el segundo anillo de poder

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  • 8/14/2019 El Segundo Anillo de Poder

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    El segundo anillo de poderEl segundo anillo de poder

    Carlos Castaneda

    NDICE

    Prefacio........................................................................................................... ...................2

    l. La transformacin de doa Soledad.................................................................... ............22. Las hermanitas ................................................................................................ ............233. La Gorda............................................................................................ ..........................374. Los Genaros...................................................................................................... ...........565. El arte del soar.................................................................................... .......................736. La segunda atencin................................................................................. ...................91

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    El segundo anillo de poder Carlos Castaneda

    PREFACIO

    Mi ltimo encuentro con don Juan, don Genaro y sus otros dos aprendices, Pablito y Nstor, tuvo comoescenario una plana y rida cima de la vertiente occidental de la Sierra Madre, en Mxico Central. Lasolemnidad y la trascendencia de los hechos que all tuvieron lugar no dejaron duda alguna en mi menteacerca de que nuestro aprendizaje haba llegado a su fin y que en realidad vea a don Juan y a don

    Genaro por ltima vez. Hacia el desenlace, nos despedimos unos de otros y luego Pablito y yo saltamosde la cumbre de la montaa, lanzndonos a un abismo.

    Antes del salto, don Juan haba expuesto un principio de importancia fundamental en relacin con todolo que estaba a punto de sucederme. Segn l, tras arrojarme al abismo me convertira en percepcinpura y comenzara a moverme de uno a otro lado entre los dos reinos inherentes a toda creacin, el tonaly el nagual.

    En el curso de la cada mi percepcin experiment diecisiete rebotes entre el tonal y el nagual. Almoverme dentro del nagual viv mi desintegracin fsica. No era capaz de pensar ni de sentir con lacoherencia y la solidez con que suelo hacer ambas cosas; no obstante, como quiera que fuese, pens ysent. Por lo que a mis movimientos en el tonal respecta, me fund en la unidad. Estaba entero. Mispercepciones eran coherentes. Consecuentemente, tena visiones de orden. Su fuerza era a tal puntocompulsiva, su intensidad tan real y su complejidad tan vasta, que no he logrado explicarlas a mi enterasatisfaccin. El denominarlas visiones, sueos vvidos o, incluso, alucinaciones, poco ayuda a clarificar

    su naturaleza.Tras haber considerado y analizado del modo ms cabal y cuidadoso mis sensaciones, percepciones e

    interpretaciones de ese salto al abismo, conclu que no era racionalmente aceptable el hecho de quehubiese tenido lugar. No obstante, otra parte de mi ser se aferraba con firmeza a la conviccin de quehaba sucedido, de que haba saltado.

    Ya no me es posible acudir a don Juan ni a don Genaro, y su ausencia ha suscitado en m unanecesidad apremiante: la de avanzar por entre contradicciones aparentemente insolubles.

    Regres a Mxico con la intencin de ver a Pablito y a Nstor y pedirles ayuda para resolver misconflictos. Pero aquello con lo que me encontr en el viaje no puede ser descrito sino como un asaltofinal a mi razn, un ataque concentrado, planificado por el propio don Juan. Sus discpulos, bajo sudireccin -aun cuando l se hallase ausente-, demolieron de modo preciso y metdico, en el curso deunos pocos das, el ltimo baluarte de mi capacidad de raciocinio. En ese lapso me revelaron uno de losaspectos prcticos de su condicin de brujos, el arte de soar, que constituye el ncleo de la presente

    obra.El arte del acecho, la otra faz prctica de su brujera, as como tambin el punto culminante de las

    enseanzas de don Juan y don Genaro, me fue expuesto en el curso de visitas subsiguientes: se trataba,con mucho, del cariz ms complejo de su ser en el mundo como brujos.

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    LA TRANSFORMACIN DE DOA SOLEDAD

    Intu de pronto que ni Pablito ni Nstor estaran en casa. Mi certidumbre era tal que detuve mi coche.Me encontraba en el punto en que el asfalto acaba abruptamente, y deseaba reconsiderar laconveniencia de continuar ese da el recorrido del escarpado y spero camino de grava que conduce al

    pueblo en que viven, en las montaas de Mxico Central.Baj la ventanilla del automvil. El clima era bastante ventoso y fro. Sal a estirar las piernas. La

    tensin debida a las largas horas al volante me haba entumecido la espalda y el cuello. Fui andandohasta el borde del pavimento. El campo estaba hmedo por obra de un aguacero temprano. La lluviasegua cayendo pesadamente sobre las laderas de las montaas del sur, a poca distancia del lugar enque me hallaba. No obstante, exactamente delante de m, ya fuese que mirara hacia el Este o hacia elNorte, el cielo se vea despejado. En determinados puntos de la sinuosa ruta haba logrado divisar losazulinos picos de las sierras, resplandeciendo al sol a una gran distancia.

    Tras pensarlo un momento, decid dar la vuelta y regresar a la ciudad, porque haba tenido la peculiarimpresin de que iba a encontrar a don Juan en la plaza del mercado. Despus de todo, eso era lo quehaba hecho siempre, hallarle en el mercado, desde el comienzo de mi relacin con l. Por norma, si nodaba con l en Sonora, me diriga a Mxico Central e iba al mercado de la ciudad del caso: tarde otemprano, don Juan se dejara ver. Nunca le esper ms de dos das. Estaba tan habituado a reunirme

    con l de ese modo que tuve la ms absoluta certeza de que volvera a hallarle, como siempre.

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    Aguard en el mercado toda la tarde. Recorr las naves una y otra vez, fingiendo buscar algo queadquirir. Luego esper paseando por la plaza. Al anochecer comprend que no vendra. Tuve entonces laclara impresin de que l haba estado all. Me sent en uno de los bancos de la plaza, en que solareunirme con l, y trat de analizar mis sentimientos. Desde el momento de mi llegada a la ciudad, lafirme conviccin de que don Juan se encontraba en sus calles me haba llenado de alegra. Mi seguridadse fundaba en mucho ms que el recuerdo de las incontables veces en que le haba hallado all; saba

    fsicamente que l me estaba buscando. Pero entonces, en el momento en que me sent en el banco,experiment otra clase de extraa certidumbre. Supe que l ya no estaba all. Se haba ido y yo le habaperdido.

    Pasado un rato, dej de lado mis especulaciones. Llegu a la conclusin de que el lugar estabacomenzando a afectarme. Iba a caer en lo irracional, como siempre me haba sucedido al cabo de unospocos das en la zona.

    Fui a mi hotel a descansar unas horas y luego sal nuevamente a vagar por las calles. Ya no tena lasmismas esperanzas de hallar a don Juan. Me di por vencido y regres al hotel con el propsito de dormirbien durante la noche.

    Por la maana, antes de partir hacia las montaas, recorr las calles en el coche; no obstante, dealguna manera, saba que estaba perdiendo el tiempo. Don Juan no estaba all.

    Me tom toda la maana llegar al pueblo en que vivan Pablito y Nstor. Arrib a l cerca del medioda.Don Juan me haba acostumbrado a no entrar nunca al pueblo con el automvil, para no excitar la

    curiosidad de los mirones. Todas las veces que haba estado all, me haba apartado del camino, pocoantes de la entrada al pueblo, y pasado por un terreno llano en que los muchachos solan jugar al ftbol.La tierra estaba all bien apisonada y permita alcanzar una huella de caminantes lo bastante ancha paradar paso a un automvil y que llevaba a las casas de Pablito y de Nstor, situadas al pie de las colinas,al sur del poblado. Tan pronto como alcanc el borde del campo descubr que la huella se habaconvertido en un camino de grava.

    Dud acerca de qu era lo ms conveniente: si ir a la casa de Nstor o a la de Pablito. La sensacin deque no estaran all persista. Opt por dirigirme a la de Pablito; tuve en cuenta el hecho de que Nstorviva solo, en tanto Pablito comparta la casa con su madre y sus cuatro hermanas. Si l no seencontraba all, las mujeres me ayudaran a dar con l. Al acercarme, advert que el sendero que una elcamino con la casa haba sido ensanchado. El suelo daba la impresin de ser firme y, puesto que habaespacio suficiente para el coche, fui en l casi hasta la puerta de entrada. A la casa de adobe se habaagregado un nuevo portal con techo de tejas. No hubo perros que ladrasen, pero vi uno enorme, que me

    observaba alerta, sentado con calma tras una cerca. Una bandada de polluelos, que hasta ese momentohaban estado comiendo frente a la casa, se dispers cacareando. Apagu el motor y estir los brazospor sobre la cabeza. Tena el cuerpo rgido.

    La casa pareca desierta. Pens por un instante en la posibilidad de que Pablito y su familia sehubiesen mudado y alguna otra gente viviese all. De pronto, la puerta delantera se abri con estrpito yla madre de Pablito sali como si alguien la hubiese empujado. Me mir distradamente un momento.Cuando baj del coche pareci reconocerme. Un ligero estremecimiento recorri su cuerpo y se apresura acercarse a m. Lo primero que se me ocurri fue que habra estado dormitando y que el ruido delmotor la habra trado a la vigilia; y al salir a ver qu suceda, le hubiese costado comprender en unprimer momento de quin se trataba. Lo incongruente de la visin de la anciana corriendo hacia m mehizo sonrer. Al acercarse, experiment cierta duda fugaz. El modo en que se mova revelaba unaagilidad que en modo alguno se corresponda con la imagen de la madre de Pablito.

    -Dios mo! Qu sorpresa! -exclam.

    -Doa Soledad? -pregunt, incrdulo.-No me reconoces? -replic, riendo.Hice algunos comentarios estpidos acerca de su sorprendente agilidad.-Por qu siempre me tomas por una anciana indefensa? -pregunt, mirndome con cierto aire de

    desafo burln.Me reproch abiertamente el hecho de haberla apodado Seora Pirmide. Record que en cierta

    oportunidad haba comentado a Nstor que sus formas me recordaban las de una pirmide. Tena unancho y macizo trasero y una cabeza pequea y en punta. Los largos vestidos que sola usar contribuanal efecto.

    -Mrame -dijo. Sigo teniendo el aspecto de una pirmide?Sonrea, pero sus ojos me hacan sentir incmodo. Intent defenderme mediante una broma, pero me

    interrumpi y me interrog hasta obligarme a admitir que yo era el responsable del mote. Le asegur quelo haba hecho sin ninguna mala intencin y que, de todos modos, en ese momento se la vea tan

    delgada que sus formas podan recordarlo todo menos una pirmide.-Qu le ocurri, doa Soledad? -pregunt-. Est transformada.

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    -T lo dijiste -se apresur a responder-. He sido transformada!Yo lo haba dicho en sentido figurado. No obstante, tras un examen ms detallado, me vi en la

    necesidad de admitir que no haba lugar para la metfora. Francamente, era otra persona. De pronto, mevino a la boca un sabor metlico, seco. Tena miedo.

    Puso los brazos en jarras y se qued all parada, con las piernas ligeramente separadas,enfrentndome. Llevaba una falda fruncida verdosa y una blusa blanquecina. La falda era ms corta que

    aquellas qu sola usar. No vea su cabello; lo llevaba ceido por una cinta ancha, una tela dispuesta amodo de turbante. Estaba descalza y golpeaba rtmicamente el suelo con sus grandes pies, mientrassonrea con el candor de una jovencita. Nunca haba visto a nadie que irradiase tanta energa. Advert unextrao destello en sus ojos, un destello turbador pero no aterrador. Pens que era posible que nuncahubiese observado su aspecto cuidadosamente. Entre otras cosas, me senta culpable por haber dejadode lado a mucha gente durante los aos pasados junto a don Juan. La fuerza de su personalidad habalogrado que todo el mundo me pareciese plido y sin importancia.

    Le dije que nunca haba supuesto que pudiese ser duea de tan estupenda vitalidad, que miindiferencia no me haba permitido conocerla en profundidad y que era indudable que debareplantearme el conjunto de mis relaciones con la gente.

    Se me acerc. Sonri y puso su mano derecha en la parte posterior de mi brazo izquierdo, dndome unligero apretn.

    -De eso no hay duda -susurr a mi odo.

    Su sonrisa se hel y sus ojos se pusieron vidriosos. Estbamos tan cerca que senta sus pechos rozarmi hombro izquierdo. Mi incomodidad aumentaba a medida que haca esfuerzos por convencerme deque no haba razn alguna para alarmarme. Me repeta una y otra vez que realmente nunca habaconocido a la madre de Pablito, y que, a pesar de lo extrao de su conducta, lo ms probable era queestuviese actuando segn los dictados de su personalidad normal. Pero una parte de mi ser,atemorizada, saba que ninguno de esos pensamientos serva para otra cosa que no fuese darmefuerzas, que carecan de fundamento, porque, ms all de la poca o mucha atencin que hubieseprestado a su persona, no slo la recordaba muy bien, sino que la haba conocido muy bien.Representaba para m el arquetipo de una madre; la supona cerca de los sesenta aos, o algo ms. Susdbiles msculos arrastraban con extrema dificultad su voluminoso fsico. Su cabello estaba lleno dehebras grises. Era, en mi recuerdo, una triste, sombra mujer, con rasgos delicados y nobles, una madreabnegada y sufriente, siempre en la cocina, siempre cansada. Tambin recordaba su amabilidad y sugenerosidad, y su timidez, una timidez, que la llevaba incluso a adoptar una actitud servil con todo aquel

    que hallase a su alrededor. Tal era la imagen que tena de ella, reforzada por aos de encuentroscasuales. Ese da, haba algo terriblemente diferente. La mujer que tena frente a m no se correspondaen lo ms mnimo con mi concepcin de la madre de Pablito, y, no obstante, se trataba de la mismapersona, ms delgada y ms fuerte, veinte aos menor, a juzgar por su aspecto, que la ltima vez que lahaba visto. Sent un escalofro.

    Dio un par de pasos delante de m y me mir de frente.-Djame verte -dije. El Nagual nos dijo que eras un demonio.Record entonces que ninguno de ellos -Pablito, su madre, sus hermanas y Nstor- gustaba de

    pronunciar el nombre de don Juan, y le llamaban el Nagual, trmino que yo tambin haba adoptadopara las conversaciones que sostenamos.

    Osadamente, puso las manos sobre mis hombros, cosa que jams haba hecho. Mi cuerpo se pusotenso. En realidad, no saba qu decir. Sobrevino una larga pausa, que me permiti considerar misposibilidades. Tanto su aspecto como su conducta me haban aterrado a tal punto que haba olvidado

    preguntarle por Pablito y Nstor.-Dgame, dnde est Pablito? -le pregunt, experimentando un sbito recelo.-Oh, se ha ido a las montaas -me replic con tono evasivo, a la vez que se apartaba de m.-Y Nstor?Desvi la mirada, tratando de aparentar indiferencia.-Estn juntos en las montaas -dijo en el mismo tono.Me sent aliviado y le dije que haba sabido, sin la menor sombra de duda, que se encontraban bien.Me mir y sonri. Hizo presa en m una oleada de felicidad y entusiasmo y la abrac. Audazmente,

    respondi a mi gesto y me retuvo junto a s; la actitud me result tan sorprendente que qued sinrespiracin. Su cuerpo estaba rgido. Percib una fuerza extraordinaria en ella. Mi corazn comenz alatir a toda velocidad. Trat de apartarla con gentileza y le pregunt si Nstor segua viendo a donGenaro y a don Juan. En el curso de nuestra reunin de despedida, don Juan haba manifestado ciertasdudas acerca de la posibilidad de que Nstor estuviese en condiciones de finalizar su aprendizaje.

    -Genaro se ha ido para siempre -dijo, separndose de m.Jugueteaba, nerviosa, con el dobladillo de la blusa.

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    -Y don Juan?-El Nagual tambin se ha ido -respondi, frunciendo los labios.-A dnde fueron?-Quieres decir que no lo sabes?Le dije que ambos me haban despedido haca dos aos, y que todo lo que saba era que por entonces

    estaban vivos. A decir verdad, no me haba atrevido a especular acerca del lugar al que haban ido.

    Nunca me haban hablado de su paradero, y yo haba llegado a aceptar el hecho de que, si deseabandesaparecer de mi vida, todo lo que tenan que hacer era negarse a verme.-No estn por aqu, eso es seguro -dijo, frunciendo el ceo-. Y no estn en camino de regreso, eso

    tambin es seguro.Su voz transmita una extrema indiferencia. Empezaba a fastidiarme. Quera irme.-Pero t ests aqu -dijo, trocando el ceo en una sonrisa-. Debes esperar a Pablito y a Nstor. Han de

    estar murindose por verte.Aferr mi brazo firmemente y me apart del coche. Considerando su talante de otrora, su osada

    resultaba asombrosa.-Pero primero, permteme presentarte a mi amigo -mientras lo deca me arrastraba hacia uno de los la-

    dos de la casa.Se trataba de una zona cercada, semejante a un pequeo corral. Haba en l un enorme perro. Lo

    primero en llamar mi atencin fue su piel, saludable, lustrosa, de un marrn amarillento. No pareca ser

    un perro peligroso. No estaba encadenado y la valla no era lo bastante alta para impedirle salir.Permaneci impasible cuando nos acercamos a l, sin siquiera menear la cola.Doa Soledad seal una jaula de considerable tamao, situada al fondo. En su interior, hecho un

    ovillo, se vea un coyote.-se es mi amigo -dijo-. El perro no. Pertenece a mis nias.El perro me mir y bostez. Yo le caa bien. Y tena una absurda sensacin de afinidad con l.-Ven, vamos a la casa -dijo, cogindome por el brazo para guiarme.Vacil. Cierta parte de m se hallaba en estado de total alarma y quera irse de all inmediatamente y,

    sin embargo, otra porcin de mi ser no estaba dispuesta a partir por nada del mundo.-No me tendrs miedo, no? -me pregunt, en tono acusador.-Claro que s! Y mucho! -exclam.Sofoc una risita y, con tono tranquilizador, se refiri a s misma, sosteniendo que era una mujer tosca,

    primitiva, que tena muchas dificultades con las palabras y que apenas si saba cmo tratar a la gente.

    Me mir francamente a los ojos y dijo que don Juan le haba encomendado ayudarme, porque yo lepreocupaba.-Nos dijo que eras poco formal y andabas por all causando problemas a los inocentes -afirm.Hasta ese momento, sus aseveraciones me haban resultado coherentes, pero no me pareca

    concebible que don Juan dijese cosas tales sobre m.Entramos a la casa. Quera sentarme en el banco en que sola hacerlo en compaa de Pablito. Ella me

    detuvo.-se no es el lugar para ti y para m -dijo-. Vamos a mi habitacin.-Preferira sentarme aqu -dije con firmeza-. Conozco este lugar y me siento cmodo en l.Chasc la lengua, manifestando su desaprobacin. Actuaba como un nio desilusionado. Contrajo el

    labio superior hasta que adquiri el aspecto del pico de un pato.-Aqu hay algn terrible error -dije-. Creo que me voy a ir si no me explica lo que est sucediendo.Se puso muy nerviosa y arguy que su problema resida en el hecho de no saber cmo hablarme. Le

    plante la cuestin de su indudable transformacin y le exig que me dijera qu haba ocurrido.Necesitaba saber cmo haba tenido lugar tal cambio.

    -Si te lo digo, te quedars? -pregunt, con una vocecilla infantil.-Tendr que hacerlo.-En ese caso, te lo dir todo. Pero tiene que ser en mi habitacin.Durante un instante, sent pnico. Hice un esfuerzo supremo para serenarme y fuimos a su habitacin.

    Viva en el fondo, donde Pablito haba construido un dormitorio para ella. Yo haba estado all una vez,cuando se hallaba en construccin, y tambin despus de terminado, precisamente antes de que ella lohabitase. El lugar estaba tan vaco como yo lo haba visto, con la excepcin de una cama, situadaexactamente en el centro, y dos modestas cmodas, junto a la puerta. El jalbegue de los muros habadado paso a un tranquilizador blanco amarillento. Tambin la madera del techo haba adquirido su ptina.Al mirar las tersas, limpias paredes, tuve la impresin de que cada da las fregaban con una esponja. Lahabitacin guardaba gran semejanza con una celda monstica, debido, a su sobriedad y ascetismo. No

    haba en ella ornamento de especia alguna. En las ventanas haba postigos de madera, slidos yabatibles, reforzados por una barra de hierro. No haba sillas ni nada en que sentarse.

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    Doa Soledad me quit la libreta de notas, la apret contra su seno y luego se sent en la cama, queconstaba tan slo de dos colchones; no haba somier. Me orden sentarme cerca de ella.

    -T y yo somos lo mismo -dijo, a la vez que me tenda la libreta.-Cmo?-T y yo somos lo mismo -repiti sin mirarme.No llegaba a comprender el significado de sus palabras. Ella me observaba, como si esperase una res-

    puesta.-Qu es lo que se supone que yo deba entender, doa Soledad? -pregunt.Mi interrogacin pareci desconcertarla. Era evidente que esperaba que la hubiese comprendido.

    Primero ri, pero luego, cuando volv a decirle que no haba entendido, se enfad. Se puso tiesa y meacus de ser deshonesto con ella. Sus ojos ardan de ira; la clera la llevaba a contraer los labios en ungesto muy feo, que la haca parecer extraordinariamente vieja.

    Yo estaba francamente perplejo e intua que, dijese lo que dijese, iba a cometer un error. Lo mismopareca ocurrirle a ella. Movi la boca para decir algo, pero el gesto no pas de un estremecimiento delos labios. Finalmente murmur que no era impecable actuar como yo lo haca en un momento tantrascendente. Me volvi la espalda.

    -Mreme, doa Soledad -dije con energa-. No estoy tratando de desconcertarla en absoluto. Usteddebe saber algo que yo ignoro por completo.

    -Hablas demasiado -me espet con enojo-. El Nagual me dijo que no deba dejarte hablar nunca. Lo

    tergiversas todo.Se puso en pie de un salto y golpe el suelo con fuerza, como un nio malcriado. En ese momentotom conciencia de que el piso de la habitacin era diferente. Lo recordaba de tierra apisonada, delmismo tono oscuro que tena el conjunto de los terrenos de la zona. El nuevo era de un rosa subido.Dej de lado mi enfrentamiento con ella y anduve por la estancia. No lograba explicarme el hecho de queel piso me hubiese pasado desapercibido al entrar. Era magnfico. Primero pens que se tratara dearcilla roja, colocada como cemento mientras estaba suave y hmeda, pero luego vi que no presentabauna sola grieta. La arcilla se habra secado, apelotonado, agrietado, y alguna gramilla habra crecido all.Me agach y pas los dedos con delicadeza por sobre la superficie. Tena la consistencia del ladrillo. Laarcilla haba sido cocida. Comprend entonces que el piso estaba hecho con grandes losas de arcillacocida, asentadas sobre un lecho de arcilla fresca que haca las veces de matriz. Las losas estabandistribuidas segn un diseo intrincado y fascinante, aunque muy difcilmente visible a menos que se leprestase especial atencin. La precisin con que cada losa haba sido colocada en su lugar me revel un

    plan perfectamente concebido. Me interesaba averiguar cmo se haba hecho para cocer piezas tangrandes sin que se combasen. Me volv, con la intencin de preguntrselo a doa Soledad. Desistinmediatamente. No habra comprendido aquello a lo que yo me iba a referir. Di un nuevo paseo. Laarcilla era un tanto spera, casi como la piedra arenisca. Constitua una perfecta superficieantideslizante.

    -Fue Pablito quien instal este piso? -pregunt.No me respondi.-Es un trabajo magnfico -dije-. Debe usted de sentirse orgullosa de l.No me caba la menor duda de que el autor haba sido Pablito. Nadie ms habra tenido la imaginacin

    ni la capacidad necesarias para concebirlo. Supuse que lo habra hecho durante mi ausencia. Pero notard en recordar que yo no haba entrado en la habitacin de doa Soledad desde la poca en quehaba sido construida, seis o siete aos atrs.

    -Pablito! Pablito! Bah! -exclam con voz spera y llena de enfado-. Qu te hace pensar que sea el

    nico capaz de hacer cosas?Cambiamos una larga mirada, y sbitamente comprend que era ella quien haba hecho el piso, y que

    don Juan la haba inducido a ello.Estuvimos de pie en silencio, contemplndonos durante largo rato. Yo saba que habra sido

    completamente superfluo preguntarle si mi suposicin era correcta.-Yo me lo hice -dijo al cabo, en un tono seco-. El Nagual me dijo cmo.Sus palabras me pusieron eufrico. La cog y la alc en un abrazo. Sostenindola as, dimos unas

    vueltas por la habitacin. Lo nico que se me ocurra era bombardearla con preguntas. Quera sabercmo haba hecho las losas, qu significaban los dibujos, de dnde haba sacado la arcilla. Pero ella nocomparta mi exaltacin. Permaneca serena e imperturbable, y de tanto en tanto me mirabadesdeosamente.

    Volv a recorrer el piso. La cama haba sido situada en el punto exacto de convergencia de variaslneas. Las losase de arcilla estaban cortadas en ngulos agudos, de modo de dar lugar a un motivo de

    diseo fundado en lneas convergentes que, en apariencia, irradiaban desde debajo de la cama.-No encuentro palabras para expresarle lo impresionado que me hallo -dije.

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    -Palabras! Quin necesita palabras? -dijo, cortante.Tuve un destello de lucidez. Mi razn me haba estado traicionando. Haba una sola explicacin

    probable para su magnfica metamorfosis; don Juan deba haberla tomado como aprendiz. De qu otromodo poda una vieja como doa Soledad convertirse en ese ser fantstico, poderoso? Tendra quehaberme resultado obvio desde el momento en que la vi, pero esa posibilidad no formaba parte delconjunto de mis expectativas respecto de ella.

    Deduje que el trabajo de don Juan con ella deba haberse realizado en los dos aos durante los cualesyo no la haba visto, si bien dos aos parecan constituir un lapso demasiado breve para tan esplndidocambio.

    -Ahora creo comprender lo que le ha sucedido -dije, en tono alegre y despreocupado-. Acaba dehacerse cierta luz en mi mente.

    -Ah, si? -dijo, sin el menor inters.-El Nagual le est enseando a ser una bruja, no es cierto?Me mir desafiante. Percib que lo que haba dicho era precisamente lo menos adecuado. Haba en su

    rostro una expresin de verdadero desprecio. No iba a decirme nada.-Qu cabrn eres! -exclam de pronto, temblando de ira.Pens que su clera era injustificada. Me sent en un extremo de la cama, mientras ella, nerviosa,

    daba golpecitos en el suelo con el taln. Luego fue a sentarse al otro extremo, sin mirarme.-Qu es exactamente lo que usted quiere que haga? -pregunt con tono firme, intimidatorio.

    -Ya te lo he dicho! -aull-. T y yo somos lo mismo.Le ped que me explicase lo que quera decir y que no pensase, ni por un instante, que yo saba algo.Tales palabras la irritaron an ms. Se puso en pie bruscamente y dej caer su falda al suelo.

    -Esto es lo que quiero decir! -chill, acaricindose el pubis.Mi boca se abri sin que mediase mi voluntad. Era consciente de que la estaba contemplando como un

    idiota.-T y yo somos uno aqu! -dijo.Yo estaba mudo de asombro. Doa Soledad, la anciana india, madre de mi amigo Pablito, estaba

    realmente semidesnuda, a pocos pasos de m, mostrndome sus genitales. La mir, incapaz de expresaridea alguna. Lo nico que saba era que su cuerpo no corresponda a una vieja. Tena hermosos muslos,oscuros y sin vello. Sus caderas eran anchas debido a su estructura sea, pero no tenan gorduraalguna.

    Debi de haber advertido mi examen y se ech sobre la cama.

    -Ya sabes qu hacer -dijo, sealndose el pubis-. Somos uno aqu.Descubri sus robustos pechos.-Doa Soledad, se lo ruego! -exclam-. Qu le sucede? Usted es la madre de Pablito.-No, no lo soy! -barbot-. No soy madre de nadie.Se incorpor y me mir fieramente.-Soy lo mismo que t, una parte del nagual -dijo-. Estamos hechos para mezclarnos.Abri las piernas y yo me apart de un salto.-Espere un momento, doa Soledad! -dije-. Djeme decirle algo.Por un instante me domin un miedo salvaje y por mi mente cruz una idea loca. Sera posible, me

    preguntaba, que don Juan estuviese oculto por all, desternillndose de risa?-Don Juan! -aull.Mi chillido fue tan fuerte y profundo que doa Soledad salt de su cama y se cubri a toda prisa con su

    falda. Vi cmo se la pona mientras yo volva a bramar:

    -Don Juan!Anduve por toda la casa, profiriendo el nombre de don Juan, hasta que tuve la garganta seca. Doa

    Soledad, en el nterin, haba salido corriendo y aguardaba junto a mi automvil, contemplndome,perpleja.

    Me acerqu a ella y le pregunt si don Juan le haba ordenado hacer todo aquello. Asinti con un gesto.Le pregunt si l se encontraba en los alrededores. Respondi que no.

    -Dgamelo todo -dije.Me explic que se limitaba a seguir instrucciones de don Juan. El le haba ordenado cambiar su ser por

    el de un guerrero con la finalidad de ayudarme. Asever que haba pasado aos esperando para cumpliresa promesa.

    -Ahora soy muy fuerte -dijo con suavidad-. Slo para ti. Pero en la habitacin no te gust, no?Me encontr explicndole que no se trataba de que no me gustase, que contaban en mucho mis

    sentimientos hacia Pablito; entonces comprend que no tena la ms vaga idea de lo que estaba

    diciendo.

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    Doa Soledad pareca entender lo embarazoso de mi posicin y afirm que era mejor olvidar nuestroincidente.

    -Debes estar hambriento -dijo con vivacidad-. Te preparar algo de comer.-An hay muchas cosas que no me ha explicado -seal-. Le ser franco: no me quedara aqu por

    nada del mundo. Usted me asusta.-Ests obligado a aceptar mi hospitalidad; aunque sea una taza de caf -dijo, sin inmutarse-. Vamos, ol-

    videmos lo sucedido.Me indic con un gesto que fuese hacia la casa. En ese momento o un gruido sordo. El perro sehaba levantado y nos miraba como si comprendiese lo que conversbamos.

    Doa Soledad clav en m una mirada aterradora. Luego se seren y sonri.-No hagas caso de mis ojos dijo-. Lo cierto es que soy vieja. ltimamente me mareo. Creo que necesito

    gafas.Se ech a rer y comenz a hacer payasadas, mirando entre sus dedos, colocados de modo de fingir

    gafas.-Una vieja india con gafas! Ser el hazmerrer -coment, sofocando una carcajada.Me prepar mentalmente para comportarme con brusquedad y salir de all sin dar explicacin alguna.

    Pero antes de partir quera dejar algunas cosas para Pablito y sus hermanas. Abr el portaequipajes parasacar los regalos que les haba llevado. Me inclin hacia el interior con el objeto de alcanzar los dospaquetes colocados junto al respaldo del asiento posterior, al lado de la rueda de recambio. Haba cogido

    uno y estaba a punto de asir el otro cuando sent en la nuca una mano suave y peluda. Emit un chillidoinvoluntario y me golpe la cabeza contra la tapa levantada del coche. Me volv para mirar. La presin dela mano peluda me impidi completar el movimiento, pero alcanc a vislumbrar fugazmente un brazo, ouna garra, de tonalidad plateada, suspendido sobre mi cuello. El pnico hizo presa en m, me apart conesfuerzo del portaequipajes, y ca sentado, con el paquete an en la mano. Todo mi cuerpo temblaba,tena contrados los msculos de las piernas y me vi levantndome de un brinco y corriendo.

    -No pretenda asustarte -dijo doa Soledad, en tono de disculpa, mientras yo la miraba desde unadistancia de ms de dos metros.

    Me mostr las palmas en un gesto de entrega, como si tratase de asegurarme que lo que yo habasentido no era una de sus manos.

    -Qu me hizo? -pregunt, tratando de aparentar calma y soltura.No se podra decir si estaba muy avergonzada o totalmente desconcertada. Murmur algo y sacudi la

    cabeza como si no pudiese expresarlo, o no supiera a qu me refera.

    -Vamos, doa Soledad -dije, acercndome a ella-, no me juegue sucio.Pareca hallarse al borde del llanto. Yo deseaba consolarla, pero una parte de m se resista. Tras unapausa brevsima le dije lo que haba sentido y visto.

    -Eso es terrible! -su voz era un grito.Con un movimiento sumamente infantil, se cubri el rostro con el antebrazo derecho. Pens que estaba

    llorando. Me acerqu a ella e intent rodear sus hombros con el brazo. Pero no consegu hacer el gesto.-Ahora, doa Soledad -dije-, olvidemos todo esto y reciba estos paquetes antes de que yo parta.Di un paso para situarme frente a ella. Alcanc a ver sus ojos, negros y brillantes, y parte de su rostro

    tras el brazo que me lo ocultaba. No lloraba. Sonrea.Salt hacia atrs. Su sonrisa me aterraba. Ambos permanecimos inmviles largo tiempo. Mantena cu-

    bierta la cara, pero yo le vea los ojos y saba que me observaba.All parado, casi paralizado por el miedo, me senta completamente abatido. Haba cado en un pozo

    sin fondo. Doa Soledad era una bruja. Mi cuerpo lo saba, y, sin embargo, no terminaba de aceptarlo.

    Prefera creer que haba enloquecido y la tenan encerrada en la casa para no enviarla a un manicomio.No me atreva a moverme ni a quitarle los ojos de encima. Debimos haber permanecido en la misma

    posicin durante cinco o seis minutos. Ella mantuvo el brazo alzado inmvil. Se encontraba junto a laparte trasera del coche, casi apoyada en el parachoques izquierdo. La tapa del portaequipaje segualevantada. Pens en precipitarme hacia la puerta derecha. Las llaves estaban en el contacto.

    Me relaj un tanto con el objeto de decidir el momento ms adecuado para echar a correr. Pareciadvertir mi cambio de actitud inmediatamente. Baj el brazo, dejando al descubierto todo su rostro. Tenalos dientes apretados y los ojos fijos en m. Se la vea cruel y vil. De pronto, avanz hacia donde yo meencontraba, tambalendose. Se afirm sobre el pie derecho, al modo de un esgrimista, y alarg lasmanos, cual si se tratase de garras, para aferrarme por la cintura mientras profera el ms escalofriantede los alaridos.

    Mi cuerpo dio un salto hacia atrs, para no quedar a su alcance. Corr hacia el coche, pero coninconcebible agilidad se ech ante m, hacindome dar un traspi. Ca boca abajo y me asi por el pie

    izquierdo. Encog la pierna derecha, y le habra propinado un puntapi en la cara si no se hubieseseparado de m, dejndose caer de espaldas. Me puse en pie de un salto y trat de abrir la portezuela

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    del auto. Me arroj sobre el cap para pasar al otro lado pero, de algn modo, doa Soledad lleg a lantes que yo. Intent retroceder, siempre rodando sobre el cap, pero en medio de la maniobra sent unagudo dolor en la pantorrilla derecha. Me haba sujetado por la pierna. No pude pegarle con el pieizquierdo; me tena sujeto por ambas piernas contra el cap. Me atrajo hacia ella y le ca encima.Luchamos en el suelo. Su fuerza era magnfica y sus alaridos aterradores. Apenas si poda movermebajo la inmensa presin de su cuerpo. No era una cuestin de peso, sino ms bien de potencia, y ella la

    tena. De pronto o un gruido y el enorme perro salt sobre su espalda y la apart de m. Me puse depie. Quera entrar al coche pero mujer y perro luchaban junto a la puerta. El nico refugio era la casa.Llegu a ella en uno o dos segundos. No me volv a mirarlos: me precipit dentro y cerr la puerta deinmediato, asegurndola con la barra de hierro que haba tras ella. Corr hacia el fondo y repet laoperacin con la otra puerta.

    Desde el interior alcanzaba a or los furiosos gruidos del perro y los chillidos inhumanos de la mujer.Entonces, sbitamente, el gruir y el ladrar del animal se trocaron en gaidos y aullidos, como siexperimentase dolor, o algo que lo atemorizase. Sent una sacudida en la boca del estmago. Mis odoscomenzaron a zumbar. Comprend que estaba atrapado en la casa. Tuve un acceso de terror. Mesublevaba mi propia estupidez al correr hacia la casa. El ataque de la mujer me haba desconcertado atal punto que haba perdido todo sentido de la estrategia y me haba comportado como si escapase deun contrincante corriente del que fuera posible deshacerse por medio del simple expediente de cerraruna puerta. O que alguien llegaba hasta la puerta y se apoyaba en ella, tratando de abrirla por la fuerza.

    Luego hubo violentos golpes y estrpito.-Abre la puerta -dijo doa Soledad con voz seca-. Ese condenado perro me ha herido.Consider la posibilidad de dejarla entrar. Me vino a la memoria el recuerdo de un enfrentamiento con

    una bruja, que haba tenido lugar aos atrs, la cual, segn don Juan, cambiaba de forma con el fin deenloquecerme y darme un golpe mortal. Evidentemente, doa Soledad no era tal como yo la habaconocido, pero yo tena razones para dudar que fuese una bruja. El elemento tiempo desempeaba unpapel preponderante en relacin con mi conviccin. Pablito, Nstor y yo llevbamos aos de relacin condon Juan y don Genaro y no ramos brujos; cmo poda serlo doa Soledad? Por grande que fuese sutransformacin, era imposible que hubiera improvisado algo que cuesta toda una vida lograr.

    -Por qu me atac? -pregunt, hablando con voz lo bastante fuerte como para ser odo desde el otrolado de la maciza puerta.

    Respondi que el Nagual le haba dicho que no me dejase partir. Le pregunt por qu.No contest; en cambio, golpe la puerta furiosamente, a lo que yo respond golpeando a mi vez con

    ms fuerza. Seguimos aporreando la puerta durante varios minutos. Se detuvo y comenz a rogarmeque le abriera. Sent una oleada de energa nerviosa. Comprend que si abra, tendra una oportunidadde huir. Quit la tranca. Entr tambalendose. Llevaba la blusa desgarrada. La banda que sujetaba sucabello se haba cado y las largas greas le cubran el rostro.

    -Mira lo que me ha hecho ese perro bastardo! -aull-. Mira! Mira!Respir hondo. Se la vea un tanto aturdida. Se sent en un banco y comenz a quitarse la blusa

    hecha jirones. Aprovech ese momento para salir corriendo de la casa y precipitarme hacia el coche.Con una velocidad que slo poda ser hija del miedo, entr en l, cerr la portezuela, conect el motorautomticamente y puse la marcha atrs. Aceler y volv la cabeza para mirar por la ventanilla posterior.Al hacerlo sent un aliento clido en el rostro; o un horrendo gruido y vi en un instante los ojosdemonacos del perro. Estaba en el asiento trasero. Vi sus terribles dientes junto a mis ojos. Baj lacabeza. Sus dientes alcanzaron a cogerme el cabello. Debo de haberme hecho un ovillo en el asiento, y,al hacerlo, retirado el pie del embrague. La sacudida que dio el coche hizo perder el equilibrio al animal.

    Abr la portezuela y sal a toda prisa. La cabeza del perro asom tambin por la portezuela. Faltaronpocos centmetros para que me mordiera los tobillos y alcanc a or el ruido que hacan sus dientes alcerrar firmemente las mandbulas. El coche comenz a deslizarse hacia atrs y yo ech a corrernuevamente, esta vez hacia la casa. Me detuve antes de llegar a la puerta.

    Doa Soledad estaba all parada. Se haba vuelto a recoger el pelo. Se haba echado un chal sobre loshombros. Me mir fijamente por un instante y luego se ech a rer, muy suavemente al principio, como sihacerlo le provocase dolor en las heridas, y luego estrepitosamente, Me sealaba con un dedo y sesostena el estmago mientras se retorca de risa. Se mova hacia delante y hacia atrs, encorvndose eirguindose, como para no perder el aliento. Estaba desnuda por encima de la cintura. Vea sus pechos,agitados por las convulsiones de la risa.

    Me sent perdido. Mir el coche. Se haba detenido tras retroceder un metro o metro y medio; laportezuela se haba vuelto a cerrar, atrapando al perro en el interior. Vea y oa a la enorme bestiamordiendo el respaldo del asiento delantero y dando zarpazos contra las ventanillas.

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    La situacin me obligaba a tomar una muy singular decisin. No saba a quin temer ms, si a doaSoledad o al perro. Conclu, tras un instante de reflexin, que el perro no era ms que una bestiaestpida.

    Volv corriendo al coche y me sub al techo. El ruido encoleriz al perro. Le o desgarrar el tapizado.Tendido sobre el techo, consegu abrir la portezuela del lado del conductor. Tena la intencin de abrir lasdos, y deslizarme del techo al interior del automvil a travs de una de ellas, tan pronto como el perro

    hubiese salido por la otra. Me estir nuevamente, para abrir la puerta derecha. Haba olvidado queestaba asegurada. En ese momento, la cabeza del perro asom por la portezuela abierta. Sent pnicociego ante la idea de que pudiese salir del auto y ganar el techo de un salto.

    Tard menos de un segundo en saltar al suelo y llegar a la puerta de la casa.Doa Soledad aguardaba en la entrada. El rer le exiga ya esfuerzos supremos, en apariencia casi

    dolorosos.El perro se haba quedado dentro del coche, an espumajeando de rabia. Al parecer, era demasiado

    grande y no lograba hacer pasar su voluminoso cuerpo por sobre el respaldo del asiento delantero. Fuihasta el coche y volv a cerrar la portezuela con delicadeza. Me puse a buscar una vara cuya longitud mepermitiese maniobrar para quitar el seguro de la puerta derecha.

    Busqu en la zona de delante de la casa. No haba por all siquiera un trozo de madera. Doa Soledad,entretanto, se haba ido adentro. Consider mi situacin. No tena otra alternativa que recurrir a suayuda. Presa de gran agitacin, cruc el umbral, mirando en todas direcciones y sin descartar la

    posibilidad de que estuviese escondida tras la puerta, esperndome.-Doa Soledad! -grit.-Qu diablos quieres? -grit a su vez, desde su habitacin.-Me hara el favor de salir y sacar a su perro de mi coche? -dije.-Ests bromeando? -replic-. Ese perro no es mo. Ya te lo he dicho; pertenece a mis nias.-Dnde estn sus nias? -pregunt.-Estn en las montaas -respondi.Sali de su habitacin y se encar conmigo.-Quieres ver lo que me ha hecho ese condenado perro? -pregunt en tono seco-. Mira!Se quit el chal y me mostr la espalda desnuda.No encontr en ella marcas visibles de dientes; haba tan slo unos pocos, largos rasguos que bien

    poda haberse hecho frotndose contra el spero suelo. Por otra parte, poda haberse araado alatacarme.

    -No tiene nada -dije.-Ven a mirarlo a la luz dijo, y cruz la puerta.Insisti en que buscase cuidadosamente marcas de los dientes del perro. Me senta estpido. Tena

    una sensacin de pesadez en torno de los ojos, especialmente sobre las cejas. No le hice caso y sal. Elperro no se haba movido y comenz a ladrar en cuanto traspuse la puerta.

    Me maldije. Yo era el nico culpable. Haba cado en esa trampa como un idiota. En ese precisomomento se me ocurri la posibilidad de ir andando al pueblo. Pero mi cartera, mis documentos, todasmis pertenencias, se hallaban en el piso del coche, exactamente bajo las patas del perro. Tuve unacceso de desesperacin. Era intil caminar hasta el pueblo: El dinero que tena en los bolsillos noalcanzaba siquiera para una taza de caf. Adems no conoca un alma all. No tena ms alternativa quehacer salir al perro del auto.

    -Qu clase de alimentos come este perro? -grit desde la puerta.-Por qu no pruebas dndole una pierna? -respondi doa Soledad, tambin gritando, desde su

    habitacin, a la vez que soltaba una risa aguda.Busqu algo de comer en la casa. Las ollas estaban vacas. No poda hacer otra cosa que volver a

    encararla. Mi desesperacin se haba trocado en clera. Irrump en su habitacin, dispuesto a una luchaa muerte. Estaba echada en la cama, cubierta con el chal.

    -Por favor, perdname por haberte hecho todas esas cosas -dijo con sencillez, mirando al techo.Su audacia dio por tierra con mi clera.-Debes comprender mi posicin -prosigui-. No poda dejarte ir.Ri suavemente y, con voz clara, serena y muy agradable, dijo que la llenaba de remordimiento el ser

    vida y torpe, que haba estado a punto de ahuyentarme con sus bufonadas, pero que la situacin, depronto, haba variado. Hizo una pausa y se sent en la cama, cubrindose los pechos con el chal; agregluego que una extraa confianza haba ganado su cuerpo. Levant la vista al techo e hizo con los brazosun movimiento misterioso, rtmico, semejante al de los molinos de viento.

    -Ya no hay modo de que te vayas -dijo.

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    Me examin atentamente, sin rer. Mi sentimiento de ira era menos violento, pero mi desesperacin erams intensa que nunca. Comprenda que, en trminos de fuerza bruta, me era imposible competir, tantocon ella como con el perro.

    Dijo que nuestro encuentro estaba acordado desde haca muchos aos, y que ninguno de los doscontaba con el poder necesario para abreviar el lapso que debamos pasar juntos, ni para separarse delotro.

    -No derroches energas en tentativas de irte -dijo-. Es tan intil que trates de hacerlo como que yo tratede retenerte. Algo que se encuentra ms all de tu voluntad te liberar, y algo que se encuentra ms allde mi voluntad te retendr aqu.

    De algn modo, su confianza no slo la haba dulcificado, sino que la haba dotado de un gran dominiosobre las palabras. Sus aseveraciones eran convincentes y muy claras. Don Juan siempre haba dichoque yo era un alma crdula cuando se entraba en el terreno de las palabras. Me sorprend pensando,mientras ella hablaba, que en realidad no era tan temible como yo crea. Daba la impresin de no estar nisiquiera resentida. Mi razn se senta casi a gusto, pero otra parte de mi ser se rebelaba. Todos mismsculos estaban tensos como alambres, y, sin embargo, me vea forzado a admitir que, a pesar de queme haba asustado hasta el punto de sacarme de mis cabales, la encontraba muy atractiva. Me mirfijamente.

    -Te demostrar la inutilidad de tratar de escapar -dijo, saltando de la cama-. Voy a ayudarte. Qu ne-cesitas?

    Me contemplaba con ojos extraamente brillantes. La pequeez y blancura de sus dientes daban a susonrisa un toque diablico. La cara, mofletuda, se vea extraordinariamente tersa, sin la menor arruga.Dos lneas bien definidas iban de los lados de su nariz a las comisuras de sus labios, dando al rostro unaapariencia de madurez, sin envejecerlo. Al levantarse de la cama dej caer descuidadamente el chal,poniendo en descubierto la plenitud de sus senos. No se cuid de cubrirse. Por el contrario, aspirprofundamente y alz los pechos.

    -Ah, lo has advertido, no? -dijo, y meci su cuerpo como si estuviese satisfecha de s misma-.Siempre llevo el cabello recogido. El Nagual me lo recomend. Al llevarlo tirante, mi rostro es ms joven.

    Yo estaba seguro de que se iba a referir a sus pechos. Su salida me sorprendi.-No quiero decir que la tirantez del cabello me haga parecer ms joven -prosigui, con una sonrisa

    encantadora-. Sino que me hace realmente ms joven.-Cmo es posible? -pregunt.Me respondi con otra pregunta. Quiso saber si yo haba entendido correctamente a don Juan cuando

    l deca que todo era posible si uno tena un firme propsito. Yo pretenda una explicacin ms precisa.Me interesaba saber qu haca, adems de estirarse el pelo, para parecer tan joven. Dijo que se tendasobre la cama y se vaciaba de toda clase de pensamientos y sentimientos y permita que las lneas delpiso de su alcoba se llevaran las arrugas. Le exig ms detalles: impresiones, sensaciones, percepcionesque hubiese experimentado en esos momentos. Insisti en que no senta nada, en que ignoraba el modode accin de las lneas del piso, y en que lo nico que saba era cmo impedir que los pensamientosinterfiriesen.

    Me puso las manos sobre el pecho y me apart con suma delicadeza. Al parecer, quera indicarme conese gesto que ya le haba preguntado lo suficiente. Sali por la puerta trasera. Le dije que necesitabauna vara larga. Se dirigi a una pila de lea, pero all no haba varas largas. Le suger que meconsiguiese un par de clavos, con la finalidad de unir dos trozos de esa madera. Buscamos clavosinfructuosamente por toda la casa. Como ltimo recurso, hube de quitar la vara ms larga que encontr,una de las que Pablito haba empleado en la construccin del gallinero del fondo. El madero, si bien algo

    endeble, pareca hecho para mi propsito.Doa Soledad no haba sonredo ni bromeado en el curso de la bsqueda. Aparentemente, estaba

    dedicada por entero a ayudarme. Tal era su concentracin que llegu a pensar que me deseaba xito.Fui hasta el coche, munido del palo largo y de otro, de menores dimensiones, cogido del montn de

    lea. Doa Soledad permaneci junto a la puerta de la casa.Comenc por distraer al perro con el ms corto de los palos, sostenido con la mano derecha, a la vez

    que, con la otra, intentaba hacer saltar el seguro del lado opuesto, valindome del ms largo. El perroestuvo a punto de morderme la mano derecha; hube de dejar caer el madero corto. La irritacin y lafuerza de la enorme bestia eran tan inmensas que me vi al borde de soltar tambin el largo. El animalestaba a punto de partirlo en dos cuando doa Soledad acudi en mi ayuda; dando golpes en laventanilla posterior, atrajo la atencin del perro, hacindolo desistir de su intento.

    Alentado por su maniobra de distraccin, me lanc de cabeza sobre el asiento de delante,deslizndome hacia el lado opuesto; de algn modo, me las arregl para quitar la traba de seguridad.

    Intent una retirada inmediata, pero el perro carg sobre m con todas sus fuerzas y logr introducir sumacizo lomo y sus zarpas delanteras en la parte anterior del coche, descargndolas sobre m antes de

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    que me fuese posible retroceder, Sent sus patas en la espalda. Me arrastr. Saba que me iba adestrozar. Baj la cabeza con intenciones asesinas, pero, en vez de atacarme, mordi el volante.Consegu escurrirme y, en un solo movimiento, trep, al cap primero y al techo luego. Estaba lleno demagulladuras.

    Abr la portezuela derecha. Ped a doa Soledad que me alcanzara la vara larga y, valindome de ella,mov la palanca que aseguraba el respaldo. Supuse que quiz molestando al perro, lo obligara a

    empujarlo hacia delante y tendra as ms espacio para salir del coche. No obstante no se movi. Encambio, mordi furiosamente la vara.En ese momento, doa Soledad gan el techo de un salto y se tendi cerca de m. Quera ayudarme a

    molestar al perro. Le dije que no poda quedarse all porque en cuanto el animal saliera yo iba a metermeen el coche y largarme. Le agradec su apoyo y le expres que lo ms conveniente era que volviese a lacasa. Se encogi de hombros, puso pie en tierra y regres a la puerta. Nuevamente, oprim la manecillay provoqu al perro con mi vara, agitndosela ante los ojos y el hocico. La furia de la bestia superabatodo lo que yo haba visto, pero no se la vea dispuestas a abandonar el lugar. Sus slidas mandbulasterminaron por arrebatarme el palo de las manos. Me baj para recogerlo de debajo del automvil. Depronto o el grito de doa Soledad.

    -Cuidado! Sale!Levant la vista hacia el coche. El perro pasaba por sobre el asiento. Sus patas posteriores estaban

    atrapadas por el volante; de no ser por ello, habra salido.

    Me lanc hacia la casa y logr entrar en ella exactamente a tiempo para evitar que el animal mederribase. Su mpetu era tal que dio contra la puerta.A la vez que trancaba la puerta con la barra de hierro, doa Soledad hablaba, con voz chillona.-Te dije que era intil.Se aclar la garganta y se volvi a mirarme.-No puede atar al perro? -pregunt.Estaba seguro de que me dara una respuesta carente de sentido, pero, para mi asombro, dijo que

    deba intentarlo todo, incluso atraer al perro a la casa y encerrarlo all.Su idea me sedujo. Abr con sumo cuidado la puerta. El animal no se hallaba lejos. Me arriesgu a salir,

    aunque sin alejarme demasiado. No se lo vea. Tena la esperanza de que hubiese regresado a su corral.Estaba dispuesto a lanzarme hacia el coche cuando o un sordo gruido, y divis la slida cabeza delanimal en el interior del mismo. Haba trepado al asiento delantero.

    Doa Soledad tena razn: era intil intentarlo. Me invadi una oleada de tristeza. De algn modo,

    presenta que mi final estaba cerca. En un sbito acceso de absoluta desesperacin, dije a doa Soledadque iba a buscar un cuchillo a la cocina y que estaba dispuesto a matar al perro, o a que l me matara.No lo hice porque no haba un solo objeto metlico en toda la casa.

    -Acaso no te ense el Nagual a aceptar tu destino? -preguntaba doa Soledad mientras me segualos pasos-. Ese, el de all fuera, no es un perro corriente. Ese perro tiene poder. Es un guerrero. Har loque tenga que hacer. Incluso matarte.

    Por un momento experiment un sentimiento de frustracin incontrolable, la cog por los hombros y gru-. No se mostr sorprendida ni molesta por mi sbito arranque. Se volvi y dej caer el chal. Su espaldaera fuerte y hermosa. Sent un irreprimible deseo de golpearla, pero, en cambio, deslic la mano por sushombros. Tena una piel suave y tersa. Tanto sus brazos como sus hombros eran fornidos, sin llegar aser gruesos. Aparentemente, una mnima capa de gordura contribua a redondear sus msculos y dartersura a la parte superior de su cuerpo; cuando, con las yemas de los dedos, llegu a hacer presinsobre esas partes, alcanc a sentir la solidez de invisibles carnes bajo la lmpida superficie. No quise

    mirar sus pechos.Se dirigi a un lugar techado, en la parte trasera de la casa, que haca las veces de cocina. La segu.

    Se sent en un banco y, con tranquilidad, se lav los pies en un barreo. Mientras se pona las sandaliascorr hasta un nuevo cobertizo que haba sido construido en los fondos. Cuando regres, la hall de piejunto a la puerta.

    -A ti te gusta hablar -dijo despreocupadamente, mientras me llevaba hacia la habitacin-. No hay prisa.Podemos conversar hasta siempre.

    Sac mi libreta de notas del cajn superior de la cmoda y me la tendi con exagerada delicadeza. Ellamisma deba de haberla puesto all. Luego retir la colcha, la dobl cuidadosamente y la coloc encimade la misma cmoda. Advert entonces que las dos cmodas eran del mismo color que las paredes,blanco amarillento, y que la cama, sin colcha, era de un rosa subido, muy semejante al del piso. Lacolcha, por su parte, era de tono castao oscuro, al igual que la madera del techo y la de los postigos delas ventanas.

    -Conversemos -dijo, sentndose cmodamente en la cama tras quitarse las sandalias.

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    Recogi las piernas hasta ponerlas en contacto con sus pechos desnudos. Pareca una nia. Susmaneras agresivas y dominantes se haban mitigado, trocndose en una actitud encantadora. En aquelmomento era la anttesis de lo que haba sido antes. Dado el modo en que me instaba a tomar notas, nopude menos de rerme. Me recordaba a don Juan.

    -Ahora tenemos tiempo -dijo-. El viento ha cambiado. Te has dado cuenta?Me haba dado cuenta. Dijo que la nueva direccin del viento era para ella la ms benfica, de modo

    que el viento se haba convertido en su auxiliar.-Qu sabe usted del viento, doa Soledad? -pregunt, y me sent con la mayor serenidad a los piesde la cama.

    -nicamente lo que me ense el Nagual -dijo-. Cada una de nosotras, las mujeres, posee su direccinsingular, un viento personal. Los hombres, no. Yo soy el viento del Norte; cuando sopla, soy diferente. ElNagual deca que un guerrero puede usar su viento particular para lo que mejor le plazca. Yo lo heempleado para embellecer mi cuerpo y renovarlo. Mrame! Soy el viento del Norte. Sinteme entrar porla ventana.

    Un fuerte viento se abri paso por la ventana, estratgicamente situada cara al Norte.-Por qu cree usted que los hombres no poseen un viento? -pregunt.Tras pensarlo un momento, respondi que el Nagual nunca haba mencionado la causa.-Queras saber quin hizo este piso -dijo, cubrindose los hombros con la manta-. Yo misma. Me llev

    cuatro aos colocarlo. Ahora, este piso es como yo.

    Mientras ella hablaba, advert que las lneas convergentes del piso estaban orientadas de tal modo quehallaban su origen en el Norte. Los muros, no obstante, no se correspondan con precisin con lospuntos cardinales; por ello la cama formaba extraos ngulos con los mismos, e igual cosa suceda conlas lneas de las losas de arcilla.

    -Por qu hizo el piso de color rojo, doa Soledad?-Es mi color. Yo soy roja, como tierra roja. Traje la arcilla roja de las montaas de por aqu. El Nagual

    me indic dnde buscarla, y tambin me ayud a acarrearla, y lo mismo hicieron los dems. Todos meayudaron.

    -Cmo coci la arcilla?-El Nagual me hizo cavar un hoyo. Lo llenamos de lea y luego apilamos las losas de arcilla encima,

    con trozos chatos de roca entre una y otra. Cubrimos el hoyo con una capa de barro y prendimos fuego ala madera. Ardi durante das.

    -Cmo hicieron para que las losas no se torcieran?

    -Eso no lo consegu yo. Lo hizo el viento; el viento del Norte, que sopl mientras el fuego estuvoencendido. El Nagual me ense cmo hacer para cavar el hoyo de modo que mirase al Norte y al vientodel Norte. Tambin me hizo hacer cuatro agujeros para que el viento del Norte se introdujese en el pozo.Luego me hizo hacer un agujero en el centro de la capa de lodo, para dar salida al humo. El viento hizoarder la madera durante das; una vez todo se hubo enfriado, abr el hoyo y empec a pulir y nivelar laslosas. Tard un ao en hacer todas las losas que necesitaba para mi piso.

    -Cmo se le ocurri el dibujo?-El viento me ense eso. Cuando hice mi piso, el Nagual ya me haba enseado a no oponerme al

    viento. Me haba mostrado el modo de entregarme a mi viento y dejar que me guiase. Tard muchsimoen hacerlo, aos y aos. Yo era una vieja muy difcil, muy necia al principio; l mismo me lo deca, y tenarazn. Pero aprend pronto. Tal vez porque era vieja y ya no tena nada que perder. Al comenzar, lo quehaca todo ms problemtico era el miedo que senta. La sola presencia del Nagual me hacatartamudear y desvanecerme. El Nagual surta el mismo efecto sobre los dems. Era su destino ser tan

    temible.Se detuvo y me mir.-El Nagual no es humano -dijo.-Qu la lleva a decir eso?-El Nagual es un demonio desde quin sabe cundo.Sus palabras me hicieron estremecer. Senta batir mi corazn. Era indudable que la mujer no poda

    tener mejor interlocutor. Estaba infinitamente intrigado. Le rogu que me explicase lo que haba queridodecir con eso.

    -Su contacto cambia a la gente -dijo-. T lo sabes. Cambi tu cuerpo. En tu caso, ni siquiera erasconsciente de que lo estaba haciendo. Pero se meti en tu viejo cuerpo. Puso algo en l. Lo mismo hizoconmigo. Dej algo en mi interior, y ese algo me ha ocupado por entero. Slo un demonio puede hacereso. Ahora soy el viento del Norte y no temo a nada, ni a nadie. Pero antes de que l me cambiara yo erauna vieja dbil y fea, capaz de desmayarse con slo or su nombre. Pablito, desde luego, no estaba en

    condiciones de ayudarme, porque tema al Nagual ms que a la muerte.

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    Un da, el Nagual y Genaro vinieron a la casa, cuando yo estaba sola. Les o, rondando comojaguares, cerca de la puerta. Me santig; para m, eran dos demonios, pero sal a ver qu poda hacerpor ellos. Tenan hambre y con mucho gusto les serv de comer. Tena unos tazones bastos, hechos decalabaza, y puse uno lleno de sopa a cada uno. Al Nagual, al parecer, no le gust la comida; no queracomer nada preparado por una mujer tan decrpita y, con fingida torpeza, hizo caer el tazn de la mesacon un movimiento del brazo. Pero el tazn, en vez de darse vuelta y derramar todo su contenido por el

    suelo, resbal con la fuerza del golpe del Nagual y fue a caer exactamente a mis pies, sin que de lsaliese una sola gota. En realidad, aterriz sobre mis pies, y all qued hasta que me agach y lo alc.Lo puse sobre la mesa, ante l, y le dije que a pesar de ser una mujer dbil y haberle temido siempre, lehaba preparado la comida con cario.

    A partir de ese preciso momento, la actitud del Nagual hacia m cambi. El hecho de que el tazn desopa cayese sobre mis pies y no se derramara le demostr que un poder me sealaba. No lo supe enaquel momento y pens que su cambio en relacin conmigo se deba a un sentimiento de vergenza porhaber rechazado mi comida. No percib de inmediato su transformacin. Segua petrificada y ni siquierame atreva a mirarle a los ojos. Pero comenz a prestarme cada vez ms atencin.

    Inclusive, me trajo regalos: un chal, un vestido, un peine y otras cosas. Eso me haca sentirterriblemente mal. Tena vergenza porque crea que era un hombre en busca de mujer. El Nagualdispona de muchachas jvenes, qu iba a querer con una vieja como yo? Al principio no quise usar, yni siquiera mirar, sus regalos, pero Pablito me persuadi y termin por ponrmelos. Tambin comenc a

    temerle ms y a no querer estar con l a solas. Saba que era un hombre diablico. Saba lo que habahecho a su mujer.No pude dejar de interrumpirla. Le dije que jams haba odo hablar de mujer alguna en la vida de don

    Juan.-Sabes a qu me refiero -dijo.-Crame, doa Soledad, no lo s.-No me engaes. Sabes que hablo de la Gorda.La nica Gorda que yo conoca era la hermana de Pablito; la muchacha deba el mote a su enorme

    volumen. Yo haba intuido, si bien nadie me haba dicho jams nada sobre el tema, que no era enrealidad hija de doa Soledad. No quise forzarla a que me diese ms informacin. Record de prontoque la joven haba desaparecido de la casa y nadie haba podido darme razn -o no se haba atrevido aello- de qu le haba sucedido.

    -Un da me encontraba sola en la entrada de la casa -prosigui doa Soledad-. Me estaba peinando al

    sol con el peine que me haba dado el Nagual; no haba advertido su llegada ni reparado en que estabade pie detrs de m. De pronto, sent sus manos, cogindome por la barbilla. Le o cuando me dijo en vozmuy queda que no deba moverme porque se me poda quebrar el cuello. Me hizo torcer la cabeza haciala izquierda. No completamente, sino un poco. Me asust muchsimo y chill y trat de zafarme de susgarras, pero tuvo mi cabeza sujeta por un tiempo muy largo.

    Cuando me solt la barbilla, me desmay. No recuerdo lo que sucedi luego. Cuando recobr elconocimiento estaba tendida en el suelo, en el mismo lugar en que estoy sentada en este momento. ElNagual se haba ido. Yo me senta tan avergonzada que no quera ver a nadie, y menos an a la Gorda.Durante una larga temporada di en pensar que el Nagual jams me haba torcido el cuello y que todohaba sido una pesadilla.

    Se detuvo. Aguard una explicacin de lo que haba ocurrido. Se la vea distrada; quiz preocupada.-Qu fue exactamente lo que sucedi, doa Soledad? -pregunt, incapaz de contenerme-. Le hizo

    algo?

    -S. Me torci el cuello con la finalidad de cambiar la direccin de mis ojos -dijo, y se ech a rer debuena gana ante mi mirada de sorpresa.

    -Entonces, l...?-S. Cambi mi direccin -prosigui, haciendo caso omiso de mis inquisiciones-. Lo mismo hizo contigo

    y con todos los dems.-Es cierto. Lo hizo conmigo. Pero, por qu cree que lo hizo?-Tena que hacerlo. Esa es, de todas las cosas que hay que hacer, la ms importante.Se refera a un acto singular que don Juan estimaba absolutamente imprescindible. Yo nunca haba

    hablado de ello con nadie. En realidad, se trataba de algo casi olvidado para m. En los primeros tiemposde mi aprendizaje hubo una oportunidad en que encendi dos pequeas hogueras en las montaas deMxico Septentrional. Estaban alejadas entre s unos seis metros. Me hizo situar a una distancia similarde ellas, manteniendo el cuerpo, especialmente la cabeza, en una postura muy natural y cmoda.Entonces me hizo mirar hacia uno de los fuegos y, acercndose a m desde detrs, me torci el cuello

    hacia la izquierda, alineando mis ojos, pero no mis hombros, con el otro fuego. Me sostuvo la cabeza enesa posicin durante horas, hasta que la hoguera se extingui. La nueva direccin era la Sudeste; tal vez

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    acercarse a nosotros. El Nagual cruz al otro lado de la ruta corriendo y el viento me envolvi. Enrealidad, me hizo dar unas vueltas, con mucha delicadeza, y luego se desvaneci. Era el presagio que elNagual esperaba en relacin conmigo. Desde entonces, fuimos a las montaas o al desierto en buscadel viento. Al principio, el viento me rechazaba, porque yo era mi antiguo ser. As que el Nagual seesforz por cambiarme. Primero me hizo hacer esta habitacin y este piso. Luego me hizo usar ropasnuevas y dormir sobre un colchn, en vez de un jergn de paja. Me hizo usar zapatos, y tengo cajones

    llenos de vestidos. Me oblig a caminar cientos de kilmetros y me ense a estarme quieta. Aprendmuy rpido. Tambin me hizo hacer cosas raras sin motivo alguno.Un da, cuando nos encontrbamos en las montaas de su tierra natal, escuch el viento por primera

    vez. Penetr directamente en mi matriz. Yo yaca sobre una roca plana y el viento giraba a mi alrededor.Ya lo haba visto ese da, arremolinndose en torno de los arbustos; pero esa vez lleg a m y se detuvo.Lo sent como a un pjaro que se hubiese posado sobre mi estmago. El Nagual me haba hecho quitartoda la ropa; estaba completamente desnuda, pero no tena fro porque el viento me abrigaba.

    -Tena miedo, doa Soledad?-Miedo? Estaba petrificada. El viento tena vida; me lama desde la cabeza hasta la punta de los pies

    y se meta en todo mi cuerpo. Yo era como un baln, y el viento sala de mis odos y mi boca y otraspartes que prefiero no mencionar. Pens que iba a morir, y habra echado a correr si el Nagual no mehubiera mantenido sujeta a la roca. Me habl al odo y me tranquiliz. Qued all tendida, serena, y dejque el viento hiciese de m lo que quisiera. Fue entonces que el viento me dijo qu hacer.

    -Qu hacer con qu?-Con mi vida, mis cosas, mi habitacin, mis sentimientos. En un principio no me result claro. Cre quese trataba de mis propios pensamientos. El Nagual me dijo que eso nos sucede a todos. No obstante,cuando nos tranquilizamos, comprendemos que hay algo que nos dice cosas.

    -Oy una voz?-No. El viento se mueve dentro del cuerpo de una mujer. El Nagual dice que se debe a que tenemos

    tero. Una vez dentro del tero, el viento no hace sino atraparte y decirte que hagas cosas. Cuanto msserena y relajada se encuentra la mujer, mejores son los resultados. Puede decirse que, de pronto, lamujer se encuentra haciendo cosas de cuya realizacin no tiene la menor idea.

    Desde ese da el viento me lleg siempre. Habl en mi tero y me dijo todo lo que deseaba saber. ElNagual comprendi desde el comienzo que yo era el viento del Norte. Los otros vientos nunca mehablaron as, a pesar de que he aprendido a distinguirlos.

    -Cuntos vientos hay?

    -Hay cuatro vientos, como hay cuatro direcciones. Esto, desde luego, en cuanto a los brujos y aquellosque los brujos hacen. El cuatro es un nmero de poder para ellos. El primer viento es la brisa, elamanecer. Trae esperanza y luminosidad; es el heraldo del da. Viene y se va y entra en todo. A veces esdulce y apacible; otras es importuno y molesto.

    Otro viento es el viento violento, clido o fro, o ambas cosas. Un viento de medioda. Sus rfagasestn llenas de energa, pero tambin llenas de ceguera. Se abre camino destrozando puertas yderribando paredes. Un brujo debe ser terriblemente fuerte para detener al viento violento.

    Luego est el viento fro del atardecer. Triste y molesto. Un viento que nunca le deja a uno en paz.Hiela y hace llorar. Sin embargo, el Nagual deca que hay en l una profundidad tal que bien vale la penabuscarlo.

    Y por ltimo est el viento clido. Abriga y protege y lo envuelve todo. Es un viento nocturno parabrujos. Su fuerza est unida a la oscuridad.

    sos son los cuatro vientos. Estn igualmente asociados con las cuatro direcciones. La brisa es el

    Este. El viento fro es el Oeste. El clido es el Sur. El viento violento es el Norte.Los cuatro vientos poseen tambin personalidad. La brisa es alegre y pulcra y furtiva. El viento fro es

    variable y melanclico y siempre meditabundo. El viento clido es feliz y confiado y bullicioso. El vientoviolento es enrgico e imperativo e impaciente.

    El Nagual me dijo que los cuatro vientos eran mujeres. Es por ello que los guerreros femeninos losbuscan. Vientos y mujeres son semejantes. sa es asimismo la razn por la cual las mujeres sonmejores que los hombres. Dira que las mujeres aprenden con mayor rapidez si se mantienen fieles a suviento.

    -Cmo llega una mujer a saber cul es su viento personal?-Si la mujer se queda quieta y no se habla a s misma, su viento la penetra as -hizo con la mano el

    gesto de asir algo.-Debe yacer desnuda?-Eso ayuda. Especialmente si es tmida. Yo era una vieja gorda. No me haba desnudado en mi vida.

    Dorma con la ropa puesta y cuando tomaba un bao lo haca sin quitarme las bragas. Mostrar mi gruesocuerpo al viento era para m como morir. El Nagual lo saba e hizo las cosas as porque vala la pena.

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    Conoca la amistad de las mujeres con el viento, pero me present a Mescalito porque yo le tenadesconcertado.

    Tras torcer mi cabeza aquel terrible primer da, el Nagual se encontr con que me tena en susmanos. Me dijo que no tena idea de qu hacer conmigo. Pero una cosa era segura: no quera que unavieja gorda anduviera fisgoneando en su mundo. El Nagual deca que se haba sentido frente a m delmismo modo que frente a ti. Desconcertado. Ninguno de los dos deba estar all. T no eres indio y yo

    soy una vaca vieja. Bien mirado, ambos somos intiles. Y mranos. Algo ha de haber sucedido.Una mujer, por supuesto, es mucho ms flexible que un hombre. Una mujer cambia muy fcilmentecon el poder de un brujo. Especialmente con el poder de un brujo con el Nagual. Un aprendiz varn,segn el Nagual, es mucho ms problemtico. Por ejemplo, t mismo has cambiado tanto como laGorda, y ella inici su aprendizaje mucho ms tarde. La mujer es ms dctil y ms dcil; y, sobre todo,una mujer es como una calabaza: recibe. Pero, de todos modos, un hombre dispone de ms poder. Noobstante, el Nagual nunca estuvo de acuerdo con eso. l crea que las mujeres eran inigualablementesuperiores. Tambin crea que mi impresin de que los hombres eran mejores se deba a mi condicin demujer vaca. Deba tener razn. Llevo tanto tiempo vaca que ni siquiera recuerdo qu se siente cuandose est llena. El Nagual deca que si alguna, llegaba a estar llena, mis sentimientos al respecto variaran.Pero si hubiese tenido razn, su Gorda habra tenido tan buenos resultados como Eligio, y, como sabes,no fue as.

    No poda seguir el curso de su narracin debido a su conviccin de que yo saba a qu se estaba

    refiriendo. En cuanto a lo que terminaba de decir, yo no tena la menor idea de lo que haban hechoEligio ni la Gorda.-En qu sentido se diferenci la Gorda de Eligio? -pregunt.Me contempl durante un instante, como midindome. Luego se sent con las rodillas recogidas contra

    el pecho.-El Nagual me lo dijo todo -respondi con firmeza-. El Nagual no tuvo secretos para m. Eligio era el

    mejor; es por eso que ahora no est en el mundo. No regres. A decir verdad, era tan bueno que nisiquiera tuvo qu arrojarse a un precipicio al terminar su aprendizaje. Fue como Genaro; un da, cuandotrabajaba en el campo, algo lleg hasta l y se lo llev. Saba cmo dejarse ir.

    Tena ganas de preguntarle si realmente yo mismo haba saltado al abismo. Dud antes de formular mipregunta. Despus de todo, haba ido a ver a Pablito y a Nstor para aclarar ese punto. Cualquierinformacin sobre el tema que pudiese obtener de una persona vinculada con el mundo de don Juan eraun complemento valioso.

    Tal como haba previsto, se ri de mi pregunta.-Quieres decir que no sabes lo que t mismo has hecho? -pregunt.-Es demasiado inverosmil para ser real -dije.-Ese es el mundo del Nagual, sin duda. Nada en l es real. l mismo me dijo que no creyera nada.

    Pero, a pesar de todo, los aprendices varones tienen que saltar. A menos que sean verdaderamentemagnficos, como Eligio.

    El Nagual nos llev, a m y a la Gorda, a esa Montaa y nos hizo mirar al fondo del precipicio. All nosdemostr la clase voladora de Nagual que era. Pero slo la Gorda poda seguirlo. Ella tambin deseabasaltar al abismo. El Nagual le dijo que era intil. Dijo que los guerreros femeninos deben hacer cosasms penosas y ms difciles que esa. Tambin nos dijo que el salto estaba reservado a vosotros cuatro.Y eso fue lo que sucedi, los cuatro saltaron.

    Haba dicho que los cuatro habamos saltado, pero yo slo tena noticia de que lo hubisemos hechoPablito y yo. Guindome por sus palabras, conclu que don Juan y don Genaro nos haban seguido. No

    me resultaba sorprendente; era ms bien halageo y conmovedor.-De qu ests hablando? -pregunt, una vez yo hube expresado mis pensamientos-. Me refiero a ti y

    a los tres aprendices de Genaro. T, Pablito y Nstor, saltaron el mismo da.-Quin es el otro aprendiz de don Genaro? Yo slo conozco a Pablito y a Nstor.-Quieres decir que no sabas que Benigno era aprendiz de Genaro?-No, no lo saba.-Era el aprendiz ms antiguo de Genaro. Salt antes que t, y lo hizo solo.Benigno era uno de los cinco jvenes indios que haba conocido en el curso de una de las excursiones

    hechas al desierto de Sonora con don Juan. Andaban en busca de objetos de poder. Don Juan me dijoque todos ellos eran aprendices de brujo. Trab una peculiar amistad con Benigno en las pocasoportunidades en que le vi posteriormente. Era del sur de Mxico. Me agradaba mucho. Por algunarazn desconocida, pareca complacerse en crear un atormentador misterio en torno de su vida personal.Jams logr averiguar quin era ni qu haca. Cada vez que hablaba con l terminaba desconcertado

    por el apabullante desenfado con que eluda mis preguntas. En cierta ocasin don Juan me proporcionalgunas informaciones acerca de Benigno; me dijo que tena la gran fortuna de haber hallado un maestro

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    y un benefactor. Atribu a las palabras de don Juan el valor de una observacin casual e intrascendente.Doa Soledad acababa de aclararme un enigma que se haba conservado como tal durante diez aos.

    -A qu cree usted que se puede deber el que don Juan nunca me haya dicho nada acerca deBenigno?

    -Quin sabe? Alguna razn habr tenido. El Nagual jams hizo nada sin pensarlo cuidadosamente.Tuve que apoyar mi espalda dolorida contra su cama antes de seguir escribiendo.

    -Qu sucedi con Benigno?-Lo est haciendo muy bien. Tal vez sea el mejor de todos. Le vers. Est con Pablito y con Nstor.Ahora son inseparables. Llevan la marca de Genaro. Lo mismo ocurre con las nias; son inseparablesporque llevan la marca del Nagual.

    Me vi obligado a interrumpirla nuevamente para pedirle que me explicase a qu nias se refera.-Mis nias -dijo.-Sus hijas? Quiero decir, las hermanas de Pablito?-No son hermanas de Pablito. Son las aprendices del Nagual.Su revelacin me sobresalt. Desde el momento en que haba conocido a Pablito, aos atrs, se me

    haba inducido a creer que las cuatro muchachas que vivan en su casa eran sus hermanas. El propiodon Juan me lo haba dicho. Reca sbitamente en la sensacin de desesperacin que habaexperimentado de modo latente durante toda la tarde. Doa Soledad no era de fiar; tramaba algo. Estabaseguro de que don Juan no poda haberme engaado de tal manera, fuesen cuales fuesen las

    circunstancias.Doa Soledad me examin con cierta curiosidad.-El viento acaba de hacerme saber que no crees lo que te estoy contado -dijo, y rompi a rer.-El viento tiene razn -respond, en tono cortante.-Las nias que has estado viendo a lo largo de los aos son las del Nagual. Eran sus aprendices.

    Ahora que el Nagual se ha ido, son el Nagual mismo. Pero tambin son mis nias. Mas!-Quiere eso decir que usted no es la madre de Pablito y ellas son en realidad sus hijas?-Lo que yo quiero decir es que son mas. El Nagual las dej a mi cuidado. Siempre te equivocas porque

    esperas que las palabras te lo expliquen todo. Puesto que soy la madre de Pablito y supiste que ellaseran mis nias, supusiste que deban ser hermano y hermanas. Las nias son mis verdaderas criaturas.Pablito, a pesar de ser el hijo salido de mi tero, es mi enemigo mortal.

    En mi reaccin ante sus palabras se mezclaron el asco y la ira. Pens que no slo era una mujeranormal, sino tambin peligrosa. De todos modos, una parte de mi ser lo haba percibido desde el

    momento de la llegada.Pas largo rato contemplndome. Para evitar mirarla, volv a sentarme sobre el cobertor.-El Nagual me puso sobre aviso por lo que hace a tus rarezas -dijo de pronto-, pero no haba logrado

    entender el significado de sus palabras. Ahora s. Me dijo que tuviese cuidado y no te provocara porqueeras violento. Lamento no haber sido todo lo cuidadosa que deba. Tambin me dijo que, mientras tedejasen escribir, podas llegar al propio infierno sin siquiera darte cuenta. En cuanto a eso, no te hemolestado. Luego me dijo que eras suspicaz porque te enredabas en las palabras. Tampoco en cuanto aeso te he molestado. He hablado hasta por los codos, tratando de que no te enredaras.

    Haba una tcita acusacin en su tono. En cierta forma, el estar irritado con ella me hizo sentirincmodo.

    -Lo que me est diciendo es muy difcil de creer -dije-. O usted o don Juan, alguno de los dos me hamentido terriblemente.

    -Ninguno de los dos ha mentido. T slo entiendes lo que quieres. El Nagual deca que esa era una de

    las caractersticas de tu vaciedad.Las nias son las hijas del Nagual, del mismo modo en que t y Eligio lo son. Hizo seis hijos, cuatro

    hembras y dos varones. Genaro hizo tres varones. Son nueve en total. Uno de ellos, Eligio, ya lo hahecho, as que ahora le corresponde a los ocho restantes intentarlo.

    -A dnde fue Eligio?-Fue a reunirse con el Nagual y con Genaro.-Y a dnde fueron el Nagual y Genaro?-T sabes dnde fueron. Me ests tomando el pelo, no?-Esa es la cuestin, doa Soledad. No le estoy tomando el pelo.-Entonces te lo dir. No puedo negarte nada. El Nagual y Genaro regresaron al lugar del que vinieron,

    el otro mundo. Cuando se les agot el tiempo se limitaron a dar un paso hacia la oscuridad exterior y,puesto que no deseaban volver, la oscuridad de la noche se los trag.

    Me pareca intil hacerle ms preguntas. Iba a cambiar de tema, cuando se me adelant a hablar.

    -Tuviste una vislumbre del otro mundo en el momento de saltar -prosigui-. Pero es posible que el saltote haya confundido. Una lstima. Eso nadie lo puede remediar. Es tu destino ser un hombre. Las mujeres

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    estn mejor que los hombres en ese sentido. No estn obligadas a arrojarse a un abismo. Las mujerescuentan con otros medios. Tienen sus propios abismos. Las mujeres menstran. El Nagual me dijo queesa era su puerta. Durante la regla se convierten en otra cosas. S que era en esos perodos cuando lenseaba a mis nias. Era demasiado tarde para m; soy demasiado vieja para llegar a conocer elverdadero aspecto de esas puertas. Pero el Nagual insista en que las nias estuviesen atentas a todo loque les sucediese en ese momento. Las llevara a las montaas durante esos das y se quedara junto a

    ellas hasta que viesen la fractura entre los mundos.El Nagual, que no tena escrpulos ni senta miedo ante nada, las acuciaba sin piedad para quellegasen a descubrir por s mismas que hay una fractura en las mujeres, una fractura que ellas disfrazanmuy bien. Durante la regla, no importa cun bueno sea, su disfraz se desmorona y quedan desnudas. ElNagual impeli a mis nias a abrir esa fractura hasta que estuvieron al borde de la muerte. Lo hicieron.l las llev hacerlo, pero tardaron aos.

    -Cmo llegaron a ser aprendices?-Lidia fue su primera aprendiz. La descubri una maana; l se haba detenido ante una cabaa

    ruinosa en las montaas. El Nagual me dijo que no haba nadie a la vista, pero desde muy tempranohaba visto presagios que le guiaban hacia esa casa. La brisa se haba ensaado con l terriblemente.Deca que ni siquiera poda abrir los ojos cada vez que intentaba alejarse del lugar. De modo que cuandodio con la casa supo que algo haba. Mir debajo de una pila de paja y lea menuda y hall una nia.Estaba muy enferma. A duras penas alcanzaba a hablar, pero, sin embargo, se las compuso para decirle

    que no necesitaba ayuda de nadie. Iba a seguir durmiendo all, y, si no despertaba ms, nadie perderanada. Al Nagual le gust su talante y le habl en su lengua. Le dijo que iba a curarla y cuidar de ellahasta que volviera a sentirse fuerte. Ella se neg. Era india y slo haba conocido infortunios y dolor.Cont al Nagual que ya haba tomado todas las medicinas que sus padres le haban dado y ninguna laaliviaba.

    Cuanto ms hablaba, ms claro resultaba al Nagual que los presagios se la haban sealado de modomuy singular. Ms que presagios, eran rdenes.

    El Nagual alz a la nia, la carg a hombros, como si se tratase de un beb, y la llev donde Genaro.Genaro prepar medicinas para ella. Ya no poda abrir los ojos. Sus prpados no se separaban. Lostena hinchados y recubiertos por una costra amarillenta. Se estaban ulcerando. El Nagual la atendihasta que estuvo bien. Me contrat para que la vigilase y le preparase de comer. Mis comidas laayudaron a recuperarse. Es mi primer beb. Ya curada, cosa que llev cerca de un ao el Nagual quisodevolverla a sus padres, pero la nia se neg y, en cambio, se fue con l.

    Al poco tiempo de hallar a Lidia, en tanto ella segua enferma y a mi cuidado, el Nagual te encontr ati. Fuiste llevado hasta l por un hombre al que no haba visto en su vida. El Nagual vio que la muerte secerna sobre la cabeza del hombre y le extra que te sealase en tal momento. Hiciste rer al Nagual einmediatamente te plante una prueba. No te llev consigo. Te dijo que vinieras y lo encontraras. Teprob como nunca lo haba hecho con nadie. Dijo que ese era tu camino.

    Por tres aos tuvo slo dos aprendices, Lidia y t. Entonces, un da en que estaba de visita en casade su amigo Vicente, un curandero del Norte, una gente llev a una muchacha trastornada, unamuchacha que no haca sino llorar. Tomaron al Nagual por Vicente y pusieron a la nia en sus manos. ElNagual me cont que la nia corri y se aferr a l como si lo conociese. El Nagual dijo a sus padres quedeban dejarla con l. Estaban preocupados por el precio, pero el Nagual les asegur que les saldragratis. Imagino que la nia representara tal dolor de cabeza para ellos que poco deba importarlesabandonarla.

    El Nagual me la trajo. Qu infierno! Estaba francamente loca. sa era Josefina. El Nagual dedic

    aos a curarla. Pero an hoy sigue ms loca que una cabra. Andaba, desde luego, perdida por elNagual, y hubo una tremenda batalla entre Lidia y Josefina. Se odiaban. Pero a m me caan bien lasdos. El Nagual, al ver que as no podan seguir, se puso muy firme con ellas. Como sabes, el Nagual esincapaz de enfadarse con nadie. De modo que las aterroriz mortalmente. Un da, Lidia, furiosa, semarch. Haba decidido buscarse un marido joven. Al llegar al camino encontr un pollito. Acababa desalir del cascarn y andaba perdido por en medio de la carretera. Lidia lo alz, imaginando, puesto quese hallaba en una zona desierta, lejos de toda vivienda, que no perteneca a nadie. Lo meti en su blusa,entre los pechos, para mantenerlo al abrigo. Lidia me cont que ech a correr y, al hacerlo, el pollitocomenz a moverse hacia su costado. Intent hacerlo volver a su seno, pero no logr atraparlo. El pollitocorra a toda velocidad por sus costados y su espalda, por dentro de su blusa. Al principio, las patitas delanimal le hicieron cosquillas, y luego la volvieron loca. Cuando comprendi que le iba a ser imposiblesacarlo de all, volvi a m, aullando, fuera de s, y me pidi que sacase la maldita cosa de su blusa. Ladesvest, pero fue intil. No haba all pollo alguno, a pesar de que ella no dejaba de sentir sus patas, en

    uno y otro lugar de su piel.

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    Entonces lleg el Nagual y le dijo que slo cuando abandonara su viejo ser el pollito se detendra.Lidia estuvo loca durante tres das y tres noches. El Nagual me aconsej atarla. La aliment y la limpi yle di agua. Al cuarto da se la vio muy pacfica y serena. La desat y se visti, y cuando estuvo vestida,tal como lo haba estado el da de su fuga, el pollito sali. Lo cogi en su mano, y lo acarici, y leagradeci, y lo devolvi al lugar en que lo haba hallado. Recorr con ella parte del camino.

    Desde entonces, Lidia no molest a nadie. Acept su destino. El Nagual es su destino; sin l, habra

    estado muerta. Por qu tratar de negar o modificar cosas que no se puede sino aceptar?Josefina fue la siguiente. Se haba asustado por lo sucedido a Lidia, pero no haba tardado enolvidarlo. Un domingo al atardecer, mientras regresaba a la casa, una hoja seca se pos en el tejido desu chal. La trama de la prenda era muy dbil. Trat de quitar la hoja, pero tema arruinar el chal. Demodo que esper a entrar a la casa y, una vez en ella, intent inmediatamente deshacerse de ella; perono haba modo, estaba pegada. Josefina, en un arranque de ira, apret el chal y la hoja, con la finalidadde desmenuzarla en su mano. Supona que iba a resultar ms fcil retirar pequeos trozos. O un chillidoexasperante y Josefina cay al suelo.

    Corr hacia ella y descubr que no poda abrir el puo. La hoja le haba destrozado la mano, como sisus pedazos fuesen los de una hoja de afeitar. Lidia y yo la socorrimos y la cuidamos durante siete das.Josefina era la ms testaruda de todas. Estuvo al borde de la muerte. Y termin por arreglrselas paraabrir la mano. Pero slo despus de haber resuelto dejar de lado su viejo talante. De vez en cuando ansiente dolores, en todo el cuerpo, especialmente en la mano, debido a los malos ratos que su

    temperamento sigue hacindole pasar. El Nagual advirti a ambas que no deban confiar en su victoria,puesto que la lucha que cada uno libra contra su antiguo ser dura toda la vida.Lidia y Josefina no volvieron a reir. No creo que se agraden mutuamente, pero es indudable que

    marchas de acuerdo. Es a ellas a quienes ms quiero. Han estado conmigo todos estos aos. S queellas tambin me quieren.

    -Y las otras dos nias? Dnde encajan?-Elena, la Gorda, lleg un ao despus. Estaba en la peor de las condiciones que puedas imaginar.

    Pesaba ciento diez kilos. Era una mujer desesperada. Pablito le haba dado cobijo en su tienda. Lavabay planchaba para mantenerse. El Nagual fue una noche a buscar a Pablito y se encontr con la gruesamuchacha trabajando; las polillas volaban en crculo sobre su cabeza. Dijo que el crculo era perfecto, ylos insectos lo hacan con la finalidad de que l lo observase. l vio que el fin de la mujer estaba cerca,aunque las polillas deban saberse muy seguras para comunicar tal presagio. El Nagual, sin perdertiempo, la llev con l.

    Estuvo bien un tiempo, pero los malos hbitos adquiridos estaban demasiado arraigados en ella comopara que le fuese posible quitrselos de encima. Por lo tanto, el Nagual, cierto da, envi el viento en suayuda. O se la auxiliaba o era el fin. El viento comenz a soplar sobre ella hasta sacarla de la casa; eseda estaba sola y nadie vio lo que estaba sucediendo. El viento la llev por sobre los montes y por entrelos barrancos, hasta hacerla caer en una zanja, un agujero semejante a una tumba. El viento la mantuvoall durante das. Cuando al fin el Nagual dio con ella, haba logrado detener el viento, pero seencontraba demasiado dbil para andar.

    -Cmo se las arreglaban las nias para detener las fuerzas que actuaban sobre ellas?-Lo que en primer lugar actuaba sobre ellas era la calabaza que el Nagual llevaba atada a su cinturn.-Y qu hay en la calabaza?-Los aliados que el Nagual lleva consigo. Deca que el aliado es aventado por medio de su calabaza.

    No me preguntes ms, porque nada s acerca del aliado. Todo lo que puedo decirte es que el Nagualtiene a sus rdenes dos aliados y les hace ayudarle. En el caso de mis nias, el aliado retrocedi cuando

    estuvieron dispuestas a cambiar. Para ellas, por supuesto, la cuestin era cambiar o morir. Pero ese esel caso de todos nosotros, una cosa o la otra. Y la Gorda cambi ms que nadie. Estaba vaca, a decirverdad, ms vaca que yo, pero labor sobre su espritu hasta convertirse en poder. No me gusta. Latemo. Me conoce. Se me mete dentro, invade mis sentimientos,