el violinista
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Dedicatoria
Déjame mirar tus ojos para descubrir la ternura
que irradia tu vida y si no la descubro hallaré tus labios
para hacerte soñar.
Este libro lo escribí hace mucho tiempo, antes de
conocerte y de saber de ti mi querida Mari Jose y, de
saber que tendría en mi vida a alguien tan especial
como lo fue mi André, por eso cuando supe de tu
cumpleaños, pues pensé en él, miré en el baúl de mi
corazón y lo encontré, para ti mi niña, quizás sea
porque eres dulce, o quizás sea por ese gran corazón, o
simplemente porque estabas destinada a entrar en mi
vida, el caso es que esto es solo para ti, mí especial regalo.
Feliz Cumpleaños
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“Y la catedral no era sólo su compañera, era el universo; mejor dicho, era
la Naturaleza en sí misma. Él nunca soñó que había otros setos que las vidrieras en
continua floración; otra sombra que la del follaje de piedra siempre en ciernes,
lleno de pájaros en los matorrales de los capiteles sajones; otras montañas que las
colosales torres de la iglesia; u otros océanos que París rugiendo bajo sus pies.”
Víctor Hugo, Nôtre-Dame de Paris, 1831
“Danzará eternamente entre la hiedra provista de su viejo violín bermejo,
tocando música de su amante pétreo. La princesa de los cuentos de hadas existe,
como si fuere fuego fatuo en la realidad de aquel camposanto.
Entre la musicalidad de los violines permanecerá grabada su sonrisa, su
imagen sibilina entre la niebla y la brisa.”
Victoria Francés, Favole
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El Violinista
na apacible brisa de mayo de 1909, fresca y
húmeda, agitaba las hojas de los árboles con un
leve susurro. Norman caminaba sin rumbo por las calles de
la Île de la Cité. No le veía sentido alguno, pero eso era
mejor que no hacer nada. Cuando caminaba por una de las
que rodeaban Nôtre-Dame, a lo lejos oyó una armoniosa
canción. Giró la esquina de la catedral y advirtió de un
muchacho, sentado en un banco de la plaza Parvis, tocando
un pequeño violín. Norman se acercó para oír mejor aquella
melodía que tan hermosa le parecía. El joven tocaba con los
ojos cerrados y dos mechones castaños y ondulados
meciéndose al son del viento. Casi ni se fijó en como vestía
ni siquiera en su rostro, solo podía concentrarse en sus
manos que movían el arco de un lado a otro con gran
maestría. Después de haber interpretado toda una pieza, el
chico abrió los ojos y se dio cuenta de que tenía un
espectador.
—¿Te ha gustado? —preguntó el violinista con una
sonrisa.
Norman asintió con fuerza.
—Tocas muy bien.
—Gracias —dijo con una pequeña inclinación— ¿Cómo
te llamas?
—Norman.
—Yo soy André.
—¿Vienes a tocar aquí todos los días?
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—No, sólo cuando tengo tiempo. Pero si quieres
puedo tocar una pieza más.
—Sí, por favor.
André se dispuso a interpretar otra obra para deleitar
a su oyente. Parecía que esta sonaba aún mejor que la
anterior. El viento hacía flotar las notas en el ambiente. El
chico disfrutó del repertorio. Al acabar, no pudo evitar la
curiosidad.
—¿Por qué vienes a tocar a este lugar?
—Porque mi maestro aquí no puede corregirme.
André contestaba con total educación.
—No creo que pueda corregirte mucho.
—Pues es bastante a menudo. Pero yo aprendo más
si lo hace.
El joven recogió el instrumento y se puso en pie.
—He de marcharme ya, no debo llegar tarde. Hasta
otro día, Norman.
—Adiós.
Norman lo vio marcharse con la esperanza de volver
a verlo algún día y poder oír otra suave melodía de las que
salían de su violín.
Durante tres días, Norman acudió a la plaza con el
deseo de que André pudiera ofrecerle un nuevo concierto.
Pero su espera no fue recompensada.
A lo largo de muchas semanas, Norman acudía para
escuchar otra de sus infinitas bellezas musicales con gran
admiración. Hablaban poco pero parecía como si el chico y
el joven fueran grandes amigos de toda la vida. Uno de
esos días, Norman lo recordaba especialmente.
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El chico se sentó en el mismo banco de siempre y
tocó con la vista clavada en el río. Norman no entendía el
porqué de sus hábitos y no dudó en preguntar. Al acabar la
pieza, el niño se atropelló con las palabras, había tanto que
preguntar.
—¿Por qué tocas siempre aquí, André?
—Porque Nôtre-Dame es el centro artístico y musical
de París y porque la Île de la Cité es el origen de París. Y a
veces debemos ir al origen de las cosas para comprenderlas.
—¿Y tú has logrado entender París? —preguntó el
niño, sin entender a dónde quería llegar.
El joven rió.
—Quizás. Pero lo importante es que comprendas que
la superficie no da respuestas. Hay que buscar para hallar.
—No sé si entiendo muy bien.
—¿Cuántos años tienes, Norman?
—Ocho —contestó orgulloso.
—Eres demasiado pequeño para entenderlo.
—Yo no soy pequeño.
—Claro que no. Soy yo, que hablo como si fuera
demasiado mayor.
Norman se contentó con esa respuesta, no quería ser
un niño pequeño.
—¿No tienes amigos? -preguntó André.
—Sí, pero no me gusta jugar con ellos.
—¿A qué juegan?
—Tiran piedras al río, se suben a los árboles, asustan
a las niñas…
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—¿Y a ti no te gusta hacer esas cosas?
Norman negó con la cabeza.
—Es muy aburrido. A demás, si quiero ser médico
como padre no debo hacer esas cosas. Madre siempre me
lo dice.
—¿Quieres ser médico?
—Sí, porque curas a la gente que está mala. Eso está
bien y cuando hago algo que está bien estoy contento.
—Me gusta que pienses así, serás una buena persona.
—¿Tú que vas a hacer cuando seas mayor, André?
—¿Cuando sea mayor?, buscaré a alguien que ame lo
mismo que yo. Y permaneceré a su lado para siempre.
—¿Y qué es lo que tú amas? —preguntó el chico,
extrañado.
—La belleza -argumentó el chico con una sonrisa.
Norman creyó que eso era una tontería así que pasó
a otro tema.
—¿Sabes tocar otro instrumento a parte del violín?
—No. Pero sé bailar ballet.
—¿Y eso que es?
—Es un baile muy bonito que se acompaña de música
clásica.
—¿Y violines? —preguntó Norman esperanzado.
—Sí, también se baila con la música del violín.
El niño se quedó impresionado de que André supiera
tocar y bailar para ser un chico.
—¿Y bailas tan bien como tocas el violín?
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—No —dijo entre risas—. El otro día acudí al Teatro
del Châtelet y pude ver el estreno del Ballet Ruso. Entonces
me di cuenta de que ni bailo ni toco tan bien como debería.
—Yo creo que me estás engañando. Nunca he oído
tocar a nadie tan bien como tú.
El chico miró su reloj de bolsillo y puso mala cara.
—Me encantaría seguir hablando contigo, Norman.
Pero he de marcharme.
—Vale.
Cuando el joven ya se había alejado unos pasos, se
dio la vuelta y le dio un pañuelo blanco que tenía un
bordado.
—Quédatelo tú y recuerda que las cosas son más
bellas por dentro que por fuera.
Norman no preguntó y vio a André marcharse
lentamente. Se dijo a sí mismo que debía esperar para
intentar comprender todo lo que él le había dicho. Pero
después se asustó, porque para entonces ya no se
acordaría de la conversación. Aún así se marchó a casa
mientras leía el bordado del pañuelo que mostraba el
nombre del joven.
Norman sintió que André era un hombre muy
diferente a los demás, pero aún así, no era feliz. Sabía que
André estaba triste, pero el por qué no lo conocía.
Durante días e incluso semanas Norman siguió
acudiendo a la plaza, pero el violín nunca sonaba. Empezó
a desesperarse, pensando que nunca más volvería a oír su
música. El niño, inocente, esperaba todos los días pero
finalmente desistió.
Una de las tardes que volvía de Nôtre-Dame, Coralie,
su madre, le dio una noticia que no le gustó mucho.
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—Norman, he de decirte algo.
—¿Sí, madre?
—En el pueblo de la abuela ha muerto el médico, así
que tu padre va a sustituirle un tiempo.
—Vale.
Coralie notó que su hijo no comprendía del todo a lo
que quería llegar.
—Verás hijo, debemos mudarnos al pueblo de la
abuela con tu padre. Vamos a estar fuera de París durante
mucho tiempo.
—No —se asustó el pequeño— no nos podemos ir de
París.
—Es la elección de tu padre. A demás, aquella zona
es muy bonita —razonó Coralie con su hijo.
—¿Pero no hay otro médico?, ¿tiene que ser padre?
—preguntó Norman inocentemente.
—Ya sabes que él habla mucho de los bosques tan
bonitos que hay allí, y quiere volver al lugar en el que se
crió.
Norman no estaba de acuerdo del todo con esa
decisión pero aun así asintió.
—Irás a la escuela de allí y conocerás niños nuevos.
—Bueno, vale. Pero tenemos que volver pronto,
tengo cosas que hacer.
Su madre sonrió. Norman nunca solía desobedecer y
si su madre le decía algo, lo hacía sin rechistar. París era su
hogar, pero el pueblo también era muy bonito y al menos
se contentó con eso.
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Unas semanas después, Norman y su familia
partieron al pueblo de la abuela. Por el camino cada uno de
los miembros se asombraba de la belleza del lugar. La
carretera estaba bien resguardada por los árboles que
entrelazaban sus ramas sobre el carril, manteniendo la
agradable temperatura. Se podía respirar la humedad que
emanaba de los helechos y, en general, de toda la
vegetación y foresta.
El transporte se detuvo frente al patio delantero de la
primera casa que apareció.
Hayas, coníferas, olmos y arces rodeaban la mansión
en un intento de recuperar su espacio.
La gran estructura elevaba sus muros de piedra con
gran majestuosidad sobre un claro en la espesura. El sol se
filtraba a través de las hojas, iluminando el tejado con un
brillo natural.
—Espero que sea de vuestro agrado —deseó el padre
de Norman cuando abrió la puerta.
—Es preciosa, Henry —advirtió Coralie.
—A mí también me gusta —comentó Norman antes
de salir corriendo para explorarla.
Su hermana pequeña, Giselle, le siguió a toda prisa.
La luz entraba débil por los enormes ventanales que
ocupaban casi todas las paredes. Los suelos de madera
crujían con las pisadas ansiosas de los niños. Giselle
empezó a tirar de todas las sábanas que cubrían los
ornamentados muebles para poder verlos. Norman abrió
todas las puertas del segundo y tercer piso para ver cuál de
las habitaciones era más grande, pero todas le parecieron
igual de enormes. Ambos se adentraron hasta en el más
recóndito rincón, quedando maravillados e ilusionados por
su nueva vida.
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Parecía que se les había reservado un lugar mágico
para que pudieran disfrutar de toda una vida juntos.
5 años más tarde.
Henry y Coralie adoraban su nuevo hogar y Giselle
creció en aquel ambiente de paz con sus nuevos amigos
como cualquier otra niña, pero las cosas no le fueron tan
bien a Norman como hubiera querido. La nueva vida del
chico se convirtió en una continua rutina sin sentido. Su
apagado estado de ánimo siempre le llevaba a la soledad y
el tedio. Sin motivo ni razón pasó de ser un niño feliz, a un
muchacho triste.
Uno de esos días de extremo aburrimiento, Norman
paseaba por el bosque, como de costumbre, y advirtió de
un objeto luminoso cerca del río. Se aproximó y vio que era
un pequeño reloj de bolsillo plateado. Le dio la vuelta y leyó
el grabado.
Mireille
Se lo guardó en el bolsillo y siguió su camino de
hastío. A la vuelta vio a una muchacha, de
aproximadamente doce o trece años de bucles castaños
muy largos con un vestido blanco, rastreando la orilla del
río. Norman supuso que sería la propietaria de su hallazgo.
—¿Mireille?
—¿Sí? —preguntó la chica alzando la vista.
—Creo que tengo lo que buscas.
Norman sacó el reloj y se lo entregó.
—Gracias, pensé que se lo había llevado el río.
—No es nada.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Mireille con una
enorme sonrisa.
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—Norman. Nunca te había visto por el pueblo.
—No soy de aquí, he venido hace poco, me quedaré
con mis tíos durante el verano.
—¿De dónde eres?
—De Rouen —contestó Mireille.
—Yo antes vivía en París.
—¿En serio? A mí me encantaría ir a París.
Norman sonrió, por primera vez en mucho tiempo.
—Y a mí me encantaría volver.
La chica miró su reloj.
—Ojalá pudieras contarme cosas, pero he de
marcharme ya.
—El pueblo no es muy grande, ya nos veremos. Adiós.
Mireille se alejó, adentrándose en la espesura de la
foresta. A Norman le hubiera gustado continuar su paseo
pero ese día estaba caminando muy lejos de casa y la
noche se le estaba empezando a echar encima así que era
hora de volver.
Las pesadillas poblaban las noches del joven desde
hacía ya mucho tiempo. Aquella vez, un ruido procedente
del techo despertó a Norman de uno de sus horribles
sueños.
Se suponía que no había cuarto piso pero inquieto
buscó aquel sonido para poder despejarse un poco.
Cualquier otro murmullo no le hubiera despertado pero este
sonaba con intensidad.
Palpando el techo, advirtió de una grieta y se
apresuró a empujar hacia arriba.
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La trampilla se abrió. Dio un salto sobre la cama y sin
dudarlo se internó en una inexplorada buhardilla, sin saber
qué encontraría en aquel inhóspito lugar.
El acorde cesó, pero el objeto que lo producía seguía
allí. Norman sintió un siniestro escalofrío recorriéndole la
espalda. Creyó que aún estaba durmiendo, porque aquello
parecía demasiado irreal.
La musicalidad de un violín yacía sin vida en un
rincón de aquella siniestra habitación.
Una parte de su ser estaba aterrorizado, puesto que
al parecer el violín se había tocado solo, pero la otra se
sentía aliviado de haber vuelto a oír aquel bellísimo sonido
que tanto miedo tenía de olvidar. Suspiró y lo dejó estar.
Prefirió no pensar demasiado en ello y decidió volver a
dormirse, ya habría tiempo para pensar acerca de ello.
Por la mañana ya casi se había olvidado de lo del
violín, pensó incluso que lo había soñado, pero al final
recordó que no había sido así. Con lo que sí había soñado
era que volvía a París y que André tocaba otra pieza para él.
Norman bajó a desayunar temprano. Su padre seguía
allí.
—¿Qué te ocurre? —preguntó Henry a su hijo ante su
decaído gesto.
—Echo de menos París —contestó el chico.
—Algún día volveremos.
—¿Por qué no ahora? —preguntó.
—Ya lo hemos hablado. Ahora no es el mejor
momento.
Norman se quedó en silencio pero Henry no quiso
desistir.
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—¿Qué le pasa a este lugar?
—Hace mucho tiempo que me aburre, en París, en
cambio, siempre había algo nuevo.
—¿Por qué tienes esas ganas de volver a París? -se
extrañó el padre.
—Porque lo he recordado.
Norman se quedó esta vez pensativo, decidiendo si
contárselo o no.
—He encontrado un violín. En la casa —contó al fin.
—¿Un violín?, ¿Dónde?
—En la buhardilla.
—¿Qué buhardilla? —preguntó extrañado el hombre.
—En mi dormitorio había una trampilla para subir.
Vamos.
Henry quedó muy sorprendido y acompañó al chico
escaleras arriba.
—Mira —dijo Norman señalando la trampilla.
Entre ambos subieron con una escalerilla que había
en el sótano.
—Nadie me dijo que esta casa tuviera buhardilla.
—Aquí está.
El padre lo examinó con cuidado, aunque no supiera
mucho de instrumentos musicales.
—Hay un experto en el pueblo, podemos llevárselo.
Norman asintió sin mucho entusiasmo.
Esa misma tarde, padre e hijo se dirigieron al centro
del pueblo.
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—Bienvenidos —saludó un hombre cuando entraron
en su taller.
—Buenas tardes señor. He encontrado esto en la
buhardilla. ¿Qué valor puede tener?
—Déjeme ver.
Henry le tendió el instrumento y el hombre lo observó
durante unos minutos. Lo miró de arriba abajo, por delante
y por detrás, entonces el hombre alzó la cabeza
sorprendido.
—Me temo que posee usted un hallazgo de lo más
valioso. Goza usted del finísimo acabado y hermosa
sonoridad de un Stradivarius.
—¿Un Stradivarius?, ¿está seguro?
—Ya lo creo que sí. Pensé que jamás volvería a ver
uno. Lamentablemente yo no puedo pagarle lo que este
cuesta. Si no lo van a usar para su disfrute personal, algún
coleccionista de París se lo comprará.
—Gracias de todas formas.
—Trátelo bien, es una maravilla de la música.
—Lo haré. Pase un buen día.
—Norman, he de pasarme por la consulta, ¿quieres
llevarlo a casa, por favor? -pidió Henry al salir.
—Sí, padre.
—No tardes en llegar.
—No. Adiós, padre.
De vuelta a casa, alguien esperaba al chico.
—Hola, Norman —saludó un joven cobijado bajo la
sombra de un gran árbol— te he estado buscando.
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—Hola. ¿Quién eres tú?
—¿No me recuerdas?
Norman se fijó en su raída vestimenta de algodón
gris, en su despeinado cabello y en su amoratado cuerpo.
—Lo siento, no.
—Bueno eso no importa. Sólo quería pedirte tu ayuda.
—¿Para qué?
—Necesito que tu amiga Mireille y tú vengáis al
bosque esta noche —pidió el muchacho.
—¿Pero, por qué?
—Dame el violín que has encontrado.
El chico se apartó pero él se lo quitó de las manos.
—No se lo digáis a nadie, es un secreto.
El joven empezó a correr y desapareció entre los
árboles. Norman no supo qué hacer, así que se puso a
buscar a Mireille.
—¡Mireille!-gritó cerca de su casa.
—¿Norman?-contestó la chica asomándose a la
ventana.
—Mireille, ayúdame, se ha llevado el violín que
encontré, es muy caro y mi padre me castigará si no lo
encuentro.
—¿Qué violín?
—No importa, esta noche necesitamos ir a bosque.
Por favor.
—De acuerdo, ven aquí, esta noche.
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Cuando la luna se cernía bien alta sobre el claro,
ambos chicos caminaban por el bosque buscando al joven.
—Ha sido una suerte que no me hayan pillado.
—¿Ves a alguien? —preguntó Norman ignorándola.
Estaba muy preocupado.
—Sí, allí, bajo aquel árbol.
Los chicos se acercaron corriendo. El muchacho les
esperaba.
—Qué bien que hayáis venido. Tengo una sorpresa.
—¿Por qué teníamos que venir aquí? —cuestionó
Mireille.
—Vamos a jugar a un juego. Debéis de seguir las
pistas para encontrar el violín.
—Es de noche, no se ve nada.
—Así será más gratificante encontrarlas —argumentó
el joven.
—Es imposible —se quejó Norman.
—El tiempo se agota, así que debéis empezar a jugar.
Mireille salió corriendo hacia la espesura del bosque.
—¿Cómo las vamos a encontrar? —preguntó él.
—El bosque y yo os ayudaremos —le contestó el
muchacho.
Norman también echó a correr, pero la visibilidad era
nula. No sabía siquiera a que dirección se estaba dirigiendo.
Cuando ya creía que estaba perdido, el reflejo de la
luna sobre el lago le llegó a los ojos en un destello. Mireille
le esperaba en la orilla.
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—Ahí está la primera pista, me lo ha dicho él -dijo
antes de tirarse de cabeza al agua.
Norman se acercó a la orilla y observó la superficie
del lago hasta que Mireille emergió de él.
—¡Ayúdame! Algo no me deja salir.
El chico, aterrado, cogió su mano pero la fuerza de
ella fue superior y cayó al agua. Cuando Mireille ya estaba
fuera, Norman sintió cómo una garra fría atrapaba su pie y
tiraba de él hacia abajo. Chapoteó intentando librarse pero
cada vez se hundía más. No podía respirar, el agua entraba
en sus pulmones, encharcando su último aliento de vida.
Sumergido en aquellas aguas una luz iluminó la oscuridad
en la que se hallaba. Cogió aquel objeto brillante y subió
con todas sus fuerzas. Entonces se deshizo de la opresión
ejercida sobre su tobillo y salió a flote.
—¿Has encontrado la primera pista? —preguntó
Mireille ayudándole a salir.
—¿Qué significa esto? —preguntó Norman intentando
aún
Recuperarse, es un reloj—. No funciona.
—No importa, corre.
—Espera —suplicó Norman, pero ella ya había
reemprendido la marcha de nuevo.
Consiguió alcanzarla cuando ya se acercaban al jardín
de las estatuas.
—Para, Mireille —susurró Norman ocultándose tras un
árbol.
—Oh, ¿Qué, están… haciendo las estatuas? —
preguntó Mireille sorprendida.
—Están bailando. ¿No oyes la música?
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—No.
—Están bailando Ballet.
—Norman, no oigo nada.
—Están sonando violines.
—¿Qué clase de pista es esta?
—Debemos conseguir las zapatillas, ¿las ves?
Mireille fijó la vista en el centro del círculo donde las
gélidas estructuras se movían al son de un siniestro silencio
que sólo era música a los oídos de Norman.
—Sí, en el centro. Pero no paran de moverse, ¿cómo
lo vamos a conseguir?
—Tenemos que hacer que deje de sonar la música.
—¡Pero si no oigo nada!
—¡Mireille!, mira ahí, en el suelo.
—Se está escribiendo algo. Pero, ¿con qué?
—Las notas musicales se están escribiendo solas.
Tenemos que hacer silencios.
—¿Servirá esto? —preguntó Mireille con un trozo de
piedra en la mano.
—Probemos.
Ambos se pusieron de rodillas sobre el suelo de
piedra del jardín. Mireille apretó la dura superficie con la
piedra intentando escribir un silencio sobre aquel
improvisado pentagrama.
Cuando los insonoros instrumentos llegaron a esa
sección, las estatuas dejaron de bailar. Entonces Norman se
apresuró para hacerse con las zapatillas.
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—Guarda un pañuelo dentro, pero no lleva bordado.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Mireille.
—Chicos, por aquí —gritó el joven.
Él los guió esta vez a una pequeña cueva. Mireille
dudó, pero finalmente entraron. Despacio, se adentraron en
la oscuridad.
—¿Lo oyes? —preguntó el chico.
—Sigo sin oír nada —se desesperó Mireille.
—Está sonando muy fuerte.
—¡¿El qué?!
—El violín —Norman tuvo que ponerse las manos en
los oídos— me hace daño.
Norman sintió un escalofrío muy intenso y comenzó a
marearse. Todo daba vueltas a su alrededor a una
velocidad vertiginosa. El lugar era un completo borrón
negro.
Norman lanzó un alarido de dolor que rasgó la noche
con su intenso sufrimiento.
Pero pronto todo aquello fue solo una ligera sensación.
Los árboles desaparecieron y se convirtieron en edificios, el
suelo lleno de hojas se transformó en piedra y el silencio en
la bajada de un río, un río que bien conocía.
La luna alumbraba París con una intensa luz. André
seguía sentado en el mismo banco de siempre.
—¡André!
—Hola, Norman. Te estaba esperando.
—¿Por qué?
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—Porque quería enseñarte una cosa. Ven
acompáñame.
El joven llevó al chico por las calles de la ciudad del
amor hasta una enorme casa en el IIº arrondissement.
Antes de entrar, él le hizo un gesto para que guardara
silencio.
—Voy a mostrarte algo que no te va a gustar y que
ya ha ocurrido, no sufras.
Norman asintió tragando saliva.
Cuando el joven entró, una sirvienta le hizo una
pequeña inclinación. Subieron unos escalones y entonces la
voz grave de un hombre lo llamó.
—André.
El se quedó parado con una sonrisa en la cara a pesar
de su angustia.
—¿Sí?
—Te he dicho que no me gusta que salgas a estas
horas. Te he esperado para cenar y no has llegado a tiempo
-se quejó el hombre en un tono amenazante.
—Lo siento —se disculpó el borrando su sonrisa— me
entretuve.
El señaló el violín intentando excusarse. Pero al
parecer al hombre no le bastó y se molestó bastante.
—¿Crees qué es más importante la música que tu
marido?
André negó con la cabeza aunque pensara todo lo
contrario. Aún así tomó aire y su tono de voz pronto cambió
a la defensa.
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—No compré ese Stradivarius para que sólo vivieras
por él.
—Si me disculpas, me gustaría ir a cambiarme —se
atrevió André un tanto arrogante.
Subieron las escaleras a toda prisa hasta el segundo
piso y entraron en el dormitorio principal. André puso una
silla bloqueando la puerta, suspiró tres veces y se sentó
ante el tocador.
El joven se quitó la gorra que llevaba y se soltó el
cabello. Su melena castaña y ondulada le cayó en cascada
hasta la mitad de su espalda. Se adentró en el vestidor y
salió vestido con un camisón gris y muy largo.
Norman abrió mucho los ojos y se quedó sorprendido.
Todo: el pañuelo, las zapatillas de ballet, el reloj, el sonido
de un violín, todo le llevaba a él. André siempre había
estado con él, era el joven con el que estaba jugando.
Entonces Norman se dio cuenta de que jamás se había
fijado en la cara del violinista, nunca le importó su aspecto
o belleza porque él siempre quería verlo para oír su música,
le gustaba por su personalidad, por su carácter, por sus
cualidades. La sorpresa le dejó inmóvil. André no le
abandonó, André le había estado buscando.
El continuó peinándose, volviendo a sonreír. Pero la
felicidad aparente le duró solo un instante. Un golpe fuerte
e insistente daba en la puerta. El hombre gritaba al otro
lado.
André cerró los ojos y volvió a suspirar tres veces. Se
echó mano al brazo y puso sus dedos sobre un enorme
morado como si le doliera cuando él gritaba.
—¡André, abre la puerta!
—No —susurró él.
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—André, sé un buen esposo y abre a tu marido, no te
lo voy a repetir.
Él no lo dudó más, se puso en pie, tomó aire y fue
valiente.
—No voy a abrir la puerta.
El hombre dejó de dar golpes.
—Eres un hombre muy bello y un excelente músico y
bailarín, pero un mal marido. Tienes veintidós años,
madura y compórtate como un hombre.
—Tú eres un hombre atractivo y un excelente
banquero, ¡pero un hombre despreciable!
El hombre volvió a atizar en la puerta y se enfureció
más. André no aguantó más y se vino abajo, se hizo un
ovillo en un rincón con los brazos entrelazados sobre su
violín y comenzó a sollozar. Norman estaba aterrorizado,
pero recordó que esto ya había ocurrido y se tranquilizó
una mínima parte. Era sofocante y desesperante la
sensación de no poder hacer nada.
—Si no abres, echaré la puerta abajo.
André no se atrevió a contestar, no quería continuar
con ese juego.
Finalmente el hombre consiguió abrir la puerta y se
abalanzó sobre el indefenso André. Lo cogió con brutalidad
por el brazo, la levantó del suelo y le arrebató el
instrumento de las manos.
—Voy a acabar con este maldito violín.
El joven se aterrorizó e intentó salvar su apreciado
Stradivarius
—¡¡NO!! —gritó con todas sus fuerzas.
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André cogió una figura de piedra y golpeó a su
marido en la cabeza con ella.
Antes de que el hombre cayera, empujó a André, el
tropezó, cayó de espaldas y se golpeó en la cabeza con la
mesilla.
Norman, entró en pánico, cerró sus ojos llenos de
lágrimas y desapareció de la violenta escena.
Al despertar de nuevo, la luz del amanecer iluminó la
cueva. Mireille, que estaba sosteniéndole, le miraba con los
nervios a flor de piel, esperando a que él reaccionara.
—Norman, ¿estás bien?
El chico abrió los ojos despacio y sonrió. Pero
después se puso en pie y comenzó a buscar a André.
El hermoso hombre le esperaba a la orilla del lago,
sonriendo al muchacho y esperándole. Norman se
tranquilizó y se acercó corriendo seguido por Mireille.
—André, has muerto.
—Así es. Vine a buscarte para que supieras lo que me
ocurrió, porque eras el único al que parecía importarle mi
ausencia.
Norman no supo qué decir, estaba impactado, las
palabras no sabían brotar de su boca.
—¿Recuerdas aquello que te dije en Nôtre Dâme,
durante los días en los que tocaba para ti?
—A veces debemos ir al origen de las cosas para
comprenderlas. Las cosas no son iguales por dentro y por
fuera. Hay que buscar para hallar.
—Tú me has buscado, me has hallado y ahora
comprendes lo ocurrido desde el origen.
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—¿Por qué permitías que te hiciera eso?
—Porque el amor es así, yo no podía hacer nada
contra mi propio marido. Le quería.
—Ojalá las cosas no hubieran sido así.
—No podemos cambiar el pasado, pero sí mejorar el
futuro. Yo no puedo hacerlo pero tú sí.
—¿Cómo lo haré? —preguntó Norman.
—Con tus propias elecciones y con ayuda de Mireille.
Desde pequeño fuiste un chico especial.
—Siempre lo tendré presente.
—Ahora mi querido Norman me gustaría regalarte
una última pieza. La mereces.
La onda producida por una lágrima incorpórea
deshacía el reflejo perfecto de una luna espectadora desde
su imagen en la superficie del cristalino lago. La
musicalidad de un violín en desuso mecía sus notas al son
de un aire impregnado de naturaleza viva, entonando
acordes imposibles en su noche fría.
Una última pieza, en oferta de agradecimiento, suena
con todo entusiasmo entre el nocturno silencio.
La naturaleza observa encantada cómo un bello
fantasma hacer flotar el origen de su vida, de su historia y
de su propio fin. Alegre permanece entre sus amores
llamados belleza, disfrutando de un momento que en vida
jamás pudo alcanzar.
El réquiem toca a su fin, el músico se levanta, hace
una inclinación y alza su mano.
Un suspiro y una sonrisa pronuncian un adiós lleno de
encanto entre el sufrimiento, ya muerto, de un alma
solitaria que encuentra al fin su meta.
26
Norman despedía con su corazón en un puño a una
persona única capaz de encontrar lo bello entre todo el
horror, capaz de soñar sin miedo con un mundo mejor.
Todo el encanto queda guarecido en el alma de un
niño que guardará lo aprendido como si el auténtico valor
de la vida se hallara ante sus manos, porque existen
muchos caminos, pero todos acaban en un único destino.
André, tras encontrar a esa persona que tanto buscó,
capaz de amar algo inmaterial, pudo dormir en paz, con
una nana que bien sonaba a música celestial velando su
sueño.
Un Stradivarius perdido permanece en su pequeño
rincón de madera, esperando que unas manos delicadas
quiten su suciedad polvorienta para volver darle vida a este
instrumento de cuerda.
Norman recibía como regalo un reloj y unas zapatillas
de ballet, recuperaba un pañuelo olvidado y hacía gran
esfuerzo por guardar ese momento en el lugar principal de
su mente. Porque el instante era digno de no ser olvidado
jamás.
Una apacible brisa de noviembre de 1914, fresca y
húmeda, agitaba las hojas de los árboles con un leve
susurro, André lanzó un beso, una mirada llena de felicidad
y un gracias. El sobresaliente joven sonreía porque al fin
encontró a esa persona capaz de amar lo que el amaba.
Y permaneció a su lado para siempre y por toda la
eternidad.
Fin