el sistema de estados europeos en la era de bismarck

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1 6. EL «SISTEMA DE ESTADOS EUROPEOS» EN LA ERA DE BISMARCK. LA FORMACIÓN DE LOS PRINCIPALES IMPERIOS COLONIALES. LA CONFERENCIA DE BERLÍN (1885) Y EL REPARTO DE ÁFRICA ©Rosario de la Torre del Río Catedrática de Historia Contemporánea Universidad Complutense de Madrid Entre 1871 y 1890, la vida internacional estuvo dominada por las políticas (principios, objetivos e iniciativas) de un conjunto de grandes potencias europeas que se estaban fortaleciendo con la industrialización mientras iban extendiendo sus dominios y sus antagonismos a escala mundial. Aunque la extensión mundial del dominio europeo provoque tensiones entre las potencias, el sistema internacional siguió siendo un sistema multipolar europeo compatible con la nueva preponderancia continental del Reich Alemán y con la vieja hegemonía marítima de Gran Bretaña. La dirección de la política internacional siguió siendo responsabilidad de unas pocas personas aunque su manejo se complique como consecuencia de tres factores nuevos: la intensificación de la agitación de las minorías nacionales, el crecimiento de la intervención de la opinión pública y el incremento de la competencia económica entre los Estados industrializados. La desconfianza hacia la preponderancia de Alemania, el permanente antagonismo franco- alemán, los problemas balcánicos y las rivalidades austro-rusa y anglo-rusa llevarán a los Estados a mantener de manera permanente ejércitos y flotas cada vez más nutridos y mejor armados. En cualquier caso, conviene no perder de vista que los años 1871-1890 no son sólo los años de la Europa de Bismarck. El estadista prusiano empequeñeció, pero no consiguió eliminar ni a sus aliados ni a sus rivales; unos y otros –en distinta medida- no siempre le necesitaron y no siempre apreciaron sus consejos, sus amenazas o sus halagos. Europa, marco privilegiado de las relaciones internacionales En una época en la que se necesitaba una semana para ir de Londres a Nueva York, más de tres semanas para ir de Barcelona a Buenos Aires y más de un mes para ir de Marsella a Shanghai o a Tokio, no deba extrañarnos que las relaciones entre Europa y el resto del mundo fueran limitadas. La desaparición de los espacios en blanco de los mapamundis no significaba el inmediato desarrollo de los intercambios económicos, de los desplazamientos humanos o del protagonismo de Estados extra-europeos en un juego internacional tradicionalmente europeo; Europa –el continente y sus periferias- seguía

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6. EL «SISTEMA DE ESTADOS EUROPEOS» EN LA ERA DE BISMARCK. LA FORMACIÓN DE LOS PRINCIPALES IMPERIOS COLONIALES. LA CONFERENCIA DE BERLÍN (1885) Y EL REPARTO DE ÁFRICA

©Rosario de la Torre del Río Catedrática de Historia Contemporánea

Universidad Complutense de Madrid

Entre 1871 y 1890, la vida internacional estuvo dominada por las políticas

(principios, objetivos e iniciativas) de un conjunto de grandes potencias europeas que se

estaban fortaleciendo con la industrialización mientras iban extendiendo sus dominios y

sus antagonismos a escala mundial. Aunque la extensión mundial del dominio europeo

provoque tensiones entre las potencias, el sistema internacional siguió siendo un sistema

multipolar europeo compatible con la nueva preponderancia continental del Reich Alemán

y con la vieja hegemonía marítima de Gran Bretaña. La dirección de la política

internacional siguió siendo responsabilidad de unas pocas personas aunque su manejo se

complique como consecuencia de tres factores nuevos: la intensificación de la agitación de

las minorías nacionales, el crecimiento de la intervención de la opinión pública y el

incremento de la competencia económica entre los Estados industrializados. La

desconfianza hacia la preponderancia de Alemania, el permanente antagonismo franco-

alemán, los problemas balcánicos y las rivalidades austro-rusa y anglo-rusa llevarán a los

Estados a mantener de manera permanente ejércitos y flotas cada vez más nutridos y

mejor armados. En cualquier caso, conviene no perder de vista que los años 1871-1890

no son sólo los años de la Europa de Bismarck. El estadista prusiano empequeñeció,

pero no consiguió eliminar ni a sus aliados ni a sus rivales; unos y otros –en distinta

medida- no siempre le necesitaron y no siempre apreciaron sus consejos, sus amenazas

o sus halagos.

Europa, marco privilegiado de las relaciones internacionales

En una época en la que se necesitaba una semana para ir de Londres a Nueva

York, más de tres semanas para ir de Barcelona a Buenos Aires y más de un mes para ir de

Marsella a Shanghai o a Tokio, no deba extrañarnos que las relaciones entre Europa y el

resto del mundo fueran limitadas. La desaparición de los espacios en blanco de los

mapamundis no significaba el inmediato desarrollo de los intercambios económicos, de

los desplazamientos humanos o del protagonismo de Estados extra-europeos en un juego

internacional tradicionalmente europeo; Europa –el continente y sus periferias- seguía

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siendo el espacio privilegiado de las relaciones internacionales mientras la pujante

civilización europea, que se presentaba a sí misma como el mejor símbolo de la marcha de

los hombres hacia el progreso y la razón, daba un fundamento común a la elitista sociedad

internacional cosmopolita formada por diplomáticos, políticos y monarcas que compartían

maneras de vivir y que se entendían entre sí fundamentalmente en francés.

Por supuesto, la Europa política estaba lejos de ser un todo homogéneo, hacia 1871

se distinguían con claridad los Estados que contaban en las relaciones internacionales y los

secundarios. La lista de los primeros es breve y no difiere mucho de los protagonistas del

período anterior: Gran Bretaña, Rusia, Alemania, Austria-Hungría y Francia. Tanto el

Imperio Otomano como Italia deberán colocarse en una posición secundaria. Los demás

Estados sólo podrán intervenir en los asuntos internacionales que les afecten directamente;

como consecuencia de ello, unos permanecerán marginales a las grandes cuestiones,

como siempre definidas por los intereses de las grandes potencias, otros buscarán el

patronazgo de alguna e ellas para mejorar su posición y, como consecuencia de ello,

podrán verse peligrosamente involucrados en la gran política internacional. En estas

condiciones, la vida internacional de los años que estamos estudiando estuvo dominada

por las relaciones entre las grandes potencias, por la fidelidad de sus políticas a objetivos y

estrategias tradicionales, por la necesidad de poner en marcha nuevas políticas para hacer

frente a una situación internacional distinta, en la que destacaba por encima de cualquier

otra cosa la formación –en el centro del continente europeo- de un nuevo Reich alemán

bajo la dirección de Prusia. Sin duda, Gran Bretaña seguía siendo la mayor potencia

marítima y seguía deseando el mantenimiento del equilibrio de poder entre las potencias

continentales –el equilibrio europeo-; tras las guerras napoleónicas, todo el mundo

entendía que Londres no consentirá nunca una hegemonía sobre el continente y que haría

todo lo que estuviese en su mano para proteger la ruta a la India por el Cabo de Buena

Esperanza y, sobre todo, por el Mediterráneo y por el Canal de Suez inaugurado en 1869.

En un grado distinto, el Imperio Zarista tenía unas preocupaciones similares; desde 1815

aparecía como el principal guardián del orden establecido, había encontrado en Asia

amplio espacio para su expansión y, con unas fronteras europeas que englobaban una

buena parte de Polonia, Finlandia, Besarabia y los países bálticos, no parecía desear un

mayor avance sobre sus fronteras occidentales; sin embargo, su percepción y objetivos

sobre el mar Negro y los estrechos Bósforo y Dardanelos no habían cambiado: haría todo

lo posible por abrirse paso hacia el Mediterráneo Oriental. Aunque tanto Gran Bretaña

como Rusia permanecieran neutrales durante la guerra franco-prusiana, la posición de las

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dos grandes potencias vencedoras de Napoleón quedó alterada por el rotundo triunfo de

Prusia y por la formación de un nuevo Reich alemán cuyos objetivos internacionales

podían ser mucho más ambiciosos que los de la vieja Prusia. Pero, sin duda, las posiciones

internacionales más alteradas eran la de Austria, expulsada del Norte de Italia y del

proyecto alemán, y la de Francia, vencida, amputada de dos provincias y estigmatizada

internacionalmente por su régimen republicano.

Las nuevas condiciones políticas

El tratado de Frankfurt de 1871, al cerrar el período de inestabilidad, violencia y

revisión internacionales abierto por la guerra de Crimea, disipó las viejas ensoñaciones

románticas de una voluntaria federación de Estados construida por el empuje arrollador de

unos pueblos supuestamente más amantes de la paz que sus viejos dirigentes. La realidad

internacional que se impuso tras la guerra franco-prusiana de 1870 fue la del viejo sistema

europeo de grandes potencias soberanas, que ahora se presentaban en el escenario

internacional industrializadas y dirigidas por gobiernos cada vez más poderosos. Los jefes

de Estado, los jefes de Gobierno, los ministros de Asuntos Exteriores y los diplomáticos

siguieron desempeñando un papel fundamental en la política internacional y en Europa

siguió dominando el régimen monárquico; la conservación de las monarquías, incluso en

aquellos Estados cuyos parlamentos limitaban el poder de los soberanos, siguió

constituyendo un elemento básico de las relaciones internacionales. Los reyes europeos,

unidos por sólidos lazos familiares, mantuvieron una cierta solidaridad política entre ellos

y jugaron a menudo un papel moderador. A la inversa, la existencia de un régimen

republicano aislaba, de entrada, a quien lo establecía. A pesar de la difusión del telégrafo y

de las nuevas facilidades para los desplazamientos, los diplomáticos mantendrían su vieja

importancia en el manejo de unos asuntos, que siguieron dependiendo de las decisiones de

muy pocas personas muy condicionadas por la búsqueda de la seguridad militar de sus

Estados.

Diplomáticos y políticos seguían pensando que los Estados estaban obligados a

disponer de fronteras defendibles que, teniendo en cuenta las técnicas militares de la

época, se afirmasen sobre las disposiciones naturales del territorio: mares, montañas y ríos.

En 1871, a pesar de las consecuencias de las guerras de período anterior, las grandes

potencias europeas entendieron que el beneficioso equilibrio de poder previamente

existente entre ellas se mantenía, aunque Prusia hubiese sido substituida por una Alemania

más poderosa, aunque Italia se hubiese unificado, aunque Austria hubiese quedado más

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debilitada y Francia vencida y amputada de Alsacia-Lorena. En 1871, medio siglo después

de haber derrotado a Napoleón, las grandes potencias seguían considerando que Europa

era múltiple y que lo peor para el conjunto era la hegemonía de uno; el equilibrio entre

ellas seguía existiendo y era fundamental evitar que se pusiera en cuestión, ya que eso

significaría probablemente la guerra –y la revolución- en Europa. De esta manera, en

1871, los políticos y los diplomáticos entendieron que debían evitar esa guerra mientras se

preparaban para enfrentarse a ella en las mejores condiciones; para responder a estos dos

objetivos aparentemente contradictorios, entendieron, como en el pasado, que debían

determinar de dónde les venían las amenazas y, en función de su situación geográfica,

buscar las alianzas que mejor reforzasen su poder.

En cualquier caso, los diplomáticos tenían que tener en cuenta la naturaleza y la

extensión de las fuerzas militares en Europa. El Reich alemán disponía de un ejército de

tierra activo de 400.000 hombres en 1874 y de 490.000 en 1890, al que se añadían los

reservistas que, en caso de conflicto, permitía a Alemania, hacia 1885, poner en línea

1.800.000 hombres. Francia, a pesar de su menor potencia demográfica, podía disponer

(sobre el papel) de unos efectivos activos comparables. El Imperio Ruso, gracias a sus

reservas humanas, contaba con cerca de 1.000.000 hombres. Conviene recordar que, en

estos años, el papel de los militares en las relaciones internacionales se acrecienta y que no

habrá Embajada que no cuente entre su personal con agregados militares encargados del

espionaje y de la venta de armas.

Las nuevas condiciones económicas

La manifestación más evidente de la existencia de las fronteras es la presencia de

las aduanas y la legislación aduanera es uno de los atributos esenciales de la autoridad de

los Estados. La política desarrollada por un Estado hacia los extranjeros se confunde a

menudo con el grado de permeabilidad de sus normas aduaneras. De manera general, el

periodo que estudiamos se caracteriza por una tendencia muy clara: la transición del

liberalismo al proteccionismo; de un mundo en el que las mercancías podían circular

libremente se pasa con rapidez a un mundo cerrado, erizado de barreras aduaneras que

encarecen fuertemente los productos extranjeros. El liberalismo, que había triunfado en la

Europa Occidental hacia 1860, se bate en retirada desde 1876. Las causas de este cambio

son múltiples; por una parte, la coyuntura económica mundial se transforme entre 1873 y

1878 y de una fase de prosperidad y de crecimiento rápido, que duraba desde 1848-1850,

se pasa a un período de contracción en el que bajan los precios y disminuye la producción;

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por otra parte, el desarrollo de los transportes marítimos y de las redes ferroviarias que

permiten colocar en los mercados europeos productos agrícolas a precios muy inferiores a

los que mantenían los productos nacionales similares; por último, los nuevos Estados

industriales, que no pueden competir en un mercado abierto, entienden que, para crecer,

necesitan asegurar las ventas de sus productos en unos mercados nacionales protegidos. La

multiplicación de las barreras aduaneras fortaleció en estos años los crecientes

nacionalismos europeos: del recelo hacia el competidor económico extranjero se pasaría

con rapidez a la desconfianza. Pronto la lucha comercial daría paso a verdaderas guerras

aduaneras como las que se desarrollaron en este período entre Francia e Italia en 1887-

1888 o entre Rusia y Alemania en 1886.

El desarrollo de la industria pesada y el crecimiento de la red ferroviaria y de la

flota se convirtieron en bases tan necesarias para que un Estado fuera considerado una

gran potencia como la existencia de un amplio territorio y de una población muy

numerosa. En particular, la presión permanente del crecimiento demográfico europeo

exigió la búsqueda de recursos -materias primas y alimentos- más allá de las fronteras, y

los gobiernos se sintieron llamados a jugar un papel fundamental en todas las

manifestaciones de ese imperialismo económico: decidían las conquistas coloniales bajo la

inspiración de sus preocupaciones políticas y estratégicas; firmaban tratados de comercio

o tomaban medidas aduaneras que animaban rivalidades y suscitaban verdaderas guerras

económicas; orientaban las inversiones de capitales autorizando las iniciativas extranjeras

o presionando a los Estados que debían dar el visto bueno a las propias. Los hombres de

negocios, por su parte, pidieron el apoyo de sus gobiernos para facilitar su actividad en el

extranjero exagerando la relación existente entre los intereses generales del Estado y los

intereses económicos derivados de su presencia en el mundo. El desarrollo de los

intercambios internacionales de productos y de capitales profundizó la interdependencia

de los diferentes países y pareció anunciar el nacimiento de un mundo más solidario; sin

embargo las cosas no fueron por ese camino, sino por el del nacionalismo económico que

surgió tras el abandono generalizado del libre cambio. La nueva importancia de las

grandes rutas mundiales multiplicó el número de zonas peligrosas en la medida en que

varios Estados tuvieron interés en controlarlas.

El nuevo marco psicológico y social

El aumento de las migraciones y la intensificación de las relaciones comerciales y

financieras facilitaron la percepción de que todos los hombres pertenecían a un mismo

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mundo. Aunque el horizonte cotidiano de la inmensa mayoría de la población

permaneciese limitado a pueblo o ciudad en la que habitaba, el conocimiento de “los

otros” progresó entre las poblaciones que disfrutaban de un cierto confort material. Tres

eran entonces las principales fuentes de información: 1) los viajes personales, muy

minoritarios, 2) los desplazamientos colectivos extraordinarios, que respondían a dos

tipos: las guerras, con sus cortejos de invasiones, movilizaciones y combates, y las

transferencias de población como consecuencia de acuerdos internacionales, y 3) la lectura

de los medios de información.

El progreso del parlamentarismo democrático y de la prensa de masas facilitó la

participación de la opinión pública en la política exterior. El ruido que levantaban los

acontecimientos internacionales se fue haciendo cada vez mayor y las rivalidades se

fueron exacerbando en medio de pasiones que los gobiernos aprendieron a manejar

orientando la opinión en la dirección que les interesaba. Aunque el desarrollo de la nueva

prensa popular y la influencia creciente en las mentalidades colectivas sea posterior, los

años ochenta lo prepararían con la difusión de la alfabetización de las gentes –sobre todo

en Europa Occidental y América del Norte- e inventos como la rotativa (1872) o la

linotipia (1884). En cualquier caso, sorprende la mala calidad de las informaciones sobre

los vecinos -fragmentarias, falsas y estereotipadas- y la falta de objetividad con que se

recogían los problemas internacionales o coloniales. Como sabemos que los fondos

secretos de todos los Estados europeos fueron utilizados de manera generosa para sostener

a esa nueva prensa popular, debemos entender que, en aquellos años, cuando estaba a

punto de aparecer una sociedad de masas, las nuevas opiniones públicas fueron

ampliamente manipuladas.

Pero para entender la elaboración de una política exterior, no basta con tener en

cuenta las “imágenes” que los habitantes de un Estado se hacen sobre los extranjeros,

debemos tener en cuenta sobre todo las ideas –verdaderas o falsas- que esos habitantes se

hacen de ellos mismos, de su lugar en el mundo, y de sus intereses fundamentales con

respecto a los demás. Cuando un conjunto de personas comparte el sentimiento de formar

un todo que hace cuerpo con un Estado, estamos ante lo que podemos denominar Nación-

Estado; si ese todo es una parte de un Estado más extenso, podemos denominarlo

Nacionalidad. Según los casos, las Nacionalidades pueden integrarse en un Estado federal

o oponerse al poder existente. La historia de Europa de los años que estamos estudiando

estuvo marcada por la constitución de Estados-Nación y por la existencia de

Nacionalidades que se consideraban oprimidas y que buscaban constituirse en un nuevo

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Estado-Nación o integrase en otro ya existente. Había nacido una potente ideología, el

nacionalismo, y se estaba desarrollando un importantísimo movimiento político, el

movimiento de las nacionalidades, que buscaba la coincidencia entre sentimiento de

pertenencia a una comunidad cultural con su articulación política en un Estado-Nación, y

que se había materializado tras la derrota de Napoleón tanto en el desarrollo de las

revoluciones de 1820, 1830 y 1848 como en los procesos de unificación italiana y

alemana. En los años que estudiamos, el movimiento de las nacionalidades sigue vivo

tanto en la Europa Occidental como en la Europa Oriental aunque no en todas partes

tenga consecuencias internacionales relevantes.

Lo que caracteriza estos años es la profundidad con que la agitación de las

nacionalidades minoritarias empieza a debilitar a Estados multiculturales como Austria-

Hungría o Imperio Otomano. El dualismo austro-húngaro, instituido en 1867, no tuvo en

cuenta el evidente descontento de las demás nacionalidades, tanto de las efectivas (polaca,

checa y croata), como de las potenciales (eslovaca, rutena y eslovena), o de aquellas

(serbia, rumana e italiana) que podían buscar su incorporación a Estados-Nación ya

existentes. En la parte europea del Imperio Otomano el problema de las nacionalidades se

planteará de otra manera; en 1870, Grecia, Serbia, Montenegro y Rumania eran Estados

autónomos con fronteras que no incorporan a todos los que se sentían de la misma

comunidad nacional, que seguían estando bajo la soberanía otomana de la misma manera

que lo estaban los búlgaros. En 1878, los primeros obtendrán la independencia y, a partir

de ese momento, todos –también los búlgaros- reivindicarán su unidad nacional frente a

un Imperio Otomano muy debilitado. El problema internacional se complicó porque tanto

Austria-Hungría como Rusia animarán y utilizarán en beneficio propio las

reivindicaciones y rivalidades nacionales de los pueblos balcánicos.

La victoria alemana y el equilibrio europeo

En 1871, tras las derrotas de Austria y Francia, la realización de la unidad alemana

transformó el equilibrio de poder entre las grandes potencias europeas no sólo porque se

creó un poderoso Estado alemán en el centro del continente, sino también porque aquello

alteró profundamente la posición relativa de Austria y de Francia en ese equilibrio de

poder. Alemania alcanzó así, de golpe, la preponderancia en Europa gracias al poder de su

ejército y Otto von Bismarck encarnó esa primacía; hábil en las negociaciones complejas y

en la adaptación de su sistema a las transformaciones sobrevenidas a lo largo de veinte

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años, el canciller alemán dirigió el juego diplomático con el objetivo de conservar un statu

quo europeo que favorecía los intereses prusianos que él representaba.

La unificación de Italia y de Alemania redujo fuertemente la posición internacional

de Austria, simplificando y concentrado sus objetivos de política exterior en la región de

los Balcanes. Aunque Bismarck no quisiera unirla al nuevo Reich, deseó contar con ella;

pensaba que Austria había jugado un papel tan importante en el mundo germánico, que su

colaboración era indispensable para la existencia de una Alemania que se había unificado

sin ella. El emperador austriaco Francisco-José, por su parte, tras la derrota de Sadowa,

buscó la salvación del sistema político que coronaba en un compromiso con los

nacionalistas húngaros que, en la nueva Monarquía Dual, convertirían sus intereses

balcánicos en predominantes y facilitarían el compromiso con la nueva Alemania. La

influencia determinante del conde Gyula Andrássy, miembro de una distinguida familia

magiar, marcaría la dirección que la política exterior austro-húngara mantuvo hasta 1914,

una dirección que agudizaba un posible conflicto con el Imperio Ruso por el control de los

Balcanes.

Francia, que disponía de unas finanzas y una economía muy sólidas, reconstruyó

rápidamente su ejército y no se resignó a la pérdida de Alsacia-Lorena. La revancha se

convirtió en un tema enquistado en el recuerdo de la derrota y en el fuerte sentimiento de

inseguridad y de aislamiento que aprisionó en estos años a la inmensa mayoría de los

franceses. Bismarck, que estaba convencido de que Francia no se conformaría, pensó que,

sin aliados, debería posponer la revancha. Para garantizar el aislamiento francés, Bismarck

establecería un sistema de alianzas permanentes y usaría la amenaza, más para intimidar

que con la voluntad de desencadenar una guerra preventiva. En cualquier caso, sus

maniobras anti-francesas contribuyeron a mantener la tensión internacional a lo largo de

estos años y a justificar el crecimiento de ejércitos y flotas.

Con la seguridad que le proporcionaba la superioridad de su economía industrial y

de su marina comercial y de guerra, Inglaterra no se inquietaría por el establecimiento de

una preponderancia alemana que respetaría la independencia de los territorios

continentales del otro lado del puerto de Londres, que no incluiría la construcción de una

flota de guerra y que no ambicionaría un gran imperio colonial. Los británicos, que

seguían confiando en su flota y en las soluciones empíricas, se mantuvieron fieles a una

política exterior sin alianzas permanentes que pudieran comprometer un futuro cuyos

perfiles exactos se desconocían.

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El Mediterráneo y la cuestión de Oriente

En estos años aumentó la importancia internacional del Mediterráneo. Los británi-

cos, que desde principios del siglo XVIII disfrutaban en ese mar de una posición hegemó-

nica, habían tenido que contar, desde 1830, con la presencia de Francia en Argel. La

apertura del canal de Suez en 1869 y la unificación de Italia introdujeron incertidumbres

en un espacio estratégico que sin duda se complicaba un poco más.

Por otra parte, Austria-Hungría, rechazada en Italia y en Alemania, concentró toda

su atención en el Sur-Este, el único campo de acción posible, el único que interesaba a los

húngaros. Así, obtener en los Balcanes una zona de influencia que asegurase la

comunicación entre el valle del Danubio y el puerto de Salónica se convirtió en una

necesidad vital desde el momento en que el compromiso dual entre austriacos y húngaros

se mantuvo a costa de los intereses de eslavos y rumanos; la vigilancia -y el control- de los

territorios de soberanía otomana donde vivían otros eslavos y rumanos apareció como la

única posibilidad de evitar el contagio de una insurrección nacionalista que podría destruir

el Estado multinacional. Alemania favoreció esa dirección de la política austro-húngara;

su apoyo sería indispensable en la medida en que esa política enfrentaba a Austria-

Hungría con Rusia.

Rusia, que soñaba con conseguir una salida libre al mar Mediterráneo, aprovechó

la guerra franco-prusiana para recuperar su libertad de acción en el mar Negro. Su

economía y sus finanzas seguían siendo frágiles; su ejército no tenía ni cuadros sólidos ni,

a pesar de su crecimiento demográfico, reservas importantes. Pero sus dirigentes -el zar

Alejandro II y el canciller Alexander Gorchakov- confiaron en que la gran debilidad del

Imperio Otomano les permitiría actuar a través del descontento de los pueblos cristianos

que se encontraban bajo su soberanía.

El Imperio Otomano era, más que nunca, el hombre enfermo de Europa. Las

tímidas reformas introducidas bajo la presión de los jóvenes turcos no consiguieron

convertir en ciudadanos iguales ante la ley a los distintos súbditos del sultán de

Constantinopla. El proceso de desmembración del Imperio continuó. Túnez y Egipto,

teóricamente vasallos, eran en realidad Estados independientes. En los Balcanes, Grecia,

un reino independiente, extendía su soberanía, tres principados vasallos que gozaban de

una cierta autonomía, Montenegro, Serbia y Rumania buscaban su total independencia y,

en las tierras europeas bajo dominio directo otomano, los cristianos se movilizaban y

dirigían sus esperanzas hacia sus hermanos emancipados políticamente. Por otra parte, la

debilidad económica del Imperio Otomano había permitido la entrada de capitales

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franceses y británicos que habían ido controlando su deuda pública. Pero aunque todo

pareciese presagiar la pronta desaparición del poder otomano en el Sur-Este europeo, el

enfrentamiento entre las grandes potencias impidió un acuerdo sobre su reparto; la

existencia de esos Estados ya emancipados y la agitación de los pueblos que se sentían

discriminados, favorecieron el crecimiento de las ambiciones de Rusia sobre la región, el

temor de Austria-Hungría de que el nacionalismo de los eslavos del sur se contagiase a su

Imperio y la necesidad del Imperio Británico de defender los accesos a la India. Las

grandes potencias no compartían intereses en esta zona de Europa y los turcos se

aprovecharon de ello para prolongar su poder: mientras Austria-Hungría y Rusia se

vigilaban y se neutralizaban, Inglaterra, que estaba decidida a frenar el avance ruso,

consideró prioritario conservar el statu quo de la región y retrasar el reparto de unos

territorios ambicionados por muchos. El problema internacional derivado de ese juego de

intereses encontrados se conoce en la historiografía como “cuestión de Oriente”.

Oposiciones a escala mundial e inicios de una paz armada

La penetración occidental en Asia y África en estos años fue frenada más por los

enfrentamientos entre las potencias que por las resistencias locales. Estados Unidos se

opuso a toda acción política y militar de Europa en América, pero no pudo evitar la

intensificación de su penetración económica y financiera. Japón tuvo que contentarse con

asegurar su independencia mientras modernizaba su economía, ejército y flota. Desarro-

llándose bajo todas sus formas, el imperialismo europeo profundizó las rivalidades

tradicionales y creó otras nuevas. Inglaterra evitó los problemas continentales y prefirió

garantizar y extender su posición en el mundo. Francia incrementó sus exportaciones de

capital y en 1881 se lanzó a una ambiciosa expansión colonial. Rusia aceleró su penetra-

ción en Asia. Italia probó suerte en África. Como consecuencia de todo ello, se

fortalecieron rivalidades antiguas y nacieron rivalidades nuevas; entre las rivalidades

antiguas que se fortalecieron destacan las que siguieron enfrentando al Imperio Británico

con Francia, por el reparto de África, y con Rusia, por la defensa de la India; entre las

nuevas rivalidades destaca la que empieza a enfrentar a Italia con Francia por el reparto de

África. Bismarck dará prioridad al aislamiento de Francia y al antagonismo franco-alemán

por Alsacia-Lorena y, fiel a consideraciones continentales en la tradición de Federico el

Grande, no quiso comprometer la seguridad del Reich con ganancias coloniales

conflictivas o que necesitase apoyar con una flota de alta mar cuya construcción le

enfrentaría con el Imperio Británico. La limitada ambición de Bismarck en la carrera

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colonial no quiere decir ni que el canciller alemán renuncie a toda conquista colonial, que

no es el caso, ni que no utilice los enfrentamientos coloniales de las demás potencias –en

particular, la que enfrentaba a franceses y británicos- en beneficio de sus objetivos

internacionales.

Fuera de Europa, los europeos emprendieron numerosas guerras contra pueblos

africanos y asiáticos, pero en Europa, los 43 años que siguieron a los cambios violentos de

1854-1871 fueron años sin guerras y sin cambios fronterizos, con la excepción de lo que

ocurriría en los Balcanes. Podríamos pensar, por lo tanto, que las grandes potencias

europeas no sentirían la necesidad de rearmarse de manera compulsiva. Sin embargo, bajo

los efectos de la guerra franco-prusiana, del desarrollo de la cuestión de Oriente y de la

intensificación de las ambiciones imperialistas, la tensión entre las grandes potencias no

disminuyó. En concreto, la experiencia del inesperado y formidable éxito militar prusiano

incitó a la mayor parte de los Estados a imitar su sistema militar aprovechando las grandes

y nuevas posibilidades que les proporcionaba su creciente capacidad industrial. Por otra

parte, para ser capaces de iniciar acciones imprevistas y para favorecer los esfuerzos a

largo término, todos los Estados conservaron, de manera permanente, fuertes ejércitos

activos y organizaron reservas cada vez más considerables; la única gran potencia que no

lo hizo fue Inglaterra, que se sentía protegida por su insularidad y por la absoluta

superioridad de su flota. Pero esos ejércitos masivos exigían una cuidadosa preparación

para poder ser concentrados en un punto y para poder maniobrar a gusto de sus mandos;

de ahí el creciente papel estratégico de los ferrocarriles y la creciente importancia de

planes minuciosos, que incesantemente se elaborarían y se modificarían bajo la dirección

de escuelas de guerra y Estados-mayores. Se estaba poniendo en marcha la carrera de

armamentos que caracterizaría la paz armada de los años que conducen a la Gran Guerra.

Las primeras precauciones de Bismarck (1871-1875)

Aunque los gobiernos franceses que afrontaron las consecuencias de la derrota de

1871 se inclinasen por una política exterior prudente, que alejó la revancha de los

planteamientos inmediatos, Bismarck no se confió. Dispuesto a que se cumpliesen

íntegramente las cláusulas del tratado de Frankfurt, el canciller fue consciente de su

extrema dureza y buscó el aislamiento de Francia mientras retrasaba su reorganización.

Para asegurar el pago de los cinco mil millones de francos-oro de la indemnización de

guerra, Bismarck, cuyo ejército ocupaba una parte del territorio francés, procuró explotar

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los inevitables incidentes que se produjeron. Para evitarlo, la República, presidida por

Adolphe Thiers, adelantó el pago, y las tropas alemanas tuvieron que retirarse en 1873.

Bismarck procuró entonces garantizar el aislamiento internacional de la Francia

republicana; le tranquilizaba que Austria-Hungría se mostrase resignada ante la formación

de la Pequeña Alemania y le convenía que Rusia quisiera evitar la formalización del

apoyo alemán a la política balcánica de Austria-Hungría. Las tres tendencias confluyeron

en la firma de los dos textos que constituyen la Liga de los Tres Emperadores de 1873:

una convención militar defensiva germano-rusa y una convención política, a tres, en la que

los firmantes se comprometían a consultarse si aparecían dificultades. Alemania no tenía

ningún interés directo en la cuestión de Oriente y Bismarck esperaba poder conciliar los

intereses de austro-húngaros y rusos en los Balcanes.

Pero en 1875 la tensión franco-alemana se disparó. Un proyecto de ley francés,

aumentando el número de los oficiales de su ejército para encuadrar mejor a sus

reservistas, llevó a algunos periódicos alemanes –bajo la inspiración directa de Bismarck-

a hablar de una guerra preventiva para evitar el rearme francés. En realidad, el canciller

sólo quería intimidar a Francia y obligarla a renunciar al incremento de oficiales; pero el

gobierno francés amplificó la crisis y pidió apoyo a Inglaterra y Rusia, que realizaron

iniciativas apaciguadoras, marcando con ellas límites al incipiente sistema bismarckiano:

las dos grandes potencias que habían derrotado a Napoleón no admitirían una mayor

expansión en el continente de la Alemania unificada que rompiese el equilibrio europeo.

La crisis oriental de 1875-1878 y el Congreso de Berlín

En 1875 estalló también una insurrección eslava en Herzegovina que se extendió a

Bulgaria; el gobierno turco desató contra sus gentes toda su violencia. La situación se

complicó todavía más en 1876, cuando los pequeños Estados eslavos autónomos de Serbia

y Montenegro atacaron a los turcos y fueron rápidamente derrotados por ellos. La derrota

de serbios y montenegrinos vino a fortalecer a Austria-Hungría al impedir la formación de

una gran Serbia que se hubiese extendido a Herzegovina y a Bosnia, un triángulo de

tierras eslavas que se empotraba en la frontera de la Monarquía Dual, en medio de

territorios habitados por poblaciones descontentas también eslavas. Con el apoyo de

Bismarck, el conde Andrássy, ministro de Asuntos Exteriores del gobierno de Viena,

intentó entonces controlar la situación liderando una presión colectiva de las potencias

para que los turcos emprendieran reformas políticas que apaciguaran el descontento de los

Page 13: El Sistema de Estados Europeos En la Era de Bismarck

13

eslavos y que impidieran las iniciativas rusas en nombre de la protección internacional

que entendía deber a los eslavos del sur.

Pero el planteamiento de Andrássy no tuvo éxito y ello facilitó la intervención de

Benjamin Disraeli, primer ministro británico, que lógicamente puso el acento en el peligro

ruso y no quiso colaborar en la dirección por Viena. La posición británica permitió ganar

tiempo al Imperio Otomano. El sultán Abdul Hamid II entregó el poder a los jóvenes

turcos y prometió una constitución con el único objetivo de paralizar la acción de las

grandes potencias. Conseguido esto, retornó a sus anteriores prácticas políticas. En 1877,

Rusia decidió intervenir tras asegurarse la neutralidad austro-húngara y británica con la

promesa de no tocar ni Bosnia, ni Salónica ni los Estrechos. Animada por el entusiasmo de

los eslavófilos, la guerra ruso-turca de 1877-1878 se desarrolló en los Balcanes y en la

Transcaucasia. Aunque la campaña no fue un cómodo paseo militar, el ejército ruso

avanzó en pleno invierno hasta las cercanías de Constantinopla y, el 3 de marzo de 1878,

el Zar impuso a los turcos el Tratado de San Stefano, sin tener en cuenta el rechazo de sus

cláusulas por parte de británicos y austro-húngaros, ofuscado por su innegable éxito frente

a los turcos.

Rusia había logrado una gran victoria: había extendido sus fronteras en

Transcaucasia y había incrementado su influencia sobre los Balcanes con el

reconocimiento de la independencia -con promesa de engrandecimiento- de Rumania,

Serbia y Montenegro y con el reconocimiento de la autonomía política de Bosnia-

Herzegovina y de una Gran Bulgaria que incorporaba territorios turcos, cortaba el camino

austro-húngaro a Salónica y se acercaba a los estrechos Bósforo y Dardanelos. Los

gobiernos de Londres y Viena no estuvieron dispuestos a permitirlo y amenazaron a Rusia

con el desencadenamiento de la guerra. Bismarck ejerció entonces una influencia

apaciguadora que, en realidad, beneficiaba a Austria-Hungría, y propuso la reunión de un

congreso internacional en Berlín para acordar de manera colectiva un nuevo statu quo para

la región. Rusia, aislada, tuvo que ceder y respetar los intereses de las otras potencias. Los

gobiernos británico, austro-húngaro y ruso acordaron primero las cuestiones esenciales;

después, Bismarck pudo reunir el Congreso en Berlín (junio-julio de 1878). Rusia tuvo

que reducir sus anexiones en Transcaucasia y admitir la partición de su Gran Bulgaria. En

compensación, Austria-Hungría obtuvo el derecho de ocupar militarmente -y de

administrar- la provincia otomana de Bosnia-Herzegovina. De manera paralela, Inglaterra

recibió la administración provisional de Chipre como premio por su protección de los

intereses del gobierno turco. Rumania, Serbia y Montenegro vieron reconocidas

Page 14: El Sistema de Estados Europeos En la Era de Bismarck

14

internacionalmente sus independencias. La ambición de Rusia había sido frenada en los

Balcanes; su descontento fue evidente para todos.

Europa y el mundo

En los años 1871-1890, la época que estamos estudiando, así como en los años

inmediatamente posteriores, Europa estalló de hombres, de necesidades, de capitales, de

iniciativas y de ambiciones; sus emigrantes y sus escritores extendieron por todas partes

sus costumbres, su pensamiento y sus instituciones; sus hombres de negocios

establecieron su dominación económica incluso en las regiones más lejanas que se

convirtieron en una dependencia y en un complemento de su propia vida. En particular,

numerosos Estados engrandecieron o crearon, no sin rivalidades internacionales, imperios

coloniales, a menudo difíciles de organizar. Esta expansión, bajo todas sus formas, sirvió a

los intereses de los países europeos y provocó al mismo tiempo profundas

transformaciones en las sociedades extra-europeas que comienzan a reaccionar, unas

como Estados Unidos y Japón, compitiendo con Europa, otras con los primeros

nacionalismos anti-coloniales, intentando limitar la empresa europea.

13 MM de europeos abandonaron Europa entre 1840 y 1880, otros 13 MM lo

hicieron entre 1880 y 1890, y 20 MM lo harán entre 1890 y 1914; eso sin contar a los

rusos que marchan a Siberia. ¿Por qué y cómo? Pasando de 266 MM en 1850 a 452 MM

en 1914, la población europea aumentó de manera más rápida que las demás, a pesar de la

emigración y los Estados animaron los desplazamientos para favorecer la estabilidad

social. Los transporte marítimos eran más abundantes y más baratos y algunos países

quisieron poner en valor sus inmensos territorios. En concreto, la palabra América

adquirió un valor mágico y evocó el camino hacia la prosperidad y la libertad. Británicos e

irlandeses fueron los primeros en partir, después fueron los escandinavos y alemanes, que

alcanzaron sus cifras más altas entre 1880 y 1890, finalmente sería la hora de eslavos y

latinos. El primer gran destino fue América de Norte, después llegará la hora de América

del Sur; destinos menos numerosos fueron también Australia, África del Sur y África del

Norte. También se produjeron corrientes migratorias entre países europeos o desde China

e India hacia el Sur-Este asiático, Insulindia, África del Sur y América.

Además de a sus hombres, Europa envió en esta época al resto del mundo sus

capitales. En 1914, Gran Bretaña, Francia y Alemania, y en un grado menor, los Países

Bajos, Bélgica, Suiza y Suecia, habían colocado más de 200.000 MM de francos-oro en el

extranjero; el 75 % de esa cantidad, fuera de Europa. Esos Estados financiaban así no sólo

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15

sus colonias sino también Estados Unidos, Turquía, Irán, China, Japón y América del Sur.

Los europeos, ampliamente provistos de capitales gracias a su crecimiento industrial,

encontraban tasas de interés ventajosas en los países en los que faltaban capitales o en

aquellos en los que promovían producciones que necesitaban. Empujados por

preocupaciones políticas y estratégicas, o influidos por los medios de negocios, en

particular por los bancos que servían de intermediarios, los gobiernos autorizaban estos

movimientos de fondos y a veces obligaban a los Estados desprovistos de capitales a

abrirse al comercio y a consentir la instalación de empresas extranjeras.

La difusión de lenguas y obras europeas acompañó a la emigración, a la

colonización, a la creación de numerosos escuelas y de algunas universidades y a la

superioridad económica como había acompañado con anterioridad –y seguirá haciéndolo-

a las acciones misioneras. La consecuencia fue la expansión del pensamiento europeo en

general y de todas las formas del racionalismo y del positivismo en particular. Si Europa

extrae de sus relaciones con el mundo el gusto por lo exótico, el mundo extrajo de sus

relaciones con Europa el gusto por la literatura naturalista así como por las formas de

vestir y las distracciones de los europeos.

Los espacios en blanco de los mapas fueron desapareciendo. El espíritu de

aventura y la curiosidad científica multiplicó las expediciones. El gran público se apasionó

con los relatos de viajes y las sociedades geográficas, a través de los periódicos, sugerían

proyectos y ofrecían premios. Los Estados, para preparar posibles penetraciones

coloniales, subvencionaban a las expediciones y les proporcionaban apoyo militar. A pesar

de la oposición –evidentemente por razones diferentes-, de musulmanes y negreros, África

fue el terreno fundamental de las expediciones de esta época en busca de las fuentes de los

ríos Nilo y Zambeze. El inglés Stanley, que encontró a Livingstone en 1871, siguió su

obra con evidente rudeza entre 1872 y 1877. De 1875 a 1885, el francés Brazza exploró en

tres viajes el territorio que se extendía de Gabon al Congo. Viajeros aislados habían

atravesado el Sahara a mediados del siglo XIX, ahora encontraremos misiones enviadas

sistemáticamente por Francia. Y no fue sólo África; también se enviaron exploraciones al

Asia Central; el ruso Prjevalsky estudió con asombroso detalle el Turquestán chino

(Sinkian) y Mongolia entre 1970 y 1885; el sueco Sven Hedin completará esas

exploraciones entre 1896 y 1910. En el mar, la exploración de los fondos reemplazó a la

exploración de la superficie; la oceanografía científica nació con la vuelta al mundo del

Challenger en 1873-1874 y se desarrolló después con las expediciones del príncipe de

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Mónaco. La conquista de los polos corresponde al período posterior; 1909 el Norte y 1911

el Sur.

Pero el ejemplo más espectacular de la expansión europea fue la expansión

colonial que se impuso a pesar de las iniciales reticencias de algunos países sin pasado

colonial, de algunos políticos que rechazaban la dispersión de los recursos y las

complicaciones internacionales, de algunos economistas liberales que denunciaban las

exclusividades comerciales y del movimiento obrero que condenaba la violación de los

derechos de los pueblos más débiles y el gasto de unos Estados que lo hurtaban a sus

políticas sociales. Pero a pesar de las reticencias y de los rechazos, una mentalidad

colonial e imperial se extendió por todo el tejido social europeo con el apoyo decidido de

teóricos, revistas especializadas y ligas coloniales. La explicación es compleja; existieron

factores materiales (necesidades de la industrialización, materias primas y mercados,

excedentes de población y de capitales, y unos transportes más fáciles), existieron factores

individuales (fuertes personalidades que se realizaron en las exploraciones, banqueros,

altos funcionarios y jefes militares decididos a empujar la empresa colonial), existieron

factores políticos y estratégicos (las flotas necesitaban puntos de apoyo para carbonear, los

territorios previos necesitaban protección contra vecinos turbulentos y el nacionalismo

entendía que las colonias significaban poder por el que luchar), y existieron factores

morales (la supresión de la trata de esclavos en África y la protección de los misioneros

por todas partes); todos esos factores promovieron la penetración colonial

Los imperios coloniales

La primera oleada colonial estalló alrededor de 1880 con Disraeli, los rusos, Ferry,

Leopoldo II y algunos alemanes aislados. A pesar de las reticencias, entonces fuertes, la

competición fue lo suficientemente grave como para necesitar una reglamentación

internacional. Como vimos con anterioridad, la Conferencia de Berlín, al fijar en 1885 el

estatuto del Congo, decidió que sólo la ocupación efectiva, y no la instalación en las

costas, daba derecho a la posesión de un territorio. Esta decisión precipitó la carrera para

unir los pedazos coloniales existentes en conjuntos coherentes, y esa carrera por la

conquista colonial se aceleró con la entrada en el juego de Alemania, Italia, Estados

Unidos y Japón, y con la progresiva disminución de los territorios susceptibles de ser

conquistados. Los acuerdos de reparto se multiplicarán a finales del siglo.

El Imperio Británico llegó a ser el más basto y el más poblado (la cuarta parte de la

tierra emergida en 1914) a pesar de hecho de que, hacia 1875, mostrasen un cierto

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desinterés por sus colonias. Fue necesario que Gran Bretaña empezase a sufrir algunas

dificultades económicas para que se manifestase un despertar imperialista que desembocó,

pocos años después, en un frenesí de conquistas y de expansión de su poder. El Imperio

comprendía dos tipos de territorios: las colonias de poblamiento blanco y las colonias de

explotación.

En primer lugar estaban las grandes colonias de poblamiento blanco; en Canadá y

en Australia, tierras muy poco pobladas, en Nueva Zelanda, donde los maoríes fueron

rápidamente diezmados, los colonos de origen británico se instalaron sin grandes

dificultades e implantaron instituciones y costumbres que reflejaban las abandonadas en

la metrópoli. En África del Sur, donde se descubrirían ricas minas de oro y diamantes a

finales del siglo, el empeño era más difícil ya que los dueños de la colonia del Cabo, los

británicos, si querían progresar hacia el interior, necesitaban enfrentarse a los colonos de

origen holandés organizados en las colonias boers de Orange y Transvaal, lo que se

producirá entre 1899 y 1902, a través de una terrible guerra muy costosa también para los

británicos. Desde 1867, los países de poblamiento blanco fueron recibiendo el estatuto de

dominio, amplia autonomía interior y fuertes lazos con la metrópoli que sigue dirigiendo

su diplomacia y su defensa.

Por otra parte estaban las colonias de explotación, repartidas por todos los

continentes, que proporcionaban a Gran Bretaña productos coloniales, materias primas y

mercados de sus productos industriales. La clave del arco de todo el Imperio era India, de

la que Victoria pasará a ser Emperatriz en 1877 y donde los británicos dominaban

aprovechando los enfrentamientos entre príncipes y comunidades religiosas. Para proteger

la ruta de la India, los británicos mantienen un cierto número de enclaves estratégicos,

como Gibraltar, Malta, Adén y Singapur, consiguen asegurarse el control del Canal de

Suez, construido bajo el Segundo Imperio Francés, y terminan por imponer su

protectorado a Egipto, provincia del Imperio Otomano, a pesar de la oposición de Francia.

La Tercera República Francesa completaría y ampliaría la obra colonial de la

Monarquía de Luis Felipe y del Segundo Imperio de Napoleón III. Además de las islas y

de los territorios en América, en India y en Oceanía, el Imperio Francés estaba formado

por dos piezas maestras, la africana y la asiática. En África los franceses controlaron un

inmenso territorio comprendido entre el Mediterráneo y la desembocadura del Congo, el

Atlántico y los países del Nilo. La ocupación del África Negra se realizó sin grandes

oposiciones, lo mismo que la de Madagascar, sometida en 1885. La ocupación del África

del Norte fue más difícil. Conquistada a partir de 1830, Argelia fue lentamente pacificada

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18

y los franceses necesitaron dos expediciones para someter Túnez, cuyo Bey firmó en 1881

el Tratado del Bardo, que colocó al país bajo el protectorado de Francia. En cuanto a

Marruecos, los franceses penetraron lentamente y necesitarán esperar hasta 1912 para ver

reconocido su protectorado. En Asia Sur-Oriental, los franceses habían ocupado

Conchinchina y Camboya durante el Segundo Imperio y necesitaron una guerra muy

difícil para conquistar Tonkin. Esos territorios, junto a los de Annan y Laos, formaron en

1887 la Unión Indochina.

Además de los británico y francés, otros imperios coloniales se engrandecieron

durante la segunda mitad del siglo XIX. Bélgica, España y Portugal se hicieron con

territorios en África. Los Países Bajos conservaron de su gran pasado colonial importantes

territorios en Indonesia y numerosos enclaves. En cuanto a Alemania, llegada más tarde

que los demás al reparto del mundo, tuvo que contentarse con algunas posesiones

insulares en el Pacífico y modestos territorios en el África Subecuatorial.

La nueva conquista colonial planteó a las metrópolis importantes problemas

administrativos; es evidente que se crearon cuerpos especializados para administrar las

colonias, pero también es verdad que los políticos o los generales encargados de su

dirección gobernaron frecuentemente como verdaderos procónsules y que, en algunos

casos privatizaron la administración de las colonias a través de compañías contratadas. En

todos los casos, un problema no menor era cómo proceder con los autóctonos, cómo

utilizar los cuadros locales, qué derechos políticos reconocerles.

En general, las metrópolis quisieron desarrollar en sus colonias actividades

económicas complementarias de las suyas; es lo que se ha llamado pacto colonial: muchas

materias primas y pocas industrias de transformación y, sobre todo, mucho

proteccionismo. Para poner en valor los recursos coloniales que les interesaban, capitales

metropolitanos fueron invertidos para construir ferrocarriles y puertos. Como es lógico,

todas aquellas actuaciones económicas transformaron la vida de las colonias.

Los nuevos estatutos políticos, las nuevas relaciones económicas y los contactos

con una civilización diferente comenzaron a transformar también a los hombres. En

algunos lugares se implantaron doblamientos europeos aunque la vida de los colonos no

favorecía las relaciones con los autóctonos como consecuencias de las medidas de

segregación. La esclavitud fuese abolida por todas partes mientras la demografía local

evolucionaba profundamente; a menudo, los combates, el trabajo forzado, y la

introducción del alcohol provocaron un aumento de la mortalidad, después, el desarrollo

del comercio, la disminución de las hambrunas y el progreso de la higiene neutralizó la

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19

mortalidad y fortaleció el desarrollo demográfico. En cualquier caso, allí donde llega el

colonialismo europeo se produjo una importante modificación de las estructuras sociales.

La colonización sacudió a las agrupaciones sociales que rodeaban a los individuos; el

servicio militar, el trabajo en las obras públicas y el inicio del crecimiento urbano alejaron

a los hombres de su mundo de origen. La creación de escuelas planteó problemas

delicados. ¿Había que respetar la cultura local con el riesgo de separar a las poblaciones

autóctonas de los supuestos beneficios del pensamiento y las técnicas modernas europeas?

Para terminar, conviene recordar que el imperialismo europeo no se manifestó

solamente a través de las conquistas territoriales. Allí donde subsistían grandes imperios

militarmente débiles, aunque herederos de antiguas y muchas veces brillante

civilizaciones, las grandes potencias se contentaron con extender su influencia económica.

Es el caso del Imperio Otomano donde dominó la influencia alemana antes de 1914, y es

el caso sobre todo de China que, a pesar de las resistencias, fue repartida en zonas de

influencia, concesiones de vías férreas, puertos y territorios en alquiler. En 1911 la dinastía

manchú será destronada y se proclamará la República bajo la dirección del partido

nacionalista del Kuomintang.

Las nuevas rivalidades a escala mundial de los años ochenta

Los años ochenta asistieron al despliegue de las políticas expansionistas del

británico Benjamin Disraeli, del francés Jules Ferry y del belga Leopoldo II. Allí donde

encontraban pueblos primitivos o Estados débiles, sus imperios coloniales crecían como

no lo había hecho desde hacía mucho tiempo. Allí donde encontraban la ambición de otra

potencia, el conflicto internacional en Asia o África afectaba al juego de poder europeo.

Así, Rusia, frenada en los Balcanes, concentró entonces su atención en Asia e intensificó

su viejo conflicto con una Inglaterra que la veía acercarse demasiado a las fronteras de la

India; la presión rusa sobre Afganistán y la determinación británica provocó una amenaza

de guerra en 1884-1885; en realidad, los diplomáticos rusos esperaban que su presión

sobre la India llevara a los británicos a ser más comprensivos con los intereses rusos en los

Balcanes. El acuerdo de 1885 evitó el conflicto convirtiendo a Afganistán en un Estado

tapón que separaba los Imperios ruso y británico.

Por otra parte, la penetración financiera facilitó la penetración política occidental

en Túnez y Egipto que, casi al mismo tiempo, pasaron a estar controlados el primero por

Francia y el segundo por Inglaterra. En 1881, la instalación de Francia en Túnez suscitó el

resentimiento de Italia que, a partir de ese momento, concentraría su interés en

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Tripolitania. Las relaciones franco-británicas entraron entonces, en 1882, en un largo

período de rivalidad que se concentraría en Egipto. Francia había permitido, en 1875, que

Inglaterra comprara las acciones de la Compañía del Canal de Suez en poder del Kedive

egipcio y, en 1876, había aceptado el condominio financiero. Pues bien, esta actitud

cambió en 1882 y aunque, en un primer momento, la Cámara de Diputados francesa se

había retirado de la acción militar conjunta que habían propuesto los británicos para

terminar con un pequeño levantamiento egipcio contra los intereses occidentales, cuando

la intervención militar británica tenga lugar y prefigure el establecimiento de un

protectorado informal, Francia no lo aceptará y reclamará la retirada de las tropas enviadas

por el gobierno de Londres. Desde ese momento -y hasta 1904- París y Londres sosten-

drán una querella internacional continuada por el control de Egipto que se ampliaría con

los conflictos sobre Madagascar, Indochina, China y Siam. Bismarck, que alentó la

expansión colonial de Francia, se beneficiaría de la intensificación de los conflictos

coloniales de los británicos con rusos y franceses. Conviene no perder de vista que, en los

años que estamos estudiando, los gobiernos de Londres no se sintieron amenazados por

Alemania y que siguieron más preocupados por las amenazas de las ambiciones coloniales

de rusos y de franceses que por el predominio alemán en Europa.

Finalmente, Francia y Leopoldo II -en su condición de presidente de una compañía

privada- venían intentando controlar el comercio del centro de África. Inglaterra que no

deseaba que la cuenca del río Congo se convirtiera en un mercado exclusivo de sus

competidores, apoyó los intereses de Portugal, que poseía territorios en las costas

cercanas, y procuró conducir el asunto a una Conferencia internacional que se reunió en

Berlín en 1884-1885 y que fijó el estatuto del Estado Libre del Congo y decidió que sólo

la ocupación efectiva de los territorios daba, en principio, derechos de soberanía. Esta

decisión internacional precipitaría la carrera colonial, acelerada por la entrada en ella de

alemanes e italianos, para unir los pedazos ocupados en conjuntos territoriales sin solución

de continuidad.

La plenitud del sistema bismarckiano (1879-1885)

Bismarck aprovechó las rivalidades austro-rusa, anglo-rusa, franco-británica y

franco-italiana para establecer un sistema defensivo que asegurase, mejor que el de 1873,

la preponderancia europea del II Reich. La primera pieza del nuevo sistema se estableció

en 1879, cuando Alemania y Austria-Hungría concluyeron una alianza defensiva frente

Rusia: la Dúplice, que se renovaría sin cambio alguno hasta 1914. Bismarck y el Kaiser

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Guillermo I sintieron reparos al establecer una alianza para frenar a una Rusia que no tenía

aliados, pero se impusieron los planteamientos de Andrássy, y Bismarck cedió para

asegurar la amistad austro-húngara. Aunque la alianza era secreta, Rusia fue consciente de

los peligros que se derivarían para sus intereses si permanecía aislada. Por esa razón no

fue difícil la conclusión, en 1881, de un Segundo Acuerdo de los Tres Emperadores sobre

la base del respeto a los recientes compromisos sobre los Balcanes y de una promesa de

neutralidad que no contradecía formalmente a la Dúplice. Alemania se aseguraba de que

Rusia no ayudaría a Francia, y Rusia se aseguraba de que Austria no ayudaría a Inglaterra.

La segunda pieza se estableció en 1882 y fue la Triple Alianza que asoció a

Alemania, Austria-Hungría e Italia. La iniciativa fue italiana; el gobierno de Roma buscó

el apoyo alemán para fortalecer su posición frente a Francia; pero Bismarck no aceptó una

negociación en la que no participase el gobierno de Viena; el canciller alemán intentó

neutralizar el irredentismo italiano y, considerando que Austria-Hungría e Italia sólo

podían ser aliadas o enemigas, condujo la negociación a un acuerdo a tres, concluido por

cinco años, que se renovaría, con cambios, hasta 1914. La Triple Alianza fue un

compromiso anti-francés que comprometía a italianos y alemanes, completado con la

promesa de neutralidad italiana en caso de conflicto austro-ruso.

A pesar de los compromisos asumidos para mantener el statu quo, la situación en

los Balcanes fue evolucionando en favor de los intereses austro-germanos. El Imperio

Otomano había reclamado la presencia de instructores militares alemanes para su ejército

y sus compras de armamento habían abierto la vía a la influencia económica. Serbia y

Rumania se venían orientando hacia Austria-Hungría; en 1881, el rey de Serbia

profundizó el compromiso y, en 1883, se firmó otra Triple Alianza que unió, en un

acuerdo defensivo anti-ruso, a Alemania, Austria-Hungría y Rumania. Sin duda, Alemania

dominaba el juego internacional: Dúplice con Austria-Hungría, Acuerdo con Rusia y

Triples con Italia y Rumania. Pero es más; Bismarck, que desde 1884 apoyaba una política

colonial alemana más incisiva, mantenía relaciones cordiales con Inglaterra y colaboraba

ocasionalmente con Francia, a la que animaba a realizar una política colonial ambiciosa

con la esperanza de posponer la revancha e incrementar el antagonismo franco-británico.

La crisis búlgara y la transformación del sistema (1886-1887)

En 1886 una nueva crisis búlgara reabrió la cuestión de Oriente. Bulgaria era una

pieza de la influencia rusa en los Balcanes; en 1883, los rusos instalaron en su trono a un

príncipe de la casa Battenberg, supuestamente amigo, pero que de manera inmediata

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intentó escapar de su influencia; el gobierno ruso favoreció entonces un golpe de Estado

para desplazarlo; vano intento, los búlgaros lo reemplazaron por un Sajonia-Coburgo

protegido por Austria-Hungría. Rusia, aislada, vio como su influencia en la región

quedaba reducida.

De manera paralela, la conjunción de los intereses políticos internos de Bismarck y

del general francés Georges Boulanger condujo a la intensificación de la permanente

tensión franco-germana. Boulanger quería aparecer ante el electorado de la República

como el hombre de la revancha y Bismarck necesitaba justificar una nueva ley militar del

Reich; un incidente menor facilitó, en 1887, la escalada de provocaciones. En este

contexto, cuando llegó el momento de renovar la Triple, Italia pareció a ojos de Bismarck

más útil que en 1882 y la renovación de 1887 introdujo nuevos compromisos: Alemania

prometió a Italia apoyo militar en Tripolitania y a Austria-Hungría compensaciones si se

introducían cambios en los Balcanes. Bismarck asumía más riesgos y se comprometía a

sostener militarmente tanto a Italia, frente a una Francia que se extendiese en el Norte de

África, como a Austria-Hungría, frente a una Rusia que se extendiese en los Balcanes.

Pero como su objetivo seguía siendo mantener el statu quo, Bismarck entendió

entonces que debía impedir que las pretensiones francesas en Egipto y en Marruecos y las

pretensiones rusas en Bulgaria y en los Estrechos desencadenaran una crisis en la que él

estaría obligado a apoyar respuestas militares de Roma o de Viena. Para mantener el statu

quo en el Mediterráneo, Bismarck, que lógicamente podía contar con los intereses

hegemónicos de Imperio Británico en ese mar y en sus accesos (Gibraltar y Suez), se

mantuvo en la sombra: no le importaba que se supiese que estaba detrás de un

compromiso anti-francés, porque todo el mundo sabía que su política buscaba aislar a

Francia, pero no quería aparecer detrás de un acuerdo anti-ruso, porque no quería aislar a

San Petersburgo. Se establecieron así los Acuerdos Mediterráneos de 1887 por los que

Gran Bretaña, Italia y Austria-Hungría –a través de un conjunto de Notas intercambiadas

entre sí- se comprometieron a mantener el equilibrio existente. Roma y Viena, bajo la

mirada atenta de Berlín, se comprometieron con Londres a no extender su control en el

Mediterráneo; la participación británica en un compromiso para conservar el statu quo del

Mediterráneo reducía el peligro de guerra que implicaba el Segundo Tratado de la Triple

Alianza.

En este contexto, España –con Sagasta en el poder y con Segismundo Moret

dirigiendo sus relaciones internacionales- volvió a intentar la conexión con el sistema

bismarckiano. España volvió a buscar una alianza e intentó abrir unas negociaciones para

Page 23: El Sistema de Estados Europeos En la Era de Bismarck

23

adherirse a la Triple. Aunque Berlín, Viena y Roma rechacen la pretensión del gobierno

de Sagasta, en aquel contexto internacional, podía tener sentido para las grandes potencias

fortalecer la posición internacional de España en el Mediterráneo Occidental dándole

alguna seguridad sobre el mantenimiento del statu quo de Marruecos a cambio de su

compromiso de no secundar allí las ambiciones francesas. Este fue el sentido del Acuerdo

Hispano-Italiano de 6 de mayo de 1887 –otro intercambio de Notas- que conectar a

España con los Acuerdos Mediterráneos, fortalecía también su conexión tanto con la

Triple Alianza como con Inglaterra.

De manera paralela, el profundo descontento de Rusia por el desarrollo de la crisis

búlgara y su recelo hacia la política balcánica de Austria-Hungría impidió la renovación

del Acuerdo de los Tres Emperadores. Fue entonces cuando dio sus frutos la discreción de

la posición adoptada por Bismarck en la negociación de los Acuerdos Mediterráneos. En

el mayor de los secretos, Bismarck negoció con San Petersburgo un tratado de reaseguro

por tres años: a cambio de la neutralidad rusa si Francia atacaba a Alemania, Bismarck

prometía apoyo a la política rusa en los Balcanes. Bismarck evitaba el aislamiento de

Rusia consciente de que su temor a encontrarse sola frente a la política balcánica de

Austria-Hungría podía llevar a su gobierno a buscar un acercamiento a Francia.

El final del sistema bismarckiano (1887-1893)

No resulta fácil discernir si el juego de alianzas alcanzado por Bismarck en 1887

significaba el apogeo de su habilidad diplomática o la evidencia de la fragilidad de su

sistema. Realmente, el Tratado de reaseguro con Rusia contradecía a la Dúplice y a los

Acuerdos Mediterráneos. De hecho, Bismarck seguía favoreciendo a Austria a costa de

Rusia, aunque su habilidad diplomática le permitiese rehacer, una y otra vez, el lazo que

mantenía a Rusia unida a su sistema. Sin embargo, desde 1887, el gobierno del Zar tenía

un nuevo e importante motivo de disgusto: no estaba encontrando en la Bolsa de Berlín los

capitales que necesitaba para abordar su equipamiento militar y ferroviario. Si añadimos a

ese problema el hecho de que, en 1889, Bismarck parezca acercarse a Inglaterra, la gran

antagonista de Rusia, entenderemos que, en 1890, San Petersburgo quisiera renovar el

Tratado de reaseguro sobre bases más firmes.

Estas contradicciones -y las complicaciones que desencadenaron- favorecieron la

caída de Bismarck en 1890. El nuevo káiser Guillermo II decidió apartar al viejo canciller;

considerando políticamente imposible el acercamiento del autocrático Imperio Ruso a la

liberal República Francesa, pensó que la política rusa de Bismarck constituía una traición

Page 24: El Sistema de Estados Europeos En la Era de Bismarck

24

innecesaria al imprescindible aliado austro-húngaro y no renovó el Tratado de

Reaseguro. El gobierno del zar Alejandro III entendió esta negativa como la evidencia del

aumento de unos riesgos que debía contrarrestar.

En realidad, hacía mucho tiempo que los dirigentes franceses habían iniciado un

acercamiento a Rusia, pero el Imperio oriental no había querido saber nada ni de

revanchas en el Rin ni de compromisos con un régimen político que le repugnaba. El

deterioro de las relaciones germano-rusas que siguió a la crisis búlgara favoreció el

acercamiento. Los hechos decisivos fueron tres: las facilidades que la Bolsa de París

ofrecía a los requerimientos rusos de capitales desde 1888, la negativa alemana a la

propuesta rusa de renovar del Tratado de Reaseguro y el temor ruso a que Inglaterra

terminara por unirse a la Triple Alianza. En 1891 se estableció un acuerdo político franco-

ruso muy vago: los dos Estados se consultarían en caso de peligro. El gobierno francés

insistió en su deseo de lograr un acuerdo militar que, finalmente, sería firmado en 1892 y

que supondría una verdadera alianza defensiva frente a la Triple. El nuevo acuerdo no

permitía ni la revancha francesa ni una acción fuerte de Rusia en los Estrechos y el zar

Alejandro III dudó mucho antes de poner su firma en el documento. Pero el gobierno

alemán no sólo no hizo nada para evitar la sensación de inseguridad que embargaba a los

rusos, además, bajo la presión de los grandes propietarios de la tierra, se embarcó en una

guerra aduanera con Rusia que terminó por decidir la situación. En 1893 el Zar ratificó el

nuevo tratado; con él desaparecía el principal rasgo de la diplomacia bismarckiana.