lasvacaciones periódicas, los paseos; elcampo de juegos, con sus querellas, suspasatiempos, sus intrigas… Todo eso,

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por obra de un hechizo mental totalmenteolvidado más tarde, llegaba a contenerun mundo de sensaciones, deapasionantes incidentes, un universo devariada emoción, lleno de las másapasionadas e incitantes excitaciones.Oh, le bon temps, que ce siècle de fer!

El ardor, el entusiasmo y loimperioso de mi naturaleza no tardaronen destacarme entre mis condiscípulos, ypor una suave pero natural gradación fuiganando ascendencia sobre todos losque no me superaban demasiado enedad; sobre todos…, con una solaexcepción. Se trataba de un alumno que,sin ser pariente mío, tenía mi mismo

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nombre y apellido; circunstancia poconotable; ya que, a pesar de miascendencia noble, mi apellido era unode esos que, desde tiemposinmemoriales, parecen ser propiedadcomún de la multitud. En este relato mehe designado a mí mismo como WilliamWilson —nombre ficticio, pero no muydistinto del verdadero—. Sólo mitocayo, entre los que formaban, según lafraseología escolar, «nuestro grupo»,osaba competir conmigo en los estudios,en los deportes y querellas del recreo,rehusando creer ciegamente misafirmaciones y someterse a mi voluntad;en una palabra, pretendía oponerse a mi

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arbitrario dominio en todos los sentidos.Y si existe en la tierra un supremo eilimitado despotismo, ése es el queejerce un muchacho extraordinario sobrelos espíritus de sus compañeros menosdotados.

La rebelión de Wilson constituíapara mí una fuente de continuoembarazo; máxime cuando, a pesar delas bravatas que lanzaba en públicoacerca de él y de sus pretensiones,sentía que en el fondo le tenía miedo, yno podía dejar de pensar en la igualdadque tan fácilmente mantenía con respectoa mí, y que era prueba de su verdaderasuperioridad, ya que no ser superado me

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costaba una lucha perpetua. Empero,esta superioridad —incluso estaigualdad— sólo yo la reconocía;nuestros camaradas, por unainexplicable ceguera, no parecíansospecharla siquiera. La verdad es quesu competencia, su oposición y, sobretodo, su impertinente y obstinadainterferencia en mis propósitos eran tanhirientes como poco visibles. Wilsonparecía tan exento de la ambición queespolea como de la apasionada energíaque me permitía brillar. Se hubieradicho que en su rivalidad había sólo elcaprichoso deseo de contradecirme,asombrarme y mortificarme; aunque a

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veces yo no dejaba de observar —conuna mezcla de asombro, humillación yresentimiento— que mi rival mezclabaen sus ofensas, sus insultos o susoposiciones cierta inapropiada ei nt e mp e s t i v a afectuosidad. Sóloalcanzaba a explicarme semejanteconducta como el producto de unaconsumada suficiencia, que adoptaba eltono vulgar del patronazgo y laprotección.

Quizá fuera este último rasgo en laconducta de Wilson, conjuntamente conla identidad de nuestros nombres y lamera coincidencia de haber ingresado enla escuela el mismo día, lo que dio

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origen a la convicción de que éramoshermanos, cosa que creían lodos losalumnos de las clases superiores. Estosúltimos no suelen informarse en detallede las cuestiones concernientes a losalumnos menores. Ya he dicho, o debídecir, que Wilson no estabaemparentado ni en el grado más remotocon mi familia. Pero la verdad es que,de haber sido hermanos, hubiésemossido gemelos, ya que después de salir dela academia del doctor Bransby supepor casualidad que mi tocayo habíanacido el 19 de enero de 1813, y lacoincidencia es bien notable, pues setrata precisamente del día de mi

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nacimiento.Podrá parecer extraño que, a pesar

de la continua inquietud que meocasionaba la rivalidad de Wilson, y suintolerable espíritu de contradicción, meresultara imposible odiarlo. Es ciertoque casi diariamente teníamos unaquerella, al fin de la cual, mientras mecedía públicamente la palma de lavictoria, Wilson se las arreglaba dealguna manera para darme a entenderque era él quien la había merecido;pero, no obstante eso, mi orgullo y unagran dignidad de su parte nos manteníaen lo que se da en llamar «buenasrelaciones», a la vez que diversas

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coincidencias en nuestros caracteresactuaban para despertar en mí unsentimiento que quizá sólo nuestraposición impedía convertir en amistad.Me es muy difícil definir, e inclusodescribir, mis verdaderos sentimientoshacia Wilson. Constituían una mezclaheterogénea y abigarrada: algo depetulante animosidad que no llegaba alodio, algo de estima, aun más derespeto, mucho miedo y un mundo deinquieta curiosidad. Casi resultasuperfluo agregar, para el moralista, queWilson y yo éramos compañerosinseparables.

No hay duda de que lo anómalo de

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esta relación encaminaba todos misataques (que eran muchos, francos oencubiertos) por las vías de la burla ode la broma pesada —que lastiman bajola apariencia de una diversión— en vezde convertirlos en franca y abiertahostilidad. Pero mis esfuerzos en esesentido no siempre resultabanfructuosos, por más hábilmente quemaquinara mis planes, ya que mi tocayotenía en su carácter mucho de esamodesta y tranquila austeridad que,mientras goza de lo afilado de suspropias bromas, no ofrece ningún talónde Aquiles y rechaza toda tentativa deque alguien ría a costa suya. Sólo pude

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encontrarle un punto vulnerable que,proveniente de una peculiaridad de supersona y originado acaso en unaenfermedad constitucional, hubiera sidorelegado por cualquier otro antagonistamenos exasperado que yo. Mi rival teníaun defecto en los órganos vocales que leimpedía alzar la voz más allá de unsusurro apenas perceptible . Y yo nodejaba de aprovechar las míserasventajas que aquel defecto me acordaba.

Las represalias de Wilson eran muyvariadas, pero una de las formas de sumalicia me perturbaba más allá de lonatural. Jamás podré saber cómo susagacidad llegó a descubrir que una

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cosa tan insignificante me ofendía; elhecho es que, una vez descubierta, nodejó de insistir en ella. Siempre habíayo experimentado aversión hacia mipoco elegante apellido y mi nombre tancomún, que era casi plebeyo. Aquellosnombres eran veneno en mi oído, ycuando, el día de mi llegada, un segundoWilliam Wilson ingresó en la academia,lo detesté por llevar ese nombre, y mesentí doblemente disgustado por elhecho de ostentarlo un desconocido quesería causa de una constante repetición,que estaría todo el tiempo en mipresencia y cuyas actividades en la vidaordinaria de la escuela serían con

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frecuencia confundidas con las mías, porculpa de aquella odiosa coincidencia.

Este sentimiento de ultraje asíengendrado se fue acentuando con cadacircunstancia que revelaba unasemejanza, moral o física, entre mi rivaly yo. En aquel tiempo no habíadescubierto el curioso hecho de queéramos de la misma edad, perocomprobé que teníamos la mismaestatura, y que incluso nos parecíamosmucho en las facciones y el aspectofísico, También me amargaba que losalumnos de los cursos superioresestuvieran convencidos de que existía unparentesco entre ambos. En una palabra,

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nada podía perturbarme más (aunque lodisimulaba cuidadosamente) quecualquier alusión a una semejanzaintelectual, personal o familiar entreWilson y yo. Por cierto, nada mepermitía suponer (salvo en lo referente aun parentesco) que estas similaridadesfueran comentadas o tan sólo observadaspor nuestros condiscípulos. Que él lasobservaba en todos sus aspectos, y contanta claridad como yo, me resultabaevidente; pero sólo a su extraordinariapenetración cabía atribuir eldescubrimiento de que esascircunstancias le brindaran un campo tanvasto de ataque.

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Su réplica, que consistía enperfeccionar una imitación de mipersona, se cumplía tanto en palabrascomo en acciones, y Wilsondesempeñaba admirablemente su papel.Copiar mi modo de vestir no le eradifícil; mis actitudes y mi modo demoverme pasaron a ser suyos sinesfuerzo, y a pesar de su defectoconstitucional, ni siquiera mi voz escapóa su imitación. Nunca trataba, claro está,de imitar mis acentos más fuertes, perola tonalidad general de mi voz se repetíaexactamente en la suya, y su extrañosusurro llegó a convertirse en el ecomismo de la mía.

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No me aventuraré a describir hastaqué punto este minucioso retrato (puesno cabía considerarlo una caricatura)llegó a exasperarme. Me quedaba elconsuelo de ser el único que reparaba enesa imitación y no tener que soportarmás que las sonrisas de complicidad yde misterioso sarcasmo de mi tocayo.Satisfecho de haber provocado en mí elpenoso efecto que buscaba, parecíadivertirse en secreto del aguijón que mehabía clavado, desdeñandosistemáticamente el aplauso general quesus astutas maniobras hubieran obtenidofácilmente. Durante muchos mesesconstituyó un enigma indescifrable para

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mí el que mis compañeros no advirtieransus intenciones, comprobaran sucumplimiento y participaran de su mofa.Quizá la gradación de su copia no lahizo tan perceptible; o quizá debía miseguridad a la maestría de aquel copistaque, desdeñando lo literal (que es todolo que los pobres de entendimiento venen una pintura), sólo ofrecía el espíritudel original para que yo pudieracontemplarlo y atormentarme.

He aludido más de una vez aldesagradable aire protector que asumíaWilson conmigo, y de sus frecuentesinterferencias en los caminos de mivoluntad. Esta interferencia solía

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adoptar la desagradable forma de unconsejo, antes insinuado que ofrecidoabiertamente. Yo lo recibía con unarepugnancia que los años fueronacentuando. Y, sin embargo, en este díaya tan lejano de aquéllos, séame dadodeclarar con toda justicia que norecuerdo ocasión alguna en que lassugestiones de mi rival me incitaran alos errores tan frecuentes en esa edadinexperta e inmadura; por lo menos susentido moral, si no su talento y susensatez, era mucho más agudo que elmío; y yo habría llegado a ser un hombremejor y más feliz si hubiera rechazadocon menos frecuencia aquellos consejos

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encerrados en susurros, y que en aquelentonces odiaba y despreciabaamargamente.

Así las cosas, acabé porimpacientarme al máximo frente a esadesagradable vigilancia, y lo queconsideraba intolerable arrogancia de suparte me fue ofendiendo más y más. Hedicho ya que en los primeros años denuestra vinculación de condiscípulosmis sentimientos hacia Wilson podríanhaber derivado fácilmente a la amistad,pero en los últimos meses de miresidencia en la academia, si bien laimpertinencia de su comportamientohabía disminuido mucho, mis

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sentimientos se inclinaron, enproporción análoga, al más profundoodio. En cierta ocasión creo que Wilsonlo advirtió, y desde entonces me evitó ofingió evitarme.

En esa misma época, si recuerdobien, tuvimos un violento altercado,durante el cual Wilson perdió la calmaen mayor medida que otras veces,actuando y hablando con una franquezabastante insólita en su carácter.Descubrí en ese momento (o me pareciódescubrir) en su acento, en su aire y ensu apariencia general algo que empezópor sorprenderme, para llegar ainteresarme luego profundamente, ya que

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traía a mi recuerdo borrosas visiones dela primera infancia; vehementes,confusos y tumultuosos recuerdos de untiempo en el que la memoria aún nohabía nacido. Sólo puedo describir lasensación que me oprimía diciendo queme costó rechazar la certidumbre de quehabía estado vinculado con aquel ser enuna época muy lejana, en un momento deun pasado infinitamente remoto. Lailusión, sin embargo, desvaneciose conla misma rapidez con que había surgido,y si la menciono es para precisar el díaen que hablé por última vez en elcolegio con mi extraño tocayo.

La enorme y vieja casa, con sus

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incontables subdivisiones, tenía variasgrandes habitaciones contiguas, dondedormía la mayor parte de losestudiantes. Como era natural en unedificio tan torpemente concebido, habíaademás cantidad de recintos menoresque constituían las sobras de laestructura y que el ingenio económicodel doctor Bransby había habilitadocomo dormitorios, aunque dado sutamaño sólo podían contener a unocupante. Wilson poseía uno de esospequeños cuartos.

Una noche, hacia el final de miquinto año de esludios en la escuela, einmediatamente después del altercado a

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que he aludido, me levanté cuando todosse hubieron dormido y, tomando unalámpara, me aventuré por infinitospasadizos angostos en dirección aldormitorio de mi rival. Durante largotiempo había estado planeando una deesas perversas bromas pesadas con lascuales fracasara hasta entonces. Mesentía dispuesto a llevarla de inmediatoa la práctica, para que mi rival pudieradarse buena cuenta de toda mi malicia.Cuando llegué ante su dormitorio, dejéla lámpara en el suelo, cubriéndola conuna pantalla, y entré silenciosamente.Luego de avanzar unos pasos, oí susereno respirar. Seguro de que estaba

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durmiendo, volví a tomar la lámpara yme aproximé al lecho. Estaba ésterodeado de espesas cortinas, que encumplimiento de mi plan aparté lenta ysilenciosamente, hasta que los brillantesrayos cayeron sobre el durmiente,mientras mis ojos se fijaban en el mismoinstante en su rostro, Lo miré, y sentí quemi cuerpo se helaba, que unembotamiento me envolvía. Palpitaba micorazón, temblábanme las rodillas,mientras mi espíritu se sentía presa deun horror sin sentido pero intolerable.Jadeando, bajé la lámpara hastaaproximarla aún más a aquella cara.¿Eran ésos… ésos, los rasgos de

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William Wilson? Bien veía que eran lossuyos, pero me estremecía como víctimade la calentura al imaginar que no loeran. Pero, entonces, ¿qué había en ellospara confundirme de esa manera? Lomiré, mientras mi cerebro giraba enmultitud de incoherentes pensamientos.No era ése su aspecto… no, así no eraél en las activas horas de vigilia. ¡Elmismo nombre! ¡La misma figura! ¡Elmismo día de ingreso a la academia! ¡Ysu obstinada e incomprensible imitaciónde mi actitud, de mi voz, de miscostumbres, de mi aspecto! ¿Entrabaverdaderamente dentro de los límites dela posibilidad humana que esto que

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ahora veía fuese meramente el resultadode su continua imitación sarcástica?Espantado y temblando cada vez más,apagué la lámpara, salí en silencio deldormitorio y escapé sin perder unmomento de la vieja academia, a la queno habría de volver jamás.

Luego de un lapso de algunos mesesque pasé en casa sumido en una totalholgazanería, entré en el colegio deEton. El breve intervalo había bastadopara apagar mi recuerdo de losacontecimientos en la escuela del doctorBransby, o por lo menos para cambiar lanaturaleza de los sentimientos queaquellos sucesos me inspiraban. La

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verdad y la tragedia de aquel drama noexistían ya. Ahora me era posible dudardel testimonio de mis sentidos; cada vezque recordaba el episodio measombraba de los extremos a que puedellegar la credulidad humana, y sonreía alpensar en la extraordinaria imaginaciónque hereditariamente poseía. Esteescepticismo estaba lejos de disminuircon el género de vida que empecé allevar en Eton. El vórtice de irreflexivalocura en que inmediata ytemerariamente me sumergí barrió contodo y no dejó más que la espuma de mispasadas horas, devorando lasimpresiones sólidas o serias y dejando

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en el recuerdo tan sólo las trivialidadesde mi existencia anterior.

No quiero, sin embargo, trazar aquíel derrotero de mi miserable libertinaje,que desafiaba las leyes y eludía lavigilancia del colegio. Tres años delocura se sucedieron sin ningúnbeneficio, arraigando en mí los vicios yaumentando, de un modo insólito, midesarrollo corporal. Un día, después deuna semana de estúpida disipación,invité a algunos de los estudiantes másdisolutos a una orgía secreta en mishabitaciones. Nos reunimos estando yala noche avanzada, pues nuestrolibertinaje habría de prolongarse hasta

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la mañana. Corría libremente el vino yno faltaban otras seducciones todavíamás peligrosas, al punto que la grisalborada apuntaba ya en el orientecuando nuestras deliberantesextravagancias llegaban a su ápice.Excitado hasta la locura por las cartas yla embriaguez me disponía a proponerun brindis especialmente blasfematorio,cuando la puerta de mi aposento seentreabrió con violencia, a tiempo queresonaba ansiosamente la voz de uno delos criados. Insistía en que una personame reclamaba con toda urgencia en elvestíbulo.

Profundamente excitado por el vino,

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la inesperada interrupción me alegró envez de sorprenderme. Salítambaleándome y en pocos pasos lleguéal vestíbulo. No había luz en aquelestrecho lugar, y sólo la pálida claridaddel alba alcanzaba a abrirse paso por laventana semicircular. Al poner el pie enel umbral distinguí la figura de un jovende mi edad, vestido con una bata decasimir blanco, cortada conforme a lanueva moda e igual a la que llevaba yopuesta. La débil luz me permitiódistinguir todo eso, pero no lasfacciones del visitante. Al verme, vinoprecipitadamente a mi encuentro y,tomándome del brazo con un gesto de

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petulante impaciencia, murmuró en mioído estas palabras:

—¡William Wilson!Mi embriaguez se disipó

instantáneamente.Había algo en los modales del

desconocido y en el temblor nervioso desu dedo levantado, suspenso entre la luzy mis ojos, que me colmó deindescriptible asombro; pero no fue estolo que me conmovió con más violencia,sino la solemne admonición quecontenían aquellas sibilantes palabrasdichas en voz baja, y, por sobre todo, elcarácter, el sonido, el tono de esaspocas, sencillas y familiares sílabas que

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había susurrado, y que me llegaban conmil turbulentos recuerdos de díaspasados, golpeando mi alma con elchoque de una batería galvánica. Antesde que pudiera recobrar el uso de missentidos, el visitante habíadesaparecido.

Aunque este episodio no dejó deafectar vivamente mi desordenadaimaginación, bien pronto se disipó suefecto. Durante algunas semanas meocupé en hacer toda clase deaveriguaciones, o me envolví en unanube de morbosas conjeturas. No intenténegarme a mí mismo la identidad delsingular personaje que se inmiscuía de

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tal manera en mis asuntos o meexacerbaba con sus insinuados consejos.¿Quién era, qué era ese Wilson? ¿Dedónde venía? ¿Qué propósitos abrigaba?Me fue imposible hallar respuesta aestas preguntas; sólo alcancé a averiguarque un súbito accidente acontecido en sufamilia lo había llevado a marcharse dela academia del doctor Bransby lamisma tarde del día en que emprendí lafuga. Pero bastó poco tiempo para quedejara de pensar en todo esto, ya que miatención estaba completamenteabsorbida por los proyectos de miingreso en Oxford. No tardé entrasladarme allá, y la irreflexiva

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vanidad de mis padres me proporcionóuna pensión anual que me permitiríaabandonarme al lujo que tanto ansiabami corazón y rivalizar en despilfarro conlos más altivos herederos de los másricos condados de Gran Bretaña.

Estimulado por estas posibilidadesde fomentar mis vicios, mitemperamento se manifestó conredoblado ardor, y mancillé las máselementales reglas de decencia con laloca embriaguez de mis licencias. Seríaabsurdo detenerme en el detalle de misextravagancias. Baste decir que excedítodos los límites y que, dando nombre amultitud de nuevas locuras, agregué un

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copioso apéndice al largo catálogo devicios usuales en aquella Universidad,la más disoluta de Europa.

Apenas podrá creerse, sin embargo,que por más que hubiera mancillado micondición de gentilhombre, habría dellegar a familiarizarme con las innoblesartes del jugador profesional, y que,convertido en adepto de tandespreciable ciencia, la practicaríacomo un medio para aumentar todavíamás mis enormes rentas a expensas demis camaradas de carácter más débil.No obstante, ésa es la verdad. Lomonstruoso de esta transgresión de todoslos sentimientos caballerescos y

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honorables resultaba la principal, ya queno la única razón de la impunidad conque podía practicarla. ¿Quién, entre mismás depravados camaradas, no hubieradudado del testimonio de sus sentidosantes de sospechar culpable desemejantes actos al alegre, al franco, algeneroso William Wilson, el más nobley liberal compañero de Oxford, cuyaslocuras, al decir de sus parásitos, noeran más que locuras de la juventud y lafantasía, cuyos errores sólo erancaprichos inimitables, cuyos vicios másnegros no pasaban de ligeras y atrevidasextravagancias?

Llevaba ya dos años entregado con

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todo éxito a estas actividades cuandollegó a la Universidad un joven noble,u n parvenu llamado Glendinning, aquien los rumores daban por más ricoque Herodes Atico, sin que sus riquezasle hubieran costado más que a éste.Pronto me di cuenta de que era unsimple, y, naturalmente, lo considerésujeto adecuado para ejercer sobre élmis habilidades. Logré hacerlo jugarconmigo varias veces y, procediendocomo todos los tahúres, le permití ganarconsiderables sumas a fin de envolverlomás efectivamente en mis redes. Por fin,maduros mis planes, me encontré con él(decidido a que esta partida fuera

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decisiva) en las habitaciones de uncamarada llamado Preston, que nosconocía íntimamente a ambos, aunque noabrigaba la más remota sospecha de misintenciones. Para dar a todo esto unmejor color, me había arreglado paraque fuéramos ocho o diez invitados, yme ingenié cuidadosamente a fin de quela invitación a jugar surgiera como porcasualidad y que la misma víctima lapropusiera. Para abreviar tema tan vil,no omití ninguna de las bajas finezaspropias de estos lances, que se repitende tal manera en todas las ocasionessimilares que cabe maravillarse de quetodavía existan personas tan tontas como

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para caer en la trampa.Era ya muy entrada la noche cuando

efectué por fin la maniobra que me dejófrente a Glendinning como únicoantagonista. El juego era mi favorito, elécarté. Interesados por el desarrollo dela partida, los invitados habíanabandonado las cartas y se congregabana nuestro alrededor. El parvenu, a quienhabía inducido con anterioridad a beberabundantemente, cortaba las cartas,barajaba o jugaba con una nerviosidadque su embriaguez sólo podía explicaren parte. Muy pronto se convirtió endeudor de una importante suma, yentonces, luego de beber un gran trago

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de oporto, hizo lo que yo esperabafríamente: me propuso doblar lasapuestas, que eran ya extravagantementeelevadas. Fingí resistirme, y sólodespués que mis reiteradas negativashubieron provocado en él algunasréplicas coléricas, que dieron a miaquiescencia un carácter destemplado,acepté la propuesta. Como es natural, elresultado demostró hasta qué punto lapresa había caído en mis redes; enmenos de una hora su deuda se habíacuadruplicado.

Desde hacía un momento, el rostrode Glendinning perdía la rubicundez queel vino le había prestado y me asombró

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advertir que se cubría de una palidezcasi mortal. Si digo que me asombró sedebe a que mis averiguacionesanteriores presentaban a mi adversariocomo inmensamente rico, y, aunque lassumas perdidas eran muy grandes, nopodían preocuparlo seriamente y muchomenos perturbarlo en la forma en que loestaba viendo. La primera idea que seme ocurrió fue que se trataba de losefectos de la bebida; buscando mantenermi reputación a ojos de los testigospresentes —y no por razones altruistas— me disponía a exigir perentoriamentela suspensión de la partida, cuandoalgunas frases que escuché a mi

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alrededor, así como una exclamacióndesesperada que profirió Glendinning,me dieron a entender que acababa dearruinarlo por completo, encircunstancias que lo llevaban a merecerla piedad de todos, y que deberíanhaberlo protegido hasta de las tentativasde un demonio.

Difícil es decir ahora cuál hubierasido mi conducta en ese momento. Lalamentable condición de mi adversariocreaba una atmósfera de penosoembarazo. Hubo un profundo silencio,durante el cual sentí que me ardían lasmejillas bajo las miradas de desprecio ode reproche que me lanzaban los menos

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pervertidos. Confieso incluso que, alproducirse una súbita y extraordinariainterrupción, mi pecho se alivió por unbreve instante de la intolerable ansiedadque lo oprimía. Las grandes y pesadaspuertas de la estancia se abrieron degolpe y de par en par, con un ímpetu tanvigoroso y arrollador que bastó paraapagar todas las bujías. La muriente luznos permitió, sin embargo, ver entrar aun desconocido, un hombre de mi talla,completamente embozado en una capa.La oscuridad era ahora total, ysolamente podíamos sentir que aquelhombre estaba entre nosotros. Antes deque nadie pudiera recobrarse del

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profundo asombro que semejanteconducta le había producido, oímos lavoz del intruso.

—Señores —dijo, con una voz tanbaja como clara, con un inolvidablesusurro que me estremeció hasta lamédula de los huesos—. Señores, no meexcusaré por mi conducta, ya que alobrar así no hago más que cumplir conun deber. Sin duda ignoran ustedes quiénes la persona que acaba de ganar unagran suma de dinero a Lord Glendinning.He de proponerles, por tanto, unamanera tan expeditiva como concluyentede cerciorarse al respecto: bastará conque examinen el forro de su puño

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izquierdo y los pequeños paquetes queencontrarán en los bolsillos de su batabordada.

Mientras hablaba, el silencio era tanprofundo que se hubiera oído caer unaaguja en el suelo. Dichas esas palabras,partió tan bruscamente como habíaentrado. ¿Puedo describir… describirémis sensaciones? ¿Debo decir que sentítodos los horrores del condenado? Pocotiempo me quedó para reflexionar.Varias manos me sujetaron rudamente,mientras se traían nuevas luces.Inmediatamente me registraron. En elforro de mi manga encontraron todas lasfiguras esenciales en el écarté y, en los

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bolsillos de mi bata, varios mazos debarajas idénticos a los queempleábamos en nuestras partidas, salvoque las mías eran lo que técnicamente sedenomina arrondées; vale decir que lascartas ganadoras tienen las extremidadesligeramente convexas, mientras lascartas de menor valor son levementeconvexas a los lados. En esa forma, elincauto que corta, como es normal, a lolargo del mazo, proporcionaráinvariablemente una carta ganadora a suantagonista, mientras el tahúr, quecortará también tomando el mazo por suslados mayores, descubrirá una cartainferior.

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Todo estallido de indignación antesemejante descubrimiento me hubieraafectado menos que el silenciosodesprecio y la sarcástica composturacon que fue recibido.

—Señor Wilson —dijo nuestroanfitrión, inclinándose para levantar delsuelo una lujosa capa de preciosaspieles—, esto es de su pertenencia.(Hacía frío y, al salir de mishabitaciones, me había echado la capasobre mi bata, retirándola luego al llegara la sala de juego). Supongo que no valela pena buscar aquí —agregó, mientrasobservaba los pliegues del abrigo conamarga sonrisa— otras pruebas de su

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habilidad. Ya hemos tenido bastantes.Descuento que reconocerá la necesidadde abandonar Oxford, y, de todas lasmaneras, de salir inmediatamente de mihabitación.

Humillado, envilecido hasta elmáximo como lo estaba en ese momento,es probable que hubiera respondido atan amargo lenguaje con un arrebato deviolencia, de no hallarse mi atencióncompletamente concentrada en un hechopor completo extraordinario. La capaque me había puesto para acudir a lareunión era de pieles sumamente raras, aun punto tal que no hablaré de su precio.Su corte, además, nacía de mi invención

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personal, pues en cuestiones tan frívolasera de un refinamiento absurdo. Por eso,cuando Preston me alcanzó la queacababa de levantar del suelo cerca dela puerta del aposento, vi con asombrolindante en el terror que yo tenía mipropia capa colgada del brazo —dondela había dejado inconscientemente—, yque la que me ofrecía era absolutamenteigual en todos y cada uno de susdetalles. El extraño personaje que mehabía desenmascarado estaba envueltoen una capa al entrar, y aparte de míningún otro invitado llevaba capa esanoche. Con lo que me quedaba depresencia de ánimo, tomé la que me

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ofrecía Preston y la puse sobre la míasin que nadie se diera cuenta. Salí así delas habitaciones, desafiante el rostro, y ala mañana siguiente, antes del alba,empecé un presuroso viaje al continente,perdido en un abismo de espanto y devergüenza.

Huía en vano. Mi aciago destino mepersiguió, exultante, mostrándome quesu misterioso dominio no había hechomás que empezar. Apenas hube llegadoa París, tuve nuevas pruebas del odiosointerés que Wilson mostraba en misasuntos. Corrieron los años, sin quepudiera hallar alivio. ¡El miserable…!¡Con qué inoportuna, con qué espectral

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solicitud se interpuso en Roma entre míy mis ambiciones! También en Viena…en Berlín… en Moscú. A decir verdad,¿dónde no tenía yo amargas razones paramaldecirlo de todo corazón? Huí, al fin,de aquella inescrutable tiranía, aterradocomo si se tratara de la peste; huí hastalos confines mismos de la tierra. Y envano.

Una y otra vez, en la más secretaintimidad de mi espíritu, me formulé laspreguntas: «¿Quién es? ¿De dóndeviene? ¿Qué quiere?». Pero lasrespuestas no llegaban. Minuciosamenteestudié las formas, los métodos, losrasgos dominantes de aquella

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impertinente vigilancia, pero incluso ahíencontré muy poco para fundar unaconjetura cualquiera. Cabía advertir, sinembargo, que en las múltiples instanciasen que se había cruzado en mi camino enlos últimos tiempos, sólo lo había hechopara frustrar planes o malograr actosque, de cumplirse, hubieran culminadoen una gran maldad. ¡Pobre justificación,sin embargo, para una autoridad asumidatan imperiosamente! ¡Pobrecompensación para los derechos de unlibre albedrío tan insultantementeestorbado!

Me había visto obligado a notarasimismo que, en ese largo período

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(durante el cual continuó con sucapricho de mostrarse vestidoexactamente como yo, lográndolo conmilagrosa habilidad), mi atormentadorconsiguió que no pudiera ver jamás surostro las muchas veces que se interpusoen el camino de mi voluntad. Cualquieraque fuese Wilson, esto, por lo menos,era el colmo de la afectación y lainsensatez. ¿Cómo podía haber supuestopor un instante que en mi amonestadorde Eton, en el desenmascarador deOxford, en aquél que malogró miambición en Roma, mi venganza enParís, mi apasionado amor en Nápoles,o lo que falsamente llamaba mi avaricia

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en Egipto, que en él, mi archienemigo ygenio maligno, dejaría yo de reconoceral William Wilson de mis díasescolares, al tocayo, al compañero, alrival, al odiado y temido rival de laescuela del doctor Bransby? ¡Imposible!Pero apresurémonos a llegar a la últimaescena del drama.

Hasta aquel momento yo me habíasometido por completo a su imperiosadominación. El sentimiento dereverencia con que habitualmentecontemplaba el elevado carácter, elmajestuoso saber y la ubicuidad yomnipotencia aparentes de Wilson,sumado al terror que ciertos rasgos de

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su naturaleza y su arrogancia meinspiraban, habían llegado aconvencerme de mi total debilidad ydesamparo, sugiriéndome una implícita,aunque amargamente resistida sumisióna su arbitraria voluntad. Pero en losúltimos tiempos acabé entregándome porcompleto a la bebida, y su terribleinfluencia sobre mi temperamentohereditario me hizo impacientarme másy más frente a aquella vigilancia.Empecé a murmurar, a vacilar, a resistir.¿Y era sólo la imaginación la que meinducía a creer que a medida que mifirmeza aumentaba, la de miatormentador sufría una disminución

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proporcional? Sea como fuere, unaardiente esperanza empezó aaguijonearme y fomentó en mis mássecretos pensamientos la firme ydesesperada resolución de no tolerarpor más tiempo aquella esclavitud.

Era en Roma, durante el carnaval del18…, en un baile de máscaras queofrecía en su palazzo el duquenapolitano Di Broglio. Me había dejadoarrastrar más que de costumbre por losexcesos de la bebida, y la sofocanteatmósfera de los atestados salones meirritaba sobremanera. Luchaba ademáspor abrirme paso entre los invitados,cada vez más malhumorado, pues

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deseaba ansiosamente encontrar (no dirépor qué indigna razón) a la alegre ybellísima esposa del anciano y caducoDi Broglio. Con una confianza porcompleto desprovista de escrúpulos, mehabía hecho saber ella cuál sería sudisfraz de aquella noche y, al percibirlaa la distancia, me esforzaba por llegar asu lado. Pero en ese momento sentí queuna mano se posaba ligeramente en mihombro, y otra vez escuché al oído aquelprofundo, inolvidable, maldito susurro.

Arrebatado por un inconteniblefrenesí de rabia, me volví violentamentehacia el que acababa de interrumpirme ylo aferré por el cuello. Tal como lo

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había imaginado, su disfraz eraexactamente igual al mío: capa españolade terciopelo azul y cinturón rojo, delcual pendía una espada. Una máscara deseda negra ocultaba por completo surostro.

—¡Miserable! —grité con vozenronquecida por la rabia, mientras cadasílaba que pronunciaba parecía atizar mifuria—. ¡Miserable impostor! ¡Malditovillano! ¡No me perseguirás… no, no meperseguirás hasta la muerte! ¡Sígueme, ote atravieso de lado a lado aquí mismo!

Y me lancé fuera de la sala de baile,en dirección a una pequeña antecámaracontigua, arrastrándolo conmigo.

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Cuando estuvimos allí, lo rechacécon violencia. Trastabilló, mientras yocerraba la puerta con un juramento y leordenaba ponerse en guardia. Vacilóapenas un instante; luego, con un ligerosuspiro, desenvainó la espada sin decirpalabra y se aprestó a defenderse.

El duelo fue breve. Yo me hallabaen un frenesí de excitación y sentía en mibrazo la energía y la fuerza de toda unamultitud. En pocos segundos lo fuillevando arrolladoramente hastaacorralarlo contra una pared, y allí,teniéndolo a mi merced, le hundí variasveces la espada en el pecho con brutalferocidad.

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En aquel momento alguien movió elpestillo de la puerta. Me apresuré aevitar una intrusión, volviendoinmediatamente hacia mi moribundoantagonista. ¿Pero qué lenguaje humanopuede pintar esa estupefacción, esehorror que se posesionaron de mí frenteal espectáculo que me esperaba? Elbreve instante en que había apartado misojos parecía haber bastado paraproducir un cambio material en ladisposición de aquel ángulo delaposento. Donde antes no había nada,alzábase ahora un gran espejo (o por lomenos me pareció así en mi confusión).Y cuando avanzaba hacia él, en el colmo

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del espanto, mi propia imagen, perocubierta de sangre y pálido el rostro,vino a mi encuentro tambaleándose.

Tal me había parecido, lo repito,pero me equivocaba. Era mi antagonista,era Wilson, quien se erguía ante míagonizante. Su máscara y su capa yacíanen el suelo, donde las había arrojado.No había una sola hebra en sus ropas, niuna línea en las definidas y singularesfacciones de su rostro, que no fueran lasmías, que no coincidieran en la másabsoluta identidad.

Era Wilson. Pero ya no hablaba conun susurro, y hubiera podido creer queera yo mismo el que hablaba cuando

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dijo:—Has vencido, y me entrego. Pero

también tú estás muerto desde ahora…muerto para el mundo, para el cielo ypara la esperanza. ¡En mí existías… yal matarme, ve en esta imagen, que esla tuya, cómo te has asesinado a timismo!

En Cuentos I, Buenos Aires, Alianza, 1990.Traducción y notas de Julio Cortázar.

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D

La muerte de IvánIlich

Lev Tolstói

I

urante un descanso de la vista de lacausa de los Melvinsky, los jueces

y el fiscal se reunieron en el despachode Iván Yegorovich Shebek —en el granedificio del Palacio de Justicia— y laconversación recayó sobre el célebre

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asunto de Krasovsky. Fiodor Vasilievichse acaloró, demostrando que dichoasunto no incumbía a aquel tribunal. IvánYegorovich se mantenía firme en suparecer y Piotr Ivanovich, que nointervenía en la conversación, empezó ahojear los periódicos que acababan detraer.

—Señores, ha muerto Iván Ilich —exclamó, de pronto.

—¿Es posible?—Mire, lea la noticia —repitió

Piotr Ivanovich, tendiendo a FiodorVasilievich el ejemplar recién impreso,que olía aún a tinta fresca.

Una esquela, rodeada de una orla

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negra, decía lo siguiente: «PraskoviaFiodorovna Golovina tiene elsentimiento de participar a sus parientesy amigos que su amado esposo, IvánIlich Golovin, miembro del Palacio deJusticia, falleció el 4 de febrero de1882. El entierro se verificará elviernes, a la una de la tarde».

Iván Ilich era colega de aquellosseñores, y todos lo apreciaban mucho.Hacía varias semanas que estabaenfermo; y decían que su enfermedad eraincurable. Su plaza no estaba aúnvacante; pero se suponía que, en caso deque muriera, la ocuparía Alexeiev y lade este último sería para Vinokov o

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Shtabel. Así, pues, al oír la noticia delfallecimiento de Iván Ilich, el primerpensamiento de todos los que estabanreunidos en el despacho fue acerca de lainfluencia que podría tener aquellamuerte sobre sus propios ascensos o losde sus conocidos.

«Probablemente, ocuparé ahora laplaza de Shtabel o la del Vinikov. Hacemucho que me lo han prometido; y esteascenso me supone ochocientos rublosmás, sin contar la cancillería», se dijoFiodor Vasilievich.

«Tendré que solicitar el traslado demi cuñado de Kaluga —pensó PiotrIvanovich—. Mi mujer se va a alegrar.

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Ahora ya no podrá decir que nunca hehecho nada por sus parientes».

—Ya me figuraba yo que no selevantaría —dijo Piotr Ivanovich, envoz alta.

—En suma, ¿qué es lo que hatenido? Los médicos no han podidoprecisarlo. O, mejor dicho, cada unodiagnosticó a su manera. Cuando lo vipor última vez creí que se curaría.

—Pues yo no he ido a su casa desdelas fiestas. Cada vez iba aplazando mivisita.

—¿Tenía bienes?—Parece ser que su mujer tiene

algo. Pero poca cosa.

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—Habrá que ir. Viven tan lejos…—Lejos de la casa de usted. Todo

está lejos de donde usted vive.—No puede perdonarme que viva al

otro lado del río exclamó PiotrIvanovich, sonriendo a Shebek.

Empezaron a hablar de las grandesdistancias de las ciudades; y, al cabo deun rato, fueron a la reunión.

Aparte de las reflexiones sobreposibles nombramientos y cambios en elservicio, que podría traer consigo esefallecimiento, el hecho mismo de lamuerte de un conocido provocó encuantos recibieron la noticia, segúnocurre siempre, un sentimiento de

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alegría, porque había muerto otro y noellos.

«Él ha muerto, mientras yo vivoaún», pensó y sintió cada cual. Losamigos de Iván Ilich pensaron, además,a pesar suyo, que tendrían que cumpliruna serie de deberes de conveniencia,muy fastidiosos, tales como asistir a losfunerales, hacer una visita de pésame ala viuda, etcétera.

Entre los amigos más íntimos deIván Ilich figuraban Fiodor Vasilievich yPiotr Ivanovich. Éste había sidocompañero suyo en la Escuela deJurisprudencia, y se creía el másobligado.

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Mientras comían, comunicó a sumujer que Iván Ilich había muerto; y lehabló de la posibilidad de quetrasladaran a su hermano.

Sin echarse a descansar siquiera, sepuso el frac y fue a casa de la viuda.

Ante la puerta principal de la casade Iván Ilich había un coche particular ydos de alquiler. Abajo, en la antesala,cerca del perchero, se hallaba, apoyadaen la pared, la tapa del ataúd, cubiertade una tela brillante de seda, y adornadade lujosos flecos. Dos señoras enlutadasse quitaban las pellizas. Una de ellas erala hermana de Iván Ilich; y PiotrIvanovich no conocía a la otra.

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Schwartz, un amigo de Piotr Ivanovich,bajaba la escalera. Al reparar en elrecién llegado, se detuvo y le hizo unguiño, como si dijera: «Es tonto lo queha hecho Iván Ilich, nosotros no somosasí».

El rostro de Schwartz, con sus largaspatillas, así como toda su delgadafigura, enfundada en el frac, teníansiempre una elegante solemnidad, queestaba en contradicción con su carácterjovial; pero en aquel momento seobservaba en él una gracia especial,según creyó Piotr Ivanovich.

Dejando pasar adelante a las damas,subió lentamente la escalera. Schwartz

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esperó arriba. Piotr Ivanovichcomprendió por qué lo hacía. Sin dudaquería hablarle para preparar unapartida de whist. Las damas pasaron a laescalera que conducía a las habitacionesde la viuda; y Schwartz, con sus gruesoslabios plegados en una expresión seria ycon una mirada jovial, movió las cejas,para indicar a Piotr Ivanovich lahabitación mortuoria, situada a laderecha.

Como ocurre siempre, PiotrIvanovich entró, indeciso y sin saber loque debía hacer. Lo único que leconstaba era que, en estos casos, nuncavenía mal persignarse. No estaba seguro

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si las señales de la cruz debían iracompañadas de inclinaciones y eligióel término medio: comenzó apersignarse, inclinándose ligeramente.Al mismo tiempo, examinó el aposento,en la medida en que se lo permitían losmovimientos de la mano y de la cabeza.En aquel instante salían de la habitacióndos jóvenes; uno de ellos era uncolegial, probablemente algún sobrinodel difunto. Una viejecita permanecíainmóvil; y, junto a ella, una señora quetenía las cejas extrañamente enarcadas,le hablaba en voz baja. El sacristán, unhombre robusto y decidido, que llevabalevita, leía en voz alta, con gran

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expresión y un tono que excluía todas lascontradicciones posibles. El criadoGuerasim pasó junto a Piotr Ivanovich,con andares ligeros, espolvoreando algopor el suelo. Al ver esto, PiotrIvanovich sintió, en el acto, un ligeroolor a cadáver en descomposición. Ensu última visita a Iván Ilich, PiotrIvanovich había visto a ese hombre en eldespacho del difunto, cumpliendo lasobligaciones de enfermero. Iván Ilich letenía un gran afecto. Piotr Ivanovichsiguió persignándose y haciendo ligerasreverencias en la dirección intermediaentre el féretro, el sacristán y los iconos,que se hallaban en una mesa, en uno de

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los rincones de la estancia. Luego,cuando ese movimiento de la mano lepareció demasiado prolongado, sedetuvo y empezó a examinar el cadáver.

Éste se hallaba tendido pesadamentecomo todos los muertos; sus miembrosrígidos desaparecían en el interior delataúd y tenía la cabeza curvada parasiempre, reclinada sobre un cojín. Sufrente, amarillenta como la cera, sedestacaba como se destaca la de todoslos cadáveres; junto a las sieneshundidas se apreciaban pequeñascalvas, y la nariz le sobresalía porencima del labio superior, comohaciendo presión sobre él. Había

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cambiado mucho; estabaconsiderablemente más delgado quecuando Piotr Ivanovich lo viera porúltima vez; pero su rostro, como el detodos los muertos, era más hermoso y,sobre todo, más significativo de lo quehabía sido en vida. Expresaba que habíahecho lo que tenía que hacer, y que lohabía hecho de una manera justa.Además, esa expresión parecíareprochar o recordar algo a los vivos.Piotr Ivanovich creyó que aquello estabafuera de lugar o, al menos, que no teníanada que ver con él. De pronto se sintióa disgusto, se apresuró a persignarse ysalió con precipitación, demasiado

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precipitadamente tal vez, para las reglasde las conveniencias. En la habitacióncontigua lo esperaba Schwartz. Con laspiernas abiertas y las manos cruzadas ala espalda, jugueteaba con la chistera.Con sólo mirar al elegante, atildado yjovial Schwartz, Piotr Ivanovich sesintió aliviado. Comprendió queSchwartz se encontraba por encima detodo aquello y que no se dejaba arrastrarpor impresiones desagradables. Suaspecto decía: «El incidente de losfunerales por Iván Ilich no puede enmodo alguno ser razón suficiente parainterrumpir el orden de la sesión; esdecir, nada puede impedimos abrir un

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nuevo paquete de cartas, mientras elcriado encienda unas velas; en general,no hay razón para suponer que esto seaun obstáculo para pasar una velada deun modo agradable». Hasta susurró aPiotr Ivanovich estas palabras, y lepropuso que se uniera a la partida quetendría lugar, aquella noche, en casa deFiodor Vasilievich. Pero, por lo visto,Piotr Ivanovich no estaba predestinado ajugar al whist aquella noche. PraskoviaFiodorovna, una mujer de medianaestatura y gruesa que, a pesar de todossus esfuerzos por conseguir lo contrario,seguía ensanchándose, de hombros paraabajo, vestida de luto riguroso, con un

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velo negro en la cabeza y las cejas tanextrañamente levantadas como las de laseñora que estaba en el aposento deldifunto, salió de su habitación con otrasdamas; y, después de acompañarlashasta la puerta de la cámara mortuoria,dijo:

—Ahora mismo se celebrará elfuneral; pasen ustedes.

Schwartz saludó con una indefinidainclinación de cabeza; y se detuvo sinaceptar ni rechazar aquella Invitación.Al reconocer a Piotr Ivanovich,Praskovia Fiodorovna suspiró y,acercándose a él, tomó una de sus manosy le dijo:

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—Sé que era usted un verdaderoamigo de Iván Ilich…

Miró a su interlocutor, esperando deél una acción que correspondiera a estaspalabras. Piotr Ivanovich sabía que, siantes era preciso persignarse, ahoratenía que estrechar la mano de la viuda,lanzar un suspiro y decir: «Créameusted…». Y esto fue lo único que hizo.Acto seguido, se dio cuenta de que habíaobtenido el resultado deseado: se habíaconmovido y la viuda también.

—Venga usted conmigo; antes queempiece el funeral, tengo que hablarle—dijo Praskovia Fiodorovna—. Démeel brazo.

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Piotr Ivanovich ofreció el brazo a laviuda de Iván Ilich; y se dirigieron a lashabitaciones interiores, pasando anteSchwartz, que hizo un guiño denotadorde pena.

«¡Nos ha echado a perder la partidade whist! Si no acude usted, buscaremosotro compañero. Y cuando quede libre,podremos seguir la partida los cinco»,dijo su mirada jovial.

Piotr Ivanovich suspiró; aún másprofunda y tristemente; y PraskoviaFiodorovna, agradecida, le estrechó lamano. Al entrar en el salón, tapizado decretona rosa y discretamente alumbrado,se sentaron junto a una mesa; la viuda en

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un diván y Piotr Ivanovich en un asientobajo, cuyos muelles, descompuestos,crujieron con el peso de su cuerpo.Praskovia Fiodorovna hubiera queridoofrecerle otra silla; pero creyó que erainoportuno ocuparse de tales cosas en lasituación en que se encontraba, y cambióde parecer. Mientras se sentaban, PiotrIvanovich recordó cómo Iván Ilich habíaarreglado aquel salón y se habíaaconsejado de él respecto de aquellacretona rosa con hojas verdes. Al ir asentarse en el diván, cuando pasaba antela mesa (el salón estaba lleno demuebles y de cachivaches), a la viuda sele enganchó un extremo de su velo de

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encajes en una de las incrustaciones dela mesa. Piotr Ivanovich se incorporó,para desengancharlo; y el asiento, librede su peso, comenzó a hincharse,empujándolo hacia arriba. La viuda tratóde desenganchar con sus propias manosel extremo del velo; y Piotr Ivanovich sesentó de nuevo, aplastando el asientorebelde. Pero Praskovia Fiodorovna noconsiguió su propósito, y PiotrIvanovich volvió a levantarse; el asientose agitó de nuevo y hasta emitió uncrujido. Cuando todo quedó arreglado,Praskovia Fiodorovna sacó un pañuelode impecable batista y se echó a llorar.Piotr Ivanovich, que se había calmado

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con el episodio del velo y la luchacontra el asiento, permanecía sentado,con el entrecejo fruncido. Fue Sokolov,el criado del difunto Iván Ilich, quienrompió esa embarazosa situación.

Había venido a comunicar que elterreno del cementerio que PraskoviaFiodorovna había designado costaríadoscientos rublos. La viuda dejó dellorar; y, mirando a Piotr Ivanovich conaire de mártir, le dijo, en francés, quesufría mucho. Piotr Ivanovich hizo unaseñal muda, que expresaba la absolutacerteza de que no podía ser de otromodo.

—Fume usted, se lo ruego —dijo

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Praskovia Fiodorovna, con tonogeneroso, aunque abatido al mismotiempo; y empezó a discutir con Sokolovrespecto del precio del terreno.

Mientras Piotr Ivanovich encendía elcigarrillo, oyó que la viuda se informabacon todo detalle de los distintos preciosde los terrenos y que, finalmente,precisaba el que tomaría. Después, diolas órdenes oportunas respecto al coro.Sokolov se marchó.

—Todo lo hago yo misma —dijoPraskovia Fiodorovna a Piotr Ivanovich,apartando unos álbumes. Y dándosecuenta de que la ceniza del cigarrillo desu interlocutor amenazaba la mesa, se

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apresuró a alargarle el cenicero,mientras añadía—: Encuentro que esafectado asegurar que la pena impideocuparse de asuntos prácticos. A mí meocurre lo contrario. Si hay algo quepuede, si no consolarme, al menos…distraerme, es precisamente lapreocupación por arreglar las cosas deél —volvió a sacar el pañuelo, como sifuera a echarse a llorar; pero pareciódominarse, y continuó en tono tranquilo—: Tengo que decirle algo.

Piotr Ivanovich se inclinóligeramente, sin permitir que sedesplegaran los muelles del asiento,que, acto seguido, empezó a agitarse

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bajo su cuerpo.—Sufrió terriblemente los últimos

días.—¿Ha sufrido mucho? —preguntó

Piotr Ivanovich.—¡Terriblemente! En sus últimas

horas no cesó de gritar. Los tres díaspostreros, con sus consabidas noches, sequejaba constantemente. No comprendocómo ha podido soportar eso. Sus gritosse oían a través de tres puertas. ¡Oh,cuánto he sufrido!

—Pero ¿estaba consciente? —preguntó Piotr Ivanovich.

—Sí, hasta el último momento —replicó Praskovia Fiodorovna, en un

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susurro.Se despidió de nosotros, un cuarto

de hora antes de morir, y rogó que sellevaran a Volodia.

De pronto, la idea de lossufrimientos padecidos por un hombre alque conociera siendo un alegre colegialy más tarde, adulto y colega suyo,horrorizó a Piotr Ivanovich, a pesar dela desagradable conciencia de su propiaafectación y la de aquella mujer. Serepresentó aquella frente y aquella narizque hacía presión sobre el labiosuperior; y temió por sí mismo.

«Tres días de atroces sufrimientos, yla muerte. Esto puede sucederme a cada

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instante», pensó; y, por un momento, sesintió horrorizado. Pero inmediatamente,y sin que él mismo pudiera explicar elmotivo, acudió en su ayuda elpensamiento habitual de que eso le habíaocurrido a Iván Ilich y no a él. Aquellono podía ni debía ocurrirle; pensando enello, se le estropearía el estado deánimo, cosa que no estaba bien, segúnpodía uno darse cuenta al contemplar elrostro de Schwartz. Después de haberreflexionado de esta manera, PiotrIvanovich se tranquilizó y empezó ahacer preguntas, con gran interés, acercade la muerte de Iván Ilich, como si lamuerte fuese una aventura propia de

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éste, pero no de él.Después de comentar, con todo

detalle, los distintos aspectos de lossufrimientos físicos, realmente atroces,de Iván Ilich (Piotr Ivanovich se enteróde aquellos detalles sólo por la maneraen que los sufrimientos del difuntohabían obrado sobre los nervios dePraskovia Fiodorovna), la viuda creyóoportuno pasar al asunto.

—¡Oh Piotr Ivanovich! ¡Cuántosufro, cuánto sufro!, exclamó; y de nuevose deshizo en lágrimas.

Piotr Ivanovich lanzó un suspiro yesperó a que la viuda se sonara. CuandoPraskovia Fiodorovna lo hizo, dijo:

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—Crea usted…Entonces, Praskovia Fiodorovna

reanudó la conversación y explicó, porfin, su asunto. Se trataba de averiguarcómo debía arreglárselas para obteneruna cantidad de dinero de la Tesoreríadel Gobierno, con motivo delfallecimiento de su marido. Hizo comoque pedía a Piotr Ivanovich consejosrelativos a su pensión de viuda; peroéste comprendió que estaba enteradahasta en los más pequeños detalles decosas que incluso él ignoraba. PraskoviaFiodorovna sabía perfectamente lacantidad de dinero que podría sacar alEstado; pero lo que deseaba averiguar

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era si había algún medio de sacar más.Piotr Ivanovich trató de inventarse unmedio para hacerlo; pero, después demeditar un rato y de censurar, porconveniencia, la avaricia del Gobiernoruso, dijo que probablemente no podríaobtener lo que deseaba. Entonces, laviuda suspiró y, sin duda, empezó aidear la manera de librarse de suvisitante. Piotr Ivanovich locomprendió. Apagó el cigarrillo, sepuso en pie; y, tras de estrechar la manoa la dueña de la casa, se retiró a laantesala.

En el comedor estaba el reloj queIván Ilich había comprado en una

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almoneda y del que estaba muysatisfecho. Allí se encontró PiotrIvanovich al sacerdote y a algunosconocidos que venían para asistir alfuneral, así como a la hija del difunto,una muchacha muy bella a la queconocía. Iba vestida de negro. Sucintura, muy estrecha, daba la impresiónde estar más delgada que antes. Tenía unaire sombrío, decidido y casi irritado.Saludó a Piotr Ivanovich como si éstefuese culpable de algo. Tras de ella sehallaba, con el mismo aire sombrío, unjoven muy rico, a quien Piotr Ivanovichconocía también. Era el juez deInstrucción y prometido de la muchacha,

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según se decía. Piotr Ivanovich lossaludó con expresión triste; y sedisponía a entrar en la cámaramortuoria, cuando vio, al pie de laescalera, a un colegial: era el hijo deIván Ilich y se parecía a él de un modosorprendente. Era idéntico a Iván Ilichde jovencito, tal y como Piotr Ivanovichlo había conocido, en la Escuela deJurisprudencia. Sus ojos llorosos teníanla expresión de los muchachos de treceo catorce años, que ya no son inocentes.Al ver a Piotr Ivanovich, hizo una muecasevera y tímida. Haciéndole unmovimiento de cabeza, Piotr Ivanovichentró en el cuarto del difunto. Empezó el

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funeral, con sus cirios, su incienso, laslamentaciones, las lágrimas y lossollozos. Piotr Ivanovich, con elentrecejo fruncido, se miraba a los pies.No levantó ni una sola vez la vista haciael cadáver; no se dejó llevar por lasinfluencias depresivas hasta el final dela ceremonia; y fue uno de los primerosen salir del cuarto. No había nadie en laantesala. Guerasim, el mozo decomedor, salió presurosamente de lacámara mortuoria; revolvió con susfuertes manos todas las pellizas, paraencontrar la de Piotr Ivanovich, y se laofreció.

—¿Qué hay, Guerasim? ¿Estás

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apenado? —exclamó Piotr Ivanovich,por decir algo.

—Ha sido la voluntad de Dios.Todos iremos a parar allí —replicó elcriado, dejando al descubierto susblancos y apretados dientes decampesino. Y como un hombre muyocupado, abrió la puerta, llamó alcochero y, tras de ayudar a PiotrIvanovich a instalarse en el coche,volvió apresuradamente, con laexpresión de quien trata de recordar loque le queda por hacer aún.

Piotr Ivanovich sintió un placerespecial al respirar aire puro, despuésde haber estado en una casa donde olía a

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incienso, a cadáver y a ácido fénico.—¿Adónde vamos? —preguntó el

cochero.—Aún es temprano. Me pasaré por

casa de Fiodor Vasilievich.Y Piotr Ivanovich fue allí. Encontró

a sus amigos al final de la primerapartida, de manera que pudo tomar parteen el juego.

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II

La historia de Iván Ilich era de las mássencillas y corrientes, y de las másterribles.

Murió a los cuarenta y cinco años,siendo miembro del Palacio de Justicia.Era hijo de un funcionario que habíahecho, en diferentes departamentosministeriales de San Petersburgo, una deaquellas carreras que demuestranclaramente que el individuo es incapazde desempeñar cualquier funciónimportante, pero que, gracias a la largaduración de sus servicios y a suescalafón, no puede ser despedido. Por

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ese motivo, recibe un puesto ficticio,expresamente inventado, con un sueldode seis a diez mil rublos, nada ficticios,con el que vive hasta la más avanzadavejez.

Tal había sido el consejero secretoIlia Efimovich Golovin, miembro inútilde varias inútiles instituciones.

Había tenido tres hijos y una hija.Iván Ilich era el segundo. El mayorseguía la misma carrera que el padre,aunque en un Ministerio distinto; y seacercaba ya a la época de servicio enque se percibe un sueldo por la fuerzade la inercia. El tercer hijo era unfracasado. Había quedado mal en

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cuantos puestos había ocupado; y enaquella época estaba empleado en laadministración de ferrocarriles. Tanto supadre como sus hermanos y, sobre todo,las mujeres de éstos, no sólo evitabanencontrárselo, sino que sólo seacordaban de su existencia en casos denecesidad. La hermana estaba casadacon el barón Gref, un funcionario de SanPetersburgo, igual que su padre político.Iván Ilich era le phénix de la famille,según se decía. No era tan frío ni tanordenado como su hermano mayor, ni tanalocado como el pequeño. Ocupaba eljusto medio entre los dos: erainteligente, vivo, simpático y formal.

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Había estudiado, junto con su hermanomenor, en la Escuela de Jurisprudencia.Su hermano no acabó la carrera; loecharon antes de llegar al quinto curso.En cambio, Iván Ilich terminó bien susestudios. En la Escuela fue lo que iba aser durante toda su vida; un hombredotado de capacidades, alegre,bondadoso y sociable, aunque, al mismotiempo, fiel cumplidor de lo queconsideraba su deber; y por deberadmitía cuanto era considerado como talpor los que ocupaban puestos superioresal suyo. Nunca había sido adulador, nide muchacho ni de adulto; pero, desdesus años juveniles, se sintió atraído,

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como las moscas por la luz, hacia laspersonas que ocupaban puestossuperiores en la sociedad. Los imitabaen sus maneras y en sus puntos de vista;y sostenía con ellos relacionescordiales. Las pasiones de la infancia yde la juventud habían pasado sin dejarhuellas en él. Se había entregado a lasensibilidad y a la vanidad y, en losrasgos más elevados, a la liberalidad;pero siempre dentro de ciertos limites,que sin duda le indicaba su buen sentido.

En la Escuela de Jurisprudenciahabía realizado actos que antes leparecieran villanías y le inspirabanrepulsión hacia sí mismo; pero,

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posteriormente, al ver que hombres deelevada posición cometían actos por elestilo y no se consideraban malos, nolos juzgó precisamente buenos, pero losechó en olvido, sin amargarse con talesrecuerdos.

Al acabar la carrera recibió de supadre una cantidad de dinero paraequiparse. Encargó sus trajes en la casaSharmer y, entre los dijes de la cadenadel reloj, colgó un medallón con lainscripción siguiente: Respice finem; sedespidió de sus profesores, dio unacomida a sus compañeros, en Donon; y,provisto de una maleta nueva con ropainterior, trajes y objetos de tocador, que

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había adquirido en las mejores tiendas,partió a una provincia, a ocupar elpuesto (que le había proporcionado supadre) de encargado de los asuntosparticulares del Gobernador.

En cuanto llegó a aquella provincia,supo crearse una situación fácil yagradable, como la que había tenido enla Escuela de Jurisprudencia. Servía,hacía su carrera y, al mismo tiempo, sedivertía de un modo agradable yconveniente.

De cuando en cuando, efectuabaviajes por los distritos, por orden de lasuperioridad. Se mantenía dignamente,lo mismo ante sus superiores que ante

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sus subordinados; y cumplía conexactitud y honradez incorruptibles, delas que no podía por menos de sentirseorgulloso, las misiones que se leencomendaban, sobre todo si estabanrelacionadas con los sectarios.

A pesar de su juventud y de sutendencia a distracciones ligeras, semostraba reservado, oficial y hastasevero en lo que se refería a los asuntosprivados del servicio. En sociedad, erasiempre jovial, ingenioso, lleno debondad, correcto y bon enfant, comosolía decir de él su jefe y la mujer deéste, que lo recibían como a un miembrode la familia.

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Sostenía íntimas relaciones con unadama de la provincia, que se habíaimpuesto a aquel leguleyo; tenía unaamiga modista; se emborrachaba encompañía de los ayudantes militares depaso en la provincia; daba paseos porlas calles solitarias de la ciudad;adulaba a su jefe e incluso a la mujer deéste; pero había en ludo esto un tal airede corrección, que hubiera sidoimposible calificarlo con malaspalabras. Todo estaba de acuerdo con elaforismo francés: Il faut que jeunesse sepasse[1]. Llevaba a cabo estas cosas conlas manos limpias, con camisasimpecables y empleando palabras

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francesas; y lo principal era que teníanlugar en la alta sociedad y, porconsiguiente, con la aprobación depersonajes elevados.

Así fue como pasaron los cincoprimeros años de servicio de Iván Ilich.Entonces, hubo un cambio. Aparecieronunas instituciones judiciales; y hubonecesidad de buscar hombres nuevos.

Iván Ilich fue uno de ellos.Se le ofreció una plaza de juez de

Instrucción, que aceptó, a pesar de quetenía que ir a otra provincia, abandonarlas relaciones ya establecidas y crearseotras nuevas. Sus amigos loacompañaron a la estación, se retrataron

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en grupo; y, entre todos, le regalaron unapetaca de plata. Iván Ilich partió parahacerse cargo de su nuevo empleo.

En su calidad de juez de Instrucción,Iván Ilich fue igualmente comme il faut,correcto; supo distinguir, lo mismo queantes, los deberes del servicio de los desu vida privada; e infundía el mismorespeto a cuantos lo rodeaban. El nuevopuesto le ofrecía más interés y atractivosque el anterior. Le era agradable pasarvestido con su uniforme, confeccionadoen la casa Shamer, ante los temblorosossolicitantes que esperaban audiencia ylos funcionarios que lo envidiaban, paraentrar directamente en el despacho del

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jefe, y sentarse allí a tomar una taza deté y fumar un cigarrillo; pero habíapocas personas que dependierandirectamente de su voluntad. Tales eransolamente los comisarios de Policía ylos agentes, cuando se los mandaba conalguna misión especial. Le gustaba tratarcon cortesía, casi con camaradería, a laspersonas que dependían de él; leagradaba dar a entender que, aunquepodía aplastarlos, les dispensaba untrato amistoso y sencillo. Pero estoscasos eran pocos. Ahora, en cambio,siendo juez de Instrucción, Iván Ilichsentía que todos, absolutamente todos —incluso los hombres más importantes y

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satisfechos de sí mismos— estaban ensus manos; y que le bastaba escribirciertas palabras en un papel sellado,para que cualquier personaje importantese presentara ante él, en calidad deacusado o de testigo; y, si no le ofrecíaun asiento, permaneciera en pie,contestando a sus preguntas. Iván Ilichno abusaba nunca de su poder; alcontrario, trataba de dulcificarlo. Laconciencia de ese poder y la posibilidadde dulcificarlo constituían, realmente, elprincipal interés y el atractivo de sunuevo cargo. En sus funciones mismas,precisamente en la instrucción decausas, no tardó en adoptar un sistema

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de apartar las circunstancias que notuviesen que ver con su servicio.Incoaba la causa más complicada de talforma, que sólo se reflejaba en el papelde un modo externo, quedando exenta desus opiniones personales; y observabalas formalidades exigidas. Iván Ilich fueuno de los primeros que aplicó demanera práctica los estatutos del año1864.

Al llegar a la nueva ciudad paraocupar el puesto de juez de Instrucción,Iván Ilich se creó nuevas amistades ynuevas relaciones; y su actitud fuedistinta de la de antes. Se mantenía a unarespetuosa distancia de las autoridades

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provinciales, escogiendo sus relacionesentre la mejor sociedad de losmagistrados y de los nobles ricos de lapoblación. Adoptó un tono de ligerodescontento respecto del Gobierno, deliberalismo moderado y de civismoburgués. Además de todo esto, sincambiar nada de su elegante indumento,dejó de afeitarse, permitiendo que labarba creciera a su antojo.

Su nueva vida se organizó de unmodo muy grato, la sociedad, quemurmuraba contra el gobernador, eraagradable y amistosa; el sueldo era máselevado que antes y el whist añadió unnuevo atractivo a su existencia. Iván

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Ilich tenía el don de jugar alegremente yde reflexionar con rapidez y habilidad,motivo por el cual casi siempre ganaba.

Después de dos años de servicio enaquella nueva ciudad, se encontró con sufutura mujer. Praskovia FiodorovnaMijel era la muchacha más atractiva,más Inteligente y brillante de lasociedad frecuentada por Iván Ilich.Entre otras distracciones y diversiones,se había creado unas relaciones jovialesy ligeras con Praskovia Fiodorovna.

Iván Ilich solía bailar durante laépoca en que había desempeñado sucargo anterior; pero siendo juez deInstrucción lo hacía sólo en casos

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excepcionales. Sin embargo, si sepresentaba la ocasión, podía demostrarque también en ese aspecto sedestacaba. De tarde en tarde, al final delas veladas, bailaba con PraskoviaFiodorovna; y fue precisamente entoncescuando la conquistó. La muchacha seenamoró de él. Iván Ilich no tenía laintención determinada de casarse; pero,cuando Praskovia Fiodorovna seenamoró de él, se hizo la siguientepregunta: «En realidad, ¿por qué nohabía de casarme?».

Praskovia Fiodorovna pertenecía auna noble familia y disponía de unapequeña dote. Iván Ilich hubiera podido

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aspirar a un partido más brillante; peroéste tampoco estaba mal. Él tenía susueldo y pensaba que la muchachallevaría un equivalente. Descendía deuna buena familia, era agradable,graciosa y una mujer como es debido.Tan injusto sería decir que Iván Ilichquería casarse porque estaba enamoradode su prometida y veía en ella unacompañera que compartiría sus ideasacerca de la vida, como afirmar que secasaba porque las personas de sucírculo aprobaban aquella elección. IvánIlich se casaba por dos consideraciones:le era agradable tomar semejanteesposa; y al mismo tiempo, cumplía una

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cosa que las personas de alta posiciónconsideraban razonable.

Iván Ilich se casó. El proceso mismodel matrimonio y la primera época de lavida conyugal, con las caricias, losnuevos muebles, la vajilla y la ropa,hasta el embarazo de su mujer, pasaronmuy bien. Así, pues, empezaba a creerque el carácter de su vida, agradable,fácil, alegre, siempre correcto yaprobado por la sociedad, al queconsideraba propio de la vida engeneral, no sólo no sería turbado por elmatrimonio, sino que incluso éste loaumentaría. Pero durante el primer mesdel embarazo de su mujer ocurrió algo

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nuevo, imprevisto, desagradable,penoso, inconveniente y de lo que nohabía manera de librarse.

Su mujer, sin razón alguna, segúncreía Iván Ilich, de gaieté de coeur,empezó a turbar el encanto y la decenciade su vida. Sin motivo, se mostrabacelosa, y exigía de él los más solícitoscuidados, se irritaba por cualquier cosay le hacía escenas desagradables einconvenientes.

Al principio, Iván Ilich esperólibrarse pronto de esa situación tandesagradable, por medio de aquel modofácil y decente de considerar la vida quelo había salvado antes. Trató de hacer

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como que ignoraba el mal humor de sumujer; y continuó su vida alegre y fácil,invitando a sus amigos a jugar a lascartas y procurando ir al club o a casade sus compañeros. Pero un día su mujerlo riñó con palabras enérgicas ygroseras, cosa que volvió a repetir cadavez que no cumplía con sus exigencias.Por lo visto, había decidido continuar deeste modo hasta que la obedeciera, esdecir, hasta que optara por quedarse encasa y aburrirse lo mismo que ella. IvánIlich se horrorizó. Comprendió que lavida conyugal —al menos con su mujer— no correspondía a los encantos y alas conveniencias de la vida, sino que,

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por el contrario, los destruía a menudo.Era preciso, pues, ponerse en guardia. EIván Ilich empezó a buscar el medio dehacerlo. El servicio era lo único queimponía a Praskovia Fiodorovna; portanto, Iván Ilich empezó a luchar conella para obtener su mundoindependiente, tomando como arma elservicio y las obligaciones que sederivaban de él.

Con el nacimiento de su hijo, losintentos de su crianza y sus fracasos, lasenfermedades efectivas y lasimaginarias, tanto de la madre como delrecién nacido (se exigía a Iván Ilich quese interesara por ellas, aunque no era

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capaz de entender nada), la necesidad decrearse un mundo fuera de su familia sehizo aún más imperiosa.

A medida que aumentaban lairascibilidad y las exigencias de sumujer, Iván Ilich iba transportando elcentro de gravedad de su vida a sutrabajo. Sentía un interés mucho másvivo por el servicio; y se volvió másambicioso que antes.

Muy pronto, al año de casado,comprendió que si bien la vida conyugalofrece algunas comodidades, es en sumaun asunto muy complicado y penoso; yque, para cumplir los deberes queimpone, es decir, para llevar una vida

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decente, aprobada por la sociedad, espreciso establecer determinadasrelaciones, lo mismo que en el servicio.

E Iván Ilich trató de establecerlas.Exigía de la vida familiar tan sólo lascomodidades que ésta podía darle, esdecir, una buena comida, un ama decasa, una cama y, sobre todo, lasconveniencias exteriores, que sedeterminan por la opinión pública. En lodemás, buscaba placer y alegría; y si losencontraba, estaba agradecidísimo. Sitropezaba con la resistencia y el malhumor, inmediatamente se iba a sumundo particular, al servicio, en el quese hallaba a gusto.

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Iván Ilich era muy apreciado comobuen funcionario; y, al cabo de tresaños, lo nombraron sustituto del fiscal.Sus nuevas obligaciones, su importanciay la posibilidad de hacer juzgar y meteren la cárcel a quien se le antojara, losdiscursos públicos y los triunfos queobtenía, todas estas cosas lo atraían másal servicio.

Tuvieron más hijos. Su mujer sevolvía cada vez más gruñona ymalhumorada; pero las reglas que sehabía impuesto Iván Ilich para la vidafamiliar lo hicieron casi insensible aestas cosas.

Después de siete años de servicio en

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una ciudad, fue nombrado fiscal ytrasladado a otra provincia. Tenían pocodinero y a Praskovia Fiodorovna ledesagradó la nueva población. El sueldode Iván Ilich era más elevado; perotambién la vida estaba más cara.Además, se les murieron dos hijos y lavida familiar se volvió aún másdesagradable.

Praskovia Fiodorovna reprochaba asu esposo todos los infortuniosocurridos en la nueva residencia. Por logeneral, el tema de las conversacionesentre los esposos, sobre todo en lo quese refería a la educación de los hijos,consistía en los recuerdos de disputas

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anteriores; y a cada instante estallabanotras nuevas.

Únicamente quedaban algunosperíodos amorosos que volvían a veces;pero duraban poco. Eran como unasislas que abordaban por un cortoespacio de tiempo, y luego se lanzabande nuevo al mar de una ocultahostilidad, que se expresaba por eldistanciamiento mutuo. Esedistanciamiento hubiera podido apenar aIván Ilich si no considerase que debíaser así; pero en aquella época no sólotomaba aquella situación como unasituación normal, sino hasta como elobjeto de su actividad en la familia. Ese

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objeto consistía en liberarse cada vezmás de esos disgustos y darles uncarácter inofensivo y conveniente.Conseguía esto permaneciendo cada vezmenos tiempo en su casa; y, cuandoestaba obligado a quedarse, procurabaasegurar su situación por medio de lapresencia de personas extra ñas. Lo másimportante para él era su cargo. Todo elinterés de su vida se concentraba en elmundo del servicio. Y ese interés loabsorbía por completo. La conciencia desu poder, de la posibilidad de hacerperecer al hombre que se le antojara; suimportancia, incluso la externa, cuandoentraba en el Palacio de Justicia y se

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encontraba con sus subordinados; lostriunfos que obtenía ante sus superioresy, sobre todo, la habilidad con quellevaba los asuntos judiciales y que sereconocía él mismo, todo esto loalegraba; y, unido a las tertulias con suscompañeros, las comidas y el whist,llenaba su vida. Así, pues, su existenciadiscurría según sus reglas, es decir, deun modo grato y conveniente.

Vivió así por espacio de diecisieteaños. Su hija mayor había cumplido yalos dieciséis. Se le murió otro hijo ysólo le quedó uno; era ya un colegial,que constituía uno de los motivos dediscordia entre los esposos. Iván Ilich

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quería que cursara los estudios en laEscuela de Jurisprudencia; peroPraskovia Fiodorovna, por llevarle lacontraria, lo había mandado a ungimnasio. La hija estudiaba en casa y sedesarrollaba bien. Tampoco era malestudiante el muchacho.

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III

De este modo transcurrieron diecisieteaños desde la boda de Iván Ilich. Era yaun antiguo fiscal; había rehusado algunoscargos, esperando uno mejor, cuando,inesperadamente, surgió unacontecimiento desagradable, que turbósu existencia tranquila. Iván Ilichesperaba la plaza de presidente deTribunal en una ciudad universitaria;pero Goppe le había tomado ladelantera, se la arrebató. Iván Ilich seirritó, le hizo recriminaciones y seenfadó con los jefes. Todos se volvieronfríos hacia él y se lo omitió de nuevo en

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los siguientes nombramientos.Esto ocurrió en 1880. Fue el año

más penoso de toda la vida de IvánIlich. Por una parte, el sueldo no lealcanzaba para subsistir; y, por otra,notó que todos lo habían olvidado.Consideró esto como la mayor injusticiadel mundo. En cambio, a los demás lesparecía naturalísimo. Ni siquiera supropio padre se creía en el deber deayudarlo. Notó que todos lo habíanabandonado, considerando que susituación, con tres mil quinientos rublos,era normal y hasta ventajosa. Sólo élsabía que, con la conciencia de lasinjusticias que habían cometido con él,

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las continuas recriminaciones de sumujer y las deudas que había contraído(al gastar más de lo que le permitían susmedios), su situación estaba lejos de sernormal.

En el verano de 1880 tomó unpermiso; y, con objeto de disminuir losgastos, partió con su mujer a la aldea delhermano de ésta.

En el campo, sin ocupación, sintiópor primera vez, no sólo un granaburrimiento, sino una tristezainsoportable; y resolvió que no podíavivir de este modo y que eraimprescindible tomar medidasdecisivas.

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Después de una noche de insomnio,durante la cual se paseó por la terraza,decidió que iría a San Petersburgo paraarreglar sus asuntos, castigar «a los queno sabían apreciarlo», y pedir eltraslado a otro ministerio.

Al día siguiente, a pesar de que sumujer y su cuñado trataron de disuadirlopor todos los medios, se marchó a SanPetersburgo.

Partió con un objetivo: conseguir unpuesto con cinco mil rublos de sueldo.Ya no tenía preferencias por unministerio determinado, por ningunatendencia ni por ningún género deactividad. Tan sólo necesitaba una plaza

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de cinco mil rublos de sueldo, ya fueraen la administración, en algún banco, enlos ferrocarriles, en una institución de laemperatriz María o incluso en la aduana.Lo cierto era que necesitaba, de todaprecisión, un sueldo de cinco mil rublosy salir de un ministerio en el que no losabían apreciar.

El viaje de Iván Ilich fue coronadopor un éxito extraordinario e inesperado.En Kursk entró en el vagón de primeraclase F. S. Ilin, un conocido suyo; y lecontó que, recientemente, el gobernadorde aquella ciudad había recibido untelegrama en el que anunciaban que unode aquellos días tendría lugar su cambio

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en el ministerio; Iván Semionovichocuparía la plaza de Piotr Ivanovich.

Aparte de la importancia que teníapara Rusia aquel presunto cambio, eraparticularmente significativo para IvánIlich el hecho de que hicieran resaltar lapersonalidad de Piotr Petrovich, y,probablemente, la de su amigo ZajarIvanovich, lo que presentaba grandesventajas para él.

La noticia se confirmó en Moscú. Yal llegar a San Petersburgo, Iván Ilich seencontró con Zajar Ivanovich y obtuvode él la promesa de una plaza segura enel mismo ministerio en que estaba.

Una semana después, telegrafiaba a

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su mujer:«Zajar, plaza Miller. Recibiré

nombramiento en el primer informe».Gracias a aquel cambio de

personajes, Iván Ilich ocupó una plazatal, en su antiguo ministerio, que subiódos puestos en el escalafón y tuvo cincomil rublos de sueldo y tres milquinientos de dietas: Iván Ilich olvidó laindignación que había sentido contra susenemigos y contra todo el ministerio; yse sintió feliz.

Volvió a la aldea, tan alegre ycontento como no lo había estado desdehacía mucho tiempo. PraskoviaFiodorovna se alegró también; y hubo

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entre ellos una reconciliación. Iván Ilichle contó cómo se le había honrado enSan Petersburgo, lo avergonzados que sehabían sentido sus enemigos, cómo lohabían adulado, lo que le envidiaban suposición y, sobre todo, lo que loapreciaban todos en San Petersburgo.

Praskovia Fiodorovna escuchó a sumarido aparentando creerle, y no locontradijo en nada; se limitó a hacerproyectos para su nueva vida en laciudad a la que se iban a trasladar. IvánIlich vio con alegría que sus planes eranidénticos a los suyos, que estaba deacuerdo con su mujer y que su vidainterrumpida volvía a adquirir el

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carácter alegre y correcto que le erapropio.

Estuvo poco tiempo en la aldea.Tenía que tomar posesión de su nuevocargo el 10 de septiembre; y, aparte deesto, necesitaba tiempo para instalarseen su nuevo domicilio, trasladar lascosas que tenía en la provincia, haceralgunas compras y dar muchas órdenes.En una palabra, tenía que instalarse tal ycomo lo había dispuesto su mente y casiigual que lo había planeado PraskoviaFiodorovna en su fuero interno.

En aquella época en que todo se ibaarreglando con buen éxito, en que IvánIlich estaba de acuerdo con su mujer en

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todos los planes y en que casi siemprevivían separados, intimaron más que enlos primeros años de su vida conyugal.Iván Ilich tuvo la intención de llevarse asu familia inmediatamente; pero sucuñado y la mujer de éste, querepentinamente se habían vuelto amablesy afectuosos con los Golovin, insistieronen que la dejara allí, de manera quepartió solo.

Se puso en camino. La buenadisposición de ánimo, provocada por eléxito obtenido y por estar de acuerdocon su mujer, no lo abandonaba.Encontró un piso encantador,precisamente tal y como lo habían

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soñado marido y mujer. Teníaespaciosos salones de estilo antiguo, dealtos techos; un despacho amplio ycómodo; habitaciones para su mujer ypara su hija; un cuarto de estudio para elmuchacho… En una palabra, todoparecía hecho expresamente para ellos.Iván Ilich en persona se ocupó delarreglo de la casa; elegía los papelespara empapelar las habitaciones y lastapicerías; compraba muebles, quebuscaba particularmente entre losantiguos, porque creía que tenían unestilo comme il faut; y todo se llevaba acabo, paulatinamente, y se acercaba alideal que se había formado. Cuando la

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mitad de las cosas estuvierondispuestas, la instalación excedió susesperanzas. Comprendió el caráctercomme il faut, elegante, nada trivial,que adquiriría el piso cuando estuvieraterminado. Al dormirse, se representabala sala, tal y como iba a quedar. Ycontemplando el salón, no concluidoaún, veía ya la chimenea, el biombo, lavitrina, las sillas dispuestas en su sitio,los platos en las paredes y los bronces.Le alegraba la idea de la sorpresa quese llevaría Pasha[2] y Lisanka, quetambién eran aficionadas a estas cosas.No era posible que esperasen veraquello. Había tenido la gran suerte de

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encontrar y comprar, bastante barato,objetos antiguos que imprimían a la casaun carácter particularmente distinguido.En sus cartas presentaba adrede lascosas mucho peor de lo que eran enrealidad, para sorprender a su familiacuando llegara. Todo esto lo entreteníatanto que, a veces, cambiaba losmuebles de lugar y colgaba las cortinascon sus propias manos. Una vez, al subira una escalera para indicar al tapicerocómo quería que colgara una cortina,perdió pie; pero como era un hombreágil y fuerte, no llegó a caerse; tan sólose dio un golpe en un costado contra elpomo de la ventana. La contusión le

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dolió cierto tiempo; pero los dolorescesaron, al fin. Por aquella época, IvánIlich se sentía particularmente alegre yen perfecto estado de salud. Escribía asu casa: «Noto que me he rejuvenecidoen quince años». Pensaba terminar lainstalación en el mes de septiembre;pero ésta se prolongó hasta mediados deoctubre. En cambio, todo resultabaencantador y no era sólo él quienopinaba así. Todo el mundo le decía lomismo.

En realidad, allí había lo que suelehaber en las casas de las personas nodemasiado acomodadas, pero quequieren parecerlo y que, por ese motivo,

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se asemejan unos a otros; tapicerías,muebles de ébano, flores, tapices ybronces oscuros y brillantes, todo cuantocierta clase de personas acumulan y conlo cual se parecen unas a otras. La casade Iván Ilich era tan parecida a otras,que nada llamaba la atención; sinembargo, veía en ella un encantoespecial. Cuando recogió a su familia enla estación y la llevó al piso bienalumbrado, donde un lacayo con corbatablanca abrió la puerta que conducía a laantesala, adornada de flores, y entrarondespués en la habitación y en eldespacho, lanzando gritos deentusiasmo, Iván Ilich se sintió muy

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feliz; y, mientras les mostraba todas lascosas, disfrutaba de los elogios quehacían, experimentando una alegríainmensa. Aquella misma nochePraskovia Fiodorovna le preguntó, entreotras cosas, cómo se había caído; e IvánIlich se echó a reír y representó laescena de su caída y el susto deltapicero.

—No en balde hago gimnasia. Otrose habría matado; en cambio, yo apenassi me he dado un golpe. Cuando me tocoaquí me duele; pero ya se está pasando,y sólo queda un cardenal.

Empezaron su nueva vida; perocomo ocurre siempre, cuando se

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acostumbraron al nuevo domicilio,notaron que les faltaba una habitación; yaunque vivían bien con el nuevo sueldoles faltaba un poquito, es decir, unosquinientos rublos. Vivieron a gusto,sobre todo durante la primeratemporada, cuando aún no habíanterminado la instalación y ora tenían quecomprar o encargar algo, ora cambiar desitio un mueble o arreglar alguna tosa.Aunque había algunos desacuerdos entrelos esposos, los dos estaban contentos y,por otra parte, tenían tantas cosas quehacer, que no podían surgir grandesdisputas. Cuando terminaron porcompleto el arreglo del piso, se

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sintieron ligeramente aburridos, como siles faltase algo; mas, como ya habíantrabado nuevos conocimientos yadquirido nuevas costumbres, éstosllenaron su vida.

Iván Ilich pasaba las mañanas en elPalacio de Justicia y volvía a casa paracomer. Durante la primera época, solíaestar de buen humor, aunque su nuevainstalación le hacía sufrir un poco.Cualquier manchita en un mantel o enuna tapicería, o algún fleco roto, loirritaban. Había puesto tanto trabajo enel arreglo de la casa que le dolía el máspequeño desperfecto. Pero, por logeneral, su existencia discurría con

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arreglo a sus creencias: era fácil,agradable y correcta. Se levantaba a lasnueve, tomaba café, leía la prensa, seponía el uniforme y se iba al Palacio deJusticia. Allí le esperaba la noria entorno a la cual daba vueltas; einmediatamente ponía manos a la obra.Solicitantes, informes de cancillería,audiencias y reuniones públicas yprivadas. De esto era preciso saberexcluir todo lo que turba la regularidadde los asuntos del servicio: no se debíanadmitir ningunas relaciones, excepto lasoficiales; y el motivo de estas relacionestambién debía ser oficial. Si llegaba unhombre cualquiera para enterarse de

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alguna cosa, Iván Ilich no podía tenerninguna relación con él; pero si veía ensu solicitud algo oficial, algo que puedeescribirse en un papel sellado, hacía enlos límites debidos cuanto le era posibley le dispensaba, además, un tratoamistoso y lleno de cortesía. Y encuanto terminaba la relación oficial,también ponía fin a toda otra. Ivánposeía en el más alto grado el don deseparar lo oficial de la vida real, sinconfundir nunca ambas cosas. Con lapráctica y el talento, lo habíaperfeccionado hasta el punto de que, aveces, se permitía, como un virtuoso,mezclar en broma lo oficial con lo

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humano. Hacía esto porque tenía laconciencia de una fuerza interior que, enun momento dado, separaría lo oficial yrechazaría lo humano. Los asuntos deIván Ilich marchaban, pues, de un modofácil, agradable, correcto e inclusovirtuoso. En los intervalos, fumaba,tomaba té, charlaba un poco de política,un poco de asuntos generales, un pocode los naipes y, más que nada, denombramientos. Regresaba a su casacansado; pero con la sensación delvirtuoso que ha ejercido perfectamentesu parte como primer violín en unaorquesta. Mientras tanto, su mujer y suhija salían o recibían alguna visita; su

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hijo estaba en el gimnasio, preparabasus deberes con un profesor y estudiababien lo que le enseñaban. Todo ibaperfectamente. Después de comer, si nohabía visitas, Iván Ilich leía a vecesalgún libro del que se hablaba mucho, ypor las noches se ocupaba de susasuntos, es decir, repasaba documentos,estudiaba las leyes y confrontaba lasdeclaraciones con los artículos de laley. Este trabajo no le resultaba alegreni aburrido. Sólo le aburría cuando sepodía jugar al whist; pero si no teníaocasión de hacerlo, prefería trabajar asía estar en casa solo o acompañado de sumujer. Los placeres de Iván Ilich se

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cifraban en las comidas que ofrecía apersonas importantes, señoras ycaballeros; y esa manera de pasar eltiempo en compañía de ellos seasemejaba al pasatiempo de hombrescomo él, lo mismo que su salón separecía a todos los salones.

Una vez, hasta organizaron un baile.Iván Ilich se sentía contento y todo ibaperfectamente, cuando, de repente,surgió una terrible discusión a causa delas tartas y los bombones. PraskoviaFiodorovna tenía su proyecto respectode estas cosas, pero Iván Ilich insistióen que se encargaran en una de lasmejores pastelerías. Había pedido tal

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cantidad de tartas que sobraron y lacuenta ascendió a cuarenta y cincorublos. La discusión había sido muydesagradable. Praskovia Fiodorovna lohabía tachado de necio y de amargado.Iván Ilich se había llevado las manos ala cabeza; y, en su acaloramiento, hablódel divorcio. Sin embargo, la veladaresultó muy alegre. Asistió la mejorsociedad; e Iván Ilich bailó con laprincesa Trufonovs, hermana de lacélebre princesa que había creado lasociedad llamada: «Llévate mis penas».Las alegrías oficiales eran las del amorpropio; las sociales eran las de lavanidad; pero las verdaderas alegrías de

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Iván Ilich eran las que leproporcionaban el juego de whist.Confesaba que, después de cualquiercontrariedad en su vida, su mayoralegría, que era como una velaencendida ante todas las demás alegrías,era sentarse a la mesa con buenosjugadores tranquilos, y organizar unapartida entre cuatro (entre cinco leresultaba penoso, aunque fingiera que leagradaba mucho), jugar de una manerainteligente y beber un vaso de vino. IvánIlich se acostaba en una disposición deánimo particularmente buena después dehaber obtenido una pequeña ganancia alwhist (las grandes le resultaban

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desagradables).Así vivían los Golovin. Recibían en

su casa a la mejor sociedad, tantopersonas importantes como hombresjóvenes.

El punto de vista respecto de lasamistades del matrimonio, así como elde la hija, eran exactamente iguales. Sinponerse de acuerdo, sabían rechazar alos parientes y amigos inoportunos quellegaban a su salón, de paredesadornadas con platos japoneses,deshaciéndose en amabilidades ycaricias. En breve, esas personassuspendieron sus visitas; y en casa delos Golovin quedó la mejor sociedad.

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Los jóvenes hacían la corte a Lisanka; yPetrischev, único heredero de su fortunay juez de Instrucción, galanteaba a lamuchacha de tal modo que Iván Ilichdiscutió con Praskovia Fiodorovna laconveniencia de organizar algún paseoe n troika o algún espectáculo para losdos jóvenes. Así transcurría la vida,siempre inmutable; y todo marchababien.

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IV

Todos gozaban de buena salud,porque no se podía considerar comoenfermedad el que Iván Ilich tuviera aveces mal sabor de boca y unadesagradable sensación en el ladoizquierdo del vientre.

Pero esa sensación desagradable fueen aumento; y sustituyó, no precisamentepor un dolor, sino por un peso constante,que provocaba el mal humor de IvánIlich. Ese mal humor, que ibaacrecentándose, estropeaba la vida fácily digna que se había establecido en lafamilia. Marido y mujer empezaron a

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discutir cada vez con más frecuencia;pronto se destruyó el encanto de su vidafácil y agradable; y a duras penaspudieron mantener las apariencias. Lasescenas violentas se volvieron másfrecuentes. Y, lo mismo que antes, sóloquedaban algunas islas en las quepodían vivir sin que se produjeranexplosiones.

Praskovia Fiodorovna decía, no sinrazón, que su marido tenía una carácterdifícil. Con la costumbre de exagerarque le era propia, afirmaba que siemprehabía sido así, que era preciso tener subondad para haber podido soportarlopor espacio de veinte años. Bien es

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verdad que ahora era Iván Ilich quienprovocaba las discusiones. Empezaba arezongar siempre en el momento desentarse a la mesa y, con frecuencia,precisamente cuando iban a tomar lasopa. Tan pronto notaba que algunapieza de la vasija estaba desportillada,tan pronto le disgustaba algún plato, tanpronto que su hijo pusiera los codos enla mesa, como el peinado de Lisanka. Yculpaba de todo ello a PraskoviaFiodorovna. Al principio, ésta solíareplicar una serie de cosasdesagradables; pero, en dos ocasiones,Iván Ilich había llegado a unaexasperación tal, que comprendió que se

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trataba de un estado enfermizo,provocado al ingerir alimento; y seresignó. Ya no la contradecía,limitándose a apresurar la comida.Consideraba que su resignación teníamucho mérito. Habiendo decidido quesu marido tenía muy mal carácter y quela había hecho desgraciada, empezó acompadecerse de sí misma. Y cuantomás se compadecía, más odiaba a sumarido. Le hubiera deseado la muerte;pero no podía deseársela porque con élperdería también el sueldo. Eso lairritaba más contra Iván Ilich. Seconsideraba desgraciadísima, porque nisiquiera la muerte podía salvarla.

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Trataba de ocultar su irritación; y esoera, precisamente, lo que aumentaba lade su marido.

Después de una escena en la queIván Ilich fue particularmente injusto y araíz de la cual confesó que, en efecto,era muy irascible, pero que eso se debíaa una enfermedad, PraskoviaFiodorovna le dijo que debía ponerse entratamiento; y le aconsejó que consultaraa un médico célebre.

Iván Ilich fue, pues, a casa deldoctor. Todo ocurrió como esperaba, esdecir, como acontece siempre: laespera, el aire de importancia afectadadel médico, que Iván Ilich conocía tan

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bien; la auscultación y las preguntas queexigían de antemano unas respuestasdeterminadas y evidentemente inútiles,así como la expresión significativa queparecía decir que no tenía uno más quesometerse para que todo quedararesuelto, que él tenía el medio dearreglar las cosas, siempre del mismomodo, para cualquier persona que sepresentase. Todo era exactamente igualque en el Palacio de Justicia. Lo mismoque él adoptaba cierta actitud ante losacusados, el doctor la adoptaba ante él.

El médico dijo a Iván Ilich que tal ycual cosa indicaban que padecía de talotra; pero que si los análisis no lo

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confirmaban, sería menester suponer quepadecía otra enfermedad. Y si se hacíaesta hipótesis, entonces… A Iván Ilichsólo le interesaba la siguiente cuestión:¿su enfermedad era grave o no? Pero elmédico lo ignoraba. La pregunta de IvánIlich era muy inoportuna. El médicoopinaba que era inútil y que no se debíadilucidar. Era preciso averiguar, encambio, si se trataba de un riñónflotante, de un catarro intestinal crónicoo de una enfermedad del intestino ciego.No se trataba de la vida de Iván Ilich,sino tan sólo de saber cuál era supadecimiento. Resolvió la cuestión anteIván Ilich de un modo brillante a favor

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del intestino ciego, diciendo que unanálisis de orina podía dar nuevosindicios y que entonces volverían apracticar un reconocimiento. Todoaquello era exactamente igual que lo quehabía hecho con gran brillantez miles deveces el propio Iván Ilich ante losacusados. El médico procedió a hacerun resumen con Igual brillantez; despuésde lo cual miró a su paciente por encimade los lentes con expresión triunfante,casi alegre. Iván Ilich dedujo de aquelresumen que estaba bastante grave y quetodo aquello le tenía sin cuidado almédico y probablemente también a todoslos demás. Ese hecho impresionó

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dolorosamente a Iván Ilich, provocandoen él un profundo sentimiento decompasión hacia sí mismo y de un granrencor hacia aquel médico, indiferenteante un problema tan grave, Sinembargo, no hizo ningún comentario; selevantó y, poniendo el dinero en lamesa, suspiró diciendo:

—Probablemente, nosotros, losenfermos, les hacemos a ustedespreguntas inoportunas. Pero, dígame: ¿esgrave mi enfermedad?

El médico le echó una miradasevera, con un solo ojo, a través de loslentes, como diciendo: «Acusado, si nose limita usted a contestar a las

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preguntas que se le hacen, me veréobligado a ordenar que lo arrojen de lasala».

—Ya le he dicho lo que consideronecesario y conveniente —replicó envoz alta—. El análisis dirá lo demás.

Y el doctor saludó.Iván Ilich salió, despacio, se instaló

tristemente en el trineo y se fue a sucasa. Durante todo el trayecto no cesóde sopesar lo que le había dicho eldoctor, procurando traducir a unlenguaje corriente sus enrevesadas yconfusas palabras científicas yresponder con ellas a la pregunta de siestaba mal, muy mal o si aún tenía

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salvación. Por todo lo que había dichoel doctor, le parecía que se encontrabamuy mal. En las calles todo le pareciótriste: los cocheros, los transeúntes, lastiendas. Aquel dolor sordo y lento, queno cesaba ni un minuto, adquiría unsignificado nuevo, más serio, alrelacionarlo con las palabras oscurasdel doctor. Iván Ilich prestaba atención asu dolor, con un sentimiento nuevo ypenoso.

Al regresar a su casa, empezó acontar a su mujer lo que le había dichoel médico. Pero cuando iba por la mitadde su relato, entró su hija, con elsombrero o: se disponía a salir con

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Praskovia Fiodorovna. Hizo un esfuerzopara sentarse a escuchar las palabrasaburridas de Iván Ilich; pero no pudoresistirlas hasta el final, ni la madretampoco.

Bueno, me alegro mucho; ahoradebes tener ciudado de tomar lasmedicinas con toda regularidad, Damela receta, voy a mandar a Guerasim a lafarmacia —dijo; y fue a vestirse.

Iván Ilich había estado sin alientomientras su mujer estaba en lahabitación; y suspiró profundamente alverla salir.

«¿Quién sabe? Tal vez todavía nosea nada…».

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Empezó a tomar los medicamentos,cumpliendo la prescripción del médico,que cambió después del análisis deorina. Sin embargo, de ese análisis y delo que se derivó de él hubo unaconfusión. No había manera de llegarhasta el doctor, y el resultado fue que nose hacía lo que había mandado. Tal vezhabía olvidado algo, había mentido otrataba de ocultarle alguna cosa.

No obstante, Iván Ilich seguíacumpliendo las prescripciones delmédico; y, durante el primer tiempo,encontró así cierto consuelo.

Desde su visita al doctor, suocupación principal consistía en cumplir

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con toda exactitud las órdenes que lehabía dado, relativas a la higiene, a lasmedicinas, a la observación de su dolory de todas las funciones de suorganismo. Las enfermedades y la saludde los seres humanos constituían uno delos mayores intereses de Iván Ilich.Cuando se hablaba delante de él demuertos, enfermos o de personas que sehabían curado, sobre todo de unaenfermedad que se pareciera a la suya,tratando de ocultar su emoción,escuchaba con todo interés, y hacíapreguntas y comparaciones con supropio mal.

El dolor no disminuía; pero Iván

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Ilich hacía esfuerzos para pensar que seencontraba mejor. Y lograba engañarse,mientras nada lo emocionase. Pero encuanto surgía una disputa con su mujer,una contrariedad en su trabajo o perdíaen el juego, inmediatamente sentía todoel peso de su enfermedad. En otrotiempo, soportaba todos los fracasos,esperando que no tardaría en vencer lamala suerte, que llegaría el buen éxito.Ahora, cualquier contrariedad lo abatíay lo llevaba a la desesperación. Solíadecirse: «¡Vaya! En cuanto empezaba asentirme mejor, en cuanto empezaba ahacerme efecto la medicina, me hasobrevenido esa maldita desgracia…».

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Y se enfurecía contra la desgracia ocontra las personas que le dabandisgustos y lo mataban. Se daba cuentade que esa misma ira lo llevaba a latumba; pero no era capaz de dominarse.Al parecer, debía ser evidente que suirritación contra las circunstanciasagravaba su enfermedad y que, por tanto,no debía hacer caso de ningún hechodesagradable. Sin embargo, susrazonamientos eran contrarios: decíaque la paz le era imprescindible y, almismo tiempo, prestaba atención a todolo que la destruía y, cada vez que estopasaba, se dejaba llevar por la ira. Lalectura de los libros de medicina y las

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consultas que hacía a los médicosagravaban su situación. Empeoraba tanpaulatinamente, que podía engañarse alcomparar un día con otro; no había casidiferencia. Pero, cuando consultaba alos doctores, le parecía que habíaempeorado e incluso que esto ocurríamuy rápidamente. Sin embargo, nocesaba de acudir a ellos.

Aquel mismo mes consultó a otromédico eminente. Éste le dijo casi lomismo que el primero, aunque planteó lacuestión de otra manera. Su dictamen nohizo más que aumentar las dudas y eltemor de Iván Ilich. Un amigo de uncompañero suyo —un buen doctor—

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diagnosticó su enfermedad de un modototalmente distinto. A pesar de queopinaba que se curaría, no hizo más queconducirlo a una confusión y a una dudamayores que antes, por medio de suspreguntas y de sus hipótesis. El dictamendel médico homeópata fue diferente; dioa Iván Ilich una medicina, que éstetomaba a escondidas desde hacía unasemana. Pero, al no sentir ningún alivio,Iván Ilich perdió la confianza, tanto enlas medicinas anteriores como en lanueva; y fue presa de un grandecaimiento. Un día, una señoraconocida refirió una cura mediante unosiconos. Iván Ilich se dio cuenta, de

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pronto, que escuchaba con atención ytrataba de comprobar la verosimilitudde aquel hecho. Aquello lo asustó. «¿Esposible que mis facultades mentales sehayan debilitado tanto? —se dijo—.Esto es absurdo. Son tonterías. No debeuno dejarse llevar por las dudas; espreciso elegir un médico y seguir susprescripciones. Y es lo que voy a hacer.¡Se acabó! No voy a pensar más; yobservaré, con toda exactitud, eltratamiento hasta el verano. Ya veremos,después. Tengo que poner fin a esasvacilaciones…». Era fácil decir esto;pero imposible cumplirlo. El dolor delcostado lo atormentaba sin cesar,

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aumentaba a cada momento y llegó a serconstante; iba perdiendo el apetito y lasfuerzas; el mal sabor de boca se hadamás extraño e Iván Ilich tenía laimpresión de que le olía mal el aliento.No era posible engañarse. Algohorrible, nuevo y tan importante comojamás le había sucedido, se estabarealizando dentro de su ser. Y él era elúnico que lo sabía; los que lo rodeabanno lo comprendían o no queríancomprenderlo, y pensaban que todoseguía igual que siempre. Eso era lo quemás hacía sufrir a Iván Ilich. Su familia,principalmente su mujer y su hija, que seentregaban de lleno a la vida de

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sociedad, no entendían nada y seirritaban porque Iván Ilich estaba de malhumor y se mostraba exigente, como sifuese culpable de ello. Aunque tratabande ocultarlo, Iván Ilich se daba cuentade que constituía un obstáculo paraellas; su mujer había adoptado ciertaactitud respecto de su enfermedad; y laobservaba, independientemente de loque él dijera e hiciera.

—¿Saben ustedes que Iván Ilich nopuede someterse rigurosamente a untratamiento, como lo haría cualquiera?—decía a sus conocidos—. Hoy tomalas gotas, come lo que le han ordenado yse acuesta a su debida hora; pero

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mañana, si no estoy al tanto, se leolvidará tomar la medicina, comeráesturión, cosa que le está prohibida, ypermanecerá jugando al whist hasta launa de la madrugada.

—¿Cuándo hago eso? —replicabaIván Ilich, irritado—. Sólo lo hice unavez, en casa de Piotr Ivanovich.

—Y también ayer, con Shebek.—Es igual; de todas maneras no

hubiera podido dormir a causa deldolor…

—Sea por lo que sea; pero el casoes que así no te vas a curar nunca y anosotros nos atormentas.

Todo lo que Praskovia Fiodorovna

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expresaba respecto de la enfermedad deIván Ilich, tanto a los extraños como a élmismo, significaba que su marido eraculpable de estar enfermo y que dichaenfermedad constituía un nuevo disgustoque le ocasionaba. Iván Ilich se dabacuenta de que Praskovia Fiodorovnaprocedía de este modoinvoluntariamente; mas eso no le servíade ayuda.

En el Tribunal, Iván Ilich notaba ocreía notar esa misma extraña actitud;ora le parecía que lo miraban como a unhombre que no tardaría en dejar su plazavacante, ora sus compañeros le gastabanbromas respecto de su susceptibilidad,

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como si aquella cosa terrible, horrorosa,inaudita, que le sucedía y que, sin dejarde minarlo, lo arrastrabairresistiblemente no sabía adonde, fueseel objeto más divertido para sus bromas.Schwartz, sobre todo, era el que más loirritaba con su carácter jovial, lleno devida y con su actitud comme il faut, quele recordaba que él había sido así diezaños atrás.

Llegaban los amigos para jugar a lascartas. Todo iba bien; la partidaresultaba alegre. Pero, de pronto, IvánIlich sentía aquel dolor agudo y aquelmal sabor de boca; y le parecía quehabía algo salvaje en el regocijo de los

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demás.Miraba cómo Mijail Mijailovich, su

compañero de luego, golpeaba la mesacon sus manos sanguíneas; y se contenía,por indulgencia y cortesía, de tomar Iascartas acercándoselas a Iván Ilich paraque éste tuviera el placer de alcanzarlassin hacer un esfuerzo y sin tener quealargar la mano. «¡Cómo! ¿Es que sefigura que estoy tan débil que no soycapaz de alargar la mano?», se decíaIván Ilich; y, olvidando que tenía losases, hacía una jugada equivocada, yperdía, Pero lo peor de todo era ver elinterés que ponía Mijail Mijailovich porganar, cuando a él le daba igual. Y era

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terrible pensar por qué le daba igual.Todos notaban que Iván Ilich se

encontraba mal, y le decían: «Podemossuspender el juego, si está cansado.Descanse un poco». ¿Descansar? No; noestaba cansado en absoluto. Terminabanla partida. Todos se mostraban sombríosy silenciosos. Iván Ilich se daba cuentade que él era la causa de aquel estado deánimo; pero no estaba en disposición dedisiparlo. Después de cenar, loscompañeros se iban; e Iván Ilich sequedaba solo, con la sensación de quesu vida estaba envenenada, de queenvenenaba la de los demás y de que eseveneno no disminuía, sino que penetraba

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cada vez más en su ser.Con esa sensación, acompañada de

dolor físico y de terror, era necesarioacostarse; y, a menudo, no podía dormirla mayor parte de la noche. A la mañanasiguiente había que levantarse de nuevo,vestirse, ir al Tribunal, hablar, escribir,o quedarse en casa las veinticuatrohoras seguidas, de las que cada unaconstituía sufrimiento. Y era precisovivir solo en el borde del precipicio, sinque un ser lo entendiera y se apiadase deél.

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V

Así transcurrieron dos meses. Antes deAño Nuevo, llegó el cuñado de IvánIlich y se detuvo en su casa. Iván Ilichestaba en el Tribunal. PraskoviaFiodorovna había salido de compras. Alentrar en su despacho, Iván Ilichencontró allí a su cuñado, que, con suspropias manos, sacaba las cosas de lasmaletas. Era un hombre sanguíneo y decomplexión robusta. Levantó la cabezaal oír pasos; y, por espacio de unmomento, miró en silencio a su pariente.Esa mirada le reveló todo. Su cuñadoabrió la boca para proferir una

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exclamación; pero se contuvo. Esoconfirmó las dudas de Iván Ilich.

—¿Qué? ¿He cambiado?—Sí…, has cambiado.Después, cuando Iván Ilich intentó

varias veces reanudar la conversaciónacerca de su aspecto, su cuñado guardósilencio. Al llegar PraskoviaFiodorovna, su hermano entró en sushabitaciones. Iván Ilich cerró la puertacon llave y fue a mirarse al espejo,primero de líente y luego de perfil.Tomó una fotografía, en que estabaretratado con su mujer, y la comparó conla imagen que reflejaba el espejo. Seobservaba un cambio enorme. Entonces,

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se remangó hasta los codos, se miró losbrazos, volvió a bajar las mangas y sesentó en un sofá, presa de un desánimomás negro que la noche.

«No debo pensar… No debopensar», se dijo; y, levantándose de unsalto, se acercó a la mesa y empezó aleer un asunto judicial. Pero no le fueposible concentrarse. Abrió la puerta yfue a la sala. La puerta del salón estabacerrada. Se acercó a ella, de puntillas, yescuchó.

—Exageras —decía PraskoviaFiodorovna.

—¡Qué voy a exagerar! ¿No te dascuenta de que es un hombre muerto?

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Fíjate en sus ojos. No tienen luz. ¿Y quées lo que tiene?

—Nadie lo sabe. Nikolaiev (era unode los médicos), ha diagnosticado algo;pero no sé exactamente qué. Leschetitsky(era un doctor inminente) opina locontrario.

Iván Ilich se retiró de la puerta yentró en su habitación. Después, setendió y empezó a pensar: «El riñón, elriñón flotante». Recordó lo que lehabían dicho los médicos acerca decómo se le había desprendido y cómoflotaba. Haciendo un esfuerzo deimaginación, procuraba asir ese riñónpara detenerlo y afianzarlo. ¡Le parecía

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que se necesitaba tan poca cosa paraeso…! «Iré otra vez a ver a PiotrIvanovich». (Era aquel compañero suyoque tenía un amigo médico). Llamó alcriado, le ordenó que preparara elcoche; y se dispuso a partir.

—¿Adónde vas, Jean? —le preguntósu mujer, con una expresiónparticularmente triste y bondadosa,desacostumbrada en ella.

Esto último irritó a Iván Ilich. Miróa su mujer, con aire sombrío.

—Necesito ir a ver a PiotrIvanovich.

Al llegar a casa de su amigo, ambosfueron a ver al doctor. Éste recibió a

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Iván Ilich y conversó largo rato con él.Analizando anatómica yfisiológicamente los detalles de lo que,según opinaba el doctor, le ocurría, IvánIlich comprendió todo.

Había una cosa muy pequeña en elintestino ciego. Aquello podíaarreglarse. Era preciso aumentar laenergía de un órgano, debilitar laactividad de otro; y se produciría unaabsorción, con lo que todo senormalizaría. Iván Ilich se retrasó unpoco para la cena. Después de cenar,charló un rato alegremente; pero tardómucho en decidirse a volver a sudespacho para trabajar. Finalmente lo

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hizo, y puso enseguida manos a la obra.Examinó algunos documentos sin que loabandonara la conciencia de que teníaun asunto importante, íntimo, del quetendría que ocuparse al acabar con eltrabajo. Cuando terminó su trabajo,recordó que aquel asunto íntimo erapensar en el intestino ciego. Pero no sedejó llevar por ese pensamiento; y fue atomar el té al salón. Había invitados quecharlaban, cantaban y tocaban el plano.Entre ellos se encontraba el juez deInstrucción, futuro prometido de Liza.Iván Ilich pasó aquella velada másalegremente que otras, según observóPraskovia Fiodorovna. Sin embargo, no

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olvidaba ni un momento que habíaaplazado para después la importantemeditación acerca del intestino ciego. Alas once, se despidió y se retiró a suhabitación. Desde que había caídoenfermo dormía solo, en un pequeñocuarto contiguo al despacho. Al llegarallí, se desnudó y tomó una novela deZola; pero no pudo leer y empezó apensar. En su Imaginación se realizabael deseado arreglo del intestino ciego.Se representaba la absorción, laeliminación y el restablecimiento.«Todo esto es así; pero es necesarioayudar a la naturaleza», se dijo. Alacordarse de la medicina, se incorporó;

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y, después de tomarla, se tendió deespaldas, para prestar atención a suacción favorable y fijarse en cómo lehacía desaparecer el dolor. «Lo quehace falta es tomarla con regularidad yevitar las influencias perniciosas; ya mesiento algo mejor, mucho mejor». Sepalpó el costado y notó que no le dolíaal tocarlo. «No lo siento,verdaderamente estoy mucho mejor».Apagó la vela y se echó de lado. «Elintestino ciego realiza la absorción y seestá curando». De pronto, sintió elantiguo dolor, que le era tan familiar,aquel dolor sordo, lento, tenaz y serio, yel mismo mal sabor de boca. Se le

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oprimió el corazón y se confundieronsus ideas. «¡Dios mío! ¡Dios mío! Otravez, otra vez lo mismo. Esto no cesaránunca». Súbitamente, aquella cuestión sele representó bajo un aspecto distinto.«¡El intestino ciego! ¡El riñón!… No setrata del intestino ciego ni del riñón,sino de la vida y… de la muerte. La vidaexiste; pero he aquí que se va y que nosoy capaz de retenerla. ¿Para quéengañarse a si mismo? ¿Acaso no estánconvencidos todos, excepto yo, de queme voy a morir y de que la cuestiónestriba tan sólo en la cantidad desemanas o días que me quedan de vida?Tal vez, ahora mismo… Aquello era la

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luz y esto son las tinieblas. Entoncesestaba aquí y ahora me voy a allí.Pero… ¿adónde?». Sintió frío y se lecortó la respiración. Ya no oía más quelos latidos de su corazón.

«Cuando yo no exista, ¿qué habrá?Nada. ¿Dónde estaré, pues, cuando noexista? ¿Es posible que sea la muerte?No, no quiero». Iván Ilich se levantó, deun salto; y, al buscar a tientas la velacon sus manos temblorosas, la dejó caeral suelo, con la palmatoria; y volvió aecharse, reclinando la cabeza sobre laalmohada «¿Para qué? Es igual», sedijo, fijando los ojos en la oscuridad.«La muerte. Sí, la muerte y ninguno de

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ellos lo sabe, no quiere saberlo ni losiente. Están tocando (se oía desde lejosuna voz que cantaba y repetía unritornello). A ellos les tiene sincuidado; y, sin embargo, han de morirtambién. ¡Qué tontos! A mí me hallegado antes, a ellos les llegarádespués; pero tendrán lo mismo. A pesarde eso, se divierten. ¡Qué animales!». Laira lo ahogaba. Experimentó unaangustia insoportable. «No es posibleque lodos estén eternamente condenadosa este horrible terror». Iván Ilich selevantó.

«Algo no marcha. Es precisocalmarse y reflexionar». E Iván Ilich

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empezó a pensar. «La enfermedadempezó… Mr di un golpe en un costado.Pero seguí bien, tanto aquel día como elsiguiente, exceptuando un pequeño dolorque fue en aumento. Después, visité almédico. Me sentía triste y abatido; yvolví a consultar a otros. Y cada vez meacercaba más al precipicio. Me ibadebilitando. Y ahora me encuentroagotado y sin luz en los ojos. La muerteestá aquí y yo pienso en el intestinociego. Pienso en la manera de curar elintestino, cuando se trata de la muerte.Pero ¿es posible que sea la muerte?».De nuevo i lo invadió el terror y sintióahogo. Al agacharse para buscar las

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cerillas, apoyó el codo en una silla y sehizo daño. Irritado, se apoyó con másfuerza; y volcó la silla. Desesperado ysofocándose, se echó de espaldas yesperó que la muerte viniera de unmomento a otro.

Entre tanto, empezaron a despedirselos invitados. Praskovia Fiodorovna losacompañaba a la puerta. Al oír que sehabía caído algo, entró en la habitaciónde Iván Ilich.

—¿Qué te pasa?—Nada. La he tirado sin querer.Praskovia Fiodorovna salió y volvió

con una vela. Iván Ilich estaba tendidosobre la cama, respirando rápida y

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fatigosamente, como un hombre queacaba de recorrer una versta a todavelocidad. Fijó la mirada en su esposa.

—¿Qué te pasa, Jean?—Na… da. He de… ja… do caer…«¿Para qué hablar? No me

comprendería», pensó. En efecto,Praskovia Fiodorovna no comprendiónada. Recogió la palmatoria, encendióla vela y salió presurosamente: tenía queacompañar a un invitado a la puerta.

Cuando volvió a la habitación, IvánIlich seguía echado de espaldas mirandohacia arriba.

—¿Qué te pasa? ¿Estás peor?—Sí.

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Praskovia Fiodorovna movió lacabeza.

—Oye, Jean; tal vez sea convenienteque llamemos a Leschetitsky —dijo,después de permanecer sentada un rato asu lado.

Llamar a aquel célebre médicosignificaba que Praskovia Fiodorovnano reparaba en gastos. Iván Ilich la mirócon expresión malévola y dijo:

—No.Praskovia Fiodorovna permaneció

sentada otro ratito; después se acercó asu marido y lo besó en la frente.

Iván Ilich sintió un odio profundohacia su mujer en el momento en que

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ésta lo besaba; e hizo un esfuerzo parano rechazarla.

—Buenas noches. Dios quiera queduermas.

—Sí…

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VI

Iván Ilich notaba que iba a morir; y seencontraba en un constante estado dedesesperación.

En el fondo de su alma sabía que ibaa morir; pero, no sólo no seacostumbraba a esa idea, sino que no lacomprendía, ni hubiera podidocomprenderla de ningún modo.

El ejemplo del silogismo que habíaaprendido en la lógica de Kiseveter:«Cayo es un hombre; los hombres sonmortales. Por tanto, Cayo es mortal», leparecía aplicable solamente a Cayo,pero de ningún modo a sí mismo. Cayo

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era un hombre como todos, y eso eraperfectamente justo; pero él no eraCayo, no era un hombre como todos,sino que siempre había sidocompletamente distinto de los demás.Era Vania con su papá y su mamá, conMitia y Volodia, con los juguetes, con elcochero, la niñera y, después, con Katia,con todas sus alegrías, sus penas y susentusiasmos de la infancia, laadolescencia y la juventud. ¿Acasoexistió para Cayo aquel olor del balónde cuero a rayas, que tanto queríaVania? ¿Acaso Cayo besaba la mano desu madre como él? ¿Acaso oía Cayo elrumor que producían los frunces de su

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vestido de seda? ¿Acaso alborotaba porunos pastelillos en la Escuela deJurisprudencia? ¿Acaso había estadoenamorado como él? ¿Acaso podíapresidir una sesión?

«Cayo es realmente mortal; portanto, es justo que muera; pero yo,Vania, Iván Ilich, con mis sentimientos ymis ideas… es distinto. Es imposibleque deba morir. Sería demasiadoterrible».

Esto era lo que sentía Iván Ilich.«Si tuviera que morirme, como

Cayo, lo sabría, me lo diría una vozinterior; pero no siento nada semejante.Tanto mis amigos como yo habíamos

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comprendido que no nos ocurriría lo quea Cayo. Sin embargo, ¡he aquí lo que meocurre! ¡No puede ser! ¡No puede ser!No puede ser, pero es. ¿Cómo hasucedido? ¿Cómo comprenderlo?», sedecía.

No le era posible comprender; ytrataba de rechazar esa idea como unaidea falsa, errónea y enfermiza, pormedio de ideas justas y sanas. Noobstante, esa idea volvía, como unarealidad, y se detenía ante él.

Trataba de fijar su atención en otrospensamientos, por turno, con laesperanza de que le prestasen apoyo.Luchaba por volver a sus ideas de antes,

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aquellas ideas que le ocultaban la de lamuerte. Pero cosa rara: lo que antesvelaba, ocultaba y destruía la concienciade la muerte no producía ahora el mismoefecto. Durante la última época, IvánIlich pasaba la mayor parte del tiempointentando restablecer la marcha de susantiguos sentimientos, que velaban laidea de la muerte. Se decía: «Meocuparé del servicio. Sea como sea, hevivido gracias a él». Iba al Tribunal,provocando apartar las dudas que loasaltaban; entablaba conversación conlos compañeros; y, mientras se sentaba,de acuerdo con su antigua costumbre,dirigía una mirada distraída y pensativa

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a la multitud, apoyaba sus manosadelgazadas en los brazos del sillón deroble, y, al inclinarse hacia su colega, lemostraba la causa y le cuchicheaba algo.Después, levantando la vista eirguiéndose, pronunciaba ciertaspalabras; y daba por comenzada lasesión. Pero, súbitamente, en medio deésta, sin tener en cuenta el desarrollo dela causa, el dolor comenzaba su obraroedora. Iván Ilich escuchaba, yprocuraba alejar la idea de la muerte.Pero ésta se erguía ante él y lo miraba.Iván Ilich se quedaba petrificado; seapagaba el brillo de sus ojos yempezaba a preguntarse, de nuevo:

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«¿Será posible que sólo ella sea laverdad?». Entonces, tanto suscompañeros como sus subordinadosveían, con sorpresa y amargura, que esejuez, tan fino y tan brillante, seembrollaba y cometía errores. Iván Ilichse sobreponía, trataba de volver en sí yconseguía llegar al fin de la causa.Volvía a su casa con la triste concienciade que los asuntos judiciales no podíanya ocultarle, como antes, lo que deseabaignorar; no podían librarlo de ella. Y lopeor del caso era que ella no lo atraíapara que hiciera algo, sino tan sólo paraque la contemplara, para que la miraradirectamente a los ojos y padeciera

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indeciblemente.Con objeto de escapar de esa

situación, Iván Ilich buscaba el consuelotras de otros velos. Estos surgían yparecían protegerlo un corto espacio detiempo; pero no lardaban en volversediáfanos; era como si ella pasara através de todo, como si nada pudieraocultarla.

Durante los últimos tiempos solíaentrar en el salón que él mismo habíaarreglado —aquel salón en el que habíaestado a punto de caerse y en cuyainstalación había sacrificado su vida, lorecordaba con sarcasmo, va que leconstaba que su enfermedad se debía a

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ese golpe—, y veía que la mesabarnizada tenía un arañazo. Buscaba elmotivo, y se daba cuenta de que eradebido al adorno de bronce de un álbum,que se había des prendido en una de lasesquinas. Tomaba aquel álbum costoso,compuesto por él mismo, con tantoamor; y, al verlo desgarrado y con lasfotografías revueltas, se indignaba de lanegligencia de su hija y de sus amigos,ordenaba cuidadosamente los retratos yarreglaba la esquina desprendida.

Luego le venía la idea de cambiartodo aquel établissement, junto con elálbum, a otro rincón del salón, al ladode las flores. Llamaba al lacayo. Su hija

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o su mujer venían a ayudarlo; no semostraban de acuerdo con él y locontradecían. Entonces Iván Ilichdiscutía y se enfadaba. Pero todoaquello estaba bien, porque no seacordaba de ella, porque no la veía.

Pero he aquí que, de pronto, sumujer le decía: «Espera, los criados loharán; te vas a hacer daño»; y entoncesella surgía tras el velo, e Iván Ilich laveía. Aún tenía esperanzas de quedesapareciera enseguida; pero empezabaa prestar atención a su costado y notabaque allí seguía lo que le producía esedolor lento, y ya no le era posibleolvidar. Mientras tanto, ella lo miraba,

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claramente, a través de las flores. ¿Porqué ocurría todo aquello?

«En efecto, aquí junto a esta cortina,perdía mi vida como en una batalla.Pero ¿es posible? ¡Qué horrible y quéabsurdo! ¡Eso no puede ser! ¡Eso nopuede ser; pero es!».

Se iba al despacho, se acostaba y sequedaba a solas con ella. Estaba soloc o n ella y no había nada que hacer.Tenía que limitarse a mirarla; y leinvadía un horror frío.

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VII

Al tercer mes de la enfermedad de IvánIlich —no podría decirse cómo ocurrióesto, porque fue una cosa paulatina eimperceptible— su mujer, sus hijos, loscriados, los conocidos y los médicos y,sobre todo, él mismo, sabían que elinterés que inspiraba a los demásconsistía sólo en saber si dejaría prontovacante la plaza, si libraría pronto a losvivos del fastidio que causaba supresencia y si él mismo se vería prontolibre de sus sufrimientos.

Cada vez dormía menos; leadministraban opio y habían empezado a

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ponerle inyecciones de morfina. Peroeso no le aliviaba. El embotamiento queexperimentaba en sus semiletargos lohabía aliviado al principio, por ser unasensación nueva, pero luego se volviótan atormentador o incluso más que eldolor franco.

Le preparaban platos especiales, porprescripción de los doctores; pero esosmanjares le resultaban cada vez másinsípidos y más repugnantes.

Se le hacían también preparativosespeciales para la defecación, queconstituían para él un verdaderotormento, tormento causado por lasuciedad, el mal olor, la inconveniencia

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y porque otro hombre asistía a talfunción.

Sin embargo, Iván Ilich halló unconsuelo en aquel menester molesto. EraGuerasim quien lo asistía en estos casos.Era un mujik joven, lozano, limpio ycebado con manjares ciudadanos.Siempre estaba alegre y de buen humor.Al principio, Iván Ilich se turbaba al vera aquel hombre, siempre limpio yvestido a la usanza rusa, cumpliendoaquella tarea desagradable. Un día,después de aquella función, sin fuerzaspara ponerse los pantalones, se dejócaer en una butaca y miró, horrorizado,sus débiles muslos desnudos, de

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músculos muy marcados.Entró Guerasim con sus pasos

fuertes y ligeros, calzado con gruesasbotas, despidiendo un olor agradable abrea y a aire fresco de invierno. Llevabala camisa de percal remangada, dejandoal descubierto sus brazos jóvenes yrobustos, y un delantal de hilo muylimpio. Sin mirar a Iván Ilich yconteniendo la alegría de vivir que sereflejaba en su rostro, para no ofenderlo,se dispuso a cumplir su tarea.

—Guerasim —dijo Iván Ilich, convoz débil.

El criado se estremeció, temiendohaber cometido una torpeza; y con un

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movimiento rápido volvió hacia IvánIlich su cara lozana, bondadosa, sencillay joven, en la que apenas empezaba aapuntar la barba.

—¿Qué desea, señor?—Me figuro que esto es

desagradable para ti. Perdóname, perono puedo…

—¡En absoluto! —exclamóGuerasim, con un brillo en los ojos ymostrando sus dientes blancos y sanos—. No me molesta nada; está ustedenfermo.

Con sus manos diestras y fuertes,cumplió su tarea habitual, saliendo de lahabitación con paso ligero. Al cabo de

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cinco minutos, volvió del mismo modo.Iván Ilich seguía sentado en el sillón,

en la misma actitud de antes.—Guerasim, por favor, ven aquí.

Ayúdame —el criado se acercó—.Ayúdame a incorporarme; me cuestatrabajo hacerlo solo y he despedido aDimitri.

Guerasim rodeó, hábilmente, con susvigorosos brazos, el cuerpo de IvánIlich, lo levantó y, mientras lo sosteníacon una mano, le alzó el pantalón con laotra, y quiso depositarlo de nuevo en elsillón. Pero Iván Ilich le rogó que loacompañase al diván. Sin esfuerzoalguno, y como si no lo agarrase

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siquiera, el criado lo trasladó allí, casien vilo.

—Gracias. Con qué destreza y québien… lo haces lodo.

El criado sonrió y se dispuso a salirde la habitación; pero Iván Ilich seencontraba tan a gusto con él, que noquiso que se marchara.

—Acércame esa silla, por favor.No, ésa no, la otra. Colócamela debajode los pies. Me alivia tener los pies enalto.

Guerasim trajo la silla y la dejó enel suelo sin hacer ruido; después,levantó los pies de Iván Ilich y loscolocó encima. Éste creyó sentir alivio

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en el momento en que Guerasim lelevantaba los pies.

—Estoy mejor cuando tengo los piesen alto —repitió—. Ponme aquel cojín.

Guerasim obedeció. Había vuelto acolocarlos sobre el cojín. De nuevo elenfermo creyó sentirse mejor, mientrasGuerasim le sostenía las piernas. Encuanto se las hubo dejado sobre el cojín,se sintió peor.

—Guerasim, ¿estás ocupado ahora?—preguntó.

—No, señor —replicó el criado,que había aprendido en la ciudad ahablar como es debido.

—¿Qué tienes que hacer aún?

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—Ya he terminado mi faena. Sólome queda partir leña para mañana.

—Entonces, sostenme los pies enalto, ¿quieres?

—¿Por qué no? Desde luego.Guerasim levantó las piernas de Iván

Ilich y éste creyó que en esa posición nosentía en absoluto el dolor.

—¿Cuándo vas a partir leña?—No se preocupe usted. Tengo

tiempo de sobra.Iván Ilich mandó a Guerasim que se

sentara y le sostuviera las piernas, enalto; y empezó a charlar con él. Y, cosaextraña, tuvo la sensación deencontrarse mejor de este modo.

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Desde aquel día, Iván Ilich llamabaa veces al criado y le mandaba que lesostuviera los pies sobre sus hombros.Le gustaba hablar con él. Guerasimobedecía de buena gana. Hacía esto confacilidad, sencillez y una bondad tal, queenternecía a Iván Ilich. La salud, lafuerza y la energía vital de los sereshumanos ofendían al enfermo; pero lafuerza y la energía vital de Guerasim nosólo no lo afligían, sino que hastallegaban a apaciguarlo.

La mentira, esa mentira adoptada portodos, de que sólo estaba enfermo, peroque no se moría, que bastaba queestuviese tranquilo y se cuidase para que

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todo se arreglara, constituía el tormentoprincipal de Iván Ilich. Le constaba que,por más cosas que hicieran, no seobtendría nada, excepto unossufrimientos aún mayores y la muerte.Lo atormentaba que nadie quisierareconocer lo que sabían todos e inclusoél mismo, que quisieran seguirmintiendo respecto de su terriblesituación y lo obligaran a tomar parte enaquella mentira. La mentira, esa mentiraque se decía la víspera misma de sumuerte, rebajando ese acto solemne yterrible hasta igualarlo con las visitas,las cortinas y el esturión para lacomida… hacía sufrir terriblemente a

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Iván Ilich. Y, cosa rara, muchas veces,cuando veía que trataban de seguirengañándolo, estaba a punto de gritar:«¡Cesen de mentir! Ustedes saben, lomismo que yo, que me muero. ¡Al menoscesen de mentir!». Pero nunca habíatenido el valor de hacerlo. Veía que elterrible y horroroso acto de su muerteestaba rebajado por los que lo rodeabanhasta el grado de que pareciera unacircunstancia desagradable, en partehasta conveniente (se lo trataba como setrata a un hombre que entra en un salóndespidiendo un olor desagradable), porla misma «conveniencia» a la que habíaservido durante toda su vida. Veía que

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nadie se apiadaría de él, porque nadiepodía comprender siquiera su situación.El único que lo entendía y secompadecía de él era Guerasim. Por esoIván Ilich se sentía a gusto únicamenteen su compañía. Se encontraba biencuando Guerasim se pasaba la nocheentera sosteniéndole las piernas y noconsentía en irse a dormir diciendo:«Haga el favor de no preocuparse, IvánIlich. Ya tendré tiempo de descansar». Otambién cuando, sin más ni más,empezaba a tutearlo y le decía: «Si noestuvieras enfermo… Pero así ¿cómo noservirte?». El único que no mentía eraGuerasim. Por todos los síntomas era

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evidente que sólo él comprendía lo quepasaba, que no consideraba necesarioocultarlo y sentía compasión por su amo,que estaba agotado y débil. Una vez enque Iván Ilich le insistía que se fuera,llegó a decir sin ambages:

—Todos hemos de morir. ¿Cómopodría dejar de servirle ahora?

Con esas palabras expresó que no lepesaba realizar esa tarea, precisamenteporque lo hacía por un hombremoribundo; y que tenía esperanzas deque alguien haría lo mismo por élcuando llegase el momento.

Aparte de aquella mentira, o tal veza consecuencia de ella, lo más doloroso

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para Iván Ilich era que nadie secompadeciera de él, tal como hubieraquerido. En ciertos momentos, despuésde haber sufrido prolongados dolores,deseaba —aunque le hubieraavergonzado reconocerlo— que seapiadaran de él, como de un niñoenfermo. Deseaba que lo acariciaran,que le dieran besos, que lo mimasencomo a un niño. Sabía que era unpersonaje importante, que tenía la barbaentrecana y que, por consiguiente,aquello hubiera sido imposible. Sinembargo, lo deseaba. En el trato queGuerasim le dispensaba, había algosemejante a eso; y, por tanto, era lo

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único que lo consolaba: Iván Ilich teníadeseos de llorar, le gustaría que loacariciasen y lo mimasen. Pero he aquíque llegaba Shebek, su colega; y en vezde llorar y de pedir caricias, Iván Ilichadoptaba una expresión seria, grave yreconcentrada; y, por la fuerza de lainercia, expresa su opinión sobre laimportancia de una decisión delTribunal de Casación, que sostienetenazmente. Aquella mentira en tomosuyo y dentro de él mismo envenenó másque nada los últimos días de su vida.

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VIII

Era por la mañana. Eso se conocíasolamente porque Guerasim se habíamarchado y había venido el lacayoPiotr, que había apagado las velas,había descorrido las cortinas yempezaba a arreglar la habitación ensilencio. Era igual que fuese por lamañana o por la noche, que fueseviernes o domingo; siempre el mismodolor atormentador, lento, que no cesabani un instante; la conciencia de que lavida se iba inevitablemente, pero queaún no se había ido; la aproximación deaquella muerte horrible, odiosa, que era

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la única realidad existente; y siempre lamisma mentira. ¿Qué importaban losdías, las semanas, las horas?

—¿Quiere tomar el té?Iván Ilich pensó: «Ha de hacer las

cosas con orden y que los señores tomenel té por la mañana». Por eso se limitó adecir:

—No.—¿Quiere trasladarse al diván?«Necesita arreglar la habitación y yo

le molesto. Constituyo la suciedad y eldesorden», pensó Iván Ilich; y replicó:

—No, déjeme.El criado seguía afanándose en la

estancia. Iván Ilich tendió una mano.

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Piotr se acercó a él servicialmente.—¿Qué desea?—El reloj.Piotr tomó el reloj, que estaba al

alcance de la mano de Iván Ilich, y se loentregó:

—Las ocho y media. ¿Se hanlevantado ya?

—No. Sólo Vasili Ivanovich —erael hijo de Iván Ilich—; y se ha ido algimnasio. Praskovia Fiodorovna me hadado orden de despertarla si la llamausted. ¿La despierto?

—No; no la llames —«No se sitomar un poco de té», pensó—. Tráemeel té.

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Piotr se dirigió hacia la puerta. IvánIlich sintió terror de quedarse solo.«¿Cómo podía retenerlo? ¡Ah, sí! Con lamedicina».

—Piotr, dame la medicina.«Tal vez pueda aliviarme todavía».

Tomó una cucharada. «No, no mealiviará. Todo esto no son más queabsurdos y engaños», se dijo, en cuantonotó de nuevo aquel conocido yrepugnante sabor. «No, no puedocreerlo. Pero ese dolor, ¿por qué tengoese dolor? Si se calmara, al menos, porun momento». E Iván Ilich gimió. Piotrvolvió sobre sus pasos.

—No, vete. Tráeme el té.

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El criado salió. Al quedarse solo,Iván Ilich volvió a quejarse, no tanto dedolor como de pena. «Siempre igual,siempre igual; esas noches y esos díassin fin. Si al menos llegara más pronto.¿El qué? La muerte, las tinieblas. ¡No,no! Todo es preferible a la muerte».

Cuando Piotr entró, trayendo el té enuna bandeja, Iván Ilich lo miró, duranteun gran rato, con una mirada extraviada,sin comprender quién era ni para quévenía. Piotr se turbó al sentir aquellamirada; y fue entonces cuando Iván Ilichse recobró.

—¡Ah, sí! El té… Muy bien. Déjaloahí. Ayúdame antes a lavarme y a

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ponerme una camisa limpia.Iván Ilich empezó a lavarse.

Descansando entre una cosa y otra, selavó las manos y la cara, se limpió losdientes y, al ir a peinarse, se miró alespejo. Le horrorizó, sobre todo, verque sus cabellos estaban pegados a supálida frente.

Mientras se cambiaba de camisa, noquiso mirarse el cuerpo, porque sabíaque lo aterraría aún más. Finalmente,terminó su aseo. Se puso un batín, secubrió con una manta de viaje y seinstaló en una butaca, para tomar el té.Por un momento, se sintió refrescado;pero en cuanto probó el té, volvió a

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notar el mismo mal sabor de boca y elmismo dolor. Hizo grandes esfuerzospara terminar de tomarlo; y se tendió,estirando las piernas. Despidió a Piotr.

Seguía igual. Tan pronto fulgurabauna esperanza como se agitaba el mar dedesesperación; y siempre el mismodolor, siempre la misma tristeza. Alestar solo, sentía una pena terrible; yhubiera deseado llamar a alguien; perosabía, de antemano, que en presencia delos demás estaría peor. «Si al menos mepusieran morfina y pudiera olvidar…Diré al doctor que me mande algonuevo. Así es imposible, imposible».

De este modo transcurrieron un par

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de horas. De pronto, se oyó lacampanilla desde la antesala. Tal vezfuese el doctor. En efecto, era él, esehombre lozano, grueso, alegre y conaquella expresión que parecía decir:«Se ha asustado usted; pero no importa;enseguida lo arreglaré todo». El doctorsabía que, en este caso, su expresión nopodía servir de nada. Pero la habíaadoptado de una vez para siempre, y nopodía prescindir de ella, lo mismo queun hombre que se pone el frac desde porla mañana y se va a hacer visitas. Sefrotó las manos, con expresión animosay tranquilizadora.

—Traigo mucho frío. La helada

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arrecia. Espere que me caliente un poco—dijo, con un tono tal como si al entraren calor todo se arreglara—. Bueno,¿qué? ¿Cómo está? ¿Cómo ha pasado lanoche?

Iván Ilich notó que el médico teníaganas de decir: «¿Cómo van losasuntillos?»; pero que se daba cuenta deque no se podía hablar de este modo. Lomiró, con expresión interrogadora: «¿Esposible que no llegue el momento en quete avergüences de mentir de estemodo?». Pero el médico no quisoentender esa pregunta. Entonces, IvánIlich dijo:

—Tan horriblemente mal como

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siempre. El dolor no me abandona, nocede. Si al menos me diese usted algo…

—Ustedes, los enfermos, siempreson así. ¡Vaya, parece que ya he entradoen calor! Ni siquiera la metódicaPraskovia Fiodorovna tendría nada queobjetar contra mi temperatura. ¡Vaya!Buenos días —exclamó el doctor,estrechando la mano del enfermo.

Iván Ilich sabía perfectamente quetodo esto no eran más que cosasabsurdas y engaños; pero, cuando eldoctor se puso de rodillas y, aplicándoleel oído sobre el pecho, tan pronto másalto, tan pronto más bajo, adoptó un aireimportantísimo y realizó por encima de

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él una serie de movimientosgimnásticos, se le sometió lo mismo quese sometía a los discursos de losabogados, aun cuando le constaba quementían y conocía las razones de susmentiras.

El doctor estaba aún de rodillassobre el diván, auscultando al enfermocuando se dejó oír el rumor del vestidode seda de Praskovia Fiodorovna y elreproche que le dirigía a Piotr por nohaberle anunciado su llegada.

Entró en el aposento; besó a sumarido e, inmediatamente, empezó ademostrar que hacía mucho rato queestaba levantada y que no había salido a

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recibir al doctor a causa de unatergiversación.

Iván Ilich la contempló de arribaabajo; y le reprochó mentalmente sublancura, su gordura, la pulcritud de susmanos y de su cuello, el brillo de suscabellos y el de sus ojos, rebosantes devida. La odiaba con todas las fuerzas desu alma. El menor contacto suyoprovocaba en él un acceso de odio quelo hacía sufrir.

La actitud de Praskovia Fiodorovnahacia Iván Ilich y hacia su enfermedadera la de siempre. Lo mismo que elmédico había adoptado cierto modo detratar a los enfermos, del que no podía

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prescindir ya, Praskovia Fiodorovnatenía su propia actitud respecto a laenfermedad de su marido; y tampocopodía prescindir de ella. Le reprochabacariñosamente que no cumpliera lasprescripciones del doctor.

—¡Pero si no me obedece! No tomalas medicinas a su debido tiempo y,sobre todo, se acuesta en una posturaque debe serle perjudicial; pone los piesen alto —exclamó.

Y contó que Iván Ilich obligaba aGuerasim a sostenerle las piernas enalto.

El doctor sonrió, con una expresiónafectuosa y despectiva: «¿Qué quiere

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usted que le hagamos? ¡Estos enfermosse inventan cada cosa! Pero se les puedeperdonar».

Cuando terminó el reconocimiento ymiró el reloj, Praskovia Fiodorovnacomunicó a Iván Ilich que, sinpreocuparse de su parecer, habíallamado a un médico eminente, para quecelebrara una consulta con MijailDanilovich (así se llamaba el médico decabecera).

—Te ruego que no te opongas. Lohago por mí —dijo en tono irónico,dando a entender que lo hacía por él yque, por eso mismo, lo privaba delderecho de negarse.

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Iván Ilich guardó silencio; e hizo unamueca. Se daba cuenta de que la mentiraque lo rodeaba iba embrollándose, detal forma, que sería difícil comprenderalgo.

Praskovia Fiodorovna decía quetodo lo que hacía por la enfermedad deIván Ilich era por ella; y así era, enefecto; pero, como si se tratase de unacosa inverosímil, quería que élentendiera lo contrario. A las nueve ymedia llegó el célebre médico y denuevo empezaron las auscultaciones ylas discusiones, tanto en presencia deIván Ilich como en la habitacióncontigua, acerca del riñón y del intestino

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ciego, que no funcionaban como debíany a los que no tardarían en atacar los dosmédicos para obligarlos a corregirse.

El médico célebre se despidió conun aire grave; pero no desesperanzado.A la tímida pregunta de si habíaposibilidad de curación, que le hizo IvánIlich, levantando hacia él sus ojosbrillantes a causa del miedo y de laesperanza, el doctor contestó que nopodía asegurar nada; pero que habíaalguna probabilidad. La mirada, llena deesperanza, con que el enfermoacompañó al doctor había sido tanlastimera que Praskovia Fiodorovnavertió unas lágrimas al salir del

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despacho para entregar los honorarios alcélebre doctor.

No duraron mucho las esperanzasque había infundido el doctor a IvánIlich. De nuevo la misma habitación, lasmismas cortinas, los mismos cuadros, elmismo papel de las paredes, los mismosfrasquitos y el mismo cuerpo doloridoque lo hacía sufrir. Iván Ilich empezó aquejarse: le pusieron una inyección y,poco después, quedó amodorrado.

Cuando se despertó, empezaba aoscurecer. Le trajeron la cena. Haciendograndes esfuerzos tomó el caldo; y denuevo volvió a sentir el mismo dolortenaz.

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A las siete de la tarde, cuandoterminó de comer, entró PraskoviaFiodorovna. Venía vestida para unavelada, con su pecho voluminosoapretado y huellas de polvos en la cara.Ya por la mañana había dicho a IvánIlich que irían al teatro. Había llegadoSarah Bernhardt y habían comprado unpalco a instancias del propio Iván Ilich.Pero, en aquel momento, no recordabaeso; y el vestido de su mujer lo ofendió.Al recordar que él mismo habíainsistido en que tomaran el palco,porque se trataba de una distracciónestética e instructiva para los hijos,ocultó su sentimiento.

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Praskovia Fiodorovna había entradoen la habitación, satisfecha de sí misma;pero como culpable de algo. Se sentó unmomento y preguntó a su marido cómose encontraba. Iván Ilich se dio cuentade que lo hacía tan sólo por preguntar;pero no para enterarse de su estado.Después dijo lo que convenía decir entales casos; que de ninguna manera iríaal teatro, pero que el palco estabatomado ya y que Hélène, su hija yPetrischev (el pretendiente de ésta)querían ir, y que no podía dejarlosmarchar solos. Ella prefería quedarsecon él. ¡Con tal que cumpliera lasprescripciones del médico en su

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ausencia!—¡Ah, sí! Fiodor Petrovich (el

novio) quería entrar a verte. ¿Puede? YLiza también.

—Que entren.Liza venía muy peripuesta: su

vestido dejaba al descubierto parte desu joven cuerpo, poniéndolo enevidencia. En cambio, a Iván Ilich lohacía sufrir mucho el suyo. Liza erajoven, fuerte, estaba visiblementeenamorada y renegaba de la enfermedad,del sufrimiento y de la muerte queimpedían su dicha.

Fiodor Petrovich estaba rizado a loCapoul, llevaba frac, un cuello blanco

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en tomo a su largo cuello musculoso, unenorme plastrón, y un pantalón negro,estrecho, que moldeaba sus muslos, ysostenía la chistera con una de susmanos, enfundada en guante blanco.

Tras de él se deslizó,imperceptiblemente, el hijo de IvánIlich, con su uniforme nuevo y losguantes puestos. Tenía grandes ojeras,cuyo motivo sabía Iván Ilich. Siempre ledaba pena su hijo. Lo afligía ver sumirada asustada y llena de simpatía.Creía que, exceptuando a Guerasim, elúnico que lo entendía y compadecía eraél.

Todos tomaron asiento y preguntaron

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al enfermo cómo se encontraba. Despuésreinó el silencio. Liza preguntó a sumadre dónde estaban los gemelos. Y seprodujo una discusión entre la madre yla hija. No se sabía quién los habíaperdido. Aquello resultabadesagradable.

Fiodor Petrovich preguntó a IvánIlich si había visto trabajar a SarahBernhardt. Al principio, éste nocomprendió la pregunta; pero luego dijo:

—No. Y usted ¿la ha visto ya?—Sí, en Adrienne Lecouvreur.Praskovia Fiodorovna opinaba que

Sarah Bemhardt trabajabaparticularmente bien en una obra

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determinada. Su hija no se mostró deacuerdo. Se inició una conversaciónacerca de la elegancia y el realismo dela actuación de la actriz; y fue comosiempre en tales casos.

En medio de la conversación, FiodorPetrovich miró a Iván Ilich y guardósilencio. Los demás lo miraron también,e hicieron lo mismo. El enfermopermanecía con sus ojos brillantes fijosante sí; sin duda se sentía indignadocontra ellos. Era preciso borrar aquellaimpresión; pero no había manera dehacerlo. Era preciso romper el silenciode algún modo. Nadie se atrevía aromperlo; lodos temían que se

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destruyera aquella mentira convencionaly que la realidad se tomara evidente.Liza fue la primera en decidirse.Interrumpió el silencio. Queríadisimular el sentimiento queexperimentaban todos; pero se traicionó.

—Si hemos de ir, ya es hora —dijo,después de consultar el reloj, regalo desu padre.

Y sonrió, imperceptiblemente,mirando al joven Fiodor Piotr, como sise refiriese a algo que sólo ellos dossabían. Tras de esto, se levantó,produciendo rumor con su vestido.

Todos se pusieron en pie y sedespidieron del enfermo.

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Al quedarse solo, Iván Ilich creyóque se sentía mejor: había desaparecidola mentira; se la habían llevado, pero eldolor quedaba con él. Siempre el mismodolor, siempre el mismo miedo; nada loaminoraba… Cada vez se sentía peor.

De nuevo corrieron los minutos y lashoras, unos tras otras. Siempre estaba lomismo; pero al fin, ese fin inevitable,que cada vez parecía más horroroso, nollegaba.

—Sí; que venga Guerasim —contestó Iván Ilich a la pregunta dePiotr.

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IX

Praskovia Fiodorovna volvió tarde.Aunque entró de puntillas, Iván Ilich laoyó. Abrió los ojos y volvió a cerrarlos,precipitadamente. Praskovia Fiodorovnatuvo la intención de despedir aGuerasim y de quedarse con su marido.Éste abrió los ojos para decirle:

—No; vete.—¿Sufres mucho?—Es igual.—Toma opio.Iván Ilich accedió y tomó unas gotas.

Praskovia Fiodorovna se fue.Aproximadamente hasta las tres,

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Iván Ilich permaneció en un sopor que loatormentaba. Le parecía que lointroducían con su dolor en un saconegro, estrecho y profundo, y que loempujaban constantemente, sin quellegara al otro extremo. Y aquelproceso, horrible para él, se realizabacon sufrimiento. Iván Ilich tenía miedo;deseaba meterse en el fondo del saco,luchaba y ayudaba al mismo tiempo. Depronto, se desprendió y, al caer, volvióen sí. Como siempre, Guerasimdormitaba tranquilamente sentado a lospies de la cama. Iván Ilich estabaacostado, con sus delgados piesenfundados en unos calcetines, apoyados

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en los hombros del criado. La mismavela, con su pantalla, y el mismo dolorincesante.

—Vete, Guerasim —susurró IvánIlich.

—Me quedaré otro ratito.—No, no; vete.Iván Ilich quitó los pies de los

hombros de Guerasim, se acostó delado, apoyando la cabeza en una mano yse apiadó de sí mismo. Esperó a que elcriado se retirase a la habitacióncontigua y ya no se contuvo más; sedeshizo en lágrimas, lo mismo que unacriatura. Lloró a causa de su impotencia,a causa de su terrible soledad, a causa

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de la crueldad de los humanos, de la deDios, así como de su ausencia.

«¿Para qué has hecho todo esto?¿Para qué me has traído a este mundo?¿Por qué razón me atormentas de estemodo tan terrible…?».

No esperaba ninguna respuesta; ylloraba porque no la había. De nuevosintió el dolor; pero no se movió nillamó a nadie. Se dijo: «¡Castígamemás! Pero ¿por qué? ¿Qué te he hecho?».

Al cabo de un rato se apaciguó y nosólo dejó de llorar, sino hasta derespirar y se tornó todo atención, Eracomo si escuchase la voz del alma —noesa otra voz que hablaba por medio de

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sonidos— y la marcha de lospensamientos que se producían en él.

«¿Qué necesitas? —fue el primerconcepto que oyó que se podía expresarpor medio de palabras—. ¿Quénecesitas? ¿Qué necesitas?», se repitió.«¿Qué? No sufrir. Vivir», contestó.

Y se entregó de nuevo a unaatención, tan reconcentrada, que nisiquiera lo distrajo el dolor.

«¿Vivir? ¿Cómo?», preguntó la vozdel alma.

«Sí, vivir. Vivir como he vividoantes, vivir bien y agradablemente».

«¿Cómo viviste antes bien yagradablemente?», exclamó la voz. E

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Iván Ilich empezó a analizarmentalmente los mejores momentos desu vida agradable. Pero cosa rara: todoslos mejores momentos de su vida leparecieron completamente distintos delo que le parecían antaño. Todos,exceptuando los primeros recuerdos desu niñez. En su infancia había algorealmente agradable, con lo que sepodría vivir si volviera. Pero el hombreque había experimentado aquellasensación agradable no existía ya:aquello era como el recuerdo de algúnotro.

En cuanto empezaba la época quehabía dado por resultado a Iván Ilich tal

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y como era ahora, todas las alegrías deantaño se disipaban ante sus ojos,convirtiéndose en algo insignificante y amenudo en algo vil.

Cuanto más se alejaba de suinfancia, cuanto más cerca estaba delpresente, tanto más insignificantes ydudosas se le antojaban las alegrías.Aquello empezaba en la Escuela deJurisprudencia. Allí había habido aúnalgo verdaderamente bueno: allí habíaalegría, amistad, esperanzas. En lasclases superiores, habían sido ya menosfrecuentes esos buenos momentos.Después, durante la época de su primercargo, habían surgido de nuevo

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momentos gratos: eran los momentos desu amor hacia una mujer. Luego, todo seconfundía en sus recuerdos; y cada vezencontraba menos cosas buenas. Másadelante, aun menos, cada vez menos…

¡Su matrimonio… tan imprevisto, yla desilusión, el mal aliento de su mujer,el sentimentalismo y la afectación! Yaquel trabajo muerto, aquellaspreocupaciones pecuniarias por espaciode uno, dos, diez, veinte años…¡Siempre lo mismo! Y cuanto másavanzaba, tanto más muerto era todoaquello. Era como si descendiera,uniformemente, de una montaña,imaginándose que subía. Así había sido.

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Según subía a la montaña ante los ojosdel mundo, la vida huía de él… ¡Y heaquí que todo estaba consumado, yapodía morir!

¿Qué significaba aquello? No podíaser. No podía ser que la vida fuese tanabsurda, tan miserable. Y si, en efecto,era tan miserable y absurda, ¿por quéhabía que morir y morir sufriendo? Algono estaba claro.

«¿Tal vez no haya vivido comodebía?», se preguntaba, de pronto.«Pero, esto no es posible, porquesiempre he hecho lo que debía hacer»,se decía; e inmediatamente apartaba laúnica solución del misterio de la vida y

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de la muerte, como algo totalmenteimposible.

«¿Qué es lo que quieres ahora?¿Vivir? ¿Cómo? Vivir como vivías en elTribunal, cuando el ujier anunciaba:“Comienza el proceso”. “Comienza elproceso”, comienza el proceso», repetíaIván Ilich. «Pero si no soy culpable»,gritó con ira. «¿Por qué?». Iván Ilich sevolvió cara a la pared; y empezó apensar en una sola cosa: por qué y paraqué existía todo ese horror.

Pero, por más que meditó, no hallórespuesta. Y cuando le acudía la idea deque no había vivido como es debido,inmediatamente recordaba la

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regularidad de su existencia; y apartabaesa extraña idea.

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X

Transcurrieron otras dos semanas. IvánIlich no abandonaba ya el diván. Legustaba más que estar en la cama. Casitodo el tiempo permanecía vuelto decara a la pared: sufría asaltado por unostormentos inexplicables y meditabasobre aquel problema insoluble. ¿Quéera aquello? ¿Era posible que, en efecto,fuese la muerte? Y una voz interior lerespondía: «Sí, así es». ¿Qué objetotenían esos tormentos? La voz le decía:«Ninguno». Más allá, no había nada,excepto esto.

Desde el principio de su

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enfermedad, desde su primera visita almédico, la vida de Iván Ilich se habíadividido en dos estados de ánimocontrarios, que se sustituían mutuamente;tan pronto era la desesperación y laespera de la muerte, terrible eincomprensible; tan pronto la esperanzay la observación de sus funcionesfisiológicas. Ora tenía ante sus ojos unriñón o un intestino, que se habíanapartado momentáneamente de susfunciones; ora, la muerte, terrible eincomprensible, de la que no habíamodo de librarse.

Esos dos estados de ánimo sesustituían mutuamente, desde el mismo

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principio de su enfermedad; pero cuandomás avanzaba ésta, la idea del riñón setornaba más dudosa y más fantástica ymás real la conciencia de laaproximación de la muerte.

Le bastaba recordar lo que habíasido tres meses atrás y lo que era en elmomento actual; le bastaba recordarcuán uniformemente había descendidode la montaña, para que se destruyesetoda posibilidad de esperanzas.

Durante los últimos tiempos de lasoledad en que se encontraba, tendido enel sofá, cara a la pared, de aquellasoledad en una población de tantoshabitantes, en medio de sus numerosos

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conocidos y de su propia familia —deaquella soledad que no podía ser mayoren ninguna parte, ni en el fondo del mar,ni bajo la tierra—, Iván Ilich vivíasolamente por medio de larepresentación del pasado. Las imágenesdel pasado se sucedían. Empezabansiempre por cosas recientes e ibanalejándose, hasta llegar a la infancia,donde se detenían. Iván Ilich recordabala compota de ciruelas pasas que lehabían ofrecido aquel mismo día, y susrecuerdos se transportaban a las ciruelaspasas crudas, aquellas ciruelasarrugaditas de su infancia, su sabor tanpeculiar y cómo se le hacía la boca agua

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cuando llegaban al hueso. Junto con eserecuerdo, surgía una serie de otros de lamisma época: su nia-nia, su hermano,sus juguetes… «No debo pensar eneso… es demasiado doloroso», sedecía; y se trasladaba de nuevo alpresente, a un botón del respaldo delsofá, a las arrugas del cordobán. «Estecordobán es caro y nada fuerte. Hemostenido una discusión respecto a él. Perohubo otro cordobán y otra discusióncuando rompimos la cartera de nuestropadre y nos castigaron y, después, mamános trajo pasteles». Sus pensamientosvolvían a detenerse en la infancia; y otravez Iván Ilich sufría y trataba de

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apartarlos y pensar en otra cosa.Junto con ese proceso de

pensamientos, se elevaba en su almaotro proceso acerca de la manera en quese agravaba y desarrollaba suenfermedad. A medida que retrocedía,había más vida y era mejor. Una cosa seconfundía con la otra. «Según van enaumento los sufrimientos, la vidaempeora», se decía. Había un puntoluminoso allí, en el principio de suexistencia; pero luego todo se volvíacada vez más negro y cada vez másrápido. «Es inversamente proporcional alos cuadrados de la distancia de lamuerte», pensaba Iván Ilich. La imagen

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de la piedra que cae, aumentando suvelocidad, invadía su alma. La vida esuna serie de sufrimientos progresivos;vuela cada vez más rápidamente hacia elfinal, hacia un dolor más terrible.«Vuelo…». Iván Ilich se estremeció,hizo un movimiento, quiso oponerse.Pero sabía que ya no podía hacerlo; y denuevo contempló, con sus ojos cansadosde mirar ante sí, pero incapaces de dejarde hacerlo, el respaldo del sofá. Yesperó, esperó esa terrible caída, elchoque y la destrucción. «Nooponerme», se dijo. «Si al menos,pudiera comprender el porqué. Perotampoco es posible. Esto podría

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explicarse si dijera que no he vividocomo debía. Pero es imposiblereconocer esto», se dijo, recordando lalegalidad, la regularidad y laconveniencia de su vida. «No puedoadmitir esto», repitió, sonriendo sólocon los labios, como si alguien pudiesever su sonrisa y ser engañado por ella.«No hay explicación. Sufrimientos…,muerte… ¿Por qué?».

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XI

Así transcurrieron dos semanas. Enaquel lapso ocurrió el acontecimientotan deseado por Iván Ilich y por sumujer: Petrischev pidió la mano de Liza.Fue por la noche. AI día siguiente,Praskovia Fiodorovna entró en el cuartode su marido, pensando cómo anunciaríala petición de Fiodor Petrovich; peroaquella misma noche Iván Ilich se habíaagravado. Praskovia Fiodorovna loencontró en el mismo sofá y en la mismapostura de siempre. Estaba tendido deespaldas, gimiendo y mirando ante sí,con los ojos fijos en un punto.

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Praskovia Fiodorovna empezó ahablarle de los medicamentos. Iván Ilichla miró. Era tal el odio que expresabaesa mirada, que Praskovia Fiodorovnano pudo acabar la frase empezada.

—¡Por amor de Dios, déjame morirtranquilo! —exclamó Iván Ilich.

Praskovia Fiodorovna se disponía asalir de la estancia en el momento enque entraba Liza, para dar los buenosdías al enfermo. Éste miró a su hija conla misma expresión que había mirado asu mujer; y, a las preguntas respecto desu salud, respondió, secamente, que notardaría en librarlas de su presencia. Lasdos mujeres guardaron silencio; y,

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después de permanecer un ratitosentadas, abandonaron la habitación.

—¿Qué culpa tenemos? —exclamóLiza, dirigiéndose a su madre—. ¡Comosi lo hubiésemos hecho nosotras! Me dalástima de papá; pero ¿por qué nosatormenta?

El doctor llegó a la hora decostumbre. Iván Ilich contestó a suspreguntas, diciendo «sí», «no», sin dejarde mirarlo con expresión iracunda; y,finalmente, añadió:

—Ya sabe usted que nada mealiviará; así, pues, déjeme.

—Podemos aminorar sussufrimientos —replicó el doctor.

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—Tampoco pueden ustedes hacerlo;déjeme.

El médico entró en el salón paracomunicar a Praskovia Fiodorovna quesu marido estaba muy grave y que elúnico medio para aliviar sus dolores,que debían de ser atroces, era el opio.

Opinaba que eran terribles lossufrimientos físicos de Iván Ilich; y teníarazón. Pero los morales —su principaltormento— constituían un martiriomucho más grande.

Aquella noche, mientras habíacontemplado el bondadoso rostro, depómulos salientes, de Guerasim, quedormitaba, de pronto se le ocurrió la

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siguiente idea: «¿Y si, en efecto, mivida, mi vida consciente no ha sidocomo debía ser?».

Se le ocurrió que podía ser verdadlo que antes se le presentara como algototalmente imposible, es decir: que nohabía vivido como debía. Pensó que losintentos imperceptibles que había hechopara luchar contra lo que los hombres deelevada posición consideran bueno,intentos que acto seguido rechazaba,podían ser los verdaderos, y que todo lodemás no era lo que debía ser. Sucarrera, su modo de vivir, su familia yaquellos intereses de la sociedad y delservicio, todo podía haber sido distinto

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de lo que debía ser. Trató de defendertodo aquello ante sí mismo.Súbitamente, se dio cuenta de lainconsistencia de lo que defendía; y yano quedó nada por defender.

«Si abandono esta vida con laconciencia de que he malgastado todo loque se me ha dado y de que no se puederemediar, entonces ¿qué queda?», sedijo. Se tendió de espaldas y empezó aanalizar toda su vida, desde un nuevopunto de vista. Por la mañana, cuandovio al criado y luego a PraskoviaFiodorovna, a su hija y al doctor, tantosus gestos como sus palabras leconfirmaron la terrible verdad que se le

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había revelado aquella noche. Se veíareflejado en ellos, veía en ellos supropia vida y le era evidente que todoaquello había sido equivocado, que setrataba de un enorme engaño, que velabatanto la vida como la muerte. Estasensación aumentó, decuplicando sussufrimientos físicos. Iván Ilich gemía, seagitaba y se arrancaba la ropa. Leparecía que lo ahogaba; y, por esemotivo, sentía odio hacia los suyos.

Le administraron una fuerte dosis deopio que lo sumió en un sopor; pero, a lahora de comer, aquello volvió aempezar.

Iván Ilich rechazaba a todo el mundo

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y se debatía.Praskovia Fiodorovna entró en la

habitación y le dijo:—Jean, querido, hazlo por mí (¿por

mí?). Esto no puede perjudicarte y, amenudo, alivia. No indica nada; amenudo, incluso las personas sanas…

El enfermo abrió desmesuradamentelos ojos.

—¿Qué? ¿Comulgar? ¿Para qué? Noes preciso. Aunque…

Praskovia Fiodorovna se echó allorar.

—Sí, hazlo, querido. Llamaré anuestro sacerdote. ¡Es tan simpático…!

—Muy bien, perfectamente —

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pronunció Iván Ilich.Cuando llegó el sacerdote y confesó

a Iván Ilich, éste se dulcificó, creyósentirse aliviado respecto de sus dudasy, por consiguiente, de sus sufrimientos.Lo invadió una esperanza pasajera. Denuevo empezó a pensar en el intestinociego y en la posibilidad de que se lecurara. Comulgó con lágrimas en losojos.

Una vez que lo hubieron acostado,después de la comunión, por unmomento se encontró bien; y de nuevorenació la esperanza de vivir. Meditósobre la operación que le habíanpropuesto. «Vivir, quiero vivir», se

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decía. Su mujer vino a felicitarlo.Pronunció las palabras de rigor,añadiendo:

—¿Verdad que te encuentras mejor?Sin mirarla, Iván Ilich murmuró:—Sí.El traje de su mujer, su constitución,

la expresión de su rostro y el sonido desu voz, todo le expresaba lo mismo. «Noes esto. Todo lo que ha constituido yconstituye tu vida, es mentira y engaño.Te oculta la vida y la muerte». En cuantole acudió esta idea, el odio se despertóen él; y a la vez volvieron los terriblessufrimientos físicos y la conciencia desu muerte, próxima e inevitable. Se

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produjo algo nuevo en él: sintióretortijones y punzadas; y algo leoprimió el pecho.

Era terrible su expresión en elmomento en que había dicho «sí».Después de pronunciar esta palabra, sevolvió boca abajo, con una rapidezimpropia, dada su debilidad, y gritó:

—¡Váyanse, váyanse! ¡Déjenme!

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XII

A partir de aquel momento, Iván Ilichempezó a gritar —cosa que duró tresdías sin interrupción—; y sus gritos erantan terribles, que producían espanto, aunoyéndolos a través de dos puertascerradas. En el momento en querespondía a su mujer, habíacomprendido que estaba perdido, que nohabía salvación, que le había llegado elfin, el verdadero fin; y que la duda, queno se había resuelto, quedaría sinresolver.

—¡No quiero! —gritó; y continuóarrastrando la última vocal, con distintas

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entonaciones.Durante aquellos tres días, en los

que perdió la noción del tiempo, luchódentro de aquel saco negro al que loempujaba una fuerza desconocida einvencible. Luchaba como lucha enmanos del verdugo un condenado amuerte que sabe que no se ha de salvar.Y se daba cuenta de que, a pesar de losesfuerzos que hacía, se acercaba cadavez más a lo que tanto lo horrorizaba.Comprendía que sus sufrimientos sedebían tanto al hecho de introducirse enaquel saco negro como a laimposibilidad de hacerlo. Lo que leimpedía entrar allí era la conciencia de

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que su vida había sido buena. Esajustificación hacía que se enganchara,impidiéndole pasar adelante; y era loque más lo hacía sufrir.

De repente, una fuerza invisible ledio un empujón en el pecho y en elcostado, y le fue aún más difícilrespirar. Se hundió en el saco, en cuyofondo apareció una luz. Le ocurrió loque solía ocurrirle cuando iba en el tren;se figuraba que iba hacia adelante,cuando en realidad retrocedía; y, depronto, se enteraba de la verdaderadirección.

«En efecto, todo esto no ha sido loque debía ser —se dijo—. Aunque no

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importa, puede hacerse aquello. Pero¿qué es?». Repentinamente, se calmó.

Esto sucedió al final del tercer día,una hora antes de su muerte. Acababa deentrar su hijo, acercándose de puntillasal lecho. El moribundo gritaba, agitandolos brazos. Una de sus manos tropezócon la cabeza del muchacho, que la asió;y, llevándosela a los labios, se echó allorar. En aquel preciso instante eracuando Iván Ilich se hundía en aquellaprofundidad, veía aquella luz y se lerevelaba que su vida no había sido loque debía ser, pero que aún podíaarreglarla. Se preguntó: «¿Qué esaquello?». Y guardó silencio, para

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prestar atención. Sintió que alguien lebesaba la mano. Abrió los ojos y vio asu hijo. Se apiadó de él. Su mujer seacercó. Iván Ilich la miró. Tenía la bocaabierta y huellas de lágrimas en unamejilla y en la nariz. Miraba a su maridocon expresión desesperada. También secompadeció de ella.

«Los hago sufrir —pensó—. Les dapena de mí; pero estarán mejor cuandomuera». Iván Ilich quiso decir esto; perono tuvo fuerzas. «Por otra parte, ¿paraqué decirlo? Debo hacerlo», pensó. Conuna mirada llamó la atención dePraskovia Fiodorovna sobre su hijo ypronunció.

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—¡Llévatelo…! Me da pena… y deti también —quiso añadir «perdón»;pero dijo otra palabra; y, sin fuerzaspara corregirse, hizo un gesto con lamano, pues le constaba que lo entenderíaquien debiera entenderlo.

De pronto, le fue evidente que elproblema que lo atormentaba, se habíaresuelto súbitamente. «Me da pena deellos. Es preciso hacer que no sufran.Liberarlos y liberarme yo mismo deesos sufrimientos. ¡Qué bien y quésencillo! ¿Y el dolor?», se preguntó.«¿Qué hago con él? ¿Dónde estás,dolor?».

Prestó atención.

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«Ah, sí, aquí está. Bueno, que siga.¿Y la muerte? ¿Dónde está?».

Buscó su antiguo terror a la muerte,sin hallarlo. ¿Dónde estaba? ¿Qué era lamuerte? No sentía terror alguno porquela muerte no existía.

En lugar de la muerte, había luz.—¡Ah! ¡Es esto! —exclamó, de

pronto, en voz alta—. ¡Qué alegría!Para él todo esto sucedió en un

instante. Y su significado ya no podíavariar. En cambio, para los presentes, suagonía duró aún dos horas. En su pechobullía algo y su cuerpo extenuado seestremecía. Luego, los ruidos de supecho y los estertores se volvieron

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menos frecuentes.—Ha terminado —dijo alguien.Iván Ilich oyó estas palabras y las

repitió en el fondo de su alma. «Haterminado la muerte. Ya no existe».

Aspiró una bocanada de aire, sedetuvo a la mitad de la aspiración; seestiró y murió.

26 de marzo de 1886

En Obras selectas, Colección Grandes Clásicos, tomo III

México, Aguilar, 1991.Traducción de Irene y Laura Andresco.

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M

Algunos aspectos delcuento (1962-1963)

Julio Cortázar

e encuentro hoy ante ustedes enuna situación bastante

paradójica. Un cuentista argentino sedispone a cambiar ideas acerca delcuento sin que sus oyentes y susinterlocutores, salvo algunasexcepciones, conozcan nada de su obra.

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El aislamiento cultural que sigueperjudicando a nuestros países, sumadoa la injusta incomunicación a que se vesometida Cuba en la actualidad, handeterminado que mis libros, que son yaunos cuantos, no hayan llegado más quepor excepción a manos de lectores tandispuestos y tan entusiastas comoustedes. Lo malo de esto no es tanto queustedes no hayan tenido oportunidad dejuzgar mis cuentos, sino que yo mesiento un poco como un fantasma queviene a hablarles sin esa relativatranquilidad que da siempre el saberseprecedido por la labor cumplida a lolargo de los años. Y esto de sentirme

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como un fantasma debe ser yaperceptible en mí, porque hace unos díasuna señora argentina me aseguró en elhotel Riviera que yo no era JulioCortázar, y ante mi estupefacción agregóque el auténtico Julio Cortázar es unseñor de cabellos blancos, muy amigode un pariente suyo, y que no se hamovido nunca de Buenos Aires. Comoyo hace doce años que resido en París,comprenderán ustedes que mi calidadespectral se ha intensificadonotablemente después de estarevelación. Si de golpe desaparezco enmitad de una frase, no me sorprenderédemasiado; y a lo mejor salimos todos

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ganando.Se afirma que el deseo más ardiente

de un fantasma es recobrar por lo menosun asomo de corporeidad, algo tangibleque lo devuelva por un momento a suvida de carne y hueso. Para lograr unpoco de tangibilidad ante ustedes, voy adecir en pocas palabras cuál es ladirección y el sentido de mis cuentos.No lo hago por mero placer informativo,porque ninguna reseña teórica puedesustituir la obra en sí; mis razones sonmás importantes que ésa. Puesto que voya ocuparme de algunos aspectos delcuento como género literario, y esposible que algunas de mis ideas

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sorprendan o choquen a quienes lasescuchen, me parece de una elementalhonradez definir el tipo de narración queme interesa, señalando mi especialmanera de entender el mundo. Casitodos los cuentos que he escritopertenecen al género llamado fantásticopor falta de mejor nombre, y se oponen aese falso realismo que consiste en creerque todas las cosas pueden describirse yexplicarse como lo daba por sentado eloptimismo filosófico y científico del siglo XVIII, es decir, dentro de un mundoregido más o menos armoniosamente porun sistema de leyes, de principios, derelaciones de causa a efecto, de

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psicologías definidas, de geografíasbien cartografiadas. En mi caso, lasospecha de otro orden más secreto ymenos comunicable, y el fecundodescubrimiento de Alfred Jarry, paraquien el verdadero estudio de larealidad no residía en las leyes sino enlas excepciones a esas leyes, han sidoalgunos de los principios orientadoresde mi búsqueda personal de unaliteratura al margen de todo realismodemasiado ingenuo. Por eso, si en lasideas que siguen encuentran ustedes unapredilección por todo lo que en elcuento es excepcional, trátese de lostemas o incluso de las formas

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expresivas, creo que esta presentaciónde mi propia manera de entender elmundo explicará mi toma de posición ymi enfoque del problema. En últimoextremo podrá decirse que sólo hehablado del cuento tal y como yo lopractico. Y sin embargo no creo que seaasí. Tengo la certidumbre de que existenciertas constantes, ciertos valores que seaplican a todos los cuentos, fantásticos orealistas, dramáticos o humorísticos. Ypienso que tal vez sea posible mostraraquí esos elementos invariables que dana un buen cuento su atmósfera peculiar ysu calidad de obra de arte.

La oportunidad de cambiar ideas

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acerca del cuento me interesa pordiversas razones. Vivo en un país —Francia— donde este género tiene pocavigencia, aunque en los últimos años senota entre escritores y lectores un interéscreciente por esa forma de expresión.De todos modos, mientras los críticossiguen acumulando teorías ymanteniendo enconadas polémicasacerca de la novela, casi nadie seinteresa por la problemática del cuento.Vivir como cuentista en un país dondeesta forma expresiva es un producto casiexótico, obliga forzosamente a buscar enotras literaturas el alimento que allífalta. Poco a poco, en sus textos

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originales o mediante traducciones, unova acumulando casi rencorosamente unaenorme cantidad de cuentos del pasado ydel presente, y llega el día en que puedehacer un balance, intentar unaaproximación valorativa a ese género detan difícil definición, tan huidizo en susmúltiples y antagónicos aspectos, y enúltima instancia tan secreto y replegadoen sí mismo, caracol del lenguaje,hermano misterioso de la poesía en otradimen-sión del tiempo literario.

Pero además de ese alto en elcamino que todo escritor debe hacer enalgún momento de su labor, hablar delcuento tiene un interés especial para

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nosotros, puesto que casi todos lospaíses americanos de lengua española leestán dando al cuento una importanciaexcepcional, que jamás había tenido enotros países latinos como Francia oEspaña. Entre nosotros, como es naturalen las literaturas jóvenes, la creaciónespontánea precede casi siempre alexamen critico, y está bien que así sea.Nadie puede pretender que los cuentossólo deban escribirse luego de conocersus leyes. En primer lugar, no hay talesleyes; a lo sumo cabe hablar de puntosde vista, de ciertas constantes que danuna estructura a ese género tan pocoencasillable; en segundo lugar, los

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teóricos y los críticos no tienen por quéser los cuentistas mismos, y es naturalque aquéllos sólo entren en escenacuando exista ya un acervo, un acopio deliteratura que permita indagar yesclarecer su desarrollo y suscualidades. En América, tanto en Cubacomo en México o Chile o Argentina,una gran cantidad de cuentistas trabajadesde comienzos del siglo, sinconocerse mucho entre sí,descubriéndose a veces de manera casipostuma. Frente a ese panorama sincoherencia suficiente, en el que pocosconocen a fondo la labor de los demás,creo que es útil hablar del cuento por

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encima de las particularidadesnacionales e internacionales, porque esun género que entre nosotros tiene unaimportancia y una vitalidad que crecende día en día. Alguna vez se harán lasantologías definitivas —como las hacenlos países anglosajones, por ejemplo—y se sabrá hasta dónde hemos sidocapaces de llegar. Por el momento nome parece inútil hablar del cuento enabstracto, como género literario. Si noshacemos una idea convincente de esaforma de expresión literaria, ella podrácontribuir a establecer una escala devalores para esa antología ideal que estápor hacerse. Hay demasiada confusión,

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demasiados malentendidos en esteterreno. Mientras los cuentistas siguenadelante en su tarea, ya es tiempo dehablar de esa tarea en sí misma, almargen de las personas y de lasnacionalidades. Es preciso llegar a teneruna idea viva de lo que es el cuento, yeso es siempre difícil en la medida enque las ideas tienden a lo abstracto, adesvitalizar su contenido, mientras que asu vez la vida rechaza angustiada eselazo que quiere echarle la conceptuaciónpara fijarla y categorizarla. Pero si notenemos una idea viva de lo que es elcuento habremos perdido el tiempo,porque un cuento, en última instancia, se

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mueve en ese plano del hombre donde lavida y la expresión escrita de esa vidalibran una batalla fraternal, si se mepermite el término; y el resultado de esabatalla es el cuento mismo, una síntesisviviente a la vez que una vidasintetizada, algo así como un temblor deagua dentro de un cristal, una fugacidaden una permanencia. Sólo con imágenesse puede transmitir esa alquimia secretaque explica la profunda resonancia queun gran cuento tiene en nosotros, y queexplica también por qué hay muy pocoscuentos verdaderamente grandes.

Para entender el carácter peculiardel cuento se le suele comparar con la

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novela, género mucho más popular ysobre el cual abundan las preceptivas.Se señala, por ejemplo, que la novela sedesarrolla en el papel, y por lo tanto enel tiempo de lectura, sin otros límitesque el agotamiento de la materianovelada; por su parte, el cuento partede la noción de límite, y en primertérmino de límite físico, al punto que enFrancia, cuando un cuento excede de lasveinte páginas, toma ya el nombre denouvelle, género a caballo entre elcuento y la novela propiamente dicha.En ese sentido, la novela y el cuento sedejan comparar analógicamente con elcine y la fotografía, en la medida en que

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una película es en principio un «ordenabierto», novelesco, mientras que unafotografía lograda presupone una ceñidalimitación previa, impuesta en parte porel reducido campo que abar ca lacámara y por la forma en que elfotógrafo utiliza estéticamente esalimitación. No sé si ustedes han oídohablar de su arte a un fotógrafoprofesional; a mí siempre me hasorprendido el que se exprese tal comopodría hacerlo un cuentista en muchosaspectos. Fotógrafos de la calidad de unCartier-Bresson o de un Brassaï definensu arte como una aparente paradoja: lade recortar un fragmento de la realidad,

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fijándole determinados límites, pero demanera tal que ese recorte actúe comouna explosión que abre de par en par unarealidad mucho más amplia, como unavisión dinámica que trasciendeespiritualmente el campo abarcado porla cámara. Mientras en el cine, como enla novela, la captación de esa realidadmás amplia y multiforme se logramediante el desarrollo de elementosparciales, acumulativos, que noexcluyen, por supuesto, una síntesis quedé el «clímax» de la obra, en unafotografía o un cuento de gran calidad seprocede inversamente, es decir que elfotógrafo o el cuentista se ven

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precisados a escoger y limitar unaimagen o un acaecimiento que seansignificativos, que no solamente valganpor sí mismos sino que sean capaces deactuar en el espectador o en el lectorcomo una especie de apertura, defermento que proyecta la inteligencia yla sensibilidad hacia algo que va muchomás allá de la anécdota visual o literariacontenidas en la foto o en el cuento. Unescritor argentino, muy amigo del boxeo,me decía que en ese combate que seentabla entre un texto apasionante y sulector, la novela gana siempre porpuntos, mientras que el cuento debeganar por knock out. Es cierto, en la

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medida en que la novela acumulaprogresivamente sus efectos en el lector,mientras que un buen cuento es incisivo,mordiente, sin cuartel desde lasprimeras frases. No se entienda estodemasiado literalmente, porque el buencuentista es un boxeador muy astuto, ymuchos de sus golpes iniciales puedenparecer poco eficaces cuando, enrealidad, están minando ya lasresistencias más sólidas del adversario.Tomen ustedes cualquier gran cuentoque prefieran, y analicen su primerapágina. Me sorprendería queencontraran elementos gratuitos,meramente decorativos. El cuentista

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sabe que no puede procederacumulativamente, que no tiene poraliado al tiempo; su único recurso estrabajar en profundidad, verticalmente,sea hacia arriba o hacia abajo delespacio literario. Y esto, que asíexpresado parece una metáfora, expresasin embargo lo esencial del método. Eltiempo del cuento y el espacio delcuento tienen que estar comocondensados, sometidos a una altapresión espiritual y formal paraprovocar esa «apertura» a que merefería antes. Basta preguntarse por quéun determinado cuento es malo. No esmalo por el tema, porque en literatura no

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hay temas buenos ni temas malos, haysolamente un buen o un mal tratamientodel tema. Tampoco es malo porque lospersonajes carezcan de interés, ya quehasta una piedra es interesante cuandode ella se ocupan un Henry James o unFranz Kafka. Un cuento es malo cuandose le escribe sin esa tensión que debemanifestarse desde las primeraspalabras o las primeras escenas. Y asípodemos adelantar ya que las nocionesde significación, de intensidad y detensión han de permitirnos, como severá, acercarnos mejor a la estructuramisma del cuento.

Decíamos que el cuentista trabaja

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con un material que calificamos designificativo. El elemento significativodel cuento parecería residirprincipalmente en su tema, en el hechode escoger un acaecimiento real ofingido que posea esa misteriosapropiedad de irradiar algo más allá desí mismo, al punto que un vulgarepisodio doméstico, como ocurre entantos admirables relatos de unaKatherine Mansfield o de un SherwoodAnderson, se convierta en el resumenimplacable de una cierta condiciónhumana, o en el símbolo quemante de unorden social o histórico. Un cuento essignificativo cuando quiebra sus propios

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límites con esa explosión de energíaespiritual que ilumina bruscamente algoque va mucho más allá de la pequeña y aveces miserable anécdota que cuenta.Pienso, por ejemplo, en el tema de lamayoría de los admirables relatos deAntón Chéjov. ¿Qué hay allí que no seatristemente cotidiano, mediocre, muchasveces conformista o inútilmenterebelde? Lo que se cuenta en esosrelatos es casi lo que de niños, en lasaburridas tertulias que debíamoscompartir con los mayores,escuchábamos contar a los abuelos o alas tías; la pequeña, insignificantecrónica familiar de ambiciones

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frustradas, de modestos dramas locales,de angustias a la medida de una sala, deun piano, de un té con dulces. Y sinembargo, los cuentos de KatherineMansfield, de Chéjov, sonsignificativos, algo estalla en ellosmientras los leemos y nos propone unaespecie de ruptura de lo cotidiano queva mucho más allá de la anécdotareseñada. Ustedes se han dado ya cuentade que esa significación misteriosa noreside solamente en el tema del cuento,porque en verdad la mayoría de losmalos cuentos que todos hemos leídocontienen episodios similares a los quetratan los autores nombrados. La idea de

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significación no puede tener sentido sino la relacionamos con las de intensidady de tensión, que ya no se refierensolamente al tema sino al tratamientoliterario de ese tema, a la técnicaempleada para desarrollar el tema. Y esaquí donde, bruscamente, se produce eldeslinde entre el buen y el mal cuentista.Por eso habremos de detenernos contodo el cuidado posible en estaencrucijada, para tratar de entender unpoco más esa extraña forma de vida quees un cuento logrado, y ver por qué estávivo mientras otros, que aparentementese le parecen, no son más que tinta sobrepapel, alimento para el olvido.

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Miremos la cosa desde el ángulo delcuentista y en este caso, obligadamente,desde mi propia versión del asunto. Uncuentista es un hombre que de pronto,rodeado de la inmensa algarabía delmundo, comprometido en mayor o menorgrado con la realidad histórica que locontiene, escoge un determinado tema yhace con él un cuento. Este escoger untema no es tan sencillo. A veces elcuentista escoge, y otras veces sientecomo si el tema se le impusierairresistiblemente, lo empujara aescribirlo. En mi caso, la gran mayoríade mis cuentos fueron escritos —cómodecirlo— al margen de mi voluntad, por

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encima o por debajo de mi concienciarazonante, como si yo no fuera más queun médium por el cual pasaba y semanifestaba una fuerza ajena. Pero esto,que puede depender del temperamentode cada uno, no altera el hecho esencial,y es que en un momento dado hay tema,ya sea inventado o escogidovoluntariamente, o extrañamenteimpuesto desde un plano donde nada esdefinible. Hay tema, repito, y ese temava a volverse cuento. Antes de que elloocurra, ¿qué podemos decir del tema ensí? ¿Por qué ese tema y no otro? ¿Quérazones mueven consciente oinconscientemente al cuentista a escoger

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un determinado tema?A mí me parece que el tema del que

saldrá un buen cuento es siempreexcepcional, pero no quiero decir conesto que un tema deba serextraordinario, fuera de lo común,misterioso o insólito. Muy al contrario,puede tratarse de una anécdotaperfectamente trivial y cotidiana Loexcepcional reside en una cualidadparecida a la del imán; un buen temaatrae todo un sistema de relaciones,conexas, coagula en el autor, y más tardeen el lector, una inmensa cantidad denociones, entrevisiones, sentimientos yhasta ideas que flotaban virtualmente en

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su memoria o su sensibilidad; un buentema es como un sol, un astro en torno alcual gira un sistema planetario del quemuchas veces no se tenía concienciahasta que el cuentista, astrónomo depalabras, nos revela su existencia. Obien, para ser más modestos y másactuales a la vez, un buen tema tienealgo de sistema atómico, de núcleo entorno al cual giran los electrones; y todoeso, al fin y al cabo, ¿no es ya como unaproposición de vida, una dinámica quenos insta a salir de nosotros mismos y aentrar en un sistema de relaciones máscomplejo y más hermoso? Muchas vecesme he preguntado cuál es la virtud de

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ciertos cuentos inolvidables. En elmomento los leimos junto con muchosotros, que incluso podían ser de losmismos autores. Y he aquí que los añoshan pasado, y hemos vivido y olvidadotanto; pero esos pequeños,insignificantes cuentos, esos granos dearena en el inmenso mar de la literatura,siguen ahí, latiendo en nosotros. ¿No esverdad que cada uno tiene su colecciónde cuentos? Yo tengo la mía, y podríadar algunos nombres. Tengo «WilliamWilson», de Edgar Poe; tengo «Bola desebo», de Guy de Maupassant. Lospequeños planetas giran y giran: ahí está«Un recuerdo de Navidad», de Truman

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Capote; «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius»,de Jorge Luis Borges; «Un sueñorealizado», de Juan Carlos Onetti; «Lamuerte de Iván llich», de Tolstoi; «FiftyGrand», de Hemingway; «Lossoñadores», de Isak Dinesen; y asípodría seguir y seguir… Ya habránadvertido ustedes que no todos esoscuentos son obligadamente de antología.¿Por qué perduran en la memoria?Piensen en los cuentos que no hanpodido olvidar y verán que todos ellostienen la misma característica: sonaglutinantes de una realidadinfinitamente más vasta que la de sumera anécdota, y por eso han influido en

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nosotros con una fuerza que no haríasospechar la modestia de su contenidoaparente, la brevedad de su texto. Y esehombre que en un determinado momentoelige un tema y hace con él un cuentoserá un gran cuentista si su eleccióncontiene —a veces sin que él lo sepaconscientemente— esa fabulosa aperturade lo pequeño hacia lo grande, de loindividual y circunscrito a la esenciamisma de la condición humana. Todocuento perdurable es como la semilladonde está durmiendo el árbolgigantesco. Ese árbol crecerá ennosotros, dará su sombra en nuestramemoria.

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Sin embargo, hay que aclarar mejoresta noción de temas significativos. Unmismo tema puede ser profundamentesignificativo para un escritor, y anodinopara otro; un mismo tema despertaráenormes resonancias en un lector, ydejará indiferente a otro. En suma,puede decirse que no hay temasabsolutamente significativos oabsolutamente insignificantes. Lo quehay es una alianza misteriosa y complejaentre cierto escritor y cierto tema en unmomento dado, así como la mismaalianza podrá darse luego entre ciertoscuentos y ciertos lectores. Por eso,cuando decimos que un tema es

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significativo, como en el caso de loscuentos de Chéjov, esa significación seve determinada en cierta medida poralgo que está fuera del tema en sí, poralgo que está antes y después del tema.Lo que está antes es el escritor, con sucarga de valores humanos y literarios,con su voluntad de hacer una obra quetenga un sentido; lo que está después esel tratamiento literario del tema, laforma en que el cuentista, frente a sutema, lo ataca y sitúa verbalmente yestilísticamente, lo estructura en formade cuento, y lo proyecta en últimotérmino hacia algo que excede el cuentomismo. Aquí me parece oportuno

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mencionar un hecho que me ocurre confrecuencia, y que otros cuentistas amigosconocen tan bien como yo. Es habitualque, en el curso de una conversación,alguien cuente un episodio divertido oconmovedor o extraño, y quedirigiéndose luego al cuentista presentele diga: «Ahí tienes un tema formidablepara un cuento; te lo regalo». A mí mehan regalado en esa forma montones detemas, y siempre he contestadoamablemente: «Muchas gracias», yjamás he escrito un cuento con ningunode ellos. Sin embargo, cierta vez unaamiga me contó distraídamente lasaventuras de una criada suya en París.

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Mientras escuchaba su relato, sentí queeso podía llegar a ser un cuento. Paraella esos episodios no eran más queanécdotas curiosas, para mí,bruscamente, se cargaban de un sentidoque iba mucho más allá de su simple yhasta vulgar contenido. Por eso, toda vezque me han preguntado: ¿Cómodistinguir entre un tema insignificante —por más divertido o emocionante quepueda ser— y otro significativo?, herespondido que el escritor es el primeroen sufrir ese efecto indefinible peroavasallador de ciertos temas, y queprecisamente por eso es un escritor. Asícomo para Marcel Proust el sabor de

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una magdalena mojada en el té abríabruscamente un inmenso abanico derecuerdos aparentemente olvidados, demanera análoga el escritor reaccionaante ciertos temas en la misma forma enque su cuento, más tarde, haráreaccionar al lector. Todo cuento estáasí predeterminado por el aura, por lafascinación irresistible que el tema creaen su creador.

Llegamos así al fin de esta primeraetapa del nacimiento de un cuento, ytocamos el umbral de su creaciónpropiamente dicha. He aquí al cuentista,que ha escogido un tema valiéndose deesas sutiles antenas que le permiten

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reconocer los elementos que luegohabrán de convertirse en obra de arte. Elcuentista está frente a su tema, frente aese embrión que ya es vida, pero que noha adquirido todavía su forma definitiva.Para él ese tema tiene sentido, tienesignificación. Pero si todo se redujera aeso, de poco serviría; ahora, comoúltimo término del proceso, como juezimplacable, está esperando el lector, eleslabón final del proceso creador, elcumplimiento o el fracaso del ciclo. Yes entonces que el cuento tiene que nacerpuente, tiene que nacer pasaje, tiene quedar el salto que proyecte la significacióninicial, descubierta por el autor, a ese

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extremo más pasivo y menos vigilante ymuchas veces hasta indiferente quellamamos lector. Los cuentistasinexpertos suelen caer en la ilusión deimaginar que les bastará escribir lisa yllanamente un tema que los haconmovido, para conmover a su turno alos lectores. Incurren en la ingenuidadde aquel que encuentra bellísimo a suhijo, y da por supuesto que los demás loven igualmente bello. Con el tiempo, conlos fracasos, el cuentista capaz desuperar esa primera etapa ingenua,aprende que en literatura no bastan lasbuenas intenciones. Descubre que paravolver a crear en el lector esa

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conmoción que lo llevó a él a escribir elcuento, es necesario un oficio deescritor, y que ese oficio consiste, entremuchas otras cosas, en lograr ese climapropio de todo gran cuento, que obliga aseguir leyendo, que atrapa la atención,que aísla al lector de todo lo que lorodea para después, terminado el cuento,volver a conectarlo con su circunstanciade una manera nueva, enriquecida, máshonda o más hermosa. Y la única formaen que puede conseguirse ese secuestromomentáneo del lector es mediante unestilo basado en la intensidad y en latensión, un estilo en el que los elementosformales y expresivos se ajusten, sin la

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menor concesión, a la índole del tema,le den su forma visual y auditiva máspenetrante y original, lo vuelvan único,inolvidable, lo fijen para siempre en sutiempo y en su ambiente y en su sentidomás primordial. Lo que llamo intensidaden un cuento consiste en la eliminaciónde todas las ideas o situacionesintermedias, de todos los rellenos ofases de transición que la novela permitee incluso exige. Ninguno de ustedeshabrá olvidado «El tonel deamontillado», de Edgar Poe. Loextraordinario de este cuento es labrusca prescindencia de todadescripción de ambiente. A la tercera o

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cuarta frase estamos en el corazón deldrama, asistiendo al cumplimientoimplacable de una venganza. «Losasesinos», de Hemingway, es otroejemplo de intensidad obtenida mediantela eliminación de todo lo que noconverja esencialmente al drama. Peropensemos ahora en los cuentos deJoseph Conrad, de D. H. Lawrence, deKafka. En ellos, con modalidadestípicas de cada uno, la intensidad es deotro orden, y yo prefiero darle elnombre de tensión. Es una intensidadque se ejerce en la manera con que elautor nos va acercando lentamente a locontado. Todavía estamos muy lejos de

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saber lo que va a ocurrir en el cuento, ysin embargo no podemos sustraernos asu atmósfera. En el caso de «El tonel deamontillado» y de «Los asesinos», loshechos, despojados de toda preparación,saltan sobre nosotros y nos atrapan; encambio, en un relato demorado ycaudaloso de Henry James —«Lalección del maestro», por ejemplo— sesiente de inmediato que los hechos en sícarecen de importancia, que todo está enlas fuerzas que los desencadenaron, enla malla sutil que los precedió y losacompaña. Pero tanto la intensidad de laacción como la tensión interna del relatoson el producto de lo que antes llamé el

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oficio de escritor, y es aquí donde nosvamos acercando al final de este paseopor el cuento. En mi país, y ahora enCuba, he podido leer cuentos de losautores más variados: maduros ojóvenes, de la ciudad y del campo,entregados a la literatura por razonesestéticas o por imperativos sociales delmomento, comprometidos o nocomprometidos. Pues bien, y aunquesuene a perogrullada, tanto en laArgentina como aquí los buenos cuentoslos están escribiendo quienes dominanel oficio en el sentido ya indicado. Unejemplo argentino aclarará mejor esto.En nuestras provincias centrales y

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norteñas existe una larga tradición decuentos orales, que los gauchos setransmiten de noche en torno al fogón,que los padres siguen contando a sushijos, y que de golpe pasan por la plumade un escritor regionalista y, en unaabrumadora mayoría de casos, seconvierten en pésimos cuentos. ¿Qué hasucedido? Los relatos en sí sonsabrosos, traducen y resumen laexperiencia, el sentido del humor y elfatalismo del hombre de campo; algunosincluso se elevan a la dimensión trágicao poética. Cuando uno los escucha deboca de un viejo criollo, entre mate ymate, siente como una anulación del

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tiempo, y piensa que también los aedosgriegos contaban así las hazañas deAquiles para maravilla de pastores yviajeros. Pero en ese momento, cuandodebería surgir un Homero que hicieseuna llíada o una Odisea de esa suma detradiciones orales, en mi país surge unseñor para quien la cultura de lasciudades es un signo de decadencia,para quien los cuentistas que todosamamos son estetas que escribieron parael mero deleite de clases socialesliquidadas, y ese señor entiende encambio que para escribir un cuento loúnico que hace falta es poner por escritoun relato tradicional, conservando todo

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lo posible el tono hablado, los giroscampesinos, las incorreccionesgramaticales, eso que llaman el colorlocal. No sé si esa manera de escribircuentos populares se cultiva en Cuba;ojalá que no, porque en mi país no hadado más que indigestos volúmenes queno interesan ni a los hombres de campo,que prefieren seguir escuchando loscuentos entre dos tragos, ni a loslectores de la ciudad, que estarán muyechados a perder pero que se tienen bienleídos a los clásicos del género. Encambio —y me refiero también a laArgentina— hemos tenido a escritorescomo un Roberto J. Payró, un Ricardo

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Güiraldes, un Horacio Quiroga y unBenito Lynch, que, partiendo también detemas muchas veces tradicionales,escuchados de boca de viejos criolloscomo un Don Segundo Sombra, hansabido potenciar ese material y volverloobra de arte. Pero Quiroga, Güiraldes yLynch conocían a fondo el oficio deescritor, es decir que sólo aceptabantemas significativos, enriquecedores, asícomo Homero debió desechar montonesde episodios bélicos y mágicos para nodejar más que aquellos que han llegadohasta nosotros gracias a su enormefuerza mítica, a su resonancia dearquetipos mentales, de hormonas

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psíquicas, como llamaba Ortega yGasset a los mitos. Quiroga, Güiraldes yLynch eran escritores de dimensiónuniversal, sin prejuicios localistas oétnicos o populistas; por eso, además deescoger cuidadosamente los temas desus relatos, los sometían a una formaliteraria, la única capaz de transmitir allector todos sus valores, todo sufermento, toda su proyección enprofundidad y en altura. Escribíantensamente, mostraban intensamente. Nohay otra manera de que un cuento seaeficaz, haga blanco en el lector y seclave en su memoria.

El ejemplo que he dado puede ser de

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interés para Cuba. Es evidente que lasposibilidades que la Revolución ofrecea un cuentista son casi infinitas. Laciudad, el campo, la lucha, el trabajo,los distintos tipos psicológicos, losconflictos de ideología y de carácter; ytodo eso como exacerbado por el deseoque se ve en ustedes de actuar, deexpresarse, de comunicarse como nuncahabían podido hacerlo antes. Pero todoeso, ¿cómo ha de traducirse en grandescuentos, en cuentos que lleguen al lectorcon la fuerza y la eficacia necesarias?Es aquí donde me gustaría aplicarconcretamente lo que he dicho en unterreno más abstracto. El entusiasmo y la

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buena voluntad no bastan por sí solos,como tampoco basta el oficio de escritorpor sí solo para escribir los cuentos quefijen literariamente (es decir, en laadmiración colectiva, en la memoria deun pueblo) la grandeza de estaRevolución en marcha. Aquí, más que enninguna otra parte, se requiere hoy unafusión total de esas dos fuerzas, la delhombre plenamente comprometido consu realidad nacional y mundial, y la delescritor lúcidamente seguro de su oficio.En ese sentido no hay engaño posible.Por más veterano, por más experto quesea un cuentista, si le falta unamotivación entrañable, si sus cuentos no

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nacen de una profunda vivencia, su obrano irá más allá del mero ejercicioestético. Pero lo contrario será aún peor,porque de nada valen el fervor, lavoluntad de comunicar un mensaje, si secarece de los instrumentos expresivos,estilísticos, que hacen posible esacomunicación. En este momento estamostocando el punto crucial de la cuestión.Yo creo, y lo digo después de haberpesado largamente todos los elementosque entran en juego, que escribir parauna revolución, que escribir dentro deuna revolución, que escribirrevolucionariamente, no significa, comocreen muchos, escribir obligadamente

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acerca de la revolución misma. Jugandoun poco con las palabras, EmmanuelCarballo decía aquí hace unos días queen Cuba sería más revolucionarioescribir cuentos fantásticos que cuentossobre temas revolucionarios. Porsupuesto la frase es exagerada, peroproduce una impaciencia muyreveladora. Por mi parte, creo que elescritor revolucionario es aquél enquien se fusionan indisolublemente laconciencia de su libre compromisoindividual y colectivo, con esa otrasoberana libertad cultural que confiereel pleno dominio de su oficio. Si eseescritor, responsable y lúcido, decide

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escribir literatura fantástica, opsicológica, o vuelta hacia el pasado, suacto es un acto de libertad dentro de larevolución, y por eso es también un actorevolucionario aunque sus cuentos no seocupen de las formas individuales ocolectivas que adopta la revolución.Contrariamente al estrecho criterio demuchos que confunden literatura conpedagogía, literatura con enseñanza,literatura con adoctrinamientoideológico, un escritor revolucionariotiene todo el derecho de dirigirse a unlector mucho más complejo, mucho másexigente en materia espiritual de lo queimaginan los escritores y los críticos

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improvisados por las circunstancias yconvencidos de que su mundo personales el único mundo existente, de que laspreocupaciones del momento son lasúnicas preocupaciones válidas.Repitamos, aplicándola a lo que nosrodea en Cuba, la admirable frase deHamlet a Horacio: «Hay muchas máscosas en el cielo y en la tierra de lo quesupone tu filosofía…». Y pensemos quea un escritor no se le juzga solamentepor el tema de sus cuentos o sus novelas,sino por su presencia viva en el seno dela colectividad, por el hecho de que elcompromiso total de su persona es unagarantía indesmentible de la verdad y de

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la necesidad de su obra, por más ajenaque ésta pueda parecer a lascircunstancias del momento. Esa obra noes ajena a la revolución porque no seaaccesible a todo el mundo. Al contrario,prueba que existe un vasto sector delectores potenciales que, en un ciertosentido, están mucho más separados queel escritor de las metas finales de larevolución, de esas metas de cultura, delibertad, de pleno goce de la condiciónhumana que los cubanos se han fijadopara admiración de todos los que losaman y los comprenden. Cuanto más altoapunten los escritores que han nacidopara eso, más altas serán las metas

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finales del pueblo al que pertenecen.¡Cuidado con la fácil demagogia deexigir una literatura accesible a todo elmundo! Muchos de los que la apoyan notienen otra razón para hacerlo que la desu evidente incapacidad paracomprender una literatura de mayoralcance. Piden clamorosamente temaspopulares, sin sospechar que muchasveces el lector, por más sencillo quesea, distinguirá instintivamente entre uncuento popular mal escrito y un cuentomás difícil y complejo, pero que loobligará a salir por un momento de supequeño mundo circundante y lemostrará otra cosa, sea lo que sea pero

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otra cosa, algo diferente. No tienesentido hablar de temas populares asecas. Los cuentos sobre temaspopulares sólo serán buenos si seajustan, como cualquier otro cuento, aesa exigente y difícil mecánica internaque hemos tratado de mostrar en laprimera parte de esta charla. Hace añostuve la prueba de esta afirmación en laArgentina, en una rueda de hombres decampo a la que asistíamos unos cuantosescritores. Alguien leyó un cuentobasado en un episodio de nuestra guerrade independencia, escrito con unadeliberada sencillez para ponerlo, comodecía su autor, «al nivel del

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campesino». El relato fue escuchadocortésmente, pero era fácil advertir queno había tocado fondo. Luego uno denosotros leyó «La pata de mono», eljustamente famoso cuento de W. W.Jacobs. El interés, la emoción, elespanto, y finalmente el entusiasmofueron extraordinarios. Recuerdo quepasamos el resto de la noche hablandode hechicería, de brujos, de venganzasdiabólicas. Y estoy seguro de que elcuento de Jacobs sigue vivo en elrecuerdo de esos gauchos analfabetos,mientras que el cuento supuestamentepopular, fabricado para ellos, con suvocabulario, sus aparentes posibilidades

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intelectuales y sus intereses patrióticos,ha de estar tan olvidado como el escritorque lo fabricó. Yo he visto la emociónque entre la gente sencilla provoca unarepresentación de Hamlet, obra difícil ysutil si las hay, y que sigue siendo temade estudios eruditos y de infinitascontroversias. Es cierto que esa gente nopuede comprender muchas cosas queapasionan a los especialistas en teatroisabelino. ¿Pero qué importa? Sólo suemoción importa, su maravilla y sutransporte frente a la tragedia del jovenpríncipe danés. Lo que prueba queShakespeare escribía verdaderamentepara el pueblo, en la medida en que su

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tema era profundamente significativopara cualquiera —en diferentes planos,sí, pero alcanzando un poco a cada uno— y que el tratamiento teatral de esetema tenía la intensidad propia de losgrandes escritores, y gracias a la cual sequiebran las barreras intelectualesaparentemente más rígidas, y loshombres se reconocen y fraternizan enun plano que está más allá o más acá dela cultura. Por supuesto, sería ingenuocreer que toda gran obra puede sercomprendida y admirada por las gentessencillas; no es así, y no puede serlo.Pero la admiración que provocan lastragedias griegas o las de Shakespeare,

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el interés apasionado que despiertanmuchos cuentos y novelas nada sencillosni accesibles, debería hacer sospechar alos partidarios del mal llamado «artepopular» que su noción del pueblo esparcial, injusta, y en último términopeligrosa. No se le hace ningún favor alpueblo si se le propone una literaturaque pueda asimilar sin esfuerzo,pasivamente, como quien va al cine aver películas de cowboys. Lo que hayque hacer es educarlo, y eso es en unaprimera etapa tarea pedagógica y noliteraria. Para mí ha sido unaexperiencia reconfortable ver cómo enCuba los escritores que más admiro

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participan en la revolución dando lomejor de sí mismos, sin cercenar unaparte de sus posibilidades en aras de unsupuesto arte popular que no será útil anadie. Un día Cuba contará con unacervo de cuentos y de novelas quecontendrá transmutada al plano estético,eternizada en la dimensión intemporaldel arte, su gesta revolucionaria de hoy.Pero esas obras no habrán sido escritaspor obligación, por consignas de lahora. Sus temas nacerán cuando sea elmomento, cuando el escritor sienta quedebe plasmarlos en cuentos o novelas opiezas de teatro o poemas. Sus temascontendrán un mensaje auténtico y

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hondo, porque no habrán sido escogidospor un imperativo de carácter didácticoo proselitista, sino por una irresistiblefuerza que se impondrá al autor, y queéste, apelando a todos los recursos de suarte y de su técnica, sin sacrificar nada anadie, habrá de transmitir al lector comose transmiten las cosas fundamentales:de sangre a sangre, de mano a mano, dehombre a hombre.

En Obra critica /2. Edición de Jaime Alazraki,Buenos Aires, Punto de Lectura, 2004.

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Estudio deCuentos

inolvidablessegún Julio

CortázarSoledad Quereilhac

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N

Biografía de losautores

Ambrose Bierce

ació el 24 de junio de 1842 enMeigs Country, en el estado de

Ohio, Estados Unidos Hijo de unmatrimonio de agricultores, décimo enuna larga lista de trece hermanos, Bierceencontró en su padre —trabajadorharagán pero gran lector— un inusual

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estímulo para la literatura, en uncontexto de pobreza económica.

Luego del traslado familiar aIndiana, Bierce se inicia en el mundo deltrabajo con escasos 9 años: es ayudantede imprenta, albañil y camarero. A los17 años, es enviado al «KentuckyMilitary Institute», donde realiza elentrenamiento militar que luego pondráen práctica cuando se aliste en elejército de la Unión del Norte durante laGuerra de Secesión (1861-1865). Partede las experiencias vividas en la guerradarán origen a su famoso libro Cuentosde soldados y civiles (1891).

Tras los años bélicos, Bierce decide

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volcar sus energías en su carrera deescritor. Se muda a San Francisco, ycomienza a colaborar en periódicos conartículos cínicos y satíricos sobre lasociedad de la época. Allí comienza lafama de Bierce como sagaz y brillantearticulista, la que lo acompañarátambién durante los siete años queresida en Londres. Los ingleses lorebautizaron «Bitter Bierce» («Bierce,el amargo»), mientras que losnorteamericanos reconocieron suparentesco con el ingenio de MarkTwain. Su exitosa labor de periodistajunto a las publicaciones de sus librosDiccionario del diablo, ¿Pueden pasar

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estas cosas? (1892) y Fábulasfantásticas (1899), le valieron elreconocimiento como uno de losmejores cuentistas de su tiempo.

Pero hacia final del siglo, su vidasufre duros golpes: se separa de suesposa al descubrir que le era infiel, dosde sus hijos mueren y la tercera seenferma gravemente. Con 71 años, tomala arriesgada decisión de viajar aMéxico en plena revolución, con elobjetivo de conocer a Pancho Villa yunirse a sus filas. Lo cierto es que pocascertezas tenemos sobre su destino final,dado que las cartas que enviaba seinterrumpen en 1913. Su misterioso

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rumbo inspiró la novela de CarlosFuentes, Gringo viejo, también llevadaal cine. Acaso una de las definiciones desu Diccionario del diablo se le apliqueperfectamente a Bierce: «Loco: quediscrepa de la mayoría; en resumen,extraordinario».

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N

Jorge Luis Borges

ació en Buenos Aires el 24 deagosto de 1899. En 1914, viajó con

su familia a Ginebra, donde cursó elbachillerato. En 1919 residió en Españay allí entró en contacto con elmovimiento poético ultraísta.

De regreso al país, comenzó apublicar sus primeros libros de poesía yde ensayos (Fervor de Buenos Aires,1 9 2 3 ; Luna de enfrente, 1925;

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Inquisiciones, 1925; entre otros),inscriptos en lo que se llamó su«criollismo urbano de vanguardia». Loslibros de poemas fueron incesantementecorregidos por Borges a lo largo de suvida y a los ensayos jamás los incluyóen sus Obras completas. Es en estadécada cuando Borges funda con otrosescritores la revista vanguardista Proa,colabora en Martín Fierro y enperiódicos como Crítica. En la décadasiguiente, participará en Sur, dirigidapor Victoria Ocampo. Desde muy jovense desempeñó asimismo como traductor;su íntima relación con la cultura inglesa(su abuela era inglesa y su padre,

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profesor de ese idioma) no sólo cortócon la tradicional «francofilia» de losletrados argentinos, sino que ademásmuchos críticos afirman que algo de lasintaxis sajona se filtra en su inigualableprosa.

Reconocido ya en los años treintacomo uno de los mejores escritores desu generación, Borges se distanciaposteriormente del criollismo einaugura, con Historia universal de lainfamia (1933), un nuevo rumbo para sunarrativa, la que se convertirá, segúnBeatriz Sarlo, en la más originalrespuesta a la pregunta sobre «cómoescribir literatura», en diálogo con la

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tradición universal, «desde una naciónculturalmente periférica». Con El jardínde senderos que se bifurcan (1941),Artificios (1944) y El Aleph (1949)Borges construye una «maquinarianarrativa» que ficcionaliza problemasfilosóficos, teóricos y lingüísticos, sinperder nunca la distancia agnóstica ni elregistro literario. La relación entrelenguaje y conocimiento, junto a losdilemas de la narración y larepresentación, ocupan el centro de susficciones y de sus ensayos.

Borges es considerado hoy,internacionalmente, uno de los mejoresescritores del siglo XX. Fue durante

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dieciocho años Director de laBiblioteca Nacional y en 1980 recibióel Premio Cervantes, mayor galardón enlengua española. Ciego durante buenaparte de su vida, murió en Ginebra el 14de junio de 1986.

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N

Leonora Carrington

ació un 6 de abril de 1917, enLancashire, al norte de Inglaterra.

Gracias a la fortuna de su padre, unprestigioso industrial, y a los estímulosartísticos de su madre, Leonora tuvoacceso a la mejor educación. Tras pasaraños en un convento católico al queaborrecía, Leonora logró ser enviada aFlorencia para tomar clases de pintura,donde definió su primera vocación, y

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años más tarde se mudó a Londres paraestudiar en la academia de Ozenfant.Uno de sus primeros contactos con elsurrealismo se produce gracias a sumadre, cuando le regala un libroilustrado por el famoso pintorsurrealista Max Ernst. Curiosamente, alos pocos meses de recibir el regalo,Leonora conoce a Ernst en Londres, loreencuentra en una muestra de París ypronto se enamoran perdidamente unodel otro.

Durante la convivencia con Ernst enParís, Leonora —ya convertida en unaprometedora pintora— conoce aprestigiosos artistas surrealistas, como

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André Breton, Picasso y Dalí, quienesvaloraron el tipo de arte que ella estabadesarrollando. Sin embargo, con lallegada de la Segunda Guerra Mundial yla ocupación nazi en Francia, la vida deLeonora —como la de muchos— dio unviraje radical. Ernst fue enviado a uncampo de concentración, mientras queLeonora debió huir a España, dondesufrió un colapso nervioso y fueinternada en una clínica psiquiátrica. Latétrica estadía en la clínica y su paso porla locura fue luego narrada en su libroMemoria de abajo.

Al poco tiempo, Leonora huyó de laclínica rumbo a Lisboa y se asiló en la

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embajada mexicana, donde conoció alhombre que se casó con ella parasacarla del país: el diplomático RenatoLeduc. Una vez asentada en México, ytras el divorcio de Leduc, Leonoraretoma contacto con sus amigossurrealistas exiliados y comienza adesarrollar buena parte de su obra, tantoplástica como literaria (escrita eninglés, francés y castellano), la que sevio enriquecida por el legado de lacultura mexicana. Sus libros fuerontraducidos a seis idiomas y sus pinturasexhibidas en ciudades como NuevaYork, París, Londres, Munich y Tokio.

Con 89 años de edad, esta «leyenda

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viva» del surrealismo resideactualmente en México, con esporádicosviajes a Nueva York[*].

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T

Truman Capote

ruman Capote, cuyo verdaderonombre es Truman Streckfus

Persons, nació el 30 de septiembre de1924, en Nueva Orleans, EstadosUnidos A causa de desencuentros entresus padres, se crió en Alabama, bajo elcuidado de cuatro parientes ancianos.Algo de esa soledad de la infancia y dela lúdica compañía de los mayores haingresado en su relato breve «Un

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recuerdo navideño».A los 17 años se trasladó a Nueva

York, empezó a publicar sus primeroscuentos en revistas y finalmente ingresócomo periodista en The New Yorker . Lainfluencia que el periodismo tuvo en suliteratura es ciertamente considerable; asu talento como narrador y supreocupación por el rigor formal, lessumó el verismo, la inmediatez y elritmo de la prosa que lidia con loshechos reales. Capote creía que elperiodismo podía constituir una opciónválida como forma literaria y es así quetras publicar una polémica novela,Otras voces, otros ámbitos (1948) y

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consolidarse como escritor conDesayuno en Tiffany’s (1958), sevuelca definitivamente hacia lo quellama la «novela real», género conocidohoy como non-fiction. Si bien él noinventa el género, su famosísima novelaA sangre fría (1965) lleva susposibilidades a niveles innovadores. Elorigen de la historia se encuentra en lavida real y en el periodismo: el NewYorker envía a Capote a cubrir elasesinato de una familia de Kansas y,fascinado por los acontecimientos, sesumerge en una investigación de seisaños, entrevistando a vecinos, familiaresy hasta a los propios asesinos

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encarcelados.Reconocido por su habilidad para

manejar géneros híbridos entre laficción y la no ficción, y para valerse delas propias experiencias en laconstrucción de narraciones, Capotetambién padeció el prejuicio de lasociedad norteamericana debido a suhomosexualidad. Desde temprano, lafoto de contratapa de su primer libro(1948), que mostraba a Capote en poseseductora, escandalizó a un públicopacato y homofóbico. Su adicción a lasdrogas y al alcohol terminaron dealimentar muchos de estos prejuicios.Murió el 25 de agosto de 1984, en Los

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Ángeles.

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N

Felisberto Hernández

ació un 20 de octubre de 1902 enMontevideo, Uruguay. Repartió su

actividad artística entre dos grandespasiones: la vocación por la música y elgusto por la literatura. Desde muy joven,intentó con poco éxito ganarse la vidacomo pianista. Ofreció conciertos enbares, cafés y teatros de Uruguay yArgentina, mientras escribía susprimeros cuentos y novelas. El

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aprendizaje musical y sus profesores depiano serán tema de buena parte de suliteratura, sobre todo a partir de Por lostiempos de Clemente Colling (1942).

Hacia 1940, Felisberto abandona lamúsica y se dedica enteramente a suescritura. A partir de esos años,comenzó a publicar cuentos y novelas enlos que la memoria y la recuperación delos recuerdos ocupan el centro de latrama. El caballo perdido (1943) yTierras de la memoria (1965-póstumo)son testimonios de su fino trabajo sobreel viaje al pasado. Asimismo, otrostextos editados en esa década serían losresponsables de la consagración de

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Felisberto, luego de su muerte, como elcreador de una de las variantes másoriginales del género fantásticolatinoamericano. Durante su estadía enParís, se publicó en Buenos Aires sulibro de cuentos Nadie encendía laslámparas (1947), al que le siguieronLas hortensias (1949) y, años mástarde, La casa inundada (1960). Enestos últimos aparece, según SylviaSaítta, «un fantástico más ligado a lomaravilloso —que algunos críticos hanvinculado al surrealismo—, ya quedesde su comienzo la narración seinstaura en un mundo regido por leyesque difieren de las que rigen en la

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realidad extratextual». En un prólogo aLa casa inundada, Cortázar notó que elautor lograba «aliar lo cotidiano con loexcepcional al punto de mostrar quepueden ser la misma cosa».

Con muchos matrimonios y amoríosen su haber, famoso por su declaradoanticomunismo (aunque su biógrafoasegura que estuvo casado con unaagente de la KGB sin saberlo),Felisberto murió de leucemia el 13 deenero de 1964.

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K

Katherine Mansfield

atherine Mansfield, seudónimo deKathleen Beauchamp, nació en

1888 en Wellington, Nueva Zelanda, enel seno de una familia colonial de clasemedia. Vivó seis años en un pueblo ruraly en 1903 se fue a Londres a estudiar ene l Queen’s College. De regreso a supaís, su padre se opuso a su carrera dechelista, por lo cual volvió a Londres alos 18 años y jamás retornó a su patria.

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Tras un infeliz matrimonio en 1909, quesólo duró un par de días, conoció alsocialista y crítico literario JohnMiddleton Murry, con quien se casó en1918.

Sus cuentos son testimonio de lasnuevas formas literarias que habrían denacer con el siglo XX. La autora crea untipo de narración basada en sensaciones,imágenes simbólicas, discursos poéticose instantes de iluminación quesúbitamente dan sentido a lo que parecíacircunstancial, Sus temas van desdeevocaciones de Nueva Zelanda hastaexploraciones de relaciones vividas conuna sensibilidad exacerbada, irónica y a

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la vez sutil. La filiación de su estilo conel del escritor ruso Anton Chéjov fueseñalada por numerosos críticos.

Mansfield sólo publicó tres librosde cuentos en vida: En una pensiónalemana (1911), Éxtasis (1920) yFiesta en el jardín (1922). Los demásfueron editados póstumamente por sumarido, al igual que sus poemas, diariosy cartas. Sin embargo, la recepción desu obra fue amplia y viajó más allá deEuropa. En 1939, encontramos enMarcha una nota de Onetti, titulada«Katherine y ellas», en donde eluruguayo asegura que frente a laproliferación de «muchachitas» ilusas

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que escriben sobre «los ojos verdes desu amado», Mansfield «tuvo mucho demilagro: no fue cursi, no fue erudita, nose complicó con ningún sobrehumanomisticismo de misa de once». Con ironíay algo de prejuicio misógino, Onetticelebra su excepcional talento, en unaépoca aún difícil para el acceso de lasmujeres a la literatura.

Enferma de tuberculosis, Mansfieldmurió el 9 de enero de 1923, en Francia,con apenas 34 años.

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N

Juan Carlos Onetti

ació en Montevideo, Uruguay, el 1°de julio de 1909 y durante gran

parte de su vida alternó su residenciaentre esta ciudad y Buenos Aires. En ladécada de 1930, comenzó a publicar susprimeros relatos y artículos críticos enLa Nación, Crítica y La Prensa, comoel famoso «Avenida de Mayo-Diagonal-Avenida de Mayo» (1933), pioneraexperimentación literaria sobre la

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percepción urbana. Escribió su primeranovela, El pozo, en 1932, pero losmanuscritos se extraviaron y recién saliópublicada en 1939. En ese mismo año,ingresó como secretario de redacción enel semanario Marcha de Montevideo, lamás prestigiosa publicación uruguayadel siglo. Quince años más tarde,también colaboraría en el diario Acción.E n Marcha escribió sus famosascolumnas bajo la firma «Periquito elAguador» y allí mismo, aunque en 1972,Onetti sería elegido, mediante unaencuesta a escritores y artistas del país,como el mejor escritor uruguayo de losúltimos cincuenta años.

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Como señala Rodríguez Monegal,sobre Onetti gira el mito del sujetohosco, silencioso, retirado de círculosliterarios y creador no sólo de unadmirable mundo novelesco sinotambién de «la imagen del escritortaciturno para el que dos son ya unamultitud y la soledad es suficientecompañía».

En 1950, con la publicación de sunovela La vida breve, se abre el ciclode ficciones situadas en la imaginariaciudad de Santa María, especie desíntesis de varias ciudades posibles. Elciclo —que incluye El astillero (1961)y Juntacadáveres (1964), entre otras—

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se cierra en 1979 con Dejemos hablaral viento, en la cual se narra el incendiode ese lugar, en consonancia con larepresión que trajeron en esos años lasdictaduras militares latinoamericanas.La de su país forzó a Onetti a exiliarseen 1975 y a radicarse hasta el final de suvida en Madrid, España, donde murió el30 de mayo de 1994.

Famoso por ocupar muchas veces elsegundo puesto en concursos literarios,finalmente recibió en 1962 el PremioNacional del Uruguay y en 1980, elPremio Cervantes, al igual que Borgesese mismo año.

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E

Edgar Allan Poe

dgar Poe, más tarde renombradoEdgar Allan Poe, nació en Boston,

Estados Unidos, el 19 de enero de 1809.Huérfano a los 3 años, fue adoptado porlos Allan, un rico matrimonio sureño. Apesar de la holgura económica y laeducación recibida, la juventud de Poefue penosa. El señor Allan eraautoritario y nunca accedió areconocerlo legalmente ni cederle su

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herencia.Poe se educó en buenos colegios de

Estados Unidos e Inglaterra, donderesidió entre 1815 y 1820. Tras abruptosfinales en la universidad y en laacademia militar, fue a vivir a Baltimorecon su tía biológica M. Clemm, y con suprima Virginia, quien años más tarde seconvertiría en su esposa. Padeciendoextrema pobreza, Poe intenta ganarse lavida con colaboraciones en revistas.Abandona su predilección por la poesía,al entender que los cuentosrepresentaban un género más«vendible». Es así como, desde 1830,empieza a hacerse conocido con sus

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inigualables cuentos y sus ácidascríticas literarias. Originalmente, todossus relatos fueron publicados en mediosde prensa y ello explica el efectismo yla perfección de sus tramas que capturanal lector con fuerza casi hipnótica, ya setrate de historias fantásticas, extrañas opoliciales. El gran admirador y traductorde Poe al francés, Charles Baudelaire,lo definió como el genio «de losnervios», aquel capaz de pintarmaravillosamente la «excepción en elorden moral». «El absurdo instalándoseen la inteligencia» y «la histeriausurpando el lugar de la voluntad»definen tanto a sus personajes como a su

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excepcional personalidad.Sin embargo, su buena fama como

escritor se vio opacada por sus raptosde locura y alcoholismo, lo que le ganóla condena de la puritana sociedad de suépoca. Su extraña enfermedad mental lollevaba a momentos de desvarío eintoxicación, intercalados con otros delucidez productiva. En una carta, Poedecía: «Mis enemigos atribuyeron lalocura a la bebida, en vez de atribuir labebida a la locura». En respuesta a lasacusaciones de necrológico y enfermizo,decide publicar sus deductivos relatospoliciales, como «La carta robada».

Con la muerte de Virginia, en 1847,

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los fantasmas de persecución y elalcohol se vuelven materia cotidiana.Dos años más tarde, es encontradoinconsciente en una taberna y tras cincodías de agonía, muere el 7 de octubre de1849. Poe es reconocido en Occidentecomo el indiscutido «maestro» delcuento moderno.

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E

Lev Tolstói

l conde Lev Nikoláievich Tolstói,conocido en castellano como León

Tolstói, nació el 9 de septiembre de1828 en Yásnaia Polaina, una propiedadagrícola de su aristocrática familia, alsur de Moscú. Huérfano a los 9 años, secrió con parientes en un ambientereligioso y culto, y se educó con tutoresfranceses y alemanes, figuras frecuentesen la Rusia zarista. En su juventud, fue

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integrante del ejército ruso y actuó comooficial en la guerra de Crimea, de dondeextrajo temas para las obras Loscosacos (1863) y Sebastopol (1856).

Considerado uno de los mejoresescritores de su país, Tolstói vivió todasu vida atravesado por una fuerte tensiónespiritual, generada en el cruce entre suencumbrada posición social, fortuna ycírculo familiar, y sus conviccionesreligiosas, definidas por Nabokov comouna mezcla de «Nirvana hindú y elNuevo Testamento, un Jesús sin laIglesia». Por ello, al terminar deescribir sus dos más famosas novelas,La guerra y la paz (1869) y Ana

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Karenina (1877), se impuso dejar deescribir todo aquello que no fueranensayos de ética. Afortunadamente, nopudo mantener siempre esta promesa, yañadió a su producción obras exquisitas,libres de moralización premeditada,como La muerte de Iván llich (1886).De hecho, Nabokov sostiene, contra eljuicio de sus detractores, que «su arte estan poderoso que trasciende fácilmenteel sermón».

Hacia el final de su vida, tras gravesdisputas con su esposa, asumió quemientras siguiera viviendo en supróspera hacienda seguiría traicionandosu ideal de vida sencilla y piadosa. En

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consecuencia, Tolstói, ya octogenario,abandonó su hogar y fue rumbo almonasterio al que nunca llegaría, dadoque murió en la sala de espera de unaestación de ferrocarril, el 20 denoviembre de 1910.

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J

Análisis de la obra

Algunos aspectos sobre laantología personal deCortázar

ulio Cortázar remarca en su ensayoel poder de significación de los

buenos relatos; sus ideas no sólo partende su actividad como cuentista, sino

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también de la lectura de otros autores,entre ellos, los nueve que conformanesta antología. Si bien los géneros,estilos y temas de estos cuentos son muydiversos, todos logran crear complejasignificación a partir de un fragmento devida, dotan de funcionalidad a cada unode sus elementos y poseen un rigurosotrabajo formal. Tomando algunosconceptos de Cortázar y siguiendo unrecorrido cronológico, intentemosrealizar una lectura intensa y crítica dela antología, atendiendo al punto devista que adoptan los narradores, a losaspectos que focalizan sus descripcionesy a las formas en que la ficción

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redimensiona nuestras ideas previassobre la realidad.

El relato «William Wilson» (1839)de Edgar Alian Poe es una obra maestradel género extraño, con guiñosconstantes hacia lo fantástico. Haciendouso de la ambigüedad que permite laprimera persona (recurso habitual enPoe), el relato se mueve constantementeen el límite difuso que separa laenfermiza alucinación de la realidad. Elepígrafe opera como significativa clavede lectura: si la «conciencia» aparececomo sinónimo de «espectro», estosignifica que aquélla (de naturalezaabstracta, propia e interna) es vista

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como duplicada en una imagenespectral, ajena, corporeizada en un seracosador como son los fantasmas. Si aello le sumamos la doble significaciónque adoptan las iniciales delprotagonista pronunciadas en inglés(«double u», «double you», es decir,«doble tú»), sabremos que estamos anteun relato que trabaja con la figura deldoble, articulado en este caso en clavemoral. El doble de William Wilsonparece ser, según Otto Rank, «unadmonitor benéfico», que llega siemprepara censurar los excesos del narrador.Wilson exterioriza de sí la culpa y elcontrol sobre sus actos, y estos retornan

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bajo la forma especular de un doblecastrador. La irresolución final (¿se haherido a sí mismo?, ¿existe «otro»Wilson?, ¿o es sólo una máscaraalucinatoria que encuentra en todoslados?), instala al relato en lacaracterística vacilación del género. Laforma de este texto, y no sólo su tema, esla responsable de su efecto perturbador.

Por su parte, el título del relato deLeón Tolstoi, «La muerte de Iván llich»(1886), permite, a pesar de su aparentellaneza, una doble lectura: ¿cuál es lamuerte del personaje?, ¿aquella queacontece como producto de suenfermedad biológica o aquélla

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experimentada «en vida», es decir, lamuerte de su alma, que sólo nace en susúltimas horas cuando encuentra ladivinidad? La tercera personaomnisciente que nos guía por la «vida»de Iván narra un transcurso chato,materialista y superficial de losacontecimientos. Iván está «muerto»,porque carece de riqueza espiritual. Ensus últimas horas, descubre que su vidano ha significado nada para él ni para elmundo. Recordemos que el narrador nosdice: «La vida de Iván llich había sidode las más sencillas y corrientes, y porlo tanto de las más terribles». En frasescomo éstas detectamos la intervención

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de un punto de vista subjetivo pero a lavez subrepticio, levemente irónico,corroedor del perfil de cada uno de lospersonajes que frecuenta. Lo mismosucede con la repetición de los adjetivos«agradable» y «decoroso», que Ivánemplea mecánicamente como unamuletilla; o con la mención de losabogados rusos, quienes sólo ven en lamuerte de Iván la oportunidad de ocuparsu cargo. Este relato muestra doselementos que definen la poética deTolstoi: por un lado, su maestría en eltrazado realista de situaciones y buceosde conciencia; por otro lado, subúsqueda de un mensaje moralizador. Si

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bien ambos elementos están entrelazadosen este relato, conservan una fuerzaindependiente.

Otro ejemplo de maestría narrativaen el buceo por concienciasdesesperadas lo ofrece elnorteamericano Ambrose Bierce, con«El puente sobre el río Búho», incluidoen su famoso libro Tales of soldiers andcivilians (1891), aunque sus eleccionesestéticas se alejan de lo visto en elrelato anterior. La estructura de estecuento es sinuosa y, a la vez, perfecta ensu efecto. En términos temporales,apenas unos pocos segundos medianentre el comienzo y el final; sin

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embargo, Bierce logra abrir una ampliabrecha en el tiempo y construye una voznarradora que sigue en detalle el largoviaje ilusorio del condenado PeytonFarquhar instantes antes de morirahorcado. Una fugaz ocurrencia dePeyton («Si lograra libertar mis manosllegaría a desprenderme del nudocorredizo y saltar al río») da pie a laconcreción alucinada de su fuga,impregnada de la intensidad con que seviven los últimos segundos de vida. Lapercepción exacerbada de los colores odel ruido del agua se asemeja a la de laalucinación, donde es el sujeto quienpauta —a través de su inconsciente— el

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ritmo del tiempo, el foco y lascausalidades. Con todo, la ambigüedadde esta estructura narrativa invita,asimismo, a creer que esta fuga pudohaber sido real. Este efecto ambivalente,producto también del simbióticoentramado entre una minuciosadescripción realista, el manejo de laelipsis y el seguimiento de unaproyección subjetiva, somete al lector arevivir literariamente la violenciaabrupta que acarrea, a veces, el pasajeentre lo imaginado y lo real. Elrecorrido de esta experiencia alucinadase complementa con el flash-back del apartado II, donde conocemos la causa

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de la sentencia y su contexto histórico:la Guerra de Secesión Norteamericana.

Lejos de las historias sobre guerras,pero muy cerca de las sutiles rispidecesde las relaciones humanas, el relato«Éxtasis» (1920), escrito por KatherineMansfield, nos presenta el estado dedicha súbita y algo tontuela de BerthaYoung, una mujer «moderna» de laInglaterra de los años veinte. Siguiendode cerca el curso de sus pensamientos yemociones, muchas veces gracias al usodel estilo indirecto libre, el sutil eirónico narrador en tercera personalogra, simultáneamente, crear unadistancia crítica frente a la protagonista.

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La aparición espontánea de su dicha traeadosada, también, la sugerencia de queBertha no es una buena observadora desu entorno ni está demasiado conectadacon la realidad. Su felicidad es tan plenacomo abstracta y solip-cista; sinembargo, no hay ninguna marca decondena moral ni intervención abruptapor parte del narrador, sino delicadainsinuación sugerente. Prueba de ello esla fijación en ciertos elementos conimplicancias simbólicas —el peral, losgatos persiguiéndose, las uvascombinando con la alfombra— queiluminan la trama de manera indirecta: si«su precioso peral» es un «símbolo de

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su propia vida» y si al final, trasdescubrir a Harry besandoapasionadamente a la señorita Fulton, elperal permanece «tan hermoso comosiempre y tan repleto de flores e igual dequieto», sabremos que esa quietud, esabelleza estática y decorativa, remite aBertha. La proyección espejada de sudicha hacia Fulton se disuelve en el aire;en su lugar, cobra fuerza la imagen delsolitario y bello peral, frente al cual seescurren los sigilosos gatos.

De la mano de «Conejos blancos»(1941), escrito por Leonora Carrington,volvemos a adentrarnos en el mundo delo fantástico, aunque influido ahora por

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la estética del surrealismo, movimientoartístico que influyó también la literaturade Cortázar. Escrito mientras Carringtonresidía provisoriamente en Nueva York,el relato presenta una visión sombría delos edificios de esa ciudad. Loselementos que componen la escenaterrorífica del relato se vansuperponiendo como en un cuadrosurrealista de pesadilla: el color «negrorojizo» de las fachadas, la irrupción delcuervo en el balcón, las moscasrevoloteando la carne muerta y la pielcon brillo de estrellas de la vecina,anuncian el encuentro con lo monstruosodentro de la casa: un centenar de

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conejos «carnívoros» —casi carroñerosen su preferencia por la carne putrefacta— y un curioso matrimonio de leprososque, antes que por su enfermedad,resultan aterradores por ser quienesdevoran, semanalmente, a los bestialesconejos. El campo semántico de laputrefacción y de la muerte domina alrelato, conjugado con las referencias aun salvajismo siniestro: el ferozdevorarse de la carne por la carne, en uncontexto ajeno a lo natural y cercano a laperversión. Asimismo, los cuerpos enviva descomposición de los cónyuges ysu rara relación con los conejos(reemplazo de esos niños que,

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misteriosamente, ya no están) arman laimagen de una pareja que ya no puedeengendrar vida, sino sólo devorarla.Esta vivencia en clave onírica estánarrada desde el punto de vista de unajoven que parece vivir en el mundo realaquello que, en las pesadillas, sueleaparecer como símbolos de nuestrosmás íntimos temores.

Publicado el mismo año que elrelato anterior, «Tlön, Uqbar, OrbisTertuis», de Jorge Luis Borges, presentaotros usos de lo fantástico,reproduciendo un juego espejado demundos imaginarios que terminanmezclándose con el mundo real. El

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relato abre con una frase reproducidapor un Bioy Casares-personaje: «Losespejos y la cópula son abominables,porque multiplican el número de loshombres». Este caos multiplicadorparece presentarse, bajo la pluma deBorges, parcialmente conjurado por unaimaginaria voluntad de orden. Antes quenarrar la historia de uno o variosmundos, con la extensión novelística queello demandaría, lo que hace Borges esdar forma narrativa y ficcional a undilema intelectual o, mejor dicho, a lapotencialidad de una idea, incluyendosus paradojas y razonamientosasociados. En una enciclopedia (otro

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«espejo» del mundo), el narradorencuentra un país dudosamente situadoen Asia, Uqbar, jamás reseñado por otraenciclopedia; ese país posee, en sutradición, una región imaginaria, Tlön,con cuyo idioma una secta creaposteriormente Orbis Tertuis. En estaescalada de invenciones, se pierde devista la existencia de una realidad«primera», e incluso se borran lasfronteras entre lo real y lo imaginario,cuando objetos de la fantástica Tlöncomienzan a aparecer en la Argentina.El extremo idealismo y psicologismo deTlön parece triunfar en la lógicafantástica del relato, al punto tal de que

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las palabras engendran «cosas» ydecantan su idea en la vida material.

Un nuevo y diferente tratamiento delo fantástico aparece, por su parte, en«Un sueño realizado», de Juan CarlosOnetti, publicado en La Nación en 1941.En este caso, Onetti construye unahistoria combinando los recursos de larepresentación teatral con la lógica de loonírico. El clima de extrañamientocomienza con la forma en que elnarrador percibe el aspecto de la mujer:parecía una «jovencita de otro siglo quehubiera quedado dormida y despertaraahora un poco despeinada, apenasenvejecida pero a punto de alcanzar su

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edad en cualquier momento». Sudescripción remite a la forma en que seperciben los personajes irreales de lossueños. Pero el narrador no asistirá a supropio sueño, sino a la puesta en escenadel sueño aparentemente sin sentido dela mujer. Tildándola de loca alprincipio, el narrador comprenderátardíamente que esa obra, Un sueñorealizado, no es otra cosa que lamaterialización de su muerte, laprecipitación de esa edad «de otrosiglo» sobre la mujer. La ficciónanticipatoria del sueño se plasma en otraficción, la teatral, hasta que la cadena deficciones se fusiona con la realidad. La

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insistencia en Hamlet arma un clarointertexto: si en esa obra se jugaba con«el teatro dentro del teatro» y con elpoder que tiene la ficción paraprecipitar hechos de la realidad, elcuento de Onetti trabaja con unahipótesis fantástica sobre lacorrespondencia entre el deseo onírico,la representación y la muerte.

Lejos de las atmósferas anteriores,en «Un recuerdo navideño» (1956),Truman Capote construye una tramadesde la evocación y las reminiscenciasde la infancia. La invitación inicial allector («Imaginen una mañana de finalesde noviembre») muestra su voluntad de

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que éste se sume a la evocación yparticipe íntimamente del escenariorecreado, como si los hechostranscurrieran en presente. Si bien elnarrador escribe esta historia cuando yano es un niño, la transmite evocando sumirada infantil, es decir, la forma en queél veía al mundo, a su amiga y a símismo en aquella época. Al escribir«ella sigue siendo pequeña» plasma enun registro infantil y tierno otra verdad,más cruda y realista: la posible locura osenilidad de la mujer septuagenaria.Asimismo, la escasez de dinero y elmaltrato de los parientes («nos hacenllorar frecuentemente») son

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representados con las palabras inocentesde un niño de siete años, en las que seapela al juego y a las compensacionesimaginarias. La tristeza de laseparación, impuesta por los«Enterados», se condensa en la imagende la «amputación» de cordel a unbarrilete. Vemos entonces que a partirde pequeñas «aventuras» cotidianas, sepresenta un mundo que participa de loinfantil en más de un sentido: junto a lalógica del juego, aparece una mirada taninocente como lúcida que organiza laexperiencia. Fiel a su poética, Capoterecurre a algunos elementos biográficosy los inserta en un sólido relato, en el

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cual conviven la tristeza y la dulzura.Finalmente, en «La casa inundada»

(1960) de Felisberto Hernández,volvemos a asistir a un mundo cercanoal de la estética surrealista, aunque conclimas menos violentos que los deCarrington. Una casa completamenteinundada adrede por su misteriosa y a lavez adorable dueña aparece como undato más de la realidad objetiva. Nadietoma el hecho con asombro; lospersonajes transitan por ese orden decosas con una actitud que es, y a la vezno es, familiar y probable, tal comosucede en los sueños. Las imágenes ymetáforas que Felisberto inserta en su

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prosa pueblan la casa de elementossuprarreales y estetizadores de laexperiencia: el narrador levanta «losremos como si fueran manos aburridasde contar las mismas gotas» o imaginaque la oscuridad de la noche está «casitoda hecha de árboles». La relación quela señora Margarita tiene con el agua(portadora y comuni-cadora de susrecuerdos) se vincula con su amor almarido muerto —o, quizás, habitante delas aguas «religiosas» de la fuente y dela casa—. El carácter sobrenatural ymístico que adquiere el agua en esterelato está al servicio de una formidableestetización de la vivencia del recuerdo

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y de la recuperación del pasado. Labelleza que irradia la fornida señoraMargarita al narrar sus experiencias conel agua conduce al narrador hacia elenamoramiento primero, y luego, haciala escritura del relato.

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Notas

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[1] Haslam ha publicado también AGeneral History of Labyrinths. <<

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[2] RUSSELL (The Analysis of Mind,1921, página 159) supone que el planetaha sido creado hace pocos minutos,provisto de una humanidad que«recuerda» un pasado ilusorio. <<

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[3] Siglo, de acuerdo con el sistemaduodecimal, significa un periodo deciento cuarenta y cuatro años. <<

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[4] En el día de hoy, una de las iglesiasde Tlön sostiene platónicamente que taldolor, que tal matiz verdoso delamarillo, que tal temperatura, que talsonido, son la única realidad. Todos loshombres, en el vertiginoso instante delcoito, son el mismo hombre. Todos loshombres que repiten una línea deShakespeare, son William Shakespeare.<<

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[5] Buckley era librepensador, fatalista ydefensor de la esclavitud. <<

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[6] Queda, naturalmente, el problema dela materia de algunos objetos. <<

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[1] «A. M.», abreviatura de antemeridiem, significa «por la mañana» yse pronuncia «ei-em», y de ahí, porhomofonía, el eslogan propuesto, ya queamen se pronuncia «ei-men». (N. del T.)<<

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[*] Aldous Huxley sirvió de modelo, alestilo Mansfield, para el personaje deEddie Warren. (N. del T.) <<

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[1] Hay que vivir la juventud. <<

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[2] Diminutivo de Praskovia. <<

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[*] Falleció a los 94 años en la Ciudadde México el 25 de mayo del 2011. (N.del E. D.) <<