el psicopata de la sangre

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Jorge Araya Poblete

El Psicópata

de la Sangre

2017

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“El Psicópata de la Sangre” por Jorge Araya Poblete se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported. Permitida su distribución gratuita como archivo digital íntegro. Prohibida su distribución parcial. Prohibida su impresión por cualquier medio sin permiso escrito del autor. Prohibida su comercialización por cualquier medio sin permiso escrito del autor.

©2017 Jorge Araya Poblete.

Todos los derechos reservados.

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Presentación

Una serie de homicidios contra mujeres jóvenes cometidos en Santiago mantiene a la ciudadanía en vilo al divulgarse por la prensa que el asesino degüella y desangra a sus víctimas, llevándose la sangre para algún desconocido propósito. Los detectives Guzmán y Jiménez de la PDI a cargo del caso deben extremar recursos para dar con el homicida al descubrir que la siguiente víctima es la fiscal designada, quien se niega a dejar la investigación. En el intertanto, los policías recibirán la inesperada ayuda de un oficial del GOPE de Carabineros, quien aportará sus conocimientos y arrojo al enfrentarse a un homicida cuya fuerza escapa de los cánones humanos. Esta novela es la tercera parte y final de la trilogía policial esotérica compuesta por “La Vara” y “El Ángel Negro”. Que la disfruten.

Jorge Araya Poblete

Enero de 2017

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I El cuerpo de la joven mujer se desangraba lentamente. Con la conciencia de estar viviendo los últimos instantes de su vida, y de no poder hacer nada para revertirlo, la pena se apoderó de su cada vez más apagada mente. El dolor por el corte en el cuello ya era intrascendente, tal como el de las amarras en sus tobillos de los cuales pendía enganchada a una cadena fijada a alguna parte de un techo que nunca fue capaz de ver; en esos eternos segundos era la pena de no haber podido despedirse de sus seres amados, y del sufrimiento que cargarían al encontrar sus restos, lo que realmente la lastimaba. La sangre caliente chorreando por su cada vez más fría mejilla derecha parecía ser la única prueba de que aún no había muerto: en un principio fue el dolor, luego el ruido de la sangre golpeando el recipiente metálico en que era acopiada, y ahora la sensación de calor entibiando su cara. De pronto la sensación de tibieza empezó a apagarse junto con su conciencia, sumiéndola en la irreversible oscuridad de la muerte. La conciencia de la mujer empezó a viajar a la nada. Su alma libre al fin buscaba algún norte a seguir para encaminarse a lo que fuera que pasara una vez que el continente liberaba su precioso contenido. De pronto un torrente arrollador de sensaciones empezaron a bombardear su conciencia, haciendo que se sintiera abrumada al no ser capaz de procesar lo que estaba sintiendo, y tratando de interpretar si lo que le estaba sucediendo era más parecido a la concepción de cielo o infierno.

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La conciencia de la mujer parecía estar en un viaje eterno sin rumbo ni destino. La sensación de indefensión que sentía en esos momentos era apenas comparable con lo sufrido al morir, por lo que las pocas expectativas que tuvo en vida del más allá se habían derrumbado desde el principio de su experiencia. El fluir por fluir parecía ser la tónica, y no sabía de qué modo lograr quebrar esa realidad. La conciencia de la mujer seguía su eterno y oscuro viaje. De improviso todo su entorno empezó a iluminarse suavemente, devolviéndole la esperanza de acercarse a algún tipo de destino. La luz de las que todos hablaban estaba apareciendo, y bastaba sólo con encontrarla para dar el paso siguiente al más allá. Sin embargo, en cuanto empezó a aparecer la claridad, su conciencia empezó a reproducir los dolores que tuvo al morir, algunos de los cuales inclusive parecían ser más intensos que lo que había padecido mientras era asesinada. De pronto la luz inundó todo: había llegado a su destino. —Las pupilas recuperaron su reactividad, por fin está saliendo del coma—se escuchó una voz tras la luz. —¿Cuándo cree que pueda sacarle ese tubo de la boca y todos esos cables?—preguntó otra voz, desde la nada. —Está recién reaccionando—dijo la voz tras la luz, con cierto tono de obviedad—. Sólo una vez que tengamos la certeza que no necesita el ventilador mecánico y la intubación, los retiraremos. —Cuide a la paciente doctora, es la única testigo que tenemos para cazar al maldito psicópata ese—dijo la otra

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voz, mientras la linterna se apagaba, dejando ver el techo de la UCI de la clínica en donde lograron salvarle la vida luego de un mes en coma.

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II El inspector de la PDI Héctor Guzmán se paseaba incómodo por el pasillo de la clínica. Nunca le habían gustado los servicios de urgencia ni los hospitales públicos o privados, así que cada vez que tenía que hacer alguna diligencia intentaba delegar esa parte en su compañero, el detective Carlos Jiménez. Sin embargo, en esta ocasión necesitaba interrogar en persona a la sobreviviente del nuevo psicópata de turno, pues no dudaba que los médicos le darían un tiempo mínimo con la mujer, y no podía perder la oportunidad de escuchar de primera fuente algún detalle que le ayudara a aclarar el caso lo antes posible. De improviso la puerta de acceso de la UCI se abrió: un paramédico le hizo señas a Guzmán para que entrara a ponerse una bata clínica desechable sobre su tenida para poder ingresar a la sala donde se encontraba la víctima del psicópata que había logrado sobrevivir luego de una horrible tortura. Guzmán entró a la exageradamente iluminada sala. Al lado de la cama de la sobreviviente, una columna de pantallas sonaban y se movían coordinadamente, mostrando información que era completamente incomprensible para el policía, y para cualquiera que no estuviera familiarizado con el trabajo en una unidad de tratamiento intensivo. La mujer se veía extremadamente pálida, y la ausencia del tubo en su boca y de la hinchazón en su rostro permitían apreciar sus facciones, que pasaban desapercibidas frente a la expresión de temor que no dejaba de manifestarse a cada segundo. La médico de turno estaba de pie al lado de la cama de la paciente, y todo el resto del personal debió

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abandonar la habitación para no escuchar lo que la mujer pudiera o quisiera decir respecto de lo que le había sucedido. Guzmán se acercó a la pálida mujer, y le habló en voz baja, según las indicaciones de la profesional a cargo. —Hola Carmen, ¿cómo está? —No sé… ¿quién es usted? —Inspector Guzmán de la PDI… —No… no quiero hablar con usted ni con nadie de la policía, no quiero que me pase nada… —Sólo necesito que me cuente lo que quiera contarme, lo que sea, no la voy a interrogar ni la voy a obligar a hablar. —No… no quiero… —Bien, la dejo descansar entonces. —Yo nunca le he hecho daño a nadie, ¿por qué me hicieron todo esto?—dijo la mujer cuando Guzmán ya había enfilado hacia la puerta. —Mala suerte, no tengo otra explicación—respondió Guzmán, afirmado de la manilla de la puerta—. Estaba en el lugar y hora equivocados. —Si le cuento todo… ¿promete meterlo preso o matarlo? —Si me cuenta lo que quiera prometo usar lo que me cuente para buscarlo. Si lo logro encontrar, ya veremos. —Necesito que me prometa que lo va a matar o a meter preso—insistió la mujer. —No puedo prometer algo que no sé si pueda cumplir, Carmen—replicó Guzmán. —Entonces no me sirve… La mujer volvió a mirar al techo en silencio, mientras dos de las pantallas empezaban a encender alarmas luminosas

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y la doctora le hacía señas para que saliera del lugar. Guzmán se retiró de la habitación en silencio, frustrado por no haber conseguido nada, y pensando que tal vez hubiera sido necesario mentirle a la mujer con tal de obtener información del psicópata. Terminado su turno Guzmán se fue raudo a casa a descansar, pues pensaba levantarse temprano al día siguiente a seguir intentando obtener alguna información de parte de Carmen. Cerca de las tres de la mañana su teléfono empezó a sonar, apareciendo en pantalla la identificación del número de origen registrado en su memoria. —Carlos, ¿viste la hora que es?—preguntó Guzmán sin siquiera saludar a su compañero. —Héctor, voy a buscarte en el móvil, tenemos que estar en la clínica lo antes posible—respondió Jiménez. —¿Me vas a pagar las cinco horas extras, acaso? Déjame dormir, lo que sea puede esperar. —Héctor, te aseguro que esto no puede esperar. Estoy estacionado fuera de tu edificio, vístete y baja luego por favor. —Espero que valga la pena levantarme a esta hora, por tu bien Carlos—dijo Guzmán, levantándose a regañadientes. Cinco minutos más tarde el vehículo de la PDI viajaba raudo a la clínica donde Guzmán había intentado interrogar a la única víctima sobreviviente del psicópata que ya había desangrado casi totalmente a cuatro mujeres en el transcurso de un año, causando una suerte de histeria colectiva en la ciudadanía, y había alimentado a la prensa

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sensacionalista, quienes habían elucubrado toda suerte de explicaciones psicológicas y parapsicológicas para explicar lo inexplicable. Cuando faltaban cien metros para llegar, Guzmán comprendió lo acertado de la decisión de Jiménez. La entrada de la clínica se encontraba rodeada de vehículos policiales, incluida una camioneta con vidrios polarizados con el logo del grupo de operaciones especiales de Carabineros, que se encontraba con las puertas abiertas, sin ocupantes, y custodiada por un carabinero inexpresivo. Justo cuando el vehículo de Guzmán y Jiménez se estacionó donde quedaba espacio, el contingente de funcionarios del GOPE salían ordenados de la clínica en dirección a su vehículo, excepto el oficial a cargo quien luego de un par de preguntas se dirigió de inmediato donde los detectives. —Detectives Guzmán y Jiménez, buenas noches, capitán Gebauer a cargo de la unidad de asalto del GOPE. Acompáñenme por favor—dijo casi automáticamente el uniformado que sin dificultad superaba en diez centímetros de estatura a ambos miembros de la PDI. El oficial caminaba con lentitud pero con pasos largos, lo que obligaba a los detectives a apurar la marcha para no quedar retrasados. —Recibimos un llamado a la una de la mañana de seguridad de la clínica y del carabinero del plan cuadrante a cargo del procedimiento—dijo el capitán en el ascensor—. Nuestra unidad revisó por completo el

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edificio, sin encontrar a ningún sospechoso ni rastros fuera de los presentes en el sitio del suceso. —Disculpe capitán, no sé a qué procedimiento, sospechoso o sitio del suceso se refiere—dijo Guzmán, recibiendo de vuelta una mirada de sorpresa de parte del oficial. —Bueno, llegamos al sitio del suceso—dijo Gebauer mientras se abría la puerta del ascensor—. Supongo que ya que están a cargo de la investigación, lo que verán no les será demasiado novedoso. En cuanto se asomaron al pasillo del ascensor, se encontraron con un grupo de paramédicos y enfermeras llorando abrazadas tratando de consolarse unas a otras, algunas de las cuales parecían estar en estado de shock. La puerta de entrada de la UCI se encontraba abierta hasta atrás, y los seguros de la puerta habían sido rotos por la fuerza; a través de ella se veía el pasillo que parecía haber sido trapeado con sangre, pues se veían largos trazos rojos esparcidos por todos lados. Justo frente a donde se encontraba la cama de Carmen se hallaba el cadáver de la doctora fijado a la pared por el cuello por una larga pinza de acero, que la había atravesado por completo de delante hacia atrás hasta el muro con tal fuerza, que el cuerpo estaba suspendido por el artilugio metálico. Al llegar a la entrada de la habitación, una mueca de desánimo se apoderó del rostro de Guzmán: tirado sobre la cama a lo ancho yacía el cuerpo sin vida de la mujer, con la cabeza y el torso colgando, la herida del cuello abierta, y tal como el resto de las víctimas con la poca sangre que había quedado en su cabeza luego de ser desangrada lentamente.

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III En el subterráneo de una vieja casa del sector oriente de la capital, en que parecía que el mundo giraba a la mitad de la velocidad que el resto de la comuna, cinco baldes de cobre con sendas tapas atornilladas y reforzadas con tuercas tipo mariposa del mismo material descansaban en el suelo. En un rincón del subterráneo el dueño de los baldes y sus contenidos los miraba ansioso, esperando el momento adecuado para seguir con su tarea. Sólo le faltaban dos baldes por llenar, pero pasaría un tiempo antes de encontrar a la siguiente donadora involuntaria: había gastado el doble de energía con la última mujer al deber escapar para salvar su tarea de ser interrumpida por su captura, y luego tener que atacar en la clínica donde quedó internada recuperándose con todo el esfuerzo y los riesgos que ello significó, incluyendo el enfrentamiento con la doctora que intentó interponerse en su camino. Además, las donadoras no aparecían mágicamente, había que buscarlas cuidadosamente para encontrar quien cumpliera con todos los requisitos, y ese proceso tomaba a veces meses, pues iba de la mano con la recuperación de sus fuerzas. Lo único que le quedaba por hacer era seguir descansando para regenerarse luego, y matar el tiempo libre sacándole brillo a los dos baldes vacíos para que estuvieran listos cuando llegara el momento de usarlos. La UCI estaba convertida en un caos. El director de la clínica y el jefe de la unidad discutían acaloradamente con la fiscal a cargo del caso para tratar de establecer un plazo prudente para reabrir el lugar, pues luego del ataque los pacientes fueron evacuados a habitaciones individuales que

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no contaban con todos los medios que la complejidad de sus cuadros requerían; por otra parte existía de parte del personal de turno el miedo a que el ataque se repitiera, por lo que exigían a la autoridad los resguardos necesarios para estar a salvo del asesino que los había agredido, y transmitir dicha tranquilidad a sus pacientes y familiares. Mientras ello ocurría, el equipo del laboratorio de criminalística de la PDI recogía todas las muestras y evidencias posibles y hacía un levantamiento del sitio del suceso, y el personal de turno permanecía fuera del lugar, aterrados aún por la irracionalidad de lo ocurrido, e intentando relatar a los detectives lo que habían visto: de la nada un individuo pequeño y macizo con una voluminosa mochila a cuestas derribó las puertas del lugar, atropelló con su cuerpo a quienes se cruzaron en su camino y se dirigió a buscar a la paciente que había salido recientemente del coma, y que ya no tenía protección policial. Cuando la jefa del turno se interpuso en su camino, el individuó miró a su alrededor, y en un carro de transporte de materiales vio una pinza larga metálica utilizada para procedimientos quirúrgicos que usó para clavarla en el cuello de la doctora, quien quedó ensartada al muro donde se encontraba apoyada para empezar a desangrarse y asfixiarse mientras el individuo buscaba a su objetivo en el cuarto adyacente. Luego de escucharse un grito de terror, Carmen salió corriendo de la habitación con la herida del cuello abierta; justo antes de llegar a la puerta de salida fue interceptada por el individuo, quien la tomó de un pie y la arrastró de vuelta a la cama, donde nunca más se escuchó ruido alguno. Algunos minutos después los guardias del recinto dieron aviso a carabineros, llegando un motorista quien se dirigió arma en ristre a la

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habitación de la mujer, encontrándola muerta y desangrada sobre la cama y con la ventana abierta, para de inmediato dar aviso a la central desde donde se despachó un grupo de asalto del GOPE para buscar al asesino dentro del recinto. Guzmán y Jiménez habían dividido al personal en dos grupos, e interrogaron a quienes estaban en condiciones de responder coherentemente, dejando citados a quienes aún no lograban superar todo lo visto y sufrido durante esa extraña noche para otra ocasión en el cuartel de la Brigada de Homicidios y así tener todos los testimonios para sumarlos a la carpeta de antecedentes y ver si correspondían con los cuatro homicidios previos. Después de terminar, ambos policías bajaron al primer piso de la clínica y se dirigieron al casino a tomar el café más cargado que fuera posible para desperezarse y empezar a revisar los testimonios, a ver si encontraban un número suficiente de coincidencias coherentes como para establecer el transcurso de los hechos. Algunos minutos más tarde, una voz cansada y disfónica se escuchó a sus espaldas. —No sé cómo se saluda a las cuatro de la madrugada, ¿buenas noches, buenos días? —¿Cómo está, señora fiscal?—preguntó Guzmán, poniéndose de pie y saludando de mano a Albertina Riveros, fiscal con dedicación exclusiva a cargo de los homicidios. —Desesperada por fumarme un pucho a esta hora… pero bueno, supongo que ni yo puedo fumarme un cigarro en

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una clínica—respondió Riveros, resignada—. ¿Ustedes están de turno, o les avisaron? —Una colega me avisó señora fiscal, y por la gravedad de la situación pasé a buscar al inspector para que nos hiciéramos cargo de las diligencias—respondió Jiménez. —Menos mal, prefiero tratar con gente conocida. ¿Alguna novedad respecto a lo que ya sabemos, detectives? —Por fin tenemos una mínima descripción del sospechoso—dijo Guzmán—. Todos los testimonios coinciden en que el individuo que cometió los dos homicidios en la UCI es un hombre que no pasa del metro cincuenta de estatura, muy fornido, torso exageradamente ancho, de alrededor de cien kilos de peso, y que portaba una gran mochila a cuestas. —Ese detalle de la mochila puede tergiversar un poco las dimensiones del sospechoso—dijo Riveros. —Nosotros pensamos lo mismo en un principio señora fiscal, pero dado que los testigos son en su totalidad personal que trabaja en salud, podrían tener una mejor percepción del peso de las personas—respondió Jiménez—. Lo otro en que todos los testimonios coincidieron, es que nadie fue capaz de verle el rostro. —O no fueron capaces de fijarse en ello o de recordarlo, luego de la debacle que dejó ese tipo—dijo la fiscal—. ¿Existe alguna posibilidad que el sospechoso haya estado agachado o doblado? —Una de las testigos alcanzó a ver cuando el sospechoso asesinó a la doctora con esa pinza de acero—dijo Jiménez—. Por lo que describe la testigo, el individuo debió enderezarse y levantar un poco el brazo para clavarlo en el cuello de la profesional, lo que es lógico si

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alguien de un metro cincuenta de estatura agrede a alguien de un metro setenta y con tacos. —El sospechoso debe ser de pelo oscuro y corto—dijo de pronto Guzmán, de la nada—. Ninguna testigo dijo algo respecto de gorro o capucha o pelo largo o tomado, y el pelo rubio o colorín es demasiado notorio como para no comentarlo. Y si la descripción física es acertada, podemos estar en presencia de un fisicoculturista o un halterofilista. —Creo entender a qué quiere llegar con esto inspector—dijo la fiscal—. ¿Sabe acaso cuántos gimnasios hay en Santiago, como para empezar a hacer un catastro de ellos? Eso, claro está, pensando en que el sospechoso practique actualmente su deporte, o que lo hace efectivamente en un gimnasio, y no de modo informal en su casa. Está bien, un culturista o levantador de pesas de un metro cincuenta y cien kilos es poco frecuente, pero en una ciudad como Santiago, puede pasar desapercibido. —Lo sé señora fiscal, sólo pensaba en voz alta—respondió Guzmán, mientras Jiménez lo miraba de reojo. —Bueno detectives, los dejo, debo hablar con el encargado del laboratorio para que me informe si terminaron de recolectar las evidencias. La gente de la clínica está impaciente porque les devuelva su UCI operativa, y parece que los dueños tienen buenos contactos, ya me llamó el fiscal regional para que apure los procedimientos. Buenos días—dijo la fiscal, dejando a los detectives en silencio en el casino. —Tú no piensas en voz alta Héctor, ¿qué pasa?—dijo de la nada Jiménez. —¿Conoces al pela’o Gutiérrez?—preguntó de vuelta Guzmán.

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—¿El conductor de vehículos policiales? Claro, con lo enorme y conversador que es, es imposible no conocerlo. —Ese gallo levanta pesas, mide como uno noventa y pesa como ciento veinte kilos—dijo Guzmán. —¿Y eso qué tiene que ver con el asesino que buscamos?—preguntó Jiménez. —Una vez lo vi fanfarroneando en el baño del cuartel, apostando a lo que era capaz de hacer. Uno de los detectives que lo ubicaba de antes le pasó un destornillador de punta de esos largos, y le apostó veinte lucas a que no era capaz de clavarlo en la pared más de un centímetro, y le ganó las veinte lucas pese a que el pela’o atacó la muralla con todas sus fuerzas, y hasta con vuelo—respondió Guzmán. —¿Qué quieres decir, que no se puede clavar a alguien a la muralla tal como vimos que pasó? —No, estoy diciendo que la fuerza necesaria para hacer eso no es humana. Parece que volvemos a las andanzas raras, Carlos—dijo Guzmán, llevando su mano derecha hacia la vara plegada oculta bajo su vestimenta.

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IV Guzmán tenía el caos en su escritorio. Decenas de hojas de informes desparramadas sobre la mesa, otras tantas convertidas en bolas de papel en el canasto de la basura, la pantalla del computador mostrando varios íconos activos minimizados y dos abiertos a la vez, y una sensación de frustración indescriptible que se había apoderado de su mente desde que ocurrió el primer homicidio, y que ahora se veía acrecentada con el asalto del asesino en la UCI de la clínica, y la imposibilidad de encontrar un hilo conductor en las cinco muertes; a todo ello se sumaba la convicción de la imposibilidad que un ser humano común fuera capaz de hacer lo que el asesino hizo con la doctora, sin contar el que el asesino haya huido de carabineros por la ventana de la habitación ubicada en el cuarto piso de la clínica, y que personal del GOPE y del laboratorio no hubiera encontrado rastro alguno del homicida fuera de las instalaciones de la UCI. —Espero que su cabeza no esté tan desordenada como su escritorio, inspector—dijo una voz a sus espaldas. —Mi escritorio está ordenado en relación a mi cabeza, señora fiscal—respondió Guzmán, saludando de mano a Riveros. —Este caso nos está sacando de quicio a todos, por lo que veo. Aún no logro encontrar hacia dónde mirar en este caso inspector, ¿encontró o se le ocurrió algo que nos pueda servir como línea investigativa?—preguntó Riveros. —Nada señora fiscal, estoy casi igual que cuando apareció el segundo cadáver. Ahora el detective Jiménez está empezando a buscar detalles que nos puedan servir

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respecto de las víctimas, a ver si encontramos algún factor común aparte de ser mujeres menores de 45 años, cosa que por lo demás no nos dice demasiado—respondió Guzmán, al tiempo que Jiménez entraba a la oficina con una delgada carpeta en una de sus manos. —Señora fiscal, buenos días, no esperaba encontrarla por acá—dijo algo sorprendido Jiménez. —Este caso se está haciendo muy mediático detective, necesito tener alguna respuesta luego—respondió la fiscal—. ¿Qué lleva en esa carpeta? —Eh... verá, anteayer estuvimos conversando con Guzmán acerca de tratar de hacer un perfil psicológico de las víctimas. Como no encontré demasiados antecedentes, pensé que no sería mala idea… pedir ayuda externa—dijo Jiménez, mirando de reojo a Guzmán. —¿Qué tipo de ayuda externa, detective?—preguntó Riveros. —Pensé que no sería demasiado descabellado… consultar con una grafóloga—dijo Jiménez, incómodo. —Me parece bien detective, ya he trabajado con peritos en grafología y en general su ayuda es bastante acertada para establecer perfiles psicológicos—dijo la fiscal, devolviéndole el alma al cuerpo a Jiménez—. La carpeta, aún no me dice qué tiene. —Cierto… conseguí con los familiares cualquier cosa manuscrita que tuvieran… no me fue muy bien que digamos, lo único que conseguí son firmas en cheques o documentos legales—respondió Jiménez, pasándole la carpeta a la fiscal. —No sé si sirva de algo detectives, pero encontré un factor común en las firmas—dijo la fiscal, luego de mirar

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detenidamente cada documento, para luego entregarle la carpeta a Guzmán. —Las firmas están todas como en diagonal—dijo Guzmán—. ¿Qué podría significar eso, señora fiscal? —Eran zurdas—respondió Riveros, sonriendo mientras se ponía de pie para irse—. Todos los zurdos firmamos en diagonal, si es que no podemos poner la hoja en diagonal, inspector. Pero bueno, que la grafóloga les dé información útil, esto no pasa de ser un dato trivial. —En cuanto la perito nos entregue el informe se lo haré llegar, señora fiscal—dijo Guzmán. —Apúrense con la investigación detectives, miren que ahora el caso tomó otro cariz para mí—dijo Riveros, provocando una mueca de incomprensión en los detectives—. Soy zurda, mujer y menor de 45, técnicamente soy una potencial víctima. Buenos días, señores. Jiménez empezó a mirar con detención los documentos que había recolectado, tratando de notar lo que la fiscal había descubierto. —Tiene buena vista la fiscal—dijo Jiménez. —Y más encima se cree humorista—respondió Guzmán. —Bueno, iré a dejarle esta carpeta a la perito en grafología, a ver qué nos puede decir de las víctimas. —Supongo que le sacaste fotocopia o escaneaste todos los documentos y dejaste copia o respaldo para nosotros, Carlos—dijo Guzmán, haciendo que Jiménez se dirigiera de inmediato a la fotocopiadora de la unidad.

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Media hora más tarde Jiménez estaba de vuelta en la oficina, mientras Guzmán miraba absorto las copias de las firmas que había respaldado su compañero. —¿En qué estás Héctor, tratando de encontrar algo que la fiscal no haya visto?—preguntó Jiménez. —¿Sabías que en la Edad Media ser mujer y zurda era tan terrible como ser un gato negro? —No te entiendo Héctor. —Un gato negro era considerado una representación del demonio en la Edad Media. Un hombre zurdo era tildado de sirviente del demonio, y una mujer zurda tenía que ser una bruja—dijo Guzmán, sin dejar de mirar las firmas—. Es posible que nuestro psicópata sobrehumano sepa eso, y sea un factor importante en la elección de las víctimas, no por nada el tipo se atrevió a atacar una clínica privada, con todos los riesgos y dificultades que ello conlleva. —¿Y crees que sea el factor común principal en este caso?—preguntó Jiménez. —No, tiene que haber algo más que aún no hemos sido capaces de detectar. Hay que seguir investigando hasta encontrar qué se nos ha pasado por alto. —No es por llevarte la contra, pero si estamos pensando en un psicópata que desangra a sus víctimas debería ser el factor común principal. Piénsalo Héctor, ¿qué podría ser más útil en la mente de un enajenado mental que litros de sangre de bruja? Capaz que el loco se bañe en ella para adquirir sus poderes… —Estás elucubrando demasiado Carlos—interrumpió Guzmán—. Te concedo que la idea de desangrar una bruja suena bien en la mente de un loco, e inclusive si lo llevamos al plano paranormal suena hasta lógico… pero

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me niego a pensar que cualquier mujer zurda menor de 45 años está en la mira de este tipo. —Si así fuera no tenemos posibilidad alguna de anticiparnos a este loco—dijo Jiménez. —¿Sabes? Puede que este sea el último homicidio—dijo de pronto Guzmán, luego de un breve silencio. —¿Tú optimista? No lo puedo creer. —Estoy hablando en serio—replicó el inspector—. Si lo vemos desde el prisma paranormal, este fue el quinto homicidio, y uno de los números principales dentro del satanismo es el cinco. Sería medianamente lógico pensar en cinco víctimas, probablemente para hacer algo de cinco puntas o de cinco lados. —¿Y no hay más números de esos?—preguntó Jiménez. —Podrían ser siete, pero ese número está más bien relacionado a la cábala que al satanismo… pero claro, depende de qué lado estemos mirando. —Creo que me abocaré a buscar todo lo que tenga que ver con la investigación formal, pensando que es un psicópata común y corriente, y te dejaré a ti estas cosas raras Héctor. Claro está, si te parece—dijo Jiménez. —Por supuesto Carlos, yo me haré cargo de lo raro, sigue con la grafóloga y el perfil psicológico de las víctimas—dijo Guzmán, mientras volvía a mirar las firmas en las fotocopias, tratando de desentrañar algún secreto en esas líneas.

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V Héctor Guzmán dormitaba en la silla de su oficina. Tres cafés cargados no habían sido suficientes para poder quitarle el cansancio luego del procedimiento de la noche anterior en que tuvieron que intervenir en una quitada de drogas, que había terminado en una balacera con dos de sus colegas heridos y un traficante muerto. El inspector debió acudir luego que miembros de la brigada de narcóticos encontrara en el domicilio un subterráneo hechizo donde yacían dos cadáveres con una data de muerte no mayor a tres días, y que parecían corresponder a una pareja de burreros bolivianos aparentemente secuestrados, de los que obviamente nadie había dado aviso, como todo secuestro entre bandas de traficantes. Según podía ver el caso no le acarrearía mayores diligencias, salvo tratar de lograr que el Servicio Médico Legal evacuara luego el informe de autopsia para determinar causa de muerte, pues ninguno tenía lesiones visibles externas que explicaran sus decesos, y que peritos dactilográficos lograran las huellas necesarias para obtener la identidad de los cuerpos y relacionarlos con la balacera recién acaecida. Sin darse cuenta el inspector se quedó profundamente dormido, y empezó a soñar con los procedimientos pendientes. De pronto, y desde el más allá, una voz empezó a llenar el todo. —Inspector… inspector Guzmán, despierte. —Disculpe señora fiscal—dijo Guzmán, al abrir los ojos y encontrarse de frente con el rostro de Riveros—. Estuve en una diligencia desde la madrugada y me venció el sueño.

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—Espero que al menos en ese caso se logre avanzar algo, no como en el nuestro, en que ya llevamos dos meses estancados nuevamente—dijo Riveros, evidentemente molesta—. ¿Se da cuenta que los únicos avances que logramos son cadáveres nuevos, inspector? —Lo sé señora, y entiendo que se sienta frustrada. Lamentablemente ni la grafóloga nos pudo dar información útil respecto de las víctimas, ni nosotros hemos logrado encontrar algún hilo conductor que nos ayude a apurar la causa—respondió Guzmán, incómodo con las palabras de Riveros. —¿Sabe por qué vine hoy, inspector? —Sí señora, porque hoy se cumplen setenta días desde el último homicidio, y el patrón demuestra que terminado ese plazo otro homicidio está por ocurrir—dijo Guzmán, sorprendiendo a la fiscal. —Veo que ha hecho su trabajo inspector. —Pero pese a ello no hemos avanzado nada aún. En ese momento, en un subterráneo del sector oriente de la capital, el dueño de los baldes de cobre despertaba cansado luego de una noche en que había dado por fin con su siguiente objetivo. Había llegado la hora de dejar de pulir el balde, y ponerlo dentro de su mochila de transporte, junto al resto de sus instrumentos. La teniente Guillermina Sáez iba llegando a su casa luego de completar su turno en el GOPE de Carabineros. Desde el día que les tocó revisar la clínica luego del doble homicidio acaecido en la UCI, no había tenido que participar en ningún procedimiento mayor, por lo que ahora estaba pasando por uno de esos extraños períodos

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de tranquilidad laboral, en espera que sus servicios fueran nuevamente requeridos y sus capacidades y conocimientos puestos a prueba. Su vida personal pasaba por un muy mal período gracias a la separación de su pareja y al juicio por la tuición de su hijo, pues su ex marido que también era carabinero tenía más grado que ella, por lo que no tenía nada seguro desde el punto de vista legal. En ese momento lo único que deseaba era entrar a su casa, ducharse, cambiarse ropa, e ir a buscar a su hijo a la casa de la madre de su ex marido, quien se encargaba de cuidarlo en sus turnos y con quien aún mantenía una buena relación. En el instante en que la teniente buscaba la llave de la puerta de entrada en su bolso, un poderoso empujón la azotó contra ésta, derribando la hoja de madera con la cerradura destrozada por la fuerza del impacto, y lanzándola al menos unos tres metros dentro de su comedor. Instintivamente la oficial sacó su arma de servicio para apuntar a su incidental atacante, recibiendo una violenta patada en su mano izquierda haciendo que el arma volara lejos, para luego recibir un puñetazo en la frente más duro que cualquier trauma recibido durante su entrenamiento, que terminó por azotar su nuca contra el suelo haciéndola perder el conocimiento. En cuanto su atacante se convenció que la oficial estaba aturdida pero viva, la arrastró por uno de sus tobillos hacia el dormitorio, mientras se sacaba la mochila de la espalda.

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VI Augusto Gebauer se paseaba iracundo frente a la entrada de la casa de la teniente Guillermina Sáez. Las venas de su frente parecían estar por estallar, y su boina hacía las veces de vendaje para evitar que ello ocurriera. En cuanto el vehículo blanco con balizas azules se estacionó frente a la casa, se dirigió raudo a encarar a sus ocupantes que descendían apurados del móvil. —Supongo que ahora sabes qué es sitio del suceso, huevón—gritó voz en cuello el capitán Gebauer en la cara de Guzmán—. ¿Qué ha hecho el par de pajeros culiaos los últimos dos meses? Nada, por eso la teniente está muerta, par de hijos de puta. —Cálmese capitán—dijo tras el oficial del GOPE la fiscal Riveros—. Los detectives dependen… —¿Y quién te tiró maní a ti, puta de mierda?—interrumpió el capitán—. Por culpa de vagos como ustedes tengo a la teniente muerta y torturada en su casa. —Vamos a revisar el sitio del suceso para… —Ninguno de ustedes va a entrar a la casa de la teniente mierda, aunque tenga que correrles bala—interrumpió Gebauer esta vez a Jiménez, mientras llevaba la mano a su pistolera. En ese instante Guzmán se abalanzó sobre él, lo tomó de la muñeca y del cuello y lo apretó contra la puerta del móvil, sin que el capitán entendiera cómo alguien tan bajo pudiera lograr lo que nadie le había hecho en toda su vida profesional.

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—Escúchame huevón, vine a hacer mi pega con mi compañero por órdenes de la señora fiscal—dijo Guzmán sin dejar de apretar el cuello y la mano de Gebauer—. No te tengo miedo, ni a tu entrenamiento, ni a tu boina. Y si vuelves a amenazar a mi compañero o a la señora fiscal, atente a las consecuencias. Guzmán soltó a Gebauer, quien cayó al suelo casi asfixiado. Luego de ello y sin mirar a su alrededor, se dirigió a la casa de la teniente, sin que nadie se atreviera a interponerse en su camino o dirigirle la palabra. El hogar de la oficial era una casa modesta pero bien cuidada y con decenas de detalles. Fotos familiares y de distintas etapas de su formación profesional, decenas de adornos ordenadamente ubicados en vitrinas y repisas, réplicas de armas y proyectiles le daban entorno al comedor y la sala de estar. Los detectives y la fiscal siguieron de largo hasta la habitación de la dueña de casa: pese a haber visto los cuerpos de los cinco homicidios previos, aún era estremecedora la escena que estaban por ver. El dormitorio de la teniente, a diferencia del comedor y la sala de estar era bastante minimalista. Un televisor empotrado en la pared, el closet, un par de cajoneras, un escritorio pequeño con un notebook sobre él y la cama eran todo el mobiliario. En el techo de la habitación y a los pies de la cama se encontraba una especie de estaca metálica que había sido clavada por la fuerza en dicho lugar, de la cual sólo quedaba visible una argolla gruesa a través de la cual pasaba una cadena corta, cuyos dos

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extremos terminaban en correas de cuero grueso que se adelgazaban en sus extremos para poder ser amarradas. De dichas correas amarradas colgaba desde los tobillos el cuerpo de la teniente Sáez, con los brazos descubiertos y un corte limpio en el lado derecho de su cuello, desde donde salía un rastro de sangre ya coagulada pegada a su mejilla y sien derechas; la piel de sus brazos y cuello se veía bastante pálida, y su cabeza había tomado una coloración violácea oscura, que empeoraba con la acumulación de fluidos en la piel del cadáver. Salvo los bordes del corte en el cuello y la marca coagulada en su mejilla, no había sangre visible en el suelo o en algún otro lugar de la habitación, o de la casa. —Es el mismo patrón—dijo Guzmán en voz alta, mientras entraba a la habitación el personal del laboratorio a recoger muestras y hacer levantamiento fotográfico del lugar —. Es el mismo asesino. —¿Está seguro, inspector?—preguntó desde la puerta la fiscal, con la boca tapada por un pañuelo para aguantar las náuseas. —Mujer, menor de 45 años según dejan ver las fechas de las fotografías del comedor, zurda—respondió Guzmán—. Y el modus operandi es el mismo, a menos que la autopsia esta vez arroje algunas huellas, cosa que por lo demás dudo que ocurra. —Quiero ayudar—dijo de pronto tras ellos la voz de Gebauer, quien ahora hablaba en voz algo más baja. —Capitán, creo que no es adecuado… —Disculpe señora fiscal—interrumpió a Riveros el inspector Guzmán, para luego dirigirse a Gebauer—. Capitán, ¿podría hacer un perfil de todas las actividades de

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la teniente, de su rutina en el GOPE y en su vida diaria? Nos serviría mucho conocer todos los detalles posibles, para ver si hay alguna cosa que la relacione a ella con las cinco otras víctimas. —Cuente con ello inspector—respondió Gebauer, girando sobre sus talones y saliendo del lugar con paso marcial. —¿Crees que nos sirva de algo esa información, Héctor?—preguntó Jiménez. —El tipo tiene cerebro de militar, no nos dará un perfil sino una bitácora de las actividades de la teniente. Es la mejor posibilidad de obtener todos los detalles posibles de la vida de una de las víctimas, y con ello podremos buscar cruces de información que hoy en día nos son imposibles, o casi inverosímiles—dijo Guzmán. —Manténganme al tanto detectives—dijo Riveros mientras sacaba su teléfono celular y empezaba a dar instrucciones para apurar las diligencias en el domicilio. A las siete y cuarenta y cinco de la mañana del día siguiente, mientras Guzmán y Jiménez recién llegaban a la brigada del crimen, el capitán Gebauer ya los esperaba en la puerta de la oficina del inspector, de pie y con una carpeta con el logo de Carabineros en una esquina. En cuanto lo vieron los detectives apuraron el paso. —Buenos días inspector, buenos días detective—dijo Gebauer, cuadrándose frente a los detectives—. Acá está toda la información que pude recabar de la teniente, ordenada cronológicamente, y separadas por actividades recurrentes y esporádicas. En la última página incluí el número de mi celular personal, cuando tengan alguna

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información que yo pueda saber, o si hay algo más en que los pueda ayudar, avísenme. Buenos días. —Este gallo parece milico más que paco—dijo en voz baja Jiménez, mientras veían a Gebauer alejarse con paso marcial hacia la salida de la brigada. Algunos minutos después, los detectives revisaban el informe que les había dejado Gebauer. —Te dije que nos haría una bitácora—dijo Guzmán—, el nivel de detalle es impresionante, le faltó poner los minutos a cada horario no más. —Capaz que hayan sido amantes—comentó Jiménez. —Eso no tiene nada que ver con la investigación Carlos, no nos meteremos en eso—dijo Guzmán, serio—. El tipo nos ayudó con lo que le pedí, ahora tenemos harta información para investigar, y su vida privada no es una de ellas. —Oye, parece que estos tipos no tienen gimnasios propios o buenos convenios, la teniente iba a un gimnasio al otro lado de Santiago—dijo Jiménez, leyendo los datos. —Tienes razón, esa dirección no queda cerca de su casa ni de su trabajo…—dijo Guzmán, quedando de inmediato en silencio. De pronto el inspector reaccionó, tomó la carpeta investigativa y se dedicó algunos minutos a llamar a distintos números que aparecían en diversas páginas. —¿Qué pasa Héctor?—preguntó Jiménez, una vez que Guzmán dejó en la mesa la carpeta y apagó la pantalla de su celular. —Encontraste el factor común que nos faltaba Carlos. Llamé a familiares cercanos de cada víctima, todas iban al mismo gimnasio, y a todas les quedaba a trasmano de sus

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casas y trabajos. Gracias a lo obsesivo de Gebauer y tu revisión, tenemos algo que no es trivial ni azaroso—respondió Guzmán casi sonriendo, mientras copiaba el nombre del gimnasio, la dirección y los teléfonos para investigarlos. —Buenos días detectives—dijo de improviso la fiscal Riveros, asomándose a la puerta de la oficina—. Qué bueno verlos entusiasmados tan temprano en la mañana, y apenas un día después de una jornada maldita como la de ayer. Me encontré hace un rato con el capitán Gebauer, me saludó muy marcial y respetuoso… ¿hay alguna novedad? —Sí, el capitán Gebauer nos dejó la información que le pedí ayer—respondió Guzmán. —Supongo que el dato del gimnasio es para usted, Jiménez—dijo de pronto Riveros—. Después de cómo controló el inspector al capitán del GOPE, dudo que necesite más entrenamiento. —No señora, la verdad es que… —No hay problema detective, es bueno hacer actividad física—interrumpió la fiscal—. Además es un excelente gimnasio, yo voy ahí hace años…

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VII Una bolsa plástica llena de guaipe tirada en el suelo era uno de los tesoros más preciados de esa casa a esa hora del día. Era increíble que esa masa heterogénea de hilos sueltos y enredados fuera capaz de dejar tan brillante el balde de cobre que quedaba vacío en el suelo de la habitación subterránea. El dueño de los baldes frotaba casi en éxtasis el último continente aún vacío, y se regocijaba cada vez que su vista se despegaba de su trabajo de pulido y sus ojos se fijaban en la fila de seis baldes llenos de sangre, que parecían esperar a que se les uniera su último compañero lo antes posible para poder concretar su objetivo. El dueño de los baldes sabía que necesitaba descansar y regenerarse antes de encontrar y dar caza a la víctima final; sin embargo, le costaba controlar las ansias por apurar todo, y sólo lo hacía a sabiendas que un paso en falso a esas alturas del proceso podía ser irreversible y totalmente catastrófico. La fiscal Riveros seguía sin poder convencerse de la evidencia que tenía ante sus ojos. Había leído varias veces el expediente y nunca se había consignado ese dato, al parecer por lo aparentemente irrelevante; sólo después de llamar personalmente a cada familia para corroborar la información conseguida por el inspector Guzmán, pudo aceptar que era cierto, y que tal como había dicho como broma en su momento, ahora se había convertido en una potencial víctima del psicópata.

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—De verdad que no puedo creer esta coincidencia—dijo Riveros, sentada en una de las sillas de la oficina de Guzmán, mientras bebía un café. —No es coincidencia señora fiscal, es la parte que nos faltaba del patrón característico de las víctimas—dijo el inspector—. Supongo que se comunicará con el fiscal regional para dejar la investigación en manos de algún colega y pedir protección policial. —¿Está loco inspector? A mí no me amedrenta ese psicópata, y más aún ahora que me siento más motivada para capturarlo lo antes posible. Además, usted y yo sabemos que no hay sitio que se resista a los ataques de este tipo—respondió Riveros. —No le voy a faltar el respeto discutiendo su decisión señora fiscal, pero si alguna vez necesita algo, tiene mi número y el del detective Jiménez—dijo Guzmán. —Se lo agradezco inspector. Necesito que vaya hoy al gimnasio a ver qué logra encontrar; no creo que sirva de mucho mi visión al respecto por el tiempo que llevo en el lugar—dijo Riveros. —¿Qué tiene de especial ese gimnasio como para atravesar medio Santiago para ir allá?—preguntó Jiménez. —La verdad detective es que no lo sé. Desde que me interesé por hacer actividad física voy para allá, de hecho no recuerdo por qué lo elegí—dijo Riveros, para luego quedar pensativa—. Si lo pienso bien, no sé por qué sigo yendo, cada día el trayecto se hace más y más complicado, con tacos de ida y vuelta… —¿Y tiene ganas de ir?—preguntó de improviso Guzmán. —Sí—respondió la fiscal sin pensar—. Dios santo, ¿qué me está pasando?

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—Señora fiscal, le sugiero que asigne a alguien de su confianza para que le impida ir al gimnasio, aunque usted misma ordene lo contrario. Nosotros vamos de inmediato a ese lugar a ver qué tiene de especial, o de extraño—dijo Guzmán. Guzmán y Jiménez iniciaron el trayecto hacia el sector oriente de la capital, siguiendo las instrucciones del GPS y de la propia fiscal. El viaje fue bastante más largo de lo que parecía, el gimnasio se encontraba en una vieja casona modificada para dichos fines, que estaba ubicada en una pequeña calle de difícil acceso, de un solo sentido, por lo que el camino de vuelta era diferente al de ida. Cuando entraron, los policías se encontraron con una infraestructura anticuada pero funcional y bien cuidada, bastante amplia, con sectores ocupados con máquinas y otros espacios abiertos como practicar algún deporte o actividad grupal. A la hora a la que llegaron, aún no había usuarios en el lugar, y sólo se encontraba un hombre joven en la recepción, que se mostró sorprendido al ver entrar a los detectives con indumentaria institucional y las placas colgando al cuello. —Buenos días, ¿en qué los puedo ayudar? —Necesitamos hablar con el administrador—dijo Guzmán, algo incómodo. —Yo soy, soy hijo del dueño del gimnasio y me encargo de las labores de administración hace un par de años—respondió el joven—. Me llamo Cristián Echaurren, igual que mi padre, y que el gimnasio. —¿Hace cuántos años está el gimnasio acá?—preguntó Jiménez.

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—Mi padre lo inauguró con mis abuelos hace como sesenta años. Todos en mi familia eran deportistas, tanto por parte de madre como de padre; los abuelos habían recorrido el mundo entero y veían que acá en Chile casi no había gimnasios, salvo clubes de boxeo, y decidieron jugársela y convertir la casa destinada para disfrutar su vejez en un negocio familiar. Afortunadamente la jugada les resultó, mis abuelos tuvieron un muy buen pasar hasta el final de sus días, y esto se convirtió en la herencia y la tradición de la familia. —¿Cómo consiguen clientes para que esto se sustente como negocio?—preguntó Guzmán, mientras dos mujeres jóvenes llegaban en autos del año directo al sector de las máquinas. —No conseguimos clientes, llegan solos—respondió Echaurren, recibiendo una mirada incómoda de parte de los policías—. Verán, la mayoría de la gente que viene acá son de la comuna, y son familiares o descendientes de los primeros clientes; de hecho algunas tardes viene mi padre y se encuentra con gente de su edad y sus hijos, y más que hacer gimnasia se dedican a hacer vida social, en esa cafetería que hay allá al fondo. Otros, que vienen de más lejos, han llegado recomendados por los clientes de siempre. Desde que tengo uso de razón no recuerdo que hayamos hecho alguna campaña publicitaria, y los dos años en que me ha tocado administrar el negocio, nunca hemos invertido un peso en difusión del gimnasio. —Y clientes no les faltan—dijo Jiménez. —Para nada. Gracias a dios siempre llega gente nueva, y una vez que llegan rara vez se van. El lugar les gusta porque cuidamos los detalles desde la perspectiva del negocio familiar, más que el enfoque del deporte de moda

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o la tendencia deportiva en boga. Siempre nos actualizamos, pero como le decía recién, no hacemos publicidad—respondió Echaurren. —¿Ustedes manejan fichas o registros de sus clientes?—preguntó Guzmán—. Necesitamos revisar lo que tengan de siete clientes, por orden de la fiscalía oriente. —Claro, no hay problema, los datos que manejamos son escasos pero están a su disposición de inmediato—respondió Echaurren—. Cuando me hice cargo de la administración lo primero que hice fue digitalizar la información, así que pueden revisar lo que necesiten en esa terminal, sólo con los números de carnet de identidad de los usuarios inscritos. Y bueno, si necesitan llevarse el computador tampoco es problema, tengo todo respaldado en un disco externo. Jiménez se sentó frente a la terminal del computador y empezó a revisar al azar las fichas de los clientes, hasta dar con la base de datos central, donde pudo tener una visión general del número de usuarios, sexo, horarios, anotaciones, domicilios, y otros datos consignados en claves sin referencias. Con el mismo software hizo cruces de información para caracterizar en grupos a los clientes, y una vez que tuvo una idea general a la vista y la pudo imprimir, buscó las fichas de las víctimas del psicópata, además de los datos disponibles de la fiscal Riveros. Finalmente copió en un pendrive la base de datos y los informes evacuados, para seguir trabajando con ellos en la brigada de homicidios, y con ayuda del personal de la brigada del cibercrimen buscar aquellos detalles ocultos a la vista de un aficionado como él.

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—Pareces en tu salsa, Carlos—dijo de pronto Guzmán. —Estuve jugando un rato con los datos antes de copiarlos—respondió Jiménez—. El administrador se esmeró en esta pega, parece que es lo que estudió porque la base es bastante completa. Debo preguntarle por algunas letras que hay en algunos casilleros dentro de la planilla al lado del nombre de cada usuario. Hay varios fáciles de entender, horarios de entrada y salida, fechas de pago, atrasos, moras, pero hay otras que son sólo letras que se repiten en varios de los clientes. —Mientras tú jugabas en el computador ese, me di una vuelta por las instalaciones—dijo Guzmán, aún con cara de incomodidad—. Esta cosa es enorme, hacia el fondo hay piscina, multicanchas, canchas de tenis, unas casitas con muros de vidrio con viejas haciendo yoga. Si hasta un dojo de artes marciales tienen al lado del muro colindante. —Oye, antes que se me olvide, ¿qué… —¿Cómo les fue, detectives?—dijo el administrador, interrumpiendo a Jiménez. —Bien para empezar, aunque ya tengo algunas preguntas que hacerle—respondió Jiménez, girando la pantalla hacia un sorprendido Echaurren al ver su base de datos desplegada—. Hay mucha información que es fácil de interpretar, fechas, montos, plazos, horarios, pero no sé qué significan esas letras que se repiten en los clientes. —Esas son claves que asignó mi padre—dijo Echaurren—. Se refieren a las diversas actividades que se realizan acá. Algunas llevan una sola letra cuando la inicial de la actividad es única, por ejemplo “f” de futbolito, otras las dos primeras si la inicial es compartida, como ve acá en “pe” de pesas y “pi” de piscina. Las de la siguiente columna se refieren a características de personalidad de los

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usuarios que nos son útiles para facilitar la interacción de nuestros empleados con los clientes, y a veces para evitar roces entre clientes. Ese que está marcado con “o” es odioso, estos que aparecen con “s” son los solitarios, aquellas que están con “c” son conversadoras. No sé de dónde sacó la idea, pero al menos acá en la sala de pesas, máquinas y entrenamiento funcional, los solitarios agradecen estar agrupados consigo mismos, y las conversadoras ya llegan y se van juntas. Supongo que le idea debe ser importada de algún gimnasio de otra parte del mundo. —Qué interesante idea, y qué raro que no se las hayan copiado—dijo Guzmán. —Señor Echaurren, ¿qué significa en esta columna la “b”?—preguntó Jiménez, dejando desconcertado al administrador. —Ehh… no me había fijado en esa clave… ni idea qué significará, deberé preguntarle a mi padre cuando lo vea… no, no se me ocurre qué pueda ser—dijo Echaurren—. Pero son pocas fichas, menos de diez por lo que alcanzo a ver. —Le agradeceré que en cuanto tenga el dato me lo informe—dijo Jiménez. —Señor Echaurren, gracias por la información, cuando tengamos alguna duda nos comunicaremos con usted, acá están nuestros números telefónicos. Buenos días—dijo Guzmán, saliendo a toda prisa del lugar. Los detectives volvieron al móvil. Antes de encender el motor, Jiménez miró fijamente a Guzmán.

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—De nuevo y antes que se me olvide, a ti te pasó algo en ese gimnasio, ¿fue esa cosa del mal olor de la gente mala?—preguntó Jiménez. —Sí, pero no era de ninguna persona en especial. Recorrí todo el terreno, y sólo hasta que pasamos la reja desapareció el mal olor—respondió Guzmán, pensativo.

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VIII Dos días después, los peritos de informática de la PDI tenían una caracterización total de la base de datos del gimnasio. Dentro de todo, destacaba que no había más factores comunes en las fichas de las seis fallecidas que la edad, que en ninguna parte aparecía estipulado que eran zurdas, y que sólo en sus columnas de datos aparecía la misteriosa letra “b”. Jiménez había tenido la precaución de quitar de la base de datos la información de la fiscal, para que nadie salvo ellos se enterara que también en su casillero aparecía dicha letra. Salvo ello, sus domicilios, profesiones, historias familiares, económicas y personales eran demasiado divergentes para establecer un patrón útil a seguir; sin embargo, ambos policías tenían claro que la siguiente víctima sería Riveros, así que tenían que ver de qué modo proteger a la fiscal para poder seguir con cierta tranquilidad las pericias y ubicar al asesino antes que subiera el número de víctimas, y que la prensa tuviera ahora a una suerte de mártir en el poder judicial, y a un chivo expiatorio en la PDI. Justo en ese momento la fiscal apareció en la puerta, con una maleta con su notebook. —¿Cómo están detectives, han avanzado algo en su trabajo?—preguntó Riveros. —Buenos días señora fiscal—respondió Guzmán—. Ya recibimos el informe de informática, y llegamos a la conclusión casi con cien por ciento de certeza que la siguiente víctima es usted. —Yo también creo lo mismo, detectives—dijo la fiscal, sorprendiendo a los policías—. Yo también hice mi parte en la investigación, y encontré algo más rebuscado que ser

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zurda menor de 45 años e ir a un gimnasio alejado de todas partes. —¿Más rebuscado que tener una letra “b” en su ficha y que nadie sepa qué significa?—preguntó Jiménez. —Tanto así, que tengo una teoría acerca del significado de esa inicial—respondió Riveros, dejando perplejos a los policías—. Verán, después de ver las pocas cosas que tenemos en común y la enormidad de cosas en que no nos parecemos en nada con las víctimas, empecé a investigar detalles raros, a ver si existía otra regla general. Pues bien, lo primero con que di, es que incluyéndome, ninguna de las víctimas seguía alguna religión. —¿Todas ateas?—preguntó Jiménez, intrigado. —No tan solo respecto de religiones occidentales tradicionales, sino de ninguna religión o pensamiento filosófico oriental o de origen poco conocido—respondió Riveros—. De hecho al entrevistar a algunos familiares, me dijeron que tampoco pertenecían a alguna secta o grupo de pensamiento esotérico, ni de ninguna índole. —¿Y eso no ocasiona problemas en el entorno familiar?—preguntó Guzmán—. No sé si en su caso pueda ser distinto, señora fiscal. —Pregunté lo mismo en todos los casos, justamente pensando en mi historia familiar, y ahí surgió otra coincidencia más—dijo Riveros—. Ninguna de las familias ha tenido religión, al menos hasta donde tienen memoria. De hecho en tres casos las personas con que me contacté preguntaron a sus abuelos, y ninguno tenía memoria de haber ido o visto ir a algún familiar a algún tipo de culto o ceremonia. Para terminar de convencerme llamé a la abuela que me queda viva, y la señora me aseguró que ni sus padres ni sus abuelos tenían religión, y

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que salvo curas intrusos, nunca se tocó el tema en la familia. —Eso igual debe haber generado conflictos al querer casarse, o en la crianza de los hijos—dijo Jiménez. —Bueno, no sé si fue algo espontáneo, conversado, o decidido, pero no hay religiosidad en ninguno de los antepasados, detective—dijo la fiscal—. No es una sola línea familiar, son todas. Nuestros árboles genealógicos son ateos en su totalidad desde tiempos inmemoriales. —Como si se hubieran buscado para mantener la falta de religiosidad en la familia—dijo Guzmán—. De todos modos, si pensamos que la religión casi siempre se hereda, no es raro que la tradición atea también pueda pasar de generación en generación. Es más raro que heredar la religión, pero no suena tremendamente improbable. —Matemáticamente es casi una locura—comentó Jiménez—. La víctima, dos padres, cuatro abuelos, ocho bisabuelos, dieciséis tatarabuelos y así hacia atrás… me falta gente o me sobran generaciones. —No había pensado en eso detective, buen punto, tal vez deba investigar un poco más dónde se originó todo esto, tal vez sea un par de siglos, no más…—dijo la fiscal, pensativa. —De todos modos queda claro que no es coincidencia, que es otro factor común más dentro del patrón de las víctimas, y que siguiendo dicho patrón la siguiente persona en la lista sea la fiscal—dijo Guzmán—. Señora Riveros, necesito volver a pedirle que delegue el caso en otro profesional para velar por su seguridad. —Gracias por la preocupación inspector, pero ya hablamos el tema—respondió Riveros, poniéndose de pie—. Debo seguir revisando los cabos sueltos de las

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historias familiares, a ver con qué otra sorpresa me encuentro. Por mientras necesito que sigan investigando el gimnasio y a sus dueños, siento que algo nos falta por aclarar en ese lugar, que haya hecho confluir a todas las víctimas en el lugar. —Señora fiscal, disculpe la indiscreción—dijo de improviso Jiménez—. Usted dijo cuando llegó que tenía una teoría respecto del significado de la letra “b” en los casilleros de sus datos, y no me puedo quedar con la duda, ¿qué cree usted que significa? —Bruja—respondió a secas Riveros —Bruja—repitió de inmediato Guzmán, quedando de blanco de las miradas de Jiménez y Riveros—. No hay ninguna otra palabra que englobe mejor a una mujer, zurda y atea, para una mentalidad fundamentalista religiosa de tres siglos atrás, cuando la iglesia gobernaba medio mundo. Lamentablemente no es explicable en una planilla informática de un procesador del siglo XXI. —¿Tiene otra teoría acaso, inspector?—preguntó Riveros. —No, estoy completamente de acuerdo con usted—respondió Guzmán, cabizbajo—. Ese es el problema.

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IX Albertina Riveros descansaba tomando un baño caliente con sales aromáticas en la tina de su baño. Ese fin de semana su hijo estaba con su ex esposo, por lo que ella podía darse el escaso lujo de disfrutar del silencio y la tranquilidad en su propio hogar. Su mente seguía divagando en los avances de la investigación, que habían sido exiguos las últimas semanas, pero que habían servido para confirmar sus sospechas. Luego de recurrir a peritos bibliotecólogos e historiadores, logró dar con un antecedente sorprendente: en todas las líneas familiares de las víctimas, durante el siglo XVIII y principios del siglo XIX, había habido sospechas de brujería en al menos una de las mujeres del árbol genealógico; inclusive en dos de los casos hubo procesos instruidos por la inquisición, que no llegaron a ninguna sentencia. Por su parte ella investigó por sus medios a su propia familia, encontrando en una de las mujeres el mismo antecedente, sin que hubiera en ese caso registro de proceso, sino sólo denuncias en una iglesia en 1801 que nunca fueron investigadas por el tribunal eclesiástico. Para Riveros no había lugar a dudas, el psicópata debía saber eso, y por eso las buscaba tan directamente: necesitaba la sangre de descendientes de brujas sin relación con ninguna religión. Ahora les faltaba encontrar para qué quería toda esa sangre, y cuál era la relación con el gimnasio, que era a lo que estaban abocados Guzmán y Jiménez. En ese instante la temperatura del agua, la sensación de las sales en su piel y en su nariz y el silencio casi absoluto de su departamento empezaron a hacer efecto en su estado de conciencia.

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Riveros despertó bruscamente en su tina, asustada por un golpe que sintió en la puerta de entrada. Cuando empezaba a incorporarse en el baño para poder cubrirse con una toalla y salir a ver qué pasaba, la puerta del lugar se abrió violentamente, y una mano se apoderó de su cuello, asfixiándola rápidamente al punto de hacerla perder las fuerzas y parcialmente el conocimiento, cayendo de espaldas a la tina y dejando su cabeza totalmente sumergida; unos pocos segundos después, sintió una fuerte presión en uno de sus tobillos y un incómodo roce en su espalda: estaba siendo arrastrada a su dormitorio. Mientras yacía en el suelo alfombrado de su habitación y su mente intentaba reconectarse con la realidad, alcanzó a divisar una silueta baja, muy ancha, con una gran joroba en su espalda, que de improviso desapareció, para luego dejar en el suelo una especie de balde que resplandecía con la luz de una de sus lámparas. De su espalda sacó ahora una especie de estaca metálica opaca larga con una cadena y cordones colgando de sus extremos, y sin mediar esfuerzo aparente saltó hacia el techo y clavó la estaca metálica completa, dejando sólo visible la argolla con la cadena y las amarras: ahora que su cabeza estaba más activa, comprendió que estaba ad portas del final de su camino. La silueta se acercó a Riveros y la tomó por uno de sus tobillos, sin que la mujer intentara oponer resistencia. De pronto tres golpes secos se escucharon a sus espaldas, haciendo que la silueta la soltara y girara rápidamente, para abalanzarse sobre alguien que se encontraba en la puerta de entrada del dormitorio. La mujer logró

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enderezarse y apoyar su espalda contra el muro, alcanzando a distinguir al capitán Gebauer siendo golpeado con ira por el pequeño atacante, quien aguantaba estoico la interminable golpiza. De pronto, Gebauer logró hacerse de nuevo de su pistola gracias a la correa que lo ataba a ella, y percutó dos tiros que no hirieron a la silueta, pero que lo descompensaron sobremanera: las dos balas provocaron cuatro perforaciones en el balde de cobre, dejándolo inutilizado. En ese instante la silueta se descontroló, levantó en el aire a Gebauer y lo lanzó contra uno de los muros de la habitación, dejándose oír una especie de crujido y un quejido ahogado de boca del capitán; en el instante en que la silueta se disponía a atacar de nuevo al capitán, un golpe como de madera se escuchó a sus espaldas, seguida de un grito de dolor indescriptible y de la huida de la silueta, no sin antes recuperar su balde y su mochila. Antes de desmayarse, Riveros vio cómo alguien de ropa azul cubría su aún desnudo cuerpo con una frazada. Poco antes de terminar el turno del viernes, Guzmán y Jiménez seguían tratando de armar el rompecabezas en que se había convertido el caso del psicópata. A esas alturas de la investigación, el sentimiento que los embargaba era de frustración, pues la fiscal había logrado grandes avances respecto del descubrimiento de antecedentes históricos fidedignos de la historia familiar de todas las víctimas con mujeres sindicadas en su momento como brujas, y ellos no habían logrado ningún avance que explicara cuál era el papel del gimnasio o sus clientes en los sucesos acaecidos. Guzmán estaba particularmente molesto, al saber que algo malo había en

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el lugar y no poder identificarlo: un par de veces se había dado el trabajo de ir de madrugada al lugar y entrar burlando el precario sistema de alarmas, y en ambas oportunidades la sensación de mal olor aparecía en cuanto entraba a los límites del terreno y desaparecía al salir de éste. Por su parte, pese a la certeza del significado de la letra “b” en las fichas del gimnasio, habían vuelto a consultar al administrador, quien se había comunicado con su padre que andaba de viaje en Europa y no recordaba el significado de la letra; en esos momentos la esperanza que les quedaba era interrogar al dueño del negocio cuando volviera al país, a ver si en persona lograban conseguir información útil respecto de la letra y del origen de la casa. —Héctor, no creo que con leer de nuevo los papeles de la propiedad encuentres algo que hayas pasado por alto—dijo Jiménez. —Sé que tenemos que haber pasado por alto algún detalle Carlos—respondió Guzmán—. Es todo demasiado normal para el olor de ese terreno, algo tiene que haber. —Pero si no está en los documentos del conservador de bienes raíces, ¿dónde más puede estar, en archivos nacionales? —Si esa es la opción que queda, habrá que hacerlo. Tal vez haga lo mismo que la fiscal, consultar bibliotecólogos o historiadores a ver si hay algún registro del origen de ese terreno que date del siglo XIX—dijo Guzmán. En ese instante el celular de Guzmán sonó una vez, y de inmediato el llamado se traspasó al teléfono de la oficina, tal como había programado que sucediera cuando se

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encontrara en la brigada. Guzmán apretó el contestador con altavoz, y antes de alcanzar a saludar se escuchó la voz agitada del capitán Gebauer: —Guzmán, un sospechoso con todas las características conocidas del psicópata acaba de entrar al edificio de la fiscal Riveros y de golpear al conserje, quien perdió el conocimiento. Necesito apoyo urgente. Guzmán y Jiménez salieron raudos en el móvil con balizas y sirenas encendidas, esquivando vehículos a una velocidad vertiginosa para tratar de salvar a la fiscal, y de paso evitar que desde el punto de vista mediático el caso se les escapara de las manos. En cuatro minutos los detectives llegaron al edificio, en donde dos o tres residentes trataban de reanimar al aturdido conserje en la portería del lugar; sin fijarse demasiado, ambos policías tomaron el ascensor, dentro del cual Jiménez sacó su arma de servicio, pasando de inmediato la bala a la recámara, mientras Guzmán hacía lo propio y a la vez sacaba y extendía su vara. —Mantente detrás de mí, si Gebauer no volvió a avisar, es porque el sospechoso se le fue en collera—dijo el inspector, al momento que se abría la puerta del ascensor. Los detectives no necesitaron buscar el número del departamento, pues al fondo del pasillo había una puerta arrancada de cuajo desde donde se dejaban oír ruidos de golpes y quejidos. Justo a mitad de trayecto entre ascensor y puerta, dos disparos de pistola semiautomática se oyeron, haciendo que ambos detectives apuraran el paso

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apegados a uno de los muros. Al entrar, Guzmán vio una silueta de no más de un metro sesenta en la puerta del dormitorio del departamento, distinguiéndose al fondo el cuerpo de un uniformado con su arma en la mano al lado de una mujer desnuda. Casi sin pensar el inspector se lanzó sobre la silueta con la vara en su brazo flectado, descargando un violento golpe con todas sus fuerzas en el flanco derecho del torso, que hizo que la silueta gritara y se retorciera de dolor, y que de inmediato corriera a rescatar un balde de cobre que había en el suelo para luego lanzarse por la ventana al vacío. Mientras Jiménez tomaba una frazada de la cama para cubrir el cuerpo de la fiscal Riveros, quien justo en ese instante se desmayó, Guzmán miró a la calle sin ver rastros del esperable cuerpo que debería verse en el suelo luego de tamaña caída, para luego ir a revisar a Gebauer, quien parecía no poder moverse y respiraba con evidente dificultad. Antes de perder el conocimiento presa del dolor, y mientras se escuchaban de fondo las sirenas de ambulancias, carabineros y PDI, el capitán, susurró: —Nos salvaste la vida, rati huevón…

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X Albertina Riveros despertó bruscamente en la habitación; sólo después de algunos segundos se dio cuenta que no estaba en su departamento ni con su ropa, que la botonera y el barandal de su cama correspondían a un catre clínico, y que su vida no corría peligro inmediato. Luego de adecuar su vista a la baja luminosidad del lugar, descubrió dónde encender una luz para poder encontrar el botón para que alguien fuera a verla y avisar que estaba consciente. A los veinte segundos de tocar el timbre, la puerta se abrió lentamente, dejando ver un policía armado hasta los dientes como custodio, quien dejó pasar al personal que revisó sus signos vitales y su nivel de consciencia, para autorizar el paso de los detectives y avisar a su familia que se encontraba en buenas condiciones generales. —Guzmán, Jiménez, qué bueno verlos, me salvaron la vida—dijo Riveros con voz baja producto de los tranquilizantes y analgésicos. —El capitán Gebauer fue el verdadero héroe de la jornada señora fiscal—dijo Guzmán—. Gracias a lo obsesivo que es y a su deseo de venganza, se dedicó a vigilar sus pasos y estuvo en el momento y lugar adecuado. Si no fuera por él… —Aún recuerdo a Gebauer siendo golpeado por esa bestia… luego lo lanzó contra la muralla y el pobre igual quería seguir defendiéndome… por favor, díganme que está bien… —Por lo que nos dijeron salió de pabellón hace poco, tuvieron que reparar varias fracturas—dijo Jiménez—. El

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tipo tiene un aguante increíble, el psicópata le quebró huesos que ni sabíamos que existían. —¿Qué haremos ahora?—preguntó Riveros. —Haremos es mucha gente—respondió Guzmán—. Usted está oficialmente fuera del caso, pasó a ser víctima y testigo, así que el fiscal regional designó a alguien con dedicación exclusiva. La mantendremos informada del caso, pero de modo extraoficial. Su trabajo es recuperarse y seguir las instrucciones del equipo de seguridad que le asignaron, señora Riveros. Guzmán y Jiménez salieron de la habitación. Justo en ese instante una cara conocida apareció frente a ellos. —¿Ustedes otra vez? ¿Acaso no hay más detectives en la brigada del crimen?—dijo el fiscal con dedicación exclusiva Patricio Ortega—. ¿Detrás de qué están ahora, un fantasma, un elefante rosado, qué? —Un psicópata que lleva seis homicidios consumados, y uno frustrado contra una fiscal de la república y un capitán del GOPE de Carabineros—respondió Guzmán al fiscal con que habían investigado el caso conocido como el “ángel negro”. —Conozco el caso Guzmán, sólo quería hacerles una broma, pero parece que el humor no es uno de sus mejores sentidos—dijo Ortega—. Ya tengo en mi poder la carpeta investigativa, supongo que en un par de días me reuniré con ustedes para que me aclaren algunas dudas y empecemos a trabajar como corresponde. Buenas noches señores.

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Guzmán caminó cabizbajo hacia la salida del piso, para dirigirse a la UCI a ver si lograba obtener información del estado de salud de Gebauer. Jiménez caminaba a su lado en silencio. —¿Qué te parece que asignaran a Ortega al caso, crees que nos dará problemas? —No me interesa Ortega, me interesa que no maten a Riveros y que Gebauer nos cuente qué onda con la bestia que casi lo mató—respondió Guzmán—. Ortega es conocido, le gusta resolver los casos rápido y sin meterse en lo que no entiende. Creo que dentro de los males, él es el menor. Luego de un par de consultas y de conversar con el comandante a cargo de la seguridad de la UCI y con el médico tratante, Guzmán consiguió autorización para hablar un par de palabras con Gebauer. Cuando entró a la habitación, encontró al capitán con varias gasas pegadas a distintas partes de su cuerpo, la ropa de cama levantada con algún tipo de armazón para que no rozara su piel, y sendos yesos en ambos brazos. —Ese huevón tiene más fuerza que tú, Guzmán—dijo de la nada Gebauer—. Nunca en mi puta vida, ni para el entrenamiento, ni en alguna misión, ni en peleas de borrachos me habían sacado la chucha del modo en que lo hizo ese petiso de mierda. Me duele hasta el pelo. —¿Viste algo que nos pueda servir para identificar al psicópata?—preguntó Guzmán. —Entré disparando… estoy seguro que acerté los tres tiros en su espalda, debe haber llevado chaleco antibalas o

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algo así… ¿sabes? , no lo calificaría como psicópata, era como una bestia salvaje sin control, fuerza descontrolada, instintivo más que pensante, por eso me fracturó los brazos y las piernas, logré bloquear todos los golpes con las extremidades. —¿Cómo se te ocurrió lo de dispararle al balde, Gebauer? Eso fue una genialidad—dijo Guzmán. —Fue desesperación—respondió el capitán—. Logré de suerte recuperar el arma con la correa de seguridad, y como los primeros tres tiros no le hicieron nada, no se me ocurrió otra cosa que darle a esa huevada que tanto protege esa mierda… chucha, ese azote contra la muralla sí que me cagó, me pegué en el borde del marco de la puerta del clóset en plena espalda, y me paralizó varios segundos, casi no podía ni respirar. —Eres rudo Gebauer—comentó Guzmán—. Ahora trata de recuperarte, siempre es útil tener a alguien rudo y bien entrenado de nuestro lado. —Oye rati, no te hagas el huevón—dijo Gebauer, cuando Guzmán se acercó a la puerta para salir—. ¿Con qué le diste a esa bestia para que chillara como niñita y arrancara sin dar más pelea? —Con un palo—respondió Guzmán. —Sí claro, resiste tres balazos y arranca por un palo, te lo creo—dijo Gebauer, recostando su cabeza en la almohada. —Mejórate luego, paco porfiado—dijo Guzmán, para luego agregar—. Ah, por si te sirve para el ego los peritos encontraron cinco vainas en la alfombra y sólo dos proyectiles en la puerta del closet, efectivamente acertaste los tres disparos que le hiciste.

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Guzmán salió de la UCI nuevamente cabizbajo, la investigación no estaba arrojando frutos, y si el psicópata decidía atacar el hospital institucional, la cantidad de bajas sería enorme. Ahora sólo le quedaba esperar que la reparación del balde le tomara un tiempo al asesino, y que el golpe en las costillas le hubiera causado algo más que simple dolor. Antes de despachar a Jiménez para que se fuera a descansar, revisó su inflamada muñeca derecha, resentida luego de golpear a la bestia. En un subterráneo del sector oriente de Santiago, la ira contenida enrarecía el aire. Seis baldes de cobre brillante esperaban en fila a que el séptimo estuviera lleno para poder hacer aquello para lo que se les había fabricado. Al otro lado de la habitación, el dueño de los baldes calentaba una pequeña fragua para tratar de cerrar los cuatro agujeros que le habían hecho a punta de bala al continente vacío y por ahora inutilizable, a punta de martillo y yunque al cobre caliente. Si quería que todo resultara bien no podía agregar otro metal al material original, pues ello lo dejaría inútil para siempre, y sin posibilidad de concretar su misión al no existir reemplazo posible. En cuanto empezó a martillar el metal al rojo vivo sobre el yunque, recordó que había algo que no se podría reparar sino hasta que todo estuviera consumado; por mientras, no le quedaba más que aprender a convivir con el primer dolor físico de su vida que no había sido capaz de controlar ni superar, sin siquiera tratar de entender cómo un humano había sido capaz de provocárselo con algo que parecía una simple vara de madera.

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XI Dos días después del ataque a la fiscal Riveros, la brigada del crimen de la PDI y el fiscal Ortega trataban de mantener el caso bajo otro rótulo para los medios de prensa y así evitar el juego de especulaciones, y la posibilidad que el sospechoso se enterara por televisión de eventuales avances en el caso. Los detectives sentían que tendrían algo de tiempo para seguir ordenando la historia, pues Ortega se había comunicado con ellos para avisarles que no alcanzaría a leer todo el expediente en menos de una semana, y era casi seguro que el psicópata no sería capaz de atacar en el Hospital de Carabineros a Riveros, máxime con el balde inutilizado y con la lesión que le provocó Guzmán en el enfrentamiento. Si todo seguía un curso ideal, tendrían cinco días para dedicarse a aclarar sus dudas respecto del gimnasio, y uno o dos meses antes que el psicópata volviera a atacar. Jiménez revisaba nuevamente los papales de la propiedad, a ver si encontraba algún registro que les sirviera para descubrir algo que les aclarara la relación de las víctimas con ese lugar. Hasta donde había logrado averiguar, el terreno había sido heredado por la familia desde el siglo XIX, pues todos los registros a partir del 1900 ya venían con el apellido Echaurren. Esa mañana el detective se dirigió nuevamente al conservador de bienes raíces para ver si existían registros anteriores que se relacionaran con los antepasados de las víctimas, y así descubrir algo que sirviera para encontrar al psicópata antes que volviera a atacar.

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Guzmán se encontraba a mediodía en un restaurante a pocas cuadras de la brigada, almorzando en una mesa al fondo del local con una sola silla, pues necesitaba algo de soledad al menos una vez al día para tratar de limpiar su mente del trabajo y de la vida diaria. Cuando se aprestaba a pedir la cuenta, Jiménez apareció con una silla para sentarse rápidamente a su lado. —Ya conozco tu escondite secreto—dijo Jiménez, sonriendo. —Que no tiene nada de secreto—respondió Guzmán—. ¿Encontraste algo nuevo, Carlos? —Más bien algo viejo. Me metí a los archivos históricos del conservador, y me encontré con que el terreno le fue traspasado a la familia Echaurren en 1884 por un señor de apellido Intzaurren, terrateniente de origen vasco cuya familia llegó a Chile en 1820, una vez acabadas las hostilidades con España por la guerra de independencia. Por lo que logré averiguar, esta familia no proviene de la parte actualmente española de las provincias vascas, sino del nororiente de los Pirineos, en Francia. Tal vez por eso no hubo problemas a su llegada en esa fecha. —¿Conseguiste alguna copia de esos papeles?—preguntó Guzmán mientras pagaba. —Son documentos antiguos digitalizados, conseguí una copia en pdf que cargué en un par de pendrives de todos los registros existentes de esa familia—respondió Jiménez—. Vengo de la brigada, así que ya está todo respaldado en el disco duro de nuestros computadores. —¿Nuestros? ¿Y cómo se supone que accediste al mío si está con clave?

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—Héctor, te he dicho una y mil veces que tus iniciales y tu año de nacimiento no son una buena clave—respondió el detective. Media hora más tarde ambos detectives revisaban los detalles del documento digitalizado. De tanto en tanto alguna sonrisa escapaba de sus rostros al ver los cambios ortográficos y gramaticales en poco menos de ciento cincuenta años, y se sorprendían al ver la calidad del trabajo caligráfico de ese entonces. —Acá hay algo interesante—dijo de pronto Guzmán—. El documento no menciona montos en ninguna parte, y efectivamente como dijiste define la transacción como “traspaso”. —¿Y qué tiene de raro? Tal vez había una deuda entre ellos y el terreno sirvió como parte de pago, recuerda que en esa época la palabra empeñada valía—dijo Jiménez, sin dejar de leer. —Si así fuera, hubiera quedado estipulado en alguna parte. Además, el terreno es enorme, no es algo que regalarías, y si fuera por una deuda, sería realmente alguna cantidad exagerada… dame un segundo, deja revisar algo por internet, tengo una corazonada respecto del apellido del dueño—dijo Guzmán, para luego empezar a digitar algunas palabras en su teclado; pasados algunos segundos, empezó a sonreír en silencio. —Parece que le achuntaste a la corazonada, ¿qué pasó con el traspaso?—preguntó Jiménez. —Al parecer no hubo tal traspaso, sino más bien una herencia—respondió Guzmán, dejando algo perplejo a Jiménez—. Según encontré en internet, Echaurren es una

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castellanización de Intzaurren. Al parecer es el mismo apellido. —¿Y por qué lo habrán castellanizado? —Tal vez para despistar u ocultar algo—dijo Guzmán—. Lo que pasa con ese terreno tiene algo que ver con el terrateniente vasco. Guzmán y Jiménez aprovecharon los tres días restantes antes de la entrevista con el fiscal para reunir toda la información que pudieran acerca de la historia de los apellidos vascos con que se habían topado. Los resultados de la investigación dejaron a ambos detectives sorprendidos y complicados, al tener que explicarle el tema a un fiscal que rehuía todo aquello que no tuviera explicación lógica; sin embargo, las conclusiones a las que llegaron seguían la lógica de los descubrimientos previos, por lo cual sólo debían cuidar la interpretación que le darían a los datos. Justo en la fecha comprometida, el fiscal Ortega llegaba a las ocho de la mañana en punto a la brigada del crimen para interiorizarse de las novedades que se deberían incorporar a la carpeta investigativa. —Buenos días detectives. Antes de comenzar quiero informarles que la fiscal Riveros ya fue dada de alta, y que se encuentra en un lugar protegido con custodia policial las 24 horas del día hasta que demos con el asesino. Por otro lado el capitán Gebauer fue derivado a su domicilio, y según me informó él mismo, estará enyesado durante un mes, luego de lo cual iniciará su rehabilitación. Interrogué a ambos ayer y anteayer, y les envié a sus mails la transcripción de dichas declaraciones, por si las necesitan para el trabajo que estamos desarrollando. Estuve leyendo

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los últimos apuntes de la fiscal Riveros, y me encontré con factores comunes a las seis víctimas que parecían tener que ver con casos de brujería en sus árboles genealógicos de hace un par de siglos atrás. Obviamente decidí excluir dichos factores por hallarlos fuera de todo orden respecto de la investigación actual, hasta que pericié el computador de la propia fiscal, y me encontré con una serie de archivos que confirman fehacientemente que ella encaja perfectamente en el perfil de las víctimas, incluyendo dichos datos. ¿Ustedes estaban al tanto de esto? —Sí señor, está dentro de la información que manejamos—respondió Guzmán—. Es por ello que consideramos a este asesino como un psicópata, por lo rebuscado en la elección de las víctimas y por el modus operandi. Creemos que la extracción de casi la totalidad de la sangre de todas las víctimas y el antecedente de la presencia de mujeres sindicadas como brujas en sus antepasados tendría que ver con la utilización de dicha sangre en alguna suerte de ritual, con algún objetivo que aún no somos capaces de dilucidar. —Suena racional en el contexto de la irracionalidad de estos homicidios—comentó Ortega—. Hay un dato que aún me hace ruido en la declaración de Gebauer, y tiene que ver con la reacción del sospechoso cuando el capitán le disparó al balde donde recogería la sangre. —Pensamos que ello está dentro del ritual que sigue el psicópata—dijo Jiménez. —¿No han pensado en que el sospechoso puede pertenecer a la comunidad gitana?—preguntó Ortega, dejando en silencio a los detectives—. Piénsenlo, los gitanos son expertos en trabajar el cobre, y ellos creen en esto de la magia y la brujería.

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—Nosotros avanzamos en la investigación respecto del gimnasio al que todas las víctimas asistían, y encontramos alguna información que va por otra línea—respondió Guzmán, pensativo. —Bueno, los escucho—dijo Ortega, mientras se servía un café. —Estuvimos investigando la historia de los dueños de la propiedad donde está el gimnasio, y nos encontramos con que hubo una situación anómala en 1840—empezó a relatar Guzmán—. En esa fecha aparece un traspaso de los derechos de la propiedad que no resultó ser tal, sino una herencia con cambio de apellido del heredero o receptor del terreno, quien castellanizó su apellido real de ascendencia vasca por el actual de la familia. A partir de ahí buscamos información respecto de los orígenes de dicho grupo familiar, y nos encontramos con una serie de procesos eclesiásticos formales e informales en la nación vasca entre los siglos XVI y XVII, algunos de los cuales están documentados por la inquisición, y otros que sólo figuran en registros históricos y actas de iglesias locales, relacionados con actividad de presuntas brujas. —Que salen de nuevo al baile—comentó Ortega, con cara de desagrado. —Tal es la importancia de la historia de la llamada “brujería vasca” por algunos historiadores, que la palabra aquelarre es de origen vasco—dijo Jiménez—. Según las fuentes que investigamos, viene de “akerra” que es macho cabrío, y “larra” que significa prado. —El prado del macho cabrío—concluyó Ortega. —Y como usted debe saber, el macho cabrío es una de las manifestaciones culturales más conocidas del demonio—agregó Guzmán—. Bueno, como habrá visto en el

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expediente, uno de los factores comunes a todas las víctimas es la ausencia de tendencias religiosas; pues bien, descubrimos que esta familia Echaurren tampoco tiene relación con religiones formales. —¿Por qué dijo religiones formales, inspector? ¿Acaso sí tienen historia de alguna secta o algo parecido?—preguntó de inmediato Ortega, atento al relato. —Lo que descubrimos es que hasta antes del viaje de los abuelos del administrador por el mundo, la casa que construyeron en el terreno se ocupaba para hacer reuniones nocturnas los fines de semana—respondió Guzmán—. Según registros policiales, hubo muchas denuncias respecto de desaparición de mascotas de los vecinos del sector por allá por 1948, que nunca pudieron relacionarse con la familia Echaurren. Junto con ello, también hubo denuncias por ruidos molestos, que no pasaron a mayores. En 1954, un año antes que se inaugurara el gimnasio, hubo una denuncia muy extraña, anónima, acerca de la casa de los Echaurren. En ella una persona relataba que las reuniones de los fines de semana eran algo así como misas satánicas dirigidas por el abuelo del administrador actual del gimnasio, que en ellas regularmente se sacrificaban animales del sector o traídos por los asistentes… —Qué conveniente la relación de los hechos—interrumpió Ortega, en tono sarcástico. —Falta la guinda de la torta, señor fiscal—agregó Guzmán—. Dicha persona relató que durante seis años seguidos, entre 1948 y 1953, al menos una vez al año se hicieron sacrificios humanos en el lugar, que todas las sacrificadas eran niñas, hijas de algunos de los asistentes a las misas. Además declaró que hizo la denuncia porque su

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hija debía ser la séptima víctima, cosa a la cual obviamente se negó. El caso terminó archivado porque al interrogar a los padres de las supuestas seis víctimas todos negaron los hechos, afirmando que las reuniones eran simplemente fiestas de amigos; sin embargo, uno de los policías involucrado en la investigación dejó registrado que pese a no haber pruebas ni denuncias, efectivamente las seis familias mencionadas habían perdido hijas menores de edad en años consecutivos, todas con causa de muerte no especificada. —¿Y qué pasó con las reuniones o misas negras, o lo que sea que hicieran?—preguntó Ortega. —Luego de la denuncia las reuniones dejaron de efectuarse, y al año después estaba inaugurando el gimnasio. De ahí en más los abuelos del administrador se dejaron estar, muriendo doce años después de causas naturales—dijo Guzmán. —Como puede ver señor fiscal, la correlación va por el lado del origen vasco de la familia Echaurren, nada tienen que ver los gitanos en esto, pese al elaborado trabajo del cobre en los baldes—dijo Jiménez. —Como siempre cualquier caso en manos de ustedes termina en algo raro. Bueno, me llevaré la información para ver si vale la pena allanar las dependencias del gimnasio, a ver si encontramos algo oculto que nos sirva para conseguir a alguien de quien sospechar—dijo Ortega, poniéndose de pie—. Ah, por cierto, los gitanos sí tienen que ver. —¿Cómo así señor fiscal?—preguntó Guzmán. —En la zona de los Pirineos existen algunas poblaciones que hablan el erromintxela, una lengua mixta entre el euskera, que es el idioma de los vascos y el romani, la

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lengua de los gitanos. Ellos llegaron a esa zona en el siglo XV, un siglo antes que empezaran esos procesos que ustedes nombraron hace un rato contra la brujería vasca, así que es probable que los gitanos hayan sido los portadores de esa brujería—dijo el fiscal, dejando boquiabiertos a ambos detectives—. Por cierto, nunca les conté que mi abuelo materno era vasco, y que vivió con Alzheimer sus últimos diez años de vida. Les aseguro que uno termina memorizando una historia que escucha al menos una vez al mes durante diez años.

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XII En un subterráneo del sector oriente de la capital, un alma en pena en un cuerpo hipertrofiado terminaba de preparar su vieja mochila. Estaca de acero con cadenas y correas, navaja plegable de mango de hueso y hoja de acero ancestralmente afilada, y un balde de cobre restaurado a punta de fragua, martillo, yunque y dolor. Luego de dos meses de trabajo metalúrgico heredado por generaciones, y de una dolorosa e inconclusa regeneración física, todo estaba dispuesto para salir a cazar a la última descendiente de bruja para robar su sangre y cumplir la razón por la que estaba vivo. Ya no cabía posibilidad de error, y estaba dispuesto a todo con tal de terminar de una vez por todas con lo que la vida le había encargado. La brigada de homicidios de la PDI y el GOPE de Carabineros estaban en alerta máxima. El plazo de dos meses entre un homicidio y otra se estaba cumpliendo, por lo que la vida de la fiscal Riveros estaba en riesgo. Luego del alta, Riveros fue ubicada en una instalación secreta de carabineros con custodia permanente y sin autorización para recibir visitas. El fiscal Ortega ordenó un allanamiento del gimnasio que no dio resultados positivos, pues aparte de las instalaciones comerciales y administrativas del lugar, no se encontró nada anómalo ni posible de relacionar con el caso. Así, la fiscalía y las policías seguían disponiendo de una cada vez más completa carpeta de antecedentes históricos que no servían de nada a la hora de definir los pasos a seguir.

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Esa mañana Guzmán y Jiménez habían llegado temprano, para seguir buscando antecedentes que les permitieran encontrar al asesino antes que saliera a la caza de la fiscal Riveros. Mientras se servían el primer café de la mañana, una silueta enorme apareció en la puerta de la oficina. —Capitán Gebauer, ¿cómo está, se recuperó de todo?—dijo Jiménez, sorprendido. —Detective, inspector… no del todo, pero ya puedo funcionar casi al ochenta por ciento—respondió el oficial, esbozando una sonrisa—. Venía a agradecerles la ayuda de aquella vez, y a saber si ahora yo los puedo ayudar en algo. —La mejor ayuda es cuidarse para estar al cien por ciento para cuando nuestro amigo ataque de nuevo—respondió Guzmán—. Va a tener que buscar en su unidad un traje mejor que el anterior, por lo visto no sirvió de mucho la tenida oficial. —No era armadura de fuerzas especiales, andaba sólo con el chaleco antibalas extendido y las armas… dudo que hubiera servido de algo el casco y la armadura, por como me pegó ese animal. Pero ya tengo una idea de qué usar para no volver a convertirme en víctima para la próxima ocasión—dijo Gebauer. —¿Usted conoce la ubicación de la casa de seguridad donde está Riveros?—preguntó Jiménez. —Negativo, por más que usé mis contactos no logré averiguar nada—respondió el capitán—. De todos modos tengo algo así como un comodín, que me contactará si pasa algo y me dará la ubicación para actuar si fuera necesario. Por lo menos el equipo designado es del más alto nivel, con la información que le di al encargado

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formó un grupo con tiradores expertos e instructores de combate cuerpo a cuerpo. Si ellos no son capaces de detenerlo, nadie podrá hacerlo. —Confiaremos en su palabra capitán—dijo Guzmán, esbozando una leve sonrisa. —Bueno señores, los dejo, tengo una sesión pendiente de rehabilitación con el kinesiólogo, y a la tarde con mi entrenador personal. Estamos en contacto—dijo Gebauer, para luego de cuadrarse seguir su itinerario del día. —¿Qué crees que pasará ahora, el psicópata será capaz de encontrar a la fiscal?—preguntó Jiménez. —Lo más probable es que sí, ese monstruo no tiene problemas en llegar donde sea con tal de cumplir lo que sea que esté buscando cumplir—respondió Guzmán—. Es muy probable que utilice el olfato como yo para reconocer en este caso a sus víctimas; si es así, sólo es cosa de tiempo para que localice a Riveros donde sea que la tengan escondida. —Lo que me extraña es que no haya habido cadáveres o restos de los sacrificios humanos en el terreno del gimnasio, ¿por qué sientes ese mal olor entonces?—preguntó Jiménez. —No soy un sabueso Carlos, no identifico olores de cadáveres. El olor que siento es el del mal, y ello tiene que ver con que el lugar se usó para fines satánicos. —Oye, ¿y el administrador no tiene ese olor a malo?—preguntó de pronto Jiménez. —No. Me tomé el tiempo de hacerle un seguimiento un par de días después de nuestra primera visita, lo seguí a su domicilio, pasé al lado de su vehículo sin que lo notara y no tenía el olor característico del mal ni nada que pareciera estar ocultándolo—respondió Guzmán—.

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Lamentablemente creo que terminaremos nuevamente actuando frente a hechos consumados y no previniendo un nuevo homicidio. Tres de la mañana. En la habitación de un céntrico hotel de cuatro estrellas de la capital, Albertina Riveros dormía plácidamente. El piso entero había sido aislado y destinado a la seguridad de la fiscal, dejando una habitación para ella y las otras para el personal policial a cargo de su custodia. El ascensor había sido bloqueado de modo tal que se saltara ese piso, por lo que todos los movimientos se hacían desde el piso inferior por escalera, para facilitar las funciones de seguridad por medio de una barricada en la caja de escaleras. El turno de noche llevaba siete horas, restándoles cinco más de aburrimiento y estado de alerta máxima al equipo del GOPE, en espera que el peligro para la vida de la fiscal pasara y pudieran volver a sus procedimientos habituales de rescate a campo traviesa. Tres y diez de la mañana. La fiscal Riveros despertó sobresaltada, pues de la nada se empezaron a escuchar ruidos apagados de decenas de disparos, gritos y golpes secos, que poco a poco empezaron a bajas en frecuencia hasta desaparecer y dejar todo en el mismo silencio de antes. La mujer se levantó de la cama y se metió al clóset, desde donde sacó un revólver calibre .44 para luego cerrar la puerta y apuntar a media altura, tal como le había indicado uno de sus celadores. El arma temblaba en manos de la mujer quien no sabía si sería capaz de utilizarla, o si ello le permitiría salvar su vida; de pronto y tal como dos meses atrás un violento golpe derribó la

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puerta de la habitación, y una silueta se abalanzó sobre la puerta de donde se encontraba escondida. En cuanto la silueta derribó la puerta, la mujer percutó dos veces el arma, impactando de lleno a la silueta, quien sin emitir ruido alguno golpeó el arma para arrebatarla de manos de la mujer, para luego darle un puñetazo en el pecho que la dejó sin respiración y con su espalda contra el muro posterior. Tal como dos meses atrás la mujer se sintió arrastrada de un tobillo al centro del dormitorio, vio cómo su verdugo clavaba sin dificultad la estaca con las cadenas y las correas al techo del lugar, y sin que ahora nada lo detuviera, la tomó con un brazo por la cintura con los pies hacia arriba, y subiendo a los pies de la cama, amarró sus tobillos a las correas dejándola colgando de cabeza. La silueta salió un instante del dormitorio para asegurarse que nadie hubiera cerca que pudiera detener su misión, para después sacar ceremoniosamente el balde de la mochila y colocarlo justo bajo la cabeza de la mujer; finalmente la silueta sacó desde el fondo de la mochila una pieza rectangular alargada y algo curvada de un material indeterminado de color claro, que extendió con sus dedos dejando ver una hoja de brillante acero con un borde opaco y con signos de desgaste del mismo largo que el mango de hueso del cuchillo. La silueta recitó en voz baja algunas frases ininteligibles para luego girar hacia la mujer y descubrir el lado derecho de su cuello. Riveros cerró los ojos en espera del corte que acabara con su lucha por seguir viva contra el designio que heredó por generaciones; en ese instante un golpe desplazó la puerta y a su verdugo, y antes de desmayarse por la sangre acumulada en su cabeza alcanzó a ver una silueta alta y voluminosa ataviada de verde oliva abalanzarse sobre su captor.

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Tres veinticinco de la mañana. El celular de Guzmán empezó a sonar incesantemente; luego de varios segundos de luchar contra el peso de sus párpados, el inspector fue capaz de despertar para ver la pantalla del teléfono, en donde se leía “Gebauer”. —¿Aló capitán, qué pasa?—preguntó Guzmán, preocupado. —Habla el sargento Rodríguez del GOPE de Carabineros. Mi capitán me ordenó llamarlo. Va por SMS la dirección del sitio del suceso. Buenas noches. En menos de cinco minutos Guzmán se encontraba vestido y armado con su pistola calibre .40SW, saliendo a toda prisa de su departamento. Al momento de llegar a la reja apareció Jiménez en el móvil, saliendo raudos al domicilio registrado en el SMS recibido en los teléfonos de ambos policías. La dirección correspondía a un edificio viejo en una calle corta de un solo sentido, cuya entrada estaba custodiada por varios vehículos de Carabineros con balizas encendidas y sin sirenas, además de 3 ambulancias con las puertas abiertas y sin camillas en su interior. Cuando los detectives iban llegando, una de las ambulancias se alejaba en silencio del lugar con sus luces girando, y sólo usando la bocina para abrirse paso en el escaso tráfico de la madrugada. Al llegar a la entrada un miembro del GOPE de la talla de Gebauer los esperaba serio.

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—Detectives Guzmán y Jiménez supongo. Sargento Rodríguez, síganme. Como si estuvieran viviendo un deja vû, los detectives subieron al ascensor con el suboficial de Carabineros, bajando en el piso reservado para la seguridad de la fiscal, encontrándose con un panorama similar al que se esperaría en un atentado. En el suelo un par de cuerpos yacían cubiertos por lonas anaranjadas, dejando ver botines negros ensangrentados; hacia el final del pasillo diferentes equipos de salud atendiendo a carabineros gravemente heridos, uno de los cuales estaba recibiendo reanimación cardiopulmonar para salvar su vida. Al fondo había una habitación con la puerta derribada, donde se concentraba el mayor número de miembros del GOPE, quienes dejaron pasar a los detectives junto con el sargento Rodríguez fijándose en Guzmán, y preguntándose si los rumores respecto de su confrontación con el capitán Gebauer eran reales. Al llegar al dormitorio vieron clavada en el techo la estaca de acero con las cadenas y las correas, y a la fiscal Riveros sentada en el borde de la cama, llorando desconsolada. —Señora fiscal…—balbuceó Guzmán. —No soporto más esto… necesito irme de Chile… este maldito hijo de perra no me dejará jamás en paz… me tuvo colgando de cabeza a punto de degollarme… no lo soporto… Jiménez se acercó a Riveros, se agachó a su lado y con suavidad puso su mano en el hombro de la mujer, quien de inmediato lo abrazó y siguió llorando apoyada en el

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hombro del detective. En ese instante Guzmán miró al otro extremo de la habitación, donde se encontraba el capitán Gebauer sentado en el suelo mirando a la nada. —Aparte de valiente y algo loco eres un genio, Gebauer—dijo Guzmán mirando la vestimenta del capitán—. ¿Cómo se te ocurrió usar un traje antibombas en vez de la tenida normal? —Esa bestia no usa armas, golpea salvajemente, tal como la onda expansiva de una granada de mano… por la chucha, si me hubiera escuchado el coronel no habrían muerto dos camaradas de armas en la incursión—dijo Gebauer. —Tres—corrigió a espaldas de ambos el sargento Rodriguez—. Mi teniente Oyanedel no sobrevivió el impacto en el tórax, el doctor dice que parecía que lo hubiera atropellado un bus por como quedaron de destrozadas las costillas y la columna. —Conchesumadre… —¿Cómo lo hiciste para salvar a la fiscal?—preguntó Guzmán para tratar de desviar el tema. —Andaba trayendo el traje antibombas en mi camioneta, y ya me habían soplado que acá estaba el operativo—dijo Gebauer, reenfocándose en la misión cumplida—. Cuando vi a ese huevón entrando al hotel me lo puse lo más rápido que pude y llamé a Rodríguez. —Supongo que habrás traído algo de mayor calibre que un arma de puño—dijo Guzmán. —Sí—respondió Gebauer—. Como dijiste que le habías pegado con un palo a esa cosa, y como cuando le disparé las balas no le hicieron ni cosquillas, conseguí dos barras de acero cromado de esas que se usan para mancuernas, de

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dos kilos cada una. Con eso le di hasta que las muñecas no me dieron más. Ese huevón me tiraba puñetes y cabezazos como loco, y todos los amortiguaba el traje. Cuando estábamos pegándonos de lo mejor, apareció Rodríguez y acabó con todo. —¿Con qué le disparó, sargento?—preguntó Guzmán. —No le disparé al sospechoso—respondió Rodríguez, impertérrito. —Esa es la gracia de las instituciones militarizadas jerarquizadas, Guzmán—intervino Gebauer—. El sargento tenía órdenes precisas, y las cumplió al pie de la letra. —¿Y cuáles eran esas órdenes?—preguntó algo ansioso Guzmán. —Sacar de la situación de peligro a la señora fiscal, y hacer mierda un balde de cobre que había en el suelo—respondió el sargento. —Rodríguez entró, cortó las correas de los tobillos de la fiscal, la dejó al otro lado de la cama, y con una subametralladora uzi le metió tres ráfagas a esa huevada, y luego la empezó a pisotear como enajenado—dijo Gebauer, esbozando una sonrisa—. Esa mierda chilló como si le estuviera metiendo los fierros por el culo cuando vio su cagada de balde inutilizado para siempre. Mira lo que quedó. Guzmán miró hacia el lado de la puerta de entrada del baño del dormitorio. Afirmada contra la pared se veía una masa anaranjada algo brillante, de un tamaño no mayor a una pelota de tenis, rodeada de casquillos calibre 9 milímetros y de varios proyectiles deformados sobre la alfombra.

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—Te pasaste huevón—dijo Guzmán—. Si tan solo le pudiéramos seguir el rastro antes que… —Podemos—interrumpió Gebauer—. Mientras esa cosa chillaba como marica al ver su bacinica destrozada, le metí bajo la ropa un chip rastreable por GPS. Ese conchesumadre es nuestro, por fin.

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XIII En un subterráneo del sector oriente de la capital, un alma maldita encarcelada en un cuerpo hipertrofiado yacía en el frío suelo del lugar, tratando de encontrar un rumbo a tomar. El destino se había ensañado desde joven con él, y ahora preso de sus circunstancias y de la contingencia, la vida lo seguía castigando alargando cada vez más su calvario. Apegados a la pared se veían los seis baldes llenos de sangre de las descendientes de las brujas originales que tanto le había costado conseguir; el optimismo lo había llevado a adelantarse un poco a los hechos, y los baldes llenos ya estaban conectados entre sí, dejando el espacio suficiente para el séptimo y último receptáculo necesario para cerrar el circuito y terminar con la misión que debía cumplir, pero que no estaba seguro de querer hacer. Ahora que el séptimo balde ya no existía, las posibilidades de consumar los hechos eran remotas, y debía buscar alguna alternativa, misma que en esos instantes no veía por ningún lado. Mientras tanto, en el rincón más lejano del subterráneo y donde terminaban conectados los cables del circuito sangriento, un enorme contenedor opaco mantenía en ascuas a su continente en condiciones suficientes para cuando el anhelado momento de cargar el séptimo y último balde de sangre llegara. El fiscal Ortega miraba embelesado la pantalla del computador en donde estaba desplegado el mapa donde se veía la ubicación precisa del chip GPS que el capitán Gebauer había logrado colocar entre las ropas del sospechoso de los homicidios. Ortega sabía que era la única oportunidad que tendrían de capturar al psicópata

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que había asolado la capital por más de un año, así que había decidido reunirse con todos los actores involucrados para comunicarles su decisión y pedirles su opinión al respecto, de modo tal que la coordinación fuera perfecta y no quedara ningún flanco sin cubrir. Para él era evidente que el operativo debía ser ejecutado por el GOPE de Carabineros, pero no contaba con que el capitán que se había transformado en el héroe de la situación no estuviera de acuerdo. —Capitán, entiendo muy bien que anoche tuvo una jornada traumática, tanto para usted como para su equipo, y que perder tres miembros en tan pocos minutos puede llevar a cualquiera a replantearse sus metas y objetivos en la vida. Yo no estoy pidiendo que usted participe en el operativo de captura, sino que sea el GOPE como contingente el que se haga cargo—dijo Ortega—. Si usted se siente en condiciones de participar de la acción, o si su línea de mando lo decide, su ayuda será del todo valiosa, pero si no estoy seguro que el resto del personal será capaz de detener o acabar con este psicópata. —Déjeme explicarle algo señor fiscal—dijo Gebauer, con los músculos y vasos sanguíneos visibles del cuello tensos y la mirada fría—. Anoche murieron tres instructores del GOPE, no tres carabineros recién graduados, tres miembros con al menos diez años de servicio y dedicados a la formación de nuevos miembros de nuestro grupo operativo. Esos tres carabineros no eran expertos en desarme de bombas, buzos tácticos o francotiradores, eran instructores de combate sin armas. En mi vida he recibido tres ataques que no he sido capaz de contener, uno fue de dos de esos instructores que murieron anoche. No

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conozco a nadie vivo en Carabineros capaz de superar a esos dos instructores, ni al teniente que fue alumno directo de ellos y que luego siguió sus pasos en la Escuela. —Supongo que otro de los ataques fue la primera confrontación que tuvo con el sospechoso—comentó Ortega—. ¿Puedo saber cuál fue el tercero? —Cuando mataron a la teniente Sáez, la sexta víctima de esa bestia, me descontrolé e intenté atacar a la fiscal Riveros y a los detectives. Esa vez el inspector Gómez me inmovilizó con una mano, y si hubiera querido me hubiera partido el cuello—respondió Gebauer. —¿Y eso por qué no consta en el expediente?—preguntó sorprendido Ortega—. Tenía claro que Guzmán había intervenido para salvar a la fiscal en el primer intento de homicidio, pero de esto no sabía nada. —Porque es intrascendente para la investigación, señor fiscal—respondió Guzmán. —¿Hay algo más que no esté en el expediente y que yo deba saber?—preguntó molesto Ortega. —No señor fiscal—respondieron a coro Gebauer y Guzmán. —Bien, entonces capitán Gebauer, según usted no hay nadie en el GOPE capaz de reducir al sospechoso, y usted confía en que el inspector Guzmán pueda hacerlo… supongo que deberé llamar a la Brigada de Reacción Táctica Metropolitana de la PDI para que se encargue de la logística del asalto al escondite del sospechoso—comentó el fiscal. —Señor fiscal, con todo respeto quiero pedirle que autorice a los detectives y a mí para hacer una visita avanzada al lugar, y que luego se encarguen del asalto el GOPE o la BRT—dijo Gebauer.

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—Está loco capitán, por ningún motivo, ¿usted cree que voy a dejar que se escape ese psicópata? Necesito todo el perímetro rodeado por contingente entrenado y preparado para reaccionar frente a ese asesino serial. Y no me venga con la cantinela esa de que usted plantó el chip y que se lo debo, esta operación no es una película policial gringa—dijo Ortega. —Señor fiscal, ese sospechoso tiene capacidades sobrehumanas—dijo Gebauer, evidentemente complicado—. Resistió tres disparos a quemarropa, lo golpeé con dos barras de acero cromadas sin provocarle daño ni dolor, aplastó al mejor equipo posible del GOPE… hasta ahora el único que lo ha podido dañar es el inspector. —Si el sospechoso es sobrehumano, sólo puede ser derrotado por otro sobrehumano—comentó Ortega—. ¿Acaso es usted una especie de superhéroe encubierto, inspector? —Señor fiscal, yo no creo en cosas raras—intervino Gebauer—. Tal como los detectives, yo baso mi trabajo y mis decisiones en evidencia, y la evidencia confirma que el único que ha podido causarle al menos dolor al sospechoso es el inspector. Acá nadie merece hacer el operativo, son las víctimas, sus familias y la misma fiscal Riveros las que necesitan que el sospechoso sea detenido para terminar con sus calvarios. Patricio Ortega quedó en silencio mirando a la nada. De pronto sacó su teléfono celular, buscó en la agenda del aparato, y realizó un par de llamadas. Luego de cortar y apagar el celular se puso de pie y cerró la puerta de la oficina con pestillo.

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—Son las 11:32. A las 13:00 horas el GOPE y la BRT harán el asalto al domicilio marcado por el GPS. Si les va mal, no quiero que estén en el lugar cuando lleguen los equipos. Si les va bien, habrá que improvisar. Ahora vayan a hacer lo que crean conveniente—sentenció el fiscal, abriendo la puerta para que los tres hombres se retiraran. Los detectives y el carabinero salieron de la fiscalía oriente y abordaron el vehículo de la PDI estacionado a media cuadra del lugar. —¿Tienes todavía el traje antibombas, Gebauer?—preguntó de inmediato Guzmán. —Por supuesto, en cuanto terminó el levantamiento del sitio del suceso me lo llevé y lo guardé en mi camioneta—respondió Gebauer—. La dejé estacionada como a cinco minutos de acá. —Perfecto, vamos a buscarla de inmediato. Estamos contra el tiempo, señores. En menos de cinco minutos el vehículo de la PDI había trasladado al capitán Gebauer a su camioneta. Una vez en ella el capitán había activado el rastreo por GPS, ubicando el chip en el sector oriente de la capital, a unas seis cuadras al oriente del Gimnasio Cristián Echaurren, desencadenando una loca carrera de ambos móviles hacia el lugar, para aprovechar el tiempo al máximo y evitar que se les escapara la única oportunidad real que habían tenido de capturar o eliminar al psicópata. A las 11:49 los vehículos se estacionaron frente a una casa pequeña pero elegante, que el rastreador marcaba como el punto en que

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se encontraba el chip, con un margen de error de dos metros a la redonda. Los tres hombres bajaron de los dos vehículos; mientras Gebauer extendía en el pavimento el traje antibombas para ataviarse y empezar la operación, Guzmán se acercó a la reja y retrocedió con una mueca de desagrado. —¿Está ahí, cierto?—preguntó Jiménez. —Sí, ahí está—respondió Guzmán. —¿Qué pasa, tienes un GPS en la nariz acaso?—preguntó Gebauer. —Alguna vez te explicaré capitán, o tal vez no—respondió el inspector, para luego girar hacia Jiménez—. Carlos, yo entraré con el capitán, tú resguardas el perímetro. Ponte casco, chaleco y carga la escopeta antimotines aparte del arma de servicio. —Por supuesto Héctor, no tengo intenciones de convertirme en héroe ni en mártir—respondió el detective. A las 11:59 los tres hombres estaban listos para la misión: Gebauer con el traje antibombas y casco blindado, empuñando en cada mano una de las barras de acero, Jiménez con casco, chaleco antibalas largo y escopeta antimotines cargada, y Guzmán con el chaleco antibalas corto. Gebauer miró con curiosidad cuando el inspector, antes de cerrar su chaleco antibalas, sacó de dentro de su chaqueta institucional un palo doble muy bien pulido, el que extendió de golpe quedando una vara larga de dos piezas imbricadas perfectamente. Antes que el capitán alcanzara a preguntar algo, el inspector Guzmán dijo:

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—Señores, son las 12:00 horas en punto. Tenemos sesenta minutos para completar nuestra misión.

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XIV En un subterráneo del sector oriente de la capital el alma vieja de un joven que una vez tuvo sus propios sueños, y que gracias a la ambición de sus antepasados tuvo que dejarlos ir para cumplir con designios que jamás sintió como propios, intentaba encontrar la solución que le permitiría liberarse de su carga impuesta por otros, y que ahora debía vivir como propia para que su vida pareciera no haber sido vivida en vano. Luego de décadas de tranquilidad, debió reactivar un oscuro momento de su juventud que lo había llevado a cometer esos seis crímenes durante el último año y medio, y que gracias a la intromisión de varios policías no había podido concretar el séptimo y final ritual de desangramiento de la única descendiente de bruja que le faltaba para liberarse de su misión. Ahora debería buscar en alguna parte del mundo algún balde forjado a mano por un orfebre descendiente de los gitanos de la zona de los Pirineos, y si no era capaz de hallar algo similar, ver el modo de fabricar uno lo mejor posible, aprovechando su ascendencia histórica y sus conocimientos heredados de generación en generación. A veces soñaba en qué destino hubiera tenido si sesenta años atrás se hubiera concretado el ciclo de siete sacrificios que se vio frustrado por alguien que no quiso hacerse cargo de su deber, y que había dejado caer sobre sus hombros dicha responsabilidad. A veces pensaba en qué pasaría si destruyera los seis baldes llenos para que la sangre se perdiera y ya no hubiera modo de llevar a cabo la tortura que le había correspondido como destino. A veces pensaba en conseguir un hacha y destruir de una vez y para siempre el contenedor opaco guardado por exactos

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cincuenta años en el rincón más oscuro del subterráneo, cuyo continente necesitaba esa sangre desde tiempos inmemoriales. De pronto sus cavilaciones fueron interrumpidas por crujidos en las tablas del suelo del primer piso, que hacían eco en el casi vacío subterráneo: había llegado el momento de volver a dormir la mente y el alma, y despertar el instinto de supervivencia. El inspector Guzmán avanzaba pegado a la pared del pasillo de entrada de la casa de donde salía la señal del GPS, seguido de cerca por el capitán Gebauer quien no dejaba de mirar la pantalla del receptor a cada momento. Luego de pasar la reja y forzar lo más silenciosamente posible la puerta de entrada, ambos hombres trataban de hacerse lo más livianos posible para que el piso de madera del lugar no los delatara y le diera tiempo al asesino de huir o de deshacerse del sensor satelital. Instintivamente Guzmán llevaba su mano izquierda en la funda de su arma de servicio, a sabiendas que no le serviría de nada cuando encontraran al asesino; sin embargo, cabía la posibilidad que no estuviera solo, y que necesitara recurrir a algo más convencional, a sabiendas que Gebauer sólo llevaba por armas un par de barras de acero, y que el traje antibombas no era antibalas. De pronto el inspector se detuvo: el olor al mal aumentó bruscamente, revelando la cercanía del sospechoso; al mismo tiempo, Gebauer acercó a la cara de Guzmán la pantalla del rastreador, que mostraba que la señal se encontraba en el mismo radio en que ellos estaban, a dos metros a la redonda. Justo cuando Gebauer guardaba el rastreador en una funda colgante por fuera del traje, un violento golpe se dejó sentir a los pies de ambos hombres: el piso de madera pareció estallar, dejando salir

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desde el subterráneo al sospechoso, quien de inmediato golpeó a Gebauer lanzándolo contra una pared sin causarle mayor daño, para de inmediato girar y quedar de frente a Guzmán, quien sin perder tiempo lanzó un golpe a la rodilla izquierda del sospechoso que lo dobló de dolor, para luego seguir la inercia del movimiento hasta elevar la vara y cruzarla completa sobre su cuerpo, y así finalmente girar con el brazo invertido y descargar un golpe a la sien derecha del hombre, quien cayó al subterráneo por el mismo agujero que había hecho. Acto seguido Guzmán saltó por el forado al subterráneo cayendo encima del asesino, quien yacía aturdido en el suelo, sangrando profusamente de la herida de la cabeza y respirando ruidosamente y con dificultad; el inspector empezó a buscar entre sus ropas una linterna, cuando el techo crujió suavemente, dejando entrar un haz de luz de forma rectangular a tres metros de distancia. Un par de segundos después se encendieron dos corridas de tubos fluorescentes en el techo, y por donde se sintió el crujido se dejó ver una escalinata, por la cual bajó aparatosamente Gebauer enfundado en su traje. Ambos hombres quedaron casi paralizados al ver la fila de seis baldes de cobre apegados a una de las paredes, conectados entre sí con una especie de cable grueso, donde en uno de sus extremos quedaba el espacio para el séptimo balde, y en el otro se veía un cilindro en posición vertical de algo más de dos metros de alto y metro y medio de diámetro de paredes semitransparentes, dentro del cual se alcanzaba a ver un cuerpo de un hombre de avanzada edad. Gebauer y Guzmán miraron al sospechoso, que cada vez respiraba más agitado; su cuerpo se veía extremadamente ancho pero no obeso, con los músculos visibles que parecían inflados,

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tal y como si fueran a reventar en cualquier instante. En su rostro empezaba a esbozarse una suerte de sonrisa, y pese al dolor y a la agonía, parecía estar tranquilo. —Esa cara… estoy seguro de haberla visto antes, o a alguien muy parecido—dijo Guzmán. Algunos segundos después se escucharon pasos de más de una persona y órdenes en voz alta y golpeada, que Guzmán de inmediato reconoció como la de su compañero. Gebauer se sacó el casco, botó las barras de acero y sacó su pistola, apuntando hacia la escalera, por donde apareció Cristián Echaurren con las manos en alto, sujeto por uno de sus hombros por el detective Jiménez, quien llevaba apoyado el cañón de su escopeta en la nuca del administrador del gimnasio. —Sorpresa, hace un par de minutos llegó en su auto nuestro amigo haciéndose el loco—dijo Jiménez. Echaurren miraba asustado hacia todos lados, sin parecer entender nada de lo que sucedía en ese lugar. De pronto fijó la vista en Guzmán, y en el sospechoso que yacía a sus pies. —Papá… ¿por qué mi papá está sangrando, qué le hicieron maricones de mierda?—gritó Echaurren, para luego quedar paralizado al mirar el contenedor semitransparente en la pared más lejana del subterráneo—. ¿Y qué mierda hace el cadáver de mi abuelo en esa huevada?

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XV Carlos Echaurren estaba sentado en el frío cemento del subterráneo de la casa de su padre, mientras sujetaba su cabeza y lo veía desangrarse y respirar cada vez con más dificultad. —Llamen una ambulancia, por favor no lo dejen morir—suplicó Echaurren. —No… no iré a ninguna parte… hijo, necesito morir aquí, ya no puedo más… —¿De qué estás hablando, viejo? No digas nada, no te pueden culpar de nada... —Carlos, por favor… no puedo más—dijo Echaurren padre. —¿Usted hizo los seis homicidios?—preguntó Guzmán. —Nunca quise matar a nadie… yo quería tener una vida normal, estudiar, viajar, casarme, tener hijos… pero nací en la familia que nací, y eso fue mi condena—dijo Echaurren padre. —Pero viejo… ¿y el gimnasio, y los viajes al extranjero donde pasabas meses fuera de Chile?—preguntó el administrador del gimnasio. —Nunca he salido de Chile, con suerte un par de veces fuera de Santiago—respondió un agonizante Echaurren padre—. Todo el tiempo lo pasé cuidando al maldito brujo que me engendró, y gracias al cual me convertí en esta bestia humana… —Pero tu cuerpo… yo creí que era el gimnasio… que usaste esteroides cuando joven… —Cuando era un niño mi maldito progenitor estaba por morir, y necesitaba regenerar su cuerpo para seguir con su

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secta satánica… convenció a siete familias descendientes de brujas a darles a sus hijas en sacrificio de sangre, para usarla y con ello prolongar su existencia algunos siglos más—dijo Echaurren padre. —El apellido de su padre no es Echaurren, sino Intzaurren, ¿cierto?—preguntó de pronto Guzmán. —Hizo bien su trabajo detective—respondió el hombre mientras tomaba aire lo más profundo que su cuerpo le permitía—. El maldito nació hace seis siglos en una zona de Francia donde se asentaron algunas tribus gitanas… él es hijo de madre gitana y padre vasco, ambos adoradores del demonio… una vez cada siglo necesita regenerar su cuerpo, y para eso usa la sangre de brujas o de sus descendientes… nunca había tenido problemas hasta la última vez, en que una madre se negó, y empezó mi condena… —Viejo, ¿de qué mierda estás hablando? El abuelo no era brujo, ese es su cadáver, debe estar embalsamado… viejo, te volviste loco, pero con tratamiento psiquiátrico te podemos curar—dijo suplicante Echaurren hijo. —Anda al sarcófago de cristal y mira su tórax—dijo el agonizante asesino. —Dios santo…—exclamó susurrando el administrador del gimnasio cuando se aceró al vidrio y vio cómo el cuerpo de su abuelo seguía respirando con los ojos cerrados y la misma expresión que tenía cuando creyó que había muerto. —El maldito hizo un pacto con el demonio de recibir vida eterna si una vez cada siglo entregaba siete sacrificios de brujas o descendientes de brujas… como no pudo cumplir, el demonio le dio una prórroga de cincuenta años, en que quedaría su alma encarcelada en su cuerpo, en

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espera que aparecieran las siete víctimas para ser desangradas y cumplir con su parte del pacto… —Y para consumar los sacrificios necesitaban un verdugo, alguien con la mezcla de sangre vasca y gitana que pudiera cumplir el ritual tal como el brujo original—dijo Guzmán —Yo era un niño… me entretenía en las misas satánicas… asustaba a mis amigos del colegio con mis historias… hasta que en una ocasión el maldito me llevó a ver un sacrificio humano, creo que fue el último… por dios, esa niña iba un curso más abajo que yo en el colegio… vi cómo mi padre le abría el cuello con el cuchillo de mango de hueso que él mismo fabricó hace quinientos años… la pobre ni siquiera pudo gritar… luego cuando la madre de la última víctima se negó y denunció los hechos, mi padre entró en una especie de trance y recibió las instrucciones… —¿Qué instrucciones?—preguntó casi sin pensar el capitán Gebauer. —El maldito me llevó a la habitación en que estaban estos mismos baldes… echó la sangre de los seis que tenía llenos en una tina y me sumergió en ella hasta que no pude aguantar la respiración y empecé a aspirarla, mientras él recitaba loas al demonio… una semana después desperté convertido en… en esto que soy ahora… —¿Y por qué se cometieron los homicidios ahora?—preguntó Jiménez. —El demonio dio una prórroga de cincuenta años para que nacieran las descendientes de brujas y estuvieran listas para ser sacrificadas… cuando el plazo llegó, instintivamente empecé a buscarlas y a cazarlas…

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Echaurren hijo lloraba desconsolado al escuchar el relato de su padre, y miraba con asco el sarcófago de cristal con el cuerpo aún vivo de su abuelo. Mientras tanto, Jiménez se comunicaba con el fiscal para cancelar el operativo de fuerzas especiales y enviar a los laboratorios para empezar las pesquisas. —Mi vida nunca fue tal… debí mentirle a mi familia respecto de viajes que nunca hice, para cuidar el cuerpo y los baldes para concretar la misión… ahora por fin acabó y podré morir y empezar a purgar mis pecados… —¿Qué debemos hacer con la sangre y el cuerpo de su padre?—preguntó Guzmán, mientras plegaba la vara. —Da lo mismo… sólo quiero morir y dejar de hacer el mal… El hijo de brujo siguió respirando con dificultad. Poco a poco empezó a respirar con menor frecuencia e intensidad, hasta que de pronto su tórax quedó inmóvil. Cristián Echaurren hijo abrazó el cadáver de su padre en silencio, y empezó a rezar en voz baja aquellas oraciones que su familia jamás le enseñó, pero que escuchaba y veía al resto recitar en momentos de dolor. Augusto Gebauer miraba horrorizado la escena, tratando de entender todo lo que había visto y escuchado, y pensando en cómo explicaría a sus superiores la operación en que se había visto envuelto y el desenlace que había tenido. Carlos Jiménez se sacaba el casco y el chaleco antibalas y le colocaba el seguro a la escopeta, mientras llamaba de nuevo al fiscal para tratar de explicarle con detalle lo que había sucedido, y ver si él tomaría alguna decisión para hacer creíble para la justicia y los medios el final de un

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año y medio de homicidios y persecuciones. Héctor Guzmán vio salir una forma humana semitransparente del cuerpo del hijo de brujo cuando éste dejó de respirar, y debió hacer un esfuerzo sobrehumano para no gritar cuando vio a decenas de sombras venidas de todos lados atacar esa forma humana, despedazarla y llevarse consigo sus respectivos trozos con destino incierto. Pese a que había bajado un poco de intensidad, el mal olor del lugar no había desaparecido.

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XVI “Urgente. La fiscalía metropolitana oriente informa que en un operativo conjunto entre la PDI y el GOPE de Carabineros, fue abatido Carlos Echaurren Gonzaga de 75 años, sindicado como el responsable de los seis homicidios cometidos durante los últimos dos años, en el caso conocido como el “psicópata de la sangre” que mantuvo en alerta permanente a los medios de comunicación, a las policías y a la fiscalía. En el domicilio del abatido se encontraron baldes plásticos con la sangre ya coagulada de las víctimas, que según consta en la investigación serían utilizadas por el asesino serial para una suerte de ritual relacionado con un aparente caso de delirio religioso, propio del diagnóstico de esquizofrenia que tenía el paciente, y que nunca fue tratado a tiempo. En el transcurso de la tarde el fiscal con dedicación exclusiva Patricio Ortega, junto con el Director de la PDI y el comandante del GOPE darán una conferencia de prensa conjunta para referirse a los detalles del caso” Sábado, doce del día. En el Cementerio General el administrador del Gimnasio Carlos Echaurren retiraba el ánfora con las cenizas de su padre, Carlos Echaurren Gonzaga. La secretaria del crematorio miró de reojo el nombre en el acta, y sin hacer comentarios entregó los restos al hombre que se parecía notoriamente a las fotografías difundidas por la prensa del asesino serial abatido durante la semana, quien esbozó una mueca que asemejaba una sonrisa al ver la expresión de asombro de la mujer.

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Dos de la tarde. La retroexcavadora llegó al gimnasio Echaurren puntualmente para cavar al fondo del terreno un foso de tres metros de ancho por tres de largo y tres de profundidad, donde se instalaría según le informaron al operador de la maquinaria un sauna de última generación, por lo que necesitaban que la forma del cubo fuera lo más perfecta posible. Nueve cuarenta y cinco de la noche. Una camioneta negra con vidrios polarizados se detuvo frente a la reja del gimnasio, haciendo cambio de luces para que les abrieran el portón metálico. Una vez dentro y estacionado el vehículo, cuatro hombres y una mujer descendieron de él, y se dirigieron a las instalaciones a esperar. Diez de la noche. Un camión betonero con su carga de mezcla de cemento al máximo y una grúa horquilla llegaronn al gimnasio. Luego de hacer cambio de luces un hombre les abre la reja y antes de hacerlos entrar e indicarles el lugar, les repite las instrucciones que ya habían acordado y conversado varias veces, para luego darles una propina en efectivo a los ocupantes del vehículo, quienes tenían órdenes de hacer su trabajo sin preguntar nada: ninguno estaba interesado en violar dichas órdenes, pues la paga por horas extras en ese horario había sido bastante generosa, tal como la propina que les acababan de dar. —Estamos listos. ¿Está seguro de hacer esto, señor Echaurren?—preguntó el inspector Guzmán.

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—Sí, quiero terminar con esto de una vez, y olvidarme del tema para siempre—dijo Echaurren, para luego girar y hacer un gesto al aire con su mano derecha. El camión betonero se acercó al agujero, y luego que los operarios desplegaran la rampa, empezaron a vaciar mezcla hasta la mitad de la profundidad. Acto seguido la grúa horquilla apareció por el otro lado con un cilindro de dos metros de largo por metro y medio de diámetro pintado de negro, que depositó en la mezcla blanda. En seguida Echaurren lanzó al lado del cilindro el ánfora con las cenizas de su padre, y la fiscal Albertina Riveros dejó caer uno a uno los seis baldes de cobre y los restos del séptimo ya destruido. Finalmente el camión siguió descargando mezcla sobre los objetos hasta llenar por completo el agujero, para luego empezar a aplanar la superficie y regarla generosamente. Media hora después de terminado todo, ambas máquinas se habían retirado del lugar. Doce de la noche. En la cafetería del gimnasio Riveros, Ortega, Gebauer, Gómez, Jiménez y Echaurren bebían café en silencio. De pronto el celular de la fiscal Riveros sonó, y luego que la mujer leyó la pantalla se puso de pie y guardó el aparato. —Me voy, mi ex esposo me pasó a buscar, no quiere que ande sola a estas horas de la noche. Gracias por invitarme, me hizo bien saber que esos malditos baldes nunca más le podrán servir a alguien. —Yo los dejo, probablemente tengan cosas que conversar—dijo Echaurren—. Quedan en su casa, la reja

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está abierta. Ah… gracias por liberar a mi padre de su tortura. Los cuatro hombres quedaron en silencio en la cafetería, esperando a que alguno decidiera que tenía algo que decir. —Esta me la deben señores, ni se imaginan todo lo que me costó retrasar el procedimiento cinco horas para dejar esta farsa preparada—dijo el fiscal Ortega—. Guzmán, Jiménez, no quiero saber más de ustedes en lo que me queda de vida. Yo estudié derecho, no brujería ni ciencias paranormales o como se llame… esto. —Si nadie lo designa, no volverá a saber de nosotros—respondió Guzmán. —Gebauer… gracias. Su ocurrencia de plantarle un chip a Echaurren salvó el caso, y pese a las golpizas que recibió siguió ayudándonos desinteresadamente—dijo Ortega al capitán. —Gracias a usted señor fiscal por dejarme participar—dijo Gebauer, para luego mirar a los detectives—. Guzmán, Jiménez, aún no sé qué pasó aquí, de todos modos me siento honrado de haber trabajado con ustedes. Si en un futuro me necesitan, ya saben cómo ubicarme. Señor fiscal, me retiro, ¿quiere que lo lleve a algún lado? —Sí capitán, creo que es hora de irse. —¿Detectives?—dijo Gebauer. —Gracias capitán, nosotros nos quedamos un rato más—respondió Guzmán. —Alguna vez me contarás de ese palo tuyo Guzmán—dijo Gebauer. —Alguna vez, o tal vez no—dijo Guzmán, sonriendo.

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Guzmán y Jiménez se sirvieron otra taza de café. Desde la ventana de la cafetería podían ver a Echaurren regando metódicamente la mezcla de cemento. —¿Así va a ser siempre Héctor? —Lo dudo Carlos, estos casos raros serán muy de vez en cuando, pero cada vez que ocurran nos harán sudar la gota gorda. —Hubo que mover demasiados hilos para que el caso se pudiera cerrar adecuadamente, si no hubiera sido por Ortega estaríamos sin trabajo y en el psiquiátrico—dijo Jiménez. —Tranquilo Carlos, vamos un caso a la vez—dijo Guzmán—. Es cierto, Ortega se movió ene para adecuar las evidencias, y para permitirle a Echaurren disponer del sarcófago de su abuelo. Pero no podemos olvidar a Gebauer, el tipo sin tener pito que tocar hizo de todo por ayudarnos, y hasta arriesgó su vida un par de veces. Y bueno, no debemos olvidar su última ayudita para dejarle nuestro regalo al brujo Intzaurren. —Sí, siempre es bueno tener un familiar en el campo, y qué bien que nos haya podido facilitar todos esos baldes de sangre de vacuno que aparecieron en la tele. Lo único malo es que la producción de prietas será más baja esta temporada—dijo Jiménez, riendo de buena gana y sacando una sonrisa a Guzmán. Carlos Echaurren seguía regando el cemento para facilitar su endurecimiento. El dolor en su corazón sería para siempre, pero al menos sentía la tranquilidad de saber que su padre había sido obligado a cometer todos los homicidios por un poder que jamás sería capaz de

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comprender. Tres metros más abajo, el sarcófago de cristal que contenía el cuerpo del brujo Intzaurren empezaba a crujir producto del peso y el endurecimiento del cemento; sin embargo, si se quebraba de todos modos el cuerpo quedaría indemne en la cápsula formada por el cemento a su alrededor, y mantendría al alma vendida al demonio capturada en el lugar sufriendo al menos cincuenta años más, gracias a la sangre de las seis descendientes de brujas que los policías inyectaron en el sarcófago, reemplazándola por sangre de vacuno para poder tener algo que mostrar a la prensa y al tribunal. Así, el dueño del alma debería esperar al menos hasta el año 2066 para reclamar su propiedad, y seguir torturando al brujo por toda la eternidad.

FIN

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