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El Sentido de la Historia · 1

Alfonso Camargo M.

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Alfonso Camargo M.

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El Sentido de la Historia · 3

Alfonso Camargo M.

Aproximación a la concepción personalista de la historia

EL SENTIDO DE LA HISTORIA

Los animales que para luchar contra el peligro se han fijado en escondrijos tranquilos y se han entorpecido con un caparazón, no han dado sino almejas y ostras. Viven desechos. El pez, que ha corrido la aventura de la piel desnuda y del des-plazamiento, abrió el camino que desemboca en el homo sapiens (E. Mounier).

ALFONSO CAMARGO M.

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NIVERSIDADU

UNIVERSIDAD SANTO TOMÁS, SECCIONAL TUNJACll. 19 No. 11 - 64 PBX: 744 04 04

Línea gratuita nacional: 018000 932340

Hecho el depósito que establece la leyDerechos Reservados

Universidad Santo Tomás

Los conceptos expresados son de exclusivaresponsabilidad del autor y no comprometen

a la institución.

Universidad Santo TomásTunja - Colombia

ISBN 978-958-8561-73-8Primera edición 2011

Segunda edición 2013

Fr. Aldemar VALENCIA HERNÁNDEZ, O.P.Rector Seccional

Fr. José Antonio GONZÁLEZ CORREDOR, O.P.Vicerrector Académico

Fr. José Bernardo VALLEJO MOLINA, O.P.

Fr. Miguel Ignacio CELY G., O.P.Director Departamento de Humanidades

Comité Editorial

Fr. José Antonio GONZÁLEZ CORREDOR, O.P.Vicerrector Académico

Mg. Diego Mauricio Higuera Jiménez

Mg. Andrea Sotelo CarreñoDirectora Departamento de Comunicaciones y Mercadeo

Esp. Henry Sánchez OlarteDocente Dpto. de Humanidades

Alfonso Camargo Muñoz, Ph. D.Representante Editores Revistas Usta - Tunja

Mg. Andrea Sotelo Carreño

DiseñoRafael Herrera FuentesDepartamento de Comunicaciones y Mercadeo

Diagramación e Impresión

Mayo de 2013

Camargo Muñoz, Alfonso El sentido de la historia: aproximación a la concepción personalista de la historia / Alfonso Camargo Muñoz. 2ª. Ed. Tunja (Boyacá). Universidad Santo Tomás; Grafilaser, 2013. 329 p. ; 23 cm. Incluye bibliografía. ISBN 978-958-8561-73-81. MOUNIER, EMMANUEL, 1905-1950 – CRÍTICA E INTERPRETACIÓN 2. FILOSOFÍA CRISTIANA --HISTORIA 3. FILOSOFÍA DE LA HISTORIA.

901 CD 21 ed.CEP - Departamento de Biblioteca Universidad Santo Tomás – Tunja

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Alfonso Camargo M.

ÍNDICE

Prefacio a la segunda edición ..........................................................9Prólogo .........................................................................................15Introducción .................................................................................25

PRIMERA PARTEPROYECTO DE UNA CIVILIZACIÓN PERSONALISTA Y COMUNITARIA

CAPÍTULO I.........................................................................................33ITINERARIO PERSONAL DE EMMANUEL MOUNIER ...........................331. Primera etapa: entre Grenoble y París .....................................372. Segunda etapa: en torno a la crisis de 1930 ............................513. Tercera etapa: 1936-1950 ........................................................59

CAPÍTULO IITRAS LAS HUELLAS DE PÉGUY ...........................................................771. Unidad personal .......................................................................832. El drama humano .....................................................................883. Materia y espíritu: primacía del espíritu .................................904. La pasión por la verdad ............................................................915. El curso de la historia ..............................................................926. El factor esperanza ...................................................................95

CAPÍTULO IIILA CRISIS DEL HOMBRE OCCIDENTAL ................................................991. La dislocación de la noción clásica de hombre ......................1021. 1. El individualismo o la ruptura de la comunión .......................1031. 2. El materialismo moderno .......................................................105

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2. El desorden establecido .........................................................1063. Una visión particular de las crisis ...........................................110

CAPÍTULO IVHACIA UNA NUEVA CIVILIZACIÓN....................................................1151. Una filosofía del “nosotros” ..................................................1201.1. La Encarnación y la condición comunitaria del hombre ........1281.2. El personalismo y las filosofías de la persona ........................1371.3. La búsqueda de la comunidad ..............................................1422. Niveles de comunidad ............................................................145

CAPÍTULO VHACIA UN RÉGIMEN PERSONALISTA Y COMUNITARIO ....................1511. Distinción de lo espiritual y lo político ...................................1522. Estructuras fundamentales ...................................................1572.1. La educación personalista ......................................................1592. 2. Vida privada y familia personalista ........................................1612. 3. La cultura personalista ...........................................................1632. 4. Una economía personalita .....................................................1642. 5. Una política personalista ........................................................165

SEGUNDA PARTEEL SENTIDO DE LA HISTORIA

CAPÍTULO VIINTRODUCCIÓN A LA CONCIENCIA HISTÓRICA ................................1751. La conciencia histórica en el mundo antiguo .........................1782. Hacia una concepción racional de la historia .........................1833. La conciencia histórica en torno a Kant .................................1874. La conciencia histórica en torno a Hegel ................................1905. La conciencia histórica en torno a Marx .............................195

CAPÍTULO VIILA MODERNA CONCIENCIA HISTÓRICA ...........................................1991. Nuevos métodos ....................................................................2002. La historia como realidad inabarcable ..................................204

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3. Superación de la visión exclusivamente estética de la historia ...................................................................................206

4. Hacia la unidad de la humanidad ..........................................2075. Unidad del pasado y el presente ............................................2116. Responsabilidad histórica ......................................................214

CAPÍTULO VIIIAPROXIMACIÓN A LA CONCIENCIA HISTÓRICA EN TORNO A

EMMANUEL MOUNIER ..........................................................2171. Iniciativa histórica .................................................................2182. Conciencia individual y conciencia comunitaria ....................2203. Conciencia cristiana ...............................................................2244. El hombre contemporáneo y la conciencia absurda .............228

CAPÍTULO IXLA HISTORIA Y LA NOCIÓN DE PROGRESO .......................................2311. Breve historia de la noción de progreso ................................2332. Progreso y civilización ...........................................................2433. La finalidad del progreso ........................................................2514. El progreso y la función de la muerte ...................................255

CAPÍTULO XLA DIRECCIÓN GENERAL DE LA HISTORIA ........................................2651. La presencia del mal en la historia ........................................2732. La idea de una dirección feliz .................................................2773. El optimismo trágico ..............................................................2804. El fin de la historia .............................................................288

CAPÍTULO XIEL HOMBRE, AUTOR DE SU PROPIA LIBERACIÓN ............................2931. Libertad y responsabilidad histórica ......................................2972. La libertad como don y conquista ..........................................2993. Libertad y compromiso ..........................................................306

BIBLIOGRAFÍA ..................................................................................313

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Cada filosofía tiene su propia concepción de la historia. Dado que el personalismo es una filosofía, no podía ser la excepción. Antes bien, ninguna reflexión seria ha estado más interesada en explorar el sentido de la historia humana que la emprendida por el pensador francés Emmanuel Mounier. Este hecho puede explicarse por una serie de factores que rodearon su quehacer filosófico, así como el de sus contempóraneos. Por una parte, la experiencia de las dos grandes guerras fue desgarradora, particularmente para el continente europeo. Quienes las sufrieron nunca dejaron de interrogarse sobre el sentido último de tales acontecimientos. Así como sobre el destino de su propia generación y el de sus hijos. Por otra parte, mientras unos eran más o menos protagonistas de alguna de las dos grandes tendencias filosóficas europeas del siglo, los materialismos y los espiritualismos, todos, en alguna medida, las “sufrían”. El materialismo de corte marxista, sustentado en las teorías evolucionistas, por un lado, y en las luchas de los trabajadores, por el otro, sembró a finales del siglo XIX y comienzos del XX la semilla de la revolución en aras de la utopía socialista. En el corazón del continente proletario palpitaba un propósito común: la conquista de la justicia y la libertad. El espiritualismo de raíz judeo-cristiana, por su parte, a la vez que condenaba las pretensiones materialistas, abogaba por ahondar en sus más genuinas tradiciones y por salvar la fe de sus mayores. El más clásico dualismo cartesiano entre cuerpo y alma parecía florecer

Prefacio a la segunda edición

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definitivamente en forma de tendencias irreconciliables. Unos y otros, sabiéndolo o no, habían puesto sobre el tapete de la historia el tema más abstracto y el más concreto a la vez, el más antiguo y el más moderno, y el que deberían dilucidar quisieran o no: el destino del hombre y de la humanidad.

Es así como uno de los temas transversales de la obra de Mounier, quien desentrañó con agudeza las graves aporías de dicho dualismo, es el del sentido de la historia humana. Como se afirmará a lo largo este libro, uno de los objetivos fundamentales de su obra consistió en ayudar al hombre a tomar conciencia de su historia, y a hacerse cargo de ella como de aquello que le es más inherente. La conciencia del pasado, el sentido del presente y la esperanza de un futuro positivo forman parte de las razones fundamentales que mueven al hombre de todos los tiempos a asumir la responsabilidad en la construcción de su destino. Mounier encarnó este propósito, primero como testigo de lo que para el hombre representa asumir la historia humana como su propio proyecto, y luego, como guía y compañero en la búsqueda de algo que para el hombre de hoy parece continuar oculto: la historia sólo revela su sentido a quien se compromete con ella.

El problema de la historia humana en el pensamiento de Mounier posee una importancia capital, sin embargo, como sostiene Michel Barlow1, “a menudo pasa inadvertido”. Sin pretender extendernos en un análisis sobre las posibles causas de este “olvido”, creemos que se debe especialmente a dos factores. El primero se refiere al hecho de que en Mounier su concepción de la historia está íntimamente ligada a sus convicciones religiosas. Y dado que su obra ha sido estudiada sobre todo en los ámbitos filosóficos, o a partir de estos, los temas más afines al ámbito teológico se han dejado de tratar o se han abordado de forma muy

1 M. Barlow, El socialismo de Emmanuel Mounier. Barcelona, Editorial Nova Terra, 1975, p. 100.

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esporádica y tangencial. Con excepción del análisis que ha procurado Carlos Díaz2 de la obra del autor personalista, el pensamiento teológico de Mounier está prácticamente sin explorar. Aquí sólo se quiere mostrar que el pensador grenoblés fue encontrando tal unidad entre su pensamiento filosófico y las grandes verdades cristianas que, desde esta perspectiva, sería erróneo intentar separar el hombre que piensa y el hombre que cree. Así llega a la convicción de que para el cristiano la historia adquiere una completa significación sólo dentro de un sobrenaturalismo histórico3, esto es, haciendo, junto con su análisis filosófico, un auténtico acto de fe.

El segundo factor se refiere al hecho de que la obra de Mounier está íntimamente ligada a los problemas prácticos de la vida de los hombres y de los pueblos. Su preocupación por dar respuestas efectivas y oportunas a las problemáticas reales, puede hacer pensar que otros temas de carácter más general o teórico no son tan importantes en su obra, y que por esta razón se deben situar en un segundo plano. Apreciación del todo equivocada. Como se sugiere a lo largo de esta obra, la capacidad de Mounier para dar respuesta a los innumerables y complejos problemas de su época se debió justamente a su interés por fundamentar, filosófica y teológicamente, todas las realidades humanas. Si bien, está lejos de su mente la pretensión de hacer del personalismo un sistema culminado, sí procuró en todo caso elaborar un pensamiento coherente acerca del hombre y de la sociedad, y a ello dedicó la mayor parte de su obra. Pero también quiso explorar el sentido de la historia, que es en definitiva el sentido del hombre y de la humanidad. En esta preocupación no sólo se rebela contra el pensamiento de los existencialistas ateos que desembocaban en la negación de una significación de las

2 Cf. Cristianismo y personalismo, Buenos Aires, Ediciones Religión y Cultura, 2012.

3 E. Mounier, Obras Completas, Tomo III. Salamanca, Ediciones Sígueme, p.731 (v.fr., p. 704).

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luchas del hombre, sino también contra la visión marxista de la historia, porque aunque despierta cierta esperanza histórica, termina negando la plenitud de su destino. La preocupación del autor personalista por descubrir el verdadero sentido de la vida de la humanidad hace que su pensamiento se sitúe justamente en el centro de las graves preocupaciones de los hombres, y no sólo de los de su generación, sino también de los hoy, amenazados como los de entonces por una especie de decadencia de la que muchos no son conscientes precisamente porque, como afirma el mismo Mounier, las civilizaciones suelen entrar en ciertos tipos de decadencia “de modo similar a como nosotros nos adentramos en el sueño, sin darnos cuenta”4.

•••La segunda edición de esta obra ha sido posible gracias al interés de la Universidad Santo Tomás, Seccional Tunja, de continuar poniendo en las manos de la comunidad universitaria una reflexión que bien podría sintetizar el propósito humanista del Alma Mater: no se entiende el sentido del hombre sin entender el sentido del universo. O en su formulación positiva: Explorar el sentido del mundo, del hombre y de la historia significa adentrarnos en lo más personal y humano que hay en el hombre: su destino.

Deseo dar las gracias de manera muy especial al Dr. Josep M. Coll i Alemany, S. J. por haberme acompañado pacientemente durante el proceso de esta investigación. Las innumerables horas de conversación sobre E. Mounier y el movimiento personalista, que durante más de cinco años de trabajo tuve la fortuna de compartir con él, constituyen una de las experiencias filosóficas más enriquecedoras que he vivido. Deseo también agradecer a los demás profesores de la Facultad de Filosofía de Cataluña, de la Universidad Ramón Llull de Barcelona, quienes durante los cursos de doctorado

4 Ibídem., p.362 (v. fr., p. 342).

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me ofrecieron valiosas herramientas tanto conceptuales como de metodología de la investigación filosófica, que tuvieron un inmenso valor a lo largo de este apasionante camino.

Igualmente, debo agradecer a mi familia su paciente espera y su estímulo constante. Sin su comprensión durante estos años vividos en la distancia, este trabajo no habría sido posible.

A todas las personas y comunidades, tanto de Tunja, Colombia, como de Barcelona, España, que me ayudaron día a día con su plegaria, con su amistad, mi gratitud y mi admiración.

Al Dr. Carlos Díaz, del Instituto Emmanuel Mounier de Madrid, y máxima autoridad, en lengua castellana, en el tema del personalismo francés, mi inmensa gratitud por haberme animado a preparar esta publicación, y sobre todo, por haber enriquecido esta obra con su maravilloso Prólogo.

A las directivas de la Universidad Santo Tomás, a los distintos departamentos académicos y administrativos, de forma particular el de Humanidades, el de Comunicaciones, y el Centro de Investigaciones (CIUSTA); a las Maestrías en Pedagogía y en Derecho Penal, a la especialización en Derecho Administrativo, a los demás posgrados de la Seccional Tunja, así como a los diversos Programas donde se ha hecho extensiva esta reflexión en torno al sentido de la historia, perenne gratitud y sinceras congratulaciones. Ustedes han venido siendo la razón y el motor de nuestro empeño.

El autor

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Prólogo

Es para mí un honor inmerecido prologar este libro de Alfonso Camar-go, así como lo fue antes haber podido calificarlo con la máxima nota cuando defendió su Tesis Doctoral en la ciudad española de Barcelona. Este trabajo académico, por cierto, fue uno de los mejores que a lo largo de mi vida me ha sido dado evaluar, pues allí se concitaban do-minio del tema, sabiduría para justipreciarlo, y capacidad dialéctica, no sin un toque de diplomacia para responder a las cuestiones de un jurado no tan homogéneo. Si entonces le insté a publicarlo, hoy debo expresar mi satisfacción porque finalmente ya empezamos a tenerlo en nuestras manos. Desde luego, supone un salto cualitativo para Co-lombia, donde no pocos personalistas comunitarios apenas si están co-menzando a salir de su crisálida. Enhorabuena, pues, a todos.

No hay filosofía “pura”. La filosofía, también la de Emmanuel Mounier, no es una ciencia, sino una indecencia, pues es poner a las cosas y a sí mismo desnudos, en las puras carnes. Es también la filosofía el rudo echarse a la mar, singlar, marinear, como Camoens, por mares nunca d’antes navegados. Filosofar, recordaba Ortega, es ensimismarse, tor-sión radical incomprensible zoológicamente para ocuparse de sí mis-mo y no de lo otro. La vida nos es disparada a quemarropa: allí donde y cuando nacemos o después de nacer tenemos, queramos o no, que salir nadando. No nos está dada, cada cual ha de hacérsela suya. Ser hombre significa precisamente estar siempre a punto de no serlo, ser viviente problema, absoluta y azarosa aventura, drama. La condición del hombre es, pues, una incertidumbre sustancial: rien n’est sûr que la chose incertaine. La filosofía no está para agarrar el libro y adormi-larse, pues pudieran darse escenas tan sin par como ésta: “Me acuso, padre, de haber matado a un hombre”. Y el confesor adormilado pre-gunta: ¿Cuántas veces, hijo?” Tampoco consiste en cultivar a la pari-

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sina (París, la Sorbona, capital de la grafomanía) un arte amanerado, ridículo y confusionario, afectado y superfetatorio. No está la filosofía para irritarse: la irritación no es buena garantía de la perspicacia. En la bruna nocturnidad de un cielo limpio Teofrasto, esto es, el de la divina fabla, nos recordaba hace milenios que la filosofía es la experiencia de la periculosidad, pues en su sentido etimológico originario experiencia es haber pasado pericula. La filosofía no es inocua ni banal, ni mera palabrería: Luis XIV padeció una ilusión grave, tanto que le costó la cabeza de su nieto. Ni es el filosofar cosa de cualquier manso, de man-suetus, acostumbrado a la mano, domesticado. Filosofar es remangar-se y echar a caminar, aunque el resultado sea pequeño: “Un poco de luz vamos a buscar. No se espere, por supuesto, cosa mayor. Doy lo que tengo; que otros capaces de hacer más hagan su más, como yo hago mi menos” (Ortega: El hombre y la gente). Amar la sabiduría no es en primer lugar ser heroico en el desinterés: al contrario, esta perfección sólo llega al final. Amarla es, en primer lugar, ser atraído, seducido, cautivado. El primer acto libre y meritorio que se nos pide es el de ceder a esta seducción, a este atractivo de dejarse tomar, de dejarse poseer, de dejarse hacer. Es algo muy simple que se desencadena en nuestro corazón, no se sabe cómo ni por qué, y que hace fácil todo lo demás. La gracia de amar no es una cima, ni el bello techo de un edifi-cio construido con el sudor humano: es el suelo sobre el que debemos construir. La generosidad natural es de arena: el tren de la gracia es pobre, miserable, da tumbos y avanza con dificultad: es pequeño como un grano de mostaza, arranca lento, difícilmente, pero llega, ¡es el úni-co que llega! La miseria está hecha para la Misericordia como el trigo para el molino.

Ahora bien, cuando no existe esa filosofía ¿qué hay? Alcohólicos jó-venes, bebedores sistemáticos de fin de semana, los spring brakes en aquella Ensenada, ciudad fronteriza entre México y EEUU, los cuales están ya en todo el mundo, expresión de esa tremenda soledad e in-capacidad para generar nexos. Hay gente que pasa su vida haciendo cosas que detesta para conseguir dinero que no necesita y comprar cosas que no quiere para impresionar a gente que odia. Pero el mundo no está para determinarse y luego esfumarse:

Determinarse y luego arrepentirse; empezar a atrever y acobardarse;

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arder el pecho y la palabra helarse; desengañarse y luego persuadirse.

Comenzar una cosa y advertirse; querer decir su pena y no aclararse; en medio del aliento desmayarse,

y entre el amor y el miedo consumirse.

En las resoluciones detenerse; hallada la ocasión no aprovecharse,

y perdido de cólera encenderse.

Y sin saber por qué, desvanecerse.

Mucho antes había avisado el gran Pascal: “Los hombres se ocupan de perseguir una pelota o una liebre: es un placer incluso para los reyes”1. “Son tan vanos que, teniendo mil causas esenciales de aburrimiento, la cosa más pequeña, como un billar y una bola a la que da un impulso, bastan para divertirles. Quitadles el divertimento y los veréis secarse de aburrimiento”, a lo que a su modo añadió Benjamín Constant: “Cuando todos estamos aislados por el egoísmo, no queda más que polvo, y con la llegada de la tormenta, tan solo fango”. Alexis de Tocqueville por su parte aseguraría que el individualismo egoísta, “no sólo hace que el hombre se olvide de sus antepasados, sino que le oculta de sus descendientes y le separa de sus contemporáneos: le fuerza a girar constantemente sobre sí mismo y, por último, amenaza con encerrarla en la soledad de su corazón”. Cada persona, retirada dentro de sí misma, se comporta como si fuese un extraño al destino de todos los demás. Sus hijos y sus buenos amigos constituyen para él la totalidad de la especie humana. En cuanto a sus relaciones con sus conciudadanos, puede mezclarse entre ellos, pero no los ve; los toca, pero no los siente; él existe solamente en sí mismo y para él solo. Y si en estos términos queda en su mente algún sentido de la familia; ya no persiste ningún sentido de sociedad. Mundo burgués, filosofía burguesa.

Frente a este ambiente o desambiente, uno de mis amigos más

1 Pensées, Œuvres Completes, p. 504

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inteligente, y un gran filósofo, aunque a veces un poco oscuro, Jean Luc Marion, responde así a una entrevista sobre la crisis de hoy:

La crisis actual ya no es una crisis entre razón y fe, sino entre la razón y su racionalidad, concretamente su modo de racionalización. Todos creen en la razón, pero se trata de una razón muy superficial y totalmente impotente. Existe una lógica del gesto amoroso, que es diferente de la que se utiliza en el contexto de las ciencias exactas. La primera evidencia es que yo no soy nada si no soy amado. Es un punto fundamental que indica que ser amados no es una opción, sino una necesidad incondicional, aunque no constituya un derecho. Pero la pretensión de ser amados a toda costa conduce por sí misma a la guerra, pues entraré en conflicto con los que no quieran o no puedan amarme, y por lo tanto haré uso de la violencia para que me amen. Este conflicto, o bien se eterniza hasta la muerte, o bien me hace comprender que no podré conseguir que me amen sin renunciar a que para amar tenga que ser amado y me decida a provocar la situación amorosa amando yo primero. Podría decirse que de esta manera pongo entre paréntesis la exigencia de reciprocidad. Es lo que se llama seducción. También sirve para definir el amor de Dios. Dios nos ama primero. Pero a partir de la modernidad la filosofía no ha centrado nunca su atención en esta forma primordial de conciencia que es la conciencia amorosa. El ser humano es precisamente libre porque existe un don en el origen, se puede comenzar a decir sí o no, a elegir. Es libre porque existe un don que le precede. La educación depende de la certeza de que el que habla dice la verdad, y lo que al niño le interesa es conocer esa verdad. En Francia la educación católica es mejor que la pública únicamente por ese motivo. Aunque ninguno de los profesores fuera católico, existe la convicción de que hay algo que transmitir, hay que poner al niño en contacto con una realidad más grande que él y que no depende del profesor”2.

Todos necesitamos amigos que sean oasis donde descansar. O un desierto con palmas lleno de vida. Una catedral está hecha de pie-dras. Las piedras componen la catedral. Pero la catedral no enno-blece cada una de las piedras. Ellas seguirán siendo piedras de una

2 La irracionalidad de una racionalidad sin razón (Huellas. Litterae Communionis, Madrid, 2007, pp. 66-70).

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catedral. ¿La caridad? La colaboración:

Proclamarse indiferente ante la lucha a favor del débil y el desvalido del Quijote y su generosidad fiel para un ideal considerándolo solo propio de manchegos, esa visión patológica y enfermiza de los enanos, de la enanez aldeana y fanática, busca descabezar a quien sobresalga, provocar una mu-tilación totémica para reducir cualquier grandeza a su miserable enanismo resentido. Los miles de cabecitas de ratón bailan en sus agujeros y cuchi-triles, exultantes y eufóricos, porque el viejo león está enfermo, y creen que ya no alzará su cabeza enmelenada y que el terrible rugido aterrador ya no echará abajo su mundo liliputiense y raquítico. Es la hora de la oda desafinada y chirriante, del vate oriundo, en los juegos florales marchitos y subvencionados por los caciques locales. Ignoran que es la luz de los me-jores, estén donde estén, procedan de donde procedan, la que nos alienta a crecer. Y por ello ningún valor humano nos puede ser ajeno (Antonio Colomer).

Cuando a veces me siento infirme, para animarme releo, junto a la obra de Mounier, estos textos de Saint-Exupery: “Cuando donas, recibes más de lo que donas. Pues no eras nada y ahora llegas a ser. Si no sigues donándote, nada has donado” (Citadelle. Gallimard, Paris, 1953, p. 918). “Oblígales a construir una torre y les convertirás en hermanos. Pero si quieres que se odien, arrójenles comida” (p. 541). “No pregunto si el hombre será feliz, sino qué hombre será feliz” (p. 589). “La humildad de corazón no exige que tú te humilles, sino que actúes” (p. 864). “Vana es la ilusión de los sedentarios que creen poder habitar en paz sus inacciones, pues toda inacción está amenazada” (p. 533). “El espacio donde el espíritu puede abrir sus alas es la acción”. “La perfección es virtud de los muertos” (p. 968). “Para que la luz sea bella, hay que conocer lo que se quema” (p. 831). “Quien se lamenta porque el mundo le ha fallado es porque él ha fallado al mundo” (p. 941). “Una civilización vale por el tipo de hombre que ella funda; una civilización descansa sobre lo que les es exigido por los hombres, no por lo que les es proporcionado; una civilización no descansa en el uso de sus inventos, sino en el solo fervor de inventar” (p. 644). “La cólera no nos convierte en ciegos; ella nace de ser ciego” (p. 872). “El hombre es un nudo de relaciones” (Pilote de guerre. Gallimard, Paris, 1953, p. 941). “Vivre, c’est naître lentement” (p. 295). “Tomar conciencia

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es adquirir un estilo” (Carnets. Gallimard, Paris, 1953, p. 941). “On ne voit bien qu’avec le coeur. L’essentiel est invisible pour les yeux” (Le Petit Prince, Œuvres, Gallimard, Paris, p. 480). “Lo maravilloso de una casa es que haya depositado lentamente en nosotros provisiones de dulzura” (Terre des hommes, Œuvres, Gallimard, Paris, p. 179). “Pues lo esencial de una costumbre, de un rito, de una regla de juego, es el gusto que dan a la vida, es el sentido de la vida que crean” (Un sens a la vie. Gallimard, Paris, p. 43). “Les étoiles mesurent pour nous les vraies distances (Courrier du Sud. Gallimard, Paris, 1953, p. 76). “Hay que aprender no a razonar, sino a razonar demasiado” (Saint-Exupéry, A: Lettres, Paris, p.92). “Aimer ce n’est point nous regarder l’un l’autre, mais regarder ensemble dans la même direction” (Terre des hommes, p. 252). “Si se pierde a un amigo son tal vez sus defectos lo que se llora” (Un sens à la vie, p. 57). “Al otro nunca se le puede visitar. El oro es un territorio sin frontera” (Écrits de guerre, 1939-1944, Gallimard, Paris, 1982, p. 45). “El hombre busca su propia densidad y no su felicidad. Yo no amo a las gentes satisfechas por la felicidad pero que no siguen desarrollándose” (Carnets, p. 157).

No pocos modernos, desde su actual cansancio, vienen a decir atrocidades contra esto:

No sé lo que le pasará a otra gente, pero yo, cuando me agacho para ponerme los zapatos por la mañana, pienso: ‘Ah, Dios mío, ¿y ahora qué? Estoy jodido por la vida, no nos entendemos. Tengo que darle bocados pequeños, no engullirla toda. Es como tragar cubos de mierda. Nunca me sorprende que los manicomios y las cárceles estén llenos y que las calles estén llenas. Me gusta mirar a mis gatos, me relajan. Me hacen sentirme bien. Pero no me metáis en una sala llena de humanos. No me hagáis eso jamás... Linda se ha marchado a hacer un par de recados. Necesita hacer cosas, hablar con gente. A mí me parece bien, aunque suele beber y luego tiene que volver a casa en coche. Yo no soy buena compañía; hablar no me sirve para nada. No quiero intercambiar ideas, ni almas. Soy un bloque de piedra que se basta a sí mismo. Quiero quedarme en ese bloque, sin que nadie me moleste. Soy así desde siempre... La gente me vacía. Tengo que alejarme para volver a llenarme. ¿Por qué hay tan poca gente interesante? De entre

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todos los millones, ¿por qué no hay unos cuantos? ¿Tenemos que continuar viviendo con esta monótona y pesada especie? Parece como si su único acto posible fuera la violencia. Eso se les da muy bien. Les hace florecer de verdad. Flores de mierda, apestando nuestras posibilidades. El problema es que tengo que seguir interactuando con ellos. Es decir, si quiero que las luces se enciendan, si quiero que me reparen este ordenador, si quiero tirar de la cadena, comprar un neumático nuevo, sacarme un diente o que me abran las tripas, tengo que seguir interactuando. Tengo que contar con esos jodidos para las pequeñas necesidades, por mucho que ellos mismos me horroricen. Y decir que me horrorizan es ser amable.

Hasta aquí Bukowski, cuyos lectores no son precisamente pocos. Desde luego, en todas las épocas hubo gente con mensajes tan inhumanos y desesperanzados como el que acabamos de transcribir; por fortuna, tampoco faltaron nunca mensajes de sentido contrario, es decir, páginas llenas de luz capaces de humanizar. Y, aunque reconozco el coeficiente de verdad que asiste a la clásica sentencia nondum occupata veritas -yo al menos no he dado aún con toda la verdad-, sí tengo bastante claro el axioma agere scribenda, scribere agenda: hacer lo que es digno de ser escrito, escribir lo que es digno de ser leído. Por eso agradezco en este modesto prólogo la contribución de Alfonso Camargo, una de las personas mejor tocadas por la gracia de haber vivido una vida personalizada y personalizadora, precisamente con el trasfondo del fundador del personalismo comunitario, Emmanuel Mounier. La sabiduría de gozar de la existencia personal es una virtud, no sólo dianoética, especulativa, transversal, sin la cual no cabe ninguna virtud práctica, pero es sobre todo una virtud práctica y para la vida: es la condición necesaria para que las virtudes prácticas actúen, y por eso inevitablemente se traduce en acción práctica. De una mala sabiduría no puede esperarse una verdadera virtud vivida. No hay nada más práctico que una buena teoría. Quizá haya constituido la máxima aportación de Mounier haber logrado aunar teoría y práctica con asombrosa coherencia. Él se dio cuenta de que una vida bien vivida exige complementariedad en los distintos niveles:

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Nivel uno. Hacerse pobre

Los pobres son los que más agradecen, los que te dan infinitamente más de lo que tú puedas pensar en darles. Me contaba un preso que un día trasladaron a su mejor amigo del penal en el que estaban y, no teniendo éste nada que darle, se arrancó un diente y se lo entregó. Los pobres siempre dan sus dientes cuando no tienen nada más: se dan a sí mismos. Quien ignora a los pobres no descubre la propia riqueza. Quien no se hace pobre con los pobres no se enriquece. Y quien no se enriquece con la lucha superadora de los más pobres no se enriquece con la propia. Uno descubre a través de lo que hacen los pobres, y desde la propia pobreza, todas las posibilidades que se albergan en el alma. Hay papás que creen que por tocar a un pobre sus hijos van a echarse a perder; entonces los sobreprotegen, los rodean de guaruras, miedos, etc. Sin embargo, el mejor regalo que pueden darles a sus hijos es que descubran el rostro de la viuda, del huérfano y del extranjero. No que les impermeabilicen con una capa de protección.

Nivel dos. Analizar la realidad

Analizar la realidad, estudiarla verdaderamente a fondo, exige ver por qué hay tanto infortunio, por qué tanta grieta en el sistema, qué pasa en este mundo. Hay quien cree que el mundo está mal porque los jóvenes son unos viciosos. En general tampoco se sabe cómo se solucionan o al menos se plantean adecuadamente los problemas de este mundo. Sin embargo, se pueden solucionar muchísimas relaciones disfuncionales del sistema, pero para eso hay que saber dónde duele. A veces, cuando los hijos descubren que sus padres se engranan en el mecanismo de injusticia, rechazan este nivel.

Nivel tres. Presencia social

Todo lo que sabemos debemos asumirlo para transformar la realidad. Esa transformación exige por su parte una presencia pública en el nivel en que uno se encuentre más cómodo: participación en asociaciones civiles, culturales, recreativas, sindicales, políticas, etc. Perdiendo siempre tiempo y dinero, pues a estos niveles se va para regalar(se), y en eso está la ganancia. El peor de los políticos nos parece mejor que

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el mejor de los abstencionistas; quien no hace nada y se queja es como mínimo un hipócrita. Mal-decir de los políticos es deporte nacional, y al personalismo no le interesa en absoluto semejante pasatiempo: hay mucho y muy interesante que proponer y que hacer. Se comienza por poco: el que ha llevado una cáscara de plátano cincuenta veces a una papelera se convierte en un buen ciudadano.

Nivel cero. Presencia mística

Consciente Emmanuel Mounier de que la tarea es mayor que las fuerzas, se abrió a Dios y se apoyó en Cristo. Puso este nivel al final de la jornada, no al principio, para poder compartir los tres niveles anteriores con los no creyentes. Pero, aunque en último lugar, no hay duda de que nuestro autor lo situó en primer término, en el centro de su corazón.

Qué feliz me hace poderlo decir mal, porque lo bendito, lo bien dicho, comienza a partir de este momento. Sin estos gozos y sin estas sombras no cabría hablar de filosofías de la historia, por dos motivos elementales: porque no sería filosofía, y porque tampoco habría historia. Este libro de Alfonso Camargo se merece lo mejor, precisamente porque sí es filosofía y sí historia.

Carlos Díaz HernándezDirector del Instituto

Emmanuel Mounier de Madrid

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Introducción

Lo opuesto al absurdo no es la esperanza, como pensaba Albert Camus, sino el sentido. La esperanza nace de este, como de aquél nace la angustia. Pero consentimos con Camus en que “no puede haber absurdo fuera de un espíritu humano. (...) pero tampoco puede haber absurdo fuera de este mundo”3. El absurdo se limita a este mundo, la esperanza lo trasciende. Absurdo o sentido, he aquí el dilema primordial. Absurdo o sentido es el dilema permanente del hombre y de la historia.

Las innumerables vicisitudes de la humanidad, los riesgos a los que ella ha tenido que enfrentarse, y los desafíos que ha debido superar, nos hacen pensar que la historia ha sido posible porque los hombres de todos los tiempos se han resistido al absurdo. Habiendo tomado conciencia de él y de su poder negativo, han optado por el sentido: realidad positiva capaz de fundar su esperanza y su pertenencia al porvenir. El sentido, como sostiene Paul Ricoeur, funda la historia4.

Cuando hablamos del sentido de la historia nos estamos refiriendo,

3 A. Camus, El Mito de Sísifo, Alianza Editorial, Madrid, 1999, p. 46. 4 Cf. P. Ricoeur, Historia y verdad, Ediciones Encuentro, Madrid, 1990, pp. 34-36. Según

este autor, el filósofo experimenta la responsabilidad de concebir la historia “como advenimiento de sentido”. Dicho sentido se reconoce fundamentalmente en la historia de la conciencia, primero como conocimiento de sí, y luego como conocimiento de la historia. Así lo han demostrado autores como: Comte, Hegel, Brunschvicg, Husserl, Eric Weil, a través de sus “historias”, que son primeramente historias de la conciencia (Cf. Ibídem). Son muy esclarecedoras sobre este punto las ponencias de los Col·loquis de Vic, IV, de octubre de 1999, desarrolladas en torno al tema de la historia. Véase especialmente el primer ámbito: “El sentit de la història”, en el que se pone de manifiesto el interés de todas las generaciones por encontrar un sentido a la historia, en oposición al absurdo que se presenta como un desafío permanente (Cf. I. Roviró – J. Monserrat (Coords.), La història, ed, Universitat de Barcelona, Barcelona, 2000, pp. 17-60).

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al mismo tiempo, al sentido de la vida5. Si bien con lo primero solemos referirnos a la historia de la humanidad en su conjunto y con lo segundo al sujeto individual, los dos términos son correlatos de la misma realidad viviente: el hombre. Si la historia universal tiene un sentido, este debe ser, necesariamente, un sentido humano, un sentido del que el hombre singular deberá poder participar6. De lo contrario, estaríamos hablando de una historia abstracta e inexistente. No podemos, pues, desligar el sentido de la historia del sentido de la vida de los hombres, pues, como sostiene H-G. Gadamer,

En realidad la cuestión de la historia no afecta a la humanidad como un problema científico, sino en su propia conciencia vital. Tampoco se trata sólo de que los humanos tengamos una historia en el sentido de que vivimos nuestro destino en fases de ascenso, plenitud y decadencia. Lo decisivo es que precisamente en este movimiento del destino buscamos el sentido de nuestro ser. El poder del tiempo que nos arrastra despierta en nosotros la conciencia de un poder propio sobre el tiempo a través del cual conformamos nuestro destino. En la finitud misma indagamos un destino7.

Ahora bien, hablar del “sentido de la historia” implica asumir la

5 Resulta muy interesante confrontar esta visión con el estudio que ha hecho Víctor E. Frankl, a través de sus investigaciones en estados “críticos” de la conciencia. Frankl, partiendo de experiencias reales, se plantea el problema del sentido y concluye que el hombre tiene la responsabilidad, por una parte, de descubrir sentido, y por otra, de afirmar el sentido de la existencia, de su propia existencia. “Como quiera que toda situación vital representa un reto para el hombre, escribe V. E. Frankl, y le plantea un problema que sólo él debe resolver, la cuestión del significado de la vida puede en realidad invertirse. En última instancia, el hombre no debería inquirir cuál es el sentido de la vida sino comprender que es a él a quien se inquiere. En una palabra, a cada hombre se le pregunta por la vida y únicamente puede responder a la vida respondiendo por su propia vida; sólo siendo responsable puede contestar a la vida” (V. E. Frankl, El hombre en busca de sentido, ed. Herder, Barcelona, 2003, p. 153). El sentido parece ser, pues, el reto primordial de cada hombre en particular, y de la humanidad en general.

6 Cf. N. Berdiaeff, Il senso della storia: Saggio di una filosofia del destino umano, Edizioni Jaca Book, Milano, 1971, pp. 151ss. Como veremos más adelante, esta misma idea es defendida por el autor que es objeto de nuestra investigación: Emmanuel Mounier.

7 H. G. Gadamer, Verdad y método II, ed. Sígueme, Salamanca, 1992, p. 35. Gadamer está comentando aquí a Wilhelm Dilthey, el reconocido historiógrafo y filósofo alemán, quien, como escribe el mismo Gadamer, “con el término ‘vida’ designa el carácter fundamental de la existencia humana. Esa vida es para él el hecho ‘nuclear’ en el que descansa en definitiva el conocimiento histórico” (Ibídem, p. 36.). En la Segunda Parte de este trabajo tendremos la ocasión de volver sobre Dilthey.

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compleja realidad que ésta significa. La historia ya no es para el hombre de hoy sólo el pasado que recordamos, sino el proyecto global del hombre. Hemos pasado de “leer” la historia a intentar “comprender” la historia8, y más aún, a hacernos cargo de ella. El pasado constituye, en términos orteguianos, lo que somos, el futuro, lo que seremos9. Tanto el uno como el otro se han abierto a nuestros ojos. El pasado nos permite conocernos; el futuro, proyectarnos. Sin olvidar en todo caso que es el presente el que constituye, como afirma Josep M. Coll desde una óptima personalista, lo auténticamente humano, dado que es el instante de la persona en el que por la verdadera apertura al Otro, accede a su ser auténtico, a la vez que le descubre la eternidad del tiempo10.

El presente trabajo, El sentido de la historia, contiene dos grandes

8 De las tres acepciones fundamentales del vocablo historia, como son: en sentido muy amplio, todo acontecer de la naturaleza; en sentido estricto y propio, el acontecer humano que es fruto de la libre autorrealización y decisión del espíritu. Aquella que se escribe con mayúscula y que, como afirmó en una ocasión Francesc Fortuny, “explica el porqué es presente este presente” (Cf. I. Roviró - J. Monserrat (Coords.), op. cit., p. 57). Y por último, la ciencia histórica, es decir, la investigación histórica y su exposición. Como se entenderá, nosotros nos vamos a referir, en general, a lo largo de este trabajo a la segunda acepción. Es decir, a la denominada Geschichte, aquello que les ha pasado o les está pasando a los hombres, como el objeto de estudio histórico; para distinguirla de la historie, esto es, el estudio histórico propiamente dicho, también denominada historiografía.

9 Cf. J. Ortega y Gasset, Sobre la razón histórica, Alianza Editorial, Madrid, 1996, pp. 125ss. Víktor E. Frankl sostiene la misma tesis y lo hace de una manera muy gráfica: “normalmente, desde luego, afirma, el hombre se fija únicamente en la rastrojera de lo transitorio y pasa por alto el fruto ya granado del pasado, de donde, de una vez por todas, él recupera todas sus acciones, todos sus goces y sufrimientos. Nada puede deshacerse y nada puede volverse a hacer. Yo diría que haber sido es la forma más segura de ser” (V. Frankl, op. cit., p. 167). Y agrega que hay en términos generales dos clases de hombres, según su actitud frente al tiempo vivido y al tiempo por vivir, los pesimistas y los activos: “el pesimista se parece a un hombre que observa con temor y tristeza cómo su almanaque, colgado en la pared y del que a diario arranca una hoja, a medida que transcurren los días se va reduciendo cada vez más. Mientras que la persona que ataca los problemas de la vida activamente es como un hombre que arranca sucesivamente las hojas del calendario de su vida y las va archivando cuidadosamente junto a los que le precedieron, después de haber escrito unas cuantas notas al dorso. Y así refleja con orgullo y goce toda la riqueza que contienen estas notas, a lo largo de la vida que ya ha vivido plenamente” (Ibídem, 167-168). Emmanuel Lévinas, por su parte, se refiere al futuro como “lo infinito ilimitado del porvenir” (Cf. E. Lévinas, Totalidad e infinito: Ensayo sobre la exterioridad, Ediciones Sígueme, Salamanca 1999, p. 289).

10 J. M. Coll, Filosofía de la relación interpersonal, ed. PPU, Barcelona, 1990, tomo I, p. 35.

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partes. La primera expone a grandes rasgos el proyecto personalista de Mounier, desde la óptica de su propio itinerario. Partiendo de una exposición biográfica sobre Mounier, basada particularmente en los datos históricos que nos ha aportado su correspondencia personal y que fue publicada después de su muerte, pero también a partir de algunos autores que lo conocieron personalmente, así como de estudiosos actuales de su vida y de su obra, nos vamos deteniendo en aquellos hechos que fueron dando origen a su pensamiento y que fueron fraguando la recia personalidad de uno de los pensadores cristianos más importantes del siglo XX.

Con el fin de situar lo mejor posible la problemática de nuestro estudio, nos referiremos particularmente al período denominado “doctrinario” de la obra de Mounier, que hemos situado entre el estudio que realiza sobre Péguy, El pensamiento de Charles Péguy (1931), y la publicación de sus primeras grandes obras: Revolución personalista y comunitaria (1935), De la propiedad capitalista a la propiedad humana (1936), y Manifiesto al servicio del personalismo (1936), deteniéndonos especialmente en lo que significó para Mounier y su generación la crisis de los años treinta. A partir de este hecho, se analizan fundamentalmente tres aspectos, desarrollados en sendos capítulos. El primero se refiere al encuentro de Mounier con la obra de Péguy y su posterior trabajo sobre este autor. Como se podrá constatar, el joven Mounier expresa ya a través de densas y apasionantes páginas una capacidad literaria y filosófica poco común. En Péguy parece haber encontrado el estilo de hombre y de cristiano que su espíritu fue concibiendo por los caminos de Grenoble. El segundo aspecto se refiere a la “lectura” que hace Mounier de la gran crisis de los años treinta y su consecuente apuesta por la reconstrucción de toda la civilización occidental. En su propuesta, como lo reiterará años más tarde en El personalismo (1949), una de sus obras de mayor madurez, define “no sólo métodos y perspectivas generales de acción, sino líneas precisas de conducta”11.

El tercero trata de las estructuras fundamentales del régimen político que Mounier propone. Tanto la centralidad de la persona como la

11 E. Mounier, Le personnalisme, en: Œuvres, ed. Seuil, París, 1962, vol. III, p. 509.

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centralidad de la comunidad, constituyen para el pensador personalista la tesis fundamental de su proyecto político, que como veremos, se vio defendido y confirmado no sólo por su obra posterior, sino también, y fundamentalmente, por su propio compromiso social y político.

A lo largo de las páginas de esta Primera Parte se ve, al mismo tiempo, cómo en este período se pueden situar las grandes decisiones de Mounier, como son: la de renunciar a su carrera académica para dedicarse por completo a la divulgación del pensamiento personalista, la fundación de la revista Esprit (1932) como instrumento decisivo de su proyecto, y fundamentalmente, el trazo de las grandes tesis de su pensamiento y de su acción. Como se podrá constatar, estos planteamientos van develando poco a poco la particular visión que tiene Mounier del mundo, del hombre y de la historia.

Pero será en la Segunda Parte de este trabajo que, partiendo ya de la concepción que Mounier tiene de la propia vida, de la vida del ser humano, de las relaciones políticas y sociales, de la cultura y la educación, de la economía, de la religión, y en general de la realidad “contemporánea” que le tocó vivir, indagaremos sobre su visión global de la historia de la humanidad, su pasado, su presente, su futuro, sobre sus riesgos y sus alcances, sus desafíos, sus miedos y sus esperanzas. En una palabra, continuaremos indagando por el secreto que hizo muy pronto de Mounier un pensador lúcido, un cristiano combativo, un escritor prolífero, un hombre que quiso ante todo permanecer fiel a la verdad y a la justicia, que optó por las vías del espíritu antes que por las vías de la fuerza, que luchó sin tregua contra los “desórdenes establecidos” en el corazón de los hombres y de los pueblos; que sostuvo siempre que las grandes transformaciones las hacen los revolucionarios antes que los iluminados, los hombres que se comprometen antes que los eternamente insatisfechos.

En fin, indagaremos por la visión global que Mounier posee de la historia, conscientes de que, como él escribe de Péguy, su singular óptica sobre el curso de la historia12 lo salva de falsos temores y al mismo tiempo de falsas ilusiones, y lo instala en el diapasón de la

12 Cf. E. Mounier, La pensée de Charles Péguy, en Œuvres, ed. Seuil, París, 1961, vol. I, p. 59.

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historia, allí donde los hombres se yerguen como hombres verdaderos, y donde los acontecimientos, por mayúsculos que parezcan, son comprendidos y asumidos por hombres creados para “otra luz”.

Partiendo de una Introducción a la conciencia histórica en general, dedicamos un capítulo amplio a lo que hemos denominado la evolución de la conciencia histórica en el pensamiento occidental. En ella podremos constatar cómo el hombre ha venido tomando conciencia del hecho histórico, y cómo fue pasando de una cierta conciencia heterónoma de la historia a una conciencia cada vez más autónoma. Al mismo tiempo podremos ir reconociendo los múltiples factores que en dicho proceso han influido, no sólo de carácter filosófico y científico, sino también, y podríamos decir, de una manera decisiva, de tipo religioso.

A continuación , y a través de una Aproximación a la noción de conciencia histórica en Emmanuel Mounier, se mostrará particularmente y de manera muy explícita el interés de Mounier en que el hombre de hoy avance no sólo en cuanto a la comprensión de la historia humana, toda vez que ella está abierta a nuestra interpretación, sino también, y sobre todo, en que la humanidad en general, y cada hombre en particular, vayan adquiriendo una conciencia tal de la historia que el proceso de personalización, esto es, la posibilidad de que todos los hombres vivan como personas y en un mundo de personas, tarde lo menos posible.

Desde el capítulo IV de la Segunda Parte, partiendo de la noción de progreso como idea transversal a lo largo de su discurso sobre la historia, analizaremos los diversos aspectos tratados por Mounier en el marco de su reflexión sobre ésta. Como es obvio, esta última parte se detendrá de manera especial en aquellos trabajos que Mounier dedicó a tratar el problema de la historia: El pequeño miedo del siglo XX (1949) y Cristiandad difunta (1950), pero también, aunque de manera menos directa, El afrontamiento cristiano (1945).

Como indicamos en el subtítulo de este trabajo, nos proponemos dar a conocer las aportaciones que nos puede hacer el pensador personalista en el debate contemporáneo sobre la historia, particularmente en los ámbitos de la filosofía cristiana y comprometida.

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PROYECTO DE UNA CIVILIZACIÓN PERSONALISTA Y

COMUNITARIA

PRIMERA PARTE

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Para Emmanuel Mounier toda filosofía auténtica tiene como tarea explorar el sentido del hombre y de lo humano, del mundo real y de la historia. Esta convicción lo llevó a huir tanto de los idealismos racio-nalistas como de los positivismos de índole materialista, sistemas que definió como “filosofías de las ideas y de las cosas”, opuestas a una fi-losofía de las personas13. Defendió la necesidad de elegir domicilio en el Absoluto, y al mismo tiempo, no dejarse distanciar de la historia14. Mantuvo siempre la convicción de que el hombre no se supera más que “yendo hasta el fondo del hombre”15, lo cual suele exigir valentía en las decisiones y radicalidad en el compromiso.

A más de sesenta y cinco años de su muerte16, Mounier continúa sus-

13 Cf. “En rigor, escribe Mounier, no hay filosofía que no sea existencialista. La ciencia trata de las apariencias. La industria se ocupa de las utilidades. Uno se pregunta lo que haría una filosofía si no explorara la existencia y los existentes (E. Mounier, Introduction aux existentialismes, en Œuvres, vol. III, p. 70). Mounier justifica en este sentido las razones originales del existencialismo contemporáneo por las que se puede caracterizar “como una reacción de la filosofía del hombre contra el exceso de la filosofía de las ideas y de la filosofía de las cosas” (Ibídem).

14 Cf. E. Mounier, Mounier et sa génération: correspondance, entretiens, en Œuvres, ed. Seuil, París, 1963, vol. IV, p. 488.

15 Ibídem, p. 489.16 Mounier muere en la madrugada del 22 marzo de 1950 de un ataque al corazón, mientras

CAPÍTULO I

ITINERARIO PERSONAL DE EMMANUEL MOUNIER

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citando interrogantes. Su obra vuelve hoy a recuperar entre nosotros un interés y una actualidad que tal vez nunca ha perdido, especial-mente entre los sectores más comprometidos del catolicismo, tanto de Europa como de América. Actualidad que se explica no sólo porque los grandes “desórdenes” de su tiempo aún no se han superado hoy, o porque su obra, aunque situada e inspirada en periodos históricos muy concretos, siempre fue más allá, tras las raíces mismas de los con-flictos, sino también, y sobre todo, porque Mounier, además de ser un hombre de acción, un pensador cristiano comprometido, es una persona que, como afirma Jean-Marie Doménach, posee una “solidez oculta”17.

¿Dónde buscar el secreto de su fuerza, de esa particular serenidad, manifestada sobre todo en momentos de máxima prueba? Tal vez haya que buscarlo, ciertamente, siguiendo a Doménach, en su vida interior, en esa asombrosa capacidad “de atesorar las riquezas de la tierra y del cielo en una edad en que el espíritu se impregna inmediatamente de lo esencial”18. De hecho, al acercarnos a su obra parece saltar a la vista una evidencia: Mounier supo impregnar su vida de Evangelio19. A pesar de las duras pruebas que tuvo que afrontar bastante pronto, como fueron la muerte de su gran amigo o la enfermedad irreversible de su primera hija20, fue conquistando un equilibrio, una jubilosa ar-

dormía. 17 J. M. Doménach, Mounier según Mounier, Editorial Laia, Barcelona, 1973, p. 14. J. M.

Doménach, nacido en 1922, formó parte de la Resistencia contra la ocupación nazi. De 1941 a 1943 fue miembro de un equipo de jóvenes cristianos que editaron los Cuadernos de nuestra juventud, y que luchaban contra la infiltración del nazismo en la juventud francesa. Más tarde, hacia 1945, dirigió la revista de las fuerzas francesas del interior: Aux Armes. En 1941 se conocieron con Emmanuel Mounier y en 1946 éste le pidió que se haciera cargo del secretariado de redacción de Esprit. Muy pronto fue nombrado redactor jefe y en 1957, después de la muerte de Albert Beguin, quien sucedió a Mounier en 1950, fue nombrado director de la revista Esprit (Cf. F. Goguel – J. M. Doménach, Pensamiento político de Mounier, ed. Zero, S. A., Madrid, 1970, pp. 5-6).

18 J. M. Doménach, op.cit., p. 13.19 J. M. Doménach sostiene que, “hay que volver sobre este punto de partida cada vez

que cueste trabajo comprenderle: de una manera profunda, su filosofía de la historia, su sentido del acontecimiento, su proyecto político, derivan del Evangelio” (J. M. Doménach, op.cit., p. 35). Sobre la vivencia cristiana de Mounier, véase, L. Guissard, Emmanuel Mounier, Editorial Fontanella, Barcelona, 1968, pp. 31-41.

20 Como se puede comprobar por su correspondencia, fueron dos hechos que marcaron la vida de Mounier. Apenas comenzada su experiencia en París, y mientras sufría

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monía, que sin duda alguna se sustentaba en la “profundidad mística a la que había llevado su temperamento, su educación y una continua ascesis”21.

Su vida está tejida de renuncias y de opciones. No buscó el éxito, y defendió siempre el valor del ser por encima de las realizaciones como tales. A pesar de su vocación más bien contemplativa, que en todo caso nunca abandonó del todo, optó por la acción, y como él mismo afirma en múltiples ocasiones, toda su obra estaba construida contra su temperamento: “En lo que a mí respecta, escribe hacia 1932, todami vida ha sido construida contra mi temperamento y, con permiso de los acontecimientos, pienso seguir así”22.

la soledad que le hacía experimentar la “gran ciudad indiferente”, muere su amigo Georges Barthélemy, el 5 de enero de 1928. Así relataba aquel sufrimiento unos días después: “no te puedes imaginar lo que se ha hundido en mí con esta amistad tan espontánea que desaparece. Era para mí el amigo, el único entre los de mi edad que se ha adentrado profundamente en mi intimidad, a quien yo he abierto algunos santuarios (...)” (A su hermana Madeleine, 8 de enero de 1928, en: E. Mounier, Mounier et sa génération: correspondance, entretiens, op. cit., p. 429). El segundo hecho se refiere a la enfermedad de su primera hija, Françoise. En noviembre de 1938, sufre una encefalitis. Sorprende la actitud con la que Mounier afrontó esta prueba: “...Qué sentido tendría todo esto si nuestra muchachita no fuera más que un pedazo de carne hundido no se sabe dónde, escribe, un poco de vida accidentada y no esta blanca hostia que nos sobrepasa a todos, una infinitud de misterio y amor que nos deslumbraría si lo viéramos cara a cara, si cada golpe más duro no fuera una nueva elevación, que es una nueva cuestión de amor cuando nuestro corazón empieza a estar acostumbrado y adaptado al golpe precedente. Oyes la pobre vocecita suplicante de todos los niños mártires del mundo y el pesar por haber perdido la infancia en el corazón de millones de hombres que nos piden como un pobre a la vera del camino: ‘Decidnos, vosotros que tenéis amor y las manos llenas de luz, vosotros queréis dar también esto por nosotros’. Si no hacemos más que sufrir –experimentar, aguantar, soportar- no resistiremos y fallaremos a lo que se nos ha pedido. De la mañana a la tarde no pensemos en este mal como algo que se nos quita, sino como algo que damos, para no desmerecer de este pequeño Cristo que está en medio de nosotros, para no dejarle solo en el trabajo con Cristo...” (a su hermana Madeleine, 20 de marzo de 1940, Ibídem, pp. 660-661).

21 J. M. Doménach, op.cit., p. 14.22 E. Mounier, Mounier et sa génération: correspondance, entretiens, op. cit., p. 492. En

noviembre de 1932 escribía en este mismo sentido: “me siento desgarrado por no poder dar un testimonio de Cristo. Es una de las servidumbres de este mundo. Heme aquí tirado en plena calle, condenado al trabajo sucio y ruidoso, al trabajo duro de barrio, yo, que he tenido toda mi vocación interior enfocada hacia la vida eremita, a la meditación, a la llama interior, a la vida privada y a la amistad. Que Dios sea honrado con esta impureza y purifique mi corazón de ella, pues él me ha situado en los únicos trabajos de los que yo era digno” (Ibídem, p. 510).

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Esta especie de distancia tomada respecto de sí mismo producía en Mounier, como sugiere J. M. Doménach, una fuerza extraordinaria, pero también algunas debilidades, percibidas estas últimas especial-mente en algunos de sus textos en los que se muestra algo abstracto y a veces complicado, en un afán por matizarlo todo, procurando no falsear el pensamiento del adversario. Así como en una cierta timidez, que se reflejaba especialmente en su dificultad para comunicarse en público, hasta el punto de que se sentía más cómodo ante una página por escribir que ante un auditorio23. En una de sus cartas dirigida a su amigo Jean Guitton, hallamos una confesión íntima y espontánea que nos acerca a su personalidad, así como al que irá a constituirse en el proyecto más importante de su vida: “tengo una idea muy nítida, escri-bía hacia 1928, sí, del sentido de mi vida. Entiéndelo como un impulso y una luz más que como una dirección trazada. (...) Quiero recibir y dar, eso es todo (...)”24.

Este movimiento dialéctico era como una necesidad connatural de Mounier. Su acción y su pensamiento procuró que fueran ante todo una “obra humana”, para lo cual necesitó siempre de un equipo de personas dispuestas a sacrificar incluso sus propios intereses, en pro de una causa que tuvo por superior y urgente: la comunidad de los hombres. Es muy reveladora en este sentido la confesión que le hace a Paulette Leclercq, su esposa, en 1933: “lo que yo esperaba de la vida era encontrar personas”25. De hecho, no es fácil imaginar a Mounier sin un grupo de amigos y colaboradores cercanos. Lo encontramos tra-bajando en equipo desde el primer momento, cuando decide, como veremos más adelante, realizar juntamente con Marcel Péguy y Geor-ges Izaard un estudio sobre Charles Péguy. Lo vemos conformando un equipo de trabajo desde el momento mismo en que surge el proyecto Esprit. Es quizá en esta necesidad connatural de dar y recibir donde hunde sus raíces su convicción de que la persona sólo se realiza como tal en su apertura al otro, y a través del otro, a todos los hombres.

23 Cf. J. M. Doménach, op. cit., p. 16.24 E. Mounier, Mounier et sa génération: correspondance, entretiens, op. cit., p. 436. El

subrayado es nuestro.25 Ibídem, p. 415.

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Para comprender a Mounier, y desde aquí comprender mejor su obra, es necesario mirar un poco hacia sus orígenes, así como seguir, al menos a grandes rasgos, su itinerario personal, deteniéndonos particularmente en aquellos acontecimientos que pudieron influir de manera más decisiva en la formación de su personalidad.

En el itinerario personal de Mounier y de su obra podemos distinguir tres etapas. La primera corresponde al periodo de su formación pro-piamente dicha y se sitúa entre sus primeros años en Grenoble y el encuentro definitivo con la obra de Péguy, hacia 1929. La segunda etapa corresponde en gran parte al período que el mismo Mounier llama “doctrinal”26. Esta es la etapa más corta cronológicamente, pero que no por esto deja de ser intensa, dadas las grandes decisiones que comportó27. Se puede situar en torno a la crisis de 1930 y las accio-nes emprendidas por Mounier, como son, el trabajo sobre Péguy, la fundación de Esprit y la publicación de sus tres primeras obras: La re-volución personalista y comunitaria (1935), De la propiedad capitalista a la propiedad humana (1936), y Manifiesto al servicio del persona-lismo (1936). Obras que contienen ya, como veremos más adelante, las grandes directrices del proyecto personalista. La tercera y última etapa la podemos denominar la etapa del compromiso y comprende los años que sucedieron a este gran proyecto inicial, hasta 1950, año de su muerte.

1. PRIMERA ETAPA: ENTRE GRENOBLE Y PARÍS

Mounier nace en Grenoble el 1º de abril de 190528. De origen modes-

26 Cf. C. Díaz, Emmnauel Mounier: Un testimonio luminoso, Ediciones Palabra, Madrid, 2000, p. 91 y también, p. 68.

27 Veamos, por ejemplo, una de sus afirmaciones hechas en 1934 en la que habla de la rapidez con que ha tomado ciertas decisiones: “Zérapha me admira como hombre de acción por la rapidez con que he concebido ciertas decisiones que conciernen a la administración de Esprit” (E. Mounier, Mounier et sa génération: correspondance, entretiens, op. cit., p. 551).

28 Contemporáneo de una generación de importantes pensadores: Maurice Nédoncelle, Paul Nizan, Henri Lefevbre, Raymon Arón, Jean Paul Sartre, nacidos todos ellos el mismo año. En 1901 habían nacido A. Malraux y en 1900 Jean Lacroix. En 1906 nació Ferdinand Alquié, en 1908 Merleau-Ponty y Lévi-Strauss, en 1909 Simone Weil, y en 1913 Albert Camus y Paul Ricoeur. Jacques Maritain y Gabriel Marcel, quienes llegarían a ser sus amigos, tenían por entonces alrededor de veinte años.

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to. Su padre, empleado de una farmacia, apenas gana lo necesario para sostener a la familia. Su madre dedica todo el tiempo al hogar. Tiene una hermana mayor, Madeleine, con la que mantiene una buena relación29, pero que ve pocas veces durante el curso académico por motivos de estudio. Muchos momentos importantes de su infancia los vivió con sus abuelos maternos, a quienes recordará siempre con orgullo, y a veces con nostalgia, al mismo tiempo que hace referencia a sus orígenes campesinos:

A mis abuelos paternos apenas los he conocido, le escribe a Paulette Le-clercq en 1933, murieron hacia 1910. Veo a mi abuelo, delgado y bajo, sen-tado encima de una escalera, y a mi abuela en una calle de Grenoble, como una viuda frágil con velo largo. Semicampesinos los dos; vivían en una villa, con un campo a las puertas y pequeñas ocupaciones complementarias; con una gran pobreza (mi abuelo era becario desde el comienzo). Guardo, por el contrario una gran cantidad de recuerdos de los abuelos maternos: navi-dad, pascuas, agosto, todas las vacaciones las pasábamos allí y en esta otra villa conocíamos un poco a todo el mundo, (…). Todos los recuerdos que teníamos están unidos a ese momento en que la infancia no se distingue de los olores del heno, de las carreras por los prados y de las tardes que pasábamos por los caminos. Estos dos abuelos eran los verdaderos cam-pesinos30.

Sus padres, de fuertes convicciones religiosas, se interesaron siempre por su formación humana y cristiana. En el seno de la familia se vivía en un ambiente piadoso y dialogante. Pero, quizá por su temperamen-to, sus padres pudieron incurrir en dos errores que el mismo Mounier reconoce. Uno, vieron en él un niño “muy maduro para su edad”, por lo que procuraron conservarle “su maravillosa infancia”, lo que le oca-sionó, según sus propias palabras, “un frenazo bastante claro de lo que podía empezar a desarrollar el hombre —sobre todo lecturas. No te-nía un tío bibliotecario ni un amigo para una convivencia. Durante ese período se empollan ya otros por el mundo a Nietzsche y Rimbaud,

29 De hecho, ella llegará a ser su gran confidente. Muchas de las cartas de Mounier, en las que podemos conocer valiosos aspectos de su vida y de su obra, están dirigidas a ella.

30 E. Mounier, Mounier et sa génération: correspondance, entretiens, op. cit., p. 414.

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Lautréamont o los prefilósofos (...)”31. Dos, al verlo demasiado incli-nado a la meditación, quisieron más bien prepararle una vida activa, y le insinuaron afectuosamente la vocación médica: “primero yo era tímido, escribe en 1933, y más que tímido, después lleno de ardores adolescentes y espirituales. Una carrera literaria brillante parecía en-tonces indiscutible (...)”32.

Según su propia confesión, hizo el bachillerato bastante bien, aunque la renovación constante de profesores a causa de la guerra y de la pos-guerra obstaculizó la continuidad, creando lagunas académicas. Fina-lizados los estudios básicos, y animado por las expectativas de sus padres, siguió el área científica como preparación para inscribirse en la facultad de medicina. En aquellos años, reconocerá Mounier, “los cursos segundo y primero, de quince a diecisiete años, la primera edad fecunda, yo me embrutecí en la sección científica estudiando matemá-ticas en vez de leer Le Bateau ivre. Esto supone dos años perdidos” 33. Comienza así un período difícil para el joven Mounier.

De hecho, el curso 1924-1925 representó para él un gran sufrimiento. Desmotivado, “suspendo la física, la química, la historia natural. Des-esperación hasta sentir ganas de suicidarme. Para olvidar, arremeto como un loco y preparo al mismo tiempo el P.C.N. superior, el certifi-cado de química. Tercer año perdido”34, escribe.

En medio de este sufrimiento, se le presenta la oportunidad de parti-cipar en un retiro espiritual dirigido por el padre Décisier, jesuita ani-mador de la A.C.J.F. (Action catholique de la Jeunesse française), en la que Mounier, como muchos jóvenes católicos de su tiempo, estaba inscrito.

31 Ibídem, p. 416. Mounier parece un joven metódico y reflexivo. Más bien frágil de constitución, con una limitación visual, ocasionada por un accidente que sufrió en la escuela a los trece años, y una sordera parcial, debido a una afección mal curada desde su infancia. Se muestra tímido y reservado, pero es inteligente, trabajador y constante.

32 Ibídem. 33 Ibídem, p. 417.34 Cf. Carta a Jacques Lefrancq, 25 de agosto de 1933, Ibídem, pp. 416-417. Es importante

resaltar que Mounier aprovechará bien estos conocimientos del área científica a lo largo de su formación y de su obra, basta constatar la discreta frecuencia con que cita imágenes del mundo científico.

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Fundada por Albert de Mun desde 1886, la A.C.J.F., era un organismo empeñado en formar agentes evangelizadores capaces de testimo-niar el mensaje evangélico en sus propios lugares de trabajo o de es-tudio. Ésta constituía, en términos de J. M. Doménach, “una escuela de pensamiento”35, que intentaba aplicar los principios evangélicos a la realidad y se comprometía así en una acción que sometía a revisión el orden social. El padre Décisier conservaba esta línea de acompaña-miento espiritual, recogiendo la herencia de lo que se denominaba en Francia catolicismo social, y procurando acompañar a los católicos en la superación de un pietismo tradicional y burgués, hacia el compromi-so evangélico36.

Esta experiencia fue decisiva para Mounier. “El retiro es luminoso, es-cribirá en 1933. En él leo con letras de fuego la necesidad de tomar una bifurcación. Toda esta contrariedad interior me había alterado un poco el carácter. De ella salgo dócil como un cordero. Chevalier está en Grenoble, medio de evitar los gastos de una estancia en París: lo veo y decido”37. Efectivamente, durante el retiro Mounier decide abandonar la medicina e inscribirse en filosofía. Comienza así propiamente su carrera filosófica, lo hará de la mano de un maestro que rápidamente descubrirá las dotes de su discípulo, y que procurará aportarle todas las herramientas filosóficas necesarias a fin de que pueda desarrollar su gran potencial intelectual38.

Jacques Chevalier era por entonces el profesor más reconocido de la pequeña universidad de Grenoble. Bajo su dirección, Mounier estu-

35 Cf. Ibídem, p. 32. Es importante tener presente que por estos años, el catolicismo francés asiste al nacimiento y desarrollo de movimientos tanto masculinos como femeninos destinados a los diversos colectivos sociales, con el fin de realizar un apostolado desde la realidad concreta de cada uno de sus miembros. Estas asociaciones conocerán un gran desarrollo por los años treinta, poniendo de relieve “la creatividad del mundo católico francés ante los problemas nuevos suscitados por los cambios epocales” (Cf. N. Bombaci, Emmanuel Mounier: Una vida, un testimonio, ed. Fundación Emmanuel Mounier, Madrid, 2002, p. 13).

36 Cf. 19 de diciembre de 1925 a su hermana Madeleine, en: Esprit, Nº 174, 1950, p. 940, citado por N. Bombaci, op. cit., p. 14.

37 A Jacques Lefrancq (E. Mounier, Mounier et sa génération: correspondance, entretiens, op. cit., p. 417).

38 Cf. C. Díaz, op. cit., pp. 31-33.

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dia durante tres años la filosofía, centrada especialmente en el pensa-miento de Platón, Descartes, Pascal y Bergson. Mientras tanto, conti-núa participando activamente en grupos de formación religiosa, asiste a las reuniones de la A.C.J.F. y colabora en la acción pastoral de una pa-rroquia pobre de la ciudad, bajo la guía del padre E. Guerry, más tarde obispo de la diócesis de Cambrai39. Esta experiencia pastoral le permi-tió entrar en contacto directo con la miseria humana, lo que significó para él lo que más tarde solía denominar su “bautizo de fuego”40.

Mounier había conocido a Chevalier con motivo de una serie de con-ferencias que éste dirigía en la universidad de Grenoble sobre Male-branche. Era un católico entusiasta y un bergsoniano convencido de la necesidad de superar la enemistad entre ciencia y religión, y entre razón y fe. Estudioso de la mística cristiana y cultivador de la filosofía francesa que va desde Pascal a Blondel,

vive su enseñanza como una misión dirigida a la formación de las élites católicas de Grenoble. (...) Durante su juventud había viajado mucho por Inglaterra, quedando favorablemente impresionado por el espíritu de las congregaciones calvinistas inglesas y por su organización. Según testimo-nio de J. Guitton, hablándoles a los estudiantes de ellas las describía como sociedades “personalistas y comunitarias”, en cuanto atentas a las exigen-cias de la persona y animadas por un cierto aliento comunitario41.

Jacques Chevalier había llegado a la facultad de letras de Grenoble en 1919. Además de ser un hombre joven42, poseía un buen talento para la filosofía, y una gran facilidad para la oratoria. Cualidades que apro-vechaba para entusiasmar a un público modesto, pero ávido de ideas

39 Cf. G. Lurol, Emmanuel Mounier 1: Gènese de la personne, ed. L’Harmattan, París, 2000, p. 33. Ver también, F. Goguel - J. M. Doménach, op. cit., p. 9. Mounier participaba en estas tareas pastorales a través de las denominadas Conferencias de San Vicente, una obra fundada por Fréderic Ozanam en 1833, en el clima del naciente catolicismo social, con el fin de promover, además de la atención a los pobres, la reflexión sobre las clases sociales, a través del mutuo conocimiento de estas (Cf. N. Bombaci, op.cit., p. 16).

40 E. Mounier, Révolution personnaliste et communautaire, en: Œuvres, vol. I, p. 132. 41 N. Bombaci, op. cit., p. 14. El subrayado es nuestro.42 La mayoría de las universidades francesas adolecían de maestros jóvenes dado, que

la guerra de 1914-1918 había llevado en Francia, como en el resto de Europa, al envejecimiento de la población.

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renovadoras. De hecho, en Grenoble se le solía comparar con su maes-tro Henri Bergson, puesto que solía tener tanto éxito con su público como lo tenía Bergson con el público parisino43. Ya hacia febrero de 1926, Mounier hará referencia a él en una carta dirigida a Francisque Gay, directora del periódico la Vie Catholique, en la que le comparte su satisfacción por aquel profesor joven que despierta tanto interés con sus conferencias sobre Descartes, Pascal, Malebranche, Bergson, y le sugiere que haga conocer este hecho a través de su periódico. Al mis-mo tiempo que le manifiesta su satisfacción porque el público es cada día más numeroso y porque, en todo caso, se deja llevar menos por las cualidades del conferencista que por las doctrinas en sí44.

Chevalier inculcaba en sus alumnos, ante todo, la necesidad de inte-grar la reflexión filosófica a la vida. Para él, como escribe G. Lurol, “lo verdadero antes que formularse se practica; es de la práctica o de la experiencia cotidiana de una cosa de donde procede su conocimiento; es de la acción que nacen los pensamientos justos (...) no son los sa-bios los que ven a Dios, sino los de corazón puro, es decir, las almas ex-perimentadas y los hombres de buena voluntad”45. Si bien los tratados de filosofía y los grandes sistemas pueden ayudar en esta búsqueda de “autenticidad”, es la reflexión personal juntamente con los actos libres, los que forman al hombre y también al filósofo. Pero el filósofo no se puede quedar en las verdades aparentes de las cosas sensibles. Se ha de elevar hasta las verdades supremas, de orden moral y metafí-sico, que trascienden la experiencia sensible. “La filosofía es entonces esencialmente una metafísica”, a la vez que, “la moral está al fondo de toda metafísica...”46. Pudiéndose concluir que la práctica del bien y de la verdad constituye la mayor prueba filosófica de lo verdadero.

Según sus biógrafos, pero sobre todo según sus propias confesiones, hechas particularmente a través de su correspondencia, el contacto

43 G. Lurol, op. cit., p. 31.44 E. Mounier, Mounier et sa génération: correspondance, entretiens, op. cit., p. 420.

Mounier afirma que basta con anunciar temas como “la inmortalidad del alma”, “Dios”, para ver que el público se aprieta en las puertas…” (Ibídem).

45 G. Lurol, op.cit., p. 7446 Ibídem, p. 74. Sobre el pensamiento de Jacques Chevalier acerca de Descartes, Pascal,

Bergson, ver igualmente en esta misma obra, pp. 75-117.

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con Chevalier fue muy importante para su vida y para su obra. Desde entonces Mounier “entrevé ya la necesidad de realizar una unidad in-terna entre el pensamiento y la acción, que dará la eficacia a sus rea-lizaciones posteriores, y la exigencia de permanecer abierto siempre al mensaje de los acontecimientos, como a nuestro principal maestro interior”47.

Pero dicho contacto con Chevalier no se limitó al aspecto académico, sino que maestro y discípulo establecieron durante este periodo una amistad que duró toda la vida y, aunque tuvo momentos de distan-ciamientos considerables por discrepancias ulteriores48, fue una rela-ción siempre fundada en aquella mutua admiración que los dos no dudaban en confesar. Hacia el año de 1926, Chevalier escribía en su diario: “alma dócil, ferviente, transparente la de Mounier. Escapa al doble peligro de la dispersión y del ascetismo que me señala Guitton en la mayor parte de los jóvenes, y sobre todo a esa temible seguridad que a los veinte años se imagina haber abarcado todos los problemas, comprendido todo, solucionado todo. Comunico a Mounier mi inten-ción de reunirme con él y con algunos otros de sus compañeros para darle vueltas a todo eso y formarles. Espero mucho de él”49.

Mounier colaboraba de cerca con Chevalier en la elaboración de notas y pequeños artículos. Manifestándole desde el primer momento su gratitud y su disponibilidad: “Usted nos conduce al infinito, le escribía hacia 1925, nosotros debemos llenar de él cada instante de nuestra vida para aproximarnos a él indefinidamente y tener la ambición de llegar lo más alto posible sin fijarnos otro límite que el que nos im-pongan los acontecimientos guiados por la providencia. Dios hará lo

47 Cf. F. Goguel - J. M. Doménach, op. cit., p. 9. 48 La relación pasa por una crisis en el periodo de 1932 a 1934, como se puede comprobar

en el intercambio epistolar, porque Chevalier no comprende las decisiones, según él precipitadas, de entrar en la “acción”, sin darse el tiempo necesario, como él le insistía, para madurar las ideas. Pero será con motivo de la guerra civil española que Mounier le reprochará a su maestro su irreductible franquismo. Y más tarde, durante el régimen pronazi de Vichy, en el que Chevalier ocupa un alto cargo con el que Mounier se declara contrario (Cf. Reflexions et souvenirs de J. Chevalier, julio de 1950, Esprit, diciembre de 1950, pp. 944-945, citado por, C. Díaz, op. cit. p. 39, nota 22).

49 Esprit, diciembre de 1950, p. 943. Citado por C. Díaz, op. cit., p. 35.

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demás…”50. La admiración de Mounier por Chevalier era tal que a co-mienzos de 1926 escribió un artículo, a manera de ensayo filosófico, titulado, “Un pensador francés: Jacques Chevalier”, y publicado el 6 de abril del mismo año en la Vie Catholique, en el que se puede leer, entre otras cosas, cómo Chevalier lograba construir ante aquel audi-torio, “masa heterogénea liberada por una hora de sus disipaciones”, “una catedral de ideas” que es capaz de suscitar en todos “visiones inefables”51.

Concluido este período con Chevalier, sin embargo, Mounier hará una valoración más crítica de aquellos tres años en Grenoble. En 1928 ha-bla de aquellos “tres años demasiado felices, demasiado tranquilos”52. Y en agosto de 1933, en una carta que dirige a su amigo Jacques Le-francq, parece evaluar más detenidamente aquellos años con Che-velier. Se lamenta del espíritu provinciano que el maestro no habría logrado superar y de haberle alimentado su tendencia a leer poco y a meditar demasiado, y en el que faltaba la apertura a proyectos ambi-ciosos. Chevalier había alentado en Mounier un buen trabajo en cuan-to a la vida interior, pero tal vez había faltado un trabajo más sólido en cuanto a “ciencia filosófica”53. Considerará, en definitiva, que aquel ambiente de provincia, donde se carecía especialmente de buenas bibliotecas, de compañeros y conversaciones, apenas había ampliado la geografía de su espíritu.

Una mención especial merece hacerse del curso 1926-1927. Con el fin de obtener el diploma de Estudios Superiores de Filosofía, Mounier dedicó este curso, siempre bajo la guía de Chevalier, especialmente al estudio de Descartes, y lo concluyó con un trabajo titulado: El conflic-to entre antropocentrismo y teocentrismo en la filosofía de Descartes. Será un trabajo amplio y sutil, afirma Mounier en una carta dirigida a su hermana Madeleine en diciembre de 1926. Se trata de un estu-dio sobre dos corrientes cartesianas francesas del siglo XVII: aquella que centra sus preocupaciones en Dios y aquella que las centra en el

50 E. Mounier, Mounier et sa génération: correspondance, entretiens, op. cit., p. 419. 51 Cf. N. Bombaci, op.cit., p. 14.52 E. Mounier, Mounier et su génération: correspondance, entretiens, op. cit., p. 418.53 Cf. Ibídem.

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hombre. Mounier cree que es un tema concreto y vivo, especialmente porque centra la temática en una preocupación de vida interior, que interesa mucho a todos. En esta misma carta, expresa la motivación más honda que lo ha llevado a esta investigación: “lo que me guía bajo el problema histórico es la preocupación por una filosofía humana contra todos los que abstraen quintaesencias orgullosas y vacías, en cualquier sitio que estén situados en la barricada (pues esta es una cuestión de método, no de doctrina)”54. Las conclusiones que extrae Mounier de este estudio no serán particularmente originales, pero en cambio aprovechará bien las consideraciones que habían hecho de Descartes estudiosos como Laberthonnière, Gilson, Maritain y Blon-del. Mounier, sin embargo, detendrá su atención en tres aspectos que él cree fundamentales y que, de hecho, se podrán constatar en su obra posterior. El primero hace referencia a la comprensión del cogito. Para Mounier, como escribe Bombaci, “el cogito cartesiano es la afirma-ción luminosa de la evidencia existencial del pensar, pues resuelve una duda no puramente científica, sino existencial”55. El segundo aspecto se refiere a la crítica del humanismo del siglo XVI, el cual ha resaltado no la persona sino el individuo, no su forma espiritual, sino sus exi-gencias materiales. Dicho humanismo estaría en la base del individua-lismo contemporáneo. Pero al mismo tiempo se habría dado el otro extremo, que Mounier denomina teocentrismo, y que desemboca en la reforma protestante, donde el hombre queda a merced del Omni-potente. Que a la vez, provocó de nuevo una reacción que desembocó en un antropocentrismo todavía más radical. La solución posible que propondrá Mounier, ante tales extremos insostenibles y nocivos, será el humanismo auténticamente cristiano, que hace posible la unión de

54 Ibídem, p. 423. El subrayado es nuestro. Este trabajo sobre Descartes permanece inédito, salvo algunas conclusiones publicadas en: Etudes Philosophiques (1966, nº 3, julio-septiembre, pp. 310-324). En España, C. Díaz tradujo y publicó algunos apartes de la Introducción y de las Conclusiones, así como el Índice, en: Emmanuel Mounier (I), “Clásicos básicos del personalismo”, nº 2. Instituto Emmanuel Mounier, Madrid, Abril de 1990, pp. 17-26. (Cf. C. Díaz, op. cit., p. 37). Ver también, Melchiorre, V., L’interpretazione di Cartesio nel pensiero di E. Mounier, in: “La concienza utopica”, Vita e Pensiero, Milano, 1970 (Cf. N. Bombaci, op. cit., p. 18).

55 N. Bombaci, op. cit., p. 18. Bombaci cita en este punto a Melchiorre, V., L’interpretazione di Cartesio nel pensiero di E. Mounier, in: “La concienza utopica”, op. cit. A la vez hace notar que según M. Chastaing (Descartes, introducteur à la vie personelle, in Esprit, julio de 1937), el cogito de Descartes está visto por Mounier como “meditación existencial” y “conversión de la existencia”.

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lo humano y lo divino, y que es posible en la experiencia del amor.

El tercer aspecto analizado por Mounier en este trabajo se refiere a la filosofía de Descartes sobre Dios. Según Descartes, escribe Bombaci, “Dios –en su esencia y fines —es inescrutable al hombre, y por eso queda eliminado de toda indagación humana. La única ciencia accesi-ble al hombre es, por ende, la del mundo físico, dejando abierta la vía para una ciencia mecanicista cuyos conceptos obedecen a los criterios cartesianos de claridad y distinción. Sacada del universo físico la inter-vención divina, Descartes elimina todo misterio de Dios”56. Mounier, como lo venían haciendo ya especialmente los filósofos cristianos, analiza este aspecto y saca conclusiones. Al rechazar Descartes lo in-comprensible, lo referente al misterio, y reducirlo prácticamente todo a objeto de ciencia, limita la reflexión sobre temas tan importantes para el pensamiento cristiano como son el pecado, el sacrifico, la muerte57. Y, al mismo tiempo, polariza las dos realidades, la divina y la humana, de tal manera que da pie para justificar, o bien un teocentrismo en el que Dios permanece lejano como inaccesible, o bien un antropocen-trismo en el que se diviniza lo humano. Mounier rechazará por contra-puestos los dos extremos, y optará por un realismo humano-cristiano fundado, como veremos, en el acontecimiento de la Encarnación. Dios se hace hombre en Jesucristo para regenerar al hombre y elevarlo a la dignidad de hijo de Dios. Dios ya no es inaccesible al hombre, sino que mediante su aliento divino le comunica su misma vida.

Mounier se examinó para obtener su diploma, antes mencionado, el 23 de junio de 1927, y el 28 de octubre salió de Grenoble hacia París. Su destino es La Sorbona, y su propósito conseguir la agregátion, títu-lo necesario para la enseñanza superior o para acceder al doctorado. En París tuvo que luchar contra la soledad, y sobre todo, contra la “estrechez” de La Sorbona, donde no entienden nada de sacrificio, de prueba, de la miseria humana, y donde “se sitúan ante los problemas como frente a una pieza de anatomía (…)”58. Mounier constata que

56 Ibídem, p. 19. 57 Cf. E. Mounier, Le conflict de l’anthropocentrisme et du théocentrisme dans la

philosophie de Descartes, en: « Biblioteca Mounier », Châtenay-sur-Malabry, p. 83. Citado por N. Bombaci, op.cit., p. 18.

58 E. Mounier, Mounier et sa génération: correspondance, entretiens, op. cit., p. 433.

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en La Sorbona el pensamiento cristiano está estigmatizado y que la corriente de pensamiento dominante es el idealismo moderno, contra el que le había puesto en guardia su maestro.

Por recomendación de Jacques Chevalier, Mounier se encuentra en París con el padre Pouget, religioso lazarista y reconocido teólogo. Con él se reunirá dos tardes por semana, hasta la muerte de éste en 1933. Sesiones que aprovecha para profundizar en temas bíblicos y teológicos, de historia de las religiones, de meditación y también de acción, y de las cuales ha adquirido la mayor parte de su formación teológica, que luego demostrará en su obra59. De la admiración y gra-titud que Mounier guarda hacia este religioso, dan testimonio sus pa-labras dirigidas a Chevalier en noviembre de 1927: “nunca podré agra-decerle bastante el haberme presentado al P. Pouget. Cuando estoy en su presencia me parece que estoy ante la verdad”60. Este contacto será de suma importancia para Mounier, y compensará en gran parte la desilusión que tuvo desde el primer momento con “la gran ciudad indiferente”, y luego con los estudios de La Sorbona.

En París fue de gran importancia, igualmente, para el joven Mounier la amistad de Jean Guitton, también exalumno de Chevalier, y que cono-cía ya desde Grenoble61. Guitton trabajaba entonces su tesis “Tiempo y eternidad en Plotino y en San Agustín”, así como el desarrollo orgáni-co del dogma en el pensamiento del cardenal Newman. Tesis que no pasarán inadvertidas para Mounier. La idea de que el dogma se ha de entender no como un conjunto de doctrinas adquiridas de una vez para siempre, sino como una realidad viviente62, tendrá repercusiones muy positivas en la comprensión teológica de Mounier, así como las

Chevalier le expresó siempre a Mounier su aversión por la Sorbona, y le advirtió que allí encontraría un ambiente adverso, e incluso hostil.

59 J. Guitton cree que Mounier le debe al P. Pouget “la amplitud y la profundidad de su formación religiosa” (J. Guitton, Dialogues avec Monsieur Pouget sur la pluralité des mondes, le Christ des Évangiles, l’avenir de notre espèce, Grasset, París 1954, p. 16. Citado por G. Lurol, op.cit., p. 175).

60 E. Mounier, Mounier et sa génération: correspondance, entretiens, op. cit., p. 428. 61 Cf. Testimonios directos de esta amistad podemos encontrarlos en la correspondencia

de E. Mounier. Así, por ejemplo, carta del 26 de noviembre de 1926 (E. Mounier, Mounier et sa génération: correspondance, entretiens, op. cit., pp. 421-422).

62 Cf. N. Bombaci, op.cit., p. 21.

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preocupaciones de Guitton por encontrar en la Iglesia instrumentos de diálogo con el mundo moderno. Esta amistad representará, así mismo, un importante apoyo para Mounier cuando éste le confíe el proyecto de la revista Esprit, y Guitton, aún advirtiéndole de las dificultades que comporta, le animará y le apoyará de manera efectiva.

Como hemos indicado más arriba, a comienzos de 1928 Mounier su-frió la muerte de su amigo Georges Barthelémy. Esta fue una experien-cia que le puso por primera vez de frente ante el misterio de la muerte y que lo vivió como un “drama metafísico”. Sin embargo, ésta será, al mismo tiempo, una ocasión en la que el estudiante de Grenoble, gra-cias al testimonio de los grandes franceses convertidos al cristianismo, como fueron, Paul Claudel, Charles de Foucauld, Charles Péguy (decisi-vo en su formación, como veremos más adelante), y Jacques Maritain, reflexionará largamente sobre la importancia de la fe en la compren-sión del sufrimiento. En efecto, ya en los años de su adolescencia había experimentado el sufrimiento, aunque no con la misma intensidad, pero sí con una tal persistencia que años más tarde llegará a afirmar:

Siendo niño, de los doce a los veinte años, yo soñaba con lo que sueñan todos los niños antes de dormirse, o cuando en los caminos se llena uno de aire, de futuro y de esas canciones interiores. Ahora bien, siempre era en el sufrimiento, me acuerdo muy bien: un accidente, una enfermedad, un due-lo, cuyo encuentro me imaginaba. Esto no disminuía de ninguna manera la juventud, el frescor; por el contrario, me parecía que yo no podía figurarme la alegría más que compartiendo el sufrimiento63.

De esta alegría misteriosa que de repente surge del sufrimiento, el fu-turo filósofo hablará constantemente, no sólo en sus cartas más ínti-mas, sino también en su obra, particularmente cuando trata de temas relacionados con la vida espiritual o la vida cristiana en general.

A finales de julio de 1928, Mounier se presenta al prestigioso examen de agregation, obteniendo el segundo puesto, después de Raymon Aron, y por delante de Jean-Paul Sartre y Daniel Lagachel, entre otros.

63 A Paulette Leclercq, 1 de septiembre de 1933 (E. Mounier, Mounier et sa génération: correspondance, entretiens, op. cit., p. 415).

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Tal éxito no le entusiasma demasiado y no lo reconcilia tampoco con La Sorbona, ni le disuade de su interés por temas introspectivos. Espe-ra, sin embargo, que el resultado le valga la concesión de una beca de doctorado, y comienza a pensar en su tema de tesis. Le atraen temas como el pecado, la culpa, la responsabilidad en la visión cristiana. Ve la posibilidad de estudiar a los místicos españoles, de los que Jacques Chevalier le había hablado y especialmente de Fray Juan de los Ángeles(1536-1609)64. Poco a poco se va disuadiendo, sin embargo, pues no logra imaginarse a sí mismo elaborando una tesis doctoral “clásica” en la que el objetivo primordial es un título y un currículo universitario, con el riesgo de que le aleje de una realidad que, por entonces, siente que le llama a acciones urgentes. “¿Mi tema de tesis?, le escribe en febrero de 1929 a Jeromine Martinaggi, lo dejo madurar, pues una te-sis es en mi opinión una obra humana más que una obra intelectual”65.

Por este mismo período, toma contacto en París con Jacques Maritain, y a través de él con otros intelectuales católicos. Maritain, reconoci-do converso, profesor del Institut Catholique, intelectual riguroso y honesto, ejercerá en su momento una influencia muy positiva sobre el joven Mounier. Entre 1928 y 1933 realizan encuentros periódicos de estudio en casa de Maritain, en compañía de otros intelectuales como Marcel Arland, crítico literario de la Nouvelle Revue française, el dramaturgo Henri Gheón, también convertido al catolicismo, el orien-talista Louis Massignon, el escritor Jean Cocteau, los teólogos Charles Journet y R. Garrigou-Lagrange, y los filósofos Nicolás Berdiaeff y Ga-

64 Cf. C. Díaz, op. cit., pp. 48-49. De todos modos, estos temas estarán presentes en la obra de Mounier, y de una manera especial en sus obras más maduras. (Cf. N. Bombaci, op.cit., p. 27). Parece que a finales de 1929 Mounier tiene bastante claro su deseo de elaborar su tesis sobre la mística española. Con el fin de documentarse realizará un viaje de tres semanas a España en la primavera de 1930. En sus Entreties avec L’Espagna, uno de sus diarios aún inédito y que consta de 69 páginas, relatará su itinerario por Cataluña, Zaragoza, Madrid, Toledo, Salamanca, El Escorial, Córdoba, Sevilla y Valencia (Cf. Alain Guy, L’Espagne dans la vie et l’Œuvre de Mounier, en: « Mounier a los veinticinco años de su muerte », Ed. de Antonio Heredia, Universidad de Salamanca, Salamanca 1975, p. 118), citado por C. Díaz en: op. cit., pp. 57-65. A su regreso a París, Mounier cambiará sus planes, y como veremos más adelante, se dedicará a profundizar sobre Péguy, aplicándose con mayor empeño a un trabajo que ya había decidido desde las vacaciones de Navidad 1928-1929 (Cf. E. Mounier, Mounier et sa génération: correspondance, entretiens, op. cit., p. 452).

65 E. Mounier, Mounier et sa génération: correspondance, entretiens, op. cit., p. 442.

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briel Marcel. Encuentros que serán de gran importancia para unos y otros. Mounier sabrá enriquecer su pensamiento con la aportación de todos, no sólo en cuanto a temas filosóficos, sino también de carácter literario, político, religioso y eclesial66. Maritain, quien publicará su trabajo Religión y cultura en 1930, despierta en todos el interés por establecer puentes entre cultura y cristianismo, basado en la tesis de que este último, en cuanto a su mensaje esencial trasciende todas las culturas y tiene para ellas, independientemente de sus expresiones más diversas, un mensaje vivificador.

En estos encuentros tendrá igualmente la ocasión de tratar y profundi-zar sobre un tema del que tuvo siempre vivo interés y que hace parte de su comprensión global del cristianismo. Se trata del ecumenismo. En una carta del 4 de mayo de 1929, dirigida a su hermana Madelei-ne, vemos a Mounier celebrando con satisfacción un encuentro entre distintas confesiones religiosas: “el domingo fui a una reunión inter-confesional de ortodoxos, católicos y protestantes en casa de Maritain. Estaba el mayor teólogo ruso (un pope de largos cabellos rubios), un príncipe Es-Ks-Ky, el pastor Monod, una cabeza mundial del protestan-tismo, Pierre Péguy, Jean Daniélou, etc. Era muy bonito ver a todas es-tas personas de perfecta rectitud, hermanos un poco enemigos, pero llevados en el fondo por las mismas emociones, hablar con esa aspe-reza y a la vez con ese respeto los unos a los otros”67. Esta conciencia ecuménica, bastante presente en un buen sector de los intelectuales católicos de entonces, logrará aportes notables e impulsará a miem-bros de las denominadas iglesias históricas a acercarse mutuamente, propiciando diálogos de conocimiento mutuo.

La relación de Mounier con Maritain, a pesar de sus divergencias filo-sóficas y sociopolíticas, irá a perdurar siempre. A partir de 1932, la revista Esprit constituirá el eje en torno al cual girará dicha relación. Maritain, más partidario de una revista confesional, y posicionado en las tesis de un tomismo revitalizado, chocará permanentemente con un Mounier siempre abierto a los no creyentes, y más exigente con los cambios sociopolíticos. Un punto crucial de estas divergencias lo cons-

66 Cf. N. Bombaci, op.cit., pp. 31ss.67 E. Mounier, Mounier et sa génération: correspondance, entretiens, op. cit., p. 445.

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tituirán sus tesis antropológicas, y concretamente, la concepción de persona. Como lo veremos un poco más ampliamente en un apartado posterior, “mientras Maritain, fiel a la perspectiva tomista, se adhiere a una noción sustancialista de la persona, Mounier tiende a valorar en ella la relacionalidad y la comunicación como tensiones originarias en ella presentes”68.

2. SEGUNDA ETAPA: EN TORNO A LA CRISIS DE 1930

El encuentro con Charles Péguy (1873-1914) constituye un hito en el itinerario personal de Mounier. Así lo relatará él mismo en una carta dirigida a su amigo Jéromine Martinaggi en abril de 1941:

(…) entonces intervino Péguy. Fue durante las vacaciones de Navidad de 1928-1929. Me acuerdo bien de que me zambullía en su obra en prosa. Entonces comprendí por qué dudaba tanto al borde de esas tuberías bien montadas que llevan directamente de la Escuela Normal a la enseñanza superior”. Péguy cristalizaba toda la parte extra-universitaria de mi vida y además daba su aliento a mi ocupación universitaria69.

Dada la importancia de Péguy en la vida y en la obra de Mounier, dedi-caremos un capítulo exclusivamente al estudio de este encuentro, de-teniéndonos particularmente en el trabajo que Mounier realizó sobre él, y destacando en el mismo los aspectos que le merecieron una espe-cial atención y que influirán de manera decisiva en toda su obra. Po-demos sí adelantarnos a subrayar aquí el hecho de que este encuentro se dio en un periodo muy importante de la vida de Mounier, marcado por circunstancias que ya hemos venido anotando: la experiencia de desarraigo que tuvo que vivir al dejar la tranquilidad de la provincia en la que había crecido y a la que estaba habituado, su decepción parisina y universitaria, el sufrimiento que le ocasionó la muerte de su amigo más cercano, y después de todo, su incesante búsqueda de autenti-cidad en un mundo que se hundía, pero en el que, al mismo tiempo, encontraba personas que lo hacían pensar en que “una nueva civiliza-ción” era posible.

68 N. Bombaci, op.cit., p. 36.69 E. Mounier, Mounier et sa génération: correspondance, entretiens, op. cit., p. 452.

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La obra central de esta segunda etapa de la vida y de la obra de Mounier, es la fundación de la revista Esprit. Antes de referirnos a este acontecimiento, conviene que nos detengamos por un momento en los primeros pasos de Mounier como escritor y educador. En enero de 1929 y por la mediación de Jean Guitton, Mounier comienza a escribir para las Davidées, movimiento fundado en 1914 por Marie Silve y dirigido a las maestras cristianas de enseñanza pública. Para su boletín escribirá artículos cada mes y hasta 1932, un poco antes del lanzamiento de la revista Esprit. J. Doménach cree que en aquellas primeras crónicas, en “un tono un poco sermonario”, se asoman “algunos de los temas principales de Esprit”70. Sin embargo, estos textos no mostrarán aún la fuerza que Mounier manifestará a partir del trabajo sobre la obra de Péguy.

Por la misma época, entre 1929 y 1932, Mounier debuta como profesor de filosofía, primero en el Collège Saint-Marie de Neuilly, y después, en el Instituto de Saint-Omer. De este último hay un testimonio que bien vale la pena conocer:

en octubre de 1931 entró Mounier en la clase de filosofía del instituto de Saint-Omer, donde le esperaban curiosamente veinte chicos y dos chicas de dieciséis años. El tutor me había dicho: ‘es una celebridad, tienen ustedes suerte’. Esperábamos en pie ante nuestras mesas. Mounier entró. Muy grande, muy delgado. Inmediatamente nos quedamos helados. Mounier imponía terriblemente a los alumnos. Contrariamente a otros profesores que trataban de hacer reinar el silencio en una clase turbulenta, él soportaba nuestra calma pero nos impelía a hablar. Le gustaban las interrupciones, las preguntas, las objeciones, nos habría querido más activos. Tenía horror de los profesores que hablan ex cátedra. Quería que sus palabras fuesen el comienzo de nuestras decisiones. Nos hablaba de la necesidad de comprometerse: ‘los principios de la acción moral no se manifiestan a nuestra inteligencia más que si los practicamos’ (nota del

70 J. M. Doménach, op.cit., p. 39. En abril de 1932, mientras trabajan en los preparativos de la revista Esprit, Mounier cita la obra de estas maestras como modelo de sencillez y autenticidad: “He visto que una obra de gran densidad espiritual, la de las Davidées, desarrollaba su vigor sin todo este ruido, mediante un aliento que se propaga de convicción en convicción” (A André Déléage, en: E. Mounier, Mounier et sa génération: correspondance, entretiens, op. cit., p. 494).

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curso, mayo de 1932). Nos dijo que los Pensées de Pascal era su libro de cabecera. Tenía culto por Bergson71.

Ya hacia mediados de 1932, Mounier y su pequeño grupo de trabajo, Georges Izard, André Déléage, y Louis-Émile Galey72, llevan 20 meses preparando el lanzamiento de la revista Esprit. Desde finales de 1931 Mounier ha venido combinando su tiempo entre las clases de Saint-Omer y los encuentros semanales que realiza en París con un grupo de amigos donde trabajan sobre el proyecto. Sin embargo, muy pronto abandonará la enseñanza para dedicarse de lleno a la dirección de la obra. Intuye desde ahora el cúmulo de dificultades a las que deberán enfrentarse. El camino que van a emprender no será llano. En el horizonte divisa dificultades económicas, pero también de carácter ideológico. Desde el primer momento, en el seno mismo del pequeño grupo de trabajo salen a flote diferencias que deberán discutir y definir. En su círculo de amigos hay quienes quieren una revista estrictamente católica, entre ellos J. Maritain, como se ha indicado antes, y los que la prefieren más abierta, en la que puedan participar miembros de otras iglesias, así como movimientos o personalidades que no contradigan en sus postulados los principios esenciales del cristianismo. Es de esta opinión el mismo Mounier. Por otra parte, mientras todos creen que se trata solamente de una revista que divulgará su pensamiento, Mounier sabe que se ha de tratar de un proyecto mucho más ambicioso.

En agosto de 1932, Mounier y una veintena de compañeros se reúnen durante ocho días en Font-Romeu73, una localidad de los Pirineos, cercana a Andorra, en casa de la señora Daniélou, para conciliar posiciones y ultimar detalles sobre el lanzamiento de la revista, así como consolidar la estructura organizativa que debería sostenerla tanto económica como ideológicamente. En este Congreso Fundacional, como le llamaba el mismo Mounier, se definen las líneas

71 Témoignage de Mme. Duhameaux (Esprit, diciembre de 1950, pp. 855-856. Citado por C. Díaz, op.cit., pp. 56-57).

72 M. Winock cree que con Mounier a la cabeza, este es el orden de importancia (Cf. Esprit: Des intellectuels dans la cité: (1930-1950), ed. Seuil, París, 1996, p, 43).

73 Cf. E. Mounier, Mounier et sa génération: correspondance, entretiens, op. cit., p. 499. Para una mirada amplia sobre el nacimiento de la revista Esprit, puede verse en Michel Winok, op. cit., pp. 43 ss.

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generales. La revista mantendrá completa autonomía respecto a un movimiento que dirigirá Izard, y que más tarde dará lugar al partido político Tercera Fuerza. Pero revista y movimiento mantendrán en principio un mismo propósito, como lo venía planteando Mounier en todas sus intervenciones. Lo importante es que el movimiento está al servicio de la revista y no al contrario como lo deseaba Izard. He aquí el propósito último que debía animar aquel proyecto: “queremos salvar al hombre devolviéndole la conciencia de lo que es. Nuestra tarea capital es encontrar de nuevo la verdadera noción de hombre...Estamos de acuerdo en establecerla en la supremacía del espíritu. Nuestra primera mirada será la del hombre, una mirada de amor”74. Estas líneas generales por las que Mounier mantuvo una lucha sin tregua desde el primer momento, aparecerán con bastante claridad en el primer editorial de Esprit, ‘Refaire la Renaissance’ (reahacer el Renacimiento), el 9 de octubre de este mismo año.

El primer número de Esprit suscita interés tanto en la prensa francesa como en la belga y en la italiana. La revista se presenta como Revue Internationale de la génération nouvelle y se articula en cuatro partes. La primera denominada ŒUVRES, la componen artículos escritos por los principales colaboradores de la revista, y en los cuales se expresan las posiciones fundamentales de la misma75. La segunda se denomina CONFRONTATIONS y está dedicada a las cuestiones controvertidas. La tercera, CHRONIQUES, presenta las tendencias más comunes de la redacción, y la cuarta y última, ÉVENEMENTS ET LES HOMMES, recoge notas sobre arte, política y economía.

Mounier celebra la aparición de la revista con una efusión de alegría, que consigna aquel mismo día: “esta mañana , en la misa de nueve y media, de San Sulpicio, detrás del coro, he tenido una efusión de

74 E. Mounier, Mounier et sa génération: correspondance, entretiens, op. cit., p. 490. Si bien la revista Esprit se mantuvo incólume a este principio rector de Mounier, el movimiento que lideraba Izard se fue dejando llevar rápidamente por la inmediatez, hasta llegar a distanciarse del propósito inicial, tanto que ya al año siguiente se dio una separación entre la revista y Tercera Fuerza. En noviembre del año 1934, Tercera Fuerza se unirá con el Frente Común, con el propósito de luchar contra el fascismo (Cf. Ibídem, pp. 557-560).

75 El 20 de septiembre de 1932 Mounier le escribe a Jacques Chevalier: “(…) En el primer número de Esprit encontrará usted mi pensamiento con más precisión” (Ibídem, p. 503).

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alegría y de plegaria hasta llorar, como no había sentido ninguna desde que estuve en Lourdes. La grandeza de este día, algo así como lo que yo pensé que sentiría la mañana de mi boda”. Y un poco más adelante: “Dios mío, si llegara a arrastrarnos algún deseo de gloria, es necesario que se sepa, es necesario que los hombres nos vean como tú mismo nos verás el día del juicio y que no multipliquemos el orgullo de nuestras vidas en la mentira de la posteridad”76. A la alegría del lanzamiento le sigue el entusiasmo suscitado por las ventas, y en general por la acogida de la revista en sectores diversos, sin faltar tampoco uno que otro escándalo entre quienes encuentran en ella una muestra de “socialismo puro”77.

Mientras tanto, y como lo temía Mounier, el movimiento liderado por Izard se distanciaba cada día más de la revista y de su objetivo último: asegurar las exigencias de lo espiritual. Izard, Déléage y Galay, empeñados en una acción más urgente de tipo político, publican el manifiesto del nuevo movimiento en febrero de 1933, en el que se declaran como una fuerza que intentará ir más allá del capitalismo y del marxismo. Mounier los apoya, aunque sigue teniendo sus diferencias y sus temores. Posesionado en el principio de que toda acción política es impura por necesidad78, reprocha a Izard a sus compañeros que no se orienten por un espíritu auténticamente revolucionario, y que se dejen llevar por un cierto oportunismo. Por su parte, Izard reprocha a Mounier una especie de puritanismo político. La ruptura anunciada se consuma en julio de 1933, cuando Esprit publica una nota firmada por Mounier e Izard dando a conocer a los lectores dicha separación.

Poco tiempo después, en noviembre de 1934 concretamente, la Tercera Fuerza se une con el Frente Común, fundado el año inmediatamente anterior por Gaston Bergéry, diputado del grupo radical y que luchaba contra el fascismo, naciendo un nuevo movimiento que se denominará Frente Social. Mounier sintió profundamente esta decisión y expresó

76 Ibídem, p. 505.77 Ibídem, p. 506.78 Véase la comunicación dirigida a Georges Izard el 23 de marzo de 1932 (Ibídem, pp. 491-

493). Por otra parte, toda esta temática está desarrollada especialmente en el apartado denominado, Por una técnica de los medios espirituales (E. Mounier, Révolution personnaliste et communautaire, op. cit., pp. 314ss).

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su completo desacuerdo: “Esprit y la Tercera Fuerza han estado demasiado estrechamente unidos, le escribía Mounier a Izard, como para que no esté obligado a decir por medio de una nota en diciembre, que no hemos tenido nada que ver con la decisión (…)”79. El 22 de noviembre de este mismo año Mounier escribía: “La Tercera Fuerza ha muerto”. Seguido de un breve análisis sobre las razones que pudieron llevar a la obra de Izard, a lo que él veía como un fracaso, entre otras, la de haber permitido que el entusiasmo político se pusiera por encima de la vocación espiritual, concluía: “Una nueva etapa ha comenzado verdaderamente alrededor de Esprit con la reorganización de los grupos esbozados al comienzo de verano, reorganización que hoy marcha muy bien”80.

Efectivamente, con el anuncio de esta ruptura, aparece en el mismo número 10 de Esprit, la noticia de la constitución de los Amis d’Esprit81, red de círculos de amigos en las principales ciudades francesas y en algunas ciudades extranjeras, que tienen como finalidad promover el estudio de temas de interés común, y que se convertirán muy pronto en una de las fortalezas de Esprit. Hacia 1935, ya se sabe del éxito que tienen estos círculos y en los que participan personas como Maurice Merleau-Ponty, Jean Lacroix, Pierre-Henri Simon, entre otros. Por este mismo año, se organizan encuentros anuales en localidades cercanas a París entre responsables de los grupos y el comité central de la revista.

Como se ha dicho más arriba, Mounier quería hacer de Esprit algo más que una revista. Los grupos Esprit materializaban de manera bastante clara esta idea original: “(…) La revista no es una revista en el sentido ordinario de la palabra, sino la punta y el cuadrante de una actividad espiritual múltiple, creo imposible separar las dos cosas (…)”82. Y a

79 Ibídem, p. 559.80 Ibídem, p. 560. Ya el 8 de abril de 1932, Mounier le escribía a Jerómine Martinaggi, a

propósito de estos grupos: “Intento crear en tantas ciudades como pueda un grupito de trabajo que recibirá el resumen de las reuniones del comité central, intercambiará con él sus sugerencias, discutirá, tomará iniciativas, propondrá, dará conferencias, hablará, hará propaganda, contradirá. (...) ¿Quieres ser la primera de Esprit en Casablanca?” (Ibídem, pp., 494-495).

81 Véase también, Ibídem, p. 560. 82 Ibídem, p. 491.

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Jéromine Martinaggi le escribía,

No obstante, voy a pedirte una pequeña parte de tu vida. Esprit no será solamente una revista: fundar una revista es una evasión muy cómoda. Quiero que sea también un circuito de amistades activas, inclinadas según su vocación hacia una colaboración intelectual o hacia la acción sobre la opinión. Intento crear en tantas ciudades como pueda un grupito de trabajo que recibirá el resumen de las reuniones del comité central, intercambiará con él sus sugerencias, discutirá, tomará iniciativas, propondrá, dará conferencias, discutirá, hablará, hará propaganda, contradirá. En fin, ya ves, muchas cosas. (…)83.

Con el lanzamiento de Esprit, se iniciaba así una carrera meteórica hacia el reconocimiento tanto del propio talento de Mounier, como del movimiento Esprit en general, pero también, y de manera más global todavía, hacia lo que muy pronto comenzaría a conocerse como movimiento personalista y comunitario. La obra emprendida impone a Mounier una constante actividad. Lo vemos desde entonces escribiendo, dando conferencias, haciendo nuevos contactos, manteniendo su correspondencia en lo posible al día84. Pero será precisamente con la creación de los grupos Esprit, o como él mismo los llama, ‘amigos de Esprit’, que su actividad se multiplicará, viéndose obligado a viajar constantemente, convirtiendo el tren, la estación o la casa de un amigo en improvisada oficina, desde donde escribe, envía telegramas, revisa textos, lee, programa actividades de unos y de otros, evalúa.

“El grupo de amigos de Esprit se crea para asegurar una doble colaboración, espiritual y material, entre la revista, sus redactores, sus abonados, sus lectores y simpatizantes”85, reza el encabezado de la constitución de dicho grupo. A lo largo de todo el texto se definen

83 Ibídem, p. 494.84 Ya en abril de 1932, Mounier podía escribir a su amigo André Deléage: “.(…) El miércoles

envié treinta cartas a Francia y quince al extranjero para suscitar grupos y hacer avanzar las suscripciones (…) El miércoles haré mi sexto viaje en diecisiete días para reuniones de Esprit, es decir, tres mil seiscientos kilómetros …”. (Ibídem, p. 498).

85 Sobre la constitución de estos grupos, véase Esprit, 1 de julio de 1933 (Citado por C. Díaz, op.cit., p. 124).

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no solamente las reglas de juego de tales grupos, sino que se explicita claramente lo que intentará ser Esprit. El parágrafo correspondiente a la colaboración espiritual es particularmente significativo: “Esprit no es un círculo de cultura, sino un hogar de amistad; no aspira a amueblar ocios, sino a comprometer vidas. Esprit no es una propiedad, Esprit no es un papel impreso. Esprit no es una capilla. Esprit no es entretenida. Esprit no es una revista. Esprit es una comunidad”86. Mounier procuró conservar este propósito casi escrupulosamente. Así se mantuvo siempre en su mente, y procuró que lo fuera en la realidad de cada día. Esprit quería que fuera un aporte modesto pero significativo, y un testimonio, puestos al servicio de la comunidad de los hombres, a la que todos los seres humanos, según él, están llamados.

Como se viene mostrando, la vida de Mounier está tan íntimamente unida a su obra, que es prácticamente imposible tratarlas por separado. A partir de la fundación de Esprit, especialmente, se consolida esta unión de tal manera que la revista se constituirá desde entonces en expresión directa del movimiento Esprit, y muy especialmente, de la persona de Mounier y de su intensa actividad. Su primera gran obra, Revolución personalista y comunitaria, se fue formando a través de entregas a la revista desde el primer número en octubre de 1932 y hasta 1935, cuando se publica en forma de libro. Este hecho puede explicar el que dicha obra, más que un tratado sólido de la temática enunciada, sea más bien una colección heterogénea de artículos, a veces discontinuos, pero que, sin embargo, como veremos, contienen ya en germen las grandes directrices de la obra de Mounier.

Como hemos indicado anteriormente, esta obra pertenece a la etapa denominada “doctrinal”, que corresponde no sólo a aquel particular periodo en la vida de Mounier, sino también a los primeros años que suceden a la gran crisis de 1929. Por estas razones, hemos querido darle un especial tratamiento, procurando descubrir en ella la lectura que hace Mounier de lo que él mismo denominará “crisis de civilización”, y su propuesta “hacia una nueva civilización”. En el tercer capítulo de este trabajo dedicaremos una especial atención a esta obra.

86 Ibídem. El subrayado es nuestro.

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En 1935, Mounier contrae matrimonio con Paulette-Elsa Leclercq, a quien había conocido dos años antes en uno de sus viajes a Bélgica, y se traslada a vivir a Bruselas, desde donde reparte su tiempo entre algunas clases en el Liceo Francés de esta ciudad y la dirección de Esprit. Situamos, por esta época, el comienzo de la Tercera etapa de la vida del pensador francés en la que se desarrollará la mayor parte de su obra.

3. TERCERA ETAPA: 1936-1950

La mayor parte de la obra de Mounier se desarrolla en el período que va desde 1936 hasta 1950. Esta etapa, hemos indicado, se caracteriza especialmente por un giro bien marcado hacia el compromiso, entendido este en un sentido político, pero también en el sentido de radicalidad evangélica. En una conferencia pronunciada en noviembre de 1944, Mounier distinguírá dos fases sucesivas de Esprit antes de la guerra. Un período doctrinario (1932-1934) y un período de compromiso a partir de 193487. Sin embargo, este período de compromiso se ve mucho más claro a partir de 1935, cuando “comienza a ponerse en acto, como opina Carlos Díaz, lo que Mounier llamaba ‘técnica de los medios espirituales’, consistente en oponer al “desorden establecido” el testimonio público de candidatos honestos (…) frente a otros corruptos”88, y sobre todo, hacia 1936, año marcadopor la formación del Frente Popular antifascista de Francia89, y por

87 Cf. G. Goisis - L. Biagi, Mounier: Fra impegno e profezia, Gregoriana: Librería Editrice, Padova, pp. 463-497, 1990. Esta conferencia intitulada, Les cinq étapes d’Esprit, fue publicada en Dieu vivant, nº 16, 1950. Aquí citamos la versión italiana.

88 C. Díaz, op. cit., p. 13889 Ya en octubre de 1935, Esprit declaraba: “…dos bloques ideológicos extremos se

interponen en este momento en la elección de todos los franceses que desean comprometerse en la salvación del hombre. Uno, el Front nacional… se apropia de la terminología de los valores espirituales, frecuentemente autorizado por una incontestable fidelidad privada a tales valores, pero la une a la causa insostenible de los egoísmos económicos y nacionales. El otro, el Front populaire, se apropia de la terminología de la justicia social, frecuentemente autorizado por una fidelidad cívica incontestable a tal justicia, pero la une a ideologías que nosotros rechazamos, a corruptores que no merecen las causas de las que se hacen abanderados” (Declaración colectiva Notre Humanisme, Esprit, octubre de 1935). Ver: Mounier en Esprit. La actitud de Mounier y de Esprit en general hacia el Front Populaire fue evolucionando desde una posición inicial de reserva a una sucesiva “adhesión crítica” (Cf. M. Winock, op. cit., p. 120).

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la guerra civil de España. “Acontecimientos que llevan a la revista a acercarse cada vez más a los problemas (…)”90, y a comprometerse con ellos en una acción más directa. Luego, tanto el desarrollo de la guerra de España, como la Segunda Guerra Mundial no harán más que impeler al movimiento Esprit en general, y a Mounier en particular, a vivir en las zonas habitadas de la realidad, haciendo del compromiso no ya solamente una opción sino una condición de coherencia moral.

Pero, como afirma Michel Winock, Mounier reconoce que la causa que motiva este paso de la fase doctrinal a la del compromiso, no solamente se encuentra en los acontecimientos exteriores citados, sino también en un factor interno. Se trata de la influencia de un nuevo miembro del equipo: el joven filósofo alemán de origen judío, Paul-Louis Landsberg91. Su participación en debates filosóficos sobre temas de actualidad, o en sus estudios publicados en Esprit sobre la idea cristiana de la persona (diciembre de 1934), sobre el compromiso personal (noviembre de 1937) o sobre el sentido de la acción (octubre de 1938), merecieron una especial atención por parte de Mounier. Hoy muchos creen que Landsberg fue el autor más lúcido que tuvo la revista Esprit, y que influyó más decisivamente sobre Mounier y el movimiento personalista naciente, en aquel periodo anterior a la guerra92.

Ya en febrero de 1936 Mounier muestra un gran interés por los aportes que Landsberg podrá hacer en los grupos de estudio sobre “la filosofía

90 Ibídem, pp. 136-137. 91 Cf. M. Winock, op. cit., pp. 130-131. P. L. Landsberg nació en Bonn en 1901. Fue

discípulo de Husserl y de Max Scheler. Tras la subida al poder de Hitler en 1933, viaja a España y enseña en la universidad de Barcelona. En 1936, mientras dirige un curso en la universidad de Santander se conoce del estallido de la guerra civil y pasa a Francia, donde comienza a participar muy cerca en Esprit. En 1943 es detenido por la Gestapo y muere en el campo de concentración de Oranienburg en 1944. Ver también, E. Mounier, Le cinque tappe di Esprit, en, op.cit., p. 471. Las posiciones de P. L. Landsberg sobre el personalismo se encuentran en su libro Problèmes du personnalisme, ed. Seuil, París, 1952.

92 Cf. G. d’Oliveiras-Martins, Una pensèe pour la démocratie en Europe, en Emmanuel Mounier, Actes du colloque tenu à L’UNESCO: Emmnuel Mounier, L’actualitè d’un grand tèmoin, sous la présidence de Paul Ricoeur et Jacques Delors, vol. I, ed. Parole et Silence, París, 2000, pp. 181-187.

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personalista-comunitaria de nuestro movimiento”93. Y en la carta que Mounier le escribe a José María de Semprún Gurrea, con motivo de la guerra de España, reconoce que se ha hecho ya clásico entre ellos el artículo sobre el compromiso, del joven filósofo alemán94. Mounier cree que éste les ha ayudado a superar el “purismo” de los primeros años de Esprit, encaminándolos definitivamente hacia la toma de decisiones importantes, evitando así sustraerse de los compromisos reales que los acontecimientos históricos exigen. L’engagement (el compromiso) se va convirtiendo para Mounier en la actitud más coherente con la propia vocación personal y con las exigencias de la historia.

Una mención especial merece aquí la posición de Mounier ante la Guerra Civil de España. Esta es una ocasión para conocer los planteamientos de Mounier en un momento puntual en el que “todo está en juego”, ante la realidad de la guerra. La preocupación de Mounier por intentar responder a cada situación histórica, o lo que él mismo llama la necesidad de actuar con “inteligencia histórica”95, se va haciendo más explícita. Desde el primer momento, Mounier capta un doble peligro. El primero, la guerra en sí. Un conflicto fratricida que enfrenta al gobierno republicano —que, como subrayará la revista, tiene la prerrogativa de la legalidad, aunque ha abusado de su poder y ha cometido violaciones especialmente contra los religiosos—, y los franquistas, partidarios de la supresión de las libertades, en nombre de unos principios conservadores y con el aparente respeto de lo espiritual. El segundo, la actitud de la Iglesia ante el conflicto, poniéndose de parte de los golpistas, y comprometiendo su misión96.

En una carta dirigida a Jacques Chevalier el día 24 de octubre de 1936, Mounier y el equipo de Esprit condenan la Guerra de España

93 15 de febrero, a Nicolás Berdiaeff (E. Mounier, Mounier et sa génération: correspondance, entretiens, op. cit., p. 580).

94 Cf. E. Mounier, Les certitudes difficiles, en: Œuvres, vol. IV, p. 31.95 Ibídem, p. 194.96 Cf. E. Mounier, Mounier en Esprit, «Espagne, signe de contradiction», octubre de 1936,

Caparrós Editores, Madrid, 1997, pp. 39ss. Esprit continuó denunciando vigorosamente la « cruzada » franquista en el siguiente número de noviembre y luego también en julio de 1937.

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en estos términos: “(…) nuestra condena radical de esos “santos” que han osado desencadenar una guerra tan espantosa, cuyo horror no puede ser justificado por ningún motivo”97. En el mes de noviembre de este mismo año le escribe a Francisque Gay expresándole, a propósito de un manifiesto sobre la guerra de España, su total disposición de “ayudar a los hermanos que sufren y para evitar nuevos crímenes”98.

En estas circunstancias de guerra, el corresponsal de Esprit en España, José María de Semprún Gurrea, le escribió una carta a Mounier que se publicó en mayo de 1938, en la que le pedía su pronunciamiento. Mounier le responde con una carta que recoge sus planteamientos como director de Esprit, al mismo tiempo que desarrolla algunos aspectos fundamentales de lo que, según él, debe ser la respuesta personalista al problema de la guerra. Sigamos sus planteamientos.

Mounier se refiere, primeramente, a un acontecimiento: la guerra. Y a un acto: la decisión de Semprún de permanecer fiel a las convicciones republicanas y al mismo tiempo la de ser fiel a su vocación cristiana, en la solidaridad. La decisión de Semprún le parece a Mounier un auténtico testimonio de lo que implica el compromiso. A pocos años de la fundación de Esprit y del movimiento personalista, la Guerra de España se ha colocado ante los ojos de los jóvenes fundadores como un acontecimiento que prueba sus fuerzas y sus fidelidades. Mounier afirma que este acontecimiento le ha hecho experimentar que en la vida no se tiene nada seguro, que ella comporta compromisos trágicos, y que ella da sorpresas. La vida es como una aventura, sostiene Mounier, en la que la duda siempre acompañará la marcha, pero en la que, en todo caso, se ha de apostar99.

Los actos de la vida privada suelen estar precedidos por una serena reflexión que los hace actos plenos y oportunos, afirma Mounier. Pero la vida pública, vivida en un mundo hostil, no posee tales condiciones. No obstante, se ha de actuar, se ha de intervenir. Es ilícito en tales circunstancias quedarse en la reflexión no comprometida y aludiendo

97 E. Mounier, Mounier et sa génération: correspondance, entretiens, op. cit., p. 598.98 Ibídem, pp. 602-603.99 E. Mounier, Les certitudes dificiles, en: Œuvres, vol. IV, p. 32.

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al deber ser, cuando la historia, y la propia salvación personal, exigen actuar. Dicha intervención a la que alude Mounier no sólo se refiere al ámbito personal, sino también al social, e inclusive al internacional. Lamenta que Europa no haya intervenido en España, ante la amenaza de los fascismos de derechas o de izquierdas, sabiendo que su intervención quizá habría sido efectiva inicialmente con la mera intimidación100. Mounier teme que el espíritu de violencia y dictadura, presente entre los jefes y dirigentes partidarios de Franco, y “confirmado por los múltiples homenajes a Hitler, así como por los bombardeos a Barcelona, los programas de la Falange, y las costumbres de los militares y los caballeros”101, se imponga definitivamente en el conflicto español. El director de Esprit no oculta este temor de que en lo sucesivo podría dominar en una España franquista un espíritu así, “con su horrible cortejo de delación, terror y mentira. ¡Es a esto, continúa, a lo que se quiere uncir los destinos de nuestra Iglesia!”102. A más de setenta años de estos pronunciamientos podemos releer las palabras de Mauriac, que cita Mounier con firmeza: “(…) ¿cuántos años y siglos necesitará la Iglesia de España (…) para que los hijos de las mujeres asesinadas en Guernica, Durango, Barcelona y en toda España aprendan a no confundir ya la causa de su Dios crucificado y la del general Franco?”103. Y, ante la connotación religiosa que pretendían darle a la guerra, Mounier escribió en 1938,

¿Guerra santa? Sería bastante fácil volver a la fórmula contra nosotros, que combatimos incansablemente desde hace dos años la mística de la guerra santa en España. No a la guerra, continúa Mounier, si guerra significa que nuestra fe personalista ponga en la razón de las armas una confianza ilusoria. No a la guerra, si se trata además de armarla interiormente con el odio y la mentira, de endurecerla contra toda lección y contra toda esperanza que pudiera venir del adversario y si hay que convertir en esquema inhumano de una ideología a un pueblo enfrentado con un drama agotador y, sin embargo, cargado de civilización, de poesía y de miradas fraternales (…)104.

100 Ibídem, p. 34.101 Ibídem.102 Ibídem.103 Ibídem, p. 35.104 Ibídem, p. 205. M. Winock cree que Mounier se esforzó, y con él la revista Esprit, en

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Mounier le manifiesta a Semprún que entre este espíritu de índole totalitario y el espíritu del movimiento personalista, no hay competencia posible. En esta misma dirección, actuaría Mounier durante los largos años de la Segunda Guerra Mundial. Ya hacia noviembre de 1938 se pronunciaba contra la dirección que tomaba la historia de Europa con un claro predominio alemán y de hegemonía hitleriana. Calificaba tal situación de sencillamente fatal. Todo indicaba que el hundimiento de la Europa de hegemonía francesa era inevitable105. Mounier piensa que con ella se hunde no una Europa ideal, pero sí aquella que es preferible a una Europa fascista. Ante la amenaza alemana, Mounier propone a los franceses elegir de inmediato entre cuatro líneas de conducta: la primera consiste en la restauración del “status quo”, esto es, detener el movimiento de los fascismos; la segunda, sería optar por la guerra; la tercera, dejarlo todo a la suerte, que en tales circunstancia sería como abandonarse a la catástrofe; y por último, la regeneración integral de todos los órdenes, al mismo tiempo que apoyar una política de salvación europea y de lucha contra los fascismos106.

Mounier se sitúa entre quienes creen que se trata del restablecimiento del status quo (lo que implica al mismo tiempo una lucha explícita contra los fascismos), pero, a diferencia de quienes quieren dicho restablecimiento para conservar el pasado, Mounier lo quiere para despejar el futuro. Un futuro que prefiere sin hegemonías, ni siquiera a favor de los franceses. Y, si se prefiere una Europa sin hegemonías, “es porque rechazamos de nuestros designios sobre Europa, escribe Mounier, toda clase de hegemonía, aunque nos fuera favorable, y con ella rechazamos la política de armamentos, las tácticas de cerco y la psicosis de creerse cercados, la extorsión internacional, la hipocresía de las “amistades” y las “protecciones”, la estandarización del odio y la concentración del poder”107. Al rechazo de toda hegemonía en Europa, le sigue la formulación de un proyecto más o menos difuso:

“combatir la visión maniquea de la opinión católica (francesa e internacional), según la cual la guerra civil de España era un enfrentamiento entre el comunismo y el catolicismo” (M. Winock, op. cit., p. 133).

105 Ibídem, p. 193.106 Cf. Ibídem, p. 194.107 Ibídem, p. 195.

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una Europa Federal108. Mounier apuesta por una Francia comprometida con Europa, especialmente en ese momento, cuando “está amenazada por las consecuencias de sus propios desórdenes, le corresponde más que a nadie servirla y no abandonarla”109.

Hacia noviembre de 1938 hay un amplio sector de Francia que considera inminente la guerra. Aunque saben que es un recurso fatal, parecen resignados. Mounier no pertenece a este sector. Pero tampoco pertenece al grupo de los pacifistas que quieren evitar la guerra a cualquier precio. Aboga porque se pongan todos los medios para evitarla, pero al mismo tiempo que se resista a la prueba de la tentación de la muerte. Mounier considera la guerra moderna como una gran catástrofe: “la guerra es un muro de desesperación, un fracaso y no un recurso”110. Sin embargo, la actitud ante tal amenaza no tenía que pasar por la rendición sino por la energía espiritual para resistir, pues, “la ´fuerza´ de un país no se mide ya por su poderío militar, que puede aplastarlo, ni tampoco por sus ambiciones, sino por su energía espiritual, sostenida por el exacto acoplamiento de sus intenciones con sus posibilidades materiales”111. Tal consideración ha de ser la consecuencia de la fe y no del miedo. Sólo por la fe y la firmeza, los hombres se verán movidos a disponer de todos los medios para evitar ponerse en una situación fatal en la que “la salvación dependerá inevitablemente del ‘a cualquier precio’, del precio de su

108 Según Mounier, pensar en una Europa federal implicaba superar los nacionalismos que comportaban una política de hegemonía, así como la recuperación de la auténtica conciencia nacional de los pueblos. No le parecía posible pensar en Europa mientras se alimentaban sentimientos de superioridad de pueblos o naciones. Sentimientos que no hacían más que agrietar la Europa del presente y amenazar la Europa del futuro (Cf. Ibídem, pp. 193-207). Sin embargo, se debe afirmar que, como bien sostiene Daniel Lindenberg, en su articulo Mounier y Europa, el fundador de Esprit no situó la idea federalista en el centro de su doctrina ni de su acción, y tampoco se entusiasmó por las propuestas de René Dupuis y Alexandre Marc, que abogaban por una revolución de las juventudes de Francia, Alemania y Rusia, o por el pensamiento de Ortega y Gasset, quien escribía hacia 1930 en La rebelión de las masas, que era el momento de hacer de Europa una nación. Ocupar la mayor parte de sus esfuerzos al caso francés, si bien, rechaza las hegemonías, no se ve claro su proyecto de una Europa Federal (Cf. J. M. Coll et. al., Emmanuel Mounier i el personalisme, Editorial Cruïlla, Barcelona, 2002, pp. 110-111).

109 Ibídem, p. 196.110 Ibídem, p. 198.111 Ibídem, p. 199.

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alma”112. Poner todos los medios para evitar la guerra significa para Mounier, ante todo, atacar las causas de la guerra: los desórdenes de los hombres y de las estructuras.

Las circunstancias de guerra que continuaban dándose en España y las amenazas de la guerra en Europa continuaban cuestionando profundamente a Mounier. “Estar en guerra no es solamente ver atropelladas y simplificadas por la urgencia de la muerte las propias decisiones, le escribía a Semprún. Estar en guerra es estar atacado por una plaga, es, incluso aunque la guerra te venga impuesta, entrar en un desorden y sufrir su ley”113. Creía que la salida urgente era luchar sin tregua contra ese mal, conscientes en todo caso de que la lucha implica incluso arrancar el mal que hay en el corazón de todos, y no sólo de los enemigos, también de los amigos. Pues, “la guerra es una terrible asesina de personas. Aún escuchamos los gemidos de la pequeña Juana de Arco en las primeras páginas del Misterio de Péguy, escribe Mounier, si la guerra no matara más que los cuerpos, pero lo peor es que mata las almas”114.

El director de Esprit no duda en afirmar: “la guerra, en cualquier tiempo es una plaga. La guerra moderna es a la vez un cataclismo desproporcionado a toda causa posible y una catástrofe espiritual total”115. Esta afirmación que hace Mounier con la radicalidad de un cristiano que se declaró siempre comprometido con los valores de la paz, no se debe entender en un sentido puramente teórico, sino antes bien, lo declara para referirse a las responsabilidades urgentes de los hombres, y en particular de los cristianos, quienes por su mismo credo siempre puesto de lado de la vida, han de ser conscientes de que “cualquiera que, pues, por voluntad, por imprudencia o por abstención, asuma alguna responsabilidad directa en la preparación directa de la guerra es cómplice de uno de los más graves pecados colectivos de la época. Y la complicidad en la guerra no comienza en quienes quieren la guerra, sino en quienes callan la realidad de la guerra, en quienes

112 Ibídem, p. 197. 113 Ibídem, p. 36.114 Ibídem, 115 E. Mounier, Les chrétiens devant le problème de la paix, en: Œuvres, vol. I, p. 835.

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rebajan la justa evaluación de aquella en la conciencia pública”116. Por esta razón, se debe afirmar que hablar de la legalidad de ciertas guerras no es más que legislar sobre un fracaso. Mounier se sitúa aquí, como en la totalidad de sus pronunciamientos, en el corazón de la Iglesia y habla como cristiano. El dilema de la paz o de la guerra es semejante al dilema que se plantea ante un parto en el que peligran la vida de la madre y la vida del bebé. El médico lo sabe, sólo se podrá salvar la vida de uno de los dos. Pero la solución no está en optar por el camino simple de descartar la vida del bebé para salvar la vida de ella, por ejemplo. El cuerpo médico deberá poner todas las energías, y todo el ingenio para salvar la vida de los dos, a sabiendas de que en el momento crucial habrá que salvar una vida, antes que perder las dos.

Es probable que el dilema entre la guerra y la paz se plantee como dilema entre la guerra y una paz que se obtendrá “a precio de un incremento de la bajeza, de un nuevo retroceso del espíritu cristiano ante las fuerzas anticristianas”117. El cristiano habrá de promover todos los recursos para salvar la paz. Y si se diera la situación en la que se debe elegir entre la guerra y el deshonor espiritual, los recursos de la inteligencia, del ingenio, de la política, deberán desplegarse en su totalidad, no para elegir la guerra o el deshonor, sino para salvar la paz y el honor. Cuando la situación se hace tan trágica que no se ve otra salida que la guerra, esta será en todo caso preferible al envilecimiento o a la autoanulación deliberada118.

Mounier tuvo siempre el temor de que el mundo antes que avanzar por caminos de una paz duradera, tendía a retroceder y la fuerza bruta parecía imponerse cada vez de nuevo. La conclusión que consigna en

116 Ibídem. 117 Ibídem, p. 836.118 Para Mounier el resignarse al hecho de la guerra es ceder al fatalismo. Hacia 1938 escribía:

“tenemos que evitar la guerra a todo trance, pero no a cualquier precio” (E. Mounier, Les certitudes difíciles, op. cit., p. 197). Decía esto último refiriéndose explícitamente a ciertos pacifismos sin compromiso. Y ya insinuaba aquello de : “un país espiritualmente fuerte está dispuesto a sufrir la guerra antes que la servidumbre moral consentida, como un hombre espiritualmente fuerte está dispuesto a elegir la muerte antes que la decadencia. Esto no impide que el primero deba poner todos los medios para evitar la ocasión de la guerra, igual que el segundo deba resistir en la prueba a la tentación de la muerte” (Ibídem).

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su trabajo Los cristianos ante el problema de la paz hacia el año 1939, cuando la Gran Guerra parecía declarada, no consentía ambigüedad alguna: “luchemos como desesperados contra la guerra que viene, no le concedamos ni un ápice de complicidad”119. Y, seguidamente, invitaba a desafiar sus amenazas con la fuerza del cuerpo y del alma. Para él, la Caridad cristiana es el arma con la que se ha de atacar todo belicismo, así como por la vocación terrenal del cristiano se han de rechazar los falsos pacifismos120.

Según el filósofo grenoblés, el elegir la guerra no quiere decir siempre que se es fuerte espiritualmente, como tampoco tal decisión significa que se cuenta con la fuerza militar suficiente para vencer. Siempre se corre el riesgo de no ser proporcionales en tales decisiones. Y, a su vez, el elegir la paz no debe significar que se es menos fuerte, ni espiritual ni militarmente, pues la elección de la paz, se ha afirmado antes, exige igualmente de una energía espiritual y de una lucidez que la guíe. Los partidarios de la guerra no deben confundir sus ánimos con la fuerza espiritual, ni los pacifistas sus desánimos con las condiciones de la paz. La fortaleza espiritual es para Mounier una condición imprescindible para fundar las sociedades, y condición para que ellas no jueguen sin criterio y responsabilidad histórica a la guerra y a la paz. La fuerza del espíritu constituye un valor sin el cual la persona no alcanza su madurez. Dicha fuerza se prueba en las opciones importantes de la vida, como en las más decisivas fidelidades. No es con la fuerza bruta con la que la persona y las sociedades se sobreponen a la muerte, a la inercia material, al sueño vital, sino con la fuerza humana que brota del interior y que se manifiesta en las batallas. La “persona sólo alcanza su plena madurez, escribe Mounier, en el momento en que ha elegido fidelidades que valen más que la vida”121.

Existen circunstancias, sin embargo, en que parece legitimarse la violencia, mirando en todo caso a una justicia. Lo que suele denominarse, “guerra justa”. Esta, afirma Mounier, situándose en el contexto de la conciencia cristiana, debe respetar las condiciones

119 E. Mounier, Les chrétiens devant le problème de la paix, op. cit., p. 837. 120 Cf. Ibídem121 E. Mounier, Le personnalisme, op. cit., p. 473.

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establecidas por la recta doctrina cristiana, para que se justifique la guerra. Mounier establece las siguientes condiciones:

Ésta debe ser primeramente pública, declarada por la autoridad legítima, de acuerdo tanto como sea posible con el pueblo. Debe, en segundo lugar, tener una causa justa, a saber, la reparación de una injusticia grave; además, el motivo de la guerra no sólo ha de ser justo en sí, sino además proporcional a los riesgos y a los males que la guerra puede acarrear. La guerra debe, en tercer lugar, ser hecha con intención recta, es decir, no ser emprendida y conducida más que con vistas a la paz, y a una paz justa122.

La ausencia de tales condiciones no sólo hace ilegal una guerra, sino que con ella la humanidad habrá renunciado al arbitraje de la recta razón y del derecho.

Mounier, y con él, Esprit, mantuvieron siempre una posición crítica ante el problema de la guerra, y en general ante los conflictos internacionales que amenazaban la paz. En una época en la que se preconizaba el valor de la patria y se promovían los mitos nacionalistas, Mounier condena sin ambigüedades las políticas de armamento, defendidas especialmente por amplios sectores de derechas. De la misma manera condena la violación unilateral de los tratados internacionales y anuncia todo su apoyo a “(…) la constitución de un organismo jurídico internacional que tenga autoridad sobre las soberanías nacionales, para servir a la justicia distributiva”123. Ante el hecho dado de la guerra de España, Mounier se plantea dos cuestiones: la primera se refiere a la eficacia de la guerra como medio o recurso de resistencia a la violencia, y se pregunta si las sociedades

122 Mounier establece las siguientes condiciones: “Esta debe ser primeramente pública, declarada por la autoridad legítima, de acuerdo tanto como sea posible con el pueblo. Debe, en segundo lugar, tener una causa justa, a saber, la reparación de una injusticia grave; además, el motivo de la guerra no sólo ha de ser justo en sí, sino además proporcional a los riesgos y a los males que la guerra puede acarrear. La guerra debe, en tercer lugar, ser hecha con intención recta, es decir, no ser emprendida y conducida más que con vistas a la paz, y a una paz justa” La ausencia de tales condiciones no sólo hace ilegal una guerra, sino que con ella la humanidad habrá renunciado al arbitraje de la recta razón y del derecho (E. Mounier, Les chrétiens devant le problème de la paix, op. cit., p 831).

123 Citado por F. Goguel - J. Doménach, op. cit., p. 52.

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y los pueblos no deberían buscar otros recursos menos costosos, física y moralmente. La segunda se refiere al deber de salvar, en una situación de guerra en general, y en particular ante la guerra que sigue destruyendo al pueblo español, o que amenaza seriamente a los pueblos europeos, al mayor número posible de hombres. Se trata no sólo del hecho de salvar vidas físicas, sino también del deber de salvarlas moral y espiritualmente. Mounier se inclina, ante este panorama de la guerra, y su consecuente desgaste del pueblo español, por una cierta presión (y un cierto control posterior) por parte de Europa, que hiciera posible el “cese lo más rápido posible de la guerra como una condición de salvación para la España libre más segura que su doble agotamiento por la intervención extrajera y por la hemorragia de las fuerzas vivas que mañana podrían reconstruirla aún”124.

Ante el abanico de soluciones que se dan en una situación de guerra, Mounier puntualiza ante todo la posición personalista, y afirma que un personalista “sólo puede estar en situación trágica y en estado de acecho”125. Descartando en todo caso, y de antemano, el apoyo a cualquier orientación totalitaria, pero también en oposición a la neutralidad126.

Pero si la Guerra Civil de España afectó ya muy de cerca a Mounier, la guerra desatada por Hitler se convirtió muy pronto en una grave amenaza contra su propio país y contra la nueva sociedad que desde hacía años él y su movimiento venían impulsando. Esprit es tocado de cerca al ver desfilar a la mayoría de sus redactores hacia las filas del ejército, y Mounier mismo es destinado al Servicio Auxiliar127. La revista quedó a cargo de Pierre-Aimé Touchard, eximido de las obligaciones militares por motivos de salud, y quien compartiría la

124 E. Mounier, Les certitudes difficiles, op. cit., p. 37.125 Ibídem, p. 38.126 Cf. Ibídem.127 “Mi defecto en la vista me sitúa en el Servicio Auxiliar, le escribe Mounier a Jacques

Chevalier, en cualquier comisión de retaguardia. No es de esta forma como un cristiano salva su alma cuando el mundo sufre. Querría hacer una petición inmediata para ser incluido en un cuerpo de camilleros” (E. Mounier, Mounier et sa génération: correspondance, entretiens, op. cit., p. 523).

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dirección con Mounier. A pesar de las graves dificultades que implicaba, la revista continuó publicándose y en octubre de 1939 aparece el primer número de tiempos de guerra, que continuará saliendo hasta abril de 1940. Entonces vino la censura y el cierre temporalde la revista128. Por esta misma época, en mayo concretamente, el matrimonio Mounier conoce el diagnóstico definitivo sobre su hija mayor, lo que significaba una nueva prueba de sufrimiento. Mounier siente que un período irreversible de pasión ha comenzado para ellos. Intenta asumirlo como la máxima prueba de su fe. “Llegó la guerra y anegó nuestra desgracia en la gran calamidad común, escribe en agosto de 1940, retomando los dos acontecimientos. Así sumergida, el peso se ha hecho más ligero. La guerra ha deparado a Paulette los momentos más atroces de soledad en septiembre y en abril. Pero, a pesar de estos momentos, esa guerra ha acabado de curarnos de la enfermedad de Françoise. Tantos inocentes desgarrados, tantas inocencias pisoteadas; esta niña inmolada día a día constituía quizás nuestra presencia en el horror del momento. No se puede solamente escribir libros. Es preciso que la vida nos arranque periódicamente de

128 Superando múltiples dificultades, y a pesar de la censura oficial, Esprit reapareció en noviembre de este mismo año, registrándose un gran éxito por el número de lectores, quienes la reciben como “órgano de la independencia y la resistencia” (E. Mounier, Mounier et sa génération: correspondance, entretiens, op. cit., p. 703). Las cosas no mejoran y Mounier tiene que afrontar la mayoría del peso de las publicaciones. “Alrededor de las tres cuartas partes de nuestros colaboradores están prisioneros o aislados en la zona ocupada”, escribe Mounier a algunos de sus colaboradores el 18 de marzo de 1941(Ibídem, p. 698). El 20 de agosto de 1941 volvió a ser prohibida por el gobierno de Vichy. He aquí la comunicación que recibió Mounier de parte del secretario general para la Información y la Propaganda: “Señor Director, siento comunicarle que por decisión del almirante de la Flota, vicepresidente del Consejo de Ministros, queda prohibida en adelante la revista Esprit en razón de las tendencias generales que manifiesta” (Ibídem, pp. 713-714). En esta ocasión Mounier escribe: “ni una sola sombra de tristeza o de amargura. El escenario se desarrolla como lo había previsto y querido. Sólo que ha durado seis meses más de lo que yo hubiera esperado. En estos números de Posguerra he logrado mis dos fines: mantener la fidelidad tan claramente y durante tanto tiempo como fuera posible, sosteniendo los ánimos; establecer el lazo con la nueva generación de los veinte y veinticinco años. Este lazo está tan bien anudado, que en los talleres y demás será grande el escándalo. Nunca he sentido a Esprit tan presente, tan fuerte y tan vivo como esta tarde en que creen que lo han matado. Siento que una fuerza joven crece en mí por esta muerte. Al fin vamos a poder estar callados durante algún tiempo, renovar los corazones y las palabras y dejar olvidar las fórmulas antes de vivir. No dudo de que resucitaré de entre los muertos al tercer día en la forma que Dios quiera” (20 de agosto de 1941, Ibídem, p. 713).

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la estafa del pensamiento (…)”129.

El acontecimiento de la guerra llevó al director de Esprit a revisar todos sus esquemas. Así lo admitía ya en 1941: “ningún esquema previo es admisible: ¿qué pasará mañana? En cualquier caso, nuestra fidelidad de cristianos y de franceses exige una presencia perpetuamente vigilante en el momento histórico”130. La guerra lo ha llevado a experimentar lo imprevisible. Su familia ha tenido que soportar la pobreza, la soledad y el miedo. Mounier ha conocido la persecución y la cárcel131. Y en su propia carne ha sufrido la humillación, el abuso de poder y la proximidad de los totalitarismos contra los que siempre venía luchando. En medio de todas las adversidades, no se rinde. Continúa empeñado en responder con todos los medios posibles a las adversidades que se van presentando. Busca estrategias nuevas para continuar con la publicación de la revista, mantiene el contacto con los corresponsales de Esprit, busca medios para sostener a la familia, e incluso, continúa su labor de escritor, aprovechando los acontecimientos presentes para hacer una lectura histórica fiel, acorde con las circunstancias, convencido de que se debe “estar en el nivel de la historia, lo cual manifiesta una permanente táctica de instauración del bien mediante el mal, de la moderación mediante la aberración…terrible ambigüedad de cualquier fuerza histórica, éste es el drama” 132.

Con la liberación de París, en agosto de 1944, Mounier vuelve a reunir a sus amigos dispersos, convoca a los corresponsales ocasionales, escribe y reanima a los lectores, y anuncia “nuevos tiempos”.. Un nuevo equipo, formado por antiguos y nuevos, se dispone a retomar

129 E. Mounier, Mounier et sa génération: correspondance, entretiens, op. cit., p. 671. 130 Ibídem, pp. 706-707. 131 E 2 de febrero de 1942 escribe a sus padres desde la cárcel de Clermont-Ferrant: “(…)

no creáis que estoy hundido o sin fuerzas. Teniendo el corazón limpio, y la conciencia recta, ¿cómo iba a encontrar motivos para flaquear? Un poco aturdido al principio por lo imprevisto de la cosa, ahora me siento firme. Vosotros conocéis mi ritmo: un golpe de emotividad, fuerte agitación y dominio inmediato de mí mismo. Soy profundamente feliz de haber pasado por aquí. A un hombre le hace falta haber conocido la enfermedad, la desgracia o la prisión” (E. Mounier, Mounier et sa géneration: correspondance, entre-tiens, op. cit., pp. 729-730).

132 18 de mayo de 1941 (E. Mounier, Mounier et sa génération: correspondance, entretiens, op. cit., pp. 708-709).

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los destinos de Esprit. Entre ellos figuran: Touchard, Lacroix, Marrou, Fraisee, Goguel, D’Astorgue, Humeau, Alberg Béguin, Doménach, Jeanson, Paul Ricoeur, Mikel Dufrenne, Beigbeder, Bazin. La aparición de Esprit nuovelle serie se da en diciembre de 1944. Como escribe Carlos Díaz, tampoco durante la Guerra Mundial nada ha logrado desalentar a Mounier. Hacia 1945 la causa parece finalmente ganada. “Como si nada hubiese pasado, Mounier emprende su incesante actividad, y este período de los cuarenta a los cuarenta y cinco años son los de plena madurez de su vida y de su obra”133.

Como bien ha afirmado Doménach, además de los artículos que publica en Esprit y en otras revistas, y de sus contribuciones en la radio, Mounier publica en este periodo las obras que podríamos llamar, propiamente, de madurez. Después de El afrontamiento cristiano (1945)134 y el Tratado del carácter (1946), obras escritas aún en circunstancias de guerra, vienen una serie de obras que dan cuenta de la capacidad filosófica de Mounier y que, además de desarrollar y ampliar temáticas enunciadas en sus primeros trabajos, poseen un gran valor de síntesis y de clarificación. En la Introducción a los existencialismos (1947), Mounier realiza una aguda confrontación con el pensamiento existencialista en el que, por una parte, quiere entrar en diálogo con la corriente existencialista del momento, tanto aquella de raíz cristiana (Blas Pascal, Sören Kierkegaard, Gabriel Marcel), como con aquella de los llamados existencialistas ateos (Jean-Paul Sartre, Martin Heidegger, Albert Camus) y, por otra parte, afirma el pensamiento personalista y comunitario. En ¿Qué es el personalismo? (1947), Mounier reafirma las líneas de fondo del Manifiesto al servicio del personalismo (1936),

133 C. Díaz, op.cit., p. 198. En las obras de este periodo de 1945 a 1950, como afirma Gonzalo Tejerina Arias: “se encuentra casi todo el arco temático que ocupó al pensador de Grenoble. Prácticamente sólo la ausencia de la cuestión del anarquismo se registra en relación al total de sus inquietudes e intereses” (Introducción a E. Mounier, Obras Completas, ed. Sígueme, Salamanca, 1990, vol. III, p. 9).

134 Este libro lo escribió Mounier durante el invierno 1943-1944. Un periodo que representa, como bien anota Paul Ricoeur, una experiencia de pobreza y de ascesis. Es el libro que mejor expresa el tipo de cristiano que fue Mounier. Su idea transversal parece ser la virtud de la fortaleza, tan cara a los Padres de la Iglesia y después a Santo Tomás. No hay duda que detrás de estas meditaciones está la sombra de Nietzsche, que le acosa con la idea del hombre que tiene que ser superado, y al que el cristianismo, ya desvirtuado, no parece que tenga nada que decirle (Cf. P. Ricoeur, op.cit., p. 134).

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enriqueciendo sus enfoques iniciales e intentando actualizar una vez más su búsqueda del sentido total del hombre. El despertar del África negra (1947), constituye, en palabras del mismo Mounier, “un boceto rápido para un pueblo que está a punto de despertar y de dar su primer paso en el camino de la Historia Universal”135.

El personalismo (1949) configura las líneas rectoras del pensamiento de Mounier. De manera más bien sencilla expone su pensamiento ya bastante desarrollado en las obras precedentes, pero esta vez con mayor precisión y con un cariz de madurez, que hace de ella “la mejor introducción posible al conocimiento de la obra y del pensamiento”136. Aquí declara Mounier que el personalismo no es un sistema, pues él asume como núcleo central a la persona que es un ser inabarcable. Es en cambio una filosofía, capaz de determinar estructuras, y puesto que tiene como afirmación central “la existencia de personas libres y creadoras, introduce en el corazón de esas estructuras un principio de imprevisibilidad que disloca toda voluntad de sistematización definitiva”137. Respecto a sus primeras obras, El personalismo propone una visión más articulada de la vida personal138. Mientras en Revolución personalista y comunitaria, Mounier habla de tres dimensiones de la persona –vocación, encarnación, comunión- y en el Manifiesto al servicio del personalismo, articula cinco aspectos caracterizadores de la vida personal –encarnación, vocación, trascendencia, libertad, comunión-, en El personalismo, desarrolla siete estructuras del universo personal: la existencia incorporada, la comunicación, la conversión íntima, el afrontamiento, la libertad, la dignidad, el compromiso.

Precisamente a este periodo pertenecen las obras en las que Mounier desarrolla de manera particular la temática que aquí nos ocupa. Esto es: su concepción de la historia. En El pequeño miedo del siglo XX (1949), afronta temas como la visión apocalíptica del hombre occidental, el problema de la técnica y de la máquina, el cristianismo y la noción de

135 E. Mounier, L’éveil de l’Afrique noire, en: Œuvres, vol. III, p. 249.136 R. Boyer, Actualité d’Emmanuel Mounier, Éditions du Cerf, París, 1981.137 E. Mounier, Le personnalisme, op. cit., pp. 429-430. 138 Sobre la evolución del pensamiento de Mounier, véase la tesis doctoral de N’Kwasa

Bupele: Persone et cultura. Fondements philosophiques et exigences socio-politiques d’Emmanuel Mounier. Pontificia Università Gregoriana, Roma, 1987.

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progreso, y en general el sentido de la historia, temas que se debatían entonces, suscitados especialmente por los hechos dramáticos de la Segunda Guerra Mundial, así como por el impacto espiritual producido por los frutos de la técnica hasta entonces, y sobre los que Mounier se pronuncia para denunciar el catastrofismo vigente y exponer una reflexión serena sobre las grandes posibilidades del hombre. En Cristiandad difunta (1950), Mounier recopila una serie de textos, algunos de los cuales datan ya de 1937, y en los que reflexiona sobre el papel del cristianismo y sus permanentes amenazas. Su particular análisis sobre las Responsabilidades del pensamiento cristiano, lo lleva a proponer una recuperación de las auténticas reservas del cristianismo, a fin de dar una respuesta auténtica, consistente, a las problemáticas siempre actuales del hombre y de la sociedad.

Obviando múltiples datos de carácter histórico, propios de un estudio estrictamente biográfico, presentamos a continuación un breve análisis de lo que fue significando para Mounier y para el movimiento personalista en general este paso que hemos venido exponiendo de una etapa más “doctrinal”, hacia esta última, marcada por el compromiso político.

Como bien afirma Doménach, la gran paradoja de la revista Esprit consiste en que “fundada al margen de la política y casi contra ella, Esprit se fue encontrando cada vez más comprometida en la historia de su tiempo”139. Este hecho es tan cierto que hoy sería imposible definir aquel proyecto sin tener en cuenta los acontecimientos socio-políticos que le acompañaron. Anteriormente hemos hablado de los factores externos e internos que fueron impulsando a Mounier hacia esta nueva dirección: los acontecimientos políticos de Francia y España en 1936 y la influencia de Paul-Louis Landsberg, respectivamente. Se puede afirmar que con el desencadenamiento de la Segunda Guerra Mundial ya no es posible distinguir factores internos y externos. La guerra representa en sentido estricto, El Acontecimiento: una especie de realidad dialéctica que obliga a replantear esquemas que a su vez se convierten en nuevos criterios de lectura histórica.

139 J. M. Doménach, op.cit., p. 124

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Pero, bien vale la pena preguntarnos: ¿en estas circunstancias, qué ha sucedido con el proyecto inicial de Esprit? La respuesta es bastante sencilla y unánime. Esprit supo permanecer fiel a su inspiración fundadora. Precisamente la solidez política que se le suele reconocer hasta en los momentos más complejos, se debe a que Mounier supo “sustraer Esprit a las determinaciones inmediatas y la sitúo en la historia global, y uno de los aspectos más admirables del texto fundamental es esa proclamación de un universal al que las solidaridades concretas van a dar su sustancia política”140.

Como iremos viendo a lo largo de nuestra investigación, incluso desde el apartado dedicado a la lectura que hace Mounier de la crisis del 29, la visión global de la historia y del hombre, permitió a Mounier, digámoslo así, “relativizar” tanto las diversas crisis que tuvo que afrontar a lo largo de su vida, como aquellas que pertenecieron a su generación y que no dudó en situarlas en el contexto de todo el mundo occidental. Mounier vivió convencido de que las crisis no son más que una ilustración viva del mal que aqueja al hombre y a las generaciones, y al cual hemos de enfrentarnos con vigor siempre renovado, huyendo de las claudicaciones, convencidos de que el destino del hombre sobre la tierra depende de nosotros mismos y de la manera como hagamos uso de las reservas del espíritu.

140 . J. M. Doménach, op.cit., p. 125. El subrayado es nuestro.

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La obra de Emmanuel Mounier comienza con una “toma de conciencia” y se desarrolla en el marco de una concepción cristiana del mundo, del hombre y de la historia. Factores estos que explican no sólo la unidad que, como afirma Paul Ricoeur141, se constata a lo largo de toda la obra de Mounier, sino fundamentalmente aquella unidad que constituye su vida personal. “Es casi inimaginable, escribe Albert Béguin, que un solo hombre haya bastado para tantas y tan diversas tareas, pero todavía es más admirable que entre ellas, y mediando su vida personal, Mounier haya logrado establecer una unidad que constituía su mejor fuerza”142. Reconocer dicha unidad es fundamental para comprender a Mounier. Lo es, primeramente, para evitar un acercamiento academicista a su obra, que sería del todo equivocado, pero también porque el tenerla en cuenta nos puede ayudar a situarnos en el ámbito mismo donde se movió Mounier, esto es, en “el acontecimiento histórico”. Tanto que al acercarnos al pensador grenoblés y a su obra, la pregunta fundamental que se habrá de dirigir, no es, ¿qué piensa?, sino, ¿por qué actúa así?

141 Cf. P. Ricoeur, op. cit., p. 120.142 Esprit, 1950 (Citado por L. Guissard, op. cit., pp. 39-40). El subrayado es nuestro.

CAPÍTULO II

TRAS LAS HUELLASDE PÉGUY

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Hemos dicho en el capítulo anterior que Charles Péguy (1873-1914) marcó un hito en la vida y en la obra de Emmanuel Mounier. Este es un hecho que se puede constatar no sólo a través de los datos biográficos con los que contamos, sino también, y sobre todo, a través de sus textos, comenzando por el trabajo que le dedicó al poeta francés y que irá a marcar toda la obra de nuestro pensador.

Teniendo presente los múltiples elementos de carácter biográfico que hemos descrito en el primer capítulo, vamos a intentar a continuación un acercamiento a su trabajo sobre Charles Péguy (1873-1914)143, publicado en 1931 en colaboración con Marcel Péguy y Georges Izaard, con el título de El pensamiento de Charles Péguy. En él podremos descubrir una serie de intuiciones, intereses y preocupaciones que ha venido madurando el joven pensador, no sólo por la gran sensibilidad con que los descubre en Péguy, sino también por la matización que de ellos realiza y por la manera como se va impregnando del espíritu del

143 Charles Péguy, poeta, socialista místico, converso al cristianismo, constituye una de las fuentes más valiosas del personalismo comunitario (Cf. Carlos Díaz, Treinta nombres propios: Las figuras del personalismo, ed. Fundación Emmanuel Mounier, Madrid, 2002, p. 13). Su temprana muerte (ocurrida en combate el 5 de septiembre de 1914, al comenzar la contraofensiva del Marne) en la Primera Guerra mundial truncó su carrera como pensador, polemista, poeta, y activista cristiano. No obstante, los grandes temas que afrontó desde temprana edad, se convirtieron en sugerentes inquietudes para toda una generación que supo descubrir en él un filósofo crítico con las ciencias, abierto al espíritu y al mundo, y sobre todo, promotor de una nueva manera de afrontar los retos de la historia, sobre la base de la fidelidad a sí mismo y a la realidad. Su carrera de escritor comienza en 1897 con la publicación de De la ciudad socialista, seguida de Juana de Arco (1897) y, Marcel, primer diálogo de la ciudad armoniosa (1898). En 1900 funda los Cahiers de la quinzaine, órgano independiente motivado por sus divergencias con los socialistas. Una década más tarde publica Nuestra juventud (1910), obra en la que habla de su conversión al cristianismo y en la que niega que haya oposición entre su anterior socialismo y su fe cristiana. Este hecho es de suma importancia para entender su cristianismo, y particularmente, su comprensión de la Encarnación, no sólo como acontecimiento teológico, sino también como condición de la realidad humana. Este elemento, como veremos, está muy presente en la vida y en el pensamiento de Emmanuel Mounier. En el último período de su vida pública: El misterio de la caridad de Juana de Arco (1910), El pórtico del misterio de la segunda virtud (1911), El misterio de los santos inocentes, El dinero (1913), y Eva (1913). Toda su obra está publicada en editorial Gallimard como Œuvres completes. También existe una edición hecha por Biblioteca de la Pléiade, en tres tomos, así: Œuvres en prose, 1898-1908 (ed. 1959), Œuvres en prose, 1909-1914 (ed. 1957); Œuvres poétiques completes (ed. 1957).

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“poeta de la esperanza”, como se le suele llamar144. Con el paso de los años se ha hecho costumbre el dedicarle a Mounier fórmulas suyas que, a su vez, él había dedicado a Péguy. Este no es de ninguna manera un recurso extraño. Los dos poseen no sólo múltiples elementos en común, sino que a los dos los anima el mismo propósito: “conducir su pensamiento como una acción”145.

El proyecto de elaborar un ensayo sobre Péguy, en el que Izaard se encargaría del pensamiento religioso, Marcel Péguy del pensamiento político y social, y Mounier de la visión de los hombres y del mundo, entusiasmó a este último146. Bajo la guía atenta de Maritain, quien había conocido de cerca a Péguy, Mounier comienza a documentarse especialmente a través de Bergson y de Gilson, pero también visita a la madre del poeta, quien conserva cuidadosamente los recuerdos del hijo147. Mounier va plasmando en su ensayo no sólo intuiciones importantes que descubre en Péguy, sino que lo hace con “un sentimiento de amistad” que le ayuda a captar en profundidad las preocupaciones del poeta. El ensayo obtuvo gratas valoraciones por parte de críticos y aficionados. Todos coincidían en reconocer sobre todo su valor literario, tanto que algunos, como Jean Lacroix, por ejemplo, llegó a afirmar que Chevalier había desconocido el talento literario de su alumno, y sólo lo había conducido por sus intereses filosóficos148. El ensayo muestra ya la capacidad de Mounier para expresar el pensamiento a través de fórmulas sugestivas y llenas de significación. No hay duda que, como lo expresa el mismo Mounier en

144 C. Moix, El pensamiento de Emmanuel Mounier, Editorial Estela, S. A., Barcelona, 1969, p. 15.

145 E. Mounier, La pensée de Charles Péguy, en: Œuvres, vol. I, p. 29. Como sostiene G. Lurol, tanto Péguy como Mounier se sitúan aquí en una línea eminentemente cartesiana. Mounier sabía perfectamente que para Péguy era necesario poner en el acto intelectual el mismo fervor que se había de poner en la actividad política y social (Cf. L. Lurol, op. cit., p. 179).

146 A partir del trabajo sobre Charles Péguy podemos constatar un gran interés de Mounier por adquirir una visión global de la realidad, esto es, del mundo y de los hombres. Es a partir de esta visión, y sólo a partir de ella, que el pensador de Grenoble se detiene en “el acontecimiento”, para situarlo, primero, en el contexto amplio de la historia, y luego, comprenderlo en la realidad concreta de los hombres de hoy.

147 Cf. N. Bombaci, op. cit., pp. 52-53.148 Cf. Ibídem, p. 53.

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el prólogo, su trabajo sobre Péguy lo emprendía como respuesta a una deuda con la historia, e incluso con el arte149.

Si bien Paul Ricoeur sitúa la obra de Mounier entre los años 1932, año de la fundación de la revista Esprit, y 1950, año de la muerte del pensador grenoblés, y afirma que ha visto “con una evidencia aplastante que los escritos de 1932 dan su verdadera perspectiva a toda la empresa filosófica y encierran ya bajo una forma juvenil, virulenta, las intenciones de la obra ulterior”150, nosotros encontramos que en su trabajo sobre Péguy hay tres elementos fundamentales que nos hacen pensar que ya a la publicación de El pensamiento de Charles Péguy, Mounier ha definido las grandes directrices de su vida, que luego serán decisivas para su obra.

En primer lugar, Mounier se siente atraído por la personalidad de Péguy y no duda en presentarlo como testimonio viviente de pensador cristiano comprometido. Fórmula esta que, como se ha indicado más arriba, se puede aplicar hoy justamente a Mounier. En segundo lugar, en la obra de Péguy descubre y resalta Mounier elementos fundamentales que hoy se constatan a lo largo de su propia obra. Citemos los más importantes: la importancia dada a la unidad personal, la sensibilidad por el drama humano, el particular tratamiento que le da a la compenetrabilidad entre materia y espíritu, y sin embargo, la primacía que le da a éste, su pasión por la verdad, su interés por la comprensión de la historia, y finalmente, el puesto que le da a la virtud de la esperanza. Estos puntos los trataremos más adelante. En tercer lugar, Mounier se mantuvo siempre fiel a un principio rector que le atrajo tanto de Péguy: que su quehacer fuera apenas un reflejo de su ser. “Hasta entonces nos habíamos propuesto como misión recordar, escribe Mounier hacia 1938, que no se puede hacer sin ser, e intentábamos ser plenamente hombres; algunos intentaban ser cristianos. Era una tarea bastante considerable, bastante abandonada, para que consagráramos a ella toda nuestra energía”151.

149 Cf. E. Mounier, La pensée de Charles Péguy, op. cit., p. 13. 150 P. Ricoeur, op. cit., p. 120.151 E. Mounier, Les certitudes difficiles, op. cit., p. 32.

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Como se ha afirmado ya, el encuentro con Péguy fue decisivo para Mounier. A partir de Péguy, “Mounier va a definirse y a dirigirse”152. Después de un periodo de incertidumbre, pero ante todo de búsqueda incesante y de sereno discernimiento, se encuentra Mounier con una obra sugerente e iluminadora, con la que muy pronto comienza a identificarse. “Péguy autorizó a Mounier a llegar a ser quien había de ser”, ha escrito Albert Béguin153. Mounier encuentra en Péguy, “ante todo, afirma Doménach, el hombre que no hace divisiones, (...) el escritor militante que toma a su cargo la comunidad, y primeramente a los excluidos de la comunidad, pues ‘ha contraído matrimonio con la pobreza. Ignoraba incluso el deseo de separarse’. Todos los temas capitales, continúa Doménach, (...) se esbozan en estas fórmulas nerviosas... Es que Péguy le revela su fuerza. Le revela también su hermenéutica, la interpretación que fundamenta su filosofía: que el mundo más sustancial está concentrado, que el espíritu está oculto y que la eternidad aflora en el acontecimiento, como lo universal en lo particular”154.

Quienes conocieron de cerca a Mounier, lo describen como un hombre de una gran humanidad y de una espiritualidad evangélica inspirada en el misterio de la Encarnación y en la necesidad de identificarse con los desfavorecidos de la tierra. “Mi Evangelio es el Evangelio de los pobres”, escribe. Siempre “vivió pobre; conoció el sufrimiento en su carne y en su corazón: cuando se empeñó en el diálogo con Camus, torturado como Dostoiewski, por el sufrimiento de un niño que sufre, sabía con un saber punzante la verdad sobre este sufrimiento, la verdad del pobre según la carne y la verdad del cristiano”155. Mounier era consciente de que el valor de una obra radica en el valor de una vida. Por eso creemos que su obra es inseparable de su vida y su primera verdad es su propia vida, su testimonio.

152 J. M. Doménach, op. cit., p. 41. 153 Citado por J. M. Doménach, op. cit., p. 41. 154 Ibídem., p. 42. 155 L. Guissard, op. cit., 201. Este autor ha afirmado que Mounier pudo tomar partido por

los pobres porque él mismo fue pobre, se hizo pobre, y sufrió la injusticia y la opresión. Pero también, porque comprendió el mensaje del Evangelio, y las enseñanzas de Cristo fueron constituyéndose para él en la regla de su vida (Cf. L. Guissard, op. cit., p. 33).

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El pensamiento de Charles Péguy constituye su obra “definitiva” sobre dicho autor156. Como sostiene J. M. Doménach, la llamada que recibió a través de Péguy fue tan decisiva que no podía reducirlo a un objeto de comentarios. Tampoco intentó copiar su estilo. Sencillamente lo asimiló. “Por medio de él, se definió. Aquello fue como una confirmación; Mounier se puso en marcha y nada lo detendrá”157. Esta particular identificación con la obra de Péguy la expresa inicialmente en las casi ciento cincuenta páginas que comprende su trabajo sobre él, no porque se haya “erigido en abogado de su causa”, sino porque descubrió en él ante todo el hombre que quiso “llegar a ser lo que se es”158. A lo largo de su obra posterior se irá descubriendo igualmente que muchos de los grandes temas que la componen, forman parte del marco conceptual de Péguy, y de sus más vivos intereses.

El prólogo de La pensée de Charles Péguy constituye, por sí sólo, una descripción sucinta de la personalidad de Péguy. Mounier quiere hacer ver que no se puede hablar de la obra de Péguy como de aquello que él hizo, sino como de lo que él fue: un poeta grande y un pensador profético. Péguy es, primeramente, un místico comprometido con la causa de los pobres, a quien no se le puede comprender sino por la vía de la mística y de la pobreza. Todo esfuerzo por descubrir la fuerza de su vida y la verdad de sus conceptos, es vano si se hace con meros criterios intelectuales, porque vivía en un mundo nuevo, invisible. Fue ante todo, escribirá Mounier, un hombre de Dios que renunció a todo, incluso a su propia vida. Nunca pretendió ni siquiera producir nada, sólo procuraba servir, y por este “camino luminoso, que él sembró de

156 En febrero de 1939 Mounier vuelve a escribir un pequeño artículo a propósito del Pacto de Munich, “por el que Francia e Inglaterra aceptaban la anexión de Checoslovaquia por parte de la Alemania nazi. Mounier y la revista Esprit denunciaron el escándalo moral de esta conexión (…)” (Antonio Ruiz, en: Mounier en Esprit, Caparrós Editores, Madrid, 1997, pp. 53-54). En él se identifica con las posiciones de Charles Péguy. Al mismo tiempo, constituye este artículo una confesión de lo que Péguy seguía significando para él y para la revista. “Desde que nació la revista, no hemos abusado de las referencias a Péguy. Le debíamos demasiado para hacer de esta deuda una valla publicitaria. Teníamos un sentimiento demasiado exacto de su talla, un respeto demasiado vivo de su riqueza, abundante e inacabada a la vez, como para consumir quizás un desvío y asumir en cualquier caso un ridículo especialmente odioso al reivindicar su herencia (…)” (Cf. Ibídem, p. 54).

157 J. M. Doménach, Ibídem, p. 42. 158 E. Mounier, La pensée de Charles Péguy, op. cit., p. 46.

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ideas y de poemas”159, se estableció en el clima de la donación160.

Desglosemos a continuación los aspectos que hemos anotado más arriba y que Mounier resalta en la obra de Péguy, que luego descubriremos siempre presentes en la obra posterior del pensador de Grenoble, así como lo estará en la de toda aquella generación que supo encontrar en ese cristiano combativo un pionero y un maestro, pues como afirma J. Lacroix, Péguy es el maestro de toda una generación161.

1. Unidad personal

Por el testimonio directo de Mounier, pero también por la influencia que se descubre en toda su obra, se deduce que el encuentro con Charles Péguy marcó definitivamente su vida y su obra. Tres factores básicos pudieron influir para que Mounier descubriera en Péguy a aquel hombre que era más que un autor de libros, y se identificara de manera tan radical con él. El primer factor es, sin duda alguna, la propia personalidad de Mounier. Hacia 1928, a la edad de 23 años, era ya un joven atraído por las grandes causas. Su propio carácter y su esmerada formación humana y cristiana, así como el período histórico en el que le ha tocado vivir, caracterizado por una profunda crisis de valores, fueron despertando en él la necesidad apremiante de servir, de luchar, de entregarse. En Péguy parece haber encontrado un testimonio de aquello que él mismo anhelaba ser. Sin duda, como

159 Ibídem, p.15.160 Cf. Ibídem, pp. 13-16. 161 J. Lacroix, Itinéraire spirituel, Bloud et Gay, París, 1937, p. 8. Se refiere sin duda al

hecho de que Péguy constituyó para aquellos jóvenes pensadores cristianos una de las fuentes de inspiración más vivas. La invitación de Péguy a emprender con urgencia una revolución que coincidía con la revolución cristiana, fundada en la afirmación de la justicia, como obra del espíritu, atrajo a jóvenes inquietos, que a la manera del mismo Péguy, emprendieron “la reivindicación de una filosofía abierta al espíritu y al mundo, crítica con el mecanicismo de las ciencias y beligerante con el determinismo que se deriva con respecto al hombre, que llega a eclipsarle. En esta línea reflexiva, la posición filosófica más coherente será la que vive apegada a la realidad de las cosas, aunque se caiga en un anti-intelectualismo coyuntural que no se opone a la inteligencia, sino que apuesta por la unión entre ser y vida, y huye de la realidad abstracta” (L. A. Aranguren, El reto de ser persona, ed. B.A.C, Madrid, 2000, p. 13). Este aspecto ha sido tratado también por M. Winock, op. cit., cf. especialmente, pp. 15-25.

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afirma Nuncio Bombaci162, sus raíces campesinas, el testimonio de sus abuelos trabajadores y la condición modesta de su familia, ha contribuido a producir en el joven Emmanuel una actitud reflexiva desde muy temprana edad. Hacia 1936 expresará el mismo Mounier, a través de la metáfora del lago de montaña, los rasgos esenciales de su personalidad, cuando con cierta timidez se compara con aquel lago que se forma entre rocas, que parecen una muralla de acero, y en el que la superficie no deja ver ni una arruga, con una extraordinaria nitidez, y sin embargo, en el fondo, un torrente que ruge163. Leyendo los primeros trabajos de Mounier el lector se siente efectivamente frente a un joven de grandes inquietudes, de creatividad, de interés por la causa de los hombres y, en definitiva, con un deseo ardiente por “intervenir” en la historia.

El segundo factor es la necesidad que Mounier sentía de encontrar un guía que le ayudase a conducir su pensamiento y su acción. “Nos asomamos al borde de esa vida tan cercana, escribe, para adivinar en ella las promesas que maduran en nosotros”164. Charles Péguy le entusiasma desde el primer momento. Lo descubre en un período de especial búsqueda y después de entrar en contacto con la teología mística que había tenido un reflorecimiento en Francia entre finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX. A través de Henri Bremond, Mounier entra en contacto con la mística del siglo XVII y de una manera especial con los místicos españoles, entre ellos, San Juan de la Cruz y Juan de los Ángeles.

Sus primeros acercamientos a la obra de Péguy se dan en torno a los debates organizados por J. Daniélou, quien interesado en constituir un grupo de amigos del poeta, muerto mientras combatía en la batalla de Marne, convoca a jóvenes inquietos a conocer su pensamiento y su personalidad. Mounier nos sitúa su encuentro definitivo con dicho autor precisamente en este período.

162 Cf. N. Bombaci, op. cit., pp. 11 ss.163 E. Mounier, Mounier et sa génération: correspondance, entretiens, op. cit., p. 411.164 E. Mounier, La pensée de Charles Péguy, op. cit., p. 14.

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Ya a finales de noviembre de 1929 acuerdan con Marcel Péguy, hijo del poeta, colaborar, como hemos indicado más arriba, en un proyecto sobre Charles Péguy. Así se pronunciaba Marcel a propósito del proyecto: “hace mucho tiempo que deseo un trabajo de conjunto sobre la doctrina de mi padre. Sobre todo, acerca de la política hay cosas que son simples notas, pero terriblemente precisas, que mi padre no pudo nunca reunir en un haz (…)”165.

Se ha escrito que Charles Péguy “autorizó” a Mounier a dar el paso decisivo: ser él mismo. La coincidencia de muchos aspectos de la vida de los dos pensadores ha hecho hablar de “destinos paralelos”166. Nosotros, sin embargo, sostenemos la tesis de que Mounier descubrió en Péguy ante todo un testigo. Admiró de él, desde el primer momento, su opción por la pobreza y su coherencia de vida, y a través de él aprendió a descubrir lo esencial. Una deuda valiosa de Mounier con el poeta fue, igualmente, como lo afirma Bombaci, su orientación por la filosofía de Bergson. Mounier le debe igualmente a Péguy, autor de una Nota sobre Bergson y la filosofía bergsoniana, “su orientación política lato sensu”167, así como también, y especialmente después de leer su Misterio de la esperanza, su fascinación por Juana de Arco168. De ella, “interioriza Mounier la atención por El Acontecimiento, la centralidad del misterio de La Encarnación en la experiencia cristiana, la acentuación de la virtud de la esperanza, que en su pensamiento animará el optimismo trágico, la capital distinción entre mística y política, la aversión por el mundo del dinero tan caro al burgués, la exigencia de disociar el cristianismo de los compromisos con dicho mundo”169.

Sin duda alguna, Péguy ha suscitado en Mounier el interés por aquella ciudad personalista, parafraseando el título de una de las obras de Péguy, La ciudad armoniosa, en la que conviven los valores de la persona con los valores de la sociedad. Además de Péguy, le aportan a Mounier

165 E. Mounier, Mounier et sa génération: correspondance, entretiens, op. cit., 453. 166 N. Bombaci, op. cit., p. 51.167 Ibídem. 168 Cf. E. Mounier, Mounier et sa génération: correspondance, entretiens, op. cit., p. 446. 169 N. Bombaci, op. cit., p. 51.

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elementos importantes en el diseño de su proyecto personalista, autores representativos del socialismo francés170, especialmente Proudhon, quien le orientará su especial confrontación con el mundo moderno, pasando de un cierto pesimismo al que tendía Péguy en este punto, a una actitud más optimista, caracterizada más por la apertura al futuro que por la nostalgia del pasado. Una permanente y recíproca influencia se dará igualmente entre Mounier y Maritain, pensador este último que mantendrá un vivo interés por la acción política de los cristianos.

Pero será a lo largo de su estudio sobre Péguy, que Mounier puede ir develando las múltiples razones por las cuales aquel poeta y pensador comprometido produjo tanto impactó en él. La más importante de ellas es, sin duda, la unidad que descubre en Péguy entre el hombre que piensa y el hombre que actúa. “Péguy no establece diferencias entre su obra y él mismo”: ‘yo digo lo que escribo. Escribo lo que digo’. Ahí es donde hemos ido a reconocerlo”171. Son innumerables las citas a lo largo de todo su libro en las que se subraya dicha unidad y en la que sitúa uno de los grandes méritos de Péguy. Como hombre, como pensador, como creyente, se le descubre coherente y fiel a sí mismo. Péguy era consciente de esta unidad que constituía su propia persona, no solamente porque con ella garantizaba la fuerza que lo movía a comprometerse con la causa de los hombres, sino porque ella es primeramente la condición para ser hombre. “En efecto, escribe Mounier, no habría tolerado, ni siquiera comprendido, que se intentase separar en él al pensador del hombre. Con el mismo impulso pensaba su vida y vivía su pensamiento, que se cruzaban la una sobre el otro como dos manos juntas para una misma plegaria”172. Mounier reconocerá siempre que esta amistad procurada entre un corazón que siente y una mente que piensa se había fraguado en Péguy hasta hacer de él una personalidad seductora.

Mounier, consciente de que la edad contemporánea es una época de divisiones consentidas, sabe intuir en Péguy el valor intrínseco

170 Ibídem, p. 52. 171 E. Mounier, La pensée de Charles Péguy, op. cit., p. 14172 Ibídem, p.20.

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y poderoso de su unidad. Sabe él que las grandes divisiones de la humanidad se gestan en el corazón humano. Como también es consciente de las dificultades por las que tiene que pasar un hombre que busca la unidad armoniosa de su propio ser. Una unidad que, sin embargo, no se garantiza con la mera preocupación por actuar como se piensa, sino que exige también la unidad entre su vida interior y las responsabilidades irrenunciables del mundo y de los hombres. Ser hombre y asumirlo con todas las consecuencias es el primer desafío de todo ser humano. Péguy lo ha comprendido así y no duda en reconocer que esta es una causa universal: “las dificultades que cuentan para él, afirma Mounier, no son las de una capilla, de una escuela o de un casta, son las mismas que cuentan para todos, y cada uno puede reconocer en la suya su propia humanidad”173.

El tercer factor que, creemos, influyó para que Mounier recibiera un tal impacto por parte de Péguy, tiene que ver con la muerte de su gran amigo Georges Barthélemy en enero de 1928 y que le produjo una profunda crisis. Aquella muerte significó para Mounier un drama profundo. Así se refería a este hecho en una carta a su amigo Renée Barbe en noviembre de 1928:

(…) Llegué a París con un alma y unos nervios más que tensos. ¿Por qué? Habría que remontarse muy lejos y explicarte por lo menos seis meses de vida interior. En ella he encontrado desde el primer paso, después de las vacaciones que fueron como una infancia en un jardín, la presencia alucinante de un amigo cuya muerte no fue solamente una herida afectiva abierta todavía, sino un drama metafísico que se extendió lentamente hasta recubrir para mí la metafísica y por este manto de humanidad extendido sobre las cosas divinas se han ido a mis ojos el cielo y la tierra mediante esa capa de humanidad extendida sobre las cosas divinas”174.

Aquel es un periodo de particular sufrimiento en el que Mounier aprende que es precisamente a través de la duda y el dolor que se

173 Ibídem, p. 15. 174 E. Mounier, Mounier et sa generation: correspondance et entretiens, op. cit., p. 439.

“Péguy le confirma, escribe Doménach, en esa actitud mística que le ha permitido superar el duelo por su amigo: el aprendizaje del abandono es el camino de la realización auténtica” (J. M. Doménach, op.cit., p. 42).

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abren los caminos de Dios. Si bien nadie quiere el sufrimiento, este le ofrece al hombre ocasiones ricas para el encuentro consigo mismo, con la vida y con las cosas, además le ayuda a crecer y a madurar. La muerte de su amigo Georges se le va revelando poco a poco como una llamada por la cual siente la necesidad de dar un giro, especialmente en su vida intelectual y religiosa. “Tengo la impresión, le escribe a su amigo Jean Guitton en agosto de 1928, con una de esas certezas más allá de las almas, de que mi amigo Georges me ha dejado un conjunto de herencias espirituales. (…) Sea lo que fuere, siento que no tengo derecho a ordenar mi vida como si la suya no hubiera sido rota (…)”175. Esta experiencia de sufrimiento marcará profundamente la personalidad de Mounier, y le hará especialmente sensible al sufrimiento humano, experiencia que descubrirá muy pronto en la vida y obra de Charles Péguy.

Es precisamente en este periodo que se da el encuentro definitivo con la obra del poeta. Antes de decidirse por un tema para su tesis doctoral, decide elaborar un trabajo sobre Péguy, movido por la gran fascinación que este le ha producido. En mayo de 1930 le escribiría a Jeromine Martinaggi, evocando la muerte de su amigo y a propósito de su libro que pronto saldría a la luz: “Apenas llegué aquí (a París), luchando contra las primeras soledades, perdí el mejor de mis amigos: una muerte después de una vida desolada como caminos de fábrica bajo la lluvia. Fue el comienzo de una gran crisis de angustia. Péguy me salvó de ella. Ahora comprendes mi libro”176. El libro se publicó en 1931, en la colección “Le Roseau d’or”, dirigida por J. Maritain, y dedicado a la memoria de su amigo.

2. El drama humano

No había nada que preocupara más a Péguy que el drama humano. Mounier fue sensible a esta preocupación y se sintió identificado con el poeta: “Se ha dicho que las ideas le aburrían, escribe Mounier. Eso es falso; pero no les prestaba atención sino por el lado en que afectan

175 E. Mounier, Mounier et sa génération: correspondance et entretiens, op. cit., p. 436.176 Ibídem, p. 468.

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al drama del hombre”177. En esta preocupación se centra toda su obra, a través de la cual realiza una crítica directa contra tres frentes bien definidos: la ciencia, la política, la religión. No sólo tenía aversión a los convencionalismos del mundo académico, sino que se oponía con todas sus fuerzas a una ciencia alejada de la realidad humana, incapaz de ir al encuentro de los hombres. Así mismo, desde su militancia como socialista se opuso a la manera aburguesada y partidista de entender la política. Siguiendo a Juana de Arco, aboga por una militancia política que reclama la grandeza de Francia. En sus escritos denuncia permanentemente la degradación de la política, que se va convirtiendo en mero tacticismo para alcanzar el poder. Pide, igualmente, la recuperación de la mística en la acción política y la necesidad de una revolución de tipo moral, capaz de devolver la dignidad perdida tanto a los hombres como a las instituciones178. La tercera crítica la dirige contra la religión “instalada”, propia de “funcionarios de lo sagrado”, representantes de una religión sin alma, sin compromiso, y más bien cómplices de la perpetuación de las injusticias y de la miseria. Incluso tras su conversión (hacia 1908), “conserva los tonos críticos en su confrontación con el clericalismo y denuncia los riesgos de degradación en política que corre la mística cristiana. Aversivo a las pompas del culto, al cristianismo como religión de los ricos en lugar de ser comunión de los débiles, se hace abanderado del retorno a la simplicidad de las virtudes evangélicas”179. En sus últimos años se destacó por su compromiso evangélico y por su mística basada en la virtud de la esperanza.

Mounier se identifica con la crítica que hace Péguy de quienes tienen el pensamiento como una aventura individual que puede realizarse a espaldas de la humanidad o incluso en contra de ella. Concibe el pensamiento, en cambio, como una tarea inseparable de la historia de los pueblos y de sus destinos. El intelectualismo y toda clase de ‘pensamiento ya hecho’ quedan en él desautorizados porque se fundamentan en falsas seguridades, propias de hombres que se

177 E. Mounier, La pensée de Charles Péguy, op. cit., I, p. 21.178 De la relación que establece Péguy entre mística y política y de su necesidad, finalmente,

de distinguirlas, encontraremos en Mounier no sólo reiteradas referencias, sino que será una de sus constantes preocupaciones.

179 N. Bombaci, op. cit., p. 51.

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atreven a erigirse en profetas de causas aparentes. Nada que no esté orientado a acompañar al hombre en su anhelo de llegar a ser, tiene sentido para Péguy.

Ser filósofo significa, ante todo, ser un hombre original y sólo lo puede ser quien comparte la suerte de los hombres. Péguy “se batía por causas eternas, no por causas desencarnadas”180. Este es el camino que va a elegir Mounier y en el que librará una batalla contra unos enemigos identificados: “la tiranía del dinero, el envilecimiento por la propiedad, la desgracia de la costumbre, la mediocridad burguesa y la estéril pretensión del saber”181. Mounier sabe muy bien que Péguy no miente cuando habla de la miseria humana. Él la ha vivido en todas sus formas. “La experiencia central de Péguy es la experiencia de la penuria que existe en el mundo: ella ocupa toda su vida y se alza en la encrucijada de todas sus ideas”182.

3. Materia y espíritu: primacía del espíritu

Si en Péguy obra y autor constituyen un mismo y único ser, es porque para él no existe dualismo alguno entre materia y espíritu. El hombre es todo materia y todo espíritu. El mundo material no está simplemente asistido por lo espiritual, los dos forman una indisoluble constitución primordial. “Nadie ha afirmado más violentamente que Péguy, escribe Julian Benda, la repulsa a creer en lo espiritual fuera de lo temporal, a mediar el valor del espíritu por nada que no sean los impulsos del ‘alma carnal’ y los actos que esta ha inspirado”183. De esta unidad se nutre constantemente la vida de Péguy, su pensamiento y su obra. A partir del acontecimiento de La Encarnación dicha unidad adquiere, según Mounier, un sentido religioso, el sentido de la eternidad. Ahora no solamente lo espiritual está en la base de todo lo temporal, sino que lo humano se convierte en “la vía más próxima hacia Dios”184. Es su real mediación.

180 Ibídem, p. 22. 181 J. Doménach, op. cit., p. 43 182 E. Mounier, La pensée de Charles Péguy, op. cit., p.104.183 J. Benda, La fin de l’éternel, 142 n, citado por Mounier, Ibídem, p. 103.184 E. Mounier, La pensée de Charles Péguy, op. cit., p. 103.

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En la realidad del mundo y del hombre, sin embargo, el espíritu tiene la primacía. Dicho espíritu hace posible que la realidad tenga un sentido y este es el sentido mismo de Dios. Péguy “sabía que lo espiritual está primero, afirma Mounier, y demostró que lo ponía por encima de todo”185. No existe ninguna realidad en el orden del mundo que no posea un cuerpo, como no lo hay que no prime en él un espíritu. Como se mostrará a lo largo de nuestra investigación, Mounier mismo mantendrá a lo largo de su obra la preocupación por defender la primacía de lo espiritual sobre lo material, y en general sobre el orden temporal. La revolución, por la que luego Mounier abogará, será para él ante todo una obra del espíritu.

Sobre este punto volveremos en otro apartado, cuando trataremos de la distinción entre lo temporal y lo espiritual en la obra de Mounier.

4. La pasión por la verdad

Péguy era un apasionado por la verdad. A ella le daba el corazón. A lo largo de toda su obra, escribe Mounier, “la pasión de la verdad y la pasión de la justicia se unen en él en una misma fidelidad que vibra en toda su obra”186. La verdad era para él como aquel “dios desconocido” al que hay que sacrificarle todos los ídolos: el propio interés, el primero de todos. Péguy procuró siempre mantenerse libre de todo compromiso partidista a fin de no hipotecar el que fue constituyéndose en programa de su vida: “Decir la verdad, toda la verdad, nada más que la verdad, decir tontamente la verdad tonta, enojosamente la verdad enojosa, tristemente la verdad triste. (…) Quien no grita a voz en cuello la verdad, cuando sabe la verdad, se hace cómplice de los mentirosos y de los falsarios”187.

Péguy no elaboró un sistema filosófico. Ni siquiera intentó sistematizar su pensamiento. Péguy escribe como vive. Por esta misma razón no se encuentra en su obra un desarrollo sistemático de sus conceptos.

185 Ibídem, p. 104.186 Ibídem, p. 25.187 C. Péguy, Lettre du provincial I, pp. 34ss (I, 94ss), citado por Mounier, Ibídem.

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Esto no quiere decir que sus pensamientos carezcan de orden y de coherencia. Sólo que todos sus conceptos se encuentran dispersos a lo largo de su obra. Mounier quiere ser fiel a esta asistematicidad. Intenta, sin embargo, reagrupar sus pensamientos y buscar las raíces de su filosofía. Es en este esfuerzo donde descubre que para comprender el más puro pensamiento de Péguy hay que situarse en un punto de vista religioso y propiamente místico. Su verdad es la verdad del hombre, manifestada más en forma cultural y humana que en forma científica y especulativa188. Era a esta verdad a la que Péguy rendía culto, porque “la verdad es preciosa en sí, porque es divina”189, afirma Mounier.

Péguy ama la verdad no tanto como una especie de certeza que deberemos hallar, sino como una presencia que lo mueve por sí misma. “La verdad no se le presenta ya como una luz vacilante en un mundo deshecho, sino como un fuego que se mantiene por todas partes. La verdad lo colma y lo embriaga demasiado para que sienta en sí mismo otro gusto que no sea el de decirla y cantarla”190. Pues, como sostiene Pascal, “no tenemos por misión hacer que triunfe la verdad, sino solamente combatir por ella”191, escribe Mounier.

5. El curso de la historia

La reflexión de Péguy sobre la historia comienza en 1901 con su proyecto de tesis, presentado en La Sorbona, bajo la dirección de Gabriel Séailles192, intitulada, La situación de la historia y de la sociología en el mundo moderno. Aunque la tesis no la finalizó, muchas de sus reflexiones fueron publicadas en sus Cahiers, especialmente a partir de 1909, y sus tesis iniciales vuelven reiteradamente en sus escritos, haciendo del tema de la historia una de sus preocupaciones temáticas.

La mirada histórica de Péguy se mantiene centrada en “el

188 Cf. E. Mounier, La pensée de Charles Péguy, op. cit., p. 48. 189 Ibídem, p. 25.190 Ibídem, p. 49. 191 Ibídem, p. 51.192 Fue un reconocido profesor de La Sorbona, cofundador de la Liga por los derechos

humanos.

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acontecimiento”. Para él, “la historia consiste esencialmente en pasar a lo largo del acontecimiento. La memoria consiste esencialmente, estando dentro del acontecimiento, ante todo en no salir de él, en permanecer en él, y en remontarlo por dentro”193. Sin embargo, cada acontecimiento es un hecho inabarcable tanto por el sujeto o sujetos mismos que lo viven, como por quienes intentan retenerlo o revivirlo a través de la memoria. Narrar la historia es narrar, en todo caso parcialmente, los acontecimientos vividos. Es inútil, pues, hablar de objetividad o de subjetividad histórica. Ninguna historia narrada se parece a la historia vivida. Cada acontecimiento es irrepetible. “Se puede hacer todo, excepto la historia de lo que se hace… necesito la eternidad para hacer la historia del menor acontecimiento”194. Y en otra parte: “se necesita un día para hacer la historia de un segundo. Se necesita un año para hacer la historia de un minuto. Se necesita una vida para hacer la historia de una hora. Se necesita una eternidad para hacer la historia de un día. Se puede hacer todo, excepto la historia de lo que se ha hecho”195. La memoria, sin embargo, es una especie de resurrección de los mismos acontecimientos en cuanto se puede permanecer en ellos. La historia, en cambio, es una inscripción, una manera de pasar a lo largo de ellos.

Es muy probable que su particular concepción de la historia, que lo hace pensar en que es imposible “reconstruir” la historia como tal, provenga, como ha afirmado Françoise Gerbod, ya desde su experiencia en su investigación sobre Juana de Arco. A pesar de que cuenta con toda la documentación sobre el objeto de estudio, “le es imposible revivir lo que para él era más esencial: la vida interior de su heroína”196. Desde entonces las obras históricas contienen para él una carga de ficción, pues reconstruir la historia como tal es imposible, y sin embargo, es una tarea irrenunciable.

De hecho, su crítica en materia histórica comienza con su objeción

193 C. Péguy, Pensées, ed. Gallimard, París, 1998, p. 77. 194 C. Péguy, Clio, pp. 234ss (II, 237ss), citado por Mounier, en: La pensée de Charles Péguy,

op. cit., p. 67.195 C. Péguy, op. cit., p. 76. 196 F. Gerbot, Péguy, philosophie de l`histoire, en: Mil neuf cent: Revue d`histoire

intellectuelle. Péguy et l`histoire, Société d’Ètudes Soréliennes, París, 2002, p. 10.

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a la manera como se estudia la historia en las escuelas, donde el historiador aparece como un hombre que trabaja muy cómodamente sobre el pasado. Basta mirar cómo los estudiosos de la historia se trasladan del presente al pasado sin variar los criterios de lectura e interpretación. La historia aparece así como una labor simple y de relativa trascendencia, ignorando permanentemente que la historia es la memoria de la humanidad, y que es necesario revivirla con la seriedad de la vida misma197.

Partiendo de la crítica a los historiadores contemporáneos que por una visión reducida de la historia, y especialmente por una falta de perspectiva histórica, creen que la humanidad moderna es la última humanidad, Péguy afirma que es ingenuo pensar que el hombre y la naturaleza han dicho su última palabra. Ni la historia ni la humanidad se detienen. Constantemente los presupuestos del hombre son trastornados y las mismas ciencias deben aceptar que nuestros conocimientos son insignificantes al lado de la realidad cognoscible, y mucho más insignificante frente a la realidad incognoscible. El fin no lo veremos, puesto que el mundo cuenta con más recursos de los que nosotros mismos poseemos198. Nuestra mirada no puede totalizar el universo.

La crítica de Péguy tanto al historiador como a la manera corriente de leer la historia, se refiere al mismo tiempo a la falta de rigor científico. La historia no puede conformarse con una lectura parcial. Si bien, el historiador sabe de la inexactitud de la historia elaborada, no puede dejarlo todo en manos del azar. Mientras que el historiador antiguo solía hacer la historia con los pocos documentos que contaba, y cualquier nuevo descubrimiento podía derrumbar su débil arquitectura, el historiador moderno muchas veces se atreve a narrar la historia incluso en contra de los documentos que se tiene199. No basta con agotar lo exterior de la historia, no es a este rigor que nos referimos, se trata más bien de evocar la auténtica luz de las obras, la irradiación de que son capaces los hombres fieles, aquellos que saben “acoger,

197 Cf. Ibídem, p. 11.198 Cf. E. Mounier, La pensée de Charles Péguy, op. cit., p. 69.199 Cf. Charles Péguy, Clio VIII, 244 (II, 243), cit. Por Mounier, en Ibídem, p. 70.

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elegir y entender: el historiador que se abandona para revestirse de memoria”200.

Otro elemento que encontramos en Péguy es su análisis sobre lo público y lo privado, y que tiene una gran incidencia en su concepción histórica. Péguy es en muchos sentidos un alma mística, afirma Mounier. Pero lo es especialmente en este: “sabe que el mundo más sustancial está recogido, que el espíritu está oculto”201. Lo privado configura los destinos, une a los hombres y sus vivencias, en lo privado se encuentran las vidas que parecen insignificantes; allí donde la humildad y el silencio se hermanan, surge el encantamiento. Lo privado funda la amistad y hace los amigos. En el silencio de lo privado “hombres desnudos bajo su propia mirada y, entre ellos, unos lazos consentidos. La ciudad armoniosa es una ciudad de intimidad. En ella las virtudes públicas son una floración de las virtudes privadas. Por ello Cristo habla tan poco de los asuntos públicos”202. Lo público lo endurece todo, la publicidad “miente y disimula”. Cuando “el acontecimiento se torna historia”203 pierde su color. Lo público no hace amigos, máximo hace camaradas, crea clases arbitrarias, roles, histrionismos románticos. He aquí “una de las más grandes leyes del acontecimiento: todo lo que es público es infecundo, y no puede mantenerse, crecer, renovarse, sino por una transfusión de los recursos de lo privado”204. Es en lo privado, en el silencio, en la humildad, que el universo teje la historia verdadera.

6. El factor esperanza

Cuando Péguy se refiere a la esperanza deja ver el teólogo y el místico que hay en él. Aunque Mounier no puede dejar de citarlo con sus propios términos, ha comprendido su espíritu y se mueve en su misma dirección. “Por vocación, Péguy es un hombre de salvación —escribe Mounier— la miseria puede ser la primera grandeza del hombre,

200 E. Mounier, La pensée de Charles Péguy, op. cit., p. 71.201 Ibídem, p. 65. Mounier cree que toda la obra de Péguy “podría ser mirada a la luz de una

oposición entre lo público y lo privado” (Cf. Ibídem). 202 Ibídem, p. 66.203 Ibídem.204 Ibídem.

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pero la salvación está aún por encima de ella”205. En esta convicción está fundada la esperanza de Péguy, que es la misma esperanza cristiana. El hombre ha de asumir su propia realidad, muchas veces teñida de miseria, no para habituarse a ella, no para sufrirla, sino para transfigurarla, convencido de que más allá de todas las leyes temporales, hay otra luz. Esta era la primera preocupación de Péguy: la salvación. El principio “ayúdate que el cielo te ayudará” constituye la orden de marcha. La acción de los hombres, una acción llevada hasta el extremo, era el “código peguyano del buen combate” 206. Del socialismo había aprendido que hay que actuar porque todo depende de los hombres, pero como cristiano sabía que después de la acción hay que remitirse a Dios.

Como teólogo, Péguy sabe y habla de la esperanza, como místico la ha dejado habitar en él. Como en el caso de la verdad, no solamente sabía que la esperanza en la salvación se funda primeramente en una experiencia personal, sino que él mismo la portaba, como habitante humilde de otro reino. Porque “el tiempo, bajo el reino de la esperanza, deviene cántico de una pascua eterna”207, Péguy podía escribir “el más bello cántico a la esperanza en el más negro momento de la miseria”208, ha escrito Mounier. Y su último canto fue su propia vida.

Se ha dicho, en fin, que Mounier descubrió en Péguy aquellos valores a los cuales él era especialmente sensible, y bajo la guía silenciosa de éste, emprendió una lectura honesta del mundo de los hombres. Es precisamente tras la publicación de El pensamiento de Charles Péguy, que tiene lugar el hecho que marcaría luego la vida y la obra de Mounier: la fundación de Esprit. Una obra con la que intentaba responder a “la necesidad de actuar, de combatir los desórdenes de su tiempo, de despertar este mundo que se corrompe en la mediocridad (…)”209. Un proyecto ambicioso y urgente a la vez, , “cuya gran fuerza, como afirma Paul Ricoeur, consiste en haber ligado, en 1932, originalmente

205 Ibídem, p. 109.206 Ibídem, p. 112. 207 Ibídem, p. 119.208 Ibídem, p. 123.209 C. Moix, op. cit., p. 19.

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su manera de filosofar con la toma de conciencia de una crisis, y de haberse atrevido a proyectar, más allá de toda filosofía de escuela, una nueva civilización en su totalidad”210. Ricoeur enuncia aquí dos temas fundamentales de la obra de Mounier. El primero se refiere a la lectura que hace Mounier de la crisis que se desencadena en torno a 1929, y el segundo, a su propuesta de trabajar por una nueva civilización. En los siguientes dos capítulos vamos a intentar aproximarnos a ellos.

210 P. Rocoeur, op. cit., p. 120. El subrayado es nuestro.

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Paul Ricoeur cree que la primera provocación asumida por el persona-lismo es la “toma de conciencia de época”, la concepción de una época como cuestionamiento de la civilización nacida en el Renacimiento. La originalidad de Mounier radicaría precisamente en el hecho de que tal conciencia de crisis “estaba lejos de estar en el corazón del pensamien-to responsable en Francia en 1932, sobre todo, no tenía ningún papel decisivo en la filosofía universitaria; y menos aún estaba en la disposi-ción de orientar de forma radical una vocación filosófica”211. Mounier recuerda, en efecto, hacia 1949, que el adjetivo personalista quiso “de-signar las primeras reflexiones de la revista Esprit y de algunos grupos cercanos (Ordre Nouveau, etc.) en torno a la crisis política y espiritual que estallaba entonces en Europa”212.

Antes de ver los distintos factores que Mounier analiza en torno a la crisis, conviene tener en cuenta dos elementos que se constatan a lo largo de sus análisis y que pertenecen sin lugar a dudas al legado pe-guyano. El primero se refiere a la tesis de la “primacía del espíritu”. Si

211 Ibídem, p. 121.212 E. Mounier, Le personnalisme, op. cit., p. 429. Citado por P. Ricoeur, op. cit., p. 121.

CAPÍTULO III

LA CRISIS DEL HOMBRE OCCIDENTAL

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bien este aspecto fue desarrollado más ampliamente por Mounier en sus últimas obras, y nosotros lo retomaremos en el último capítulo de la Primera Parte, conviene aquí enunciarlo para poder comprender en toda su amplitud las primeras y más genuinas inquietudes del autor personalista. “Nosotros decimos: primacía de lo espiritual, y enseguida aparece la tranquilidad”, afirma al comienzo de Revolución persona-lista y comunitaria213. Y más adelante escribe: “nada nos asusta, ni la pobreza, ni el aislamiento. Daremos testimonio de otros bienes que no serán nuestras propiedades”214. El segundo elemento es consecuencia del primero. Mounier ve la necesidad de distinguir lo espiritual de lo político y de subordinar este a aquel. “Lo político puede ser urgente, escribe, pero está subordinado. El punto al que se dirigen nuestras más amplias miradas no es la felicidad, el confort, la prosperidad de la ciu-dad, sino la realización espiritual del hombre”215.

Es aquí donde Mounier se topa frontalmente con sistemas políticos en los que descubre la materialización misma del desajuste del hom-bre contemporáneo. Sistemas que no pueden ocultar algo mucho más profundo que un desorden de estructuras, un desorden espiritual. Lo mismo lo sufren el capitalismo liberal que el socialismo colectivista. Ambos sistemas han abandonado el espíritu, y ambos han caído en el desorden. Los dos, por darle primacía a lo material, han caído en un desorden metafísico y moral216. Para Mounier la crisis consiste, ante todo, en un desajuste interior del hombre. Por esta razón, mientras los partidos políticos no pasaban de hacer un análisis puramente co-yuntural217, Mounier intenta descubrir las causas de la catástrofe y

213 E. Mounier, Révolution personnaliste et communautaire, op. cit., p. 137. Jacques Maritain defiende la misma postura. Se puede ver especialmente su obra Humanisme Integral, Ed. 62. Barcelona, 1966.

214 Ibídem, p. 138.215 Ibídem, p. 141. Véase también, “Nuestro humanismo: declaración colectiva”, (Esprit

Nº 37, 1935), pp. 1-24. Versión española en: Emmanuel Mounier, Mounier en Esprit, Caparrós Editores, Madrid, 1997, pp. 7-26.

216 Cf. Ibídem, p. 146. 217 Cf. Ibídem, p. 139. François Goguel cree que Mounier había tomado conciencia de la

crisis incluso antes de la depresión económica de los años 30. Él se pregunta por las razones que explican tal actitud, y sugiere tres motivos fundamentales. El primero, el más importante de todos, es la voluntad de desligar lo espiritual de lo político. El segundo es su anticapitalismo manifiesto. Y el tercero, es su convicción de que la

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emprende un análisis objetivo, buscando al mismo tiempo los focos de la crisis, sus estructuras y sus desenlaces. Y lo hace a la luz de las que él considera deben ser las perspectivas fundamentales del hombre.

Por otra parte, y dado que el periodo entre guerras conoce un cierto optimismo, la sociedad occidental no se hace plenamente consciente de la crisis que padece. El “crack” de Wall Street218 en octubre de 1929 logra hacer ver a unas cuantas conciencias críticas las debilidades del sistema capitalista. Hacia 1947, en una mirada retrospectiva, Mounier reconoce que el movimiento personalista nació de aquella crisis y en contra de quienes o la ignoraban o pretendían ocultarla. Pero tam-bién de quienes teniendo una cierta conciencia de ella, hacían una interpretación apenas parcial.

Por un lado, estaban los marxistas que la veían como una crisis econó-mica, una crisis de estructuras, y abogaban por una trasformación de la economía como remedio definitivo. Mounier sostuvo siempre que el olvido de la dimensión espiritual del hombre, especialmente de la trascendencia y de la interioridad, hacía insostenible cualquier sistema fundado sobre los fundamentos marxistas. Por otro lado, estaban los moralistas y espiritualistas, quienes sostenían que todo radicaba en una crisis de valores. Estos apostaban por una trasformación de los individuos, confiados en que las sociedades se restablecerían como consecuencia inmediata219. Su impotencia radicaba en que descui-daban las servidumbres biológicas y económicas del hombre y de la sociedad. Su primer error era, según Mounier, el desconocimiento de la materia y de sus leyes. Mounier rechaza, igualmente, todo intento de concebir el espíritu como una realidad impersonal. Todo dualismo entre espíritu y materia es insostenible y no puede fundar explicación alguna de la realidad. “No hay, pues, para el hombre vida del alma

democracia liberal esconde desórdenes intolerables, que sólo favorece a unos pocos. (Cf. F. Goguel – J. M. Doménach, Pensamiento de Mounier, pp. 28ss).

218 Al respecto de la depresión económica de 1929, expresada básicamente en el hundimiento de los mercados (y consecuentemente en el mercado de valores), como consecuencia de la creciente caída de la industrial; y en general sobre los trastornos del sistema económico aquel año, se puede consultar el excelente estudio que hizo el célebre economista americano, John K. Galbraith, titulado, El crac del 29, ed. Ariel, S.A. Barcelona, 1985.

219 Cf. E. Mounier, Qu’est-ce que le personnalisme?, en: Œuvres, vol. III, p. 183.

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separada de la vida del cuerpo, reforma moral sin arreglo técnico, y en tiempo de crisis, revolución espiritual sin revolución material”220.

El análisis que realiza Mounier gira en torno a estas dos realidades enunciadas. Una, el desajuste del hombre interior, y dos, el problema estructural, o lo que Mounier suele denominar, “el desorden estableci-do”. Veámoslas más detenidamente.

1. La dislocación de la noción clásica de hombre

Mounier cree, primeramente, que en el mundo occidental se ha dado una dislocación de la noción clásica de hombre.

Por todas partes vemos elevarse contra ella una especie de cólera. El teatro primero y después la novela la han agrietado lentamente. La pintura y la escultura a su vez se ceban con el rostro humano, con su especie de perfec-ta imagen tal como lo conservábamos. El uno deja a un lado la razón, y se complace en descubrir algo absurdo en todas partes donde ella imponía el orden. El otro dispersa a los sentimientos en los reflejos de sus reflejos (…). Los filósofos llegan y concluyen: no hay esencia del hombre, no hay natura-leza humana. El hombre es una nada móvil, que hace el mundo corriendo detrás de la ilusión221.

En esta rabia antihumana, los nihilistas rozan el límite de toda ne-gación. El nihilismo instala sus tiendas de campaña sobre el terreno arrasado de la fe cristiana, de la religión, de la ciencia, de la razón y del poder. Así sobreviene un mundo desesperado que habla de absurdo y desesperación. El moderno Nihilismo se ha hecho un reino: el reino de la mediocridad satisfecha. Un mundo sin inquietudes que ignora, “qué

220 Ibídem, p. 217. 221 Ibídem, p. 205. Como afirma Richard Tarnas: “(...) en el curso de la era moderna el hombre

puso en acción una dialéctica extraordinaria al pasar de una confianza casi ilimitada en sus propios poderes, en su potencialidad espiritual, en su capacidad para determinados conocimientos, en su dominio de la naturaleza, y en su destino de progreso, a lo que a menudo parecía ser justamente lo contrario: un sentido extenuante de la insignificancia metafísica y de la futilidad personal, pérdida de fe espiritual, incertidumbre en lo referente al conocimiento, una relación mutuamente destructiva de la naturaleza y una intensa inseguridad acerca del futuro humano”. (R. Tarnas, La pasión del pensamiento occidental, ed. Prensa Ibérica, S.A. Barcelona, 1991, p. 390).

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es el hombre, y como se le ve hoy pasar por transformaciones asom-brosas se piensa que no hay naturaleza humana. Para unos, esto se traduce así: todo le es posible al hombre, (...); para otros: todo le está permitido al hombre, (...); para otros, en fin, todo está permitido sobre el hombre (...)”222. Ante este panorama, observa Mounier, suelen dar-se dos actitudes: el miedo o la evasión. Por el primero, los hombres se repliegan sobre lo adquirido, sean ideas, sean poderes establecidos. El pasado y la tradición constituyen para ellos un patrimonio de tal valor que lo llegan a confundir con la naturaleza de las cosas. Por el se-gundo, “se evaden en el espíritu de catástrofe. Embocan la trompeta del Apocalipsis, rechazan todo esfuerzo progresista so pretexto de que sólo la escatología es digna de sus grandes almas; vociferan contra los desórdenes de la época, contra aquellos, al menos, que confirman sus prejuicios”223.

Según Mounier, el hombre occidental sufre fundamentalmente dos males: el individualismo y el materialismo224. Los dos originan a su vez otra serie de males, tanto a nivel individual como a nivel social. Inten-temos una aproximación a este análisis de Mounier.

1. 1. El individualismo o la ruptura de la comunión

La lucha incesante y contradictoria del hombre por la libertad y la au-tonomía frente a todo lo que cree ajeno a sí mismo, ha llevado al indi-

222 E. Mounier, Le personnalisme, op. cit., p. 510. 223 Ibídem, p. 511.224 Como afirma Marco Mari, Mounier ve la necesidad de conciliar a Kierkegaard con

Marx. Tal objetivo sólo se puede alcanzar mediante una filosofía capaz de mostrar las categorías de la persona en su singularidad, así como en su comunitariedad (Cf. M. Marini, Democrazia e responsabilità: Maritain, Mounier, Bonhoeffer, Capitini e Verri, ed. Armando Editore, Roma, 1999, pp. 53-61.). O como afirma Maritain: “Debido a que la sociedad es un todo compuesto por personas, se puede ver con claridad que la relación mutua entre individuo y sociedad es compleja y difícil de percibir y de describir en su verdad completa. El todo en cuanto tal vale más que las partes, es un principio que Aristóteles se complacía en subrayar y que toda la filosofía más o menos anarquista se complace en desconocer. Pero que la persona humana no es solamente parte en relación con la sociedad, es otro principio que el cristianismo ha sacado a la luz y que toda filosofía política absolutista o totalitaria expulsa a la sombra” (J. Maritain, Los derechos del hombre: Cristianismo y democracia, ed. Biblioteca Palabra, Madrid, 2001, p. 20).

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viduo a romper la armonía básica con los hombres, con la naturaleza, con Dios. Una vez que ha negado toda comunicación de las concien-cias, ha caído en el mundo del individualismo y por él se ha convertido en presa de la desolación. La percepción aislada de sí (cógito) y el afán de sí egocéntrico conduce al se irresponsable y tiránico. De aquí nace igualmente el mundo “de la irresponsabilidad, de la huída, del sueño vital, de la diversión, de la ideología, de la charlatanería”225, y finalmen-te, de la evasión.

La ruptura del hombre con aquello que lo constituye es, a los ojos de Mounier, la principal causa de los males del mundo contemporáneo. “El individualismo toma al yo como una realidad aislada en una sepa-ración original del mundo y los otros yo”226. Postulada la incomunica-bilidad de las conciencias, el hombre se queda solo. El individualismo no es, en este caso, un mero comportamiento moral, sino que se trata de una metafísica, “la metafísica de la soledad integral, la única que puede quedar cuando se ha perdido la verdad, el mundo y la comuni-dad de los hombres”227. El individuo encerrado en sí mismo se torna incomunicable. Una vez aislado, margina consigo su propia existencia y lo que en ella queda de verdad. El mundo mismo es para él una rea-lidad extraña con el que se acentúa cada vez más una diferencia esen-cial: la diferencia que funda la separación radical.

El hombre individualista a la vez que se aisla de los demás hombres, se separa de la historia. En nombre de su propia libertad ha roto toda ligazón con el pasado y con el porvenir. En manos de su propia espon-taneidad, rechaza todo compromiso por el que cree limitar su auto-nomía. Este hombre que ha librado una batalla inerte contra todo lo que intentaba unirle al mundo de los hombres, se siente conquistado

225 E. Mounier, Qu’est-ce que le personnalisme?, op. cit., p. 209. Mounier utiliza aquí la expresión “comunicación de las conciencias”, aunque afirma que prefiere la de “comunicación de las existencias”, y cita la expresión de Maurice Nédoncelle, la reciprocidad de las conciencias, haciendo alusión a la vez a su tesis que lleva este título. Nédoncelle, filósofo francés contemporáneo de Mounier, defiende que la comunión es un principio constitutivo de la vida personal. La vida personal sólo se realiza en la reciprocidad de las conciencias. La comunión de las personas no es un accidente sobrevenido a los individuos, sino un principio originario de la realización personal.

226 Ibídem, p. 208.227 E. Mounier, Révolution personnaliste et communautaire, op. cit., pp. 158-159.

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para sí mismo y percibe el derecho de su propia afirmación. Habien-do perdido el gusto del acoger, pierde también el gusto del dar. Así, “la persona ya no es un servicio dentro de un conjunto, un centro de fecundidad y un don, sino un foco de irritación”228. Por el camino del individualismo se ha llegado a consolidar el reino del egoísmo.

1. 2. El materialismo moderno

Según Mounier, con el divorcio que se operó desde Descartes, entre los hombres y la naturaleza, comenzó a gestarse el materialismo mo-derno. Con el surgimiento de la máquina comienza el hombre a olvi-darse de su inquietud por comprender el mundo, y fija toda su preocu-pación en explotarlo para su máximo provecho material. Nace el deseo de confort. Si en otro tiempo era necesario conquistarlo todo, ahora el hombre no tiene que hacer mayor esfuerzo. El positivismo se inventó la ciencia práctica y descubrió un nuevo criterio para medir todas las grandezas: la materia. Al lado de esta carrera desmesurada los valores duraderos aburren porque exigen una mirada inmaterial, un trabajo arduo y paciente. “Este mundo descarnado significa buscar un len-guaje. Necesitaba un signo suficientemente mensurable y sensible, ca-paz a la vez de distribuir el poder y el bienestar. Lo ha encontrado: el dinero”229. Con él, el hombre cree haber logrado simplificar el mundo. En él creyó encontrar un poderoso instrumento totalizador.

El dinero ha ocupado el lugar de las cosas, de los hombres y de Dios. Habiendo desplazado toda divinidad, ahora recibe el culto como un dios implacable. Este ha sido el giro definitivo de la decadencia occi-dental. Con el dinero, todo, incluso el amor y el arte, se torna compra-ble. El dinero, “inaprensible e impersonal, escribe Mounier, sostén de sociedades anónimas, proveedor ciego de una guerra permanente, ha conseguido lo que no habían llevado a cabo ni el poder ni la aventura: instalar en el corazón del hombre el viejo sueño divino de la bestia, la posesión salvaje, irresistible e impune de una materia esclava e indefi-niblemente extensible bajo el deseo”230.

228 Ibídem, p. 159. 229 Ibídem, p. 156. 230 Ibídem, p. 157.

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Mounier califica el mundo occidental de bárbaro. Un mundo hecho a la medida del dinero. Este ha corrompido no sólo las estructuras, el mundo de los negocios, las relaciones humanas, sino sobre todo, ha corrompido el corazón del hombre. El dinero ha desencadenado pasio-nes y ha legitimado pecados.

El fundador de Esprit cree que por este camino el hombre occidental ha caído en una serie de alienaciones, básicamente la idealista y la materialista. La primera se manifiesta en el plano de la reflexión, ha-ciendo que prime la idea sobre el compromiso. En el plano de la afec-tividad, haciendo que prime la palabra vacía sobre los sentimientos auténticos. Y sobre el plano de la espiritualidad, haciendo que prime la complacencia de sí mismo sobre la interioridad esencial. Pero esta complacencia antes que comportar interioridad, es “su enemigo ínti-mo, el objeto de su constante vigilancia”. En cambio, “la interioridad ha de ser renovación del actor, y a través de él, de la acción”231. La segunda es simétrica a la primera. Por ella el hombre ha sido reducido a una función. El trabajo y la vida pública se han convertido en instru-mento de deshumanización, quitándole todo valor al recogimiento, al silencio interior, a la inquietud metafísica, a la elaboración espiritual, a la constante interiorización232. Por lo mismo, “es preciso reintegrarlo a sí mismo y a su destino”233.

2. El desorden establecido

El desajuste interior del hombre a nivel personal se traduce inme-diatamente a nivel social en lo que Mounier denomina el desorden establecido234. Esto es, el desorden impuesto por las estructuras socia-les. El mal intrínseco tanto del capitalismo liberal como del socialismo marxista, se manifiesta en forma de crisis deshumanizadora, a la que los hombres se ven sometidos. Esta “es a la vez una crisis económi-ca y una crisis espiritual, una crisis de las estructuras y una crisis del

231 Ibídem, p. 241. 232 Cf. E. Mounier, Qu’est-ce que le personnalisme?, op. cit., pp. 208-214. 233 Ibídem, p. 208.234 Un amplio análisis sobre este aspecto, sobre todo desde el punto de vista del compromiso

evangélico, puede verse en R. Coll-Vinent, Mounier y el desorden establecido, Ediciones Península, Barcelona, 1968.

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hombre. No sólo hacíamos nuestra la frase de Péguy, escribe hacia 1947: ‘la Revolución será moral o no será’. Nosotros precisábamos: ‘La revolución moral será económica o no será. La revolución económica será ‘moral’ o no será nada’”235. Mounier no se pone ni de lado de los materialistas ni de lado de los espiritualistas. Para él los dos incurren en el mismo error: separar el cuerpo y el alma, el pensamiento y la acción, el hombre que piensa y el hombre que actúa. La vieja herencia de un cartesianismo dudoso.

A partir de esta comprensión integral de la crisis, Mounier cree que el deber más apremiante de su movimiento será asumir los varios rostros de este mundo deshecho. Tanto las instituciones de carácter político y económico, que en su mayoría han quedado en manos de hombres mediocres, corrompidos por el espíritu del poder y del dinero, como las instituciones de carácter espiritual, van de la mano del “desorden establecido”. La democracia liberal está abandonada a la oligarquía de los ricos que proclaman las grandes ventajas del sistema, mientras per-manecen indiferentes a los estragos del capitalismo liberal: la riqueza en manos de unos pocos privilegiados, por un lado, y las grandes ma-sas de pobres, por el otro. Los valores espirituales se han envilecido y son utilizados para encubrir el desorden236. El hombre occidental ha arremetido así contra los valores esenciales.

El interés de Mounier por analizar la crisis integralmente, revela ante todo su preocupación por hacer ver la necesidad de que el primer paso para enfrentar la crisis era la toma de conciencia del desorden espiritual existente. “Sólo el espíritu es causa de todo orden y de todo desorden, por su iniciativa o su abandono”237, sostiene Mounier. Con esto no le estaba dando la razón a los espiritualismos que “han dejado confundir el destino del hombre con las habladurías del espíritu sobre el espíritu, desviar la fuerza misma del espíritu hacia los paraísos artifi-ciales al servicio de todas las bajas obras”238. Se trata más bien de optar

235 E. Mounier, Qu’est-ce que le personnalisme?, op. cit., p. 183. 236 Cf. C. Moix, op. cit., pp. 55-60.237 E. Mounier, Révolution personnaliste et communautaire, op. cit., p. 145.238 E. Mounier, Qu’est-ce que le personnalisme?, op. cit., p. 184. En la base del rechazo que

Mounier declara contra todo espiritualismo, pero también contra toda doctrina mate-rialista, está su tesis de que todo espíritu, o es personal, o no es espíritu, y que en con-

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por los valores auténticos, pues son ellos los que pueden mostrar las vías del espíritu y colocar las cosas en su lugar.

El marxismo se equivoca al subordinar su análisis al ámbito puramente político-social, y al pretender unas estructuras que sacrifican valores esenciales del hombre. “Todo materialismo mutila al hombre y com-promete la revolución”239, escribe Mounier. El pensador personalista aceptaba, no obstante, que la afirmación materialista “envuelve una amplia verdad, de todos los tiempos y especialmente urgente en el nuestro. La lucha del hombre con lo real y especialmente con las resis-tencias de la materia (comenzando con las de su cuerpo), no es sola-mente, en efecto, un combate utilitario, sino un elemento esencial de su equilibrio y de su cultura”240. En este sentido, el materialismo está realmente próximo al pensamiento cristiano. Para la tradición cristia-na del medioevo, por ejemplo, era importante el conocimiento de la materia como elemento indispensable para el conocimiento del espíri-tu, de la vida interior y de acercamiento al misterio de Dios. Mounier cree que, aunque los materialismos modernos tengan al cristianismo como su principal adversario, “la esencia del cristianismo ofrece un diálogo más abierto a los materialismos contemporáneos que a las su-tilezas y a las evasiones idealistas”241.

Según el pensador de Grenoble, el error de todo materialismo consiste precisamente en darle primacía a la materia, con el ánimo de quitár-sela al espíritu. Al concederle una especial soberanía, no solamente niega la participación del espíritu sino que niega la realidad humana. Se suprime la autoridad del hombre creador para concederle el espa-cio a la inercia de la materia. Olvidan los materialismos que “el lazo vital de la acción humanista no es ni el hombre subjetivo ni la materia,

secuencia, “de ninguna manera reconocemos un “espíritu” impersonal” (Ibídem).239 Ibídem, p. 183. Mounier denomina materialista “una filosofía que, insistiendo justa-

mente en un humanismo del trabajo y de la función fabril, considera ilusorias otras di-mensiones no menos esenciales del hombre, en especial la interioridad y la trascen-dencia. Y denominamos semi-materialista a una filosofía que tiende a desvalorizar las segundas respecto a las primeras” (Cf. E. Mounier, Qu’est-ce que le personnalisme?, op. cit., pp. 184ss).

240 Ibídem, pp. 215-216.241 Ibídem, p. 217.

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sino el lazo humano del hombre con la materia, el dominio que el hom-bre ejerce sobre la materia como sobre sí mismo”242. Esto no significa negar el “principio de exteriorización”. Pero si el materialismo afirma que “no hay realismo completo sin un principio de exteriorización”, el espiritualismo afirma que “no hay realismo completo sin un principio de interiorización”243.

De igual manera, Mounier denuncia los abusos del capitalismo. Y si bien comparte muchas de las críticas que Marx hace de este, cree que es insuficiente un juicio técnico, y que es necesario también un juicio moral244, en el que se denuncien sus principios radicales.

El pensador grenoblés cree que en la base del sistema capitalista subyace el principio metafísico del optimismo liberal. Se quiere pensar que las libertades humanas dejadas a su propio impulso establecen la armonía. “Pero, la experiencia ha demostrado, por el contrario, que la libertad sin disciplina cede el campo a los determinismos del mal en que los más fuertes desposeen y oprimen a los más débiles”245.

En primer lugar, el primado de la producción hace que la economía no esté ya al servicio del hombre, sino el hombre al servicio de la econo-mía. Al no regularse la producción sobre el consumo y este sobre una ética de las necesidades humanas, se impulsa una producción desen-frenada donde las necesidades son reemplazadas por las mercancías, y los valores por los precios. En segundo lugar, el primado del dinero hace que la economía y el trabajo se pongan al servicio de aquel, y que se imponga la soberanía del capital, desencadenándose la guerra por el poder económico, y suplantando principios básicos de equidad y justicia. Finalmente, el beneficio del dinero se constituye en el móvil dominante de la vida económica. No se tiene en cuenta la proporción entre servicio prestado y beneficio, sino que frecuentemente el dinero suplanta al trabajo. Y aquel se impone como principio de dominio246.

242 Ibídem, p. 218. 243 Ibídem, p. 220.244 Cf. E. Mounier, Révolution personnaliste et communautaire, op. cit., p. 270.245 Ibídem, p. 271. 246 Cf. Ibídem, pp. 271-272.

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Mounier denuncia en el capitalismo no solamente un sistema econó-mico deshumanizador, “sino un sistema de costumbres, una ideolo-gía y unas prácticas envilecedoras, capaces de seducir a sus propias víctimas”247. Detrás del éxito aparente del capitalismo está un hom-bre sometido las más de las veces a un trabajo inhumano, perdido en la acumulación de las cosas, abandonado a las leyes del mercado, pues “la economía capitalista, afirma Mounier, tiende a organizarse por completo fuera de la persona, sobre un fin cuantitativo, impersonal y exclusivo: la ganancia”248. El capitalismo liberal, al consagrar el indi-vidualismo y al someter al hombre a unas leyes de competencia de tipo mercantil, no puede hacer otra cosa que perpetuar la separación entre los hombres y entre los pueblos.

3. Una visión particular de las crisis

Según Jean-Marie Doménach, la crisis de occidente “es percibida con una agudeza particular en Francia, a causa no solamente de una anti-gua tradición intelectual, sino también de la sensibilidad nacional a los temas de la decadencia (...)”249. En este contexto, un sector de jóvenes intelectuales franceses buscan una vía intermedia, capaz de situarse entre el capitalismo burgués y el marxismo soviético, para Francia y Europa. Entre quienes no se resignan a dejar el futuro del continen-te en manos del fascismo, del comunismo, o del capitalismo liberal, surgen movimientos, o por lo menos grupos de reflexión que usan de los medios que encuentran a su alcance para afirmar que la crisis que sufre el continente es una auténtica crisis de civilización.

En torno a los años treinta surgen publicaciones como, “Réaction”, los “Cahiers”, la “Revue Française”, “Jeune Droite”, “La Revue du Siècle”, “Plans”, “Ordre Nouveau”, que coinciden en su preocupación por ana-lizar a fondo las causas de la crisis, y preconizan una revolución de fon-do. Robert Aron y Arnaud Dandieu, fundadores de “Ordre Nouveau”, sostienen que la revolución debe ser espiritual para que sea auténtica, y logre las transformaciones que son necesarias. Ellos mismos, en mar-

247 J. M. Doménach, op. cit., p. 51248 E. Mounier, Manifeste au service du personnalisme, en: Œuvres, vol. I, p. 587.249 J. M. Doménach, op. cit., p. 44.

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zo de 1931, proclaman la primacía de la persona y la urgencia de una revolución económica250. Otros se declaran antiindividualistas y con-trarios a los centralismos estatales, al capitalismo liberal, al mundo de la cultura alejado de la realidad de los pueblos, a la corrupción de los partidos políticos, y “más profundamente, escribe Doménach, lo que se impugna son los principios de la civilización occidental moderna, su racionalismo, su individualismo, su materialismo, que empieza por la estandarización norteamericana”251.

Mounier, que pertenece a esta generación inquieta, sin embargo, ha ido más lejos. Si bien, como hemos dicho, no es el único que piensa que aquella sociedad agonizante anuncia una tragedia que alcanzará todos los órdenes y a todo el continente, sí reúne en él dos aspectos decisivos que le permitirán hacer una lectura especialmente profunda de la crisis, así como proponer un proyecto de civilización, basado en los valores de la persona humana y su destino. El primero de estos as-pectos hace referencia a sus propias opciones. Mounier ha renunciado a sus proyectos personales para ponerse al servicio de una causa. J. M. Doménach ha escrito al respecto: “La disponibilidad en que vive entonces Mounier, su decisión de no hacer carrera, le ponen en el diapasón de la historia”252. El segundo aspecto se refiere a una concep-ción particular de la historia, caracterizada ella por una gran amplitud de mira, así como por una clara conciencia de la responsabilidad de los hombres en el destino de la humanidad. En el Manifiesto al servicio del personalismo (1936), en oposición a quienes proponían simples reformas, escribe:

históricamente, la crisis que nos solicita no tiene las proporciones de una simple crisis política ni las de una crisis económica profunda. Asistimos al derrumbamiento de una zona de civilización nacida a fines de la Edad Media, consolidada al mismo tiempo que minada por la era industrial, capitalista en su estructura, liberal en su ideología, burguesa en su ética. Participamos en el alumbramiento de una civilización nueva, cuyos datos y creencias aún están confusos y mezclados con las formas desfallecientes o

250 Cf. Ibídem, p. 45. 251 Ibídem, p. 46. 252 J. M. Doménach, op. cit., p. 44. El subrayado es nuestro.

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con los productos convulsionados de la civilización que se borra. Cualquier acción que no se eleve a las proporciones de este problema histórico, cual-quier doctrina que no se ajuste a estos datos no son más que una tarea servil y vana253.

Esta visión particular de las crisis le permitió a Mounier apuntar a las verdaderas causas de los desórdenes vigentes, así como conservar un cierto optimismo histórico que marcará toda su carrera de activista y pensador. De aquí su convicción de que, ante la crisis, lo peor que le podría suceder a los hombres y a la sociedad es no sentir tal crisis, no ser conscientes de ella. Creyó siempre que el mal mayor no son las cri-sis en sí, sino las causas que las originan, y que en tales circunstancias un mal aún mayor consiste en no entrar en crisis254. “Pero ¡cómo no sentirnos en estado de crisis continua, afirma, en un mundo que cruje en cada minuto por su esfuerzo hacia lo mejor!”255.

En este sentido, las crisis son, ante todo, una oportunidad que ofrece la historia. “No se puede contar mucho tiempo con las épocas satis-fechas, afirma, sólo las crisis conducen la mayoría de las veces a la meditación”256. Para él la crisis no es la enfermedad en sí. Es sólo el sín-toma de un mal oculto. Un mal que siempre se encuentra más allá. Y en aquel momento, como en todos los momentos difíciles de la huma-nidad, las causas habría que buscarlas en el corazón de los hombres. Allí se originan todos los desórdenes espirituales, que a su vez originan otros males capaces de extenderse.

Por esta razón, Mounier no se detuvo en el juicio sobre la crisis. Dado que su lectura de la realidad vigente parte de una visión integral del hombre y de la sociedad, su análisis va acompañado de un proyecto

253 E. Mounier, Manifeste au service du personnalisme, op. cit., pp. 486-487.254 Es bien conocido el planteamiento de Kierkegaard sobre la desesperación (aquel parti-

cular estado producido en el espíritu humano por la inherente búsqueda del propio yo y del trascendente) del hombre y su tesis de que “la ausencia de desesperación no equi-vale a la ausencia de un mal; pues no estar enfermo nunca indica que se lo está, mientras que no estar desesperado puede incluso ser el síntoma mismo de que se lo está.” (Cf. S. Kierkegaard, Tratado de la desesperación, ed. Edicomunicaciones, Barcelona, 1994, p. 36). Admítasenos aquí la analogía entre crisis y desesperación.

255 E. Mounier, Révolution personnaliste et communautaire, op. cit., p. 138. 256 Ibídem, p. 138.

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de reconstrucción, capaz de devolver el sentido original del hombre y de la historia.

En los siguientes capítulos presentaremos las grandes líneas de su proyecto de revolución personalista y comunitaria que, como su nom-bre lo indica, no se conforma ni con los reformismos que proponían los sectores más moderados del capitalismo, ni con la revolución mera-mente estructural que proponían los marxistas.

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Emmanuel Mounier quiso responder a la crisis con el pensamiento y con la acción. O como él prefiere, “con la meditación y con la acción”257. Con la creación del movimiento Esprit busca comenzar a materializar dicho propósito. Piensa que las circunstancias históricas exigen un pen-samiento comprometido. En las filas de los creyentes se hablaba de un cristianismo combativo. La revista Esprit publica las primeras investiga-ciones de Mounier, realizadas en el seno del movimiento y recogidas luego en su libro Revolución personalista y comunitaria. “Quisiera que las páginas siguientes, escribe en el prefacio, fueran inseparables, en la amistad del lector, del movimiento Esprit que los ha hecho nacer día tras día desde hace tres años...Yo mismo no sabría discernir lo que ellos han aportado de lo que ellas han recibido de él”258.

Comencemos “visualizando” la Nueva Civilización que Mounier va proponiendo a lo largo de sus primeros trabajos y que podríamos denominar, escritos de juventud259. Trabajos que, como lo ha afirma-

257 E. Mounier, Révolution personnaliste et communautaire, op. cit., p. 133.258 Ibídem, p. 129.259 Son textos escritos por Mounier entre los 27 y 30 años de edad, principalmente.

CAPÍTULO IV

HACIA UNA NUEVACIVILIZACIÓN

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do él mismo, se deben abordar más que como una suma, como una historia260. Ellos nos ayudarán a acercarnos al joven pensador, como también al cristiano combativo que no se conforma con proponer una serie de reformas institucionales, sino que aboga por una revolución. Una revolución que, como lo ha asumido desde Péguy, ha de ser mo-ral para que sea auténtica.

Un acercamiento a Revolución personalista y comunitaria, especial-mente, nos dará una idea bastante aproximada de la respuesta que Mounier propone ante la denominada “crisis de civilización”. Ella con-tiene, diríamos, su primera visión operativa. En Manifiesto al servicio del personalismo, por su parte, encontramos líneas de análisis y de acción que Mounier propuso ya hacia 1936. Son particularmente im-portantes aquí, como veremos, sus “estructuras fundamentales de un régimen personalista”.

Pero, antes de exponer los aspectos esenciales de la civilización perso-nalista, volvamos por un momento sobre la persona de Mounier. Vea-mos especialmente el espíritu con que el joven filósofo afrontó aque-llos momentos históricos.

El 17 de agosto de 1932 Emmanuel Mounier presenta las directrices del movimiento Esprit. Como se ha expuesto en el Primer Capítulo de este trabajo, el texto, redactado más bien en forma de manifiesto, recibe la aprobación de su grupo de amigos261. Dichas directrices serán luego

260 Cf. E. Mounier, Révolution personnaliste et communautaire, op. cit., p. 129. Este criterio se debería tener en cuenta para el estudio de toda la obra de Mounier. Su obra es una historia vivida día a día, más que un conjunto de disertaciones desarrolladas desde un gabinete. Dado que este criterio se podrá guardar con rigor en una obra más biográfica sobre el autor, aquí lo tenemos en cuenta sobre todo para los primeros años en que Mounier establece, ciertamente, las líneas generales de su obra.

261 Ellos son: André Déléage, figura importante de su generación. Además de militante revolucionario, es poeta e historiador (doctorado en historia agraria). Fue bibliotecario de la universidad de Tolouse, miembro del servicio de hemeroteca de la Sorbona y profesor de historia en la facultad de Letras de Nancy. Murió en la contraofensiva alemana la víspera de navidad de 1944. Georges Izard, abogado de profesión, había escrito con Mounier y Marcel Péguy, La Pensé de Charles Péguy. Hombre de acción y con una gran intuición política. Fundó con Déléage y Galay, La Tercera Fuerza, que luego se fusionó con Frente Común, de Bergery. Louis-Émile Galey, revolucionario en su juventud, defensor de una revolución espiritual, hizo más tarde parte del gobierno de

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la base fundamental del primer artículo de Esprit, titulado, Rehacer el Renacimiento, y que en 1935 sería publicado como primer capítulo de Revolución personalista y comunitaria. En él, Mounier busca primeramente hacer ver los errores cometidos por el Renacimiento.

Con la exaltación del individuo, sostiene el joven pensador, el Renacimiento desencadenó un tal individualismo que contaminó todos los ámbitos de la vida social. Y, así mismo, con el desconocimiento del destino comunitario del hombre, no sólo se le privó de una dimensión fundamental, sino que además fue originando una serie de estructuras políticas y económicas de índole opresiva. El capitalismo hunde sus raíces en esta concepción individualista del ser humano262.

Como reacción al “humanismo abstracto” del Renacimiento, se formó el socialismo soviético, dominado por la mística de lo colectivo, y no menos inhumano que el capitalismo. Los dos ofrecen apenas una caricatura de la persona. Los dos han engendrado sociedades opresoras, alejadas de una verdadera comunión. Y, “lo trágico del combate, afirma Mounier, es que el hombre está en dos campos, que si uno aplasta al otro, pierde una mitad inalienable de sí mismo”263. De esta realidad no todos son conscientes. La mayoría de los hombres de su generación creen que de lo que se trata es de elegir entre el capitalismo y el socialismo de corte soviético. Pero Mounier no se pierde en este dilema. Busca una alternativa. Para él, se hace necesario un Nuevo Renacimiento. Una nueva revolución que, sin embargo, y para que sea auténtica ha de evitar engendrar una nueva tiranía. Tal revolución ha de ser, para que sea auténtica, obra del espíritu. Mounier cree que el espíritu guarda el secreto. Se trata, pues, de descubrir sus vías, y de seguirlas fielmente.

Etienne Borne nos puede dar una clave para entender en este sentido los caminos que propone Mounier, y para situarlo justamente allí donde mejor se le comprende: en su preocupación por ser leal consigo mismo y con la historia. Mounier “no era de la raza de los

Vichy (Cf. Carlos Díaz, Emmanuel Mounier: Un testimonio luminoso, pp. 73-77). Puede consultarse también, M. Winock, op. cit, especialmente el capítulo II.

262 Cf. L. Guissard, op. cit., p. 64.263 E. Mounier, Révolution personnaliste et communautaire, op. cit., p. 158.

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convulsionados y de los frenéticos, en él todo delataba el equilibrio, y un equilibrio de naturaleza y de espíritu”264. Mientras muchos se lanzan a la desesperada a la revolución violenta265, y casi todos, intelectuales y militantes políticos comprometidos, apuestan por una “revolución de fuerzas”, Mounier cree que el primer paso de la revolución consiste en ponerse de lado de los que sufren, de lado de la cruz. Opta por las vías humildes y por la obra del espíritu antes que por las vías de la fuerza. “No es la fuerza la que hace la revolución, escribe, es la luz. El espíritu es el soberano de la vida. A él le corresponde la decisión, decidir y dar la orden de partida”266.

La revolución de Mounier apunta primeramente al hombre nuevo. “No se trata de desplazar un mundo por otro, había escrito en El pensamiento de Charles Péguy, sino de ahondar nuevamente”267. Ser revolucionario significa, ante todo, asumir los valores del espíritu. No se puede ser revolucionario en contra de dichos valores. La verdad, el amor y la libertad, la humildad o el sufrimiento, son virtudes llamadas a regenerar el corazón del hombre, y con él, al mundo que el individualismo ha contaminado. “En este mundo inerte, indiferente, inquebrantable, la santidad es frecuentemente la única política válida y la inteligencia, para acompañarla, debe preservar la pureza de la luz”268. He aquí la preocupación de Mounier. Su ser revolucionario consiste primero en un rebelarse contra la mentira del mundo y de los hombres, y después, en hacer la opción primordial: entregarse todo entero al absoluto, en el servicio de los hombres.

No se puede ser revolucionario en contra del espíritu. Sólo el espíritu

264 L. Guissard, op. cit., p. 200.265 L. Guissard cita aquí como ejemplo a “los héroes de André Malraux” (Ibídem, p. 66).266 E. Mounier, Révolution personnaliste et communautaire, op. cit., p. 149.267 E. Mounier, La pensée de Charles Péguy, op. cit., p. 114.268 E. Mounier, Révolution personnaliste et communautaire, op. cit., p. 150. Un poco

más tarde pero en la misma línea, Jacques Maritain en su estudio de filosofía política Humanisme Integral (1934), orientado a reflexionar sobre aspectos importantes de la actuación humana y más concretamente sobre la actuación de los cristianos, augura que como fruto del redescubrimiento de la misión de los cristianos en el mundo, surja un nuevo estilo de santidad, ya no pensado como un apartarse del mundo (propio de la cristiandad medieval), sino más bien como un comprometerse en la construcción de “la nueva cristiandad” ( J. Maritain, Humanisme integral, ed 62, Barcelona 1966, pp. 96 ss).

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puede señalar los auténticos valores. “Una transfiguración en el con-junto de todos nuestros valores debe preceder a su reintegración uni-versal en el espíritu. Esto significa ser revolucionario”269. Incluso en contra de aquéllos que distinguen entre lo prioritario y lo importante. Saciar el hambre de los hombres es prioritario, afirma, pero esto no significa claudicar ante los valores eternos. Se han de atender con ur-gencia los problemas temporales, pero sin ignorar que “sólo el espíritu puede de nuevo poner en marcha la máquina”270. Significa que en un mundo averiado, se ha de buscar que la acción brote de la solidez del ser.

Mounier se rebela contra las dicotomías entre el pensamiento y la ac-ción. Pide explícitamente a los filósofos del entorno que no caigan en la tentación de la complacencia de sus meditaciones, sino que bajen al mundo de los hombres y compartan con ellos su suerte. Es participan-do del drama universal que el hombre, también el pensador, prueba su propia fidelidad.

Para acabar tanto con las traiciones de la acción como con las traicio-nes del pensamiento, Mounier traza dos principios rectores para su propio movimiento: el primero establece la necesidad de actuar por lo que se es antes que por lo que se dice o se hace. Así, el que actúa debe revisar constantemente su pensamiento y detectar en él las de-bilidades. Si bien es cierto que no se piensa con el corazón, no se puede prescindir de una determinada atmósfera que sólo puede crear la virtud. “Es la calidad de nuestro silencio interior, escribe, el que hará resplandecer nuestra actividad exterior, la acción debe nacer de la so-

269 E. Mounier, Révolution personnaliste et communautaire, op. cit., I, p. 148. Es importante comprender esta preocupación de Mounier por hacer ver que la revolución es algo más profundo de lo que habitualmente se piensa. Que su significado no corresponde con el uso que se le suele dar. “Se quiere que la revolución sea el deslumbramiento rojo y en llamas, escribe el pensador grenoblés. No, la revolución es un tumulto mucho más profundo. Mετανοήτε: cambiad el corazón de vuestro corazón y, en el mundo, todo lo que en él ha contaminado. Vosotros, continúa, que habéis sido revolucionarios contra el espíritu, que habéis matado el amor, ahogado la libertad; el intercambio honrado de corazones, la sinceridad de las palabras, el esfuerzo, la alegría de vivir, no creáis que es suficiente hoy con una limosna a la justicia para cerrarle la boca y borrar vuestra traición” (E. Mounier, Révolution personnaliste et communautaire, op. cit., p. 148).

270 Ibídem, p. 151.

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breabundancia del silencio”271. El segundo principio establece que la acción no debe estar orientada al éxito sino al testimonio. Se busca primeramente la realización de las ideas. Se es testimonio cuando se realiza en el propio ser la luz que aportan las ideas. El testimonio es para Mounier, un servicio a la verdad, como también un servicio a los hombres. En definitiva, un servicio al espíritu. El testigo es ante todo un servidor del espíritu. Y “el servidor del espíritu es un hombre que tiene siempre una tarea en la mano, un hombre rico al que nunca ago-tará ningún fracaso”272.

1. Una filosofía del “nosotros”

Según Emmanuel Mounier, uno de los grandes errores del Renacimien-to fue el de haber ignorado el destino comunitario del hombre. Por esta razón es necesario, según él, impulsar un nuevo Renacimiento capaz de afirmar, además de la libertad personal, la dimensión co-munitaria de la persona humana. Una dimensión que posee una triple dirección.

Su vocación no es una vocación solitaria, afirma. Es una devoción perma-nente a esas tres sociedades unidas: Bajo él, la sociedad de la materia a la que debe llevar la chispa divina; al lado de él, la sociedad de los hombres, que su amor debe atravesar para reunir su destino; por encima de él, la totalidad del espíritu que se ofrece a su acogida y le empuja más allá de sus limitaciones. En ese sentido real, que abarca toda la amplitud de su vida, es verdaderamente un ser social por esencia, hecho para la amistad, la amis-tad del maestro y del compañero, sustentadas por la amistad del testigo, que es al mismo tiempo el servidor y el fiel273.

Conviene tener en cuenta la similitud que existe entre Mounier y Bu-ber, quien habla en este mismo sentido de las tres esferas que consti-tuyen el mundo de la relación.

271 Ibídem, p. 152.272 Ibídem, p. 153.273 Ibídem, p. 153. Ada Lamacchia ha realizado un excelente estudio sobre la dimensión

comunitaria del hombre en la obra de Mounier, en su libro, Mounier: Personalismo comunitario e filosofia dell’esistenza, Levante editori, Bari, 1993. Véase especialmente el capítulo primero, “Il personalismo comunitario di Mounier”, pp. 11-53.

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La primera, afirma Buber, la vida de la naturaleza, en la que la relación llega hasta el nivel del lenguaje. La segunda, la vida con los seres humanos, en que la relación adquiere forma lingüística. La tercera, la vida con las enti-dades espirituales, en que la relación carece de lenguaje, pero generando lenguaje. En cada esfera, en cada acto relacional, a través de cada realidad que deviene presente a nosotros, tendemos la mirada hacia la orilla del “Tú” eterno, a partir de cada acto relacional percibimos un soplo de él, en cada “Tú” nos dirigimos al “Tú” eterno, en cada esfera a su manera274.

Como se puede observar, existe una gran similitud entre los dos pen-sadores. En términos similares habla Gabriel Marcel, como veremos en seguida, especialmente cuando se refiere a la persona humana como presencia y disponibilidad, y en definitiva, apertura.

Después de este corto preámbulo sobre la dimensión comunitaria del hombre, intentemos ver, así sea brevemente, el contexto en el que se desarrolla dicha reflexión a fin de determinar, en la medida de lo posi-ble, el aporte de Mounier en este campo.

Si bien la noción de persona, como sostiene el mismo Mounier, es de origen cristiano, la originalidad del personalismo es tomarla como re-ferencia central de su reflexión filosófica, así como afirmar su dimen-sión comunitaria como constitutivo primordial, en el campo filosófi-co275. Y en esta preocupación se deben reconocer los trabajos de dos autores que, aunque son prácticamente contemporáneos de Mounier, ejercieron en él una notable influencia. Ellos son Gabriel Marcel y Jac-ques Maritain.

Toda la filosofía de Gabriel Marcel se desarrolla en torno a la persona humana. Temas como la relación yo-tú, el amor, la comunidad, la es-peranza o la relación con el absoluto, están presentes en toda su obra, y tienen su razón de ser en su eje central: la persona. El hombre es para Marcel, igual que lo es para Mounier, un ser que se va construyendo

274 M. Buber, Yo y Tú, Caparrós Editores, Madrid, 1998, pp. 88-89, y p. 14.275 Cf. J. M. Burgos, El personalismo, Ediciones Palabra, Madrid, 2000, p. 26. En el campo

teológico, al contrario, existe el dato bíblico de la creación del hombre a imagen y semejanza del Dios trinitario. El Dios cristiano no se revela como un Dios solitario sino como un Dios comunidad.

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en el desarrollo de sus múltiples dimensiones. La dignidad de la per-sona humana radica en su semejanza con Dios. El hombre es Imago Dei. De ahí su apertura al trascendente. Y es, al mismo tiempo, ser en relación con el otro que es su semejante. Y puesto que el ser humano es primordialmente intersubjetividad e inquietud276, el aprendizaje de la comunidad es el itinerario en el que el hombre se encuentra con el prójimo, esto es, con el “tú”277. Pero, el hecho de que el ser huma-no sea originalmente un ser de relación no significa que tal relación esté desde el comienzo ya dada o garantizada, o simplemente marca-da por la facilidad. Dicha relación se presenta al hombre inicialmente como mera posibilidad.

Ahora bien, cabe aquí preguntarnos con Josep Manuel Undina: ¿si lo interpersonal no garantiza la plenitud del encuentro del ser huma-no, sino que sólo lo posibilita, cuál es para Marcel el elemento que garantiza su realización? Estamos de acuerdo con Undina en que este elemento es lo que Marcel denomina, en términos cristianos, la fideli-dad278. Para que la relación interpersonal, que el mismo ser personal reclama y anhela, sea dinámica y creadora, y no caiga en la subjetivi-dad pura, o resulte una experiencia fallida como fruto de los estados de ánimo del sujeto, ha de estar animada y sustentada en el recono-cimiento a un compromiso, en el respeto a la palabra dada, en el acto de reconocerme obligado ante lo asumido. Es decir, en la fidelidad a un valor elegido.

Pero, ¿qué clase de valor es este que, en última instancia, está eligiendo la persona que elige “definitivamente”? Si afirmamos que la realidad, o el hombre mismo, es un juego de apariencias sucesivas e inconsis-tentes, sería absurdo elegir con carácter definitorio lo que es pasajero e inconsistente. Por esta razón, Marcel cree que se debe partir del ser mismo. Surge así la “exigencia ontológica”, que nos remite inmediata-mente al misterio del ser, que nos lleva finalmente al misterio del Ser,

276 Cf. P. Lluís Font (Ed.), 10 pensadors cristians del segle XX, ed. Cruïlla, Barcelona, 1999, p. 163.

277 Cf. Gabriel Marcel, Journal métaphysique, citado por E. Mounier, Révolution personnaliste et communautaire, op. cit., p. 192.

278 P. Lluís Font (Ed.), op. cit., p. 166.

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con mayúscula, esto es, a Dios279. El compromiso, pues, encuentra su soporte último en la fidelidad a Dios, como el “Tú” absoluto, que según Marcel, además de sustentar la auténtica intersubjetividad humana, ofrece la posibilidad de una relación con carácter de plenitud.

Igualmente, J. Maritain, desde sus primeros trabajos comenzó a de-sarrollar temas muy cercanos al personalismo. Son significativas sus primeras intuiciones sobre una

teoría social y política que se fundamenta en una prevalencia de la perso-na frente a la sociedad. No es el hombre quien está al servicio y disposición plena de la sociedad como afirmaban los totalitarismos, sino la sociedad la que debe ponerse al servicio de la persona, porque es esta el valor princi-pal y primero por encima de cualquier organización. Pero a su vez, la perso-na no es una entidad egoísta que debe pensar sólo en su propio beneficio como proponía el individualismo; es un ser social, un ser en relación, que se debe a la comunidad aun sabiendo que está por encima de ella desde un punto de vista ontológico280.

Constatamos que Maritain se opone, como lo hace Mounier, tanto al individualismo como al colectivismo. A la vez que afirma la primacía de la persona, afirma el valor de la comunidad humana, ámbito “natural” del desarrollo personal.

Como escribe Mounier, el personalismo surge a inicios del siglo XX, pero se gestó a través de una larga tradición filosófica. Son precursores más cercanos, Kant, Kierkegaard, y también el espiritualismo francés. A Kant le debe el personalismo el haber defendido en su obra filosó-fica que el hombre no puede ser tomado en ningún caso como medio, pues él posee una dignidad que no poseen los demás seres creados. El hombre se ha de concebir como, escribe Kant,

fin en sí mismo, no sólo como medio para usos cualesquiera de esta o aquella voluntad (...). Pues, los seres cuya existencia no descansa en nues-tra voluntad, sino en la naturaleza, tienen, empero, si son seres irraciona-

279 Cf. Ibídem, pp. 167-168.280 J. M. Burgos, op. cit., p. 50.

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les, un valor meramente relativo, como medios, y por eso se llaman cosas; en cambio, los seres racionales llámense personas porque su naturaleza los distingue ya como fines en sí mismos, esto es, como algo que no puede ser usado meramente como medio, y, por tanto, limita en este sentido todo capricho (y es un objeto del respeto)281.

Kant se sitúa aquí en el centro mismo de la filosofía cristiana, que des-de sus primeros pensadores sostuvo la primacía de la persona humana sobre el resto de seres que forman el universo.

A falta de un desarrollo inmediatamente posterior de estas afirmacio-nes kantianas, hubo que esperar hasta Sören Kierkegaard, quien fue el primero en tomar “en serio” al hombre como ser individual y de éste en relación con el absoluto, haciendo de la existencia concreta la preocupación central de su filosofía. De esta forma se constituyó no sólo en el padre del existencialismo moderno, sino también en el precursor del personalismo. Para Kierkegaard, cada hombre es un ser único, irrepetible, con un valor singular. El individuo está por encima de otros valores como la raza, la lengua o la nación. Si para Hegel el individuo pierde su identidad ante el absoluto, para Kierkegaard el individuo está frente a Dios. Sus planteamientos sobre la dimensión religiosa de la persona y su relación con el “Tú” divino, restándole im-portancia, sin embargo, a la relación del hombre con los demás y con la naturaleza, plantea la necesidad imprescindible del hombre de rela-cionarse con Dios (con quien debe dialogar) para llegar a ser él mismo. Kierkegaard se convierte así, al mismo tiempo, en el precursor de la filosofía del diálogo, que desarrollarán especialmente Martin Buber, Rosenzweig, y Ebner.

Por su parte, el espiritualismo francés a comienzos del siglo XX, quiso “reaccionar frente a las tendencias intelectuales y sociopolíticas que trataban al hombre simplemente como objeto de estudio científico, o lo reducían a su dimensión económica”282. Su insistencia en el va-lor de la persona y en su dimensión espiritual hace de ellos directos

281 E. Kant, Fundamentación de la metafísica de las costumbres, ed. Espasa-Calpe, Madrid, 1973, pp. 82-83.

282 J. M. Burgos, op. cit., p. 35.

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precursores del personalismo comunitario. Autores como R. Le Senne, L. Lavelle o el mismo N. Berdiaeff, aportaron elementos importantes al pensamiento de Mounier, sobre todo a partir del tratamiento de la conciencia como relación entre el yo y el absoluto. Un claro enfoque metafísico de temas como la temporalidad, las “situaciones límite”, la finitud, el mal, el destino humano o la vocación espiritual de la per-sona humana, intenta superar la tendencia generalizada de reducir al hombre a un mero objeto de análisis283, y privándolo de su identidad personal.

Mounier, de manera aún más definida, coloca a la persona en el centro de la reflexión, y en una clara oposición al divorcio realizado —espe-cialmente a partir de los planteamientos de Descartes— entre materia y espíritu, intenta primeramente rehabilitar el papel del cristianismo en la amistad que se ha de establecer entre el hombre y la naturaleza. Comienza por definir de otra manera el materialismo. Ya no es sola-mente aquella doctrina que niega ciertas realidades espirituales, sino que son “todas las tentativas del hombre para renunciar a una de esas tres misiones como ser espiritual”284. El ser humano es definido más bien como un ser abierto. Ahora es tan importante la realidad mate-rial como la realidad espiritual. Las dos establecen en el hombre una tal relación que, sin embargo, no está clausurada, sino que reclama una apertura creadora. Precisamente por esta apertura, el hombre no aprisiona al espíritu pero tampoco a la materia. Está inserto en los dos. Esta particular “redención” de la materia hace afirmar a Mounier que el desconocimiento de la materia y del mundo material es la primera y más generalizada forma de materialismo, y puesto que, “el mundo sensible se irradia de la misma luz que penetra el corazón del hombre y sostiene su vida”285, la materia reclama el abrazo que los dualismos le han negado.

283 Cf. Ibídem, pp. 35-36. Se ha de tener en cuenta al mismo tiempo la influencia de Max Scheler sobre Mounier, especialmente a partir de la traducción de dos de sus obras: Nature et formes de la sympathie (1928) y L’homme du ressentiment (1934), así como a partir de una serie de cursos libres impartidos en la Sorbona por Georges Gurvitch en 1930 sobre filosofía alemana contemporánea, y editados el mismo año (Cf. Gérard, Lurol, Emmanuel Mounier 2: Le lieu de la personne, ed. L’Harmattan, París, 2000). Se puede ver además en este estudio la influencia que, según Lurol, tuvieron sobre el autor personalista, además de Scheler, Jacques Maritain y Nicolás Berdiaeff (cf. pp. 41-119).

284 Révolution personnaliste et communautaire, op. cit., p. 153. 285 Ibídem, p. 154.

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Según nuestro pensador, el hombre debe comenzar por redescubrir y reconocer el lugar del mundo de la materia. “Aprendamos de nuevo el sentido carnal del mundo y el compañerismo de las cosas, afirma Mounier en una terminología más poética que filosófica, pero cargada de significado, al hacerlo, nos acercamos a una poesía, y ello significará ya una nueva eclosión en las nuevas floraciones de esta alma moderna empobrecida de colores y endurecida con banalidades”286. Rescatar el mundo de la materia significa, para Mounier, rescatar el espíritu porque el mundo real es un mundo compacto, hecho de materia y es-píritu. Con el sentido espiritual de la materia el hombre puede ganar porque su espíritu se sentirá impulsado a un nuevo esfuerzo. Por la materia, el impulso espiritual evitará perderse en el sueño o en la an-gustia. Aunque lo doblega y lo obstaculiza, no es menos verdad que a ella le debe su lozanía y su capacidad de acción287.

Mounier quiere hacer frente a las que él denomina, las “dos herejías de toda sociedad”. Una, la que conduce a los totalitarismos. Dos, la que engendra los individualismos. De ellas ya hemos hablado al refe-rirnos a la crisis de occidente. Interesa aquí retomar un punto de par-tida de Mounier. Según él, hay un sentimiento moderno que ha hecho del hombre un ser solitario: el egoísmo parece esencial, mientras que la relación con el otro se tiene como una limitación288. Las doctrinas totalitarias, en el intento de disolver tal sentimiento, han querido in-tegrar al individuo “en esa gran capa indiferenciada de la clase social, en la que cada miembro es una pieza viajera e intercambiable en la devoción del bloque”289. Era corriente en la época que vivió Mounier

286 Ibídem, p. 157.287 Cf. Ibídem, p. 157-178.288 Con M. Scheler podemos descubrir cierta relación que existe entre este sentimiento que

Mounier cree percibir en el origen del individualismo, y el concepto que tenían del amor los antiguos griegos. “Todos los pensadores, poetas y moralistas antiguos coinciden en creer que el amor es una aspiración, una tendencia de lo ‘inferior’ a lo ‘superior’, de lo ‘imperfecto’ a lo ‘perfecto’, de lo ‘informe’ a la ‘forma’, del ‘no ser’ al ‘ser’, de la ‘apariencia’ a la ‘esencia’, del ‘no saber’ al ‘saber’, “un término medio entre el tener y el no tener”, como dice Platón en el Banquete. (...) Ya Platón decía: “Si fuéramos dioses, no amaríamos”, pues en el ser perfectísimo no puede haber ninguna ‘aspiración’ ni ‘necesidad’” (M. Scheler, El Resentimiento en la moral, ed. Caparrós, Madrid, 1998, p. 72-73.

289 E. Mounier, Révolution personnaliste et communautaire, op. cit., p. 161.

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situarse ante el dilema: o lo uno o lo otro. Mounier responde: ni lo uno ni lo otro. Tampoco intenta encontrar la verdad en el medio de los dos sistemas. Según él, la verdad hay que buscarla en el corazón del hom-bre, de donde ha sido arrancada.

De los sectores más críticos surgían voces que reclamaban reformas. Mounier propone la reconstrucción del hombre. La persona ha de con-vertirse en el centro, no sólo de las propias estructuras sociales, sino también de la reflexión filosófica, que está llamada a fundamentar todas las acciones. La reconstrucción del hombre implica la resignifi-cación de la sociedad de los hombres. Un empeño que en el lengua-je de Mounier adquiere un sentido concreto: la comunión humana. Y muestra un itinerario: “hemos de llegar a crear un hábito nuevo de la persona, el hábito de ver todos los problemas humanos desde el punto de vista del bien de la comunidad humana y no del de los capri-chos del individuo”290. Porque, escribe en seguida, “la comunidad no es todo, pero una persona aislada no es nada. (...) Hay dos filosofías de la primera persona, dos maneras de pensar y de pronunciar la primera persona: estamos en contra de la filosofía del yo y a favor de la filosofía del nosotros”291 .

Una de las dificultades con las que se encuentra Mounier al plantear y desarrollar el tema de la dimensión comunitaria del hombre, es la de cómo hacerlo sin menoscabo de la libertad individual. Es conscien-te de que la expresión “revolución personalista y comunitaria”, con la que ha titulado su primer artículo publicado en Esprit, constituye un pleonasmo que sólo se justifica por las limitaciones que impone el len-guaje292. Mounier desearía que con el término persona se hiciera re-ferencia, a la vez, al ser individual y al ser comunitario. Pero la realidad es que se encuentra con la necesidad de disipar varias dudas. Por una parte, el término “personalista” puede evocar el “viejo individualismo declinante”, o puede suscitar una especie de “culto fascista del super-hombre”, y por otra, puede hacer pensar que se está en contra del

290 Ibídem, p. 166. 291 Ibídem. 292 Cf. Ibídem, p. 194.

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“sentido comunitario”293 que parece despertarse en Europa en torno a la crisis de 1929.

Mounier intentará disipar otro equívoco. Aquel referido a la idea de que la experiencia comunitaria se hace necesaria sólo como una espe-cie de superestructura social, a manera de mera estrategia, para afron-tar los graves problemas políticos y económicos. El pensador francés es consciente de que este aspecto no puede ser afrontado más que a través de una sólida fundamentación filosófica. Es necesario desarro-llar una verdadera antropología que sea capaz de clarificar todos los equívocos que existen en torno a la persona, y de situarla en su justo lugar. Para Mounier, como lo será para los demás personalistas, “no es que la persona una vez hecha y formada se abra a los demás, sino que necesariamente se va haciendo y construyendo con los demás, o de lo contrario no existe tal construcción”294.

Mounier cuenta ya para este empeño con una importante tradición personalista que ha venido descubriendo que el encuentro y la rela-ción interpersonal son un constitutivo primordial del hombre. “Al prin-cipio está la relación”, había escrito Buber295. El hecho fundamental no es ni el individuo ni la colectividad, sino el hombre con el hombre. “Lo que singulariza al mundo humano es, escribe Buber en otro lugar, por encima de todo, que en él ocurre entre ser y ser algo que no ocu-rre entre otro ser de la naturaleza”296. De esta tradición se ha nutrido Mounier y él intentará llevar tal reflexión hasta las últimas consecuen-cias.

1.1. La Encarnación y la condición comunitaria del hombre

Los estudiosos del pensamiento de Mounier continúan preguntándose de dónde procede “la intuición que consideramos como más característica y definidora del personalismo, es decir, su convencimiento de que la existencia humana verdadera sólo se da

293 Cf. Ibídem, p. 175.294 L. A. Aranguren, op. cit., p. 117. 295 M. Buber, op. cit., p. 23. 296 M. Buber, ¿Qué es el hombre?, ed. Fondo de Cultura Económica, México, 1999, p. 146.

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en la auténtica relación interpersonal entre el yo y el tú”297. Vamos a intentar aquí dar algunos elementos que nos pueden ayudar a responder a este interrogante. Anotemos, primeramente, dos factores que consideramos importantes para la concepción personalista que desarrollará Mounier, y explicitados sobre todo a partir del periodo en el que descubre a Péguy.

El primer factor tiene que ver con lo que ya hemos afirmado en un apartado anterior. Retomémoslo de nuevo. Mounier descubrió en Péguy una serie de intuiciones e intereses que ya estaban presentes en su joven espíritu, pero que necesitaban “ser explicitados” 298. Esta temprana experiencia, parecida a la de aquel caminante que de pronto se encuentra con un paisaje que aunque es la primera vez que descubre, se le aparece ante sí como el paisaje siempre deseado y al mismo tiempo como el más familiar de todos, le permitió pensar desde entonces que la educación consistía, ante todo, en despertar conciencias, o aún más, en orientarlas hacia la plena realización de su vocación personal. Téngase presente que personal no significa aquí primeramente vocación individual sino, más bien, la vocación original de todo hombre que consiste en llegar a ser persona.

El segundo factor está íntimamente relacionado con el primero. La particular sensibilidad de Mounier por los valores auténticos de la persona, favorecieron en él su aguda comprensión que desde temprana edad demostró por los temas de raíz cristiana299. Los autores que estudian

297 Ibídem, p. 56.298 Con razón ha escrito Cristiana Freni, que “el joven Mounier del 1928, había intuido

bien aquello que debía constituir su itinerario esencial. Aquello que era y siempre sería para él lo esencial” (En M. Toso – Z. Formilla – A. Danese (coordinadores), Emmanuel Mounier: Persona e umanesimo relaciónale: Nel centenario della nascita (1905- 2005), ed. Las-Roma, vol. I, p. 136.

299 Es muy significativo que Mounier, ya a la edad de 23 años tenga la inquietud de afrontar temas de hondo significado teológico y humano. Así escribía a Jean Guitton el 5 de agosto de 1928: “en este momento pienso mucho en todas estas cuestiones: pecado, falta, responsabilidad. Estoy impaciente al borde de ideas que se revelan, pero tengo todavía el espíritu bastante libre” (E. Mounier, Mounier et sa génération: correspondance, entretiens, op. cit., p. 436). Y el 1 de febrero de 1929 le escribía a Jéronime Martinaggi: “¿mi tema de tesis? Lo dejo madurar, pues una tesis es en mi opinión una obra humana más que una obra intelectual. Será algo en la frontera del dominio moral y del dominio religioso, sobre cuestiones muy actuales” (Ibídem, p. 442).

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su obra, y de manera especial quienes lo conocieron personalmente, suelen insistir en la presencia de una fuerza extraordinaria que asistía a Mounier y que, según Paul Ricoeur, digámoslo otra vez, procedía de la íntima unidad que fraguó en sí mismo, a partir de su coherencia entre lo que él era y lo que hacía, entre su pensamiento y su acción, y en su convicción de que el mundo occidental debía ser renovado de raíz, es decir, allí donde estaba herido, en el corazón del hombre. Como se ha dicho en otro lugar, Mounier huyó siempre del academicismo y, en cambio, estuvo atento siempre a realizar en sí aquello que hay de más hondo y original en cada hombre. El mundo no se renovará, se puede adivinar en su pensamiento, mientras yo mismo no me deje renovar, mientras cada hombre no se entregue totalmente a realizar su propia vocación, comprometiéndose al mismo tiempo con el destino de toda la humanidad.

Estos dos factores: uno, el de encontrarse cara a cara con autores como Péguy, quien se había esforzado por tener una verdadera comprensión de la realidad del hombre, sobre todo desde su condición espiritual, y dos, su experiencia y su convicción de lo que significa la comprensión, y especialmente la vivencia auténtica de la vida cristiana, fueron conduciendo a Mounier a una original comprensión del Acontecimiento de la Encarnación. Cuando Mounier afirma que la Encarnación del Verbo es el hecho central de la historia, lo hace con la fuerza de quien ha escudriñado, ha comprendido hondamente, y se siente llamado a dar su asentimiento total. Según él, con la Encarnación aflora todo el sentido de la historia, de la humanidad entera, y de cada hombre.

La Encarnación no es un relato exterior a la historia, afirma, Misterio que trasciende la historia, se desarrolla, sin embargo, en plena historia. La Encarnación no es una fecha, un punto, sino un centro de la historia del mundo, sin límite en el espacio y en el tiempo. Cada día la Iglesia la prosigue en el tiempo por su existencia continua. Cada uno de nuestros actos está llamado a prolongar sus efectos y, más aún, a colaborar con ella de alguna manera300.

La Encarnación se convierte para Mounier en un hecho primordial del

300 E. Mounier, Personnalisme et christianisme, en: Œuvres, vol. I, p. 772.

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que extraerá consecuencias radicales.

Dada la índole de este trabajo, no nos detendremos en los análisis teológicos que hace Mounier del acontecimiento de la Encarnación, sino que iremos inmediatamente a sus deducciones de tipo más filosófico, y en su caso, las conclusiones de índole personalista y comunitario.

Mounier deduce, primeramente, que la condición humana es la condición de un ser encarnado. En contra de lo que pensaba Platón, para quien el alma está accidentalmente presente en el cuerpo, o incluso sobreponiéndose al olvido de muchos teólogos cristianos a lo largo de la historia, Mounier afirma la unión íntima de alma-cuerpo, en la misma dirección de como lo han hecho los representantes del pensamiento cristiano más genuino. No desconoce que el término cuerpo suele tener una doble acepción, dependiendo de si se le considera como objeto, mero instrumento, limitación en medio de las aspiraciones más hondas, o bien, como cooperador, en el permanente esfuerzo de superación personal. Pero Mounier va incluso más lejos. No sólo este cuerpo hace parte del hombre total que soy, sino que el mundo se presenta como extensión de mi cuerpo, y cooperador del proceso de personalización.

La Encarnación se constituye, a la vez, en el fundamento de las múltiples unidades que en el hombre se han de salvar por el mismo hecho de hacer parte de su ser: la unidad de la persona301, la unidad de la historia y la unidad del género humano. Y en la base de todas, la unidad de Dios302. Arrancar al hombre de tales unidades significaría no sólo hacer imposible su comprensión como ser humano sino, sobre todo, negarle su ser original. Mounier habla inclusive de una cierta unidad del hombre con el mundo natural, por el que, desde “el primer momento la conciencia personal se afirma asumiendo el medio natural. La aceptación de lo real es el primer paso de toda vida creadora. Quien la rechaza, desvaría y su acción se descarrila”303. Lo

301 Cf. E. Mounier, Personnalisme et christianisme, op. cit., I. p. 773.302 Cf. E. Mounier, La petite peur du XX siècle, en: Œuvres, vol. III, p. 399.303 E. Mounier, Le personnalisme, op. cit., p. 447.

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cual significa aceptar que el mundo natural del hombre es un mundo de posibilidades, pero también de condicionamientos. No hay nada en el hombre que no esté mezclado con sangre y con tierra. Pero esto no quiere decir que el hombre sea apenas un juguete de la Naturaleza y sus condicionamientos. El hombre trasciende la Naturaleza. Está como hundido en la Naturaleza pero surge de ella para trascenderla. Conoce el mundo al que pertenece y que pareciera que lo devora, pero posee el poder de transformarlo por sus infinitas capacidades espirituales. “El hombre es un ser natural, escribía Marx, pero un ser natural humano”304.

Sobre las diversas unidades que hemos mencionado, volveremos en la última parte de este trabajo; aquí nos interesa desarrollar, así sea brevemente, la unidad de la persona, a fin de extraer algunas conclusiones de índole propiamente comunitaria. Según Mounier, en la persona se da “un doble movimiento, en apariencia contradictorio, de hecho dialéctico, hacia la afirmación de absolutos personales resistentes a toda reducción y hacia la edificación de una unidad universal del mundo de las personas”305. Tal unidad, precisa Mounier, no puede ser unidad de identidad, pues precisamente la persona es, por definición, aquello que no puede ser repetido dos veces. Sin embargo, existe un mundo de las personas constituido por una medida común, que si bien no se corresponde con el concepto clásico de naturaleza humana, sí hace referencia a una especie de esencia o de estructura. Este elemento es, en definitiva, lo que hace posible que podamos hablar de una humanidad, y también de una historia. De hecho, “el sentido de la humanidad una e indivisible, afirma Mounier, está profundamente ínsito en la idea moderna de igualdad”306. Esta parece concebirse al pasar de la exterioridad del individuo al deseo de formar una comunidad moral, y al mismo tiempo de mirar hacia una finalidad común, la finalidad a la que aspiran todos los hombres. Reconocido este elemento común que une a los hombres y que hace posible su unidad, es decir, que permite hablar de una humanidad,

304 K. Marx, Economía política y filosofía, ed. Coste, p. 78, citado por Mounier, Ibídem, p. 443.

305 E. Mounier, Le personnalisme, op. cit., p. 459. 306 Ibídem, p. 460.

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hemos de avanzar hacia la concreción de la persona misma y de lo que a ella la hace posible. Para Mounier la persona es, ante todo, un ser espiritual en esencial relación con las demás personas307. Una cualidad primordial de la realidad personal es su dinamismo. Por esta razón, Mounier evitó siempre el concepto de “sustancia” al estilo tomista, por las connotaciones estáticas y “cosistas” que esta comporta. Todo ser espiritual es un ser dinámico y todas las relaciones de la persona se realizan dentro de un dinamismo permanente. Así, la persona no está definida, acabada, y por lo tanto, no la podemos limitar a una definición, pues la persona es un ser que se hace siempre en un movimiento de personalización, o al contrario, se autodestruye, en un proceso de despersonalización.

En el proceso de personalización se dan, en torno a la persona, tres dimensiones fundamentales: la vocación, la encarnación, la comunión. Las tres se reclaman y se dan en una íntima interrelación. Por la vocación el hombre va unificando todos sus actos en un acto común que lo constituye como persona. Ella es como un centro de referencia que el hombre, cada hombre, ha de ir descubriendo y asumiendo. En el encuentro de este centro de referencia y en su respuesta, en la fidelidad a él, el hombre descubre sentido a su estar en el mundo, y se compromete a una misión que va definiendo su destino. La Encarnación hace referencia tanto a su realidad ontológica de ser espiritual encarnado en el mundo, como a su condición de ser con el mundo de las cosas, pero también, y sobre todo, con los demás hombres y con Dios. La comunión es la dimensión que concretiza todo el ser de la persona. La comunión define al hombre como el ser comunitario por excelencia. La persona es originalmente un ser en relación. La persona sólo se descubre como tal en la presencia del otro. Negar a los otros es negarse a sí mismo; afirmar a los demás es afirmarse al mismo tiempo a sí mismo.

Vocación, encarnación y comunión, siendo tres dimensiones, constituyen una sola y única realidad: la persona. Las tres se refieren

307 De este último elemento es del que se puede deducir el epíteto de comunitario, inseparable del personalismo de Mounier (Cf. E. Mounier, Le personnalisme, op. cit., pp. 429ss).

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al ser que por naturaleza se constituye en un ser relacional. Cada una incluye a las demás. El hombre está llamado a encarnarse en la realidad que lo constituye y a comprometerse con su propia y común realización.

Arriba hemos dicho que el Acontecimiento de la Encarnación da sentido a toda la historia. Ahora podemos afirmar también, que por la Encarnación el hombre se hace partícipe de la vida de Dios y, al mismo tiempo, es llamado a realizarse en un acto permanente de encarnación. Sólo por este acto va superando el individualismo que lo despersonaliza y le niega la posibilidad de realizar sus más hondas aspiraciones.

La Encarnación, escribe Mounier en un párrafo que bien podría sintetizar este apartado, confirma la unidad de la tierra y del cielo, de la carne y el espíritu, el valor redentor de la obra humana, una vez asumido por la gracia. Por vez primera, la unidad del género humano es plenamente afirmada y dos veces confirmada: cada persona es creada a imagen de Dios, cada persona llamada a formar un inmenso cuerpo místico y carnal en la Caridad de Cristo. La historia colectiva de la humanidad, de la que los griegos no tenían idea, adquiere un sentido, e inclusive un sentido cósmico. La concepción misma de la Trinidad, que alimentó dos siglos de debates, aporta la idea sorprendente de un Ser Supremo en el que dialogan íntimamente personas, y que es, ya por sí mismo, la negación de la soledad308.

Como se constata, las tesis fundamentales del personalismo de Mounier las podemos encontrar primeramente en las fuentes del cristianismo. De una lectura lúcida de ellas Mounier va descubriendo las tesis que los diversos autores personalistas citados trataron en alguna medida, y que Mounier fue desarrollando con la máxima claridad, y rigor posibles. En las primeras páginas de El personalismo, Mounier afirma que, si bien el término “personalismo” es de uso reciente, el personalismo como tal se “inserta en una larga tradición”309. A pesar de la particular concepción que del hombre tenían los griegos, más centrada en la

308 E. Mounier, Le personnalisme, op. cit., p. 434. El subrayado es nuestro. 309 Ibídem, p. 429.

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ciudad-estado y en la familia, y supeditada a la voluntad de los dioses, en ellos estaba muy presente la alta dignidad del hombre. El sentido de la persona, sin embargo, “queda embrionario en la Antigüedad, hasta los albores de la era cristiana”310. Será con el cristianismo que se aporta, de golpe, una visión decisiva de la persona. Conceptos nuevos como la creación ex nihilo, obra del creador en un acto de amor, el destino eterno de cada persona, el absoluto que ella representa, la unidad en sí de cada persona, su llamada a la libertad y a acoger en su corazón el Reino transfigurado, su original vocación a crecer como persona en un mundo de personas, y su responsabilidad en el hacer de este mundo el destino digno de los hombres, significó para el hombre antiguo un escándalo total. Es aquí, según Mounier, donde encontramos las verdaderas fuentes del personalismo. El desarrollo de estas ideas esenciales a lo largo del pensamiento occidental permaneció, ciertamente, opacado por otras controversias a lo largo de la historia.

Uno de los grandes olvidos de la filosofía clásica ha sido el tema de “el otro”. Según Mounier, será primeramente el existencialismo el que lo rescata del olvido y lo sitúa en su puesto central. Si bien en Kierkegaard el tema de “el otro”, de la comunión, y de la comunicación, en una perspectiva personalista, están prácticamente ausentes311, no es así en pensadores posteriores como Jaspers y Scheler, para quienes “el otro” se les convirtió en una pasión. O en Heidegger mismo, para quien “el sein, el ser, es Mitsein, ser-con”312. Aunque esta relación del ser no desemboque en él en una comunidad de seres, es un dato que suscitó importantes reflexiones. Husserl había hecho ya un aporte valioso con sus trabajos sobre la conciencia, abriendo el campo de

310 Ibídem, p. 432.311 Nosotros creemos, sin embargo, que en Kierkegaard hay una intuición muy importante

de la constitución comunitaria o dialógica de la persona en el concepto de relación que empieza a desarrollar en el primer capítulo del Tratado de la desesperación. Si bien no habla de una relación explícita entre el yo y el tú, sí establece una relación entre lo finito y lo infinito, lo temporal y lo eterno, la libertad y la necesidad, que aunque parece quedarse a nivel de lo que para él se constituye en yo, ya advierte que el yo no es una especie de realidad objetivable, sino que “el yo es una relación…” (S. Kierkegaard, Tratado de la desesperación, Edicomunicaciones, S. A. Barcelona, 1994, p. 23).

312 Cf. M. Heidegger, Ser y Tiempo, ed. Fondo de Cultura Económica, Madrid, 2000, pp. 129ss.

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esta al mundo exterior que la constituye.

Para Scheler, Buber y Marcel, como se ha indicado más arriba, la experiencia nos habla de que los sujetos se realizan en una mutua relación, en un diálogo y encuentro auténticos, en donde trato al otro como sujeto libre y en donde se establece una reciprocidad creadora. El otro se constituye así no en un límite y obstáculo, sino en una fuente del yo. De esta manera,

el descubrimiento del nosotros es estrictamente simultáneo con la experiencia personal. El “tú” es aquél en que nosotros nos descubrimos y por quien nosotros nos elevamos: surge en el corazón de la inmanencia como de la trascendencia. No rompe la intimidad, sino que la descubre y la eleva. El reencuentro en el “nosotros” no sólo facilita un intercambio integral entre el yo y el tú, sino que crea un universo de experiencia que no tendría realidad sin este encuentro313.

Los distintos elementos que hemos tratado han venido fraguando la concepción personalista que desarrollará Mounier. El Acontecimiento de la Encarnación ha sellado las unidades fundamentales de lo existente y de lo posible, es decir, del mundo, del hombre y de la historia, y de estos con su Creador. En la Encarnación aflora la condición original del hombre: un ser encarnado y llamado a desarrollar todo su potencial humano en un permanente acto de encarnación.

Yo soy persona desde mi existencia más elemental y, lejos de despersonalizarme, mi existencia encarnada es un factor esencial de mi asentimiento personal. Mi cuerpo no es un objeto entre los objetos, el más cercano de ellos. ¿Cómo podría unirse en ese caso a mi experiencia de sujeto? De hecho las dos experiencias no están separadas: Yo existo subjetivamente, yo existo corporalmente, son una sola y misma experiencia314.

Pero esta condición de ser encarnado no hace alusión solamente a

313 E. Mounier, Introduction aux existentialismes, op. cit., p. 140. Sigue Mounier aquí a Maurice Nédoncelle.

314 E. Mounier, Le personnalisme, op. cit., p. 447.

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mi condición de espíritu encarnado en un cuerpo, y por extensión en un mundo, sino que, de manera especial, hace referencia a mi ser encarnado en un mundo de personas.

1.2. El personalismo y las filosofías de la persona

Llegados a este punto, conviene distinguir, como lo plantea Josep M. Coll, el personalismo propiamente dicho, de otras filosofías de la persona315. Según este planteamiento, se debe comenzar por aclarar el significado del término personalismo, es decir, aclarar si él designa una filosofía bien definida, con unas características muy concretas, o ver hasta qué punto el término se ha tornado equívoco, llegando a significar distintas corrientes filosóficas que tienen como común denominador el objeto de su reflexión: esto es, la persona. El mismo Mounier parece haberle dado inicialmente este significado amplio al término personalismo. “Llamamos personalista a toda doctrina, escribe al comienzo del Manifiesto, a toda civilización que afirma la primacía de la persona humana sobre las necesidades materiales y sobre los mecanismos colectivos que sustentan su desarrollo”316. Mounier fue consciente desde el comienzo de que el término personalismo se prestaría para ambigüedades, y que en muchos casos se utilizaría para disimular vacíos e incertidumbres, especialmente cuando se le podía utilizar como sinónimo de un cierto individualismo, disfrazado de autonomía o libertad personal. Ya en sus primeros artículos, pensaba que el término personalismo debería ser apenas “un santo y seña significativo, una cómoda designación colectiva para doctrinas distintas que , en la situación histórica en que estamos situados, pueden coincidir en las condiciones elementales, físicas y metafísicas, de una nueva civilización. (…)”. Y agregaba: “el personalismo no anuncia, pues, la creación de una escuela, la apertura de una capilla, la invención de un sistema cerrado. Testimonia una convergencia de voluntades y se pone a su servicio, sin afectar a su diversidad, para buscar los medios de pesar eficazmente en la historia”317. En este sentido, Mounier no

315 J. M. Coll i altres, op. cit., p. 51ss. Cf. también, E. Mounier, Le personnalisme, op. cit., pp. 432-438.

316 E. Mounier, Manifeste au service du personnalisme, en: Œuvres, vol. I, p. 483.317 Ibídem.

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se opone incluso a que se hable de “personalismos”, con la condición de que ellos defiendan las bases de una civilización centrada en la persona humana.

En esta misma línea se mantiene en El personalismo (1949), al aceptar que hay personalismos, en plural. Y cita, como ejemplos, un personalismo cristiano y un personalismo agnóstico, aunque ellos difieran hasta en sus estructuras íntimas. Ahora bien, el hecho de que se pueda pronunciar el término personalismo en plural, no obsta para que Mounier procure en todo caso definir su personalismo especialmente para distinguirlo bien de otras doctrinas, sistemas o movimientos, más o menos cercanos. En este contexto se ha de leer su afirmación: “el personalismo es una filosofía, no solamente una actitud. Es una filosofía, no un sistema”318. Afirmando que al ser el personalismo una filosofía, determina unas estructuras que le son propias.

Ahora bien, de la comprensión de su obra en conjunto se puede deducir que Mounier se esforzó por desarrollar con el máximo rigor filosófico las características propias del personalismo que él defendió. Si bien se mantuvo siempre abierto a acoger todas las iniciativas que caminaran por los mismos senderos de la persona, pues era consciente de que en el movimiento personalista podían converger un sinnúmero de matices, él procuró mantenerse fiel a los principios rectores de la civilización personalista.

Uno de estos principios es, precisamente, la constitución comunitaria de la persona humana. Mounier sostiene que la dimensión comunita-ria no es una mera estructura posterior a la constitución de la persona, sino que ella es una dimensión fundante del ser personal. Sigamos su análisis.

Aunque Mounier se declara muy poco partidario de las definiciones acerca de la persona, precisamente porque considera que ella es un ser siempre abierto a los cambios, que se resiste a toda esquematización, propone, sin embargo, una definición que expresa bien la inseparabi-

318 E. Mounier, Le personnalisme, op. cit., p. 429.

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lidad que existe entre el ser individual, esto es, su interioridad, como constitutivo básico de la persona, y su dimensión relacional, que la configura como ser eminentemente comunitario. A la pregunta: ¿qué es la persona?, Mounier parte de la distinción entre lo que ella es y lo que se denomina individuo. Éste, antes que aproximarnos a la noción de persona, nos aleja de ella, pues el individuo es “la disolución de la persona en la materia”319. En el individuo la persona está “perdida”, y de él sólo puede brotar el individualismo que niega a la persona y niega a los otros. La persona ha de ser, pues, otra cosa que alienación de sí misma. Teniendo en cuenta esta especie de reconquista del hombre de sí mismo, so pena de ser reconquistado por la materia, y teniendo en cuenta su apertura irrenunciable a “un mundo” que lo configura, Mounier propone la siguiente definición:

una persona es un ser espiritual constituido como tal por una manera de subsistencia y de independencia en su ser, ella mantiene esta subsistencia por su adhesión a una jerarquía de valores libremente adoptados, asimila-dos y vividos por un compromiso responsable y una constante conversión; ella unifica así toda actividad en la libertad y desarrolla por añadidura a golpe de actos creadores la singularidad de su vocación320.

En esta definición Mounier parece distinguir dos partes. La primera: una persona es un ser espiritual constituido como tal por una manera de subsistencia y de independencia en su ser, parece a primera vista más próxima a la definición de Boecio, quien definía la persona como “sustancia individual de naturaleza racional”, y seguida por la tradición tomista, que ha remarcado que la dignidad y la perfección ontológica de la persona radica en el hecho de “existir por sí” y en su capacidad de independencia. Mounier, sin embargo, expone inmediatamente una segunda parte, que por la manera como la une a la primera, quie-re demostrar su inseparabilidad: ella mantiene esta subsistencia por su adhesión a una jerarquía de valores libremente adoptados (…). Como se puede constatar, el pensador personalista evita presentar el carác-ter de subsistencia como un absoluto, o como un hecho concluido, y constata que la persona sólo mantiene su subsistencia por su adhesión

319 E. Mounier, Révolution personnaliste et communautaire, op. cit., p. 177.320 E. Mounier, Manifeste au service du personnalisme, op. cit., p. 523.

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libre a aquello que le ayuda a ser, a constituirse como tal, indicando inmediatamente el proceso de personalización, al que toda persona está llamada321.

Siguiendo a Buber, y luego también a Nédoncelle, Mounier afirmará que la relación en el hombre no es de ninguna manera algo accidental, sino que es un hecho fundamental, y que en particular su relación personal, esto es, su relación con Dios y con las demás personas, crea el nosotros verdadero, por el cual el hombre llega a ser lo que es322. Se puede afirmar de esta manera que, como escribe Carlos Díaz, para el personalismo de Mounier la “persona es antítesis de solipsismo egocéntrico, o sea, encuentro, ad-venimiento, acontecimiento (…)”323. Pudiéndose indicar aquí que la constitución ontológica de la persona no es tampoco un hecho acabado, sino que su realidad ontológica coincide con la realidad personal, esto es, un ser no escindido ni del mundo ni de los otros hombres, sino unido a ellos en su ser.

Como afirma Josep M. Coll, este planteamiento según el cual el hombre es originalmente un ser comunitario, haría necesaria efectivamente la distinción entre un personalismo propiamente comunitario y las demás corrientes personalistas. El personalismo comunitario, que en boca de Mounier sería el verdadero personalismo, estaría fundado en la superación de dos abusos muy corrientes. El primero, niega la dimensión comunitaria de la persona humana, y cae en el individualismo. Este es el caso de ciertos existencialismos de tipo materialista y ateo. Contra ellos el personalismo plantea la distinción entre individuo y persona, sosteniendo que “la existencia individual no es todavía una existencia propiamente personal, porque esta se caracteriza por una actitud de disponibilidad respecto a los otros (…)”324. El segundo es aquel que,

321 De aquí no se puede deducir que Mounier niegue una “naturaleza humana”. Antes bien, la afirma, al tiempo que se opone a quienes la niegan y con ello caen en un “abismo antropológico” (Cf. “Tareas actuales de un pensamiento de inspiración personalista”, en: E. Mounier, Mounier en Esprit, op. cit., pp. 91-122).

322 Cf. Especialmente el primer capítulo de, Yo y Tú, de Martín Buber, así como la sección II de La reciprocidad de las conciencias de Maurice Nédoncelle. Este tema ha sido tratado con bastante amplitud por J. M. Coll, en las obras citadas.

323 C. Díaz, ¿Qué es el personalismo comunitario?, ed. Fundación Emmanuel Mounier, Madrid, 2002, p. 83.

324 J. M. Coll et. al., op. cit., p. 55

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en aras de una lucha por la justicia social, por la organización política igualitaria, niega derechos inalienables de la persona y desemboca en los colectivismos. Contra este segundo abuso, el personalismo sostiene que,

la existencia colectivista no es todavía existencia en comunión interpersonal, porque la existencia social con sus estructuras colectivas, como ahora la racionalidad, la ciencia, el Derecho o el Estado, son, por una parte, mediaciones absolutamente necesarias como soporte indispensable de la intersubjetividad, pero también, por otra parte, del todo insuficientes por ellas mismas para asegurar una plena comunidad personal, es decir, precisamente como mediaciones son diferentes respecto de la formaexistencial que ellas pueden intermediar, respecto de la verdadera comunión entre las personas325.

Las demás corrientes personalistas carecerían en rigor de este elemento diferenciador, es decir, de la dimensión esencialmente comunitaria, tendiendo más a defender, unos, un cierto individualismo, como se ha dicho, en el caso del existencialismo, y otros, un cierto colectivismo, como es el caso del marxismo, o incluso de las filosofías clásicas que no aceptan la dimensión comunitaria de la persona como un constitutivo original. Este sería el caso, como opina J. M. Coll, del tomismo de J. Maritain326.

Siguiendo este criterio, entre los autores más representativos de este personalismo comunitario se deben destacar, escribe J. M. Coll, a “Marcel, Madinier, Nédoncelle y Lacroix, pertenecientes al mundo francés, y Jaspers, Buber y Bart, como autores en lengua alemana, sin olvidar a Berdiaeff y Landsberg, incorporados en buena parte a la cultura francesa. Para situar a Buber, tendríamos que referirnos a Rosenzweig y a Ebner, autores no nombrados por Mounier, pero que juntamente con Buber, son los principales representantes del personalismo dialógico. Para situar a Barth, convendría recordar, aunque tampoco Mounier los nombre, a Brunner y a Gogarten, los tres

325 Ibídem, p. 58326 Cf. Ibídem, p. 56 y p. 52.

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líderes del grupo evangélico de la teología dialéctica”327. Todos estos autores no solamente tienen elementos en común con Mounier, sino que están íntimamente unidos a él, por sus mutuas aportaciones, unos más que otros, pero en todo caso, han enriquecido notablemente la filosofía personalita y comunitaria.

Aunque Mounier fue enriqueciendo sus planteamientos a lo largo de su obra, su primera afirmación en este sentido propiamente comunitario la hace ya muy al comienzo de Revolución personalista y comunitaria y constituye un programa de pensamiento y de acción. “La comunidad, escribe Mounier, entendida como una integración de personas para la entera salvaguardia de la vocación de cada una, es para nosotros, lo diremos en seguida, una realidad, y por consiguiente un valor tan fun-damental, de manera muy aproximada, como el de la persona”328. El reconocimiento tanto de la persona como de la comunidad, así como la comprensión de una íntima interrelación original entre ellas, per-miten deducir el principio, según el cual, la persona sólo puede realizar su vocación dentro de la comunidad, y a la vez, esta sólo es posible por la comunión entre personas libres. Los postulados: “una persona nunca puede ser tomada como medio por una colectividad o por cual-quier otra persona” y, “toda comunidad es en sí misma una persona de personas”, son, según Mounier, condiciones de la realización humana, así como fundamentos de cualquier régimen legal, jurídico, social y económico329, como podremos verlo más adelante.

1.3. La búsqueda de la comunidad

El hombre ligado a la materia y a los otros hombres, posee también el vínculo con el reino del espíritu, más íntimo que los demás. Mediante la apertura a él, se abre camino a sí mismo y a su salvación. Y dado que el espíritu está siempre por encima de sí mismo, acoger su presencia, tanto o mejor que al mundo de la Naturaleza o al de la amistad de los hombres, significa acceder a la comunión universal, pues sólo el espí-

327 Ibídem, pp. 56-57. En este estudio se pueden ver algunos elementos valiosos sobre los aportes de los diversos autores.

328 E. Mounier, Révolution personnaliste et communautaire, op. cit., p. 175.329 Cf. Ibídem, pp. 175-176.

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ritu es universal.

El reino del espíritu está por encima de los hombres, y depende de la grandeza de sus corazones y de sus inteligencias el abrirse a una aven-tura que “sólo podemos alcanzar por medio de símbolos, lenguajes, contactos, sondeos, paciencias y esclarecimientos”330, y mediante la donación de sí. He aquí la ley del espíritu: “sólo se posee lo que se da”, y aún más, “sólo se posee aquello a lo que nos damos, sólo nos posee-mos si nos damos”331.

Dicha actitud de entrega al mundo del espíritu, particularmente a tra-vés de la donación a los hombres, máximas alegorías del “Tú” divino, así como al ser de las cosas, como portadoras de sentido, no sólo evita el aislamiento y la sensación de vacío332, sino que puede indicar cada vez mejor el acceso al espíritu. Del nivel de intimidad y sentido de lo real, posibilitados tanto por la inteligencia como por la experiencia del amor, depende el tipo de espiritualidad. Mounier se refiere particu-larmente al nivel básico, del que participan todos los hombres por su misma condición humana. Pero también es posible un nivel elevado, que se alcanza por “la percepción propia de la inteligencia “y que “im-plica el más puro amor”333. Mounier cree que es necesario empezar por despertar en el corazón de todos los hombres el sentido del mis-terio, o lo que es lo mismo, “el sentido de la profundidad o de lo que hay debajo de las cosas”334. No se trata aún de una especie de amor por el misterio, sino de una actitud de simplicidad ante las cosas. Des-pertar el sentido del misterio es comenzar a renunciar a toda facilidad, y no porque el misterio tenga valor por su oscuridad, “sino porque él es el signo difuso de una realidad más rica que las claridades dema-

330 Ibídem, p. 169. A diferencia de M. Buber, que de las tres esferas destaca la de los seres humanos, Mounier establece una especie de interdependencia entre las tres “sociedades”, que se hace difícil privilegiar alguna de las tres.

331 Ibídem, p. 170. 332 Parece hacer aquí Mounier una clara alusión a la relación frustrada de la que habla Sartre,

y que conduce necesariamente a la sensación de vacío. Tema ampliamente tratado por Sartre en El Ser y la Nada.

333 E. Mounier, Révolution personnaliste et communautaire, op. cit., p. 170.334 Ibídem.

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siado inmediatas”335. Porque él anuncia otras presencias. Realidades casi ocultas que reclaman de los hombres estar atentos. Sólo ante la mirada vigilante aparece el acontecimiento336, a través del cual se va revelando el sentido del universo.

El espíritu hace posibles múltiples y permanentes transfiguraciones en el corazón del hombre. Por el amor el hombre penetra en su propio co-razón. Pero el amor siempre exige riesgo, esfuerzo y conquista. No en el universo abstracto y aislado de la existencia sino en lo concreto de una “presencia frente a frente, al alcance de la mano, o de la mirada, o del silencio, o del pudor, presencia alejada y, no obstante, envuelta conmigo en un universo de presencias a quien doy mi acogida; (...) en un amplio y universal esfuerzo de renuncia”337. En este sentido, toda espiritualidad, si es auténtica, es donación.

En contra de quienes defienden un retorno a lo instintivo, tras una gra-cia que habita en él y que se podría reconquistar338, Mounier cree en la necesidad de desbordar los propios límites del hombre. Un mundo fragmentado y discordante sólo se puede restablecer por la universa-lidad. No como un sistema impuesto, al estilo del capitalismo o de los sistemas totalitarios, sino como el esfuerzo compartido de los hom-bres y de los pueblos para integrar estructura y comunión339. Sólo “el espíritu, en el que todas las cosas son libres al mismo tiempo que só-lidas, asegura la cohesión del universo, porque el espíritu no está allí ni en los elementos anárquicos ni en una fuerza impuesta, sino en la aspiración que atrae al conjunto y expande en él una fraternidad pro-

335 Ibídem, p. 171.336 Mounier define el acontecimiento en este contexto como “la revelación de todo lo

extraño, de la naturaleza y de los hombres, y en algunas ocasiones de algo más que del hombre. Esboza el encuentro del universo con mi universo. Índice de todo lo que en mí ha chocado con el mundo, advertencia de mis rigideces y de mis egoísmos, él llega en ocasiones a formar extrañas frases. Es propiamente lo que yo no poseo, lo que yo no creo, la catástrofe, la llamada a salir” (E. Mounier, Révolution personnaliste et communautaire, op. cit., p. 172).

337 Ibídem, p. 173.338 Ibídem. Quienes piensan así, opina Mounier, creen que en el hombre su naturaleza está

acabada y que lo obtenido por esta vía es necesariamente artificial.339 Según Mounier, en occidente se suele defender más la estructura, mientras que en

oriente se defiende más la comunión.

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veniente de las cimas”340.

Mounier quiere indicar los pasos para acceder al reino de la persona y al reino de la comunidad. Según él, se debe partir de una toma de conciencia. Toma de conciencia de una vida anónima con respecto a mi persona, y de una indiferencia con respecto a la comunidad. Se debe reencontrar “el inevitable vínculo de la persona a la comunidad”341, reencuentro que no basta, sin embargo, sino que exige inmediatamen-te una afirmación y una adhesión.

2. Niveles de comunidad

Para Mounier, la construcción de una vida comunitaria es imperiosa. En oposición a quienes creen que “los caminos de perfección indivi-dual” producirán consecuentemente una vida de comunidad, defien-de la tesis de que se deben atender simultáneamente los dos frentes: la persona y la comunidad.

Para evitar errores y paras disipar dudas sobre lo que ha de ser la ver-dadera comunidad, Mounier describe unos ciertos “grados de vida co-munitaria”.

En el primero estarían las masas o sociedades impersonales. Es pro-piamente la degradación de la comunidad humana. Sus miembros son elementos de número. La despersonalización se da tanto en cada uno de sus miembros como en el conjunto. El reino del “se” construye su morada sobre los cimientos de la irresponsabilidad, del desorden y de la opresión. El individuo no alcanza a reconocer su vocación, su his-toria. Tal es el mundo de “la servidumbre sin rostro de los rebaños humanos, de las grandes ciudades, de los inmuebles cuartelarios, de los partidos ciegos, de la maquinaria administrativa y de la máquina económica imperturbable del capitalismo”342.Por encima de las sociedades impersonales, Mounier coloca las socie-dades del nosotros. Son agrupamientos humanos que no pasan de ser

340 E. Mounier, Révolution personnaliste et communautaire, op. cit., p. 174.341 Ibídem, p. 187. 342 Ibídem, p. 197.

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una caricatura de comunidad. Afirmados sobre una fuerte conciencia colectiva de sí mismos que los hace sentirse superiores, con capaci-dad incluso de sacrificio y abnegación, poseen una voluntad colectiva próxima a la embriaguez.

El prototipo de dichos agrupamientos son las sociedades de tipo fascis-ta y del hitlerismo. Dichas colectividades llegan a aglutinar su “mística” en un jefe que los representa a todos, y en muchos casos representa también al Estado. Habiendo delegado en él incluso la personalidad de sus miembros, “se descargan de toda iniciativa, de toda voluntad propia, para descansar en un hombre que querrá por ellos, juzgará por ellos, actuará por ellos. Cuando él diga yo, ellos pensarán nosotros, y se sentirán, en consecuencia, engrandecidos”343.

Según nuestro filósofo, estas sociedades surgen de las democracias agotadas, cuando “la despersonalización y el desorden son tales que todos aspiran a un salvador que tomará los problemas acuciantes, toda esa masa descompuesta, y obrará milagros cuando ni él mismo tiene el valor para llevar a cabo su obra cotidiana”344. Y como un tal salvador, capaz de hacerse cargo de todos, suele ser un hombre fuerte y con una gran ansia de poder y de gloria, aprovecha la pasiva docilidad de la masa para erigirse como representante del Estado, y de sí mismo.

En un tercer nivel se encuentra las sociedades vitales. Mounier las de-fine como “toda sociedad cuyo vínculo está constituido por el solo he-cho de vivir en común un cierto flujo vital a la vez biológico y humano, y de organizarse para vivirlo lo mejor posible. Los valores que la dirigen son lo agradable, la tranquilidad, el bienestar, la felicidad; o lo útil, por otra parte más o menos dirigido a lo agradable”345. Son sociedades de este tipo muchas agrupaciones juveniles, más o menos de carácter es-pontáneo, grupos de turismo, familias, empresas, o la patria. Socie-dades con una gran capacidad de individualizar, opina Doménach346, pero no de personalizar.

343 Ibídem, p. 198.344 Ibídem.345 Ibídem, p. 199. 346 J. M. Doménach, op. cit., p. 92.

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Las sociedades vitales siguen el ritmo espontáneo de la vida. Su mis-mo ritmo les exige distribuirse funciones. Y, sin embargo, persiste un individualismo estricto. “Todos los individuos se comportan —escribe Rabaud— como si estuvieran solos”347. Sus funciones son, en conse-cuencia, fácilmente reemplazables. Basta un poco de entrenamiento para ocupar el lugar de alguno. Como en las sociedades del nosotros, en las sociedades vitales persiste una cierta hipnosis, un aletargamien-to, o como la denomina Mounier, una distracción fundamental, que le impide interrogarse sobre sí mismo y sobre los otros. Encerrada en sí misma, la sociedad vital se aferra a unos valores que no superan los materiales. A medida que dichas sociedades van perdiendo el “vigor” que las sustenta, se van cerrando en su propia mezquindad, e incluso en una cierta agresividad, expresión del más genuino egoísmo:

progreso de los nacionalismos y de los regionalismos, decadencia de las familias, rivalidades sindicales. Todo sucede como si la vida, tras haber in-tentado en el espacio una aventura para la cual no estuviese preparada, se replegara sobre sí misma en todas partes donde el espíritu, es decir, el hombre personal, no conseguía retomar su obra. Ahí la vida no es capaz de universalidad, sino solamente de afirmación y de expansión, que no son sino formas ofensivas de egoísmo348.

Cuando estas sociedades, sin embargo, sostiene Mounier, “se abren a algo que está más allá o por encima de ellas”349, pueden ayudar a pre-

347 Essai sur les sociétés animales, en: Les origenes de la société, La Renaissance du livre. Citado por Mounier, en: Révolution personnaliste et communautaire, op. cit., p. 200.

348 Ibídem, p. 201. Según Mounier, “pertenece a la esencia de la comunidad el ser universal e integrar, en el límite, a la humanidad entera. Ella se enriquece, pues, extendiéndose, a condición de seguir siendo ella misma” (Ibídem, p. 208). Aunque en este nivel se tiende aún a la despersonalización, así suele ocurrir, por ejemplo, en un partido político, cuando se tiende a pensar el pensamiento del partido, y a seguir su voluntad, se constituye un “nosotros” que antes que afirmar la libertad responsable de sus componentes, sirve para evadirse de la libertad personal, un nosotros que se yergue contra la persona, no significa, sin embargo, que todo sea negativo. El compañerismo, el espíritu de equipo, es ya una invitación a la vida comunitaria, un ejercicio de entrenamiento.

349 Ibídem, p. 201. Entre las sociedades vitales y las comunidades personalistas, Mounier describe otros tipos de sociedades, que además de ser fenómenos de hecho, han sido proyectos pensados en momentos concretos de la historia. Así, por ejemplo, filósofos del siglo XVIII habrían pensado una sociedad razonable que oscilaba entre dos polos: la

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parar comunidades humanas. Deberemos preguntarnos, sin embargo: ¿cuál puede ser el motivo o los motivos que impidan que dichas socie-dades lleguen a configurarse como sociedades humanas? O, en otras palabras: ¿qué puede impedir que se dé dicha apertura, y a la vez, qué factor o factores son necesarios para que dichas sociedades se dirijan hacia un fin plenamente humano? La respuesta a estas preguntas se encuentra en la misma definición de la comunidad personalista, a la que nos vamos a referir inmediatamente.

Mounier sitúa en el más alto grado a la comunidad personalista. Esta surge cuando en el mundo del nosotros se crea un ideal definido y el individuo inicia por superar sus propias avaricias. La masa, una masa de hombres, pronuncia el “nosotros”. Al crear maneras, hábitos, refe-rencias, un determinado colectivo descubre sus propias fronteras, y se va entregando “por una abnegación consentida y en ocasiones heroica a la causa común”350.

Como se ve, no se puede alcanzar la comunidad esquivando a la perso-na. La comunidad sólo se puede construir sobre la solidez de personas bien constituidas. Se puede decir que el “nosotros” sigue del “yo”. En palabras del propio Mounier: “un nosotros orgánico, el nosotros rea-lidad espiritual consecutiva al yo, no nace de un desvanecimiento de las personas, sino de su realización (…), y si la comunidad pide a cada uno de sus miembros, para realizarse, sacrificio y abnegación, solicita en ellos de ese modo el más personal de los actos, no el abandono en una hipnosis”351. Y la medida de tal abandono es la entrega al prójimo

sociedad de los espíritus, fundada sobre un pensamiento impersonal, con un lenguaje lógico y riguroso, por demás, capaz de asegurar “la unanimidad entre los individuos y la paz entre las naciones” (Ibídem), y la sociedad jurídica contractual, “fundada sobre la convención y la asociación” (Ibídem, pp. 201-202). En ella, todos sus miembros se comprometen oficialmente ante los otros, y/o ante el Estado a rendir ciertos servicios, y a cambio reciben ciertos beneficios. Aquí el contrato ejerce las mismas funciones que en las sociedades del espíritu ejerce el pensamiento impersonal. “La sociedad contractual, afirma Mounier, se ha convertido en una sociedad falsa y farisaica, cubriendo la injusticia permanente de una apariencia de legalidad. Aunque la igualdad de las partes quedara asegurada, se podría todavía decir que el contrato no pone en comunión a dos hombres; establece dos egoísmos, dos intereses, dos desconfianzas, dos astucias y los une en una paz armada” (Ibídem, p. 202).

350 Ibídem p. 188. 351 Ibídem, p. 191.

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con un amor sin medida.

Sólo en la relación del “yo” con el “tú” se puede fundar la comuni-dad. Y tal relación es el amor. “El amor es la unidad de la comunidad, afirma Mounier, como la vocación es la unidad de la persona. No se añade posteriormente como un lujo, sin él la comunidad no existe”352. Así como “sin él las personas no consiguen llegar a ser ellas mismas”353.

Para Mounier, como lo es para Scheler, “el vínculo de la persona con la comunidad es tan orgánico que se puede decir de las verdaderas co-munidades que son, realmente y no de forma figurada, personas colec-tivas, personas de personas”354. En este sentido, opina Mounier, todo lo que se afirma de una persona, se puede afirmar de la comunidad. Esta, ya no como la suma de los individuos sino de una verdadera co-munión de personas. Por esta razón, “toda comunidad aspira, pues, a erigirse, en el límite, en persona”355, y a su vez, toda persona encuentra en la comunidad la posibilidad de su propia personalización.

Mounier cree, sin embargo, que una comunidad de personas en la que cada uno realiza su propia vocación y en la que todas juntas crean una perfecta comunión de amor, es una utopía en la historia. No obstante, opina, pueden darse situaciones felices en las que algunas comunida-des, ya sea de tipo familiar, grupal, o incluso un país entero en momen-tos afortunados de su historia, alcanzan un tal nivel de comunión que

352 Ibídem, p. 193.353 Ibídem.354 Ibídem p. 194. Para Scheler persona colectiva (Gesamtperson) son “los múltiples centros

del vivir en esa inacabable totalidad del vivir unos con otros o “convivir (…)” (M. Scheler, Ética: Nuevo ensayo de fundamentación de un personalismo ético, Caparrós Editores, Madrid, 2001, p. 672). Es tan importante este “convivir” que en el caso de no darse en la vida de un individuo, éste lo sufrirá como carencia. Así pues, “a cada persona finita “corresponde” una persona particular y una persona colectiva”, (…) (Ibídem, p. 673), siendo “la persona particular y la persona colectiva relacionales mutuamente dentro de una concreta persona finita posible, siendo posible vivir la relación que la una tiene para con la otra” (Ibídem, p. 674).

355 E. Mounier, Révolution personnaliste et communautaire, op. cit., p. 194). Mounier, en este contexto, cree que por esta tendencia natural se puede explicar el hecho de que muchas sociedades imperfectas, o bien desembocan en individualidades o encarnan dicha individualidad en uno de sus miembros, capaz de representar el conjunto. Es el caso que hemos visto de las sociedades vitales.

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se podría afirmar que la utopía de comunidades auténticas se hace realidad. Con todo, la comunidad personalista se constituye, más que en una realidad dada con todas sus posibilidades, en una meta a la cual tender, en el mismo sentido en que la realización personal se convierte en el programa de vida de un ser humano.

Dada la reciprocidad, como se viene planteando, entre la realización personal y la realización de la comunidad, es necesario situar en el justo lugar el papel de las partes, es decir, la responsabilidad individual por un lado, pero también, por el otro, la responsabilidad de la comu-nidad. Si se mantiene la tesis de que la comunidad sigue a la persona, y de que la persona se realiza como tal en la medida en que se abre a los otros, se debe concluir que “no puede haber comunidad donde no hay realización de las personas”356, así como no puede hablarse de personas, en la acepción personalista del término, sin que ellas hagan parte de un nosotros, esto es, de una comunidad de personas. Al mis-mo tiempo ha de afirmarse que, para que esta reciprocidad sea autén-tica y fructífera, se ha de dar, como lo plantean todos los pensadores personalistas, desde la influencia vivificadora de la fe, esto es, como escribe J. M. Coll, desde “el reconocimiento del Tú divino, descubierto como plenitud de la relación con el tú humano, como fundamento últi-mo de su carácter absoluto, como garantía de su autenticidad”357. Sólo desde esta apertura a Dios, el hombre puede aspirar a una plenitud en su relación con sus semejantes, así como humanizar, al mismo tiempo, su relación con el mundo de las cosas.

Después de haber esbozado a grandes rasgos las dos dimensiones fundamentales de la persona humana, esto es, la “dimensión personal y la dimensión comunitaria”358, y donde se ha procurado hacer ver

356 Ibídem, p. 207. 357 J. M. Coll, Synthesis Fidei: La teologia i la filosofía a la recerca de llur unitat. Lliçó inaugural

del curs acadèmic 1988-1989, ed. Facultat de Teologia de Catalunya, Barcelona, 1988, p. 13.

358 Hemos hablado aquí de dimensiones fundamentales de la persona humana. En Revolución personalista y comunitaria, Mounier desarrolla de manera más o menos

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su originaria y radical complementariedad, nos resta esbozar las denominadas estructuras fundamentales de un régimen de inspiración personalista y comunitario que favorecerían la realización de este proyecto humano original.

Antes de exponer cada una de dichas estructuras, conviene, sin embargo, detenernos un momento en un aspecto que ya se ha venido enunciando a lo largo de este trabajo, pero que hemos de precisar aquí a fin de situarnos justamente en los ámbitos en los que Mounier se mueve. Nos referimos al problema del ámbito espiritual y del ámbito político.

1. Distinción de lo espiritual y lo político

Como se ha afirmado más arriba, al referirnos a la influencia de Péguy sobre Mounier, éste se esmera desde sus primeros trabajos por hacer la distinción entre lo espiritual y lo político. Muy al comienzo de

exhaustiva los principios de una civilización personalista y comunitaria, que de hecho quedan comprendidos en las dos dimensiones que se han venido desarrollado de manera orgánica.

CAPÍTULO V

HACIA UN RÉGIMEN PERSONALISTA Y COMUNITARIO

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Revolución personalista y comunitaria, sostiene que la confusión entre estos dos ámbitos es una realidad generalizada en toda la sociedad y que se debe analizar a fondo y afrontar con urgencia, pues “se transmite y se consolida hoy con una facilidad grosera”359.

Mounier evita, ante todo, confundir lo urgente con lo esencial. “Lo político puede ser urgente, escribe, pero está subordinado”. Y añade: “el punto al que se dirigen nuestras más amplias miradas no es la felicidad, el confort, la prosperidad de la ciudad, sino la realización espiritual del hombre”360. He aquí la clave de la distinción que hace Mounier entre lo espiritual y lo temporal, y más concretamente, entre lo espiritual y lo político. Precisamente porque lo político pertenece al ámbito temporal, no puede hacerse cargo más que de aquello que es temporal, mientras que lo espiritual no puede, ni confundirse con lo temporal, ni reducirse a sus preocupaciones. El hombre no sacia todos sus anhelos en el bienestar temporal. Hay un ámbito superior, constituido por lo propiamente espiritual. Así, existe una acción política y una acción espiritual, y la primera es el órgano de la segunda y no a la inversa, pues, en definitiva, “lo espiritual manda sobre lo político y lo económico. El espíritu debe mantener la iniciativa y la maestría de sus fines, que van al hombre por encima del hombre, y no al bienestar”.361

Esta distinción no contradice en la obra de Mounier una particular evolución que se detecta frente a los empeños políticos que el fundador de Esprit tuvo que afrontar a lo largo de su vida, y de lo cual hemos hablado ya en el primer capítulo de este trabajo, al referirnos a la influencia de P. L. Landsberg sobre el fundador de Esprit. Nos referimos al hecho de que Mounier fue pasando de una actitud especialmente reservada ante lo que desde Péguy se solía denominar “las impurezas de la política”, a sostener que toda acción humana está mezclada con impurezas, y si bien mantuvo siempre el principio de que la política ha de estar al servicio de lo espiritual y no al contrario, sostuvo finalmente que no se pueden eludir las acciones políticas en nombre de un “purismo espiritual”. En este sentido se expresaba a finales de 1944:

359 E. Mounier, Révolution personnaliste et communautaire, op. cit., p. 141. 360 Ibídem.361 Ibídem, 142.

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El buen sentido histórico exige no detener los ríos, sino aprovecharlos. Una vasta revolución está en curso, dirigida por un oscuro movimiento de la historia al margen de nuestros formularios, de nuestras voluntades, e incluso al margen de nuestras buenas voluntades. Nos corresponde humanizarla en toda su extensión, no mediante la aplicación desde fuera de una imagen de hombre demasiado conocida y ya fijada, sino extrayendo de su mismo tumulto un rostro renovado del hombre eterno que esté por delante del hombre conocido362.

Y más adelante precisaba:

esto quiere decir que lo espiritual y lo político marchan necesariamente a la par en un período revolucionario más que en cualquier otro, aunque sus dominios deban ser cuidadosamente distinguidos y separados con frecuencia en la acción363.

Desde el comienzo de su obra, Mounier afirmó la primacía de lo espiritual. Primero a partir de Péguy, luego de la mano de J. Maritain, sostuvo que la realidad espiritual es “una dimensión interior que es nuestra razón de ser y nuestra razón de obrar”364. La afirmación de dicha realidad espiritual, así como la certeza de que hay una verdad, constituyen el referente primordial del proyecto personalista365.

Una de las primeras preocupaciones del filósofo grenoblés fue, como se indicó en el capítulo sobre Péguy, la de superar el dualismo clásico entre materia y espíritu, que originó a su vez la escisión entre materialismo(s) y espiritualismo(s)366. Dicha superación no era posible, sin embargo,

362 E. Mounier, Les certitudes dificiles, op. cit., p. 77.363 Ibídem.364 E. Mounier, Appendices de Révolution personnaliste et communautaire, en: Œuvres,

vol. I, p. 847. Para Maritain la distinción entre el poder espiritual y el poder temporal es fundamental tanto para la libertad de las personas como para el bien común. Véase especialmente su estudio, Primauté du spirituel, en: Jacques et Raïse, Maritain, Œuvres complètes, vol III, Éditions Universitaires, Fribourg, Suisse; Éditions Saint-Paul Paris, 1984, pp. 781ss.

365 Cf. E. Mounier, Révolution personnaliste et communautaire, op. cit., p.211. 366 Cf. P. Lluís Font (ed.), op. cit., p. 186.

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sin una distinción entre lo que constituye propiamente lo espiritual, y lo que pertenece al mundo de la materia. Dicha distinción conducirá a Mounier a hablar de un estatuto personal y del reino de las cosas. Tal distinción, sin embargo, no puede conducir a la separación, como hacen los dualismos, sino que está orientada a recuperar la unidad, pues, como afirma Comín Oliveras: “el espíritu no tiene existencia sino a través de la materia. Hay una solidaridad esencial entre las dos”367. Siendo así, el hombre es el que ha de procurar que esta solidaridad se lleve a cabo en la historia, participando decididamente en el proceso de liberación del espíritu, pues este es siempre una realidad personal, “en manos del hombre”.

Como se puede constatar, para Mounier el espíritu no es nada abstracto. Es lo más real para el hombre, precisamente porque es lo más humano que hay en él. El espíritu constituye un reino que se hace presente entre los hombres a través de un reino de valores, como son, el amor, la bondad, la verdad, la justicia, la solidaridad, etc. Valores que se hacen presentes en personas y comunidades concretas, llamadas a constituir una comunidad total368. Y dado que este es el destino de todos los hombres, es responsabilidad de todos crear las condiciones necesarias para que el reino del espíritu se instaure.

La preocupación de Mounier se dirige, ante todo, a restablecer el espíritu de todo lo que se suele denominar “lo político”. Dicho objetivo quiere llevarlo a cabo, sin embargo, no de manera puramente teórica, sino en la vida real. El primer paso es la ruptura con el “status quo”, o “desorden establecido”, que se ha construido sobre las mentiras y los egoísmos de las clases privilegiadas, sean de derechas o de izquierdas. En segundo lugar, denuncia lo falso que hay en las instituciones de la democracia liberal instaurada por la burguesía y para su servicio369.

Ahora bien, dado que no basta con disociar lo espiritual de lo político,

367 Ibídem, pp. 186-187.368 Cf. E. Mounier, Révolution personnaliste et communautaire, op. cit., p. 216, Mounier

afirma que el espíritu en sentido preciso se llama Dios, pero dado que ese Dios se ha hecho cercano en la historia del hombre, se ha hecho uno con la humanidad, es el Dios encarnado (Cf. E. Mounier, Révolution personnaliste et communautaire, op. cit., p. 846.

369 Cf. F. Goguel - J. M. Doménach, op. cit., pp. 28ss.

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Mounier cree que es necesario dar un tercer paso, como es, el de “asegurar” la presencia del espíritu en el mundo. El espíritu hace su presencia en el mundo, se ha dicho más arriba, sólo a través de personas, y dado que las personas se realizan en una comunidad política, en una determinada civilización, es precisamente en dicha civilización en la que se ha de procurar la encarnación de lo espiritual, mediante los valores de la persona y de la comunidad. Es pues, en el tiempo y en la historia, donde el hombre se ha de situar para “invocar” el reino al cual está llamado, no como evento mágico y gratuito, sino como conquista de unos bienes que pertenecen a lo más valioso que hay en el hombre.

Frente a una civilización en decadencia, ya sea la encarnada por el mundo burgués e individualista del capitalismo, por las sociedades fascistas, o por el seudo-humanismo del marxismo, Mounier propone una civilización personalista donde sea reconocida “la primacía de la persona humana sobre las necesidades materiales y sobre los mecanismos colectivos que sustentan su desarrollo”370. La Nueva Civilización se ha de gestar desde la persona misma, en la experiencia de la amistad, en las pequeñas o grandes comunidades, procurando al mismo tiempo la transformación de las diversas estructuras sociales, hasta configurar regímenes personalistas capaces de garantizar un conjunto de valores acordes con el destino profundo del hombre real.

La revolución personalista y comunitaria implica, pues, un orden nuevo. Esta es una de las tesis fundamentales de Revolución personalista y comunitaria. Es urgente fundar un régimen humano y social sobre la persona. Hasta ahora, opina Mounier, todos los regímenes han considerado a las personas como objetos intercambiables. La comunidad política, esto es, “el régimen legal, jurídico, social y económico”, de la misma manera que no tiene por misión desarrollar la propia vocación de las personas371, tampoco las ha de subordinar, sino asegurarles las garantías de su pleno desarrollo. El régimen

370 E. Mounier, Le manifeste au service du personnalisme, op. cit., p. 483.371 Cf. E. Mounier, Révolution personnaliste et communautaire, op. cit., p. 176. “Es

la persona, afirma Mounier, quien hace su destino: ni otras personas, ni hombre ni colectividad, pueden reemplazarla” (Ibídem).

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personalista ha de ser un Estado pluralista con una economía descentralizada hasta la persona, capaz de asegurar, a través de organismos comunitarios, “la atmósfera y la libertad necesarias para la salvaguarda de la persona. Tarde o temprano, los partidarios de uno o de otro de los bloques tendrán que reconocer que aquí reside el problema central de nuestra época. Habremos traicionado la misión de nuestra generación si fracasamos en su resolución”372.

Las sociedades tienen un deber categórico hacia las personas. Mientras que los deberes de las personas hacia la sociedad comportan dificultades e incertidumbres, el deber de las sociedades hacia las personas se debe formular de manera absoluta: “El Estado, la sociedad económica, no son otra cosa que servidores de las personas singulares o colectivas que se desarrollan espontáneamente sobre su territorio”373. Cualquier desviación en este sentido comporta siempre un desorden de las sociedades y un atropello contra quienes las forman.

Según Mounier, se ha de encontrar un equilibrio entre el hombre y la sociedad. De poco sirven las instituciones si los hombres que las sirven no poseen como principio de vida la propia purificación. Se han de suprimir las tiranías visibles, pero también las secretas. El nuevo régimen deberá construirse sobre los valores de la persona y de la comunidad. Pero aquellas, a su vez, han de forjar sociedades humanas que se constituyan en “zona idónea”, donde personas y comunidades puedan desarrollar su propia vocación374. La revolución, en definitiva,

372 Ibídem, p. 209. En: Manifeste au service du personnalisme hablará de una democracia personalista, que será la “exigencia de una personalización indefinida de la humanidad”, concretada mediante la “búsqueda de los medios políticos destinados a asegurar a todas las personas en una ciudad el derecho al desarrollo y el máximo de responsabilidad” (Ibídem, pp. 622-623). Tal régimen, con una economía personalista, opuesta a la economía capitalista, en la que la ganancia está regulada por el servicio realizado en la producción, la producción por el consumo, y el consumo por una ética de las necesidades humanas situadas en la perspectiva total de la persona (Cf. Ibídem, p. 592), exigirá dicho Estado pluralista, instrumento necesario, “al servicio de las sociedades, y a través de ellas, contra ellas si es necesario, al servicio de las personas” (Ibídem, p. 615).

373 E. Mounier, Révolution personnaliste et communautaire, op. cit., p. 206. 374 Cf. Ibídem, p. 176. J. M. Doménach afirma que, “revolución espiritual y revolución de

estructuras están enlazadas por Mounier desde el principio y lo estarán hasta el fín, incluso aunque el lenguaje las separe ligeramente” (en: F. Goguel – J. M. Doménach, op. cit., p. 69). La subordinación de la sociedad a la persona, la sustitución de la civilización

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está encaminada a la transformación profunda de las estructuras injustas y a la constitución de sociedades capaces de servir al hombre y a sus más altos ideales.

Como se dijo al comienzo de este apartado, aquí sólo se intenta elaborar un esbozo del proyecto personalista que concibió Emmanuel Mounier ya en los años de Revolución personalista y comunitaria, y que corresponde a sus primeros años de reflexión comprometida. Si bien las ideas fundamentales de estos primeros trabajos continúan desarrollándose en su obra posterior, esta visión global del personalismo naciente de Mounier nos permite acercarnos al pensamiento del joven pensador, y al mismo tiempo poner las bases de una mejor contextualización de lo que será la temática central de nuestra investigación. Sin este marco conceptual general no es posible entender bien la concepción mounieriana de la historia. Una concepción que, como veremos, guarda una gran coherencia con los demás conceptos que hemos venido desarrollando. No porque Mounier piense que la realidad total, el hombre y la historia, constituyan una armonía al estilo de Leibniz, y que su pensamiento pretenda erigirse como un sistema capaz de demostrar tal armonía. Antes bien, Mounier constata un universo “fragmentado y discordante”, y sin embargo, afirma: “sólo reencontraremos el sentido del hombre asumiendo el sentido del universo”375.

2. Estructuras fundamentales

El régimen personalista afirma, ante todo, “el valor absoluto de la persona humana”376. Ésta es su centro y su raíz. En torno a la persona giran todas las demás realidades. Mientras que el capitalismo liberal gira en torno al dinero, el fascismo en torno a los falsos valores del Estado, o el comunismo en torno a las masas proletarias, el personalismo reivindica a la persona humana y sus valores fundamentales.

del dinero por la civilización del trabajo y la recreación de las comunidades humanas, son acciones afines a esta revolución.

375 Ibídem, p. 173.376 A. Mounier, Manifeste au service du personnalisme, op. cit., p. 524

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Como se ha afirmado en otro lugar, para Mounier el capitalismo encarna el “desorden establecido” que impide el proceso de personalización. Tal desorden engendra, por su parte, otros desórdenes a nivel personal y a nivel social. Tanto a los pobres que carecen del dinero, como a los ricos que lo acumulan, el capitalismo los envilece y los aliena. Como afirma A. Comín Oliveras, a los primeros los hace resentidos, a los segundos los hace avaros377. Todos marchan, consciente o inconscientemente por las vías de la despersonalización. El capitalismo, al sentirse amenazado por el movimiento socialista, “reacciona poniéndose en manos del fascismo —que es un capitalismo de Estado hipócritamente anticapitalista— con tal de preservar su integridad”378. Las masas siguen el espejismo de sus valores y desembocan irremediablemente en la desesperanza de su propia destrucción. Igualmente, el marxismo que postula una revolución de las estructuras sociales y materiales, deja al hombre a medio camino. Dado que en dichas estructuras no se agota el destino del hombre, la historia desemboca inevitablemente en el absurdo de unos hombres reducidos a máquinas de la producción y de los intereses del Estado.

Según el pensador francés, el nuevo régimen de inspiración personalista se ha de sustentar en cinco estructuras fundamentales: la vida privada, la educación, la economía, la cultura y la política. Para dichas estructuras la persona no puede ser un elemento más en el engranaje social, sino que ella constituye el corazón mismo de toda la vida social. Por esta razón, las diversas estructuras sociales han de tener en cuenta la persona en su integridad, tanto su dimensión espiritual, como su dimensión material y social.

Vamos a detenernos un momento en cada una de dichas estructuras.

2.1. La educación personalista

La educación personalista se sustenta en tres principios básicos. El primero se refiere a la misión de la educación, cual es la de “despertar

377 P. LLuis Font (ed.), op. cit., p. 203.378 Ibídem.

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personas capaces de vivir y de comprometerse como personas”379. Mounier se plantea: “¿cuál es la meta de la educación? No es hacer sino despertar personas, responde. Por definición, continúa, una persona se suscita por una llamada, no se fabrica por domesticación”380. Esto significa que, “la formación de la persona en el hombre y la del hombre en las exigencias individuales y colectivas del universo personal, comienza desde el nacimiento”381, y por esta razón es imprescindible que el adulto conozca la persona del niño como tal. Sólo mediante un conocimiento riguroso de lo que es la persona y de lo que significa un mundo de personas, se evitará buscar con la educación amoldar al niño a un conformismo más o menos aceptado por un medio familiar, social y estatal. La persona, por la trascendencia que ella implica, se pertenece a sí misma y ha de ser sujeto de su propia historia. Esto no significa que ella se conciba como un ser aislado y separado de los otros; todo lo contrario, ella siempre es miembro de una familia, de una comunidad algo más amplia, de una nación, y, finalmente, de la humanidad entera, y está llamada a desarrollar todo su potencial humano en función de su propia realización y de un servicio indelegable a los hombres.

El segundo principio postula una educación integral para el hombre integral, “puesto que una educación fundada sobre la persona no puede ser totalitaria, a saber, materialmente extrínseca y coercitiva, sólo podría ser total. Ella interesa al hombre en su totalidad, en toda su concepción y en toda su actitud ante la vida”382. Mounier en esta perspectiva se opone a una educación neutra. La escuela y la concepción educativa, en general, ha de tener en cuenta a la persona total y no a una parte de ella. Así, por ejemplo, no se puede aceptar una concepción de la educación que se esmere por la mera instrucción y descuide la educación de la persona como tal, bajo el pretexto de que esta última le compete exclusivamente a la familia, pues la educación de los miembros de una sociedad no es de ninguna manera asunto privado. Por otra parte, al dejar una parte importante de la educación

379 E. Mounier, Manifeste au service du personnalisme, op. cit., p. 550.380 E. Mounier, Le personnalisme, op. cit., p. 521.381 Ibídem.382 E. Mounier, Manifeste au service du personnalisme, op. cit., p. 551.

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a la familia exclusivamente, se cae con facilidad en la discriminación de aquellos sectores sociales que no pueden encargarse de la educación de sus miembros por recursos económicos o humanos. Pero además, si la escuela “tiene como función enseñar a vivir”, esta función no puede limitarse a las ciencias exactas o técnicas, sino que ha de preparar sobre todo “para el compromiso responsable y la fe viva, que son la respiración misma de la persona”383. Esto no significa que el Estado pueda imponer un sistema de valores determinado, pues la medida de la educación es precisamente la que da la persona y su desarrollo y no las instancias jurídicas o estatales.

El tercer principio establece que “el niño debe ser educado como persona por las vías de la prueba personal y el aprendizaje del libre compromiso”384, bajo la tutela de las comunidades naturales a las que pertenece por nacimiento, esto es, la familia, u otra autoridad reconocida por esta. Este principio busca, por un lado, el bien del niño, y por otro, el bien de la comunidad política. Se evitará de esta manera la tendencia al monopolio por parte de las familias, desconociendo el bien común y la responsabilidad estatal en la formación de sus miembros.

El régimen personalista apuesta, además, por un estatuto pluralista de la escuela, que salva de un doble peligro: la neutralidad o el totalitarismo. Significa que las diversas familias espirituales de la sociedad tienen el derecho de educar a sus miembros según unas iniciativas que converjan en todo caso a la formación de sus miembros, sin menoscabo de la participación y el apoyo de la sociedad y de sus estamentos. Esta participación ha de evitar un pluralismo sin cohesión social, ha de promover las buenas relaciones, y sobre todo, una cierta comunión de las diversas familias que conforman la ciudad385.2. 2. Vida privada y familia personalista

Aunque Mounier habla aquí en términos de vida privada, creemos que dicha estructura puede concretarse en lo que conforma la vida familiar.

383 Ibídem, p. 552. 384 Ibídem, p. 553.385 Ibídem, pp. 554.556.

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En la experiencia familiar las personas “aprenden la comunidad”, y allí se preparan para participar en comunidades más amplias. Es decir, ya en la familia, la persona vive la experiencia de la vida privada y se abre a la vida pública.

La familia está llamada a ser, en definitiva, “el medio humano óptimo para la formación de la persona”386. Lo que implica purificar este medio de todos los peligros de lo que se suele llamar en el mundo burgués precisamente “la vida privada”. Y aquí se adhiere Mounier en buena parte a la crítica que le hace el marxismo a una familia concebida como “una vida de círculo estrecho y de estilo mediocre, vinculada a la economía pasada de moda del artesano profesional o doméstico”387, subproducto inmediato de un régimen en descomposición. El personalismo habrá de trabajar, sostiene Mounier, por una institución familiar donde el espíritu comunitario venza las impurezas de los “egoísmos” familiares. La familia, como comunidad de personas, no es automática ni infalible. Precisamente por esto, ella “es un riesgo que hay que correr, un compromiso que hay que fecundar. Pero a condición de tender a ella con todo su esfuerzo, de irradiar ya la gracia, y sólo a condición de que la familia pueda ser llamada sociedad espiritual”388.

Mounier cree que la comunidad familiar debe comenzar por reivindicar a sus miembros, especialmente a la mujer y al niño. Se trata, primeramente, de reconocer su dignidad de personas y de permitirles desarrollar su papel dentro de la realidad espiritual que es la familia.

El análisis que hace Mounier de la condición de la mujer en el mundo

386 Ibídem, p. 562.387 Ibídem, p. 557. Mounier no niega que la vida privada, la familia, y sus similares, “está

constantemente amenazada de intoxicación, como la vida pública está constantemente amenazada de dispersión. No vale más que por la calidad de la vida interior y la vitalidad del medio. Es en no menor medida, el campo de ensayo de nuestra libertad, la zona de prueba donde toda convicción, toda ideología, toda pretensión deben atravesar la experiencia de la debilidad y despojarse de la mentira, el verdadero lugar donde se forja en las comunidades elementales el sentido de la responsabilidad. En eso es tan indispensable a la formación del hombre como a la solidez de la ciudad. No se opone ni a la vida interior ni a la vida pública, prepara a una y a otra para comunicarse sus virtudes” (Ibídem, pp. 558-559).

388 Ibídem, pp. 566.

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se sitúa en el mismo contexto de su crítica a la sociedad moderna. La mujer, sin embargo, no sólo sufre las consecuencias de los males que subyugan a esta civilización, sino que arrastra la discriminación de los siglos precedentes. “La opinión pública, escribe Mounier en el Manifiesto, no parece plantearse más que problemas de hombres en los que sólo los hombres tienen la palabra”389. Si la persona, en general, tiene dificultades para hacer su propia vida, con mayor razón la tiene la mujer. Un mundo que continuaba dominado por hombres, parecía cerrarles las puertas de su propia realización a tantas mujeres que parecían resignadas ante una humanidad indiferente “a la reserva femenina”. Mounier hablará entonces de la necesidad de que la mujer no sólo conquiste su puesto en la vida pública, sino que sea capaz de airear su vida privada y de recuperar su dignidad de persona, procurando, mediante su participación activa en los asuntos del mundo, un humanismo integral390.

El mismo año del Manifiesto, Mounier publicó un artículo en Esprit, en el número de junio, titulado “la mujer en el pensamiento cristiano”391, en el que analiza dos actitudes corrientes del pensamiento cristiano frente a la mujer. Uno, el de la indiferencia frente a la escasa reivindicación de sus derechos como persona y como mujer. Dos, su “antifeminismo” sistemático, que a la vez ha producido una doble corriente: la del jansenismo, que no ve en la mujer más que la parte pecaminosa, consecuencia de una naturaleza corrompida. Y la otra, menos radical, pero igualmente rechazable, que atribuye a la mujer una naturaleza disminuida, siempre subordinada al hombre y, por esta razón, destinada a ser puro instrumento al servicio del varón.

2. 3. La cultura personalista

Mounier plantea que la cultura personalista ha de comenzar con un rechazo explícito a la cultura burguesa. Es decir a la cultura vigente,

389 Ibídem, p. 559. 390 Cf. Ibídem, pp. 559-562.391 E. Mounier, Mounier en Esprit, op. cit., pp. 27-37.

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dominada en general por la dictadura del dinero. Porque, ¿quién tiene acceso a los “círculos culturales”, se plantea Mounier hacia 1936, sino los burgueses que encuentran en ellos la materialización misma del aislamiento, o del individualismo? Salvo escasas excepciones, la cultura burguesa ha contaminado tanto al creador y al genio como a la obra creada. Frente a la dictadura capitalista, quien pueda escapar de sus fauces tiene que revestirse de heroísmo, si no quiere entregarse a la demanda mercantil, al gusto de la moda. Y lo más grave todavía es que, “la sociedad burguesa no golpea de muerte a la cultura principalmente desde fuera y por sus motivos, sino desde el interior, expulsando la realidad que la mide y el esfuerzo que ella requiere”392. El espíritu burgués crea, en este sentido, una cultura de la apariencia por la ausencia de lo auténtico, una cultura de la mentira por ausencia de una verdad que la sostenga. Así, finalmente, la cultura se pone, no ya de lado del hombre, sino de lado del poder. Al no poder ser ella misma, es finalmente utilizada como un instrumento más de opresión.

Un segundo elemento de una cultura personalista hace referencia a la necesidad de superar “la cultura de élites”. Mounier sostiene que “hoy como siempre el recurso de la cultura está en el pueblo”393. Así lo habrían sostenido hombres como Montaigne, Rabelais, Pascal y Péguy. Mientras la cultura esté al servicio del poder y sean las élites “privilegiadas” las responsables de cultivar la creación, y las diversas manifestaciones del espíritu, la cultura estará como encadenada. Puesto que la cultura no se impone, la cultura personalista no consiste en importar hacia el pueblo una determinada cultura, sino despertar allí donde están los hombres, lo que hay de más espiritual y discernir sus canales.

El tercer elemento fundamental de la cultura personalista afirma: “no hay más cultura que la metafísica y personal. Metafísica, es decir, escribe Mounier, que mira por encima del hombre, de la sensación del placer, de la utilidad, de la función social. Personal, esto es, que sólo un enriquecimiento interior del sujeto, y no un acrecentamiento de

392 E. Mounier, Manifeste au service du personnalisme, op. cit., p. 573.393 Ibídem, p. 577.

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su saber-hacer o de su saber-decir, merece el nombre de cultura”394. Mounier cree que la persona misma ha de ser la medida de la cultura. Esta se convierte así en un ámbito de desarrollo, de personalización, donde las personas son cada vez más autónomas y responsables de sus propios despertares. Y como la cultura, hecho inherente al desarrollo personal, necesita al mismo tiempo de un principio de totalidad, un centro en torno al cual giran las iniciativas, las creaciones, este principio lo constituye precisamente la persona. 2. 4. Una economía personalita

Como se ha indicado en el apartado dedicado al análisis de la crisis del mundo occidental, Mounier abunda en su crítica a las economías organizadas contra la persona, postula “una economía para la persona”395, y la necesidad de pasar de la propiedad capitalista a la propiedad humana. Una economía que tenga en cuenta uno de los principios fundamentales del personalismo: “La persona solamente posee aquello que ella da o aquello a lo que se da396”, o todavía más, “sólo se posee aquello que se ama”397, donde se puede constatar que el hombre se hace rico no por los bienes que posee, sino por los bienes que comunica, y más aún, por su entrega generosa, por su donación misma.

Mounier no se opone al derecho de propiedad, pero sí al derecho ilimitado donde el libre juego del capital desemboca en el monopolio de unos pocos. El derecho de propiedad estaría fundado en la misma condición de la persona humana de ser un ser encarnado, que posee unas necesidades vitales que ha de satisfacer, así como ciertas necesidades de goce espiritual y de creación. Ahora bien, el derecho de propiedad impone inmediatamente un derecho de producción que debe ser regulado igualmente desde la persona y no desde los mecanismos discriminados de la producción. Una economía personalista requiere

394 Ibídem, p. 578.395 Cf. Ibídem, pp. 579ss. Véase especialmente el libro de Mounier dedicado a este tema,

De la propriété capitalista a la propriété humaine, en: Œuvres, vol. I, pp. 419ss.396 E. Mounier, De la propriété capitaliste a la propriété humaine, op. cit., p. 435.397 Ibídem.

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que el trabajo prime sobre el capital, la responsabilidad personal sobre el aparato anónimo de producción, el servicio social sobre la ganancia y los organismos sobre los mecanismos398.

Mientras que la propiedad no esté al servicio de la persona, mientras no sea una aliada, será su enemiga, sostiene Mounier. La propiedad sólo podrá ser personalizadora mediante mecanismos que hagan de ella un medio para expandir el ser del hombre y no el tener. Un medio para entrar en relación de diálogo con la naturaleza y no en situación de uso indiscriminado por la explotación. La propiedad no debiera dividir a los hombres entre sí, sino unirlos en una causa común. Sólo mediante una actitud de generosidad el hombre desarrolla su ser, se aproxima a sí mismo, vence sus avaricias y se hace humano.

2. 5. Una política personalista

En un intento por definir las grandes líneas directrices de una organización política personalista, Mounier propone una serie de acciones revolucionarias que vayan más allá de los simples reformismos, tanto a nivel económico como a nivel político, que conduzcan a crear las condiciones necesarias de un orden nuevo. Dado que el hombre es un ser político, la vida política deberá impregnarse de humanidad, y los diversos organismos sociales deberán expresar a la persona integral. Sólo así, afirma Mounier, restituirá la política su auténtico significado y su misión de acompañar al hombre en su ruta hacia la comunidad399.

El análisis que hace Mounier de la realidad política lo lleva a afirmar que ésta se ha convertido en el aspecto más vulgar del desorden que sufre la sociedad. Al deslizarse hacia las zonas de la ideología, del sentimentalismo y de la componenda, se ha alejado tanto del hombre interior que basta poseer un sentido básico de la persona para experimentar hacia lo político una gran repugnancia400. Se hace necesario, pues, al tiempo que rescatar la vida personal, en

398 Cf. Ibídem, pp. 696-709. Ver también, P. Lluis Font (ed.), op. cit. pp. 200-202.399 E. Mounier, Manifeste au service du personnalisme, op. cit., p. 611.400 Cf. Ibídem.

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contraposición a la vida anónima del individuo, la vida política, devolviéndole su espiritualidad. Si bien la realidad política no define, como pensaba Marx, toda la vida personal, entre esta y aquella existe una tal interacción que ninguna puede prescindir de la otra, sin ocasionar un serio desajuste social. Las dos reclaman una coherente cooperación, siendo que las dos, en ámbitos diversos, han de procurar el desarrollo de la persona.

Mounier propone un régimen nuevo, personalista, basado en el doble principio de la persona y de la comunidad. Tanto en su análisis sobre la situación política vigente, como en su proyecto personalista, propone recuperar el sentido auténtico de los conceptos de Estado y de Democracia. El primero lo concibe como un instrumento al servicio de las sociedades y de las personas, que tiene como función, mediante la “coordinación” de las iniciativas y acciones de las diversas sociedades, “de una parte, garantizar el estatuto fundamental de la persona; de otra, no poner obstáculos a la libre concurrencia de las comunidades espirituales”401.

Puesto que las sociedades tienden a trabajar de manera dispersa, con medios limitados y en acciones muchas veces incoherentes, el Estado debe garantizar la cohesión de todos y canalizar sus esfuerzos. Pero, dado que el Estado tiende a monopolizar poderes y a tornarse imperialista, se hace necesario distinguir frente a él lo que le es inherente, reservando para las sociedades espirituales lo propiamente espiritual. De esta manera, opina Mounier, “el poder del Estado, en su misma función política, está limitado por abajo, no exclusivamente por la autoridad de la persona espiritual, sino por los poderes espontáneos y consuetudinarios de todas las sociedades naturales que componen la nación. (…) Por arriba, el Estado está sometido a la autoridad espiritual bajo la forma aquí competente, que es la soberanía suprema del derecho personalista”402. Estas soberanías requieren de sus órganos competentes que preserven en todo caso de los abusos del Estado, y que realice su función de instrumento, salvaguardando como fin último la persona. Este principio evita tanto la neutralidad del Estado,

401 Ibídem, p. 617. 402 Ibídem, p. 616.

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como su monopolio, y lo constituye en personalista.

Mounier no sólo se separa radicalmente de toda concepción fascista del Estado y del gobierno, sino que también se distancia de la democracia liberal y parlamentaria.

Según el filósofo personalista, el postulado de la soberanía popular sobre el que reposa la democracia liberal termina siendo un sofisma. La voluntad del pueblo suele quedar en manos de un sistema y de unos “representantes”, que ya no representan la voluntad inicial de sus electores. Así, por ejemplo, escribe Mounier, “se ha calculado que, prescindiendo de los no votantes, de la minoría electoral, y de la minoría parlamentaria, una ley puede ser aprobada en el parlamento francés por una “mayoría” que representa a un millón de franceses sobre cuarenta”403. Al no poder representar directamente su voluntad, ya sea por desconocimiento de sus necesidades o de sus aspiraciones, ya sea simplemente por la dificultad que se presenta a la hora de representar sectores diversos, regiones, o ámbitos de la vida social, ya sea por la complejidad de los intereses, partidistas o de índole personal, los representantes elegidos suelen deformar muy pronto sus intenciones iniciales, y desembocar en una serie de prácticas contrarias al bien común.

¿Dónde se encuentran, según este planteamiento, los equívocos de la democracia liberal y parlamentaria? Habría que buscarlos, opina nuestro autor, en dos factores fundamentales. El primero tiene que ver con la concepción misma de persona. Al no considerarse la persona como un fin en sí mismo, se le instrumentaliza, convirtiéndola en número. En consecuencia, “al identificar democracia con gobierno mayoritario se le confunde con supremacía del número,y por ende de la fuerza”404. Se pasa así de una soberanía popular formal, a una soberanía estatal real. El segundo factor hace referencia a la estructura de los partidos. Estos, al estar rigurosamente centralizados, “descansan en la opresión de la minoría por la mayoría”405, al tiempo que se instrumentaliza a

403 Ibídem, p. 620. 404 Ibídem, p. 621.405 Ibídem, p. 622.

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sus militantes, ignorando su condición de personas, en aras de un fin definido: la conquista.

Mounier propone una democracia igualitaria. “No hay para nosotros, escribe, más que una definición válida de democracia, es, en el plano político, la exigencia de una personalización indefinida de la humanidad”406. Mounier establece unos presupuestos que conviene tener presentes. Ante todo, se debe afirmar que la democracia no es la dicha del pueblo. Así, el discurso político fascista, en el que se le promete al pueblo la felicidad completa es sustancialmente engañoso. Cualquier sistema político no deja se ser instrumento, pero son los hombres los que han de avanzar, a través de medios idóneos, hacia su destino final. El segundo presupuesto establece que la democracia no puede ser la supremacía del número. La persona no se puede reducir a un número o a un voto. En tercer lugar, se ha de rechazar la tendencia al igualitarismo, en el que se confunde la igualdad espiritual con la igualdad matemática de los individuos.

Mounier cree, por otra parte, que es necesario distinguir el poder de la autoridad. El primero se basa en la fuerza, en cambio la autoridad se basa en el derecho. El derecho debe tener la soberanía sobre la fuerza. Pues, “la autoridad, políticamente considerada, es una vocación que la persona recibe de Dios (para el cristiano), o de su misión personalista, que desborda su función social (para un no cristiano); el deber de servir a las personas predomina sobre los poderes que el derecho positivo puede concederle en sus funciones; es esencialmente una vocación de despertar a otras personas. El personalismo restaura la autoridad, organiza el poder, pero también lo limita en la medida en que se desconfía de él”407.

La democracia personalista se funda, pues, en la realidad de la persona. Dado que la persona es esencialmente un ser social, se tiene en cuenta tanto su individualidad como su condición comunitaria. Ahora bien, como se ha indicado en otro lugar, no toda organización social tiene la categoría de comunidad. Sólo la familia y las “pequeñas comunidades”

406 Ibídem.407 Ibídem, p. 623.

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tienen las condiciones espirituales que les garantiza dicho estatuto. Ellas son, por su misma índole de comunidades espirituales, superiores a cualquier otro tipo de organización social408. Dado el espíritu solidario que les anima, ellas cumplen el papel de “grupos intermediarios” efectivos entre la persona y la ciudad o el cuerpo social. Al mismo tiempo, dichas comunidades básicas o naturales, comunican a la sociedad política el espíritu comunitario que “conocen”, haciendo que dicha sociedad se acerque cada vez más a la posibilidad de que la sociedad política sea una comunidad de comunidades. Esto permite concluir que la democracia personalista es más viable para pequeñas naciones409, que a su vez hacen parte de un conglomerado de naciones, asociadas por un Estado Federal.

Finalmente, hemos de referirnos a la sociedad internacional.

La crítica que hace Mounier de la denominada política internacional, tiene en la base dos factores muy presentes. El primero se refiere a los nacionalismos. Para Mounier, el nacionalismo es a la nación lo que el individualismo es a la persona. “El individualismo ha encerrado a las naciones igual que al individuo en unas reivindicaciones de interés o de prestigio, en una voluntad de desconocer lo extranjero, en una avaricia e irritabilidad, que constituyen propiamente el fenómeno nacionalista”410. El nacionalismo es un fenómeno originado por un movimiento inverso al del patriotismo, pues,

el patriotismo se eleva de las personas a la nación; el nacionalismo desciende del Estado a las personas, e históricamente de las grandes naciones a las pequeñas. El nacionalismo se sirve del patriotismo como el capital se sirve del sentimiento natural de la propiedad personal, a fin de dar a un sistema de intereses o a un egoísmo colectivo un alimento

408 M. T. Collot-Guyer, La cité personnaliste d’Emmanuel Mounier, ed. Presse Universitaires, Nancy, 1983, p. 219.

409 E. Mounier, Manifeste au service du personnalisme, op. cit., p. 624. En esta visión, “cada comunidad nacional está regida por un sistema de democracia personalista y descentralizada. El Estado, que se ve arrebatar el dominio de las personas, no se reduce al dominio de las cosas: ni totalitario, ni simplemente técnico. Siendo su servicio principal el garantizar y ayudar a las personas, en él lo político tiene la primacía sobre lo técnico” (Ibídem, p. 625).

410 Ibídem, p. 627.

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sentimental al mismo tiempo que una justificación moral411.

El segundo factor hace referencia a los pacifismos, que según Mounier, corresponden más a una paz negativa que a auténticos estados de paz. “El pacifismo cosmopolita y juridicista es, escribe Mounier, la doctrina internacional del idealismo burgués, igual que el nacionalismo es la del individualismo agresivo. Uno y otro son dos productos complementarios del desorden liberal, injertados en dos fases distintas de descomposición. Son dos maneras de envilecer y de oprimir a la persona”412. Mientras que los pacifismos suelen tener a la base el individualismo y, por ende, una comodidad “satisfecha”, expresión del ideal burgués del confort y de la seguridad, la paz requiere de un proceso de personalización, en el que se asumen las tensiones propias del drama personal y social. Mientras que el pacifismo suele expresar debilidad espiritual, la paz exige estados de fortaleza interior, compromiso y determinación. Mientras los pacifismos evitan toda clase de inquietud, la paz exige heroísmo, riesgo y grandeza.

Para Mounier, la comunidad internacional ha de estar orientada a garantizar la paz de la humanidad. En el ámbito internacional, la paz requiere primeramente el derrumbe del Estado-nación, tipo fascista, comunista o seudo-democrático, y la construcción de naciones democráticas. En segundo lugar, se hace necesario disociar la paz de lo que constituye el desorden o los desórdenes de la civilización moderna, como es el caso de los intereses económicos nacionales y particulares. En tercer lugar, es necesario el desarme controlado, así como la eliminación del servicio militar obligatorio. Y en cuarto lugar, Mounier cree que es necesario “el establecimiento por etapas de una sociedad jurídica de naciones dotada de un organismo flexible de adaptación y de revisión”. De tal manera que, “los miembros de la sociedad internacional no son Estados soberanos, sino comunidades vivas de pueblos directamente representados al margen y junto a los Estados. El derecho internacional, que ya tiende a tener como sujetos a las personas y no a los Estados, se convierte en una fórmula de protección de la persona contra la arbitrariedad de los Estados mediante la definición de un estatuto internacional de la persona, de

411 Ibídem. 412 Ibídem, p. 629.

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carácter pluralista”413.

En El personalismo (1949), Mounier retomó estas estructuras en un intento de actualizar sus planteamientos y al mismo tiempo de enfatizar aquello que consideraba aún válido. En líneas generales se mantiene su preocupación porque el personalismo asuma su responsabilidad histórica con la revolución del siglo XX. Se observa, sin embargo, un esfuerzo por precisar métodos y líneas de acción, así como líneas precisas de conducta, como la única manera de salvar lo que él llama el ligamen entre pensamiento y acción, y que ve como imprescindible. Domina en todo caso el deseo de sintetizar los principios de lo que ha de ser una teoría personalista de la vida privada, de la política, de la economía, de la cultura y de la educación.

Retomando sus afirmaciones sobre la crisis de los años treinta, Mounier cree que el mal de Europa no hacía más que extenderse. Y, al igual que en torno a la crisis del 29, percibe dos actitudes, muy agudizadas después de la guerra, de la mayoría de los europeos: el miedo y el espíritu de catástrofe. Un diagnóstico que como veremos, analiza en profundidad en El pequeño miedo del siglo XX.

El pensador personalista cree, ante un panorama así, que la única salida, en contra de las actitudes pesimistas dominantes, es la de “afrontar, inventar, fundamentar; la única que desde los orígenes de la vida haya sacudido siempre a las crisis”. Y agrega: “los animales que para luchar contra el peligro se han fijado en escondrijos tranquilos y se han entorpecido con un caparazón, no han dado sino almejas y ostras. Viven desechos. El pez, que ha corrido la aventura de la piel desnuda y del desplazamiento, abrió el camino que desemboca en el homo sapiens”414.

413 Ibídem, p. 632. En su momento, Mounier defendía, al mismo tiempo, como condición para avanzar hacia dicho estatuto internacional, la abolición de las colonias, en la que se respetara el sentido de la persona y el sentido de las comunidades nacionales que ellas podrían constituir (Cf. Ibídem, pp. 632ss).

414 E. Mounier, Le personnalisme, en: Œuvres, vol. III, p. 511.

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EL SENTIDODE LA HISTORIA

SEGUNDA PARTE

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Cuando la historia deja de ser indiferente a nuestros ojos y comienza a ser parte de nuestra propia vida; cuando el pasado deja de ser un amplio capítulo más o menos desligado del presente para convertirse en un hecho fundante de lo que hoy somos; cuando concebimos el futuro ya no como un devenir del todo incierto sino como un proyecto realizable, podemos pensar que está en curso una transformación de nuestra conciencia histórica415.

Podemos preguntarnos con Nicolás Berdiaeff,

¿de qué modo se ha constituido lo “histórico” en el devenir de la conciencia humana, en la historia del espíritu humano? ¿De qué modo la conciencia humana ha llegado a asumir el evento histórico, el proceso histórico? ¿De qué manera surge por primera vez la conciencia de que la historia se realiza, que existe una particular realidad que llamamos mundo histórico, movimiento histórico, proceso histórico?416.

Estas y muchas otras preguntas continuarán abiertas a lo largo

415 Cf. K. Jaspers, Origen y meta de la historia, ed. Revista de Occidente, Madrid, 1968, p. 341.

416 N. Berdiaeff, op. cit., p. 33.

CAPÍTULO VI

INTRODUCCIÓN A LA CONCIENCIA HISTÓRICA

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de nuestra investigación. No pretendemos encontrar respuestas definitivas. Uno de los principales objetivos de este trabajo es, ciertamente, aproximarnos lo mejor posible al fenómeno de la conciencia histórica.

Emmanuel Mounier apela a una analogía bastante familiar para hablar de la formación de la conciencia histórica de la humanidad, al compararla con la formación de la conciencia de un niño. En la temprana edad el niño apenas tiene conciencia de las cosas puntuales del presente, pero a medida que madura se va ampliando “hacia delante y hacia atrás el campo de la duración que él abarca al mismo tiempo que el momento presente”417. Si es así, ¿podríamos pensar que la humanidad no siempre ha pensado su historia ni se ha pensado a sí misma en la historia? ¿Qué le pudo haber faltado al hombre de la antigüedad, por ejemplo, para poseer una conciencia histórica tal como la poseemos hoy? ¿Qué factores debieron confluir para que el hombre llegara a adquirir la conciencia de lo histórico? Pero además, por otra parte, hemos de preguntarnos: ¿es que acaso tener conciencia de la historia significa que hay realmente una historia? Y si la hay, si la ha habido siempre, ¿por qué la humanidad no siempre ha tenido conciencia de ella?

Lo que de antemano no se puede negar es que el hombre ha sido testigo del devenir. La misma historia atestigua que las generaciones han sido conscientes al menos de unos ciclos de duración que comprenden los periodos entre la vida y la muerte, entre el pasado más o menos cercano y el presente; han podido constatar el ciclo de las estaciones que se suceden dentro de un periodo de tiempo más o menos determinado, del paso del día a la noche y de esta a aquel, o de la duración que se constata en el movimiento de las cosas y de los acontecimientos y por el cual el hombre puede experimentar la espera y el cumplimiento de éstos. Sin embargo, como veremos, parece que este factor no es suficiente para poder hablar de una conciencia de lo histórico a lo largo de la historia de la humanidad tal como la concebimos hoy.

417 E. Mounier, Feu la chrétienté, en: Œuvres, vol. III, p. 595

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Como todos los pensadores contemporáneos que participan del debate sobre el sentido de la historia418, Emmanuel Mounier constata que la conciencia histórica sólo desde el siglo XIX “ha adquirido unas proporciones, una urgencia, que se imponen a nosotros como un hecho nuevo y característico de nuestra época”419. El pensador francés cree que después de haber sido ignorada por mucho tiempo, la historia ha llegado hoy a adquirir un valor no reconocido en ninguna otra época de la humanidad. Si bien el hombre antiguo ya se preguntaba por sus propias tradiciones y costumbres, comparándolas con las de los pueblos vecinos con los que comercializaba sus productos, reflexionaba sobre el origen y la utilidad de las instituciones que se encontraba en el momento en que se percataba del mundo y de sí mismo, indagaba por la verdad de los personajes importantes que aparecían emparentados con su propia realidad, y en definitiva, se preguntaba por la herencia cultural que lo constituía; aunque el hombre de la antigüedad no cesa de interrogarse particularmente por los acontecimientos que se repiten y que le sugieren ciertas leyes constantes en la naturaleza, su nivel de cuestionamiento no es comparable con el del hombre moderno que no sólo se pregunta y reflexiona sobre tales realidades, sino que intenta descubrir una conexión interna entre unas y otras e intuye un cauce histórico en el que se entrelazan los acontecimientos que van tejiendo la historia universal, y que, en definitiva, se plantea si “cuanto el hombre ha realizado y ha vivido ha sido ejecutado y vivido desde algo y para algo, ha tenido, propiamente hablando, un sentido”420.

Esta particular capacidad del hombre de plantearse el problema del sentido de la realidad histórica se suele denominar conciencia histórica. Así lo hace, por ejemplo Karl Jaspers, para quien “el sentido de nuestra propia vida está determinado por la manera como nos sabemos en el conjunto, por la manera como establecemos el fundamento y la meta de la historia”, y en definitiva, por la conciencia que poseemos de

418 Cf. K. Jaspers, op. cit., p. 341. 419 E. Mounier, Feu la chrétienté, op. cit., p. 595.420 J. Ferrater Mora, Cuatro visiones de la historia universal, Editorial sudamericana, Buenos

Aires, 1955, p. 33.

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nuestro puesto en el mundo.

Cuando hablamos de la conciencia histórica, pues nos referimos funda-mentalmente al hecho de que el hombre se da cuenta de sí mismo y de su papel en el mundo. O, para decirlo de manera más precisa, se va dando cuenta. Este irse dando cuenta es lo que podemos constatar, no sólo en el individuo que indaga por el sentido, sino en la humanidad entera que se interroga. El hecho de que hoy se tenga una mayor con-ciencia histórica de la que poseyeron los hombres del siglo XIX, o que hoy nos inquiete más lo que desconocemos del pasado que a los si-glos precedentes, o que la humanidad entera sienta que el futuro está en gran medida en sus manos y, si bien no deja de mirarlo con temor, experimente su responsabilidad, es una prueba de que el sentido de lo histórico es algo dinámico en el hombre.

Pero, “que haya una historia no quiere únicamente decir que las cosas pasan, escribe Mounier. Podrían pasar, ser intensamente vividas y no dejar ninguna huella en la memoria de ningún ser del mundo, ya fuese una conciencia limitada o una conciencia universal”421. No basta con la memoria de las cosas o de los acontecimientos para que haya una historia. La coexistencia de memorias sólo podría fundar historias. Afirmar que hay una historia significa, al mismo tiempo, afirmar una continuidad y un sentido, esto es, una dirección, una significación y una meta. Ahora bien, dado que la conciencia de lo histórico “por extraño que pueda parecer, como afirma Candide Moix, no es una evidencia del espíritu humano”422, cabe preguntarnos por sus orígenes y su desarrollo.

Por motivos metodológicos, particularmente, vamos a seguir en este apartado un orden cronológico que nos permita partir del mundo antiguo y, en un recorrido a lo largo del mundo occidental, detenernos en aquellos períodos que han sido significativos para el reconocimiento del destino histórico de la humanidad.

1. La conciencia histórica en el mundo antiguo

421 E. Mounier, Feu la chrétienté, op. cit., p. 595.422 C. Moix, op. cit., p. 324.

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Es prácticamente unánime la opinión de que “debido a la convicción, por los antiguos sentida, de una ley inexorable y fatal que los regía, no llegaron a dos factores concretos e indispensables que articulan el sentido histórico: el papel trascendente de la actividad libre en el proceso temporal y la función unificadora de un ideal común (universal) al que tendiera ese proceso”423. La concepción circular del tiempo les habría impedido una visión histórica de la existencia. “El movimiento circular excluye un comienzo y un fin absolutos. A lo sumo, el comienzo es relativo, pues volverá a ser comienzo en el próximo ciclo”424. El “todo fluye” de Heráclito, igualmente, está concebido dentro de esta visión circular del tiempo.

Platón plasma su visión de la historia en varios de sus tratados, pero especialmente la encontramos en el Critias, donde nos describe las tres edades, que parecen ser una reducción de las expuestas por Hesíodo en Los trabajos y los días. Aunque sugiere la idea de un devenir humano, lo hace en el marco de la concepción cíclica de la vida caracterizada por la sucesiva decadencia que estas edades presentan en las condiciones materiales y morales de los hombres mismos425. Igualmente, en El Político, “para explicar el sentido de la periodicidad de los ciclos, Platón imaginó un aparato suspendido de una cuerda que representaba los movimientos del cielo. De modo que lo divino movería sólo en un sentido el aparato y, una vez trenzado a fuerza de vueltas, lo dejaría volver de suyo rápidamente, con lo cual se produciría un giro inverso acelerado al principio y lento al final. El progreso se debería a lo divino; el regreso y la decadencia a la obra humana”426.

Aristóteles, para quien el universo es esférico427 y todo movimiento es de rotación428, cree que todo gira alrededor de un centro: la tierra. El

423 J. Cruz Cruz, Filosofía de la historia, Ediciones Universidad de Navarra, S. A. Pamplona, 1995. p. 91.

424 Ibídem, p. 92.425 Cf. Platón, Critias, en: Obras Completas, ed. B.A.C, Madrid, 1988, 109 b, ss.426 J. Cruz Cruz, op. cit., p. 96.427 Cf. Aristóteles, Del Cielo, en: Obras Completas, Libro II, Cap. IV.428 Cf. Aristóteles, Ibídem, libro I, Cap. IV.

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cambio se sucede gracias al movimiento “que imprime el movimiento primero, movimiento eterno y único”429. Esta concepción circular del tiempo hizo pensar a Aristóteles que “las civilizaciones se alternan y repiten en un proceso de ascensión y de caída”430. El ser humano, sin embargo, posee una naturaleza invariable que lo define y fija sus límites. El hombre ya es lo que pudo llegar a ser.

Según Mounier, la conciencia de lo histórico está ausente del pensamiento antiguo. Una concepción cíclica del tiempo y la idea griega de decadencia hace que tal conciencia de la historia sea extraña al pensamiento griego. “El tiempo aparecía para este como imperfección desprovista de sentido e indigna de ser tenida en cuenta. El ser verdadero era para este pensamiento inmovilidad”431. No negaba la existencia real del mundo como lo sostenía el mundo hindú, pero optaba por otro tipo de inmovilidad: el tiempo apenas posee un movimiento circular, denominado eterno retorno. Así, “conjuntamente y con un mismo movimiento niegan la existencia de una unidad de la historia, y se quejan por la desgracia de un mundo donde nada es jamás verdaderamente nuevo”432. Bajo esta concepción circular del tiempo se hace imposible dirigir la conciencia al futuro, en el cual se cumple la historia y allí donde deben estar el centro y el éxito de la historia, y no en el pasado433.

429 Aristóteles, Metafísica, Espasa-Calpe, Madrid, 1990, Libro XII, Cap VIII.430 J. Cruz Cruz, op. cit. pp. 104-105.431 E. Mounier, Feu la chrétienté, op. cit., p. 596. 432 Ibídem. Berdiaeff afirma, en el mismo sentido, que “la conciencia de la historia fue

extraña a la cultura, al mundo y a la conciencia helénica. En el mundo helénico no existió el concepto del devenir histórico, los máximos filósofos griegos no pudieron elevarse hasta la conciencia del devenir histórico; en los máximos filósofos griegos falta una filosofía de la historia; en Platón, en Aristóteles, en ninguno de los mayores filósofos griegos es posible encontrar una concepción de la historia. (...) Todo esto está profundamente relacionado con la concepción y la percepción del mundo de los griegos. Los griegos percibían el mundo estéticamente, como cosmos perfecto y armónico. Los clásicos griegos, que expresan al máximo el espíritu griego en su fuerza y en su debilidad, percibían estáticamente el universo, cultivaron una especie de contemplación clásica de las proporciones del cosmos. Todo esto es característico de todos los pensadores griegos incapaces de percibir el proceso histórico, el devenir histórico que veían sin origen, sin fin, sin principio, siempre repitiéndose, en el cual todo circula eternamente y todo retorna” (N. Berdiaeff, op.cit., p. 33).

433 Cf. N. Berdiaeff, op. cit., p. 33.

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Pero, “¿de qué depende el hecho de que los griegos, los cuales enriquecieron la historia del espíritu humano con grandes descubrimientos, no conocieron y no comprendieron la historia, no conocieron y no comprendieron lo ‘histórico’?”434. Según Berdiaeff, esto se debió al hecho de que los griegos no conocieron la libertad, materia prima de la historia. El griego se somete a los hechos. Porque el mundo helénico no tuvo conciencia de la libertad del sujeto que hace la historia, le fue imposible alcanzar la conciencia de lo histórico. Para la mentalidad griega, “la forma prevalece sobre el contenido: en el arte, en la filosofía, en la política, en todos los sectores de la vida helénica el principio formal prevalece sobre el material, sobre el contenido, al cual está unido el principio irracional de la vida humana. Este principio irracional es precisamente el principio de la libertad (...)”435.

Tanto Mounier como Berdiaeff, creen que para encontrar los orígenes de la conciencia del devenir histórico debemos dirigirnos al pensamiento del antiguo Israel, quien concibió el proceso histórico en clave mesiánica. Su conciencia puesta en el Advenimiento del Mesías permitió la concepción lineal del tiempo436. En el libro de Daniel, escribe Berdiaeff, “se advierte el proceso de la humanidad como un drama que porta a un determinado fin”437. El desenlace de la historia será la instauración del Reino definitivo y universal del Señor de la historia.

A partir de esta tentativa de construir una concepción nueva de la historia, el cristianismo inaugura definitivamente un nuevo grado de conciencia histórica. Si bien en el mundo clásico podemos encontrar valiosas intuiciones sobre la unidad de la naturaleza humana, será con el cristianismo que la unidad del género humano, derivado del acto de la creación y de un posible destino común, se convierte en verdad fundamental, confiriéndole a la historia el principio de unidad.

434 Ibídem, pp. 34-35.435 Ibídem, p. 35.436 Cf. E. Mounier, Feu la chrétienté, op. cit., p. 596.437 N. Berdiaeff, op. cit, p. 34.

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La visión cristiana de la historia encontró su expresión clásica en La ciudad de Dios438 de San Agustín. Aunque su concepción es esencialmente teológica, posee abundantes y ricos elementos filosóficos. Para el obispo de Hipona, escribe K. Jaspers, “la historia universal es la historia de la creación del mundo y el estado primitivo, la caída del primer hombre y el consiguiente estado de pecado original del linaje humano, la encarnación de Dios y la redención. Ahora nos hallamos en la temporalidad, de duración indefinida, que terminará con el fin del mundo (...)”439. En la temporalidad la historia se desenvuelve, afirma Christopher Dawson refiriéndose al pensamiento agustiniano, “como un conflicto incesante entre dos principios dinámicos encarnados en dos órdenes sociales: la ciudad del hombre y la ciudad de Dios”440. La primera habría tenido su origen en Caín y el pecado, y representa el habitante de este seculum, la segunda en Abel y su vida grata a Dios, y representa el peregrinus que encamina sus pasos hacia un objetivo trascendente441. Estos dos órdenes pertenecen, sin embargo, a una única sociedad humana, ligada por el lazo indisoluble de una misma naturaleza442. Por esta razón, hay sólo una historia que es universal443 y ocurre sólo una vez444. “Después no habrá sino el Reino de Dios y el Infierno”445.

En San Agustín se “destaca por primera vez la existencia humana en la conciencia, como una esencialmente histórica (en contraposición a

438 Cf. S. Agustín, La ciudad de Dios, en: Obras Completas, ed. B.A.C., Madrid, 1988, especialmente los libros XV- XVIII. En general, en todos los Padres de la Iglesia la perspectiva de una historia en la que la humanidad tiene un destino histórico definido en Cristo, mantuvo “su carácter nuevo y escandaloso” (Cf. E. Mounier, Feu la chrétienté, op. cit., p. 596). Véase también, J. Maritain, Filosofía de la historia, Ediciones Troquel, Buenos Aires, 1971, pp. 17ss.

439 K. Jaspers, Los fundadores del filosofar, ed. Sur, Buenos Aires, 1968, p. 165.440 C. Dawson y otros, Pensadores católicos contemporáneos, ed. Grijalbo, Barcelona,

1964, vol. II, p. 293.441 Cf. K. Löwith, El Hombre en el centro de la historia: Balance filosófico del siglo XX, ed.

Herder, Barcelona, 1990, pp. 147-148.442 Cf. J. F. Mora, op. cit., p. 48.443 Cf. K. Löwith, op. cit., p. 147.444 Cf. F. Mora, op. cit., p. 52.445 K. Jaspers, Los fundadores del filosofar, op. cit., p. 165.

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la existencia humana que es pura repetición). Pues ahora el hombre aparece como condicionado por un pasado, por obra del cual es lo que es”446. Dicho pasado es una realidad histórica y pertenece al pecado. Por otra parte, existe la era de la redención, también obrada en la historia, y pertenece a la gracia. El primero funda el amor al mundo, la segunda, el amor a Dios447.

El hombre, pues, se encuentra ante dos posibilidades. El mundo y Dios. Dios al crearlo le ha dado la capacidad de elegir. El primer hombre en su elección primordial se volvió contra Dios. Su pecado acarreó la esclavitud a toda la humanidad. Así, los hombres se esclavizan unos a otros y todos, por el pecado, se hacen esclavos448. “Sin embargo, en modo alguno nos abandonó cargados y abrumados de pecados, apartados de la contemplación de su luz, deslumbrados por el amor de las tinieblas, esto es, de la iniquidad. Nos envió a su Verbo, su único Hijo, por medio del cual (...) llegáramos al eterno descanso y a la inefable dulzura de su contemplación”449.

Según Karl Jaspers, San Agustín “planteó ineludiblemente la cuestión del origen y de la meta de la historia. Creó la conciencia de la histori-cidad —de raíz sobrenatural— de la condición humana. Dio expresión a esta conciencia en su específica modalidad cristiana, entendiendo a la Iglesia y al Estado en términos de su limitación a la temporalidad y formulando su duelo (...)”450.

2. Hacia una concepción racional de la historia

Dado que la tradición escolástica, representada por el tomismo, dedicó relativamente poca atención al problema de la historicidad, cabe afirmar con Dilthey que en este campo no hubo ningún hombre medieval que haya visto más allá de San Agustín451.

446 Ibídem, p. 168.447 Cf. Ibídem.448 Cf. San Agustín, op. cit., cap. XIX, 15. 449 San Agustín, op. cit., cap. VII, 31.450 K. Jaspers, Los fundadores del filosofar, p. 169.451 Cf. W. Dilthey, Introducción a las ciencias del espíritu, en: Obras, ed. Fondo de Cultura

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Bossuet, a finales del siglo XVII, se constituyó en puente entre la con-cepción agustiniana de la historia y el surgimiento de una nueva con-ciencia histórica con la Ilustración. En su Discurso sobre la historia universal (1681), remarca especialmente la idea de la universalidad de la historia y de una clara coordinación de los acontecimientos his-tóricos, enfocados hacia un mismo fin. Como San Agustín, Bossuet continúa sosteniendo que todo el curso de la historia está guiado por la Providencia y que, sólo tomando “distancia” de los acontecimientos históricos puede el historiador descubrir una oculta justicia en el curso de la historia. Pero, a diferencia del autor de La Ciudad de Dios, Bos-suet “posee, opina Löwith, un mayor sentido histórico del esplendor de la historia política y un mayor interés en la sucesión pragmática de causas y efectos”452. Estos elementos influirán de manera importante en la conciencia histórica inmediatamente posterior.

Si bien el Discurso sobre la historia universal de Bossuet puede pare-cer apenas un tratado actualizado de la concepción agustiniana de la historia, contiene también el germen de una nueva conciencia históri-ca que se va imponiendo en la Ilustración. El concepto de Providencia como fuerza espiritual que gobierna la historia hacia un fin perfectible, funda, mediante una lectura laica de la historia, el concepto de Progre-so, como obra de la Razón humana.

K. Löwith cree que “la gran crisis de nuestro entendimiento histórico, que ha tenido lugar en el tiempo que media entre Bossuet y Voltaire, tiene su más notable e importante representante en el italiano Giam-battista Vico”453. Aunque sus tesis no ejercieron pronta influencia, sus ideas fueron siendo comprendidas por estudiosos de la historia y más tarde encontraremos muchas de ellas reflejadas en pensadores como Hegel, Marx y Dilthey.

G. Vico, formado en las ciencias jurídicas, comenzó por cuestionar los principios cartesianos basados en el cogito ergo sum, y defendió la tesis

Económica, México, 1978, p. 255.452 K. Löwith, El sentido de la historia: Implicaciones teológicas de la filosofía de la historia,

ed. Aguilar, Madrid, 1956, p. 157. 453 Ibídem.

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de que el conocimiento real es un conocimiento causal, es decir, que podemos conocer solamente aquello que hemos creado o causado. La verdad es idéntica a lo creado. Ahora bien, el mundo físico, creado por Dios sólo él puede conocerlo de una manera perfecta. Nuestro cono-cimiento es apenas aproximativo y, si tenemos alguna certidumbre de él, se refiere a nuestra conciencia y no al conocimiento.

Pero, dado que G. Vico no se plantea como meta averiguar por la na-turaleza del conocimiento o por el sentido último de la historia, sino más bien por la naturaleza común de las naciones, sus investigaciones parecieran seguir otros derroteros. Sin embargo, su concepción epis-temológica es base fundamental en su teoría sobre el conocimiento de la historia de los hombres, ya que si ésta es creación humana, es por lo mismo materia de conocimiento. Así, su preocupación es esta-blecer los principios y el método de una Ciencia Nueva que permita el conocimiento de las naciones. Sus estudios históricos, realizados con un profundo sentido crítico y una aguda intuición, lo llevan a estable-cer una serie de principios que conducirán luego sus investigaciones. Su obra pretende ser, primeramente, una “teología civil racional de la Providencia”, toda vez que, según lo establece en la idea sumaria de la Ciencia Nueva, la humanidad, en todas partes donde se halla, “comienza con las religiones y acaba con las ciencias, las disciplinas y las artes”454. Hecho que nos demuestra que los hombres de todos los tiempos han afirmado que hay una Providencia que gobierna todas las cosas humanas, lo cual les ha permitido pensar igualmente en la in-mortalidad del alma. Al mismo tiempo que los hombres han afirmado dicha Providencia, han experimentado su propia libertad, por la cual pueden optar por vivir en justicia455.

G. Vico, al igual que lo hará Voltaire, hace una “lectura histórica” como filósofo, esforzándose por una parte en la objetividad de los datos, y por otra, deduciendo leyes universales que le permiten vislumbrar ciertas direcciones más o menos comunes a todas las naciones. Es de resaltar su agudo sentido de la historia hasta el punto de postular el

454 G. Vico, Principis d’una ciencia nova sobre la natura de les nacions, ed. 62, Barcelona, 1993, p. 53.

455 Cf. Ibídem. Especialmente el cap. I.

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protagonismo casi total del hombre en la historia, sin prescindir en ningún momento de la Providencia, que sin embargo, la gobierna.

Uno de los más grandes representantes de esta nueva concepción de la historia es Voltaire. Su propósito es leer la historia a la luz de la ra-zón y “liberarla de fábulas y supersticiones”. Según él, la humanidad sólo podrá emanciparse del error si emprende el cultivo de la razón, que le permita por una parte, leer la historia “como filósofo”, y por otra, asumir el progreso de las civilizaciones456. Voltaire se presenta a lo largo de todos sus escritos como un claro defensor de la razón y de sus alcances. La confianza en la razón lo mueve a intentar una interpretación de la historia humana, liberándola de todo lo que es opuesto al sentido común o al recto juicio.

Voltaire se esmera por distinguir lo que es el conocimiento y la inter-pretación de la historia como conjunto de hechos acaecidos, y lo que ésta es como objeto de la construcción humana. La primera acepción se refiere a la tarea del filósofo historiador y consiste en depurar todos los acontecimientos del pasado de lo que es superstición y mentira, especialmente de índole religiosa. Respecto del culto a los ídolos o a los diversos dioses, llega a afirmar:

se podrían escribir tomos enteros sobre este tema, pero todos esos tomos se reducen a dos palabras: que la mayoría del género humano ha sido (y será) durante mucho tiempo insensato e imbécil, y que tal vez los más in-sensatos de todos han sido los que quisieron encontrarle un sentido a esas fábulas absurdas, y poner algo de razón en la locura457.

Ahora bien, “la verdad de la historia es su espíritu; encontrarlo debajo de la apariencia de los hechos resonantes, de los personajes influyen-tes, del fragor de las guerras y de la astucia de los tratados es encontrar lo que es la historia: su verdad”458. La segunda acepción se refiere no ya a los hechos del pasado sino a aquello que han de ser las nuevas civilizaciones. Voltaire cree que aunque la historia es más obra del

456 Voltaire, Filosofía de la historia, ed. Tecnos, Madrid, 1990, p. 3.457 Ibídem. p. 25. 458 José F. Mora, op. cit., p. 108.

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instinto que de la razón459, dado que el hombre es perfectible, a di-ferencia de las otras especies, puede mediante las artes y las ciencias avanzar hacia sociedades justas y solidarias. La ley del progreso se impone una vez que el hombre descubre que es él, y no fuerzas miste-riosas que deciden por él, quien construye su destino.

Aunque Voltaire apuesta por el desarrollo de las civilizaciones como obra de la razón, no hay en él una teoría del progreso como tal. Años más tarde, Condorcet en su Esbozo de un cuadro histórico de los pro-gresos del espíritu humano, publicado en 1794, acomete la tarea de exponer la historia de la humanidad en clave de progreso, y aplica este mismo concepto para bosquejar los destinos de la humanidad a partir de los adelantos de la especie humana. Tanto los adelantos cien-tíficos y artísticos, como los progresos morales y el perfeccionamiento de todas las facultades serán indispensables, según Condorcet, para que la humanidad se encamine hacia un progreso indefinido, que sea sinónimo de felicidad y verdad.

3. La conciencia histórica en torno a Kant

En Alemania el representante más notable de la conciencia “ilustrada” es Emmanuel Kant. En su “Respuesta a la pregunta ¿qué es la Ilustra-ción?”, podemos aproximarnos a aquella nueva mentalidad que se iba haciendo común, particularmente entre pensadores que concibieron la Ilustración como “el hecho por el cual el hombre sale de la minoría de edad”460. Entendida ésta como la “incapacidad de servirse del pro-pio entendimiento, sin la dirección de otro”461. Este servirse del enten-dimiento rectamente, este usar de la razón con libertad, sin temores, sin prejuicios, se convierte en la divisa de la Ilustración y en la garantía del progreso de la humanidad. Lessing, unos años antes del trabajo de Kant sobre la Ilustración, había publicado una obra intitulada La educación del género humano (1780), donde presentaba la historia humana como un proceso que se despliega en el tiempo mediante el desarrollo moral de la humanidad. La razón humana se erige, según

459 Cf. Voltaire, Filosofía de la historia, ed. Tecnos, Madrid, 1990, p. 58. 460 E. Kant, Filosofía de la historia, Editorial Nova, Buenos Aires, 1964, p. 58. 461 Ibídem.

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él, no sólo como arma de interpretación histórica sino como supremo principio de verdad. Así, las verdades reveladas se han de transformar en verdades de razón, y la humanidad debe avanzar hacia la plena se-cularización.

Con el propósito de profundizar en esta conciencia que se va imponien-do durante el siglo XVIII, primeramente entre los pensadores, pero que luego va trascendiendo al ámbito político y social, es importante adentrarnos en los aportes que hace Kant a la nueva concepción de la historia. Sus planteamientos suelen ser tenidos muy en cuenta hoy, especialmente por quienes ven en la Ilustración el germen decisivo de la moderna conciencia histórica, a partir de los conceptos de finalidad y de progreso, especialmente.

A diferencia de Voltaire, quien se nos presenta como un historiador que lee la historia como filósofo, Kant reflexiona sobre la realidad his-tórica, y la mira prospectivamente. Fiel al espíritu de la Ilustración, in-tenta descubrir en la historia, leyes que como en la naturaleza revelen su sentido y su significación. Kant cree que la historia universal posee una finalidad que sólo podrá descubrirse mediante la armonización de naturaleza y libertad. Dicha finalidad equivale a la intención de la na-turaleza que subyace a los hechos históricos y que, sin embargo, “los hombres individualmente considerados, e inclusive los pueblos ente-ros, no reparan que al seguir cada uno sus propias intenciones, según el particular modo de pensar, y con frecuencia en mutuos conflictos, persiguen, sin advertirlo, como si fuese un hilo conductor, la intención de la naturaleza y que trabajan por su fomento, aunque ellos mismos la desconozcan”462.

Estas premisas conducen a Kant a establecer los nueve principios de una “historia universal en un sentido cosmopolita”463, donde concibe

462 Ibídem, p. 40. 463 Podemos descubrir en los nueve principios los siguientes elementos: una clara

apuesta de Kant por el género humano, frente a una actitud poco optimista sobre los hombres; su confianza en que sea el Derecho el que llegue a organizar la vida social de toda la humanidad; y finalmente, su fe en la racionalidad. He aquí el texto de Kant. Primer Principio: Todas las disposiciones naturales de una criatura están destinadas a desarrollarse alguna vez de una manera completa y adecuada. Segundo Principio: En

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la historia de manera optimista y en clave de progreso. Dicho progre-so se entiende de manera naturalista, según el cual lo decisivo es la idea de intención de la naturaleza, a la que, de alguna manera, tiende a someterse la libertad.

En su recensión sobre el libro Ideas para una filosofía de la historia de la humanidad de J. G. Herder, Kant afirma que el destino del género humano en su conjunto es un ‘progresar ininterrumpido’, en el que el progreso se convierte en una idea que mantiene el dinamismo de la especie, aunque sin una meta definida464, pero conforme a la Provi-dencia. Igualmente, sostiene que la especie humana es la única que alcanza el fin que es vedado a los individuos particulares, mostrándose optimista ante la primera y pesimista ante los segundos465.

En la Reiteración de la pregunta de si el género humano se halla en constante progreso hacia lo mejor, Kant habla de tres posibilidades. Una, que el género humano retroceda hacia lo peor, a ésta la deno-

los hombres (como únicas criaturas racionales sobre la tierra) aquellas disposiciones naturales que apuntan al uso de su razón, se deben desarrollar completamente en la especie y no en los individuos. Tercer Principio: La Naturaleza ha querido que el hombre logre completamente de sí mismo todo aquello que sobrepasa el ordenamiento mecánico de su existencia animal, y que no participe de ninguna otra felicidad o perfección que la que él mismo, libre del instinto, se procure por la propia razón. Cuarto Principio: El medio de que se sirve la Naturaleza para lograr el desarrollo de todas sus disposiciones es el ANTAGONISMO de las mismas en sociedad, en la medida en que ese antagonismo se convierte a la postre en la causa de un orden legal de aquellas. Quinto Principio: El problema mayor del género humano, a cuya solución le constriñe la Naturaleza, consiste en llegar a una SOCIEDAD CIVIL que administre el derecho en general. Sexto Principio: Este problema es también el más difícil y el que más tardíamente resolverá la especie humana. Séptimo Principio: El problema de la institución de una constitución civil perfecta depende, a su vez, del problema de una legal RELACIÓN EXTERIOR ENTRE LOS ESTADOS, y no puede ser resuelto sin este último. Octavo Principio: Se puede considerar la historia de la especie humana en su conjunto como la ejecución de un secreto plan de la Naturaleza, para la realización de una constitución estatal interiormente perfecta, y, CON ESTE FIN, también exteriormente, como el único estado en que aquella puede desenvolver plenamente todas las disposiciones de la humanidad. Noveno Principio: Un ensayo filosófico que trate de construir la historia universal con arreglo a un plan de la Naturaleza que tiende a la asociación ciudadana completa de la especie humana, no sólo debemos considerarlo como posible, sino que es menester también que lo pensemos en su efecto propulsor (Cf. E. Kant, Idea de una historia universal desde el punto de vista cosmopolita, ed. Fondo de Cultura Económica, 2000, Madrid, pp. 39-57).

464 Cf. E. Kant, Filosofía de la historia, op. cit., pp. 88-102.465 Cf. J. Lacroix, Historia y misterio, Editorial Fontanella, Barcelona, 1963, pp. 39-74.

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mina “terrorismo moral”. Dos, que el género humano avance cons-tantemente en su destino moral hacia lo mejor, a ésta la llama “eu-demonismo” (avanzar hacia la felicidad). Y la tercera, que se detenga definitivamente en el punto que se encuentra hoy, a ésta la denomina “abderitismo”. Sobre la primera posibilidad, opina que es imposible porque la especie humana llegada a cierto grado se aniquilaría a sí misma. Sobre la segunda, sostiene que es igualmente imposible dado que “la masa de bien y de mal depositada en nuestra naturaleza sigue siendo, por su índole, la misma y que no puede aumentar o disminuir en el mismo individuo. (...) Los efectos no pueden sobrepasar el poder de la causa eficiente y, por tanto, la cantidad de bien, mezclada en el hombre con el mal, no puede traspasar cierta medida de ese bien, sobre el que se podría elevar y progresar siempre hacia lo mejor”466. Y sobre el abderitismo, o permanencia perpetua en la situación presen-te, opina que, no obstante que la opinión general se inclina hacia esta última, la dialéctica entre el bien y el mal, es decir, avance y retroceso, se impone en la historia.

El filósofo alemán apuesta por una armonización entre Naturaleza y li-bertad en la que el derecho desempeña una función de primer orden. Sólo en esta armonización, donde el orden jurídico se va identificando con el progreso mismo de la historia, se hace posible un aumento de moralidad. No porque el cumplimiento de las leyes se corresponda con el progreso moral, sino porque la legalidad puede disminuir la violen-cia y hacer avanzar a la humanidad hacia una sociedad cosmopolita universal.

4. La conciencia histórica en torno a Hegel

De la crítica kantiana del conocimiento humano surge el idealismo ale-mán. Fichte, Schelling y Hegel constituyen una trilogía de esta corrien-te que consiste en, como escribe J. M. Quintana en el Preámbulo a las Lecciones de Hegel, “reducir toda la realidad existente a lo puramente espiritual, que ostenta no sólo la primacía de todo lo real, sino tam-bién su raíz última”467. En Fichte, el Yo constituye el punto de partida,

466 E. Kant, Filosofía de la historia, op. cit., p. 193.467 J. M. Quintana, Preámbulo a J. G. F. Hegel, Lecciones de filosofía de la historia, ed. PPU,

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y en Schelling, en la medida que este se hace consciente, constituye el punto de llegada. En los dos se concibe la totalidad de lo existente como la Realidad Ideal. Esta se identificará luego para Hegel con el Pensamiento o Espíritu pensante. Y dado que, como afirma Hegel, “se da en sí la unidad del pensamiento con lo otro, pues la razón es el fundamento substancial tanto de la conciencia como de lo externo y natural (...)”468, se deduce que esta Razón constituye la existencia última, el Espíritu, la Idea. No como razón del sujeto sino como Razón absoluta, en la que subsiste toda la realidad. De esta manera queda establecida la tesis hegeliana: “todo lo racional es real, y todo lo real es racional”469.

La nota característica de la concepción idealista es el dinamismo de lo existente. La Idea es actividad en cuanto se realiza en un constante despliegue hacia sí misma. Su autoexteriorización es búsqueda de conciencia de sí. De autoconciencia. En este movimiento es que con-siste propiamente la creación. Su movimiento es proceso evolutivo y creador. Movimiento evolutivo en el que la Idea no sólo crea el univer-so sino también la historia. En la historia universal, la Idea alcanza su máxima conciencia y se identifica con la conciencia de libertad470.

La libertad se constituye para Hegel en el fin último del Espíritu:

Este fin último es aquello a lo que se tiende en la historia universal, y para lo cual son consumados todos los sacrificios en el vasto altar de la tierra y en el largo transcurso del tiempo. Dicho fin es el único que se realiza y consuma, el único permanente en el cambio constante de todos los acon-tecimientos y situaciones, y lo que en ellos hay de verdaderamente eficaz. Este fin último es aquello que Dios quiere del mundo (...)471.

Y puesto que el fin último coincide con la naturaleza del Espíritu, es decir con la libertad, esta se identifica con Dios.

Barcelona, 1989, p. 6. 468 Citado por J. M. Quintana, op. cit., p. 8. 469 Ibídem, p. 8. 470 Cf. G. W. F. Hegel, Lecciones de filosofía de la historia, ed. PPU, Barcelona, 1989, p. 457. 471 Ibídem, pp. 39-40.

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Hegel se pregunta por los medios por los que se realiza la Idea, esto es, “los medios por los que la libertad se engendra en orden a un mundo (...)”472. Según él, la libertad encuentra su medio en la historia. La libertad es el concepto interno, y la historia es el evento externo, en la cual se realiza la Idea. Por medio de las acciones humanas, ac-ciones que son fruto de las necesidades del hombre, de sus impulsos, de sus inclinaciones, de sus pasiones, se realiza la historia. Pero para que estas acciones encuentren un centro concreto y de unificación es necesario el Estado473. Este se convierte en el ente político en el que la Idea despliega toda su potencia y su movimiento hacia sí misma, en aras de su propia libertad y de su propia conciencia de libertad.

Hegel establece dicha conciencia de libertad como el criterio funda-mental para evaluar los períodos de la historia de la humanidad. A me-dida que los pueblos van adquiriendo mayor conciencia de sí mismos van superando a pueblos anteriores y, al mismo tiempo, establecen las bases para libertades más profundas. Los pueblos han avanzado de la esclavitud a libertades exteriores, y de estas, a la libertad interior. El pueblo que se hace consciente de sí y de su responsabilidad histórica, entra a jugar un papel importante en la historia universal.

En el escenario de la historia, el Espíritu cumple un movimiento del in-dividuo hacia el Estado, pasando por la familia y la sociedad. El Estado es la última fase del Espíritu. Y, como afirma Ferrater Mora, el Estado sería así “el único poder real de la historia, el verdadero portador del Espíritu”474. En la medida en que los pueblos han avanzado hacia la constitución del Estado, han seguido las leyes del Espíritu, que es su movimiento hacia su propia realización. Es por esta misma razón por la que ni los individuos, ni la familia, ni la sociedad poseen un papel decisivo en la historia universal, sino sólo en cuanto hacen parte de un Estado que los aglutina y les permite participar, indirectamente, del inexorable plan del Espíritu.

Para Hegel, la historia terminará, como escribe Ferrater Mora, “con la

472 Ibídem, p. 40. 473 Cf. Ibídem, pp. 40-44.474 José Ferrater Mora, op. cit., p. 150.

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conquista de lo libre y de lo verdadero, con el triunfo sobre la muerte, siempre al acecho. Para llegar a este final todo ha servido; la verdad tanto como la mentira, la justicia tanto como la injusticia, la inocencia tanto como la culpa. Todo ha sido provechoso para este Espíritu en el camino hacia sí mismo: los individuos, que han sido medios, y el De-recho y la religión que han sido materiales. La historia termina con la realización de la idea de la libertad, que sólo existe, dice Hegel, como conciencia de la libertad”475.

Nos restan dos asuntos por dilucidar en este apartado. Por una par-te, si, independientemente de la participación que puede tener el in-dividuo en la historia universal puede acceder al Espíritu, participar voluntariamente de él, o dicho en otras palabras, si la libertad indivi-dual incide en la proximidad del sujeto individual al Espíritu Absoluto, o está determinado definitivamente por la participación del conjunto, es decir, del Estado al que pertenece, en la historia universal. Por otra parte, cabe preguntarnos si del sistema hegeliano se deduce que el individuo particular, al menos ciertos individuos (Hegel, por ejemplo), alcanza cierta conciencia de libertad, y si le es posible vivenciarla como experiencia particular.

Sobre la participación de las individualidades en la historia no parece tan claro Hegel. Su convicción de que es en el Estado donde se realiza el Espíritu absoluto, no le deja espacio para afirmar la participación del individuo en la historia. “Una llamada persona moral, afirma Hegel, la sociedad, la comunidad, la familia, por muy concreta que sea en sí misma, tiene la personalidad sólo como momento, sólo de un modo abstracto; no ha alcanzado en ella la verdad de su existencia. El Estado es, en cambio, esta totalidad en la que los momentos del concepto han llegado a la realidad según su propia verdad”476. Sin embargo, cuando Hegel formula la cuestión de la perfectibilidad del género humano, afirma que el principio socrático, conócete a ti mismo, “vislumbra algo de la naturaleza del espíritu”477, por cuanto al concebirse lo que el Espíritu es, se hace posible otra forma más elevada de ser. Y dado que,

475 Ibídem, pp. 153-154.476 G. W. F. Hegel, Principios de la filosofía del derecho, ed. Edhasa, Barcelona, 1999, p. 424.477 Ibídem, n. 343, pp. 490-491.

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como se afirmó arriba, el Espíritu, la Idea, la Razón, coinciden con el pensamiento, la comprensión del individuo y su toma de conciencia de libertad, le permitirían gozar de una mayor participación de la Realidad Ideal. Aunque esta participación no cuenta como una realización de dicho Espíritu, mientras no sea en el marco del Estado, es decir, como experiencia que el individuo posee al participar del espíritu de dicho Estado. Lo que sí está claro es el culto que Hegel tiende a rendirle a los héroes, esto es, a aquellos grandes personajes de la historia, califi-cando en ellos no su conducta ética según los cánones del status quo, sino por su decisiva participación en la historia. Refiriéndose Hegel a cualquier personalidad de la historia universal afirma: “vive entregado, sin miramiento alguno, a un fin determinado. Ocurre por lo mismo, que tal individuo trata con ligereza otros importantes y hasta sagrados intereses, y esta conducta cae ciertamente bajo la censura ética. Pero una gran figura debe aplastar unas cuantas flores inocentes y demoler alguna cosa en su camino”478. Como bien opina José María Quinta-na, podemos ver aquí un precedente de lo que Nietzsche caracterizará como el superhombre479.

Sobre el segundo aspecto, cabe decir que Hegel se ‘comprende’ no individualmente, sino como fruto del Espíritu realizado en su máxima expresión que es, según él, el mundo germánico480. No se concibe, pues, como un caso individual de toma de conciencia de la liberad, sino como uno de los frutos del amplio mundo que el Espíritu ha desplega-do481. Él solamente habría hecho, como filósofo, la lectura histórica

478 Citado por J. M. Quintana, en: J. G. F. Hegel, Lecciones de Filosofía de la historia, op. cit.., p. 14.

479 Según Nietzsche, “el superhombre habría de nacer de la muerte de Dios y la superación del hombre antiguo y limitado” (R. Tarnas, op. cit., p. 325).

480 Cf. Ibídem, Ns. 355-358. Muy recientemente, Hans-Georg Gadamer, refiriéndose a la relación del estudioso con su entorno, afirma: “(…) todos deberíamos ser conscientes de que un teórico, un hombre que dedica su vida al conocimiento puro, también depende de la situación social y de la práctica política. Es la sociedad la que hace posible la distancia que se nos impone como deber profesional. Sería una ilusión creer que la vida dedicada a la teoría está libre de la vida política y social y disociada de sus imperativos. El mito de la “torre de marfil” donde viven los teóricos es una fantasía irreal. Todos nos hallamos en medio del tráfago social” (H-G. Gadamer, La herencia de Europa, ed. Península, Barcelona, 2000, p. 19).

481 Hegel sostiene que Anaxágoras, por ejemplo, no alcanzó a darle aplicación al principio de que la Razón rige el mundo porque “la conciencia del pensamiento todavía no se

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del despliegue universal del Espíritu. Si dicha lectura no se había hecho antes no es porque no habría habido individuos capaces de elaborarla, sino porque el Espíritu no se había desplegado con la potencia con que lo ha hecho hasta él en el mundo germánico. Queda establecido, pues, que nada se da independientemente de la Razón, y los individuos no hacen otra cosa que formar parte de este inagotable movimiento de la Idea hacia sí misma.

5. La conciencia histórica en torno a Marx

Tras el auge del idealismo de Hegel, se produjo en Alemania y en toda Europa una reacción de índole materialista que halló sus máximos ex-ponentes en Karl Marx y su inmediato colaborador Friederich Engels. Marx, quien recibió desde muy temprano la influencia materialista482 y que la fue consolidando particularmente bajo el influjo de Ludwig Feuerbach y su crítica de Dios y de la religión, se propuso desmentir el reino del espíritu postulado por Hegel y emprender la comprensión y transformación del mundo real, sobre las bases de la economía políti-ca.

De hecho, un amplio capítulo de la investigación sobre la conciencia histórica lo ocupa su Materialismo Histórico. Sin embargo, para nues-tro propósito, como es el de mostrar a grandes rasgos los momentos privilegiados de dicha conciencia en la historia del pensamiento oc-cidental, nos basta con un acercamiento a la concepción que de la historia posee este pensador, quien ejerció tanta influencia en los siglos XIX y XX.

Karl Marx parte del hecho de que “el viejo materialismo era una teoría inconsecuente, incompleta y unilateral”483, incapaz de explicar los fe-

hallaba desarrollada en él, o en Grecia en general” (G. W. F. Hegel, Lecciones de filosofía de la historia, op. cit., p. 34).

482 En su tesis doctoral, Marx trata de “La diferencia de la filosofía de la naturaleza en Demócrito y Epicuro”. Ya en esta temprana obra afirma: “La filosofía no oculta esto. La profesión de fe de Prometeo: ‘en una palabra, ¡yo odio a todos los dioses¡’ , es la suya propia, su propio juicio contra todas las deidades celestiales y terrestres y que no reconocen a la autoconciencia humana como divinidad suprema. Nada debe permanecer junto a ella”.

483 V. I. Lenín, Karl Marx - F. Engel, ed. Leina, Barcelona, 1974, p. 27.

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nómenos sociales en consonancia con una concepción materialista de la realidad. En el prólogo a la Contribución a la crítica de la economía política, de 1859, Marx expone el proceso que lo condujo a su con-cepción de la historia. Su revisión crítica de la filosofía hegeliana del Derecho484 le permitió “concluir que tanto las relaciones jurídicas como las formas de Estado no pueden ser comprendidas por sí mismas ni por la pretendida evolución general del espíritu humano, sino que, al contrario, tienen sus raíces en las condiciones materiales de vida, cuyo conjunto Hegel (...) abarca con el nombre de “sociedad civil”, y que la anatomía de la sociedad civil debe buscarse en la Economía Política”485. El estudio de esta última demandó todos los esfuerzos de Marx y le permitió formular la tesis fundamental del Materialismo Histórico.

Marx concluye que todos los hombres se desenvuelven dentro de una serie de relaciones sociales y de producción que les son necesarias y que permanecen independientes de su voluntad. Dichas relaciones constituyen la estructura económica, jurídica y política de la sociedad, y condicionan su proceso de vida. Así pues, “no es la conciencia de los hombres la que determina su ser, sino, por el contrario, el ser social es lo que determina su conciencia”486. En determinado momento, las fuerzas de producción entran en contradicción con las relaciones de producción y dan origen a la revolución social, posibilitando la tras-formación de la gran superestructura social. Dicho fenómeno se repite cada vez que la sociedad madura en determinada etapa de su vida social, y las contradicciones de sus relaciones se hacen evidentes y buscan ser superadas. Este recurso, que por otra parte ya había sido formulado por G. Vico, “impulsa al hombre hacia adelante en la bús-queda de una mediación en sus relaciones de oposición a la Naturaleza y al otro hombre”487. Dicha concepción permite establecer la ley de un cierto progreso, pero ya no visto ingenuamente como un progreso lineal, sino posibilitado por el movimiento dialéctico de la vida social,

484 Para Karl Marx, Hegel representa la autoconciencia del mundo burgués contemporáneo y su sistema no es más que una conclusión de esta (Cf. M. Rossi, Marx e la dialettica hegeliana, Editori Reuniti, Roma, 1963, vol. II, pp. 627 ss).

485 K. Marx, Contribución a la crítica de la economía política, ed. Progreso, Moscú, 1989, p. 6.

486 Ibídem, p. 7. 487 J. Y. Calvez, El pensamiento de Carlos Marx, ed. Taurus, Madrid, 1962, p. 593.

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y materializado en la lucha de clases. De esta manera, queda establecida la concepción inmanente de la historia. La historia de la humanidad se comprende en sí misma y no a partir de fuerzas externas a ella. El hombre no necesita recurrir a una fuerza trascendente para comprender los fenómenos de la Natu-raleza, de sí mismo y de las relaciones sociales, sino que el escenario de la historia humana queda explicado por sus propias leyes inmanen-tes488. Marx cree que todos los intentos idealistas y deterministas de solucionar el enigma de la historia han fallado. Este enigma quedaría solucionado con el comunismo, y al mismo tiempo con éste comienza la verdadera historia.

488 Cf. K. Marx - F. Engels, La ideología alemana, ed. Leina, Barcelona, 1988. pp. 7-13.

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Denominamos moderna conciencia histórica a la nueva comprensión que de la historia se ha venido desarrollando, especialmente, a partir de G. Dilthey y sus investigaciones sobre las ciencias del espíritu. Este período se caracteriza particularmente por el auge de la investigación crítica de la historia. Desde finales del siglo XIX y a lo largo del siglo XX asistimos, como afirma Jaspers, no sólo a una gran tradición de saber histórico489, sino que el hombre ha alcanzado una nueva conciencia de su ser histórico, esto es, del lazo que lo une con el pasado y de su responsabilidad en el destino de la humanidad.

K. Jaspers caracteriza esta nueva conciencia histórica por la precisión de los métodos de investigación, especialmente a partir de la distinción entre ciencias de la naturaleza y ciencias del espíritu; por la superación de la actitud que veía en la historia una totalidad abarcable, actitud que se basaba más en un cierto dogmatismo religioso que en verdades

489 Cf. K. Jaspers, Origen y meta de la historia, op. cit., p. 341. Este autor se sitúa en la vertiente alemana del personalismo, y sus tesis, muy próximas a las de Mounier, nos adelantan desde ahora elementos importantes de una concepción cristiana de la historia (Cf. J. M. Coll et. al., Emmanuel Mounier i el personalisme, op. cit., pp. 65 ss). Cf. También el libro de Jaspers, Introducción a la filosofía, ed. Círculo de Lectores, Barcelona, 1988. Especialmente el capítulo, “Aclaraciones sobre la existencia”.

CAPÍTULO VII

LA MODERNA CONCIENCIAHISTÓRICA

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históricas; por la superación de la manera exclusivamente estética de considerar la historia, que enfatizaba más los aspectos de forma que la veracidad de los hechos; por la orientación hacia la unidad de la humanidad, y por la conciencia de que la historia y el presente son inseparables490. Detengámonos un momento en cada uno de estos elementos.

1. Nuevos métodos

Del tradicional método histórico que se basaba en exposiciones narrativas, se dio paso a una manera nueva de comprensión histórica, que se caracteriza especialmente por una mayor intuición que el acervo histórico ha favorecido y por nuevas herramientas de análisis introducidas por la sociología, cuyo máximo representante es Max Weber491, quien afrontó con máximo rigor el problema de la explicación y de la causalidad de la historia. De igual manera, los estudios emprendidos por Dilthey y los demás pensadores que a partir del auge de las llamadas ciencias del espíritu han continuado sus investigaciones, especialmente en el campo de la hermenéutica, han hecho aportes fundamentales.

Dilthey, al reintroducir en el horizonte filosófico la cuestión de la historia, se propone ante todo hacerla ver como la “conexión viviente de acciones y hechos de hombres concretos”492. A partir de este presupuesto, encontraremos planteamientos muy afines en Husserl, Heidegger y Gadamer.

Dilthey, retomando la “teoría del arte de comprender” de Schleiermacher, quien inicia la aplicación de la hermenéutica tanto a la palabra escrita como hablada, intenta interpretar los textos como documentos concretos pertenecientes a un autor determinado dentro de un contexto histórico. De esta manera, la escritura entra a formar

490 Cf. Ibídem. pp. 340-347.491 Ibídem. 492 R. Cristin, Fenomenología de la historicidad: El problema de la historia en Dilthey y

Husserl, ed. Akal, Madrid, 2000, p. 10.

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parte de la historia y la “historia irrumpe en la reflexión filosófica”493. Interesa ahora la comprensión tanto del pasado como del presente. A partir de dicha comprensión el futuro se revela a la conciencia con menos incertidumbre, pero sobre todo, aflora la historicidad de la vida, y la historia, cada vez más, puede dejar de ser indiferente a los hombres.

Como acertadamente opina Renato Cristin: “Dilthey propone una nueva crítica de la razón, que no se funda ya como en Kant en la conexión entre sensibilidad e intelecto, sino en la conexión entre vida y conciencia”494. Dicha crítica abre la posibilidad no sólo de definir un método propio para las ciencias del espíritu, como las denomina Dilthey siguiendo a John Stuart Mill495, sino de establecer diferencias fundamentales entre estas y las ciencias de la naturaleza, las cuales requieren de métodos propios. Dichas diferencias se basan en la especificidad de sus objetos de estudio.

La razón por la cual ha nacido la costumbre de separar en unidad estas ciencias de las de la naturaleza, afirma Dilthey, encuentra sus raíces en las honduras y en la totalidad de la autoconciencia humana. Sin estar alertado todavía por las investigaciones acerca del origen de lo espiritual, el hombre encuentra en esta autoconciencia una soberanía de la voluntad, una responsabilidad de las acciones, una capacidad de someterlo todo al pensamiento y de resistir a todo dentro del castillo de la persona, con lo cual se diferencia de la naturaleza toda496.

Dilthey parte de la categoría de la vida y se desprende de la metafísica con el propósito de desarrollar una teoría del conocimiento histórico. A diferencia de Kant, ya no emprende una crítica ni de la razón pura ni de la razón práctica, sino una “crítica de la razón histórica”, y con ella también una crítica histórica de la razón. Aquí el objeto de estudio es el singular concreto, el individuo y sus vivencias, y a través de él, los demás individuos que allí interactúan, y que hacen posible la amplitud

493 Ibídem.494 Ibídem, p. 11.495 Cf. G. Dilthey, Introducción a las ciencias del espíritu, vol. I, op. cit., p. 14.496 Ibídem.

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del escenario de comprensión.

El método de Dilthey influyó de manera importante en la fenomenología de Husserl. Voces autorizadas creen que tanto los escritos de Dilthey como los diálogos que sostuvieron los dos filósofos a partir de 1905, fueron decisivos en el paso husserliano de Investigaciones Lógicas, a Ideas497. Pero también, por su parte, las Investigaciones Lógicas influyeron en el pensamiento maduro de Dilthey, como lo afirma el mismo autor: “las excelentes investigaciones de Husserl parten de puntos de vista afines cuando establece una fundación rigurosamente descriptiva de la teoría del saber como ‘fenomenología del conocer’, y con ello, una nueva disciplina filosófica”498.

El empleo fenomenológico que hace Husserl de las categorías diltheyanas, particularmente de sujeto histórico y de Erlebnis (vivencia), pero también del papel que se da en la fenomenología a la conciencia como condición de comprensión del mundo histórico, hace pensar a Dietrich Mahnke en la necesidad de establecer un nexo entre Husserl y Dilthey. Citamos aquí un texto suyo que sintetiza su planteamiento y que por su densidad e importancia no hemos querido omitir. Según Mahnke, sus

teorías, no sólo permiten, sino que exigen incluso una síntesis. Aquí (en Husserl), determinación matemática y formación conceptual; allá (en Dilthey), multiplicidad histórica y plenitud de las intuiciones; aquí, conocimiento universal de las leyes esenciales válidas en todo tiempo; allá, comprensión individual de las realidades histórico-humanas de la vida y de la experiencia vivida; aquí, la unitaria identidad de la naturaleza, del núcleo objetivo de cualquier mundo de experiencias vividas; allá, el inagotable reino del mundo espiritual, revivido a través del infinito auto-crecimiento del sujeto en singular (...)499.

Como se puede ver, mientras Husserl se mueve más en el ámbito

497 Georg Misch, citado por R. Cristin en op.cit. p. 17.498 G. Dilthey, El mundo histórico, en: Obras, ed. Fondo de Cultura Económica, México,

1978, vol. VII, p. 13.499 Citado por R. Cristin, pp. 19-20.

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de lo universal, Dilthey intenta una comprensión más próxima del singular. El nexo, pues, del que nos habla Mahnke, es un nexo en la complementariedad: en cada individuo se realiza el singular y el universal al mismo tiempo.

En este contexto de la comprensión histórica irrumpe Heidegger hacia 1915, demostrando la importancia de la distinción entre ciencias naturales y ciencias del espíritu. Sin embargo, Heidegger se esforzará luego por superar la posición de Dilthey, realizando “un análisis de la temporalidad y la historicidad del Dasein y del ser500, adquiriendo de esta manera un nuevo concepto de tiempo y de historia. A través de estos conceptos, y del concepto de vida, Heidegger formula el concepto de historicidad, lo muestra como la esencia de estos últimos, estableciendo “la diferencia genérica entre lo óntico y lo histórico”, como presupuesto para la comprensión de la historia. Diferencia que sólo es posible, según Heidegger, si aceptamos que:

1. La cuestión de la historicidad es la cuestión ontológica de la constitución del ser del ente histórico;

2. La cuestión de lo óntico es la cuestión ontológica de la constitución del ser de los entes que no tienen la forma de ser del “ser ahí” o de lo “ante los ojos” en el más amplio sentido;

3. Lo óntico es sólo un sector de los entes. La idea del ser abarca lo “óntico” y lo histórico. Ella es la que tiene que diferenciarse genéricamente501.

Para Heidegger esta distinción es decisiva. Precisamente, una de las críticas que le hace a Dilthey es el no haber llegado a una fundación ontológica, pues, “la filosofía no llegará a entender qué es la historia mientras la analice como un objeto que debe ser considerado según el método. El enigma de la historia reside en aquello que significa

500 Ibídem, p. 21.501 M. Heidegger, op. cit., p. 434. Téngase en cuenta la diferencia que hace Heidegger entre

lo óntico (ontisch) y ontológico (ontologisch). Óntico puede traducirse: “que se refiere a los entes”. Ontológico puede traducirse: “que se refiere al ser”. Según Heidegger “la descripción del ente intramundano es óntica; la interpretación del ser de este ente es ontológica” (Heidegger, 2000; Ferrater Mora, 1994).

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ser histórico”502. Y puntualiza: “el análisis de la historicidad del Dasein tiende a mostrar que no es que tal existente sea “temporal” porque “está en la historia”, sino que, al contrario, éste existe y puede existir históricamente sólo porque es temporal en el fundamento de su ser”503.Aportes significativos en el campo de la hermenéutica ha hecho Gadamer, quien no sólo valora las investigaciones de Dilthey sino que, apoyándose en Heidegger, hace extensivo el problema hermenéutico incluso a las ciencias exactas. Su insistencia en la perspectiva histórica del comprender está orientada, como en Dilthey, a desarrollar el “sentido histórico”. Sin embargo, descubre en Dilthey una cierta ambigüedad que “tiene su fundamento último en la falta de unidad interna de su pensamiento, en el residuo del cartesianismo inherente a su punto de partida”504. Analizando Gadamer el punto de partida de Dilthey, como es el nexo de la vida tal como se le ofrece al individuo, y como es revivido y comprendido en el conocimiento biográfico de los demás, en el cual se funda la significatividad de determinadas vivencias, cree que adolece de claridad al pasar de la fundamentación psicológica a la fundamentación hermenéutica de las ciencias del espíritu505. Esto no suprime la importancia del método introducido por Dilthey, que además se ha de convertir, afirma Gadamer, en “medium universal de la conciencia histórica, para lo cual no hay otro conocimiento de la verdad que el comprender la expresión, y en la expresión la vida”506. De esta manera, concluye Gadamer, Dilthey concibe “el mundo histórico como un texto que hay que descifrar”507.

2. La historia como realidad inabarcable

Hasta cuando el hombre occidental creía que el período que separa a Jesucristo de la creación del mundo no superaba los 6.000 años508, y que el fin del mundo estaba más o menos próximo como cumplimiento

502 M. Heidegger, citado por R. Cristin, en op. cit., p. 47. 503 Ibídem, pp. 46-47.504 H. G. Gadamer, Verdad y Método, op. cit., p. 299. 505 Cf. Ibídem, p. 284.506 Ibídem, p. 303. 507 Ibídem, pp. 302-303.508 K. Jaspers afirma que Schelling todavía tenía esta verdad por evidente (Cf. Origen y

meta de la historia, op. cit., p. 344).

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de las profecías bíblicas, perduró la “actitud que veía en la historia una totalidad abarcable”509. Esta actitud queda también demostrada en Hegel y su intento de “componer una imagen total, unitaria y conexa de la historia de la humanidad”510, o en Ranke, para quien la historia se reducía a la historia occidental511 y sus orígenes próximos en Grecia y Palestina. Con el positivismo del siglo XIX parece impulsarse el movimiento hacia el “derecho histórico del hombre”. Todos los hombres pertenecen a la historia y donde haya hombres, y por ende, “creación humana”, allí hay historia. El escenario histórico se amplía hacia otros continentes, más allá del europeo.512

La comprensión del papel de la libertad humana es fundamental en este movimiento que se da entre la concepción totalizante de la historia y la nueva conciencia histórica que enfatiza su complejidad. Ni la concepción agustiniana, marcada por el providencialismo, ni la concepción hegeliana, que ve en la Razón universal el motor determinante de la historia, favorecieron esta comprensión. Hasta muy entrada la Edad Moderna, el hombre occidental porta consigo un cierto determinismo heredado de la concepción griega de las cosas. La libertad humana parece prisionera de dos realidades que la abarcan y sobrepasan: el poder de la Providencia y los determinismos de la Naturaleza. Debemos a la edad moderna el comenzar a comprender “que siempre son varios los motivos y las causas que se entrecruzan en cada fenómeno histórico. No sólo las direcciones claramente perceptibles y los principios evidentemente comprendidos, sino también ocultos factores y acciones que escapan a un normal análisis, confluyen en el hecho histórico, desde las intrigas y apetitos personales, hasta el entusiasmo político”513. La historia se revela a los ojos del hombre moderno como una realidad compleja, tanto o más compleja que la vida misma.

La visión totalizante de la historia estuvo siempre unida a una concepción

509 Ibídem, p. 342. 510 Ibídem, p. 16.511 Cf. Ibídem. 512 Cf. Ibídem, pp. 15-18. 513 J. Cruz Cruz, op. cit, p. 74.

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absolutista de la verdad, propia de un cierto fundamentalismo religioso. Quiso verse la verdad radical no sólo en un marco conceptual, sino también en un marco geográfico y cronológico. Con los avances científicos el hombre moderno emprende la reinterpretación de las verdades que tenía por absolutas y se le abren nuevos horizontes de investigación, que lo llevan no sólo a relativizar sus creencias, sino ante todo a imaginar realidades insospechadas. Su mundo deja de ser mesurable, rompiéndose los límites de la historia. No sólo el futuro, que es un campo ilimitado de posibilidades, no está decidido, sino que el pasado que constituye la historia, pero también la prehistoria, se pierden a nuestra mirada. Hoy parece ser que la historia está abierta por el pasado y por el futuro514.

3. Superación de la visión exclusivamente estética de la historia

Según K. Jaspers, la transformación de nuestra conciencia histórica se ha caracterizado además por la superación de “la manera exclusivamente estética de considerar la historia”. Dicha concepción obedecía, ante todo, a la tendencia de los hombres a ver en los acontecimientos pasados hechos ocurridos, que ya no tienen mucho que ver con el presente. O como diría Yorck, haciendo alusión a la visión estética de Ranke, hechos que ya no pueden “convertirse en realidades”515. Esta particular indiferencia frente al pasado hacía que la suma de acontecimientos que se conservaban en la memoria, tuvieran sólo un valor estético. El hombre se acercaba a la historia sobre todo para satisfacer su curiosidad. El pasado desligado del presente dejaba indiferente al espíritu a la hora de valorar los hechos. Lo que interesaba era lo “bello” que podía haber en ellos, en unos y en otros. Este “relativismo histórico” hacía que todo tuviera el mismo valor, y al mismo tiempo, que todo careciera de valor516.

Jaspers, refiriéndose a los métodos tradicionales, afirma que para quienes se sitúan en el nuevo pensamiento histórico, “les cuesta

514 Cf. K. Jaspers, Origen y meta de la historia, op. cit., p. 11.515 Citado por M. Heidegger, op. cit., p. 431. 516 Cf. K. Jaspers, Orígen y meta de la historia, pp. 344-345.

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trabajo leer muchas páginas de Ranke a causa de la vaguedad de los conceptos”517. Heidegger parece situar la visión estética de la historia en el mismo Dilthey. Comentando algunos textos de la correspondencia de Yorck dirigida a su amigo Dilthey, hace especial mención de la crítica que áquel le hace a este por su poca diferenciación entre lo óntico y lo histórico. Esto es, la diferencia que hay entre la “estructura categorial del ente que es la naturaleza y del ente que es la historia (el “ser ahí”)”518. Yorck piensa que Dilthey adolece de una fundamentación epistemológica capaz de “dar cuenta de la adecuación de los métodos científicos”519, en los que se fundamente, al mismo tiempo, la metodología, sin tener que recurrir a métodos de otros dominios. Yorck hace alusión aquí en particular al método comparativo y afirma que, “la comparación es siempre estética, permanece aferrada a la figura (...)”520. Una tendencia especial a darle culto a la forma. Formalismo, en definitiva. Yorck aboga por una historia verdaderamente viva, crítica, capaz de ir, incluso, en la búsqueda de fuentes ocultas, conscientes de que allí, en lo oculto, está lo esencial.

Jaspers cree, en suma, que la historia ha pasado “de ser asunto de cultura estética a la seriedad de escuchar y responder. Nosotros ya no tenemos ingenuamente la historia ante nuestros ojos. El sentido de nuestra propia vida está determinado por la manera como nos sabemos en el conjunto, por la manera como establecemos el fundamento y la meta de la historia”521.

4. Hacia la unidad de la humanidad

Hoy “nos orientamos, afirma K. Jaspers, hacia la unidad de la humanidad en un sentido más amplio y concreto que antes”522. Dicha unidad, sin embargo, posee dos sentidos que se deben explicitar. El

517 Ibídem, p. 342. Gadamer cree que un buen representante de la visión estética de la his-toria es Ranke (Cf. H. G. Gadamer, Verdad y método, op. cit., p. 292).

518 M. Heidegger, op. cit., pp. 430 - 431. 519 Citado por M. Heidegger, op. cit., p. 430. 520 Ibídem, p. 431. 521 Ibídem, p. 341. 522 K. Jaspers, Origen y meta de la historia, op. cit., p. 345.

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primero hace referencia al presente y sus reales posibilidades, y el segundo, a la necesidad de crear cada vez más posibilidades para dicha unidad. Por una parte, el hombre de hoy posee una mayor conciencia de la pluralidad de razas y culturas existentes, y de que, no obstante, en dicha diversidad es posible la unidad. Y por otra, si bien dicha unidad se ve permanentemente amenazada por conflictos de carácter político, económico, social, religioso, muchos de los cuales continúan desembocando en guerras de índole diversa, comienza a emerger el interés, más o menos generalizado, de que la humanidad ha de encaminarse definitivamente hacia una cierta unidad política, toda vez que esta parece ser la condición para el logro de las más altas posibilidades del hombre.

La nueva conciencia histórica es heredera de la historia vivida. Los antiguos no concibieron la idea de una “sociedad universal” pero sí hablaron de una unidad cosmológica o metafísica. Al carecer el mundo antiguo del concepto de igualdad entre los hombres, también carecieron del concepto de destino común. Con el cristianismo nació la idea de una sociedad humana universal. Se explicita por primera vez la igualdad esencial de todos los hombres (intuida ya por los pensadores griegos) y se formula un destino común trascendente. El concepto de universalidad de la salvación (hasta entonces limitada al pueblo hebreo) da pie a pensar en la unidad de la humanidad. Como se ha dicho más arriba, con San Agustín el cristianismo desarrolla por primera vez de una manera sistemática la idea de la identidad del destino del género humano523. Al pertenecer todos a la sociedad humana surge la necesidad de la solidaridad y la corresponsabilidad históricas. Sin embargo, el énfasis que San Agustín le da al destino trascendente de la humanidad puede restarle importancia al destino histórico. Lo que interesa en definitiva no es la unificación de las voluntades para construir la ciudad histórica, sino la pax eterna, como fin escatológico. No es que san Agustín crea que los hombres se deban desentender de las obligaciones temporales, sino que estas deben ser tenidas sólo como medios y no como fines. El énfasis teológico absorbe el sentido temporal de la historia.

523 Cf. J. Cruz Cruz, op. cit., pp. 257 ss.

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Pocos dudan hoy de que los avances técnicos y científicos de los últimos siglos, particularmente del siglo XX, han venido creando la nueva conciencia de los pueblos. La edad moderna ha conocido tantos avances como la humanidad no conoció en los siglos precedentes. Habermas, comentando a Condorcet, cree que aunque él mismo no era consciente “del alcance de su pretensión universalista que plantea cuando concibe la unidad de la historia humana desde el punto de vista de la racionalidad representada por la ciencia moderna”524, se adelantó en formular la que llegaría a ser la moderna teoría de la racionalidad, “postulando al mismo tiempo que algún día todas las naciones se acercarán al estado de civilización al que pueden llegar los pueblos ilustrados (…)”525. Condorcet cree que la racionalidad que ha irrumpido con las ciencias modernas es ya un patrimonio de la humanidad en general. Esta idea, propia ya del siglo XVIII, será uno de los pilares de la teoría del progreso. Como afirma Paul Ricoeur, “aunque sea posible atribuir a tal o a cual nación, a tal o a cual cultura, la invención de la escritura alfabética, de la imprenta, de la máquina de vapor, etc., un invento pertenece por derecho propio a la humanidad. (...). Nos encontramos así frente a una universalidad de hecho de la humanidad (...)”526.

Pero además de estos factores, encontramos otros que pueden atestiguar sobre esta orientación de la conciencia moderna hacia la unidad de la humanidad. Jaspers cree que, sin embargo, los hombres no podemos basarnos en aspectos técnicos, o incluso en aspectos biológico-sicológicos, para fundamentar dicha unidad, o en otros aspectos de tipo externo como el hecho de que todos compartimos el mismo planeta, o hemos de encargarnos de la administración de sus recursos, sino en razones más altas. La primera y más importante es, sin duda, la idea de la unidad de origen de la humanidad. Y, “este origen sólo puede representarse ante los ojos mediante el símbolo, mediante la idea de la creación del hombre por la divinidad a su imagen y semejanza, y el pecado original. (...) Este origen, que a todos nos une, nos impulsa unos hacia otros, nos hace tanto suponer como buscar la

524 J. Habermas, Teoría de la acción comunicativa, ed, Taurus, Madrid, 2001, vol. I, p. 204. 525 Citado por J. Habermas, op. cit., p. 205. 526 P. Ricoeur, op. cit., p. 252.

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unidad, no se puede, como tal, conocer ni intuir ni está como realidad empírica ante nuestros ojos”527. La conciencia de este origen común es la única razón capaz de mover a los hombres hacia la unidad. Mientras esta unidad no sea posible, la historia de la humanidad no podrá ser inteligible.

Pero el origen común de los hombres no puede reducirse a un acto de fe. Él se puede deducir de hechos más o menos empíricos como los cultos, las formas de pensar, los utensilios y herramientas, las formas sociales, y al mismo tiempo, aquel puede explicar a estos. Dichos “análogos rasgos fundamentales”, como los llama Jaspers528, son anteriores a todas las diferencias que podemos constatar. Esta analogía entre los hombres prácticamente hoy no se pone en duda, como sí se hizo en épocas anteriores. Más bien se suele insistir en la riqueza de las diferencias como hechos de tipo cultural, y se aboga por una convivencia constructiva fundada en la libertad y en los rasgos esenciales que unen a todos los hombres.

Jaspers en su Introducción a la filosofía, se pregunta cómo puede alcanzar la humanidad dicha unidad. Piensa que no puede lograrla ni a través de la ciencia, ni de la religión, ni de un lenguaje universal. “La unidad sólo puede originarse, escribe Jaspers, en las profundidades de la historicidad, no como un contenido susceptible de ser sabido en común, sino sólo en la ilimitada comunicación de lo históricamente diverso, en la inacabable conversación que se desarrolla en términos de la más pura amistad”529.

El hombre consciente de la dignidad de su existencia no sólo ha de responder a sus impulsos que ocasionalmente puede experimentar hacia dicha unidad, sino que ha de poner todo su empeño para que la violencia sea erradicada y la convivencia se instaure. Dicha convivencia no parece, sin embargo, tener ninguna posibilidad fuera de una forma de vida política que la haga posible. Jaspers ve en el Estado de Derecho realizado en Occidente, la forma más análoga a un “orden jurídico

527 K. Jaspers, Origen y meta de la historia, op. cit., p. 320528 Cf. Ibídem, p. 322.529 K. Jaspers, Introducción a la filosofía, op. cit., p. 97.

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mundial, en el que ningún Estado poseyera la soberanía absoluta”530, sino que fuera función de los representantes legales de la humanidad.

5. Unidad del pasado y el presente

Según K. Jaspers, el hombre moderno posee una mayor conciencia de su pasado. La historia no es ya para el hombre moderno un conjunto de acontecimientos desligados del presente, sino que el ahora aparece como una actualización del conjunto de la historia531. Así como la biografía, e incluso la autobiografía han venido adquiriendo una particular importancia por el hecho de que en ellas aparece el pasado vivido y el futuro esperado como una sola unidad con el presente532, el pasado se ha venido asumiendo como el curriculum, aunque no siempre conocido, de la humanidad. Ernest Cassirer, en un intento de ubicar los comienzos de la “conciencia histórica”533, por la cual la humanidad se da cuenta de que hay un pasado histórico, cree que con Vico y Herder se da un adelanto considerable y valioso marcado por la distinción entre origen mítico y origen histórico. La conciencia mítica no distingue el pasado, el presente y el futuro. El tiempo aparece como una unidad indiferenciada. Sólo a partir de la ciencia moderna, a medida que se va superando la visión mítica del mundo, surge el sentido histórico en el hombre, y con él, la conciencia de un pasado vivido, de un presente en manos de la libertad y de un futuro que en gran parte depende de los hombres.

En su ensayo La herencia de Europa, Gadamer, reconociéndose testigo “privilegiado” del pasado inmediato que constituye el siglo XX, y evocando la tesis de Homero sobre el verdadero vidente, aquél que “sabe reconocer lo que es, lo que será y lo que fue”534, sostiene que una de las mayores conmociones del siglo XIX fue la formación del sentido histórico, que consiste precisamente en “el refinamiento

530 Ibídem, p. 98. 531 Cf. K. Jaspers, Origen y meta de la historia, op. cit., p. 346. 532 Cf. H. G. Gadamer, Verdad y método, op. cit., p. 134.533 Cf. Ernest Cassirer, Antropología filosófica, ed. Fondo de Cultura Económica, México,

1971, pp. 253-255.534 H.G. Gadamer, La herencia de Europa, ed. Península, Madrid, 2000, p. 20.

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de nuestras posibilidades de comprensión del pasado, de manera que ya no vemos desfilar el pasado de manera ingenua (...). Somos mucho más sensibles a lo Otro del pasado”535. Ya Nicolás Berdiaeff había hablado de una especial comunión que se da entre el pasado y el presente en virtud de la realidad espiritual que es la historia536. Por la memoria histórica el hombre tiene acceso a su pasado, visto no como un recuerdo lejano sino como una realidad que le pertenece y a la que tiene acceso privilegiado a través de su conocimiento. Dicho conocimiento es una necesidad del hombre de hoy y un imperativo, si no quiere permanecer en la oscuridad537.

Tanto Berdiaeff como Xavier Zubiri trataron la realidad histórica a partir del concepto de tradición. Zubiri, particularmente, aporta elementos valiosos para comprender el pasado y su intrínseca unidad con el presente. Para él, “sin tradición no hay historia” 538. Dicha tradición consiste en una “entrega”, es decir, en una manera particular de estar en el mundo. “Ante todo la tradición, afirma Zubiri, es un proceso por el cual se instala al animal de realidades que nace, es una forma de estar en la realidad. La tradición tiene, pues, ante todo, un momento constituyente. Es un momento radical. Al hombre que nace no sólo se le transmiten genéticamente ciertas notas determinadas, sino que se le instala en la realidad. Aunque se abandonara al recién nacido, el abandono mismo sería un modo de estar en la realidad”539. La entrega y recepción de formas de estar en la realidad posibilita la continuidad de la historia. La tradición no sólo continúa sino que crea nuevas formas de estar, nuevas formas de ser.

Para Zubiri, el sujeto responsable de dicha tradición no son los individuos sino la especie. Aunque el individuo hace parte activa de dicha tradición, “el sujeto inmediato de la tradición es la especie, el phylum en cuanto tal. Es él, el phylum, el que es vector de la tradición”540. Al individuo lo

535 Ibídem, p. 33.536 Cf. N. Berdiaeff, op. cit., pp. 26-27. 537 Cf. K. Jaspers, Origen y meta de la historia, op. cit., p. 347. 538 Cf. X. Zubiri, Siete ensayos de antropología filosófica, ed. USTA, Bogotá, 1982, p 130. 539 Ibídem, p. 131. 540 Ibídem.

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afecta dicha tradición en su propia biografía y también en su relación directa con lo social. Lo individual hace parte de lo auténticamente personal y no sería en sentido estricto histórico, lo social se refiere propiamente a sus acciones y es parte de la historia.

Un segundo aspecto que encontramos en Zubiri es el ver el pasado como posibilidad dada541. El pasado, ciertamente, se pierde como actualidad real pero se gana como posibilidad real. Todos somos el conjunto de posibilidades que el pasado nos ha legado. Sobre la situación concreta en que el pasado nos coloca se despliega nuestra libertad. El hecho de que el hombre no comience de cero, sino que a lo largo del proceso histórico cada momento funda de alguna manera el momento subsiguiente, nos hace deudores del pasado. Así, en cada individuo y en la especie en general, el pasado pervive.

Ahora bien, cuando hablamos del pasado en general, del pasado de la especie, o sencillamente del pasado de este grupo social al que pertenecemos, puede que surja en la mente la impresión de que estamos tratando de una realidad que ya no tiene suficiente repercusión en el presente y, sin embargo, no es posible negar que el pasado, lejano y cercano, ha hecho posible el aquí y el ahora. Ortega y Gasset elabora una especie de analogía entre el pasado de determinado individuo y el pasado de una comunidad de hombres. “Ante nosotros están, escribe, las diversas posibilidades de ser, pero a nuestra espalda está lo que hemos sido” 542. Lo que hemos sido colectiva e individualmente. El hecho de que el hombre no sea hoy lo que fue no significa que ha borrado su pasado sino que lo es en la “forma de haberlo sido”. El pasado constituye irremediablemente la “experiencia de la vida”. Para Ortega y Gasset, “el ser del hombre es irreversible, está ontológicamente forzado a avanzar siempre sobre sí mismo, no porque tal instante del tiempo no puede volver, sino al revés: el tiempo no vuelve porque el hombre no puede volver a ser lo que ha sido”543. Y, sin embargo, ese pasado, sea conocido o no, forma

541 Cf. Ibídem, pp. 161-164.542 Ortega y Gasset, Historia como sistema y otros ensayos de filosofía, Alianza Editorial,

Madrid, 1997, p. 43. 543 Ibídem.

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parte del presente. Aquí coinciden los dos filósofos españoles: en el presente se actualiza el pasado.

Pero Ortega y Gasset precisa aún más. Según él, el pasado no sólo determina el presente, colectivo o individual, sino que “lo único que el hombre tiene de ser, de ‘naturaleza’, es lo que ha sido”544. No en el sentido de que el hombre sea exclusivamente su pasado sino en el sentido de que, por su pasado, el hombre “viene siendo”. O, dicho con otras palabras, por su pasado el hombre vive. Y su ser consiste en este vivir desde su pasado, abierto hacia el futuro. En definitiva, “el hombre es lo que le ha pasado, lo que ha hecho. Pudieron pasarle, pudo hacer otras cosas, pero he aquí que lo que efectivamente le ha pasado y ha hecho constituye una inexorable trayectoria de experiencia que lleva a su espalda (...)”545. Compréndase la tesis orteguiana: “el hombre no tiene naturaleza, sino que tiene historia”546.

6. Responsabilidad histórica

El hombre de hoy posee una mayor conciencia de su responsabilidad histórica. Tal vez como en ninguna época de la humanidad, siente que el destino de la especie está en sus manos. No sólo ha tomado conciencia de su capacidad creadora, también de su poder destructor. Con la Segunda Guerra Mundial, particularmente, el porvenir de la humanidad se vio amenazado y la libertad se vio no sólo como fuerza poderosa, aliada a la inteligencia humana, sino también como amenaza real de la vida sobre el planeta. Esta particular actitud del hombre hacia la historia, sin embargo, no es homogénea, sino que posee matices, e incluso, enfoques bien diferenciados. De una parte, encontramos a quienes quieren ver en la historia una obra exclusivamente humana, sin ninguna participación de un Absoluto de orden divino. Por otra parte, están quienes creen que la libertad humana no se contradice con la existencia de un Absoluto o Principio regulador que guía la historia.

544 Ibídem, p. 46.545 Ibídem, p. 48. 546 Ibídem.

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La primera corriente la constituyen pensadores, hombres de ciencia y ciudadanos corrientes que, a la manera de Ludwig Feuerbach, Karl Marx, Friedrich Nietzsche, Bertrand Russell, Albert Camus, Martín Heidegger o Jean-Paul Sartre, creen que “el hombre no es otra cosa que lo que él se hace”547. Dios o la religión aparecen en esta concepción como una superestructura que impide que el hombre se responsabilice plenamente de su destino. Sólo mediante una liberación de las creencias religiosas, y la asunción de la realidad por medio de la ciencia, los hombres podrán asumir su libertad con todas sus consecuencias y no acusar a “ninguna presencia oculta” de sus propias equivocaciones. Liberándose de Dios, sostiene esta corriente, el hombre podrá llegar a ser auténticamente hombre.

La segunda corriente la constituyen hombres creyentes, en su gran mayoría cristianos, que a la manera de Sören Kierkegaard, Max Scheler, Gabriel Marcel, Maurice Blondel, Jacques Maritain, Jean Lacroix, Emmanuel Mounier, Paul Ricoeur, creen que Dios constituye la esperanza definitiva del hombre y de la historia. El hombre es libre en la medida en que confiesa su ser de criatura, deudora de un Absoluto de orden divino, que lo crea por amor y lo destina a ser protagonista de su propia historia548. Constructor de un destino que tendrá en todo caso como desenlace el Reino definitivo de Dios. Dicho Reino se constituye para el hombre en la mayor promesa y en el fin último de sus esperanzas. El hombre no se concibe entonces como “el ser para la muerte” de Heidegger, sino como el ser para la vida, una vida, empero, que exige toda su responsabilidad.549.

De esta segunda corriente, Emmanuel Mounier se distingue de todos los demás por su intento de unir en su vida y en su obra la vocación filosófica con el compromiso social y político. Dos tareas en una a la que se sintió llamado y a la que procuró responder con lucidez y “responsabilidad histórica”. Como bien han escrito Giuseppe Goisis y Lorenzo Biagi, “todo el itinerario filosófico de Mounier nace de un acto de presencia activa ante los acontecimientos que marcan

547 J. P. Sartre, El existencialismo es un humanismo, ed. Edhasa, Barcelona, 2000, p. 31. 548 Cf. P. Laín Entralgo, Antropología de la esperanza, ed. Labor, Barcelona, 1978, pp. 32-34. 549 Cf. J. M. Coll, op. cit., pp. 115-118.

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el devenir de la historia: el ritmo de los eventos viene a constituir el andamiaje profundo de un esfuerzo interpretativo que se transforma en compromiso…”550. Su filosofía no es una reflexión sobre sí misma, sino un esfuerzo por comprender toda realidad y un empeño constante por transformarla en “realidad humana”. Su decisión de liderar un proyecto de transformación de la sociedad occidental se basó en la convicción de que hay un proyecto histórico para el hombre. Para cada hombre en particular y para la humanidad entera. Tal convicción está en la base no sólo de su gran lucidez de pensamiento, sino también de su particular capacidad de trabajo, tanto intelectual como divulgativo. Cada acción, cada texto, cada proyecto de Mounier, están orientados tanto a la comprensión de los acontecimientos concretos, y de historia en general, como a su necesaria y urgente transformación. De ahí el constante movimiento que se percibe en sus textos entre lo singular y lo universal. Entre lo que ya pasó y lo que está ocurriendo. Entre lo presente y lo que es previsible. Y de ahí, al mismo tiempo, su empeño en reorientar el rumbo de los acontecimientos, a partir de la concienciación de los hombres.

550 G. Goisis – L. Biagi, Mounier fra impegno e profezia, ed. Gregoriana: Librería Editrice, Padova, 1990, p. 237.

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Para el personalismo, en general, y particularmente para el personalismo de Emmanuel Mounier, existe una conciencia histórica en el sentido en que se postula que todo hombre posee al menos un mínimo de conocimiento de sí mismo, de su entorno, del mundo al que pertenece y de la historia particular y general, y que este conocimiento es tal en sí que impele a cada uno a comprometerse en un proyecto común de destinos. Tal conciencia hace referencia no sólo a la comprensión teórica de la historia de la humanidad, sino que expresa, ante todo, la dimensión histórica del hombre, esto es, su condición de ser en el mundo, en una época y circunstancias determinadas, y llamado a realizar su vocación de persona mediante su “adhesión a una jerarquía de valores libremente adoptados, asimilados y vividos en un compromiso responsable y en una constante conversión”551.

551 E. Mounier, Manifeste au service du personnalisme, op. cit., p. 523. Si, como afirma Ortega Y Gasset, la filosofía es conciencia de los problemas, de los problemas radicales del hombre, de los problemas inevitables que interpelan su conciencia (Cf. op.cit, p. 210), la historia entendida en sentido amplio, como el proyecto global del hombre, representa un “campo” fértil en el que el hombre puede confrontar sus problemas de hoy con los problemas de siempre. Para ello es necesario que el hombre posea, o mejor, se forme, una cierta conciencia de la historia.

CAPÍTULO VIII

APROXIMACIÓN A LA CONCIENCIA HISTÓRICA EN

TORNO A EMMANUEL MOUNIER

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Abordar el tema de la conciencia histórica en Mounier, digámoslo de una vez, puede tener un doble riesgo. O deslizarnos hacia la pura teorización552 de la misma, lo que significaría traicionar las intenciones originales de la obra de Mounier, quien evitó siempre hacer discurso del discurso y rechazó abiertamente toda clase de academicismo, o bien limitarnos a los textos en los que Mounier hace referencia directa de la historia, lo cual significaría, por una parte, no tener en cuenta la contextualización de toda su obra, y por otra, ignorar los principios rectores de su pensamiento y de su acción.

Como se insiste en este trabajo, en Mounier no se pueden separar su vida y su obra, su pensamiento y su acción. Usando una figura del mismo Mounier, podríamos afirmar que su vida y su obra están unidas como las dos manos se unen para hacer una misma plegaria. El filósofo de Grenoble nunca teoriza por teorizar. Toda su obra filosófica la realiza a partir del acontecimiento, esto es, a partir del hecho histórico, que lo interpela. Mounier, ya se ha dicho, no es un filósofo en el sentido clásico de la palabra, sino que es un pensador comprometido con la realidad histórica de los hombres y de los pueblos.

1. Iniciativa histórica

Hacia 1930, Mounier escribía acerca de Péguy que aquel era un pensador que pedía de cada hombre todo lo que podía dar, que “buscase sus responsabilidades y las asumiera con la masa, en los acontecimientos que sirven a todo el mundo y que hacen la historia”553. Esta actitud y esta exigencia se pueden reconocer en toda la obra de Mounier. Como Péguy, también Mounier procura mantener la mirada

552 No estamos negando con esta afirmación que la misión primordial del filósofo es teorizar sobre la realidad, pues teorizar es intentar comprender, y a veces, descubrir enigmas. Lo que pasa es que Mounier no es un filósofo en el sentido clásico de la palabra. Quizá sea más bien un filósofo en el sentido original del término, esto es, un pensador que intenta descubrir las vías de la realización humana, y en este empeño, trabajando hombro a hombro con otros hombres, no quiere eludir ni un solo día sus compromisos “reales” con la historia. Podríamos decir que mientras la teorización se orienta a la definición, la filosofía de Mounier se orienta a la acción; es por eso que, como escribe Doménach, Mounier “escribe para proponer, más que para definir” (J. M. Doménach, Dimensiones del personalismo, ed. Nova Terra, Barcelona, 1969, p. 11).

553 E. Mounier, La pensée de Charles Péguy, op. cit., p. 60.

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en la historia, en sus movimientos, en sus vaivenes, la pulsa, y con su mirada penetrante y lúcida procura interpretarla, comprenderla, para asumirla, y si es posible, para reorientarla. Independientemente de los múltiples factores que influyen o que pueden influir en la construcción de la historia, creía que el hombre debe comprometerse con ella como si todo dependiera de él. En esta actitud comprometida consistía para él la fidelidad del hombre, convencido de que en ella el hombre se juega la salvación individual y colectiva.

Unos años más tarde, en su libro Manifiesto al servicio del personalismo, Mounier explicitaba su aguda conciencia de la historia al apostar por unos valores que quiso recoger en el movimiento personalista y que se orientaban a penetrar en las estructuras mismas de la sociedad, y al mismo tiempo, en las estructuras fundamentales de la persona.

Desde hoy el personalismo, escribía, debe tomar conciencia de su misión histórica decisiva. (…) Al inspirar también una concepción total de la civilización vinculada al destino más profundo del hombre real, no tiene por qué mendigar un lugar en ninguna fatalidad histórica, aún menos en ninguna baraúnda política; ahora, con la sencillez y el desinterés de los que sirven al hombre, debe tomar la iniciativa de la historia554.

Esta apuesta tenía como trasfondo su rechazo a las filosofías, doctrinas, o ideologías políticas que sostenían que lo espiritual era un asunto privado. En concreto, se refería al idealismo burgués, para el cual lo social apenas tiene alguna importancia; al realismo fascista, que tiene al Estado como la única autoridad espiritual; al materialismo marxista, que tiene las realidades espirituales como superestructuras sin ninguna implicación en la vida social y en la historia.

Mounier sostiene que el personalismo, en cambio, tiene a la persona como el valor espiritual fundamental, y ella es el corazón mismo de toda la realidad humana. Todas las iniciativas humanas que a lo largo de la historia se han dado, pueden en este sentido hacer algún aporte al personalismo y al conjunto de los valores que él defiende. Incluso doctrinas que son rechazables por el conjunto de sus tesis, pueden

554 E. Mounier, Manifeste au service du personnalisme, op. cit., pp. 545-546.

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aportar elementos o focos personalistas y ellos serán bien vistos, sin que por ello se esté significando una adhesión a sus tesis equivocadas. Sentaba aquí un principio rector del caminar personalista y de sus iniciativas: huir de toda clase de dogmatismos. La iniciativa histórica del personalismo la resumía Mounier en estos términos: “optar por el conjunto de valores que hemos resumido bajo el nombre de personalismo es optar por una inspiración que debe colocar su acento en las estructuras fundamentales y hasta en el detalle de todos los organismos de iniciativa humana”555.

2. Conciencia individual y conciencia comunitaria

Como se insiste a lo largo de este trabajo, cuando Mounier habla de la necesidad y de la urgencia de que la persona tome la iniciativa histórica, se está refiriendo de antemano a una doble dimensión de la persona: su individualidad y su comunitariedad. El personalismo se postula como un realismo integral que está atento a lo inferior como a lo superior, a lo individual como a lo colectivo. Los problemas colectivos reclaman soluciones colectivas y el mejoramiento moral de las personas está estrechamente unido al mejoramiento moral de las estructuras, y unas y otras se realizan en estrecha y recíproca colaboración556. En esta dinámica tiene primacía lo espiritual sobre lo técnico, lo político y lo económico, pero lo primero no suplanta lo segundo, sino que

el sentido del hombre personal entraña el sentido de la existencia y el sentido de la historia. El “ideal” personalista es un ideal histórico concreto, que no forma pareja nunca con el mal o con el error, pero que se aúna con la realidad histórica siempre mezclada en la que se han comprometido las personas vivas para obtener de ella con cada ocasión, según los tiempos y

555 Ibídem, p. 545. Véase el capítulo « hacia un régimen personalista y comunitario”. En esta tesis encuentra su soporte una de las importantes convicciones de Mounier: dado que para el personalismo es fundamental la unión de pensamiento y acción, toda iniciativa histórica debe tener en cuenta tanto las estructuras del universo personal como las propias conductas de las personas (Cf. E. Mounier, Le personnalisme, op. cit., p. 509).

556 Cf. E. Mounier, Révolution personnaliste et communautaire, op. cit., pp. 175-183, y también, pp. 545-549.

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los lugares, el máximo de realización557.

Toda iniciativa histórica individual ha de estar insertada en una más amplia realidad colectiva que obtiene de ella no solamente su cohesión, sino que asegura al mismo tiempo su continuidad histórica.

La experiencia fundamental de la persona no es la soledad, sostiene Mounier, sino la compañía, no es la separación sino la comunión, no es el aislamiento sino la comunicación558. Aunque la persona espontáneamente se va dando cuenta de su vocación comunitaria, no puede vencer las dificultades que se suelen encontrar en esta marcha hacia el encuentro del otro, hasta que no se dé en ella una “toma de conciencia” de su condición original. Sólo una “conciencia creadora”, como la denomina Mounier, capaz de injertarse en el reino de los valores, posee un impulso espiritual capaz de arrancarlo tanto de las indiferencias del egoísmo como de las evasiones de la conciencia ilusoria, y conducirlo por los mundos del otro.

El concepto de toma de conciencia posee en Mounier un valor fundamental. Con él se opone a una psicología estática que habla en términos de “estados” de conciencia, y a una psicología dinamicista que habla de “flujos” de conciencia. Situado más en la visión husserliana que sostiene que “toda conciencia es conciencia de algo”, en oposición a una concepción substancialista de ésta, Mounier afirma que la toma de conciencia es un hecho dinámico por el que se vence toda pasividad e indiferencia y se asume “el combate más duro del ser espiritual, la lucha constante contra el sueño de la vida y contra esta borrachera de la vida que es un sueño del espíritu”559. Según el filósofo personalista, suelen darse extremos no sólo en cuanto a la concepción de la conciencia, sino también en cuanto al acto mismo de la toma de conciencia. A partir del siglo XVIII, el hombre creyó encontrar en la reivindicación de la conciencia el bien más preciado de todos los hombres, pero a fuerza de ocuparse demasiado de ella, entorpeció su propio funcionamiento. En medio del optimismo racionalista,

557 Ibídem, p. 547.558 Cf. E. Mounier, Le personnalisme, op. cit., p. 451.559 E. Mounier, Traité du caractère, en: Œuvres, ed. Seuil, París, 1961, vol. II, p. 275.

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el hombre occidental engrandeció tanto su conciencia que en sus razonamientos sobre ella agotó todas sus fuerzas. La crisis sobrevino porque no se pudo probar la infalibilidad de la razón.

Según el filósofo de Grenoble se suelen dar en el mundo contemporáneo cuatro tipos de conciencia560. La primera la denomina conciencia cancerosa. Es la conciencia que persiste en ser iluminada por su propia luz. Ella está detenida en sí misma. Parece huir de la vida exterior para habitar en su propia interioridad, rechaza la acción y la sustituye por la introspección, la evasión por el compromiso.

La segunda es la conciencia somnolienta. Si la anterior se caracteriza por la huida hacia sí misma, esta se puede caracterizar por la indiferencia. Toma las cosas tal como vienen. No posee aspiraciones más que la de la pasividad, la quietud, la ausencia de riesgo.

La tercera la denomina conciencia saboreante. Es la conciencia de “el hombre que vive”. Vive en sí y para sí, y ha descubierto además el gozo que le produce el “engolosinarse” de la vida inquieta. Este hombre es como un eterno adolescente que no siente necesidad de interrogarse, de problematizar su vida, ni su entorno, ni nada. Las vibraciones de la vida y del ser le producen algunas emociones que va aprendiendo a disfrutar, ajeno a la alegría o al dolor que se suceden en el seno de la humanidad.

Finalmente, está la conciencia creadora. Esta se corresponde propiamente con la conciencia del hombre personalista descrita por Mounier a lo largo de toda su obra. Es la conciencia del hombre lúcido que, reconociendo su dignidad de persona, llamada a vivir como tal en un universo de personas, se compromete con tal proyecto y por él ofrece su propia vida.

El hombre de conciencia creadora se caracteriza, primeramente, por su concepción dinámica de la vida. La vida no es para él un estado de cosas, sino un proceso continuo de creación donde el hombre pone a prueba su “eminente dignidad” mediante la acción y el compromiso.

560 Cf. Ibídem, pp. 257ss.

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La vida se crea y se recrea a cada instante. Tanto las personas como las instituciones son realidades dinámicas que se desarrollan mediante procesos conscientes de construcción.

En segundo lugar, la conciencia creadora se ha injertado en un reino de valores. No es mediante impulsos impersonales como el hombre alcanza la plenitud de su vida personal, sino mediante la elección que comporta la mayor parte de las veces la prueba y el sacrificio. Al elegir, el hombre se hace libre y su adhesión a los valores de la persona y de la comunidad le aportan al mismo tiempo la experiencia creciente de la vida personal. La persona creadora, sin embargo, va penetrando lo real y va dominando la vida mediante apoyos que desbordan la conciencia misma561. No es esta, pues, una conciencia cerrada en sí misma, sino abierta a un mundo que se abre a su paso, que la cuestiona, la interpela, la desafía, la llama a la vigilancia y al compromiso. No se puede “requerir la plenitud de la conciencia, escribe Mounier, sin requerir la plenitud del compromiso”562.

Un último elemento que vale la pena tener en cuenta en la caracterización de la conciencia creadora es su identificación con lo que Mounier denomina la persona propiamente dicha, en oposición al individuo. Como se puede constatar, los tres primeros tipos de conciencia se identifican con aquellos individuos de los que, como escribe Mounier, el mundo no espera nada. El hombre creador es, en cambio, un hombre en marcha hacia la comunión, “es todo un hombre del futuro y un hombre del más allá; por encima de la vida, hay para él otra existencia por conquistar. Pero nadie está al mismo tiempo más presente en el acto que realiza y en los hombres que lo rodean”563.

Mounier cree que el primer acto de la persona lúcida y comprometida es, pues, “suscitar con otros una sociedad de personas, cuyas estructuras, costumbres, sentimientos y, finalmente, instituciones, estén marcadas por su naturaleza de personas (…)”564. Este movimiento original de la

561 Cf. Ibídem, pp. 278ss.562 Ibídem, p. 276.563 E. Mounier, Traité du caractère, op. cit., p. 278. 564 E. Mounier, Le personnalisme, op. cit., p. 454.

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persona hace posible una serie de actos conscientes como son:

Uno, salir de sí. La persona no es una realidad cerrada en sí misma, sino un ser que se constituye con el mundo externo, a través del cual se va descubriendo capaz de ir hacia los otros. Mediante la superación del egoísmo la persona se hace disponible.

Dos, comprender. Sin dejar de ser ella misma, la persona ha de colocarse en la situación del otro, en un esfuerzo de comprensión y de acogida.

Tres, tomar sobre sí. Esto es, asumir el destino del otro.

Cuatro, dar. El impulso auténticamente personal es generosidad y gratuidad.

Cinco, ser fiel. La fidelidad es el acto permanentemente creador del auténtico compromiso personal565.

3. Conciencia cristiana

Otro aspecto que hemos de mencionar aquí, en esta primera aproximación a la noción de conciencia histórica en Mounier, y que también iremos desarrollando a lo largo de este trabajo, es el que hace referencia al hecho de que Mounier quiere mantenerse siempre en el corazón del cristianismo, y concretamente del catolicismo. Es consecuentemente, desde una conciencia histórica cristiana que intenta leer y juzgar los acontecimientos, y desde ella procura su compromiso con la historia566. En este aspecto, como en casi todos los temas que aborda, Mounier parte de la experiencia de la sociedad europea. Aquí suele distinguir una doble corriente. La primera, la corriente propiamente cristiana, concretada en la Iglesia, la vida cristiana, y en general, la gesta del Reino de Dios. La segunda, aquella corriente de

565 Cf. Ibídem. 566 Es necesario resaltar que Mounier, a pesar de ver que el cristianismo en general, y la

Iglesia católica en particular, se solidarizaba más con el “desorden establecido” que con la causa de los pobres de la tierra, él quiso mantenerse fiel a esta Iglesia, conciente de que en las fuentes de su origen se encuentra la suprema sabiduría (Cf. M. Winock, op. cit., pp. 30-39).

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civilización formada por creaciones históricas, ideas, sentimientos, progresos institucionales, que aunque no han estado necesariamente en contra de la corriente cristiana, sí han mantenido una cierta autonomía. Esta doble corriente la irá percibiendo extensiva en todo el mundo occidental567, como también la ha venido constatando a lo largo de toda la historia del cristianismo. Este “dualismo de la ciudad cristiana y de la civilización profana es, afirma Mounier, la condición más común hasta ahora del cristianismo en el mundo”568.

A los primeros cristianos ya se les planteaba la realidad de un mundo que aparecía ante sus ojos en esa doble vertiente. Sólo que para ellos era un mundo que comenzaba y que se presentaba como un gran reto. Hoy es visto con otros ojos. No sólo se constata que el mundo continúa fraccionado en civilizaciones y religiones, sino que en particular el mundo occidental, destinatario de la acción directa del cristianismo, parece distanciarse cada vez más de los valores propios del Evangelio. Después de periodos más o menos prolongados en los que el cristianismo ha penetrado en casi todos los ámbitos de la vida del mundo occidental, hoy vuelve a ser apenas una presencia modesta en el gran caudal histórico de tales continentes.

Mounier es consciente de que existen, o pueden existir, una opción cristiana y una opción no cristiana, entre los hombres que forman la civilización occidental. Al menos dos lecturas, dos concepciones del mundo, del hombre, de la historia. “El cristianismo es una alternativa en el fondo del corazón que se plantea cada hombre”569. Una alternativa ante la cual los hombres, tarde o temprano, han de elegir, pues el evangelio y el reino de valores que predica, no deja indiferente a nadie. En el mundo occidental, sin embargo, no cabe hacer una distinción diametral entre las dos corrientes. Los valores de la civilización están penetrados de luz cristiana y los valores del reino se revelan también a través de aquellos. Tanto que “habría que hacer una historia de la fecundidad del ateísmo, escribe Mounier, para el desarrollo de la conciencia cristiana, y sobre todo (…) de la manera como el ateísmo, en

567 Cf. E. Mounier, Feu la chrétienté, op. cit., pp. 686ss.568 Ibídem. p. 687.569 Ibídem, p. 693.

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su obra pública, transmite la sabia cristiana”570. El cristianismo ha sido siempre, al menos en sus más originales intenciones, la religión de la universal imitación de Cristo encarnado que envía al hombre a realizar una presencia activa en el mundo. Según la comprensión que de él se tenga, surgen “las dos morales que refractan el mensaje evangélico según que este sea mirado con el ojo del espíritu o con el ojo de la carne, como quiera que pueda ser libremente aceptado un mensaje divino por un hombre libre”571.

Pero la conciencia cristiana no nace, no nació, de un día para otro. Aunque “los padres apocalípticos, bajo la influencia inmediata del mensaje evangélico, desarrollaron una concepción de la historia que iba a bloquear durante varios siglos una imagen móvil de la civilización, fuertemente impregnada por la mentalidad antigua, aquel sentido de la historia creadora sólo llegará a su eficacia histórica en el siglo XIX”572. Todo esto hace pensar que el cristianismo nunca está al día. En muchos campos de la economía, de la política, del derecho, de la moral, el cristianismo no solamente no ha penetrado, sino que por periodos más o menos amplios, se distancia o pierde su fuerza y su agudeza profética. Como el cristianismo mismo, la conciencia cristiana no se libra de la paradoja. Al anunciarse “un reino que ya es, pero todavía no”, se presta para la “confusión” o el escándalo. El escándalo de la paradoja. Paradoja que se hace presente en los caminos de la iglesia. Así, por ejemplo, se bendice la familia y el matrimonio pero los predicadores, al menos dentro del catolicismo, optan por el celibato. Se predica la presencia y el compromiso, y sin embargo, unos cuantos hombres y mujeres, retirados del mundo revitalizan el sentido del trabajo por la contemplación573. Se ha de deducir que la conciencia cristiana no se explica con los meros principios de la racionalidad. Ella, aunque no contradice la racionalidad por contradecirla, va más allá de toda racionalidad para penetrar en los terrenos del misterio.

Lo dicho no significa que la Iglesia se desentiende de los asuntos

570 Ibídem, p. 701.571 Ibídem, p. 700.572 Ibídem, p. 702.573 Cf. Ibídem, pp. 702 ss.

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puramente temporales. Aunque ella no está encargada del orden de la ciudad, de la organización del mundo, sin embargo, a imitación de su fundador, está o intenta estar plenamente encarnada, y aunque su misión propia no es de este mundo, la cumple en este mundo, y la misma esencia de su vocación la impulsa permanentemente a trascender todas las realidades temporales574.

De lo descrito hasta aquí no se puede deducir tampoco que haya dos historias distintas. Una sagrada y otra profana. Hay una sola historia, afirma Mounier, “la historia de la humanidad en marcha hacia el Reino de Dios”575. Por esta razón, el cristianismo no se escandaliza tampoco por el hecho de que el mundo a veces pareciera seguir otra dirección de aquella que parece exigir el anuncio del Reino. El cristianismo confiesa que “el Reino de Dios ha comenzado ya, entre nosotros; por eso la historia no es una farsa, ni un drama sin finalidad, sino una divina comedia redoblada por una divina tragedia”576. Cuando el cristianismo proclama que Dios está tan íntimamente mezclado con la historia del hombre, que al final este hombre es llevado a la gloria de Dios, y que esta tarea de elevación comienza desde ahora, bajo nuestros ojos, está proclamando no una simple creencia, sino el mismo principio rector de su fe y de su evangelio.

La conciencia cristiana permite ver a través del cristal de la fe todas las realidades que conforman la vida y la historia. El cristiano sabe que existe una lectura profana de la historia y lo comprende, pero no puede dejar de ver el curso de la historia asistido por la Providencia que lo penetra todo y que le da un significado al drama humano.

Nos podemos entonces preguntar con Mounier: ¿cuál es la experiencia de la conciencia cristiana ante dicha lectura? ¿Puede la conciencia cristiana comprender la historia en su conjunto, hacer una lectura total? Mounier afirma que, con todo y la fuerza iluminadora que contiene la experiencia cristiana, vivimos aún en el enigma de la fe. La lectura final de la historia será una sorpresa para todos. Cuando

574 Cf. Ibídem, p. 703.575 Cf. Ibídem, pp. 703-704.576 Ibídem, p. 704.

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cada acontecimiento y la historia global se develen definitivamente, se develarán todos los enigmas. Surge entonces una nueva pregunta: “¿Es necesario concluir por ello que la Iglesia docente es por eso tan incapaz como la razón natural para aclarar el sentido de la historia en la lectura parcial, deficiente, conjetural que puede hacerse de ella a lo largo del camino, a medida del acontecimiento?”577. Según Mounier, una conclusión de este tipo sólo es posible si se ignora la asistencia del Espíritu. El cristiano respeta la lectura profana de la historia, pero vive y avanza en la presencia del Dios que lo penetra todo, lo comprende y lo conduce.

El cristiano no se conforma con hacer una lectura pasiva de la historia. El cristiano camina con la caravana humana. Él participa del misterio de la Encarnación, intentando encarnarse en la historia. “En marcha con la humanidad, la iglesia está entre lo ya dado y lo todavía esperado unido a lo todavía por hacer, y solamente esa dialéctica define su verdadera posición en la historia”578. La historia y las civilizaciones no son ajenas al Reino de Dios. “La historia y las civilizaciones son, según la expresión afortunada de Mounier, como un sacramento colectivo del Reino de Dios”579. Ellas constituyen sus verdaderas mediaciones.

4. El hombre contemporáneo y la conciencia absurda

Hemos analizado muy brevemente la conciencia cristiana. Ahora miremos algunos elementos de la conciencia contemporánea, percibidos por Mounier. Si de la conciencia cristiana podemos concluir que está marcada por una esperanza que trasciende la historia, la conciencia contemporánea parece caracterizarse más por la ausencia de una esperanza de carácter trascendente. Parece que “el hombre contemporáneo se siente solo, escribe Mounier, arrojado aquí para nada, en un mundo absurdo, sin sentido ni razón”580. Para

577 Ibídem, p. 707.578 Ibídem, p. 712.579 Ibídem, p. 713. 580 E. Mounier, La petite peur du XX siècle, op. cit., p. 350. Como afirma Richar Tarnas, las

obras de Heidegger, Sartre y Camus, entre otros, reflejan la crisis espiritual del siglo XX. A pesar de la extensión del párrafo de Tarnas lo citamos en su totalidad dada la precisión con que, creemos, caracteriza la conciencia absurda contemporánea. “La

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esta conciencia el mundo no posee un sentido definido, tampoco la historia. En un mundo y en una historia sin dirección el desenlace necesariamente es el absurdo. A falta de sentido se cae en la angustia. La conciencia contemporánea, al derrumbarse las dos “religiones” de occidente, como eran, el cristianismo y el racionalismo, queda como sostenida en el vacío, al capricho del azar.

La conciencia contemporánea, y concretamente la conciencia del hombre occidental, con la experiencia reciente del mal de la guerra, es una conciencia que experimenta el temor de un fin. “Por primera vez, escribe Mounier hacia 1948, desde hace muchísimo tiempo los hombres se han obsesionado por la idea de que el fin del mundo es posible, de que su amenaza nos acompaña, de que nuestra vida de hombres podría conocer esa realidad”581. Para Mounier este es un sentimiento de derrota propio de la civilización occidental y de su decadencia. El hombre occidental ha mutilado su propia imagen. Sobre este hombre mutilado se han ido expandiendo ideologías, filosofías y regímenes que coinciden todas en negar al mismo hombre. Roído interiormente por el mal, el mundo occidental se disuelve bajo la mirada pesimista y derrotada de individuos sin esperanza.

angustia y la alienación de la vida del siglo XX llegaron a la plenitud de su expresión cuando los existencialistas enunciaron las preocupaciones más fundamentales y desnudas de la existencia humana: el sufrimiento y la muerte, la soledad y el miedo, la culpa, el conflicto, el vacío espiritual y la inseguridad ontológica, la carencia de valores absolutos o contextos universales, el sentido del absurdo cósmico, la fragilidad de la razón humana, el trágico callejón sin salida de la condición humana. El hombre estaba condenado a ser libre. Se enfrentaba a la necesidad de elegir y, por tanto, conocía la carga permanente del error. Vivía en constante ignorancia de su futuro, arrojado a una existencia finita, limitada a ambos extremos por la nada. La infinitud de la aspiración humana sucumbía ante la finitud de la posibilidad humana. El hombre no tenía esencia que lo determinara; sólo le era dada la existencia, una existencia poblada de mortalidad, peligro, temor, tedio, contradicción, incertidumbre. Ningún Absoluto trascendente garantizaba la plena realización de la vida humana o de la historia. No había plan eterno ni finalidad providencial alguna. Las cosas existían simplemente porque existían, no en virtud de razón “superior” o “más profunda”. Dios había muerto, y el universo era ciego a las preocupaciones humanas, desprovisto de significado o de finalidad. El hombre estaba abandonado a sí mismo. Todo era contingente. Para ser auténtico había que admitir –y oponerse libremente a ella- la dura realidad de la falta de significado de la vida. Sólo la lucha daba sentido.”(R. Tarnas, op. cit., p. 386).

581 E. Mounier, La petite peur du XX siècle, op. cit., p. 341.

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Es probable que el fin del mundo no esté próximo. Lo que sí es indudable es el final de una civilización. Es paradójico, afirma Mounier, que la humanidad viva periodos en los que piensa que el fin del mundo es posible y, en cambio, los pueblos no se dan cuenta de la decadencia de las civilizaciones. Se constata que “la conciencia de Apocalipsis aflora más fácilmente a la superficie de la historia que la conciencia de decadencia”582. Este es un signo más del nihilismo contemporáneo. Ante este panorama, cómo evitar justamente el temor de que un día “la negación del hombre por el hombre lleve al frenesí hasta la destrucción del hombre por el hombre. Nosotros vemos nacer bajo nuestros ojos los instrumentos posibles de ella”583.

Ahora bien, mientras para la conciencia absurda moderna el fin del mundo es una amenaza siempre posible, para el cristiano lo que es posible, más aún, lo que es urgente, es el fin de este mundo marcado por la miseria. Y para que este mundo absurdo pase, el cristiano, marcado por la gracia y por la esperanza, se empeña en transformarlo584. Es como si la esperanza en el mundo futuro, en el más allá, nos comprometiera inmediatamente a organizar el aquí y el ahora. El cristiano es, parafraseando a Péguy, un hombre creado para otra luz585.

582 Ibídem, p. 343.583 E. Mounier, Qu’est-ce que le personnalisme?, op. cit., p. 206. 584 En la introducción de este trabajo se ha planteado ya el dilema que se le presenta al

hombre entre el absurdo y el sentido. A nivel de la conciencia cristiana parece darse un paso hacia adelante donde se plantea no ya simplemente este dilema que, diríamos, es común a todas las culturas y civilizaciones, sino que se plantea un dilema nuevo que consiste en elegir entre el absurdo y el misterio. “Cuando el misterio se extiende con honradez a todas las dimensiones de la realidad, escribe Luis A. Aranguren, también se acerca al escándalo de lo injustificable, de todo aquello que carece de explicación lógica y no alcanzamos a comprender. En ese momento estamos obligados a elegir entre el absurdo y el misterio” (op. cit., p. 286). Para Mounier, el sentido del misterio equivale al sentido de la profundidad o de lo que hay debajo de las cosas. Es la simplicidad de las cosas cotidianas y la profundidad del universo. “El misterio no vale por su oscuridad, escribe Mounier, como se cree corrientemente por y contra él, sino porque él es el signo difuso de una realidad más rica que las claridades inmediatas. Su dignidad está completamente en su positividad difusa, en la presencia que anuncia” (E. Mounier, Révolution personnaliste et communautaire, op. cit., p. 171).

585 Eve VII (III, 944). Citado por Mounier en: La pensée de Charles Péguy, op. cit., p. 158.

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Emmanuel Mounier desarrolla su pensamiento sobre la historia, particularmente en torno a la idea de progreso. Según el filósofo de Grenoble, la idea de progreso representa la expresión más directa de un posible sentido de la historia. Si la historia tiene un sentido, es decir, una dirección, un final y una significación para el hombre, ha de hablarse de la posibilidad de que se dé un cierto progreso en ella. Los términos en que un tal progreso se realice, es un aspecto que la filosofía de la historia debe precisar. La noción de progreso suele tener un significado muy amplio, según el punto de vista desde donde se mire. No es posible, por ejemplo, valorar un posible progreso de la humanidad en un periodo amplio de tiempo con los mismos criterios con que se valoraría el progreso de un pueblo o de una comunidad determinados y en un periodo corto de tiempo. Es probable que allí reconozcamos progresos, mientras aquí, retrocesos. Se nos sugiere desde ahora la distinción entre una mirada parcial de la historia y una mirada más amplia, capaz de abarcar siglos y civilizaciones.

La idea de progreso no es una idea por la que Mounier apueste sin más. ¿Cómo negar, se pregunta hacia 1947, “que nosotros podamos

CAPÍTULO IX

LA HISTORIA Y LA NOCIÓNDE PROGRESO

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dudar en saber, si la ley de la historia es el fracaso o el progreso?”586.

¿Cómo saberlo, dado que la condición humana es dramática y compleja, y “en todo se mezcla la angustia con la alegría, la malicia con la buena voluntad, la nada con el ser?”587. Este sentimiento dramático, sin embargo, opina Mounier, debe llevar al hombre a evitar dos vías equivocadas: de un lado, las soluciones totalitarias, y del otro, las utopías idealistas. Las primeras arrojan al hombre a la desesperanza y al menosprecio de sí mismo, mientras que las segundas desembocan en la alienación y en la irresponsabilidad histórica588. Con el rechazo de tales soluciones, Mounier se distancia al mismo tiempo del pesimismo histórico, no sólo porque cree que es contrario al mensaje central del cristianismo, sino también, porque con una actitud tal ante la historia, el hombre mismo se estaría cerrando a su propia realización. Pero también se distancia, como iremos viendo, de una concepción ingenua del progreso, que suele cederle el paso al fanatismo.

En torno a la noción de progreso, Mounier desarrolla fundamentalmente tres aspectos: una posible dirección de la historia, la significación del conjunto de la aventura humana, y la meta del proceso histórico589. Antes de abordar estos temas, conviene, sin embargo, analizar brevemente la noción misma de progreso tal y como se ha comprendido desde su gestación hasta nuestros días, para luego determinar sus alcances y sus límites, con miras a la comprensión del proceso histórico.

586 E. Mounier, Qu’est-ce que le personnalisme?, op. cit., p. 210.587 Ibídem, p. 210.588 Cf. Ibídem, pp. 210-211, ver también pp. 188-189. Habría que evocar aquí antiguas

doctrinas que caen en uno o en otro exceso y desembocan, finalmente, en ineficacias históricas. Es el caso del epicureísmo para el que las realidades divinas parecían insensibles o ajenas a las cuestiones humanas. O el estoicismo según el cual el providencialismo funda un implacable determinismo. O en otro nivel, el escepticismo, para quien las cosas que atañen al hombre y su destino, están “fuera del alcance del conocimiento humano” (Richard Tarnas, op. cit., p. 89).

589 Cf. E. Mounier, La petite peur du XX siècle, op. cit., pp. 395ss.

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1. Breve historia de la noción de progreso

Dado que la noción de progreso suele prestarse para muchos equívo-cos, conviene delimitar los términos de su comprensión. Mientras en algunos campos no se duda de los innumerables progresos, en otros, en cambio, se habla de retrocesos, o incluso de fracasos. La compleji-dad de dicho concepto aumenta, si tenemos en cuenta que con el tér-mino progreso podemos referirnos a ámbitos muy diferentes. Aun-que ya desde el siglo XVIII se creía que el género humano progresaba cada vez más hacia lo mejor, la humanidad entera ha venido asistiendo a tantas vicisitudes, que el hombre contemporáneo comenzó a dudar seriamente de esta tesis. Las dos grandes guerras del siglo XX demos-traron que occidente no solamente poseía una gran capacidad cientí-fica y tecnológica sino que también el progreso mismo se convertía en una realidad frágil y peligrosa, capaz de amenazar la supervivencia del hombre sobre la tierra. Tras las guerras se habló de progresos técnicos y al mismo tiempo de retroceso ético y moral.

Por estas razones, la ciencia histórica prefiere hoy hacer un uso muy discreto del término progreso e indicar zonas bien definidas y hablar de progreso tecnológico, artístico, económico, político, industrial, etc.590. Así como también se evita valorar las distintas culturas con los mismos criterios, conscientes de que no existen sistemas de valor uniformes y definitivos. Lo que para una determinada cultura o etnia puede sig-nifican progreso, para otra puede representar peligro o amenaza. Lo que sí es claro es que la idea de progreso se ha de examinar siempre en referencia al hombre, esto es, en referencia al objetivo mismo de su ser que es su propia realización. Como veremos más adelante, esta será la línea de investigación que nos aporta Mounier a nivel filosófico, para remontarse luego a un nivel teológico, y hablarnos de un sentido de la historia global. Podemos ir descubriendo dos niveles de la reali-zación del proyecto humano: el nivel propiamente histórico, marcado por las vicisitudes del tiempo y del espacio, y el nivel suprahistórico, señalado sólo por la fe y definido como el pleno cumplimento de todas las aspiraciones espirituales del hombre.

590 V. Melchiorre, La concienza utópica, Editrice Vita e Pensiero, Milano, 1970, p. 66.

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La teoría del progreso se suele situar hacia el siglo XVIII. Sin embargo, sus orígenes más cercanos se remontan a los albores del Renacimiento. Ya en el siglo XVI, encontramos muchos de los elementos que conforman dicha teoría. La crítica a los clásicos y la independencia frente a los antiguos, así como el deseo de mejorar las condiciones de vida y de convivencia, y sobre todo, una cierta afirmación de la experiencia y de la razón como instrumentos seguros de conocimiento, anuncian una nueva manera de ver el mundo y de comprender la historia. No obstante, el siglo XVI no conoce aún una formulación explícita del progreso, como sí se llegó a conocer en el Siglo de las Luces. El vocablo progreso comenzó por expresar tan sólo “la idea de una marcha sin sentido valorativo, que puede estimarse tanto positiva como negativa”591. Una marcha o movimiento, empero, con orientación, aunque no hacia una meta de llegada sino de alejamiento de un principio u origen. Este concepto de movimiento connota ya, sin embargo, la condición dinámica del tiempo, de las cosas, del mundo y de la historia.

Como se deduce de la referencia al Renacimiento, el concepto de progreso está íntimamente ligado al concepto de cultura. En los siglos XVI y XVII ya existe la convicción de que la humanidad se encamina hacia un mejoramiento, expresado principalmente en el arte y las letras. El tiempo actúa en este proceso como un aliado imprescindible, pues el progreso no sería “un mejoramiento brusco y sin continuidad, sino que exige la idea de unos pasos sucesivos, de unos avances graduales que van con el curso del tiempo y siguen la dirección con que este transcurre”592. El tiempo posee una función perfeccionadora y, gracias a él, el mundo se perfecciona.

En el Renacimiento se retoma la imagen de los “enanos en hombros de gigantes” que ya se conocía desde el siglo XII, y que postulaba el culto a los antiguos y al mismo tiempo expresaba una cierta confianza en los modernos. Esta vez, sin embargo, surgen críticas contra esta forma particular de concebir las civilizaciones. Juan Luis Vives, en España, por ejemplo, se distancia de esta visión y postula “un criterio general

591 J. A. Maravall, Antiguos y modernos, Alianza Editorial, Madrid, 1986, p. 582. 592 Ibídem, p. 585.

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progresivo sobre la naturaleza humana y el curso de la historia”593. Según Vives, todo cuanto hace parte de la vida humana tiene posibilidades ilimitadas de desarrollo que el hombre mismo desconoce. O, “¿quién podría decir hasta dónde puede avanzar el ingenio humano, se plantea Vives, sino sólo Dios que autor como es de nuestra naturaleza, conoce las fronteras y las limitaciones de nuestro ingenio?”594. Se acentúa aquí no el desconocimiento de las capacidades humanas, sino el hecho de que tales capacidades son ilimitadas, tanto que sólo Dios puede conocer sus límites.

Hacia el siglo XVII, superada en parte la disputa tradicional entre antiguos y modernos, y dirigiendo la mirada ahora más hacia el futuro que hacia el pasado, se postula el mañana como el reino del progreso. Tras Bacon, Galileo, Descartes y Newton, la cosmovisión moderna se impone. La fe en la ciencia y en la razón comienza a dominar el panorama del mundo occidental. Tres ideas-eje se articulan en la nueva visión del mundo: movimiento, tiempo, progreso. Se cree entonces que la humanidad se encamina definitivamente hacia la felicidad. El hombre moderno sueña con una libertad duradera y con su plena realización, gracias a que su mente dispone de una base sólida para alcanzar el conocimiento cierto.

Wilhelm Dilthey sostiene la tesis de que, dado que la razón del XVII es aún una razón atada a las verdades religiosas, será hasta el siglo XVIII que el mundo occidental alcance tres elementos determinantes de su desarrollo: “La unidad de la razón humana en la cooperación de las ciencias; el carácter de validez universal y, fundándose en esto, el progreso común del espíritu humano hacia el dominio de la Naturaleza y de la sociedad”595. El hombre de la Ilustración experimenta una emancipación que le hace pensar que ha superado definitivamente su minoría de edad y ha alcanzado la razón crítica. Su comportamiento será fundado, entonces, no ya en los principios de la revelación sino en principios inmanentes, deducidos de la experiencia y de la razón.

593 Ibídem, p. 593.594 J. L. Vives, De las disciplinas, en: Obras completas, Tomo Segundo, Ediciones Aguilar,

Madrid, 1948, p. 481. 595 Cf. W. Dilthey, El mundo histórico, en: Obras, vol. VIII, ed. Fondo de Cultura Económica,

México, 1978, p. 407.

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El progreso en este siglo se extiende más allá del mundo de la cultura y alcanza el ámbito de lo social y, con mayor razón, de lo científico. En el campo de la historia y de la filosofía se remarca el oscurantismo del pasado y se hace énfasis en las bondades del presente, así como en un particular optimismo en el futuro. Aunque se mantiene un cierto estatismo de la naturaleza, se impone el dinamismo de la civilización y de la cultura. Con la afirmación de las leyes físicas se afirma ahora también la ley del progreso con caracteres definidos: lo real del proceso, que es continuo y acelerado, que se dirige siempre hacia lo mejor, que trascurre como un proceso necesario y que abarca la totalidad de los fenómenos (ámbito técnico, económico, social y moral)596.

El hombre de la Ilustración desea el progreso y lo experimenta como un imperativo de la historia, de la civilización y de la razón misma. Ve cómo los horizontes se amplían continuamente y al mismo tiempo comprende que su proceso de autonomía sobre la tierra conlleva el deber moral de mejorar en todos los órdenes. La idea de progreso, sin embargo, no es uniforme en todos los pensadores y en todos los ámbitos de la vida social. Voltaire, por ejemplo, lo concibe como un mejoramiento del orden cultural y científico, pero se desmarca de quienes lo conciben en el orden político, como es el caso de Condorcet. Unos y otros, empero, tienen, como veremos más adelante, una idea todavía tradicional de progreso, que consiste, como afirma Karl Löwith, en una secularización de la idea religiosa de salvación eterna597. La imagen de la ciudad de Dios, concebida como la realización definitiva del reino de Dios, se habría visto trasformada en la idea de la ciudad terrena ideal. “Incluso, opina Richard Tarnas, en el curso del propio desarrollo del cristianismo de la expectativa del fin de los tiempos, la espera y la esperanza de que la acción divina iniciara la transfiguración del mundo, había ido cambiando durante los comienzos del periodo moderno en el sentido de que cada día parecían más necesarias la actividad y la iniciativa del hombre para preparar una utopía cristiana adecuada al Segundo Advenimiento”598.

596 Cf. J. Cruz Cruz, op. cit., p. 174597 Cf. K. Löwith, El sentido de la historia: Implicaciones teológicas de la filosofía de la

historia, op. cit., p. 27. Un desarrollo de esta idea se encuentra también en R. Tarnas, op. cit. pp. 306- 326.

598 R. Tarnas, op. cit., p. 325.

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Pero será Kant quien pondrá las bases definitivas de la teoría del progreso. “Kant, al distinguir y contraponer el conocimiento de lo empírico y la idea de lo absoluto, recluye lo absoluto, lo perfectamente bueno, a lejanías inaccesibles, que orientan el esfuerzo humano y le señalan dirección, rumbo y sentido”599. Desde entonces la historia del género humano parece desplegarse como progreso continuo, y todos, o casi todos, individuos y pueblos, naciones y civilizaciones, sienten el llamado a unir sus esfuerzos para superar los males de la humanidad y perfeccionar la vida del hombre sobre la tierra. Así, “puede decirse que desde comienzos del siglo XIX, escribe Manuel García Morente, el espíritu humano se ha puesto sin condiciones al servicio del progreso. Y ya todo el mundo cree en él. Todo el mundo lo espera confiadamente. Todo el mundo se siente obligado a promoverlo o llamado a aprovecharlo”600.

El siglo XIX, considerado el siglo de la filosofía de la historia, se vio muy influenciado por la idea de progreso. Junto con la reflexión sobre la historia se respira un cierto “progresismo”. Con el descubrimiento del tiempo (en los siglos XV y XVI la humanidad descubrió el espacio), el hombre se siente vinculado al devenir, más que a la misma eternidad. Ya no se enorgullece de su pasado y sí de su porvenir. “Lo esencial, entonces, ya no es lo que ha sido, sino lo que ha de ser, no hay que seguir definiendo a la humanidad por sus orígenes, sino por sus perspectivas de futuro”601. El tiempo le descubre la inmensidad del pasado, pero también la inmensidad del futuro.

En este mismo siglo se conocen las conclusiones lógicas de la idea de progreso. Cuando Comte, Mill, Feuerbach, Marx, Haeckel, Spencer, Huxley, y con mayor agudeza Nietzsche, anuncian la muerte de la religión tradicional, parece imponerse la ley del progreso. August Comte, que por su índole eminentemente intelectual entiende que la ley histórica

599 M. García Morente, Ensayos sobre el progreso, Ediciones Encuentro, Madrid, 2002, p. 96. Según Jean Lacroix, Kant tiene el mérito de haber buscado la conciliación entre progreso y escatología. Kant, sin embargo, “concibió un progreso de la “legalidad” que no suponía de modo necesario un progreso de la moralidad. (…) Para Kant, el progreso es, esencialmente, el del derecho” (J. Lacroix, op. cit., p. 14).

600 Ibídem. 601 J. Lacroix, op. cit., p. 19.

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por excelencia es la ley del conocimiento, deduce que la historia de la humanidad en general, y la de cada hombre en particular, se explica por la ley de los tres estadios: el teológico, el metafísico y el positivo. En el planteamiento de Comte, el estadio teológico está dominado por el mito. Dada la positividad esencial del espíritu humano, el estado mítico no puede perdurar porque él tiende más que a la coherencia y a la perfección, a su propia destrucción. Y “el estado metafísico (…) sucede al estado teológico y lo va destruyendo lentamente sin advertir que no obra a favor suyo, sino en el del estado científico donde queda expresada la plena positividad del espíritu humano”602. La humanidad, en la medida en que supera los dos primeros estadios de su desarrollo y se dispone a entrar en el denominado estadio positivo, sale de su minoría de edad y se encamina hacia la verdad que sólo pueden ofrecer las ciencias positivas. Se podrá entonces celebrar definitivamente el triunfo de la ciencia y de la razón603. La teoría del conocimiento preside toda la historia. “La historia, sin embargo, no es absolutamente progresiva. En efecto, el devenir no es sino la acción de hacer explícita la positividad esencial del espíritu, dada en cierto sentido en los comienzos; o, como afirma Comte, el progreso sólo es el desarrollo del orden. Por otro lado, y esta segunda reserva es capital, el progreso positivista no se puede efectuar sino dentro de los límites inmutables de la naturaleza humana”604. El estadio positivo, en el cual la ciencia se ciñe a descubrir los hechos y su regularidad, ofrece a la humanidad la completa objetividad, y con ella, la verdad de los hechos.

602 Ibídem, pp. 21-22. 603 Cf. R. Tarnas, op. cit., p. 315.604 J. Lacroix, op.cit., p. 22. Aunque en el ámbito de las teorías económicas se ha afirmado

que Augusto Comte sea un precursor de las economías de desarrollo, Jean Lacroix cree que dentro del positivismo la idea de desarrollo posee un sentido demasiado restrictivo y quiere decir más bien que « la creación no es creadora”. Lo que sí hace es mover a Comte a profundizar en la idea de herencia y educación. « Tanto entre los animales como entre los hombres, los muertos gobiernan a los vivos. Por distintos modos. Dentro del mundo animal los muertos gobiernan a los vivos únicamente por medio de la herencia. Los animales no progresan (...) » (Ibídem, p. 22) Entre los hombres interviene, además de la herencia, la educación. Está caracterizada igualmente por el culto a los muertos. « Cada generación trasmite a la siguiente lo recibido y lo adquirido. En esto consiste precisamente la historia y la educación. La Humanidad en cuanto es definida por admiración, veneración y conmemoración. La transmisión por medio de la educación permite, dentro de ciertos límites biológicos, la creación y la invención. La humanidad viene a ser como una inmensa escuela, más temporal que espacialmente» (Ibídem).

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Comte concluye de esta forma no solamente negando toda dimensión trascendente de la historia, sino otorgándole a la ciencia el estatuto de la única veracidad posible.

Augusto Comte, no obstante, quiere evitar la concepción ingenua del progreso y se esfuerza por conservar el equilibrio entre orden y progreso, sintetizando tradicionalismo y progresismo. En este sentido la educación cumple un papel decisivo, tanto a nivel de la transmisión, como a nivel de la creación y la invención. “La filosofía positiva, escribe Lacroix, es pedagógica: todo progreso es educativo”605.

Para Marx, así mismo, el hombre se puede definir por la ley del progreso. La humanidad se encamina hacia la superación del mal radical: la violencia. Por ahora el hombre vive un periodo de su historia, o para ser más precisos, de su prehistoria, en el que domina la lucha de clases, y donde la ausencia de reciprocidad origina la injusticia, el error y la culpa. El progreso se dirige a la eliminación de toda violencia, incluso la violencia de la Naturaleza. Dado que el hombre se define por el conjunto de sus relaciones sociales, este no será feliz mientras la violencia subsista. La lucha de clases ha de ser superada por el triunfo de la razón, y el hombre se hará realmente hombre. Superada la lucha de clases, desaparecerá también la violencia de la conciencia y sobrevendrá la felicidad en toda su plenitud. Si el hombre se define por el conjunto de sus relaciones sociales, este ha de encaminarse hacia la plena reciprocidad en la que el hombre es reconocido por el hombre606.

Según J. Lacroix, durante el siglo XIX Charles Renouvier se constituye en el crítico por excelencia de la idea de progreso. Sus críticas se dirigen tanto a la concepción teológica como a la concepción socialista. La primera, que a la manera de Bossuet sostenía que la historia se dirigía hacia la civilización cristiana, le parecía a Renouvier errónea y peligrosa. Errónea, porque contradice los hechos, y peligrosa, porque legitima la peor de todas las dictaduras como es la dictadura clerical. La segunda, la concepción socialista, defendía, a la manera de Saint-

605 Ibídem, p. 23. 606 Cf. Ibídem, pp. 23-24.

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Simon, la teoría de que el mal desaparecería de la historia por su propia destrucción. Renouvier cree que se trata de una concepción fatalista que induce al sacrificio de la humanidad en aras de un porvenir que sólo gozarán unos pocos607. Una tal concepción del progreso no hace más que vendar las inteligencias para no reconocer el mal y percibir las injusticias. Al mismo tiempo, impide que el hombre asuma su responsabilidad histórica. “La utopía del progreso, escribía en vísperas de su muerte en sus Derniers entretiens, ha puesto una venda a todas las inteligencias. No se advierte el mal, no se siente la injusticia”608. A partir de Renouvier continúo abierto el debate sobre la idea de progreso.

A comienzos del siglo XX, y después de una cierta euforia científica, la humanidad experimentó una vez más hasta qué punto está abocada a su propia destrucción. No sólo comprendió que la ley del progreso debía de ser analizada seriamente, sino que incluso percibió, ya con la Primera Guerra mundial, un regreso a la barbarie. Es así como en el periodo entre guerras se da una crisis de la idea de progreso que origina un sinnúmero de opiniones. Pero será con la Segunda Guerra mundial que el mundo occidental ve cómo los propios cimientos de la civilización sufren la destrucción y su optimismo progresista se ve abocado a una especie de catástrofe irremediable.

Mounier cree que aquel optimismo progresista (más presente en el mundo occidental anterior a las grandes guerras) era ya producto de una cierta ingenuidad desesperada. El mundo creía que la ciencia, la máquina y el confort le alcanzarían una felicidad duradera. Pero luego todo se ha devuelto contra ese hombre optimista. Con el final de la Primera Guerra el mundo occidental creía de nuevo tener motivos

607 Cf. Ibídem, pp. 24-27. La fatalidad fundamental consiste aquí en renunciar a la lucha contra el mal por la creencia de que el mal se destruye a sí mismo. Pero los hechos nos demuestran que “el mal, lejos de eliminarse a sí mismo, se perpetúa y extiende como el bien o mejor” (J. Lacroix, op. cit., p. 25). Renouvier está clasificado dentro del criticismo de la segunda mitad del siglo XIX con obras como Essais de critique générale; La science de la morale; L’esquisse d’une classification des doctrines philosophiques; La philosophie analytique de l’histoire; Nouvelle Monadologie; Dilemmes de la métaphysique pure; Personnalisme.

608 Citado por J. Lacroix en op. cit., p. 26.

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para el optimismo609. Luego, con la creación de la Sociedad de Naciones parecía cerrarse la era de las guerras y los conflictos, y abrirse para la humanidad entera un periodo nuevo de la historia, marcado por la estabilidad política y dirigido hacia la consumación de las aspiraciones permanentes del hombre: mejora de las condiciones de existencia en el campo económico (consecución de recursos suficientes y bienes de consumo de alta calidad), político (democratización generalizada, igualdad de oportunidades, seguridad social y paz), y en el de la ciencia y la técnica (orientadas a la valoración creciente de la vida, en realidades medibles como posibilidad de larga vida, disminución de la mortalidad infantil, inmunidad frente a las enfermedades infecciosas, protección de catástrofes naturales, procesos económicos de producción y recursos de comunicación con acceso para todos). La idea de progreso, continuó, no obstante, como realidad deseable y, sobre todo, como posible. El futuro era visto primeramente como el escenario próximo donde crear los presupuestos para posibilitar y asegurar un desarrollo digno de la humanidad y del hombre en el plano material, cultural y espiritual. Al mismo tiempo parecía vislumbrarse el estado maduro de la humanidad, por el cual se encaminaría hacia la “paz perpetua”.

En Europa, opina Mounier, continuaron, después de todo, dos grupos que poseen una fe a prueba de vicisitudes en el destino del hombre. Ellos son los marxistas y los cristianos. Por el hecho de que los dos tienen ante sí una tarea que supera las épocas y las civilizaciones, no conocerán nunca la decepción definitiva. El comunismo, que entonces gozaba de una gran vitalidad, experimentaba un cierto optimismo joven. Sin embargo, sus métodos violentos no dejan de herir en lo más vivo al mismo hombre que quieren salvar. Y, por otra parte, el continuar empeñado en reducir la realidad humana a la organización social, descuidando o negando otras aspiraciones, hace que el drama humano desemboque en una cierta desesperación. El mundo cristiano, por su parte, y en concreto el catolicismo, aunque afectado en su humanidad por los acontecimientos históricos, “parece más protegido contra los excesos del pensamiento histórico por el equilibrio que intenta guardar entre naturaleza y gracia. Él afirma por lo demás una iglesia visible y

609 Cf. E. Mounier, La petite peur du XX siècle, op. cit., pp. 391ss.

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comprometida, que no teme comprometerse en las aventuras de la historia, ni faltar por ello a la dignidad de su misión sobrenatural”610.

Mounier lamenta, sin embargo, que esta afirmación no siempre se corresponda del todo con los hechos y que, al contrario, un amplio sector de la Iglesia haya adoptado comportamientos burgueses, negando su propia naturaleza y sufriendo como consecuencia de ello un cierto pesimismo decadente. Como afirma Carlos Díaz, uno de las autores españoles más importantes del personalismo, Mounier condena radicalmente “a una cristiandad que ha abandonado así el sentido de su misión histórica”611. En uno de sus últimos textos, de marzo de 1950, Mounier hacía esta lectura:

la generación cristiana posterior a la guerra del 14, que se encontraba, para decirlo en una palabra, cómodamente en la democracia burguesa europea (justo en el momento en el que ésta exhala el último suspiro), partió a la conquista de su época siguiendo los cánones tradicionales: cuantos más afiliados y cuantos más organismos, tanto más poder612.

Para el pensador francés, esta Iglesia ha traicionado su misión y ha incurrido en una especie de “apostasía silenciosa” que consiste en la negación de la propia encarnación. “Tales signos no engañan, escribe Mounier, la muerte se acerca. No la muerte del cristianismo, sino la muerte de la cristiandad occidental, feudal y burguesa”613. Es necesario que nazca una nueva cristiandad, y para que el espíritu apocalíptico que gana terreno no se instaure en el corazón del hombre

610 E. Mounier, La petite pour du XX siècle, op. cit., pp. 392-393. Mounier cree que los excesos históricos surgen especialmente de ideas confusas que se tiene acerca de la noción de naturaleza y libertad. La existencia es al mismo tiempo creación y don. El hombre no es sólo lo que hace sino que está puesto en un mundo que él puede recrear con su existencia. Su libertad ha de contar no sólo con los condicionamientos del mundo exterior sino también con las limitaciones del propio individuo, así como con sus propias posibilidades. Dicha libertad se le propone al hombre como un don. La puede aceptar o la puede rechazar. Pero dado que su existencia no es una realidad aislada de los demás individuos, sino que su realización humana se da dentro de una comunidad de personas, la propia libertad depende también de la libertad de todos (Cf. E. Mounier, Le personnalisme, op. cit., pp. 477ss).

611 C. Díaz, Mounier y la identidad cristiana, Ediciones Sígueme, Salamanca, 1978, p. 108.612 E. Mounier, Feu la chrétienté, op. cit., p. 529.613 Ibídem, p. 542.

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occidental, su nacimiento no se ha de hacer esperar. Esta es la virtuddel cristianismo: que posee un espíritu que sobrevive incluso en el drama.

Con los acontecimientos violentos de la Europa en guerra (violencias fascistas, campos de concentración), se introdujo la evidencia del nihilismo europeo que Nietzsche había anunciado614. Europa pasó de la creencia en la felicidad al estado de desesperación. De la fe en la ciencia, la máquina y el confort, se pasó a un estado de decepción. De la fe en el progreso se pasó al escepticismo. “Salvo en algunos islotes excepcionales, escribe Mounier, los hombres no creen en la felicidad. ¿Y qué decir del progreso?”615.

2. Progreso y civilización

Dado que la idea de progreso es compleja y confusa, como se ha afirmado más arriba, Mounier cree que se debe someter a un análisis básico, de tal manera que podamos distinguirla de otros conceptos, quizá afines, pero en todo caso, distintos. Primeramente, rechaza que al “progreso” se le identifique con “civilización” y que por esta misma razón, se quiera evocar con ello el progreso técnico y la civilización occidental. Y al mismo tiempo quiere analizar, no una idea abstracta de progreso sino la idea moderna de este que se lanza a debate y que posee perspectivas históricas igualmente modernas.

La primera desviación de la noción de progreso se da con la separación de la noción de progreso histórico y la de progreso espiritual individual. No se ha entendido que dicha unidad implica que las dos puedan aparecer o desaparecer juntas616. Esta separación ha fundado los mayores equívocos de la noción moderna de progreso. El hombre moderno, al concebir el progreso como mero bienestar material o como avance técnico, no sólo se experimenta empobrecido en su ser personal, sino que también conlleva perder una perspectiva que es fundamental en la vida de los individuos y de los pueblos: el sentido

614 Cf. E. Mounier, La petite pour du XX siècle, op. cit., p. 391.

615 Ibídem. 616 Cf. Ibídem, pp. 397-398.

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de la historia.

Según Mounier, el hecho de que el progreso sea real, indica que las cosas tienen un sentido y la historia una dirección. La civilización occidental, sin embargo, al fundar el progreso sobre el principio del disfrute y la felicidad, se hace incapaz de dirigirse hacia el ser-más, que es la finalidad última del progreso, deslizándose así hacia el tener, y con él, hacia su propia decadencia. Los grandes conflictos europeos de la primera mitad del siglo XX, así como los desórdenes que conlleva el desarrollo desmesurado del capitalismo liberal, hunden sus raíces en el individualismo, por una parte, y en el afán de posesión, por otra. El progreso no se manifiesta entonces como un camino personal y social hacia la realización del hombre de hoy, sino como una marcha ciega hacia la despersonalización. “He aquí a los verdaderos fundadores de la civilización moderna, cuyos movimientos políticos no son sino la superestructura. Durante generaciones el ‘desarrollo del hombre’, el ‘progreso social’ y ‘la marcha de la civilización’, consistirán ahora en este almacenamiento previsor de mediocre felicidad (…)”617. Según nuestro autor, subyace aquí una falsa concepción del hombre que funda toda clase de desórdenes. La idea de que los progresos de las condiciones equivalen a la conquista de la felicidad crea la moral del utilitarismo.

El progreso no se puede entender como una línea ascendente. “No es comparable al proceso de acumulación del progreso técnico. Es elevación pero a través de la lucha, ‘marcha a la perfección del ser’, pero a través de la ascesis y el desposeimiento”618. Ciertamente, el desarrollo de la ciencia y de la técnica es un momento decisivo de la liberación del hombre, pero no puede ser un fin en sí mismo, puesto que el hombre lejos de agotarse en la inmanencia de la materia, reclama la trascendencia de sus esfuerzos y de sus conquistas.

Mounier es consciente de que la inquietud acerca del sentido de la historia apenas le dice nada al hombre contemporáneo y que a éste lo que realmente le interesa es la noción de progreso en lo que hace

617 E. Mounier, Les certitudes diffíciles, op. cit., p. 70.618 C. Moix, op. cit., p, 328.

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referencia a las ciencias, la técnica, y en general a la organización del hombre sobre la tierra. Nuestro autor se opone al neutralismo frecuentemente afirmado de la materia, por cuanto se puede hacer o un uso positivo de él, o al contrario, usarlo para perjuicio de la humanidad. Mounier cree, al contrario, que el progreso material está siempre ordenado al bien, y que si se usa para el mal, es precisamente una tergiversación de su original finalidad. Se opone, igualmente, al dualismo espíritu —materia, dado que el desarrollo de la ciencia y la técnica es precisamente el efecto de las sutilezas del espíritu y en este sentido se puede afirmar que “la máquina no es otra cosa que la extensión del cuerpo del hombre en el cuerpo del mundo”619. Sin embargo, para no dejarse embaucar por la máquina es necesario no esperar de la máquina más de lo que la máquina puede dar, y no tener miedo de lo que ella no tiene necesidad de producir. La humanidad tendrá que madurar, pero mientras tanto este cuerpo sufrirá de los rigores de su adaptación. Cuando llegue este momento todos podremos afirmar que “después de todo, la máquina no es sino máquina: admirable, pero banal”. Y agrega:

“cuando veo a un profeta impetuoso dar la espalda a la ciudad y maldecir la maquina, le grito: Ay ¡Llevas sobre ti la más sutil de las máquinas del mundo! Y cuando se da la vuelta, le enseño sus manos y sus piernas, y este corazón infatigable... Estos elementos no le impiden buscar la perfección. ¿Por qué los demás se iban a oponer a ello?”620

Mounier piensa que el cristianismo cumple un papel importante en el desarrollo de la inteligencia, de la cual ha salido en los tiempos modernos la máquina, como producto directo de la inteligencia matemática de occidente. El cristianismo no ha dejado nunca de plantear el problema de la relación de su mensaje con la organización del mundo. Lo hizo San Agustín como”el primero en definir claramente las perspectivas del cristiano en la organización terrestre de esta tierra

619 E. Mounier, La petite pour du XX siècle, op. cit., p. 413. La misma tesis la desarrolla Jean Lacroix ilustrándola con el ejemplo del sabbat judío. El sentido original del recogimiento sabático significaría el deseo del hombre de asumir el mundo entero como la prolongación de su cuerpo, recogerse con él y ofrecerse al Creador (Cf. J. Lacroix, op. cit., p. 135).

620 Ibídem, p. 390.

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y sus relaciones con el orden espiritual”621. En él ya se ve con suma claridad que el cristianismo no aspira a fundar un orden espiritual paralelo al orden del mundo, sino que su mensaje revela y promueve la participación del espíritu en la creación dinámica del mundo y de manera particular en la formación de la sociedad humana.

La Iglesia de la temprana edad media, antes que negar la participación del mundo en el reino del espíritu, promovió un justo reconocimiento de la materia como la mediación permanente del espíritu. Así pensaba San Bernardo622, por ejemplo, para quien la obra del espíritu comienza por la materia, que luego por una correcta dirección y por el favor de la gracia, se realiza en el hombre. Y alguien más próximo a nosotros, Rousseau, quien haciendo referencia a la inseparabilidad entre materia y espíritu, sostenía que se deben conocer bien los cuerpos para penetrar en el conocimiento de los espíritus623. Sin embargo, hasta finales de la modernidad dominó al mismo tiempo una teología contraria al sentido de la Encarnación, en la que el cuerpo no dejaba de ser una realidad un tanto extraña y opuesta a las tareas del espíritu. Será con la penetración de la inteligencia matemática en el mundo moderno, que comienza a hacerse un justo reconocimiento a la materia. “Son las matemáticas las que romperán las cadenas del universo, disiparán su opacidad y nos harán ver que esa materia que hasta entonces se tomaba por una inmovilidad sombría, por una ausencia terrosa, en la inteligencia del mundo, pasa a ser cada vez más semejante al espíritu, viva, animada y universal como él”624. El siglo XX, opina Mounier, reconoce otro valor al cuerpo y a la materia. Se ha restablecido la unidad del universo, y con cierta audacia, se debe afirmar que el mundo de la máquina, como lo es el cuerpo del hombre, es templo del espíritu de Dios. Mounier concluye: “no hay pecado de maquinismo”625.

621 Ibídem, p. 413. 622 Cf. Carta XI a Guignes, prior de la Gran Cartuja, y a sus religiosos. Citado por E. Mounier,

La petite peur du XX siècle, op. cit., 414.623 Cf. J. J. Rousseau, Emilio, Libro III. Citado por E. Mounier, Ibídem.624 E. Mounier, La petite pour du XX siècle, op. cit., p. 415.625 Ibídem, p. 416.

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Aunque muchos vean en esta promoción de la materia un signo de ausencia religiosa, y un desorden de la inteligencia humana, Mounier sostiene que en este punto radica el buen uso de la cristificación que confiesa el cristianismo. Por el trabajo el hombre recrea la materia y la máquina, expresión de la inteligencia humana, y coopera en esta recreación que es la obra humana. El mundo es, pues, una obra divino-humana, ya que “las criaturas se convierten en cooperadores, y más aún, en participantes de la realidad infinita del Creador. ¿Se podría ofrecer al hombre una dignidad más eminente?”626. El hombre con su trabajo no sólo humaniza la Naturaleza sino que también la diviniza a través de su directa participación en la vida divina.

Partidario de los justos equilibrios, Mounier no se opone a una sociedad técnica, pero sí a una sociedad maquinista, y concretamente a la sociedad maquinista moderna, en la que existe el peligro de reducirlo todo a “relaciones mensurables, utilidades, evaluaciones de mercancías”627. Una sociedad en la que la máquina sostiene, como afirmaba Bernanos, “una conspiración universal contra toda especie de vida interior”628.

El pensador personalista se opone igualmente al antitecnicismo. Sobre todo cuando se trata de una actitud previa a todo análisis y a todo juicio sobre la utilidad de la técnica en el mundo moderno. No le parece sensato asumir comportamientos antitecnicistas sin antes haber realizado una valoración lo más objetivamente posible del mundo de la máquina y de la técnica. Teniendo en cuenta, al mismo tiempo, que no es lo mismo ser antimaquinista que ser antitecnicista. Puede haber quienes desprecian la sociedad maquinista moderna, pero valoran una sociedad técnica. “Los místicos artesanos son antimaquinistas, escribe Mounier, pero no radicalmente antitecnicistas”629.

Mounier observa varios comportamientos en el mundo occidental,

626 Ibídem, p. 419. 627 Ibídem, p. 385. 628 G. Bernanos, La France contre les robots, citado por Mounier, en: La petite pour du XX

siècle, op. cit., p. 387.629 E. Mounier, La petite peur du XX siècle, op. cit., p. 362.

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desde la reacción del joven burgués que ha sido educado lejos del ambiente industrial y que sus reacciones corrientes ante la máquina suelen ser de ignorancia e indiferencia, o quienes se declaran antitecnicistas manifiestos, por considerar que la máquina desalojaba masas enteras de hombres de sus puestos de trabajo. Mounier se coloca de lado de quienes apuestan por una investigación rigurosa que arroje resultados válidos sobre la era de la técnica moderna.

El antitecnicismo no depende tanto de la máquina y de la técnica sino de su mal uso que le da el capitalismo. Mounier evoca aquí a Marx, quien afirma que,

las contradicciones y los antagonismos inseparables del empleo capitalista de las máquinas, no son absolutas contradicciones, porque no provienen de las máquinas sino de su empleo por el capital. Sólo a largo plazo y por la experiencia aprende el obrero a separar la máquina y su uso capitalista, y a dirigir sus ataques no ya contra el medio material de producción, sino contra su modo social de explotación630.

Ya Bernanos tenía razón cuando criticaba este uso exclusivamente capitalista de la máquina y de la técnica, en general. Y lo hacía con un lenguaje que no admite ambigüedad: el mundo moderno asquea al hombre con las máquinas, porque su uso está exclusivamente orientado al rendimiento, a la efectividad, al provecho631.

Si bien Mounier admite muchas de las posiciones críticas sobre la máquina, y comparte sobre todo la crítica que se le hace por el uso inhumano que se le da, al mismo tiempo se distancia de las críticas radicales que ponen el acento en las máquinas mismas, y no en la responsabilidad del hombre, no sólo de estas sino de todos los medios de producción que posee a su alcance. Ciertamente, “la máquina no está adaptada hoy al ritmo del hombre, escribe Mounier: pero nada la incita a estar en eterno desacuerdo con él”632.

630 K. Marx, Le Capital, Cáp. XIII, n. 6 (ed. Coste, 89, 108). Citado por Mounier, en: La petite pour du XX siècle, op. cit., p. 365.

631 Ibídem.632 Ibídem, p. 366.

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Por otra parte, Mounier piensa que el maquinismo por su misma naturaleza lleva sobre sí los gérmenes de su propia limitación633. Por la misma razón, pedirle a la máquina que dé respuestas a todos los problemas del hombre, es pedirle unas virtudes que no posee. La máquina seguirá siendo apenas un medio, un instrumento.

El antimaquinismo se funda, pues, no en razones capaces de conformar una doctrina seria sino en prejuicios que han arrojado una especie de corriente afectiva y apasionada. Así se explica su violencia polémica y su cerrazón ante la búsqueda positiva, su debilidad y facilidad de argumentos, presencia transparente de los grandes complejos instintivos. El antimaquinismo “se nutre de panfletos más que de teoría, escribe Mounier, de emoción y no de rigor”634.

Al preguntarse sobre el origen de la máquina y cómo ella en un corto periodo de tiempo ha alcanzado tal desarrollo, Mounier cree que por la vía del propio itinerario de la máquina se puede adivinar con algún acierto el ritmo de su desarrollo y su destino final. Cree que es muy significativo el hecho de que “la máquina nació en lugares donde estaba radicado el trabajo manual y utilitario”635. Es sabido que históricamente este trabajo fue despreciado. Séneca y Cicerón lo calificaron como vulgar. En Grecia estuvo siempre ligado a la servidumbre. Sólo con el cristianismo, y muy poco a poco, se fue matizando esta idea. Santo Tomás todavía justificaba la esclavitud y en toda la edad media se hizo corriente la separación entre vida activa y vida contemplativa, teniéndose esta última como el estilo de vida más digno y encomiable. Una creencia, sin duda, fundada aún en un cierto dualismo entre espíritu y materia, o para ser más precisos, entre alma y cuerpo.

El cristianismo, sin embargo, conservó siempre la idea original de la dignidad del trabajo. El hombre es destinado a dominar la creación. Tanto en el Antiguo Testamento, como luego con Cristo y los apóstoles, el trabajo se ejerce como actividad co-creadora. Los

633 Ibídem.634 Ibídem, p. 367.635 Ibídem, p. 368.

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Padres de la Iglesia atacan la ociosidad porque desvía la vocación del hombre y porque es una fuente de pecado. La incipiente industria de herramientas y máquinas en los periodos que precedieron a la edad moderna fue vista con buenos ojos tanto por los teólogos como por la jerarquía de la Iglesia. Incluso el mundo del trabajo veía en ella una especie de eslabón para la liberación del hombre, anunciado ya por la Sagrada Escritura. El hombre, cooperando en la creación, “recuperará la soberanía sobre la naturaleza, al mismo tiempo que su unidad interior”636.

Mounier observa, por otra parte, que la máquina, y en general las ciencias y las técnicas modernas, en vez de ponerse decididamente al servicio del hombre y de la humanidad, están íntimamente unidas con el fenómeno de las guerras. Al menos desde el siglo XVI se ha mantenido la constante de que el progreso técnico siempre ha avanzado más en armamentos que en otros campos. En la modernidad, “las guerras y la investigación de la técnica militar han llevado a la industria a sus mayores progresos”637. Muchos de los avances tecnológicos existentes han sido primero utilizados en los combates. Las dos guerras mundiales, escribe Mounier, “dan a la motorización en carretera, a la aviación, a la comunicación por radio, un despegue fulminante; esta última propicia la navegación interestelar a la vez que abre la era atómica. Finalmente, por sus destrucciones masivas, las guerras modernas son las mayores creadoras de demanda, equipamiento y modernización”638. Este hecho, paradójico, sin embargo, no justifica la guerra desde ningún punto de vista.

La tecnificación bélica guarda, así mismo, estrecha relación con el fenómeno de la mecanización del ejército. Tanto que cabe preguntarnos si es este el que se mecaniza, o más bien, la máquina la que tiende primeramente “hacia el ejército como hacia su propio modelo”639. Lo que sí parece evidente es que “el ejército tiende a convertirse él mismo en una máquina y a hacer del hombre el eslabón impersonal de

636 Ibídem, p. 370.637 Ibídem, p. 370.638 Ibídem, p. 371.639 Ibídem.

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un mecanismo (…). La artillería acentúa la abstracción del acto bélico: El cañón como arma de fuego es el primer instrumento de aniquilación del espacio y del contacto humano directo; la artillería sustrae a quien la usa el alcance de su acto”640. Comienza así una carrera macabra en la que la aviación será utilizada para exterminar millares de inocentes, haciendo del acto de matar en guerra una actividad rápida en el tiempo y ligera para la conciencia, tanto la conciencia del soldado que ejecuta la máquina, como para los jefes que lo ordenan, e incluso para los pueblos y las naciones que conocen los acontecimientos641.

El panorama general del progreso occidental suscita inquietudes y hasta desconfianzas. Mounier no reprocha a la civilización técnica ser esencialmente inhumana, sino no estar todavía humanizada y seguir sirviendo a regímenes inhumanos. Por eso el progreso occidental no puede ser una realidad neutra para nadie, antes bien, ha de emitirse sobre él un juicio libre y responsable, valorándolo desde la perspectiva de la humanidad y su realización, y no desde intereses de acumulación y de dominio. 3. La finalidad del progreso

Mounier rechaza, así mismo, la concepción de un progreso indefini-do. Cree que tal concepción se anula a sí misma, pues, “¿qué puede querer decir la expresión progreso indefinido?, se pregunta. ¿Progreso sin finalidad, llevado por el automatismo de la materia o por las varia-ciones fortuitas de la evolución?”642. Tales afirmaciones le parecen un juego de palabras. Según él, el tiempo del universo físico, si tiene una dirección, no puede ser perpetuo. La teoría del progreso en términos mecanicistas contradice una auténtica filosofía de la Naturaleza. Sólo se puede hablar de progreso en cuanto al hombre, sostiene Mounier, y para el hombre, es decir, en cuanto a su realización, en cuanto a la felicidad y la justicia. Hablar de un progreso indefinido hace pensar en que habrá una o unas castas de hombres que gozarán de los fru-tos de un progreso del cual no gozaron la mayoría de los hombres, lo

640 Ibídem, p. 371.641 Ibídem.642 Ibídem, p. 404.

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cual significa el triunfo de la muerte y la injusticia. Pero el cristianismo, afirma Mounier, salva al hombre de esta alienación, “anunciando la asunción general de toda la humanidad y de todos sus trabajos en el Reino cumplido. Pero esta asunción no es posible más que si hay un fin del progreso y un fin del mundo, en que todo esfuerzo está juzgado justamente y recibe su recompensa”643.

Jean Lacroix, siguiendo a Renouvier, habla del progreso fatal, al referirse tanto a las tesis del marxismo que postulan la marcha de la humanidad hacia un periodo en que todas las contradicciones serán superadas y desaparecerá el mal de la tierra, como también a las te-sis de Saint-Simón y de Comte, que hablan de un “periodo orgánico definitivo” y de un “estado positivo o real definitivo”, respectivamen-te. Las conclusiones de Lacroix y de Renouvier son similares a las de Mounier. “El progreso fatal es destructor de toda la humanidad, escri-be Lacroix, conduce al sacrificio –a la ligera- de la masa de los hombres en nombre de un progreso del que sólo algunos gozarán hipotética-mente en el porvenir”644. Tanto la teoría del progreso ilimitado como la de un progreso que sólo gozará una casta final, condena toda teoría del progreso.

Varios años antes de que Mounier hiciera públicos sus primeros escri-tos, Nikolás Berdiaeff publicó el libro Le Sens de L`Histoire (1920)645, en el que, entre otras cuestiones de filosofía de la historia, desarrolló sus tesis sobre el progreso. Berdiaeff, cercano colaborador de la revista Esprit, desde los primeros números, y a quien Mounier suele citar per-manentemente a lo largo de toda su obra, desarrolla sus tesis, como lo hacen Mounier y Lacroix, en el marco de la revelación cristiana, y por esta misma razón, en una clara apuesta por la metafísica de la his-toria. También para Berdiaeff las teorías del progreso desarrolladas a partir del siglo XVIII, pero sobre todo en el siglo XIX, hunden sus raíces en tesis religiosas judeo-cristianas. Berdiaeff piensa que es importan-te distinguir la idea de progreso de la idea de evolución. Mientras que

643 Ibídem. p. 405.644 J. Lacroix, op. cit., p. 25.645 N. Berdiaeff mantuvo siempre gran interés en la filosofía de la historia. El sentido de la

historia fue elaborado a partir de las lecciones que desarrolló entre 1919 y 1920, en la Libre Academia de Cultura Espiritual de Moscú (Cf. N. Berdiaeff, op. cit., p. 13).

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esta se refiere a la mutabilidad de las especies, aquel “presupone un objetivo en el proceso histórico y encuentra su sentido en su depen-dencia de dicho objetivo final”646. Se refiere, pues, no a un objetivo inmanente sino a un objetivo que está por encima del tiempo. En tér-minos religiosos, este objetivo final se identifica con la idea de Reino de Dios, reino de perfección, de justicia, y de verdad.

Al secularizarse la idea religiosa de progreso fue adquiriendo un sentido casi anti-religioso. Desde el siglo XIX se introdujeron en el dis-curso sobre el progreso una serie de contradicciones que es importan-te destacar. La primera de todas es su falsa relación con el problema del tiempo. Por el hecho de que la tesis sobre el progreso se basa en el futuro, resulta insostenible para la ciencia y la razón. La esperanza de que la tragedia de la historia se resolverá con la superación de todas las contradicciones, como es postulada por el positivismo del siglo XIX, en la que unas pocas generaciones gozarán de tales progre-sos, es insostenible. Sería, como ha afirmado Mounier, el triunfo de la muerte. “La religión del progreso, escribe Berdiaeff, es una religión de la muerte y no de la resurrección y del destino de todo viviente para la vida eterna”647. Una vez que se contrapone la idea del progreso a su propio núcleo religioso, como lo plantean las tesis positivistas, tal idea resulta esencialmente inaceptable. Si para la inmensa mayoría de la humanidad sólo existe la muerte, la humanidad entera se habrá sacrificado en aras de un festín final que no es capaz de fundar des-de ahora ningún optimismo válido, y sí funda un pesimismo radical en el pasado y en el presente. Contraria a estas tesis positivistas, “la idea cristiana se basa en la esperanza de que la historia terminará con un éxodo de las tragedias históricas, de todas sus contradicciones, y que en este éxodo harán parte todas las generaciones humanas, que todos los que han vivido, en cualquier tiempo, resucitarán para la vida eterna”648.

Una segunda contradicción, muy unida a la anterior, es la que resulta

646 N. Berdiaeff, op. cit., p. 151.647 Ibídem, p. 153.648 Ibídem., p. 154. Se constata aquí una clara similitud entre las posiciones de los dos

filósofos, y sobre todo, como afirma Lacroix en su artículo “Mounier Educador” (Esprit, 1951), se ve una clara influencia de N. Berdiaeff sobre Mounier.

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de la utopía del paraíso en la tierra. Esta tesis incluye las mismas con-tradicciones fundamentales de la teoría positiva del progreso, al postu-lar un periodo final perfecto en la historia. Al basarse en la idea de que se da en la historia un progreso lineal y ascendente, carece de todo realismo histórico. No se puede afirmar que cada cultura o sociedad es superior a la precedente y mucho menos que la lucha contra el mal re-sulta cada vez menos exigente. Berdiaeff cree, en cambio, que “cada generación tiene un objetivo en sí misma, posee una justificación y un sentido en su propia existencia”649, y no como medio o instrumento de generaciones sucesivas.

Cuando Mounier rechaza la teoría del progreso ilimitado, se está opo-niendo al mismo tiempo a una historia sin sentido, a una marcha del universo sin dirección. Y es de este sentido, precisamente, como en un acto de fe, del que parte para fundar su concepción de la historia. “Ante todo, escribe Mounier, el progreso del universo, para el cristia-nismo, no es indefinido, sino que en un sentido fuerte está rigurosa-mente definido. Cristo vino y dio su sentido a la historia”650. Como se puede observar, Mounier quiere distinguir la noción de progreso, tanto de la teoría del progreso propia del positivismo, y de la que ve-nimos haciendo mención con Berdiaeff, como también de un progreso entendido como acumulación de los adelantos técnicos. Se puede afir-mar que Mounier no sólo funda su discurso sobre el progreso en las tesis del cristianismo, sino que habla con rotundidad de un “progreso cristiano”. Por esta razón, no quiere que se disocie la historia de su ley fundamental que es el progreso. Visto este, empero, no como una lí-nea regularmente ascendente de acumulación de bienes y de medios, sino como una elevación hacia la perfección del ser, siempre a través de la lucha, de la ascesis, de luces y de sombras. Marcha que se realiza no sólo en las coordenadas inmanentes de la historia sino que incluye también misterio.

El progreso cristiano es misterio, y no sólo luz, afirma Mounier. Tiene, sin embargo, también necesidad de luz, y como se ha dicho, del progreso de las luces. (…) Hay una técnica de más altos vuelos espirituales, y alguna

649 Ibídem, p. 157.650 E. Mounier, Le petite peur du XX siècle, op. cit., p. 404.

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onda de misterio envuelve el invento más elemental, pero aunque solicitasin cesar luces y organización, el progreso cristiano no se agota en luces y en organización651.

4. El progreso y la función de la muerte

El tercer elemento que trata Mounier en esta noción, explícitamente cristiana del progreso, es el sentido y la función de la muerte. “La muerte del mundo, escribe Mounier, da al progreso su ser y su justicia; la muerte individual, su impulso incesantemente renovado”652. Dado que el progreso posee un fin y una finalidad, la muerte cumple una función en esta marcha de “purificación”. Puesto que el progreso no se puede concebir como la simple acumulación del tener sino como una marcha hacia la perfección del ser, el espíritu se va despojando del tener gracias a la ley de la muerte. En este tránsito del mundo y de las cosas, dada la pérdida continúa que sufre el tener regido por la ley de la transitoriedad, vence el ser. El progreso de la historia no puede ser entonces una acumulación continua, como lo puede ser el progre-so técnico, sino que también es pérdida, ascesis, sacrificio, y luego, resurrección, transfiguración.

Mounier rechaza ciertos puntos de vista sobre la muerte que, es-pecialmente dentro del existencialismo, son esencialmente egoístas. Hacemos especial referencia a algunos pensadores, que según él, son representativos de la manera de comprender la muerte en el siglo XX. Autores que se refieren no tanto a la muerte del mundo, a la transito-riedad de la historia, o a la muerte entendida como paso a una vida re-novada, que es el sentido amplio que asume Mounier, sino a la muerte como final de la vida humana. Jaspers, por ejemplo, quien posee una obra tan basta, tiene siempre presente el tema de la muerte.

Según el pensador de Grenoble, Jaspers se sitúa entre las tesis del cris-tianismo y las del agnosticismo653. Centrándose principalmente en lo

651 Ibídem, pp. 405-406. 652 Ibídem, p. 405.653 Como opina Mounier, K. Jaspers desarrolla todo su pensamiento, con excepción del

último, en pleno fermento cristiano (Cf. E. Mounier, Introduction aux existentialismes, op. cit., p. 72).

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que él llama, situaciones-límite de la existencia, como son la lucha, el azar, la culpa, el sufrimiento, la muerte, afirma que la existencia huma-na se “realiza” en tales situaciones que hacen que la “estrechez” sea una característica predominante de la vida humana, al mismo tiempo que es la máxima posibilidad de elevación de la existencia. El hombre experimenta su vida como una fragilidad entre límites que desafían su ser, su existir. Aunque quiera escapar a ellos, le es imposible. El mundo se le presenta ante sí como una realidad perecedera, una caducidad irreversible. La transitoriedad, la caducidad, no son meros accidentes de la existencia sino que son notas constitutivas. En esta dinámica, el mundo continúa hasta el infinito. Pero aunque sabemos que el mundo es perecedero, no podemos afirmar de una manera absoluta si esto se mantendrá hasta el infinito, o si será finalmente imperecedero. Esta duda racional es la misma duda que existe ante la muerte. Si bien se puede asumir una cierta indiferencia ante ella, no se puede evitar la amenaza que ella ejerce a cada instante. Todas las diferencias que existen entre las cosas, o entre los hombres, ya sean pueblos enteros o individuos, son propiamente diferencias exteriores, pues nada ni nadie escapa de la ley de la transitoriedad, de la ruina, de la muerte.

En el pensamiento de Jaspers654, por otra parte, la muerte se presen-ta como lo radicalmente incomunicable. Entre la muerte del otro y mi propia muerte existe un abismo infranqueable. La caducidad del mundo y la muerte de los otros, hablan de la finitud del hombre, pero nada de todo eso es comparable con la propia muerte. Ella es algo irrepresentable, algo impensable655. Jaspers se aproxima aquí a las te-sis de Sartre, como veremos, al concebir la muerte como un hecho que ocurre más desde fuera que desde dentro. La muerte del prójimo se presenta como ausencia de ese prójimo, pero dado que de alguna manera el prójimo sigue presente en mí, la muerte del otro, es, y al mismo tiempo, no es. Es como alguien que se ha marchado pero sigue presente. Los otros no mueren de forma radical. Sólo mi muerte es definitiva.

654 Cf. K. Jaspers, Sicologías de las concepciones del mundo, ed. Gredos, Madrid, 1967, p. 340-354.

655 Cf. P. Prini, Historia del existencialismo: de Kierkegaard a hoy, ed. Herder, Barcelona, 1992, pp. 119-134.

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Jaspers piensa, sin embargo, que existe una diferencia en la experien-cia de quienes esperan un juicio final sobre la vida, al estilo de como lo plantea el cristianismo y quienes, sin este elemento, se encuentran con la constatación de la muerte como una situación-limite, sin más. Es difícil que quienes esperen un juicio final, logren experimentar la radi-calidad de la situación límite de la muerte. Se puede dar primeramente un hecho que posee consecuencias para la vida. Esperar un juicio o un examen al final del camino, puede inducir a la responsabilidad frente a la vida y al mundo. La muerte vista como la finitud total, en cambio puede inducir a vivir al azar. Pero, a nivel de experiencia existencial, el creer en una inmortalidad se puede presentar como un contenido que da sentido a la misma transitoriedad de la vida. La finitud radical, en cambio, hace imposible el gozo de la vida al experimentar que todo envejece, todo enferma, todo muere. Es el caso del Budismo para el cual la caducidad es la vivencia central. De esta experiencia nace la indiferencia budista. Puesto que todo es indiferente, para el budista nada se destruye. Puesto que lo único definitivo es la muerte, ella se convierte en el sentido de su existencia. Contrapuesta a esta visión es la creencia en la inmortalidad. En esta creencia, la muerte origina nue-va vida. La vida se concibe, entonces, como un proceso de acceso a la vida, a una vida más abundante. Goethe representaría, según Jaspers, esta corriente. Jaspers concluye: “todos los tipos de las ideas sobre la inmortalidad siguen teniendo en común que lo que importa al cre-yente es cómo ha de realizarse la vida. Esta puede también obtener el sentido de que en esta vida lo que importa es alcanzar la fe en el absoluto, la relación con él”656.

Heidegger, para quien “el hombre es el ser para la muerte”, está aún más lejos del pensamiento cristiano. Aunque Heidegger haga ingen-tes esfuerzos por “humanizar” la muerte al pretender su plena uni-ficación con la vida, ella no deja de presentarse como la contingencia absoluta. La muerte no puede dar sentido a la vida. Como tampoco, en sentido riguroso, podemos esperarla. Ella le quita a la vida toda significación. La muerte me niega permanentemente y me deja inmó-vil, indefenso, ante el otro. Con Heidegger, la finitud del ser humano

656 K. Jaspers, Cf. K. Jaspers, Sicologías de las concepciones del mundo, op. cit., p. 352.

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deviene absoluta y esencial. El hombre es “el ser para la muerte” y la historia entera no puede escapar de ella. El hombre no se posee, no se puede poseer. Al contrario de como lo deja entrever Jaspers, y de como lo afirmaremos de Sartre, Heidegger afirma que la muerte no viene de fuera si no que es mi más honda posibilidad. Ella es parte de mi existencia. Es algo tan personal que es lo radicalmente mío. Puedo distraerme, verla con indiferencia, pero no puedo escapar de ella657. La muerte es la posibilidad más radical de la existencia humana y, al mismo tiempo, la posibilidad que de manera más absoluta pone en juego el ser del existente.

Para Sartre, en cambio, la muerte es algo que me pasa, como el naci-miento, desde fuera. Ella no es más que el término de la vida humana. Después de ella no hay nada. La muerte se caracteriza por su carácter absurdo. Sea la muerte por vejez o sea como empresa fallida (muerte prematura) ella es la “nihilización de todas mis posibilidades”658. Si la vida tiene alguna significación, la muerte suprime toda significación. Dado que el hombre es el ser provisional, aquél que vive en espera de algo que puede suceder y en esta espera lo único que le “sorprende” es la muerte, dicha espera es absurda. Así, la muerte no es nunca lo que da a la vida su sentido, es al contrario, lo que le quita por princi-pio todo sentido. “Si hemos de morir, nuestra vida carece de sentido, porque sus problemas no reciben ninguna solución y porque la signi-ficación misma de los problemas permanece indeterminada”659. Si la vida del hombre es la provisionalidad y la muerte es el final, todo es absurdo y la historia de toda vida es la historia de un fracaso.

En contra de Heidegger, Sartre afirma que “la muerte lejos de ser mi posibilidad propia es un hecho contingente que, en tanto que tal, me escapa por principio y pertenece originalmente a mi facticidad”660. Dado que no puedo ni descubrir mi muerte, ni esperarla, como tampo-co adoptar una determinada actitud hacia ella, pues mi muerte no es ni concebible por mí, sino un hecho que me viene de fuera, sin que

657 E. Mounier, Introduction aux existentialismes, op. cit., pp. 101-102.658 J. P. Sastre, El ser y la nada, ed. Losada, Buenos aires, 1966, p. 656.659 Ibídem, p. 659.660 Ibídem, p. 666.

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yo lo pueda prever, la muerte es apenas un hecho que pertenece a la facticidad, apenas algo dado. Niega así Sartre que la muerte sea “una estructura ontológica de mi ser”, puesto que “sólo el otro es mortal en su ser”661. Y concluye: “es absurdo que hayamos nacido, es absurdo que muramos”662.

En la misma línea del absurdo, no sólo de la muerte sino también de la vida, Albert Camus concibe la muerte no “como una fatalidad que se sufre o como una paz que se recibe, sino como un acto de rebelión, un acto que remite a un culpable que hay que perseguir y denunciar”663. Para Camus, afirma Mounier,

el hombre del absurdo no es un hombre liberado, es un hombre asediado. No hay más allá. No hay mañana (…). Lo inevitable nos atrapa en su me-canismo implacable. Como en Kafka, tiene el aspecto de un interminable proceso que el mundo entabla contra nosotros: los hombres enfermos de peste, los hombres enfermos de humanidad, sin culpa personal, son con-denados que esperan la sentencia o la más arbitraria de las gracias664.

Como la vida, la muerte surge del absurdo. El hombre piensa en la muerte porque ha de morir, piensa en ella para morir, no para vivir. Del absurdo de la vida no puede surgir un sentido, el absurdo lo pene-tra todo, él es el más preciso y el más opaco de los objetos que pueden ocupar nuestra atención. Si la muerte fuera al menos el final de la vida, el absurdo tendría una salida, pero la muerte no soluciona nada, la muerte sólo consuma el absurdo.

Gabriel Marcel, más en la línea de Mounier, cree que el error del exis-

661 Ibídem, p. 667.662 Ibídem, p. 668.663 E. Mounier, L’espoir des désespérés, en: Œuvres, vol. IV, p. 336. 664 Ibídem, pp. 331-332. Se puede descubrir un cierto paralelo entre la manera de concebir

la vida Albert Camus y la manera como ilustra Pascal la condición de los hombres puramente naturales, esto es, la condición de aquellos que viven sin esperanza: “Imagínese un número de hombre encadenados, escribe Pascal, y condenados a muerte todos, unos cuantos de los cuales son ejecutados cada día en presencia de los otros. Los que quedan ven su propia condición en la de sus compañeros, y, mirándose unos a otros con dolor y sin esperanza, esperan a su vez: esta es la imagen de la condición de los hombres” (Pascal, Pensamientos y otros escritos, ed. Porrúa, México 1996, p. 305).

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tencialismo ateo radica en el hecho de considerar la vida como re-corrido y la muerte como su término. Así lo habría entendido incluso Albert Camus. Pero la vida en sí no es un recorrido como tal, en el cual la muerte cumpla la función de final. Ciertamente, existe la certeza de que “moriré”, y esta certeza me puede hacer sentir como condenado a muerte y puede sobrevenir la desesperación. Sin embargo, la muerte no puede ser algo que me sucederá. Aunque muchas veces, además de sentirnos mortales, puede ocurrir que aspiremos a la muerte, a la destrucción, a la anulación absoluta, se ha de evitar tanto el natura-lismo como lo que se podría denominar el escándalo de la muerte. El primero concluye en un determinismo absoluto, regido por la ley de la fatalidad. El segundo termina en la protesta ante la muerte. Marcel cree que se ha de buscar la verdad más bien “en el seno de laestructura dramática de mi ser”665. Cada uno está llamado a encontrar una significación a su propia muerte. Pero, dado que desde la filoso-fía es imposible esta postura, Marcel cree que esta significación debe nacer en el seno de la conciencia profética, y más exactamente en la perspectiva del amor. Es superando el solipsismo existencial, como descubrimos que “es en la perspectiva más profunda donde la consi-deración de la muerte del ser amado prevalece infinitamente sobre la de la muerte propia”666, allí donde todo será absorbido por el amor, y donde la propia muerte pierde su opacidad, para dar lugar al sentido y a la plenitud.

Como se ha planteado desde el comienzo de nuestra investigación, Mounier prefiere ver toda realidad desde una visión global de la historia, del mundo y del hombre. La muerte vista desde un individua-lismo absoluto no puede parecer más que “un hecho fatal”, capaz de truncar todos los proyectos del hombre. Ella puede poseer un sentido sólo si la vemos dentro del desarrollo de esta historia global de la que hacemos parte. No significa que los hombres deban desconocer la experiencia desgarradora de la muerte individual, o de la muerte “cer-cana”. Se trata más bien de encontrar el sentido que la muerte posee, dentro del sentido global de la historia humana. El sentido de la vida y el sentido de la muerte son correlatos de una misma realidad: la exis-

665 G. Marcel, Filosofía para un tiempo de crisis, ed. Guadarrama, Madrid, 1971, p. 170.

666 Ibídem, p. 173.

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tencia humana llamada a su plena realización. El hombre ni es el ser para la muerte, ni lo es sólo para la fracción temporal de su existencia. El hombre es, como lo afirma el cristianismo, el ser creado para una plenitud de vida.

Igual que Marcel, Mounier se opone a concebir la muerte como un fin, como un término definitivo. Por la muerte todo se regenera y ella ha de ser comprendida no dentro de la fatalidad sino, al contrario, dentro de la ley de la renovación, de la regeneración. Mounier cree que una visión negativa frente a la muerte, como es el escándalo o el fatalismo, engendra necesariamente un pesimismo radical frente a la vida y a la historia. Dado que el hombre siempre está abocado a una perma-nente negatividad frente a la muerte, incluso asumiendo una actitud de indiferencia ante ella, no puede sustraerse a descubrir de ella su sentido y su función. Con Marcel, Mounier afirma que no es preci-samente por las vías de la pura razón como el hombre puede superar tales alienaciones, sino más bien por los caminos de la mística y de la Caridad. Así lo habrían hecho hombres como San Juan de la Cruz, quien afronta la presencia cotidiana de la muerte, la angustia de la perdición, o el peso de un destino eterno, en la confianza de un Dios capaz de fundar toda esperanza667.

Se ha afirmado que el héroe heideggeriano vive crispado con su lu-cha, pues “su lucha define su ser, ya que sin ella se deslizaría hacia la muerte del tiempo; además su lucha es realmente desesperada; la única trascendencia que conoce es la trascendencia de una amenaza, la de la nada y la muerte, del ser en el tiempo, siempre dispuesto a minar las defensas de la vida”668. Para el cristiano, en cambio, por encima de la lucha se encuentran la esperanza y la acogida. Por esta ra-zón, el cristiano se siente llamado a abandonarse, desposeerse, vivir “dispuesto”. Parece “superfluo, escribe Mounier, recordar cómo una desposesión, y para decirlo de una vez, una especie de expropiación total de sí mismo, bajo la influencia progresiva de la gracia, se halla en el mismo corazón de la espiritualidad cristiana”669. Pero el cristiano

667 Cf. E. Mounier, Personnalisme et christianisme, op. cit., p. 743.668 Ibídem. 669 Ibídem.

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no olvida también que, aunque la degradación es la ley propia de la materia, también el espíritu que se encuentra encarnado en ella, está llamado, abocado, a mantener una lucha permanente en el tiempo. Y es precisamente esta lucha la que hace pensar que el progreso no puede ser sencillamente un proceso continuo y escalonado en el que el espíritu venza todas las batallas, pues si bien él sabe de conquistas e iluminaciones, también experimentará retrocesos y pérdidas irre-parables670. Es la experiencia del hombre que sabe que la historia es, al mismo tiempo, historia sagrada. Entre luces y sombras el cre-yente prosigue una búsqueda sin llegar a agotar jamás una especie de angustia creadora y de fuerza en el combate, una fe que no lo deja caer nunca en “el estado de abandono absoluto de la conciencia absurda”671, un estado de confianza sostenido por una fuerza que el cristianismo llama Gracia.

La vida está llamada a darle sentido también a la muerte. Sólo conci-biendo la vida como un don (aquello que se recibe, aquello que se da) se puede comprender y aceptar la muerte también como un don. Si la vida es un don permanente, la muerte puede convertirse en el último acto de amor. Aunque parezca que la muerte sea el más grande ene-migo del hombre del cual hay que huir, ella puede constituir un don, no sólo para el que muere sino también para los testigos cercanos de esta muerte. La muerte para el cristiano es el paso definitivo a la participa-ción total del ser. Por la muerte el hombre se convierte en puro don.

El hombre de hoy prefiere no hablar de la muerte. Ella parece lejana, casi irreal, algo que le ocurre a los otros pero no a mí mismo. Aunque todos los días me hago testigo de las muertes violentas causadas por la guerra, el hambre, la violencia, o incluso de la muerte de personas cercanas, es difícil aceptar el hecho de la muerte como una realidad cercana. El hecho de que parezca más llevadera la indiferencia ante la muerte que su aceptación, conlleva el riesgo de ser violentados y confundidos cuando ella realmente parezca cerca. El cristiano, sin em-bargo, se siente llamado a creer que la vida es una preparación para la muerte, como acto conclusivo de una vida hecha don y servicio. Por la

670 Cf. E. Mounier, La pensée de Charles Péguy, op. cit., pp. 94ss. 671 E. Mounier, La petite peur du XX siècle, op. cit., p. 406

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muerte, no obstante la pérdida que ella comporta ante los ojos de los seres amados, se hace posible

una nueva y más radical comunión, una nueva intimidad, un nuevo per-tenecerse el uno al otro. Si el amor es verdaderamente más fuerte que la muerte, entonces la muerte tiene la capacidad de profundizar y de estre-char los lazos del amor. Sólo después que Jesús dejó a sus discípulos ellos fueron capaces de comprender aquello que quería realmente decirles672.

672 H. J. M. Nouwen, Sintirsi amati: La vida spirituale in un mondo seculare, ed. Queriniana, Roma, 1995, p. 95.

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La ley del progreso parece un movimiento dinámico en el que se dan rompimientos, pérdidas irreversibles, situaciones de crisis. Este aspec-to habla de cómo “el progreso es un hecho humano y divino, una fe que abrazar y un riesgo que correr, y no una operación contable”673. El progreso no es entonces un concepto científico, a través del cual podemos dar legitimidad a los acontecimientos, ya sean presentes o pasados, sino que es sólo una idea reguladora, y no constitutiva, de la historia. Y, sin embargo, como afirma, Jean Lacroix, el progreso “es la significación misma de lo que de humano hay en el hombre”674. Por

673 E. Mounier, Petite peur du XX siècle, op. cit., p. 405674 J. Lacroix, op. cit., p. 28. Erich Fromm, aunque en un planteamiento más sicológico que

filosófico, pero no por ello menos iluminador, considera que el hombre se encuentra ante un dilema inevitable: o el progreso o el retroceso. El progreso se constituye así en la ley de la vida, y el retroceso en la ley de la muerte. Se concluye que el hombre, o bien progresa, o muere. Un planteamiento que está en consonancia con los planteamientos esenciales de los fundadores de las grandes religiones, que postulan un “movimiento progresivo” del hombre hacia una meta en la que será plenamente humano. Así Ecnatón, en Egipto, hacia el año 1350 A. C, “para quien la meta del hombre estaba simbolizada por el sol; para Moisés por el Dios desconocido de la historia; Lao-Tsé la llamó Tao (el camino); Buda la simbolizó como el Nirvana; los persas como Zaratustra; los filósofos griegos como el motor inmóvil; los profetas como el mesiánico “fin de los días” (E. Fromm, El corazón del hombre, ed. Fondo de Cultura Económica, México, 2000, p. 139).

CAPÍTULO X

LA DIRECCIÓN GENERALDE LA HISTORIA

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esta razón, le corresponde a la moral elegir el sentido de la historia, que no puede ser otro que el del progreso. Esta certeza es justamente la que hace afirmar a Mounier que la idea de progreso no se puede disociar del sentido de la historia, y en concreto, de una dirección de la historia.

Ahora bien, como no podemos tomar la afirmación de la existencia de una historia como un “hecho natural”, deberemos responder a algunos interrogantes que surgen. Lo primero que se plantea Mounier es lo que tiene que ver con la relación entre el mundo y la conciencia que lo afirma. Está demostrado que el mundo existe antes que el hombre. Pero, ¿“se puede hablar, se pregunta Mounier, de una historia de los mundos, de una historia natural? ¿Cómo hacerlo si no existe concien-cia alguna para leerla?” 675. Viene inmediatamente la pregunta de si es posible apelar a una conciencia universal anterior a la conciencia humana, e incluso, anterior a todo lo que es concebible por nuestra conciencia hoy. O, en último recurso, se plantea Mounier: ¿cabe pen-sar en un desarrollo significativo del cosmos en la ausencia absoluta de toda conciencia?

La primera afirmación que sienta Mounier es que la conciencia, nues-tra conciencia, es limitada. Podemos hablar de la historia, con minús-cula, de las pequeñas historias al fin y al cabo, pero no de la Historia con mayúscula. La percepción que tenemos del presente es ya limita-da. Con mayor razón hemos de afirmar los límites de nuestra lectura histórica cuando nos referimos al pasado, así como cuando miramos en alguna dirección hacia el futuro. ¿Cómo juzgar, por ejemplo, un he-cho que nos supera? Esta pregunta ha suscitado múltiples respuestas, tanto de tipo filosófico como teológico. Se puede leer en este sentido el concepto de la humanidad como un todo, defendido por los Pa-dres de la Iglesia. O Rousseau, que pensaba que la limitación de las conciencias individuales se superaba en alto grado por una conciencia nacional. Y esta afirmación, elevada a nivel de la humanidad total es formulada por Marx al asignarle el papel de conciencia total al proletariado.

675 E. Mounier, Feu la chrétienté, op. cit., p. 598.

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Mounier piensa que, aun suponiendo que esta hipótesis fuera un de-signio de la Providencia, subsistirían múltiples dificultades que debe-ríamos intentar resolver. La primera es saber en qué medida esta vo-luntad superior afecta la iniciativa o la libertad individual. El marxismo no ha podido solucionar esta dificultad y más bien pareciera que una voluntad divina se viera reemplazada por una voluntad humana, que en todo caso restaría responsabilidad individual. Como tampoco es aceptable la idea de una especie de predestinación, en la que apare-ce la voluntad divina como la conciencia que regula de antemano el destino de la humanidad. Si esto fuera así, se pregunta Mounier, jun-tamente con Bergsón676, ¿por qué la duración, por qué dura el mundo? Lo cierto es que, afirma Mounier, “ha hecho falta esperar a que los mundos se organicen, para que el hombre se forme; ha hecho falta esperar a que la conciencia del hombre haya madurado para que Cristo se encarne; ha hecho falta esperar a hoy, no sabemos a qué, para que los tiempos acaben”677.

Una primera conclusión que podríamos extraer es, que tal duración posee un fin creador, esto no significa que el final está decidido mate-máticamente de antemano, sino que hay espacio para la libertad, para la renovación. Se ratifica aquí la hipótesis de una historia que se desa-rrolla siguiendo una especie de ley de crecimiento, donde la lucha, el dolor, el sufrimiento, no están ausentes. Se elimina así

la tentación del optimismo piadoso, para mantener abiertos el riesgo y la responsabilidad total de cada uno, aunque no se expresaran más que en la longitud de la prueba: quien ha escuchado una sola vez el grito del sufri-miento, escribe Mounier, o sentido sobre él el ala fría de la desesperación, ¿cómo no valoraría que ganar un día a la desesperanza o al sufrimiento del mundo merece el riesgo de una vida humana?678.

Una segunda dificultad que deberíamos resolver es: ¿cómo escapar del fatalismo que amenaza al hombre al intentar suprimir de la his-

676 Cf. J. Bergson, Ensayo sobre los datos inmediatos de la conciencia, Ed. Sígueme, Salamanca, 1999, pp. 61-101.

677 E. Mounier, Feu la chrétienté, op. cit., p. 599.678 Ibídem, p. 600.

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toria una Voluntad providente, que deja, en definitiva, sin un destino al hombre y a la humanidad?. Si bien, filosóficamente hablando, en nombre de un supuesto sentido de la historia no podemos deducir un destino feliz, la humanidad se ve impulsada, opina Mounier, a hacer un acto de fe. Por eso, desde el cristianismo se afirma que “el auxilio de un Amor trascendente sí es necesario para que la humanidad no se oprima a sí misma en su propio esfuerzo de liberación”679. Esta afirma-ción hecha desde la fe pero que exige cierta rotundidad, está sinteti-zada en la tesis que venimos desarrollando a lo largo de este trabajo: que la historia tiene un sentido. Con dicho sentido se afirma también, no sólo la significación que posee cada uno de los individuos, sino la humanidad entendida como un todo. Tanto los individuos como la hu-manidad entera están implicados, comprometidos en la construcción de esa historia, “cuyo fin básico es la humanización plena de la condi-ción humana y la universalización en extensión y en intensidad de esta condición humanizada”680.

Tanto la evolución biológica como el movimiento general de la historia siguen, según Mounier, “dos direcciones convergentes que no se opo-nen más que dialécticamente, en una sucesión indefinida de crisis”681. Una de estas direcciones tiende a la formación de personas libres y au-tónomas, capaces de optar y de comprometerse, y de alcanzar lo que Mounier denomina la flor de la vida, esto es, la vida personal. La otra dirección tiende a la universalización siempre progresiva de las comu-nidades humanas, de tal manera que todas ellas se acerquen cada vez más a aquella comunidad que ha de reunir a todos los hombres bajo el mismo criterio de su dignidad. “Estos dos movimientos de expan-sión y de interiorización son las dos pulsiones indisociables de la vida personal”682. No se oponen entre sí, se complementan. Como se ha afirmado en otro lugar, Mounier cree que “la idea de una historia dirigida del comienzo al fin, o de un movimiento indefinido pero orientado en sentido continuo, es extraña a la antigüedad y a las

679 Ibídem, p. 601.680 Ibídem. 681 E. Mounier, Qu’est-ce le personnalisme?, op. cit., p. 210.682 Ibídem, p. 211.

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civilizaciones no cristianas”683. La concepción cíclica del tiempo no sólo no les permitió tener una idea de historia, sino que, al mismo tiempo, les impidió concebir la misma idea de progreso. Ni progreso histórico ni progreso espiritual. Para el espíritu griego afirmar una historia significaría negar la perfección que ya puede alcanzar el hombre por la contemplación de lo perfecto. En virtud del movimiento circular del tiempo el hombre tiene acceso a la eternidad. Una eternidad inmóvil, empero, que en el caso de Platón se puede identificar con el mundo de las Ideas. Salvo alguna excepción684, en la antigüedad no se dibuja una línea de progreso dado que el mundo y el hombre mismo ya son, o han llegado a ser, lo que pueden ser. La ley de la repetición no permite concebir progreso alguno, como tampoco historia. El pesimismo griego se explicaría por esta especie de ley de decadencia fatal, que habla por sí sola de la ausencia de toda esperanza histórica.

Como se ha indicado en el apartado dedicado a la génesis y evolución de la conciencia histórica, Mounier piensa que aunque la conciencia de una historia, de una linealidad histórica, se le debe al pueblo judío y a su idea de la era mesiánica, será con el Acontecimiento Cristo que queden soldadas “indisolublemente las tres unidades teológicas: unidad de Dios, unidad de la historia, unidad del género humano. En estas tres unidades solidarias, tenemos la armadura de la idea del progreso colectivo de la humanidad”685. Como se viene mostrando, Mounier asume de esta manera las tesis cristianas para desarrollar su discurso sobre la historia. Más que una filosofía de la historia, podríamos decir, Mounier hace una teología de la historia. Debemos afirmarlo, dado que echaremos mano permanentemente de tesis teológicas, que en el pensamiento de Mounier son comunes por la íntima unidad que él establece entre las verdades cristianas reveladas y su discurso filosófico. Aunque su actividad como pensador la realizó

683 E. Mounier, La petite peur du XX siècle, op. cit., p. 396.684 Mounier cita el caso de Lucrecio, quien, seguramente rememorando a Epicuro, “ofrece

en su libro V una descripción de la historia de la humanidad elevándose poco a poco, desde la brutalidad primitiva, a la vida común, al lenguaje, a la industria, al orden social, a la justicia y a las artes” (Ibídem, p. 397), aunque no se trata propiamente de un movimiento “histórico”, sino que “impera sobre la ley ciega de la caída de los átomos” (Ibídem).

685 Ibídem, p. 399.

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sobre todo en el campo de la filosofía, son innumerables también sus trabajos en el campo de la teología, como lo veremos en adelante, y particularmente los trabajos que se refieren a la historia, tanto que, entre uno y otro existe una tal unidad como la podría haber, ya lo hemos dicho, entre el cristiano que es Mounier, y el pensador.

La unidad de Dios es afirmada por la tradición judía y por el cristianismo, pero al mismo tiempo negada o “amenazada” por innumerables corrientes a lo largo de la historia. Para el judaísmo y el cristianismo, la unidad de Dios funda la unidad de la humanidad y la unidad de la historia. “Por Cristo, decíamos, escribe Mounier, suelda la unidad de la humanidad a la unidad de Dios. Esta unidad de Dios es la condición primera de una historia universal o progresiva”686. Según el pensador francés, esta idea de una humanidad es fundamental a lo largo de la historia del cristianismo. Así, por ejemplo, en la teología paulina el concepto de hombre nuevo hace referencia a la totalidad de la humanidad. San Hipólito habla de la vocación que tiene la humanidad de formar un solo hombre perfecto. San Cirilo de Alejandría habla del Hombre colectivo para referirse al camino que ha de hacer la humanidad hacia Dios. San Gregorio de Nisa se refiere a la vida de la humanidad “como a la de un ser uno”. San Agustín habla del género humano como de la vida de un solo hombre desde Adán y hasta el último. De esta manera, para el cristianismo, la humanidad se encamina hacia la “gloria”, y esta se alcanza por la reconstrucción de la unidad definitiva687. Y, “Pascal, escribe Mounier, no hará otra cosa que extraer de San Agustín y de los Padres [de la Iglesia] esta idea de la humanidad parecida a un solo hombre que crece continuamente, y extenderla, desde el progreso de la humanidad hacia su fin sobrenatural, hasta la adquisición progresiva de sus conocimientos. De este modo realiza la

686 Ibídem, p. 399. Richard Tarnas cree que Alejandro Magno se inspiró para sus conquis-tas, tanto políticas como culturales, “en una visión del parentesco universal de la huma-nidad más allá de las divisiones políticas” (op. cit, p. 85). También para Zenón de Citio (335-263 a. C) y el estoicismo posterior la existencia del Logos o Razón universal tenía una consecuencia importante: “Debido a que todos los seres humanos participan del Logos divino, todos eran miembros de una comunidad humana universal, una herman-dad de humanidad que constituía la Ciudad-Mundo o Cosmópolis, y cada individuo era llamado a participar activamente en los asuntos del mundo, a cumplir por tanto, con su deber para con esa gran comunidad” (Ibídem, p. 88).

687 Cf. E. Mounier, La petite peur du XX siècle, op. cit., pp. 399-401.

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transición entre la idea medieval y la idea moderna”688.

Una de las ideas fundamentales del personalismo de Mounier, es precisamente la de la unidad de la humanidad. Una idea que ya fue presentada por algunas escuelas de la antigüedad, pero que necesitó, sin embargo, del cristianismo para ser afirmada con toda rotundidad. “Para el cristianismo no hay ni ciudadanos ni bárbaros, ni amos ni esclavos, ni judíos ni gentiles, ni blancos ni negros ni amarillos, sino hombres, creados todos a imagen de Dios y llamados todos a la salvación por Cristo”689. Ya con los Padres de la Iglesia dicha idea toma cuerpo, y al mismo tiempo por esta época comienza su proceso de laicización hasta convertirse en idea universal. Ella ha venido siendo la base de todas las luchas contra los racismos y contra toda clase de discriminación. Pero es también la base de la idea moderna de igualdad, entendida no sólo como la reivindicación de derechos individuales, sino como el “sentido del lazo humano”. Igualmente, aquí hunde sus raíces la idea de justicia. Aunque esta se entendió inicialmente como una especie de reivindicación individual, se fue convirtiendo en un reino siempre anhelado y en la meta histórica de todas las causas. No obstante, afirma Mounier, “es necesario ir también más allá. (…) La justicia mira más alto de lo que puede alcanzar”690. Este más allá histórico lo denomina Mounier, “un universo de personas”, experiencia de liberación y de realización de las auténticas aspiraciones humanas.

Para Mounier, Cristo constituye el centro de la historia. El acontecimiento de la Encarnación recapitula toda la historia anterior e “inaugura y dirige la historia posterior”691. El tiempo ya no se resuelve en ciclos repetitivos sino que con Cristo se introduce la noción de “una vez por todas”, y la historia adquiere una dirección definitiva. La noción de “nada es nuevo, todo se repite” del hombre antiguo, se convierte en “todo es nuevo, nada se repite”.

Pero, “con la historia humana y detrás de ella, afirma el pensador

688 Ibídem, p. 401. Esta misma tesis la expone Lacroix, op. cit., pp. 18-19.689 E. Mounier, Le personnalisme, op. cit., p. 460.690 Ibídem.691 E. Mounier, La petite peur du XX siècle, op. cit., p. 401.

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personalista, hay otra historia, más vasta, la del universo”692. Cristo recapitula no sólo la historia humana, sino la historia del universo entero. Una completa solidaridad se realiza entre la suerte del hombre y la suerte del universo. El proyecto del hombre nuevo comporta, al mismo tiempo, la “creación” de “un cielo nuevo y una tierra nueva”. Es el mismo pensamiento de Teilhard de Chardin, opina Mounier, cuando se refiere a la evolución. Si bien Mounier no alcanzó a conocer toda la obra del filósofo de la cristogénesis, sí ha intuido su intención final y cree que Teilhard de Chardin tiene ya desde el comienzo el mérito de restablecer

las perspectivas cósmicas del mensaje cristiano. El progreso humano y el movimiento de la vida están para él en continuidad: ‘ningún fenómeno está más preparado y es más axial que el hombre’. (…) Está en la esencia misma de este movimiento, cualesquiera que sean sus vicisitudes, el ser progresivo; puesto que es manifestación del espíritu, y el espíritu, por naturaleza, es irreversible, no retrocederá jamás693.

Un tal desenvolvimiento progresivo no está en contradicción, como se suele opinar desde una visión materialista, ni con la ley de la degradación continua de la materia ni con la idea de eternidad. Existe un poder de creación y de irreversibilidad que se orienta irrestrictamente hacia lo eterno.

Dado que el cristianismo defiende un justo equilibrio entre lo trascendente y lo inmanente, Mounier opina que esta es la doctrina más coherente con la idea de un mundo conducido por un Dios que lo orienta todo a la perfección. El Acontecimiento de la Encarnación define el sentido de la historia y lo orienta a un final escatológico. Él nos revela el sentido último de la creación, y al tocar de cerca la vida del hombre, lo interpela y lo convoca a hacer parte del proyecto de Dios sobre la historia.

692 Ibídem, p. 402. 693 Ibídem, pp. 402-403.

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1. La presencia del mal en la historia

Juntamente con la hipótesis de una dirección de la historia, hemos de tratar el problema de la presencia del mal en el mundo, si no queremos caer en una concepción idealista de la historia, rechazada de antema-no por Mounier. No ha faltado, de hecho, a lo largo de este trabajo, una cierta insistencia de la convivencia que se da entre los elementos positivos y los elementos negativos en el curso la historia. Mounier sostiene que luces y sombras subsisten y que no es fácil negar el carácter absoluto de ciertas formas de mal694. Como lo hace notar J. M. Doménach, Mounier se distancia considerablemente en este punto de pensadores como Teilhard de Chardin, a quien le costaba ver “las presencias concretas” del mal y los hombres concretos que las pade-cían, dado que para él tales cosas no eran más que, “episodios que el enorme río de la vida se lleva. ¿Qué importa lo que se anegue, si el río incesantemente crecido, fluye hacia la desembocadura?”695.

Mounier, por el contrario, aborda el problema del mal tal como se pre-senta: como opresión, violencia, pobreza, sufrimiento, muerte, etc. Su análisis está siempre acompañado de rebeldía y de invitación a la re-beldía frente a toda manifestación del mal. Para Mounier, convivir con el mal, acostumbrarse a él, es claudicar. Mientras que Teilhard funda su esperanza y su optimismo históricos “en el tiempo”, esto es, en las leyes inmutables de la evolución, Mounier los funda en el compromiso histórico del hombre. Es el hombre el que, sensibilizándose a todas las concreciones históricas del mal, ha de emprender la revolución necesaria, pues el hombre no puede superarse más que a través de “una conquista que exige un compromiso del ser y una metamorfosis

694 E. Mounier, Le personnalisme, op. cit., p. 497. Hablar del carácter absoluto de ciertas formas de mal, de la real presencia del mal en el mundo, no significa que la historia pueda ser sometida radicalmente al mal, pues, “no hay en el mundo, en la Naturaleza, en la carne, en la materia, y por tanto en el opus humanum, ninguna pérdida esencial, ningún mal absoluto que golpeara a la historia de indignidad y le trazase por adelantado un cauce de decadencia irremediable. La obra humana es todavía buena, a pesar del pecado (…)” (E. Mounier, Le petite peur du XX siècle, op. cit., p. 410). Este hecho y la afirmación cristiana de la generosidad divina, fundan lo que Mounier denomina, “el principio del humanismo cristiano”, consistente en la afirmación de una superabundancia de vida en la historia humana, asistida, por otra parte, “por unas gracias suplementarias” (Ibídem).

695 J. M. Doménach, Teilhard de Chardin y el personalismo, op. cit., p. 30.

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del corazón”696.

Puesto que es al hombre al que hay que salvar, Mounier aborda el problema del mal no tanto como un problema teórico, como lo hace Teilhard de Chardin697, por ejemplo, sino como aquello que hace sufrir al hombre real. Y es tratado no para hacer un discurso sobre las diver-sas interpretaciones más o menos racionales que del mal se pueden elaborar, sino para descubrir los verdaderos caminos de la humani-dad. El hombre no puede hacer concesiones con aquello que se opone a su realización, como tampoco caer en la fatalidad y sufrir los males de manera pasiva o victimista. Hacer del mal una fatalidad equivale a negar la libertad, esto es, cerrar los caminos del destino humano, de-jándolo en manos de fuerzas que desde fuera decidirían la suerte de los hombres.

Por otra parte, y como afirma Nuncio Bombaci, para Mounier “el mal no es un principio antitético al bien, o una corrupción radical de la naturaleza humana, como lo es para el jansenismo, sino escisión en-tre lo que en su origen es orgánica unidad”698. Este convencimiento de Mounier puede explicar su decidido combate por vencer las divisiones y su infatigable empeño por reconstruir los vínculos originales de la existencia humana, no sólo a nivel de la persona individual, sino tam-

696 Ibídem, p. 32. Como escribe Claude Tresmontant: “El mal no es solamente un defecto provisional de un concierto progresivo. Los seis millones de judíos muertos en los campos de concentración, la reimplantación de la tortura en las guerras coloniales, no provienen de lo Múltiple mal concertado, sino de la libertad perversa del hombre, de lo que es propiamente la maldad, el desprecio del hombre, el apetito de destrucción, la mentira, la voluntad de poder, las pasiones, el orgullo de la carne y del espíritu” (Lettre, septiembre-octubre de 1962, p. 42, citado por J. M. Doménach, Teilhard de Chardin y el personalismo, op. cit., p. 31).

697 Cf. F. Bravo, Teilhard de Chardin: Su concepción de la historia, Editorial Nova Terra, Barcelona, 1970, pp. 268ss. Para T. de Chardin, como escribe F. Bravo, “en la raíz de todo mal, incluso moral, hay un mal que se inscribe en la estructura misma del devenir histórico. Este es ‘inseparable de la estructura físico-químico-biológica de este universo’ (Mal évolutif et péché originel, 1). (…) Dicho de otro modo, es un mal ontológico” (Ibídem, p. 270. Mientras que Teilhard tiende a presentar el mal como una realidad inevitable con la que hay que convivir irremediablemente en el curso de la historia, Mounier lo afronta como una realidad que hay que combatir desde dentro de la persona misma. El primero, pues, pareciera quedarse en una actitud pasiva ante el mal en el mundo, mientras el segundo suscita una respuesta activa y responsable para vencer toda clase del mal.

698 N. Bombaci, op. cit., p. 63.

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bién a nivel de la comunidad, así como de la humanidad, y de esta con la Naturaleza y con el Creador.

En una declaración hecha en 1935 a propósito del particular huma-nismo defendido por Esprit, su fundador escribía: “nos encontramos arrojados por la extensión de un mal concreto, en una situación ele-mental que nos compromete a una acción de salvaguardia vital”699. Y definía su combate como una “guerra al capitalismo, al espíritu bur-gués, a la proletarización, al imperialismo espiritual de los Estados y de los técnicos, a la divinización de las fuerzas productoras”700. A este con-junto de males, denunciados y atacados constantemente por Mounier, lo denominó, como hemos indicado en la primera parte de este tra-bajo, “desorden establecido”. Contra él combatió Mounier sin tregua. Lo denunció como desorden de estructuras y, al mismo tiempo, como desorden moral y espiritual. El fundador de Esprit evitó, sin embargo, quedarse en la mera denuncia de los males vigentes. Desenmascarar el mal era para él una fase necesaria en la tarea de identificarlo y de-finirlo. Pero apenas una fase del proceso. “Nos encontramos aquí, es-cribe, ante el deber más modesto de precisar nuestra crítica unánime, de elegir y precisar nuestro terreno de base para un renacimiento, y de poner los cimientos comunes de una ciudad en la que cada mora-da pueda elevarse en condiciones mínimas de libertad y orden”701. La identificación del mal que se sufre y su denuncia, son necesarios, pero conformarse con ellos es, sostenía Mounier, rendirse en el lamento, claudicar de partida, capitular ante la historia.

Como también se ha podido indicar, Mounier cree que “el mal co-mienza con la persona”702. Una primera experiencia del mal como carencia se vive ya cuando la persona siente la aspiración a la plenitud del ser y, al mismo tiempo, experimenta que dicha plenitud se hace esquiva. El hombre que anhela plenitud sufre sus limitaciones y a la vez siente que de sí surge una libertad como “brote de nada al mismo

699 E. Mounier, Mounier en Esprit, op. cit., p. 7.700 Ibídem, 701 Ibídem, p. 8.702 Ibídem.

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tiempo que brote de existencia”703. Es el testimonio de quienes frente a situaciones-límite experimentan un absoluto que parece esfumarse en la nada. O la experiencia de los místicos que “padecen hasta la des-esperación el sabor de la nada por los caminos del Absoluto”704. En este contexto, se pregunta Mounier: “¿es el ser, es la nada, es el mal, es el bien, el que finalmente ha de dominar?”705. Como se ha venido sosteniendo, la experiencia personal hecha de gozo y de confianza, más allá de las pruebas y de los riesgos, hace pensar a Mounier que el bien ha de pronunciar la última palabra. Sin embargo, opina, aquí no puede decidir ni la razón ni la experiencia, sino una fe que supera toda experiencia y toda racionalidad.

Quizá porque en Mounier el mal tiene nombres más cercanos a cada existencia, en su obra no se encuentra tratado explícitamente. El mal hace presencia en la historia y sus manifestaciones no necesitan de sofisticadas deducciones. Él toca la propia carne del hombre y desafía sus proyectos. Es por esta razón que el hombre que opta por la realización de un proyecto humano en sí mismo y en el mundo de los hombres, ve con bastante mejor claridad la presencia de todo aquello que se opone, que le desafía, que afecta sus pasos. Mounier no puede, no quiere tratar el mal desligado del propio proyecto que implica su vida, esto es: un universo de personas. Esta es la llamada de todo hombre y de la humanidad en su conjunto, y en este camino se ha de ser conscientes de que “la historia del hombre no es una geometría en blanco y negro, escribe Mounier, sino una perpetua vicisitud de luz y de sombra. La sombra se extiende hasta el final de la historia”706. Mientras dure la humanidad, el hombre habrá de luchar contra las sombras que se expanden a lo largo de los caminos del espíritu. Crear un mundo humano implica esta apuesta por el reino del espíritu, de lo contrario se irá retrasando su advenimiento. Un mundo humano implica la conquista de los valores esenciales y ellos sólo se alcanzan a base de esfuerzo y de apuestas voluntarias.

703 Ibídem.704 Ibídem.705 Ibídem.706 E. Mounier, Appendices de Révólution personnaliste et communautaire, op. cit., p. 848.

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2. La idea de una dirección feliz

Un aspecto igualmente importante de la concepción mounieriana de la historia, además de la afirmación de una dirección de esta, y que corresponde igualmente con su concepción cristiana, es “la idea de una dirección feliz”. Esta tesis le permite a Mounier negar cualquier posición pesimista sobre la historia y el destino de la humanidad707. Según el pensador personalista, aunque en los primeros siglos del cristianismo se dieron excepciones puntuales de un cierto pesimismo teológico, como pueden ser los casos de Taciano o de Tertualiano, quienes tuvieron dificultades para conciliar la realidad del mundo con la obra de Cristo, tendiendo a negar el sentido del primero para afirmar el sentido absoluto de la redención, también es cierto que tales tesis desembocaron en posiciones condenables. Una visión optimista, si bien con muchos matices, ha prevalecido.

Este optimismo teológico del cristianismo se funda, según nuestro autor, en dos verdades constitutivas: la primera, que para Mounier constituye el principio del humanismo cristiano, afirma que la obra humana, a pesar del pecado, es “todavía buena”. Este hecho lo prueban los ingentes esfuerzos que gran parte de la humanidad ha realizado y continúa realizando, no sólo para superar las pruebas y los desafíos que los diversos tiempos y lugares le imponen, sino también, y sobre todo, por su afán de explorar, a través de la ciencia, de la técnica, de las artes, y de todos los recursos que tiene a su alcance, nuevas formas de vida y de convivencia. La segunda, en la cual encuentra su gran fundamento la primera, es la afirmación de la bondad divina. Desde las primeras páginas hasta las últimas, las Sagradas Escrituras hablan de un Dios benevolente que llama al hombre a participar de su vida divina. El cristianismo se nutre, y como él las demás religiones monoteístas, de esta verdad.

La existencia, sin embargo, se manifiesta de manera más compleja, de tal forma que es corriente encontrar una tendencia trágica del mismo cristianismo, o para evitarlo se adopta una cierta jovialidad espiritual de tipo refugio. Mounier prefiere situarse, como lo veremos

707 Cf. E. Mounier, La petite peur du XX siècle, op. cit., p. 406.

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más adelante, dentro de un cierto realismo cristiano, cercano al planteamiento de Pascal, que sostiene que la historia avanza a través de ascensos y descensos, y no de manera simple y lineal como a veces se la representa el optimismo humanista708. Nuestro pensador cree que la serie progresiva de tales ascensos y descensos, sin embargo, se nos esconde en el misterio de la historia. Pues, “nosotros solamente sabemos que el movimiento va hacia adelante y a veces lo percibimos a grandes rasgos, pero no nos es posible predecir cuáles van a ser sus caminos, las pausas, los retornos y desvíos”709. Aunque existe una cierta semejanza entre el optimismo cristiano y el optimismo humanista, se puede constatar, opina Mounier, una gran diferencia entre el optimismo que afirma un progreso lineal de la historia y el optimismo trágico del cristiano, “para quien el sentido del progreso no es del todo representable, no se define al margen de la paradoja de la cruz, y no excluye que a través de él se desencadenen hasta el último día las catástrofes de las potencias infernales”710.

Según esta visión, y como se ha dicho más arriba, el mal hace su presencia en el mundo, pero ya está vencido por el acontecimiento de la Encarnación. En medio de las vicisitudes de la historia, el Reino del espíritu continúa venciendo batallas y aún en medio de sufrimientos y de crisis, progresos espirituales parecen consolidarse. No se puede, sin embargo, permitir, advierte Mounier, que nuestros estados anímicos participen demasiado en nuestra visión del mundo, perdiendo el original realismo cristiano que proclama las claridades de la resurrección sólo a través de las pruebas de la cruz711.

Como se ha afirmado en el primer capítulo de este trabajo, la primera etapa de la obra de Mounier se caracteriza por su énfasis doctrinal, mientras que la obra posterior a 1936 está marcada por el compromi-

708 Romano Guardini cree que Pascal quiso, como también lo haría Kierkegaard, responder a los grandes interrogantes del hombre y de la historia, sus grandes contradicciones, sus logros y sus fracasos, a partir de las respuestas que da el cristianismo. Entendió la vida como un combate que se ha de librar con la mente y con el corazón. El signo de su combate fue la cruz. (Cf. Prólogo a B. Pascal, Pensamientos y otros escritos, pp. 11-46).

709 E. Mounier, La petite pour du XX siècle, op. cit., p. 411.710 Ibídem, pp. 411-412.711 Cf. Ibídem, p. 412.

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so. Se debe agregar que este paso no consiste simplemente en el paso de la teoría a la práctica, sino que comporta un progreso significativo en cuanto a la comprensión de la realidad. Si bien, tanto en ¿Qué es el personalismo?, como en El personalismo, se constata la continuidad de las directrices de los primeros años de Esprit, hay, como lo afirma el mismo Mounier hacia 1946, refiriéndose al Manifiesto, un cierto re-planteamiento del enfoque: “al releerlo después de diez años cargados de acontecimientos, escribe, el autor no tiene que reformar una línea en cuanto al fondo. Pero sería anormal (e inquietante) que diez años de experiencia y de reflexión pasen sobre un pensamiento sin modifi-car parcialmente su enfoque, sin enriquecerlo con nuevos puntos de vista”712. Según Paul Ricoeur, desde 1936 a 1950 se da en Mounier un desplazamiento que consiste esencialmente en pasar de un particular purismo doctrinal a un antipurismo comprometido713.

Mounier parece ir comprendiendo, al mismo tiempo, que la existen-cia comporta una serie de desafíos irrenunciables y que la historia no le ofrece nada gratuito al hombre. Ni siquiera la propia libertad, que es en todo caso una conquista. Mounier se aleja cada vez más de las utopías y poco a poco consiente menos cualquier rastro de optimismo ingenuo. El hombre se define, ante todo, como un combatiente que se mantiene siempre en crisis.

Por otra parte, después de la Segunda Guerra Mundial el mundo occi-dental se ve invadido por un espíritu un tanto catastrofista, que incluso alcanza a las filas de los cristianos, produciendo una lectura pesimista del Apocalipsis. Una consecuencia de este espíritu es la reacción anti-tecnicista y antimaquinista, de la que ya hemos hablado, muy presente particularmente en los sectores más conservadores de la sociedad eu-ropea. Mounier “descubre en ellos, afirma Paul Ricoeur, un miedo pri-mitivo, un verdadero miedo a uno mismo, un miedo del demiurgo que somos todos”714. Esta problemática interpela hondamente a Mounier, quien nota que las responsabilidades del hombre se ven desplazadas de su mismo centro, dando paso a temores nocivos y alienantes.

712 E. Mounier, Qu’est-ce que le personnalisme?, op. cit., p. 179.713 Cf. P. Ricoeur, op. cit., p. 137.714 Ibídem, p. 132.

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Ante un panorama confuso, y en ocasiones desconcertante, Mounier centra su atención en los temores de este hombre contemporáneo. No consiente una lectura pesimista de la realidad y de la historia, pero tampoco cede a las falsas utopías que hipotecan las responsabilidades del hombre, dejando el destino de la humanidad en manos de falsos providencialismos. En La petite peur du XX siècle, Mounier formula la que, según él, debe ser la actitud más coherente del hombre, y sobre todo del cristiano, ante la historia: el “optimismo trágico”. Sigamos su planteamiento.

3. El optimismo trágico

Según el filósofo personalista, subsisten en la historia razones suficien-tes para que el hombre experimente lo trágico de su existencia. De hecho, lo que se denomina en lenguaje cristiano “Parusía”, afirmación posible en todo caso sólo desde la fe, es un misterio. El hombre po-see una capacidad ilimitada de destrucción que hace que el sentido de la historia se torne ambiguo. Aunque el Acontecimiento salvador de Cristo asegura la salvación definitiva para la humanidad, esta continúa experimentando las tinieblas, el dolor y la incertidumbre. Y, por otra parte, recalca Mounier, la salvación individual es en cada circunstan-cia incierta, pues nadie sabe de qué es digno.

Lo trágico de la existencia, no obstante, no tiene por qué desembo-car en el catastrofismo. De él huye Mounier tanto como del optimis-mo ingenuo. “Para Mounier, escribe Candide Moix, hay en el mundo suficiente alegría y esperanza para no ceder al catastrofismo o a la doctrina del absurdo”715. La historia se presenta como una aventura en la que todos los hombres están comprometidos. De esta tarea que es común, parece surgir un halo de confianza, de esperanza y de sentido. La ambigüedad de la historia, llena de lo mejor y de lo peor, desafía a todos los hombres a aportar su esfuerzo y su combate. Puede existir la confianza en una victoria final y en el designio misterioso que atra-viesa y empuja la historia, y al mismo tiempo es necesaria la “concien-cia de la gravedad de la lucha, de sus aspectos desgarradores, de sus

715 C. Moix, op. cit., p. 344.

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fracasos provisionales”716. Mounier cree que la actitud más coherente del hombre ante su propia existencia y ante la realidad de la historia, es, pues, el “optimismo trágico”. Una actitud que consiste, no en una especie de disposición temperamental, sino en una particular actitud consciente ante la lucha, acompañada siempre de la fuerza que otor-ga la esperanza.

El existencialismo moderno, sostiene Mounier, conoce bien el carácter trágico de la existencia. Las dos vertientes existencialistas, la atea y la cristiana, reconocen igualmente el carácter trágico de la existencia, pero mientras la primera acentúa la tragedia y el absurdo, la segunda acentúa la urgencia de la lucha y la apuesta por la esperanza. Para el existencialista no creyente, el hombre, además de ser frágil, está aban-donado. La razón, que inicialmente le puede otorgar las seguridades necesarias para mantenerse en pie, se descubre poco a poco impoten-te. La experiencia cotidiana de la muerte acentúa su incertidumbre. En un mundo lleno de hombres el individuo descubre su soledad y la sufre hasta desgarrar su ser. Aunque sus proyectos lo convocan en ocasiones a desplegar todas sus capacidades, sus mismas obras se ven amena-zadas, ya sea por fuerzas ocultas que sobrepasan sus capacidades, ya sea porque ellas mismas se vuelven contra su autor. El existencialista siente que, en su búsqueda incesante de ser se encuentra con que su ser es arrebatado, y no le queda otra salida que aceptar el desenlace trágico de su existencia. El existencialista ateo funda su pesimismo ra-dical en las experiencias trágicas de su propio ser.

La dimensión trágica que descubre el existencialismo, sin embargo, escribe Mounier, asegura “la eliminación del optimismo vulgar y en-gañoso que traduce el engaño burgués y la decadencia religiosa del último siglo. Marxistas y cristianos deberían reconocerle una función positiva por este hecho, si es verdad que es necesario, según Marx, to-car fondo en la conciencia de la miseria para rebelarse contra la mise-ria y, si es cierto, para el cristiano, que la última palabra de Cristo antes de que comenzara para él el reinado de la resurrección fue un grito de desolación”717. El optimismo ilusorio expresa, en opinión de Mounier,

716 M. Barlow, El socialismo de Mounier, Editorial Nova Terra, Barcelona, 1975, pp. 104-105. 717 E. Mounier, L’espoir des déséspérés, op. cit., p. 364.

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un signo más de la decadencia. El hombre se abandona a sus estados anímicos, y para contrarrestarlos, cuando estos no le son favorables, entona un himno de “aquí no ha pasado nada”.

Otro aspecto de la condición humana que nos ayuda a descubrir el existencialismo es su condición de ser en el mundo. El hombre está en el mundo y es inseparable de él, y es en las circunstancias concretas que le ofrece este mundo en las que ha de tomar conciencia de su propio ser y de sus responsabilidades. El hombre ha de luchar, por una parte, contra el riesgo de dejarse objetivar por el mundo de las cosas, y por otra, contra la tentación de evadirse en falsas utopías. La crítica que Marx sostuvo contra el cristianismo y contra la religión en general, radica en este punto. El hombre se siente como arrastrado por el mun-do y busca “una salida”. Por liberarse de la objetivación del mundo, cae en la alineación idealista.

El auténtico cristianismo, sostiene nuestro autor, salva al hombre de estos dos peligros. Los dos, sin embargo, continúan siendo una ame-naza siempre presente. Desde los orígenes del cristianismo lo fueron. “La Iglesia primitiva, escribe Mounier, ha rechazado inmediata y bru-talmente la primera herejía, la herejía gnóstica, que intentaba sustituir el cristianismo comprometido e histórico por un cristianismo ‘espiri-tual’ y retirado”718. El cristianismo auténtico, se ha dicho más arriba, se ha mantenido a lo largo de la historia en este sentido. El sentido de la tierra y de la historia está íntimamente unido al sentido del cielo. No niega el drama del hombre sobre la tierra, antes bien, lo afirma con todas sus fuerzas, pero sabe que “todo drama, para el cristiano, sube en definitiva hacia una gloria”719. He aquí la diferencia entre el exis-tencialista no creyente y el existencialista cristiano. Para el primero, la existencia toma el carácter de irracionalidad pura y absurdo brutal, para el segundo, tiene el carácter de misterio incitador. Si el estado del existencialista ateo frente al mundo, es parecido al del enamorado atormentado que experimenta frente a la persona deseada la sensa-

718 Ibídem, p. 365. “El cristianismo tiene su punto de partida, escribe Mounier, en el momento en que un ángel les dice a los apóstoles que permanecen con la cara levantada en la montaña de la que acaba de desaparecer Cristo: ‘¿qué hacéis mirando al cielo? Vuestra tarea está de aquí en adelante a vuestros pies’” (Ibídem).

719 Ibídem, p. 364.

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ción de que ya no puede vivir ni con ella ni sin ella; el estado del cris-tiano se parece al de aquel otro enamorado que se ve cada día movido a una conquista siempre renovada de la persona amada, haciéndose al mismo tiempo digno de su amor, mediante la donación, la fidelidad y el compromiso, y a la vez, sabe que ese amor que se va purificando por la entrega y el sacrificio, en la forma de un sacramento del amor infinito.

Para Emmanuel Mounier todos los hombres poseen una tarea común: la personalización de la naturaleza. Construir un universo personal es la tarea más urgente, y sin embargo, la más difusa, que se le presenta a cada hombre y a todos los hombres. La obra de la personalización es, en definitiva, un proyecto común que compromete a la humanidad entera, que implica a cada hombre y a cada uno de sus actos. En esta tarea, el hombre se va encontrando con nuevas dificultades. Encuentra las rebeldías propias de la materia. Mientras que la persona pone su luz, su claridad, su amor, la naturaleza insinuará su opacidad. Mientras que la persona propondrá la libertad, la naturaleza le atará e intentará desviar su dirección. La inseguridad, la preocupación, son compañeros constantes en esta marcha. El camino parece una lucha sin tregua. Es ilusorio pensar que el hombre pueda totalizar el universo y que pron-to se habrá perfeccionado el mundo de los hombres, donde predomi-narán el orden y la armonía perfecta720. ¿Cuál puede ser entonces la actitud humana y cristiana más coherente ante la vida?, se pregunta Mounier. Las fuentes del cristianismo, al revelar el sentido de la histo-ria, su dirección y su meta, nos proponen una actitud ante ellas.

Mounier considera que el libro del Apocalipsis “establece, siguiendo la tesis de Féret, la filosofía cristiana de la Historia, en contra de su mala fama, bajo una perspectiva decididamente optimista”721. Según Mounier, no es correcta la postura de quienes tildan la actitud del cristiano de pesimismo, tampoco de los que quieren matizarlo con un adjetivo atractivo y lo denominan, pesimismo activo. Al contrario, el

720 Sobre el “optimismo trágico”: no una armonía a lo Leibniz, sino inseguridad, preocupación, lucha continua, pues ella es constitutiva de nuestra condición. La totalización del mundo es imposible, el camino propio del hombre es el “optimismo trágico” en la grandeza y la lucha. (Cf. E. Mounier, Le personnalisme, op. cit., p. 450).

721 E. Mounier, La petite peur du XX siècle, op. cit., p. 347.

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cristianismo, no obstante las duras exigencias que implica, se define en sí mismo como optimista. Una actitud que pasa por “la perfección de una libertad combatiente, y que combate con ardor. Que subsiste inclusive en los fracasos. Entre el optimismo impaciente de la ilusión li-beral o revolucionaria, escribe Mounier, y el pesimismo impaciente de los fascismos, el optimismo propio del hombre es ese optimismo trági-co en el que halla su justa medida dentro de un panorama de grandeza y de lucha”722. Pero el optimismo trágico no es sólo una opción que hace Mounier por resultarle más efectiva o coherente con la batalla que libra con-tra un mundo materialista y deshumanizado. Al hundir sus raíces en una percepción realista del mundo y de la historia, el optimismo trágico mantiene al hombre en una actitud vigilante y comprometi-da. Mounier, situado en el corazón mismo del cristianismo, no puede evitar hacer una lectura trágica de la historia, pero al mismo tiempo, reconocer motivos para una esperanza. Aunque en ningún momento ha aceptado que se hable del cristianismo como si fuera una filosofía, y que nos podamos referir a él como nos referimos al existencialis-mo, al positivismo, o al marxismo, sin embargo cree que el cristianis-mo hace posible una comprensión integral del mundo, del hombre y de la historia. El cristianismo, aunque no es una filosofía, inspira un pensamiento filosófico que tiene sus propias consecuencias. Al fun-darse mediante el Acontecimiento de la Encarnación en la relación de unidad dialéctica entre el mundo y el hombre con el Ser Primero, el cristianismo define un sentido para el universo y para la historia, y propone un proyecto para el hombre. Si bien, Dios y el mundo se distinguen como el Creador y la criatura, creada esta en el tiempo por un acto de amor, con la Encarnación Dios le propone a la humanidad participar en su vida íntima, “y le presenta como tarea arrastrar al cos-mos entero hacia la restauración universal”723. Dada, sin embargo, la condición provisional del hombre, la unidad entre él y el Creador se experimenta constantemente como una esperanza puesta a prue-ba, que reclama urgencia y compromiso. Por esto, el cristianismo se desarrolla “entre la preocupación por la unidad gloriosa del mundo

722 E. Mounier, Le personnalisme, op. cit., p. 450.723 E. Mounier, L’espoir des désespérés, op. cit., p. 366.

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y el sentido trágico de un pluralismo de hecho, que resulta tanto de la condición creada como del estatuto concreto de la humanidad por la duración de la historia”724.

Según Doménach, el optimismo trágico de Mounier se correspon-de en cierta manera con el optimismo dramático de Teilhard de Char-din725. Los dos mantienen esta perspectiva optimista fundada en la es-peranza de un éxito final muy concreto: Cristo ha superado la muerte, arrastrando al hombre en su victoria. Así pues, la afirmación esencial del cristianismo comporta un Evangelio:

el anuncio de que hay una historia y una buena nueva en la historia y de que la suma de las vicisitudes desemboca, finalmente, en un reino en el que toda la historia es recapitulada y salvada (…). El cristianismo no supri-me, sin embargo, el drama personal, pues para cada hombre, individual-mente tomado, está siempre en cuestión la salvación, y la ausencia real del Dios trascendente introduce en la fe más viva un elemento irreductible de riesgo y de angustia (…)726.

Los dos pensadores cristianos afirman el drama de la historia como realidad fundamental, y al mismo tiempo, la libertad humana como elemento decisivo en la realización de sus destinos. Sin embargo, mientras Teilhard se mantiene en un destino general de la humanidad, Mounier se detiene al mismo tiempo en el destino personal y se refiere con él a la responsabilidad de la conciencia singular, para la cual y sólo

724 Ibídem. 725 Mounier se refiere a la concepción dramática del ser humano para referirse más bien a

la concepción que caracteriza al existencialismo. Desde Pascal, pasando por Kierkegaard y Jaspers, pensadores importantes se han rebelado contra una tendencia a despertar y conservar una cierta actitud fácil ante la vida, caracterizada por un cierto “espíritu infantil y una serenidad pueril del corazón”. “Jaspers ha combatido - escribe Mounier- la tentación de la felicidad en todos los planos en donde nos amenaza: desde las utopías económicas a las armonías filosóficas. La vocación de la libertad implica, a su juicio, antinomias definitivas y desgarramientos perpetuos; el hombre sólo puede rechazarlas renegando de su situación fundamental” (E. Mounier, Introduction aux existentialismes, op. cit., p. 88,). Mounier cree igualmente que la conciencia desgraciada procede de un cierto optimismo cósmico y económico que poseía un espíritu triunfalista basado en el auge de la opulencia y alimentado por su escaso pensamiento (cf. Ibídem,).

726 E. Mounier, L’espoir des désespérés, op. cit., p. 375.

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para ella, existe una historia727. Dado que para cada uno la historia es del todo incierta, al mismo tiempo que la historia colectiva se desa-rrolla en la oscuridad, e incluso en la amargura, subsiste el riesgo y la aventura. Teilhard, como Mounier, hablan, en todo caso, afirma Doménach, de la misma esperanza y de la misma fe, y se refieren a ellas prácticamente con el mismo lenguaje. Subsiste en los dos la fe en una Providencia y la fe en el hombre, sin subestimar los riesgos de éste, y sus constantes amenazas.

A pesar de los elementos comunes que descubrimos en los dos au-tores franceses, Teilhard de Chardin parece más inclinado a un opti-mismo desmesurado, en el que se adivina la firme voluntad de huir de todo pesimismo, y en el que se expresa, al mismo tiempo, un rechazo explícito a los catastrofismos históricos. Mounier, por su parte, evita a toda costa el optimismo ilusorio. Y lo hace porque cree que la historia no es del todo clara para el hombre. Ella posee oscuridades, e incluso, misterios. El “silencio de la historia” interpela constantemente al hom-bre y pone a prueba su libertad y su constancia. La conciencia singular “está limitada en el tiempo y en su capacidad de abarcar la historia y de comprenderla”728, pero además, dado que para el cristiano la histo-ria profana y la historia sagrada forman una sola historia, delega una porción considerable de esta lectura al final de los tiempos. El hombre no puede en estas condiciones emitir un juicio sobre la historia fuera de aquel que consiste en el cumplimiento de su misión y en la defensa de lo que él cree que es siempre esencial para su realización. La histo-ria se presenta como una aventura en la que todos los hombres están comprometidos. De aquí surge un halo de confianza, de esperanza y de

727 Cf. J. Doménach Teilhard de Chardin y el personalismo, op. cit., pp. 26-30. Doménach hace ver que las diferencias entre los dos pensadores cristianos, sin embargo, se deli-nean en dos puntos concretos: “primeramente, esa singularidad del destino individual, que Teilhard considera más bien como una ilusión, como una etapa en el camino de la humanidad socializada, dentro del cual el fracaso individual no será más que un fenóme-no residual; después, esa dificultad en descifrar la historia colectiva que, para Teilhard, es clara, cierta, progresivamente ascendente y envolvente”(Ibídem, p. 28). No se puede negar que en el optimismo de Teilhard hay una buena dosis de ingenuidad, fruto del afán que posee el pensador francés por mantener la tesis de un progreso que no se detiene. Este aspecto le hace perder a Teilhard rigor científico y lo mantienen en un sentido me-nos crítico del esperado.

728 C. Moix, op. cit., p. 342.

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sentido. La ambigüedad de la historia, llena de lo mejor y de lo peor, desafía a todos los hombres a aportar su esfuerzo y su combate. Pue-de existir la confianza en una victoria final y en el designio misterioso que atraviesa y empuja la historia, y al mismo tiempo es necesaria la “conciencia de la gravedad de la lucha, de sus aspectos desgarradores, de sus fracasos provisionales”729.

Según Mounier, el cristianismo le aporta al hombre su condición histó-rica. Y le revela a la vez su tensión trágica. “Esta tensión trágica es máxima en la perspectiva de la Encarnación”730. Ella constituye una condición propia de la existencia. El hombre ha de morir al mundo, a la vez que se compromete con él. Ha de negar lo que posee, lo cotidiano, lo que constituye su ser histórico, y a la vez ha de salvarlo. Ha de con-quistar la Naturaleza, pero a la vez sólo darse al espíritu. Ha de con-quistar su libertad, y sin embargo, no tenerla nunca como su posesión. “¿Dónde está, pues, se pregunta Mounier, esa tranquilidad constitu-cional del cristiano, esta seguridad de recién llegado?”731. El cristiano oscila entre una actitud heroica ante la historia y ante la vida personal, y su condición de sujeto de una gracia que es don, y a la vez mérito. La vida del cristiano es como el camino del espíritu, que parece hacerse a través de “saltos violentos, de crisis y de noches que interrumpen raros instantes de plenitud y de paz”732. Se asemeja más, en términos mounierianos, a la experiencia del poeta que a la del constructor. Un camino entre la certeza y la ambigüedad, entre la alegría y la desola-ción, entre la luz y la noche.

La condición trágica de la vida como la entiende el cristianismo, no puede desembocar, sin embargo, en la desesperación.

La desesperación es un sentimiento individualista. El hombre que se replie-ga corre hacia la desesperación por una pérdida indefinida de sustancia. El hombre comprometido se enriquece con la virtud trágica, puesto que el mundo en que se compromete es un mundo roto cuyas partes se entre-

729 M. Barlow, op. cit., pp. 104-105. 730 E. Mounier, L’affrontement chrétien, en: Œuvres, vol. III, p. 23-24.731 Ibídem, p. 24.732 Ibídem.

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chocan y cuyos gestos se destrozan mutuamente. Por dolorosa que sea la experiencia de lo trágico, ella es una experiencia de plenitud, lleva en su plenitud herida la esperanza y los primeros avances de una reconciliación final733.

El cristiano, pues, sostenido por una esperanza, y comprometido a la vez en las responsabilidades de la historia, conoce una fuerza que no lo deja caer nunca en el desaliento total734.

4. El fin de la historia

Aunque en la obra de Mounier no abundan los textos sobre el tema del final de la historia, no pasa, sin embargo, inadverdito. Sus afirma-ciones, más bien puntuales, suelen ser “un acto de fe” que poseen la categoría de principios teológicos. Según el filósofo personalista, se puede hablar de un final de la historia porque la historia tiene un sentido, pues, “una historia que no tiene sentido no tiene fin, y a la inversa”735. Sólo una concepción circular del tiempo y del proceso histórico, impide hablar de un final. El “eterno retorno”, por ejemplo, excluye de antemano cualquier final histórico. La concepción cristiana del tiempo y de la historia, en cambio, incluye un comienzo, un desa-rrollo por etapas sucesivas y un final.

Hemos dicho que la historia, siguiendo a Mounier, como la entiende el cristianismo, no solamente es progresiva sino también escatológica. Significa que “la historia no es eterna, escribe, hay un fin de la histo-ria, del mundo y del tiempo. El cristianismo no es superable. En otras palabras, no es solamente progresivo, sino escatológico. Progresivo y escatológico: Toda la complejidad de la exégesis histórica cristiana re-side en este nexo”736. Cuando se afirma que el cristianismo es esca-tológico, se suele pensar que se alude a unos días o instantes últimos de alboroto cósmico. No es así como lo afirma el cristianismo, sostie-ne Mounier. Escatológico es el carácter propio de la historia. Es decir,

733 E. Mounier, L’affrontement chrétien, op. cit., pp. 18-19.734 Ibídem.735 E. Mounier, Feu la chrétienté, op. cit., vol. III, p. 605.736 E. Mounier, La petite peur du XX siècle, op. cit., p. 404.

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cada instante es escatológico. “El cristianismo es tan escatológico en el año 7 después de Cristo como en el año 1949. Desde el comienzo ha estado sometido al imperio de su desenlace, y lo está en cada minuto de nuestra vida”737. El final de la historia será sobre todo realización. De cómo puede ser este final, de sus detalles últimos, no lo podemos saber. También el cristianismo intenta comprender desde la razón, y sobre todo desde la fe, aquellas realidades que tocan íntimamente la vida humana y su fin último. Pero, ante los límites de la comprensión humana, el hombre de fe se topa con el misterio, lo acoge y lo con-templa; contrario a la experiencia de la conciencia absurda, que suele encontrarse en estos límites con el abismo y el absurdo.

Jean Lacroix, hacia 1962, en el prefacio a su obra “Historia y miste-rio”, afirmaba que si no fuera porque le parecía demasiado ambicioso como título, este libro lo habría titulado “Progreso y escatología”738, aludiendo a la actualidad y a la importancia de este nexo. Según Lacroix, el dualismo entre progreso y escatología, así como los dualis-mos entre historia y metahistoria, entre dogma y progreso, entre fe y ciencia, desembocan en alguno de los dos errores más corrientes: “de una parte, un determinado progresismo comete el error de pretender volver las cosas a un plano horizontal, de no advertir que el destino del hombre no se puede agotar en el devenir histórico, o de conce-bir la escatología como un desarrollo y desenlace natural de la misma historia”739. Ocurre, igualmente, que por la insistencia en la historici-dad se cae en el historicismo, perdiendo de vista la diferencia entre tiempo y eternidad, y al final patrocinando un humanismo tan vulgar que se confunde con un inhumanismo. O por el rechazo de la historia se cae en el “escatologismo”, esto es, convirtiendo lo sobrenatural en pura evasión740. No lejos de aquí encontraremos aquel cristianismo desnaturalizado, de quienes han perdido toda capacidad de compro-miso con la historia y con los hombres de hoy741.

737 E. Mounier, Feu la chrétienté, op. cit., p. 606.738 J. Lacroix, op. cit., p. 11739 Ibídem, pp. 11-12740 Cf. Ibídem, p. 12. 741 Cf. E. Mounier, La petite peur du XX siècle, op. cit., p. 347. Mounier utiliza una expresión

muy gráfica para referirse a quienes siguiendo una pendiente poco acusada pasan de un “cristianismo de la Gracia a un cristianismo gracioso” (Ibídem, p. 347). Carlos Díaz

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Aquí también coinciden Mounier y Lacroix. Para los dos, progreso y escatología, historia y misterio, se compenetran. El tiempo no está va-cío de misterio, antes bien, “el misterio abre la temporalidad y le co-munica su profundidad; (…) el misterio es, por tanto, escribe Lacroix, aquello que da origen a la historia”742. Es la condición de ser ‘animal metafísico’ lo que hace posible que el hombre sea un ser histórico. Es su capacidad de trascender la Naturaleza lo que le garantiza la com-prensión de esta. “El hombre no sería historiador si fuera solamente ‘histórico’, escribe Lacroix, como no sería economista si nada más fue-ra ‘económico’”743.

Mounier rechaza, por tanto, el historicismo como el escatologismo. El sello definitivo de la unidad entre tiempo y eternidad, progreso y esca-tología, lo constituye la Encarnación. La historia no está vacía de eter-nidad, ésta ha penetrado en la historia. Por la Encarnación la historia se llena de contenido. Cristo da sentido a la historia744. Un sentido progresivo y escatológico. Ni sólo progresivo ni sólo escatológico. Los dos compenetrados, en una marcha incesante, entre luces y sombras, avances y retrocesos, avanzan hasta un final que, sin embargo, sigue siendo misterio.

Los dos extremos mencionados se hacen presentes constantemente en la vida de los pueblos, de diversas maneras. En tiempo de crisis las generaciones suelen confundir el final de una civilización con el fin del mundo. “Si tales testigos, escribe Mounier, creen gustosamente que el mundo se derrumba con sus costumbres o formas de vida, es porque la mayor parte de los hombres vive históricamente como ni-ños, con un mínimo de espacio de memoria del pasado detrás de ellos, con un insignificante espacio de imaginación sobre el futuro, y por eso confunden su aldea con el universo”745. Es como si “la conciencia de Apocalipsis aflora(ra) más fácilmente a la superficie de la historia que

ha escrito abundantemente sobre este tema y en general sobre el compromiso del cristiano en la obra de Mounier, véase especialmente su libro Mounier y la identidad cristiana.

742 J. Lacroix, op. cit., p. 12.743 Ibídem, p. 13.744 E. Mounier, La petite peur du XX siècle, op. cit., p. 404.745 Ibídem, pp. 341-342.

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la conciencia de decadencia”746.

El filósofo grenoblés cree que, dentro del cristianismo, la consciencia de un tiempo cumplido también ha evolucionado. Los primeros cris-tianos, con San Pablo a la cabeza, tomando a pie de letra las palabras de Cristo, “esta generación no pasará”, pudieron haber creído que el final era inminente. El pensador francés cree, sin embargo, que si los primeros cristianos realmente cometieron el error de creer en el in-minente final de la historia, este error se disipó rápidamente747. Era muy normal que después de la espera del Mesías, los judíos cristianiza-dos, al reconocer a Cristo como ese Mesías, tuvieran la convicción, no de un particular cumplimiento del tiempo sino de un final total. Pero aquel período también cumplió un fin pedagógico en la formación de la conciencia cristiana. El Acontecimiento Cristo, y con él, una parti-cular comprensión del “tiempo cumplido”, se fue transformando muy poco a poco hasta que los cristianos de los primeros siglos se acostum-braron a vivir en una especie de “hoy escatológico”, o para decirlo con una terminología más conocida, en un “ya, pero todavía no”. Esta comprensión nueva permitió que aquellos cristianos no sufrieran nin-gún desaliento considerable al constatar los hechos tal como son. La esperanza escatológica no es sólo una esperanza para el último día. Es también la confianza en la realización del acontecimiento salvador en el presente. Y, por lo tanto, no es una esperanza que elige la evasión o la irresponsabilidad histórica. La verdadera “esperanza en el más allá despierta inmediatamente la voluntad de organizar el más acá, (…) pues, el más allá está aquí, entre vosotros, con vosotros, o si no, no será para vosotros”748, escribe Mounier.

Este es el espíritu del verdadero cristianismo que llama a estar per-manentemente en la vanguardia en cuanto a la vida personal y social se refiere, pero también en una lucha constante contra el mal en ge-neral. La vida del hombre que se considera cristiano no se presenta como armonía duradera sino como lucha y contradicción. Palabras como Dios, muerte, pecado, cruz, juicio, se hacen presentes en cada

746 Ibídem, p. 343.747 Ibídem, p. 343.748 Ibídem, p. 346.

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momento con su carácter de urgencia, recordando al mismo tiempo la angostura del camino, el misterio que encierran las verdades, las exigencias que implican las promesas. Si la venida de Cristo marca el comienzo del periodo escatológico, no se puede olvidar que ese comienzo tal vez se refiera no al comienzo del fin, sino más bien al fin del comienzo, y que nosotros seamos, “en la escala de la historia total, escribe Mounier, los hombres primitivos”749. Lo cual no significa que se suprima la urgencia del tiempo y de la historia, antes bien, “el fin del tiempo previsto por los profetas se detiene sobre cada edad de la historia con la misma urgencia”750. Es lo que significa vivir en vigilancia.

749 Ibídem, p. 349. 750 Ibídem.

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Entre Dios y el hombre, o mejor, entre la obra de Dios y la obra humana, se constituye una dialéctica siempre creadora. Dios comunica al hombre su vida, no para contrarrestar la responsabilidad humana, sino para darle plenitud a su acción. Como escribe J. M. Esquirol, Mounier “intenta encontrar una concepción intermedia de la historia, equidistante entre el puro subjetivismo (la historia producto del espíritu) y el puro objetivismo (la historia proceso determinista donde las personas estarían totalmente alienadas). El ser humano no es ni el protagonista absoluto de la historia, ni esta es una fatalidad insuperable”751. Dado que esta relación no siempre se ha manifestado claramente para el hombre, es necesario poner de manifiesto su dificultad y, por lo mismo, el empeño que demanda. La constante tensión suscitada entre Dios y el hombre ha tendido siempre a inclinarse hacia uno u otro extremo. La historia, sin embargo, parece dar testimonio de que la humanidad ha venido madurando en el paso de una confesada heteronomía a una mayor autonomía, si bien muchas veces rebelde, que lo impulsa con fuerza a asumir su propio destino.

751 J. M. Esquirol, Què és el personalisme?: Introducció a la lectura d’Emmanuel Mounier, ed. Pòrtic, Barcelona, 2001, p. 21.

CAPÍTULO XI

EL HOMBRE, AUTOR DE SUPROPIA LIBERACIÓN

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Según nuestro filósofo, el auténtico pensamiento cristiano no ha cesado de reivindicar este derecho del hombre de forjarse sus propias rutas, sabedor de que la reivindicación de su propia libertad es, al mismo tiempo, la reivindicación de uno de los atributos de la divinidad752, pues el hombre se hace partícipe de lo divino, “participando en la vida íntima de Dios, con la sola condición de reconocer al Dios que se complace en comunicar su sobreabundancia y en multiplicar lo divino en torno a él”753.

Uno de los errores de las concepciones positivistas del progreso y de la historia consiste precisamente en establecer entre Dios y el hombre una especie de compenetrabilidad, unas veces, o de una tal separabilidad, otras, por lo que se ven obligados a negar al uno para afirmar al otro. Con el fin de superar este dualismo que le parece insostenible, Feuerbach mantiene que el ser absoluto, el dios del hombre es su propia esencia”754. Queda de esta manera negado el Dios personal y autónomo, y el hombre es afirmado por su esencia. Según Feuerbach, el verdadero progreso consiste en el autoconocimiento, lo que implica que el hombre se conozca a sí mismo mediante el conocimiento del objeto de su propio conocimiento. Tal objeto es su mundo. Sólo mediante el descubrimiento de sus propias capacidades, de su propia infinitud, de lo sublime que hay en él, de “su ser absoluto, supremo y primero”, el hombre podrá desarrollar sus capacidades. O lo que es lo mismo: negando al Dios “externo”, y afirmándose a sí mismo, el hombre encuentra el camino de su propia realización.

Retomando la tesis de San Agustín, según la cual Dios es más próximo a la conciencia de lo que son los objetos sensibles, Feuerbach sostiene que

en el caso del objeto religioso coincide inmediatamente la conciencia con la autoconciencia. El objeto sensible es exterior al hombre, el objeto religioso está en él, le es interior; por eso es un objeto que no le puede abandonar, como tampoco le abandona su autoconciencia, o su conciencia moral. Es

752 Cf. E. Mounier, La petite peur du XX siècle XX, op. cit., p. 419.753 Ibídem. 754 L. Feuerbach, La esencia del cristianismo, Editorial Trotta, Madrid, 1998, p. 57.

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un objeto íntimo, el más íntimo y próximo de todos los objetos755.

Por este camino, concluye Feuerbach que la conciencia que tenemos de Dios es la misma autoconciencia del hombre. O lo que es lo mismo, Dios se identifica con la autoconciencia. Así, la esencia de la religión consiste precisamente en ignorar esta verdad. Pero cuando el hombre toma conciencia de su propia esencia y de su propia capacidad de autodeterminación, desaparece la religión. Desapareciendo Dios, el hombre se supera.

No hay duda de que cierta línea de ateísmo tiene razón al oponerse siempre a una religión de huída. A una religión, como se suele afirmar, desencarnada, del puro espíritu, más indicada para alienar que para salvar. Sin embargo, el auténtico cristianismo se ha opuesto siempre a tales desviaciones. Una religión desencarnada es la antítesis del cristianismo auténtico, precisamente porque este es la religión de la Encarnación. Dios, por su Encarnación en Cristo, cada día se hace hombre. Según el cristianismo, el hombre ha de desear y forjar su liberación basándose en su trabajo, su esfuerzo, sus esperanzas y desvelos, saboreando sus propias alegrías y sufrimientos. Así, “el progreso está siempre pensado como movimiento hacia delante, pero comporta también una espera, un retraso (...). Este anverso de la duración histórica, sostiene el filósofo francés, no tiene sentido más que si el tiempo es a la vez paciencia de Dios y gloria de la libertad”756. El cristianismo resalta la imagen de un Dios comprensivo, sabio y bueno, antes que un Dios justiciero.

Mounier cree, no obstante, que quien prescinde de los aspectos trágicos de la historia, de hecho prescinde del cristianismo, pues este no es una religión para satisfechos sino para constructores de tareas y esperanzas, en medio de las vicisitudes del mundo. Afirmar que en el seno del cristianismo habita la última razón del verdadero optimismo, no significa simplemente afirmar lo opuesto del pesimismo, pues “lo contrario del pesimismo no es el optimismo. Es una mezcla

755 Ibídem, p. 64. 756 Ibídem. p. 420.

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indescriptible de simplicidad, de piedad, de obstinación y de gracia”757. Este hecho parece explicar que el optimismo de los filántropos se toque frecuentemente con los vientos de la incertidumbre y de las inseguridades, y que sus certezas se vayan viendo finalmente desvanecidas. Estas paradojas de la vida humana han sido bien desarrollas tanto por Pascal como por Kierkergaard758, quienes en todo caso se mantienen en la fe y conservan un “optimismo cristiano”.

Según el filósofo personalista, el cristianismo no lo podemos reducir a un servidor de la felicidad y a un organizador de las sociedades humanas. Él se dirige a lo esencial del hombre y de la humanidad. Se dirige a hombres y no a superhombres o a subhombres. Un hombre hecho más para la humildad que para las seguridades consumadas. El Dios de Jesús es un Dios encarnado en las realidades trágicas de la historia, el Dios que prefiere a los sencillos antes que a los felices y optimistas, que prefiere a los piadosos más que a los seguros de sus propias seguridades, que prefiere a los trabajadores antes que a los que alardean de sus propias plenitudes.

Los otros, escribe nuestro autor, aquellos que se exaltan con el progreso de la fontanería hasta llegar a colmar de tal modo los deseos de su corazón y a liberarse de todo fantasma, esos pueden lanzar cruzadas contra la desesperación. Ellos arrastran ya en sus furgones la desesperación del mañana, la que no deja ya recurso alguno, siquiera fuese el gusto por los abismos, ya que los abismos habrán de ser suprimidos de decreto, luego por error, después por costumbre. Y esta vez, los verdaderos junto con los falsos759.

757 Ibídem, p. 424. 758 Cf. Ibídem, pp. 422-423. Véase, por ejemplo, el capítulo XXI de los Pensamientos de

Pascal en que habla de las “Sorprendentes contradicciones en la naturaleza del hombre respecto de la verdad, de la felicidad y de otras muchas cosas”, y en donde escribe: “nada más extraño en la naturaleza del hombre que las contradicciones que en ella se descubren respecto de todas las cosas. Está él hecho para conocer la verdad, la desea ardientemente, la busca, y no obstante, cuando intenta apoderarse de ella, se deslumbra y se confunde de tal suerte, que da motivo a discutirle la posesión” (en: B. Pascal, op. cit., p. 301). De Kierkegaard, por su parte, son muy conocidas sus tesis sobre las paradojas de la existencia humana, desarrolladas en toda su obra

759 Ibídem. p. 425. De nuevo aparece aquí el paralelo con la visión trágica de la vida de Kierkegaard, en la que la desesperación es, paradójicamente, el mejor signo de la vida.

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Con todo y los progresos, opina Mounier, la humanidad tan sólo va lle-gando a la adolescencia. Después de largos periodos en que el hombre vivía en una tranquilidad apenas impaciente, con la modernidad sien-te el impulso a hacerse cargo de su propia vida y de su historia. Si bien, no acaba de superar la angustia que se apodera de él cuando en sus dominios no puede abarcar el futuro, “el hombre se siente hoy llama-do a ser demiurgo del mundo y de su propia responsabilidad (…)”760.

Veamos a continuación en qué consiste para el pensador personalista dicha responsabilidad y en qué se puede fundar.

1. Libertad y responsabilidad histórica

En el proceso de liberación del hombre no sólo es importante contar con todos los alcances posibles de la inteligencia humana, sino que se trata también de descubrir un punto de encuentro o de equilibrio entre esta y la sabiduría divina. Dios le participa al hombre el fuego sagrado de su divinidad para que el hombre, descubriendo por sí mismo la grandeza de su misión, se vea atraído hacia lo divino como inagotable posibilidad. En este proceso es, precisamente, en el que el hombre se siente constantemente acechado por su orgullo y su autosuficiencia. Por lo mismo, sin una lucha constante de su parte, sin un “violentarse” a sí mismo en una especie de tensión hacia su propia divinización, imitando y prolongando a Cristo, sin un esfuerzo sin tregua también por divinizar la Naturaleza, el hombre no podría alcanzar uno de sus más grandes cometidos como es el de “arrastrar al universo material a la escala de nuestra divinización”761, sabiendo en todo caso que la ley de la conquista del Reino se extiende tanto al mundo material como al mundo del espíritu.

La lucha del hombre por liberarse de las esclavitudes de la materia constituye la primera etapa de su liberación espiritual. Una etapa que comporta, sobre todo, un “inmenso esfuerzo por liberar al hombre del trabajo por el trabajo (que) es la promesa dada por vez primera a todos los hombres para que, en un plazo de tiempo históricamente

760 Ibídem, p. 380.761 Ibídem, p. 416.

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mensurable, puedan estar suficientemente capacitados para las vocaciones esenciales del hombre”762. Este es un empeño que demanda no sólo el esfuerzo del hombre total y del mayor número de hombres, sino también, una responsabilidad indelegable y siempre urgente.

Para Mounier, la obra de la liberación es una obra divino-humana. Si bien las filosofías del progreso se han afirmado constantemente como protestas humanísticas en oposición a una supuesta concepción religiosa del hombre que niega su autonomía, no se puede negar que todo movimiento de liberación social que reivindica la dignidad y la autonomía humanas, hunde sus raíces en un atributo de la divinidad. Es el sentido esencial del Cristo que hace partícipe al hombre de su vida divina. Mounier propone la sugestiva imagen de la Capilla Sixtina en la que “un hombre llamado al nivel de su Dios que de un dedo al Otro, sin aire autoritario, le comunica el soplo divino. Un acto de adoración interior, e inmediatamente transformado por aquel que lo recibe en acto de liberación”763. Las creaturas se convierten así en cooperadores del acto creador de Dios. Constituye esta participación una dignidad que, sin embargo, el hombre ha de acoger libremente.

El fundador de Esprit sostiene, así mismo, que el pensamiento cristiano a lo largo de la historia no ha ido en otra dirección que en la de otorgarle al hombre el derecho de ser señor de la creación, así como el de extraer de este derecho todas las consecuencias. Así lo expresa la teología desde los Padres de la Iglesia. Así lo habría hecho Eusebio, por ejemplo, que “alaba en el hombre al constructor de las ciudades y del saber”764, o San Gregorio de Nisa, que ve en el hombre una imagen perfecta de Dios, y el intermediario a través del cual se diviniza toda la creación765. Este poder que tiene el hombre de divinizar la Naturaleza lo ha recibido de Dios merced a la Redención obrada por Cristo. Esta es una tesis esencial del cristianismo que refuta cualquier otra lectura que se pueda hacer al margen de la dignidad intrínseca del hombre, pues “el cristianismo da verdaderamente al hombre toda su altura, y

762 Ibídem, p. 417.763 Ibídem, p. 419.764 Ibídem, p. 419.765 Cf. Ibídem.

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más aún que la altura del hombre, lo llama a participar de Dios y lo llama en la libertad”766. Todo permite concluir que Dios no ha querido crear la naturaleza del hombre en estado de perfección instantánea, sino que ha querido que el hombre alcance su propia liberación como fruto de sus esfuerzos, de sus luchas, de sus fatigas, e incluso de sus errores, y no como una especie de limosna venida desde fuera.

2. La libertad como don y conquista

Nos hemos referido hasta aquí, en este último apartado, al puesto del hombre en la obra de la creación y de su misión en el mundo. Dado que la libertad constituye una de las dimensiones fundamentales del hombre, hemos de averiguar a continuación cómo la ha entendido Mounier dentro de este proceso de liberación y cómo se relaciona ella con la responsabilidad histórica que poseen todos los hombres en la construcción de su destino. Como afirma J. M. Esquirol, “el personalismo no puede admitir una concepción o una filosofía de la historia que anule la libertad y la responsabilidad de hombres y mujeres; sólo ellos pueden ser los sujetos de la historia y no se les ha de ver como simples piezas ni títeres insignificantes de un devenir fatal”767. La preocupación de Mounier consiste, precisamente, en este esfuerzo por encontrar los caminos del hombre, por reencontrar el sentido de sus preocupaciones cotidianas, y en definitiva, por situarlo, una y otra vez, en su tarea de creador activo de la historia, y de sujeto responsable de la humanización de la condición humana.

En este sentido, igual que en todos los aspectos que hacen referencia directa a la constitución de la persona humana, Mounier se esfuerza por definir al hombre como un ser espiritual. Se puede afirmar que el personalismo de Mounier constituye una filosofía del espíritu, entendido éste como el ser encarnado y, en último término, como una filosofía de la libertad.

Mounier denuncia, primeramente, la manipulación que el capitalismo

766 Ibídem, p. 420.767 J. M. Esquirol, op. cit., p. 21.

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hace del concepto de libertad768. El capitalismo —se afirma reiteradamente en este trabajo— encubre una mistificación de la libertad bajo los conceptos de competencia e iniciativa individual. En nombre de la libertad se crean unas estructuras que, bajo una cierta fórmula personalista, adquieren una gran fuerza de seducción. La libre competencia, dejada en manos de las leyes del capital, crea una concentración de riquezas y de poder en los más fuertes. El capitalismo liberal actúa así en contra de la libertad: al acelerarse un proceso de despersonalización que afecta tanto a los ostentadores del poder y del capital, como también -y todavía de manera más traumática— a las masas desposeídas, la libertad queda de esta manera reducida a la capacidad que tienen los individuos de hacer parte de los mecanismos financieros.

Como intentó demostrar Marx, la concepción que tiene de la libertad el liberalismo está siempre vinculada a un estado de estructuras económicas y sociales, que no puede ser aceptada sin más. Es una “libertad portátil, afirma Mounier, desgajada de todo cimiento en la condición humana, y de toda finalidad”769, que repugna de manera particular a la conciencia cristiana. La libertad del liberalismo ha sido contaminada por los hábitos de la facilidad, y su estrechez y su egoísmo son cómplices de las injusticias de los sistemas liberales.

La libertad que define el liberalismo occidental, en definitiva, suele ser una libertad ligera, descuidada, replegada, que se le experimenta más en la abstención, en la negación, en el desafío, que en el compromiso y la responsabilidad.

Igualmente, la libertad concebida por el existencialismo ateo770 se desliza hacia una especie de aberración. Para Sartre, el hombre no es un proyecto fundado en un acto creador, sino alguien que surge en el

768 E. Mounier, Manifeste au service du personnalisme, op. cit., pp. 590-591.769 E. Mounier, Feu la chrétienté, op. cit., p. 618.770 Para el existencialismo ateo la existencia es una realidad solitaria. Sin nadie en frente.

Ni Dios, ni siquiera ser. No existe nada ni nadie a priori. Lo único que existe es la acción. El hombre no es nada, o es apenas lo que él se hace. “El hombre no es otra cosa que el conjunto de sus actos. La vida no tiene sentido a priori: cada uno ha de darle un sentido viviendo” (E. Mounier, Introduction aux existentialismes, op. cit., p. 151).

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mundo como libertad total. El hombre es un individuo sin pasado, sin más relación que la pura discontinuidad de los destinos individuales771. No puede definirse ni por una historia ni por un contenido intrínseco, sólo está definido por su proyección hacia el porvenir, por lo que decida ser en cada momento por el ejercicio de su libertad. Sin embargo, dicha libertad tampoco puede ser una conquista del individuo, sino “una simple aceptación del destino, una necesidad comprendida y asumida”772 . Y así, en Sartre como en Heidegger, no es de la abundancia del Ser que surge la libertad, sino de la carencia del Ser, esto es, de la pura absurdidad. De aquí el carácter originalmente absurdo de toda elección773. Si la realidad humana es el resultado de la nihilización del “en-sí”, la libertad equivale a dicha nihilización. Por la libertad, escribe Sartre,

el para-sí escapa a su ser como a su esencia; por ella es siempre otro que lo que puede decirse de él, pues por lo menos el para-sí es aquel que escapa a esa denominación misma, aquel que ya está allende el nombre que se le da o la propiedad que se le reconoce (…). En efecto: por el solo hecho de tener conciencia de los motivos que solicitan mi acción, esos motivos son ya objetos trascendentes para mi conciencia, están fuera; en vano trataría de asirme a ellos: les escapo por mi existencia misma. Estoy condenado a existir para siempre allende mi esencia, allende los móviles y motivos de mi acto: estoy condenado a ser libre. Esto significa que no podrían encontrarse a mi libertad otros límites que ella misma, o, si se prefiere, que no somos libres a pesar de ser libres774.

Mientras Sartre y Heidegger conciben la libertad no como conquista sino como aceptación del destino, no como “poder ser más” sino como necesidad que se ha de asumir, no como sobreabundancia de ser, sino como indigencia de ser; no como posibilidad creadora para el hombre, sino como condena irremediable en el camino de una existencia sin sentido y sin finalidad775, el existencialismo cristiano la concibe como

771 Cf. E. Mounier, Introduction aux existentialismes, op. cit., pp. 151-152.772 Ibídem, p. 155.773 Cf. J. P. Sartre, op. cit., p. 544.774 Ibídem, pp. 544-545.775 E. Mounier, Introduction aux existentialismes, op. cit., pp. 154-155.

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don que desborda incluso las distintas dimensiones del hombre y lo invita constantemente a superarse. Es “un infinito soberano, escribe Mounier, pero es libertad delante de Dios, o mejor todavía, en Dios”776. Si bien esta particular manera de concebir la libertad tiene el riesgo de oscurecer un poco la raíz natural de donde surge en mí dicha libertad, cayendo en un cierto fideísmo, no hay duda que, como sostiene Jaspers siguiendo el pensamiento de Kierkegaard, el hombre vive la libertad como un origen, un surgimiento, que experimenta aunque no pueda probar racionalmente. Para el cristiano, en definitiva, afirma Mounier, “la libertad, no está determinada, pero es prevista, llamada, acogida y transfigurada. Su gravitación es universal”777.

Según Mounier, podemos hablar de libertad con la condición de que ella sea comprendida dentro de la estructura total de la persona, pues ella “es afirmación de la persona”778. Cuando se pretende encontrar la libertad no en el interior de la persona, sino en un mundo objetivo, a ras de la naturaleza, suelen encontrarse apenas dos formas de libertad: una, la libertad de indiferencia. Por los caminos de la indeterminación total, se desliza hacia la nada, hacia la inacción total. La otra, es la del indeterminismo físico. Una perspectiva moderna que se basa en el principio de la irregularidad del universo. Sobre esta base se piensa que, al no poderse probar la libertad, sólo queda refutarla. El indeterminismo físico no alcanza a percibir que la misma naturaleza prepara las condiciones de la libertad. El paso de la materia a la vida a lo largo del complejo proceso de la evolución ha preparado también las condiciones de la autonomía espiritual de la libertad.

Sin embargo, la libertad no surge de estas preparaciones como el fruto de la flor. En el enigma de las fuerzas naturales que las atraviesan y confunden, le está reservado a la iniciativa irremplazable de la persona reconocer las pendientes cómplices de su libertad, elegirlas y lanzarse por ellas. Es la persona quien se hace libre, después de haber elegido ser libre. En ninguna parte encuentra la libertad dada y constituida. Nada en el mundo le asegura que ella es libre si no penetra

776 Ibídem, p. 151.777 Ibídem.778 E. Mounier, Le personnalisme, op. cit., p. 477.

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audazmente en la experiencia de la libertad779.

Emmanuel Mounier sostiene, igualmente, que la libertad no puede concebirse como una cosa. Esto no significa que se pueda negar su objetividad. Negando su objetividad de manera absoluta hace pensar a Sartre, repitámoslo, que la libertad es subjetividad absoluta. Por este camino, llega al concepto de una libertad total que termina degenerando en puro mito.

Para llegar a la noción de libertad, Mounier parte de la noción de naturaleza. Es la naturaleza la que expresa que la existencia es densidad y surgimiento, don y creación. Si la vida del hombre estuviera desprovista de todo orden previo, su acción estaría abierta siempre, y sin defensa, a lo más inhumano. Sin la naturaleza humana, o si una tal naturaleza fuese resultado y no orden rector, no sería posible establecer un orden, o unos criterios para juzgar las acciones de los hombres. ¿Quién podría, en estas condiciones, condenar una acción, por inhumana que pueda parecer, si es apenas el resultado del impulso y de la pasión del hombre? Lo que sí es verdad es que, “si existe una cosa tal como una naturaleza humana, no puede ser aproximadamente enunciada más que por el conjunto de la historia del hombre, si se admite que la historia tiene un sentido que no es prenecesidad; (…)”780. El hombre no es sólo lo que hace, sino que es en el mundo y con el mundo. De la misma manera, la libertad surge de mis propias posibilidades y de las posibilidades del mundo. Ella surge no como un puro hecho, comparado con lo arbitrario vital o como la voluntad de poder, como algo que se me impone y que viene con rostro absurdo e inhumano, sino que se me propone como un don. Para aceptarla o rechazarla. De aquí que el “hombre libre es aquél que puede prometer, y aquél que puede traicionar (G. Marcel)”781.

De otra parte, por el mismo hecho de que la libertad no se puede separar del mundo de la persona, tampoco se comprende sino en un mundo de personas. La libertad no surge, no puede surgir, aisladamente. Surge

779 Ibídem, p. 478.780 E. Mounier, Introduction aux existentialismes, op. cit., pp. 155-156.781 Citado por: E. Mounier, Le personnalisme, op. cit., p. 480.

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en la comunidad en la que unos seres libres lo son gracias a la libertad de otros hombres y mujeres que están comprometidos con un mundo libre782. Sólo mediante la libertad de los otros y con los otros, me voy haciendo libre.

La libertad, pues, que es un don que se ofrece y una tarea que se realiza por la aceptación voluntaria de la persona, también se constituye en una fuente viva de ser. Los actos de la persona se constituyen en auténticamente humanos cuando, venciendo toda clase de dificultades, logra transfigurar lo más rebelde en obras positivas. Entendida la libertad como esta fuente de ser, se puede afirmar que, escribe Mounier, “el hombre es entera y siempre interiormente libre cuando quiere. (…) Sin embargo, la libertad del hombre es la libertad de una persona y de esta persona, constituida y situada en sí misma así, en el mundo y ante los valores”783.

Por otra parte, Mounier sostiene que la persona se comprende siempre y sólo en situación. El mundo la condiciona y limita. “Nuestra libertad es la libertad de una persona situada, pero es también la libertad de una persona valorizada”784. Ser libre implica aceptar ciertas condiciones y apoyarse en ellas, apuntando siempre a una liberación, a una personalización del mundo y de mí mismo. Dado que la libertad sólo puede crecer precisamente ante tales dificultades, ella se constituye en desafío y proyecto vivo. En este sentido se puede hablar tanto de “la” libertad como experiencia interior, como de “las” libertades, entendidas como las condiciones biológicas, económicas, sociales, políticas, necesarias para que las personas y las comunidades puedan desarrollar su vocación humana. Sin olvidar, en todo caso, que tanto la libertad espiritual como las libertades “externas” están siempre amenazadas, y que la tarea de su conquista implica al hombre con todas sus capacidades, con su máxima conciencia y compromiso en cada momento, dando lo más valioso de sí para crear las condiciones de su propio ser.

782 Cf. Ibídem. 783 Ibídem. 784 Ibídem, p. 482.

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Un enemigo permanente de la libertad, según el filósofo de Greno-ble, es el conformismo. El hombre tiende a instalarse en la comodidad. Bien ante la comodidad de ciertas esclavitudes, o bien ante las segu-ridades de libertades alcanzadas. Ni la libertad ni la historia son he-chos consumados. Es importante “reconocer el sentido de la historia para insertarse en ella; pero, al adherirse demasiado bien en la historia que es, no se hace la historia que debe ser. Hay que buscar el diseño de la naturaleza humana, pero al calcar demasiado bien sus formas conocidas, se dejan de inventar sus posibilidades inexploradas”785. Es necesario afirmar que la lucha por la libertad del hombre puede ser modesta, pero también intrépida, pues, “la batalla de la libertad no conoce fin”786.

Mounier establece una estrecha relación entre libertad de elección y libertad de adhesión. Toda elección implica en cierta forma una adhe-sión. La verdadera elección conlleva implicación, compromiso. Al elegir la persona realiza un poder que hay en ella. Significa, al mismo tiempo, que el hombre al elegir se elige también a sí mismo, y en tal elección se crea y se construye, o se niega y se destruye. Sólo por la decisión creadora “el mundo avanza y el hombre se forma”787. Todas las eleccio-nes comprometen, finalmente, al hombre.

Un cierto equilibrio se reclama entre la libertad de elección y la liber-tad de adhesión. Cuando el centro de gravedad de la libertad se desvía hacia el acto de elección, la libertad se torna pronto impotente para la elección misma. La libertad pierde impulso y la persona se desliza hacia la abstención y la indiferencia. Igualmente, cuando se centra la libertad en la sola conquista de la autonomía, el individuo pierde capa-cidad de relación, y se torna opaco y egoísta. Es en un sano equilibrio

785 Ibídem, p. 482.786 Ibídem, p. 483.787 Ibídem, p. 483. Kierkegaard, situado en una dirección eminentemente cristiana

entiende la elección como el momento privilegiado de la existencia. El tema de la elección obsesiona su pensamiento. La elección se convierte en el acto generador de la personalidad. Es ella capaz de purificar al hombre o de la confusión y de la ambivalencia. “Hay en el hombre que ha elegido, esencialmente, una o varias veces en su vida, escribe Mounier refiriéndose al filósofo danés, lo mismo que en el hombre que ha amado, un resplandor inconfundible” (E. Mounier, Introduction aux existentialismes, op. cit., p. 96).

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entre la libertad para la elección y la libertad para el compromiso don-de el hombre distiende su ser y se hace disponible. La libertad, pues, “no es sólo ruptura y conquista, es también, y finalmente, adhesión. El hombre libre es el hombre a quien el mundo interroga y que responde: es el hombre responsable”788. La libertad se convierte así en un movi-miento de encuentro, en un quehacer mutuo y solidario, en la manera más auténtica de ser de la persona en un mundo de personas. De esta manera lo han comprendido Max Scheler, Martin Buber y Gabriel Marcel, para quienes

la experiencia lleva a una comunicación de los sujetos, diálogo, encuentro auténtico, en donde no trato al otro como naturaleza, sino como libertad; más aún, en donde colaboro para su libertad, como él colabora para la mía. Si el otro no es un límite del yo, sino una fuente del yo, el descubri-miento del nosotros es estrictamente simultáneo con la experiencia per-sonal. El tú es aquel en que nosotros nos descubrimos y por quien noso-tros nos elevamos: Surge en el corazón de la inmanencia como en el de la trascendencia. No rompe la intimidad, sino que la descubre y eleva. El reencuentro en el nosotros no sólo facilita un intercambio integral entre el yo y el tú, sino que crea un universo de experiencia que no tendría realidad sin este encuentro789.

3. Libertad y compromiso

El personalismo de Mounier se concreta en “una filosofía del ser y del quehacer humanos”. No es sólo una filosofía del pensamiento, sino también, y de manera inseparable, de la acción. Pensamiento y acción constituyen en Mounier una unidad dinámica. Se podría decir, en definitiva, que el personalismo es la filosofía del compromiso humano, o mejor todavía, es la filosofía del hombre comprometido. Es lo que quiere significar Mounier cuando afirma que “el hombre sólo es hombre por el compromiso”790. No significa que el hombre es sólo sus

788 E. Mounier, Le personnalisme, op. cit., p. 484.789 E. Mounier, Introduction aux existentialismes, op. cit., p. 140. Mounier cita quí a Mau-

rice Nédoncelle, La Reciprocité des Consciences, Ed. Montaigne, 1942. 790 E. Mounier, Qu’est-ce que le personnalisme, op. cit., p. 200. El autor que más

ampliamente ha desarrollado el tema del compromiso en el personalismo de Emmanuel Mounier es: Carlos Díaz. Ya en uno de sus primeros libros sobre el autor francés sostenía

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compromisos, esto significaría una especie de esclavitud, quiere decir más bien que el compromiso le garantiza al hombre su libertad. El compromiso no es un absoluto pero unifica al hombre, demandándole al mismo tiempo, para que tal compromiso sea auténtico, su relación con el absoluto, pues

sin referencia al absoluto, el compromiso no llega a ser sino mutilación, organización progresiva de la desesperanza y del envejecimiento. En perspectiva de absoluto, los desprendimientos que este compromiso impone se convierten en sacrificios a la generosidad del ser. Sellan lo trágico, pero también cierta ligereza prometedora que la acompaña como una perpetua juventud791.

El auténtico compromiso se funda en una verdadera filosofía de la trascendencia. Sea esta concebida como una existencia suprema, más allá de la historia, sea concebida como una superación del hombre y de las propias condiciones. La trascendencia se convierte siempre en principio perpetuo de compromiso. El hombre que cree en la superación del hombre, que sabe que las servidumbres y las esclavitudes que intentan encadenarlo son su desafío siempre urgente; el hombre que ama la fidelidad y la aventura, el orden y la libertad, aquél que alberga en sí grandes esperanzas y que cree al mismo tiempo en la construcción de los destinos singulares, ese hombre “sabe que no hay libertad del hombre más que madurando un compromiso; que no hay, a su vez, compromiso de hombre más que madurando en libertad. Y que toda otra libertad, como todo otro compromiso, conduce a la servidumbre”792.

Hemos enunciado arriba la teoría de la acción. Y es precisamente porque, al estar íntimamente emparentada con el compromiso, constituye un tema central para el personalismo de Mounier. Ciertamente, esta reflexión no es una novedad que le debemos a Mounier, pues está

la tesis de que una filosofía que no conduce a la lucha, al empeño, al compromiso, no es para el personalismo una verdadera filosofía (Cf. C. Díaz, Personalismo obrero: Presencia viva de Mounier, ed. Zero, Madrid, 1970).

791 E. Mounier, Qu’est-ce que le personnalisme, op. cit., pp. 200-201.792 Ibídem, p. 202.

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situada en una época del pensamiento occidental en la que ya se ha intuido, si no comprendido del todo, que la existencia es acción, y que en la medida en que dicha acción sea más perfecta, hace más perfecta tal existencia. Para Mounier, como lo era ya para Mauricio Blondel, el ser es acción y el hombre lo es igualmente por la acción. Ella designa en el hombre la experiencia espiritual integral y en el ser su más íntima fecundidad. Tanto que, “lo que no actúa no es”793, llega a afirmar Mounier.

La primera condición de la acción es precisamente la libertad. Tanto que toda auténtica teoría de la acción supone descartar de antemano los determinismos, y en general todas las doctrinas materialistas que llevan en sí los peligros del determinismo, y en consecuencia, una especie de fatalismo histórico794. Sin libertad no se puede concebir la responsabilidad humana, y su compromiso para con la historia.

Mounier establece cuatro dimensiones de la acción. La primera se refiere a la función modificadora de la realidad exterior. Esta equivale al clásico hacer. Es la acción ordenada a la organización del mundo exterior. Mounier la denomina acción económica. Definida como la

acción del hombre sobre las cosas, acción del hombre sobre el hombre en el plano de las fuerzas naturales o productivas, en todas partes, sea en materia de cultura o de religión, donde el hombre desmonta, aclara y dispone determinismos. Es la esfera de la ciencia aplicada a los asuntos humanos, de la industria en el sentido amplio de la palabra. Tiene su fin y su medida propia en la eficacia795.

El hacer, sin embargo, no se agota en la exterioridad, ni se reduce a una acción más o menos mecánica. El hombre íntegro es el que actúa en dicha tarea transformadora. Por eso, necesita de las condiciones humanas para que su acción sea eficaz. Un ambiente apropiado desde el punto de vista ambiental, una seguridad básica desde el punto de vista social, y si se prefiere, político, así como un espíritu de fraternidad

793 E. Mounier, Le personnalisme, op. cit., p. 498.794 Cf. Ibídem.795 Ibídem, p. 500.

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con sus semejantes; son condiciones imprescindibles para que se pueda dar no sólo este quehacer que produce, sino también un crecimiento del hombre que trabaja, una superación de la simple utilidad material. Sin estas condiciones, que en todo caso han de salvaguardar la dignidad de la persona, brota necesariamente la inconformidad y la rebeldía del hombre. La rebelión social es generalmente posterior a la rebelión subjetiva.

La segunda dimensión se refiere al obrar. El obrar está dirigido a la formación del agente. Pertenece a la acción ética y “tiene su fin y su medida en la autenticidad”796. Si en el hacer importa lo que se hace y su utilidad, aquí importa el agente que lo hace, cómo lo hace y la transformación que se da en él. No significa que su obrar, el objeto de su acción, no tenga consecuencias en el mundo de la economía o de las cosas en general, pero importa mirar el centro del obrar que es la persona, es decir, su proyecto humano que consiste en formarse como persona, creando un entorno propio de personas. Por el obrar el hombre está llamado no sólo a transformarse a sí mismo, sino también a transformar el mundo, haciéndolo humano.

La tercera dimensión es lo que los griegos llamaron la teoría, o la “acción contemplativa”. Mounier la define como “parte de nuestra actividad que explora los valores y se enriquece con ellos, extendiendo su reino sobre la humanidad”797. Se puede pensar que esta contemplación se refiere exclusivamente a la inteligencia y que se descuidan otras dimensiones del ser humano. Pero la acción contemplativa, que tiene como fin la perfección y la universalidad, implica al hombre total y exige toda su actividad. Se dice que la actividad contemplativa es desinteresada en la medida en que no se dirige directamente a los asuntos de utilidad inmediata, pero esto no quiere decir que para el hombre contemplativo la realidad humana le sea indiferente, antes bien, la vida humana le interpela y le compromete a trabajar por un mundo que percibe más humano, y si se prefiere, más elevado.

El contemplativo, aún manteniendo como principal preocupación la

796 Ibídem, p. 501. 797 Ibídem.

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exploración y el perfeccionamiento de los valores, puede también aspirar directamente a la conmoción de la práctica. (…) Su acción es de tipo profético. La acción profética asegura la unión entre el contemplativo y la práctica (ética + economía), así como la acción política entre lo ético y lo económico798.

La acción contemplativa, si bien apunta a un reino de valores, parte sobre todo de la sobreabundancia del espíritu que crea y recrea dicho reino.

La cuarta, es la dimensión colectiva o comunitaria. Toda acción para que sea humana y para que esté ordenada a la humanización integral, ha de contar con la comunidad de trabajo, así como con la comunidad de destino o comunión espiritual799. Es un principio fundamental del personalismo la afirmación de que el hombre, todos los hombres, poseen una unidad de vocación que se ordena, al mismo tiempo, a la igualdad y a la fraternidad universales. Negar la unidad de vocación y reducirlo todo a una unidad de estructura, es optar por el relativismo que aisla a los hombres y que justifica las desigualdades y las injusticias.

La dimensión comunitaria está en el corazón mismo de la persona, integrada a su misma existencia. Para el personalismo de Mounier, la persona sólo se construye en su apertura al otro, por su capacidad de dar y de acoger. Toda acción desarrollada en el aislamiento, en la negación comunitaria, es un acción por sí misma incomunicada y estéril. La comunidad, al contrario, está ordenada a la realización mutua de cada uno. La acción humana, por ser prolongación del mismo ser espiritual de la persona, exige un “nosotros” en el que la persona pueda realizar la comunión de su ser y de su obrar.

Se pregunta el fundador de Esprit: “¿qué exigimos nosotros a la acción?”, y responde sin ambages: “modificar la realidad exterior, formarnos, acercarnos a los hombres, y que enriquezca nuestro universo de valores”800. A tales finalidades está ordenada, no sólo

798 Ibídem, p. 502.799 Ibídem, p. 503.800 Ibídem, p. 500.

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nuestra acción, sino, sobre todo, nuestro compromiso. Ahora bien, algunos piensan que para garantizar tales finalidades tanto de nuestra acción como de todo compromiso, es necesario contar siempre con unas causas perfectas y unos medios irreprochables. No se trata en absoluto de tales exigencias. Los combates del hombre siempre podrán ser discutibles. Aunque las causas por las que luchen los hombres sean imperfectas, no se podrá rehusar el compromiso. Rehusarlo sería como rehusar la condición humana801. Sólo por una especie de aislamiento del individuo con respecto al drama colectivo, se cae en un inquieto cuidado por la pureza, que en muchos casos se desliza hacia la abstención, o incluso hacia el escepticismo. Posee su valor histórico el caso que cita Mounier, como ejemplo: “la no intervención, entre 1936 y 1939, engendró la guerra de Hitler”802. El no comprometerse, el no intervenir, es una especie de acción negativa que no hace otra cosa que ponerse de lado del desorden o de los “desordenes establecidos”.

El compromiso, aunque implica las más de las veces “consentir en el desvío, en la impureza (“mancharse las manos”), y en la limitación, no puede consagrar la abdicación de la persona y de los valores que ésta sirve. Su fuerza creadora nace de la tensión fecunda que suscita entre la imperfección de la causa y su fidelidad absoluta a los valores implicados”803. Estas mismas condiciones favorecen muchas veces el hecho de que los compromisos se mantengan libres de los fanatismos y, al mismo tiempo, exijan permanecer en constante vigilancia. Las grandes acciones siempre exigen una especie de estado de desposesión, de inseguridad y de osadía. La fidelidad al compromiso se prueba incluso por caminos desconcertantes, capaces de sacudir ingenuidades y falsas ilusiones.

Todo compromiso, para que sea auténtico, ha de centrar primeramente su atención en lo que el personalismo denomina vida personal804. El compromiso fundamental de todo hombre es el de participar en la formación de un universo de personas. La auténtica obra de una

801 Cf. Ibídem, p. 504.802 Ibídem. 803 Ibídem, pp. 504-505.804 E. Mounier, Cf. Manifeste au service du personnalisme, op. cit., pp. 523ss.

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civilización personalista es crear las condiciones para que la realización de las personas sea cada vez más posible. Con la distinción que hace Mounier entre individuo y persona, asignándole al ser de ésta la plena realización de la vocación humana, mientras el individuo es dispersión, avaricia, egoísmo, concluye que “la persona es señorío y elección, es generosidad”805. Esta vida personal ha de estar al alcance de todos, es decir, ha de ser una conquista ofrecida a todos, por el acceso al máximo de iniciativa, de responsabilidad y de vida espiritual.

El mal más pernicioso del capitalismo, y por extensión de otros sistemas que pasan por alto la dignidad humana, afirma Mounier, es suprimir en el hombre la posibilidad y el deseo de ser persona806 . El primer deber de todo hombre y de todos los hombres en conjunto, es luchar contra “estas adversidades”, de tal manera que ni unos ni otros, ni los artífices de tales violaciones, ni los que las sufren, dejen de tener ante sus ojos la más original vocación del hombre. La lucha por la vida personal sólo se libra por la presencia y el compromiso.

805 Ibídem, p. 525. 806 Cf. Ibídem, p. 526.

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OBRAS DE E. MOUNIER

Gran parte de las obras de Mounier han sido editadas en cuatro volú-menes: Œuvres de Mounier, Éditions du Seuil, París, 1961-1963.

Œuvres de Mounier I: (1931-1939):

La pensée de Charles Péguy (1931).

Révolution personnaliste et communautaire (1935).

De la propriété capitaliste à la propriété humaine (1936).

Manifeste au service du personnalisme ((1936).

Anarchie et personnalisme (1937).

Personnalisme et christianisme (1939).

Les chrétiens devant le problème de la paix (1939).

Œuvres de Mounier II:

Traité du caractère (1946).

Œuvres de Mounier III: 1944-1950:

L’affrontement chrétien (1944).

Introduction aux existentialismes (1947).

Qu’est-ce que le personnalisme? (1947).

L’Éveil de l’Afrique noire (1948).

La petite peur du XXe siècle (1949).

BIBLIOGRAFÍA

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Le personnalisme (1949).

Feu la chrétienté (1950).

Œuvres de Mounier IV: (Œuvres posthumes, Correspondance):Les certitudes difficiles (1951).L’espoir des désesperés (1953).Mounier et sa génération: correspondance et entretiens (1954).

En español las Obras Completas han sido editadas por Ediciones Sí-gueme, en colaboración con el Instituto Emmanuel Mounier de Ma-drid, Salamanca, 1988-1992.

Para un elenco completo de las contribuciones de Mounier a obras colectivas, artículos y crónicas publicados en Esprit y en otras revistas y periódicos, así como conferencias radiofónicas, cf. Œuvres, vol. IV, pp. 836-873. En la edición española, cf. Obras Completas, pp. 945-969.

L’Association des Amis d’Emmanuel Mounier, continúa publicando se-mestralmente un Bulletin con textos inéditos Mounier. En España, bajo el título, Mounier en Esprit, en colaboración con el Instituto Em-manuel Mounier, Caparrós Editores, Madrid, 1997, ha traducido y pu-blicado, además de los artículos citados en este trabajo, los siguientes: “Cristianos y comunistas” (Mayo de 1937), “La emigración, problema revolucionario” (Julio de 1939), “Sobre la inteligencia en tiempos de crisis” (Febrero de 1941), “¿Hay que revisar la declaración de los dere-chos?” (Mayo de 1945), “Los judíos hablan a las naciones” (Septiem-bre de 1945), “Los cristianos progresistas” (Marzo de 1949).

Artículos:

«Notre humanisme» (déclaration collective): Esprit Nº 37 (Octobre de 1935), pp. 1-24 (tr. española, «Nuestro Humanismo» (declaración co-lectiva), en: E. Mounier, Mounier en Esprit, Caparrós Editores, Madrid, 1997, pp. 7-26).

«La femme chrétienne dan la pensée chrétienne»: Esprit Nº 45 (Juin de 1936), pp. 396-407 (tr. española, «La mujer en el pensamiento cris-tiano», en: E. Mounier, Mounier en Esprit, Caparrós Editores, Madrid,

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1997, pp. 27-38).

«Espagne, signe de contradition»: Esprit Nº 49 (Octobre de 1936), pp. 1-3 (tr. española, «España, signo de contradicción», en: E. Mounier, Mounier en Esprit, Caparrós Editores, Madrid, 1997, pp. 39-41).

«Guernica»: Esprit Nº 56 (Mai de 1937)», p. 327 (tr. española, «Guer-nica», en: E. Mounier, Mounier en Esprit, Caparrós Editores, Madrid, 1997, pp. 43-44).

«Péguy, prophète du temporel»: Esprit Nº 77 (Février de 1939), pp. 627-631 (tr. española, «Péguy, profeta de lo temporal», en: E. Mounier, Mounier en Esprit, Caparrós Editores, Madrid, 1997, pp. 53-60).

«Tâches actuelles d’une pensée d’inspiration personnaliste»: Esprit Nº 150 (Novembre de 1948), pp. 679-708) (tr. Española, «Tareas actua-les de un pensamiento de inspiración personalista», en: E. Mounier, Mounier en Esprit, Caparrós Editores, Madrid, 1997, pp. 91-122.

«Les cinq étapes d’Esprit»: Dieu Vivant Nº 16 (1950), pp. 37-53 (tr. ita-liana, «Le cinque tappe di Esprit», en: G. Goisis – L. Biagi, Mounier fra impegno e profezia, Gregoriana: Libreria Editrice, Padova, 1990, pp. 461-479).

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Artículos:

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El Sentido de la Historia · 329

Alfonso Camargo M.

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