el realismo -...
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UNIDAD
2 EL REALISMO
3. El debate meliano
TucíDIDES
[416 a. de J.C.) 84. Al verano siguiente, Alcibíades se desplazó a Argos con veinte galeras, y. ahí capturó a los argivos sospechosos y a todos aquellos que parecieran favorecer a la facción lacedemónica, en número de trescientos, llevándolos a la más cercana de las islas súbditas del estado ateniense.
Los atenienses emprendieron asimismo la guerra contra la isla de Melos, con treinta galeras propias, seis de Khíos y dos de Lesbos, en las cuales transportaban a mil doscientos de sus hombres de armas, a trescientos arqueros y a veinte arqueros de caballería; entre sus confederados y habitantes de las islas contaban con unos mil quinientos hombres armados. Los melianos son colonia de los lacedemones, por lo que se rehusaron, al igual que el resto de las islas, a convertirse en súbditos de los atenienses; en un principiO guardaron posidón de neutralidad, y posreriormente, cuando los atenienses, comenzaron a invadir SUS tícrtas, decidieronJanzarse en guerra franca.
Tomado de, The PelQjJQnnesian War, quinto volumen, traducción de Thomas Hobb.es.
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Ahora bien, los comandantes atenienses Cleómedes, hijo de Licómedes, y Tisias, hijo de Tisímaco, acampados con sus fuerzas en tierras de Melos, antes de infligir daño alguno enviaron embajadores a los habitantes de la isla para negociar en conferencia. Los melianos se negaro a presentar a dichos embajadores ante la multitud, exigiéndoles por el contrario que pronunciaran su mensaje ante los magistrados y la minoría; así, intercambiaron las siguientes palabras:
85. Atenienses. "Puesto que no nos es permitido expresarnos ante la multitud, por temor de que ésta se sienta atraída al escuchar nuestros argumentos persuasivos e irrebatibles al unísono, en fluido discurso (pues conscientes estamos de que tal ha sido la causa de hacernos conferenciar ante la minoría)¡ tomad muy encuenta ese pilnto, voSOtros aquí séntados; responded VQsotros a cada pormenor, no en discurso elabOi''ado", síno de hecho interrumpidnos cuando ostentéis una opJnJóocontraria a aquélla por nos manifést~da. '1, en primer lu~~t. responded si esta mOcJón es o: no de vuestro agrado."
86. A lo cual contest6el consejo de los mellanas: '''Falla 00 ha de percibirse en la equidad
de un holgado debate; mas estos preparativos de guerra, no futuros sino aquí presentes, parecen no concordar con lo anterior. Pues vemos que vosotros habéis venido a ser jueces de la conferencia, y que esto, si resultamos superiores en . argumentos y, por tanto, no cedemos, nos habrá de acarrear la guerra o, por el contrario, si cedemos, la servidumbre."
87. Atenienses. "No, si habréis de limitaros a inferir sospechas de lo que puede ser o de cualquier objetivo ajeno a solicitar consejo sobre lo que sucede realmente y se despliega ante vuestros ojos, es decir, cómo salvar a vuestra ciudad de la destrución, más valdrá retirarnos. Pero si os apegáis a la realidad, procedamos a discutirla. "
88. Melianos. "Es razonable y excusable que los hombres en un caso como el nuestro dirijan sus palabras y pensamientos a diversos asuntos. No obstante, si la presente consulta se ha de sujetar al tema de nuestra seguridad, estaremos complacidos, si os parece, de seguir el curso por vos propuesto."
89. Atenienses. "Como por nuestra parte no hemos de jactarnos, por ejemplo, de que nuestro reino es legítimo por haber derrotado a los medas, o de haber venido aquí en contra vuestra por los daños provocados, tampoco habremos de realizar un prolongado discurso ante oídos incrédulos; del mismo modo, demandamos que vosotros no esperéis prevalecer argumentando que no nos despojásteis porque érais colonia de los lacedemones, o que no no~ habéis inflingido perjuicio alguno. Mas, de todo lo que predomina en nuestro pensamiento, discutamos sólo aquello que sea factible, tanto para vosotros como para nosotros, sabedores de que en el debate humano sólo se logra la justicia cuando la necesidad es igual; considerando que quienes gozan de poder impar exigen cuanto pueden, y que los débiles ceden a cuantas condiciones pueden obtener. "
90. Melianos. "Pues bien (en vista de que vosotros colocáis el beneficio en el lugar de la justicia), consideramos provechoso para nosotros no eliminar un beneficio general de todos los hombres, que es el siguiente: que a todos los hombres en peligro, si se defienden con razón y equidad,
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se les otorgue un trato justo, quizás apartándoos un tanto del estricto rigor de la justicia. Y esto, sobre todo, os concierne a vosotros, puesto que de otro modo, si vuestro poder se frustrase, daríais al resto del mundo un ejemplo de la mayor venganza concebible."
91. Atenienses. "Por lo que a nos respecta, aun cuando nuestro dominio cesase, no habríamos de temer a las secuelas. Pues quienes ejercen el mando no son crueles con los vencidos, norma ésta que los lacedemones no observaban (aunque ya nada tenemos que hablar de estos últimos); de hecho, habiendo sido súbditos en alguna época, atacaron a quienes los gobernaban y lograron la victoria. Pero dejad tal peligro a nuestro cuidado. Entre tanto, os decimos que: aquí nos encontramos para engrandecer nuestros dominios y para someter a debate la salvación de vuestra ciudad. Es nuestra intención el ejercer dominio, que no opresión, sobre vosotros, así como preservaros en beneficio de ambos."
92. Melianos. "¿Mas cómo podemos nosotros hallar provecho en la servidumbre del mismo modo que vosotros en el mando?"
93. Atenienses. "Vosotros, mediante la obediencia, os salvaréis de la adversidad; y nosotros, al no destruiros, extraeremos beneficios de vos."
94. Melianos. "¿Mas acaso no aceptaríais que nosotros permaneciésemos en paz y en términos de amistad con vosotros (considerando que antes fuimos vuestros enemigos), sin tomar partido por nadie?"
95. Atenienses. "No. Pues que vuestra enemistad no nos perjudicó tanto como lo haría vuestra amistad; ésta se convertiría en argumento de nuestra debilidad y de vuestro rencor por nuestro poderío entre aquellos que ahora gobernamos. "
96. Melianos. "Pero, ¿por qué? ¿Acaso vuestros súbditos miden la equidad con una misma vara, colocando a quienes nunca han tenido nada que ver con vosotros, y con ellos mismos, que en su mayoría han sido colonias vuestras, junto con aquellos que han sido conquistados tras rebelarse?"
97. Atenienses. "¿Por qué no? Ellos piensan que la razón está de su parte, en uno y otro as-
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pectos, y que quienes viven sometidos, han sido sometidos por la fuerza, y que quienes tienen ascendiente lo tienen por temor nuestro. Por tanto, al someteros a vosotros, además de extender nuestro dominio sobre cuantiosos súbditos más, reafirmaremos, ante quienes ya eran nuestros súbditos nuestra posición de amos de los mares, y la vuestra de isleños, más débiles (salvo que vos podáis obtener la victoria) que aquéllos a quienes ya hemos sometido,"
98. Melianos. "Entonces, ¿vosotros consideráis que no existe garantía alguna en aquello que hemos propuesto? Pues ahora nuevamente (ya que apartándonos de nuestra defensa de equidad nos persuadís de someternos a vuestro beneficio), habiéndoos expuesto 10 que es bueno para nosotros, debemos esforzarnos por remitiros al mismo tema, puesto que también será de provecho para vosotros. Tomando en cuenta que muchos hoy guardan una postura neutral, ¿en qué los convertís vosotros si no en vuestros enemigos, ahora que se percatan de estos vuestros procedimientos, y de que a partir de este momento vosotros intentaréis asimismo volcar vuestras armas contra ellos, ¿Y qué significa esto si no azuzar a quienes ya son vuestros enemigos, ya la vez enemistaros con quienes no 10 son, en contra de la voluntad de todos ellos, lo cual se habría podido evitar adoptando otras medidas?"
99. Atenienses. "No consideramos que puedan ser peores enemigos nuestros aquellos que pueblan otras regiones del continente, ya que mucho tiempo ha de pasar antes de que deban salvaguardar su libertad en contra nuestra. Mas aquellos habitantes no sometidos de las islas, como es vuestro caso, o los que ya se sienten insultados por la necesidad de sometimiento en el que ya se eacuentran, ellos sí, mediante recursos imprudentes, pueden ponernos en aparente peligro a nosotros y a ellos mismos. "
100. Melianos, "Entonces, ¿si vosotros pretendéis retener vuestro poder, y si vuestros vasallos han de padecer peligro extremo al alejarse de vos, a caso no se nos imputaría a nosotros, seres libres, indecible vileza y cobardía si no antes hacemos frente a lo que sea, con tal de no sufrir la humillación de sumirnos en el cautiverio?"
101. Atenienses, "No, si sabéis conduciros. Pues que no os enfrentáis a una contienda de valor en igualdad de condiciones, donde vuestro honor quede en prenda, sino a una consulta por vuestra seguridad, a la cual os resistís como si no reconociéreis nuestra superioridad como adversarios."
102. Melianos, "Pero nosotros sabemos que, en materia de guerra, se da el caso de que no siempre el resultado va de acuerdo con la diferencia numérica de los bandos; y que si cedemos en este momento, perderemos toda esperanza; no obstante, si sabemos resistir, podremos acariciar cierta esperanza de conservar nuestra posición, "
103. Atenienses. "La esperanza, consuelo del peligro, cuando se le emplea de sobra, pese a que puede perjudicar, no destruye. Mas entre aquéllos que en ella cifran toda su confianza (pues por naturaleza es asaz pródiga), pronto se da a conocer por su fracaso; y una vez conocida, no deja lugar para precaución futura. Que no sea tal vuestro caso, vos que no sóis sino débiles y no contáis más que con dicho recurso, Tampoco seáis como muchos hombres que, aunque puedan salvarse de inmediato por medios humanos, cuando sus esperanzas más firmes los abandonen bajo la presión del enemigo, se aferran a cosas fútiles como la adivinación, los oráculos, y tantas otras que, mediante la esperanza, destruyen al hombre."
104. Melianos, "Vos bien sabéis que para nosotros sería extremadamente arduo el combatir vuestro poderío y fortuna, a menos que pudiésemos hacerlo en igualdad de circunstancias. No obstante, sentimos que en lo concerniente a la fortuna no seremos inferiores de ninguna manera, ya que tendremos a los dioses de nuestra parte por nuestra postura inocente ante hombres injustos; por lo que respecta al poder, aquello de 10 que carezcamos nos será abastecido mediante nuestros nexos con los lacedemones, que por necesidad están obligados a defendernos, si no por causa distinta, en aras de la consanguineidad y de su propio honor. Por tanto, estamos confiados, y no sin razón como vosotros pensáis."
105. Atenienses. "En cuanto al favor de los dioses, esperamos gozar de él tanto como voso-
tros; pues ni hacemos ni exigimos nada opuesto a lo decretado por la humanidad con respecto a venerarlos o a sus divinas presencias. Pues que los dioses guardamos el concepto de la opinión común; y de los hombres, tenemos por seguro que, por necesidad de la naturaleza, deberán reinar en todas aquellas regiones donde cuenten con el poder para hacerlo . Ni establecimos nosotros esta ley, ni somos los primeros en hacerla valer; mas así que la hallamos, y la legaremos a la posteridad, así pensamos emplearla, sabedores de que tanto vosotros, como cualquier otro que detentase el ' mismo poder que nosotros, procedería de la misma manera. Por tanto, en lo concerniente al favor de los dioses, la razón nos hace no temer a vernos minimizados. Y en lo que respecta a la opinión que vos guardáis de los lacedemones, creyendo que os respaldarán en aras de su honor, os bendecimos, espíritus inocentes, mas no intentaremos disuadiros. Los lacedemones suele ser, en gran parte, generosos por lo que toca a ellos mismos y a las constituciones de su propio país; mas en lo relativo a otros, aunque mucho pudiese alegarse, trataré de resumir su actitud con certera brevedad: a toda luces, de entre todos los hombres, ostentan como honorable aquello que les place, y como justo aquello que les beneficia. Tal opinión no favorece en nada a vuestro ahora absurdo recurso de seguridad."
106. Melianos. "No, gracias a esta misma opinión que vos expresasteis, ahora creemos con mayor firmeza que no traicionarán a su propia colonia, los melianos, ya que se tornarían desleales hacia sus amigos, los griegos, favoreciendo así a sus enemigos."
1 07. Atenienses. "Por tanto, vosotros no consideráis que aquello que sea benéfico deba también ser seguro, y que toda causa justa y honorable deba ser emprendida con riesgo, riesgo que, de entre todos los hombres, los lacedemones son los menos dispuestos a arrostrar [en aras de otros] ."
1 08. Melianos. "Mas suponemos que afrontarán el peligro en favor de nosotros, más que de ningún otro pueblo; y además, que saben que nos apegaremos más a ellos que a ningún otro, ya que por hechos, somos vecinos del
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Peloponeso y, por afecto, les guardemos mayor fidelidad por nuestro estrecho parentesco" .
109. Atenienses. "La seguridad de quienes se encuentran en guerra, no ha consistido jamás en la buena voluntad de aquellos que han convocado en su auxilio, sino en el poder de los recursos que dominan. Es este un precepto que impera entre los lacedemones más que entre otros; por tanto, como desconfían de sus propias fuerzas, llevan en expedición a gran parte de sus confederados, con el fin real de atacar a sus vecinos. Sin embargo, siendo nosotros los amos del mar, resulta improbaole que jamás logran apoderarse de una isla."
110. Melianos. "Sí, pero podrán enviar a otros en su lugar; el mar de Creta es muy extenso, y será más difícil para el amo del mismo capturar a otro en él que para éste surcarlo a hurtadillas en busca de su salvación. Y si dicho método fracasara, podrán levantarse en armas contra vuestro propio territorio o contra vuestros confederados que no hayan sido invadidos por Brasidias. Y entonces no deberéis preocuparos más de un territorio donde nada teníais que hacer, sino únicamente de vosotros mismos y de vuestros confederados."
111. Atenienses. "Dejadlos adoptar el método que más les convenga, que ya vosotros sabréis por experiencia, y no ignoraréis, que los atenienses jamás levantan un sitio por temor a crear diversión entre otros. Mas observamos que, pese a haber dicho que consultaríais acerca de vuestra seguridad, no habéis pronunciado, en todo este intercambio, una sola palabra a la que se pudiese atener un hombre en busca de su preservación; vuestros argumentos más sonoros se reducen a esperanzas futuras; y vuestro poder actual es por demás escaso para defenderos contra las fuerzas contra vos dispuestas. En consecuencia, llegaréis a conclusiones absurdas a menos que, excluyéndonos, acordéis entre vos de manera más prudente; así [cuando os reunáis en privado], ya no girarán vuestros conceptos en torno a la vergüenza que, por lo general, ha perdido a los hombres cada vez que el deshonor y el peligro se posan ante sus ojos. Pues que muchos, aun previendo los peligros que sobre ellos se cernían, fueron de tal manera
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subyugados por el fantasma del deshonor, palabra potente, que los hizo precipitarse voluntariamente en indecibles calamidades, y así, por su propia demencia, padecer un deshonor mucho mayor que el que la fortuna les hubiese deparado. Ahora bien, si vosotros deliberáis con prudenda, sabréis esquivar dicho riesgo, sin considerar vergonzoso el someteros a una ciudad extremadamente poderosa, bajo las condiciones razonables de una liga y gozando de cierta autonomía, bajo tributo; puesto que ante vosotros se despliega la alternativa de guerra o seguridad, no escojáis la peor por mera obstinación. Pues quienes proceden con mayor sabiduría, aunque no ceden ante sus iguales, encuentran justo acomodo con sus superiores, y emplean la moderación para con sus inferiores. Por tanto, someted todo esto a consideración en tanto que nos apartamos; y no olvidéis, que en vuestra deliberación, vuestro país se encuentra en juego, y que esta única consulta le brindará la dicha o la desgracia."
112. Dicho lo cual, los ateniense5 se retiraron de la conferencia; y los melianos, tras haber decretado lo mismo que anteriormente habían expuesto, les dieron contestación de la siguiente manera: "Hombres de Atenas, nuestra resolución es la misma que escuchasteis previamente; no hemos de deponer, en momento tan breve, esa libertad que por espacio de siete centurias prevaleció en nuestra ciudad desde su fundación. Emprenderemos nuestros mayores esfuerzos por así preservarla, confiados en la fortuna que los dioses han tenido a bien concedernos hasta ahora y en la ayuda de nuestro prójimo, es decir, de los lacedemones. Mas ofrecemos lo siguiente: nuestra amistad para con vosotros y nuestra enemistad para con nadie; que vosotros os alejéis de nuestra tierra tras llegar a un acuerdo que ambos consideremos conveniente."
113. Tal fue la respuesta de los melianos. A la cual los atenienses, una vez disuelta la conferencia, replicaron así: "A nuestro parecer, por este debate, sóis vos los únicos hombres que perciben mayor certeza en las cosas del futuro que en las palpables, y que, por un deseo de tornarlas ciertas, las miran vacilantes como si estuviesen a punto de suceder. Vuestra decepción
será inmensa, ya que atribuís inmensos poderes y confianza a los lacedemones, a la fortuna y a la esperanza."
114. Concluida la sentencia, los embajadores atenienses partieron hacia su campamento. y los comandantes, al enterarse de la firmeza de los melianos, pronunciaron el grito de guerra; dividiendo el trabajo entre las diversas ciudades, procedieron a cercar con una muralla la ciudad de los melianos. Posteriormente, los atenienses destacaron algunas fuerzas propias y de sus confederados para que hiciesen guardia por tierra y por mar, y tras reunir al grueso de sus fuerzas, marcharon de regreso a casa.
115. Por esos días los argivos, en su camino a Pliasia, perdieron casi ochenta hombres en una emboscada que les tendieron los soldados del Plío y los forajidos de su propia ciudad. Y los atenienses estacionados en Pilos transportaron a dicho lugar un regio botín de los lacedemones. No obstante lo anterior, los lacedemones decidieron no atacarlos por haber repudiado la paz; únicamente emitieron un edicto mediante el cual, autorizaban a cualquier individuo del pueblo que así lo deseara para que se apoderase recíprocamente de botines en el territorio de los atenienses. Los corintios sí combatieron a los atenienses por causa de ciertas desavenencias propias, mas el resto del Peloponeso se mantuvo al margen.
En ataque nocturno, los melianos se apoderaron del sector de la muralla ateniense que daba al mercado; tras eliminar a los hombres que la vigilaban, llevaron grano y otras provisiones al pueblo, y todo aquello que pudiesen adquirir con dinero. De tal modo regresaron, y permanecieron sosegados. A partir de entonces, los atenienses redoblaron la vigilancia. Y así llego el fin del estío.
116. El invierno siguiente, los lacedemones estuvieron a punto de irrumpir con su ejército en el territorio de los argivos, mas decidieron volver sobre su huella al percibir que los sacrificios que debían padecer para atravesar la frontera eran inhumanos. Los de Argos, sembrando la sospecha entre algunos de su habitantes con respecto a tal decisión de los lacedemones, aprehendieron a algunos de ellos; otros lograron escapar.
Por esos mismos días, los melianos se apoderaron de otro sector de la muralla del sitio ateniense, que para entonces había quedado insuficientemente resguardada . Hecho lo cual, arribaron refuerzos de Atenas bajo el mando de Filócrates, hijo de Demeas. Y la ciudad, ya fuertemente situada, e incluso habiendo ejecutado
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algunas prácticas de rendición, capitul6 a la voluntad de los atenienses, que masacraron a todos los varones en edad militar, hicieron esclavos a mujeres y niños, y ocuparon el lugar creando una colonia de quinientos atenienses que hasta esos lares se desplazaron posteriormente.
4. De El Príncipe
NICOLAs MAQUlAVELO
CAPíTULO V: DE CÓMO SE HAN DE GOBERNAR AQUELLAS CIUDADES O PRINCIPADOS QUE, A~TES DE SER CONQUISTADOS, SE REGlAN POR SUS PROPIAS LEYES.
El conquistador puede valerse de tres recursos para imponerse en aquellos estados que estaban acostumbrados a la libertad y al gobierno bajo sus propias leyes. El primero es arruinarlos; el segundo, que el conquistador vaya a residir en ellos; el tercero, que permita a esos pueblos seguir viviendo bajo sus propias leyes, supeditados al pago de un tributo periódico, y que establezca en ellos un gobierno minoritario que mantenga al país en términos amistosos con el conquistador. Tal gobierno, así establecido por el nuevo príncipe, consciente estará de que no podrá subsistir sin el respaldo de su poderío y buena voluntad, por lo que será en su interés saberlo respaldar. Si es deseo del conquistador
Traducido por Christian E. Detmold; publicado por vez primera en los Estados Unidos de Norteamérica en el año de 1882.
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prevalecer en el ánimo de ese pueblo, habrá de tomar en cuenta que los propios habitantes de una ciudad acostumbrada a instituciones libres son el mejor medio para lograrlo. Espartanos y romano constituyen grandes ejemplos de estos distintos métodos de conservar a un estado conquistado.
Los espartanos se apoderaron de Atenas y de Tebas, donde crearon gobiernos minoritarios; no obstante, perdieron el control de dichos estados. Los romanos, con el objetivo de reafirmarse en Capua, Cártago y Numancia, arrasaron con ellas, mas no las perdieron. También quisieron preservar su dominio sobre Grecia siguiendo en cierta medida el ejemplo de los espartanos, otorgándole libertad y permitiéndole gozar del ejercicio de sus propias leyes, mas su designio fracasó; por tanto, viéronse obligados a destruir numerosas ciudades de esa provincia para poderla conservar. En realidad, el único recurso seguro para reafirmar la posesión de la provincia fue el arruinarla. Aquel que se convierta en amo de una ciudad acostumbrada a la libertad, y no la destruya, consciente deberá estar de que será derrocado por ella. Pues ésta invariablemente recurrirá a la rebelión en nombre de la libertad y antiguas
instituciones que ni el paso del tiempo ni los beneficios conferidos por el nuevo gobernante borrarán jamás de su memoria. No importa lo que éste baga, ni las medidas precautorias que tome, si ,no divide y dispersa a los habitantes de la provincia, éstos invocarán en la primera oportunidad el nombre de la libertad y la memoria de sus antiguos establecimientos, como sucedió en la ciudad de Piza, luego de haber estado sometida durante más de una centuria al dominio de los florentinos.
Sin embargo, aquellos estados acostumbrados a vivir bajo el régimen de un príncipe representan un caso totalmente distinto. Una vez extinta la dinastía del señor que reinaba, los habitantes, por una parte habituados a obedecer y, por la otra, carentes de su antiguo soberano, no aciertan a erigir uno nuevo de entre sí, mas tampoco a vivir en libertad; por tanto, se mostrarán menos dispuestos a tomar las armas, y el conquistador podrá ganarse fácilmente su buena voluntad y su lealtad. Las repúblicas, por el contrario, emanan mayor vitalidad, alimentan un fuerte ánimo de resentimiento y sed de venganza, pues la memoria de la autonomía de que antes gozaba no les podrá ni les habrá de permitir que permanezcan en calma; por tanto, los únicos recursos seguros con que habrá de contar el conquistador para sustentar su dominio sobre ellas será destruirlas o establecer su sede en ellas ...
CAPíTULO XV: DEL MODO EN QUE lOS HOMBRES, Y EN PARTICULAR lOS PRíNCIPES, SE HACEN ACREEDORES DE ACLAMACiÓN O DE CENSURA.
Ahora se impone abordar la materia de cómo se ha de conducir un príncipe para con sus súbditos y aliados; sabedor de que existen muchas versiones anteriores al respecto, comprendo que disertar sobre el tema pueda parecer presuntuoso, en especial porque he de diferir de las normas establecidas por otros. Sin embargo, en tanto que es mi objetivo escribir algo útil para aquel a quien competa directamente, considero
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conveniente procurar la esencia misma de la materia sin distraer la atención en meras especulaciones; pues en las fantasías de muchos se han recreado repúblicas y principados que jamás han existido en la realidad. El modo en que el hombre vive es tan distinto de aquél en que debería vivir que quien abandona el cauce común para seguir el correcto no tarda en percatarse de que éste lo conducirá más a la ruina que a la seguridad. El hombre que, en todos los aspectos, esgrima la profesión del bien como único fin, propiciará su ruina personal entre tantos que obran con perversidad. En consecuencia, el príncipe que desee hacer prevalecer su dominio deberá aprender a no actuar siempre con bondad, sino a emplearla o no según el caso lo requiera. Haciendo caso omiso, por tanto, de los desvaríos acerca de los príncipes, y aplicándonos exclusivamente a las realidades, diré que todos aquellos hombres, y especial· mente los príncipes, que se hacen notar por tener una posición sobresaliente cobran reputación por una cierta ' cualidad que los hace acreedores de aclamación o de censura. De tal modo, uno es juzgado liberal, y el otro mísero, por emplear una expresión toscana (ya que avaro es aquél que mediante actos de rapiña codicia la riqueza, y mísero es el que se abstiene en demasía de disfrutar de lo suyo). A los ojos del pueblo, un hombre es generoso, el otro rapaz; uno cruel, otro misericordioso; uno pérfido, el otro fiel; uno es conocido por afeminado y pusilánime, el otro por fiero y valiente; uno es agradable, otro soberbio; uno lascivo, otro casto; éste sincero, aquél malicioso; uno de disposición fácil, aquél inflexible; a éste lo juzgan sombrío, al otro frívolo; a éste religioso, al otro escéptico; y así sucesivamente.
Perfectamente consciente estoy de que lo más deseable sería que un príncipe ostentara todas las cualidades dignas de alabanza de entre las enumeradas; mas, como su naturaleza humana le impediría poseerlas todas, o ejercer plena observancia de las mismas, por lo menos deberá conservar la prudencia necesaria para saberse apartar de la infamia de esos vicios que pudieran despojarlo de su principado; y, en la medida de lo posible, deberá ' saberse guardar de aquello
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que le representen grave riesgo. Ahora bien, si esto no fuese posible, podrá seguir sus inclinaciones naturales con menos reserva. No ha de preocuparse por la censura que tales vicios pudiesen suscitar, si en ausencia de estos le resultare difícil preservar su estado. Pues, si ha de ponderarse todo de manera justa, se encontrará que ciertos caminos que parecen virtuosos sólo conducen a la ruina, en tanto que otros, con aspecto de vicio, ofrecen al final la seguridad y el bienestar . ..
CAPÍTULO XVII: DE LA CRUELDAD Y LA CLEMENCIA, Y DE SI ES MEJOR SER AMADO QUE TEMIDO.
Abordando otras de las cualidades previamente citadas, digo que todo príncipe debe ambicionar reputación de compasivo, y no de cruel; mas siempre ha de guardar buen cuidado de no hacer mal uso de la compasión. César Borgia creó fama de ser despiadado; no obstante, gracias a la inclemencia reuOlficó a la Romagna dentro de sus estados, y restableció el orden, la paz y la lealtad en dicha provincia; y, si analizamos meticulosamente su proceder, veremos que excedió en piedad al pueblo de Florencia, que para librarse de la reputación de cruel permitió la destrucción de Pistoya. Por tanto, un príncipe debe hacer caso omiso de ser tenido por despiadado, si gracias a ello puede mantener a sus súbditos unidos y leales; pues unos cuantos despliegues de severidad serán más clementes que permitir, por un exceso de compasión, la gestación de revueltas que degeneran en actos de rapiña y muerte; éstos lesionan a la comunidad entera, mientras que las ejecuciones decretadas por el príncipe sólo afectan a unos cuantos individuos. Y más que a ningún otro, al príncipe le resultará imposible apartarse de la reputación de crueldad puesto que, en términos generales, los estados nuevos están expuestos a enormes peligros . . .
No obstante, el príncipe debe ser pausado en credulidad y en actos; no debe dejarse sobrecoger con demasiada facilidad por sus propios temores. Por el contrario, su proceder debe ser
moderado, prudente y benigno, de modo tal que no se torne incauto por exceso de confianza, pero tampoco intolerante por exceso de desconianza. Aquí surge la interrogante central: "¿Vale más ser amado que temido?" o "¿vale más ser temido que amado?" Naturalmente, la respuesta más deseable sería conjuntar ambas posibilidades a un mismo tiempo; sin embargo, ante la extrema dificultad de ser temido y amado a la vez, en favor de la seguridad es preferible ser temido y no amado, si ha de elegirse una de las dos posiciones. Hablando de hombre en general, se puede decir que es ingrato y voluble, engañoso, temeroso del peligro y codicioso de riquezas . En tanto que se ve colmado de bienes por su príncipe, le guarda lealtad ciega; los hombres ponen a los pies del príncipe su sangre, esencia, vida y vástagos, puesto que la necesidad de llevarlo a efecto es posibilidad remota; mas cuando la ocasión se presenta, se rebelan. Y el príncipe, que ha cifrado toda su seguridad en la palabra de sus hombres, enfrenta su ruina; pues que la amistad que se gana con recompensas y no con nobleza y grandeza de alma, aunque merecida, carece de sinceridad y resulta futil en tiempos de adversidad.
Por otra parte, el hombre duda menos en ofender al que se hace amar que al que se hace temer; teniendo en cuenta la naturaleza perversa del hombre, el amor establece un lazo de obligación que se rompe con extrema facilidad, cuando ello favorece a los intereses de la parte obligada. Sin embargo, el temor hace presa del hombre por el miedo al castigo, como un fantasma perenne. No obstante, un príncipe debe hacerse temer de modo tal que, si no ha sido capaz de ganarse el aprecio de su pueblo, tampoco incurra en su animadversión; puesto que el ser temido sin ser odiado resulta una postura favorable, si el príncipe se abstiene de privar a los súbditos de sus bienes y deja en paz a sus mujeres. Si se da el caso en que se viera obligado a infligir pena capital sobre uno de ellos, debera tener buen cuidado de hacerlo sólo cuando exista justificación plena y causa manifiesta para ello; mas, por encima de todo, debera abstenerse de privar al ajusticiado de sus bienes, pues que el hombre olvida con mayor presteza la muerte
de sus padres que la pérdida de su patrimonio. Además, nunca faltan razones para adueñarse de la propiedad del pueblo, y el príncipe que comienza a vivir de los actos de rapiña siempre encontrará excusas para privar a otros de sus bienes. Por otra parte, no se encuentran fácilmente razones para privar a los súbditos de la vida, y las existentes se agotan rápidamente. Mas cuando un príncipe se yergue a la cabeza de su ejército, con una multitud de soldados a su mando, es menester ante todo que haga caso omiso de reputación de crueldad; el rigor es elemento indispensable para mantener a un ejército unido, y dispuesto a gestas triunfantes . . .
Retomando el dilema de la conveniencia de ser amado o temido, concluyo que, en tanto que el hombre ama por libre albedrío, mas teme a su gobernante por la voluntad de éste, el príncipe que se precie de ser sabio deberá depender invariablemente de sí mismo, y nunca de la voluntad ajena; pero, sobre todo, deberá esforzarse siempre por no ser aborrecido, como ya lo he dicho en líneas anteriores.
CAPíTULO XVIII: DEL MODO EN QUE lOS PRíNCIPES D~BEN CONSERVAR lA LtAlTAD. '
De acuerdo con la opinión general, es altamente loable que un príncipe sepa preservar la lealtad, y enarbolar la integridad en detrimento de artificios y engaños. Y sin embargo, la experiencia de nuestros tiempos demuestra que aquellos gobernantes que han hecho caso .omiso de la buena fe y que han sabido embaucar con artimañas la inteligencia de otros, cuentan con grandes logros en su haber; además, nos demuestra que estos salieron mucho mejor librados que aquellos que se dejaron guiar por la lealtad y la buena fe ...
Por tanto, el príncipe sagaz no puede, ni debe hacer valer sus juramentos cuando éstos resulten opuestos a sus intereses, ni cuando hayan fenecido las causas que lo indujeron a tales juramentos. Ciertamente sería éste un mal precepto si todos los hombres practicaran la bondad; mas como por naturaleza el hombre es perverso y
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sabe esquivar la lealtad jurada, el gobernante debe proceder siguiendo el mismo ejemplo; nunca ha carecido gobernante alguno de razones legítimas para exagerar su deseo de buena fe. Existen infinidad de instancias de esta época para ilustrar tal situación; del mismo modo, será fácil enumerar series interminables de tratados de paz y de compromisos que han sido anulados e invalidados por la deslealtad de los príncipes; el que mejor supo desempeñar el papel de la zorra, obtuvo siempre el mayor triunfo.
Es menester, empero, que el príncipe sepa mostrar un cariz distinto a tal naturaleza, que sea un maestro supremo en las artes de la hipocresía y el engaño. Pues que los hombres son en esencia tan simples, y ceden tanto a la necesidad inmediata, que el maestro del engaño nunca carecerá de víctimas . ..
Sin embargo, no es indispensable que un príncipe posea todas las cualidades antes mencionadas; aquello que sí resulta fundamental es que por lo menos dé apariencia de poseerlas. Incluso me aventuraré a señalar que la posesión y la práctica constante de tales cualidades produce efectos perniciosos, mas el'aparentar poseerlas es por demás conveniente. Por ejemplo, un gobernante debe aparentar ser clemente, leal, benigno, religioso y justo, y aun serlo en la realidad; pero su mente debe estar de tal modo entrenada que pueda adoptar una actitud contraria cuando la situación lo amerite. Es necesario aclarar con ftrmeza que un príncipe, y especialmente aquél que haya adquirido su estado recientemente, no puede darse el lujo .de apegarse a todas esas virtudes que en el hombre crean repmación de bondad; en aras de preservar su estado, se verá impelido con frecuencia a obrar de manera contraria a los preceptos de humanidad, de caridad y de fe religiosa. En consecuencia, es menester que posea un ánimo versátil, capaz de transformarse en la dirección que le deparen los vientos y los cambios de fortuna; como ya he dejado asentado previamente, no ha de desviarse del camino del bien, si es posible, mas sabrá recurrir a las vías del mal cuando la necesidad apremie.
Así, el príncipe deberá guardar extremo cuidado de sus palabras, que todo aquello que emane
46 El realismo
de sus labios se apegue estrictamente a las cinco cualidades antes enunciadas, de modo tal que al verlo y escucharlo, parezca todo caridad, integridad y humanidad, todo justicia, todo piedad. Es menester que demuestre esta última cualidad por encima de todas, pues en general, la humanidad juzga más por aquello que ve y escucha, que por aquello que siente, ya que a todos es dado el ver, mas a pocos el sentir. Todo el pueblo puede ver aquello que el gobernante aparenta ser, mas pocos son quienes tienen el privilegio de sentir su esencia real; y estos pocos privilegiados no osan contradecir la opinión de la mayoría, protegida por la majestad del estado, pues las obras de todos los hombres, y en particular de los gobernantes, son juzgadas por los resultados, donde no existe más juez al cual apelar.
Por ende, un príncipe debe tener como mira fundamental la preservación exitosa de su estado. No importa cuáles sean los métodos que emplee a tal 'fin; éstos siempre se tendrán por honorables y dignos de alabanza' entre los hombres; cabe recordar que el hombre común y corriente invariablemente se deja llevar por las apariencias y por los resultados, y que es precisamente el vulgo la masa que al mundo configura. Escasos son aquellos que portan rango y condición, y muy numerosos quienes nada tienen que los respalde. Existe un cierto príncipe en nuestra época, cuyo nombre no es conveniente citar, que se dedica a predicar únicamente la paz y la buena fe; sin embargo, de haber observado siempre una u otra, le habría costado la pérdida de su reputación o su estado ...
CAPíTULO XXI: DE CÓMO SE DEBEN CONDUCIR lOS PRíNCIPES PARA HACERSE APRECIAR.
.. . Es de vital importancia que un príncipe dé ejemplos contundentes de su gobierno interior (similares a los de Messer Barnabó -Viscontide Milán), cada vez que en el orden civil se presente la ocasión de recompensar o castigar a cualquier particular que haya prestado un gran servicio al estado o cometido algún delito, de modo tal que exalte el interés del pueblo. Mas,
por encima de todo, un príncipe debe empeñar sus esfuerzos en revestir todos sus actos de un sello de grandeza y de excelencia. Además, un gobernante se hace acreedor de estimación cuando demuestra una posición resuelta de amistad cabalo de enemistad total; es decir, cuando apartando todo temor a las consecuencias se declara abiertamente en favor o en contra de otro, posición que le ganará reputación mucho más benéfica que si opta por la neutralidad. Así, en la contingencia de que dos soberanos vecinos emprendieran la guerra entre sí, adoptará tal posición que, cuando cualquiera de ellos fuese vencido, el gobernante en cuestión tendrá o no motivos para temer al conquistador. En cualquiera de los casos, siempre resultará más conveniente que el príncipe declare su postura de manera franca y libre una guerra acorde a la misma; que si así no lo hiciere, será susceptible de caer presa del vencedor, para deleite y satisfacción de la facción derrotada, y sin posibilidad de demandar protección o apoyo a cualquiera de las partes beligerantes. Habrá de tomar debida cuenta de que el conquistador no deseará la proximidad de amigos inciertos; que no lo hayan respaldado en el m~mento de la adversidad; ni el vencido lo habrá de perdonar por haberse rehusado, armas en mano, a correr el riesgo en aras de su fortuna .. .
Asimismo, siempre se presentará el caso en que aquel que no sea amigo del gobernante, solicite su neutralidad, en tanto que aquel que efectivamente sea su amigo, le damande la intervención armada en su favor. Con la mira de esquivar un riesgo inmediato, los gobernantes indecisos adoptan con suma frecuencia la neutralidad, de la cual dimana generalmente su ruina. Sin embargo, cuando un príncipe se declara resueltamente en favor de uno de los contendientes, y éste consigue la victoria final , aun cuando sea poderoso y el príncipe se encuentre a su merced, el vencedor guardad para con él una deuda de afecto y de obligación moral; nunca el hombre es lo suficientemente ruin como para pagar la generosidad recibida con la flagrante ingratitud de la opresión.
Más aún, no existe victoria tan rotunda que exima al vencedor de todo miramiento por la
justicia. Ahora bien, si resulta vencido aquél a quien el príncipe brindó su apoyo, siempre lo tendrá por buen amigo y, cuando se encuentre en condiciones de hacerlo, le ofrecerá su respaldo a cambio; de modo tal, el príncipe se habrá hecho partícipe de una fortuna que podrá recuperar llegada la hora.
En e! segundo de los casos, cuando las partes beligerantes son tales que el príncipe no guarda motivos para temer al vencedor, lo más aconsejable es que se pronuncie en favor de este último; así, contribuirá a que e! uno arruine al otro, aunque si e! uno fuese sabio, salvaría al otro. Aun cuando haya derrotado a su adversario, seguirá a merced de! príncipe, pues sin e! respaldo de éste le habría resultado imposible acariciar la victoria. En este punto habrá de subrayarse especialmente, que e! príncipe deberá guardar buen cuidado de no emprender causa común con otro gobernante que le exceda en poderío, en su intento de atacar a otro soberano, a menos que se vea obligado a ello por absoluta necesidad. Si e! más poderoso sale victorioso, e! príncipe quedará a su merced, y todo gobernante tiene la obligación, en la medida de lo posible, de esquivar todo aquello que lo coloque en dicha posición.
Los venecianos se aliaron con Francia en contra del Duque de Milán, nexo que pudieron haber eStado con facilidad, y que provocó su ruina. Mas cuando las alianzas resultan inevitables, como en el caso de los florentinos al registrarse la unión de fuerzas de España y del Papa con el fin de atacar a la Lombardía, el gobernante debe anexarse a la facción más poderosa en virtud de las razones antes enunciadas.
De El príncipe 47
No ha de suponerse que un estado pueda asumir jamás una postura de seguridad absoluta; muy por e! contrario, el príncipe debe hacerse al ánimo de correr el riesgo que implican todas las dudas e incertidumbres; pues según e! orden natural de las cosas, sólo se puede esquivar un inconveniente a riesgo de exponerse a otro. Compete a un juicio prudente e! saber discernir entre tales inconvenientes, y aceptar por buena la alternativa menos perniciosa.
Asimismo, un príncipe debe erigirse en amante de la virtud, y honrar a todo aquél de entre sus súbditos que se distinga en cualquiera de las bellas artes, alentando a sus ciudadanos a seguir e! llamado de su vocación, sea el comercio, la agricultura o cualquier otro empeño humano; de modo tal que el uno no se abstenga de embellecer sus posesiones por temor a ser despojado de ellas, ni e! otro de establecer nuevas fuentes de comercio por temor a los tributos. El príncipe deberá ofrecer recompensas a todo aquél que se encuentre dispuesto a realizar tales proezas, así como a todo e! que se esfuerce por engrandecer a su ciudad o a su estado. A más de todo lo anterior, en los periodos en que se estime apropiado, deberá brindar esparcimiento a su pueblo, mediante festividades y espectáculos. Y, habida cuenta de que las ciudades se dividen por lo general en gremios y clases, deberá tener siempre a dichos cuerpos sociales en mente y, de cuando en cuando, hacer acto de presencia en sus asambleas, y sentar ejemplo de su afabilidad y magnificencia, sin dejar de enarbolar en ningún momento la majestad de su rango, que no deberá verse empañada nunca, bajo ninguna circunstancia.
5. La guerra y la iglesia norteamericana
REINHOLD NIEBUHR
La iglesia cristiana de los Estados Unidos de Norteamericana jamás se ha encontrado en nivel tan inferior de penetración espiritual y de sensibilidad moral como en esta trágica era de conflicto mundial. Vive entre una humanidad adolorida, sus oídos han quedado abrumados por los gritos desgarrados de víctimas de la tiranía y de la conflagración, y por ello, ha preferido identificar al1ema "Mantengamos a Norteamérica fuera de la guerra", con el evangelio cristiano .. .
... Por supuesto, es importante que la religión no se involucre nuevamente en una guerra santa. Es vital que la cristiandad se percate de que todas las pugnas históricas se han dado entre hombres regidos por el pecado, y no entre justos y pecadores; pero es igualmente importante salvar lo poco que guarda de decencia y de justicia el mundo occidental, contra la tira-
Condensado de Christianity and Power Potities, de Reinhold Niebuhr (New York: Charles Scibner's Sons, 1940), pp. 33, 35-38, 39, 40-41 , 42-47. Reimpreso co n autorizació n testamentaria del autOr.
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nía más demoniaca de la historia. Es por demás obvio que si la sociedad occidental no fuese corrupta, los nazis jamás habrían podido lograr una posición en Europa desde la que ahora les es factible ondear su bandera en todo el continente. Evidenteme~te , hay decadencia en el mundo democrático, y no existe seguridad alguna de que las democracias capitalistas vayan a poder rescatar aquello de sus sociedades que conserve cierta decencia y justicia, de las garras de la corrupción interna o del peligro externo. Sin embargo, la historia no nos ofrece ideales ni alternativas perfectamente definidas.
Hubo una época en la cual, con toda razón, los socialistas austriacos declararon que no existía gran diferencia entre el fascismo de Hitler y el de Schuschnigg. Sin embargo, cuando se enfrentaron realmente al peligro de ver a Austria subyugada por la infame tiranía de Hitler, de manera sabia (aunque tardía) decidieron que esa pequeña diferencia podría resultar esencial en ese momento histórico en particular. Tal situación fue simbólica de todas las decisiones históricas. El concepto según el cual es posible hallar un punto ventajoso de inocencia desde el cual proceder en contra del mundo no es de ori-
gen cristiano; de hecho, pertenece al racionalismo moderno. Desde el siglo dieciocho, los seculares modernos han procurado encontrar las causas específicas del pecado social, yeliminarlas. Se suponía que la injusticia tenía su origen exclusivamente en gobiernos deshonestos, o en una defectuosa organización económica de la sociedad, o en la ignorancia humana. Se tenía a la democracia como la fuerza de la justicia en contra de la monarquía. Se asumía que el socialismo estaba libre de todo apasionamiento imperialista, en tanto que el capitalismo era, supuestamente, recurso exclusivo de la voluntad imperial.
"Si no encontramos la causa real de la injusticia social", dijo recientemente un representante de la corriente moderna, "nos veremos obligados a replegarnos a la absurda doctrina del pecado original". Ese comentario es revelador de la "objetividad" científica de la modernidad. Se descarta a priori el concepto cristiano del pecado original, lo cual resulta perfectamente comprensible en un mundo no cristiano. Lo que sí se antoja absurdo es que la cristiandad actual haya asimilado con tan patética presteza esta negación moderna de la doctrina del pecado original, y haya tenido que emplear tanta energía en tratar de demostrar que un cristiano puede ser tan respetable y moderno como un secular. ¿Acaso no sostiene el mismo dogma absurdo de la bondad de la naturaleza humana y no conserva la misma patética esperanza de que, al corregir talo cual defecto del sistema educativo, social, político o económico, el hombre dejará de representar un peligro para sí mismo y para su prójimo?
El problema de tal optimismo acerca de la naturaleza humana estriba en que crea confusión en todo asunto político del mundo moderno. El cristianismo contemporáneo, lejos de ofrecer un enfoque correctivo de ese optimismo, agrava la confusión al exagerarlo. El secular cree en el surgimiento gradual de una mente universal. El cristianismo cree que todo hombre es un Cristo en potencia. Se ha olvidado de que, según las interpretaciones más profundas del cristianismo, todo hombre vislumbra en Cristo no sólo aquello que es, y que debería ser, sino también la rea-
La guerra y la iglesia norteamericana 49
lidad esencial que crea una contradicción en su existencia. A diferencia de los pesimistas, el cristianismo no conceptúa al hombre como ególatra por naturaleza, pero tampoco comparte el punto de vista optimista según el cual la egolatría se puede superar fácilmente . Más bien, sostiene que el hombre es un ególatra en contradicción con su naturaleza esencial. He ahí la doctrina del pecado original, despojada de todo espejismo literario ...
La paz internacional, la justicia política y económica, así como toda forma de logro social, representan estructuras precarias donde se pone a prueba el egoísmo del hombre e, irónicamente, se da por sentado; donde se deben explotar al máximo la compasión y el amor humano y, sin embargo, se dan por descartados. La paz universal no puede estar a la expectativa de la cultura universal ni del amor universal. De hecho, la paz universal no puede existir como tal si por ella se entiende la armonía sin desacuerdos entre las naciones y la justicia perfecta entre los hombres. No obstante, debe ser factible que la sociedad occidental alcance un mayor grado de cohesión social y política y evite la anarquía total. Tal posibilidad, empero, depende de un grado de realismo político del que actualmente se carece, tanto en nuestra cultura religiosa como en la secular. Depende de un realismo que sepa comprender lo débil e incierta que resulta toda forma de paz social y de justicia ...
En un sentido, la lógica de este aislacionismo es, por supuesto, absolutamente correcta. No es posible realizar una selección discriminada en el ámbito político sin correr el riesgo de involucrarse al final de cuentas en un conflicto, por que toda tensión social puede derivar en un conflicto patente, y todas aquellas formas que respalden a uno u otro bando tendrán que sufrir la consecuencia de precisar de un apoyo más directo. La lógica del aislacionismo es, en sí, plausible, mas las implicaciones morales de la misma son intolerables. Si el grueso de la sociedad acatara sus preceptos cabalmente, cada familia procuraría construirse un refugio aislado, por temor a verse involucrada en las horrendas realidades de la pugna política, parte integrante
50 El realismo
de toda existencia nacional. La paz en Norteamérica, como símbolo de la bondad del hombre, sólo se puede preservar a costa de acentuar todos los vicios del carácter norteamericano, en especial aquéllos relativos al farisaísmo y a la ostentación de la probidad, generados en una nación que, gracias a estar cercada por dos océanos, se ha salvado de verse involucrada con demasiada obviedad en la pugna internacional, y cuya riqueza la ha preservado de un despliegue demasiado obvio de lucha social interna ...
La confusión moral y política engendrada por aquellos perfeccionistas religiosos y seculares que no aciertan a comprender la responsabilidad de la humanidad entera en las pecaminosas realidades de la historia, ha sido exacerbada por los sueños de paz de los perfeccionistas. La cristiandad norteamericana ha convertido casi en un dogma universal el lema de que cualquier tipo de paz es mejor que la guerra. Finalmente, esto implica invariablemente que la tiranía es preferible a la guerra, puesto que la sumisión para con el enemigo es la única alternativa cierta a la resistencia contra el enemigo.
Una enorme cantidad de pronunciamientos actuales en el mundo religioso revelan que la suposición dogmática de que nada puede ser peor que la guerra conduce de manera inevitable a la aceptación implícita o explicíta de la tiranía. Las iglesias, en una conferencia de análisis sobre la situación internacional, realizada bajo los auspicios del Federal Council of Churches a principios de 1940, declararon: "Estamos convenddos de que existen fundamentos para esperar que surja una paz justa mediante la negociación. En pro del bienestar de la humanidad, es vital que se dé fin al conflicto, no mediante una paz impuesta, sino negociada, basada en los intereses de todas las partes afectadas".
Dicha declaración, que el principal periódico cristiano de los Estados Unidos alabó por contener la esencia misma del consenso cristiano con respecto a la situación de guerra, reflejaba una separación total de cualquier realidad política. El hecho es que Hitler deseó una paz negociada desde el momento en que invadió Polonia hasta que lanzó la gran ofensiva. Habiéndose apoderado del continente, con excepción del
territorio francés, resultaba obvio que la paz negociada sólo habría sido factible en términos de reconocer su posesión del botín hasta entonces logrado. De haberse concertado ese tipo de paz, las naciones menos poderosas que aún no se encontraban bajo el yugo nazi habrían sido conquistadas gradualmente mediante la presión económica y política. Asimismo, habríancarecido de fuerza y de incentivos para ofrecer resistencia, ya que no hubieran podido ambicionar ningún auxilio en su intento de frenar el despliegue del nazismo. La paz negociada, tal y como fue propuesta por las iglesias en esa época, habría sido equivalente a una sencilla victoria nazi.
La otra alternativa, es decir, el esfuerzo por desalojar a los nazis, puede representar la ruina de Europa aun cuando se tenga éxito; si se fracasa, podrá degenerar en el mismo resultado de una capitulación prematura mediante la paz negociada. Supuestamente, eSte hecho justifica la frenética exigencia de paz a cualquier precio. Sin embargo, nuestros moralistas norteamericanos no logran comprender que, aquellos pueblos y naciones que hoy se enfrentan a la inminente amenaza de la esclavitud, no se detienen a realizar graciosos cálculos de posibles consecuencias. Existen momentos críticos en la historia en que tales consideraciones se tornan irrelevantes. Se compromete todo instinto de su-
. pervivencia y todo impulso decoroso de humanidad, exhortando a la resistencia sin importar las consecuencias. El resultado puede ser trágico; pero sólo un moralismo insulso puede ignorar la belleza y la nobleza que engrandecen a esa tragedia, y seguir especulando sobre los enormes beneficios que habría aportado el aceptar la esclavitud sin resistencia, en lugar de tener que aceptarla después de la resistencia.
Del mismo modo en que el énfasis dogmático relativo a que nada puede ser peor que la guerra conduce a la aceptación explícita o implícita de la tiranía, así la identificación sin reservas de la neutralidad con la ética cristiana conduce a una ofuscación perversa de diferencias morales de importancia entre las fuerzas contendientes. The Christian Century (El siglo cristiano) ha criticado ferozmente al presidente Roosevelt por no mantener una posición neutral preclara. Apa-
rentemente, tal publicación no comprende que esos significaría condonar a una tiranía que ha derrocado a la libertad, que sería pretender aniquilar a la religión cristiana, que degradaría a sus súbditos a la categoría de robots sin opinión ni juicio propios, que amenazaría a los judíos de Europa con la exterminación total y a todas las naciones europeas con la sumisión bajo el dominio imperial de una "raza superior" .
The Christian Century se concreta a debatir los argumentos de quienes creen que la civilización corre grave peligro ante la victoria de alemania, afirmando con extrema simplicidad que eso no puede ser cierto por que es la guerra la que pone en peligro a la civilización. En tanto que reconoce una cierta inquietud de fondo entre los norteamericanos, les aconseja sujetarse a su resolución de no involucrarse de manera alguna en el conflicto, y pretende liberarlos de todo cargo de conciencia adviertiéndoles que la "la conciencia protestante" de Holanda y de Suiza llegó a las mismas conclusiones. La gran mayoría de esos neutrales de Europa a cuya conciencia The Christian Century hizo referencia, fueron exterminados mientras ésta los enarbolaba como gloriosos ejemplos.
En su moralismo simplista, The Christian Century no logró esclarecer el problema básico de las relaciones internacionales. Dicho problema es la imperiosa necesidad de una coincidencia obvia entre intereses nacionales e ideales, antes de que las naciones se embarquen en las azarosas aguas de la guerra. En ninguna de las naciones neutrales pequeñas surgieron dudas en cuanto al carácter definitivo del conflicto actual. Muchas de ellas abrigaron esperanzas de que Europa se salvara sin su apoyo. Absolutamente en todos los casos, sus intereses vitales se veían afectados de manera final, mas no inmediata. Cuando de hecho se sintieron afectados de manera inmediata, expresamente por la invasión enemiga, ya era demasiado tarde para obrar en pro del interés nacional , o de los valores de la civilización que trascienden al interés nacional.
El que deba existir cierta congruencia entre los intereses nacionales e ideales para exhortar a la acción nacional en medio de una crisis es, inevitablemente, un hecho político, mas no se
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puede negar que su importancia real es dudosa desde el punto de vista moral, y ambigua desde el político. Resulta moralmente dudosa, porque permite que otras naciones resientan el impacto de defender a una civilización que trasciende a la existencia misma de esas naciones. Desde el punto de vista político resulta ambigua, puesto que los intereses vitales de una nación pueden correr un riesgo final, aunque no un riesgo inmediato. El hecho de aguardar hasta el riesgo final, se convierte en un medio inmediato para esperar demasiado.
La mejor recomendación a las naciones escandinavas habría sido la de ofrecer resistencia conjunta a la agresión, en vez de esperar la extinción de sus libertades individuales. Holanda y Bélgica procuraron evitar el desastre mediante la elaboración de un programa de neutralidad, que deparaba un mismo riesgo en los designios de los poderes imperiales contendientes. El riesgo no era el mismo. En realidad, uno de los bandos no representaba peligro alguno. La consecuencia de esa política que ensombreció los hechos reales, fue la invasión de dichas naciones y la irrupción del ejército alemán en territorio francés. Por supuesto, Estados Unidos está en la misma posición; supuso que sus intereses vitales se verían afectados en la misma medida tanto por la victoria alemana como por la aliada. La situación real es que, tanto la causa final de la civilización como nuestros intereses vitales, corren un peligro mucho más grave ante los alemanes que ante los aliados. Hemos abierto gradualmente nuestro entendimiento a este hecho desde la victoria de los ejércitos germanos en Holanda, Bélgica y Francia, pero probablemente, ya sea demasiado tarde.
En otras palabras, la política de neutralidad que The Christian Century y otras publicaciones de su clase han loado como representativa de cierto tipo de objetivo cristiano, no sólo es una teoría moral reprobable sino también una política denigrante. Ostenta la debilidad cardinal de la democracia ante los peligros de la tiranía. Esa democracia que debe tomar debida cuema de los temores y las angustias del pueblo común y corriente en tanto que las dictadur~s los ignoran, no podrá jamás actuar a tiempo. Unicamente
52 . El realismo
podia actuar a tiempo si cuenta con gobernantes dispuestos y capaces de anticiparse a los peligros que permanecen invisibles para el hombre común. Para cuando éste percibe la magnitud del riesgo al peligro es ya tan inminente que resulta imposible todo preparativo para una defensa adecuada.
Esa debilidad ingénita de la democracia como forma de gobierno, en lo tocante a la política exterior, se ve exacerbada por el liberalismo como cultura que ha ilustrado la vida de las naciones democráticas. En el seno de ese liberalismo, poco se entiende de los abismos que puede tocar la malevolencia humana, y del nivel al que se puede encumbrar el poder del mal. De hecho,
se intenta un escape fácil e insulso de los terrores y pesares de una era trágica.
La realidad es que los sueños moralistas de nuestra cultura liberal han sido tan flagrantes, y su voluntad de vivir ha sido tan gravemente desvirtuada por un pacifismo confuso, en el cual se han entremezclado de manera por demás curiosa el perfeccionismo cristiano y la despreocupación burguesa, que hablando con franqueza, nuestro mundo democrático no merece sobrevivir. Quizá no sobreviva. Si acaso lo logra será porque a última hora habrá recobrado la sensatez, y porque las flaquezas de la tiranía pudieran exceder finalmente a sus ventajas transitorias.
6. El poder político Teoría realista de
la política internacional
HANS J. MORGENTNAU
PODER POLÍTICO
I I .
'lQUÉ ES EL PODER pOLíTICO?
aelación que guarda con la nación como 'un todo
'. . La política internacional, al igual que todo ~ipo de política, es una lucha por el poder. No ¡iPlporta cuáles sean los objetivos finales de la pqlítica internacional , el poder se constituye in
¡y~blemente en el fin inmediato. Gobernantes ,Y pueblos pueden acariciar como meta final la .libertad; la seguridad, la prosperidad o el poder ¡miSmo. Pueden incluso definir tales metas en ~é.rqlinos de un ideal religioso, filosófico, ecoMmico o social, y guardar la esperanza de que dicho ideal se materialice gracias a un impulso interior, a la intervención de fuerzas divinas, Lo 'a la evolución natural de los asuntos humatíos. Asimismo, pueden tratar de promover su ,.
\' Dé Politics among Nations: Tbe Struggle for .po.we'r and Peace, tercera edición, autor: Hans h Morgenthau (Nueva York, Knopf, 1960), pp. n-29, 31 -35,3-4,10-12 , 14. Copyright 1948, 1954, © 1960, Alfred A. Knopf, Inc. Reimpreso con autorización de Alfred A. Knopf. Notas al calce suprimidas.
realización mediante métodos no políticos, tales como la cooperación técnica con otras naciones o con organizaciones internacionales. No obstante, cada vez que se esfuerzan por cumplir su objetivo valiéndose de la política internacional, lo hacen mediante la lucha por el poder. Los cruzados ambicionaban liberar a las ciudades santas del dominio infiel; Woodrow Wilson deseaba salvaguardar al mundo en pro de la democracia; los nazis codiciaban abrir Europa Oriental a la colonización alemana, dominar el continente europeo y conquistar al mundo. Todos ellos eligieron el camino del poder para alcanzar sus objetivos; por tanto, todos fueron actores en el escenario de la política internacional.
De este concepto de política internacional se desprenden dos conclusiones. Primera: no todos los actos que una nación lleva a cabo con relación a otra son de naturaleza política ...
Segunda: no todas las naciones se encuentran en todo momento involucradas al mismo grado en la política internacional. ..
Su naturaleza
.. . Al hablar de poder nos referimos al control que ejerce el hombre sobre la mente y los
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54 El realismo
actos de otros. Por poder político se entienden las relaciones mutuas de control que se registran entre los individuos que ostentan la autoridad pública, pero también entre estos últimos y la población en general.
El poder político es una relación psicológica entre aquellos que lo ejercen y aquéllos sobre los cuales se ejerce. A los primeros, les confiere el control sobre una serie de actos de los segundos , merced a la influencia que los primeros tienen sobre la mente de los segundos. Dicha influencia emana de tres fuentes : la expectativa de beneficios, el temor a las desventajas, el respeto o el amor por los hombres o por las instituciones; y se puede materializar a través de mandatos, amenazas, la persuasión, la autoridad o el carisma de un hombre o de un organismo gubernamental, o mediante una ágil combinación de varios de estos elementos . . .
DEPRECIACiÓN DEL PODER POLíTICO
Dado que la ambición del poder es el elemento distintivo de la política internacional, como toda política, la internacional es, pornecesidad, una política del poder. Este hecho goza de reconocimiento general en la práctica .de los asuntos internacionales; no obstante, los estudiosos del tema, los publicistas e incluso los estadistas, suelen negarlo en sus declaraciones al respecto . ..
Recientemente, la convicción de que la lucha por el poder se puede eliminar del escenario internacional se ha asociado con las grandes tentativas de organizar al mundo, como las de la Liga de las Naciones y las Naciones Unidas . . .
. . . Baste enunciar que la lucha por el poder es universal , tanto en tiempo como en espacio, y es un hecho irrefutable de la experiencia . Resulta imposible negar que, a través de la historia, los estados se han enfrentado unos con otros en contiendas por el poder, sin importar las condiciones sociales, económicas y políticas. Aunque los antropólogos han demostrado que
algunos pueblos primitivos carecen de la ambición de poder, hasta ahora nadie ha demostrado fehacientemente el modo en que se puede recrear a escala mundial el estado mental que presenta y las condiciones en que habitan, para así eliminar del escenario internacional la lucha por el poder. Liberar a uno u otro de los pueblos de la tierra de la ambición de poder, manteniéndola intacta en otros, no sólo sería inútil sinQ también autodestructivo. Si no se lograra abolir en todas las latitudes terrestres el deseo de poder, los pueblos redimidos se convertirían. en presa inmediata del poder de los demas . . .
Fuera condiciones sociales en particular, el argumento definitivo en contra de la opinión de que la lucha por el poder en el escenario internacional es un simple accidente histórico se debe desprender de la naturaleza de la política interna. La esencia de la política internacional es idéntica a su contraparte interna. Tanto la política interna como la internacional representan una lucha por el poder, exclusivamente modificada por las diversas condiciones en que esa pugna se registra, sea en el ámbito interno o en el internacional. ,--oLa tendencia a dominar, específicamente, se encuentra presente en toda asociación humana, desde el núcleo familiar, pasando por las sociedades fraternales y profesionales, y las organizaciones políticas de carácter local, hasta el estado. A nivel familiar, el añejo conflicto entre suegra y nuera es, en esencia, un:UlJ~hapoi eLI2Q.º~r -la . defe!l~a. _Q~J!..IlJ2.Qd~.Le.~tabl.e~i_ºg contra la tentativa de establecimiento -de uno !l~.vo :-(;óiñú tal,-esa lüéhi es -ün presa-gió ' del éonflicto que se registra en el escenario internacional, entre las políticas del statu quo y las del imperialismo . ..
Considerando dicha ubicuidad de la pugna por el poder en la esfera de las relaciones sociales y en todo nivel de organización social, ¿es acaso de sorprender que la política internacional sea, por necesidad, una política del poder? ¿No sería más desconcertante que la lucha por el poder fuese un atributo accidental y efímero de la política internacional, cuando en realidad es un elemento permanente e indispensable de todas las ramas de la política interna?
El poder político. Teoría realista de la política internacional 55
TEORÍA REALISTA DE LA POLÍTICA INTERNACIONAL
Esta obra pretende exponer una teoría de política internacional. La teoría en cuestión no debe ser analizada con un criterio a priori y abstracto sino, por el contrario, empírico y pragmático. En otrOS términos, no se debe someter la presente teoría a juicio a la luz de un concepto o principio abstracto y preconcebido, alejado de la realidad, sino a la luz de su objetivo primordi;¡l: el de aportar un orden y un significado al caudal de fenómenos que, en su ausencia, permanecerían incoherentes e ininteligibles. Esta teoría debe satisfacer las exigencias de un análisis doble, empírico y lógico: ¿acaso los hechos, en su realidad intrínseca, se prestan a la interpretación que la teoría les ha conferido? y, segundo, ¿esas conclusiones que la teoría extrae siguen un curso lógico, por necesidad, desde sus premisas? En breve, ¿es la teoría congruente tanto con los hechos corno con su esencia? ". El problema que esta tesis plantea concierne a la naturaleza de todo tipo de política. La historia del pensami~nt9_'pQJLti~º~9~e!.!.l6 eil~ .. rustoria déJ}Cconii~n<1ª entr~ c1QS .escuélaiquf . dífíeien fundamentalmente en st! .foC!P·a cte cOnéeolnanáturaleza aeThombre, la sociedad yla política. UnacteeTrassostÍene 'que"a<iúí, y--aho~ ra;-se-puede lograr un orden político racional y moral, producto de principios abstractos con validez universal. ¡ Así, presupone la bondad esencial y la infiruta maleabilidad de la naturaleza humana; eU~_acaso del orden social para e1evars_~"a la altura de las normas racionales, 19 ~ca a la falta de.. c0f!-()~imi~JJ.t9 y d.e. .C01ll7 prensipQ,a las instituciones sociales obsoletas o alá depravación de algunos individuos o grupos aislactos. Sin embargo, confía en poder corregrr 'taIes defectos mediante la educación, la reforma y el empleo esporádico de la fuerza.
-La escuela contraria afirma que el mundo, ,imperfecto corno es desde el punto de vista ra~j~}fial, es el resultado de fuerzas inherentes a la naturaleza humana. Para mejor<ir al mundo se de.be trabajar con dichas fuerzas, no atacarlas. Al ser éste, de manera inherente, un mundo de intereses contrarios y de conflictos intestinos,
nunca es posible la consecución plena de los principios morales, pero sí resulta factible una ventajosa aproximación mediante el equilibrio de intereses, siempre efímero, y la conciliación de conflictos, eternamente precaria. En consecuencia, ~tª . escu.e.IªcQJ}$.tde.ca_qy.e .!Ul .si~~~ma º~ .. co!!~l!!~~"~f!- Y.. eq~ilibr!<.>. E~I.1~~uos se d~b<:-' erigir corno principio universal para to~. las $<Jciedades plimilista§: Recurre más al precedente histórico que a los principios abstractos, y apunta a la consecución del mal menor, en lugar del bien absoluto . ...
El realismQ político s()stien~"gu~J~lítica1. al igual que la sociedad en gene~al, se rige por leyes objetivas con raigambre en la naturaleza humana. Para lograr el progreso de la sociedad, es necesario entender, en rrimer lugar, las leyes a las que se apega la sociedad. En tanto que el funcionamiento de dichas leyes se torna infranqueable a nuestras preferencias, el hombre sólo se atreve a desafiarlas a riesgo de fracasar.
Al así creer en la objetividad de las leyes de la política, el realismo debe creer también en la posibilidad de desarrollar una teoría racional que sea reflejo, aunque imperfecto y unilateral, de tales leyes objetivas. Por ende, cree también en la posibilidad de trazar distinciones entre verdad y opinión en el ámbito político -entre aquello que es verdadero desde un punto de vista objetivo y racional, apoyado por pruebas e ilustrado por la razón, y aquello que es sólo un juicio subjetivo, escindido de la realidad de los hechos y nutrido de prejuicios y vanas ilusiones ...
El realismo político está perfectamente consciente de la importancia moral del proceder político. También se percata de la inevitable tensión que se suscita entre los mandamientos de la moral y las exigencias de un proceder político exitoso. Además, resulta inadecuado tratar de encubrir y anular dicha tensión, ofuscando así tanto a la cuestión moral corno a la política, haciéndola aparecer corno si los crudos hechos de la política fuesen, desde el punto de vista moral, más satisfactorios de lo que en realidad son,
56 El realismo
y la normatividad moral menos exigente de lo que es.
El realismo manifiesta que no es posible aplicar los principios morales universales a los actos de los estados en riguroso apego a su esquema universal abstracto; por el contrario, deben trascender a las circunstancias concretas de tiempo y lugar. El individuo puede decir para sus adentros: "Fiat justitia, pereat mundus (que se haga justicia, aunque el mundo perezca)", pero el estado no tiene derecho alguno de así pronunciarse en nombre del pueblo a su cargo. Tanto el individuo como el estado deben juzgar el proceder político bajo el criterio de los principios morales universales, como el que se refiere a la libertad. No obstante, aun cuando el individuo posee el derecho moral de sacrificarse en defensa de dicho principio moral, el estado no tiene derecho de permitir que su rechazo moral a la violación de la libertad impida la evolución exitosa del proceder político, inspirado a su vez en el principio moral de la supervivencia nacional. No es factible la moral política si se carece de prudencia; es decir, si no se ponderan adecuadamente las consecuencias políticas de un acto de apariencia moral. Por tanto, el realismo considera que la prudencia -la justa ponderación de las consecuencias que pueden desencadenar acciones políticas encontradas- es la virtud suprema de la política. La ética abstracta juzga a la acción por su apego a la ley moral; la ética política juzga a la acción por sus consecuencias políticas .. .
El realismo político se niega a identificar las aspiraciones morales de una nación en particular con las leyes morales que rigen al universo. Del mismo modo que traza distinciones entre verdad y opinión, las traza también entre verdad e idolatría. No existe nación que no se haya visto tentada -y son contadas aquellas que han logrado resistir mucho tiempo a la tentación- a disfrazar sus aspiraciones y procedimientos muy particulares bajo el amparo de los propósitos morales del universo . El saber que las naciones se encuentran sujetas a las normas morales es una cosa, pero el pretender saber con total certidumbre aquello que es bueno o malo en la relación que guardan las naciones es materia
aparte. Existe un mundo de diferencia entre la creencia de que todas las naciones están supeditadas al juicio divino, inescrutable a la mente humana, y la convicción por demás blasfema de que Dios está eternamente de nuestro lado, y que lo que uno desea también lo quiere Dios.
Esa ecuación despreocupada que surge entre un nacionalismo en particular y los designios de la Providencia es injustificable desde el punto de vista moral, ya que representa ese mismo pecado de soberbia contra el cual los trágicos griegos y los profetas bíblicos previnieron a gobernantes y gobernados. Tal ecuación es de igual manera perniciosa desde el punto de vista político, pues permite que se engendre una distorsión de criterio que, en la ceguedad que provoca el desvarío de una cruzada, arrasa con naciones y civilizaciones -en el nombre de un principio moral, de un ideal o de Dios mismo.
Por otra parte, es precisamente el concepto de interés, definido en términos de poder, lo que nos salvaguarda del exceso moral y del frenesí político. De tal modo, si vislumbramos a todas las naciones, incluida la nuestra, como entidades políticas que persiguen sus intereses respectivos en términos de poder, estaremos en condiciones de hacer justicia a todas ellas. Pero además, podremos hacerles justicia por partida doble: Al tener la capacidad de juzgar a otras naciones bajo el mismo criterio con que juzgamos a la propia, una vez concluido nuestro discernimiento, estaremos en posición de procurar la adopción de políticas que respeten los intereses de otras naciones y que a la vez protejan y promuevan los nuestros. La moderación en la política no puede dejar de reflejar la moderación del juicio moral. ..
El realista político no ignora la existencia y la relevancia de normas de pensamiento ajenas a las del campo político. En su calidad de realista político, sólo se puede concretar a subordinar esas otras normas a las de la política. Asimismo, se aparta de otras escuelas cuando éstas imponen criterios pertenecientes a otras esferas, en el ámbito político. Es en este punto donde el realismo político disiente del "enfoque legalista-moralista" relativo a la política internacional. Son innumerables los ejemplos históricos
El poder político. Teoría realista de la política internacional 57
que pueden demostrar que este tema no es, como se ha objetado, un simple ardid de la imag¡nadón, sino que va al núcleo mismo de la controversia . ..
. Esta defensa realista de la autonomía de la es-f(:ra, política contra toda alteración provocada por otras formas de pensamiento no implica, de ninguna manera, que se ignoren la existencia y la importancia de las mismas. De hecho, implica que a cada una se le deben asignar su esfera de acción y sus funciones, adecuadas a su estructura. El realismo político se fundamenta en una concepción pluralista de la naturaleza humana. El ser humano real, es una mezcla del "hombre económico", del "hombre político", del "hombre moral", del "hombre religioso" , etc. El hombre que fuera exclusivamente un "ser político" equivaldría a una bestia, ya que carecería absolutamente de toda restricción moral. El hombre que sólo fuera un "ser moral" sería un insensato, ya que carecería totalmente de prudencia. El hombre que se concretara a personificar a un 'lser religioso" sería un santo, ya que no acariciaría ningún deseo mundano en absoluto .
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En tanto que el realismo político está consciente de la existencia de esas distintas facetas de la naturaleza humana, también reconoce que para poder comprender cabalmente cada una de ellas, es necesario abordarlas bajo sus propias condiciones. Es decir, si yo deseo comprender al "hombre religioso", debo abstraerme durante un cierto periodo de todos los demás aspectos de la naturaleza humana, y enfrentar su faceta religiosa como si fuera la única que existiera ... Lo mismo se aplica a cualquier otra faceta de la naturaleza humana. Por ejemplo, ningún economista moderno concebiría de manera distinta a su ciencia y a la relación que ésta guarda con las demás ciencias del hombre. Precisamente gracias a dicho proceso de emancipación de otras normas de pensamiento, y al desarrollo de una norma adecuada a la materia que trata, la economía ha evolucionado como una teoría autónoma de las actividades económicas del hombre. El propósito fundamental del realismo político es el de contribuir a un desarrollo similar en el campo de la política.
7. La diplomacia en el mundo moderno
GEORGE F. KENNAN
.. . Tal como ustedes sin duda alguna habrán supuesto, considero que la falla más grave del esquema de nuestra política anterior estriba en algo que podría denominar el enfoque legalistamoralista en torno a los problemas internacionales. Tal enfoque se desliza como una madeja roja a lo largo de nuestra política exterior de los últimos cincuenta años. Engloba algo del añejo énfasis en los tratados de arbitraje, algo de las Conferencias de La Haya y de los planes de desarme universal, algo de los más ambiciosos conceptos norteamericanos sobre el papel que desempeña la ley internacional, algo de la Liga de las Naciones y de las Naciones Unidas, algo del Pacto Kellogg, algo de la idea de un pacto universal "Artículo 51 ", algo de la fe en la ley mundial y en el gobierno mundial. Sin embargo, no es ninguno de tales elementos por completo. Permítanme tratar de definir lo anterior.
Reimpreso de American Diplomacy, 1900-1950; autor: George F. Kennan (Chicago: University of Chicago Press, 1951), pp. 95-103, con autOrización de The University of Chicago Press. Copyright © 1951, The University of Chicago Press.
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Se trata de la creencia que sustenta la hipotética posibilidad de suprimir las aspiraciones caóticas y peligrosas de los gobiernos en el marco internacional, mediante la aceptación de cierto sistema de normas legales y medidas de refrenamiento. Indudablemente, dicha creencia representa parcialmente un intento de transponer el concepto anglosajón de la ley individual al campo internacional, y de hacerlo aplicable a los gobiernos del mismo modo que se aplica aquí a los individuos en el plano interno. Asimismo, debe derivarse en cierta medida de la remembranza de los orígenes de nuestro propio sistema político - de evocar que, gracias a la aceptación de una estructura común institucional y jurídica, fuimos capaces de disminuir a una proporción inofensiva todos los conflictos de interés y de ambición que imperaron en las trece colonias originales, y de llevarlas a una interrelación pacífica y ordenada. Al recordar lo anterior, la gente no logra comprender que, aquello que fue factible para las trece colonias bajo una serie dada de circunstancias, podría no resultar en el ámbito internacional, de dimensiones mucho más generosas.
La esencia de esta creencia dicta que, en vez de abordar los ásperos conflictos de interés nacional con base en sus méritos y con la mira de encontrar las soluciones que sean menos perni-· ciosas para la estabilidad de la vida en el plano internacional, sería más conveniente establecer un conjunto de criterios formales de naturaleza jurídica mediante los cuales se pudiera definir el comportamiento permisible de los estados. Así, se propiciaría la creación de entidades impar-
· ciales encargadas de ponderar las acciones de los gobiernos a la luz de esos criterios y de decidir cuándo su comportamiento es aceptable y cuándo no. Por supuesto, atrás de todo lo anteriormente planteado, está la suposición norteamericana de que aquéllos en los que los demás pueblos de la tierra pueden ofrecer una contienda digna carece, en gran parte, de reconocimiento y de importancia, por lo que se espera, con toda justicia, que ocupen un lugar secundario a la sombra de la conveniencia de up.. mundo disciplinado, no perturbado por la violencia internacional. De acuerdo con el pensamiento norteamericano, es poco plausible que los pueblos tengan aspiraciones positivas, a las que ellos consideren legítimas y les den mayor
· importancia que a la tranquilidad y al orden que deben regir la vida internacional. Desde este punto de vista, no se puede entender por qué otros pueblos no se podrán unir a nosotros en la aceptación de las reglas del juego de la política inter. rlacional, del mismo modo en que nosotros las acatamos en las competencias deportivas paraque el juego no se torne demasiado cruel y demasiado destructivo y que, por ende, no adopte una relevancia que no pensábamos otorgarle.
Si procedieran de tal manera continua el razonamiento, se podrían contener esas manifestaciones perturbadoras y caóticas del ego nacionalista, tornándolas insubstanciales o permitiendo que se desecharan sin mayor problema, mediante algún método que resultara familiar y comprensible para la costumbre norteamericana. A partir de esto, la mentalidad propia del estadista norteamericano, que encuentra gran parte de sus raíces en la carrera de derecho en nuestro país, busca ti tientas y con inquebrantable persisten-
La dIplomacia en el mundo moderno 59
cia, una estructura institucional que sea capaz de desempeñar esa función ...
En primer lugar, el concepto ue subordinación de un número considerable de estados a un régimen jurídico internacional, mismo que limitaría sus posibilidades de agresión y de daño contra otros estados, implica que todos ellos fueran similares al nuestro, que se encontraran razonablemente satisfechos con sus fronteras y con su posición a nivel internacional, por lo menos hasta un grado tal que se contuvieran de manera voluntaria de ejercer presiones tendientes al cambio sin un previo acuerdo internacional.
En segundo lugar, en tanto que dicho concepto se suele asociar con una rebelión en contra del nacionalismo, es por demás curioso percatarse de que, en realidad, tiende a conferir un valor absoluto al concepto de nacionalidad y de soberanía nacional, valor del que anteriormente carecía. El principio mismo de "un gobierno, un voto", independientemente de cualquier diferencia física o política entre estados, exalta el concepto de soberanía nacional y lo convierte en la forma exclusiva de participación en la vida internacional. Vislumbra a un mundo integrado únicamente de estados nacionales y soberanos, donde todos ellos gocen de igualdad plena de posición. Bajo tal esquema, ignora las gigantescas variaciones en la solidez y la firmeza de las divisiones nacionales: el hecho de que en muchos de los casos, los orígenes de las fronteras entre países y de las personalidades nacionales se dieron de manera fortuita o, al menos, casi en total desapego a las necesidades reaies. Simultáneamente, ignora la ley del cambio. El modelo de estado nacional no es, ni debería ser, ni puede ser algo fijo y estático; por su naturaleza misma, es un fenómeno inestable en constante estado de cambio y de intercambio. La historia ha demostrado que la voluntad y la capacidad de cada pueblo para contribuir al entorno mundial está en cambio continuo. Por tanto, resulta por demás lógico que los esquemas de organización (¿acaso no se reducen a estos gobiernos y fronteras?) se transformen al unísono con ellos. La función de un sistema de relaciones internacionales no es la de restringir ese proceso de cambio confinándolo a una camisa de fuerza legal
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sino, por el contrario, propiciarlo para facilitar sus transiciones, para limar las asperezas que suele producir, para aislar y moderar los conflictos que frecuentemente conlleva, para procurar que estos conflictos no alcancen dimensiones que puedan perturbar la vida internacional en general. No obstante, esta labor corresponde a la diplomacia, en el sentido más anticuado del término. Para ella, la ley resulta demasiado abstracta, demasiado inflexible, sumamente difícil de adaptarse a las exigencias de lo impredecible y de lo inesperado.
Por el mismo motivo, el concepto norteamericano de ley mundial pasa por alto los recursos de agravio internacional-esos medios de proyección del poder y de coerción sobre los pueblos- que rebasan por completo a las formas institucionales, o que incluso las explotan contra sí; por ejemplo, recursos tales como el ataque ideológico, la intimidación, la penetración y la captura disfrazada de los bienes parafernales institucionales de la soberanía nacional. En otras palabras, hace caso omiso del dispositivo de estado títere, así como del conjunto de técnicas mediante las cuales se pueden convertir en títeres a los estados sin que para ello medie una violación formal o un desafío a los atributos aparentes de su soberanía y de su independencia.
He aquí uno de los factores que han provocado que los pueblos de los países satélites de Europa Oriental, miren hacia las Naciones Unidas con cierto dejo de amargura. Fue rotundo el fracaso de la organización en su intento de preservarlas de la dominación por parte de un gigantesco país vecino, dominación que no deja de ser denigrante en virtud del hecho de haber cobrado vida mediante procesos que no podríamos calificar de "agresión". Ese resentimiento es justificable hasta cierto punto, dado que el enfoque legalista de los asuntos internacionales desecha, en términos generales, la importancia internacional que revisten los problemas políticos y las raíces más profundas de inestabilidad internacional. De hecho, presupone que toda guerra civil se constreñirá a sus límites nacionales y no degenerará en un conflicto internacional. . . En otras palabras, presupone que los asuntos internos no cobrarán una dimensión internacional, y que la comunidad mundial no se verá
jamás en la disyuntiva de pronunciarse en favor de uno de los rivales por el poder dentro de los confines del estado individual.
Por último, otra de las fallas de este enfoque legalista en torno a las relaciones internacionales es que asume la posibilidad de imposición de sanciones contra agravios y violaciones. De manera general, acude a la acción colectiva para que ésta se encargue de sancionar el comportamiento equívoco de los estados. Por tanto, olvida los límites de efectividad de la coalición militar. Olvida que, a medida que se expande un círculo de socios militares con la mira de cualquier empresa político-militar concebible, se puede incrementar el total teórico de poderío militar disponible, pero únicamé.nte a costa de solidez del grupo y de holgura en el control. A mayor expansión de la coalición, menor es la factibilidad de mantener la unidad política y el acuerdo general sobre los propósitos y los efectos de lo que se lleva a cabo. Tal como lo podemos apreciar en el caso de Corea, los operativos militares conjuntos en contra de un agresor pueden tener un significado distinto para cada uno de los participantes, y plantear problemas políticos específicos e individuales que resulten ajenos a la empresa en cuestión y afecten muchas otras facetas de la vida internacional. Así, entre más crece el círculo de socios militares, más difícil de manejar se torna el problema del control político sobre sus actos, y más restringido el común denominador mínimo de acuerdo. Dicha ley de utilidad decreciente pesa tanto en las posibilidades de acción militar multilateral que se llega a dudar si, en realidad, la participación de países menores puede contribuir en gran medida a la capacidad de las grandes potencias para garantizar la estabilidad en el plano internacional. La importancia de 10 previamente expuesto resulta contundente, dado que una vez más nos hacF. caer en la cuenta de que, incluso bajo un sistema de ley mundial, toda sanción contra un comportamiento destructivo a nivel internacional podría seguir apoyándose fundamentalmente, al igual que en el pasado, en las alianzas y relaciones de las grandes potencias. Podrá haber un estado - o probablemente un grupo de estados- que mostrara
una postura violentamente adversa a la de! resto del mundo, y al cual la comunidad mundial no pudiera obligar a acatar una determinada línea de acción. Suponiendo que éste fuera un caso real, ¿en dónde quedamos nosotros? A mi parecer, de vuelta en e! reino del olvidado arte de la diplomacia, de la que hemos tratato de escapar durante los últimos diez lustros.
Así, en estas líneas he expuesto algunas de las deficiencias teóricas que, según mi opinión, resultan inherentes al enfoque legalista de los asuntos internacionales. Sin embargo, existe una deficiencia aún mayor que me agradaría mencionar antes de concluir mi disertación. Me refiero a la inevitable asociación que surge entre los conceptos legalistas y los moralistas: a la extensión de la eterna idea de! bien y el mal a los asuntos de los estados, la suposición de que e! comportamiento de un estado es terreno fértil para e! juicio moral. Cualquier persona que manifieste la existencia de una ley debe experimentar un sentimiento de indignación, totalmente justificable, hacia aquel que la infrige a la par con una sensación de superioridad moral sobre él. Cuando dicha indignación se vierte al campo de la contienda militar, no admite puntos medios en la reducción del infractor hasta el nivel mismo de la sumisión total- es decir, la rendición incondicional. Resulta irónico, aunque cierto, que e! enfoque legalista de los asuntos internacionales, pese a encontrar sus irrefutables orígenes en un deseo real de eliminar la guerra y la violencia, convierta a la violencia en un factor mucho más resistente, más pernicioso y más destructivo para la estabilidad política que las rancias motivaciones de interés nacional. Una guerra que se libra en el nombre de un elevado principio moral, prosigue invariablemente hasta lograr su objetivo de dominación total, en cualquiera de sus manifestaciones.
De este modo, nos percatamos de que el enfoque legalista de los problemas internacionales se identifica estrechamente con e! concepto de guerra total y victoria total, y que las expresiones de una se vierten con extrema facilidad en las de la otra. Además, en esta era conflictiva, a nadie perjudicaría dedicar unos momentos a meditar en e! concepto de guerra total. Sea co-
La diplomacia en el mundo moderno 61
mo sea, este es un concepto relativamente novedoso en la civilización occidental; de hecho, no hizo acto de presencia en el foro internacional hasta la Primera Guerra Mundial. Sir. embargo, fue la característica principal de ambas conflagraciones mundiales, y las dos -tal como lo he señalado- tuvieron como consecuencia una gran inestabilidad y el desencanto. Lo fundamental ahora, empero, no es la conveniencia del concepto sino su factibilidad. De hecho, me pregunto si aun en las gestas del pasado la victoria total no fue sino una mera ilusión desde la posición de los vencedores. En cierto sentido, no existe victoria total que no conlleve un genocidio, a menos que se trate de una victoria sobre la mente de los hombres. En este punto, cabe señalar que las victorias militares totales no suelen darse precisamente sobre la mente de! hombre. Por otra parte, actualmente nos enfrentamos al hecho de dilucidar si, en una nueva conflagración mundial, podrá darse el resultado de victoria militar total, algo por demás dudoso. Por lo que a mí respecta, no crea en tal posibilidad. Ciertamente se produciría un enorme debilitamiento de las fuerzas armadas de uno u otro bando, mas considero totalmente imposible que se pudiese dar una sumisión total y formal de la volutad nacional de cualquiera de las partes contendientes. No obstante, una tentativa de lograr ese objetivo inalcanzable podría infligir sobre la civilización otra serie de desastres tanto o más graves que aquéllos provocados por la Primera o la Segunda Guerra Mundial; someto al juicio del mundo el tratar de descifrar si la civilización podría sobrevivir a tales calamidades.
Hace poco, un prominente ciudadano norteamericano aseveró que "el objetivo mismo de la guerra es la victoria", y que, "en la guerra nada substituye a la victoria". La confusión, probablemente, radica en e! significado que se confiere a la palabra "victoria"; quizá se aplica una acepción equivocada del término. En una batalla, es factible que se produzca la "victoria", pero en la guerra sólo se puede registrar el cumplimiento o e! incumplimiento de los objetivos trazados. Antaño, los objetivos de guerra se confinaban, generalmente, a fines prácticos, por lo que comúnmente se medía e! éxito de los operativos
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militares en razón del grado en que éstos aproximaban a los objetivos trazados. Sin embargo, cuando se trata de objetivos morales e ideológicos, tendientes a transformar la actitud y las tradiciones de un pueblo entero, o la personalidad d~ un régimen, quizá la victoria no sea una meta factible por medios militares, o en un corto plazo; y probablemente en este punto estribe el origen de nuestra confusión.
De cualquier modo, sostengo con toda franqueza que, a mi parecer, no existe fantasía más peligrosa, nada que nos haya provocado mayor perjuicio en el pasado o que amenace con provocarlo aún mayor en el futuro, que el concepto de victoria total. Por otra parte, temo que éste se desprenda en gran medida de las deficiencias básicas del enfoque sobre asuntos internacionales que he expuesto en estas páginas. Si es nuestro propósito el alejarnos de este peligro, eso no significa que debamos adoptar la actitud errónea de abandonar todo respeto por la ley internacional-, ni tampoco nuestras esperanzas de que en el futuro se convierta en útil y bondadoso civilizador de los acontecimientos ... Por el contrario, significa el surgimiento de una actitud nueva entre nosotros, hacia la interminable serie de sucesos fuera de nuestras fronteras
que nos provocan irritación e intranquilidad, ... una actitud de desprendimiento, de sobriedad y de ágil disposición a someter todo acto a cauteloso juicio. Significa que asumiremos la modestia necesaria para admitir que únicamente somos capaces de conocer y de comprender cabalmente nuestros intereses nacionales -pero también el valor para reconocer que si todos los objetivos y empresas que ambicionamos ep el plano interno son respetables, carentes de arrogancia o de hostilidad hacia otros pueblos, o de delirios de grandeza, entonces la incesante búsqueda de nuestro interés nacional invariablemente se erigirá en adalid de un mundo mejor. Tal concepto puede resultar menos ambicioso y menos incitante, en su perspectiva inmediata, que aquéllos por los que nos hemos inclinado con tanta frecuencia, a la vez que menos complaciente de nuestra imagen. Otros muchos encontrarán en él un cierto cariz de cinismo y de reacción. Yo nO puedo ser partícipe de tales dudas. Todo aquello que en concepto sea realista, fundamentado en un esfuerzo sincero por vislumbramos a nosotros mismos ya los demás en nuestra esencia real, ho puede por ningún motivo ser contrario al estandarte liberal.