el viejo (en los rios profundos)

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José María Arguedas, Los ríos profundos (1958). I. El viejo INFUNDÍA RESPETO, a pesar de su anticuada y sucia apariencia. Las personas principales del Cuzco lo saludaban seriamente. Llevaba siempre un bastón con puño de oro; su sombrero, de angosta ala, le daba un poco de sombra sobre la frente. Era incómodo acompañarlo, porque se arrodillaba frente a todas las iglesias y capillas y se quitaba el sombrero en forma llamativa cuando saludaba a los frailes. Mi padre lo odiaba. Había trabajado como escribiente en las haciendas del Viejo: "Desde las cumbres grita, con voz de condenado, advirtiendo a sus indios que él está en todas partes. Almacena las frutas de las huertas, y las deja pudrir; cree que valen muy poco para traerlas a vender al Cuzco o llevarlas a Abancay y que cuestan demasiado para dejárselas a los colonos. ¡Irá al infierno! ", decía de él mi padre. Eran parientes, y se odiaban. Sin embargo, un extraño proyecto concibió mi padre, pensando en este hombre. Y aunque me dijo que viajábamos a Abancay, nos dirigimos al Cuzco, desde un lejanísimo pueblo. Según mi padre, íbamos de paso. Yo vine anhelante, por llegar a la gran ciudad. Y conocí al Viejo en una ocasión inolvidable. Entramos al Cuzco de noche. La estación del ferrocarril y la ancha avenida por la que avanzábamos lentamente, a pie, me sorprendieron. El alumbrado eléctrico era más débil que el de algunos pueblos pequeños que conocía. Verjas de madera o de acero defendían jardines y casas modernas. El Cuzco de mi padre, el que me había descrito quizá mil veces, no podía ser ése. Mi padre iba escondiéndose junto a las paredes, en la sombra. El Cuzco era su ciudad nativa y no quería que lo reconocieran. Debíamos de tener apariencia de fugitivos, pero no veníamos derrotados sino a realizar un gran proyecto. —Lo obligaré. ¡Puedo hundirlo! —había dicho mi padre. Se refería al Viejo. Cuando llegamos a las calles angostas, mi padre marchó detrás de mí y de los cargadores que llevaban nuestro equipaje. Aparecieron los balcones tallados, las portadas imponentes y armoniosas, la perspectiva de las calles ondulantes, en la ladera de la montaña. Pero ¡ni un muro antiguo! Esos balcones salientes, las portadas de piedra y los zaguanes tallados, los grandes patios con arcos, los conocía. Los había visto bajo el sol de Huamanga. Yo escudriñaba

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De José María Arguedas el texto narra las impresiones de un niño al llegar a la Ciudad del Cuzco con su padre.

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Jos Mara Arguedas, Los ros profundos (1958). I. El viejo

INFUNDA RESPETO, a pesar de su anticuada y sucia apariencia. Las personas principales del Cuzco lo saludaban seriamente. Llevaba siempre un bastn con puo de oro; su sombrero, de angosta ala, le daba un poco de sombra sobre la frente. Era incmodo acompaarlo, porque se arrodillaba frente a todas las iglesias y capillas y se quitaba el sombrero en forma llamativa cuando saludaba a los frailes. Mi padre lo odiaba. Haba trabajado como escribiente en las haciendas del Viejo: "Desde las cumbres grita, con voz de condenado, advirtiendo a sus indios que l est en todas partes. Almacena las frutas de las huertas, y las deja pudrir; cree que valen muy poco para traerlas a vender al Cuzco o llevarlas a Abancay y que cuestan demasiado para dejrselas a los colonos. Ir al infierno! ", deca de l mi padre. Eran parientes, y se odiaban. Sin embargo, un extrao proyecto concibi mi padre, pensando en este hombre. Y aunque me dijo que viajbamos a Abancay, nos dirigimos al Cuzco, desde un lejansimo pueblo. Segn mi padre, bamos de paso. Yo vine anhelante, por llegar a la gran ciudad. Y conoc al Viejo en una ocasin inolvidable.

Entramos al Cuzco de noche. La estacin del ferrocarril y la ancha avenida por la que avanzbamos lentamente, a pie, me sorprendieron. El alumbrado elctrico era ms dbil que el de algunos pueblos pequeos que conoca. Verjas de madera o de acero defendan jardines y casas modernas. El Cuzco de mi padre, el que me haba descrito quiz mil veces, no poda ser se.

Mi padre iba escondindose junto a las paredes, en la sombra. El Cuzco era su ciudad nativa y no quera que lo reconocieran. Debamos de tener apariencia de fugitivos, pero no venamos derrotados sino a realizar un gran proyecto. Lo obligar. Puedo hundirlo! haba dicho mi padre. Se refera al Viejo. Cuando llegamos a las calles angostas, mi padre march detrs de m y de los cargadores que llevaban nuestro equipaje. Aparecieron los balcones tallados, las portadas imponentes y armoniosas, la perspectiva de las calles ondulantes, en la ladera de la montaa. Pero ni un muro antiguo! Esos balcones salientes, las portadas de piedra y los zaguanes tallados, los grandes patios con arcos, los conoca. Los haba visto bajo el sol de Huamanga. Yo escudriaba las calles buscando muros incaicos. Mira al frente! me dijo mi padre. Fue el palacio de un inca. Cuando mi padre seal el muro, me detuve. Era oscuro, spero; atraa con su faz recostada. La pared blanca del segundo piso empezaba en lnea recta sobre el muro. Lo vers, tranquilo, ms tarde. Alcancemos al Viejo me dijo. Habamos llegado a la casa del Viejo. Estaba en la calle del muro inca. Entramos al primer patio. Lo rodeaba un corredor de columnas y arcos de piedra que sostenan el segundo piso, tambin de arcos, pero ms delgados. Focos opacos dejaban ver las formas del patio, todo silencioso. Llam mi padre. Baj del segundo piso un mestizo, y despus un indio. La escalinata no era ancha, para la vastedad del patio y de los corredores. El mestizo llevaba una lmpara y nos gui al segundo patio. No tena arcos ni segundo piso, slo un corredor de columnas de madera. Estaba oscuro; no haba all alumbrado elctrico. Vimos lmparas en el interior de algunos cuartos. Conversaban en voz alta en las habitaciones. Deban ser piezas de alquiler. El Viejo resida en la ms grande de sus haciendas del Apurmac; vena a la ciudad de vez en cuando, por sus negocios o para las fiestas. Algunos inquilinos salieron a vernos pasar. Un rbol de cedrn perfumaba el patio, a pesar de que era bajo y de ramas esculidas. El pequeo rbol mostraba trozos blancos en el tallo; los nios deban de martirizarlo. El indio carg los bultos de mi padre y el mo. Yo lo haba examinado atentamente porque supona que era el pongo.1 El pantaln, muy ceido, slo le abrigaba hasta las rodillas. Estaba descalzo; sus piernas desnudas mostraban los msculos en paquetes duros que brillaban. ''El Viejo lo obligar a que se lave, en el Cuzco", pens. Su figura tena apariencia frgil; era espigado, no alto. Se vea, por los bordes, la armazn de paja de su montera. No nos mir. Bajo el ala de la montera pude observar su nariz aguilea, sus ojos hundidos, los tendones resaltantes del cuello. La expresin del mestizo era, en cambio, casi insolente. Vesta de montar. Nos llevaron al tercer patio, que ya no tena corredores.

Sent olor a muladar all. Pero la imagen del muro incaico y el olor a cedrn seguan animndome. Aqu? pregunt mi padre. l caballero ha dicho. El ha escogido contest el mestizo. Abri con el pie una puerta. Mi padre pag a los cargadores y los despidi. Dile al caballero que voy, que ir a su dormitorio en seguida. Es urgente! orden mi padre al mestizo. Este puso la lmpara sobre un poyo, en el cuarto. Iba a decir algo, pero mi padre lo mir con expresin autoritaria, y el hombre obedeci. Nos quedamos solos. Es una cocina! Estamos en el patio de las bestias! exclam mi padre. Me tom del brazo. Es la cocina de los arrieros me dijo. Nos iremos maana mismo, hacia Abancay. No vayas a llorar. Yo no he de condenarme por exprimir a un maldito! Sent que su voz se ahogaba, y lo abrac. Estamos en el Cuzco! le dije. Por eso, por eso! Sali. Lo segu hasta la puerta. Esprame, o anda a ver el muro me dijo. Tengo que hablar con el Viejo, ahora mismo. Cruz el patio, muy rpido, como si hubiera luz. Era una cocina para indios el cuarto que nos dieron. Manchas de holln suban al techo desde la esquina donde haba una tulipa indgena, un fogn de piedras. Poyos de adobes rodeaban la habitacin. Un catre de madera tallada, con una especie de techo, de tela roja, perturbaba la humildad de la cocina. La manta de seda verde, sin mancha, que cubra la cama, exaltaba el contraste. " El Viejo! pens. As nos recibe! " Yo no me senta mal en esa habitacin. Era muy parecida a la cocina en que me obligaron a vivir en mi infancia; al cuarto oscuro donde recib los cuidados, la msica, los cantos y el dulcsimo hablar de las sirvientas indias y de los "concertados". Pero ese catre tallado qu significaba? La escandalosa alma del Viejo, su locura por ofender al recin llegado, al pariente trotamundos que se atreva a regresar. Nosotros no lo necesitbamos. Por qu mi padre vena donde l? Por qu pretenda hundirlo? Habra sido mejor dejarlo que siguiera pudrindose a causa de sus pecados. Ya prevenido, el Viejo eligi una forma certera de ofender a mi padre. Nos iramos a la madrugada! Por la pampa de Anta. Estaba previsto. Corr a ver el muro. Formaba esquina. Avanzaba a lo largo de una calle ancha y continuaba en otra angosta y ms oscura, que ola a orines. Esa angosta calle escalaba la ladera. Camin frente al muro, piedra tras piedra. Me alejaba unos pasos, lo contemplaba y volva a acercarme. Toqu las piedras con mis manos; segu la lnea ondulante, imprevisible, como la de los ros, en que se juntan los bloques de roca. En la oscura calle, en el silencio, el muro pareca vivo; sobre la palma de mis manos llameaba la juntura de las piedras que haba tocado. No pas nadie por esa calle, durante largo rato. Pero cuando miraba, agachado, una de las piedras, apareci un hombre por la bocacalle de arriba. Me puse de pie. Enfrente haba una alta pared de adobes, semiderruida. Me arrim a ella. El hombre orin, en media calle, y despus sigui caminando. "Ha de desaparecer pens. Ha de hundirse." No porque orinara, sino porque contuvo el paso y pareca que luchaba contra la sombra del muro; aguardaba instantes, completamente oculto en la oscuridad que brotaba de las piedras. Me alcanz y sigui de largo siempre con esfuerzo. Lleg a la esquina iluminada y volte. Debi de ser un borracho. No perturb su paso el examen que haca del muro, la corriente que entre l y yo iba formndose. Mi padre me haba hablado de su ciudad nativa, de los palacios y templos, y de las plazas, durante los viajes que hicimos, cruzando el Per de los Andes, de oriente a occidente y de sur a norte. Yo haba crecido en esos viajes. Cuando mi padre haca frente a sus enemigos, y ms, cuando contemplaba de pie las montaas, desde las plazas de los pueblos, y pareca que de sus ojos azules iban a brotar ros de lgrimas que l contena siempre, como con una mscara, yo meditaba en el Cuzco. Saba que al fin llegaramos a la gran ciudad. " Ser para un bien eterno! ", exclam mi padre una tarde, en Pampas, donde estuvimos cercados por el odio. Eran ms grandes y extraas de cuanto haba imaginado las piedras del muro incaico; bullan bajo el segundo piso encalado, que por el lado de la calle angosta, era ciego. Me acord, entonces, de las canciones quechuas que repiten una frase pattica constante: "yawar mayu", ro de sangre; "yawar unu", agua sangrienta; "puk-tik' yawar k'ocha", lago de sangre que hierve; "yawar wek'e", lgrimas de sangre. Acaso no podra decirse "yawar rumi", piedra de sangre, o "puk'tik yawar rumi", piedra de sangre hirviente? Era esttico el muro, pero herva por todas sus lneas y la superficie era cambiante, como la de los ros en el verano, que tienen una cima as, hacia el centro del caudal, que es la zona temible, la ms poderosa. Los indios llaman "yawar mayu" a esos ros turbios, porque muestran con el sol un brillo en movimiento, semejante al de la sangre. Tambin llaman "yawar mayu" al tiempo violento de las danzas guerreras, al momento en que los bailarines luchan. Puk'tik, yawar rumi! exclam frente al muro, en voz alta. Y como la calle segua en silencio, repet la frase varias veces. Mi padre lleg en ese instante a la esquina. Oy mi voz y avanz por la calle angosta. El Viejo ha clamado y me ha pedido perdn dijo. Pero s que es un cocodrilo. Nos iremos maana. Dice que todas las habitaciones del primer patio estn llenas de muebles, de costales y de cachivaches; que ha hecho bajar para m la gran cuja de su padre. Son cuentos. Pero yo soy cristiano, y tendremos que or misa, al amanecer, con el Viejo, en la catedral. Nos iremos en seguida. No venamos val Cuzco; estamos de paso a Abancay. Seguiremos viaje. Este es el palacio de Inca Roca. La Plaza de Armas est cerca. Vamos despacio. Iremos tambin a ver el templo de Acllahuasi. El Cuzco est igual. Siguen orinando aqu los borrachos y los transentes. Ms tarde habr aqu otras fetideces... Mejor es el recuerdo. Vamos. Dejemos que el Viejo se condene le dije. Alguien vive en este palacio de Inca Roca? Desde la Conquista. Viven? No has visto los balcones? La construccin colonial, suspendida sobre la muralla, tena la apariencia de un segundo piso. Me haba olvidado de ella. En la calle angosta, la pared espaola, blanqueada, no pareca servir sino para dar luz al muro. Pap le dije. Cada piedra habla. Esperemos un instante. No oiremos nada. No es que hablan. Ests confundido. Se trasladan a tu mente y desde all te inquietan. Cada piedra es diferente. No estn cortadas. Se estn moviendo. Me tom del brazo. Dan la impresin de moverse porque son desiguales, ms que las piedras de los campos. Es que los incas convertan en barro la piedra. Te lo dije muchas veces. Pap, parece que caminan, que se revuelven, y estn quietas. Abrac a mi padre. Apoyndome en su pecho contempl nuevamente el muro. Viven adentro del palacio? volv a preguntarle. Una familia noble. Como el Viejo? No. Son nobles, pero tambin avaros, aunque no como el Viejo. Como el Viejo no! Todos los seores del Cuzco son avaros. Lo permite el Inca? Los incas estn muertos. Pero no este muro. Por qu no lo devora, si el dueo es avaro? Este muro puede caminar; podra elevarse a los cielos o avanzar hacia el fin del mundo y volver. No temen quienes viven adentro? Hijo, la catedral est cerca. El Viejo nos ha trastornado. Vamos a rezar. Dondequiera que vaya, las piedras que mand formar Inca Roca me acompaarn. Quisiera hacer aqu un juramento. Un juramento? Ests alterado, hijo. Vamos a la catedral. Aqu hay mucha oscuridad. Me bes en la frente. Sus manos temblaban, pero tenan calor. Pasamos la calle; cruzamos otra, muy ancha, recorrimos una calle angosta. Y vimos las cpulas de la catedral. Desembocamos en la Plaza de Armas. Mi padre me llevaba del brazo. Aparecieron los portales de arcos blancos. Nosotros estbamos a la sombra del templo. Ya no hay nadie en la plaza dijo mi padre. Era la ms extensa de cuantas haba visto. Los arcos aparecan como en el confn de una silente pampa de las regiones heladas. Si hubiera graznado all un yanawiku, el pato que merodea en las aguadas de esas pampas!

Ingresamos a la plaza. Los pequeos rboles que haban plantado en el parque, y los arcos, parecan intencionalmente empequeecidos, ante la catedral y las torres de la iglesia de la Compaa. No habrn podido crecer los rboles dije. Frente a la catedral, no han podido.. Mi padre me llev al atrio. Subimos las gradas. Se descubri cerca de la gran puerta central. Demoramos mucho en cruzar el atrio. Nuestras pisadas resonaban sobre la piedra. Mi padre iba rezando; no repeta las oraciones rutinarias; le hablaba a Dios, libremente. Estbamos a la sombra de la fachada. No me dijo que rezara; permanec con la cabeza descubierta, rendido. Era una inmensa fachada; pareca ser tan ancha como la base de las montaas que se elevan desde las orillas de algunos lagos de altura. En el silencio, las torres y el atrio repetan la menor resonancia, igual que las montaas de roca que orillan los lagos helados. La roca devuelve profundamente el grito de los patos o la voz humana. Ese eco es difuso y parece que naciera del propio pecho del viajero, atento, oprimido por el silencio. Cruzamos, de regreso, el atrio; bajamos las gradas y entramos al parque. Fue la plaza de celebraciones de los incas dijo mi padre. Mrala bien, hijo. No es cuadrada sino larga, de sur a norte. La iglesia de la Compaa, y la ancha catedral, ambas con una fila de pequeos arcos que continuaban la lnea de los muros, nos rodeaban. La catedral enfrente y el templo de los jesutas a un costado. Adonde ir? Deseaba arrodillarme. En los portales caminaban algunos transentes; vi luces en pocas tiendas. Nadie cruz la plaza. Pap le dije. La catedral parece ms grande cuanto de ms lejos la veo. Quin la hizo? El espaol, con la piedra incaica y las manos de los indios. La Compaa es ms alta. No. Es angosta. Y no tiene atrio, sale del suelo. No es catedral, hijo. Se vea un costado de las cpulas, en la oscuridad de la noche. Llueve sobre la catedral? pregunt a mi padre. Cae la lluvia sobre la catedral? Por qu preguntas? El cielo la alumbra; est bien. Pero ni el rayo ni la lluvia la tocarn. La lluvia s; jams el rayo. Con la lluvia, fuerte o delgada, la catedral parece ms grande. Una mancha de rboles apareci en la falda de la montaa. Eucaliptos? le pregunt. Deben de ser. No existan antes. Atrs est la fortaleza, el Sacsayhuaman. No lo podrs ver! Nos vamos temprano. De noche no es posible ir. Las murallas son peligrosas. Dicen que devoran a los nios. Pero las piedras son como las del palacio de Inca Roca, aunque cada una es ms alta que la cima del palacio. Cantan de noche las piedras? Es posible.

Como las ms grandes de los ros o de los precipicios. Los incas tendran la historia de todas las piedras con "encanto" y las haran llevar para construir la fortaleza. Y stas con que levantaron la catedral? Los espaoles las cincelaron. Mira el filo de la esquina de la torre. Aun en la penumbra se vea el filo; la cal que una cada piedra labrada lo haca resaltar. Golpendolas con cinceles les quitaran el "encanto". Pero las cpulas de las torres deben guardar, quizs, el resplandor que dicen que hay en la gloria. Mira, pap! Estn brillando. S, hijo. T ves, como nio, algunas cosas que los mayores no vemos. La armona de Dios existe en la tierra. Perdonemos al Viejo, ya que por l conociste el Cuzco. Vendremos a la catedral maana. Esta plaza, es espaola? No. La plaza, no. Los arcos, los templos. La plaza, no. La hizo Pachakutek', el Inca renovador de la tierra. No es distinta de los cientos de plazas que has visto? Ser por eso que guarda el resplandor del cielo. Nos alumbra desde la fachada de las torres. Papa; amanezcamos aqu! Puede que Dios viva mejor en esta plaza, porque es el centro del mundo, elegida por el Inca. No es cierto que la tierra sea redonda. Es larga; acurdate, hijo, que hemos andado siempre a lo ancho o a lo largo del mundo. Nos acercamos a la Compaa. No era imponente, recreaba. Quise cantar junto a su nica puerta. No deseaba rezar. La catedral era demasiado grande, como la fachada de la gloria para los que han padecido hasta su muerte. Frente a la portada de la Compaa, que mis ojos podan ver completa, me asalt el propsito de entonar algn himno, distinto de los cantos que haba odo corear en quechua a los indios, mientras lloraban, en las pequeas iglesias de los pueblos. No, ningn canto con lgrimas! A paso marcial nos encaminamos al Amaru Cancha, el palacio de Huayna Capac, y al templo de las Aellas. La Compaa tambin la hicieron con las piedras de los incas? pregunt a mi padre. Hijo, los espaoles, qu otras piedras hubieran labrado en el Cuzco? Ahora vers! Los muros del palacio y del templo incaicos formaban una calle angosta que desembocaba en la plaza. No hay ninguna puerta en esta calle dijo mi padre. Est igual que cuando los.incas. Slo sirve para que pase la gente. Acrcate! Avancemos. Pareca cortada en la roca viva. Llamamos roca viva, siempre, a la brbara, cubierta de parsitos o de liqenes rojos. Como esa calle hay paredes que labraron los ros, y por donde nadie ms que el agua camina, tranquila o violenta. Se llama Loreto Quijllu dijo mi padre. Quijllu, pap? Se da ese nombre, en quechua, a las rajaduras de las rocas. No a las de las piedras comunes sino de las enormes, o de las interminables vetas que cruzan las cordilleras, caminando irregularmente, formando el cimiento de los nevados que ciegan con su luz a los viajeros. Aqu estn las ruinas del templo de Acllahuasi, y de Amaru Cancha exclam mi padre. Eran serenos los muros, de piedras perfectas. El de Acllahuasi era altsimo, y bajo el otro, con serpientes esculpidas en el dintel de la puerta. No vive nadie adentro? pregunt. Slo en Acllahuasi; las monjas de Santa Catalina, lejos. Son enclaustradas. No salen nunca. El Amaru Cancha, palacio de Huayna Capac, era una ruina, desmoronndose por la cima. El desnivel de altura que haba entre sus muros y los del templo permita entrar la luz a la calle y contener, mejor, a la sombra. La calle era lcida, no rgida. Si no hubiera sido tan angosta, las piedras rectas se habran, quiz, desdibujado. As estaban cerca; no bullan, no hablaban, no tenan la energa de las que jugaban en el muro del palacio de Inca Roca; era el muro quien impona silencio; y si alguien hubiera cantado con hermosa voz, all, las piedras habran repetido con tono perfecto, idntico, la msica. Estbamos juntos; recordando yo las descripciones que en los viajes hizo mi padre, del Cuzco. O entonces un canto. La Mara Angola! le dije. S. Qudate quieto. Son las nueve. En la pampa de Anta, a cinco leguas, se le oye. Los viajeros se detienen y se persignan. La tierra deba convertirse en oro en ese instante; yo tambin, no slo los muros y la ciudad, las torres, el atrio y las fachadas que haban visto. La voz de la campana resurga. Y me pareci ver, frente a m, la imagen de mis protectores, los alcaldes indios: don Maywa y don Vctor Pusa, rezando arrodillados delante de la fachada de la iglesia de adobes, blanqueada, de mi aldea, mientra la luz del crepsculo no resplandeca sino cantaba. En los molles, las guilas, los wamanchas tan temidos por carnvoros, elevaban la cabeza, beban la luz, ahogndose. Yo saba que la voz de la campana llegaba a cinco leguas de distancia. Cre que estallara en la plaza. Pero surga lentamente, a intervalos suficientes; y el canto se acrecentaba, atravesaba los elementos; y todo se converta en esa msica cuzquea, que abra las puertas de la memoria. En los grandes lagos, especialmente en los que tienen islas y bosques de totora, hay campanas que tocan a la media noche. A su canto triste salen del agua toros de fuego, o de oro, arrastrando cadenas; suben a las cumbres y mugen en la helada; porque en el Per los lagos estn en la altura. Pens que esas campanas deban de ser illas, reflejos de la "Mara Angola", que convertira a los amarus en toros. Desde el centro del mundo, la voz de la campana, hundindose en los lagos, habra transformado a las antiguas criaturas. Pap le dije, cuando ces de tocar la campana. No me decas que llegaramos al Cuzco para ser eternamente felices? El Viejo est aqu! dijo. El Anticristo! Ya maana nos vamos. El tambin se ir a sus haciendas. Las campanas que hay en los lagos que hemos visto en las punas, no sern illas de la "Mara Angola" ? Quizs, hijo. T piensas todava como un nio. He visto a don Maywa, cuando tocaba la campana. As es. Su voz aviva el recuerdo. Vamonos! En la penumbra, las serpientes esculpidas obre la puerta del palacio de Huayna Capac caminaban. Era lo nico que se mova en ese kijllu acerado. Nos siguieron, vibrando, hasta la casa. El pongo esperaba en la puerta. Se quit la montera, y as descubierto, nos sigui hasta el tercer patio. Vena sin hacer ruido, con los cabellos revueltos, levantados. Le habl en quechua. Me mir extraado. No sabe hablar? le pregunt a mi padre. No se atreve me dijo. A pesar de que nos acompaa a la cocina. En ninguno de los centenares de pueblos donde haba vivido con mi padre, hay pongos. Tayta le dije en quechua al indio. T eres cuzqueo? Manan contest. De la hacienda. Tena un poncho rado, muy corto. Se inclin y pidi licencia para irse. Se inclin como un gusano que pidiera ser aplastado. Abrac a mi padre, cuando prendi la luz de la lmpara. El perfume del cedrn llegaba hasta nosotros. No pude contener el llanto. Llor como al borde de un gran lago desconocido. Es el Cuzco! me dijo mi padre. As agarra a los hijos de los cuzqueos ausentes. Tambin debe ser el canto de la "Mara Angola". No quiso acostarse en la cuja del Viejo. Hagamos nuestras camas dijo. Como en los corredores de las casas en que nos alojaban en los pueblos, tendimos nuestras camas sobre la tierra. Yo tena los ojos nublados. Vea al indio de hacienda, su rostro extraado; las pequeas serpientes del Amaru Cancha, los lagos movindose ante la voz de la campana. Estaran marchando los toros a esa hora, buscando las cumbres! Rezamos en voz alta. Mi padre pidi a Dios que no oyera las oraciones que con su boca inmunda entonaba el Viejo en todas las iglesias, y aun en las calles.

Me despert al da siguiente, llamndome: Est amaneciendo. Van a tocar la campana. Tena en las manos su reloj de oro, de tres capas. Nunca lo vendi. Era un recuerdo de su padre. A veces se le vea como a un fantico, dndole cuerda a ese reloj fastuoso, mientras su ropa apareca vieja, y l permaneca sin afeitarse, por el abatimiento. En aquel pueblo de los nios asesinos de pjaros, donde nos sitiaron de hambre, mi padre sala al corredor, y frente al bosque de hierbas venenosas que crecan en el patio, acariciaba su reloj, lo haca brillar al sol, y esa luz lo fortaleca. Nos levantaremos despus que la campana toque, a las cinco dijo.

El oro que doa Mara Angola entreg para que fundieran la campana fueron joyas? le pregunt. Sabemos que entreg un quintal de oro. Ese metal era del tiempo de los incas. Fueron, quiz, trozos del Sol de Inti Cancha o de las paredes del templo, o de los dolos. Trozos, solamente; o joyas grandes hechas de ese oro. Pero no fue un quintal, sino mucho ms, .el oro que fundieron para la campana. Mara Angola, ella sola, llev un quintal. El oro, hijo, suena como para que la voz de las campanas se eleve hasta el cielo, y vuelva con el canto de los ngeles a la tierra! Y las campanas feas de los pueblos que no tenan oro? Son pueblos olvidados. Las oir Dios, pero a qu ngel han de hacer bajar esos ruidos? El hombre tambin tiene poder. Lo que has visto anoche no lo olvidars. Vi, pap, a don Pablo Maywa, arrodillado frente a la capilla de su pueblo. Pero recuerda, hijo! Las campanitas de ese pueblo tenan oro. Fue pueblo de mineros. Comenz, en ese instante, el primer golpe de la "Mara Angola". Nuestra habitacin, cubierta de holln hasta el techo, empez a vibrar con las ondas lentas del canto. La vibracin era triste, la mancha de holln se meca como un trapo negro. Nos arrodillamos para rezar. Las ondas finales se perciban todava en el aire, apagndose, cuando lleg el segundo golpe, an ms triste. Yo tena catorce aos; haba pasado mi niez en una casa ajena, vigilado siempre por crueles personas. El seor de la casa, el padre, tena ojos de prpados enrojecidos y cejas espesas; le placa hacer sufrir a los que dependan de l, sirvientes y animales. Despus, cuando mi padre me rescat y vagu con l por los pueblos, encontr que en todas partes la gente sufra. La "Mara Angola" lloraba, quizs, por todos ellos, desde el Cuzco. A nadie haba visto ms humillado que a ese pongo del Viejo. A cada golpe, la campana entristeca ms y se hunda en todas las cosas. Pap! Quin la hizo? le pregunt, despus del ltimo toque. Campaneros del Cuzco. No sabemos ms. No sera un espaol. Por qu no? Eran los mejores, los maestros. El espaol tambin sufra? Crea en Dios, hijo. Se humillaba ante El cuanto ms grande era. Y se mataron tambin entre ellos. Pero tenemos que apurarnos en arreglar nuestras cosas. La luz del sol deba estar ya prxima. La cuja tallada del Viejo se exhiba ntidamente en medio del cuarto. Su techo absurdo y la tela de seda que la cubra, me causaban irritacin. Las manchas de holln le daban un fondo humillante. Derribada habra quedado bien. Volvimos a empacar el colchn de mi padre, los tres pellejos de carnero sobre los que yo dorma, y nuestras frazadas. Salimos. Nos miraron sorprendidos los inquilinos del segundo patio. Muchos de ellos rodeaban una pila de agua, llevando baldes y ollas. El rbol de cedrn haba sido plantado al centro del patio, sobre la tierra ms seca y endurecida. Tena algunas flores en las ramas altas. Su tronco apareca descascarado casi por completo, en su parte recta, hasta donde empezaba a ramificarse. Las paredes de ese patio no haban sido pintadas quiz desde haca cien aos; dibujos hechos con carbn por los nios, o simples rayas, las cruzaban. El patio ola mal, a orines, a aguas podridas. Pero el ms desdichado de todos los que vivan all deba ser el rbol de cedrn. "Si se muriera, si se secara, el patio parecera un infierno", dije en voz baja. "Sin embargo lo han de matar; lo descascaran." Encontramos limpio y silencioso el primer patio, el del dueo. Junto a una columna del segundo piso estaba el pongo, con la cabeza descubierta. Desapareci. Cuando subimos al corredor alto lo encontramos recostado en la pared del fondo. Nos salud, inclinndose; se acerc a mi padre y le bes las manos. Nio, niito! me dijo a m, y vino detrs, gimoteando. El mestizo haca guardia, de pie, junto a una puerta tallada. El caballero lo est esperando dijo, y abri la puerta. Yo entr rpido, tras de mi padre. El Viejo estaba sentado en un sof. Era una sala muy grande, como no haba visto otra; todo el piso cubierto por una alfombra. Espejos de anchos marcos, de oro opaco, adornaban las paredes; una araa de cristales penda del centro del techo artesonado. Los muebles eran altos, tapizados de rojo. No se puso de pie el Viejo. Avanzamos hacia l. Mi padre no le dio la mano. Me present. Tu to, el dueo de las cuatro haciendas dijo. Me mir el Viejo, como intentando hundirme en la alfombra. Percib que su saco estaba casi deshilachado por la solapa, y que brillaba desagradablemente. Yo haba sido amigo de un sastre, en Huamanga, y con l nos habamos redo a carcajadas de los antiguos sacos de algunos seorones avaros que mandaban hacer zurcidos. "Este espejo no sirve exclamaba el sastre, en quechua. Aqu slo se mira la cara el diablo que hace guardia junto al seor para llevrselo a los infiernos." Me agach y le di la mano al Viejo. El saln me haba desconcertado; lo atraves asustado, sin saber cmo andar. Pero el lustre sucio que observ en el saco del Viejo me dio tranquilidad. El Viejo sigui mirndome. Nunca vi ojos ms pequeos ni ms brillantes. Pretenda rendirme! Se enfrent a m. Por qu? Sus labios delgadsimos los tuvo apretados. Mir en seguida a mi padre. El era arrebatado y generoso; haba preferido andar solo, entre indios y mestizos, por los pueblos. Cmo te llamas? me pregunt el Viejo, volviendo a mirarme. Yo estaba prevenido. Haba visto el Cuzco. Saba que tras los muros de los palacios incas vivan avaros. "T", pens, mirndolo tambin detenidamente. La voz extensa de la gran campana, los amarus del palacio de Huayna Capac, me acompaaban an. Estbamos en el centro del mundo. Me llamo como mi abuelo, seor le dije. Seor? No soy tu to?

Yo saba que en los conventos, los frailes preparaban veladas para recibirlo; que lo saludaban en las calles los cannigos. Pero nos haba hecho llevar a la cocina de su casa; haba mandado armar all esa cuja tallada, frente a la pared de holln. No poda ser este hombre ms perverso ni tener ms poder que mi cejijunto guardador que tambin me haca dormir en la cocina. Es usted mi to. Ahora ya nos vamos, seor le contest. Vi que mi padre se regocijaba, aunque permaneca en actitud casi solemne. Se levant el Viejo, sonriendo, sin mirarme. Descubr entonces que su rostro era ceniciento, de piel dura, aparentemente descarnada de los huesos. Se acerc a un mueble del que pendan muchos bastones, todos con puo de oro. La puerta del saln haba quedado abierta y pude ver al pongo, vestido de harapos, de espaldas a las verjas del corredor. A la distancia se poda percibir el esfuerzo que haca por apenas parecer vivo, el invisible peso que oprima su respiracin. El Viejo le alcanz a mi padre un bastn negro; el mango de oro figuraba la cabeza y cuello de un guila. Insisti para que lo recibiera y lo llevara. No me miraron. Mi padre tom el bastn y se apoy en l; el Viejo eligi uno ms grueso, con puo simple, como una vara de alcalde. Cuando pas por mi lado comprob que el Viejo era muy bajo, casi un enano; caminaba, sin embargo, con aire imponente, y as se le vea aun de espaldas. Salimos al corredor. Repicaron las campanas. La voz de todas se recortaba sobre el fondo de los golpes muy espaciados de la "Mara Angola". El pongo pretendi acercarse a nosotros, el Viejo lo ahuyent con un movimiento del bastn. Haca fro en la calle. Pero las campanas regocijaban la ciudad. Yo esperaba la voz de la "Mara Angola". Sobre sus ondas que abrazaban al mundo, repicaba la voz de las otras, las de todas las iglesias. Al canto grave de la campana se animaba en m la imagen humillada del pongo, sus ojos hundidos, los huesos de su nariz, que era lo nico enrgico de su figura; su cabeza descubierta en que los pelos parecan premeditadamente revueltos, cubiertos de inmundicia. "No tiene padre ni madre, slo su sombra", iba repitiendo, recordando la letra de un huayno, mientras aguardaba, a cada paso, un nuevo toque de la inmensa campana. Ces el repique, la llamada a misa, y tuve libertad para mirar mejor la ciudad a la luz del da. Nos iramos dentro de una hora, o menos. El Viejo hablaba. Inca Roca lo edific. Muestra el caos de los gentiles, de las mentes primitivas. Era aguda su voz y no pareca la de un viejo, cenizo por la edad, y tan recio. Las lneas del muro jugaban con el sol; las piedras no tenan ngulos ni lneas rectas; cada cual era como una bestia que se agitaba a la luz; transmitan el deseo de celebrar, de correr por alguna pampa, lanzando gritos de

jbilo. Yo lo hubiera hecho; pero el Viejo segua predicando, con palabras selectas, como tratando de abrumar a mi padre. Cuando llegamos a la esquina de la Plaza de Armas, el Viejo se postr sobre ambas rodillas, se descubri, agach la cabeza y se persign lentamente. Lo reconocieron muchos y no se echaron a rer; algunos muchachos se acercaron. Mi padre se apoy en el bastn, algo lejos de l. Yo esper que apareciera un huayronk'o y le escupiera sangre en la frente, porque estos insectos voladores son mensajeros del demonio o de la maldicin de los santos. Se levant el Viejo y apur el paso. No se puso el sombrero; avanz con la cabeza canosa descubierta. En un instante llegamos a la puerta de la catedral. Mi padre lo segua comedidamente. El Viejo era imperioso; pero yo le hubiera sacudido por la espalda. Y tal vez no habra cado, porque pareca pesar mucho, como si fuera de acero; andaba con gran energa. Ingresamos al templo, y el Viejo se arrodill sobre las baldosas. Entre las columnas y los arcos, rodeados del brillo del oro, sent que las bvedas altsimas me rendan. O rezar desde lo alto, con voz de moscardones, a un coro de hombres. Haba poca gente en el templo. Indias con mantas de colores sobre la cabeza, lloraban. La catedral no resplandeca tanto. La luz filtrada por el alabastro de las ventanas era distinta de la del sol. Pareca que habamos cado, como en las leyendas, a alguna ciudad escondida en el centro de una montaa, debajo de los mantos de hielo inapagables que nos enviaban luz a travs de las rocas. Un alto coro de madera lustrada se elevaba en medio del templo. Se levant el Viejo y nos gui hacia la nave derecha. El Seor de los Temblores dijo, mostrando un retablo que alcanzaba la cima de la bveda. Me mir, como si no fuera yo un nio. Me arrodill junto a l y mi padre al otro lado. Un bosque de ceras arda delante del Seor. El Cristo apareca detrs del humo, sobre el fondo del retablo dorado, entre columnas y arcos en que haban tallado figuras de ngeles, de frutos y de animales. Yo saba que cuando el trono de ese Crucificado apareca en la puerta de la catedral, todos los indios del Cuzco lanzaban un alarido que haca estremecer la ciudad, y cubran, despus, las andas del Seor y las calles y caminos, de flores de ujchu, que es roja y dbil. El rostro del Crucificado era casi negro, desencajado, como el del pongo. Durante las procesiones, con sus brazos extendidos, las heridas profundas, y sus cabellos cados a un lado, como una mancha negra, a la luz de la plaza, con la catedral, las montaas o las calles ondulantes, detrs, avanzara ahondando las aflicciones de los sufrientes, mostrndose como el que ms padece, sin cesar. Ahora, tras el humo y esa luz agitada de la maana y de las velas, apareca sobre el altar hirviente de oro, como al fondo de un crepsculo del mar, de la zona trrida, en que el oro es suave o brillante, y no pesado y en llamas como el de las nubes de la sierra alta, o de la helada, donde el sol del crepsculo se rasga en mantos temibles. Renegrido, padeciendo, el Seor tena un silencio que no apaciguaba. Haca sufrir; en la catedral tan vasta, entre las llamas de las velas y el resplan

dor del da que llegaba tan atenuado, el rostro del Cristo creaba sufrimiento, lo extenda a las paredes, a las bvedas y columnas. Yo esperaba que de ellas brotaran lgrimas. Pero estaba all el Viejo, rezando apresuradamente con su voz metlica. Las arrugas de su frente resaltaron a la luz de las velas; eran esos surcos los que daban la impresin de que su piel se haba descarnado de los huesos. No hay tiempo para ms dijo. No omos misa. Salimos del templo. Regresamos a paso ligero. El Viejo nos guiaba. No entramos a la iglesia de la Compaa; no pude siquiera contemplar nuevamente su fachada; slo vi la sombra de sus torres sobre la plaza. Encontramos un camin en la puerta de la casa. El mestizo de botas hablaba con el chofer. Haban subido nuestros atados a la plataforma. No necesitaramos ya entrar al patio. Todo est listo, seor dijo el mestizo. Mi padre entreg el bastn al Viejo. Yo corr hasta el segundo patio. Me desped del pequeo rbol. Frente a l, mirando sus ramas esculidas, las flores moradas, tan escasas, que temblaban en lo alto, tem al Cuzco. El rostro del Cristo, la voz de la gran campana, el espanto que siempre haba en la expresin del pongo, y el Viejo!, de rodillas en la catedral, aun el silencio de Loreto Kijllu, me opriman. En ningn sitio deba sufrir ms la criatura humana. La sombra de la catedral y la voz de la "Mara Angola" al amanecer, renacan, me alcanzaban. Sal. Ya nos bamos. El Viejo me dio la mano. Nos veremos me dijo. Lo vi feliz. Un poco lejos, el pongo estaba de pie, apoyndose en la pared. Las roturas de su camisa dejaban ver partes del pecho y del brazo. Mi padre ya haba subido al camin. Me acerqu al pongo y me desped de l. No se asombr tanto. Lo abrac sin estrecharlo. Iba a sonrer, pero gimote, exclamando en quechua: " Niito, ya te vas; ya te ests yendo! Ya te ests yendo! ". Corr al camin. El Viejo levant los dos bastones en ademn de despedida. Debimos ir a la iglesia de la Compaa! me dijo mi padre, cuando el camin se puso en marcha. Hay unos balcones cerca del altar mayor; s, hijo, unos balcones tallados, con celosas doradas que esconden a quienes oyen misa desde ese sitio. Eran para las enclaustradas. Pero s que all bajan, al amanecer, los ngeles ms pequeos, y revolotean, cantando bajo la cpula, a la misma hora en que tocan la "Mara Angola". Su alegra reina despus en el templo durante el resto del da. Haba olvidado al Viejo, tan apurado en despacharnos, an la misa no oda; recordaba slo la ciudad, su Cuzco amado y los templos. Pap, la catedral hace sufrir le dije. Por eso los jesutas hicieron la Compaa. Representan el mundo y la salvacin. Ya en el tren, mientras vea crecer la ciudad, al fuego del sol que caa sobre los tejados y las cpulas de cal y canto, descubr el Sacsayhuaman, la fortaleza, tras el monte en el que haban plantado eucaliptos. En filas quebradas, las murallas se asentaban sobre la ladera, entre el gris del pasto. Unas aves negras, no tan grandes como dos cndores, daban vueltas, o se lanzaban desde el fondo del cielo sobre las filas de muros. Mi padre vio que contemplaba las ruinas y no me dijo nada. Ms arriba, cuando el Sacsayhuaman se mostr, rodeando la montaa, y poda distinguirse el perfil redondo, no filudo, de los ngulos de las murallas, me dijo: Son como las piedras de Inca Roca. Dicen que permanecern hasta el juicio final; que all tocar su trompeta el arcngel. Le pregunt entonces por las aves que daban vueltas sobre la fortaleza. Siempre estn me dijo. No recuerdas que huaman significa guila? "Sacsay huaman' quiere decir "Aguila repleta". Repleta? Se llenarn con el aire. No, hijo. No comen. Son guilas de la fortaleza. No necesitan comer; juegan sobre ella. No mueren. Llegarn al juicio final. El Viejo se presentar ese da peor de lo que es, ms ceniciento. No se presentar. El juicio final no es para los demonios. Pasamos la cumbre. Llegamos a Iscuchaca. All alquilamos caballos para seguir viaje a Abancay. Iramos por la pampa de Anta. Mientras trotbamos en la llanura inmensa, yo vea el Cuzco; las cpulas de los templos a la luz del sol, la plaza larga en donde los rboles no podan crecer. Cmo se haban desarrollado, entonces, los eucaliptos, en las laderas del Sacsayhuaman? Los seores avaros habran envenenado quiz, con su aliento, la tierra de la ciudad. Residan en los antiguos solares desde los tiempos de la conquista. Record la imagen del pequeo cedrn de la casa del Viejo. Mi padre iba tranquilo. En sus ojos azules reinaba el regocijo que senta al iniciar cada viaje largo. Su gran proyecto se haba frustrado, pero estbamos trotando. El olor de los caballos nos daba alegra. En la tarde llegamos a la cima de las cordilleras que cercan el Apurmac. "Dios que habla" significa el nombre de este ro. El forastero lo descubre casi de repente, teniendo ante sus ojos una cadena sin fin de montaas negras y nevados, que se alternan. El sonido del Apurmac alcanza las cumbres, difusamente, desde el abismo, como un rumor del espacio. El ro corre entre bosques negruzcos y mantos de caaverales que slo crecen en las tierras quemantes. Los caaverales reptan las escarpadas laderas o aparecen suspendidos en los precipicios. El aire transparente de la altura va tornndose denso hacia el fondo del valle. El viajero entra a la quebrada bruscamente. La voz del ro y la hondura del abismo polvoriento, el juego de la nieve lejana y las rocas que brillan como espejos, despiertan en su memoria los primitivos recuerdos, los ms antiguos sueos. A medida que baja al fondo del valle, el recin llegado se siente transparente, como un cristal en que el mundo vibrara. Insectos zumbadores aparecen en la regin clida; nubes de mosquitos venenosos se clavan en el

rostro. El viajero oriundo de las tierras fras se acerca al ro, aturdido, febril, con las venas hinchadas. La voz del ro aumenta; no ensordece, exalta. A los nios los cautiva, les infunde presentimientos de mundos desconocidos. Los penachos de los bosques de carrizo se agitan junto al ro. La corriente marcha como a paso de caballos, de grandes caballos cerriles. Apurtmac tnayul Apurmac tnayul repiten los nios de habla quechua, con ternura y algo de espanto.