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Eduardo Arens, s.m. EL CORDERO Y EL DRAGÓN El Apocalipsis ¿una teología política? En memoria de Mons. Oscar Alzamora El tema del Apocalipsis ha despertado siempre curiosidad e interés en estudiosos y en gran parte del público en general; y muchas veces ha sido interpretado de manera superficial o para avalar a profetas de desgracias. Páginas considera de suma importancia el presente estudio, precisamente en estos momentos de cambio de época. Su autor, biblista, analiza con detalle las imágenes, símbolos y lenguaje a través de los cuales se expresa un mensaje político que debe ser interpretado en su contexto. Para entender correctamente la intención de una determinada obra hay que conocer la situación u ocasión que motivó su composición. Esto es parte de lo que se conoce como Sitz im Leben o situación vital. De hecho, el género literario al cual recurre un escritor está íntimamente relacionado a una situación vital, con la cual se sitúa en diálogo. En las últimas décadas hemos tomado conciencia del influjo que han tenido factores de índole socio-económica, además de aquellos de índole política, en relación con la situación vital de los textos bíblicos. Es decir, la dimensión religiosa no ha sido el único factor determinante en la composición de los textos bíblicos. En la antigüedad, esas dimensiones estaban entramadas y todas estaban, en mayor o menor grado, comprometidas. Es sabido que el género apocalíptico tiene un Sitz im Leben sustancialmente político: floreció en contexto de adversidades, hostigamientos, y algunos escritos resultan de una situación de persecuciones violentas como el libro de Daniel, situación descrita en 1 Macabeos. Es igualmente sabido que el celotismo, conocido por sus actividades violentas contra sus «adversarios», está estrechamente relacionado a la ideología apocalíptica en torno a los siglos primero a.C. y d.C. Ésa fue una de las razones por las que, aparte de Daniel, los escritos apocalípticos fueron excluidos del Canon hebreo de Sagradas Escrituras. Los apocalipsis casi contemporáneos al de Juan, a saber, 4 Esdras, 2-3 Baruc, y el Apocalipsis de Abraham, fueron escritos a raíz de situaciones socio-políticas adversas y se dirigían a ellas: la situación de dominación por parte del Imperio romano bajo la cual vivían los judíos, particularmente en la tierra de Israel. Bajo situaciones similares se había compuesto antes el libro (apocalíptico) de Daniel, una de las fuentes básicas de inspiración de Juan para su apocalipsis. PÁGINAS (158) 6

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Eduardo Arens, s.m.EL CORDERO Y EL DRAGÓN

El Apocalipsis ¿una teología política?En memoria de Mons. Oscar Alzamora

El tema del Apocalipsis ha despertado siempre curiosidad e interés en estudiosos y en gran parte del público en general; y muchas veces ha sido interpretado de manera superficial o para avalar a profetas de desgracias.

Páginas considera de suma importancia el presente estudio, precisamente en estos momentos de cambio de época. Su autor, biblista, analiza con detalle las imágenes, símbolos y lenguaje a través de los cuales se expresa un mensaje político que debe ser interpretado en su contexto.

Para entender correctamente la intención de una determinada obra hay que conocer la situación u ocasión que motivó su composición. Esto es parte de lo que se conoce como Sitz im Leben o situación vital. De hecho, el género literario al cual recurre un escritor está íntimamente relacionado a una situación vital, con la cual se sitúa en diálogo.

En las últimas décadas hemos tomado conciencia del influjo que han tenido factores de índole socio-económica, además de aquellos de índole política, en relación con la situación vital de los textos bíblicos. Es decir, la dimensión religiosa no ha sido el único factor determinante en la composición de los textos bíblicos. En la antigüedad, esas dimensiones estaban entramadas y todas estaban, en mayor o menor grado, comprometidas. Es sabido que el género apocalíptico tiene un Sitz im Leben sustancialmente político: floreció en contexto de adversidades, hostigamientos, y algunos escritos resultan de una situación de persecuciones violentas como el libro de Daniel, situación descrita en 1 Macabeos. Es igualmente sabido que el celotismo, conocido por sus actividades violentas contra sus «adversarios», está estrechamente relacionado a la ideología apocalíptica en torno a los siglos primero a.C. y d.C. Ésa fue una de las razones por las que, aparte de Daniel, los escritos apocalípticos fueron excluidos del Canon hebreo de Sagradas Escrituras.

Los apocalipsis casi contemporáneos al de Juan, a saber, 4 Esdras, 2-3 Baruc, y el Apocalipsis de Abraham, fueron escritos a raíz de situaciones socio-políticas adversas y se dirigían a ellas: la situación de dominación por parte del Imperio romano bajo la cual vivían los judíos, particularmente en la tierra de Israel. Bajo situaciones similares se había compuesto antes el libro (apocalíptico) de Daniel, una de las fuentes básicas de inspiración de Juan para su apocalipsis.

Por otro lado, es un hecho que ningún texto (que no sea ciencias exactas) es ideológicamente neutral. La absoluta imparcialidad simplemente no existe en las humanidades. Quien escribe siempre lo hace desde una perspectiva y con preconceptos ideológicos, los cuales consciente o inconscientemente propugna y defiende. Esto se impregna en el texto. Es tarea del estudioso de textos de la antigüedad tratar de detectarlos para comprender su origen, particularmente en cuanto al mundo personal y circunstancial del autor, y su finalidad.

¿Qué propugnaba y qué defendía Juan en su apocalipsis? Una entrada segura para responder a esa importante pregunta es la simple observación del lenguaje empleado, de las interrelaciones que marcan la trama y de las escenas más desarrolladas.

I. OBSERVACIONES LITERARIAS

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En lo que sigue, nuestra atención está fijada en el campo de aquello que conocemos ampliamente como «la política». Empezaremos por los indicadores lingüísticos, que son los más objetivos y evidentes.

1. Un lenguaje revelador Una mirada atenta al vocabulario, las expresiones y las relaciones lingüísticas en el Apocalipsis, revelan

entre otros, una impresionante cantidad de términos, muchos de ellos empleados frecuentemente, especialmente en la primera mitad de la obra, provenientes del mundo político y afines. Veámoslo más detenidamente.

1.1 IMÁGENES Y SÍMBOLOS DEL MUNDO POLÍTICO Un término frecuentemente usado en el Apocalipsis (= Apoc) y relacionado con el mundo político es

«trono», que se encuentra nada menos que 47 veces. Es a la vez uno de los más significativos en el Apoc. Del mismo campo semántico son: reinar, basileuein (7 veces); rey, basileus (20 veces); reino, basileia (9 veces ); corona (8 veces), a menudo afín a oro/dorado (26 veces); cuerno(s), que denota(n) poderes súbditos (9 veces); poder(ío) (12 veces); adorar (proskynein) a Dios/al Cordero (12 veces), en contraste con adorar a la bestia (8 veces), como expresión de sumisión y reconocimiento de su soberanía.

El título Señor, kyrios, es empleado para Dios 16 veces, y para Jesucristo 4 veces. Este título merece especial atención por ser de carácter político; se aplicaba regularmente para las autoridades, entre otras el Emperador. A la usanza oriental, kyrios denotaba autoridad y soberanía terrenas. Para los cristianos el único kyrios, en el sentido de soberano, es Dios y su Cristo. En el Oriente no se usaba en el ámbito cultual. Que esto es así lo confirman los empleos de kyrios en el Apocalipsis en expresa contraposición a otras pretendidas soberanías en este mundo. Junto con la designación de Cristo como Cordero (29 veces), kyrios es el título más frecuente en el Apocalipsis. Dios también es llamado soberano, despotes (6,10), así como todopoderoso, pantokrator (9 ve-ces), título éste igualmente revelador e importante en el contexto temático del Apoc. En el Apocalipsis, pantokrator designa la soberanía de Dios sobre todas las cosas; no denota la abstracción «todopoderoso» como tal. Por eso es adorado por toda la creación y en los cielos, y debe serlo también sobre la tierra.

Aparte del vocabulario, son particularmente significativos la grandiosa descripción de la sala real en el cap. 4, así como los cánticos de alabanza a la soberanía (4,8.11; 5,10; 7,10; 11,15.17s; 12,10; 19,6) y el triunfo de Dios sobre el mundo, que recuerdan los cánticos triunfales al retorno de generales y reyes victoriosos de la guerra. Notable es la expresión «el que está sentado sobre el trono», que tiene fuerza de título honorífico (4,9s; 5,1.7.13; 6,16; 7,15; 21,5; vea también 4,2.3; 7,10; 19,4; 20,11).

1.2 TÉRMINOS PROVENIENTES DEL ÁMBITO MILITAR Guerra (9 veces; en el resto del Nuevo Testamento se encuentra sólo otras 7 veces). Afín es «guerrear»

(5 veces). En 12,17 y 17,14 se explicita que la guerra es entre el dragón/bestia y el Cordero. A eso se puede añadir las menciones de ejércitos (3 veces) y espadas (9 veces). Lo arrojado desde el cielo son «municiones divinas».

Por cierto, hay frecuentes menciones de victoria (l5 veces; en el resto del Nuevo Testamento se halla sólo 10 veces), en contraste con derrota del ejército(s). Los colores blanco (=victoria) y rojo (=sangre) provienen de ese ámbito.

1.3 TÉRMINOS QUE DE UNA U OTRA FORMA EXPRESAN LA SOBERANÍA DE DIOSEn lo temporal, se destaca la perpetuidad del reinado de Dios con expresiones como: «yo soy el alfa y

la omega» (1,8; 21,6; 22,13); «el que es, que era y que ha de venir» (1,8; 4,8); «el primero y el último» (1,17; 2,8; 22,13). Él es el que «tiene las llaves del Hades» (1,18). La perpetuidad de su soberanía se afirma también por medio de calificativos como «por los siglos de los siglos» (aiônes: 9 veces). Esa perpetuidad de la soberanía de Dios se afirma por el hecho de ser el creador de todo (4,11; 10,6; 14,7); el «Dios del cielo» (11,13; 16,11), el todopoderoso (pantokrator).

Esos títulos descriptivos se complementan con los cuadros de sumisión de toda la creación ante Él, p. ej. en el cap. 4. Como soberano, Dios tiene a su servicio a ángeles y espíritus que a sus órdenes controlan la tierra (cf. 4,5-8; 5,11; 7,1s.11; 8,2ss; 15,6ss; 16,1ss; 18,1s). Ángeles se mencionan no menos de 75 veces, y espíritus 14 veces (no como hipóstasis de Dios mismo). La soberanía de Dios se manifiesta no sólo en su

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acción creadora y su dominio sobre el cosmos (plagas y calamidades), sino particularmente en su posición de juez soberano y absoluto sobre el destino final de los hombres, no sólo del cosmos. No son pocas las veces que se hace alusión a ello en el Apocalipsis: juzgar, krinein (9 veces); juicio, krisis, krima (7 veces). Se trata, una vez más, de una acción política, inseparable del poder ejercido sobre un pueblo; de hecho, es expresión de ese poder.

2. Contraposiciones En el Apocalipsis encontramos una serie de contraposiciones, cual antítesis, producto de una rivalidad

generadora de antagonismos irreconciliables a muerte. Es la contraposición del reinado de Dios y el reinado de Satanás, del poder y de la autoridad y la soberanía del uno y del otro, que conduce a la antítesis; se dirime con la victoria de Cristo y la derrota de Satanás. Quien actúa aquí por Dios es el Cristo, y por Satanás la bestia. No se trata de contraposiciones meramente espirituales, religiosas o metafísicas, sino de contraposiciones que involucran la vida en todos sus aspectos: ciudadano, comercial, social, político. No son contraposiciones a nivel individual, sino colectivo: el Cordero y sus seguidores (Iglesia) y la bestia y los suyos (Imperio). Están en juego dos soberanías reales que determinan la vida, ante las cuales hay que optar pues son irrecon-ciliablemente antagónicas. Se trata concretamente de las contraposiciones entre,

- el cordero y la bestia, que son las más conocidas;- aquellos marcados con el sello del Cordero (3,5.12; 7,3; 20,4; 21,27; 22,4) y los que llevan la marca de

la bestia (9,4; 13,8.17; 14, 9ss; 16,2; 20,15). - La mujer de 12,1, que también es la esposa del Cordero (19,7; 21,2), es contrapuesta a la prostituta; la

una simboliza a la Jerusalén celestial (21, 9ss), la otra a Roma la corrupta e idolátrica (cap. 17). - Por un lado está Babilonia y por otro la nueva Jerusalén, que representa la oposición entre el reino (o

reinado) de Satanás y el de Dios. - La contraposición entre el abismo (9,l.ll; 20, 1ss) y el cielo, los dos polos de los cuales salen hacia la

tierra lo demoníaco y destructivo, y lo justiciero y salvífico respectivamente. Dios se asienta en el cielo; el dragón «sube del mar» (13,1).

Por cierto, hay un cielo y tierra antiguo y uno nuevo (cap. 21), que corresponden al clásico eón presente - eón futuro en la teología rabínica. En síntesis, en el Apocalipsis encontramos importantes antítesis que, en forma simbólica, expresan la contraposición entre el reino (o reinado) de Dios y el reino de Satanás, que en este mundo están en pugna. Es decir, en sustancia es una cuestión de poder y soberanía.

3. Política como culto Si observamos una vez más el lenguaje del Apocalipsis, descubrimos frecuentes menciones de un altar,

así como de un santuario. A ello se suman menciones de incensarios e incienso, candelabros, vestimentas litúrgicas, oraciones, además de los cánticos e himnos de corte litúrgico.

Ahora bien, dentro del contexto del Apocalipsis ese campo semántico revela que se trata de un culto celestial, no de un culto religioso terreno, que es llevado a cabo por los que aclaman la soberanía de Dios y del Cordero. El lenguaje es netamente simbólico, expresa naturalmente sumisión ante el pantokrator y juez, soberano del mundo y Señor de la historia. Ese culto, dado actualmente por todo el mundo celestial, todavía no se da en la tierra.La esperanza de que pronto se le rinda ese culto en la tierra, es una de las maneras de Juan de expresar la certeza de que algún día Dios será efectivamente soberano absoluto en la tierra, como lo es en el cielo, soberanía que se reconoce en el culto (cf. 5,13s). Esto lo expresan claramente muchos de los cánticos y aclamaciones en el Apocalipsis. Como vemos, el lenguaje cultual en el Apocalipsis es otro de los recursos de Juan para resaltar la dimensión política que está en juego. De hecho, es un recurso muy sutil pero a la vez elocuente. El culto es la expresión externa de reconocimiento del poderío, si no de la supremacía de quien es venerado; el culto lo exalta. Por eso en el Apocalipsis no se trata de idolatría religiosa como tal, sino de la contraposición de ese «culto» que expresa el seguimiento del Cordero, y el culto imperial -del Imperio a través de la persona del Emperador-, el cual es reducido a una especie de parodia (cf. 13,11-17). No en vano encontramos en el Apocalipsis frecuentes referencias cultuales en sentido netamente figurado, sin por tanto tratarse del culto formal religioso.

En el Apocalipsis las liturgias son de carácter imperial: celebran la soberanía de aquel que es el Señor de señores, rey de reyes. Son liturgias que hacen eco a aquellas celebradas en las grandes ciudades en

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ocasión de alguna hazaña favorable al pueblo, particularmente una victoria del rey. Éstas siempre tienen una dimensión política, pues afirman la soberanía del rey y su vinculación privilegiada con la(s) divinidad(es).

Hay dos aspectos que están estrechamente relacionados: el cultual propiamente dicho, y su consecuencia política y económica. Se rinde pleitesía al emperador y al imperialismo (ver cómo ambos se funden en 13,3s.16s y 17,3.7.9s.18). En efecto, la relación entre culto y soberanía era natural antaño. Emperadores y otros soberanos eran objeto de expresiones cultuales. Algunos eran divinizados. Por cierto, hay muchas maneras de reconocer la soberanía o supremacía de alguien, no pocas veces por medio de formas cultuales (venias, genuflexiones, cánticos, procesiones). Apocalipsis 13 expresa esto claramente: la política convertida en culto (cf. v.12s). Es notable la cantidad de veces que en el Apocalipsis se mencionan actos de adoración. La razón evidente es que para Juan era importante poner de relieve que solamente a Dios se debe adorar, es decir, Él es el único y absoluto «señor de señores, rey de reyes»; Él es el único pantokrator. En las dos ocasiones que Juan espontáneamente se inclina ante el ángel revelador, éste le advierte «No hagas eso, a Dios sólo has de adorar» (19,10; 22,8). En efecto, como hemos visto, Él es «el que está sentado sobre el trono» que domina toda la tierra. No en vano termina el Apocalipsis con la fusión de cielos y tierra (nuevos), de modo que el trono de Dios está entre los hombres (22,1.5).

No podemos hablar del culto sin resaltar la divinidad de Jesucristo. Se trata de un aspecto importante, razón del culto cristiano, que se contrapone al culto imperial. Por cierto, la divinidad de Jesucristo en el Apocalipsis se debe a la de Dios mismo, el Dios de los patriarcas y de Jesús. En 22,2s ambos comparten el trono: «el trono de Dios y del cordero». Los mismos atributos y títulos de Dios en el Antiguo Testamento son aplicados a Jesucristo por ejemplo en 1,14 (= Dan 7,9 referido a Dios), y 21,6 (= Is 55,1 como fuente de vida). «El primero y último» se predica en Isa 44,6 y 48,12 de Yavé, y en Apocalipsis 1,17; 2,8, y 22,13 se aplica a Jesucristo. De ambos se afirma ser «el alfa y la omega»; de Dios en 1,8 y 21,6 y de Jesucristo en 22,13. El título »santo» en 4,8 y 6,10 se refiere a Dios, y en 3,7 a Cristo. Igualmente, kyrios se predica de ambos (de Jesucristo en 11,8; 14,13; 22,20.21).

4. La gran ramera Babilonia La supremacía de Roma se fundamenta especialmente en su poderío económico, además del militar

que lo sustenta. Esa era la razón fundamental para mantener tantas colonias y provincias: el usufructo de sus productos. Por ello la obligación principal de las autoridades romanas en las provincias era asegurar la recaudación de los tributos para Roma, donde servían para alimentar a los poderosos, que se ostentaban ampliamente en su opulencia y fastuoso estilo de vida. La manera de asegurarse la sumisión era, además de la presencia militar, el culto imperial. Adorar a dioses del panteón romano, como hemos visto, era tenido como expresión de lealtad al poder romano.

Ahora bien, las ciudades de Asia que adulaban a Roma gozaban de su favoritismo, especialmente económico. Esa adulación se expresaba particularmente en las múltiples formas de celebración de las grandezas de Roma, su religión y sus poderosos, y mediante la construcción de templos dedicados a divinidades romanas. Este hecho lo pinta Juan con las imágenes de las bestias y el culto, y con el símbolo de las marcas en el cap. 13,pero especialmente en la descripción del movi-miento comercial en el cap. 18. Debemos recordar que política, religión y economía estaban inseparablemente entramadas.

La religión imperial era en el fondo un mecanismo de deificación del Estado mismo, sus instituciones y poderes -anotemos que una de las divinidades centrales en la Asia Menor romana era nada menos que la diosa Roma- representado en el Apoc por las imágenes de la bestia y de la prostituta. Por eso el culto era expresión de lealtad a esa «bestia» divinizada, de sumisión al absolutismo romano. Nada tiene de extraño que el culto romano en sus múltiples expresiones fuera para Juan simplemente satánico en su amplio sentido.

En Asia las grandes ciudades se peleaban el privilegio de ser reconocidas por Roma como la más importante en esa región para así recibir trato preferencial, tanto en el comercio como en las construcciones que se hacían con apoyo romano. Efeso, donde probablemente se escribió el Apocalipsis, lo logró por encima de Pérgamo a fines del primer siglo d.C., lo que le dio gran auge, especialmente en tiempo de Domiciano. Uno de los caminos para ganar esa preeminencia era el cultual, la exaltación del culto imperial, como hemos visto anteriormente.

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Ahora bien, el tema del Apocalipsis es la oposición de poderes o fuerzas antagónicamente situadas, el reinado de Satanás y sus representantes versus el de Dios y su Cristo, con la pregunta «quién es señor en el mundo» (cf. Apoc 19). Esa oposición, que se refleja en el vocabulario que hemos analizado al inicio, se manifiesta concretamente en la actitud anticristiana de Roma. Por lo mismo se habla en sendos himnos de la recuperación por parte de Dios de su soberanía, su gloria, su poder, al destruir a los que persiguen a los santos.

Teniendo en cuenta todo esto, nada tiene de extraño que esté presente en el Apocalipsis la dimensión política, y que por ello Juan utilice imágenes del ámbito político. Los que no rinden culto a la bestia quedan excluidos: «nadie puede comprar ni vender, excepto el que tenga la marca: el nombre de la bestia o la cifra de su nombre» (13,17), es decir, que le pertenece. La «marca» es símbolo de pertenencia a alguien; la llevaban los esclavos al igual que el ganado. Rendir culto al Emperador es reconocer que es señor absoluto, soberano del mundo, y eso es una incuestionable actitud política. Con la misma lógica, para Juan el único señor, absoluto soberano del mundo, es Dios.

En el Apocalipsis se emplean dos imágenes significativas para designar a Roma: la bestia y Babilonia. La imagen de la bestia denota su poderío militar y político (vea el cap. 13); la imagen de Babilonia, representada como prostituta, denota su poderío económico (vea el cap. 18). Ambas se encuentran entrelazadas en 17,3: «vi una mujer sentada sobre una bestia roja...». En efecto, el poderío económico del Imperio Romano, tiene como asiento el poderío político y militar.

La imagen de la prostituta (cap. 17) es elocuente en sí. Los profetas la utilizaron a menudo para designar la idolatría: venderse a dioses que aparentan ser «más placenteros» que Yavé. Los cultos paganos eran seductores. Esto es bastante conocido. Al aspecto religioso aluden la «copa dorada llena de abominaciones y de impurezas» (17,4.5) y el hecho de presentarse «llena de nombres blasfemos» (17,3; cf. 13,1). Pero la imagen de la prostituta evoca otros aspectos inseparables del religioso: el político y el económico. Roma es una prostituta por cuanto hace la guerra contra el Cordero y los santos (17,6.13s; cf. 13,7), y seduce con sus encantos políticos a otras naciones para utilizarlas en beneficio propio (17,18; 18,7), particularmente el económico: está «vestida de púrpura y escarlata, adornada de oro y piedras preciosas y perlas» (17,4; 18,14.16), obtenidos precisamente de la sumisión de las naciones a su encanto (17,2; 18,6). Sus riquezas, fuente de su poder, se enumeran en 18,12-13. En otras palabras, Roma es una prostituta por cuanto seduce a otras naciones para su beneficio propio. Para ese fin también vale la religión. Recordemos que el culto romano era expresión de lealtad al Imperio. A su vez, los poderosos (reyes, mercaderes y marineros) le pagan gustosos para ellos también gozar de sus lujosos favores (17,2; 18,3.9.11.15.19): le rinden culto y «con el vino de su fornicación se embriagaron los moradores de la tierra» (17,2; 18,3a). Roma, que es la nueva Babilonia, es «la madre de las meretrices y de las abominaciones de la tierra» (17,5).

Por otro lado, calificar a Roma como Babilonia es recurrir a una imagen de corte netamente político (y militar). Babilonia fue la gran potencia que, en su afán imperialista con sus ejércitos atacó y subyugó al pueblo de Dios poniéndolo a su servicio; destruyó además el templo de Yavé e hizo esclavos a muchos para ponerlos a su servicio. Así es Roma (cf. Apocalipsis 17,18). La descripción de Babilonia en Apocalipsis 17-18 no resalta tanto la oposición a Dios, como el hecho de endio-sarse y esclavizar, explotar y oprimir a las personas en esta tierra, incluidos los cristianos. Por eso la bestia fue descrita en 13,2 combinando metáforas usadas en Daniel 7,3-8 para los poderes que dominaron a Israel: es «semejante a una pantera, y sus patas como de oso, y su boca como boca de león».

R. Bauckham nos recuerda que, como Babilonia dominó en su tiempo al mundo en cuanto potencia política y militar, Tiro lo dominó en cuanto potencia económica, razón por la cual los profetas mayores incluyen oráculos contra ella. Más aún, el símbolo «prostituta» fue usado para Tiro por Isaías (23,15-18), pero nunca para Babilonia, por cuanto se unió a otras naciones para aprovecharse de ellas. Aunque nunca la mencionó por nombre, Apocalipsis 18 ha sido compuesto por Juan utilizando mayormente elementos de los oráculos contra Tiro en Isaías 23 y Ezequiel 26-28. La lista de riquezas en Apocalipsis 18,12-13 proviene de aquella en Ezequiel 27,12-24 en relación con Tiro. Roma es, pues, una potencia militar, lo que le permite ser la gran potencia económica, por eso Juan la califica como Babilonia.

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II. ¿TEOLOGÍA POLÍTICA?Para empezar, el género literario apocalíptico, al cual recurrió Juan alimentándose profusamente

de obras de ese género, es de carácter profundamente político. Es el caso del libro de Daniel, escrito como respuesta a la política de Antíoco Epifanes de imponer la cultura helenística, incluyendo sus elementos religiosos. Era el caso ya en los primeros textos de corte apocalíptico insertos en los libros de los profetas. John Collins, profundo conocedor de esta literatura, nos recuerda que la teología de los apocalípticos es una poderosa retórica de denuncia de los totalitarismos y las tiranías de este mundo. Se trata de praxis, de opciones, no de especulaciones o verdades y conceptos en sí y por sí mismos. Severino Croatto calificó a la apocalíptica como «una literatura de resistencia de los oprimidos». Una descripción similar hizo Richard Bauckham en relación a la obra de Juan: es «la más poderosa pieza literaria de resistencia política del período del temprano imperio». Una lectura atenta del Apocalipsis desde la perspectiva del lenguaje, de las imágenes más importantes empleadas, así como de las interrelaciones en la trama, es bastante reveladora en sí misma. Después de haber observado ese aspecto lingüístico y literario, veamos ahora la trama y las escenas más importantes.

1. Una cuestión de soberanía

Desde el inicio se afirma en el Apocalipsis el señorío supremo de Dios: Él es «el que es, que era y que ha de venir» (1,4). Esa soberanía es compartida con Jesucristo, «el soberano de los reyes de la tierra» (1,5). Hablar de «señorío» es hablar de soberanía sobre otros, y si ésta es suprema, lo es con exclusión de cualquier otra pretensión a tal soberanía. No puede haber dos señores simultáneamente supremos. En términos del Apocalipsis, la soberanía absoluta es de Dios, en contraposición a la pretendida supremacía del emperador romano y de sus respectivos «imperios». Las visiones iniciales del Apocalipsis están todas relacionadas con la soberanía, tanto de Jesucristo como de Dios mismo. La primera (1,12-18) presenta majestuosamente a Jesucristo, «el primero y el último», el que tiene «las llaves de la muerte y del Hades». Después del paréntesis de las siete cartas, el cap. 4 introduce la fabulosa visión de «un trono y uno sentado sobre el trono», a quien adoran porque él es el todopoderoso (pantokrator), el creador de todo (4,8.11). Es decir, se empieza por presentar la soberanía de Dios. Es notorio que la primera gran escena del Apocalipsis y la escena final (cf. 21,3; 22,1.5) son del trono de Dios, es decir, es una cuestión de poder. En ambas, imágenes del mundo cultual y político están entrelazadas. Son imágenes evocadoras que están entretejidas en el Apocalipsis para subrayar la soberanía divina, en evidente contraposición a la pretendida soberanía del emperador cultualmente expresada. La extensión de soberanía divina sobre la tierra se la encomienda Dios al Cordero con la entrega del rollo sellado con siete sellos, que representa el recorrido de la historia y su destino. La soberanía que confiesa Juan en el Apocalipsis no es tanto aquélla en el cielo como sobre la tierra, que se impondrá al final de los tiempos, «pronto», que se aclama en 5,13s. Su previsión está expuesta al final del Apocalipsis, en el cap. 21. Hablar de soberanía sobre la tierra es entrar en el campo de lo que conocemos como política. Los caps. 12 y 13 en particular destacan, desde la presentación misma de los personajes, el carácter político del conflicto, pues se trata de poderes y dominaciones sobre el mundo. Eso es evidente en el combate, primero celestial, luego trasladado a la tierra, que en lenguaje mitológico se relata en el cap. 12, cuyo resultado es que «el dragón se enfureció contra la mujer y se fue a hacer la guerra contra los demás de su descendencia», es decir, la Iglesia sobre la tierra. Más puntuales son las descripciones de la bestia y luego de su lugarteniente en el cap. 13. En relación a este último predomina en particular el aspecto religioso usado como poder político, por ello luego es llamado «falso profeta» (16,13; 19,20; 20,10). En cuanto a «la bestia», ésta recibió del dragón «su poder y su trono y gran autoridad» (v. 2). Su poder es casi absoluto: «¿Quién como la bestia y quién puede hacer la guerra contra

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ella?» (v. 4), pues «se le dio autoridad sobre toda tribu, pueblo, lengua y nación» (v. 7). El capítulo 13 es el que más claramente desenmascara la ideología del Imperio como profundamente anticristiana. Por ello no extraña que la bestia sea descrita como antítesis del Cordero (como animal herido mortalmente), que «hace la guerra a los santos» (v. 7), ni extraña que se resalte el culto como instrumento de dominación política. Lo inaceptable para Juan no era que Roma dominara el mundo en sí, sino su pretensión de ser dueña del mundo y de la historia, de ser quien determina incuestionablemente quién vive y quién no, es decir, la pretensión imperial de ser dios, señor absoluto de todo y todos. No se limita, pues, a una cuestión cultual religiosa.

Concluye el Apocalipsis exponiendo las manifestaciones de la soberanía absoluta de Dios y el Cordero. Los cap. 18 y 19 describen la destrucción por parte de Dios del poderío político y económico de «la gran ciudad», Roma, la gran Babilonia. Es así que «ha comenzado a reinar el Señor Dios, el todopoderoso» (19,6). A continuación son aniquilados los reyes y sus ejércitos por aquel que es «Rey de reyes y Señor de señores» (19,16), y la bestia y el falso profeta son arrojados al lago de fuego, donde luego será arrojado también el dragón mismo. Finalmente, la soberanía de Dios sobre el universo se manifiesta en toda su amplitud en el juicio a todos, «según sus obras, por parte de aquél «sentado en un gran trono blanco» (20,11). Con ello se sella la absoluta soberanía de Dios y el Cordero, que da paso a «un cielo nuevo y una tierra nueva», la «nueva Jerusalén que baja del cielo de parte de Dios» (21,1s.10). En ella estará «el trono de Dios y del Cordero, y sus siervos (los únicos «resucitados») le darán culto, y verán su rostro y llevarán su nombre en la frente... y reinarán por los siglos de los siglos» (22,3-5).

De ese modo, el Apocalipsis resalta la soberanía real de Dios y de Jesucristo en contraposición a cualquier otra supuesta soberanía que pretenda serlo de forma absoluta y suprema, particularmente la romana. Con esa misma finalidad, Juan no sólo empleó todo un lenguaje propio de poderes supremos, como hemos visto, sino también cánticos de contenido político. Todo esto no se encuentra en el Apocalipsis en vano o por un gusto artístico o poético. La soberanía absoluta de Dios que se afirma en el Apocalipsis no se limita a la de los cielos, sino que se extiende a la de la tierra. Como todopoderoso, pantokrator, Dios la impondrá a su debido tiempo (12,17; 20,1s.7-11). Ésta es una firme convicción judeo-cristiana. Entre tanto, el dragón y las bestias seducen a los reyes de la tierra, inclusive presentan batalla contra Dios (16,13-16; 19,19). Dios no controla aún todo lo que sucede sobre la tierra, ni tiene aún dominio eficaz sobre los soberanos. En efecto, sobre la tierra impera por ahora «la bestia», que cuenta con reyes súbditos, con un impresionante ejército, y ha fijado la manera de conducir la vida cotidiana, que incluye el ámbito religioso. Sin embargo, más allá de lo visible y tangible, la pregunta vital es saber quién es el verdadero soberano sobre la tierra (es pregunta vital porque compromete la razón de ser de la fidelidad cristiana a Dios y su mesías como soberano absoluto). La primera respuesta se encuentra ya en la presentación de Dios como «el que vendrá» (1,4) (seguro de ello, reiteradamente se pide en el Apocalipsis que tal soberanía se manifieste aquí ya, ahora: cf. 1,7.8; 3,10; 4,8; 22,7.20). Eso evoca su papel de juez universal; si juez escatológico, entonces soberano absoluto. Pero la respuesta más clara se encuentra en la visión del corcel blanco en 19,11-16, en la cual se identifica al jinete vencedor de la bestia: «sobre el manto y sobre el muslo lleva escrito un nombre: Rey de reyes y Señor de señores» (cf. 17,14).

Después de estas observaciones, ¿qué duda cabe de que el Apocalipsis es una obra con un carácter y una dimensión políticos? Ambos títulos en 17,14 y 19,16, señor (kyrios) y rey, son del mundo político y de allí los ha tomado Juan. Notemos, a propósito de Apocalipsis 19,11-16, que la actuación del jinete liberador se lleva a cabo sobre la tierra, no en el cielo, es decir, es una realidad político-escatológica. El jinete «hace guerra según justicia... va envuelto en un manto teñido en sangre... pisará el lagar del vino de la terrible ira del Dios todopoderoso» (19,11b.13.15b; cf. 14,18ss). No se trata de otra cosa que de la transferencia al cristianismo de la esperanza judía de una reivin-dicación divina que, según algunos círculos, sería llevada a cabo por el mesías que vendría con poder (cf. Sal. Salomón 17,21-32; 4 Esdras 11-13; 1QM; etc.).

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Si bien Dios no aparece aún en el Apocalipsis como Señor de la historia humana, o al menos no es evidente que lo sea (excepto en la visión final, situada en el futuro: vea 5,13s), en la cosmovisión de Juan sí es señor sobre los seres celestes, por eso puede controlar los astros, y como creador la naturaleza es suya y puede hacer sobrevenir plagas (cf. 14,7). Además, los tiempos los controla Dios: Él fija sus períodos (por ejemplo, el milenio), así como fija los momentos de las plagas, y es Él quien ejecuta el juicio cuando lo determina.

Desde esta perspectiva se comprende el sentido de las frecuentes escenas de liturgias celestiales en el Apocalipsis. En el contexto de ese tiempo, mediante esas manifestaciones se contrasta la pretendida soberanía romana con la de Dios. La grandeza soberana de reyes se exaltaba con cánticos, himnos y aclamaciones, y se celebraba cultualmente. Remedando esas expresiones, en el Apocalipsis se pone de relieve en diversas escenas de corte litúrgico, que incluyen también cánticos e himnos, la soberanía de Dios y Jesucristo. Esto, evidentemente, es un mecanismo retórico, con un indiscutible tono polémico. El culto imperial está contrapuesto al culto judeo-cristiano (por eso emplea símbolos del culto judío: templo, sacerdotes, vestimentas, candelabros, altar, pureza cultual). Contrario a lo que alguno piensan, esas escenas de sabor litúrgico, al igual que los himnos, no eran producto de liturgias cristianas, sino parte de la presentación dentro del esquema de confrontación de soberanías en el Apocalipsis. No se trata del culto realizado por cristianos, sino de un mundo evocativo, simbólico, por ello situado en el cielo. Recordemos que los cuadros del Apocalipsis describen realidades mediante imágenes, en lenguaje poético evocador.

2. Una cuestión de libertad

Así como en el libro de Éxodo se revela Dios ante el faraón como soberano a través de las plagas, y ante los hebreos se revela como liberador sacándolos de Egipto, así también en el Apocalipsis Dios se presenta como soberano y liberador. En efecto, aquí Dios se manifiesta como soberano sobre la tierra a través de varias secuencias de plagas, algunas que recuerdan aquellas de Egipto, y se revela como venidero liberador de su pueblo, de todos aquellos que siguen al Cordero, cual Moisés que los conduce a través del desierto (vea 12,14ss) hacia la tierra de promisión (cap. 21). Roma es identificada como Egipto en 11,8. Más adelante, en la visión del cap. 15, se evoca expresamente el éxodo: siete ángeles que tienen las «siete plagas» (v. 1) que se exponen en el cap. 16, un «mar transparente», y los vencedores de la bestia (el faraón/rey romano), es decir, los liberados que, después de cruzar el mar, «cantan el cántico de Moisés, siervo de Dios, (que es) el cántico del Cordero...» (v. 3; cf. Ex 15).

Las plagas en Ap 16 claramente evocan la lucha de Moisés por la libertad de su pueblo para adorar a su Dios en el desierto. La primera copa de la ira de Dios derramada sobre la tierra produce úlceras malignas sobre «los que tenían la marca de la bestia». Ésta nos recuerda la sexta plaga en Egipto (Ex 9,9). Las siguientes dos copas derramadas sobre las aguas, convirtiéndolas en sangre, recuerdan la primera plaga en Egipto (Ex 7,17). Después de la cuarta copa, que no tiene reminiscencias, el autor indica que los afectados «blasfemaron del nombre de Dios... pero no se arrepintieron para darle gloria» (v. 9, reiterado en v. 11), lo que recuerda el estribillo en Éxodo que resalta la obstinada actitud del faraón rehusando reconocer la soberanía de Yavé (Ex 7,3.22; 8,15.28; etc.). La aparición de tinieblas sobre «el reino», tras la quinta copa de la ira de Dios, evoca la novena plaga en Egipto (Ex 10,21). La siguiente copa, la invasión de ranas, recuerda la segunda plaga en Egipto (Ex 8,2). La enorme granizada que cae sobre los hombres tras la última copa de la ira divina (v. 21) rememora la octava plaga en Egipto (Ex 9,22). La descripción en 16,18 es propia de una teofanía, que evoca aquella del Sinaí: «Hubo relámpagos y voces y truenos, y sobrevino un gran terremoto...» (vea 11,19). En síntesis, todas estas imágenes, símbolos y descripciones expresan la esperanza joánica que, como antaño, Dios nuevamente liberará a su pueblo de «Egipto».

E. Schüssler Fiorenza, con justa razón, aclaró lúcidamente que el concepto de salvación en el Apocalipsis tiene como trasfondo el credo judío de la liberación de Egipto, por lo tanto no se trata de una

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soteriología individualizada ni espiritual. Los que permanecen fieles a Dios gozarán de una nueva Jerusalén, una nueva alianza (21,7), en la que se les asegura una especie de retorno al paraíso, donde «no tendrán ya más hambre ni tendrán ya más sed, ni caerá sobre ellos el sol ni ardor alguno, porque el Cordero que está en medio del trono los apacentará y los guiará a fuentes de aguas de vida; y enjugará Dios toda lágrima de sus ojos» (7,7s); «la muerte ya no existirá, ni llanto ni lamentos ni dolores existirán ya» (21,4).

Por lo tanto, no se trata en el Apocalipsis de una liberación en un plano moral o espiritual, sino en primer lugar de una liberación humana, de respeto a lo que hoy conocemos como «los derechos humanos», que incluye los aspectos cultual, político, económico y social. No es liberación del pecado, sino de la actitud hostil y totalitaria de Roma, con sus secuelas socioeconómicas, inclusive sobre el derecho a la vida misma. Recordemos que la composición del Apocalipsis fue ocasionada, precisamente, por esa situación amenazante para la comunidad cristiana en Asia. La protesta de Juan se alzaba a Dios contra los atropellos que sufren los cristianos, entre otros, por obra de un sistema totalitario, seguro de que el único que puede defenderlos es el Dios de la vida. La garantía es la sangre derramada del Cordero (5,9; 7,14; 12,11). El reinado de Dios sobre la tierra será posible tras la destrucción real de todos los poderes y estructuras que se le oponen. Por eso, al final, se trata de una creación nueva, cielo y tierra nuevos. No se trata, pues, de asegurarse «ir al cielo», sino de que sea posible que «del cielo descienda» la nueva Jerusalén (21,2.10). El Apocalipsis resulta ser una teología de la liberación del hombre, no reducida a liberación del pecado personal e intimista, sino de las fuerzas y estructuras pecadoras (18,4s), que no temen derramar la sangre de los justos, de los que no se doblegan ante las tantas bestias que aparecen en la historia. Es la búsqueda de la libertad para adorar y servir a Yavé, Dios, seguros de que Él es el soberano absoluto de la historia y del mundo.

Implícitamente, el Apocalipsis trata de la justicia divina: ¿castigará Dios a los malvados? Sin embargo, el centro de atención no es el castigo, la destrucción o la aniquilación de los malvados, sino la liberación de los oprimidos, perseguidos y hostilizados. La cuestión fundamental para la comunidad es el destino de los seguidores del Cordero, no el de los seguidores de la bestia.

La respuesta que Juan espera a la situación que viven está modelada en el mundo político: que Dios intervenga y haga justicia por las maldades, castigando a los responsables, y en consecuencia que haga prevalecer de una vez por todas su soberanía absoluta, restaurando la armonía primigenia. Esa soberanía de Dios sobre la tierra, así como la liberación de su pueblo fiel de la opresión romana, no se puede dar sin la previa eliminación de los poderes que se interponen. En efecto, así concluye el Apocalipsis. En los cap. 20-21, tras el juicio universal, los fieles tendrán parte en la nueva Jerusalén que «desciende del cielo», que es el dominio total de Dios y el Cordero, un mundo libre de opresión y hostilidades, un mundo paradisíaco (pintado en 22,1-5 con colores que rememoran Gen 2).

3. El Cordero degollado

Uno de los símbolos que en el Apocalipsis más claramente se refiere al Éxodo es el empleado para representar a Jesús: el Cordero degollado. El recurso a ese símbolo es intencional: representa a Jesucristo víctima del totalitarismo de los poderes político y religioso de su tiempo, y así se destaca en Ap 11,8. Pero resucitó victorioso, por eso es un cordero «de pie» (5,6). Cual emblema del precio pagado lleva la cicatriz de su entrega redentora: es un cordero «como degollado» (5,6.9). Y todos los que «blanquean sus vestiduras en la sangre del Cordero» (7,14), es decir, que se aunan y siguen al Cordero, gozarán de la misma libertad que resulta de la victoria sobre los poderes opresores de este mundo. Eso se proclama expresamente en varios cánticos de victoria (5,9s; 12,10ss; 19,7s).

La imagen del cordero evoca, además, automáticamente al cordero pascual de Ex 12: un cordero con fuerza liberadora (es también la metáfora del cordero en Is 53: carga con las culpas para expiar). Así lo entendió Israel desde el exilio babilónico, y en ese sentido se celebra anualmente la Pascua:

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rememora la liberación de Egipto después de la última plaga (matanza de losprimogénitos, de la que se libraron aquellos que untaron los dinteles de sus casas con la sangre del cordero sacrificado). El Cordero es quien ha recibido de Dios el encargo de tomar la historia en sus manos, representada por el rollo sellado con siete sellos. Esa historia ahora se confronta con Dios, corre hacia su destino final. Previo a ello, mediante las secuencias de catástrofes, se invita a la conversión, es decir, a reconocer la soberanía absoluta de Dios.

Por todo eso se puede afirmar que la cristología joánica en el Apocalipsis, como en gran medida su teología, está «politizada»: el Cordero es soberano y triunfante sobre los poderes políticos del mundo. El verdadero poder sobre la tierra ahora, encarnado en el emperador, está amparado por Satanás, y a éste se le opone el poder del Cordero (lo que nos recuerda la oposición entre el reino de Dios predicado por Jesús y el reino de Satanás, evidente en el primer exorcismo en Mc 1,23-27 y paralelos. Él es el «Señor de señores, Rey de reyes»: 17,14). Él es quien reivindica a su pueblo (19,11-21); es su redentor (liberador). Él es quien asegura a sus fieles, su «esposa», la participación eterna en la nueva Jerusalén.

La figura del cordero adquiere todo su relieve en el contraste con su opuesto, la figura de la bestia. El que parece humilde y degollado contrasta con el arrogante y supuesto señor de las vidas humanas. Ese contraste ya se encuentra en Daniel. Por eso Juan usó la imagen de la bestia, tomada de Dan 7,7. Éste recibió todo su poder del dragón (13,2). Al aclarar que el dragón es «la antigua serpiente, el llamado diablo y Satanás» (12,9), se deja en claro que se trata del seductor de la humanidad, el responsable de las desgracias y la distancia de Dios, enemistado con Dios, según Gen 3,15. Por eso, al no poder enfrentarse directamente a Jesucristo mismo, ese dragón persigue a los demás de la descendencia de «la mujer», es decir, los seguidores del Cordero, sus hermanos (12,17).

CONCLUSIONES

El carácter político del Apocalipsis ha sido inconscientemente aprovechado toda vez que ha sido utilizado para respaldar diferentes posiciones frente al mundo. Para unos ha servido para justificar su aislamiento del mundo, la no cooperación con los poderes políticos, concentrándose en la dimensión escatológica: se refugian en el consuelo del cielo venidero convencidos de que Dios pronto vendrá a juzgarnos. Esto a menudo resulta en una actitud de pasividad e indolencia frente al desenvolvimiento del mundo secular y sus instituciones.

Para otros, el Apocalipsis ha servido para propugnar un tenaz testimonio de compromiso cristiano que conlleva una resistencia a cooperar con la tentadora corrupción del mundo y a vivir más bien siguiendo al Cordero, mediante una vida activa al estilo de Jesús. Ese compromiso, que se traduce en una opción por los marginados y los excluidos del ámbito de los poderosos de este mundo, así como por los explotados del mundo, condenados a la pobreza, resulta ser una críti-ca a la sociedad.

Para otros, el Apocalipsis avala su actitud abiertamente hostil hacia el mundo. Ésta puede traducirse en una confrontación abierta, violenta, embarcada en una lucha por la liberación de su mundo del dominio físico e ideológico del poder dominante; fue el caso del celotismo, que irrumpió abiertamente a la muerte de Herodes, en el año 4 a.C., y nuevamente en el 66 d.C. La confrontación puede ser también de carácter espiritual, refugiándose en la esperanza de una intervención divina que les devolverá la libertad y la soberanía, destruyendo a los opresores, cuya ideología es repugnable. Esta fue la actitud de la comunidad que se estableció en Qumrán y, más cerca de nosotros, del grupo de Jim Jones que se instaló en Guyana, o la rama adventista liderada por David Koresh, enclaustrada en Waco, Texas, entre otros grupos. Éstos, paulatinamente, desarrollan su propia apocalíptica.

Ahora bien, en ningún momento el Apocalipsis avala una reclusión del cristiano en una piedad individualista: la dimensión es netamente comunitaria. Es la comunidad de los santos. Inclusive en las

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cartas, cap. 2-3, la perspectiva es comunitaria, no de moral individualista. Concierne la conducta cara al mundo; critica los sincretismos y la falta de compromiso consecuente con Jesucristo.

La lectura exclusivamente religiosa, desde la perspectiva del culto religioso y de «la salvación del alma», ha llevado a la interpretación del Apocalipsis con mentalidad de gueto, a vivir ignorando el mundo o limitándose a criticarlo. En cambio, una lectura del Apocalipsis que toma en cuenta los factores antes mencionados conduce a una comprensión totalmente diferente: es una invitación a la resistencia activa frente a los poderes corruptos del mundo optando por seguir al Cordero. Y seguir al Cordero, «donde sea que vaya» (14,4), significa vivir activamente el cristianismo como discípulo de Jesucristo, sanando enfermos, expulsando demonios, dando de comer a los hambrientos, liberando a los esclavizados, acercando el «reino de Dios», proclamando el Jubileo. Rememorando a Ezequiel, Juan asume por encargo divino el papel de profeta anunciando (en su obra) el juicio divino y llamando a seguir al Cordero (cf. 10, 8-11). Por su parte, los cristianos han de ser testigos (mártires) de su particular opción «política», la que tiene por soberano, Señor del mundo y de la historia, a Dios y su Cordero (1,9; 6,9; 12,11.17; 17,6; 19,10; 20,4). Si sufren, es precisamente por eso, por ser seguidores del Cordero (no por cuestiones de piedad personal o de doctrinas teóricas). El rechazo y castigo vienen de los poderes políticos, al sentirse afectados, rechazados o simplemente cuestionados como poder legítimo.

El cristiano rehusa aceptar que los criterios impuestos por los poderosos de este mundo son la referencia última para la vida. Apunta a un mundo donde nadie sufrirá dolor, llanto, muerte, y donde Dios y su Cordero son su lámpara, pues se acabó la oscuridad (cap. 21). Pero, lamentablemente, a menudo se ha concentrado tanto la atención en «el más allá», y en la salvación a título personal, que el Apocalipsis se entendió como justificación para la fuga mundi. En lugar de comprender que la Jerusalén celestial desciende a esta tierra, se pensaba (y aún muchos piensan) que los justos ascenderán a los cielos. En lugar de observar que, a decir de Juan, la «salvación» se inicia en esta tierra y es inseparable de ella, se insistía en que se da recién después de la muerte, allá en el cielo; es sólo del «alma». Se pensaba (y muchos aún piensan) que el Apocalipsis es la afirmación del fin del mundo, cuando en realidad se trata del fin de esta particular forma del mundo (cf. 1 Cor 7,31).

El mensaje del Apocalipsis no se puede entender correctamente aparte del dualismo que lo recorre. Eso supone oposición, conflicto (aquí no hay lugar para otra reconciliación que la de la justicia). En ese sentido, los cap. 17 y 18 constituyen una acerba crítica del mundo endiosado: los poderes políticos y económicos opresores del hombre serán destruidos al final de la historia, de esta historia. No cuenta con misericordia ni reconciliación alguna. Para los fieles al Cordero resulta en liberación de las estructuras de muerte para dar lugar a aquellas estructuras de vida, de la Jerusalén celestial, la novia del Cordero.

El Apocalipsis es, pues, una obra «combativa», con lenguaje dualista e imágenes poco reconfortantes para quienes viven a espaldas de Dios. La crítica a la sociedad que vive en función del poder(oso) en este mundo es evidente desde el inicio. Su dualismo plantea la necesidad de op-ciones claras, sin componendas ni acomodos. Es lenguaje producto de un rechazo de determinadas estructuras. En efecto, el Apocalipsis es una abierta denuncia de la falsedad de la ideología de los poderosos de este mundo, mediante la cual buscan legitimar su posición y justifi-car su imperialismo. Para quienes viven en función del poder egoísta y arrogante, sometiendo a pueblos enteros a sus caprichos, el mensaje del Apocalipsis es una amenaza: asegura el juicio divino, que conlleva el fin de los poderes efímeros de este mundo (especialmente los cap. 17-18). Para las víctimas del imperialismo de turno, en cambio, el Apocalipsis es una obra de esperanza y aliento que les asegura el triunfo del Señor de la historia, Dios y su Cordero, así como su reivindicación de las injusticias humanas (especialmente los cap. 7 y 14). Para los tiranos, el Apocalipsis es una incómoda sentencia de condenación; para los marginados y los explotados es una reconfortante afirmación de una real justicia. Para unos anuncia destrucción, para otros reivindicación; para unos el «lago de azufre», para otros la «nueva Jerusalén». El fundamento es la afirmación de que Dios es el pantokrator, el Rey de reyes y Señor de señores, y el Cordero es «el

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soberano de los reyes de la tierra» (1,5), el que siempre será. Notemos que en el Apocalipsis el juicio divino es universal; no es una visión individualista sino cósmica la de Juan. No es exclusivamente religiosa, sino que incluye la dimensión sociopolítica. La visión inicial en el cap. 4 es de un Dios soberano universal, cósmico, como lo es la visión de Jesucristo en el cap. 1. Al Cordero le es encomendado nada menos que el rollo representativo de la historia universal.

En el cap. 21, los cielos y tierra nuevos, las bodas del Cordero, la Jerusalén celestial, no se refieren a realidades supraterrenas, sino que son metáforas que remiten a un mundo renovado, este mundo en una situación paradisíaca como la inicial, pero viviendo una alianza definitiva en la cual Dios lo es todo. La Jerusalén nueva desciende de los cielos. ¡No es el cielo en contraste con la tierra! Cielos y tierra se funden constituyendo una sola realidad, en la cual Dios es el centro.

No hay afirmación alguna (ni siquiera sugerencia, si nos cuidamos de prejuicios) en el sentido de una destrucción aniquiladora de este mundo. Estamos, pues, ante una «revolución» escatológica, pero de este mundo, donde ya no reinan el dragón y las bestias y sus secuaces, sino los fieles seguidores del Cordero: es el triunfo definitivo y universal (por ello cielos y tierra en cierto modo se funden), es la soberanía de Dios y su Cordero en la tierra como en el cielo. ¿No estamos, pues, ante una perspectiva de carácter político? Y el resultado de la pugna de poderes, ¿no depende acaso tanto del partido tomado por los hombres como de la acción decisiva de Dios y su Cristo? Por cierto, inicialmente se resalta que Dios está en el cielo, en las alturas, lejos de la tierra (Juan es introducido en ese mundo). Es la distancia con respecto al mundo. En el cielo cantan las glorias y la soberanía de Dios; ya allí es rey. En la tierra impera aún la injusticia y la idolatría; está cortado de Dios. Eso contrasta con Ap 21, donde cielos y tierra se funden, y Dios habita entre los hombres; es decir, ya no hay un cielo arriba y un Dios distante. Es el contraste entre esta era y la venidera (ésta última ya es realidad en el cielo). En él, «la Jerusalén celestial que baja del cielo», el «cielo nuevo y tierra nueva», Dios pondrá su morada, su trono, con su pueblo, será su luz eterna. No habrá más tinieblas ni dolores ni muerte, no habrá más opresión e injusticia: lo que había sido impo-sible en este mundo, mientras vivía doblegado al reino de Satanás, es posible cuando todos reconozcan la soberanía de Dios. Es el cielo en la tierra. Ése fue el sueño de Isaías, de Jesús y de Juan. El Apocalipsis ilustra como no sólo individuos sino grupos e instituciones pueden ser anti-Dios y de ese modo encaminarse hacia su propia destrucción. Sólo el seguimiento del cordero conduce a la vida, al banquete, a la nueva Jerusalén.

El poder de Dios y la participación en su reino, si bien los presenta Juan directamente en términos de la oposición de dos fidelidades, a Jesucristo o al César, en realidad no se limita a la comunidad cristiana, sino que incluye a todos los que son víctimas de alguna manera de la bestia y no le rinden culto: «se le dio poder sobre toda tribu, pueblo, lengua y nación...» (13,7s). Notemos, en esa vena universalista, que en 18,24 se acusa a Roma de ser homicida, no sólo de «profetas y santos», sino de «todos los que han sido degollados sobre la tierra», es decir, de todas las víctimas del sistema y las estructuras explotadoras y opresoras romanas. Aunque el Apocalipsis se compuso preocupado en primer lugar por la situación propia de la comunidad cristiana, hay sin embargo un sentido de solidaridad con todas las víctimas inocentes del aparato estatal romano, y, más allá de él, de cualquier sistema absolutista análogo. No en vano se trata de Roma como imperio universal (de ese universo que conoce Juan). Al final Dios hará un mundo nuevo en el que ya no habrá opresores ni esclavitudes, y ese mundo no se limita a los cristianos (cf. 21,3).

La universalidad del antagonismo entre el dragón y Dios no es sólo en el espacio, sino también en el tiempo. Ya en el mito de los orígenes del imperio de Satanás, en Ap 12, se indica que, antes que le concediera su poder a la bestia (13,2), el dragón (Satanás: v. 9) presentó batalla contra Dios primero en el cielo (v. 7), para descender como «el que seduce al universo entero» (v. 9) y perseguir a «la mujer» (v. 13ss). Esa persecución se da hasta el día del juicio final. Al leer atentamente el Apocalipsis desde esta perspectiva, observamos que Juan no se compromete a limitar las persecuciones a su propio tiempo, para lo cual deja, con frecuentes imprecisiones, abierta la dimensión temporal (hasta incluso incluir un

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milenio de paz). La soberanía absoluta de Dios, tema central del Apocalipsis, lo es fundamentalmente en torno a un valor supremo: la vida. La vida está sólo en Él; en la bestia es apariencia, pero su destino final, junto con el de sus seguidores, es la muerte, la «segunda muerte». Esto lo destacan nítidamente los cap. 20-21. El final siempre es clave. A eso conduce la obra: el triunfo de la vida sobre la muerte. Que se trata de la vida y la muerte lo ilustran inclusive las referencias a persecuciones, martirios, sangre, etc., pero acompañados de indicadores de victoria, vida. Ése es también el mensaje de varios de los himnos, el triunfo de Dios y los suyos sobre las fuerzas de la muerte.

En pocas palabras, si hay una obra en el Nuevo Testamento que es un eminente manifiesto de la voluntad liberadora de Dios, lo es el Apocalipsis. Escrita en un contexto hostil (situación vital), tiene por finalidad asegurar a los fieles a Dios y su Cordero que la salvación será suya, pues Él es el Señor de señores, Rey de reyes. Él castiga a los seguidores de la bestia, destruye Babilonia, y premia a los seguidores del Cordero con la Jerusalén celestial...

En la opinión de John Collins, la teología del Apocalipsis «es mucho más congénita a la tendencia pragmática de la teología de la liberación, que no está comprometida en la búsqueda de la verdad objetiva sino en la dinámica de las motivaciones y en el ejercicio del poder político», que a la teología sistemática, que tiene por metas la objetividad y las verdades ontológicas. El Apocalipsis denuncia los errores, falacias y mentiras de este mundo, al confrontar sus actitudes frente a los seguidores del Cordero y en su soberbia frente a Dios. En ese sentido, es una obra profética y, como tal, es una obra marcadamente política.

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