en 1992. en el campo neruda y nosotros, los de entonces ... · de el violín del diablo....

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José Carlos Rovira NERUDA Y NOSOTROS, LOS DE ENTONCES Profesor de Literatura Hispanoamericana de la Universidad de Alicante. Ha publica- do numerosos estudios y ediciones sobre autores españoles e hispanoamericanos, entre ellos Miguel Hernández, al que dedi- có varios trabajos hasta la edición de las Obras Completas en 1992. En el campo latinoamericano, destacan sus estudios y ediciones sobre Pablo Neruda, José María Arguedas y temas referentes a la identidad cultural. En la actualidad trabaja sobre literatura colonial hispanoamericana y sobre el siglo XVIII novohispano. JOSÉ CARLOS ROVIRA El recurso del título es demasiado fácil para que me centre en él. Decir «nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos», no sería la resolución a ningún enigma. Sería a lo mejor la constatación de algo evidente que podríamos ambientar con el pianista Sam y "El tiempo pasará" de la película Casablanca. Quizá lo que he intentado indicar con el título es solamente la recepción de Neruda por una franja genera- cional que coexistimos en tiempo, muy jóve- nes, con un poeta que era grandioso en nuestra lengua y nuestra memoria. Pablo Neruda como recurso memorial por tanto. Memorial de Neruda con la pers- pectiva de 25 años. Entre los repasos a lo que ya dijimos sobre el poeta, hace tiempo, me quedan sobre todo recorridos ordenados por lo que dijeron algunos críticos e historiadores de la literatura entre los que varios de ellos, principales, han hablado y van a hablar estos días entre nosotros. No sé si en mi lectura ordenada de Pablo Neruda, allá por el 91', aporté una nueva perspectiva más allá del orden. Tampoco sé si en mi edición comenta- da de Veinte poemas de amor y una canción desesperada en 1997 2 dije algo que no fuera un conjunto de ideas de lector sobre un libro que uno hubiera querido escribir. Manifiesto mi desconcierto sobre lo dicho y escrito porque lo que pretendo ahora es emplazar a Neruda en recuerdos. Me perdonarán este devaneo con la memoria que seguramente no significa mucho. Me perdonarán que atente contra la teoría de la recepción con una recepción que a lo mejor, por personal, se convierte en emo- tiva y por tanto insufrible. Me perdonarán que omita la vocación académica para contar un Neruda que tiene que ver sobre todo con historias del corazón y la razón. PRIMERA MEMORIA Este poeta era inevitable en su ofreci- miento de versos. He dicho ya alguna vez que hay escritores que memorizamos sin querer. Poetas sobre todo de los que recorda- mos versos. Hay otros poetas, que hemos leí- do, de los que no recordamos ninguno. Es un enigma selectivo. Debe haber alguna parte del cerebro que relaciona versos formidables con situaciones más o menos intensas. La divinidad que nos construyó debió pensar que la poesía debía mezclarse intensamente con la vida. Desdichados de aquéllos que no la mezclen. Recuerdo inicialmente, claro, al Neruda que escribió poesía de amor. Al Neruda que escribió tanta poesía de amor que colmó medidas. Recuerdo a alguien que dejó de escribir poesía, que dejó de intentar ser poeta, cuando se dio cuenta de que Pablo Neruda escribió los Veinte poemas de amor allá por sus dieciocho años. Era inevitable desanimar- se ante aquel torrente de palabras que evoca- ban situaciones de amor, pasados y presentes, imposibles futuros, con una magia verbal que se convirtió en irrepetible, aunque fuera imi- table. El desanimado poeta al que me refiero, recorrió varias veces en la memoria aquello de «puedo escribir los versos más tristes esta noche», se dio cuenta de las noches estrella- das, o de que efectivamente las estrellas tiri- tan, notó la magia verbal de aquel encantador de la palabra y supuso que era difícil emular todo aquello. Lo malo de la poesía es si sirve de envene- nadora del recuerdo, lo malo de la poesía es si alguien acaba de decirse en serio, frente a for- mulaciones más sencillas, aquello de que 1 José Carlos Rovira, Para ¡eer a Pablo Neruda, Madrid, Palas Atenea, 1991. Pablo Neruda, Veinte poemas de amor y una canción desespe- rada, edición de José Carlos Rovira, Madrid, Espasa Calpe, 1997. Neruda y nosotros, los de entonces JOSÉ CARLOS ROVIRA

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Page 1: en 1992. En el campo NERUDA Y NOSOTROS, LOS DE ENTONCES ... · De el violín del diablo. Recuérdese la obra principal de Alain Sicard, El pensamiento poético de Pablo Neruda, Madrid,

José Carlos Rovira

NERUDA Y NOSOTROS, LOS DE ENTONCES

Profesor de Literatura Hispanoamericana de la Universidad de Alicante. Ha publica­do numerosos estudios y ediciones sobre autores españoles e hispanoamericanos, entre ellos Miguel Hernández, al que dedi­có varios trabajos hasta la edición de las Obras Completas en 1992. En el campo latinoamericano, destacan sus estudios y ediciones sobre Pablo Neruda, José María Arguedas y temas referentes a la identidad cultural. En la actualidad trabaja sobre literatura colonial hispanoamericana y sobre el siglo XVIII novohispano.

JOSÉ CARLOS ROVIRA

El recurso del título es demasiado fácil para que me centre en él. Decir «nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos», no sería la resolución a ningún enigma. Sería a lo mejor la constatación de algo evidente que podríamos ambientar con el pianista Sam y "El tiempo pasará" de la película Casablanca. Quizá lo que he intentado indicar con el título es solamente la recepción de Neruda por una franja genera­cional que coexistimos en tiempo, muy jóve­nes, con un poeta que era grandioso en nuestra lengua y nuestra memoria.

Pablo Neruda como recurso memorial por tanto. Memorial de Neruda con la pers­pectiva de 25 años. Entre los repasos a lo que ya dijimos sobre el poeta, hace tiempo, me quedan sobre todo recorridos ordenados por lo que dijeron algunos críticos e historiadores de la literatura entre los que varios de ellos, principales, han hablado y van a hablar estos días entre nosotros. No sé si en mi lectura ordenada de Pablo Neruda, allá por el 91', aporté una nueva perspectiva más allá del orden. Tampoco sé si en mi edición comenta­da de Veinte poemas de amor y una canción desesperada en 19972 dije algo que no fuera un conjunto de ideas de lector sobre un libro que uno hubiera querido escribir. Manifiesto mi desconcierto sobre lo dicho y escrito porque lo que pretendo ahora es emplazar a Neruda en recuerdos. Me perdonarán este devaneo con la memoria que seguramente no significa mucho. Me perdonarán que atente contra la teoría de la recepción con una recepción que a lo mejor, por personal, se convierte en emo­tiva y por tanto insufrible. Me perdonarán que omita la vocación académica para contar un Neruda que tiene que ver sobre todo con historias del corazón y la razón.

PRIMERA MEMORIA

Este poeta era inevitable en su ofreci­miento de versos. He dicho ya alguna vez que hay escritores que memorizamos sin querer. Poetas sobre todo de los que recorda­mos versos. Hay otros poetas, que hemos leí­do, de los que no recordamos ninguno. Es un enigma selectivo. Debe haber alguna parte del cerebro que relaciona versos formidables con situaciones más o menos intensas. La divinidad que nos construyó debió pensar que la poesía debía mezclarse intensamente con la vida. Desdichados de aquéllos que no la mezclen.

Recuerdo inicialmente, claro, al Neruda que escribió poesía de amor. Al Neruda que escribió tanta poesía de amor que colmó medidas. Recuerdo a alguien que dejó de escribir poesía, que dejó de intentar ser poeta, cuando se dio cuenta de que Pablo Neruda escribió los Veinte poemas de amor allá por sus dieciocho años. Era inevitable desanimar­se ante aquel torrente de palabras que evoca­ban situaciones de amor, pasados y presentes, imposibles futuros, con una magia verbal que se convirtió en irrepetible, aunque fuera imi­table. El desanimado poeta al que me refiero, recorrió varias veces en la memoria aquello de «puedo escribir los versos más tristes esta noche», se dio cuenta de las noches estrella­das, o de que efectivamente las estrellas tiri­tan, notó la magia verbal de aquel encantador de la palabra y supuso que era difícil emular todo aquello.

Lo malo de la poesía es si sirve de envene­nadora del recuerdo, lo malo de la poesía es si alguien acaba de decirse en serio, frente a for­mulaciones más sencillas, aquello de que

1

José Carlos Rovira, Para ¡eer a

Pablo Neruda, Madr id , Palas

Atenea, 1991 .

Pablo Neruda, Veinte poemas

de amor y una canción desespe­

rada, edición de José Carlos

Rovira, Madr id, Espasa Calpe,

1997.

Neruda y nosotros, los de entonces

JOSÉ CARLOS ROVIRA

Page 2: en 1992. En el campo NERUDA Y NOSOTROS, LOS DE ENTONCES ... · De el violín del diablo. Recuérdese la obra principal de Alain Sicard, El pensamiento poético de Pablo Neruda, Madrid,

Raúl González Tuñón, Poemas

de Buenos Aires, Buenos Aires,

Torres Agüero editor, 1983,

pág. 15. "Eche veinte centavos

en la ranura" pertenece al libro

De el violín del diablo.

Recuérdese la obra principal de

Alain Sicard, El pensamiento

poético de Pablo Neruda,

Madr id , Gredos, 1981 , en don­

de el despliegue de la obra de

Neruda se realizaría a partir de

la ¡dea título de Tentativa de

hombre infinito y de la imposibi­

lidad de esta infinitud, genera­

dora de la angustia del tiempo

de las residencias.

Sigo considerando esta lectura

clásica y primera de Neruda

como principal: Amado Alonso,

Poesía y estilo de Pablo Neruda,

Barcelona, Edhasa, 1979 (la pri­

mera edición es de 1940). Su

lectura de la primera producción

como el paso «de la melancolía»

(amorosa) a «la angustia» (de

las residencias) y la relación de

estos espacios con la poesía his­

tórica y social sucesiva me pare­

ce no superada.

Son varias las lecturas en las que

Loyola concretó su propuesta:

desde Hernán Loyola, Los modos

de autorreferencia en la obra de

Pablo Neruda, Santiago, Ed.

Aurora, 19Ó4, hasta las notas

introductorias a los diferentes

apartados en Pablo Neruda,

Antología poética, ed. de Her­

nán Loyola, Madr id , Al ianza

editorial, 1981 .

«emerge tu recuerdo de la noche en que estoy».

Atención. Tomemos distancias. Diseñe­mos máquinas para el futuro, expendedoras de fragmentos poéticos ante un tiempo en el que va a quedar poco espacio para la poesía. Me imagino que todos recuerdan aquel poe­ma de Raúl González Tuñón, argentino evo­cado por nuestro Miguel Hernández, que se titula: "Eche veinte centavos a la ranura" y que escribió en 19263. Es un poema esencial de la modernidad, que concluye:

Y no se inmute amigo, la vida es dura, con la filosofía poco se goza. Si quiere ver la vida color de rosa eche veinte centavos en la ranura.

Para el tiempo que viene, seguro, habrá máquinas nerudianas en las esquinas, o a lo mejor será un recurso de Internet el que nos devuelva, tras el pago codificado de un euro, un fragmento de poesía. Por ejemplo:

Juegas todos los días con la luz del universo, Sutil visitadora, llegas en la flor y en el agua. Eres más que esta blanca cabecita que aprieto Como un racimo entre mis manos cada día.

La primera memoria se nos aniquila así, con la incitación a esa máquina que nos entre­gue fragmentariamente versos y recuerdos de Neruda. El fin de siglo está a dos pasos y su locurita, como dijo otro poeta, ya encandila. Clausuremos la primera memoria que es la del poeta joven, intenso de palabras, repleto de retóricas de amor modernizadas. Demos paso a sucesivos Nerudas y a otras inevitables memorias.

la de las destrucciones, que creó un tiempo metafísico y surreal, con un surrealismo tan nuestro que se escribía en nuestra propia len­gua. Un extraño enigma de lenguaje de los sueños en el que el «Caballo de los sueños» es la ansiedad irrealizable del tiempo desde nues­tra cotidianidad reiterada:

Innecesario, viéndome en los espejos, con un gusto a semanas, a biógrafos, a papeles,

Vago de un punto a otro, absorbo ilusiones converso con los sastres en sus nidos, ellos, a menudo, con voz fatal y fría, cantan y hacen huir los maleficios. Hay un país extenso en el cielo con las supersticiosas alfombras del arco iris, y con vegetaciones vesperales; hacia allí me dirijo, no sin cierta fatiga, pisando una tierra removida de sepulcros un tanto

[frescos...

El tiempo se nos va haciendo inevitable ahora. Irremediable. El océano también tiene un sur que es desde donde nos mira el tiempo detenido. Es un sur del océano donde se acu­mulan destrucciones. La luna también es des­tructora, como la sal:

De consumida sal y garganta en peligro están hechas las rosas del océano solo, el agua rota sin embargo, y pájaros temibles...

Comprendimos el tiempo con Neruda y sus destrucciones. Sentimos el tiempo des­truido como ese reloj desvencijado que corre bajo el agua temible en otro de los poemas de Residencia en la tierra:

Neruda y nosotros, los de entonces

JOSÉ CARLOS ROVIRA

SEGUNDA MEMORIA

«El río que durando se destruye». Herácli-to y nosotros. Neruda y nosotros como resi­dentes en la tierra. Invirtiendo a Heráclito. Un día, en Rangoom por ejemplo, advierte que la tierra es un conjunto de destrucciones. «Ten­tativa de hombre infinito y su fracaso», nos dirá Alain Sicard4, que está por aquí cerca. La naturaleza nos indica también nuestra propia finitud. El fluir de las cosas es destrucción. Amado Alonso y su lectura imprescindible5. El poeta como testigo de la destrucción, que nos dijo Hernán Loyola6. Una clave esencial,

Hay tanta luz sombría en el espacio y tantas dimensiones de súbito amarillas, porque no cae el viento ni respiran las hojas. Es un día domingo detenido en el mar, un día como un buque sumergido, una gota de tiempo que asaltan las escamas ferozmente vestidas de humedad transparente...

Pero este Neruda, que ve destrucciones solamente, se encontrará muy pronto con la residencia en una historia que también fue muy destructiva, aunque a partir de ella pudiera plantearse la reconstrucción.

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TERCERA MEMORIA

Madrid, 1936: «España en el corazón» de la Tercera residencia. Conozco a alguien que nació diez años después de acabada la guerra civil, la española. Eran todavía los años de penitencia, que llamó Carlos Barral en sus memorias y que nos había impuesto aquél cuyo nombre, afortunadamente, ya no consi­go recordar. Los años de penitencia fueron sobre todo los de la imposición de una memoria grandilocuente e imperial en la que no cabían contradicciones ni matices. La lite­ratura, es cierto, nos rescató de aquella oleada de memoria azul y vengativa. Lecturas de Hernández al atardecer allá por los quince años, lectura sobrecogida de Los grandes cementerios bajo la luna de Georges Berna-nos, lectura sorprendida de aquel poeta cuya Tercera residencia salía de la maleta de un librero de la calle mayor que se llamaba Manolo Rey. No tomen los jóvenes lo que digo como impudor autobiográfico puesto que lo que cuento es bastante generacional. Sí, desde luego, sólo para los que leían libros la literatura nos podía rescatar a un tiempo que se había intentado aniquilar no sólo con prohibiciones, sino con pelotones de fusila­miento.

Neruda entonces, explicando algunas cosas, en medio de aquella memoria:

Preguntaréis: Y dónde están las lilas? Y la metafísica cubierta de amapolas?

Y la lluvia que a menudo golpeaba

sus palabras llenándolas de agujeros y pájaros?

Os voy a contar todo lo que me pasa.

Yo vivía en un barrio

de Madrid, con campanas,

con relojes, con árboles. [...]

Mi casa era llamada la casa de las flores...

[...]

Todo

eran grandes voces, sal de mercaderías,

aglomeraciones de pan palpitante,

mercados de mi barrio de Arguelles con su estatua

como un tintero pálido entre las merluzas

[...]

Y una mañana todo estaba ardiendo y una mañana las hogueras salían de la tierra devorando seres,

y desde entonces fuego,

pólvora desde entonces,

y desde entonces sangre.

[...] Preguntaréis por qué su poesía

no nos habla del suelo, de las hojas,

de los grandes volcanes de su país natal?

Venid a ver la sangre por las calles,

venid a ver

la sangre por las calles,

venid a ver

la sangre por las calles!

CUARTA MEMORIA

Conozco a alguien que consiguió por fin en 1997 subir a ese Monte Carmelo de la materia que es Macchu Picchu. Recomiendo el lugar pues es imprescindible para la geo­grafía peruana y nerudiana. Y por su belle­za, por supuesto. Estoy hablando de 1997 y de un recorrido que tenía que enlazar, obli­gatoriamente, con otra lectura temprana, como de treinta años antes, con "Alturas de Macchu Picchu" del Canto General. Hay situaciones que uno espera tanto tiempo que, necesariamente, acaban siendo diferen­tes, cuando se producen, a lo previsto. Pre­concebidamente se puede buscar la «alta ciudad de piedras escalares», «la plata torrencial del Urubamba», a «Wilkamayu de sonoros hilos», para recrear en una geogra­fía por fin vivida el momento épico de reci­tación:

Sube a nacer conmigo, hermano. Dame la mano desde la profunda zona de tu dolor diseminado,

pero allí donde Neruda, hacia 1945, quiso interpretar el espeso silencio de la ciudad incaica, dar la palabra al pasado, llamar a la regeneración americana, encontrarás quizá, pasado el tiempo, más que un paraje mítico, más que una llamada de la historia, el sonido de las cámaras Kodak de los turistas que te acompañan. Es la sensación que ya dejó escri­ta el poeta peruano Martín Adán en un texto que invertía la transcendencia nerudiana hacia la cotidianidad más definida.

Dice Martín Adán en La mano desasida7:

Nunca del numen, simple piedra,

Martín Adán, La mano desasida, en El más hermoso crepúsculo del mundo (Antología), estudio y selección de Jorge Aguilar Mora, México, FCE, 1992, pág. 250.

Neruda y nosotros, los de entonces

JOSÉ CARLOS ROVIRA

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Neruda y nosotros, los de entonces

JOSÉ CARLOS ROVIRA

viste subir tanto fantasma con el Cicerón, el sandwich, la Kodak y la maleta-Viste tanto desde tu armonía y simpatía de tus ojos duros y miradas dipersas... Yo soy el que sube por sobre tus flores inodoras y tus írritas pencas! ¡Yo soy el que sube a sí mismo! ¡Yo soy el de mi trágica constante primavera ¡No yerres, Macchu Picchu! ¡Viste tanto desde tu ceguera!...,

invirtiendo la transcendencia regenerativa e histórica de Neruda, veinte años después de que el poeta Chileno construyera sus "Altu­ras de Macchu Picchu" como centro de la his­toricidad y miticidad combativa del Canto General.

Aunque en 1997, retomando la memoria, no serán seguro los disparos de las máquinas fotográficas las que te impedirán interpretar el silencio para regenerar, a partir de él, la his­toria. Quizá sea la misma historia la que te impida reinterpretar el silencio, recrear el mito, reconsiderar la posición de profeta de la salvación de un continente.

El hotel «Ruinas de Macchu Picchu» será un buen refugio para una tarde lluviosa, en la que la televisión ha anunciado que un monte se ha disuelto por las lluvias de la semana anterior sobre la vecina y arguedia-na Abancay, con doscientos muertos en el barro. El hotel «Ruinas de Macchu Picchu» es un refugio espléndido para quedarse sin luz toda una noche y refugiarse tras una vela en una memoria perdida, garabateando papeles y recuerdos. Te pondrás a recitar entonces aquello que casi cierra el Canto General:

Me has dado la fraternidad hacia el que no conozco.

Me has agregado la fuerza de todos los que viven. Me has vuelto a dar la patria como en un

[nacimiento. Me has dado la libertad que no tiene el solitario. Me enseñaste a encender la bondad, como el fuego.

Me has hecho indestructible porque contigo no termino en mí mismo.

Y cuando te des cuenta de que te estás recitando el poema "A mi partido" bajarás otra vez al bar, casi clandestinamente: «Cama­rero, por favor, otras dos botellas de pisco».

QUINTA MEMORIA

Ya has contado alguna vez tu primer encuentro con Capri, allá por noviembre de 1985. La llegada en barco desde Ñapóles en un día de sol en el golfo y en la tierra. La aproximación al puerto de la isla mientras el tiempo cambiaba y se levantaba un viento y caía una llovizna, y un solitario recitaba en la proa, ante la mirada de un grupo de japoneses espantados, aquello de:

El viento es un caballo: óyelo como corre por el mar, por el cielo. Quiere llevarme: escucha cómo recorre el mundo para llevarme lejos.

La isla, lugar de varios regresos, las islas en definitiva, se convirtieron a través de Neruda en un lugar memorial que confluía en la reconstrucción de la isla como eros:

Toda la noche he dormido contigo junto al mar, en la isla. Salvaje y dulce eras entre el placer y el sueño, entre el fuego y el agua...

"La noche en la isla" de Los versos del capitán reconstruye en 1952 un tiempo de expresión amorosa en el que Pablo Neruda vuelve a andar los caminos abiertos en 1924 con Veinte poemas de amor y una canción desesperada. Han pasado veintiocho años y un recorrido complejo de escritura funda­mental y fundacional para la poética del autor. Neruda tiene 48 años cuando en las prensas de Paolo Ricci aparecen en Ñapóles Los ver­sos del capitán. El libro se publica anónimo y en una bellísima edición que no tuvo más de cincuenta ejemplares. Las razones de aquella anonimia han sido interpretadas a través de dos niveles personales: uno, correspondiente a la biografía privada, habla de lo mal que le habría sabido a la ex-compañera del poeta, Delia del Carril, sus andanzas amorosas con Matilde Urrutia en la Isla de Capri; otro, correspondiente a la biografía pública, tiene que ver con una restricción que el senador comunista Neruda se habría impuesto, exilia­do de su país por la persecución de González Videla, después de publicar en México su Canto general con llamadas a la construcción

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de la historia, para no incurrir en la frivolidad imperdonable de un nuevo libro de amor, car­gado de un apasionado erotismo, de recorri­dos corporales, en una isla que es viento, es risa y es cuerpo.

La explicación última de la anonimia nos da lo mismo: el prólogo de 1952 era una carta firmada por Rosario, la destinataria de aque­llos versos, en las que decía haber transcrito los originales de quien fuera su gran amor, un capitán de la guerra de España al que había encontrado tras la derrota, en la frontera fran­co-española:

él venía de la guerra de España. No venía vencido. Era del partido de Pasionaria, estaba lleno de ilusiones y de esperanzas...

Las claves de aquel episodio de amor son narradas como proyección de la historia vivi­da, como afirmación de un tiempo pasado que transformó sus vidas, mientras la historia reciente confluye de manera rotunda en el héroe épico y lírico que ha llenado de amor a la protagonista y autora del prólogo:

Me hizo sentir que todo cambiaba en mi vida[...] No sabía de sentimientos pequeños, ni tampoco los aceptaba. Me dio su amor con toda la pasión que él era capaz de sentir y yo lo amé como nun­ca me creí capaz de amar. Todo se transformó en mi vida. Entré a un mundo que antes nunca soñé que existía. Primero tuve miedo, hubo momen­tos de duda, pero el amor no me dejó vacilar mucho tiempo. Este amor me traía todo. La ter­nura dulce y sencilla cuando buscaba una flor, un juguete, una piedra de río y me la entregaba con sus ojos húmedos de una ternura infinita.

Sólo en 1963, once años después de su aparición, el anónimo autor rescatará el libro que aparecerá en sucesivas ediciones ya con el nombre del poeta chileno, aunque práctica­mente desde 1952 todos los interesados en el escritor sabían que era suyo.

Los versos del capitán son en cualquier caso una primera restricción hacia un ámbito priva­do al que Neruda volverá otras veces. El amor se resuelve como salvación y algunas claves del libro recogen explícitamente esto: el poeta que se ahogaba en su tentativa imposible de hom­bre infinito, aquel al que acosaba una naturale­za destruida y destructora que confluía en una angustia de tiempo y espacio imposible de

abarcar, en la «tentativa de hombre infinito y su fracaso» que Alain Sicard consideró síntesis de la primera poética, observa ahora que la amada es precisa y efectivamente «La infinita», como dice el título de uno de los poemas, cuer­po inabarcable pero posible:

En ese territorio de tus pies a tu frente, andando, andando, andando, me pasaré la vida.

"En ti la tierra", el poema que abre el libro, es parte de esa infinitud descubierta, entre sensaciones, recorridos corporales, naturalezas que se van acumulando a una des­cripción del cuerpo de la amada, recuerdos literarios como la inevitable presencia, ya duradera, de San Juan de la Cruz y su Cánti­co espiritual:

Arañaré la tierra para hacerte una cueva y allí tu capitán te esperará con flores en el lecho,

dice Neruda en "la carta en el camino", como recuerdo explícito de San Juan. Pero lo más importante me parece ahora el entorno insu­lar que descubre este libro de amor. La ima­gen insular y marina que lo recorre. Una vez es "El viento en la isla":

El viento es un caballo: óyelo como corre por el mar, por el cielo,

para llegar Neruda a refugiarse del viento, que quiere llevarlo lejos, en todos los espacios de protección que le ofrece la amada: los bra­zos inevitables, la boca, hasta los ojos omni­presentes:

Deja que el viento corra coronado de espuma, que me llame y me busque galopando en la sombra, mientras yo, sumergido bajo tus grandes ojos, por esta noche sola descansaré, amor mío.

"Epitalamio", casi al final del libro, redes­cubre un espacio de memoria reciente y com­partida:

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Luis Sainz de Medrano, "Madrid

en el itinerario de Neruda", Pablo

Nérveo. Cinco ensayos, Roma,

Bulzoni, 1996, págs. 02-63.

Neruda y nosotros, los de entonces

JOSÉ CARLOS ROYERA

Recuerdas cuando en invierno llegamos a la isla? El mar hacia nosotros levantaba una copa de frío.

El encuentro amoroso ha transformado al poeta, y a la mujer que ahora recupera sus identidades terrestres y marinas: la mujer es agua de las olas, agua marina, algas, luna nue­va, germinaciones que trae el agua a la tierra seca. Todo ello como inversión rotunda del mar que era tiempo destructor en las Residen­cias, y allí concretamente en poemas como "El sur del océano". Ahora el sujeto poético se desacraliza, pierde la solemnidad del autor épico que había modulado el Canto general, para convertirse sucesivamente en un tigre, un cóndor o un insecto, que recorre el cuerpo de la amada, o para crear un autorretrato imprevisible para quien desde hacía años esta­ba jugando al retrato poético y profético de la solemnidad épica reciente o de la solemnidad metafísica del tiempo anterior residencial. Neruda, en la isla, se diseña de nuevo como el adolescente enamorado, «este torpe mucha­cho que te quiere», en versos que recuerdan la ingenuidad posromántica, tierna y al tiempo grandiosa de los Veinte poemas:

Ríete de la noche del día, de la luna, ríete de las calles torcidas de la isla, ríete de este torpe muchacho que te quiere

(...) Niégame el pan, el aire, la luz, la primavera, pero tu risa nunca porque me moriría.

Inevitablemente, el mar y la isla, los esce­narios habituales de un tiempo lejano de poe­sía amorosa, han hecho surgir con fuerza al poeta ingenuo que nos quiere contar otra vez, estremecidamente, sólo que está enamorado.

SEXTA MEMORIA

El Neruda de las cosas elementales, de la materia elemental. Las Odas como un ciclo de escritura, iniciado hacia 1952 y presente ya en 1954 con la publicación de Odas elementales, obra a la que continúa Nuevas odas elementa­

les, Tercer Libro de Odas y Navegaciones y regresos. El origen de aquel lenguaje está en las prefiguraciones surgidas en el canto a la materia en los tres cantos materiales de la segunda Residencia en la tierra. O también, como señaló Sainz de Medrano8, en el bode­gón de "Explico algunas cosas":

Todo eran grandes voces, sal de mercaderías, aglomeraciones de pan palpitante...

Un lenguaje diverso sobre el que compro­bamos una impronta de Ramón Gómez de la Serna y, por su origen madrileño en 1935, un seguro paralelismo con el tratamiento de la materia que el escultorAlberto Sánchez o la pintora Maruja Mallo, o el pintor Benjamín Palencia, o el poeta Miguel Hernández, crea­ban como confluencia y como entorno del propio Neruda en lo que se llamó «Escuela de Vallecas».

Pero volvamos a la memoria. Una útilísi­ma y suculenta. Un día en Córdoba un grupo de investigación alimentario, en el que hay desde médicos o historiadores a profesores de literatura, te pone en el brete de, quizá por el único mérito de tener algunos quilos de más, hablar sobre literatura y alimentación. Neru­da sirve también para situaciones así. Su rece­tario, contenido en las odas, nos lleva al poeta a las cocinas, como al congrio desollado:

Ahora recoges ajos, acaricia primero ese marfil precioso, huele su fragancia iracunda, entonces deja el ajo picado caer con la cebolla y el tomate hasta que la cebolla tenga color de oro. Mientras tanto se cuecen con el vapor los regios camarones marinos y cuando ya llegaron a su punto, cuando cuajó el sabor en una salsa

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formada por el jugo del océano y por el agua clara que desprendió la luz de la cebolla, entonces que entre el congrio y se sumerja en gloria, que en la olla se aceite, se contraiga y se impregne...

La "Oda al caldillo de Congrio" es una receta que funciona y que yo les recomiendo a todos ustedes sobre todo en estos tiempos en el que algunos están dispuestos a negarnos la utilidad de la literatura.

SÉPTIMA MEMORIA

Recupero fragmentos finales de una escri­tura que fue muy amplia, aluvial, repleta de subidas y bajadas, pero en cualquier caso una escritura que sigo considerando imprescindi­ble. Recupero la lectura de un texto, Memo­rial de isla negra. La obra se publica en 1964. No hace falta que explique que el memorial no procede ni de una isla ni mucho menos de una isla negra. Una zona costera, y turística ahora, en donde hay un hotel llamado La carreta que intenta hacer su oferta basándose en Neruda y en la casa y la memoria del poe­ta son la última actualidad que conozco de la isla de la memoria. (Escrito el texto, recorres a los pocos días en compañía de Nelson Oso-rio la casa del poeta en Isla negra. Nelson no había vuelto desde unos meses antes del gol­pe del 73, con Neruda vivo. La casa está llena de turistas en peregrinación. Neruda hace 25 años que no está).

El Memorial... Neruda ha cumplido sesen­ta años cuando lo publica. Es una forma de regalarse en su aniversario: reconstruir el pasado y la juventud ya distante a base de amores, historia, Rangoom, España, Chile, amigos, recuerdos precisos, en una poesía impetuosa, coloquializada, llena de referencias explícitas y de guiños hacia la obra anterior. Cualquier taxónomo de intertextualidades nerudianas hará bien en no perder de vista el Memorial de Isla negra cuando quiera repasar los momentos precedentes. Comprobará así que el habitat memorial nerudiano es un recuento pormenorizado de los motivos cen­trales de la poética anterior, como autobiogra-

fismo aquí, como memoria personal, como contraseña que en prosa sustentó la escritura de Confieso que he vivido. Si en la obra iden­tificamos más a las mujeres y la experiencia de los Veinte poemas, llamadas ahora Terusa y Rosaura, a Josie Bliss, la birmana con la que convivió en Rangoom, a Delia del Carril, en la experiencia española, es porque identificamos múltiples situaciones, naturalezas, historias, tiempos, que estos nombres contribuyen a densificar. Núcleos históricos de su poética se construyen alrededor de series llamadas «Amores» que identifican otro clima emocio­nal que el de la historia.

En el libro, la memoria reconstruye pleni­tudes, pero el tiempo presente empieza a acrecentar una tonalidad que suena a veces a desolación. "Cita de invierno" marca el nue­vo modular poético:

He esperado este invierno como ningún invierno se esperó por un hombre antes de mí, todos tenían citas con la dicha: sólo yo te esperaba, oscura hora. Es éste como los de antaño, con padre y madre, con

[fuego de carbón y el relincho de un caballo en la calle? Es este invierno como el del año futuro, el de la inexistencia, con el frío total y la naturaleza no sabe que nos fuimos. No. Reclamé la soledad circundada por un gran cinturón de pura lluvia y aquí mi propio océano me encontró con el viento volando como un pájaro entre dos zonas del agua. Todo estaba dispuesto para que llore el cielo. El fecundo cielo de un solo suave párpado dejó caer sus lágrimas como espadas glaciales y se cerró como una habitación de hotel el mundo: cielo, lluvia y espacio.

Creo que es en esta tonalidad en donde encontramos al mejor Neruda, el que se reconstruye en un tiempo final por medio de ocho libros que aparecieron postumos y en los que la presencia de la muerte alterna con supervivencias esperanzadas de todo lo que ha estado escribiendo hasta aquí9. Un leve humor, que definí como «humor a contra­muerte» en el Libro de las preguntas va con­trapunteando la sensación de acabamiento. El poeta nos dice cosas ahora como:

Si he muerto y no me he dado cuenta a quién le pregunto la hora?

9

Una anécdota: mi primer

artículo en una revista se llamó

"Pablo Neruda: obra postuma"

y apareció publicado en la

Revista «Idealidad» de la Caja

de Ahorros del Mediterráneo,

entonces llamada del Sureste, en

1974.

Neruda y nosotros, los de entonces

JOSÉ CARLOS ROVLRA

Page 8: en 1992. En el campo NERUDA Y NOSOTROS, LOS DE ENTONCES ... · De el violín del diablo. Recuérdese la obra principal de Alain Sicard, El pensamiento poético de Pablo Neruda, Madrid,

10

Giuseppe Bellini, "Pablo Neru-

da: intérprete de nuestro siglo",

Revista de Occidente, n2 86-87,

¡ulio-agosto de 1 988, pág. 96.

Neruda y nosotros, los de entonces

JOSÉ CARLOS ROVIRA

Estamos ante el final, en cuanto tiempo histórico, construido por varios libros postu­mos, donde hay además otro estilo en Neru-da. En cualquier caso, para esa memoria torpe que cons t ruyo ahora, hay una profecía imprescindible que me va a servir para empe­zar a terminar esto. Es la profecía histórica del libro 2000 en donde el poeta crea inicial-mente una imagen desolada:

Piedad para estos siglos y sus

sobrevivientes

alegres o maltrechos, lo que no hicimos

fue por culpa de nadie, faltó acero:

lo gastamos en tanta inútil destrucción,

no importa en el balance nada de esto:

los años padecieron de pústulas y guerras,

años desfallecientes cuando tembló la

esperanza

en el fondo de las botellas enemigas.

Se murió la verdad y se pudrió en tantas

fosas:

en este año nupcial no hay derrotados:

pongámonos cada uno máscaras

victoriosas.

Desde este tono inicial de desolación y de máscaras el poeta va reconstruyendo un espa­cio de esperanza a pesar de todo lo que se ha vivido, un espacio celebrativo, entretejido a la tristeza de la propia sensación de muerte, que sin embargo consigue llevarnos al tono de «Celebración» última que quizá es el poema con el que algunos deberemos brindar el p ró ­ximo 31 de diciembre. Dice así:

Pongámonos los zapatos, la camisa listada,

el traje azul aunque ya brillen los codos,

pongámonos los fuegos de bengala y de artificio,

pongámonos vino y cerveza entre el cuello y los pies,

porque debidamente debemos celebrar

este numero inmenso que costó tanto tiempo,

tantos años y días en paquetes,

tantas horas, tantos millones de minutos,

vamos a celebrar esta inauguración.

Desembotellemos todas las alegrías resguardadas

y busquemos alguna novia perdida

que acepte una festiva dentellada.

Hoy es. Hoy ya ha llegado. Pisamos el tapiz

del interrogativo milenio. El corazón, la almendra

de la época creciente, la uva definitiva

irá depositándose en nosotros,

y será la verdad tan esperada.

Hoy es hoy, Ha llegado este mañana preparado por mucha oscuridad: no sabemos si es claro todavía este mundo recién inaugurado: lo aclararemos, lo oscureceremos hasta que sea dorado y quemado como los granos duros del maíz...

Una profecía optimista para el 2000 que

enlaza con inevitables pueblos recientes, pue­

blos crecientes y nuevas banderas que emer­

gen. U n Neruda incorregible y final que nos

da finalmente otra lección de esperanza. Y

éste sí que es un significado que quiero rete­

ner. Utilicé otra vez ya un sentido que esta­

bleció el profesor Bellini y voy a recordarlo

de nuevo como síntesis quizá de por qué esta

poética se enlaza como una enredadera tantas

veces a nuestra memoria. Es la idea de «intér­

prete de nuestro siglo» que Giuseppe Bellini10

sintetizó así:

Sus versos tienen ya puesto permanente en la

casa de la poesía y en nuestro espíritu; han mar­

cado profundamente una época, la historia inter­

na y externa de un siglo con su sello dramático

pero también con una obstinada esperanza, una

inquebrantable fe en un futuro de signo feliz. En

otra ocasión he definido a Neruda como inven­

tor incansable de utopías: felices utopías que

permiten resistir el embate de la desesperanza,

frente a la maldad y la injusticia. Neruda ha sido

efectivamente el intérprete de un siglo. Ninguno

como él lo ha vivido con tanta intensidad y

pasión. Podemos decir todo lo que parezca en

torno a su «humanidad», criticarlo por sus equi­

vocaciones políticas, de las que a veces, con bas­

tante torpeza, intentó justificarse o rescatarse,

pero nadie puede negarle la función de intérpre­

te de toda una época. A través de su verso el

mundo de los vejados, las razas vencidas, los

pueblos oprimidos, han encontrado su voz.

Y quizá debería terminar con esta síntesis

con la que estoy en total acuerdo,pero me van

a permitir que deje entrar para finalizar una

ÚLTIMA MEMORIA

Cazo otra memoria. Será la última. 23 de

setiembre de 1973. H a y una imagen de un

joven y otros y unos adultos en la Avenida de

Valladolid sin número, Prisión Provincial de

Palencia. Oyen un pequeño transistor en una

Page 9: en 1992. En el campo NERUDA Y NOSOTROS, LOS DE ENTONCES ... · De el violín del diablo. Recuérdese la obra principal de Alain Sicard, El pensamiento poético de Pablo Neruda, Madrid,

celda. Llevan días de inquietud por lo que se vive fuera. Han visto en la hora de televisión, desde el 11 de septiembre, algunas pocas imá­genes que cerraban un período de historia. Entre ellas, la que más quedó en la retina, es aquella de la manta rayada con la que unos bomberos sacaban el cuerpo acribillado de Salvador Allende. Han pasado días y el diario hablado de las dos y media emite lacónica­mente: «El Premio Nobel de Literatura de 1971, el poeta Pablo Neruda, ha fallecido tras una larga enfermedad en un Hospital de San­tiago de Chile». Una breve biografía. Sigue el laconismo militar de su estilo en la memoria de aquellos años.

Neruda ha muerto. Las memorias de Matilde Urrutia11 recrearán las horas finales en un hospital vigilado, con los embajadores de Suecia, México, Italia y Francia pendientes desde hacia días por si se podía trasladar al poeta a otra parte. Entre los recuerdos de Matilde un balbuceo agónico y delirante: «Los están matando a todos, los están matan­do a todos», repite a veces el poeta. Esa tarde del 23 de septiembre se acumulan mares, vientos y recuerdos:

Ahí está el mar? Muy bien, que pase. Dadme la gran campana, la de raza verde. No ésa no es, la otra, la que tiene en la boca de bronce una ruptura, y ahora, nada más, quiero estar solo con el mar principal y la campana. Quiero no hablar por una larga vez, silencio, quiero aprender aún, quiero saber si existo.

El recuerdo nos ha traído una secuencia histórica ineludible, porque todavía es actual. El poeta tuvo tiempo de dictar o escribir algo en aquellos días para cerrar sus memorias Confieso que he vivido:

dente Allende. Su asesinato se mantuvo en silen­

cio; fue enterrado secretamente; sólo a su viuda

le fue permitido acompañar aquel inmortal cadá­

ver. La versión de los agresores es que hallaron

su cuerpo inerte, con muestras visibles de suici­

dio. La versión que ha sido publicada en el

extranjero es diferente. A renglón seguido del

bombardeo entraron en acción los tanques,

muchos tanques, a luchar intrépidamente contra

un solo hombre: el presidente de la República de

Chile, Salvador Allende, que los esperaba en su

gabinete, sin más compañía que su gran corazón,

envuelto en humo y llamas. Tenían que aprove­

char una ocasión tan bella. Había que ametra­

llarlo porque jamás renunciaría a su cargo. Aquel

cuerpo fue enterrado secretamente en un sitio

cualquiera. Aquel cadáver que marchó a la sepul­

tura acompañado por una sola mujer que llevaba

en sí misma todo el dolor del mundo, aquella

gloriosa figura muerta iba acribillada y despeda­

zada por las balas de las ametralladoras de los

soldados de Chile, que otra vez habían traiciona­

do a Chile12.

Final de viaje y de memoria para un poeta en el t iempo que ha pasado, donde tristemen­te llegó a simbolizar el final de un período tras el que se abría otro de violencia e igno­minia en todos los países del Cono Sur. Final del viaje y de los recorridos por la memoria aquí precisamente, el 23 de septiembre de 1973:

Hoy es hoy y ayer se fue, no hay duda.

Hoy es también mañana, y yo me fui

con algún año frío que se fue,

se fue conmigo y me llevó aquel año.

De esto no cabe duda. Mi osamenta

consistió, a veces, en palabras duras

como huesos al aire y a la lluvia,

y pude celebrar lo que sucede

dejando en vez de canto o testimonio

un porfiado esqueleto de palabras.

11 Matilde Urrutia, Mi vida ¡unto a Pablo Neruda, Barcelona, Seix-Barral, 199Ó.I

12 Pablo Neruda, Confieso que he vivido, Barcelona, Seix Barral, 1974, págs. 477-478.

escribo estas rápidas líneas para mis memorias a sólo tres días de los hechos incalificables que lle­varon a la muerte a mi gran compañero el presi-

Final de viaje y de memoria con la que intentamos evocar, precisamente estos días, un porfiado esqueleto de palabras.

Neruda y nosotros, los de entonces

JOSÉ CARLOS ROVIRA