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1 RIO GRANDE REVIEW 2013 www.utep.edu/rgr El Viento No Es Un Cazador Solitario Por Juan Pablo Chaves Como no tienes poder suficiente, el viento te habría hecho perder el camino y a lo mejor hasta te mataba empujándote a un barranco. Viaje a Ixtlán. Carlos Castaneda. I Vine atraída por Renato, un uruguayo que conocí en un bar de Lima meses atrás. Renato, es uno más del montón de personas que ha decidido exiliarse de una vida normal por voluntad propia. A un lado de mi gusto por él, también cae mi interés por su vida aislada de las ambiciones que generalmente más seducen. Y escribí interés, porque así son todas las personas de las que me nace escribir, gente que busca su adrenalina en la deriva. Renato vive en un barco pequeño, me parece que antes era lancha y fue remodelada para ser habitable. Él es un hippie de los clásicos, un rebusca vida. Eso es lo que me dice, aunque he visto que corre la misma suerte mía, porque tiene un auspicio familiar que le facilita los días. Renato es un drogadicto y un borracho. Dice que pinta pero no le he pillado ni un cuadro, está bien, uno nada más, muy de poca monta y estilo. Ayer tomamos vino

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RIO GRANDE REVIEW 2013

www.utep.edu/rgr

El Viento No Es Un Cazador Solitario

Por Juan Pablo Chaves

Como no tienes poder suficiente, el viento te habría hecho perder el camino

y a lo mejor hasta te mataba empujándote a un barranco.

Viaje a Ixtlán. Carlos Castaneda.

I

Vine atraída por Renato, un uruguayo que conocí en un bar de Lima meses atrás. Renato, es uno más del montón de personas que ha decidido exiliarse de una vida normal por voluntad propia. A un lado de mi gusto por él, también cae mi interés por su vida aislada de las ambiciones que generalmente más seducen. Y escribí interés, porque así son todas las personas de las que me nace escribir, gente que busca su adrenalina en la deriva. Renato vive en un barco pequeño, me parece que antes era lancha y fue remodelada para ser habitable. Él es un hippie de los clásicos, un rebusca vida. Eso es lo que me dice, aunque he visto que corre la misma suerte mía, porque tiene un auspicio familiar que le facilita los días. Renato es un drogadicto y un borracho. Dice que pinta pero no le he pillado ni un cuadro, está bien, uno nada más, muy de poca monta y estilo. Ayer tomamos vino

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tinto desde la mañana y fumamos marihuana. En la tarde agotamos, a cucharadas, un potaje de hongos que preparó un amigo de él que vive en Piriápolis, el pueblo donde me estoy quedando, mentira, no me quedo, pago un hostal y duermo en el barco de Renato. Al principio no quise quedarme con él, pero desde que nos acostamos, me alivié de un mal genio que me perseguía desde meses atrás. Renato es pasividad y promesas incumplibles. Repite a diario que soy la mujer de su vida, que me amará para siempre, que por mí va a cambiar, que seguro va a vender el barco para pagar un departamento de buena renta, que también se va a afeitar la barba y lograr el trabajo que sea, que ya no le importa volver a Babilón desde que sea conmigo, dice. Yo sigo el juego y le doy unos buenos besos, porque así no cumpla, es un buen hombre y eso me basta. También, y gracias a él, tengo un nuevo rumbo que vengo planeando. Renato admira a un escritor investigador, de nombre Carlos Castaneda, ni idea de donde sea, algunos dicen que peruano, no se sabe, pero latinoamericano en todo caso. Él reveló la vida mágica de los indios chamanes del norte de México, en el desierto de Sonora, los indios yaquis, me asegura Renato. Eso me llama la atención, un hombre que va en búsqueda de magia en una época donde la tecnología científica ha eliminado todo su rastro. De la crónica que pensaba hacerle a Renato no queda nada. No supe enfocarla, es un gran borrón. Renato es muy similar a otros que quieren abandonarlo todo y se plantan en sus ideas y ahí se regocijan sin llegar a un hecho concreto. Él, como otros, es un cliché del que ya no quiero escribir más.

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Salí temprano de Piriápolis. No me despedí de Renato y lo más seguro es que no lo vuelva a ver. Antes de irme, procuré, eso sí, el mayor tiempo en reuniones con él y sus amigos para hablar sobre Carlos Castaneda. Nos sentábamos en su barco y yo los ablandaba con vino que les invitaba, y ya en confianza, me contaban muchas historias que tildo de irreales. Asuntos mágicos y viajes inducidos por la ingesta de plantas y también otros viajes, de hombres de poder, según ellos, que lograban habitar en lo que puede llegar a ser otra realidad sin necesidad de alterar la conciencia. No sé si haya sido por la pasión con que me contaron los relatos o por mi necesidad de encontrar un rumbo nuevo, pero debo aceptar que Carlos Castaneda, a quien conozco por unas fotos que hay de él en Internet, me ha causado tanta intriga que se ha vuelto constante en mi cabeza y sin llegar a quererlo me ha avivado un estado emocionante que rara vez detecto en mí. De Piriápolis a Montevideo. De Montevideo a Buenos Aires. De Buenos Aires a Ciudad de México, directo. Ahí tuve que quedarme dos horas, haciendo escala. Aproveché el tiempo que para muchos es muerto y terminé de escribir mi última crónica. Al fin sí escribí sobre Renato, más bien de todos los Renatos que he conocido. Escribí rápido, fue un resumen de los hombres y mujeres que he seguido, esos y esas que a bien se consideran parias en palabras nada más. La titulé: La misantropía es un lugar común. Con tiempo de sobra, la pasé a computador desde un cibercafé y revisé el título varias veces. Dudé porque ellos realmente no es que sean misántropos, un par quizás que sí, pero el resto andan con gente de su clase. Así que decidí cambiarle el título y dejé: Onanismos entre antisociales y misántropos. Funciona además, porque la mayoría de relatos tienen apartes amorosos. La

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verdad, es que con casi todas las personas tuve cuento, aun con una mujer, pero no me gustó. Una vez estuvo terminada la crónica la envié a unas revistas de Bogotá y Miami, que importan los nombres, si todavía no me publican nada. Igual, me han dado una que otra respuesta, motivándome a seguir, que no lo hago mal, que busque temas más llamativos, así me dicen, algo más llamativo para el lector. Llevo varios días en Hermosillo. A cambio de un hostal, preferí un hotel. Hace poco mi papá me envió dinero, entonces me resultó fácil decidirme por una cama doble y desayuno a la habitación. Comodidades que había dejado de tener en los cuatro meses que viví con Renato. De Carlos Castaneda, lo único que sé hasta ahora es un dato irrelevante. Sé que su real nombre es Carlos Castañeda y por sus publicaciones en inglés prefirió dejarse el Castaneda. He intentando hablar con los mozos de hotel, con las mucamas, con los taxistas, de forma muy amigable para hallarles algún rastro de este hombre, pero nada. Cerca del hotel donde me quedo, sobre la misma Calle Oaxaca y pasando el Jardín Juárez, hay un restaurante de comida típica mexicana donde asisto frecuentemente. La dueña se llama Adolfina Martínez. Con ella he entablado una relación inicial desde la gastronomía porque su comida me recuerda mucho a la sazón de mi mamá. Con ella hablo mucho, paso tardes en su restaurante y ella se sienta conmigo. No sabe nada de Carlos Castaneda. Lo que sabe es un poco sobre los indios yaquis. Y sin yo pedirlo ha puesto una fecha para ir a ver a un anciano yaqui que vive cerca de su casa. Una

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persona bondadosa que seguro me puede ayudar, dijo Adolfina. El anciano se llama Silvio. Su piel es como madera seca y sus arrugas parecen talladas a la fuerza. Su casa es apenas un vividero, un techo con baño y nulas comodidades. Vive solo y dice que tiene una familia grande que armó con su esposa, quien ya ha muerto. Silvio habla con calma y me pregunta lo mismo varias veces con asombro en sus palabras: ¿Qué hace usted aquí niña? ¿Por qué vino de tan lejos? Le conté sobre Carlos Castañeda, sobre los indios yaquis, sobre los hombres de poder que viven en esta zona. Se levantó de la silla y me dijo que no son hombres de poder, son hombres de conocimiento y que ya no existen, o por lo menos no en una ciudad. Ellos están en otros lados, son apátridas de tu mundo, dijo. Le dije que eso justo es lo que me interesaba, conocer o saber de esas personas, o de alguna en especial, quien quiera que fuera, que yo quería conocer ese tipo de vida. Se rió. Imposible, dijo. ¿Y usted es un hombre de conocimiento?, le dije. ¿Yo?, y se echó a reír. Si fuera un hombre de conocimiento no viviría en Hermosillo, por allá tal vez y señaló una zona desértica o allá y señaló otra. O allá y volvió a reír. ¿Entonces es imposible conocer a ese tipo de gente?, dije. Eso depende de ellos, si quieren te hablan, sino, ni los ves. Y adónde tengo que ir para por lo menos estar cerca de ellos. Ah, muchacha… dijo, sí que eres aguda. No le volví a mentar el tema y a cambio, compartimos una comida que le llevaba: unas preparaciones de Adolfina, que van para el gusto del viejo, me dijo ella. Mientras comíamos unas enchiladas, se me ocurrió que Silvio podría servir para la crónica. Posible que pasando más tiempo con él, fuera cediendo para contarme la historia de alguien que fuera un hombre de

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conocimiento, posible que él mismo lo era, por su afianzado ánimo en semejante cuerpo que a vista, se notaba muy de tiempo atrás. Visité a Silvio varias veces y no logré sacarle mucho. Me hablaba siempre de su familia, de sus hijos y nietos que se fueron a vivir a Estados Unidos sin ser legales allá. De hecho, de solo eso me hablaba, ni siquiera de su esposa ni de sus raíces yaquis, de las cuales me contó pocas cosas del estilo de vida de sus abuelos o cuando tuvieron que emigrar a Estados Unidos porque los persiguieron a muerte durante el gobierno de Porfirio Díaz. Ese me parecía un buen tema, aunque no estaba convencida. Ya me había hecho a la idea que averiguar sobre los hombres de conocimiento era una tarea imposible. Al igual que averiguar sobre la persecución yaqui encarnada en los abuelos de Silvio, porque él no tenía detalles, apenas lo sabía. Decidí entonces ir a la movida Tijuana, en donde la fiesta llama a dos países, México y Estados Unidos. Allá seguro que habrá alguna historia. Fui a despedirme de Silvio y de Adolfina. Tienes tristeza muchacha, dijo Adolfina. Sí es verdad, tal vez sea por no lograr lo que vine a buscar, dije. ¿Y se va ya, tan rápido?, dijo Silvio. Sí, porque no sé qué más hacer para saber sobre la vida de Carlos Castañeda. Supe que en Los Ángeles me pueden dar más información de él, pero esa no es la forma en que quiero abordarlo como tema, yo estoy buscando información de hombres de conocimiento y nada. Por eso me voy a Tijuana, allá pienso buscar otro tema. Es una ciudad bien movida que me puede dar sorpresas. Y por qué no se va a

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Caborca. Allá la están esperando, dijo Silvio, quien se echó a reír y Adolfina también rió, cubriéndose la boca como lo haría una niña. Me tumbé asombrada en la misma banca del patio de Adolfina donde estaban ellos amoldados. ¿Caborca?, dije. Sí, Caborca, arriba. Allá vive un nieto que sabe de algo de lo que la muchacha busca, dijo Silvio. ¿Y es difícil llegar?, dije. No, un bus la pone allá, dijo Adolfina. El viaje a Caborca estuvo lento, por el bus y la distancia. Lo bueno fue que en la terminal me estaba esperando una nieta de Silvio, una mujer de buen humor que llevaba muchas preguntas. Quería que le contara cosas de mí, algunas que parecían sin sentido, como por ejemplo si había matado algún animal para comérmelo. A todo le dije la verdad, incluso me preguntó por mis papás, que por qué estaban separados y por qué creía yo que lo habían hecho. Fui complaciente con ella, en lo que respecta a las respuestas, pues se las di bien nutridas. Esa noche la invité a comer y cuando regresamos a su casa, en tono muy serio me habló de su hermano. Él era la persona que yo debía conocer. Me dijo que lo ve muy poco, que había decidido seguir los caminos del hombre de conocimiento. Me alegré por dentro, el viaje tenía total sentido. Me dispuso a dormir temprano porque el día siguiente iba a ser muy demandante, dijo. Dalia, así se llama la nieta de Silvio, me despertó cuando el sol enseñaba su luz. El desayuno fue demasiado sencillo y raro, una ensalada de frutas con picante. Después, nos sentamos en un tierrero y sacó un pedacito de papel con un carbón y me dijo: pinte el mapa. ¿Pinte el mapa? Le respondí. ¿Hasta dónde tengo que ir?, ¿es muy lejos?, no será mejor que tu hermano venga. Él no pasa por acá hace tres años. Cuando

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hay que verlo yo voy hasta él. Serénese Catalina, que no es lejos, lo que pasa es que si le pinto el mapa se va a perder, mi niña lo tiene que pintar. Está bien, está bien, yo lo pinto. Dibujé un camino lineal hasta una familia de cactus, de ahí a la izquierda para dar a un cuenco no muy profundo, se nota que ahí hubo un pozo, dijo Dalia, lo reconocerá sin pierde. Ahí pinté otro camino a la derecha para bordear un altozano. Y siguiendo el camino, que se puede ver en el piso por las marcas de los viajeros va a llegar a una casita de madera, ahí espera a mi hermano. ¿Y si me pierdo? El camino no tiene pierde, solo tiene que recordar esas tres cosas, la familia de cactus, el pozo seco y el altozano. Con eso va y vuelve. A moverse que tiene el día para volver, en la noche no vaya por afuera por ahí, en la noche hay que tener techo. Si se le hace tarde duerme en la casita y regresa mañana, ¿listo? Sí, listo, y ¿cómo se llama tu hermano? Vaya pregunta que se me había olvidado hacerle. Acá se llamaba Aldo, no le diga así ahora que va. Tiene otro nombre que si él quiere lo cuenta. Listo, dije, y me fui a mitad de una despedida breve que se dio a medida que emprendía camino. Nadie en la ruta hasta que llegué habiendo acertado con facilidad las claves del camino. Entré a la casita de madera y en el interior, lo único eran unos troncos cortados para sentarse. Busqué más cosas y no hubo nada, parecía inhabitada desde hace tiempo. Salí al portón y arrastré un tronco para sentarme y aprovechar el fresco de la sombra. Calculé, por el sol, que avanzaba un poco más del medio día. En total me llevó algo así como cuatro horas hacer el recorrido. Quise haberme quedado dormida para descansar y no pude por la ansiedad que me provocaba el encuentro.

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El hermano de Dalia no llegaba y la casita de madera parecía doblarse mínimamente ante un ventarrón que por momentos era más violento. Es posible que el hermano de Dalia haya tenido que resguardarse por causa del clima. La tarde combinaba un amarillo y un azul, demasiado hermosa, con el sol vibrando detrás de la arena. El viento había dejado de soplar. A la casita no le pasó nada. El hermano de Dalia no llegaba y ya estaba empezando a dudar si lo correcto sería quedarme. No he visto a nadie pasar cerca, también me he fijado en la distancia y nada de movimientos. La noche estaba despejada y la luz de la luna permitía hallar el camino con facilidad. Evalué si debía quedarme o regresar. Si me quedo en la casa, no hay lugar para dormir resguardada o escondida, y que tal que lleguen algunos hombres que me vieron llegar o me siguieron y están esperando para hacerme cualquier cosa, violarme, emborracharse y violarme, por qué no. Tengo paranoia, o muy despierto el sentido de conservación. Me detenía el no saber lo malo de caminar en la noche, que tamaño de estúpida, le hubiera preguntado a Dalia la razón de la advertencia. A la conclusión decidí salir. Me dejé llevar por la noche que estaba muy calmada y clara por la luna. Imposible que me pase algo malo. El ambiente, uno que me recordaba a Renato, no llegó a advertirme nada negativo, aun, me animaba con su paisaje. He dejado atrás el altozano y se viene una planicie pequeña. Adelante, un susto de brinco. Una persona se movió, no la detecté, parecía invisible antes de levantar un sombrero de ala

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descomunal que escondía una cara joven y tal vez, amigable por la sonrisa sin peso. El joven estaba sentado sobre un roca. En la noche todo lo cubre el mismo color azuloso grisáceo. Tú eres el hermano de Dalia, el nieto de Silvio, le pregunté, y mi voz parecía más una aseveración. El joven hizo una negativa moviendo la cabeza y sonriendo amigable. Y dónde lo puedo encontrar, vine a buscarlo, y el joven me señaló un lugar más allá de la casita de madera. Seguido, le cambió el gesto y hubo terror en él. Un terror verdadero porque el susto lo hizo levantarse y correr de una forma extraña, casi acurrucado y tirando patadas y manotazos al aire. Un viento rudo me golpeó de súbito y caí de manos sobre la arena que empezaba a volar, y que no me permitió seguir al joven, que había arrancado por el camino que lleva a la casita de madera. Un remolino me envolvió y el viento empezó a escucharse como tormenta, con silbidos ruidosos que desorientaron mi ubicación. Cada vez más rápido giraba el viento. Llega el miedo y no hay resguardo. Traté de aferrarme a la Tierra. Busqué al menos una rama y no logré nada. Me elevé. Perdí las funciones de mi cuerpo, me bloqueó saber que faltaba poco para morir. Arriba, sobre el aire, giré de un lado a otro dentro del tornado y conseguí sin quererlo, el golpe de una roca que también había sido llevada a los aires. El golpe cayó en mi cabeza, en la parte más superior y me fundí en un desmayo. Me desperté tirada en un arenal. La sangre seca y la arena en mi boca le dieron sabor a la realidad estéril del desierto, el mismo creo, el de Sonora. Me compuse. Mi cuerpo desnudo y no había señales de mi ropa. Me cubría una capa de un polvo de arena que brillaba a cuadritos milimétricos al cambiar de posición. Me comió un tornado y viví para contarlo, llegó un

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alivio. Cerca de mí, había una pequeña cueva. Adentro, algunos rastros de ropa vieja que no pude usar y huesos de animales, unos pocos. Todavía se podía llegar más al fondo pero no quise, preferí doblar y buscar el camino a casa de Dalia. En el campo arenoso no hay trayectos marcados. Allá y acá se funden en un aspecto muy parecido. Me confundo, el desierto centellea en cualquier dirección. Decidí un tramo llano donde al fondo unas pequeñas montañas pueden terminar en o ser el altozano. Caminé sin dificultad y a eso de algo más o puede que menos de diez minutos, un ventarrón que caía desde las montañas chocó mi dirección. Corrí, y como antes, nada pude hacer. El ventarrón o el pequeño tornado, es más preciso llamarlo así para que lo imaginen, tal vez el mismo que me alzó y me golpeó, lo volvió a hacer. Unos tantos metros me dejaba caer y de nuevo arriba, así, jugando conmigo para dejarme caer nuevamente en la entrada de la cueva. Quedé pasmada. Sin concluir los hechos, decidí ir por otro camino, uno escarpado que me dificultaba la velocidad porque iba descalza. Y pasó lo mismo, luego de unos diez minutos, algo así, el pequeño tornado me devolvía a la cueva. Intenté todos los caminos posibles y pasó lo mismo, el pequeño tornado me atrapaba y me devolvía. Con el pasar de los días que se juntaron en meses, se hizo digerible el otorgarle vida al viento. No había más respuestas. Era cierto que quería que yo estuviera ahí, en la cueva. Me llevaba frutas extrañas y también conocidas dejándolas a merced para que yo las comiera. Inicialmente dejaba conejos

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muertos, y yo los tocaba nada más que para enterrarlos en tumbas a ras de tierra que yo misma cavaba. Han habido momentos en que estoy fuera de la cueva y se acerca soplando y parece un hombre que me acaricia con suavidad para excitarme. Yo le grito cosas, no sé qué hacer. Le grito que me deje, que yo no le pertenezco. Lo maldigo y me siento tonta por hacer lo que hago, y luego, me levanta, me estira los brazos y piernas y con delgadas ráfagas de viento intenta penetrarme. No importa que me niegue, ni que trate de recoger mis piernas, mis actos son en vano, pierdo en fuerza. ¡Enfermo!, ¡enfermo! Le grito, no eres nada más que viento y cierro los ojos y trato de esconderme en cualquiera de los lugares placenteros que he visitado y que todavía siguen vivos en mi imaginación. El descubrimiento macabro ocurrió hace un par de días mientras me daba a la tarea de buscar una nueva ruta de escape. Si por afuera me resultaba imposible, entonces hacia dentro, por la cueva, puede que hubiera alguna desembocadura. Lo malo es que no tenía luz, y la luz del día no entraba profundo, todo era tacto hasta llegar a una salida, si es que la había. Me arrastré por la cavidad, que se hacía muy angosta y estaba recubierta de huesos de animal. Tuve que expulsarlos por debajo de mi cuerpo y así yo pude seguir adelante. Seguí, y mis manos se fueron enredando en una maraña que al manosearla bien, era una cabellera de pelos largos, a lo crin de caballo. Y no, al fin eran más delgados. Empujé más el cuerpo reptando con las manos estiradas y los pelos cedieron ante mi esfuerzo y di con una bola áspera, y luego otra y otra, cubiertas por pelos largos, y quise seguir, pero no pude, así hubiera querido por el desespero no pude.

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Mi mano había dado con una quijada dentada y la otra, con los hoyos de los ojos del cráneo de una persona. Respiré profundo el olor a polvo húmedo varias veces y me calmé, eran huesos de humanos, simplemente eso, huesos, los huesos no hacen daño. En un pensamiento los vi formarse como en una película de terror y que me tomaban de los pies y me pasaban por manos cadavéricas hasta llevarme al fondo de un infierno, donde me hundía en lava. Después, lo vi posible, si estoy huyendo del viento, por qué unos huesos no podían levantarse y hacerme daño. Traté ovillarme para impedirlo y el poco espacio no me permitió recogerme. Lloré, no quería que nada me pasara, les imploré que no me hicieran daño, que estaba tratando de salvar mi vida. Nada se movió ni me movió. Me calmé de nuevo. Les pedí ayuda, que me guiaran o me protegieran. Al no pasar nada, seguí adelante, avanzando por el piso de calaveras, arrastrándome por huesos y porciones de tela que seguro fueron prendas y que se deshacían a mi avance por estar curtidas de humedad avanzada en hongos. La gruta se acabó en una roca sólida. De sopetón, la piedra lisa se fue cerrando hasta llegar a unirse en punto final hecho de piedra. No comí, no volví a comer. El arrume de frutas que engrosaba cada mañana olía mal, se estaba pudriendo. De a poco esfuerzo, porque estaba muy débil, saqué los huesos. Tuve ganas de vomitar, en lo mental nada más, porque físicamente no salía nada. Tiré los huesos y las calaveras lo más lejos que pude de la boca de la cueva. Eran restos de mujeres, no tuve dudas. Algunas calaveras todavía tenían las cabelleras pegadas a la piel seca del cráneo, rubias, pelinegras. Las demás, se enmarañaban con los huesos y los

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pelos en nudos largos y rollizos. Caí de un golpe antes de tirarlos todos, agotada. Pospuse, vale que para siempre, cumplir cabalmente con la tarea autoimpuesta. El viento llegó y revolcó los huesos que estaban a mi alrededor, después me tiró, haciendo un remolino corto y rápido, arena en los ojos, y siguió haciendo lo mismo cada vez con más intensidad en breves y penetrantes golpes que se repetían en la mayoría de mi cuerpo y que seguro causaron moretones, pero eso ya no me importa. Antes de una madrugada, dos días después o tres de sacar las calaveras, unos pasos se me acercaron. Mi fuerza, que estaba siendo acabada por el sol y el frío de la noche, no pudo darme ni un poco de voluntad para voltear la cabeza y saber algo del dueño de los pasos que habían llegado a mi costado. Yo permanecía afuera de la cueva, en el mismo lugar donde caí luego de mi último esfuerzo. Un hombre de una voz alegre y segura me levantó del suelo y me recostó desde el torso a su muslo que acababa de descender. Soy Carlos. ¿Carlos?, ¿será Carlos Castañeda?, ¡Acaso no estaba muerto! Intenté hablarle y ya no pude, había perdido el aliento. Intente abrazarlo y mi cuerpo no se movió de solo pensarlo, como ocurre en la normalidad de un ser. Lo que va a decir Renato cuando le cuente que su cara tiene el rastro de una juventud de acné y que sus manos son grandes como para ser un escritor, y la piel… Calla, guarda tus energías que nos vamos y hay que hacerlo con cautela. Pero no he hablado, sólo he pensado, es imposible que... Calla, guarda tu energía que te resta muy poca, dijo, e izó una sonrisa que le enjuagó la cara.

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Corrió llevándome en brazos, recordándome el andar del chico que encontré antes de mi primer tropiezo con el viento: casi acurrucado y tirando patadas al aire. Lejos pero acercándose, el viento silbaba, parecía un chiflido de amigos, una búsqueda. Carlos aceleró dejando atrás un sombrero, permitiéndome así, ver un poco de su piel morena quemada por el sol y su pelo sin corte definido aunque corto y aplastado por el uso frecuente del sombrero. El viento nos seguía de cerca y el chiflido se había convertido en una queja, en un graznido horrible. Carlos se detuvo y con gentileza me puso a descansar en el suelo, y alrededor mío bailó como un loco, sí, esa palabra se ajusta, porque se movía con espasmos al brincar y daba pequeños gritos muy agudos. El viento ya vuelto el pequeño tornado, lo envolvió y juntos se alejaron por mucho rato. Intenté escapar y mi cuerpo ya era muy pesado para mí. No pude moverme ni un metro antes de rendirme. Carlos me despertó, era la tarde. Intenté ganarte en un pelea… y no pude. ¿Es verdad que saliste en la noche sin nadie que te cuidara? ¡Puta vida!, eso fue lo que lo jodió todo, pensé y él me oyó. Sí, eso lo jodió todo, ya no puedo ayudarte, nadie puede ayudarte, ahora le perteneces al viento. Toma, dijo, y puso en una de mis manos una piedra de cal, esto es para que no te olviden, y esto otro, dijo al ponerme un pedazo de carne seca en la boca, es por si quieres vengarte, no puedo hacer nada más por ti. El viento regresó y con la polvareda que se me vino encima dejé de ubicar a Carlos. El viento me recogió y en el camino a la cueva mastiqué la carne, obvio que quería vengarme. La carne tenía un sabor agrio y fue instantáneo un dolor de panza que me revolvió e hinchó

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las tripas. Eran los síntomas más semejantes de haber comido algo podrido, a tener el período. Habiendo llegado a la cueva, el viento me descargó cerca de la entrada. Lo primero que noté, fue que los huesos de las otras mujeres habían desaparecido. Mi energía seguía debilitándose y con la convicción de morir prontamente, tan solo me preguntaba cómo era eso de que un pedazo de piedra iba a poder ayudarme a no ser olvidada. Me entristecí mucho, pensé en mi mamá y mis amigos. Eso que la vida pasa en segundos a mí me lleva sucediendo por meses. Deben estar buscándome, preocupados, más mi mamá, y mi papá ha de estar rastreándome por sus propios medios. Van a llegar tarde, lo presiento, no saben que estoy aquí. El dolor de panza se curó al rato y no tuve más molestias. Un impulso imparable de vida hizo que me colocara en pie y caminé con mi cuerpo desnutrido y acabado en línea recta. Extraño me resultaba caminar bien, sabiendo que ya era normal tambalear. El viento giraba alrededor mío y yo lo maldecía por tenerme acá, por acabar con mi vida de la cual ya estaba desprendida. Hubo un punto en donde me daba miedo morir, pero los límites son ciertos, esa luz que ilumina el camino final también puede convertirse en una meta. Le dije entonces, que nunca, nunca, iba a sentir el amor de una mujer, y me reía lo más fuerte que daba mi desnutrición y el viento me soplaba arena, tierra y piedras ocasionales que me ponían de rodillas, y yo seguía. Después, le cantaba que el viento no tiene amigos y seguí haciéndolo de forma diferente, cantando que Catalina no quiere al viento y nunca lo hará y yo me reía otra vez. Tarareando llegué al lugar donde siempre me volvía a elevar y así fue. Arriba en el aire me estiró los

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brazos y piernas y con delgadas ráfagas de viento intentó penetrarme, como era la costumbre. No es precisa la ráfaga en que el vómito se me salió de la boca, era un vómito viscoso y duradero, como también un líquido suave y espesado me salía por el culo, un chorro de diarrea. Los líquidos que manaban de mi cuerpo como si hubieran estado escondidos y aguardando el momento, no se detuvieron hasta envolverme en una mancha café y el viento también se vio pintado por mis emanaciones. Se puso furioso porque era la primera vez que me dejaba caer al suelo desde altura, y volvía a subirme para volver a dejarme caer al tierrero. Mi cuerpo se empezó a romper y a sangrar, y cada golpe era fuente de risa y alegría, y le pedía más y otro más por favor, sigue haciéndome reír. Tuve un ataque de gozo por cada golpe recibido. Mis huesos chasquearon, seguro fue por haberse roto, y antes que dolor, fueron corrientazos de alegría los que me animaban en cada caída. No perdí el conocimiento y la sonrisa seguía fluyendo indicándole al viento que estaba encantada con su comportamiento. De un lance, me proyectó a la cueva y no lo escuché más. Caí extasiada y sin poder mover mi cuerpo que estaba deforme en su mayoría. Mi mano derecha todavía sostenía la piedra que me había dado Carlos. Los pensamientos se me apagaban y volvían. Cada vez más tranquila, más liviana. Moví la mano y sin querer descubrí lo que me dijo Carlos, y rayé las paredes inconstantes de la cueva marcando en rastro amarillento: Catalina Rivera conoció a Carlos Castañeda. Catalina Rivera hubiera querido que Renato también lo conociera. Marcar esas palabras me costó tiempo y esfuerzo. Tuve mucho sueño, debí dormir.

II

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Llamó el jefe con el nuevo destino listo. Me contó sin detalles que la espera había finalizado porque los registros de las aerolíneas y buses de los viajes de Catalina habían dado resultado. Que tenía que viajar el mismo día de la llamada porque la mamá de Catalina estaba trastornada por no saber el paradero de su hija y que era muy probable que rompiera la promesa de esperar sus averiguaciones antes de hacer un escándalo en los medios y la policía. Como es acostumbrado en él, cerró la conversación en pocas y contundentes órdenes: Use la tarjeta. Si necesita efectivo haga un avance a mi nombre, y Carson, si es verdad lo que me dijeron, cerciórese que alguien pague. Esa frase me provocó nervios y ansias, no de mala forma, sino que me puso a vivir. Al llegar a Hermosillo, me sofocó el clima seco y el sol incómodo. Sin perder tiempo busqué el primer bus que saliera a Caborca. El viaje estuvo tan incómodo, como la gente sin modales educados que iba dentro del transporte, quienes hablaban un español de alaridos recargado de chingón esto y chingadas lo otro. Traté de dormir lo que más pude y en cuatro horas había llegado. Allá el sol también pegaba fuerte. Sin más solución, me hice de un sombrero estilo vaquero que una anciana vendía en un puesto callejero de baratijas. Pude ir por otro, buscar uno que se viera elegante, a la par de mi vestido, y no lo hice porque no hay algo más molesto que perder tiempo cuando estoy en medio de un trabajo. Llegué a la estación de Policía donde tenía que preguntar por un capitán, un pisco de apellido González. Un par de policías jóvenes me escoltaron a la oficina y ahí sentado al frente de un ventilador que careaba el espacio de derecha a

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izquierda, estaba el capitán, con la ropa desplanchada y sudor sobre sudor seco en las axilas y el pecho del uniforme. Me presenté y me hizo algunas preguntas sobre mi nombre, mi nacionalidad, preguntas de rutina para identificar que era yo el invento de mi jefe: un investigador privado que representaba a la familia y llegaba para hacer averiguaciones reservadas sobre el destino de Catalina Rivera. Habiendo saciado sus dudas, mandó a uno de los policías que me escoltaron por la víctima del Viento, eso dijo. Sin demora, regresó con una caja pequeña, hecha de cartón. El capitán abrió la caja y sin el más mínimo pudor sacó un cráneo, tres huesos largos y algunas astillas de huesos, ubicando todo sin orden sobre el escritorio, al lado de una taza vacía, donde rondaban unas moscas que regresaban cada vez que el ventilador giraba. “Únicos restos hallados de Catalina Rivera”. Leyó de un rótulo que pendía de un hueso. De ahí, lo surtí de mis preguntas. ¿Cómo sabe que ella es Catalina?, ¿le hicieron alguna prueba de ADN a los huesos? Y, ¿quién carajos es el Viento, por qué dice que es la víctima del Viento? Alcé la voz por esa actitud sobrada con que me trataron desde mi llegada a la estación de Policía. El capitán se puso en guardia nada más que desde la voz y me mandó a tranquilizar respondiéndome algo así como lo siguiente, ya que no recuerdo muy bien la palabras que usó: Pruebas de ADN no le hicimos porque no es mexicana. El Viento, es como llamamos a un asesino en serie que mata mujeres en el desierto. Y por qué creemos que estos huesos son de Catalina Rivera, por un rastro que localizamos en una cueva y por esto, entonces sacó de una gaveta de su escritorio una pequeña libreta y la tiró sobre el escritorio. La tomé y lo primero que leí al azar fue: “Silvio habla con calma y me pregunta lo mismo varias veces con asombro en sus palabras: ¿Qué hace usted aquí niña? ¿Por qué vino de tan lejos? Le

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conté sobre…” Comparé la letra y era la de Catalina, no tuve dudas por su forma singular de hacer la letra ye y la letra ese. La pequeña libreta contenía un escrito que iba hasta la mitad, de ahí para adelante no había nada. La ojeé, tampoco había números telefónicos, ni emails, ni nada relacionado con datos de personas, solo un escrito largo. Del resto me acuerdo un poco más, dijo: Usted lo debería saber míster, fue lo que le conté al papá de Catalina cuando nos contactó. Claro, es para concordar versiones, espero me entienda capitán. Le entiendo míster. Aflójese que acá también queremos que esto no se vuelva un problema. Detallé los huesos y sin que me advirtieran, tomé una astilla para guardarla en el bolsillo de mi pantalón. También pedí que me prestaran la libreta para leerla, uno de los policías que me escoltó me dijo: Esa muchacha escribía bien, léala mientras llegamos a la cueva, acá todos leemos esa libreta de vez en cuando, y sonrió brevemente. Salimos a la ruta en una camioneta empolvada, dirigiéndonos a la cueva de la que hablaba el capitán. En el camino hicieron más referencias del asesino que llamaban Viento. Sus voces estimuladas hacían notar alguna clase de aprecio, era como si lo admiraran porque nadie lo había apresado y se refrían de ídolo para arriba al que pudiera dar con él. Me pareció extraño y ridículo por su profesión que lo aludieran, no al que lo pudiera agarrar, sino al asesino. Una hora de ruta destapada nos llevó a un valle más polvoriento donde la camioneta se detuvo cerca de una montaña no muy alta. Salí de la camioneta siguiendo al capitán y a los dos policías que me recibieron en la estación: el uno manejó, el otro se fue en el puesto trasero conmigo,

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chequeándome de reojo durante el camino y el capitán, que era el único que no paraba de hablar, mantuvo la cabeza de copiloto en el frente. Me llevaron, sin tener que caminar muy lejos, a una cueva que se escondía en el paisaje. El capitán levantó una cadena pesada y resistente que llegaba a extenderse al interior de la cueva. En el extremo que sostenía había un par de grilletes cerrados. Esta es la marca del Viento, es lo único que sabemos de él… o de ella. Me hizo mirar y en ambos grilletes estaba marcado en bajo relieve: “Soy Viento”. Sonrió al reconocer las marcas, después, frotó una con el pulgar y soltó para sí mismo y hablando con baja intención un ¡pinche güey! Peleamos un rato largo. Incompetentes. La única pista que tenían se las había dado el mismo asesino. El capitán se defendió: Las investigaciones se dilatan porque va sin rumbo en la extensión del desierto de Sonora que cubre Estados unidos y México. Y así se complica ponerle las manos encima. Y seguí y el capitán me calló, se había hartado de mis acusaciones. Me preguntó si había traído el puño y letra de Catalina. Saqué el papel de mi bolsillo interior del saco y me dio una linterna. Me señaló el borde bajo de las piedras más exteriores de la cueva. Vaya y compare, dijo riéndose con maña porque sabía que debía agacharme y empolvar el vestido con la tierra. En letra menuda había escritos regados hechos con rayones de piedra. Lo primero que encontré fue la firma de Catalina repetidas varias veces, así estuvieran marcadas levemente, todas tenían su caligrafía. Salí de la cueva. Arremetí. Esto no prueba que Catalina está muerta. Si acaso, que pasó por acá, les dije. Me cayeron en

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manada. El capitán contó que una mujer había dado con Catalina mientras se la comían los zopilotes, así dijo, y al espantarlos, no quedaba mucho de ella. A los pocos huesos que me enseñaron, le sumaron un mechón de pelo que el capitán sacó de una bolsita hermética transparente que guardaba en el bolsillo de la camisa. Era un manojo de pelos largos y rubios, algunos clarísimos, otros medio castaños. Bastante la coincidencia, así eran los pelos de la cabellera de Catalina. ¿Ustedes cuánto tiempo llevan de policías?, les pregunté. Sacaron pecho. Yo llevo seis años en la guardia, dijo el más pequeño y también piloto de la camioneta. Yo llevo —escupió el que me vigilaba desde la camioneta a la cueva—, lo mismo que mi capi, ¿no cierto mi capitán?, y el capitán con la cabeza de arriba a abajo: Quince años que estamos de servicio, día y noche protegiendo, cuidando al pueblo, y llevó el sombrero a una mano y con la otra barrió el sudor y la grasa de la frente. Me senté sobre una piedra para descansar. El calor me tenía agotado. Desde ahí sentado pude halar la cadena hacia fuera. Braceé con ella sólo para corroborar que estaba muy firme. Me levanté y entré a la cueva queriendo saber cómo la habían fijado. La falta de aire, sumado al calor que se duplicaba adentro fueron el primer traspié que tuve para dar con el lugar. El segundo fue la distribución de la cueva que se reducía regular, en forma de cono. Al no poder seguir, dirigí la luz de la linterna al fondo de la cueva y reconocí, en distancia considerable, un cúmulo de rocas que apresaban la cadena en la misma forma desorganizada que cae un derrumbe. Regresé por aire sin algún otro indicio del asesino.

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Los policías parecían desesperados por la necesidad urgente de regresar al pueblo. Entraban a la cueva, me tanteaban y volvían a salir por el sofoco que me recubría. Yo estaba terminando de leer el contenido de la pequeña libreta, la que ellos me habían enseñado. ¿Cuál es el afán?, ir a buscar al Viento me imagino. Porque están haciendo bastante por encontrarlo. Seguí acusándolos con más frases capciosas que no tuvieron respuestas. Fue salir para que se defendieran: Mire alrededor, cualquiera puede morirse y nadie lo sabría. Hay situaciones que salen de control, dijo el más pequeño. ¿Y acaso ustedes no están para que eso no pase. No dicen que cuidan al pueblo día y noche? Se molestaron en serio. Dijeron que estaba pasándome con las acusaciones, que era un extranjero, que no sabía nada de lo difícil que es cuidar un desierto. El capitán apoyó una mano en el revolver que colgaba del cinturón y me dijo que la conversación se había acabado y que debía irme de México cuanto antes. Me subí escoltado a la camioneta. En el regreso quise aliviar la situación y de forma amigable les pregunté por las personas y lugares de México que Catalina nombraba en el escrito. Negaron totalmente. Dijeron que habían ido a buscar a esas personas pero que resultaron no ser reales, que nadie las conocía. Volvimos al silencio. En un paraje amplio y lejano de nosotros, una tormenta de arena se levantaba algunos metros en dirección contraria. Los policías giraron las cabezas para embobarse con el incidente natural. Los cuellos quedaron de espaldas a mí y al descubierto. Reaccioné habiendo pensado que iba a ser imposible cumplirle al jefe, así empezara a seguirle los pasos al Viento inmediatamente, tenía que esperar a que otro

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asesinato se diera, llegar al sitio y empezar a buscar desde ceros. Me vi deambulando el desierto por meses sin llegar a cumplir las órdenes. Basado en una conclusión borrosa y personal, procedí. Saqué un cuchillo ancho que tenía debajo de una manga del saco y que compré junto al sombrero. Piqué el cuello del que iba al lado mío e instantáneo piqué el del piloto. Ambos cayeron desnucados. El capitán intentó tomar el revolver con un movimiento lento que pude atajar antes de que llegara al arma. Necesité una mano para apresar las de él, fue más fácil de lo que creí, lo superé en fuerza. Le atenacé el cuello con mi otro brazo. El pisco intentaba hablar, balbuceaba sílabas que se quedaban sin aire. Mucho tiempo perdido capitán. Presioné el cuello hasta que su energía cedió. La camioneta se fue deteniendo lentamente sobre la línea recta que era el camino. Saqué del bolsillo de la camisa del capitán la bolsita hermética con el mechón. Ni modo de volver a la estación por los huesos. Esperaba que la astilla y el mechón de pelo fueran suficientes para tener un resultado del ADN. Regresé caminando y tomé el primer bus a Hermosillo y de ahí en avión por varios países para encontrarme con aliados del jefe, quienes me dieron nuevos pasaportes con variados nombres. Borrado mi rastro, llegué de nuevo a Miami. Nunca había visto llorar al jefe. Eso pasó dos veces. La primera, cuando terminó de leer el escrito de la pequeña libreta y la segunda, cuando las pruebas de ADN dieron parentesco positivo según el comparativo del mechón y la astilla de hueso con la sangre de él.

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La mamá de Catalina no supo nada por parte del jefe, quien decidió guardar silencio. Ella hizo un escándalo en la policía y la embajada de México en Bogotá. Primero se interesaron los medios de Colombia, luego los de México. Yo la vi en noticieros y periódicos bregando por saber el destino de Catalina. Sus acciones la llevaron a recibir los restos de su hija en un ataúd de repatriación y a la realización de una investigación periodística de emisión nacional donde se descubrió, según familiares de víctimas y algunos testigos de restos encontrados, que en manos del Viento, era posible que hubieran caído más de treinta y cuatro mujeres en seis años. La investigación no tuvo resultados para saber a ciencia cierta quién realmente era el Viento. Tampoco nombraron a los tres policías que maté. Pasaron algunos meses para darme cuenta que había salido un libro con los escritos de Catalina, inclusive acá en Miami lo encontré en la vitrina de una librería al lado de otros libros de mujeres, solo recuerdo uno que estaba al lado, se llamaba Bailando en mis bragas invisibles, tal vez por el nombre, porque ya no me acuerdo quien lo escribió. Al libro de Catalina lo llamaron: Lo que nos dejó el Viento. El jefe también lo supo y no dio alguna opinión al respecto, yo tampoco lo hice. Tentado, compré uno por la curiosidad que me daba saber si el escrito de la pequeña libreta estaba ahí, y no, no estaba. A dos años, la noticia del asesinato de los tres policías ya estaba enterrada. Con el ambiente relajado, el jefe decidió que debíamos ir a México, quería conocer la cueva y buscar a las personas que Catalina describió en el escrito. El viaje me resultó tan molesto como la última vez. Buscamos por Hermosillo y Caborca siguiendo las palabras y no

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encontramos a nadie parecido, de hecho, ninguna de las personas con que hablamos las conocían, ni siquiera los nombres les resultaron familiares. Decidimos ir a la cueva. Tenía cierta preocupación por no recordar el camino, cosa que no pasó. Adentro, las firmas se habían ido desvaneciendo y las cadenas habían desaparecido, lo bueno, es que las letras seguían legibles. El jefe las leyó, casi una por una, y para las que estaban casi irreconocibles usó una piedra para reteñirlas. De hecho, retiñó la mayoría y se quedaba quieto mirando las letras marcadas, tal vez pensando en lo que sufrió Catalina y en la manera de canalizar el dolor final convirtiéndolo en un cuento, un evento literario como hacía en vida con sus experiencias. Retiñó hasta la última letra y solo ahí, ordenó marcharnos. En el camino de vuelta, una patrulla de policía nos detuvo de manera amable. Se bajó un policía joven que fue a nosotros para preguntarnos qué hacíamos. El jefe con su astucia dijo inmediatamente que recién se había pensionado y que estaba chequeando el paisaje para ver si le funcionaba la zona para montar un rancho de descanso, México es un bonito país para vivir, a lo que también añadió que no sabía muy bien si ese era el lugar correcto porque le habían contado sobre un asesino en serie que ronda el desierto. El policía le dijo que a ese asesino lo llaman Viento y que hace más de dos años no se volvió a saber de algún ataque de ese tipo. Explicó además, cómo lo hacía, que desnudaba mujeres, las encadenaba en el desierto y las violaba, luego, las mataba. ¡Atroz!, dijo con ganas de venganza. Siguió hablando acerca de una mujer colombiana que había sido víctima y que por ella el caso llegó al D.F. para tomar medidas. Habló del

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programa de televisión que hicieron sobre el asesino y también del refuerzo policial que vigila el desierto. Cambió de tema para contarnos que la fecha del cese de ataques concordaba con la muerte de tres policías de Caborca, no sé si sepan de eso, dijo el policía. El jefe dijo que no tenía ni idea del asesinato. Entonces el policía le explicó lo que ya sabíamos. Nos despedimos y me ordenó acelerar. Sonreí por dentro. Parqueados y mirando el atardecer con el sol rojo y a la mitad sobre el horizonte desértico, el jefe me dijo que debía ir a Uruguay y llevar el escrito de Catalina a Renato, puede que él sí exista. A punto de caer el sol por completo dijo que no, ir a Uruguay ya no vale la pena. Entramos al carro y dijo que volviéramos a casa. En la carretera vía Hermosillo le dije que ahora sí estaba seguro y no como antes, que habían pagado los correctos. Juan Pablo Chaves. Trabaja en una agencia de publicidad para comer, sino fuera por ese asunto, simplemente se dedicaría a escribir de lleno. No ha publicado nada aún, ha participado en el Taller de Novela Ciudad de Bogotá 2010, y en el Taller de Cuento Ciudad de Bogotá 2012; y eso es algo.