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EL SITIO DE SAN AGUSTÍN I El 24 de febrero de 1862 circulaban en Bogotá ciertos rumores, vagos y contradictorios, pero muy alarmantes. Se decía por lo bajo que el general Mosquera había sido derrotado o hecho prisione- ro en el campo histórico de "Boyacá" por el ejér- cito centralista que mandaba el general Canal, ge- neral improvisado como tantos otros, pero el más bizarro, inteligente y audaz de los que la revolu- ción había formado en las filas de los conservado- res. Estos se mostraban en Bogotá llenos de gozo, creyendo ya segura la victoria, mientras que los li- berales o federalistas parecían estar, y con razón, profundamente alarmados. Por la tarde toda duda se había disipado. El ge- neral Canal había ejecutado una hábil operación estratégica. Seguido de cerca por el ejército del general Gutiérrez, que le acosaba desde el Táchi- ra, el general Canal había lanzado su vanguardia sobre el general Mosquera en el campo de "Boya- cá", y entre tanto, a fin de no quedar paralizado entre dos fuerzas enemigas, había marchado de flanco, con el grueso de su ejército, hacia el sur, con ánimo resuelto de apoderarse de Bogotá. La capital estaba casi indefensa y en ella habían aglo- merado los liberales grandes elementos de guerra. Apoderarse de Bogotá era una gran ventaja, y sos- tenerse allí era ganar casi la partida a los federa- listas.

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EL SITIO DE SAN AGUSTÍN

I

El 24 de febrero de 1862 circulaban en Bogotá ciertos rumores, vagos y contradictorios, pero muy alarmantes. Se decía por lo bajo que el general Mosquera había sido derrotado o hecho prisione­ro en el campo histórico de "Boyacá" por el ejér­cito centralista que mandaba el general Canal, ge­neral improvisado como tantos otros, pero el más bizarro, inteligente y audaz de los que la revolu­ción había formado en las filas de los conservado­res. Estos se mostraban en Bogotá llenos de gozo, creyendo ya segura la victoria, mientras que los li­berales o federalistas parecían estar, y con razón, profundamente alarmados.

Por la tarde toda duda se había disipado. El ge­neral Canal había ejecutado una hábil operación estratégica. Seguido de cerca por el ejército del general Gutiérrez, que le acosaba desde el Táchi­ra, el general Canal había lanzado su vanguardia sobre el general Mosquera en el campo de "Boya­cá", y entre tanto, a fin de no quedar paralizado entre dos fuerzas enemigas, había marchado de flanco, con el grueso de su ejército, hacia el sur, con ánimo resuelto de apoderarse de Bogotá. La capital estaba casi indefensa y en ella habían aglo­merado los liberales grandes elementos de guerra. Apoderarse de Bogotá era una gran ventaja, y sos­tenerse allí era ganar casi la partida a los federa­listas.

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El peligro era, pues, inminente para la causa li­beral. Ya no se trataba simplemente de rechazar a una guerrilla de Guasca; había que defenderse contra un ejército considerable y resuelto, que te­nía por jefe a un hombre intrépido y altivo. El consejo de gobierno llamó a consulta a los princi­pales jefes, y uno de los más notables sugirió la retirada en masa como el único recurso, y se ofre­ció para dirigir la operación. Así se dejó entender, y los preparativos de marcha comenzaron. Pero al­gunos momentos después el consejo quiso consul­tar a otro jefe de grande experiencia. El general Barriga se presentó.

—General, ¿qué piensa usted acerca de la situa­ción en que nos hallamos?, le preguntó el presi­dente del consejo.

—Que la retirada nos perdería. —¿Por qué? —Porque sería imposible llevar con nosotros y

defender en campo raso el inmenso parque reuni­do en la ciudad; y si este parque, de cualquier modo que sea, cae en poder de los enemigos junto con la ciudad de Bogotá, nuestra causa está per­dida.

—Y entonces. . . ¿qué debemos hacer? —Defendernos a todo trance en Bogotá. —¿Cómo? —Reuniendo el parque y todas nuestras fuerzas

en u n convento. —¿Cuál? —San Agustín. —¿San Agustín dice usted? —Sí; es fácil convertirlo en una fortaleza de

mucha resistencia. —¿Se encargaría usted de la operación?, dijo el

presidente del consejo.

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—Sí. Respondo de todo si me dan los recursos necesarios.

—Los tiene usted a su disposición, repuso el presidente en nombre propio y de sus colegas.

En aquel momento llegaba el otro jefe. —Señor presidente, dijo, están dadas todas las

órdenes para emprender la retirada. —Ya no habrá retirada, contestó tranquilamen­

te el presidente del consejo. —¿Por qué? —Porque el general Barriga se encarga de la de­

fensa de la plaza. El jefe que había recibido primero el encargo

de preparar la retirada por si acaso era necesaria, se indignó, sostuvo que la defensa de la ciudad era una locura y dejó conocer un fuerte senti­miento de despecho. El general Barriga le dijo entonces, tendiéndole la mano:

—Camarada, no hay que tomar así las cosas. De­fendamos la ciudad y que la gloria sea para usted. Usted figurará como primer jefe; yo seré su segun­do. ¿Qué importa la etiqueta si salvamos la patria?

El otro jefe guardó silencio y el general Barri­ga se fue a convertir el convento de San Agustín en fortaleza. Un terrible combate iba a tener lugar.

Aquel combate fue sin duda, por todas sus cir­cunstancias, el acto más grande y glorioso de una revolución en que todo el mundo hizo sacrificios, soportó amarguras o combatió como soldado. Ri­caurte había sido individualmente heroico en San Mateo; en San Agustín lo fue todo un partido po­lítico, arrojando a la balanza del peligro la mayor parte de sus más preciosas vidas o de sus más no­bles figuras. Si los partidos hubieran de ser juzga­do solamente por sus actos de abnegación y heroís­mo, el liberal tendría en Colombia asegurada sil

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perpetua gloria con el terrible combate de San Agustín.

En todos los cuarteles se hacían aprestos bélicos; en las calles sonaba el toque de generala, lúgubre y terrible. San Agustín se iba llenando de provi­siones de todo género y de elementos de resisten­cia. Los artesanos liberales abandonaban sus talle­res y se dirigían al punto de reunión; los comer­ciantes se apresuraban a cerrar sus tiendas, y todo el mundo se preparaba a sufrir las pruebas de una gran catástrofe. Los conservadores, llenos de espe­ranzas, se encerraban disimuladamente en sus ca­sas, donde muchos se aprestaban a contribuir al combate, ya limpiando sus rifles, ya fabricando a toda prisa cartuchos embalados para los sitiadores. Muchas mujeres tejían guirnaldas para ellos, con anticipación, creyendo segura su victoria.

Los liberales, entre tanto, iban y venían en to­das direcciones. Los que no eran de armas tomar o no estaban dispuestos a someterse a la tremenda prueba, sólo pensaban en salvar sus intereses o ase­gurarse algún asilo suficientemente inviolable o secreto. Pero entre los que componían la parte va­lerosa y comprometida del partido liberal, unos tomaban sencillamente su espada, o su fusil, o na­da, y se dirigían hacia San Agustín sin previa di­ligencia o preparativo alguno; otros se despedían de sus familias desoladas diciéndoles por toda res­puesta a sus llantos o sus objeciones: "¡El deber lo exige y el honor lo manda! ¡Es forzoso correr la suerte de los amigos, en defensa de la causa co­mún!"

Pero hubo mujeres sublimes que no lloraron delante de sus esposos, sus hermanos o sus hijos. Los dejaron partir diciéndoles: "¡Dios te ampare con su misericordia!", y luego a solas. . . se desata­ron en un mar de congojas y de lágrimas,

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Así. hombres de alta posición o de fortuna con­siderable que jamás habían desafiado los peli­gros de la guerra; padres de familia que nada ga­naban personalmente con el triunfo de la revolu­ción; empleados que nada entendían del manejo de las armas; jóvenes delicados que sólo habían manejado la pluma del publicista, la lira del poeta o el libro del jurisconsulto; artesanos sencillos, la­boriosos y honrados, que nunca reportaban de la política sino desengaños y miserias; todos esos hombres, a centenares, corrieron a encerrarse en San Agustín.

¿Qué buscaban allí? ¡Lo desconocido! Talvez su sepulcro; ta lvez . . . ¡una victoria estéril!

Hubo ancianos de más de sesenta años, casi ex­traños a la política, que fueron a buscar esa tum­ba. Hubo adolescentes imberbes que fueron a es­conder en ese cráter espantoso las delicadas flores de su primavera. Hubo un padre, un hombre ci­vil, modesto y sin ambición, que se encerró allí con todos sus hijos. Hubo un patriota casi ancia­no, encanecido en las nobles luchas del profesora­do y de las letras, que entró a San Agustín con seis o siete de sus trece hijos; esos seis o siete eran los que tenía en Bogotá capaces de tomar un fusil o levantar barricadas. . . ¿Qué hubo allí que no fue­ra grande y sublime? ¡-4li!, hubo una madre que acababa de perder en una batalla uno de sus dos hijos y llamó al que le quedaba y le dijo: "¡A San Agustín! ¡Allí está la patria!" ¡Y lo perdió tam­bién!

Hacia las ocho de la noche del mismo 24 de fe­brero se vio atravesar lentamente la plazuela de San Agustín un bulto negro que se dirigía resuel­tamente hacia la puerta del convento-fortaleza. El

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centinela del cuerpo de guardia gritó al verlo acercarse:

—¿Quién vive? —¡Dios y la patria!, respondió el bulto. —¿Qué gente? —Gente de paz. —Pero, ¿quién es? — U n fraile. —¡Siga, pues, su camino!, dijo de mal humor el

cabo de guardia. —Vengo al convento, replicó el desconocido. —¿A qué?, preguntó un gallardo joven que ser­

vía de oficial de guardia. —¡A encerrarme también, a auxiliar a los que

sucumban y a morir si es preciso!, respondió el fraile con voz llena y vibrante.

—¡Bravo! ¡Viva el noble fraile!, exclamó otro sargento improvisado que en aquel momento se hallaba en la portería.

¿Qué pensamientos ocupaban la mente de los que iban llegando a San Agustín? Todos tenían la conciencia del peligro; todos temían, según el estado de exaltación de los partidos y el cruento rigor de la guerra que se hacían, que sería inevi­table su sacrificio si la victoria coronaba los es­fuerzos de los sitiadores. Así, cada cual, al pene­trar al recinto de San Agustín, se hacía en lo ínti­mo de su alma esta pregunta: "¿Habré entrado a mi tumba?"

Pero la inminencia misma del peligro hacía disi­par pronto la primera impresión, acallaba todo te­mor instintivo y obligaba a todos los acuartelados a buscar su puesto en la defensa y ofrecer toda la actividad de que eran capaces. La gran tarea iba a comenzar. Era preciso desenladrillar todos los claustros y todas las salas y celdas del convento pa-

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ra construir barricadas detrás de un gran número de puertas exteriores atacables, y parapetos en las ventanas del convento y de la iglesia, en la torre y en todas partes. Era urgente ponerlo todo en or­den para organizar la defensa; guardar el parque en vastos salones para ponerlo a cubierto de bom­bas y otros proyectiles incendiarios; en fin, prepa­rarse a todas las faenas y todas las necesidades y pe­ripecias de un largo y terrible combate.

La noche se pasó en estos preparativos y en la mañana del día 25 todo el mundo estuvo en su puesto y en actitud de combate. A las once los úl­timos rezagados habían entrado, y era inminente la entrada del general Canal.

El convento y la iglesia adyacente de San Agus­tín ocupan, junto con una casa que ha quedado en escombros, una manzana entera de las más con­siderables de Bogotá, sirviendo como de cabeza al barrio meridional de Santa Bárbara. El edificio es todo de piedra y ladrillo y uno de los más sólidos de Bogotá. I-a torre, la fachada de la iglesia y el ala de la portería, dan frente a una plazuela cua­drilonga, cortada en su longitud por el riachuelo de Manzanares y cercada de altos edificios que pueden ser otras tantas pequeñas fortalezas. El costado derecho lo forman la iglesia y la capilla de Jesús, a cuya espalda se incrustaba en cierto modo una casa, bastante accesible al enemigo, y ese costado da el flanco a una hilera de casas casi todas altas. La espalda del convento, cerrada por tapias algo sólidas, no era vulnerable por los fue­gos enemigos que casi no podían dominarla. Todo el costado izquierdo domina las casas que le hacen frente, pero tiene en su planta baja una multitud de tiendas propias para tentar a los sitiadores a emprender amenazantes trabajos de mina y nume-

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rosos asaltos. En fin, el convento tiene por su fren­te y su ala izquierda un gran número de ventanas voladas, de hierro, que corresponden a las celdas, y el interior es vastísimo, dividido en numerosos cuerpos y patios, más o menos considerables.

Había pues, que atender para defenderse con buen éxito, a innumerables puertas y ventanas so­bre una línea de cuatrocientos metros en cuadra­do. Había también que atender cuidadosamente al parque para que no estallase; a los aljibes para que no se agotase la provisión de agua; a trescien­tos toros encerrados en un patio, para que no cau­sasen, enfurecidos por las detonaciones, algún des­orden de graves consecuencias; a muy numerosos puestos importantes para que no faltase la vigi-iancia y los combatientes pudieran relevarse y des­cansar por turno; al hospital de sangre, para que el espectáculo de los muertos y heridos no desalen­tase a los demás combatientes; en fin, a los carac­teres sobrado independientes o altivos, para que no pervirtiesen la severa disciplina que debía rei­nar en todas las operaciones.

El general Barriga proveyó a todo con admira­ble sangre fría. El viejo veterano de la indepen­dencia se acordó sin duda de sus combates de Ca­rabobo y Puerto Cabello, y sintió debajo de sus canas el calor de los antiguos tiempos de campaña y gloria.

Unos trabajaban con febril actividad en unas partes, otros aguardaban en sus puestos la señal de combate. Los sitiados no alcanzaban a ser mil, y de éstos no pasaba de doscientos cincuenta el nú­mero de veteranos; los demás eran hombres civiles que jamás habían peleado o milicianos apenas re­cién reclutados. Pero esos hombres estaban resuel­tos a vender caro sus vidas, y tenían su defensa en

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los muros del convento, y estos muros y esa reso­lución duplicaban o triplicaban sus fuerzas.

A la una de la tarde el enemigo invadía el nor­te de la ciudad. El general Canal llegaba con tres mil santandereanos valientes y aguerridos, y esta fuerza iba a tener la ciudad entera por campa­mento, y a contar con muchos recursos y la coope­ración de muchos amigos de Bogotá.

De repente estalló en todos los campanarios de la ciudad un concierto de estrepitosos repiques. Los frailes, los sacristanes y las monjas saludaban así al ejército que esperaban como libertador y daban a los sitiados la señal del ataque. Algunos momentos después se desató sobre San Agustín una tempestad de hierro y fuego que lo envolvió todo en su espantosa humareda y su clangor terrible. Aquellos hombres probaron con su arrojo y su te­nacidad, que eran dignos de combatir con los no­vecientos bravos de la fortaleza improvisada. El ímpetu del primer ataque fue tal, que una com­pañía de tiradores, avanzada en el vecino cuartel de San Agustín para contener un poco a los asal­tantes, combatida en breve por un número diez veces mayor se vio pronto arrollada y hubo de buscar asilo en el convento dejando la plazuela .sembrada de cadáveres.

En pocos instantes toda la plazuela, el conven­to y las casas circunvecinas parecieron formar un espantoso volcán dominado por una tempestad de relámpagos y truenos incesantes. Los fuegos se cruzaban en todas direcciones; de todas partes llo­vían balas y bombas sobre la fortaleza y ésta las arrojaba hacia todas partes. Hubo entonces un epi­sodio sublime. Una compañía de artilleros había estado defendiendo la portería del convento, pero no podía sostenerse por más tiempo sobre la pía-

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zuela, y recibió la orden de entrar, cerrar la puer­ta y cubrirla por dentro con una enorme barrica­da. Pero los artilleros forman siempre como una familia con su cañón. Los artilleros no querían abandonar una fuerte y hermosa pieza que tenían armada afuera y que podía ser conquistada por el enemigo; todos hacían poderosos esfuerzos por sal­var el cañón pero sus ruedas tropezaban con el umbral de la portería, y nadie tenía fuerza bas­tante para levantar la pieza y hacerla entrar.

Sucesivamente iban saliendo artilleros y esfor­zándose por lograr su intento; pero cada uno que salía caía herido de muerte bajo la lluvia de ba­las que los enemigos lanzaban sobre aquel punto. Salió entonces con los últimos artilleros el bizarro Ibáñez, comandante de la artillería, tan valiente como caballeroso; pero al punto recibió dos bala­zos abrazado al cañón y quedó fuera de combate. Los soldados seguían cayendo, y el cañón se alza­ba inmóvil con su terrible majestad sobre un le­cho de cadáveres. En aquel momento salió de la portería una mujer del pueblo fuerte y corpulen­ta; se llamaba Salomé Castro. Presentó el pecho a las balas y exclamó: "¡Lo que se necesita no es so­lamente valor, sino fuerza también! Yo soy fuerte y levantaré las ruedas. ¡No se han de llevar el cañón!"

Y se inclinó sobre las ruedas y como un gigante las solivió; pero vino una bala, le atravesó el cora­zón y le hizo caer moribunda sobre el montón de cadáveres. . . Aquella heroína completó la heca­tombe y la epopeya de la portería.. . Se abandonó el cañón que nunca logró tomar el enemigo, y un

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arrojado joven se lanzó con los brazos abiertos so­bre la puerta y la cerró. Lo demás fue obra de un momento; la gran barricada quedó hecha y los combatientes de la portería fueron a buscar otros puestos dónde continuar su terrible tarea.

Entre tanto, ocurrían en otros puntos de la for­taleza escenas o incidentes bien dignos de ser con­signados aquí.

El general Barriga estaba en uno de los claus­tros dando órdenes, cuando un hombre ya enveje­cido, gastado, feo a causa del maltrato del tiempo y modestamente vestido, se le acercó por detrás y le abrazó. El general volvió la cara y dijo:

—¿Quién es usted? —¡Qué, general!, ¿no me reconoce usted? —No, ciertamente. —Soy Landázuri. —¿Landázuri? ¡Imposible que yo le reconociese

a usted! Hace veinte años que no nos vemos; y en­tonces usted era casi un joven todavía; elegante, buen mozo, ágil y gallardo.

—¡Qué quiere usted, general!, la vida se gasta como una espada cuando se oxida. Hace veinte años que dejé la carrera militar, me ocupé en otras cosas y me oxidé.

—¿Recuerda usted, Landázuri, la tunantada que le hizo al viejo G., en cierta noche de marcha forzada? ¿Recuerda usted sus travesuras?

—¡Cómo no, general! Y los dos viejos amigos contaron un par de anéc­

dotas chistosas, con tan buen humor como si no estuvieran dentro de un volcán.

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—¡Vamos!, tiene usted que referirme luego su vida y milagros de los últimos veinte años.

—Lo haré con mucho gusto, mi general. Por ahora voy al puesto que me han señalado. Cuando acabe esta función continuaremos nuestra charla.

Landázuri se echó su rifle al hombro y fue a si­tuarse en una ventana para refrescar su antigua habilidad de veterano.

Diez minutos después pasaban con un cadáver por delante del general. Un oficial se acercó y le dijo:

—General, no conozco a este individuo, y ten­go que anotar su nombre en la lista de los muer­tos; ¿le conoce usted?

El general se aproximó, vio el cadáver y retro­cedió exclamando:

—¡Landázuri! ¡Oh!, la muerte ha querido in­terrumpir nuestras confidencias; ¡las continuare­mos en otra parte!

Un hijo del mismo general (Julio), joven im­berbe y de fisonomía dulce y simpática, recorría el convento buscando un puesto dónde llenar su deber. Dio por ahí con un padre de familia, un hombre sencillo, pobre y que tenía muchos hijos; este hombre ocupaba un puesto sumamente peli­groso que le habían confiado. El hijo d<"l general, que apenas le conocía, se le acercó, le tomó por un brazo y apartándole del peligro le dijo:

—Camarada, quítese usted de ahí. Usted tiene mujer e hijos; yo no le hago falta ni a mi padre; ese puesto es mejor para mí.

El padre de familia, casi llorando de gratitud se retiró, y Julio ocupó su puesto, donde caían grani­zadas de balas.

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En cierto punto de la torre estaban situados tres jóvenes, uno de ellos como de diez y seis años. Vi­no una bala y le dio en la mejilla izquierda al adolescente, rozándosele apenas, pero arrancándo­le alguna sangre. Al recibir el golpe retrocedió.

—¿Qué ha sido?, gritó uno de los compañeros, creyéndole gravemente herido.

—¡Nada!, ¡un pelo de bola!, respondió el ado­lescente riendo.

—¡Diantre!, ¡qué modo de hacer carambolas tie­nen esos godos!

La noche cubrió con sus sombras lúgubres aquel espantoso torbellino de fuego. Aunque los tiros de los enemigos no cesaron, hubo una tregua que ca­si fue más solemne que el combate mismo. Los asaltantes habían dado terribles pruebas de su in­trepidez, y los sitiados habían hecho ver que su resistencia era formidable. ¿Qué sucedería al día si­guiente, si sólo al comenzar el combate había sido tan airado y sangriento?

Todos los sitiados estaban rendidos de cansan­cio, de hambre y de sed, porque nadie había te­nido tiempo sino para pelear o trabajar en servi­cio común. Dondequiera se oía el grito de alerta de los centinelas, los acentos lastimeros de los he­ridos, las congojosas lamentaciones de los vivos por sus amigos muertos, mejor dicho, por su her­manos, porque allí todos eran hermanos delante de la muerte. Dondequiera resonaban pasos lúgu­bres y vagaban en las tinieblas luces sombrías que indicaban, en la vasta extensión de los claustros, el movimiento de los que andaban recorriendo los puestos o llenando funciones importantes.

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Nadie debía ni podía dormir porque el peligro era inminente. El enemigo había desarrollado to­da la enormidad relativa de sus fuerzas y tenía ur­gencia de vencer muy pronto, so pena de verse, a su vez, atacado por fuerzas superiores que debían llegar del norte. El ataque podía renovarse duran­te la noche si los sitiadores encontraban alguna vía segura por dónde penetrar al convento. Se ne­cesitaba mantener una prodigiosa vigilancia.

Pero a todos los sitiados les ocurrió una re­flexión que era gravísima: "El enemigo, se decían, nos ha atacado con inaudita impetuosidad, y sus fuerzas son tan superiores que puede emprender muchos asaltos simultáneos. Si la lucha continúa tal como hoy ha sido, podremos sostenernos y dar tiempo a que lleguen con sus cuatro mil hombres los generales Mosquera y Gutiérrez: pero si los si­tiadores reconociendo su impotencia para vencer­nos por los medios ordinarios, apelan a la mina o al incendio, ¿qué haremos? Ya nos han quitado el agua de las fuentes públicas y mañana se agotará la de los aljibes. Si durante la noche nos minan el edificio, ¿cómo resistiremos mañana una intimida­ción formal de capitulación? ¿Nos resolveremos a volar pereciendo todos? ¿Consentiremos en una rendición ignominiosa, que será la ruina de nues­tra causa? ¿La importancia de los prisioneros que tenemos en nuestro poder, será bastante a impedir a los sitiadores que prendan fuego a las minas?

La noche se pasó en cavilaciones respecto del te­rrible problema que los tenía a todos en espectati­va. El alba comenzaba a rayar. . . ¡Amenazante aurora! Jamás aurora alguna pudo parecer más lúgubre, más preñada de fuego, desolación y muer-

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te. El sol que iba a lanzar sus rayos sobre la for­taleza era un enemigo.

II

Al comenzar el día 26, los tiros volvieron a ser muy numerosos de una y otra parte. A las seis de la mañana el combate se había renovado entera­mente y de momento en momento fue haciéndose más terrible. Se peleaba con rabia, como si cada combatiente hubiese querido saludar la aparición del sol con todo el fuego de su sangre y todo el furor de su pasión fratricida. Pero por la tarde estalló, en medio de aquella tempestad de rifles, fusiles y cañones, un rumor inmenso y espantoso que salía de todas las gargantas: era la palabra ¡Fuego! en su más horrorosa acepción. . . Los si­tiadores habían hacinado combustibles bajo las puertas de la iglesia y la capilla y debajo de la casa contigua, llamada la Casa de Grau, y les habían pegado fuego. -

Este acto mismo de salvaje furor probaba que los sitiadores no habían podido establecer ninguna mina y se creían débiles para el asalto. Pero tam­bién significaba una resolución terriblemente san­guinaria y un peligro formidable. Incendiado el edificio, era imposible evitar que al cabo de pocas horas se produjese una de dos catástrofes: o que el fuego abriese grandes brechas y facilitase un asalto irresistible o, lo que sería peor, que ese mismo fuego, llevando a todas partes su contagio, hiciese estallar la inmensa cantidad de materias inflama­bles que contenía el parque. Es indudable que si tan espantosa calamidad hubiera ocurrido, no sólo

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habría volado el convento con todos los sitiados, sino también los edificios circunvecinos con todos los sitiadores. Pero la guerra es ciega en sus furo­res: ella es por lo común, al mismo tiempo, un gran homicidio y un gran suicidio.

La escena que se produjo a causa del incendio, principalmente en la casa de Grau y en la capilla de Jesús, nos parece casi indescriptible por su horror, su solemnidad y los actos sublimes a que dio lugar. Todas las campanas de las iglesias toca­ban a rebato; las cornetas y los tambores, en las calles, daban incesantemente el toque de degüe­l lo . . . (¡Cosa monstruosa! ¡La civilización regla­mentando la matanza, ha inventado una voz de mando que significa degollad!) La humareda y las llamas del incendio formaban una monstruosidad confusa, algo como un horrible pelotón de demo­nios agitándose en las hornillas del infierno, una cosa lívida, oscura y sanguinolenta que se iba ex­tendiendo por encima de los techos, y crecía y cre­cía . . . y luego se arremolinaba con la polvareda de una nube incendiada por la tempestad... y al fin se levantaba en columnas retorcidas, trunca­das, informes, prodigiosamente horribles, que iban a perderse en la negrura de otras nubes de humo más elevadas, como el grito del crimen que, lan­zado del fondo de una caverna, fuese a perderse en las tinieblas de una bóveda invisible. . . Se hubie­ra dicho que Dios, indignado de aquel espantoso fratricidio, se había cubierto la faz con las sombras del cielo, para no ver a sus criaturas devoradas por un infierno que ellas mismas habían fragua­do en la demencia de sus odios y su rabia,

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La actividad de los sitiados para defenderse del incendio y minorar sus estragos, fue tan prodigiosa como su valor para resistir al fuego del enemigo y hacerle el mayor daño posible. Hubo entonces un cúmulo de incidentes admirables, mezcla de he­roísmo antiguo y de impiedades volterianas, de impavidez grandiosa y de ironía y futilidad subli­mes, cuyo solo recuerdo sobrecoge de admiración. La epopeya tuvo su parte anecdótica; la bufonada se hizo heroica.

El consejo de gobierno está reunido en una cel­da. Se deliberaba sobre lo que debía hacerse en la inminencia del peligro de volar y se discutía esta cuestión: ¿Debemos rendirnos en caso de ser cier­to que el general Mosquera haya caído prisione­ro? Ningún miembro del consejo había manifes­tado una opinión positiva, pero se quería conocer la del general Barriga. El general llegó y puso fin al debate con esta gran palabra:

—¡Si hemos de triunfar, la patria triunfará con nosotros; si hemos de volar, volaremos! Nos he­mos encerrado aquí para una u otra cosa.

No se habló más del asunto y todo el mundo siguió peleando o trabajando.

La casa de Grau ardía como un homo inmenso. Un valiente capitán, el capitán Sarria, la defendía bizarramente con una compañía. El enemigo hizo allí una bestialidad heroica: un escuadrón de ca­ballería cargó al asalto sobre la casa y penetró has­ta el primer patio. El escuadrón fue rechazado que­dando en el patio, como un montón de escombros, los cadáveres mezclados de jinetes y caballos.

Sarria, de pie sobre un tejado, con la espada en la mano, combatía simultáneamente con el fuego

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que le envolvía y con los hombres que le asalta­ban. Recibió dos heridas mortales y le mandaron relevo. Ensangrentado y casi exánime, el bravo capitán gritó:

—Permaneceré en mi puesto hasta que me rele­ve un hombre, el único que debe revelarme: ¡Isi­dro Santacoloma!

Santacoloma llegó, y a poco el capitán exhaló su alma heroica.

¿Quién era ese valiente digno de reemplazar al que sucumbía? Era un bello joven, casi adoles­cente, que tenía las formas delicadas de una mu­jer, la dulzura de un niño y el corazón de un león.

Un momento después se vio un espectáculo te­rriblemente bello. Dos jóvenes se alzaban sobre el techo inflamado como dos estatuas griegas. El uno era de formas atléticas, de negra y abundante bar­ba y manejaba como un titán un hacha con que destrozaba las maderas del techo, a fin de cortar el incendio. Ese era Rafael Niño. El otro, como un arcángel de la guerra, blandía su espada en medio de las llamas, dirigiendo el combate. Ese era San­tacoloma. Sobre ellos caía una lluvia de balas; de­bajo de ellos arrojaba el incendio sus lenguas in­flamadas.

Los toros encerrados en un solar estaban aterra­dos con el incendio y las detonaciones y, enfure­cidos y desatentados, mugían de un modo lamen­table y medroso, y se agitaban en confusas moles arremolinadas, sin acertar a escaparse en busca de un refugio. Algunos hombres trataban de conte­ner y apaciguar a las airadas fieras, cuando de re­pente cayó en medio de ellos una bomba que iba a estallar y causar mil estragos.

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—¡Písela pronto!, gritó un joven que estaba á cierta distancia, dirigiéndose a un mozo a cuyos pies había caído la bomba. El impávido mozo hizo como si la orden le hubiera sido dada en griego, y procedió con una tranquilidad imperturbable. Así se jugaba con la muerte.

En la iglesia y la capilla luchaban valientemen­te unos treinta jóvenes, defendiendo todas las puertas y ventanas, que los sitiadores asaltaban con inaudito arrojo. Al verse que el incendio co­menzaba a devorar la capilla de Jesús, tan venera­da por los católicos de Bogotá, un cachaco excla­mó, descansando el rifle:

—¡Hola!, ¡el enemigo incendia la capilla de Je­sús! ¡Bravo!, ¡los conservadores queman sus títulos!

El incendio ganaba trecho, y varios jóvenes ha­cían los mayores esfuerzos por apagarlo. Comenzó a arder el marco de un gran cuadro que represen­taba el purgatorio, y un joven gritó:

—¡El purgatorio arde de veras! —¡Esas sí son llamas auténticas!, exclamó otro,

riendo a carcajadas. —Y ¿quién librará del fuego a esas pobres al­

mas?, dijo un tercero. —¡Los ortodoxos que nos sitian!, respondió el

primero. ¡Oíd, están rezando los responsos! —¡Y con misa cantada y grande orquesta!, aña­

dió el segundo, aludiendo a las detonaciones de los fusiles que disparaban los sitiadores.

En aquel momento entró el general a inspeccio­nar la capilla, encontró a tres o cuatro jóvenes ociosos y los reconvino. Apenas había hablado el general cuando entró una bala, dio contra una efi-

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gie de un santo que tenía los brazos cruzados y le echó a tierra.

—¡Bueno!, exclamó el impávido general, que no pecaba por el lado de la ortodoxia; la lección será provechosa para los que se estén con los bra­zos cruzados.

Varios cachacos y artesanos estaban reconstru­yendo o alzando enormes barricadas de ladrillos para tapar sólidamente las puertas exteriores. Al terminar con sus compañeros una de esas barrica­das, un joven dijo con enfática ironía:

—Ahora no nos llamarán impíos, puesto que nos encerramos en la iglesia.

—¡Abajo los demoledores de la casa de Dios!, exclamó otro, al sentir una descarga de fusilería dirigida contra una de las puertas de la iglesia.

Y todos los compañeros aplaudieron. En 1840 el Cristo de la capilla de Jesús, tenido

en gran veneración y por muy particularmente milagroso, había sido paseado por ¡as calles de Bo­gotá, en momentos de gran conflicto y lo conde­coraron con el título de general del ejército con­servador. En 1862 la capilla del mismo Cristo era incendiada por hombres del mismo partido.

Una bala penetró hasta el fondo de la capilla y dio en la parte superior del altar a pocas líneas de la cabeza del Cristo.

—¡Traidores!, gritó un joven; ¡ya le tiran a su general!

En la escalera principal del convento, escalera verdaderamente monumental, había otra escena interesante. Varios padres de familia se ocupaban allí activamente, sentados sobre las gradas, en fun-

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dir balas y fabricar cartuchos. Uno de ellos era un distinguido publicista que gozaba de general es­timación. Llegó de súbito una bomba, que cayó sobre el descanso de la escalera y estalló al punto. Todos se habían arrojado al suelo, por defenderse de la explosión. Apenas pasó ésta, un joven quiso servirse de los elementos que tenía a su lado el publicista para hacer sus cartuchos.

—¡.'Vito ahí!, dijo con serenidad el ilustrado fa­bricante de cartuchos; no permito que se me haga competencia en mi industria.

Y aún no se había disipado la polvareda levan­tada por la explosión de la bomba.

El general tenía constantemente a mano un pi­quete de veinticinco hombres para atender a cual­quier emergencia grave. Hubo unos momentos en que esta reserva se agotó. Entonces acertaron a lle­gar al retén unos diez jóvenes delicados. Estaban extenuados de fatiga, y no pudiendo tenerse en pie se arrojaron al suelo, como moribundos, al la­do de sus rifles. El general los contemplaba con lástima y cariño. De repente llega un ayudante y le dice al general, en voz baja:

—La puerta de una de las tiendas del costado izquierdo ha sido forzada y los sitiadores están adentro. Allí podrán impunemente horadar la pa­red y abrirnos una brecha peligrosa. ¿Qué se hace?

—¡Caballeros!, gritó el general; si no volamos a impedir que el enemigo invada una tienda donde se ha introducido, dentro de cinco minutos lo ten­dremos en todo el interior del convento.

Los diez o doce jóvenes que yacían exánimes en el suelo se incorporaron instantáneamente, como si los hubiese movido un solo resorte, y partieron con el general a buscar el peligro.

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Algunos minutos después el entresuelo de una celda, encima de la tienda invadida, estaba desen­ladrillado y roto, y los valientes jóvenes fusilaban a quemarropa a los asaltantes, llenando la tienda de cadáveres. El enemigo había pagado caro su in­tentona y el peligro estaba conjurado.

El número de muertos y heridos dentro del con­vento se aumentaba muy considerablemente. Y, contra la regla común, había muchos más muertos que heridos. Los sitiados combatían desde las ven­tanas y presentaban al enemigo la parte superior del cuerpo. Así, cada balazo que alcanzaba a un combatiente le hería en parte noble. Los sitiado­res tiraban con muy buenos rifles y admirable ti­no, y era casi seguro recibir un balazo al asomarse aun a la más estrecha claraboya para apuntar y ha­cer fuego.

Un pobre soldado se acercó a una tronera y dis­paró su fusil: al punto recibió un balazo en la ca­beza y cayó muerto. Entonces un artesano practi­có una tronera más abajo, en el mismo pretil de ladrillos que le protegía, empató en la de arriba el fusil del soldado muerto, de modo que la boca quedase visible, y con su rifle disparó contra un tirador de afuera que estaba en acecho en la puer­ta de una tienda. Al mismo tiempo se oyeron dos golpes: un balazo de afuera que dio en el fusil sin soldado y lo hizo saltar al suelo, y el tiro del arte­sano, que hizo caer de redondo al tirador enemigo.

—¡Qué bien te la jugué, zoquete!, exclamó el ingenioso artesano al ver caer a su contrario.

Y continuó su maniobra con el mejor éxito. Un elegante cachaco, padre de una familia nu­

merosa, y muy conocido en Bogotá, dio también

ítA, J . * '

30á íós* MARIA SAMPÉ»

una ingeniosa prueba de estrategia local. Viendo que casi todos los que se asomaban a hacer fuego por la ventana de una celda eran muertos, o he­ridos o contusos, inventó un modo de combate muy original. Armó en pabellón tres fusiles, ves­tidos con una blusa y coronados por un kepis de oficial y colocó su armazón delante de la ventana, situándose él al pie, a la sombra de la blusa. El cachacho hacía fuego con su rifle y derribaba un sitiador y al mismo tiempo venían tres o cuatro balas a destrozar la blusa vacía o hacer volar el ke­pis contra las paredes de la celda. Y el cachaco ex­clamaba riendo:

—¡Bravo!, ¡y van tres kepis muertos!, ¡y van cua­tro!, ¡y van cinco!

Y así sucesivamente. Era el combate de un rifle, una blusa y un kepis contra una compañía de ti­radores. La muerte se hacía comedíanla; la co­media se batía con la tragedia. En aquel inmenso drama compuesto de mil pequeños dramas, lo te­rrible degeneraba en chistoso, y lo chistoso era terrible. . .

Algunas veces la espantosa lucha no sólo era he­roica y desordenada, sino que, descomponiéndose en extraños episodios, mostraba en algunos de és­tos un nuevo género de heroísmo: el heroísmo epi­gramático y algo que pudiera llamarse las matemá­ticas del valor sublime.

Un viejo sargento, gordiflón pero medio invá­lido, hombre de humilde cuna, se estaba sentado en una poltrona de fraile, al lado de una ventana por donde entraba el granizo de plomo en abun­dancia. Allí, arrellanado como un prior, cargaba lentamente su fusil; en seguida se enderezaba, pre-

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sentaba todo el pecho a los enemigos y hacía fue­go con imperturbable calma. Después de cada tiro entablaba con los sitiadores un diálogo de gritos estridentes que tenía la precisión matemática de una especie de paralelismo político:

Los sitiadores: ¡Viva la confederación grana­dina!

El sargento: ¡Viva Colombia! Los sitiadores: ¡Viva la religión! El sargento: ¡Viva la libertad! Los sitiadores: ¡Mueran los liberales ladrones! El sargento: ¡Mueran los godos incendiarios! La lucha de los partidos parecía revelar todos

sus caracteres en aquel peligroso diálogo. Todo el día se pasó combatiendo sin tregua ni

descanso: combatiendo contra las balas enemigas, contra el incendio, contra el cansancio mismo, y el hambre y la sed. Se esperaba la noche como un alivio, como una especie de redención pasajera; y todos la temían también como el mayor peligro. A las seis de la tarde comenzó el combate a perder su intensidad; a las siete las detonaciones eran poco numerosas; a las diez de la noche reinó un silencio formidable y amenazador. . .

A fuerza de trabajos inauditos se había logrado localizar en cierto modo el incendio; trasladar el parque a lugares menos expuestos al contagio in­cendiario o a la acción de las bombas; rechazar to­dos los asaltos; fortificar todas las entradas y bre­chas, organizar el hospital de sangre y mantener en constante actividad una gran fragua donde se componían las armas que se ibn averiando. Pero el incendio continuaba en la capilla de Jesús y en la iglesia, y las humeantes ruinas de la casa de Grau eran una brecha temible.

304 JOSÉ MARÍA SAMPER

Sin embargo, había para los sitiados una espe­ranza: era probable que los generales Mosquera y Gutiérrez estuvieran ya muy cerca de Bogotá y ios sitiadores, al saberlo, levantasen el sitio y aban­donasen la ciudad. Por otra parte, era evidente, a juzgar por ciertas intermitencias del ataque, que el enemigo hubiera sufrido pérdidas muy fuertes, sobre todo de buenos tiradores. Y en efecto, al lle­gar la noche del 26, el general Canal tenía más de seiscientos hombres fuera de combate.

Pero los sitiados habían tenido algo más de cien hombres muertos y sesenta heridos, y sus hombres de combate no pasaban ya de trescientos. Pensar en hacer durante la noche una salida repentina y violenta, era una heroica imprudencia que debía reservarse para la última extremidad. Y entre tan­to las horas corrían con una lentitud espantosa y todos se sentían extenuados. Nadie había tenido tiempo de comer; nadie había dormido después de la noche del 23; todos tenían sed y un sueño como muertos; a pesar de la conciencia que tenían del peligro muchos se dormían de pie o cuando tenían que trabajar sentados. Aquellos grandes corazones, valientes con el enemigo humano, estaban débi­les y flojos para luchar con la terrible delicia del sueño, convertido en un tremendo enemigo.

Era, pues, evidente que durante la tercera no­che no podría haber vigilancia ni hombres capa­ces de mantenerse en pie para resistir nuevos asal­tos o evitar sorpresas. En tales circunstancias se presentó bajo las ventanas del convento un emisa­rio de los sitiadores, que llevaba una carta. La car­ta era de un ilustre ciudadano que, de muy buena fe, creía perdida la causa de los sitiados y los con­juraba a que se rindiesen. El parlamentario ex­puso desde afuera el objeto de su coinisión. El ge-

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neral Canal mandaba decir en substancia: "Tene­mos en nuestro poder al general Mosquera, cuyas tropas han sido batidas. Tenemos minado todo el convento. ¡Rendios y tendréis la vida salva, o den­tro de pocas horas volaréis!"

Se guardó secreto sobre estos incidentes y los jefes se encerraron a deliberar. El resultado de la deliberación fue esta respuesta: "¡Haced lo que gustéis!, ¡no nos rendimos!" (1).

La noche transcurrió lenta, silenciosa y sombría. Amaneció el día y el mismo silencio continua­

ba. ¿Qué había sucedido? Digámoslo de una vez. Los sitiadores habían reconocido su impotencia para vencer, a menos de perpetrar un inmenso cri­men que habría de ser estéril. Y luego durante la noche habían sabido que el general Mosquera se acercaba a Bogotá a marchas forzadas. Si los sitia­dores no levantaban inmediatamente el campo, al día siguiente estarían sitiados y perdidos. Así, el general Canal se retiró con su maltratado ejérci­to, aprovechando la oscuridad y el silencio de la noche.

Hacia las siete de la mañana casi todos los sitia­dos habían salido a dispersarse por la ciudad, con la aureola de vencedores, admirados de su salva­ción y llenos del sentimiento de su gloria. En San Agustín no quedaban sino las víctimas, en medio de un inmenso montón de ruinas y algunos do­lientes caritativos. El convento estaba silencioso, horriblemente triste y espantosamente desfigura­do. En la iglesia y la capilla los altares estaban des­trozados y el techo y las ventanas humeaban to­davía.

(i) El emisario fue el eminente ciudadano señor don Lino de Pombo, y parece que la respuesta fue muy otra de la que pone el autor.— (N. del D.)