el último pecado capital - sofia navarro - 2012 - freetaster - chapter1

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Sofía Navarro nació en Jerez de la Frontera -España-, en el año 1988. Tras estudiar en la Universidad de Sevilla se trasladó a Londres -Reino Unido-, donde continúa trabajando en sus múltiples escritos y desarrollando su carrera como comunicóloga. Su primer libro fue un cuento que escribió a los once años y que tituló Dalila. La sangre del pirata. Su primera novela fue escrita cuando la autora contaba catorce años, y se titula La máscara del secreto. Este es un drama romántico juvenil recubierto de crítica social, que refleja la diferencia esencial entre la fama y el éxito. Sofía continuó escribiendo, confeccionando para su propio disfrute una colección de obras, incluidas Flor del pasado, La sombra de una dama, Chispa y humo, La jarra de cristal, y muchas otras. El último pecado capital fue su primera novela publicada en España, en el año 2010. Un drama, sobre crímenes contra la humanidad, que llegó a recibir críticas refiriéndose a él como “El jardinero fiel en clave juvenil”. La nueva Edición Kinsley tiene finalidad solidaria. El secreto de Caperucita Roja fue su segunda obra publicada en España, en el año 2011. El éxito de la primera edición llevó a la autora a crear la actualmente disponible Edición Grimm, en el año 2012, y a hacerla accesible, mediante Internet, al público mundial.

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Sofía Navarro nació en Jerez de la Frontera -España-, en el año 1988. Tras estudiar en la Universidad de Sevilla se trasladó a Londres -Reino Unido-, donde continúa trabajando en sus múltiples escritos y desarrollando su carrera como comunicóloga. Su primer libro fue un cuento que escribió a los once años y que tituló Dalila. La sangre del pirata. Su primera novela fue escrita cuando la autora contaba catorce años, y se titula La máscara del secreto. Este es un drama romántico juvenil recubierto de crítica social, que refleja la diferencia esencial entre la fama y el éxito. Sofía continuó escribiendo, confeccionando para su propio disfrute una colección de obras, incluidas Flor del pasado, La sombra de una dama, Chispa y humo, La jarra de cristal, y muchas otras. El último pecado capital fue su primera novela publicada en España, en el año 2010. Un drama, sobre crímenes contra la humanidad, que llegó a recibir críticas refiriéndose a él como “El jardinero fiel en clave juvenil”. La nueva Edición Kinsley tiene finalidad solidaria. El secreto de Caperucita Roja fue su segunda obra publicada en España, en el año 2011. El éxito de la primera edición llevó a la autora a crear la actualmente disponible Edición Grimm, en el año 2012, y a hacerla accesible, mediante Internet, al público mundial.

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Otras obras disponibles

El secreto de Caperucita Roja (Edición Grimm)

La máscara del secreto

(Edición especial: Décimo Aniversario)

Dalila. La sangre del pirata.

Próximamente

Chispa & humo

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El Último Pecado Capital

Sofía Navarro

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ISBN: 978-1-291-00963-7 ©Sofía Navarro. http://the-grown-up-mermaid.blogspot.com Diseño de cubierta: Sofía Navarro. Editorial: Lulu.com Los beneficios de esta obra correspondientes a la autora serán íntegramente destinados a Médicos Sin Fronteras, España. Todos los derechos reservados. No está permitida la reimpresión de parte alguna de este libro, ni tampoco su reproducción, en cualquier forma o por cualquier medio, bien sea electrónico, mecánico o de otro tipo, tanto conocido como los que puedan inventarse, incluyendo el fotocopiado o grabación, ni se permite su almacenamiento en un sistema de información y recuperación, sin el permiso anticipado y por escrito del autor.

A mi

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El Último Pecado Capital

EDICIÓN KINSLEY

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“Tired of injustice. Tired of the schemes. As jacked as it sounds. The whole system sucks”.

HIStory,

Michael Jackson.

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.Prefacio.

Los senderos de soberbia sólo pueden conducir a una cosa, y es la pérdida de lo más preciado: la humanidad. La esencia, aquello que compartimos, lo que nos hace extraordinarios ante las demás criaturas del planeta. Todos reímos o lloramos, sólo que por diferentes motivos.

Existe una autoproclamada élite que no respeta esa esencia, que corrompe lo que toca, oculta lo que conoce y manipula a los que viven en la sociedad del bienestar e ignoran que el bienestar actual es un espejismo, porque el auténtico bienestar nos lo están robando. No hablo de una teoría de la conspiración, aunque es cierto que los que manejan los hilos prefieren pasar desapercibidos. No conspiran, en realidad ni siquiera se molestan en hacer bien el papel de malos, porque es fácil adivinar quiénes son y qué hacen para tener el poder. Pero la sociedad está absolutamente anestesiada.

La superpoblación mundial es un problema grave, pero la

soberbia también. Algunos dicen que este planeta no tiene recursos para

tantas personas, y yo me pregunto cuántos recursos malgastan ciertas sociedades superpobladas pero paupérrimas… ¿Una familia de quince miembros en un suburbio de la India, gasta lo mismo que una familia media del primer mundo? No lo creo.

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Agua, luz, combustibles contaminantes, productos químicos para prácticamente todo, gasto de comida que sobra, sobra y sobra, utilización de plásticos, tala indiscriminada de árboles para obtener madera y papel, acumulación masiva de ropa en los armarios, residuos industriales…, hay una infinidad de tipos de recursos que una familia del primer mundo utiliza sin control ni preocupación. Lo de la comida lo decía por la media de obesidad en el hemisferio norte y la hambruna constante en el sur, por si quedaba alguna duda. ¿Qué posibilidades tiene la familia de quince miembros de un suburbio de la India de gastar siquiera la mitad de recursos que una familia media del primer mundo? Ninguna. Sin tener ni para comer, de pocos recursos pueden abusar y pocos residuos pueden dejar.

Es el primer mundo el que tiene que apretarse el cinturón antes de clamar a los países con sobrepoblación una reducción drástica. La reducción es deseable, sí, o al menos el descenso progresivo de población, gracias a la utilización de medios anticonceptivos seguros. Pero, ¿cómo no íbamos a caber en este enorme, y puede que infinito, universo? Muchos científicos que no siguen las reglas del capitalismo estarían de acuerdo con que podríamos conquistar el espacio, el tipo de hipótesis que a un ciudadano medio le parecería poco menos que descabellada. Pero, aventuras de Julio Verne aparte, ¿quién quiere contaminar la atmósfera con petróleo, teniendo un planeta lleno de agua? El agua es una vasta, inmensa, inagotable fuente de energía limpia, cuyo poder iguala e incluso sobrepasa al de la energía nuclear… Las industrias no apuestan por la energía hidráulica porque todo el mundo tiene agua. Lo que la gente no tiene ni a mano ni por derecho fundamental es petróleo o uranio. ¿Dónde estaría el negocio si cualquiera pudiera tener la materia prima?

El abuso del primer mundo es una sobrecarga que nuestro planeta soporta sin quejarse. De momento, esta Tierra sólo está llorando en silencio, como arrinconada en un zulo, azotada por hombres que abusan constantemente de ella, cuando otros menos poderosos golpean la puerta intentando salvarla. El día que la Tierra se rebele, lloraremos todos.

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Me criaron en el amor y en el respeto a los demás, eso es

un hecho. Sin embargo, vivo en el primer mundo y no me gustaría estar en la piel de los menos afortunados. Me pregunto qué hacer por ellos y tengo muchas respuestas, algunas no me convencen, pero otras sí. Y mientras pueda llevar a cabo aquellas a las que estoy dispuesta a responder, lo haré. No hace falta renunciar a todo para amar a los demás. Al contrario de lo que mucha gente pueda pensar, si no nos respetamos a nosotros mismos, seremos incapaces de respetar a los demás. En la religión cristiana hay un personaje que siempre me ha llamado poderosamente la atención, y una de sus frases más célebres es: Ama a tu prójimo como a ti mismo. Exacto. Ni le ames más para infravalorarte a ti sobre él -pues eres igual de valioso-, ni le ames menos, porque te estarás quitando méritos cuando sabes que puedes hacerlo mejor. ¿Y si mi prójimo no se merece que le dé ni los buenos días? Hagan lo que deje su conciencia más tranquila, no su orgullo, aunque a veces, si se es sincero, coinciden. Respondan con algo que les permita estar orgullosos de ustedes mismos, lo que en su interior saben que es lo correcto, lo que consigue que mantengan su esencia. Sin importar lo que opinen los demás. Eso es tener humanidad.

¿Recuerdan esa élite del poder de la que les hablé al

principio? Pues existe otro club en el que las personas no se enteran de los designios de los poderosos. No es privado. Es muy viejo, viejísimo, y no tiene organización aparente. Son las personas de a pié. Las que se sorprenden de la maldad ajena y las que casi son incapaces de creer que existan conspiraciones porque no creen en los corazones completamente gangrenados por el poder. Piensan que no tener un mínimo de escrúpulos es inhumano. ¿Tienen razón? Se quedarían aterrados si supieran las barbaridades que ha vivido la Historia, y que gente con muchísima influencia se empeña en ocultar día tras día, con el beneplácito de los medios de comunicación.

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El cuarto poder es más retorcido de lo que muchos se imaginan.

Me gusta que vivamos en la era de la información. Da sensación aparente de libertad. Y, aunque es muy poco, es más de lo que una vez tuvimos que soportar. Una se encuentra con documentos realmente interesantes por la red de redes. Parafraseando a una pequeña canadiense que en los años noventa ya habló por los niños de mi generación, y sumando algo de mi propia cosecha, he podido terminar de redactar este prefacio…

Cuando somos pequeños, los adultos nos dicen que

tenemos que ser tolerantes, que tenemos que compartir, que tenemos que ser justos, que no debemos ser caprichosos ni avariciosos… Pero son los primeros en desoír sus propias palabras. Los niños no les hemos elegido para que estén gobernando, sin embargo ahí están, y tenemos que aguantarnos con ello. Pues bien, he aquí lo que los niños quieren decirles:

Ustedes juegan a ganar y perder votos, a ganar y perder dinero, a ganar y perder prestigio, con mí futuro. Mi futuro, mi vida, mi salud, mi planeta… Sus votos no valen nada comparado con eso, así que dejen de comportarse como mercenarios. Dejen de contaminar el aire que respiro, dejen de robarme bosques, dejen de robarme ríos, mares y especies animales. Dejen de robarme la belleza única de la vida en este planeta. Dejen de destrozar el tapiz de la Historia con sus corrupciones y sus estafas a escala mundial. Dejen de torturar, matar, y pelear en guerras absurdas por dinero. Ni mi Historia queda bella con esos desgarros en su rostro, ni mi ética los acepta como algo bueno o perdonable, ni mi razón dejará de condenar a cada minuto esta barbarie. Siento profundo desprecio por ustedes, los que sólo hablan, los que sólo miran y al final ponen la mano para recoger los billetes. Un niño del tercer mundo, desconocedor de su sistema capitalista, no querría su dinero, porque el dinero no se puede comer. Ustedes ni sienten, ni padecen, ni reaccionan, ni lloran. Desprecio. Siento desprecio. Me repugnan ustedes y su falta de humanidad, su monstruosidad, su impunidad y su

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tranquilidad ante ella. Sus palabras vacías, pretenciosas, inútiles…, sus discursos pomposos que les revelan ignorantes. Sus mentiras incesantes, sus actos que atacan a la vida, su afán de control, su juego de marionetas, me dan una profundísima vergüenza. Vergüenza absoluta. Son ustedes como monos que tapan sus ojos, oídos y bocas mientras se sientan sobre un ataúd. Falsos, corruptos, momias huecas, ladrones, locos ansiosos de poder, mentirosos, rastreros, asesinos.

Asesinos. Asesinos.

Sofía Navarro, 2010. Jerez de la Frontera.

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Introducción

La selva filipina servía de refugio a la pequeña cabaña que clandestinamente jugaba a salvar vidas cada noche. A través de las ventanas se distinguía el tintineo de las luces que acogían el nacimiento. Una mujer joven, recostada en una camilla, gritaba de dolor justo antes de convertirse en madre.

El llanto del bebé recién nacido era el canto del animal más bello de la Tierra. Aquel sonido relajó la mandíbula y las manos de Clarita, quien liberó el palo de madera en el que había clavado sus dientes para apaciguar su dolor, así como las manos de su marido. Su sonrisa y sus lágrimas se mezclaban para inundarle el rostro de felicidad.

–Es una niña –anunció la matrona, llevando al bebé en brazos hacia una pila de agua limpia.

–Una niña, Felipe –fue capaz de pronunciar Clarita, alzando la vista hacia su marido, quien le besó la frente en un gesto protector que disimulara su sonrisa impostada.

Por nada del mundo habría querido aquel hombre herir a su esposa dejando que ella notase su decepción. Felipe podía llegar a ser un hombre demasiado práctico, por lo que habría deseado que del vientre de su esposa hubiese nacido un hijo varón. Aunque el orgullo le invadía, el recuerdo de su primogénito desaparecido seguía presente en su corazón. Habría sido su mejor pupilo, pero el pequeño no sobrevivió demasiado tiempo a los avatares de la selva.

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–Qué manera de llorar –exclamó, débilmente, Felipe, sonriendo a duras penas.

–Obstinada y orgullosa, como su abuela –respondió Clarita, encantada de oír el llanto de su bebé.

La matrona envolvió a la niña en una toalla limpia para secarla, después de haberle dado su primer baño, y se acercó a los padres. Felipe recibió al bebé en sus brazos.

–Aquí la tiene –sonrió la matrona. La sonrisa medianamente forzada de aquel hombre se

hizo amplia y real, tanto que ocultarla habría sido imposible. Ya sentía el amor más profundo del mundo por aquella pequeña criatura.

–Mírala, Clarita –dijo, acercándole el bebé a su esposa. La madre acarició la carita de la niña con las pocas

fuerzas que le quedaban. Rió de alegría, sin poder dejar de llorar. –Dios mío –murmuró–. Es tan bonita… –No se mueva –le pidió la matrona a Clarita–. No quiero

hacerle daño. La joven mujer respiró profundamente, intentando

relajarse, al ver que la matrona enhebraba una aguja con la que cosería los desgarros que el parto había dejado en ella.

Felipe dejó a la niña delicadamente sobre el regazo de su madre.

–Bienvenida al mundo, Kayla.

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PRIMERA PARTE

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Capítulo I

Cabezas de Pescado Filipinas, año 1995 Sus grandes ojos negros se clavaban en el mapa que se

exponía ante la clase. Su hogar era mucho más extenso de lo que ella creía. Nunca hubiese imaginado que Filipinas era un país tan grande… ¿Cómo pudieron conquistarla antaño? Habría que tener mucha paciencia para reclamar una a una las miles de islas que formaban el bello puzle que era su casa. Kayla, en silencio y rodeada de sus compañeros de clase, imaginó que los colonos debían de haber sido personas tremendamente perseverantes. Los aventureros siempre lo eran. A ella le hubiese gustado muchísimo ser aventurera, no podía estarse quieta demasiado tiempo, y se fascinaba con cada cosa nueva que aprendía o encontraba. Era una niña tremendamente curiosa y despierta.

–¿Alguna pregunta? –inquirió cautamente el profesor, echando un vistazo a su elenco de pequeños estudiantes–. Vamos, ¿lo habéis entendido todo, estáis dormidos, o es que no os atrevéis? –sonrió–. No tengáis miedo a preguntar.

Kayla alzó la mano. –Sí, Kayla. –¿Por qué hay tantos países si todos podríamos ser un

único país? El profesor suspiró, resignado.

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–Pero, Kayla, ¿no esa es la misma pregunta que me hiciste ayer? –recordó el profesor–. Puedes considerar, sin miedo a equivocarte, que la respuesta que te di sigue siendo válida hoy.

–Pero no le entendí bien –explicó ella–. ¿No dice la Biblia que somos todos iguales ante Dios? ¿Qué hay de malo en que seamos todos del mismo país, y que hablemos la misma lengua?

Respirando y sopesando una respuesta convincente, el profesor habló con calma.

–Tenemos los mismos derechos y las mismas obligaciones como seres humanos, a eso se refiere la Biblia. Tenemos la misma esencia.

–Entiendo… –Pero también tenemos diferente identidad. Aquello que

nos hace ser especiales. Cada país tiene la suya. Su historia, sus costumbres, sus leyes, su idioma, y muchas otras cosas. Unir cada país en uno solo destruiría toda esa riqueza. ¿Recuerdas lo que te dije ayer? Es mejor ser un país único que un único país.

–Pero los colonos aventureros conquistaron nuestro país y lo convirtieron en parte de España, años atrás. Si ellos sabían que cada país tiene una identidad… ¿por qué lo hicieron? ¿Y si se le ocurriera intentarlo a otra persona?, ¿sería posible volver a hacerlo?

–Kayla –el profesor comprendía la confusión de la niña, pero no sabía muy bien cómo hacerla entrar en razón–, los conquistadores imponían sus leyes y costumbres por la fuerza, destrozando nuestros tesoros, precisamente para arrebatárnoslo todo. ¿Qué me dices de lo que hemos aprendido sobre los derechos y las libertades del ser humano? La imposición por la fuerza no es justa. Destruyeron cosas valiosas para nosotros, porque creían que eso les beneficiaba... A corto plazo lo hizo, pero a largo plazo sólo estaban destruyendo la riqueza de nuestro mundo.

La cara de la niña se transformó en un poema. –Ahora lo entiendo. Ayer no dijo que nos habían

conquistado por la fuerza.

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Algunos de sus compañeros se rieron discretamente, cosa que hizo que Kayla se enfurruñara.

–Lo obvié, señorita. –¿Qué significa eso? –Pues que pensé que no tenía que decirlo. Creí que ese

detalle estaba claro. –Yo… me confundí –admitió, expuesta ante sus

compañeros–. Pero ahora ya lo entiendo. –¿Seguro? –preguntó el profesor, sabiendo que pudo

haberse cohibido sin más. –Seguro –vaciló–. Entonces… ¿El mundo es de todos? –Claro que sí. –¿Y si salgo de Filipinas, seguiré estando en casa? –De algún modo… sí. No necesitamos un solo país que

acabe con la diversidad, ya tenemos una sola Tierra –reflexionó el profesor–. Y algunos no saben ni sostener eso… –murmuró.

La niña no entendió del todo bien aquella explicación, pero la conclusión le gustaba.

–Me da la impresión de que si los colonos hubiesen sido amables, te habrías dejado conquistar –bromeó el profesor.

La niña no supo cómo responder a eso. Sonrió sin más. –La identidad es algo muy importante Kayla. No

debemos ser tan ingenuos como para regalársela a los que quieren imponernos otra. Dejaríamos de ser especiales.

El profesor volvió a suspirar, negando con la cabeza ante las siempre originales ocurrencias de Kayla. Era su alumna más espabilada, por eso de vez en cuando hacía preguntas que descolocaban a sus compañeros o al propio profesor. Se esforzaba tanto por comprender y por descubrir si lo que ella creía era la verdad, que algunas veces la idea más simple le parecía la hipótesis más retorcida del mundo y no dudaba en aclarar sus dudas al respecto.

–Si todos fuésemos iguales, la vida sería muy aburrida –finalizó el profesor–. Ahora poneos en pie.

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Entendían esa señal, no era necesario que el profesor dijese nada más. El murmullo de las voces acompasadas de los alumnos susurrando al unísono lo decía todo.

Los niños rezaban un Padre Nuestro cada día antes de que la jornada escolar se diera por concluida. El único que no rezaba era el profesor. Trabajaba en aquel colegio porque no tenía otra forma de subsistir más cómoda y decente, pero sus creencias no casaban con las de la dirección del colegio. Lo impuesto por la fuerza es injusto, bien lo sabía él, que era licenciado en Historia… Pero, ¿cómo explicarles a los niños de ocho años que lo impuesto de forma escalonada y casi invisible era mucho más peligroso? Las injusticias que no se ven, las que no llaman la atención, las que las víctimas asumen como elecciones propias… ¿Cómo explicarles algo así a niños de ocho años? La invasión silenciosa no duele hasta que culmina y es demasiado tarde. Para aquel profesor, los colonos eran aficionados que se exponían a la rebelión. La conquista más eficaz es la que cuenta con la complicidad de los conquistados. Las religiones eran las auténticas maestras en el arte de la invasión a todos los niveles.

Al salir del colegio, Kayla comenzó a caminar hacia su

casa, ensimismada en sus pensamientos. De las casas cercanas llegaba el olor a comida recién hecha. Sus tripas rugieron al instante. Aceleró el paso.

–¡Kayla! Su mejor amiga, Paola, llegó a su lado corriendo,

mostrando su amplia sonrisa en la que faltaba algún diente de leche.

–¿Vas a tu casa? –se interesó Kayla. –Sí. –¿No pasas hoy por el laberinto? –preguntó, refiriéndose

con ello al lugar más horrible que las niñas habían pisado: el vertedero.

–No… es que es el turno de mi hermano.

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La familia de Paola era, si aquello podía ser posible, aún más pobre que la de Kayla. Rebuscar entre los escombros y la basura del vertedero podía darles una miseria con la que sobrevivir.

–¿Te ha gustado la clase de Historia? –preguntó Paola. –Sí. Ahora entiendo por qué mi madre piensa que los

colonos no eran buenos. –Entonces ya no seguirás hablando de eso, ¿verdad? –Ya sé que he sido muy pesada. –Es que a mí no me gusta la Historia –dijo Paola, con

tono de estar muy cansada ya–. Prefiero las Matemáticas. La utilidad que la pequeña le daba a poder contar y

calcular era cada vez mayor. Sus ajustes con el dinero escaso que conseguía para su familia y los gastos que cada día había que enfrentar eran asuntos de adultos. El hecho de que ella fuese capaz de controlar cosas así, a su temprana edad, la hacían sentirse mayor. La clase de Historia, según lo veía ella, parecía no aportarle tanto.

–Tengo un regalo para ti –le dijo Paola a Kayla. –¿De verdad? –preguntó, llevándose las manos a la boca. –Feliz cumpleaños. La cara de la pequeña se iluminó, quedó boquiabierta al

ver que su amiga le acercaba un paquete envuelto en papel de periódico. Kayla se fijó en que Paola tenía el dedo índice de su mano derecha vendado. A veces pasaba que se cortaba con guijarros o se pinchaba mientras manoseaba sin cuidado en el laberinto.

–Muchas gracias –le dijo Kayla, abrazando a su amiga. –No lo abras aquí. Espera a llegar a tu casa. –¿Por qué? –Tú espérate y ábrelo allí. –Está bien. Pero quiero que sepas que cuando lo vea me

gustará mucho, seguro. Paola rió encantada.

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–Mi madre me ha ayudado a hacerlo –le confesó–. No me deja usar la máquina de coser, así que las costuras las hizo ella.

Aquel detalle situaba a Kayla sobre la pista de qué podría ser el regalo. La madre de Paola era una estupenda costurera, y realizaba manualidades con desechos del vertedero. Cajas de cartón, trozos de tela o de cerámica, plásticos de colores… Todo le servía para crear algo nuevo y único. Lavaba los materiales y hacía maravillas recicladas que luego vendía en el mercado por un precio ínfimo. Kayla sintió un deseo enorme de abrirlo y saber qué era.

–Gracias –volvió a decir Kayla, sonriendo. –De nada. Yo me voy ya –el camino de Paola y el de

Kayla se separaban a la mitad del paseo–. Si vienes esta tarde a mi casa podremos jugar en las máquinas nuevas.

–Le pediré permiso a mi madre, no te preocupes. –Si le pides permiso no te dejará… –Claro que sí. Ya verás cómo esta vez sí la convenzo. –Está bien. Te esperaré en casa. Seguro que te encantan

las máquinas. Kayla estaba deseando disfrutar de los nuevos juguetes de

Paola y sus vecinos, unos artilugios realmente pintorescos que habían llegado a su barrio casi por arte de magia.

–Hasta luego –dijo Kayla, despidiéndose con la mano. Paola se quedó parada en medio de la acera. Asintió

mientras observaba a Kayla alejándose, y cuando estuvo segura de que su amiga no miraría atrás, cambió su ruta y se dirigió hacia el vertedero a toda prisa.

Kayla llegó a su casa con los zapatos algo manchados por

el polvo del camino. Dejó sus pies descalzos para pasar al bungaló que servía a su familia como hogar. No era un lugar de residencia permanente, o al menos eso decían sus padres. Fue el pueblo al que llegaron cuando nació Kayla, huyendo de las inclemencias de la selva, que quedaba ya muy lejos. Clarita y Felipe soñaban con conseguir los medios necesarios para

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mudarse a Manila, la capital, que quedaba a unas cinco horas de camino en autobús de aquel pueblo. Manila era el sueño y la promesa de una vida mejor para la familia.

El bungaló era pequeño pero acogedor. Se trataba de una sencilla construcción, rudimentaria e ilegal, en medio de un barrio marginal.

La pequeña se dejó caer en el colchón de su cama, colocando sobre su almohada el regalo de Paola. Deshizo su trenza de cabello negro azabache, luego dejó su ropa bien doblada a los pies de su cama y se vistió con una camiseta blanca de tirantas, unos pantalones cortos de tela vaquera y se calzó unas chanclas algo gastadas. Su madre estaba fuera, en la parte trasera, cocinando. Kayla podía escuchar el roce de los utensilios de cocina y las cacerolas a través de la pared. Muerta de hambre, Kayla dejó su cuaderno escolar sobre su mesita de noche y se dirigió afuera, no sin antes santiguarse frente a una estampita ya vieja que mostraba el rostro de la Virgen de Fátima.

Aquel día hacía calor, el Sol brillaba y los vecinos del barrio trataban de disfrutar de sus humildes vidas fuera de sus madrigueras. Clarita sudaba al calor de los fogones.

–Hola, mamá –saludó Kayla, hablando en el idioma de su madre, quien conservaba todos los rasgos nativos que se pudieran esperar en una ilocana pura.

A veces, Clarita hablaba en español, pero no lo hacía si no era necesario. Y si algún extranjero se cruzaba con ella podría esperar que entendiera el inglés, pero no que lo hablara. Todas las reprimendas a su hija, en especial la última que tuvieron por culpa de la confusión escolar de la niña sobre los colonos españoles, se las dirigía en ilocano. Su madre se sintió herida en su orgullo al comprobar asombrada que su hija llegaba a casa diciendo que soñaba con ser un colono aventurero. Clarita intentó hacerle entender, hablándole del pasado de su raza, pero no era capaz de hacer cambiar de parecer a la niña. Suerte para Clarita que el paciente profesor de Kayla había solucionado sus dudas finalmente.

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–Hola, Kayla. Feliz cumpleaños –respondió su madre, agachándose para poder darle un beso en la mejilla a su hija y recibir de ella un abrazo–. ¿Te has lavado las manos? Vamos a comer.

Junto al fuego, un cubo de agua limpia y una pastilla de jabón esperaban pacientes a que la niña hiciese uso de ellos. Podrían ser una familia pobre, pero como era propio de todos los filipinos, la higiene era para ellos algo primordial. En la limpieza estaba la educación y el respeto por sí mismos y por los demás.

–¿Falta mucho para que llegue papá? –preguntó Kayla, tomando asiento en la mesa que Clarita había preparado.

–En seguida llegará –respondió su madre, poniendo por cada silla un plato en la mesa–. Estará desando verte.

Cerca de la mesa, sus vecinos también comían en familia y varios niños jugaban a darle patadas a un balón de fútbol. Kayla, que se quedó con la mirada perdida en el plato vacío, pensando en sus cosas, notó que algo golpeaba sus pies bajo la mesa. El balón había ido a parar allí, y corriendo tras él llegó uno de sus vecinos, un niño de apenas cuatro años, para recuperarlo.

–Feliz cumpleaños, Kayla –le dijo, tras recoger el balón. –Gracias, Simón –sonrió ella. Había muchísimos niños en el barrio de Kayla. Cada

familia vecina solía tener como mínimo tres hijos. Simón tenía quince hermanos, separados por muy poco tiempo de edad. Una de las cosas que Kayla hubiese deseado por su cumpleaños habría sido un hermano… pero ya conocía la historia de Antonio, el hijo que sus padres tuvieron antes de que ella naciera. Los lamentos esporádicos de su madre por aquel hijo desaparecido no conseguían que Kayla se sintiera culpable por no considerar con aprecio a esa persona a la que no conoció, y que vivió tan poco tiempo. No podía evitar no sentir cariño por esa idea nebulosa que apenas tenía un nombre y que sólo surgía para dejar lágrimas en el rostro de su madre. A pesar de que Clarita le había pedido que honrase el recuerdo de su hermano mayor procesándole amor fraternal, Kayla se sentía incapaz de amar un recuerdo que ni siquiera era suyo; la sombra de un bebé que

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apenas llegó a vivir medio año, que jamás pronunció una palabra y que casi ni siquiera tuvo tiempos de aprender a reconocer a sus padres. Felipe y Clarita no tenían ni una simple fotografía del niño. Kayla no conocía el rostro de ese hermano suyo. Le habría gustado tener un hermano al que ella pudiera conocer, pero sus padres no podían permitirse cargar con otro bebé. Clarita había pasado por malas experiencias, entre ellas dos abortos provocados después de tener a Kayla, durante los cuales puso su vida en peligro al acudir a clínicas tan ilegales como lo era su propio bungaló. Otro hijo era una carga demasiado grande si de verdad querían salir de aquel agujero de miseria.

Un rugido de viejo motor sacó a Kayla de sus pensamientos. La pequeña camioneta roja de su padre paró frente al bungaló. Una sonrisa se dibujó en el rostro de la niña, que miró a los ojos de su madre, quien también sonreía al saber que Felipe acababa de llegar.

–Ya está aquí –saltó Kayla. –No te levantes de la mesa –le ordenó su madre, tratando

de educarla–. En seguida nos sentamos todos. Al contrario que Clarita, Felipe nunca echaba de menos a

Antonio. Había superado sus malos recuerdos. Él sólo tenía ojos para su niña, y le parecía imposible que nadie más pudiera tener un lugar tan privilegiado en su corazón.

–Hola –saludó Felipe, soltando algunos de sus bártulos en el suelo junto al cubo de agua limpia–. Estoy agotado, hace un calor espantoso.

–Vamos a comer –dijo Clarita, tomando la olla y acercándose a la mesa.

–Hola, papá –sonrió la niña. –Hola, princesa. Feliz cumpleaños –ambas se quedaron

sorprendidas al ver que su padre le entregaba un regalo a Kayla. Estaba envuelto en un papel rojo. Era pequeño y apenas

pesaba. Kayla no podía ni hablar por la emoción. Felipe reía al observar la cara de entusiasmo de la pequeña, sin reparar en que su esposa no parecía muy convencida…

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–¡Es preciosa! –dijo Kayla, al ver que se trataba de una pulsera.

Antes de que a Clarita le hirviera la sangre, Felipe le explicó discretamente que el material era muy barato, apenas trozos de hierro y aluminio pulidos -de ahí su brillo-, y que él mismo había realizado la pulsera en su taller. Su mujer respiró tranquila. Sin duda su marido era un herrero excepcional, capaz de forjar barcos de guerra o delicadas pulseras. Los servicios de un joyero no eran sino un sueño para ellos, y una joya un imposible, pero Kayla no lo sabía, ni necesitaba estar cubierta de oro para ser feliz. Su pulsera de hierro y aluminio le pareció el mayor tesoro del mundo.

–¿Pasaste por el mercado? –preguntó Clarita, en voz baja, a su marido.

–Sí, pero no nos llegaba el dinero para comprarle manzanas. Lo siento.

–Habría sido un buen capricho por su cumpleaños. –Lo sé, querida, pero ya te dije que sería difícil. –Sí, sí… Bueno, da igual. La has hecho muy feliz con tu

regalo. –Eso es lo que importa. Que sonría. Clarita suspiró, resignada, admitiendo en sus ojos que la

pobreza le hacía sentirse desafortunada, pero que aún tenía motivos para intentar ser feliz. Asintió, sonriendo débilmente.

–Siéntate. Voy a servir la comida –le pidió a Felipe, tomando un cazo de metal.

–¿Qué vamos a comer? –quiso saber Kayla, llena de energía.

–Pescado –respondió su madre, tomando el plato de la pequeña y sirviéndole su ración.

Ciertamente, el dinero no les llegaba para caprichos. No comerían sino las cabezas de los pescados, aquello que los mercaderes no podían vender a los clientes y que consideraban desperdicio. Clarita había acudido muy de mañana al mercado para poder rescatar aquellas sobras y cocinarlas para su familia. Cuando hubo servido los tres platos, Clarita se sentó y esperó

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junto con Kayla a que Felipe bendijera la mesa. Habían comido lo mismo cada día durante demasiado tiempo, si no eran cabezas de pescado era arroz, y si no era arroz era lechuga… y sin embargo tenían que dar gracias. Por suerte para ellos, Clarita era una cocinera increíble, de las que con poco hacen manjares, y con nada una comida medio decente. Un talento nada desdeñable en su situación.

Después de almorzar, Kayla volvió a su habitación en

busca del regalo de Paola. Para no decepcionar a su amiga, cumplió su palabra de abrirlo una vez que llegase a casa. Su habitación se separaba de la de sus padres por una gruesa placa de poliuretano que subía desde el suelo al techo. Pero del resto de la casa sólo la separaba una cortina de colores, esa era su puerta. El calor del exterior se colaba débilmente en el bungaló. Kayla se tumbó sobre su colchón y reposó su ligera comida durante un momento. Cuando volvió a abrir los ojos, apenas diez minutos después, fue porque su padre entró y ella escuchó la puerta. Se fijó en el regalo de Paola, que seguía paciente a los pies de la cama.

Kayla desenvolvió poco a poco el presente. Sonrió asombrada por la belleza del regalo. Se trataba de un bolso de colores, creado con material reciclado. Era precioso y lo cierto era que olía muy bien, como si hubiesen rociado perfume sobre él una vez terminado. En el mercado, por una pieza como aquella, que seguramente habría tardado uno o dos días en ser realizada, la madre de Paola podría haber sacado un almuerzo para la mitad de su familia. Paola era la mediana de diez hermanos.

Kayla bajó de su colchón de un salto y salió corriendo hacia fuera del bungaló, en busca de su madre, para enseñarle el bolso.

–¡Mamá, mira! –dijo la niña, entusiasmada–. ¿Verdad que es precioso?

–¿De dónde lo has sacado? –preguntó Clarita, sonriendo y asintiendo.

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–Me lo ha regalado Paola. Clarita no dio crédito, pues aquel era un regalo precioso.

Sin embargo, a pesar de que Paola le parecía una niña encantadora, no era la compañía que prefería para su hija. Sabía de dónde había salido Paola, era obvio que su familia era muy pobre y que su situación era insostenible, no les culpaba en absoluto… pero eso no cambiaba el hecho de que Paola estaba expuesta a mil peligros rondando los vertederos y viviendo donde vivía. Clarita temía que Kayla pudiera participar siquiera indirectamente de ese peligro. Le había prohibido tajantemente a su hija visitar a Paola en su barrio, una norma que Kayla rompía sin dilación tantas veces como le apetecía. Clarita prefería que las niñas se vieran sólo en el colegio, donde, al menos en parte, Kayla estaría segura.

–Es muy bonito –respondió la madre. La niña se puso el bolso y dio una vuelta al bungaló,

paseándose con él. Quería salir a la calle y disfrutarlo. Kayla vio que su padre cargaba algunos hierros en la

camioneta. Felipe también trabajaba por las tardes; vivía para trabajar sin otra elección.

–Papá, ¿puedo ir contigo al taller? Felipe iba a negarse, pero pudo ver en los ojos de su hija

que llevar un bolso nuevo y una pulsera era motivo primordial para salir de casa. Aprovechando que la herrería se encontraba cerca del centro de la pequeña ciudad, la niña podría dar un paseo con sus nuevos regalos. El padre sonrió, sabiendo que pocas veces podía Kayla presumir de algo.

–Está bien –le permitió–. Nos iremos en cinco minutos. Kayla corrió de nuevo a su habitación y se puso una ropa

más adecuada que la que usaba para estar en casa: la que había usado para asistir al colegio.

–¿A dónde vas? –preguntó su madre, extrañada. –Al taller. –No me gusta que andes rodeada de herramientas,

puedes hacerte daño. ¿Por qué no te quedas aquí y me ayudas a limpiar todo esto?

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–Papá cuida de mí –se excusó ella, apurada. –Kayla, ni se te ocurra alejarte del taller. Cuando tu padre

vuelva a casa espero que vengas con él y no te hayas escapado como la última vez –le advirtió Clarita.

–Sólo voy a dar una vuelta por el mercado. –Más te vale. –Que sí, de verdad –prometió la niña. –No me desobedezcas, Kayla. No quiero tener que

enfadarme contigo el día de tu cumpleaños. –Tranquila, mamá –la niña le dio un beso en la mejilla a

su madre–. No llegaré tarde –y salió corriendo. –Desde luego que no llegarás tarde, porque llegarás con

tu padre, ¿me has oído? –pero la niña ya se había alejado–. ¡Kayla!

La camioneta de su padre solía tardar unos quince

minutos en llegar al centro de la cuidad. Por el camino, desde la ventanilla, Kayla podía ver otras casas diferentes a la suya. Había chabolas mucho más tristes que su pequeño bungaló, también barrios fantasmales ya abandonados por los que una vez los ocuparon… El principio del camino era la peor parte. Después llegaban a la zona urbana de las afueras, en la que las casas ya empezaban a tener mejor aspecto. La mayoría eran bloques de pisos donde la gente vivía más bien afinada, aunque esto último era algo que Kayla ignoraba. Cuanto más se acercaba la camioneta al centro, más gente había en la calle y más bonitas eran las casas.

El taller que Felipe tenía alquilado era un garaje lleno de herramientas, que poseía dos chimeneas. Una de ellas era pequeña y estaba en desuso, pues servía antiguamente para soplar cristal, un arte que Felipe no trabajaba. La otra sí era más grande y en esos mismos instantes estaba encendida. Había montones de carbón y madera junto a aquella chimenea. Felipe solía encenderla al amanecer y no la apagaba hasta el anochecer. Conseguir el calor necesario para fundir el plomo era fácil; pero el hierro y el acero eran difíciles de trabajar si no se llegaba a

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temperaturas realmente elevadas… Por eso era una pérdida de tiempo y de dinero apagar la chimenea constantemente. Aunque, aquello era también un peligro en potencia que Felipe asumía cada vez que acudía a su casa a almorzar, dejando la chimenea puesta. Era un riesgo que tenía que correr.

–Abre la puerta, Kayla –le pidió su padre, dejándole las llaves a la niña.

Mientras la pequeña hacía los honores, su padre descargó los hierros y los colocó cerca de la forja. Kayla empezó a curiosear por el taller. Había muchas piezas terminadas, listas para ser entregadas a los clientes. Muchísimos muebles creados con hierro forjado se acumulaban después de dos semanas de trabajo: bancos de jardín, mesas, sillas, lámparas… Su padre era un artista de los metales. Todas aquellas piezas las había encargado una familia extranjera que había oído hablar de la destreza de Felipe. Dicha familia procedía de un continente lejano llamado Europa, un lugar del que Kayla sabía poco menos que Felipe. Lo cierto era que quien hubiese encargado esos muebles a su padre debía tener mucho dinero y buen gusto, porque eran muy distinguidos.

–¿Para quién es todo esto, papá? Parecen sacadas de un palacio –la niña aún tenía la esperanza de que preguntando eso, algún día, su padre le respondiera que eran para llevarlos a su propia casa.

–Me los encargó una familia de Portugal. Unos señores muy ricos que han comprado una casa en… Manila –Kayla notó que su padre parecía lamentarse al pronunciar el nombre de la capital–. ¿Te gustan? –quiso disimular Felipe.

–Sí, son muy elegantes –respondió la niña–. Papá, a mí me gusta vivir aquí –le dijo la niña, tomándole una mano a su padre.

–Claro que sí –respondió Felipe. –¿Por qué quieres irte a Manila? –Nadie quiere irse, Kayla –Felipe se puso en cuclillas y

miró a su hija a los ojos–. Si tú eres feliz, yo también.

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–Pero a mamá siempre le hablas de tener suerte y mudarnos a Manila…

Felipe tragó saliva sin saber qué decir o cómo explicarle aquello a su hija.

–¿Esos señores de Portugal traen suerte? –preguntó la niña, más bien preocupada.

–Traen mucha suerte, tesoro. O la traerán, cuando les entregue el encargo.

–Y si muchos señores como esos te hacen encargos y te traen mucha suerte… ¿al final nos iremos a Manila? –estaba realmente alarmada.

Felipe suspiró. –Para eso aún queda bastante tiempo, cariño. No tienes

de qué preocuparte. –¿Está muy lejos Manila de la casa de Paola? Asombrado, Felipe comprendió. Kayla estaba muy triste

sólo por haberse imaginado viviendo lejos de su mejor y única amiga. El padre comprendió lo mucho que Kayla podría llegar a echar de menos a Paola, y sonrió conmovido por la ternura de su hija. No podía decirle la verdad: que Manila estaba demasiado lejos de la casa de su amiga. Pero siempre le quedaba insistir en que, desafortunadamente para él, la suerte aún no les sonreía tanto como para salir de allí.

–No nos vamos a ir a Manila. ¿Lo entiendes? –le dijo a la niña, quien asintió lentamente–. Muy bien. Y espero que hayas oído a tu madre cuando te ha dicho que no quiere que vayas a casa de Paola. Porque no deber ir, ni desde Manila ni desde ningún sitio.

–Pero eso no es justo, papá. No pasa nada porque vaya a verla a su casa.

–Sí que pasa. Es un barrio muy peligroso y tú eres pequeña.

–No soy pequeña, he cumplido ocho años –se enfurruñó la niña, haciendo reír a su padre a carcajadas.

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–Anda, vete a dar un paseo por el mercado. Seguro que a la gente le sorprende ver a una niña tan guapa llevando una pulsera y un bolso como los tuyos.

La niña mostró una amplísima sonrisa y asintió entusiasmada.

–Saldré hacia casa a las siete –le dijo Felipe, comenzando a trabajar–. Tienes que estar aquí un poco antes de esa hora, ¿de acuerdo?

–Adiós, papá –respondió ella, sin más, saliendo de allí. El mercado quedó atrás sin que la niña lo pisara apenas.

Kayla tenía mejores planes aquella tarde, planes que incluían una visita al barrio de su mejor amiga. Había una falta absoluta de culpabilidad en ella, lo único que le preocupaba era que la descubrieran, pero no el hecho de desobedecer a sus padres. Encontraba tan injustificada la prohibición que le imponían, que saltársela no era ni más ni menos que su manera de equilibrar la situación. Aun siendo tan pequeña, creía que tenía derecho a decidir qué hacer y a dónde ir si lo veía adecuado.

Lo que Kayla no comprendía era que rodearse de cadáveres era una de las cosas más peligrosas que podía hacer, no porque los muertos pudieran revivir, cosa bien improbable, sino porque las enfermedades que la carne en putrefacción podía transmitir tenían un sinfín de nombres. Lo que Kayla no comprendía era que el barrio de Paola estaba construido a partir de la usurpación de uno de los cementerios de la ciudad, un camposanto que en ningún momento se había declarado en desuso. Las casas se construían entre los nichos, o incluso dentro de ellos. Los huesos humanos que quedaban esparcidos después de que alguien decidiera que el lugar que ocupaban era privilegiado para dormir durante una noche de viento o lluvia, rondaban por doquier. Las tumbas ocupadas por los muertos no se respetaban si podían ser de utilidad a los vivos. La miseria y la pobreza no podían andarse con remilgos… las personas que vivían allí eran diablos desamparados, niños desatendidos, ancianos enfermos, hombres cuyos espíritus habían sido

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pisoteados por la vida. En definitiva, el cementerio era el barrio de los fantasmas.

Pocos creerían, sin embargo, la verdad. Y es que entre aquel purgatorio en vida, a pesar de las calamidades, nadie perdía la sonrisa ni el sentido de la hospitalidad. Cuando varios vecinos vieron llegar a Kayla, la saludaron alegremente, encantados de verla por allí.

–¡Has venido! Paola asomó la cabeza desde dentro de uno de los nichos,

donde estaba durmiendo un rato. Salió de allí con mucha agilidad y aterrizó a los pies de Kayla. Acto seguido la abrazó.

–Llevas mi regalo –señaló el bolso de Kayla. –Sí, me encanta. Tengo que darle las gracias a tu madre

también. –Ven. Ven a verla –le pidió Paola, tomándole de la

mano–. ¿Y esto? Los ojos de la niña se abrieron como platos al ver la

pulsera que Kayla llevaba en su muñeca. –Es el regalo que me han hecho mis padres. –Es preciosa. Me encantaría tener una parecida. Kayla rió, encantada de que su amiga le diera el visto

bueno a su nueva y flamante presea. –Enséñasela a mi madre. Seguro que si le gusta hará

algunas de tela con el mismo aspecto que la tuya… En el mercadillo las vendería muy rápido.

–Pues vamos –respondió Kayla, quien de pronto sintió un escalofrío–. ¿Está tu abuela en tu casa?

–Sí. Me pregunta mucho por ti –respondió Paola, continuando su camino como si nada.

Kayla trató de disimular, cosa que se le daba realmente bien. No era una niña asustadiza, en absoluto, pero Kayla sentía pánico al ver a la abuela de Paola. Su aspecto y sus condiciones físicas eran muy chocantes para la pequeña. La señora era muy, muy mayor, y estaba impedida porque su cuerpo se había encorvado con la edad y sus miembros se habían desfigurado atrozmente. Era ciega, y tapaba sus ojos con un ancho vendaje

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negro. Kayla podía entender que su familia quisiera y cuidara a esa anciana, pero a ella le daba mucho miedo su aspecto. Además, hablaba ilocano, pero apenas podía vocalizar, y eso ponía muy nerviosa a la niña, que no sabía entender nada claro de esos murmullos fantasmales.

A diferencia de Kayla, que no tenía más amigas que Paola, pues las niñas de su barrio no le resultaban tan divertidas, Paola conocía a todo el mundo y tenía amigos por todas partes. Aún así, Kayla era su amiga favorita, y cuando ésta se dignaba a visitarla, Paola iba a su lado como si pudiera enorgullecerse total y absolutamente de contar con esa amistad, como predicándola y exhibiéndola. Quería muchísimo a Kayla.

Cuando llegaron a la zona donde vivía Paola, Kayla se vio rodeada de niños de su edad, otros más pequeños, y otros mayores. Todos ellos eran hermanos de Paola, quien por suerte o desgracia, era la única fémina. En su casa, ella realizaba todo el trabajo que se esperaba de una mujer, respondiendo con rapidez a todo cuanto sus padres le ordenaban. Ayudaba a cuidar de los pequeños, y lo más importante: ayudaba a cuidar de los mayores. Era una niña que había sido criada a golpes por la vida, y su madurez era extrema, a pesar de que los ojos le brillaran al ver una pulsera. La superficialidad sólo podía contar con unos pocos segundos del tiempo de Paola, quien casi siempre se los dedicaba a Kayla, para no parecerle tan adulta como para resultarle aburrida. Pero lo cierto era que Paola hacía las veces de profesora, enfermera, niñera y a veces incluso de madre, cuando la suya estaba demasiado ocupada con alguno de sus siete hermanos. El padre de Paola era un hombre sin cultura, muy cerrado de mente, que mantenía a su esposa alejada del mundo mientras él se dedicaba a rebuscar entre los escombros en busca de aquello que les proporcionara la mínima subsistencia. El laberinto no quedaba lejos de allí.

Algunos de los hermanos de Paola disfrutaban de un cuenco de arroz cocido que comían con las manos, sentados en el suelo de cartón húmedo. La noche anterior había llovido, y los suelos de tierra y cartón no eran los más rápidos en secarse. Uno

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de los hermanos de Paola, Jéremy, era alérgico a la humedad, y estaba tumbado en la cama de su madre, un colchón raído, mientras ella le prodigaba los cuidados que podía. El colchón estaba a la entrada de la casa, cuyas paredes de chapa y madera no alejaban el peligro. Habían colocado mantas y fardos de paja debajo de la cabeza del pequeño, para alzar su pecho, intentando que le fuese más fácil respirar. La sensación de ahogo al oír la respiración asfixiada de Jéremy era frustrante, la imagen misma de la desesperación… Su madre sentía ganas de llorar.

–¿Qué le ocurre? –preguntó Kayla. –Se ahoga porque no puede respirar bien –murmuró

Paola, intentando por todos los medios que sus hermanos pequeños no le oyeran–. Necesita medicinas, pero cuestan lo mismo que dar de comer a todos los demás durante cinco meses. Mi madre intenta tranquilizarle, porque cuando se pone nervioso empeora, hasta que la crisis se pasa y vuelve a la normalidad… Si es que la crisis pasa alguna vez.

–¿Por qué dices eso? –Está peor que nunca. Paola quería evitar esa conversación, así que tomó a

Kayla de la mano y la alejó de la cama de su madre, llevándola donde estaba su abuela, con sus demás hermanos. Kayla enmudeció al ver a la anciana. Era una visión tan cruel y violenta…

–Hola, abuela –la saludó Paola, acercándose a ella y dándole un beso muy cariñoso en la mejilla.

La anciana sonrió, con sus encías faltas de dientes, como si hubiese visto a un ángel. Sin embargo, sus ojos cubiertos tras la venda negra eran lo que más retorcía de dolor la imaginación de Kayla.

–Tu amiga está aquí, ¿verdad, mi niña? –preguntó la anciana, acertando con sólo oír la respiración de la pequeña.

Aquello también asustaba mucho a Kayla. El hecho de que la vieja fuese capaz de verla sin valerse de sus ojos le resultaba demasiado perturbador. Era como una bruja.

–Acércate, Kayla –le pidió Paola.

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La niña se acercó poco a poco, tratando de evitar que todo el cuerpo le temblara de miedo. Paola se acercó al oído de su abuela y le dijo:

–Hoy es el cumpleaños de Kayla. –Feliz día tengas, niña –dijo la anciana, hablando con su

extraña forma de pronunciar ilocano. –Gracias, señora –respondió Kayla, quedándose a una

distancia prudente. Tenía que dejar de mirarla, o acabaría teniendo pesadillas

esa noche. –Hola, Kayla –la pequeña se dio la vuelta, agradecida, y

vio a la madre de Paola–. Feliz cumpleaños. –Buenas tardes, señora –respondió, educadamente,

Kayla–. Le estoy muy agradecida por el regalo que me han hecho. –Ya veo que lo llevas. Me alegro de que te guste. La sonrisa que la madre de Paola le estaba ofreciendo a

Kayla no era de autentica felicidad, por más que se alegrase de que la amiga de su hija estuviera encantada con el regalo, lo que le ocurría a su pequeño la estaba matando a ella también.

Kayla podía ser aún muy pequeña e incluso muy ingenua para algunas cosas, pero cuando era capaz de leer los ojos de las personas nada la engañaba. Esa mujer estaba triste. Sobraban en la casa, tenían que dejar a la madre de Paola para que se ocupara de su hijo, y no distraerla con protocolos de anfitriona.

–Vamos a dar una vuelta –le pidió Kayla a Paola–. ¿No me vas a enseñar las máquinas?

–Ah, sí. Vamos. –Paola –la llamó su madre–. La última vez que quisiste

jugar con esos cacharros acabaste riñendo con esos niños tan violentos. No seas testaruda. Si no te dejan usar las máquinas, márchate.

–Pero mamá, yo también quiero jugar. –Lo que tú quieras no tiene nada que ver con lo que

puedes hacer o no. Paola suspiró ante la rotundidad de su madre, con un

halo de resignación. Estaba harta de que los chicos hicieran con

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ella lo que les diera la gana. Ella peleaba para hacerse respetar, pero entre los vecinos y sus hermanos estaba demasiado rodeada de chicos. No entendía por qué en lugar de cuidar de ella se empeñaban en menospreciarla. Paola era de las pocas cosas hermosas que pululaban en kilómetros a la redonda, pero ellos no parecían verlo.

Las máquinas estaban instaladas de forma clandestina en una zona cubierta, en la parte trasera del barrio. Era el salón de juegos de la comunidad. Se trataba de grandes moles de metal que presentaban un aspecto deprimente, cuyos colores estaban consumidos por la luz, y cuyas pantallas estaban sucísimas. Sin embargo, aquello era un privilegio a los ojos de los niños. Eran máquinas que habían sido supuestamente arrojadas al vertedero, pero en realidad su origen estaba en los robos. Aunque la gente del barrio era humilde y honrada, no todos podían ser juzgados por el mismo rasero. Esto era algo que los niños no imaginaban… Para ellos, aquellas máquinas repletas de juegos interactivos habían aparecido allí un buen día y sólo necesitaban enchufarlas para engancharse a sus aditivos juegos.

Los chicos vieron llegar a Paola y a Kayla, a ésta última algunos no la reconocían. Se quedaban mirándola de reojo por curiosidad, cosa que apenas duraba un segundo. A Paola, sin embargo, no se alegraban de verla, porque siempre reclamaba el derecho a participar en el juego. Mientras dos de ellos jugaban, los demás se arremolinaban alrededor de las pantallas para vitorear victorias y lamentar derrotas.

–¿Qué haces aquí, Paola? Una voz más grave que las demás llamó la atención de las

niñas, que se giraron para encontrarse con Javier, el hermano mayor de Paola, quien, por su aspecto y el saco que llevaba en las manos, acababa de llegar de pasar un buen rato en el laberinto.

–He traído a Kayla para que juegue. –Sabes que no te dejarán. ¿Para qué insistes? –¿Y por qué no puedo yo? –Paola empezaba a

desesperarse–. No es justo.

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Javier rió, con una risa dulce, estaba enternecido por lo inocente que era su hermana pequeña. Kayla seguía callada, mirando hacia las máquinas de vez en cuando, intentando verlas bien. En el fondo no le resultaban tan interesantes como a Paola, pero no podía explicarle por qué. En realidad estaba harta de ver máquinas como esas, y mucho mejores en realidad.

–Acabo de volver del vertedero –informó Javier a su hermana–. Papá aún sigue allí. ¿Por qué no aprovechas tu tiempo y vas allí a echarle una mano?

Paola no sabía cómo explicarle a su hermano que delante de Kayla aquello no era lo adecuado. Sus ojos lo dijeron todo. Javier, al mirar a Paola y ver que casi se moría de vergüenza, quitó hierro al asunto.

–Sólo es un montón de tierra y plásticos… Es mejor que estar bailándoles el agua a estos idiotas –dijo, refiriéndose a los chicos que jugaban en las máquinas.

–Sí –respondió Kayla, dejando anonadada a Paola. El laberinto era una vastísima extensión de desperdicios

de todo tipo, recorrida cada día por muchísimas personas que rebuscaban entre la basura a la caza de material que vender y reciclar. Por supuesto, si de paso encontraban algo que comer, daban gracias al dios que les amparase.

Kayla nunca había acompañado a Paola a aquel lugar, que estaba absolutamente prohibido para ella. Clarita, que sabía bien por dónde se movía Paola, no temía nada tanto como temía el hecho de que su hija se expusiera a los peligros potenciales que escondía el vertedero. Sin embargo, esta vez, después de ver lo que sus ojos apenas eran capaces de creer, Kayla sintió que estaba de acuerdo con su madre, y que aquel era un lugar horrible en el que las personas se convertían en despojos que buscaban despojos. La degradación, la desgracia y la resignación se respiraban en el aire. Un olor asqueroso.

–¿Cómo vamos a encontrar a tu padre? Este sitio es enorme y hay mucha gente –preguntó Kayla.

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–El camión descarga en media hora en la zona oeste. Mi padre debe de estar ya cerca de allí –calculó Paola–. Acompáñame.

Por el camino, Kayla observó cómo Paola parecía estar bien entrenada para agachare en cuanto distinguía un mínimo trozo de material rentable. Encontró plásticos, trozos de tela, latas de metal… Kayla no se podía creer que no se doliera de agacharse tantas veces en tan poco tiempo. Por supuesto, Paola era previsora y siempre llevaba un saco cuando salía de casa, como sus hermanos. Allí empezó a depositar todo lo que se encontraba. Lo único que sus padres no le dejaban comprobar era la calidad de los cristales que encontrara… para hacer piezas recicladas era un material magnífico, y si la pieza era grande se podía vender por buen precio, pero los cortes eran uno de los mayores peligros en el vertedero. Un mal corte podía convertiste en una herida mortal, por pequeño que fuera. Las enfermedades de la sangre ya les habían costado suficientemente caras como para no escarmentar.

Después de un buen rato caminando, Kayla se sintió angustiada y agradecida de que sus padres, aunque eran pobres, no tuvieran que recurrir a lugares como el laberinto para hacer de ella una niña feliz. Daba gracias porque había señores que traían suerte a su padre, encargándole trabajos con los que podían vivir al menos un poquito mejor que la familia de Paola. Kayla sabía que la vida podía ser color de rosa, y también sabía que había un mundo mejor que todo aquello, aunque ella no podía ni siquiera aspirar a ello… ¿Lo sabría Paola? Quizás sería demasiado cruel dejar que lo supiera si vivía en la ignorancia. ¿Para qué hablarle de un paraíso, pensaba Kayla, a alguien que vive en un infierno? Si ella no era capaz de imaginarse viviendo desahogadamente, ¿a qué contarle nada a Paola sobre el mundo que ella conocía?

–Ahí está mi padre –señaló Paola. –¿Es ese el camión? –preguntó Kayla, observando cómo

el vehículo se acercaba. –Sí. Será mejor que nos quedemos aquí. –¿Por qué?

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–Si nos acercamos más no podremos salir. La gente se agolpa –mientras Paola decía aquello, un hombre chocó contra Kayla, empujándola un poco, al salir éste corriendo hacia el camión–. ¿Lo ves? Ten cuidado, vamos a alejarnos.

En menos de un minuto, Kayla pudo ver una acumulación deforme de gente a los pies del camión, a la espera de que descargara.

–Los desperdicios nuevos siempre tienen mucho material útil. Por eso la gente acude, a buscar su parte –explicó Paola.

Kayla observó a su alrededor. Todo se había quedado desierto, la gente había acudido al camión, dejando el paisaje desolado. Parecía un desierto de escombros, cuyo horizonte no tenía final. Era impresionante, y demasiado desolador para Kayla.

Cuando el camión empezó a liberar basura, parecía que aquellas personas estaban recibiendo una cascada de agua pura. Se escuchaban voces alzarse. Todos se ponían en movimiento, buscando cualquier cosa de mínimo valor. Kayla jamás había observado tamaña desesperación. Estaba triste por aquellas personas a las que no conocía, pero a las que compadecía. Sentía algo que normalmente otros, cuyas vidas les habían ofrecido más posibilidades, sentían por ella: lástima.

Después de pasar toda la tarde jugando con Paola en el

laberinto, Kayla se dio cuenta de que era muy tarde. Su madre estaría realmente enfadada cuando llegase a su casa. Había sobrepasado su hora con creces y su padre ya se habría marchado del centro. Tenía que volver andando, o más bien corriendo, si quería mitigar la ira de su madre en la medida de lo posible.

–Tengo que irme –se apuró, hablándole a Paola. –Te veré el lunes en el colegio –se despidió la niña. –Adiós. –Adiós, Kayla. La pequeña echó a correr bajo un cielo que cada vez se

volvía más oscuro. Las estrellas empezaban a aparecer, quitándole tiempo.

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Divisó a lo lejos las tenues lucecitas de su barrio de chabolas. Algunos vecinos andaban por allí, charlando unos con otros, y sus sombras se volvían cada vez más visibles. Kayla aceleró el ritmo y llegó medio asfixiada a la puerta de su bungaló. Guardó silencio, intentando escuchar las voces de sus padres. No oía nada. Recuperó el aliento y la compostura antes de llamar a la puerta.

Mientras miraba su ropa, intentando limpiar algunas manchas en su falda, se dio cuenta de algo terrible.

–Mi pulsera –murmuró, viendo que en su muñeca no estaba.

La puerta se abrió. Kayla enfrentó temerosa el rostro de su padre. Esperó una fuerte reprimenda, sin embargo, Felipe no pronunció ni una palabra. Al ver a la niña, le dirigió una mirada llena de devastadora decepción. Lamentaba profundamente no poder confiar en su hija, y que ella no valorase la confianza que él depositaba en ella. Kayla pudo verlo con facilidad. Sintió que un nudo se le formaba en la garganta.

–Papá… –Tu madre te espera –dijo Felipe, abriendo más la puerta

para que la niña pudiera pasar. Con pasos cortos y vacilantes, Kayla pasó al interior del

bungaló y se encontró con su madre. Clarita la miró con rabia, se acercó a ella y alzó una mano para desahogarse dándole un guantazo a su hija, pero se controló. En otra ocasión quizás no lo habría hecho, pero seguía siendo el cumpleaños de su hija, y ella seguía teniendo la intención de hacer de aquel un día feliz.

–¿Qué te dije? –Que volviese a casa con papá. –¿Y qué más? Kayla dudó un momento. –No… no sé. –¿Te crees que no sé de dónde vienes? –gritó Clarita,

asustando a la niña–. Te dije que no te acercaras al barrio de Paola.

–Pero si no he estado…

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–¡No me mientas! –la interrumpió su madre a gritos–. Tus manchas y tu olor lo dicen todo –Clarita estaba al borde de las lágrimas–. ¿Es que no entiendes que ese sitio es peligroso?

Kayla agachó la cabeza. –Ven aquí ahora mismo –le dijo su madre, tomándola

fuertemente del brazo y arrastrándola. Con brusquedad, Clarita la llevó hasta el gran barreño

donde bañaba a Kayla todos los días. La niña se desvistió y se metió en el agua. Estaba fría, pero no se atrevió a quejarse, pues su madre siempre le preparaba agua caliente y sólo Kayla era la culpable de que se hubiese enfriado a esas alturas. Sin dejar de murmurar maldiciones al aire, Clarita limpió a Kayla con el jabón en la mano y sin mostrarle delicadeza alguna para hacer desaparecer sus manchas. La peor parte fue cuando le lavó el pelo, diciendo todo el tiempo lo sucio que lo había traído.

–No voy a permitir que mi hija ande cubriéndose de basura. No mientras viva. ¿Me estás escuchando? –le exigía Clarita.

Kayla acabó por romper a llorar. –Eso es. Llora y aprende.