elefanta suite - serlib · 2008. 5. 22. · —igual que nosotros —dijo ella. y beth se lo quedó...

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1. Estaban plantados con los hombros caídos y cabiz- bajos como los dolientes en un entierro, criaturas umbrías, de la estatura de un niño, o bien se habían acuclillado a la orilla del camino en cuesta. Todos miraban además en la misma dirección, como si en silencio venerasen la puesta de sol, con un colorido sucio y un silencio sepulcral, más allá de la ciudad santa. Inmóviles al borde del barranco, es- taban a muchos kilómetros de la ciudad y del río que se en- sanchaba en el llano y serpeaba hacia el crepúsculo, el sol cada vez más gris, ardiente en una polvareda cada vez más alta, como un banco de nubes. Abajo, las farolas se habían encendido, y en la oscuridad la ciudad distante remedaba una tela aterciopelada que cubriese bultos aquí y allá, y sa- lientes, y aristas de oro. ¿Qué estaban mirando? Menguó la luz, aumentó el frío, aquellas criaturas se estremecieron. —Casi son humanas —dijo Audie Blunden, y mi- ró más a fondo y vio el pelo apelmazado. Con un ladrido como una tos ronca, el mayor de los monos alzó el rabo enroscado, bajó los brazos y se apo- yó sobre los nudillos. Echó a andar. Los otros lo siguieron balanceando el rabo como si fuera una señal de asenti- miento. La nítida simetría del camino desapareció bajo el temblor de los cuerpos, cuando la tropa de los monos re- zagados echó a caminar para ascender la ladera hacia los árboles fibrosos en la linde del bosque. —Me dan miedo —dijo Beth Blunden, y aunque el mono más cercano se encontraba a más de cinco me- tros, notaba la pelambre astrosa erizarse al contacto con la piel desnuda de su antebrazo. www.alfaguara.santillana.es Empieza a leer... Elefanta Suite

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  • 1.

    Estaban plantados con los hombros caídos y cabiz-bajos como los dolientes en un entierro, criaturas umbrías,de la estatura de un niño, o bien se habían acuclillado ala orilla del camino en cuesta. Todos miraban además en lamisma dirección, como si en silencio venerasen la puestade sol, con un colorido sucio y un silencio sepulcral, másallá de la ciudad santa. Inmóviles al borde del barranco, es-taban a muchos kilómetros de la ciudad y del río que se en-sanchaba en el llano y serpeaba hacia el crepúsculo, el solcada vez más gris, ardiente en una polvareda cada vez másalta, como un banco de nubes. Abajo, las farolas se habíanencendido, y en la oscuridad la ciudad distante remedabauna tela aterciopelada que cubriese bultos aquí y allá, y sa-lientes, y aristas de oro. ¿Qué estaban mirando? Menguó laluz, aumentó el frío, aquellas criaturas se estremecieron.

    —Casi son humanas —dijo Audie Blunden, y mi-ró más a fondo y vio el pelo apelmazado.

    Con un ladrido como una tos ronca, el mayor delos monos alzó el rabo enroscado, bajó los brazos y se apo-yó sobre los nudillos. Echó a andar. Los otros lo siguieronbalanceando el rabo como si fuera una señal de asenti-miento. La nítida simetría del camino desapareció bajo eltemblor de los cuerpos, cuando la tropa de los monos re-zagados echó a caminar para ascender la ladera hacia losárboles fibrosos en la linde del bosque.

    —Me dan miedo —dijo Beth Blunden, y aunqueel mono más cercano se encontraba a más de cinco me-tros, notaba la pelambre astrosa erizarse al contacto con lapiel desnuda de su antebrazo.

    www.alfaguara.santillana.es Empieza a leer... Elefanta Suite

  • Recordó con toda claridad los rugidos de aquel ba-buino en Kenia que había aparecido cerca del catre queella ocupaba, bajo los árboles del espino, como un demo-nio, sus dientes perrunos apiñados en una boca abierta depar en par. Aquel mal bicho había atacado al perro delguía, un afable labrador; le había mordido en el anca, de-jándole el hueso a la vista, antes de largarse asustado porlos estacazos que le propinó el africano enloquecido de ira.Sucedió en otro de los viajes que habían hecho juntos.

    —Odio a los simios —dijo Beth.—Son monos.—Es lo mismo.—No. Los simios se parecen más a nosotros —di-

    jo Audie, y aprovechando la oscuridad se metió sigilosoun dedo en la nariz. ¿Sería por la sequedad del aire?

    —Creo que es justo al revés.Pero Audie no le había oído. Él escudriñaba la pe-

    numbra cada vez más negra.—Increíble —dijo en un susurro—. Creo que es-

    tán contemplando la puesta de sol, aprovechando el calorde los últimos rayos.

    —Igual que nosotros —dijo ella.Y Beth se lo quedó mirando, no por lo que había

    dicho, sino por el modo en que lo dijo. Pareció pomposoy engreído al masticar tan simple observación. Viajabanmucho los dos, y ella había reparado en que los viajes amenudo convertían a aquel hombre normal y corriente enun presuntuoso.

    Estaban en lo alto de una loma baja, en uno de losmontes al pie del Himalaya, desde donde se dominaba laciudad santa. Más allá, siguiendo la cordillera, desde don-de estaban alojados —un balneario llamado Agni— se al-canzaban a ver, en los días claros, las cumbres cubiertaspor la nieve. Habían ido a Agni con la idea de pasar unasemana y someterse a tratamientos de salud. La semanapasó rápidamente. Se quedaron otra, y habían empezado

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  • a renovar su estancia de semana en semana, diciéndoseque ya se marcharían cuando tuvieran ganas de irse. Eranviajeros con mucho mundo, pero nunca habían visto unacosa así.

    En hilera, los monos seguían su ascenso por el ca-mino tanto a brincos como a rastras, el mono más grandey más osado abriendo el paso, ladrando de cuando encuando como si lo acometiera una tos de consideración.

    —Buenas noches.Salió un hombre del camino que iluminaba el cre-

    púsculo, haciéndose a un lado con agilidad para dejar pa-sar a los monos. Los Blunden no se sobresaltaron. Las tressemanas que llevaban allí les habían preparado. No es quehubieran visto gran cosa de la India, pero sabían que siem-pre que habían vacilado sin saber qué hacer, en donde fue-ra, desconcertados, o pensativos tan sólo, les había salidoal paso un indio para darles explicaciones, por lo comúnun hombre ya entrado en años, un pedante que cabeceabasin cesar y les apremiaba con comentarios irrelevantes.Éste vestía camisa blanca, un chaleco grueso y unos pan-talones anchos, y calzaba sandalias. Unas gruesas gafas deconcha le distorsionaban los ojos.

    —Veo que están en trance de observar a nuestrosmonos.

    Al igual que tantos otros amigos de dar explicacio-nes, éste resumió a la perfección lo que estaban haciendo.

    —No se sientan perplejos —siguió diciendo.Era cierto: se habían quedado perplejos.—Se reúnen siempre al atardecer. Asimilan en los

    cuerpos los últimos rayos del sol —dijo «cuerpos» de unmodo voluptuoso y ligeramente hambriento, como si die-ra carne a la palabra.

    —Me lo suponía —dijo Audie—. Es lo que le hedicho a mi mujer. ¿Verdad, Beth?

    —También contemplan el humo y las hoguerasdel templo, en la ciudad.

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  • Ésa era otra cosa que ya habían tenido ocasión dedescubrir. Los indios como ése nunca escuchaban. Les en-dilgaban un monólogo por lo general informativo, perocuriosamente desprovisto de énfasis, como si fuera un re-citado, y nunca parecía que les interesara nada de lo quepudieran decir los Blunden.

    —¿Qué templo? ¿Qué ciudad? —preguntaron so-bre la marcha.

    El indio señalaba con el dedo índice a la oscuridad.—Cuando se pone el sol, los monos se dan prisa,

    ¿ven?, para llegar a los árboles en donde pasarán las horasde la noche, lejos de todo peligro. Allí están los leopardos.No uno, ni dos; son abundantes. Los monos son la carneque comen.

    «Carne» fue en sus labios otra palabra apetitosa,como «cuerpos», que el hombre pronunció como si le ten-tara, dándole una densidad nervuda y el deseo de lo prohi-bido. Pero no les había contestado.

    —¿Hay leopardos aquí, en Monkey Hill? —pre-guntó Audie.

    El viejo pareció torcer el gesto como si manifesta-ra su desaprobación, y Audie dedujo que había sido por suforma de decir «Monkey Hill», pero así era como lo lla-maban casi todos, y era más fácil de recordar que por sunombre indio.

    —Se cree que Hanuman Giri es lugar exacto en elque Hanuman, el dios mono, recogió hierbas curativas yplantas salutíferas para devolver vida al hermano de Rama,Lakshman.

    Sí, eso era: Hanuman Giri. Al principio creye-ron que estaba él respondiendo a su pregunta sobre losleopardos, pero ¿qué era aquello de las hierbas y lasplantas?

    —Está todo en el Ramayana —dijo el indio, y se-ñaló con la mano huesuda—. Allí. ¿Ven montaña detrásde pocos árboles? —y no aguardó respuesta—. Seguro

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  • que no. Es espacio desierto donde antaño estuvo monta-ña. Ahora es ciudad y templo. Santuario, por así decir.

    —Nadie ha dicho nada de un templo.—En su día fue mezquita musulmana, construida

    cinco siglos ha, en la era Mughal, sobre sitio de templo deHanuman. Hace diez años, problemas; invasión de mezqui-ta, quema. Los monos observan idas y venidas, aquí y allá.

    —Tengo dolor de cabeza —dijo Beth, pensando:¿invasión? ¿Santuario?

    —Hace muchos años... —empezó a decir el indio,como si la señora Blunden no hubiese abierto la boca: ¿es-taría sordo? ¿Qué interés podía tener todo aquello?—.Hace muchos años estuve perdido en la selva, a unos treso cuatro valles de aquí, por la parte de Balgiri. Se había he-cho tarde y era una tarde de la estación inviernal, prontoiba a anochecer. Vi una tropa de monos que parecierondarse cuenta de que estaba yo perdido. Iba vestido conropa escasa, mal preparado para los rigores de una nochefría. Uno de los monos pareció llamarme por gestos. Indi-có el camino y lo seguí. Parloteaba; es posible que con sucháchara quisiera reconfortarme. Tras subir por un preci-picio casi vertical vi el camino correcto allá abajo. Así mesalvé. Hanuman me salvó, y yo venero su imagen.

    —El dios mono —dijo Beth.—Hanuman es la deidad en una imagen de mono,

    así como Ganesh lo es en una imagen de elefante y Nag loes en la de cobra —dijo el indio—. ¿Y ustedes de qué paísvienen, si no es molestia?

    —Somos norteamericanos —dijo Beth, contentade que por fin les hubiera preguntado algo.

    —Aquí hay muchas maravillas —dijo el indio sindejarse impresionar por lo que acababa de oír—. Podríanpasar aquí la vida entera y seguir sin verlo todo.

    —Estamos alojados arriba, en Agni —dijo Audie—.En el hotel. Hemos salido a dar un paseo para ver la pues-ta de sol.

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  • —Igual que los monos.El indio no escuchaba. Ceñudo, escrutaba el valle

    que había descrito, donde la montaña según dijo fuearrancada de cuajo.

    —¿Qué edad les parece que tengo? —preguntó—.No lo adivinarían jamás.

    —Setenta y tantos.—Tengo ochenta y tres años. Hago yoga y medi-

    tación todas las mañanas durante una hora. Nunca heprobado ni la carne ni las bebidas alcohólicas. Ahora merecojo en casa y tomo un poco de dhal y poori y requesón,eso es todo.

    —¿Dónde vive usted?—Aquí mismo, en Hanuman Nagar.—¿Ésa es su aldea?El viejo fue un repentino estallido de información.—La localidad de Hanuman Nagar tiene impor-

    tancia por su mercado y sus manufacturas de textiles, perotambién cuenta con variadas esferas de empresas comer-ciales, incluyendo ferrerías, fábricas de cerámica, hornosde arcilla para hacer azulejos, hornos de esmaltar...

    —Nadie dijo que hubiera una localidad —co-mentó Audie.

    —Tiene también frutales y se cultivan frutos secosdiversos. Yo me dedico al comercio de frutos secos. Ade-más, como ya se dijo, está el santuario de Hanuman.Templo antiguo. Les doy las buenas noches.

    Dicho lo cual se adentró en lo oscuro. Los Blun-den echaron a caminar por la carretera en sentido contra-rio, comentando de paso el aplomo del viejo, el dominiode sí que exudaba, su punto de pedantería. Qué fácil eramofarse de él, por más que ciertamente les hubiera habla-do de varias cosas que desconocían: la localidad, sus in-dustrias, la historia de Hanuman, el asunto del templo.Era un tanto ridículo, pero no era posible mofarse de él. Erade carne y hueso. Todo cuanto para ellos era solamente

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  • Monkey Hill tenía una historia, un drama, un nombre enlengua india, y ahora, en aquella ladera baja, tenía tam-bién un asentamiento vecino.

    —¿Has entendido lo que dijo sobre la mezquita yel templo?

    Audie se encogió de hombros.—Beth, tú deja que esos indios se pongan a hablar,

    que te trituran un caballo muerto y te lo convierten en co-mida para perros.

    Se llevaron una sorpresa por el camino de vuelta alhotel. Atravesaron un amplio portal que ya habían vistoal bajar, aunque no vieron entonces los rótulos de la en-trada: Prohibido el derecho de paso salvo a los huéspedes re-gistrados en el hotel, decía uno, y otro: Prohibido el paso, yun tercero: Sólo vehículos autorizados.

    —¡Eso va por ti! —dijo Audie, y esgrimió el índi-ce señalando a la oscuridad—. ¡Mueve el culo y lárgate, fe-liciano!

    —Fortachón, eres terrible —dijo Beth, y se riócon nerviosismo, porque estaba todo oscuro y estaban en laIndia, en una carretera bacheada, solos, con el polvo en lasfosas nasales, la vaga percepción del aire ahumado, un olora estiércol de vaca que ardía en alguna parte, una laderarocosa, y él resuelto a hacer un chiste malo, a hacerse eltonto. Su conducta levantisca por lo común era fuente desolaz y consuelo para ella; lo había amado por esta razón,y la había considerado una forma de protección durantelos más de treinta años que llevaban casados. Se sentía asalvo con su sentido del humor.

    Más allá del portal vieron las luces del hotel y deAgni, la antigua residencia del maharajá, una mansión sun-tuosa, y, en la arboleda de los bambúes, los edificios delbalneario, la piscina, las palmeras, el pabellón donde ha-cían yoga, resplandecientes los focos que salpicaban todo

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  • el lugar, coronando la cima de un cerro del que a él lehabían dicho que era Monkey Hill, aunque también te-nía otro nombre entre los lugareños, el nombre que habíaempleado el indio viejo y que a ellos les resultaba imposi-ble de recordar.

    Los empleados que se cruzaron con ellos por el ca-mino unían las manos en actitud de oración y decían na-maste, o namaskar; algunos de los tibetanos, con un gestoenternecedor, se tocaban el corazón con la mano derecha.El señor Blunden hizo lo mismo en devolución de susgestos, y descubrió que le conmovía. A la entrada del res-taurante, Beth vio a una pareja de indios que les estabasonriendo.

    —Namaste —dijo, y dio una palmada apenas audi-ble con ambas manos debajo de la barbilla.

    —Hola, qué tal —dijo el indio. Rápidamente ten-dió la mano para estrechar la de Audie, que se la ofreció encontra de su voluntad—. Soy Rupesh, pero me puedenllamar Bill. Ésta es Deena. Parece que esto está lleno estanoche.

    La muchacha india que les recibió a la entrada seencargó de responder.

    —Llenísimo. Me temo que tendrán que esperar.A menos que prefieran compartir mesa.

    Audie sonrió a la muchacha. Llevaba una placaprendida al sari amarillo y blanco en la cual se leía sunombre, Anna. Era un encanto; la había visto antes en elbalneario, con el pijama blanco que llevaban las masajistasy terapeutas.

    —Por mí no hay problema —dijo el indio.—Si no le importa... —dijo Beth.—Les puedo dar mesa más deprisa si la comparten

    —dijo la muchacha india, Anna, y Audie quiso mirar a losojos a su esposa para indicarle que prefería esperar, quecomer con desconocidos le afectaba la digestión, pero ellaya se había mostrado de acuerdo. Detestaba tener que

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  • compartir. Detestaba el concepto mismo, la palabra en sí;había dedicado la vida entera a garantizarse su propia e in-divisa porción del mundo.

    A los pocos minutos de estar sentados, el indio(¿Bill?) le había dicho que vivía en Chevy Chase, estado deMaryland; que era dueño de una empresa que se dedicabaal leasing de máquinas expendedoras («bebidas embotella-das y enlatadas, y también agua mineral») y que sus pros-pecciones presupuestarias nunca habían sido mejores; quetenía media hectárea de espacio de almacenaje y una casarealmente grande; que su padre, de edad muy avanzada, vi-vía con ellos, y que tenían dos hijos, uno que estudiabaeconomía en Georgetown y una hija, licenciada por JohnsHopkins y analista de activos financieros para GoldmanSachs, a la que las cosas le iban de maravilla, además de quele encantaba su trabajo. Era el segundo día que pasaban enAgni. Tenían familia en Dehra Dun, pasarían un día másy luego volverían a Delhi, donde se dispondrían a tomar elvuelo directo a Newark, un servicio aéreo nuevo, muchomejor que los que hacían escala en Frankfurt o en Londres.

    —Esto es muy espiritual —dijo al cabo de una in-cómoda pausa en la que no halló respuesta por parte deAudie.

    Audie sonrió. ¿Cómo era posible que nadie habla-se tanto que llegara a olvidar con quién estaba hablando?Sin embargo, Audie se sintió aliviado: no deseaba difun-dir ninguna información acerca de sí mismo. Tampocoquería mentir a nadie, de modo que si alguien le hacía unapregunta directa tendría que dar una evasiva o una res-puesta engañosa. Con los parlanchines le resultaba muyfácil permanecer en el anonimato.

    —¿Y cómo se gana usted la vida? —le pregunta-ban algunas veces.

    —Con un montón de cosas —respondía—. Tengoun puñado de empresas. Estoy liado con algunas empre-sas nuevas y tengo en marcha algunos cambios de imagen.

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  • Nos dedicamos a los electrodomésticos. Mobiliario de co-cina. También para empresas del ramo de alimentación.Antes hacíamos muchos pedidos por correo, ventas porcatálogo, y ahora casi todo se hace on line.

    —¿Dónde viven? —le preguntó la mujer india.—Ésa es una pregunta complicada —dijo Audie—.

    En esta época del año estamos por lo común en nuestracasa de Florida. Tenemos un apartamento en Nueva York.Pasamos los veranos en Maine. Tenemos un adosado enVermont, para ir a esquiar. Elija usted.

    Pero la mujer no le estaba escuchando. Hablaba desu hija, que vivía en la ciudad de Nueva York y tenía vein-tisiete años y se le empezaba a pasar la edad de casarse.Ellos, el padre y la madre, se encontraban en la India conobjeto de conocer a los padres de un chico en el que teníanpuesta la esperanza de que fuera un buen partido. El chicovivía en Rochester, estado de Nueva York, en donde ense-ñaba ingeniería.

    —Un matrimonio concertado —dijo ella—. Es lomejor.

    Pareció decirlo con un brillo de desafío en los ojos,como si retara a Audie a que pusiera en tela de juicio suadhesión a la costumbre de los matrimonios concertados.Él disfrutó con su exageración en la excesiva publicidadque le estaba dando.

    —Rupesh y yo concertamos la boda por medio denuestros padres. A los norteamericanos les hace muchagracia —soltó un chillido y meneó la cabeza—. Yo ni si-quiera sabía cómo se llamaba. Sólo sabía de él su horósco-po. Era prácticamente un perfecto desconocido. ¡Y lleva-mos casi treinta años juntos!

    Mientras insistía en lograr su aprobación de la cos-tumbre del matrimonio concertado, se presentaba tambiéna sí misma como una antigualla, si no una extravagancia, ymanifestaba su deseo de que se celebrase que era precisamen-te así. Vivía en Estados Unidos; había dejado boquiabiertas

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  • a sus amistades en Norteamérica muchas veces hablandode esa forma, y desafiaba a Audie, empeñada en que sequedase pasmado. Pero Audie decidió aguantar el desafío,para lo cual se limitó a sonreírle.

    —Beth también era una desconocida cuando nosconocimos —dijo—. La encontré en un bar.

    Oyó entonces al indio —¿Bill? ¿Rupesh?— decir«desvestirse» y «su propia orina», y apartó la mirada de sudecepcionada esposa.

    —Mi padre —dijo el hombre, satisfecho de con-tar con otro oyente—. Estaba en la unidad de cuidadosintensivos del Centro Médico de Georgetown. Allí nosdijeron que ya no podían hacer nada más por él, pues pa-decía un cáncer de páncreas que no se podía operar. «Es-tará más cómodo en casa», nos dijeron. Lo habían dadopor perdido y preferían abandonarlo, no me cabe duda.Se estaba muriendo. En un último recurso fuimos a ver aun yogui. Le prescribió la cura de orina. Mi padre tendríaque beber un vaso de su propia orina a primera hora de lamañana, y así lo hizo. Al cabo de una semana recobró lasfuerzas. Volvió a tener apetito. Tuvo de nuevo hambre,tuvo de nuevo sed. A la segunda semana, Dios mío, em-pezó a engordar. Tenía mejor la piel, tenía la cabeza másdespejada. A la tercera semana había empezado a andarun poco. Recuperó el equilibrio. Con dos meses de bebersu propia orina tenía todo el cuerpo muchísimo mejor. Elmédico dijo que era un milagro.

    Ése era otro detalle: en un momento eran proyec-ciones presupuestarias y el análisis de activos, y al mo-mento siguiente eran los horóscopos y los matrimonios deconveniencia y la maravillosa cura consistente en que be-biera uno su propia meada.

    —Le digo en serio que la India marcha viento enpopa —dijo el hombre al ver que el señor Blunden nomanifestaba ninguna reacción—. Y es imparable. Banga-lore sera el próximo Silicon Valley. ¡La innovación!

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  • —Eso tengo entendido —dijo Audie—, pero todolo que veo en la India —y sonrió a la pareja—, todo lo queveo en la India es que aquí la gente ha vuelto a inventar elneumático.

    Poco después la pareja sonrió. Dijeron que habíasido un placer conocerles y se excusaron, y sólo en ese mo-mento reparó en ellos el señor Blunden, porque no supojuzgar por su modo de actuar si estaban ofendidos y habíanpreferido escaquearse bruscamente o si había verdad en susamables palabras. Era una consistencia inescrutable que nohabía relacionado con los indios. Se sintió impresionado.

    —Parecía un hombre agradable —dijo Beth.—Agradable no parece palabra adecuada para des-

    cribir a los indios —dijo Audie—. Es un poco demasiadoinsulsa. Exuberantes, estrafalarios, piadosos, parlanchines,autoritarios, dominantes, descarados, escurridizos, insince-ros, santurrones... Estoy pensando que ésas sí son palabrasapropiadas para los indios. Esa conversación sobre la curade orina... ¿Habías oído alguna vez una cosa semejante?

    —No le estaba escuchando. Me pareció un hom-bre apuesto. Eso es lo malo que tienes, que esperas que loque digan tenga perfecto sentido.

    —¿Y tú?—Yo los miro mientras hablan. No les escucho.

    ¿Te fijaste que tenía unos ojos preciosos?Se habían levantado y ya se marchaban de la mesa

    cuando oyeron un inesperado «hola». Un indio les hacíauna reverencia a modo de saludo, otro indio que acababade materializarse a su lado. Llevaba una tablilla con unapinza para sujetar unas hojas.

    —Doctor —dijo Beth, que se había olvidado desu nombre. También llevaba una placa del establecimien-to de Agni, en la que se leía Nagaraj—. Doctor Nagaraj...

    Les había dicho que los vería a la hora de la cena yellos habían olvidado que prometieron verle entonces.Pero no parecía contrariado.

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  • —No se preocupen —dijo cuando le pidieron dis-culpas, y Audie volvió a sonreír ante su incapacidad de in-terpretar el ánimo de aquel hombre, de discernir si le im-portaba o no que lo hubieran olvidado.

    —Ya hemos cenado —dijo Audie al ver que la ca-marera se acercaba, y reparó en que era la muchacha queles había dado mesa antes, Anna. Llevaba tres cartas en lamano y se plantó al lado de la mesa con gran serenidad,paciente, atenta. Tenía una cara pálida, redonda, asiática,como la de una muñeca, y llevaba el cabello recogido enun moño, con lo que las orejas sobresalían. Era menuda ypropensa a sonreír cuando se le sonreía.

    —¿Es un diminutivo, una abreviatura? ¿Annapur-na, quizás?

    —No, señor. Es la madre de la Virgen María. Soycristiana, señor.

    —Hay que ver.—Anna Hunphunwoshi, señor. De Nagaland, se-

    ñor. Kohima, señor. Muy lejos, señor.—La he visto en el balneario.—De día también me encargo de dar tratamien-

    tos, señor.—¿Quiere comer algo, doctor? —dijo Audie.—Gracias, pero no. No como nada después de las

    seis de la tarde —se dirigió a Anna—. Tomaré un poco delassi salado.

    —Deberíamos seguir su ejemplo —dijo Beth.—Como deseen.—Tres de ésos, Anna, por favor —pidió Audie.—Gracias, señor —se marchó sigilosamente, abra-

    zada a las cartas del restaurante.—¿Dónde dijo que había hecho sus estudios de

    medicina? —preguntó Audie al doctor.—En el Instituto Ayurvédico de Mangalore.—Así que tiene el título de doctor.—Doctor en medicina ayurvédica, eso es.

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  • —¿Puede ejercer fuera de la India?—Allí donde esté autorizada la práctica de la me-

    dicina ayurvédica, naturalmente, puedo ejercer la medici-na ayurvédica sin impedimentos —dijo el doctor Naga-raj—. ¿Me permite que le vea la mano derecha, señor? —yAudie colocó su mano grande sobre la esbelta mano delmédico—. Relájese —dijo éste, y examinó la mano y tomóalgunas notas en los papeles de la tablilla.

    —La caligrafía india parece que sea como la ropatendida a secar en una cuerda —dijo Audie.

    El doctor, atento a la palma de la mano de Audie,no dijo nada. E incluso cuando regresó la camarera con lostres vasos de lassi continuó estudiando la gran mano abier-ta que tenía ante sí. Tomó más notas. A Audie le descon-certó que también anotase un conjunto de números, queles sumase otras cifras, que procediera a restar, a multipli-car, hasta la obtención de un total, que luego dividió y su-brayó como si fuera un resultado concluyente. Sin soltar lamano de Audie, el médico alzó los ojos y no le sonrió.

    —Ha tenido usted una vida muy dura hasta lostreinta y cinco años —dijo el doctor Nagaraj—. Es como sihubiese preparado el terreno. Después cosechó usted sus re-compensas. En estos momentos sería usted de gran ayudapara un político, pero le aconsejo que lo evite. Los próxi-mos diez años serán muy buenos para el nombre y la fama.¿Señora?

    Ofreció su mano a Beth, que colocó la suya con lapalma hacia arriba.

    —Esos números... —dijo Beth.—Fechas buenas, fechas malas, momentos de riesgo.—¿Hasta cuándo viviré? —preguntó Audie.—Hasta los ochenta y cinco, si se cumple todo lo

    que se debe cumplir —dijo el médico sin titubeos. Volvió aexaminar la palma de la mano de Beth e hizo sus anotaciones.

    —Yo no quiero saber cuánto me queda de vida—dijo Beth—. Dígame sólo las buenas noticias.

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  • —Una infancia feliz, aunque usted no ha tenidohijos —dijo el médico—. Los próximos diez años, saludexcelente. Nunca se fíe de nadie a ciegas, y menos de quie-nes la elogien. Guíese por la intuición. Invierta en propie-dades inmobiliarias. Evite las multitudes, el humo, el pol-vo —el médico estaba en tensión, como si se hallase entrance de traducir de una lengua dificilísima lo que leíaen la palma de la mano de la señora Blunden—. Evite elperfume. Nada de litigios.

    —Ya es suficiente —dijo Beth al ver al médicotensarse y mostrar los dientes. Y retiró la mano y se la su-jetó con la otra. Audie la miró de reojo y supuso que tam-bién estaba preguntándose si el doctor Nagaraj no sería unembaucador. Pero ese pensamiento no estaba en la mentede su esposa.

    El doctor Nagaraj tal vez percibió estos interro-gantes, aunque pareció volver a la calma. Dio un sorbo asu vaso de lassi, asintió y dio unos golpecitos en la tablilla.

    —Llevé a mi amigo Sanjeev al Parque Nacional deRajaji para ver los elefantes salvajes. Son mi verdadera pa-sión. ¿No han visto la colección de estatuillas de Ganeshque tengo en mi despacho?

    —Yo sí me acuerdo —dijo Beth—. Las figurillasen forma de elefante que hay en las estanterías.

    —Eso es —el médico dio un nuevo sorbo—. Nosencontramos una gran manada de elefantes en Rajaji. Noson los mismos que los elefantes domesticados que se usancomo bestias de carga, son una especie diferente. Nos vie-ron. Estábamos cerca de la orilla del río. ¿Conocen uste-des esa frase hecha que dice «nunca te interpongas entreun elefante y el agua»?

    —No —dijo Beth.—Creo que ahora sí me hago una idea —dijo Audie.—Los elefantes se enrabietaron. Vi al macho do-

    minante de la manada que barritaba con la trompa en altoy corrí a esconderme entre los árboles. Sanjeev se quedó

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  • atrás. Estaba clavado al suelo, tan aterrado que no podíamoverse.

    Mientras estaba hablando volvió la camarera, hizoun alto en su mesa y preguntó si faltaba alguna cosa portraer.

    —Gracias, estamos bien así —dijo Audie.—Horrorizado —dijo el doctor Nagaraj cuando se

    marchó—, vi que el gran elefante arremetía contra Sanjeevseguido por otros elefantes de menor tamaño, que levanta-ron entre todos una gran polvareda. Al verlos, Sanjeev aga-chó la cabeza y se arrodilló. Sabía que estaba a punto demorir. No podía echar a correr, no podía salvarse a nado.En cambio, adoptó una posición de yoga. Se llama bidala-sana, la posición del gato. Lo hizo instintivamente.

    Flexionando bien los dedos, para que se notara, eldoctor Nagaraj estiró el mantelillo que tenía delante, co-locó bien el posavasos, bajó la cabeza y dio un sorbo delassi.

    —¿Y qué sucedió? —preguntó Audie.El doctor Nagaraj optó por una llamativa vague-

    dad, aflojó la tensión del rostro y sólo al cabo respondió.—Ah, sí —dijo fingiendo acordarse—. El gran

    elefante que era el macho dominante de la manada bajó lacabeza como si fuese a lanzarse contra él, pero en vez deempalar a Sanjeev con los colmillos el elefante se arrodillóy atrapó a Sanjeev entre los colmillos. No con intenciónde matarlo, oh, no. Me di perfecta cuenta de que lo hizopara protegerlo, para impedir que los demás elefantes lopisotearan.

    Parecía a punto de añadir algo más cuando Bethdijo que estaba agotada, que estaría hecha unos zorros aldía siguiente si no se retiraba a descansar.

    —Para mí que eso fue otro milagro —dijo BethBlunden cuando paseaban bajo el cielo estrellado caminode la suite.

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    TrabajoLínea

    TrabajoCuadro de textoQueda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con autorización de los titulares de propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. Código Penal).

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