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Javier I. Álvarez © 2015 primera edición El prisionero

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“Año 2064. En una ciudad cualquiera, y a punto de entrar en el cupo de fertilidad, a Tom y María les proponen viajar a Horonya, en el continente africano. Tom, experto climatólogo, tiene la misión de modificar el clima de cierta región. Y María, reputada costumbrista, no duda en acompañarle. Para hacer su estancia más agradable, deciden intercambiar su vivienda con la de Alí y Nona, una pareja nativa que les acoge con los brazos abiertos. Pero, de repente, el campo de trabajo de Tom es intervenido por la Agencia Internacional de Epidemias por el riesgo de un contagio ante los indicios de un posible brote de epidemia de una enzima vírica no identificada hasta el momento. Un mundo hipertecnológico invadido de drones y vehículos autodirigidos, pero donde al final se impone el poder de la palabra y de las relaciones humanas”

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Javier I. Álvarez

© 2015 primera edición

El prisionero

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Sin vosotros no lo hubiera conseguido, y en especial a tí que creíste en mí incondicionalmente, y conseguiste que lo creyera.

© Todos los derechos reservados, en todos los territorios 2015

Código de Registro: 1508034806487

Autor: Javier I. Álvarez

Edición: Vanessa Gil www.vanessagil.com

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Sinopsis

“Año 2064. En una ciudad cualquiera, y a punto de entrar en el cupo de fertilidad, a Tom y María les proponen viajar a Horonya, en el continente africano. Tom, experto climatólogo, tiene la misión de modificar el clima de cierta región. Y María, reputada costumbrista, no duda en acompañarle. Para hacer su estancia más agradable, deciden intercambiar su vivienda con la de Alí y Nona, una pareja nativa que les acoge con los brazos abiertos. Pero, de repente, el campo de trabajo de Tom es intervenido por la Agencia Internacional de Epidemias por el riesgo de un contagio ante los indicios de un posible brote de epidemia de una enzima vírica no identificada hasta el momento.

Un mundo hipertecnológico invadido de drones y vehículos autodirigidos, pero donde al final se impone el poder de la palabra y de las relaciones humanas”

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Capítulo 1. El anuncio

La casa parecía más grande de lo que realmente era. Además, el gusto especial de María hacía que tuviera un aire algo retro, pero acogedor y cálido a la vez, que lograba que cada persona que entraba se sintiera arropada al instante. Y la clave estaba en la luz. Por las mañanas, los primeros rayos del sol entraban por las ventanas de la cocina, deslizándose sigilosamente hacia el salón… y antes del mediodía, la luz ya bañaba por completo todo el espacio, derramándose en cada rincón.

María, metódica como era, había empleado más de ocho meses en la búsqueda de apartamento, y no había parado hasta encontrar el espacio exacto que albergaría a su vida en pareja tal y como ella la concebía. Sabía que veinte o treinta metros cuadrados arriba o abajo no suponían diferencia alguna si la casa, por ejemplo, no tenía la luz adecuada. De hecho, incluso pernoctó dos días en la casa vacía antes de comprarla para comprobar cómo incidía en sus estancias la luz del sol. Porque por las tardes, cuando el sol se escondía, ya se encargaba ella de la luz: lámparas, quinqués, farolillos, velas... todos ellos colocados estratégicamente, para que cada uno proyectara su luz sin sombra. Su esfuerzo por evitar las sombras era incluso, en ocasiones, desproporcionado. Estaba convencida de que una sombra impedía disfrutar de todo el color del hogar. Y su afán era que quien habitaba los espacios decorados por ella, se sintiera inmerso en un cuadro hiperrealista, de los que se disfrutan en cualquier pinacoteca de renombre. Le apasionaba la idea del hiperdetalle y la captura del color de esta técnica y le fascinaba la capacidad de captar cualquier imagen con óleos como si de una fotografía se tratase. Para ella estas pinturas reflejaban exactamente la realidad y por este motivo las sombras, en su opinión, la distorsionaban.

Es por ello que cuando se ponía el sol, todas las luces de la casa eran indirectas. El apartamento se convertía, así, en un espacio sin sombras de excepcional calidez, envuelto además en un delicioso aroma afrutado que, sin ser empalagoso, impregnaba todo el ambiente. Un delicado toque frutal que uno echaba de menos en cuanto salía por la puerta, pues no lo encontraba en ningún otro sitio;

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lo que hacía que al regresar respirase hondo y experimentara una profunda sensación de “por fin en casa”.

Para María, su casa constituía a la vez su refugio y su mundo: un lugar donde se sentía protegida y, al mismo tiempo, donde trabajaba. Y no sólo lo compartía con sus colaboradores, sino que además también vivía con Tom. Conjugar en armonía esas dos relaciones, trabajo y amor, era muy importante para ella, sobre todo cuando pensaba que algún día no muy lejano entrarían en el cupo de fertilidad. Y entonces su casa sería mucho más que un espacio de trabajo y pareja, sería también su nido, el hogar de su familia.

—María, ¿estás aquí? ¿me escuchas? —María oía a Tom casi en tercera persona; tuvo que abrir y cerrar los ojos varias veces para reaccionar.

—Sí, cariño, ¿dónde voy a estar? —no podía remediarlo, pero al final siempre le pasaba: se quedaba completamente abducida por la pantalla de su PD (Personal Device). Sentía que su percepción de la realidad se perdía navegando por el anexo digital que llevaba, como todo el mundo, en la mano a todas horas. Pero así era la época en la que les había tocado vivir, un permanente discurrir entre dos mundos, el analógico y el digital. El mundo físico donde la vida no va más allá de lo que alcanzan los sentidos; frente al digital, un universo frío y aséptico donde la información y el conocimiento se prolongan, como enlaces cromosómicos, hacia el infinito, convirtiendo a las personas en seres ínfimos, respecto al inmenso espacio virtual; pero también muy poderosas: un espacio con todo tipo de información y herramientas al alcance de la mano y con el poder de crear un mundo paralelo, y también más solidario, basado en una enorme red de relaciones, inimaginable en el antiguo mundo analógico…

María era una reputada costumbrista, se dedicaba a decorar y personalizar todo tipo de ambientes y hogares, teniendo en cuenta los gustos e influencias de cualquier época pasada a partir de unos recursos acordados con los clientes. Sus seguidores, que se contaban por decenas de miles en las redes sociales que mantenía activas a través de su PD, le permitían, a su vez, mantener viva su cartera de clientes y, en consecuencia, su libertad profesional. Algo esencial para María, ya que su trabajo de “decoración para nostálgicos”, como ella lo llamaba, le permitía, por un lado, huir por

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un momento de la realidad digital que, paradójicamente, tanto necesitaba para mantener viva su profesión; y, por otro, mantenerse en el mundo real y físico, en el que trataba de enriquecer y llenar de vida los espacios cada vez más reducidos de las macrociudades donde residía la mayoría de la población. Además, esa sensación de libertad profesional era vital para ella también porque el abanico de posibilidades que le ofrecía su profesión cada vez era más reducido: los estilos ya poco podían evolucionar, cuanto más se reiventaban en ciclos cada vez más cortos. Y es que mientras que en otras épocas las tendencias las marcaba la industria, hoy en día las marcaban las apetencias de los usuarios. La industria, pues, producía bajo demanda de los potenciales compradores. Es por ello que los fabricantes temían las publicaciones de María, porque sabían que cada publicación suya traía consigo una legión de clientes demandando un estilo concreto, lo que les suponía retocar por completo todos los procesos de producción. Porque sus lectores, así como sus colaboradores e, incluso, sus competidores, la seguían como feligreses a su sacerdotisa. Su capacidad para reconstruir espacios de otras épocas, especialmente del siglo XX, era espectacular: lograba desarrollar casi calcos exactos de lo que se veía en los libros de arquitectura y decoración de aquella época, por lo que era considerada de las mejores de su gremio.

—Voy a preparar té, ¿te apetece una taza? —dijo Tom levantándose del sofá, apartando los pies de María, que descansaban sobre su regazo.

—Deja, deja, ya voy yo… —respondió empujándole de nuevo suavemente con los pies, en un intento de demostrarle que podía ocuparse al mismo tiempo de las cosas mundanas.

El aire se llenó en pocos minutos de aroma a canela y cardamomo. Tom observaba a María, que removía la taza con la cucharilla sin despegar los ojos de su PD sentada en su butaca de los años noventa, y pensaba en lo peculiar y atractiva que era con su pelo largo, castaño y rizado, casi sin peinar, que la hacía abultar más de lo que era; sus enormes cardigans y sus vaqueros rotos, deshilachados sobre esas zapatillas retro que nunca se pasaron de moda… porque nunca lo estuvieron. A él le gustaban sus contrastes y paradojas, nacidas de la unión entre el tiempo que le había tocado vivir y la profesión a la que había elegido dedicarse, que marcaba su forma de vida, llevándola una y otra vez a un pasado al que sentía

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que pertenecía. Y a ella le gustaba usar su ropa de hombre; vaqueros algo caídos, camisetas anchas y por encima algún jersey de su armario. En invierno le robaba también alguno de sus abrigos largos, bien porque lo de las medias pegadas a las piernas no iba con ella, o bien porque se llevaban en los ochenta, una época que vivía con pasión, pese a no haberla conocido. De hecho, le gustaba parecerse a cierta actriz que interpretaba a una soldadora que por las tardes bailaba… algo que hacía resoplar a Tom, quien la consideraba demasiado extremista en sus gustos y actitudes. A pesar de todo, se sentía poderosamente atraído por su personalidad tan apasionada, el brillo de sus ojos transparentes y su rápida forma de hablar moviendo mucho las manos… una costumbre que abandonaba de repente cuando estaban con más personas; y es que a ella le gustaba cederle el protagonismo a Tom, a su hombre.

Tom no fue el primero. Pero sí fue el primero en saber cómo era ella realmente y en darle lo que de verdad necesitaba: paz, mucha paz para poder afrontar la vida con tranquilidad y también para abordar una de sus principales prioridades, construir un hogar donde refugiarse y, al mismo tiempo, donde sentirse relajados y libres. Algo casi utópico en el momento en el que vivían, pues aunque la ultraespecialización profesional hacía que las jornadas laborales no excedieran las seis horas diarias, la atención que debían dedicar al constante aprendizaje de conocimientos era tan intensa que les dejaba mentalmente exhaustos, lo que unido a la permanente relación con las comunidades profesionales, daba como resultado que les resultase muy complicado desconectar de verdad del trabajo. Era por este motivo por el que María tenía tan interiorizada la importancia de crear un hogar, un lugar de paz, donde el olor, el color y la calidez humana repararan las mellas que dejaba la vida virtual.

El primero en la vida de María, en realidad, fue Lucas, el que pensó que sería el amor de su vida durante su época universitaria y por quien abandonó sus estudios de Arquitectura, pese a las advertencias de sus padres, amigos y consejeros. María estaba tan decidida a vivir, vestir y respirar como en el siglo XX, que decidió embarcarse con Lucas en la aventura que siempre soñó. Incluso hasta pensó, aunque nunca se atrevió, en trasladarse a algún remoto país asiático donde aún existieran leyes y costumbres como las de la antigua Europa, tales como tener muchos hijos, en el marco de una relación de pareja muy dependiente, en la que María estaba

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dispuesta a asumir más roles de los que le correspondían, pero también esperaba la solidaridad e implicación de su pareja para sobrellevarlo. Llegaron a vivir casi siete años en pareja, en el apartamento de él o, más bien, en el que le había comprado su padre, divorciado y de buena posición, sin que Lucas nunca llegara a saber muy bien por qué: si su padre pretendía darle una lección de independencia y de qué iba la vida o, simplemente, que no le estorbara.

Durante esos siete años las cosas no fueron fáciles. La fuerza y el ímpetu de María en su empeño de vivir la vida a su manera, costase lo que costase, lograban dibujar una vida idílica, maravillosa… pero los ideales románticos de María eran, justo eso, “de María”, por lo que terminaron minando y desgastando su relación de pareja y Lucas llegó a sentirse embaucado en una vida que, en realidad, él no había diseñado. Lo que él sinceramente deseaba era una vida estándar: ocuparse de cosas terrenales, trabajar sus cuatro horas en algún servicio relacionado con la agricultura vertical y dedicar el resto de su tiempo a la comunidad vecinal, como hacía la mayor parte de la gente. La comunidad era tan extensa que a veces requería de muchos servicios y ayuda mutua entre vecinos para atender a terceras generaciones. Una comunidad habitual estaba integrada por tres o cuatro familias compuestas de bisabuelos, abuelos, nietos y bisnietos, contando con que no todos los miembros eran directos, sino que algunos provenían de segundas y terceras uniones. Así, una familia normal estaba formada por una veintena de personas, como una tribu, por lo que la colaboración y la ayuda entre todos resultaba fundamental para aprender y responder a las necesidades de todos. Y también a las de la comunidad, pues había que encargarse de los mercados del trueque, limpiar las aceras, mantener las placas solares comunitarias, atender los drones que vigilaban las calles y gestionar los excesos de energía comunitaria, pues el ahorro energético y la producción, derivada principalmente de la energía solar, permitían el autobastecimiento e, incluso su venta o intercambio por otros bienes comunitarios

La marcha de Lucas afectó mucho a María, tal vez demasiado. Pero a pesar de ello, decidió retomar sus estudios, especializándose en Costumbrismo y gracias a sus viajes personales y a los que le becaron, consiguió tener un conocimiento muy profundo de la decoración y los materiales, por lo que era tan

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valorada entre sus seguidores… María aún seguía a Lucas de vez en cuando a través de su PD, gracias a enlaces y referencias que dejaban en la comunidad donde él cohabitaba y donde se intercambiaba constantemente información sobre agricultura vertical, en lo que cada vez estaba más implicado. Y todavía se sorprendía a sí misma, en ocasiones, llorando con nostalgia por lo que hizo o, mejor dicho, por lo que no hizo por Lucas: escucharle e implicarse en lo que él quería. Aún recordaba algunas de sus últimas discusiones, llenas de palabras dolorosamente duras: “en la foto de tu mundo ideal”, le dijo una vez, “lo mismo te habría servido yo que cualquier otro hombre, o un perro, o un pato, pues nunca formé parte de tu vida… ni tú de la mía, en realidad”. En ese momento de nostalgia, sentada en su butaca, escuchaba de fondo a Tom que, en medio de un mar de datos y gráficas, trataba de enseñar a María algo de historia y del clima donde había invertido Soja Co., la empresa donde trabajaba, dedicada a la explotación agrícola a nivel global en cualquier tipo de terreno, previa adaptación climática, con el fin de abastecer las demandas del mayor números de mercados. Tom hablaba de Soja Co. como si fuera su propia empresa. Y, en cierta manera, así era: el Departamento de Clima prácticamente lo inauguró él y su desarrollo se debía, sobre todo, a sus esfuerzos. En esos momentos, su misión era modificar el clima de Horonya: su objetivo era lograr crear un clima casi mediterráneo, con máximas de treinta grados y mínimas de veinte. El reto que tenía por delante era conseguir en menos de un año una buena producción de naranjas; algo totalmente imposible en las condiciones actuales, que habrían dado lugar a frutos abrasados o demasiado ácidos como para ponerlos a la venta en el mercado japonés. El lobby de consejeros dietéticos de Japón había acordado que la naranja era un producto fundamental para la dieta, debido a su concentración en vitamina C y sus altas dosis de fibra, y sabían que si su sabor era dulce su éxito estaba garantizado, debido a la falta de comidas dulces en la dieta japonesa.

—Sí, amor, la verdad es que no sé como consigues crear un clima mediterráneo típico de 1990 en una tierra cómo ésa... —admitió complaciente María, aun sin haber escuchado con demasiada atención su charla anterior, pero con el amoroso objetivo de hacer viajar a Tom a las épocas que ella tan bien conocía.

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—¿Cómo era la vida en esos años? —preguntó él, apartando por un momento la vista del ordenador y desperezándose, haciendo crujir algunos huesos.

—Era una época de fertilidad y productividad en el Mediterráneo; las temperaturas eran muy suaves, en invierno no solían llegar a los 0ºC. Llovía con fuerza a finales del verano y principios del otoño, cuando ya se recogían la mayor parte de las cosechas. Y la gente hacía su vida en la calle; de hecho, por aquel entonces era más importante la ropa, la fiesta, la música, la cultura... que las casas. La mayoría eran blancas, bajas y muy sencillas por dentro —María sabía que con el hilo de sus palabras le envolvería y le sacaría de su concentrado estudio.

Tom le sonrió y le dio un suave beso en la mejilla con un susurrado “gracias”, uno de esos detalles que a María le volvían loca.

—¿Vas acabando? —le dijo María, acariciándole la cara con toda la ternura del mundo, acercándose a la tapa de su portátil —. Recuerda que hemos quedado a cenar con nuestros padres, tenemos que darles la noticia…

Tom cerró el portátil con una sonrisa. Él la respetaba, jamás preguntaba y siempre escuchaba. Tal vez su profesión había cincelado su carácter paciente y observador, a base de estudiar los climas que se habían visto tan afectados por el cambio climático: analizar un sinfín de variables, registrar en imágenes la evolución de las mareas, así como las oscilaciones en el número de habitantes; identificar las variaciones del consumo fósil al eólico y, de éste, al solar… tal vez en una semana tenía que visionar más de ochenta horas de película donde mostraban los últimos cincuenta años de un área tan extensa como Italia. Esa paciencia y meticulosidad le hacían ser objetivo, ecuánime y práctico. Algo que le ayudaba a relativizar las obsesiones de María. Ella quizás no le amaba como a Lucas, pero con Tom se sentía más libre, respaldada y, en definitiva, feliz.

—Tom, ¿qué te vas a poner? —estaba tan nerviosa…

—No sé, cariño, ¿qué quieres que me ponga? —preguntó él, infantil. Tom era incapaz de decidir por sí mismo en ese tipo de cosas, así que las había delegado de forma natural en María, ahorrándose un buen dinero en shoppers.

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Aunque como todas las parejas, Tom y María tenían su consejero matrimonial que les ayudaba a mantener el equilibrio en su relación, ellos se diferenciaban del resto de las parejas en que se esforzaban en ser auténticos. Odiaban parecerse a muchos matrimonios víctimas de veinte consejeros que, lejos de arriesgar en sus consejos, les sumían en un letargo familiar barnizado de vida normal. Y es que los consejeros tenían una función social vital en la vida de las parejas. En una sociedad que cabalgaba a toda velocidad entre el mundo digital y el físico, la vida parecía latir fuera de las personas: el consumo era inmediato, las relaciones estaban tan volcadas en el exterior que nunca existieron otras más solidarias, el acceso a la información era tan rápido y sencillo que se tenía un profundo conocimiento de las cosas… pero, al mismo tiempo, presos quizás de este ir a caballo entre el mundo real y el virtual, se tendía tanto a la idealización, que los referentes se tambaleaban, las personas eran inseguras y las relaciones familiares eran, por tanto, inestables y permanentemente puestas en entredicho. De ahí que se recurriera de forma habitual a la ayuda externa que prestaban los consejeros, en la que se valoraba la visión objetiva que aportaban y, sobre todo, su capacidad para establecer en las relaciones metas a largo plazo.

—Ponte la camisa azul con aquellos vaqueros vintage que te regaló tu madre, ya sabes que odia que lleves acrílico y lana —sugirió María.

—¿Lo odia ella o lo odias tú? ––respondió él con cierta sorna. Pero Tom, dócil como un niño, ni rechistaba porque, en el fondo, agradecía encontrarse siempre con todo preparado. María siempre le seleccionaba la ropa y le programaba su fotomensaje en la PD a la hora exacta en la que se solía vestir. Así que cuando recibía su notificación, siempre sonreía sin poder evitarlo.

A las ocho —en punto, como siempre— salieron por la puerta de su apartamento. Uno de los pocos habitados por personas jóvenes, ya que la mayoría de la comunidad estaba integrada por gente mayor, algo que adoraban porque pensaban tenían un carácter más amable y apacible, acorde al del propio Tom. Ya en el coche, de camino al restaurante, María rompió el silencio:

—Tom, tenemos que recuperar nuestras clases de caligrafía; desde que no vamos, noto que he perdido trazo y, además, estoy

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más nerviosa… escribir a mano me relaja muchísimo —María hablaba mientras miraba por la ventanilla, jugando con las luces de la noche, mientras aparecía y desaparecía el reflejo de Tom en el cristal, que sonreía al escucharla.

—Cariño, lo que tú quieras… algún día le encontraré utilidad a eso de escribir a mano —esos comentarios le sentaban a María como un jarro de agua fría.

—Cariño: hay gente que aprende a cortar al estilo sushi, otra que hace yoga y nuestro consejero nos recomendó la caligrafía —cortó ella clavándole los ojos. En esos micromomentos Tom le caía verdaderamente mal.

—María —siguió él, desternillándose de risa —, ¿nuestro consejero, dices? Le contrataste para mantenernos en armonía y, sin ni siquiera enterarse, habéis hecho un trueque muy bueno para ti: le has recostumbrado la casa cinco veces; se la pusiste de Ikea 90, de Vintage 1980, de Funcional 2010, de Feng Shui 1990… le has mencionado en tu comunidad de lectores más de veinte veces y, gracias a esas recomendaciones, apenas tiene tiempo para nosotros. Si tú le dices “caligrafía”, él va y te busca a su bisabuela, que casualmente es profesora de caligrafía, así de paso a ella la tiene entretenida y a ti te mantiene ocupada.

—¡Cómo eres! —protestó ella, tratando de mostrarse molesta con tal de no darle la razón y reírse con él—. ¡Además, todas las bisabuelas enseñan caligrafía; es una forma de completar sus ingresos y de mantener la ilusión de enseñar lo que en su día aprendieron y de hacer un bien a la sociedad!

Por un lado le molestaba enormemente que Tom siempre la adivinara; pero, por otro, le miraba con ternura. Era su hombre. Sin querer apareció en su vida… y María recordaba muy bien cómo. En aquellos tiempos, Tom, pese a su juventud, ya tenía un cargo de responsabilidad en Soja Co. A diferencia de la mayoría de los jóvenes de su edad, fofos de cuerpo y de espíritu, aplastados por el peso de una vida sedentaria y de un sobreproteccionismo casi neurótico, Tom era muy independiente. Sus padres habían hecho un buen trabajo con él, permitiéndole autogestionarse y dotándole de herramientas de supervivencia inusuales en aquella época como cocinar, organizar su tiempo, realizar tareas domésticas y, sobre

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todo, desenvolverse con autonomía. Esto le llevó a viajar más de lo habitual y a desarrollar su curiosidad hasta el límite de vivir su profesión con más devoción que obligación… En estas circunstancias, sin apenas tiempo de ocuparse de las cosas mundanas como la estética de su hogar, llamó un día a una decoradora costumbrista, con el encargo de recostumbrar su casa al estilo de la escuela Bauhaus de principios del siglo XX, donde la funcionalidad primaba sobre la forma. Había estado buscando estilos y espacios a través de comunidades virtuales hasta que se topó con la página personal de María. Como si ya la conociera, le escribió un mensaje que fue respondido prácticamente al instante y además por ella misma y no por la programación de Berta, que así se llamaba el servidor central de los PD’s de Tom y María. Al cabo de una semana, y después de muchos mensajes llenos de preguntas por parte de la costumbrista, a la que le gustaba llevar un par de líneas bien definidas antes del encuentro con el cliente, María se presentó ante Tom sin maquillaje, el pelo con grandes ondas recogido en una coleta —hecha probablemente de camino a su cita—, con su mochila colorida de algún país exótico, sus deportivas ergonómicas de colores llamativos y un pantalón muy ancho tapando gran parte de las zapatillas; por encima, una especie de poncho de color ocre.

Tom esperaba alguien más naif, con la nariz hacia arriba y mirando por encima del hombro. Sin embargo, cuando la vio entrar por la puerta, y a pesar de su habitual despiste por puro exceso de concentración, se sintió impresionado. Su belleza era, ¿cómo definirlo? Silenciosa, su belleza era silenciosa. No se daba ninguna importancia, tan sólo pretendía que la reconociesen por su trabajo. María estaba muy enfocada en su tarea, en explicar su decisión después de su labor de análisis; Tom, la escuchaba en tercera persona, muy de lejos… No podía dejar de mirarla; aunque de vez en cuando volvía en sí para realizar cualquier gesto o musitar alguna onomatopeya que avivara la conversación con ella quien, sin darse cuenta, empezó a verse envuelta en una agradable charla de más de tres horas que comenzó con las diferencias entre el Art Decó y el estilo Bauhaus, continuó con el trabajó de Tom, prosiguió con un paseo juntos porque él se sentía en deuda por haberle complicado el día de esa manera y terminó en una cafetería de un conocido de María en la que se miraron frente a frente por primera vez y se quedaron prendados el uno del otro… Pasaron los días y Tom se involucró tanto en el encargo que le había pedido a María que, una

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vez que llegó a su fin, y sin más días ni excusas para volver a verse, se armó de valor y la invitó a cenar. Desde entonces nunca se separaron y, en apenas un año, ya estaban viviendo los dos en casa de Tom… tirando por la borda, al mismo tiempo, todos los planes de rebelde noventera de María.

En aquel momento, mientras atravesaban un túnel, ella se hacía consciente una vez más de que le quedaba poco para entrar en el cupo de fertilidad y de que Tom era la persona de su vida con la que vivir ese acontecimiento tan importante. No tenía la pasión de otros novios ni, especialmente, la de Lucas. Digamos que era el segundo mejor como amante, como amigo y como compañero, pero era tan completo y equilibrado en todo lo demás, que a sus ojos esto le dotaba, incluso, de más atractivo. Además, Tom era más alto que ella y, a causa de sus frecuentes viajes y cambios de horarios, se obligaba a hacer ejercicio con mucha frecuencia, lo que le mantenía en buena forma, sobre todo si se le comparaba con el resto de los hombres de su edad, reflexionaba María mirándole con deleite. Aprovechando una breve retención del tráfico y, retomando la mención de la bisabuela del consejero, cambió de tema:

—Ella está fenomenal, no sé cuántos años tendrá, supongo que será como la mía, tendrá unos 110. ¿Sabes que en los 90 fallecían a los 80 años y con sólo 70 ya eran muy mayores? —nunca desperdiciaba la ocasión de hacer referencias a sus conocimientos sobre costumbrismo.

Tom seguía su conversación con una sonrisa y María se ponía nerviosa. “Ahora es cuando se toca el pelo”, pensaba él, como si jugara a la telepatía con su PD —Berta les retaba a adivinar sus pensamientos—; y, en efecto, María se tocaba el pelo. Y Tom se sonreía más. Definitivamente era extraño ver a una pareja con ese talante a punto de entrar en el cupo de fertilidad, pues lo habitual era que llegasen a ese momento estresados, cansados y superados por las circunstancias. Aprovechando que la retención duraba más de lo previsto, Tom se acercó a María y, sin decirle nada, le tomó suavemente la cara entre las manos y le dio un beso, un beso largo, de película, borrándole el carmín. “Te quiero, amor”, le susurró.

—Hemos llegado a vuestro destino —interrumpió una voz en el coche—. Recomiendan las judías verdes con tofu y el sorbete de mango asiático. ¿Queréis pagar la cena? Serán unos 140 coins. Y si

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lo compartís en Photoshare y haces un comentario en tu comunidad, María, te invitarán a una próxima cena para dos.

—Gracias Berta —le dijo Tom, al tiempo que accionaba el aparcamiento automático—, por favor, déjalo todo preparado.

—Su voz aún suena bastante automática, pero algo menos desde la última actualización del sistema operativo, ¿te has fijado? Ahora que lo pienso, no sé si prefiero que tenga una voz más de máquina para sentirme más humano precisamente… —reflexionó Tom en voz alta.

—¡Cómo puedes estar pensando en estas cosas en una noche como hoy! —le reprendió María. Tom se sonrió al verla alzar los ojos hasta casi rozar las cejas, con un levísimo suspiro: estaba muy nerviosa por la cena.

Las tres parejas llegaron prácticamente a la vez, tan sólo Tom y María se habían adelantado unos minutos, los justos para elegir la mesa más íntima del restaurante, un lugar espacioso con varios ambientes en tonos verdes, recordando a los bosques de bambú de Asia, a las plantaciones de trigo del Mediterráneo o a los landscape del norte de Gran Bretaña.

Paula —aunque todos la llamaban Pau— y Marc, los padres de él, eran altos, delgados y ágiles, sorprendentemente parecidos entre sí. Tenían una pequeña consulta de medicina preventiva para personas de tercera y cuarta edad. Pau era inquieta, siempre en continua búsqueda de algo que ni ella misma sabía qué: constantemente haciendo cursos, diseñando recetas para restaurantes, manteniendo reuniones con diferentes comunidades en actividades altruistas (y no tan altruistas)... La verdad es que Tom físicamente tal vez se pareciera más a su madre, pero había heredado el carácter de su padre. Marc era reservado, siempre pronunciaba la palabra justa, sabía escuchar, y analizar; de ahí que fuera considerado uno de los mejores médicos en medicina preventiva. Dentro de su especialidad —los mapas genéticos—, realizaba pequeñas modificaciones en el ADN para prevenir enfermedades genéticas, agudizadas por el estrés y los estilos de vida poco saludables.

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Aunque lo normal era tener dos o tres parejas a lo largo de la vida, Pau, a pesar de las desavenencias, nunca se había planteado dejar a su marido —su admirado marido— y asumió su rol de acompañarle y apoyarle en todo lo que hiciera. Y aunque no estaba bien visto tener varias profesiones, el negocio de la consulta les iba tan bien, que Pau compatibilizaba su faceta profesional con la culinaria, en la que había encontrado una forma de dar rienda suelta a sus necesidades creativas, creando recetas para los restaurantes más chic de la ciudad. La verdad es que se había convertido en una auténtica moda elaborar las recetas solicitadas por los comensales; era una especie de “lo hacemos por ti”. De hecho, en algunos restaurantes incluso hacían concursos de recetas entre los clientes, debido a la gran demanda de solicitudes que estaban en lista a la espera de ver su receta en la carta de su restaurante favorito, aunque fuera por un par de días. Para los negocios era una forma de fidelizar a su clientela y para los clientes era una forma de satisfacer diversas necesidades: para algunos, alimentar el ego mostrando sus obras a su comunidad; para otros, solventar algunas limitaciones como la falta de espacio en los hogares o la dificultad para encontrar ciertas materias primas… pero, en definitiva, compartir solidariamente los saberes con la comunidad hacía, por un lado, que las personas se sintieran más seguras y, por otro, que las personas alcanzasen cotas cada vez más altas en su desempeño. Como la propia Pau que, gracias a todo lo que había aprendido de unos y de otros y de los ingredientes a los que podía acceder, se había convertido en una referencia amateur casi profesional en el mundo de la cocina. De hecho, Pau organizaba talleres de cocina en restaurantes de amigos para que sus seguidores pudieran experimentar con aquellos platos que se imaginaban y no podían desarrollar en sus casas. Y en esto había tenido mucho que ver María, que le había creado un espacio de recomendaciones gastronómicas dentro de su extensa comunidad virtual. Una curiosa unión de la que les llegaron no menos curiosas propuestas: en ocasiones, los restaurantes les reclamaban a las dos; a una para rediseñar sus espacios y a la otra para elaborar una lista de platos fuera de carta. Bacalao confitado era la receta fuera de carta que Pau había preparado para esa noche.

—Aún ponen los mejores menús macrobióticos de la ciudad; además han hecho una buena inversión en drones camareros, porque tienen uno por cada cuatro mesas y el controller sabe cómo

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tiene que manejarlos para que sólo vengan cuando tú avises. Porque últimamente compran drones mal programados y es que, de verdad, ¡te tratan como si fueras al rancho! —comentaba Pau.

—¡Claro, es que los programan como si fuéramos clientes, como en el siglo pasado! —replicó la madre de María, que también se llamaba María—. Por lo menos aquí nos tratan como a comensales.

Los padres de María, Richard y María, eran shoppers inmobiliarios sólo para expatriados: atendían a extranjeros, principalmente asiáticos, que llegaban a la ciudad por motivos de trabajo y les buscaban un espacio lo más acorde a su estilo de vida, así como los drones y robots más adecuados que les ofrecieran los servicios más adecuados a contratar, investigando previamente su estado financiero… algo que aprovechaba María, pues este recurso también era una fuente de clientes para ella. Richard era como su hija, tan vehemente y pasional que cada vez que hablaba conseguía que todo el mundo guardara silencio. Su charla, lejos de ser pedante, resultaba muy interesante por la forma en la que enlazaba los temas, convirtiendo así las veladas en momentos muy agradables. María madre, como contrapunto, era silenciosa. Sin llegar a ser taciturna ni sumisa, sí adoptó el rol de permanecer a la sombra de su marido. Quizás por la personalidad arrolladora de él y de su hija, María madre era una persona observadora, amante y admiradora de su familia; siempre pendiente, siempre amable y con una sonrisa permanente en la cara, dispuesta a ceder la palabra a sus seres más queridos.

—¿No sabéis qué espanto? —María hija no paraba de hablar, estaba nerviosa—. Desde los 90 hasta casi 2020 ¡ponían música en los restaurantes! Hasta que no entró la comida macrobiótica y los espacios naturales en la hostelería, no se podía comer tranquilo.

—Es verdad, no sé cómo podían comer, ¡las digestiones debían de ser tremendas! —comentó Pau, mirando casi por impulso su PD. Pero sí, afortunadamente los inhibidores del restaurante cumplían bien su función y podían estar tranquilos.

—Así se está mejor… —apostilló con voz suave María madre, cerrando brevemente los ojos para sentir la calma que reinaba en el ambiente y el murmullo adormecedor de las conversaciones, tan sólo

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interrumpido por algún choque casual de platos o el posar de una copa sobre la mesa.

El padre de María, cosa rara, estaba callado. Sabía que a su hija le pasaba algo y estaba impaciente por saberlo. Algo se olía y se sonreía esperando la noticia, así que no pudo contenerse ni esperar a los postres:

—María —dijo un poco más alto, para que se le oyera.

—Dime —saltó su esposa.

—No, tú no; María, Tom, ¿qué nos queréis contar?

Tom se sonrío y María comenzó a tartamudear, cada vez más nerviosa, tomándole la mano. Tom, recto, casi solemne, comenzó a hablar mientras las otras dos parejas también se cogían de las manos, sonrientes. Todos imaginaban la noticia, pero querían escucharla por boca de Tom. Y no es que no creyeran a María, pero dicho por Tom era como más oficial.

—Hoy hace doce años que estamos juntos. Hace cinco que comenzamos nuestros trámites del cupo de fertilidad y hemos estado asistiendo a un consejero matrimonial para que nuestra relación no termine y para que nos prepare para una posible paternidad —todos, sin excepción, por un instante, apretaron las manos y agarraron con fuerza lo que tenían cerca, el mantel, la servilleta… —. La semana pasada hicimos las pruebas… ¡y nos dieron la aprobación válida para diez años como pareja apta para entrar en el cupo de fertilidad!

La alegría cayó, como una lluvia de confeti, sobre la mesa de aquel restaurante. Besos, abrazos y, cómo no, brindis a cargo de la madre de María. Pau, pensativa, tras unos segundos de silencio, balbució casi sin querer lo que más le inquietaba:

—Hijo ¿cómo vais a hacer si en tu nuevo destino estarás varios meses fuera de casa?

María respondió casi sin dejar que acabara de formular la pregunta:

—Me desplazaré hasta el lugar de trabajo de Tom, por temporadas. Nos vendrá bien salir un poco de la comunidad vecinal,

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conocer nuevas formas de convivencia… y para mi trabajo será estupendo escribir sobre otras culturas, me ayudará a tener una visión más amplia en mis publicaciones. Nos vamos a centrar en el trabajo de Tom y en enriquecer nuestra visión de futuro, tal y como nos recomendó nuestro consejero, dejando de lado, por ahora, las remodelaciones costumbristas; y me dedicaré a publicar en mi PD para mi comunidad todas mis experiencias en el continente africano. Alquilaremos un piso por temporadas, ya hemos hablado con sus propietarios… y ellos estarán un tiempo en nuestra casa, nos las hemos intercambiado. Así podremos estar tranquilos fuera de la oficina, pero cerca del terreno de Tom. Además, él no tendrá que estar todo el tiempo trabajando fuera, también podrá hacerlo desde casa con su PD y ayudarme cuando lo necesite.

—La verdad es que cada vez limitan más los cupos… Chicos, ha debido de ser muy duro —comentó Marc, condescendiente—. ¿Qué trámites habéis tenido que realizar?

—El cupo de fertilidad se da para tener un control de la natalidad. Debido a la sobrepoblación que tenemos, los requisitos que nos piden son muchos: controles financieros, auditorías exhaustivas, varios tests psicológicos, entrevistas con innumerables burócratas, evaluaciones de nuestras aportaciones a la comunidad y de nuestro compromiso social… —explicó Tom.

—¿Y estáis preparados? —preguntó su padre sin otra intención que expresar su inquietud—. Una cosa es que te den una aprobación y otra muy distinta es que estéis preparados...

Las tres mujeres miraron de forma inquisitiva a Marc, sorprendidas de semejante comentario por parte de alguien tan comedido como él.

—Disculpad… ha sido fruto de los nervios —dijo de inmediato, al darse cuenta de su metedura de pata.

Tom lo comprendió y le sonrió. Había esperado tanto este momento que nada podía estropeárselo.

—La verdad es que esto de los cupos de fertilidad es como follar con una máquina —continuó Richard, al paso de su consuegro.

—¡Cariño! — le riñó su esposa.

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La cena se iba tensando por momentos. Era curioso cómo una buena noticia se iba enrocando de esta forma. Tal vez había muchos secretos de alcoba entre las parejas…

—Bueno —comenzó Tom con serenidad—, hace no más de cincuenta años cualquiera podía tener niños en cualquier situación…

Parecía que no le escuchaban, había cierta tensión en el ambiente, pero él continuó, decidido a disiparla.

—El cupo de fertilidad nos permite tener niños y, aunque es bastante desnaturalizado, tiene su razón de ser. Somos demasiada gente, nuestros mayores cada vez son más mayores y la jubilación cada vez es más tardía. Hay casos en los que hasta los cuarenta años las personas no pueden incorporarse a un trabajo estable; una edad elevada para formar un hogar y una familia. Eso por no hablar de que estamos abocados a la especialización y a una vida laboral global. Lo que significa que la calidad de la enseñanza debe ser mucho más exigente; y eso, con tantos niños, es difícil de atender. No hay recursos para tanta gente. Es todo demasiado grande para tantas personas y hay que estar muy preparado para entrar en el cupo de fertilidad. Este cupo nos permite tener tantos niños como queramos, y podamos, en el plazo de diez años, de modo natural o por tratamientos de fecundidad.

—Excepto adoptar, que todos sabéis que está permitido en cualquier etapa de la vida… —interrumpió María.

—¿Por qué esa excepción, hija? —le preguntó su madre.

—Bueno, la adopción supone un proceso diferente y el gobierno entiende que los niños necesitan salir cuanto antes del acogimiento estatal para integrarse en una familia y ser entregados a familias que naturalmente no pueden tener niños. Por eso quedan fuera del cupo de fertilidad.

—El caso es que nos tenemos que limitar a este periodo bajo unas condiciones socioeconómicas concretas, en función de nuestros ingresos, de si estamos bien integrados en nuestra comunidad… — retomó Tom, limpiando unas migajas invisibles del mantel.

— ¿A qué te refieres con esto? — interrumpió Pau.

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—Pues Pau, hay comunidades formadas exclusivamente por personas mayores que no pueden tener hijos de forma natural ni adoptar por cuestiones obvias; otras sólo de inmigrantes, que no pueden entrar en el cupo de fertilidad debido a su situación de inestabilidad por la posibilidad de volver a su país, ya que se entiende que se necesita un periodo más o menos extenso para proporcionar una estabilidad familiar… Se exige que la comunidad sea homogénea y estable en todos los aspectos. Las instituciones saben que nuestros hijos son el futuro de todos —Tom se dio cuenta de que, sin querer, quizás estaba siendo demasiado categórico y sus familiares podían sentirse ofendidos, así que relajó el tono a fin de resultar más empático—. Antes, en vuestra época, al ser algo más natural y no haber tanta población, todo estaba menos auditado. Ahora quieren garantizar que nuestros hijos vengan al mundo con cierta estabilidad, puesto que, con toda probabilidad, compartirán su existencia con cuartas generaciones debido a la calidad de vida que tenemos todos. Y, por supuesto, ya que hay un control de la natalidad, se intenta que sea en las mejores condiciones posibles.

—¿Y si no estás en el cupo y tienes hijos? —insistió Pau, recordando tal vez el momento en el que ella vivió su maternidad; tan diferente al de ahora que parecía que hubiesen transcurrido no años, sino años luz.

—Pues aparte de caerte una buena multa, el gobierno no se responsabilizaría de ciertos privilegios, como una sanidad adecuada o el acceso a las escuelas que quisieras, sino que se limitarían a darte plaza donde hubiera hueco. Es decir, el impuesto del cupo que tenemos que pagar nos ofrece una estabilidad que de otra forma, no tendríamos.

—¡Pero la educación y la sanidad son obligatorias! —intervino Richard, algo indignado, casi atragantándose con un sorbo de vino.

—Sí, la educación además es obligatoria para todos hasta los diecinueve años —añadió María, pasándole una servilleta— y todo ciudadano tiene unos derechos. Pero a nuestros hijos queremos darle los mismos privilegios que a nosotros nos habéis dado y que ahora mismo, por la superpoblación que vivimos, que es un cuarto más que hace cien años, no podremos darles si no estamos dentro del sistema.

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—¡Has dicho “nuestros hijos”! ¿es que pensáis tener muchos? —preguntó Pau, ya con voz de abuela.

—Bueno, bueno… veamos que somos capaces de saber hacer uno —cortó Tom precipitadamente, un poco incómodo por el terreno íntimo al que se estaba desviando la conversación.

Percibiendo el silencio en la mesa, prosiguió:

—Así que sí, volviendo a vuestra pregunta, la respuesta es sí: María es la mujer que amo y estamos preparados para dar este paso —y llamando a su suegro por su nombre quizás por primera vez, como reafirmando su entrada en un estatus diferente al entrar en el cupo de fertilidad y asumir un nuevo reto laboral—; y Richard, me encanta hacer el amor con María, así que al entrar en el cupo de fertilidad, pocas veces follaremos.

Richard se quedó muy cortado. La verdad es que todos se quedaron con cara de pasmo. Sin embargo, María, como siempre, siguió atusándose el pelo, como cada vez que hablaba su chico, como asentando lo que decía… y, poco a poco, la cena fue quedando atrás, dejando paso a una sobremesa tranquila y pacífica, como era habitual en esos encuentros.

—Tom, hijo, muchas gracias por la cena y enhorabuena a los dos —se fue despidiendo Marc.

—Enhorabuena, Pau, por la receta del bacalao que han hecho, estaba delicioso. Espero que tengas mucho éxito esta semana; la verdad es que parte de mi comunidad ya está recomendando el plato y están publicándolo en sus redes, ¡está siendo todo un éxito! —comentaron madre e hija a Pau, mientras ésta se despedía de ellas con un abrazo y una sonrisa.

Los seis desfilaron hacia la salida del restaurante y ya dentro del coche María comenzó a llorar. Tom la abrazó.

—Sí, vamos a casa, Berta… —dijo Tom, en voz baja, mientras Berta efectuaba al instante el pago de la cena y ponía rumbo a su hogar.

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—Gracias, Tom… eres lo mejor de mi vida —respondió María, besándole, dejándole un rastro de sus lágrimas en la comisura de los labios.

A la mañana siguiente María estaba radiante. Tom se había levantado silbando, había puesto la música que les gustaba y se habían puesto a desayunar lo de siempre, uno enfrente del otro como siempre y con la ropa de casa de siempre. Pero se sentían diferentes, más unidos. Como si el amor fuera una responsabilidad. Ningunos de los dos habló, ni comentó nada sobre lo sucedido la noche anterior. Sólo se besaron, se miraron… tal vez estaban asumiendo y reposando tantas emociones… De repente a los dos les saltó la notificación de su PD.

—¡Oh, no! —saltaron los dos a la vez, como sus PD—, ¡el día de la comunidad vecinal!

Siguieron sin decir nada, pero no dejaron de tocarse, de cogerse de la mano, buscándose el uno al otro. Tal era su sintonía esa mañana que, a pesar de no cruzar palabra más que un “buenos días” y un “te quiero”, los dos se vistieron prácticamente de uniforme para esa mañana de trabajo comunitario.

Como cada día de comunidad vecinal, los vecinos sacaban los juguetes, la comida, los cepillos y demás artículos para limpiar a los perros del vecindario. Ya nadie tenía mascotas en sus casas. Desde hacía tiempo, además del reciclaje de enseres y el mantenimiento de las estaciones domésticas de energía, una de las tareas de la comunidad también era cuidar a los perros y gatos que vivían sueltos por el vecindario. En esas jornadas reinaba un ambiente festivo y las comunidades virtuales se infestaban de comentarios, selfies y noticias sobre los animales. Sam era la “mascota” de Tom y María, un pequeño y jadeante bulldog francés blanco con manchas marrones. Cada dos fines de semana y a la misma hora, se plantaba en su puerta, como si supiera que le tocaba su acicalamiento periódico. Esta vez venía completamente marrón, ya que durante la semana estuvo lloviendo y estaba tan sucio que apenas se diferenciaban sus manchas marrones de la porquería… A cada vecino le acompañaba como una sombra, su dron personal que, a su vez, estaba conectado al PD y reloj de cada vecino. En cuanto Berta escaneó y reconoció a Sam, ella misma se encargó de llamar a un dron de limpieza que estaba de servicio comunitario y le

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sujetó mientras el otro le levaba con su manguera, ignorando los gruñidos de Sam. Los drones se ocupaban, además, de realizar un seguimiento de cada perro a través del microchip para llevar un censo canino global, el control de nacimientos y fallecimientos, las vacunas y esterilizaciones… todo ellos sufragado por el impuesto de comunidad vecinal.

Hasta bien entrada la tarde, no volvieron a casa. La entrada tenía un pequeño mueble donde dejaban los zapatos y se apelotonaban unos calcetines enormes de colores vivos que cada persona que entraba se enfundaba religiosamente. Mientras María se ponía unos verdes con borlas rojas de inconfundible y anacrónico estilo navideño, decidió llamar a Alí y Nona. Prácticamente hablaban todos los días para ultimar todos los detalles del intercambio de casa. De momento, Tom iría allí un mes y estaría con ellos, quienes ocuparían más tarde su casa, en septiembre.

—Nona, de verdad que no me cuesta nada. Con tanto cambio, ¿a lo mejor necesitáis un ambiente más Feng Shui del 2000? Tú cuéntame cómo tenéis vuestra casa y trataré de ambientaros la nuestra para que os sintáis lo más a gusto posible…

—Eres muy amable, María —respondió Nona—. Por cierto, muchas gracias por ocuparte de todo. Ya hemos respondido a los formularios que Berta nos envió y nos ha mandado la lista de todo lo que necesitamos. De veras, estamos muy agradecidos.

Cuando María colgó el teléfono, ayudó a Tom a terminar de hacer la maleta mientras él revisaba en su PD el manual de Soja Co. con las recomendaciones sobre el lugar, las obligaciones como trabajador, así como las indicaciones que le había enviado Alí.

A la mañana siguiente partía hacia África.

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Capítulo 2. La llegada

A pesar del aire acondicionado, se notaban las altas temperaturas y, sobre todo, la humedad: ya empezaba a sentir la ropa pegada al cuerpo. Después de tantas horas de avión, Tom pensaba que si no fuera por Berta, se encontraría totalmente perdido, pues ya ni sabía en qué momento del día se encontraba, a pesar de las pastillas para dormir que tomó para evitar el jet lag. Después de dos trasbordos alrededor del mundo, por fin llegó a su destino. En su PD saltó una notificación recomendándole beber agua para evitar una alteración de biorritmos. Se sentía fatigado, pero una vez más, y como si Berta fuese la propia María, le hizo caso sin rechistar y se fue a un baño a refrescarse la cara y echar unos tragos de agua. Ya más despierto, quiso llamar a María, pero no tenía cobertura y la WiFi no estaba operativa. Su reloj recibió otra notificación de Berta: “Tom, por favor, llama a María cuando llegues, le gustará saber de ti. Ya le he notificado que, según la información de los vuelos internacionales, estás en tierra”. “Gracias Berta”, le respondió él.

El aeropuerto era un caos, saturado de personas y animales que compartían el escaso espacio con los drones que iban por el suelo y los que, con dificultad, iban por el aire. Mientras se arrastraba por la pasarela mecánica, se dedicó a observar a las personas, diferenciando con facilidad a las que eran nativas de las extranjeras, más allá del hecho del color de su piel. Prácticamente todos tenían un PD de última generación y lo llevaban conectado a su reloj. Pero su forma de vestir era muy distinta, pues así como los extranjeros llevaban ropa deportiva, de tipo running sólo que de colores neutros, casi todos los nativos vestían con camisetas de fútbol de ciudades europeas.

Después, como si hubiera dado un salto al siglo pasado, tuvo enfrentarse a varias horas desorganización y, cómo no, colas: colas de espera por las maletas, colas para el rudimentario control de visados, la cartilla de vacunaciones, el registro de su PD para el checklist de salud… Como si las horas de avión no machacasen lo suficiente, aún le obligaban a seguir rodeado de gente sudorosa que, como él, llevaba ya más de un día sin ducharse. Y, para rematar, esa asfixiante humedad del ambiente que hacía que le costase tanto respirar. Aquello era tan pesado, pensaba Tom, que a pesar de lo

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hambriento que estaba, si en ese momento le pusiesen delante un plato de comida, con toda probabilidad lo rumiaría…

Al fin pudo conectarse: “Hola amor, ya he llegado, te envió algunas fotos. El video no capta bien lo diferente que es esto… sólo faltan algunas naves espaciales de las pelis antiguas ésas que te gustan. Hasta me parece que su forma de hablar es como la de los alienígenas!”. Era de noche y despertó a María, que llevaba una de sus camisetas, una enorme y muy usada con un dibujo enorme de un indio americano, un sioux o un apache; a María no le importaba lo que fuera, tan sólo que al abrazarla sintiera que Tom estaba allí, en su camiseta: le echaba de menos. “Te quiero, preciosa —continuaba el mensaje—, estoy bien. En cuanto te levantes, dile a Berta que me busque. Espero estar ya en casa de Alí y Nona”. “Te quiero mi vida, pronto estaremos juntos”, respondió ella. Habían decidido que Tom adelantase su llegada para darle tiempo a María a tenerlo todo listo, como a ella le gustaba; además, era la primera vez que dejaba su casa a unos extraños y se sentía más segura supervisando todo el proceso. Además, Tom estaría tan ocupado que los primeros días era mejor que él se hiciera con el espacio, a su manera, y que ella, siempre atenta a tantos detalles, no le alterara. Le conocía muy bien. Sólo habían discutido una vez, pero él perdió tanto los papeles y a ella le dolió tanto, que sabía que era mejor respetarle y dejarle hacer.

Una vez finalizados los trámites, Tom avistó a Alí y a Nona. Ella le pareció mucho más guapa que en las videollamadas y también tuvo la misma sensación de siempre cuando se conoce por primera vez en persona a alguien que has tratado mucho a través de videollamadas: la altura y el olor. Tanto Alí como Nona eran mucho más altos de lo que él pensaba y el olor de Alí era fuerte, no desagradable, sólo fuerte; el de ella intenso y dulce, rozando lo empalagoso. Al saludarle, le hicieron una media reverencia, como de gratitud, a la que él no supo responder, y le abrazaron con una enorme sonrisa. Tom no estaba acostumbrado a que invadieran su espacio vital, pues en su comunidad nadie se rozaba salvo en el contexto de las relaciones familiares o íntimas y, además, no le parecía que fuesen tan conocidos, a pesar de las videollamadas. De cualquier forma, tuvo que reconocer que sus anfitriones le dispensaron una acogida muy cálida.

Cuando se abrieron las puertas que dejaban atrás el caos, la bofetada de calor y humedad fue terrible. Alí no permitió que su

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invitado llevase el equipaje y Tom, aunque se sentía como un bisabuelo resistiéndose al paso de tiempo, después de un par de pasos por la calle, nunca reconocería cuánto le agradeció aquel gesto… Casi a la vez que ellos, les abordó un hombre con algo parecido a un uniforme de Soja Company. Era menudo y con rastas y tendría unos veinticinco años. Iba sudando por las prisas y, con expresión de apuro, miraba con agobio la notificación de su PD, que le conectaba con la PD de Tom, como empleado de Soja Co.

—Señor Tomás, soy Adú. Vengo a recogerle... —dijo con acento extranjero, de tal forma que más que “Tomás” pareció decir “Zhomás”.

En ese momento, Tom se sintió muy violento porque sentía que abandonaría a sus anfitriones si se iba con aquel pequeño hombre dentro de una camisa tres tallas más grande que él. Pero finalmente, entre todos, decidieron que Tom iría con Alí y Nona y que Adú llevaría las maletas. Tom temía que sancionasen a su ayudante si no hacía el recorrido del aeropuerto hasta su nuevo hogar, ya que sabía que su salario dependía de las horas de servicio a los empleados de Soja Co. y del grado de satisfacción de éstos con dicho servicio. Así que entre los drones de vigilancia personal de Alí y Nona, la presencia de Adú y los dos coches, Tom se sentía poco menos que un líder de comunidad…

Se pusieron en marcha. Estaban como a una hora de la casa de Alí y Nona y éstos, a su vez, a dos horas de las plantaciones de Soja Co. La verdad es que había casas y hoteles pagados por la empresa mucho mejores que la de Alí y Nona, pero María, no sabía muy bien por qué, se había decantado por esta otra opción. Tal vez por la hospitalidad que le transmitieron a través de su perfil en la red de casas compartidas. O tal vez por el hecho de sentirse cercana a sus costumbres y la posibilidad que vislumbraba de ser tratados como amigos, no sólo como huéspedes. Y tal vez también por la necesidad, más o menos latente, de salir un poco del entorno de Soja Co., que a veces más que una empresa, le parecía una secta; todos uniformados, hablando la misma jerga y esperando ascender por la meritocracia impuesta por la dirección. Sí, tal vez era más seguro un hotel, pero la verdad era que convivir con los empleados que se hospedarían allí no era una opción que María contemplase; y menos aún teniendo en cuenta su especial situación al estar en el cupo de fertilidad. Lo que necesitaban era intimidad y cambiar de

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ambiente; no llevar Soja Co. hasta su cama. Así que, aunque aún no les había conocido en persona, María estaba segura de haber acertado al renunciar a la comodidad frente a la hospitalidad de Alí y Nona… Tom iba pensando que aunque se hubiese hospedado en un hotel, esto no le habría evitado la realidad a la que se enfrentaría: a condiciones muy hostiles. Y no tanto por el sofocante calor, sino por la responsabilidad de su trabajo. Su misión era modificar el clima de la zona con la previsión de que el 40% de la producción de naranjas de Japón saliera de allí. Y sabía lo que se jugaba la compañía, por lo que sentía que toda la presión del éxito o el fracaso recaía sobre él…

El camino a casa de sus anfitriones estaba plagado de unos contrastes que Tom no esperaba: calles sucias llenas de animales igual de sucios que conferían al paisaje un tono ocre y homogéneo, casas bajas hacinadas de gente, niños jugando a tirar piedras a los pocos drones que se veían en la ciudad… Lo cierto es que no entendía muy bien la función del dron en un hábitat como ése. El tráfico se regulaba con semáforos, a la vieja usanza, no había fuentes de microenergía, las calles estaban patrulladas por un más que numeroso equipo de personas perfectamente uniformadas. Si se paraba a observarlas, con su pantalón gris corto, su camisa de manga corta sin una mancha de sudor y perfectamente planchada, asustaban más que tranquilizaban por su cantidad y por lo que destacaban entre ese paisaje ocre.

Le llamaron especialmente la atención las patrullas de la Agencia Internacional de Epidemias (AIE), a las que vio por la carretera. Es cierto que desde hacía semanas había noticias de su intervención, pero como a tres mil kilómetros de donde estaban. María estaba preocupada por este hecho y más cuando desde Soja le pidieron a Tom que fuese al médico preventivo para revisar su mapa de ADN y a ponerle una serie de vacunas preventivas.

—¿Llevan mucho tiempo aquí, Alí? —se interesó Tom.

—Desde hace aproximadamente tres meses, pero cada vez se ven más —reconoció Alí. Alí era corpulento, sus brazos eran gigantescos y tenía la voz grave, aunque con mucho menos acento que Adú, como resultado de haber estudiado en Europa durante su juventud.

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—¿Qué función tienen los drones aquí? —preguntó Tom casi sin querer, en realidad estaba pensando en voz alta.

—Son puntos de conectividad para las patrullas —le respondió Alí inmediatamente, sin despegar los ojos de la carretera.

Ante la expresión de asombro de Tom por todo lo que estaba viendo y conociendo de su territorio, Nona levantó las dejas y apagó su sonrisa perenne. Se sentía avergonzada al percibir que a Tom no le gustaba lo que estaba viendo, cuando ella estaba muy orgullosa de dónde vivía.

—Vamos por una vía de circunvalación —quiso explicarle Nona—. Nuestra casa está a las afueras de la ciudad. Si trazas un círculo, el Aeropuerto queda al sur y nosotros vivimos al norte, justo en el lado opuesto; estamos como a unos cincuenta kilómetros.

Tom asintió con interés.

—Si te fijas, la ciudad tiene dos áreas bien diferenciadas: la que vienes conociendo durante el viaje y el centro, donde están los edificios más altos, de cristal.

Al fondo se veían algunos edificios altos, muy brillantes. Destacaban algunos, junto con una torre de telecomunicaciones que tenía una especie de donut tumbado arriba del todo. Sin duda era singular, se veía desde cualquier punto de la ciudad. En realidad lo que Tom contemplaba no era muy diferente de otras ciudades en las que ya había estado, sólo que ésta destacaba por lo que resaltaban los pocos edificios altos que había respecto a otros paisajes.

—La mayoría pertenecen al gobierno o a la empresa de explotación y transformación de minerales. De hecho, las más altas son de las multinacionales de la minería: oro, diamantes y grafito, sobre todo —continuó Nona.

—¡Vaya, el grafito sí que da dinero…! —se asombró Tom al ver tales edificios.

—Es el mineral base para el desarrollo del grafeno. Después de que el silicio dejará de ser la base de la tecnología, apareció este material mucho más resistente y mejor conductor. Cómo siempre en la historia de nuestro continente, lo explotan empresas extranjeras

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forrando de oro a los hombres que controlan los aranceles —añadió Alí en tono pesimista—. Sin embargo, a pesar de las desigualdades provocadas por la minería, con empresas como Soja Co. y con la llegada de expatriados como tú, hemos aprendido a compartir, a generar trueque, con servicios y productos que los extranjeros apreciáis mucho y que aquí son muy comunes, como la ganadería, las recetas de cocina más tradicionales, la pintura, la música…incluso os enseñamos a pescar como se hacía en las antiguas civilizaciones.

—En nuestra ciudad también utilizamos el trueque, pero, por lo que dices, supongo que no lo tenemos tan desarrollado como vosotros… —añadió Tom.

—Nosotros cambiamos estos bienes por medicinas, acceso a la Red, PD’s… con eso conseguimos organizarnos, como vosotros, a través de comunidades. Así, los poderosos siguen siendo poderosos y ricos, encontrando en nosotros mano de obra barata. Y aunque nosotros, gracias a este trueque, somos algo más autónomos, seguimos dependiendo de vuestras infraestructuras para necesidades básicas como el agua y la energía…Gracias a empresas como la vuestra, el sueldo de muchos paga la infraestructura de muchos. Pero la variación de precio nos obliga a impagos o a pagar con dificultad, porque si el oro, los diamantes o el grafito bajan, los precios suben porque ellos quieren ganar todos los días lo mismo. Y eso sí que lo pagamos.

—Si tuvieras que hacer una valoración, Alí, ¿sois más felices que antes o menos? —preguntó Tom, con sincero interés.

—Somos más humanos. Nuestras condiciones han pasado de ser infrahumanas a humanas en los últimos cuarenta años. Pero en cuanto a nuestra autonomía… somos igual de dependientes que antes —contestó Alí con paradójico optimismo, a juego con los contrastes de la propia ciudad.

Tom reflexionó sobre todo lo que estaba escuchando y, como si le adivinaran el pensamiento, Alí se adelantó a lo que estaba a punto de preguntar:

—¿Sabes, Tom? Mis padres trabajaron duro en casa de un capataz de una mina de oro. Mis abuelos, a su vez, enseñaron a

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cocinar y leer a mis padres, que fue lo que les permitió que me enviaran, no sin esfuerzo, a estudiar en Europa. Mientras estudiaba trabajé como camarero, lo aprendí de ellos. Y conocí mucha gente… los estudios me permitieron entender por qué Europa es lo que es, más allá del “museo del mundo”; su sociedad, sus comunidades y su economía, a pesar de la dificultad que supone la convivencia de tantos idiomas y culturas tan diferentes en tan poco terreno. Y —mirando con ternura inusitada a Nona, mientras le cogía de la mano— allí nos conocimos. Ella entró a trabajar como auxiliar de cocina en el restaurante donde yo trabajaba. Como era estudiante, no tenía licencia de trabajo ni siquiera para ser ayudante, un grado más… ¡y menos mal que no la tenía!

—Si hubiera sido ayudante, en vez de auxiliar, habría estado en otro lugar y no se habrían cruzado nuestras vidas —explicó Nona, con su sonrisa inmensa.

—Desde el primer día que la vi supe que ella sería mi compañera… —y Alí volvió a poner los pies en la tierra y los ojos en la carretera — Una vez que terminó sus estudios de experta en seguridad en redes, regresamos a nuestro país. Sí, la vida era mejor en Europa, tal vez nuestro futuro estaba en desarrollarnos como profesionales en un mundo de competencia extrema, pero nuestra condición de extranjeros nos limitaba. Y además queríamos una vida mejor para los nuestros, devolverles lo que ellos nos dieron y enseñarles a los que nunca saldrán de aquí una forma de vida mejor que la que tienen. Eso fue lo que nos hizo emprender todo esto de la agricultura vertical.

—Pero pensaba que la agricultura vertical hacía referencia a edificios de varios pisos o rascacielos… —comentó Tom.

—Bueno, en realidad se refiere a cualquier cultivo en el interior de la casa. Se llama “vertical” simplemente por la forma de ubicar los cajones de cultivo verticalmente —aclaró Alí—. Así que ya ves, en una ciudad donde el clima ya ves cuál es y las alturas de las casas son las que son, sin embargo creemos que podemos vivir de ello, crear puestos de trabajo y dar de comer a mucha gente.

Llegaron a casa.

—Ésta es tu casa, Tom —le dijo Nona.

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Era pequeña y modesta, pero tan cálida como si fuera suya; sin lugar a dudas, la mano de María se notaba.

En la entrada había un pequeño interruptor y Tom buscó la cámara y el reconocimiento biométrico para acceder a la vivienda. Nona se lo imaginó y sonrió:

—La puerta se abre con llave, Tom…

Los techos eran más altos de lo que estaba acostumbrado a ver y los suelos eran de piedra anaranjada, tirando a ocre como el resto del paisaje, y bastante frescos, como pudo comprobar cuando se descalzó y mientras paseaba por el salón, lleno de fotos de ellos en diferentes ciudades de Europa.

—Si no te importa, ésta será tu habitación hasta que nosotros nos vayamos y os dejemos la nuestra —le comentó Nona, ayudándole a meter el equipaje, con cierto tono de culpabilidad—. Si necesitas algo, no dudes en pedírmelo.

—Gracias Nona, eres muy amable —a Tom, casi por contagio, se le estaba empezando a agrandar la sonrisa.

Recién duchado, con un pantalón corto y una camiseta naranja, se paseó por la casa, tratando de que todo le fuera lo más familiar posible en el menor plazo de tiempo, como si fuera un sabueso rastreador.

—¿Tendrás hambre? —le preguntó Nona, mostrándole el mantel de la mesa, dándole a entender que iban a comer.

Mientras, María, desvelada, daba vueltas por la cama, preocupada por el cupo de fertilidad, por dónde iban a vivir los próximos meses, por el trabajo de Tom, por dejar parte de su propio negocio en manos de colaboradores con la necesidad que ella tenía de supervisarlo todo… Necesitaba sentir la paz de Tom. Estaba acostumbrada a sentir su ausencia en los viajes, pero él siempre se las ingeniaba para que su PD se transformase en una especie de “santuario” para la pareja, siempre enviándole fotos, mensajes o pasajes con el fin de que sintieran que siempre tendrían un lugar en el mundo donde estar juntos… aunque a veces ese lugar fuera sólo virtual. Pero esta vez era diferente porque la responsabilidad que implicaba el proyecto de Tom era enorme. Y no es que dudara de él,

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sino más bien del proyecto… y de lo desconocido, sobre todo teniendo en cuenta su “especial” situación personal. Berta le mandaba actualizaciones de las noticias sobre la zona y la verdad es que cada vez eran más numerosas y menos tranquilizadoras por la presencia de la AIE en el territorio.

Se levantó a beber un vaso de agua a la cocina y, bajo su vaso favorito, se encontró una carta inesperada de Tom.

—¿Cómo habrá escondido el papel y el bolígrafo sin que yo me diera cuenta…? —pensó al verla.

Una carta manuscrita era algo que María no se esperaba. Tal vez era la primera vez que Tom se esforzaba en aplicar lo aprendido en las clases de caligrafía con la bisabuela de su consejero. Su letra era de palo, sencilla:

“Hola amor, gracias por la vida que me das, que me regalas. Soy tremendamente feliz junto a ti. Siento que esta vida nos pertenece y tú haces que sea posible. Eres mi luz, mi aliento… sin ti no hubiera podido afrontar este reto para el que siempre me sentí preparado. Juntos lo conseguiremos. Gracias, mi amor, por ceder tanto por mi sueño y hacerlo tuyo también.

Te quiero tanto, Tom

María, emocionada por el esfuerzo de su detalle, volvió a la cama y se abrazó a su almohada, que aún olía a él; y leyó la carta una y otra y otra vez… hasta que se quedó dormida...

—Berta, ¿qué hora tiene Tom? —se despertó de un sobresalto, más tarde.

—Es la una de la madrugada de mañana, María.

María dio un salto: ¡luego eran las cuatro de la tarde: se había quedado profundamente dormida!

—Mándale un mensaje a Tom, por favor. Si no contesta, no lo intentes de nuevo. Estará dormido, entre el viaje, el cambio de horario, conocer a Alí y Nona…

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Inquieta, encendió la pantalla de la cocina para atender sus mensajes de trabajo mientras comía algo; no sabía muy bien si era un desayuno, una comida, un brunch o una merienda. El caso que se dispuso a devorar todo lo que encontró en el frigorífico. La pantalla mostraba los mensajes de su extensa comunidad, preguntando sobre decoración, dándole consejos sobre su próximo viaje…

—Berta, por favor, contesta estos mensajes; ya sabes lo que tienes que hacer.

Berta había sido programada para registrar todos los mensajes y para tenerlos en cuenta con el fin de generar unos nuevos, respondiendo así, de una forma más o menos personal, a cada seguidor que se interesaba por el trabajo de María. De esta forma, sólo le filtraba una media de entre siete y diez mensajes que no era capaz de descifrar, respondiendo de forma autónoma a los restantes cincuenta diarios. La pantalla estaba dividida normalmente en tres ventanas. La primera estaba dedicada a la actualidad general. La segunda a la actualidad de su propia comunidad y en ella respondía a menciones, compartía enlaces… aquí es donde Berta constituía una ayuda fundamental, al ser capaz de responder exactamente lo que la otra persona quería escuchar, haciendo crecer su comunidad día tras día. Y la tercera ventana era la más profesional, su ventana de trabajo: en ella dejaba sus artículos, fotografías y todo lo que tenía pendiente de publicar, así como los proyectos que tenía que cerrar con sus clientes. Para llegar a ese nivel de precisión en la interacción, tuvieron que invertir bastante en un programador en inteligencia artificial para Berta, pero no tardó en dar sus frutos… salvo algún que otro desajuste, en los que Berta contestaba en otro idioma o enviaba alguna noticia de deportes como respuesta a alguna consulta de decoración.

La comida de Tom se prolongó hasta la noche. No sabía si por el cambio horario, por la excitación de compartir tantas cosas o por la hospitalidad de sus anfitriones, lo cierto es que se sentía muy a gusto charlando con ellos. Pero ya tenía ganas de conectarse con María.

De improviso, apareció la imagen de Tom en pantalla gigante en el escritorio de María.

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—¡Huy, hola, cariño! ¿te ha despertado mi mensaje? —quiso saber María.

—No, cené mucho… Nona preparó demasiada comida a base de cordero, todo riquísimo, pero entre la cena, el calor, y el cambio de horario… —viendo la cara de María se dio cuenta de que no había dicho las palabras mágicas— Pero no podía dormir porque te echo de menos.

María sonrió, alargó la mano hasta la pantalla hasta acariciar su cara.

—¿Cómo son? —le preguntó ella.

—Estupendos, una gente muy hospitalaria. La casa es pequeña, pero tiene tu toque. Hace muchísimo calor, así que prepara la maleta con ropa que absorba bien el sudor; olvídate de tus modas, cuanto más absorba mejor, imagina que serás una senderista, las veinticuatro horas del día, amor.

—Vale —soltó María, de forma seca sin motivo aparente, como rabiosa por sentir que le daban instrucciones.

—Te echo de menos…—susurró Tom.

—Sigue durmiendo —respondió María con voz maternal; que Tom la extrañase hacía que automáticamente su rabia se diluyese y se convirtiera en la María de siempre—, tienes que descansar.

—Mañana hablamos, ¿vale? Avisaré a Berta para que te mande notificaciones y, según el horario, hablamos. Creo que la mejor hora son las seis de la mañana, que son tus nueve de la noche —propuso Tom.

—Sí, tal vez sí —respondió María— ¿Estás nervioso?

—Mucho —admitió él.

—Descansa, respira hondo y cierra los ojos; seguro que te duermes pronto.

—Un beso.

—Un beso.

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Tras la conversación y nada más desconectar, volvieron las tres ventanas a la pantalla de María. Y justo en ese preciso instante la primera pantalla empezó a mostrar imágenes de la AIE acotando un área en contra de la voluntad de la población para preservarla, durante al menos cuarenta días, de un presunto virus. María se sintió furiosa al ver cómo trataban a la gente, indignada al comprobar que siempre les tocaba a los mismos pero también aliviada porque, al menos, la AIE iba a actuar. Desde que la AIE operaba, las epidemias se habían reducido drásticamente… de hecho, en el buscador global de información, se veía que la gráfica de tendencia de búsquedas en los últimos cinco años ya se había focalizado por regiones. Durante años, sirvió como indicador real el nivel de preocupación de la población, según el número de búsquedas de cierta epidemia o sintomatología. Pero ahora, las búsquedas globales sobre código de laboratorio tipo OX14HJ7, por ejemplo, se habían reducido a búsquedas locales.

María siguió buscando información al respecto porque estaba realmente preocupada… y también, aunque nunca lo hubiera reconocido, porque no se sentía a gusto. Su conversación con Tom había sido muy corta y, no sabía por qué, no le había agradecido su carta. Es verdad que él tampoco había estado muy parlanchín, pero bueno, era la una de la madrugada y estaría cansado por el viaje, pensaba María…

Tom tampoco estaba a gusto y daba vueltas en la cama, en un desagradable duermevela y con una extraña sensación de que había algo en su habitación. Encendió la luz, pero no vio nada y volvió a adormecerse. Al poco, miró su PD, leyó sus notificaciones, se quedó dormido leyendo, se levantó al baño, encendió la luz… ¡y ahí estaba lo que sentía! Su grito despertó a toda la casa.

Alí, nada más entrar, empezó a reírse sin poder parar. La cara de susto de Tom, dejó paso a la rabia; no entendía nada.

—Es nuestra salamandra, vive en la pequeña charca que tenemos en el patio… es la forma más efectiva y natural de mantener la casa limpia de insectos —le explicó Alí, entre risas, mientras Nona le hacía u sutil gesto para que parase ya.

Tom volvió a la cama, pero ya no pudo dormir.

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Capítulo 3: Las noticias

Sonó el despertador, pero Tom ya se había levantado. Cada mañana tenía la costumbre de realizar unos estiramientos, independientemente de que luego tuviera la oportunidad de ir al gimnasio o hacer deporte con sus amigos. El esfuerzo esa mañana era mayúsculo porque la copiosa cena y la falta de descanso hacía que su cuerpo sintiese que aún no había bajado del avión, pero tenía que hacerlos porque sabía que su rutina decaería si se tomaba una licencia, aunque fuese sólo una. Superando su lucha interna, hizo sus ejercicios y, por evitar una noche tan divertida como la anterior, revisó que no hubiera ninguna otra sorpresa y se dispuso, de paso, a hacer la cama antes de salir de la habitación. El tejido de las sabanas le resultaba nuevo al tacto, bastante tieso y suave al mismo tiempo… Poco a poco iba tomando consciencia de dónde estaba.

Entró en el baño, que estaba justo en la puerta de al lado. Era terriblemente pequeño, pues una vez sentado en el inodoro sus piernas tocaban con la puerta. Necesitaba una ducha con desesperación y se fijó que de la pared salía un grifo con una alcachofa bastante grande. Al abrir el grifo se sorprendió de la presión del agua: justo lo que necesitaba. Con la cabeza bajo el agua se sonrió porque le parecía que el agua le olía a café, la otra cosa que necesitaba para empezar el día con fuerza. La ducha aplacó un poco sus nervios. Esos quince minutos eran probablemente los únicos del día en los que estaba centrado en disfrutar de sí mismo, sin la PD en la mano, sin hablar con nadie, ocupado en nimiedades tan esenciales como afeitarse como a él le gustaba, simplemente. Sintiéndose renovado, se enfundó el uniforme y se miró al espejo, dudando si se sentía el responsable climático de una grandísima multinacional o un aprendiz de boy scout. Se sentía un poco ridículo, la verdad, su pálido color de piel, su aspecto de hombre de oficina y ese uniforme evidenciaban que era un guiri al que habían soltado en mitad de la nada.

—Buenos días, Tom. No te pregunto cómo has dormido… —Nona se reía a mandíbula batiente.

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Tom encontró una mesa perfectamente puesta con frutas variadas, huevos revueltos, algo parecido a unas judías, alguna galleta y una jarra de café humeante, sobre el que se abalanzó nada más verlo. Nona le interceptó.

—Espera, Tom, pruébalo antes; es café puro preparado a nuestro estilo, probablemente te amargue mucho.

Tom miró a Nona como un niño al que le acaban de quitar un caramelo y trató de disimular su ansiedad por tener entre sus manos el último elemento de su ritual matutino para sentirse lo más parecido a “en casa”.

—El café lo cultivamos nosotros —le explicó ella —. Cuando las cerezas de café están maduras, extraemos a mano los granos de café, los tostamos a la manera tradicional, lo molemos directamente, echamos el agua y lo dejamos en reposo. El sabor es mucho más fuerte de lo que estás acostumbrado, por eso mejor que lo pruebes antes.

Tom lo probó y, en efecto, era fuerte. Pero su amargor se veía contrarrestado por el dulce de las galletas y la fruta, el salado de los huevos y esas pequeñas judías blanditas que tenían un sabor más bien tirando a dulce, cocinadas tal vez según la receta de las antiguas colonias inglesas… Era, probablemente, uno de los mejores desayunos que había probado nunca. Y como tal lo disfrutó, sin percatarse de que cuatro ojos le observaban mientras él comía como un chiquillo, sin apenas dejar tiempo entre bocado y bocado. Cuando se dio cuenta, levantó la mirada y con la boca llena dijo algo parecido a “Está todo delicioso, Nona”, al tiempo que le saltaban dos judías de la boca y a todos les daba la risa.

Una vez repuesto, Tom les comentó que en media hora llegaría Adú.

—Por favor, haced vuestra vida, no estéis pendientes de mí. Me sentiría muy mal y no podré atenderos. Os ruego que me disculpéis, pero tengo que tener toda la atención puesta en mi trabajo —se disculpó en tono profesional—. Siento lo precipitado de todo esto; de haberlo sabido, habría programado mi llegada unos días antes. Estoy muy a gusto con vosotros, sois tan amables… Los dos asintieron con la cabeza, algo contrariados, sin decir nada.

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En ese momento sonó la PD de Tom; era Adú avisando de que se iba a retrasar diez minutos porque había encontrado mucho tráfico. Así que Tom, que ya se sentía casi uno mas de la familia, recogió la mesa y ayudó a limpiar la cocina, con toda naturalidad, sabiendo dónde se guardaba prácticamente todo, como en su casa. María tenía razón, en un hotel no habría tenido ninguna de esas experiencias, ni se habría sentido tan acompañado estando tan lejos de su hogar. Después de secarse las manos con un trapo y volver a dejarlo colgado en su gancho de hierro forjado, cogió su PD para ver las noticias.

—Alí, ¿te fijaste ayer que había grupos especiales de la AIE por la calle? Pero si las noticias dicen que todo el foco de la epidemia está a más de tres mil kilómetros…

—Están de paso, esto es sólo un punto intermedio de su camino. Si han de intervenir está bien, vamos a ver imágenes duras estos días… pero al menos me siento segura, no estamos abandonados como lo estuvieron nuestros abuelos —intervino Nona.

—Sí, debe de ser muy duro que te saquen de tu casa y no te dejen comunicarte con los tuyos de la noche a la mañana… duro tanto para los ciudadanos como para los soldados —reflexionó Alí, cerrando el último cajón que quedaba abierto.

—Una vez intervienen, cortan todos los suministros, sólo consumen alimentos precintados. A las veinticuatro horas de cancelar todos los accesos, las fuerzas de prevención desinfectan toda el área intervenida, normalmente con apoyo aéreo. Hacen analíticas de ADN y además un seguimiento bacteorológico y vírico durante cuarenta días con apoyo de drones de vigilancia, sanitarios y laboratorios móviles, transcurrido el cual comienzan los suministros originales para que en cien días esté todo reestablecido —explicó Tom, como si fuera un experto en epidemias, aunque sin despegar los ojos de su PD.

—Pero realmente ¿qué es la AIE? —preguntó Nona, tratando de interesarse por algo que preferiría que no tuviera que existir.

—Es una agencia internacional e independiente, formada por la unión de recursos de muchos países con el fin de enfrentarse a las epidemias. Hace muchos años que se producen muchísimas muertes

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por su causa, pero no se conoce exactamente su origen. Unos piensan que son atentados terroristas; otros, complejos experimentos… el caso es que encontrar los focos y proteger a la población era casi imposible, de ahí que las naciones se unieran formando la AIE, para luchar contra el talón de Aquiles de la población —ilustró Alí.

—Ahá… —respondió Nona, acercándose a su marido para pellizcarle la mejilla —¡Lo que no sabes tú no lo sabe nadie!

Sonó el timbre de la puerta.

—¡Hola señor Tomás! ¿cómo está? —saludó Adú, igual de apurado que en el aeropuerto. La misma persona, la misma ropa, la misma torpeza del aeropuerto… pero trasladada a la puerta de Alí y Nona.

Se echó en la parte trasera del coche con la esperanza de recuperar algo del descanso perdido de la noche.

—Ya puedes correr, Adú, son las 7.15 a.m. Nos quedan dos horas de camino y a las nueve en punto tengo que estar en la puerta de la plantación. ¡Ya llevamos quince minutos de retraso! —espetó Tom a su conductor con voz firme, pensando que aquel muchacho de mirada perdida y sobrado uniforme ya no le hacía tanta gracia. Le había costado demasiado tener ese puesto de responsabilidad como para que un rastafari despistado se la jugara de esa manera…

A la vez que el coche arrancaba, Tom encendió su PD.

—Berta, ¿está María despierta?

En un instante aparecía la foto de María. Recordó que le hizo esa foto el día que les anunciaron su entrada en el cupo de fertilidad. Se acordaba de que se la tomó antes de darle el beso que le quitó el carmín… su brillo en la cara, sus ojos mirándole, su pelo suelto... perdió por un segundo la noción de dónde estaba.

— Hola, cariño —ahí estaban ella y su voz. Parecía que hacía meses que no la veía.

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—Mary, perdona —así la llamaba de forma cariñosa—, me lo voy a poner en modo voz porque me están llevando al trabajo y no te veo bien en la videollamada.

Mientras Tom le contaba todo lo que había desayunado, iba mirando por la ventana y, a pesar de las explicaciones de Alí y Nona sobre Horonya, no pudo evitar verlo con los mismos ojos de desagrado del día anterior… Poco a poco fueron dejando atrás la ciudad. Las torres del centro parecían emerger del paisaje sobre una nube de polvo, lo que les confería un aspecto más poderoso todavía.

Llegaron a una pequeña barriada por donde discurría la carretera. Tom miró por la ventanilla: era la primera vez que estaba tan cerca de un semáforo, con su luz en rojo. Paseó la mirada alrededor y se topó con una pequeña tienda. Tenía unos carteles metálicos que Tom no comprendía, con los bordes oxidados y las letras repintadas sobre las anteriores como para evitar que el óxido se comiera también el mensaje. Tan sólo entendió una cifra: 1,5 coins.

—¡Adú! Perdona Mary…—seguía hablando con ella—. Adú, ¿qué venden ahí?

—Agua y viandas —contestó.

—¿Nos retrasaremos mucho más si compramos una botella de agua? —preguntó Tom.

—No, sin problema —y Adú metió tal acelerón y frenó con tal derrape que se quedó a un palmo del establecimiento levantando una polvareda enorme. Tom salió del coche un poco avergonzado, entre el espectáculo y su aspecto de forastero, sabía que no pasaría inadvertido.

—Espera, Mary, ahora te llamo, voy a bajar con el chófer a comprar agua.

Entraron en la tienda. Estaba muy limpia y ordenada a pesar de su aspecto exterior. Las estanterías estaban repletas de chocolatinas, frutos secos, galletas y envoltorios multicolores de pequeño tamaño. Al final del establecimiento había una pared entera con refrigeradores que sólo vendían una cosa: agua. Cogió dos

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botellas, una para Adú y otra para él. El resto de la estancia lo atestaban cajas llenas de frutas, cereales y café.

Cuando fueron a pagar, varios lugareños se agolpaban en el mostrador pegados a un pequeño televisor, que mostraba imágenes del ejército de la AIE. Los lugareños sonreían, con las mismas sonrisas francas de Alí y Nona.

—Adú, ¿qué ocurre?

—Las fuerzas internacionales de epidemias están llegando a Horonya para atender la epidemia que hay en Mazimbde, el país de al lado.

—¿Y por qué se alegran tus vecinos? —Tom no daba crédito a lo que veía.

—Porque son muchos y dejarán muchos coins para nosotros, ¡es algo bueno para la comunidad! —dijo Adú, con cierta alegría.

Reemprendieron el camino, con la firma ya típica de Adú, las huellas delanteras marcadas sobre el terreno. Tomo retomó la llamada.

—¡Hola, cariño! Oye, ¿qué dicen en las noticias, sobre…?

—¡Pensé que nunca me lo ibas a comentar! —asaltó María, sin dejarle terminar —. Dicen que va a ver más de diez mil tropas de la AIE donde tú estás.

—Sí, así es, lo acabo de ver en la tienda… Aquí todo el mundo parece estar contento, dicen que están de paso, como una parada previa a la intervención. La zona de la epidemia queda como a tres mil kilómetros —le tranquilizó Tom—. La verdad es que aquí todos sonríen y, más que ajenos a la zona de cuarentena, viven esto como si fuera la fiesta nacional y el ejército tan sólo estuviera aquí para desfilar.

—¿De verdad? —se sorprendió ella.

—Sí, cariño… Ahora cuando desconectemos te mando las notificaciones. Estáte tranquila, de verdad. Al principio imponen, pero luego ves que todo está relajado, realmente se les ve de paso por

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aquí. En Mazimbde es otra historia. Se está complicando todo mucho porque la población se siente aprisionada y sufre represalias. Han cortado los suministros de alimentación y agua para evitar que se contagie el resto de la población. A los lactantes les recluyen con sus madres en lugares completamente aislados… la verdad es que la situación es dantesca. Están asustados y eso está complicando la intervención de la AIE. Es por eso que los refuerzos están esperando aquí, para que la población de Mazimbde no se sienta invadida y evitar, así, más revueltas y, en definitiva, males mayores. Ya vivieron algo similar hace medio siglo y no quieren volver a sufrirlo.

—Gracias, Tom…—María sintió en ese momento que no podía vivir sin él.

—Cariño, te tengo que dejar. Voy a revisar todas las notificaciones del trabajo antes de llegar.

—Vale, amor mío, un beso...

María colgó tranquila y en paz y se dispuso a llamar a sus padres, a los de Tom y a abuelos y bisabuelos para contarles cómo le iban las cosas a Tom en Horonya. Prefería ser ella la “fuente de información“ que escribir un mensaje de grupo que, como una bola de nieve, aumentara a cada vuelta y comentario. Y, sobre todo, pensaba que así evitaría que pusiesen nervioso a Tom, que de por sí ya lo estaba, y le distrajesen pidiéndole que contara una y otra vez la misma historia.

En la PD de Tom apareció la primera persona con quien se encontraría en su lugar de trabajo. Se llamaba Katy y era la asistente de campo. Se encargaba de atender las necesidades de todos los especialistas que venían de la central de SojaCo. Después de conocer a Katy, le esperaba su primera reunión de equipo, en la que conocería a los compañeros con los que trabajaría durante los próximos seis meses y los hitos que deberían alcanzar en su trabajo.

Finalmente, y a pesar del retraso de Adú y la parada del camino, apenas llegaron diez minutos tarde. Hasta donde podía alcanzar su vista, el terreno era bastante árido, árboles secos, tierra muy amarilla y agrietada y, sobre todo, mucho polvo por todos lados. A lo lejos había una franja verde donde se intuía algún río que atravesaba la zona. Pasaron por una verja, que no era más que una

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valla cortada que bordeaba una extensión enorme, tras la cual, y como de la nada, aparecieron un par de drones que se pegaron al vehículo para escoltarlo.

—¿Qué pasaría si nos saliésemos del camino que marcan los drones? —se preguntó Tom. Pero no se atrevió a decirlo en voz alta, no fuera que Adú se le ocurriera probar.

Las notificaciones de la PD comenzaron a saltar con los perfiles de cada miembro del equipo: su formación, su experiencia, sus contactos profesionales, referencias y todas las redes a las que pertenecían. Era un grupo de ocho personas, muy numeroso para los que solía tener Soja Co: un líder de equipo, un climatólogo más aparte de él, un agricultor, un antropólogo conocedor de la tierra y costumbres de la zona, dos técnicos en drones y Katy, la asistente, que ya estaba esperándole para recibirle. Adú le sorprendió esta vez con una precisión inusitada, deteniéndose justo en línea con Katy y, sobre todo, levantando una nube de polvo mucho más discreta.

La asistente era más baja y corpulenta de lo que trasmitía en la foto. Vestía el mismo uniforme de Tom, sólo que más ajustado, y lucía unas piernas fuertes y una bonita piel, del mismo color del café que había tomado en casa de Nona.

—Hola Tom, bienvenido a la plantación de Soja Co. —le dijo Katy, tendiéndole la mano y con la sonrisa más grande que podía soportar su cara, como toda la gente con la que se había cruzado hasta el momento, como si no percibieran la hostilidad de su terreno, el peligro de una epidemia y la proximidad del ejército de la AIE—. Mi nombre es Katy y mi trabajo consiste en atender todas sus necesidades tanto laborales, como de estancia.

A Tom le pareció un tanto forzada aquella bienvenida, pero estrechó su mano con calidez.

—Acompáñeme, por favor, el equipo ya le está esperando —le dijo Katy, invitándole a caminar delante de ella.

Mientras se dirigían hacia la zona de trabajo, la asistente hizo gala de todas las atenciones que implicaba su puesto, “¿qué tal el viaje”, “¿qué tal la estancia?”, “¿qué tal Adú?”, “¿qué tal sus anfitriones?” y, por supuesto, “si necesita algo, por favor no dude en

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avisarme a través de su PD”. Antes de entrar, le entregó sus gafas de trabajo.

—Ya las tiene programadas, Tom.

No eran muy grandes, pero sí muy robustas comparadas con las que estaba acostumbrado a utilizar. Se las puso al momento y atravesaron unas cortinas traslúcidas, que hacían las veces de puerta, tras las cuales se encontró a todo el equipo, que charlaban animadamente de trabajo. Gracias al reconocimiento facial de sus gafas, Tom pudo conocer sin problema el nombre de todos los miembros del equipo y el cargo que ostentaban. Allí estaba Mauro, el líder, bajito, con la cabeza rapada al cero. No necesitaba hablar muy alto para hacerse entender, tenía un discurso directo y claro. Tampoco necesitaba sus gafas, así que las llevaba colgadas en los botones de la camisa, ya que, por su tamaño, no le cabían en el bolsillo.

—Adelante, Tom —le hizo un ademán—. Y, por favor, dígale a Adú que no se retrase la próxima vez porque podrá tener una sanción.

Tom levantó las cejas, asombrado del control que transmitía Mauro. Ni se le pasó por la cabeza decirle que, parte del retraso, fue culpa suya.

—En estos momentos la inversión más importante de la empresa está en nuestras manos. De nosotros depende el éxito de Soja Co. Si no funcionamos como equipo, todo se irá al traste.

Todos escuchaban de pie, casi con solemnidad, las palabras de Mauro que, en su boca, sonaban de algún modo amenazantes.

—Poneos las gafas, vamos al terreno... —ordenó Mauro.

Subieron al todoterreno. Tom no había vuelto a ver hasta ese momento un coche sin conductor. De pronto todo le pareció muy lejano, cuando en realidad sólo había pasado un día desde que partió… Tras recorrer unos diez kilómetros, llegaron hasta la franja verde que había avistado a su llegada. Era una vasta extensión que se perdía en el horizonte, pero que dejaba ver, allá a lo lejos, las torres de la ciudad. Al menos, Tom tenía una referencia. Lo cierto es que a pesar de la buena acogida que estaba teniendo, se sentía

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intranquilo. Quizás sentía el propio desasosiego de María y quería verla, sabía que ella le necesitaba. “Una semana se pasa pronto”, pensó, deseando encontrarse con ella.

Comenzaron a caminar entre la tierra húmeda, manchando sus inmaculados uniformes de boy scouts, pasando entre la gente que ya estaba trabajando. A la memoria de Tom acudió el recuerdo infantil de los días de lluvia en los que no podía salir de casa y jugaba con su hermano con sus muñecos de exploradores. Porque así se sentía él, un muñeco, un extranjero en su propio trabajo o un colono, quizás… se sentía observado y eso le incomodaba.

Llegaron a una mesa en mitad de un solar. Además de un techo de lona, tenían alrededor microgeneradores de energía solar que alimentaban algunos ventiladores, las máquinas de agua y demás aparatos, así como una mini central de energía para los PD, gafas, relojes y demás aparatos de cada miembro del equipo. En una mesa aparte, les esperaban un termo de café, bidones de agua y varias cestas de frutas.

—No dudéis en beber y comer en cantidad —recomendó Mauro—, el calor y la humedad pueden hacer que os sintáis mareados o, incluso, que os desmayéis, si no estáis acostumbrados a este clima.

Tom logró abstraerse de sus sensaciones y centrarse en el plano que tenían delante. Cada uno tenía superpuesto en las gafas los mapas de calor de las diferentes zonas, así como información técnica muy específica. La extensión era enorme, unas cien mil hectáreas, y sólo en ella tenían previsto lograr alrededor de la mitad de producción de naranjas de España, llevando a figurar, así, a Soja Co. entre los quince productores de naranjas del mundo.

Por un momento, Tom levantó la mirada por encima de las gafas tratando de alcanzar con la mirada lo que acababa de ver en los planos, pero todo lo más que vio fueron decenas de personas limpiando el terreno para poder arar y sembrar. Se agachó para sentir la tierra con sus propias manos.

—Hay bastante agua bajo tierra —recalcó Mauro, acercándose a él.

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—No será suficiente, Mauro —replicó Tom—. Necesitaremos drones veinticuatro horas al día refrigerando y humedeciendo la extensión hasta que se instalen los invernaderos.

Mauro sabía que existía esa posibilidad, pero se salía de presupuesto.

—Señores, esa opción es la más rápida, pero tenemos que trabajar en un plan B, en alguna alternativa. Porque, si por algún motivo, los drones no superan las condiciones climáticas, en vez de naranjos tendremos que instalar talleres de drones, además de pulir el presupuesto de contingencias. Si algo bueno tenemos es que somos un equipo pequeño, así que las opiniones serán tomadas muy en cuenta para acometer las decisiones de forma más ágil y efectivas. Necesitamos inventar sobre la marcha y por eso estamos todos nosotros aquí. Estoy convencido de nuestro éxito.

El sol iba poco a poco calentando más y más, mientras el sudor recorría sus frentes y espaldas, pero no aflojaron en su debate para encontrar posibles soluciones. Roger, el antropólogo, aportó la importancia del riego por inundación y por goteo, aunque en su momento se dejó de usar debido al enorme gasto de agua, junto a los problemas del mantenimiento para tener un terreno homogéneo… En su lluvia de ideas, algunas eran más locas que otras, pero todos habían hecho suyo el reto lanzado por Mauro y la jornada alrededor de aquella mesa en mitad de la nada transcurrió casi sin que se dieran cuenta.

—Señores, tomemos un respiro —les dijo Mauro cuando el sol ya se estaba poniendo — ¡Hasta mañana!

El resto del equipo se resistía a marchar, pero miraron a su alrededor y se preguntaron en qué momento se habían quedado solos, pues ni se habían percatado. A bordo del todoterreno, fueron llevados al mismo punto donde Katy recibió a Tom y en el que, ni se había dado cuenta, había unos barracones para poder ducharse y cambiarse de ropa.

—¡Adú, no vuelvas a llegar tarde! —le dijo Tom cuando entró en el coche, tirándose de nuevo en la parte de atrás, con ganas de hablar con María de nuevo — Hola Berta, ¿puedes avisar a María

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cuando se despierte de que estoy de camino, por favor?¿Hay algún mensaje para mí?

—No, Tom, no hay mensajes. Ya contesté a todos, como me pediste. Te escribieron de la oficina principalmente y te llegaron algunos recibos, que ya reenvié a María.

—Gracias Berta —respondió Tom, al tiempo que aparecía la foto de María en su PD —. Hola cariño, ¿qué tal el día?

—Hablé con todos, te envían recuerdos… —dijo María en medio de un bostezo, pues en su cielo aún no había salido el sol.

—¡Huy, vaya voz de dormida que tienes… !

—Por cierto —tratando de despejarse un poco—, me encantaron las fotos que publicaron Nona y Alí de tu llegada y de vuestra cena, ¿me dejas publicarlas en mi comunidad?

—Sí, claro ¿por qué no lo vas a hacer? ¿desde cuándo me preguntas eso?

—Estás cansado ¿eh? Se te nota en la mirada… —y María se acercó la pantalla a los labios, dándole un beso — ¿Qué vas a hacer ahora?

—Llegaré a casa y me iré a dormir directamente, necesito descansar...

—Tom, tu carta… fue preciosa, me encantó. ¿Ves como valía para algo tu caligrafía? Ha sido uno de los mejores regalos que me has hecho nunca —ahora eran los labios de Tom los que ocupaban toda la pantalla.

Tras su breve charla con María, Tom se quedó dormido y Adú aminoró la marcha para no despertarle con ningún frenazo. Al llegar a casa, Nona, que había oído el coche, estaba en la puerta y vio cómo Adú, con un gesto de silencio, salía del coche muy despacio… y cerraba la puerta de un portazo. Tom dio tal brinco que se convirtió de nuevo en el objeto inesperado de sus risas.

Después de cenar un riquísimo guiso de sémola y verduras, Tom quiso ayudar a Nona a recoger, pero con la excusa de que Alí

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estaba fuera haciendo unas gestiones previas a su partida y cenaría más tarde, Nona le ordenó, como a un niño, que se sentase a descansar, mientras encendía la pantalla, casi por inercia, y escuchaba una vez más, ya como quien oye el hilo musical, las noticias de Mazimbde. Tom se sintió tan impresionado por las imágenes de los niños con sus madres en fila, custodiados por militares con máscaras, que también prefirió vivir por un momento ajeno al asunto y puso una película…

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Capítulo 4: La música de Adú

La luz de la calle empezaba a entrar sin permiso por la ventana, tornándolo todo de un bonito todo anaranjado. Y Tom, recostado, estaba más que despierto, pensando en mil cosas inconexas entre sí. No había sonado aún el despertador de su PD y ya se sentía acelerado, así que cerró los ojos, respiró hondo y trató de concentrarse en una sola cosa: en recrear mentalmente el trazo de su caligrafía en la carta que le escribió a María, línea a línea, repasando cada letra… Cuando reescribió la carta por completo, abrió los ojos y descubrió que había logrado vaciar su cabeza y podía apreciar, ahora sí, el fulgor naranja que bañaba su habitación: su ropa limpia encima de la silla, las botas llenas de barro, la mesa de escritorio donde estaba su PD, un bolígrafo, la libreta donde practicaba caligrafía, una lamparita muy fina y delgada con una única hilera de bombillas led, algunas monedas y billetes de Horonya… Se sentía raro con esto de los billetes y las monedas, pero la falta de tecnología del país les impedía cobrar aún mediante PD, una muestra más de los contrastes que se vivía en un lugar que cabalgaba entre dos mundos.

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Con la alarma del despertador, Tom se levantó de un salto y comenzó su rutina diaria. Al mirarse en el pequeño espejo del baño, pudo ver las primeras marcas del sol en el cuello y los brazos y eso le hizo recordar que llevaba ya cuatro días en un país que, a priori no le agradaba —la incomodidad, el calor, el polvo, las carreteras…— y en el que, paradójicamente, se sentía ¿cómo explicarlo? Se sentía más… humano. Mientras se duchaba, se dio cuenta de un detalle importante: no había escrito a María, ni mirado su PD y, por un momento bajo el agua, se sintió culpable. ¿En qué momento había cambiado tanto su vida? Era un contrasentido; por un lado, se sentía aliviado, liberado de tanta interconexión, tan sólo responsable de ser él mismo. Sin embargo, por otro lado, su PD era como una prolongación de su ser, un anexo digital que le mostraba que su mundo era mucho más extenso y rico que su realidad cotidiana… hasta que se vio seducido por esta tierra que estaba tan lejos de la suya, pero que sentía tan cerca.

Mientras se vestía, oyó a Nona y a Alí discutir. Se sorprendió, porque le costaba imaginárselos desprovistos de sus sonrisas. Al entrar en la cocina, Tom trató de devolverles lo que ellos le daban cada día, pero por más que mantenía su gesto, no consiguió más que los músculos de la cara le tirasen y sentirse ridículo. Alí y Nona tenían una expresión verdaderamente grave.

—No llevas nada en la mano ni en los bolsillos, ¿hoy no vas a enterarte de las noticias, ni de tus mensajes? —preguntó Nona al verle, con un hilo de voz.

Tom dio un respingo porque, por su cara, se temió que algo gravísimo hubiera ocurrido, un ataque bacteriológico, o de extremistas… Salió corriendo hacia su habitación y cogió su PD.

—¿Qué ha pasado?

La máquina le respondió en nanosegundos.

—Tom, tienes veintiún mensajes de trabajo, cuatro de María…

—¿Y qué noticias hay? —interrumpió.

La voz automática le contó los titulares y coincidían, más o menos con los del día anterior, así que respiró aliviado y volvió a la

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cocina. Pero nada había cambiado allí. Nona, como siempre, había preparado una abundante mesa para desayunar y el inconfundible aroma del café lo impregnaba todo, como el espeso silencio que ya resultaba interminable. Ninguno de los tres terciaba palabra y se dispusieron a tomar asiento mientras el naranja del sol ya se había vuelto blanco y el vapor del café se cernía sobre los platos y cacharros de la cocina como la niebla matutina del skyline londinense.

Una vez que Tom se hubo acomodado, Alí miró a Nona, buscando su aprobación. Ella asintió con solemnidad, como si se tratase de la mismísima Reina Madre, y Alí comenzó a hablar más bajo y más despacio de lo habitual, como si estuviera diseñando cada palabra y ordenándolas en su cabeza al tiempo que las pronunciaba, por miedo a que salieran de estampida todas a la vez.

—Tom, como sabes nos dedicamos a las plantaciones verticales en nuestra ciudad, principalmente de café y trigo —Alí no miraba a los ojos a Tom, sino que se miraba sus propias manos, que tenía entrelazadas como para impedir que se le escaparan las palabras —. Desde que decidimos volver a Horonya, tanto Nona como yo deseamos, por encima de todo, crear riqueza a través de los alimentos básicos, pero con todo lo que aprendimos sobre gestión en Europa.

Nadie se atrevía a probar bocado. La única que se movía era Nona, que servía los cafés en medio de una danza silenciosa, casi artística, sobre la mesa.

—Nuestra cultura es endogámica de por sí y, de alguna manera, sigue siendo tribal. Tenemos grabado a fuego el respeto a nuestros mayores y el compromiso de devolver a nuestra familia lo que ellos han hecho por nosotros. Sí es cierto que los que hemos tenido la oportunidad de vivir fuera hemos traído aire fresco a la comunidad y esto hace que cada vez sea más tolerante y próspera; de hecho, nuestro plan de desarrollo fue muy bien acogido por el gobierno... —tomó un sorbo de café, mientras pensaba bien como iba a proseguir— Pero, como sabes, nuestro país se ha dedicado históricamente al desarrollo rural, mientras que vuestros países occidentales han crecido tanto con la irrupción del mundo digital, que prácticamente han desaparecido las fronteras. Allí todos vivís y trabajáis en red y es tal la demanda de transmisión de datos que

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generáis, que en nuestro país han surgido dos situaciones que nunca pensamos que llegarían.

Tom ni pestañeaba.

—Por un lado, el acceso a la información por parte de nuestra población, fue obligando al gobierno, no sin revueltas, a ceder en beneficios sociales inimaginables hasta el momento, como la educación o la liberación de contenidos. Antes de la irrupción del mundo digital, el control lo tenían los gobiernos. Ahora gran parte de la población que antes vivía en la miseria y dependiendo de la ayuda internacional, ha aprendido a sobrevivir con sus propias manos gracias al acceso a los conocimientos que les proporciona Internet, como por ejemplo ha aprendido a reciclar —miró a Nona buscando su complicidad—, accede a la cultura… ¡algo impensable hasta hace bien poco!

Nona sonrió.

—Y, por otro lado, está la demanda del grafeno, un material esencial para aumentar la resistencia y la velocidad en el proceso de datos. Estas dos situaciones han llevado a que Horonya se convierta en un gran productor de grafeno —Alí se masajeó brevemente las sienes, su cabeza echaba humo —. El mundo, como bien sabes, se ha convertido en una gran propiedad repartida entre unas pocas macro empresas, donde los gobiernos han pasado a ser meros vórtices que mantienen el equilibrio de la riqueza entre la empresa y los bienes sociales. Pero cuando los gobiernos optan por ponerse en el lado de la empresa, el desequilibrio social se hace insostenible, creando brechas insalvables. En Horonya, como casi en cualquier país africano, el reparto esta desequilibrado. El gobierno controla los recursos y ostenta el poder económico, mientras que la población sigue viviendo sólo y exclusivamente de lo que puede producir con sus manos. ¡Ojo, Tom! —levantándose de la mesa—, este hecho es un cambio fundamental en África. No hace más de cincuenta o setenta años, la mayoría de la gente sobrevivía gracias a la ayuda internacional. La nueva ayuda viene ahora de la mano de Internet, gracias a la cual estamos aprendiendo a aprovechar la información para el desarrollo de nuestros hijos. Y a pesar de que el gobierno sigue teniendo muchísimo poder, nosotros somos más libres que antes y estamos consiguiendo autorregular nuestros recursos y

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construyendo nuevas relaciones gracias, por ejemplo, el trueque, fuera del control gubernamental.

Mientras hablaba Alí, Tom se dio cuenta de que el humo del café había desaparecido: se había enfriado. Así que dio un trago sólo por refrescar la garganta.

—Mientras la demanda del grafeno aumentaba, todo iba bien —prosiguió—, pero cuando surgieron más productores, los precios cayeron, pues en vez de unificarlos a través de una coalición de producción, como ocurrió entre los países de producción petrolera con la OPEP hace más de un siglo, permitieron su caída. Esta situación creó una crisis en cadena: los productores aumentaban los impuestos para cubrir el gasto público, la población global dejaba de consumir bienes de consumo y buscaban alternativas como el trueque o las transacciones monetarias al margen de la ley… el dinero negro, vamos. Todo esto te lo cuento porque nuestro negocio desde hace casi quince años ha ido creciendo progresivamente, ya que el gobierno nos veía como un actor importante en el equilibrio del ecosistema. Sin apenas descanso en todo este tiempo, hemos trabajado duro… para encontrarnos ahora mismo en una situación muy complicada y es que nuestra demanda está por encima de lo que somos capaces de producir. Nosotros queremos cumplir nuestra promesa de ser un bien para nuestra gente, pero con la profileración del dinero negro que nos compra la producción y la subida de impuestos sobre lo que vendemos, nos encontramos en una situación muy crítica.

En ese momento Nona tomó la mano de Alí, se hizo el silencio y comenzaron a desayunar.

—Bien es cierto que el trueque es nuestro presente, no es algo baladí —retomó Nona—. La sociedad, de hecho, sobrevive gracias al trueque. Como sabes, Tom, apenas hay trabajo para todo el mundo y date cuenta de que ya somos casi nueve mil millones de personas y ya hay robots para casi todo. La mano de obra ya no es necesaria como antes, de ahí que las jornadas laborales sean sólo de cuatro horas en prácticamente todo el mundo… pero como siempre en nuestros países, la pobreza será nuestro estigma perpetuo.

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Alí le pidió disculpas a Tom por contarle todo aquello y contagiarle de su preocupación, pero éste reaccionó de una forma muy poco corriente: les sonrió, cubriendo la mesa de un optimismo desconcertante.

—Es decir, que necesitáis producir más por un tema de ética y conciencia social, pero el trueque no os genera suficientes ingresos para sufragar vuestros gastos y lo que ganáis se lo llevan los impuestos —les resumió Tom.

Los dos apretaron más las manos y asintieron simultáneamente entrecerrando los ojos.

—¡Vaya, estáis bien jodidos! —exclamó Tom, liberado ya del corsé de “la palabra adecuada”, intentando quitar hierro a la preocupación de sus anfitriones, que le miraban perplejos.

Sonó el timbre de la puerta. Era Adú, que llegaba a su hora.

—Voy a abrirle —dijo Nona—, Tom discúlpanos por haberte entretenido con nuestros problemas, no teníamos que haberte contado nada.

—Tranquila, Nona… voy yo a abrir —se adelantó Tom—. Hola Adú, buenos días, pasa…

Adú, extrañado, entró. Tom le invitó a sentarse a la mesa.

—Alí, Nona, no os importa, ¿verdad? —soltó Tom en tono imperativo, como si los otros tres fuesen sus invitados. Ninguno comprendía su reacción.

—Adú, no te preocupes. Ya le he dicho a Berta que avise al campo de trabajo porque hoy vamos a llegar tarde. Nos vamos con Alí a conocer sus cultivos verticales. Alí, Adú tiene que venir conmigo, porque mi seguridad depende de él y si en horario de trabajo, desaparezco sin él, directamente me despiden, lo entiendes ¿verdad? —Alí asintió sin poner objeción alguna.

—Bien, si estamos todos de acuerdo, Adú, relájate y prueba este café tan delicioso de Nona… Alí, Nona: no sé como puedo ayudaros, la verdad. Pero lo que sí sé es que haré todo lo que esté

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en mi mano. De camino, llamaré a María para decirle que no podréis ir a nuestra casa hasta que no resolváis algunos problemas.

—Tom, muchas gracias, pero tenéis que estar juntos... —replicó Nona, ocultando su emoción.

—Nona, no te preocupes. Podemos posponer el cupo de fertilidad a mi regreso. Me quedaré aquí y os ayudaré con un alquiler de la habitación. Total, es un dinero que estoy ahorrando a mi empresa en hoteles caros… y esto que hacéis por mí cada día no se paga con dinero.

—Y María, ¿cómo se lo va a tomar? —preguntó la pareja casi al unísono.

—¡Pues mal al principio!, pero seguro que lo entiende, es muy comprensiva —aunque Tom sabía bien que la reacción de María sería el mayor problema de todos. Faltaban sólo dos días para su llegada y cambiarle así los planes sería casi un drama para ella.

Terminaron su desayuno, entre las expresiones de perplejidad del testigo inesperado.

—Adú, ¡ni una palabra de esto a nadie! —le dijo Tom, agachándose a su altura para susurrárselo al oído.

Adú asintió con un gesto de complicidad, sintiéndose el protagonista de una película de intriga, y les abrió la puerta trasera del coche, sabiendo que se metería en un buen lío si le daba a su instrumento de trabajo un uso que no fuera el estrictamente profesional. Al levantar la vista, el corazón se le aceleró porque le pareció ver algo insólito tras ellos: un dron. Arrancó el motor y comenzó a seguir las indicaciones de Alí, pero sin apartar los ojos del retrovisor: efectivamente, el dron les estaba vigilando.

—¿Alguien más sabe dónde están tus campos de cultivo, Alí? —quiso saber Adú, mirándole por el espejo y levantando las cejas para que supiera a qué se refería.

Un dron gris, más pequeño que los de vigilancia que había en el campo de trabajo, con un único distintivo en forma de “D” al revés dentro de un círculo pegado en la panza; cuando lo usual era que los

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drones llevasen bien visibles, una identificación a modo de matrícula y otras pegatinas reflectantes de seguridad.

—Es de Soja Company —aclaró Tom, imperturbable y sin apenas gesticular, como si fuera un androide —. Necesitan saber, por seguridad, dónde están todos sus empleados. A pesar de la geolocalización de mi PD, graban todo el trayecto para comprobar que efectivamente no hacemos paradas, ni hablamos con nadie extraño. Forma parte de los protocolos de seguridad para evitar el espionaje industrial, como la transmisión de información susceptible de copia y venta a la competencia… o, simplemente, con el fin de que ningún empleado se meta líos. Ya ha habido algún caso en el que algún trabajador ha publicado fotos comprometidas o en contra de los intereses de la empresa, así que los protocolos de seguridad, ética y buenas prácticas son cada vez más exhaustivos debido a la magnitud de las empresas para las que trabajamos. Como decías antes, Alí, ahora las empresas son casi más importantes y manejan más datos que los propios gobiernos, por eso sus manuales y protocolos ¡son casi más rigurosos que los tratados de derechos humanos o la constitución de un país!

Llegaron a su destino. Adú paró, abrió la puerta del coche, bajó la ventanilla, apoyó los pies en ella y puso música: volvía a ser Adú. El dron se detuvo a la misma distancia que guardaba en marcha.

—Alí, discúlpame, voy a llamar a María. Lo he intentado varias veces, pero ni Berta ni ella me contestan y empiezo a preocuparme…

—Pasa cuando quieras —dijo Alí—, como bien sabes, mi casa es tu casa.

Por más que lo intentó, no consiguió contactar ni con María, ni con Berta. Algo abatido, atravesó la puerta. Se trataba de una vieja fábrica de un edificio colonial. No estaba ni sucio, ni viejo, ni abandonado; era, simplemente, decadente, mostraba el deterioro típico de las antiguas ciudades africanas colonizadas y abandonadas a su suerte por los mismo colonizadores, con esos colores vivos que se resisten a hacerse viejos y a trasmitir el abandono que realmente sufren. Sintió frío al entrar, bastante frío; no sabía si por el contraste de temperatura o por el recibimiento de los agricultores: a su paso,

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se ponían en pie y escrutaban al extranjero con una mezcla de miedo y desconfianza. Tom se sentía como un niño perdido en unos grandes almacenes, entre millones de piernas, que finalmente encuentra a su madre.

—¡Alí! —suspiró Tom de puro alivio, sin poder evitarlo, mientras Alí le arropaba con su sonrisa.

—¿Has localizado a María?

—No… Es todo muy raro porque su geolocalizador indica que está en casa, pero tampoco logro contactar con nuestra casa. Bien es cierto que es muy tarde, pero Berta debería contestar… he dejado un mensaje en su PD, pero aún no tengo respuesta.

Alí le apretó los hombros en un gesto de apoyo y aprovechó para invitarle a girarse y mostrarle su trabajo: una hilera infinita de columnas con plantas de café en cubetas de alambre blanco como de un metro de largo colgadas a dos alturas entre gruesos cordones metálicos como los que utilizan los estibadores en los muelles de carga. El olor a flores era embriagador, mucho más sutil, pero a la vez más intenso que el café de las mañanas de Nona. Tom nunca había visto nada igual. Lo más parecido, y en realidad no se puede decir que lo fuera, era la azotea ajardinada de algún centro comercial; pero cultivos tan grandes, jamás.

—La humedad se autorregula a través de las propias plantas. Se condensa en todo el edificio, como una evolución del cultivo aeropónico mezclado junto con el hidropónico —Alí se enorgullecía de su proyecto como si de su propio hijo se tratase.

—Y así el clima, catalizado a través de los cultivos, se mantiene todo el año con los mismos parámetros —completó Tom.

—No me había percatado de ese dato, pero ahora que lo dices, sí, todo el año hace la misma temperatura y humedad —admitió Alí.

Subieron a la planta de arriba del edificio, de idéntica disposición que la anterior y Alí le siguió contando.

—Tenemos hectáreas repartidas por toda la ciudad, pero para satisfacer toda la demanda necesitamos duplicar el espacio de

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cultivo. Nosotros no podemos pagar en dinero a todos nuestros empleados, ya que, como sabes, sólo una pequeña parte de nuestros clientes nos pagan en dinero; la mayoría nos pagan en especies. Se ha creado un círculo de supervivencia tan grande en torno al trueque, que apenas hay dinero en circulación. El problema es que la falta de dinero en efectivo nos impide crecer, invertir en más terrenos e infraestructura para abastecer a toda la ciudad. Además el gobierno nos infla a impuestos, se llevan prácticamente todos los beneficios que sacamos —explicaba Alí.

—Pero el gobierno os necesita porque si la población come, no hay peleas, ni revueltas —acotó Tom.

—Ya, Tom… —Alí asintió, agachó un poco la cabeza y se mordió los labios.

—¿Cómo puedo ayudarte, Alí? —preguntó Tom, deseoso de resultar útil aunque sin saber en qué.

—No lo sé, Tom, pero sí creemos que tu visión puede aportarnos algo, por eso te lo contamos en realidad…—esta vez fue él quien le estrechó los hombros a Alí. Sabía que no servía de nada, pero es lo mejor que se le ocurrió en ese momento…

Tom deshizo el camino de la plantación, despidiéndose de todo el mundo con educación y con la secreta esperanza de que recordasen su cara la próxima vez que se vieran para que no volvieran a atravesarle de nuevo con sus miradas. Al llegar al coche, se tiró, como ya era costumbre, en los asientos de atrás y Adú enfiló el camino hacia el campo de trabajo.

A su llegada, todos sus colegas se giraron y Mauro hizo una mueca que a Tom no le gustó nada. Sabía que no le iba a recibir a bombo y platillo, pero no esperaba que fuera tan hiriente. Casi podía leer su subtexto: “Soy el jefe, el macho alfa, y estas licencias hacen que parezca inferior. Te aplastaré”.

Se unió a la reunión en silencio, con la cabeza, en realidad, en todo lo que acababa de ver. Y a la hora del almuerzo, como era de esperar, Mauro apartó a Tom para transmitirle en tono autoritario su enfado por la falta de respeto a sus compañeros.

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—He estado en plantaciones verticales de café. El clima que mantiene los cultivos es estable todo el año—dijo Tom en el mismo tono cortante y sin excusarse.

Mauro se irguió ante Tom, como queriendo sacarle un cuerpo, aunque lo único que consiguió el pequeño líder fue ponerse a su altura.

—Las cubetas donde se plantan los cultivos quedan al aire y almacenadas unas encima de otras. De esta forma, las propias plantas, crean una atmósfera equilibrada, climatológicamente hablando —prosiguió Tom.

—Sí, pero aquí estamos hablando de árboles de cuatro metros de alto, ¿cómo los vas a apilar?, ¿cómo vas a crear un cultivo hidropónico con árboles y en mitad de la nada donde no hay techado para crear efecto invernadero? ¿O es que nos vamos a convertir en albañiles y vamos a ponernos a construir naves industriales? —dijo Mauro en tono de burla.

Tom sintió que estaban menospreciando una idea brillante. Cierto es que le faltaba analizarla y madurarla, pero al menos ya sabía que con Mauro no podía hablar las cosas antes de tenerlas perfectamente estructuradas en su cabeza.

Al término de la jornada, de camino al coche, Mauro se pegó a Tom como un dron, hasta que llegó a un paso de Adú

—Adú, a partir de ahora los viernes quiero recibir en mi PD todas las rutas, horarios y conversaciones con su pasajero —Adú asintió levemente, sin saber reaccionar.

Tom fue a replicarle, pero Mauro se adelantó.

—Tom, estoy hablando con tu chófer, no contigo.

Adú puso rumbo a casa y Tom encendió su PD, en el que empezaron a saltar notificaciones de María, de sus padres y de sus suegros, que habían estado intentando localizarle. Automáticamente llamó a María.

—Hola cariño, ahora te llamo, aguárdame un segundo…—y dirigiéndose a su chófer— Adú, anda, pon música de la tuya.

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Al joven conductor le sonó esa orden como una bendición. Vivía en un complejo mundo que no comprendía, pero donde todos le daban órdenes. Tal vez no tenía que haber hecho caso a sus padres en eso de sacarse un permiso de transporte de pasajeros… Al menos tenía suerte y daba con buenas personas, como Tom. Por eso sentía su moral comprometida en la orden que le había dado su superior. En su código deontológico, se encomendaba explícitamente la fidelidad y protección del pasajero ante cualquier peligro. Y aquí se encontraba el dilema: la misma empresa que en su día le hizo firmar la aceptación del código deontológico, es la misma que ahora le exigía traicionar a su pasajero. La misma empresa que a ambos les pagaba a final de mes era, intuía Adú, la que suponía un peligro para su pasajero. Así que no lo dudó y subió el volumen de la música…

—¡Hola cariño! —la imagen de María iba un par de segundos por detrás del sonido de su voz, pero aun en estas condiciones, Tom adivinó que tras esa supuesta euforia venía alguna sorpresa… —¿Qué tal estás?

—Hola… —saludó Tom, algo más seco y expectante.

La imagen de María empezaba a ser más nítida y se veía algo más que un primer plano de su cara…ese fondo le sonaba mucho, pero no le encajaba la cara de su mujer allí, no era uno de sus lugares habituales…“¡Oh! ¡No puede ser!” dijo en voz baja, apretando los dientes, mientras en la imagen aparecían junto a María, Alí y Nona. Tom, en un impulso, cortó la comunicación.

—¡Adú, llévame a echar un trago! —pidió en voz alta para que su chófer le escuchara.

Tom no bebía, pero lo necesitaba. Adú le miró por el retrovisor y sonrió. “¡Siempre quise hacer esto!” pensó y, al momento, derrapó el coche para cambiar de sentido, escuchando el topetazo de la espalda de Tom sobre el reposabrazos.

—¿De verdad que los coches no llevan conductor donde vives? —preguntó Adú, incrédulo.

—De verdad —contestó Tom.

—Pero… ¿y los accidentes?

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—Adú, la tecnología nunca se emborracha, ni se queda dormida, ni se distrae al volante…

—¡Pero los coches serán carísimos!

—Pero los seguros son baratísimos porque no hay accidentes —sentenció Tom.

Tras quince minutos de recorrido por carreteras llenas de arena y baches, aparcaron junto a un bar cualquiera, lleno de colonos y sólo unos pocos autóctonos que compartían mesa y copa. Había música de fondo, algo instrumental, melódico y de sonoridad ecléctica. Las camareras eran color “café Nona”, fuertes como Katy y no muy altas. Les sirvieron dos botellas de cerveza.

Adú, sonriendo, se quedó mirando a Tom y éste, que era buen entendedor, pagó las dos cervezas al momento.

—Estamos en lo que llamáis un afterwork —explicó Adú—. Y para poneros más difícil a los extranjeros emborracharos con ingestiones peligrosas para vuestro estomago, sólo sirven cerveza y frutos secos envasados.

—¿Qué música es ésta, Adú? —preguntó con repentino interés Tom, cerrando los ojos.

—Se llama Alí Farka Toure, para nosotros es un dios, algo así como Carlos Santana, para vosotros.

La música les envolvió y Tom se puso a pensar en María, en cuánto se había esforzado por todo aquello del intercambio de casas con el único objetivo de que se integrara con naturalidad en la vida de Horonya y no acabase en un gueto con extranjeros como él… como precisamente estaba en ese momento.

Ese pensamiento le levantó del asiento y a Adú, como un resorte, con él.

—¿Dónde quieres ir, Tom? —Adú se sentía más cerca de Tom y, de manera natural, empezó a tutearle. Me hicieron firmar una cláusula de confidencialidad, así que dime dónde te llevo, que yo no veo ni oigo nada.

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—A casa, Adú… —Tom suspiró —, que es donde mejor podemos estar: en casa con los nuestros.

El trayecto hacia el hogar de Alí y Nona fue tranquilo. Cuando llegaron, no había nadie en casa. Por primera vez, Tom maldijo la falta de tecnología, pues no tenía llaves, no tenían sistema de registro de voz o táctil y sentía que no tenía forma de entrar en ese lugar que ya sentía suyo. Así que se quedaron en la puerta, esperando, con el coche abierto, la música puesta y los dos apoyados como dos viejos amigos. Adú sacó del bolsillo de la camisa algo así como una raíz que empezó a mascar. Le producía tanta saliva, que escupía al suelo salivazos que a Tom le repugnaban. Pero, por otro lado, le empezaba a gustar ese chico con rastas que trataba de sobrevivir dentro de un uniforme tres tallas más grande que él.

—Gracias, Adú.

—Tranquilo… me caes bien, Tom. Eres un buen tío —Tom le dio, de broma, un pequeño puñetazo en el brazo.

—Por cierto, Adú, ese dron que nos sigue desde esta mañana ¿por qué sigue ahí esperando?

—No se ha separado de mí en todo el día, Tom.

—¿Debería preocuparnos…?

—Las cosas son como son, la vida dura lo que dura y hay que disfrutar cada segundo —respondió, filosófico, Adú, soltando un salivazo gigante en el suelo, como para certificar sus palabras.

En ese momento apareció el coche de Alí que se detuvo frente a ellos, detrás del dron.

—¡Cariño! —saltó María a los brazos de Tom, con un beso enorme, durante el cual todos, incluido el tiempo, se detuvieron por un instante y miraron hacia otro lado…

Alí fue bajando las múltiples maletas, bultos y demás bártulos que María había echado en su equipaje “por si acaso”, mientras ellos seguían abrazados, De vuelta a la realidad, Tom se puso a ayudarle y, de paso, a aprovechar la presencia de Adú:

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—María, éste es Adú. Me lleva al trabajo… ¡y a todo lo demás! —le dijo guiñándole un ojo al chófer—. Gracias a él y, por supuesto, a Nona y Alí mi estancia está siendo perfecta.

—Gracias por cuidar de mi marido —le dijo María con una sonrisa tendiéndole la mano, mientras él se la sostenía como podía, pues se sentía un poco intimidado ante esa extranjera tan hermosa y amable.

Mientras charlaban, Alí y Tom se adelantaron con el equipaje.

—¿Por qué? —le preguntó Tom, nada más pasar el quicio de la puerta.

—¿Por qué “qué”? —respondió con otra pregunta evasiva.

—¿Por qué no me dijiste que iba a venir María? ¡Me has mentido! ¡Alí, no me esperaba esto de ti! —le espetó.

—¡Wow, wow, wow! ¡Espera un momento, amigo!—se defendió Alí—. En ningún momento te he mentido: nunca me has preguntado si venía María y nunca te he dicho nada ¡luego, técnicamente, no te he mentido! Ellas dos planearon esto unos días antes de tu llegada, así que si tienes algo que decir, ¡ya sabes a quién!

Tom sabía que Alí, más allá de sus jueguecitos técnicos para escurrir el bulto, tenía razón. Es sólo que, bueno, estaba muy contento de ver tan pronto a María, claro, pero eso complicaba las cosas…

Una vez que se despidieron de Adú, y después de colocar el resto de pertenencias de María, se pusieron a cenar. Fue una velada tranquila y distendida entre cuatro ya buenos amigos en la que no hablaron ni de trabajo, ni del problema de Nona y Alí. A su término, los cuatro se pusieron a recoger, pero enseguida Tom cogió del brazo a Alí y le susurró al oído que salieran fuera.

—¡Eh, chicas, ya sé que está mal dejaros todo esto a vosotras solas, pero vamos a salir fuera a estirar un poco las piernas! —dijo Alí.

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Nona sabía que tenían una conversación pendiente y le hizo una seña con la mano dándole a entender que no tenía importancia.

El cielo lucía despejado sobre la ciudad tenuemente iluminada. En la calle apenas se veía gente, y eso que no era tarde; de hecho, había más drones y perros que personas. Tan pronto como salieron, se dieron cuenta de que el dron que había seguido a Tom todo el día, permanecía en el mismo sitio. El hecho de sentirse vigilado le ponía nervioso y en esos momentos más, con la prematura llegada de su mujer…

Alí comenzó a pasear despacio, arrastrando los pies, y agarrándose como a un salvavidas a la conversación de la mañana, pero Tom, aún enfadado, guardaba silencio.

—Tom, no seas así —le dijo de improviso en un determinado momento.

Tom levantó las cejas, sorprendido.

—Entiendo tu malestar por la llegada con María, pero lo ha hecho con su mejor intención, perdona que me entrometa. Muchas veces Nona es insoportable, ¡me supera todo el día haciendo y deshaciendo a su criterio! Pero, ¿sabes? Cuando llego a casa siempre está… y eso me da la vida —Alí le cogió por los hombros y le giró para que viera lo mismo que él— Tom, ahí está mi alma, mi hogar, y espero que sea el tuyo por el tiempo que necesites.

Tom esbozó una leve sonrisa. Efectivamente en esa estampa que contemplaban estaba su casa, un hito en el camino que habían recorrido y, de fondo, el cielo estampado de estrellas.

—Si no fuera por el dron, el paisaje sería espectacular… —admitió Tom—Sé qué ves, Alí y os ayudaré a buscar una solución.

Una vez dentro de la casa, Tom ya más tranquilo, abrazó a María por detrás, y le dio un beso en el cuello.

Nona, observadora como siempre, le hizo un gesto a su marido:

—Cariño, vámonos a la cama que estarás exhausto de todas las emociones de hoy…

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—Buenas noches —se dijeron los cuatro casi a la vez mientras ponían rumbo a sus respectivos dormitorios.

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Capítulo 5. La intervención

María se despertó con una cara de absoluta felicidad: por fin estaba junto a Tom, a la espera de la oportunidad de ser padres y en un país nuevo donde podría aprender nuevas costumbres y tendencias que le aportarían mucho en su profesión. Y de la mano de dos personas adorables que, sin duda, les harían todo más fácil.

—¡Qué rico está todo, Nona! —celebró María al probar todas las delicias del desayuno— Espero aprender pronto a preparar tus manjares.

—Tranquila, tenemos todo el tiempo del mundo…—le contestó Nona sin mirarle a los ojos.

—Sí, claro… —respondió María arqueando las cejas, sin saber exactamente que había querido decir Nona.

Adú llegó puntual a recoger a Tom. El camino fue tenso; no había noticias especialmente relevantes, pero las tropas de la AIE se agolpaban en ciertos puntos de la carretera y el cielo estaba cubierto de nubarrones de drones. Durante el trayecto, reinaba el silencio, tan sólo perturbado por la música de Adú que, aunque no sabía si Tom lo apreciaría, era una selección de lo mejor de Alí Farka Toure.

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Entretanto, en casa de Nona y Alí, María no lograba quitarse de encima la extraña sensación por las palabras de Nona, así que, después de hacer su cama, fue a buscarla a la cocina.

—Estoy un poco inquieta desde esta mañana cuando dijiste que tendríamos todo el tiempo del mundo pera aprender a cocinar. Estoy encantada de estar contigo, Nona, pero habrá un momento en que os marcharéis a nuestra casa, ¿no?

Nona se sentó en una de las sillas donde acababan de desayunar y se apoyó sobre las rodillas para empezar a sollozar amargamente. Estaban las dos solas en la casa y María se sintió desconcertada, sin ocurrírsele nada mejor que hacer que sentarse a su lado y abrazarla.

—¿Qué ocurre, Nona? —preguntó María, ya con un nudo en la garganta al verla llorar.

—Lo siento, María, lo siento… —Nona llevaba tantas semanas acumulando tensión de ver a Alí tan nervioso que, de pronto, encontró en aquella extranjera una amiga con quien desahogarse— María, siento que te he fallado. Antes de que viniera Tom, tenía que haberte dicho que estamos sin dinero. Confiaba en que Alí, como siempre, lo arreglaría, pero ahora él también está superado. La gente vive del trueque, pero nuestros trabajadores necesitan cobrar a final de mes y no es sólo que el gobierno, encima, haya limitado la disposición del dinero de los bancos, sino que nosotros hemos pagado con todos nuestros ahorros. ¡No tenemos nada!

—¿Conoce Tom la situación, Nona?

—Sí, se la contamos ayer en el desayuno…

—¿Y qué vamos a hacer?

—No lo sé, están ellos pensándolo…

María le tomó de las manos y Nona se sintió confortada ante su serenidad.

—Seguro que a Tom se le ocurre alguna solución para que podáis tener dinero líquido, en vez de acumular tanto stock de

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grano… ¿el gobierno no puede regular el trueque? —quiso saber María.

—Por poder, claro que puede, pero la realidad es que la población sobrevive gracias al intercambio y por mucha regulación que haya, si no hay dinero en circulación, no podrá mejorar nuestra situación, ya que nos pagan por medio del trueque. Nosotros nos comprometimos a atender toda la demanda con la producción que generamos, porque si no tendríamos otro problema mayor: que todo el grano recogido se acumularía y se pudriría —explicó Nona, secándose las lágrimas.

Pasaron buena parte de la mañana charlando y, entre café y café, Nona sintió que había encontrado un gran alivio y una gran aliada. Y María descubrió que ocuparse de los problemas ajenos, le hacía relativizar los suyos.

Por su parte, Tom se encontraba con su equipo en mitad de un debate en torno a cómo coordinar los trabajos de los diferentes equipos sobre el terreno. Rodeados de varios grupos de trabajadores que limpiaban y ponían a punto la tierra, mientras el calor, como siempre a esa hora del día, les asfixiaba hasta el punto de tener que pararse a respirar, como si el cuerpo, con esas temperaturas, ya se bloquease y no supiese hacerlo de manera automática… De repente los equipos se apagaron, los drones de Soja cayeron al suelo y las PD se quedaron sin conexión. Todos levantaron la cabeza. Desde el valle donde se hallaban, avistaron dos aparatos algo más grandes que drones sobrevolabando la zona, que portaban en el fuselaje unas antenas circulares casi del mismo tamaño que propio artefacto. El zumbido que emitían era tan intenso que nadie pudo resistirse a taparse los oídos… Tras los objetos voladores, apareció una tropa de unos cincuenta hombres, todos ellos cubiertos con máscaras con intercomunicadores incorporados. Su voz sonaba electrónica.

—Esta área acaba de ser declarada en cientena —les dijo uno de los hombres, que parecía estar al mando—. Todas las comunicaciones han sido cortadas. Sólo podrán comer y beber lo suministrado por la AIE, procederemos al precintado de todo lo demás. Toda persona que intente utilizar algún dispositivo electrónico, comer o beber o que incumpla las órdenes de la AIE, será inmovilizada durante el periodo de cientena.

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—¡Exijo una explicación! —gritó Mauro, furioso— ¡Somos empleados de Soja Co., la mayoría somos expatriados, exijo protección diplomática!

El cielo se infectó de drones que, como una sombra, se cernieron sobre las cerca de mil personas que se encontraban en el campo en ese momento. Sus caras se desencajaron y el pánico empezó a apoderarse de ellos. De pronto, se sentían vulnerables, abandonados a su suerte. Alguno, incluso, comenzó a vomitar de pura ansiedad.

De entre todos los soldados, se adelantó uno con voz de mujer cuyas distinciones en casco y mono de aislamiento, hacían intuir su rango.

—Señor, soy la capitana Moore. Tenemos órdenes precisas de intervenir la zona durante los próximos cien días por la detección de un foco de infección en su área de trabajo. Durante las próximas dos semanas estarán totalmente incomunicados, se les realizarán ciertas pruebas médicas y se desinfectará la zona. Le ruego nos proporcione una lista de todas las personas que están en este campo en la próxima hora. Su colaboración nos permitirá afrontar lo mejor posible esta situación tan incómoda para todos, señor —finalizó, con su voz metálica.

Mauro asintió, se giró sobre sus talones y se dio cuenta de que todos le miraban con expresión interrogante. Pero él tampoco entendía qué estaba ocurriendo.

—Katy, por favor, páseme un informe con un listado de todo el personal que está hoy aquí, quién no ha venido, si tenemos alguno enfermo y, de ser así, cuánto tiempo lleva sin venir… y todo lo que se le ocurra que nos pueda ayudar a organizarnos y pasar este trance lo mejor posible —solicitó Mauro—. ¡Espere, Katy! Capitana, la supervisora necesita ir a su despacho a recopilar la información que nos ha solicitado.

La militar sin dirigir ni una palabra mostró su conformidad e inmediatamente dos uniformados custodiaron a Katy, que nunca hasta entonces se había sentido tan pequeña, hasta su despacho, en medio del ruido de las botas de los soldados sobre la tierra seca y, cómo no, de los motores de sus vigilantes voladores. En menos de

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una hora, regresó con los documentos y, casi sin percatarse, la capitana Moore se los arrebató de las manos en un ademán al tiempo que accionaba varios botones de su uniforme. A los pocos segundos, varios drones la rodearon por el aire en un círculo muy amplio como a tres metros de altura y de sus caparazones empezaron a salir, lentamente, unas pantallas enormes, como de un metro de alto, que recordaban a las del Times Square de Nueva York. Según comenzó a pronunciar los nombres de la lista, fueron apareciendo en las pantallas y, mientras, los militares iban dirigiéndoles a sus posiciones, repartiéndoles en varias filas.

—Siga usted —le ordenó al mismo hombre que dio la orden de aislamiento—. Señor Mauro, después de agruparles, necesito que informe de los últimos acontecimientos a todas las personas que no han venido hoy o en la última semana al campo de trabajo.

Mauro le hizo una seña a Katy y ésta se pegó a ellos como un pez lapa para no perderse ni una sola instrucción de la AIE.

—Como verá, les hemos agrupado para comenzar las analíticas, que ya están empezando a ser ejecutadas por nuestros drones… —explicó la capitana mientras paseaba en círculo, seguida por Mauro y Katy.

Y efectivamente, en cada fila de diez, encabezada por dos soldados, había un dron extrayendo y analizando sangre y estampándole una pulsera a cada persona como si de una serigrafía se tratase.

—Cada pulsera —continuó ella, sabiendo, sin mirar, que habían empezado a ponérselas— emite las coordenadas de ubicación, la temperatura, las pulsaciones… el estado físico, en general. En caso de que alguno de los empleados se extrajera la pulsera, un equipo de búsqueda lo encontraría y lo aislaría de inmediato.

Mauro y Katy intercambiaron una mirada rápida. No terminaban de creer lo que estaba ocurriendo. Mientras una parte de las tropas se dedicaban a efectuar el protocolo médico, el resto montaban las tiendas, con la misma facilidad que si de un puzzle de dos piezas se tratase.

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—Habrá cuatro comidas diarias que dispensará la AIE. Las tiendas que se están instalando, como verán, disponen de unos aseos contiguos donde se procederá al aseo personal una vez al día, obligatorio para todos los residentes —prosiguió de memoria como una metralleta, rápida y sin alma—. Deberán permanecer todo el día en las tiendas asignadas, salvo durante el permiso diario de dos horas. Se prohíbe cualquier relación sexual durante este aislamiento. Todas las comunicaciones con el exterior quedan restringidas, salvo, en caso excepcional, con el personal autorizado de Soja Co. En caso de insumisión, los amotinadores serán aislados.

Y así, sin mediar palabra con sus interlocutores, dio un paso atrás, media vuelta y desapareció entre el resto de su tropa.

Mientras el recuento de personas continuaba, Mauro se dirigió a su equipo:

—Por favor, prestadme atención un momento —dijo Mauro tuteando de pronto a su gente, sintiendo que así resultaría más cercano, teniendo en cuenta la situación en la que se encontraban—. “La felicidad reside en la habilidad para resolver los problemas, no en su ausencia”. Eso es lo que me dijo siempre mi madre y estoy seguro de que es la forma de afrontar esto.

Mauro silenció a todos al instante. En sus palabras había tanto autoridad como empatía.

—Esta situación tiene que hacernos a todos más fuertes y humanos. La paciencia y la cooperación harán que nuestra estancia aquí sea más cómoda para todos, hasta que al final se convierta en una mera anécdota de nuestras vidas. Por favor, mantened la calma en todo momento, esto se resolverá más pronto que tarde. Si alguna persona pierde la esperanza o la calma, que las personas que están alrededor la abracen, la entretengan… Jugad a algo juntos, implicad a los demás en vuestro día a día y de esta forma la convivencia será más llevadera para todos —las caras de sus subordinados no tenían precio: la transformación del salvaje Mauro al gatito Mauro hizo que se ganase el corazón de todos—. Por favor, acatemos a rajatabla las instrucciones de todos los militares. “Sonreír no significa no tener problemas, sino estar por encima de ellos”… sí, también me lo decía mi madre… Gracias a todos.

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Con esta última frase Mauro consiguió una sonrisa de todo su auditorio e, incluso, hubo alguno que se atrevió a aplaudir, aunque más que por el discurso, para avivar el ánimo de todos.

Poco a poco, el terreno se fue salpicando, como gotas de pintura verde, de tiendas rectangulares con sus catres, compuestos de un colchón muy fino, con una sábana superior prendida a la sábana inferior, como si fuera un saco de dormir. A los pies, dos bolsas. Una de ellas con útiles de aseo y una manta térmica de aspecto metálico con un “-5º” pintado en el exterior, dando a entender que mantenía estable la temperatura una persona que lo utilizara hasta en una temperatura exterior de menos cinco grados centígrados. La otra albergaba una capa blanca para la lluvia y una libreta con instrucciones necesarias para casos de cientenas, que lo explicaba todo desde la utilización de las bolsas, los horarios del campamento, la alimentación… hasta las normas de convivencia. Junto a cada tienda había una cabina separada compuesta de dos módulos, retrete y ducha, que se higienizaban automáticamente cada dos horas y que sólo podían utilizarse entre las 5,00 a.m. y las 20,00 p.m.; fuera de ese horario estaba prohibido utilizar cualquier aseo.

Eran las cuatro de la tarde cuando apareció Adú llamando insistentemente a la puerta de la casa de Nona. Hasta bien entrada la noche, que era cuando estaba Alí, siempre era “la casa de Nona”. El uniforme del chófer, y también su piel, lucían más claros de lo que eran debido a la nube de polvo que había dejado por la velocidad que llevaba cuando frenó en seco a escaso metros de la vivienda. Había dejado la puerta del coche cerrada y las ventanillas subidas, pero llevaba la música tan alta, que se oía de fondo desde la puerta de la casa.

—Adú, ¿qué pasa? ¿qué haces aquí? —era Nona quien abrió la puerta.

—¡Han intervenido el campo de trabajo de Soja Co.! —respondió casi sin aliento, mostrando su PD.

Por unos segundos, el silencio se adueñó de la casa. Por la puerta que unía los dormitorios con el salón, apareció María, pálida.

—Adú, repite por favor… —pidió en un susurro.

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Nona, como la matriarca que era, agarró a María por el hombro y la acercó hacia sí, mientras los ojos de ambas se rasaban de lágrimas. La situación era compleja más por la desinformación, que por la información:

—Sólo tengo este mensaje —volvió a mostrar Adú en su PD—. Han cancelado todos los servicios de apoyo y mañana a primera hora tengo que ir a las oficinas centrales para llevarte, María. Tenemos que llevar a todos los familiares de los afectados a las oficinas para informarles. No tengo mucho más que contar…

Queriendo saber más, Nona encendió la pantalla de la habitación principal y se puso a revisar con frenesí, junto a Adú, toda la actualidad, local, nacional, internacional… al tiempo, María hacía lo mismo a través de su PD. Tras un par de horas de rastreo de noticias, comunidades, la página web de Soja Co., imágenes satélite y demás, tan sólo encontraron un pequeño comunicado de la AIE, apenas una reseña fugaz sobre la intervención preventiva en Honroya.

Su angustia iba creciendo proporcionalmente a los minutos que transcurrían.

—Adú, ¿quieres tomar algo? —preguntó Nona—tengo hecho café…

Adú, tan concentrado en su búsqueda como María, no respondió, así que preparó un poco de café con algunos dátiles y dulces típicos, de los que siempre tenía en casa. “Un café siempre es un buen inicio”, pensaba ella… Sentados a la mesa, en silencio, María pensaba que se alegraba de estar viviendo esta situación con Nona y Adú porque ellos estaban, de alguna forma, acostumbrados a vivir con esta tensión. Si hubiese vivido esto junto a sus padres y suegros, seguro que todos habrían perdido los nervios en el minuto uno.

—No pareces muy nerviosa, Nona… —comentó Adú, bajo la mirada reprobadora de María.

—Adú, la AIE hace un trabajo preventivo y eso es algo bueno para la población. El hecho de que estén retenidos puede ser un drama, sobre todo si el pánico por la desinformación e

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incomunicación se apodera los que están dentro del círculo de protección. Pero es precisamente eso, una protección, no un ataque de nada —defendió Nona, devolviendo al centro de la mesa el plato de dulces que le entregaba Adú después de haberse servido.

—Sí, Nona, estoy de acuerdo contigo, pero cuando estás bajo la mirada de una tropa militar, enfundada en esos monos y máscaras, y te aíslan es porque hay un alto riesgo de una enfermedad. Y cuando tienes a tu marido ahí dentro… tener esa tranquilidad entiende que no esté a mi alcance —expresó María, desconsolada.

—¿Y qué sería mejor, quejarse y gritar? Eso no es una solución, eso es un problema —replicó Nona, hierática.

—¿Quién decide que hay que intervenir una zona por epidemia? —lanzó al aire Adú, intentando relajar la situación.

La pregunta parecía ingenua, pero ninguna de las dos mujeres supo responderle. Ambas le miraron simultáneamente, agradeciendo su intervención. Nona, se acercó a María y la abrazó.

—Todo saldrá bien, estamos de tu lado…—le dijo, más dulce, mientras María le sujetaba los brazos como para que no la soltara.

Cuando el sol se puso, Alí entró por la puerta.

—¿Qué hace el coche de…? ¡Adú, hola! ¿qué haces aquí?

Alí fue informado de todo y, junto con Nona y Adú, trató de confortar a María cuanto pudo y también de facilitarle las cosas a todos.

—Adú, ¿por qué no te quedas a dormir? Así, si tienes alguna noticia, la conoceremos al momento y mañana no tendrás que atravesar la ciudad para llevar a María a la oficina de Soja Co.

A la mañana siguiente, con más sueño que energía, los cuatro se levantaron antes del amanecer. Ninguno pudo descansar bien y deseaban que empezase el nuevo día cuanto antes.

—Os acompaño —decidió Nona.

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—Pero no te dejarán pasar —dijo María, acompañada del asentimiento de Adú.

—No importa, esperaré fuera; además en el centro siempre tengo cosas que hacer.

—¡Pues venga, vamos! —apresuró el chófer.

—¡Cómo se nota la mano de Tom…! —dijo María, pensando que nadie la había oído, pero todos se echaron a reír.

Las calles, como ellos, aún no habían despertado del todo. El escenario era paradójico: edificios ultramodernos entremezclados con casas coloniales europeas de hace trescientos años de colores pasteles, instalados en calles anchas y algo polvorientas por la arena que traía el viento cuando soplaba con fuerza. Apenas había árboles y parques; lo más verde que se podía ver eran los jardines del edificio principal de la ciudad, sede del gobierno, tan alto como ancho, con sus enormes cristales azulados… podía contemplarse desde cualquier rincón. Lo cierto es que la diferencia de colores representaba, de algún modo, las diferencias sociales: el poder antes simbolizado por el color dorado, ahora lo ostentaban quienes poseían el verde de los jardines, el blanco de la limpieza, el azul del cielo que parecen tener en sus manos…

Al girar hacia la avenida principal se encontraron con un hotel de una conocida cadena internacional que tenía más de doscientos cincuenta hoteles repartidos por el mundo, todos idénticos en tamaño, forma, color y olor. En la entrada se agolpaba una muchedumbre, así que Adú tuvo que aparcar a unos cincuenta metros de distancia.

—¿Un hotel? ¿Nos han citado en un hotel? —preguntó María, confusa, de camino hacia allí.

—La oficina de Soja Co. de Horonya es un simple despacho administrativo. Todo lo llevan desde central, aquí se limitan a pagos y cobros de la gestión local y poco más. Hasta hace un año tenía sólo cuatro empleados, ahora, con los del campo de trabajo, ya sumamos quince… menos mal que los chóferes trabajamos fuera, si no, no cabríamos —justificó Adú.

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—Normalmente las empresas extranjeras tienen aquí entre cuatro y cinco representantes para poder tributar en el país local, hacer estudios de mercado, conocer los hábitos de su población objetivo, personalizar su oferta… —Adú giró la cabeza, sorprendido de que Nona, la mujer que le había cuidado tan bien las últimas horas fuese la misma que hablaba con tanto conocimiento— ¡No me mires con esa cara; que me guste atender a los míos no quiere decir que no esté en este mundo!

A los tres les dio la risa floja; una buena forma de liberar tensión por lo que habían pasado… y lo que estaba por venir.

Nona, como acordó, se marchó al centro a hacer unas compras y Adú y María fueron a identificarse en el puesto de control del hotel por medio de las acreditaciones que habían recibido en sus PD’s. Una vez confirmados, se encendía una luz verde en la puerta contigua para que pasaran y tres robots se encargaban de cada asistente: uno escaneaba a la persona, otro la identificaba con una pulsera y el tercero le escoltaba con una bandeja donde depositaba las pertenencias escaneadas no aptas. Los efectos personales se cerraban herméticamente en una bolsa que llevaba la misma identificación que la pulsera y eran llevados a otra sala por este mismo robot. Los PD’s eran bloqueados con una goma que se ajustaba alrededor del terminal.

—Este sistema bloquea la conectividad de su terminal, disculpe las molestias, son órdenes de protocolo. Si lo desea, puede ubicarlo con sus enseres personales. No es obligatorio, es sólo opcional—sonaba la voz aséptica del robot.

—Tanta seguridad, me hace sentir más inseguro —protestó Adú en voz baja, aunque al parecer los robots no iban a interactuar con los visitantes más allá de este protocolo.

Una vez identificados los más de mil quinientos asistentes, un robot de protocolo les acomodó en los asientos, simples sillas de tijera, aunque más confortables de lo que parecían. La sala era un hervidero de personas y robots; sin embargo, apenas había ruido. A pesar de las moquetas del suelo, se oía más el ruido del motor de los robots que el del propio murmullo de la gente, que estaba más bien callada. En el estrado, todas las personas portaban una identificación bien visible: autoridades, directores de Soja Co. y, sobre todo,

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miembros de la AIE. La organización era exquisita, el encuentro era austero y sencillo, pero todo a su hora y en orden; en esos detalles era donde se veía el nivel de la empresa en la que trabajaba Tom, pensaba María. Era un momento complejo para Soja Co. porque, aunque estaba siendo víctima de un atropello, había muchas partes implicadas en esa sala: las emociones de los familiares, el protocolo de las instituciones, la AIE como precursores de la situación y los propios intereses de la empresa.

Delante de ellos no había ni un atril, ni elementos para una presentación formal. Entornaron las luces de la sala e iluminaron con más intensidad el estrado cuando apareció una mujer de pelo cano, corto y bien peinado, con un polo de Soja Co., unos pantalones como los que llevaban los empleados en el campo de trabajo y unas botas de senderismo más bien usadas. Irradiaba credibilidad y se notaban que las botas eran suyas y que no las había gastado precisamente paseándose por hoteles dando conferencias. Agarró un micrófono, sin más preámbulos.

—Soy Karen Goldmann, Consejera de Delegada de Soja Co. —más de uno se recolocó en su silla cómo rindiendo pleitesía a su interlocutora—. Como máxima responsable de la empresa donde trabajan sus familiares, quiero trasmitirles mi máxima preocupación por esta situación de la que Soja Co. también es víctima.

Esto lo dijo mirando hacia una persona situada a su derecha quien, seguramente por lo inquisidor del comentario, tragó saliva.

—La intervención de la AIE nos ha pillado a todos desprevenidos. Si bien es cierto que se esperaba la intervención en Mazimbde, los informes de seguridad de Horonya, los realizados por mi país y los de la propia AIE aseguraban que no se intervendría esta zona, sino que sería un lugar de paso para atender las contingencias del país vecino que, como todos saben, está intervenido desde hace ya más de ciento cincuenta días —la señora caminaba de un lado para otro, como si contara sus propios pasos—. Desde la AIE nos han exigido la no comunicación con el resto del mundo para evitar la extensión del pánico, de ahí la intervención de todos los terminales con conexión, así como la ausencia de prensa e informadores. Actitud que no comparto por el esfuerzo extra en la gestión que nos supone, teniendo en cuenta la situación de crisis que vivimos todos los aquí presentes.

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En ese momento se extendió un murmullo por la sala.

—Todas las personas que están en el campo de trabajo están incomunicadas, pero bien atendidas, nos lo han garantizado —continuó la directiva—. El motivo de la intervención es que han encontrado indicios de un posible brote de epidemia de una enzima vírica no identificada hasta el momento. Es decir, un retrovirus que sospechan viene de la epidemia de Mazimbde.

El murmullo empezó a convertirse en rumor y entraron en escena otras dos personas con la misma indumentaria que Karen para pedir, con gestos, calma al auditorio.

—Por favor, mantengan la calma —se oyó por megafonía.

Los miembros de la AIE, junto con miembros de seguridad del hotel, se pusieron de pie formando una especie de cinturón alrededor de la sala, que lógicamente alteró aún más a los asistentes. María apretó la mano de Adú y él la miró haciéndole un gesto de calma.

—Por favor, miembros de la AIE, estimados familiares y demás presentes: les ruego mantengan la calma. Guarden silencio y al final de mi intervención responderemos una a una todas sus preguntas —pidió Karen, alzando la voz—. Por favor, aquellas personas que están levantadas, ruego se sienten. Muchas gracias.

Su garganta empezó a secarse fruto de la tensión y bebió agua.

—La seguridad de nuestros empleados está garantizada —prosiguió, más animada por el nuevo silencio del auditorio—. Comerán cuatro veces al día y les harán un seguimiento por medio del mapa de ADN que ya les han realizado con el fin de prevenir y evitar posibles contagios. Y, aunque permanecerán incomunicados, algunos empleados de Soja Co., podremos ir a visitar la zona de manera excepcional y bajo unas medidas de seguridad y protección extremas. Les iremos transmitiendo puntualmente el resultado de nuestras visitas a través de los chóferes de Soja Co. No se emitirá ninguna información de forma digital, toda comunicación será verbal. A la salida del hotel, deberán recoger una bolsa con información específica de números de teléfono habilitados para la ocasión. Deben saber que han intervenido todas las IP’s de sus dispositivos y se

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analizarán todas las comunicaciones que salgan de sus terminales. Entiendo… entendemos la dificultad, pero, por favor: por el bien de sus familiares, acaten las instrucciones que les hemos dado. Si necesitan alguna aclaración, les atenderá muy gustosamente el coronel O`Sullivan, responsable de esta intervención.

Esto último lo dijo extendiendo el brazo, ofreciéndole el micrófono al militar. El coronel, con cara de pocos amigos, se apresuró a cogerlo, se pasó la lengua por los labios secos y tragó saliva, consciente de lo que se le venía encima. A pesar de sus canas e insignias, nunca se había visto en una como ésta: más de mil quinientas personas esperando todo tipo de explicaciones.

—Buenos días —el silencio tras estas palabras se prolongó durante un par de vidas que avivó el rumor de la sala.

—¡De tantas explicaciones sólo se le ocurre decir “buenos días”! —se escuchó.

El rumor del auditorio amenazaba con convertirse en clamor. El coronel trató de aplacar su ira antes de que creciera.

—Señores, señoras… entiendan que la AIE se limita a acatar órdenes. Mi Organización y yo mismo comprendemos las molestias ocasionadas. Pero se ha intervenido una zona por el riesgo real de una epidemia.

—Eso ya lo entendemos, pero ¿quién dio la orden? —se oyó entre el gentío, que elevó el tono en cuanto se pronunció la palabra “epidemia”.

—No tengo autoridad para responder a esa pregunta.

—Y si usted no puede, ¿quién lo hará? —protestó otra voz entre el público. Adú y María intercambiaron una mirada: al parecer no habían sido los únicos que se habían hecho esa pregunta.

—Les comprendo, señores. Pero mi misión es acatar órdenes —trató de volver a justificarse, sin mucho éxito, el coronel.

Mientras esto ocurría en el hotel, afuera los coches de policía se agolpaban alrededor, así como coches de Soja Co. y varios todoterrenos blancos con una “D” al revés dentro de un círculo azul

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pegada en el capó. A Nona le extraño ver tanto movimiento a esas horas, pero inició su marcha, a paso lento, pensando en todos los acontecimientos de estos días. Pensó en Alí. Estaba sufriendo mucho por él. Quería hacer algo por él, pero no sabía qué. Tuvo la tentación de llamarle, pero pensó que le interrumpiría. “Alí, saldremos juntos de esto. Eres todo lo que tengo en esta vida y pase lo que pase, estamos juntos. Te quiero tanto, tuya siempre Nona” le escribió a través de su PD. Se detuvo en un bar cuya cristalera abarcaba toda la esquina. Junto a ésta, en el exterior, había dos mesas bastante destartaladas. Decidió entrar y comprobó que estaba prácticamente vacío, apenas dos señoras muy gordas, ataviadas con sendos vestidos que no era más que telas kilométricas enrolladas alrededor de su cuerpo y estampadas de colores imposibles. Las sillas sobre las que estaban sentadas ni se veían entre toda la carne que rebosaba sobre ellas. Las dos hablaban a la vez y muy alto; Nona las miró y torció el gesto, pero ni se percataron. Tratando de abstraerse, cerró los ojos, respiró hondo, los abrió y…

—¿Qué le traigo? —interrumpió un camarero tan corpulento que apenas cabía en ese antro.

—Un té con menta en un vaso con hielo y una ensalada de remolacha, por favor —dijo, tratando de volver a su estado de calma anterior. Necesitaba pensar, necesitaba ayudar a su hombre a toda costa.

La comida no estaba mal del todo. “Al menos sabe mejor que su aspecto”, pensó Nona. Se levantó y pagó en la barra.

—Gracias —se inclinó el camarero con una leve reverencia—. Que tenga un buen día, mujer de Alí.

Nona se giró.

—¿A qué Alí se refiere? —preguntó Nona, sintiéndose desnuda, por un lado, al dejar de ser anónima, pero, por otro, tremendamente orgullosa de su marido.

—Me refiero a su marido, mucha gente puede comer gracias a él. Todas las comunidades le conocen. ¡El trabajo que está haciendo es encomiable!

—Muchas gracias… —le sonrió Nona.

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Continuó su paseo hasta llegar a un condominio, situado en un lugar bastante alto respecto al resto de la ciudad. La casa era rosada, con grandes ventanas sin cortinas, de manera que se podía ver el interior de las viviendas con toda facilidad. Había bastantes niños en el jardín que rodeaba la comunidad y por las escaleras. En cuanto entró Nona, todos aquellos chiquillos se abalanzaron sobre ella.

—¡Nona, Nona! —gritaban, como si hubiese aparecido el mismísimo Papá Noël. Ella se acuclilló y repartió abrazos, besos, caricias y cumplidos entre todos.

—¿Cómo estás? ¡Huy, qué alto, cómo has crecido!

Por las ventanas se asomaron cuatro mujeres:

—¡Nona! ¡Qué ilusión! ¡Ay, hija mía!

Bajaron todas corriendo a recibirla.

—¡Mamá! ¡Cleo! ¡Adis! ¡Rhonda! —y las cinco se fundieron en un caluroso abrazo que desató la emoción de la recién llegada, quien no pudo reprimir las lágrimas.

Su madre, hermanas y cuñada la acogieron con ternura y escucharon con toda su atención el asunto de su falta de liquidez, la presión de Alí, la retención de Tom, su viaje frustrado… Nona se sintió, por un momento, desahogada y tranquila junto a su familia y dentro de la casa que la había visto crecer. Una casa muy sencilla, llena de fotos de hijos y nietos por doquier, diplomas universitarios de Nona, fotos suyas y de Alí por Europa… y el mismo olor que el de su hogar: a cocina, a especies, a comida al fuego y, en definitiva, olor a bienvenida.

—Nona hija, ¿por qué no te vienes con Alí a nuestra comunidad? Aquí todos estamos bien, juntos, colaborando entre todos… podríamos ayudaros. ¡Y los niños son una alegría! —le dijo su madre.

—Es verdad, Nona, veniros con nosotros —reforzó Rhonda, su hermana mayor.

—De verdad, estamos bien… es una racha, nada más.

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—Hija, las rachas te hacen más fuerte, todos las hemos pasado. Pero si estáis solos es muy difícil salir porque son como arenas movedizas, poco a poco os vais hundiendo más y más… —insistió su madre.

—Lo sé, madre. Déjeme pensar y hablarlo con Alí. No va a ser fácil, pero pronto tendrá noticias nuestras…

Cleo, la cuñada, se levantó para relajar el ambiente, cambiando de tema:

—¿Preparamos la comida?

—Sí, Cleo —autorizó la matriarca. Y Nona se alegró porque la ensalada de remolacha que había comido era tan pequeña que a saber en qué parte de su cuerpo se habría perdido…

Se dirigieron todas a la cocina y los fogones no tardaron en hacer que el olor a curry, cominos y sémola inundara todo el edificio. Al poco, los niños que correteaban por el patio, ya estaban pululando por la cocina.

—¿Qué hay de comer? —preguntó uno.

—Sémola con cordero —contestó Rhonda.

—¿Qué hay de comer? —preguntaron otros dos.

—¡Sémola con cordero! —repitió Rhonda, ya con soniquete.

Faltaban por preguntar los tres más pequeños. Así que a la de tres, embistieron.

—¿Qué hay de comeeer?

—¡Comeremos niños con sémola al horno! —y dando un grito, Nona salió corriendo tras ellos, para hacerles cosquillas. Terminaron todos unos encima de otros abrazando a su tía, a quien hacía tanto tiempo que no veían.

—¡Ay, ay, que me aplastáis! —se quejó uno.

Nona le cogió en volandas y le abrazó.

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—Cariño, estamos jugando, no llores… —y el niño se abrazó fuerte a su tía.

Entre todos, sacaron un tablero en el salón que colocaron sobre unas patas de madera. Sobre él, extendieron un mantel blanco, liso y sin bordados, de tacto suave, sobre el que pusieron servilletas y vasos de colores variados.

Tan pronto como estuvieron todos sentados a la mesa, sonó la PD de Nona.

—Sí, lo sé, estamos comiendo, pero es que no he podido avisar —se excusó ante su familia, mientras en la pantalla aparecía María— María, ¿cómo estás? ¿qué tal ha ido? ¿en serio? ¡No puede ser! Estoy con los míos, ¿queréis venir a comer algo? Perfecto, os esperamos aquí.

Nona, cortó la comunicación y se giró.

—Madre, disculpe, no le pedí permiso. Vendrán a tomar algo y luego nos iremos, María, la chica que está en nuestra casa, con el chófer de su marido.

—Está bien, hija… Cuéntame, ¿qué tal es esa chica?

—Bien… la verdad es que la conozco en persona sólo desde hace tres días. Llegó por sorpresa para estar con su marido y, mire por dónde, le han aislado en el campo de trabajo que le comentaba antes. Lo están pasando mal…

—No entiendo ese aislamiento, es incomprensible. ¿Quién narices dio la orden de intervenir? —preguntó la madre de Nona, con un punto de indignación en la voz.

—¡Hum…! No es la primera vez que oigo esa pregunta hoy, madre… —respondió Nona mientras se acababa la comida del cuenco.

Al poco llegaron María y Adú, a los que recibieron con los brazos abiertos y entre el alboroto de los niños, para quienes ellos eran poco menos que una atracción.

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—¿Qué ha pasado? —volvió a interesarse Nona, mientras comían algo.

—Nos han llevado al hotel para informarnos de que no saben nada y que tenemos prohibido comunicarnos vía redes sobre este tema —soltó María, llena de ira.

—Podré ir a visitar el campo —completó Adú, mientras los niños tiraban de la chaqueta de su uniforme para disfrazarse con él.

—¿Cómo es eso?

—Como empleados de Soja Co., podremos estar en contacto con ellos bajo un complejo protocolo de la AIE —resolvió Adú, dejándoles la chaqueta a los niños.

—Además, me figuro que ellos seguirán trabajando; están aislados, pero no inutilizados. Alguien tendría que pagar la inversión realizada, si todo se parara ahora cien días…—concluyó María.

La comida dejó paso a una larga sobremesa entre dulces, café y buena charla, tras la cual se despidieron con calidez y regresaron a casa bien entrada la noche, donde les esperaba con las luces apagadas un Alí descamisado, con los pies al aire y una botella de agua en el suelo, recostado en una butaca de lectura… y profundamente dormido

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Capítulo 6: El museo urbano

Los días y las semanas empezaron a pasar en el campo de trabajo dentro de una rutina que cada vez se hacía más difícil de soportar: el calor era abrasador, el espacio en las tiendas resultaba, a todas luces, insuficiente; los drones de vigilancia de la AIE y los de trabajo de Soja Co. copaban el paisaje aéreo y los empleados, pese a mantener un comportamiento ejemplar, empezaban a inquietarse por la constante vigilancia cuando habían demostrado con creces que era innecesaria… La comida que les proporcionaban, por otro lado, era inadecuada teniendo en cuenta el calor y el esfuerzo de su trabajo, pues adecuar terrenos para el cultivo de naranjas bajo esas condiciones de aislamiento epidémico y lidiando con los pesados seguimientos médicos, era insoportable. Los estudios del mapa de ADN de cada miembro dentro de su protocolo de prevención médica eran tan exhaustivos, como extenuantes. Cada dos semanas y en periodos de veinticuatro horas, a cada empleado le secaban prácticamente todas las vísceras del cuerpo; es decir, se las limpiaban a través de tratamientos de evacuación bastante agresivos para poder analizar cada órgano del cuerpo. Diariamente, además, medían todas las constantes vitales, aumento de pupilas, pulso, temperatura corporal, sudoración, análisis aleatorios de sangre, orina y saliva en ayunas por las mañanas y en reposo al final del día…

—Esto está empezando a pesarnos. Necesitamos algo de libertad y más alimentos. Todos los que formamos Soja Co. estamos débiles y algunos empiezan a ponerse nerviosos. Déme argumentos para mantener la calma —solicitó Mauro a la capitana Moore.

—Le entiendo y comparto su opinión, pero los protocolos son los protocolos y tenemos que hacer por que se cumplan; es nuestro deber —replicó la militar alzando un poco la voz—. Y le ruego que el comportamiento de sus hombres sea ejemplar.

—Sí, si yo la comprendo, pero también entienda usted que los protocolos están diseñados para hombres, mujeres, ancianos y niños en una situación muy concreta. No creo que en ninguna intervención de aislamiento las personas que estaban bajo su vigilancia estuvieran trabajando como lo hacen aquí cada día. El esfuerzo que

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realizan, junto con el calor, requieren de un aumento de calorías en su dieta —replicó Mauro, alzando también la voz.

La capitana le miró con un rictus inerte por encima del hombro. Avanzó unos pasos delante de él y se volvió lentamente hacia su interlocutor.

—Por el bien de todos: cumpla el protocolo y hágalo cumplir —le advirtió, apuntándole con el dedo índice, y retomó su camino.

La tarde caía entre las miradas exhaustas de los trabajadores de Soja Co. e, incluso, de la de algún militar, que les miraba con compasión. Mauro era de los últimos en cerrar las filas hacia la ducha.

—Mira qué silenciosas y ordenadas son las filas… estamos dando un ejemplo de convivencia admirable… —comentó entre los que le rodeaban, tan sólo para animar a su gente.

A la hora de la cena se reunían en los comedores alrededor de unas bolsas llenas paquetes de comida de sabor insípido. Tom y el resto del equipo se sentaban aparte, junto con resto de expatriados. No tenía problemas con el resto, tan sólo se sentía más afín, eso era todo.

—Tom, ¿tu mujer habrá llegado ya? —preguntó Mauro con interés.

—Llegó dos días antes de la intervención —respondió con aflicción—. Lo dejó todo para entrar en el cupo de fertilidad juntos, aquí, lejos de nuestra casa y de los nuestros…

—Vaya… —comentó Katy, que siempre hacía por sentarse al lado de Mauro— Te debe de querer mucho, ¿tú la quieres?

Tom no esperaba una pregunta de ese calado, formulada por ella ni en ese contexto. Y el resto de comensales tampoco porque, de repente, todos posaron sus ojos en él.

—Bueno, Katy, hemos discutido y mucho y estoy seguro de que las hay más guapas y más simpáticas; pero ella hace que mis días tengan sentido… sobre todo aquí.

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Con su respuesta, Tom consiguió que todos dejaran de mirarle y pensaran, tal vez, en sus propias vidas.

—Tengo una intuición… —prosiguió Tom, cambiando de tema por completo, mientras todos volvían a mirarle con interés—. Tengo la sospecha de que esta intervención es una farsa.

—¿Qué te hace pensar eso? —preguntó Mauro.

—No tengo fundamentos claros, pero ¿no os habéis fijado? No hay ni una sola persona enferma, nadie con fiebre… ¡ni un solo trabajador de baja! De hecho, si hubiera enfermos, ¿no creéis que no nos permitirían seguir trabajando bajo estas condiciones?

El silencio sólo era interrumpido por el sonido de los insectos y algún pájaro nocturno. Al fondo, la ciudad casi en penumbra; los ciudadanos se encargaban de la electricidad de sus viviendas a través de generadores y, en algunos casos, a través de placas de energía solar de autoconsumo. Sólo los edificios de más altura del centro de la ciudad estaban iluminados y, por supuesto, la torre del gobierno, imponente, vigilante, retadora…

Como cada mañana, Nona era la primera en levantarse. Adú llegó muy temprano a contar las novedades de Soja Co. Era su forma de expresar su fidelidad a Tom: ayudando a dar a apoyo a María. Apenas había amanecido y ésta ni siquiera se había despertado.

—Buenos días —le dijo Nona, ya vestida, con su habitual sonrisa— ¡Qué pronto te vemos hoy por aquí, Adú! ¿pasa algo?

—Nos han dado un permiso especial para ir mañana al campo de trabajo. No podemos llevar nada, ni información, ni paquetes… es una visita puramente laboral. Pero quería comentarlo por si podíamos hacer algo

—Buenos días, Adú… —saludó Alí, de camino al baño, con cara de pocos amigos y con la voz aún tomada de no haber hablado aún con nadie.

—Alí, amor mío, ¡sonríe un poco! —le reprendió Nona.

Alí sonrió todo lo ancho de su cara. Parecía un sapo.

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—¿Así, Nona? —le preguntó Adú, imitándole también —¡Mira que no quiero una reprimenda tuya!

—¡Shhh…! ¡vais a despertar a María! —les regañó ante su carcajeo.

—No os preocupéis, ya estaba despierta… —amaneció María, sentándose a la mesa— Nona, cada día un desayuno diferente, a cuál más rico y exótico y siempre con ese café… cuando no esté aquí, seré incapaz de tomar otro café que no sea el tuyo.

—A mí me pasa lo mismo y eso que soy de aquí —añadió Adú.

—Gracias, chicos… hacéis que merezca la pena levantarse a prepararlo —agradeció Nona, mientras Alí se levantaba y la abrazaba por detrás y le daba un beso en la mejilla—. Buenos días, amor mío…

—Gracias por cuidarnos tanto siempre —le susurró Alí.

—Adú, ¿por qué estás aquí a estas horas? ¿ha pasado algo? —preguntó María, desviando su mirada de la pareja y haciéndole un gesto para que le alcanzara el azucarero.

—Mañana va al campo de trabajo con permiso de Soja Co. —comentó Alí, soltando suavemente a Nona y recogiendo su media sonrisa y una mirada que le hizo tragar saliva.

—Parece que acabáis de enamoraros… —observó María, soñadora.

—Lo estamos… —dijo Nona, agradeciendo que su tono de piel ocultase su sonrojo.

—Y nosotros aquí con nuestros problemas, impidiendo que disfrutéis de vuestro tiempo y vuestra intimidad… —se lamentó María.

—No olvides que nosotros también tenemos muchos problemas y os hemos involucrado por completo —le tranquilizó Nona—. Ahora mismo nuestra falta de liquidez está agotando todas nuestras energías…

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—Y estoy seguro de que, entre todos, podremos resolverlos —dijo Alí, con confianza, recordando cómo le confortó la última conversación con Tom.

Se hizo un reposado silencio…

—Adú, si están aislados, ¿cómo es que podéis entrar? Una cientena, es una cientena —soltó, de improviso, Alí. Las dos mujeres se irguieron, esperando una respuesta del empleado de Soja.

—Eh… pues, eh... —Adú no sabía por qué ellos si podían entrar en una zona restringida por motivos sanitarios tan graves. Pero de pronto se puso tenso al sentir que, como empleado era representante, de alguna forma, de su empresa. Y sentía que aquella pregunta, aun sin saber su respuesta, le metía en un compromiso.

—Tranquilo Adú… no esperaba una respuesta. Si la hubiera, la conversación sería en otro lugar, en Soja Co., o en la AIE o en una comisaría de policía o algo así —comentó, intentando reducir la tensión, con poco éxito, pues la voz y la corpulencia Alí hacía que cualquiera se sintiese intimidado en su presencia, sin que él pudiera evitarlo.

—Adú, ¿podrías llevarle un paquete pequeño a Tom mañana? —pidió, oportuna, María.

—¿Qué tipo de paquete? No pueden entregar nada que no sea de Soja Co. —intervino Nona, empezando a recoger la mesa.

—Quiero enviarle un mensaje escrito a mano, Adú ¿podrías llevarle una hoja y algo para escribir por si me quiere responder? ¿Harías eso por nosotros? —los ojos de María brillaban.

—Lo puedo intentar… —respondió Adú.

—Pero siempre y cuando no te pongas en peligro ni a ti mismo ni a Tom, ¿de acuerdo? —Adú asintió— Pues gracias, Adú, ¡muchas gracias!

—¿Y de dónde sacamos nosotros ahora un pliego y algo para escribir? —se preguntó Nona.

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—Como no vayáis a La Medina… —sugirió Alí, que estaba terminando de secar los cacharros.

—¡Es verdad! Y ya que tenemos el coche de Soja Co. disponible os puedo acercar a algún lado —sugirió Adú, deseoso de tomarse alguna licencia—si a Alí no le importa, claro…

—¿Ir a ver artesanía o quedarme a hacer mis cosas? Una duda trascendental en mi vida… —ironizó Alí.

—¡Que sepas que no te hacemos ni caso, querido! Nos vamos con Adú, ¡hasta luego! —dijo Nona, empujando a María y Adú hacia la calle.

—Encantado de acompañaros, pero el problema es que no puedo de ir de uniforme, ¡si me pillan fuera del coche paseando con el uniforme, me matan!

—Bien, hagamos una cosa: vamos a casa de mi madre, que nos queda de paso, aparcamos en su cochera y te pones alguna camiseta de mi sobrino, el mayor, porque ¿a ver? —dijo Nona examinándole mientras conducía— Sí, seguro que te vale.

El recibimiento fue tan cálido como la última vez y una de las hermanas de Nona se apresuró a ofrecerle a Adú, casi antes de que terminara de aparcar, tres camisetas para ver cuál le quedaba mejor. En plena calle, el chófer se descamisó ante la atenta mirada de la madre de Nona.

—Chico, tienes que venir a casa a comer todos los días, ¡estás hecho un enclenque!

Adú, sonriendo, se puso una camiseta de rayas anchas grises y blancas con una pequeña hilera de botones en el cuello.

—Me queda bien, ¿verdad? —las mujeres le miraron con ternura.

—Sí, pero estás muy flaquito, hijo —insistió la matriarca de la familia.

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Adú se fue hacia el coche a guardar su uniforme y, de paso, se soltó las rastas. Parecía un niño más de la comunidad de la familia de Nona.

—¿Qué? ¿por qué me miráis? ¿qué pasa? —preguntó Adú, en tono infantil.

—Eres un cielo, Adú, gracias por todo… —le dijo María acercándose a él y dándole un beso con gesto maternal.

De rumbo a La Medina, María iba contemplando cómo el paisaje se estrechaba. Las casas eran bajas y estrechas, de dos pisos de altura las más altas; y de color arena, antaño blanco quizás.

—Hace unos cuantos siglos esto era el centro de la ciudad. Pero con el paso del tiempo y el desarrollo y la digitalización de la sociedad, la población que se lo pudo permitir buscó lugares con mejores infraestructuras y esto se convirtió en un suburbio —explicó Nona.

—Y eso que ha mejorado, ¿eh? —añadió Adú— Hasta hace relativamente poco desde aquí hasta donde la mirada se pierde era todo una enorme chatarrería de aparatos electrónicos, coches, hierros… era el basurero de todos los terminales que Occidente no quería, ¡si hasta recuerdo que de pequeño veníamos aquí a matar ratas! Ahora, desde que aprendimos a reciclar, está mucho mejor…

Cruzaron una vía de dos carriles en cada sentido, donde también circulaba algo de ganado, vehículos y algún dron sobrevolando la zona casi a ras de asfalto. Los niños jugaban en las aceras de las también angostas calles, con juguetes muy rudimentarios.

—Porque las casas son bajas, si no, ¡aquí es tan estrecho todo que sería de noche todo el día! —exclamó María, bajando del coche.

Adú se adelantó de un salto, estiró los brazos para ver si tocaba con la punta de sus dedos las casas a uno y otro lado de la calle, mientras un niño le imitaba. La verdad es que, según iban adentrándose en La Medina, María se sentía observada; los niños se agolpaban en ventanas y muretes contemplándoles.

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—¡Uf, cómo huele! ¡qué olor más fuerte! —alertó María.

—Es incienso —aclaró Nona—, pero es cierto que este incienso hace un olor muy fuerte…

Adú les hizo una seña para que mirasen hacia arriba: por las ventanas se empezaba a asomar mucha gente; las mujeres con pañuelos blancos tapándose la cabeza. En ese momento apareció una niña de unos diez años, muy delgada, que extendió las manos hacia las mujeres y les hizo entrega de sendos pañuelos blancos. Nona y María le dieron las gracias a la niña, inclinándose levemente hacia ella, y se taparon la cabeza con ellos.

El rumor de la gente se iba haciendo más alto y el olor del incienso más intenso. Hacia ellos se iba acercando una fila de personas, a los que les arrojaban flores blancas desde las ventanas.

—Encabeza la fila una viuda… y los de alrededor deben de ser los hijos —explicó Nona—. ¿Veis? Lleva la urna en sus brazos. Deben de ir hacia la Makbara.

—¿Makbara? —preguntó María.

—Sí, el cementerio —aclaró Adú.

—El difunto debió de ser una persona muy importante a juzgar por tanto dispendio… —reflexionó María.

—No tiene por qué —arguyó Adú—, no hace muchos años la gente moría por desnutrición y por enfermedades que ahora son inocuas. Moríamos como perros entre las guerras, las atrocidades y el abandono…

—A pesar de los cambios de los últimos años —continuó Nona, pegándose a la pared para que pasase la comitiva— la tradición y ciertas costumbres se han mantenido a lo largo del tiempo precisamente para no olvidar de dónde venimos; por ejemplo, quedó el incienso para evitar malos espíritus y las enfermedades. O las flores y ropa blancas para desear la pureza al difunto: venimos vacíos, nos vamos vacíos. Afortunadamente los niños ya no mueren como antes, los jóvenes se desarrollan en un mundo donde no todo es dinero y conflictos bélicos, ahora pueden acceder a la cultura, al arte, a la educación…

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La marcha fúnebre prosiguió su camino, dejando a su paso rastro de incienso y flores blancas pisoteadas. María, Nona y Adú tomaron un nuevo callejón.

—¡Mirad! —exclamó María, ilusionada.

De las paredes pendían móviles, de todas las formas y tamaños, que sonaban al ser agitados por las corrientes de aire que se formaban entre las calles.

—Podemos entrar a cualquier casa, María, elige a dónde te gustaría pasar —le invitó Adú.

Las casas de artesanía estaban abiertas de par en par. En su interior, grupos de unas diez personas de todas las edades trabajaban a destajo en medio de la escasa luz que llegaba a través de las pequeñas ventanas.

—Como ves, nuestro pueblo aprendió a reciclar y convirtió en arte todo los desechos que nos llegaban desde Occidente… —mostró Nona, orgullosa.

—Hola, buenos días, ¿puedo ayudarles? —les abordó una anciana menuda de pelo cano lleno de nudos y apenas dientes. Su piel estaba muy desgastada, pero sus ojos brillaban como los de una adolescente.

—Hola, soy Nona, él es Adú y ella es María, mi huésped. Ella se dedica a decorar en Occidente y queríamos enseñarle vuestro arte.

La anciana agachó la cabeza como signo de respeto y gratitud.

—No sabe lo emocionada que estoy de conocerles; todo esto es una preciosidad… ¿cómo lo hicieron?—admiró María, recreándose, una vez más, en los móviles que tanto le recordaban a los de Calder.

—Un grupo de artesanos empezó a enseñar a otros, accediendo a las obras de Alexander Calder, Eduardo Chillida, Marcel Duchamp… cada uno con su estilo, pero todos ellos

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inspiradores —explicó la mujer, señalándole una escultura de hierro inspirada en Chillida.

—Ahora entiendo por qué tu casa es tan bonita y única, Nona. ¡Tienes pequeñas piezas sacadas de aquí! —advirtió María.

—Estamos buscando un pliego, algún instrumento y colorante para poder escribir —reclamó Adú, volviendo a situar a las mujeres en el objeto de su visita.

La anciana se llevó una mano a la cadera.

—Déjenme pensar, por favor… ¿Saben ustedes caligrafía? —les preguntó.

—Sí, así es. No tanto como me gustaría, pero sí… —afirmó con humildad María.

—¿Y de dónde saca usted el papel para escribir? Hace más de cincuenta años que no veo un papel por aquí, como ahora todo es digital…

—Sí, de donde vengo también. El poco que hay es carísimo, es un artículo de lujo. Por suerte quién me enseñó caligrafía también sabía reciclarlo y ella misma, con sus escasos recursos, lograba fabricarlo con pasta de papel que elaboraba a partir de cartones y papeles que se iba encontrando, en contadas ocasiones—aclaró María.

—Un momento… ¡Kadin! Tráeme, por favor, las barrenas de madera y esos pliegos vegetales que tenemos en el último cajón de aquel mueble —solicitó la anciana.

Kadin les acercó más de una decena de pliegos cuadrados de un par de palmos de ancho y alto.

—¿Les van bien éstos? —preguntó la mujer mientras los extendía sobre el mostrador—. Los hicimos hace unos tres años con vegetales intentando imitar el papiro del antiguo Egipto. Pero hasta ahora no los habíamos utilizado porque nuestros artistas están especializados en escultura y mueblería, pero ninguno en caligrafía… Y con estas barrenas trabajamos la madera para redondearla. Y ésta tinta que solemos utilizar para impregnar la misma madera. Es

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natural, de ahí su color granate. Se extrae de las plantas y se mezcla con algo de arcilla, así que como seca rápidamente, creo que no manchará los pliegos.

María probó a escribir en el primer papel: “H o l a”. Efectivamente, la tinta se movía bastante. La anciana le quitó bruscamente la punta de madera que tenía, cogió un utensilio muy fino y comenzó a afilar la punta.

—¿A ver ahora? —preguntó.

María realizó los mismos trazos de nuevo y quedaron mucho más finos. Al terminar, sopló y espero medio minuto a que secaran.

—Muchas gracias —sonrió María—. ¿Podrían cortarme en cuatro partes cada pliego, por favor?

Mientras Kadin cortaba las láminas, la anciana se marchó y, al poco, apareció con un trozo de piel. Cogió una especie de espátula y, con su parte más ancha, la cortó en forma de rectángulo. Con una aguja fue cosiéndola, hábil y rápidamente, hasta convertirla en un sobre de piel para guardar las cuartillas que acababa de comprar, junto con la pequeña punta de madera. María sonrió de pura satisfacción: tener un sobre donde guardar las cartas de Tom era justo lo que necesitaba. La tinta la metió en un par de frasquitos aparte.

—Seguro que en casa nos queda algo de tinta, de retocar alguna obra… —comentó Nona.

María la miró, dudando, sintiéndose tentada a llevársela, pero al final, por no hacerle un feo a su amiga, desistió.

—Disculpe, la tinta no nos la llevamos, nos abulta demasiado…—cayó de pronto en la cuenta.

—¿Cuánto es? —preguntó María, llevándose la mano al bolso.

—Pediré que le traigan un saco de soja y otro de café de los cultivos de Ali, ¿de acuerdo? —interrumpió Nona.

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—Gracias por su visita, que la salud les acompañe —bendijo la anciana, asintiendo.

—Chicos, muchísimas gracias, ha sido toda una revelación descubrir este mundo de vuestra mano —les dijo María saliendo de la casa de artesanía.

El sol caía a plomo en el campo de trabajo. Los coches de los chóferes se apelotonaban en la entrada bajo una nube de polvo que obligaba a los conductores a mantener la boca cerrada si no querían masticar arena. Pero Adú se movía a sus anchas entre la falta de aire y el tumulto, como cuando era crío y se buscaba la vida por el mercado… Entre la multitud vio a Tom.

—María, Alí y Nona están bien —le notificó sin preámbulos.

—Gracias, Adú… —le dijo Tom poniéndole la mano en el hombro y acercándose a él bajando el tono— Aquí hay gato encerrado, Adú, esto es una farsa…

Adú aprovechó la cercanía para meterle en el bolsillo del pantalón el paquete que María acababa de comprar.

—No puedo traerte nada del exterior, así que si me descubren no podré volver a entrar, ¿entiendes? —le susurró Adú.

—Por ejemplo, ¿cómo es posible que podáis entrar si estamos aislados? —continuó conversando Tom y, de paso, sintiendo que disimulaba mejor.

—Ayer me hizo esa misma pregunta Alí…

Los drones emitieron una alarma ensordecedora para poner fin a la visita, que no duró más de los cinco minutos de rigor, pues tan sólo era un espacio de tiempo para intercambiarse discos extraíbles que contenían los avances del campo de trabajo. Una vez que se marcharon los visitantes, los ánimos empezaron a caldearse: la sensación de cautiverio comenzó a apoderarse de los empleados que se quedaban, hartos ya de la rutina, el calor, la incomunicación y la vigilancia constante. Mauro, temiéndose lo peor, echó a correr, seguido de Katy, en busca de la capitana Moore.

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—¿Dónde está la capitana? —pero los soldados, haciendo caso omiso a sus palabras, iban formando filas preparándose para posibles disturbios.

—¡Mauro, por favor, vamos a la oficina de recepción! —sugirió Katy gritando para hacerse oír.

—¡Por favor! —sonó nerviosa la voz de Mauro por megafonía—¡Por favor!

Mientras Mauro voceaba, Katy observó a través de la ventana que la mayor parte de los empleados estaban de pie frente a los soldados.

—Sigue Mauro, parece que te escuchan… —le animó con la confianza que ya le tenía su asistente.

—No es una situación agradable para nadie: ni para nosotros ni, estoy seguro, para los miembros del cuerpo de la AIE... —tragó saliva— Pero necesitamos volver a la calma para que todo sea llevadero. Por favor, a todos los empleados de Soja Co., tratemos de encontrar nuestro sitio aquí y mantengamos la serenidad. Sé que no es fácil, pero entre todos y con la ayuda de la AIE, lo vamos a conseguir. Si nuestros deseos individuales pesan más que el bien del grupo, esto se convertirá en una lucha diaria contra los que tienen las armas. Recapacitemos juntos, tomémonos el día libre, conversemos… en cuanto salgamos de aquí, tanto la asistente de campo como yo recogeremos todas vuestras peticiones para hacérselas llegar a la capitana Moore…

—Si es que aparece —murmuró Katy para sí misma y, acto seguido, hacia Mauro, haciéndole una seña de que acababa de verla a través de la ventana—¡Hablando de la reina de Roma por la puerta asoma!

—Desde este momento, vuestras propuestas, individuales o grupales, serán bienvenidas. Gracias a todos por vuestra colaboración—concluyó Mauro.

La puerta se abrió de un golpe.

—¿Quién es usted para tomar el mando del campo? —gritó, furiosa, la capitana Moore.

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—Un momento… —solicitó Mauro, con calma, levantando las manos a la altura de la cintura y apuntando a la militar— Estuvimos buscándola, porque esto se estaba yendo de madre, así que tuve que tomar una decisión. No es de su gusto y lo siento, pero los ánimos se han calmado, así que no espero que me dé las gracias, pero sí que nos sentemos para acordar una forma común de trabajar. Tengo a todo el mundo desmoralizado y si entre todos no tratamos de hacer más armónica la convivencia, esto va a ser un autentico calvario para todos.

Aprovechando este amago de motín, Tom buscó un momento de privacidad para abrir el paquete que le había entregado el bueno de Adú. La letra de María le rasó los ojos de lágrimas:

Mi vida, mi amor, estoy bien, todo está bien si tú estás bien. Te estaré esperando el tiempo que haga falta.

Te envió unas cuartillas y una punta para que puedas escribirme, seguro que se te ocurre algo para la tinta. Necesito saber que estás bien.

Si necesitas algo que pueda hacer pídemelo, amor, acuérdate de la letra gótica cursiva: cuanto más trazada esté, más difícil será que puedan registrarla si intervienen tu carta. Nadie sabrá qué hay escrito, puesto que ninguna máquina sabrá reconocer la caligrafía manual.

No sabes cómo me acuerdo de nuestras clases de caligrafía con la abuela de nuestro asesor y cuánto protestabas. Sé que lo hacías por mí, tengo tanto que agradecerte mi amor…

Te amo mi vida, eres todo para mí,

María

Tom, con renovadas fuerzas, fue a lavarse la cara para que nadie notara nada y, al cabo de un rato, cogió aire y fue al encuentro de sus compañeros de trabajo.

—¡Tom! —gritó Katy —¿Dónde estabas?

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—¿Qué ha pasado, Katy? —respondió con otra pregunta para desviar su atención.

—Mauro ha estado hablando con la capitana y parece que van acercando posturas con el fin de que los nervios se calmen. Los empleados solicitan que se aumenten las raciones alimenticias y el tiempo de descanso nocturno, adelantando media hora los horarios de la comida y de la cena —informó.

—Bueno, al final va a resultar que no son tan “cabezas cuadradas” estos militares… Saben que la gente con el estómago lleno es más mansa.

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Capítulo 7: El descubrimiento

Como casi siempre antes de cenar, Alí se iba a dar un paseo. Esta vez le escoltaban las dos mujeres de la casa.

—Por cierto, Tom —dijo María, a lo que rieron todos—, digo… Alí, ¿en qué estaría pensando? Tengo un conocido que se dedica en Europa a cultivos verticales, como tú, ¿quieres que le pregunte?

—¿Y qué le vas a preguntar? Si lo que necesito es liquidez, sacar todo el cultivo a cambio de dinero. Tengo que pagar las facturas, los impuestos, los billetes de avión para ir a vuestra casa… —dijo Alí con poca fe.

—No lo sé, a lo mejor a él se le ocurre algo… bueno, ya pensaré ¡buenas noches chicos, descansad! —se despidió María, recogiéndose el pelo y enfilando sus pasos hacia la habitación.

Se metió en la cama, pero no paraba de dar vueltas… y eso que Nona y Alí, aún levantados, apenas hacían ruido. Se levantó y encendió la PD.

—Berta, búscame a Lucas, por favor.

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—¿Qué Lucas? Tienes seis direcciones coincidentes con Lucas —notificó Berta.

—Lucas Levy de agricultura vertical.

—Aquí lo tienes. Está conectado ahora mismo a través de su PD. ¿Quieres que le solicite una conferencia? —invitó Berta.

—No te preocupes, le escribiré un correo… Gracias, Berta.

Hola Lucas:

¿Cómo estás? Espero que seas muy feliz, lo deseo con todo mi corazón. Sabes que deseo lo mejor para ti porque te lo mereces. A veces, mejor dicho, muchas veces, me pregunto por qué lo dejamos, pero bueno, hurgar en el pasado tampoco ayuda mucho.

Ahora mismo nos encontramos en África, en Horonya. A Tom le destinaron aquí para aclimatar un campo y tiene trabajo al menos para seis meses. Aunque no sé cuánto tiempo durará porque la AIE ha intervenido la zona y le han aislado por un periodo de cien días, una cientena… qué palabra tan tonta ¿verdad? Estoy preocupada, pero menos mal que los propietarios de la casa donde nos alojamos, Alí y Nona, son una gente estupenda. Íbamos a intercambiar nuestras viviendas para que ellos pudieran irse de vacaciones a nuestra ciudad, pero cuando yo ya estaba aquí, al día siguiente intervinieron el campo de Tom.

Además, y por este motivo también te escribo Lucas, Alí y Nona, tienen campos de cultivo vertical, principalmente soja y café, creo… el café seguro porque no sabes qué rico está. Tienen un problema: aquí la población está sin blanca y han creado un sistema de trueque muy interesante, porque gracias a él la población no muere de hambre. Pero este trueque tiene un inconveniente y es que no le genera dinero líquido y esto le está causando un problema financiero muy grande.

Bien, no sé por qué te cuento esto ni sé si te ha molestado mi mensaje, seguro que tienes tu vida organizada y estás en tu derecho de no responderme. Tampoco sé si puedes hacer mucho desde donde estás, pero no tenía a quién recurrir y siempre me diste mucha paz y fuerza para tomar decisiones. Como ahora, sólo por el hecho de escribirte ya siento la paz que me das.

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Siempre,

María

Antes de enviarla, la releyó varias veces, llena de dudas. Sabía que si la enviaba su pasado se convertiría en presente, pero era la única idea que se le ocurría para devolver a Alí y a Nona algo del bien que le estaban haciendo y “por mí que no quede”, se decía… “Enviar”. Pulsó el botón con los ojos cerrados, sabiendo que Tom aprobaría su acción, más allá de un posible ataque de celos.

Se acostó, miro de nuevo hacia la puerta. Ya no se veía luz alguna, tan sólo se escuchaba el silencio de la noche, rasgado por algún murmullo apagado procedente de la habitación de Nona y Alí.

Tom se dispuso a desayunar su ración doble, tal y como habían acordado con la AIE.

—¡No puedo más! —exclamó Katy.

—Guárdalo para después, para comer entre horas o dáselo a algún trabajador, seguro que alguno se lo comerá con ganas —respondió Tom.

Ella le tendió el paquete de comida que no había abierto para que decidiera qué hacer con él.

—Katy, ¿te has dado cuenta de que son diferentes?

—¿En qué, Tom?

—Antes eran completamente metálicos, sin nada escrito salvo el nombre serigrafiado del contenido; puré de patatas, leche deshidratada o lo que fuera… Pero éste trae los ingredientes.

—Es cierto, ahora que lo dices, esto no venía… —dijo la asistente examinando el paquete antes de entregárselo a Tom—. “Fabricado por”… este símbolo lo he visto en alguna parte…

—Déjame ver… —lo cogió Tom— Es verdad, este símbolo lo hemos visto en algún lado. Es como una “D” al revés dentro de un círculo.

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Los dos se quedaron en silencio con la mirada perdida tratando de hacer memoria.

—¿Se puede saber qué os pasa? —interrumpió Mauro, sacudiéndoles levemente —Venga, que nos tenemos que ir…

Saliendo de las lonas del comedor, Tom se acerco a Mauro.

—Mauro, lo lamento mucho, pero tengo que hacerlo…

—¿Qué es lo que lamentas, Tom…?

Pero Mauro apenas pudo terminar de formular su pregunta porque, al instante, Tom le giró, cerró los ojos y abalanzó todo el peso de su cuerpo contra él, arremetiendo su hombro contra la cintura de Mauro. Mauro le cogió por el cuello para no perder el equilibrio. Tom había perdido la referencia del suelo y el cielo, todo estaba negro. Apretaba los dientes con todas sus fuerzas, mientras podía sentir cómo el sudor le recorría todo el cuerpo. Sus brazos agarraban las piernas de Mauro para derribarle. Evidentemente, ninguno de los dos sabía pelear. Pero ese inesperado arrebato de Tom le puso tan tenso que, por unos segundos, perdió la noción del tiempo y del espacio… Al momento, Tom recibió un golpe tan fuerte en el costado que cayó al suelo, arrastrando a Mauro con él. Para que le soltara, los militares le propinaron tales patadas que Tom tuvo que recogerse sobre sí mismo, tapándose la cara y el estómago.

Aunque todo fue muy rápido y no llegó a hacerse corrillo, sí hubo bastantes empleados que vieron todo, ya que estaban saliendo todos de las lonas del comedor.

—¡Lleváoslo! —gritó Mauro—¿Qué haces, maldito imbécil?

—Aisladle —ordenó la capitana Moore—. Por favor, Mauro, aseguró que controlaría a su gente. Así vamos mal; episodios como éste sólo sirven para añadir tensión a la convivencia de la que usted es embajador.

Cuando la capitana se retiró, Katy se acercó.

—Mauro, ¿qué ha pasado? ¿estás bien?

—Estoy bien, Katy… —concedió Mauro, indignado.

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—Qué raro que Tom hiciera esto… —reflexionó Katy, mientras proseguían su camino sin mediar palabra.

Dos miembros de la AIE le llevaron en volandas a un espacio de castigo, prefabricado, dividido en tres habitáculos de un metro y medio de ancho por uno y medio de largo, con rendijas en la pared a modo de ventana. Sin mediar palabra, le metieron en una de las celdas.

Tom, lleno de polvo, se sentó en el suelo con la cabeza entre las rodillas, esperando, tal vez media hora, por si venía alguien más.

—Bueno Tom, a ver si te acuerdas de escribir… —se dijo.

Sacó cuidadosamente el paquetito del bolsillo.

—Vaya… ¿y cómo escribo si no tengo tinta? —mientras lo pensaba, empezó a escarbar distraídamente en el suelo con una piedra. Poco a poco la tierra se iba soltando en láminas más o menos grandes y, conforme el agujero se hacía más profundo, aparecía tierra menos seca y más marrón. Así que cuando hubo realizado un buen agujero en el suelo, miró a su alrededor.

—¿Hay alguien? —preguntó a voces. Pero nadie se acercó.

Se levantó del suelo, se bajó la bragueta y comenzó a orinar en el agujero. Con el barrillo arcilloso que salió de aquella mezcla consiguió una especie de tinta y se dispuso a escribir en las cuartillas de María. Para administrar los recursos, se limitó a algo conciso: dibujó en el centro una “D” al revés con un círculo alrededor. Y a continuación escribió:

Estoy muy bien amor, sabiendo que tú lo estás.

Averigua qué significa este símbolo, por favor.

Antes de lo que parece volveremos a estar juntos. No decaigas, amor mío.

Te amo,

Tom

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A los pocos minutos, vinieron a abrirle la puerta de la celda.

—¡Cómo huele aquí! ¿qué has hecho? Mejor no respondas…—pidió Katy.

Tras ella, Mauro llevándose las manos a las sienes.

—Pero Tom, ¿qué pasa en tu cabeza? Primero el numerito matutino y ahora esto… ¡Anda, sal y hablemos, pero antes quítate ese olor!

Los tres salieron, acompañados por dos miembros de la AIE y una vez se hubo aseado, Tom se fue a hablar con Mauro a su despacho.

—Hablemos, Mauro. Pero a solas —solicitó, asertivo, Tom.

Mauro levantó la mano.

—Está bien, dejadnos diez minutos solos, por favor —solicitó a los militares con un gesto que indicaba que asumía toda responsabilidad en caso de altercado.

—Mauro, no pasa nada porque esté Katy con nosotros… —le dijo Tom, al ver que la asistente también salía.

—¿Quieres que entre? —ofreció Mauro.

—Si tú quieres… —aceptó Tom.

Se sentaron uno enfrente del otro. La sala estaba rodeada de numerosas ventanas y albergaba múltiples pantallas que, en esos momentos estaban, en su mayoría, apagadas.

—Desde que intervinieron, todo el control pasó a manos de la AIE… —comentó Katy, fijándose en que Tom estaba inspeccionando la sala milimétricamente.

La asistente tomó una silla pero se colocó dos baldosas más atrás de ellos. Sabía que tenían mucho que hablar y a ella sólo la habían invitado como oyente.

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—Mauro, siento profundamente el altercado de esta mañana —comenzó Tom, sin preámbulos—. Tenía un buen motivo para hacerlo.

Mauro escuchaba impertérrito, sin gesticular, alargando el silencio sin importarle que fuese incómodo. Katy empezó a revolverse en su silla.

—Mañana vienen de nuevo los visitantes de Soja Co. y necesitaba estar solo para escribirle una nota a María. No quería que nadie se enterara, y no encontré la ocasión para avisarte con antelación, lo siento… He descubierto algo que puede poner luz a esta situación.

—¿Y cómo se supone que vas a enviarle algo a tu mujer? No estamos conectados, tenemos todos los terminales intervenidos… —quiso saber Mauro.

—Porque Adú me trajo cuartillas de papel para escribir a mano. María y yo estuvimos estudiando caligrafía antigua. Las máquinas de ahora ya no tienen esos registros y de nada les valdrá escanearlo. Muy poca gente sabe caligrafía ahora y, aunque pocos podrán leerlo, dudo mucho que alguno sepa entenderlo.

Mauro le observaba con un gesto de incredulidad y Katy, inclinada hacia delante con los codos apoyados en las rodillas, otro tanto.

—Esta mañana cuando Katy se fijó en que los paquetes de comida que han venido nuevos tenían un logotipo, me di cuenta de que el dron que me seguía cuando iba con Adú, también lo llevaba… Ya te comenté: por un lado, no hay enfermos y estamos aislados y, por otro, una marca comercial junto con un ejército. No me suena bien, Mauro, lo siento, pero creo que pasa algo.

Mauro se giró hacia Katy.

—Lo del paquete de comida es cierto, Mauro, lo comentamos desayunando, pero no sabía nada más —confirmó Katy—; aunque, ahora que lo dice, cuando llegaron los de la AIE, recuerdo haber visto ese mismo logotipo en la PD de la capitana Moore el día me solicitó la lista de empleados del campo.

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—Bien, Tom, ¿y ahora que se supone que tengo que hacer? ¿denunciarte y pedirte el escrito? No puedo pasar por alto este hecho. ¿Tú sabes la bajada de pantalones que me ha supuesto sacarte de ese cuchitril? —protestó Mauro.

—Lo sé, he comprometido tu posición, Mauro. Pero, créeme, lo hice por un buen motivo —se volvió a excusar Tom—. Estoy convencido de que aquí pasa algo.

—De acuerdo, esta conversación no saldrá de aquí… y aquí se quedará. Porque no quiero saber que estás tramando, ni quiero ser responsable de ningún otro episodio desagradable y, por supuesto, no quiero que ni un solo empleado de Soja Co. salga malparado. Si, te pillan, Tom, si vuelves a protagonizar algún otro altercado, ten por seguro que no seré yo quien te evite las represalias, ¿me has comprendido? —sentenció Mauro, con autoridad—. Katy, mantente alejada de Tom, no quiero que te inmiscuyas en sus asuntos.

—De acuerdo, Mauro —respondió Katy, a la vez que Tom asentía.

Antes del inicio de la cena, Mauro se puso en pie y levantó la mano para pedir silencio.

—Gracias a todos por vuestro comportamiento ejemplar, a excepción del hecho aislado de esta mañana, que ya se ha aclarado con la persona implicada y me ha dado su palabra de que no volverá a ocurrir —mirando a Tom—. Quiero agradeceros vuestro compromiso; es un orgullo para mí poder estar aquí, representando a todos y cada uno vosotros…

La ovación de los empleados tapó las últimas palabras de Mauro. Necesitaban liberar tensión y cualquier motivo era bueno.

A la mañana siguiente, Tom se alegró de nuevo al ver al desastroso Adú de siempre buscarle con su mirada. Su presencia, la única presencia procedente del exterior, era un soplo de aire fresco para él.

—Hola Tom, María y los demás siguen bien —se adelantó el joven chófer.

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—Gracias, Adú ¿y tú cómo estás? —le preguntó con cierto aire paternal, llevándole bajo las lonas del comedor para evitar que un dron cercano les siguiese.

—Pues bien, Tom, pero tan ajetreado que cuando todo esto termine, no voy a saber qué hacer con mi vida…

—¿Terminará…? —le dijo Tom, acercándose mucho a él.

El conductor le adivinó y se dejó hacer mientras Tom le desabrochaba un botón de su enorme camisa y le metía el paquete para María.

—Adú, ¿te suena este emblema? —Tom trazó con un dedo la “D” al revés dentro de un círculo en una de las mesas del comedor.

—Creo haberlo visto en algún lado… —respondió, frunciendo la cara por completo y entrecerrando los ojos.

—¿Recuerdas el segundo dron que nos siguió cuando fuimos a ver los cultivos de Alí? Pues tenía este distintivo, igual que los paquetes de comida de aquí…

—¡Eso es! ¡En el dron fue donde lo vi!

—Por favor, Adú, ayuda a María a averiguar qué es.

—¡De acuerdo, jefe!

La visita de Adú, como la anterior, duró apenas un suspiro, tras el cual Adú puso rumbo veloz a la casa de Nona, en medio de un espléndido ocaso naranja y fucsia.

Cuando llegó, Nona y María habían salido; le recibió Alí, estrechándole la mano calurosamente y acercando cuerpo con cuerpo, como si fueran colegas.

—Pasa, hombre, ¿te puedo ayudar en algo? ¿qué te apetece tomar?

—Todo está bien Alí, quizás un poco de agua, por favor… —Alí aún le hacía sentir intimidado.

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A los pocos minutos las dos mujeres aparecieron en la casa de muy buen humor. Nona abrazó a su esposo y María al único hombre que tenía contacto con su esposo.

—¡Adú, espero que el bruto de mi marido te haya tratado como te mereces!

—Sí, sí, todo perfecto, ya somos amigos… —respondió Adú con una sonrisa algo forzada, que provocó que Nona fulminase con la mirada a Alí.

—¿Quééé…? —se defendió él, como un niño.

—¿Viste a Tom? —interrumpió María por el bien del pobre Alí.

—Sí, este mediodía. Está muy bien, sólo que parece algo mayor con esa barba que lleva… ¿por qué los extranjeros cuando no están en su casa, no se afeitan? —preguntó Adú, sin esperar respuesta— Me dio esto para ti y me pidió que te ayudara a averiguar a quién pertenece este símbolo…

María abrió el paquete.

—¡Cómo huele, por favor! ¡Espero que Tom no huela así! Dicen que las antiguas cartas de amor iban perfumadas, ¡pues espero que olieran mejor que ésta!

María mostró la carta a los demás.

—¿Dónde he visto yo ese emblema…? —pensó en voz alta Alí.

—El día que acompañamos a María al hotel para la reunión de los familiares de los intervenidos por la AIE había un vehículo parado con ese distintivo —comentó Nona.

—¿Y recuerdas el día que fuimos a tus cultivos, que nos seguía un dron? —le hizo recordar Adú.

—¡Es verdad! ¡el dron también tenía este logotipo! —dijo Alí.

—Pues Tom me dijo algo de que también aparecía en los paquetes de comida, o algo así…

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—Bien, buscaré a quién o a qué pertenece —resolvió María, deseosa de emprender su tarea.

—¡No, espera! No lo hagas —advirtió Alí—. Nuestro gobierno vendió todos los datos de los usuarios a empresas de Internet, así que ningún usuario puede hacer búsquedas anónimas. En esto también somos ciudadanos de segunda: navegamos gratis a cambio de ceder nuestros datos. Si por lo que fuera hubiese algo complicado tras ese logotipo, en un máximo de veinte minutos tendríamos la casa rodeada por la policía local.

—Entonces, ¿cómo podrías hacerlo? —preguntó Nona.

—¿Te acuerdas, Alí, que le comentaría algo de vuestra situación a un antiguo amigo mío que también se dedica a la agricultura vertical? —dijo María.

—Sí, me acuerdo. Y recuerdo también que dije que no lo hicieses —contestó Alí.

—¡Pues no te hice caso! Y he visto que ha respondido a mi correo, voy a leerlo y averiguar si nos puede ayudar también a resolver este asunto.

Y así, sin esperar respuesta, María giró sobre sus talones y se marchó a la parte trasera de la casa que tenía un pequeño porche con unas poltronas.

Hola María,

Espero y deseo que seas muy feliz, aunque no debes de estar muy bien, ya que me escribes.

Yo también te he echado de menos. Ojalá que Tom te trate como te mereces, ya que yo no pude.

A tu amigo no sé cómo puedo ayudarle porque yo me dedico más a hortalizas y él, por lo que cuentas, se dedica a grano. Las técnicas son diferentes, pero, no te preocupes, pensaré en alguna solución.

Te deseo lo mejor,

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Lucas

María finalmente había optado por sentarse en el suelo, con la espalda apoyada en la pared de la casa.

—Ha puesto una barrera entre nosotros… —pensó al leer su mensaje.

El chat avisó de pronto que Lucas estaba conectado.

—Hola Lucas —saludó, directa, María.

—Hola María, estabas tardando en escribir :D —respondió al instante él.

—Gracias por responder, Lucas. Sí, la verdad es que necesito tu ayuda. Recurrir a mis padres sería un problema, más que una solución; aunque en un momento dado intuyo que tendré que hablar con mi padre. No te entretengo: desde aquí no puedo navegar porque no hay privacidad, ya que el gobierno vendió los datos de los usuarios a cambio de acceso a Internet. Necesito que averigües, por favor, a la mayor brevedad, y no me mandes ni fotografías ni enlaces, qué empresa tiene un logotipo de una “D” al revés dentro de un círculo. Supongo que estará con farmacia, alimentación o algo así… Es cuestión de vida o muerte. Me gustaría darte más datos, pero no me atrevo. Te responderé a tu correo una vez que hable con mi amigo respecto a sus cultivos.

—Ok, cuenta con ello, María. No me tienes que dar explicaciones, tú harías lo mismo por mí.

—Gracias, Lucas.

—Un beso, María, te mantengo informada.

Lucas mantuvo esta conversación con María en su pequeño despacho, situado en la azotea de un edificio. Sus cultivos aprovechaban el calor y recursos de los edificios a modo de efecto invernadero, así como sus aguas residuales. Tenía huertas con tomates, lechugas, zanahorias, calabacines… y desde su despacho

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podía contemplar todas las azoteas de todos los edificios de toda la ciudad.

Cuando terminó de hablar con María, se marchó a hacer su ruta habitual de trabajo para la comunidad enfundado en camiseta de algodón, vaqueros y sandalias, su uniforme durante todo el año. La verdad es que Lucas, pese a vivir de la agricultura, se cuidaba más bien poco: comía cualquier cosa acompañada de infinidad de refrescos y no hacía ejercicio, así que estaba bastante grueso… Hoy le tocaba llevar unos kilos de tomates a un comedor social y atender las cuentas y facturas del propio comedor. Una vez que terminó sus quehaceres, se fue a casa. Una casa normal, de un tipo normal. Tenía un sofá, una pantalla, algo de ropa por medio… desde que se separó de María, apenas había tenido más relaciones. Y se le notaba.

Cogió un par de latas de refresco y se sentó en el sofá:

—Carl, por favor, búscame imágenes de una “D” al revés dentro de un círculo —pidió Lucas, frotándose la cabeza, que se afeitaba él mismo sólo por no ir al peluquero.

—Tengo tres millones de resultados, Lucas… —respondió su PD.

—¡Uff, vaya! Pues no sé, no me ha explicado bien cómo era… —comentó Lucas mientras releía la conversación con María— Carl, mira a ver que tenga que ver con alimentación, farmacia o algo así.

—Ya sólo tengo cincuenta mil resultados —continuó el sistema operativo con su voz aséptica.

—¿A ver? Muéstramelos —y Lucas se quedó pensando después de ver varios logotipos —Carl, por favor, esto te va a llevar un poco más, pero ¿cuántos están registrados en patentes y marcas? Ahora vengo…

Y marchó al cuarto de baño mientras Carl seguía trabajando.

—¿Averiguaste algo, Carl? —le preguntó a la vuelta.

—Sí, Lucas, tengo el informe de tres compañías: una en Méjico, otra en Berlín y la última en Singapur.

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—Interesante. Muchas gracias Carl, déjamelas en mis tareas, por favor…

Y acto seguido, avisó a María por el chat.

—Ya lo tengo María, ¿qué hago con la información?

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Capítulo 8: Organic Delivery

Nada más despertar María, desde la cama, encendió su PD y revisó sus mensajes.

—Hola Lucas, gracias por todo —escribía y leía en voz baja a la vez María—. No me fio de la conexión, así que voy a pasarle tu información a Richard, ya sabes quién es, para que habléis entre vosotros. Abriré un espacio encriptado al que sólo tengamos acceso los tres.

Y continuó escribiendo a su padre y leyendo en voz baja, como si Tom estuviese a su lado.

—Richard, por favor, escribe a Lucas. Berta te enviará los datos. Tienes un espacio encriptado sólo para este tema; la contraseña es la que tú y yo utilizamos. Estoy bien, pero, por favor, averigua los datos que te dé para ver si le podemos comprar un piso a esta empresa.

De camino al baño se cruzó con Nona, que lucía un aspecto demacrado.

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—¿Qué te pasa, Nona? Vaya cara tienes…

—Dormí fatal, todo este asunto me tuvo en vela y al final me dormí casi de madrugada… así que me he dormido, lo siento, no me ha dado tiempo a preparar la mesa —se excusó.

—Tranquila, Nona, es normal, estamos todos así… en cuanto salga del baño te ayudo en lo que haga falta, que siempre te encargas tú de todo…

—Gracias, Mary.

Sentada en el váter María se miró al espejo y repitió “Mary”, el nombre tan cariñoso que tan poca gente utilizaba para dirigirse a ella…

Como de costumbre, Richard se despertaba a mitad de la noche. Desde que nació María, su sueño siempre se interrumpía: primero era el biberón, luego el vaso de agua… Dado que su esposa se ocupaba de la niña durante el día, acordaron que él se encargaría de las noches. Mientras se calzaba las pantuflas y miraba su PD para confirmar que, como cada noche, se despertaba a las tres de la madrugada, vio una notificación de María y otra de Lucas. Se fue a la cocina, procurando no hacer ruido para no despertar a su mujer.

Se sentó en un taburete y abrió el mensaje. Sabía que el sueño de esa noche ya se había arruinado, pues fuera lo que fuera, sabía que no podría volver a acostarse dejando cosas pendientes. Y menos en este caso, que su hija le necesitaba. Como estaba acostumbrado a pedir informes financieros de sus clientes, no le costaría encontrar información sobre las empresas que le había enviado Lucas. Mientras solicitaba los datos, se preparó una taza de café. La cocina era muy amplia, blanca y gris con grandes ventanales desde donde se veía prácticamente todo el barrio. Las calles estaban tan bien iluminadas que no hacía falta que encendiese la luz de la cocina, no obstante, pulsó el interruptor de los led que se encontraban bajo los armarios y que proyectaban una luz indirecta y agradable.

En apenas media hora, había encontrado la información que le pedían. Una de las empresas encontradas con un logotipo similar con sede en Berlín se dedicaba a la ropa de deporte, por lo tanto, la

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descartó al momento. Sin embargo, en las otras dos, y a pesar de la distancia entre Méjico y Singapur, los logotipos estaban registrados como patentes y marcas en ambos países, uno a nivel mundial y otro a nivel asiático. “Tal vez requiriesen permisos especiales…”, pensó Richard. La marca era “Organic Delivery”, empresa dedicada a la distribución de comida orgánica. Pero lo curioso que el accionariado de esta empresa pertenecía en un 70% a CRO, una empresa farmacéutica y el 30% a dos fondos de inversiones. La sede social de Organic Delivery estaba en Méjico.

—Vamos a ver… —musitó Rober, tomando un trago de café.

Siguió la pista de CRO, que tenía sede en Brujas. El buscador de información mostraba los datos sociales y de fundación de esta empresa belga. Llamaba poderosamente la atención una gráfica que mostraba su crecimiento: más del 250% en la bolsa de valores en los últimos quince días. Ese dato destacaba como elefante en la Antártida, así que siguió investigando durante horas hasta que la luz natural de la mañana sustituyó a la de las farolas.

—Cariño, ¿qué haces ya levantado? —le preguntó María, su esposa mientras se servía una taza de café de la misma jarra de Richard.

—¡Mmm, esté café está helado! —exclamó al probarlo, mientras lo tiraba en el fregadero— ¿A qué hora te has levantado?

—Cuando me desperté por la noche, tenía una notificación de María pidiéndome información de una empresa. Es una empresa de alimentación, pero detrás hay una farmacéutica y unos fondos de inversión… hasta ahí todo más o menos normal. Pero lo que me ha llamado la atención es el crecimiento tan grande que han experimentado estos últimos quince días.

María se asomó a la pantalla para ver la gráfica que Richard le mostraba.

—Sí que es raro porque no ha habido ninguna noticia relevante en el mundo, como el descubrimiento de una vacuna contra el Alzheimer o el lanzamiento de un producto contra la calvicie —apoyó María.

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—¡Sí, tú te habrías enterado de eso! —dijo Richard trayendo a su mujer hacia sí mientras ella le daba un maternal beso en la calva.

María se quedó tan prendada de La Medina que le pidió a Nona que la acompañara a dar un nuevo paseo. No sólo disfrutaba de las obras de los artesanos, sino también de sus sonidos, olores y sabores…

—María, eso del cupo de fertilidad que me cuentas me suena muy antinatural, aquí tenemos hijos y ya está… —comentó Nona mientras comían una cajita de dulces de La Medina como los que ponía Nona en la mesa siempre después de cenar.

—Puede ser, Nona, pero la población es cada vez más longeva y si los niños nacen sin control, llegará un momento en que no habrá recursos para todos, a pesar de iniciativas como las de Alí y mi amigo Lucas.

—Ya, pero ¿y si ese permiso que os dan para ser padres os lo dan tan tarde que ya no podéis de forma natural?

—Bueno, para eso están las técnicas de reproducción asistida —respondió María con total naturalidad—. ¿O es que aquí no las usáis?

—Aquí pensamos que cuando la naturaleza no quiere engendrar tiene sus motivos…

—¿Castigar a los seres humanos porque quizás los hijos no vayan a tener buenos padres? —replicó María un poco a la defensiva, sintiéndose juzgada. María y Tom ni siquiera habían tentado a la suerte, pero ya tenían una edad y, después de tantos años esperando, su fertilidad no iba a ser un impedimento para ser padres.

—En absoluto —negó Nona—. Pero si dos personas no pueden procrear con facilidad es porque su naturaleza no es la más idónea, ¿no te parece? Piensa que, desde Darwin, sabemos que se perpetúan las características que más se adaptan al medio y el resto desaparecen…

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—“No sobrevive el más fuerte, sino el que mejor se adapta…” —citó María.

—Bueno, si quieres verlo así… Es una forma de decir que si la naturaleza no quiere es porque no es la mejor opción. Y forzar la procreación en estos casos sólo contribuye a perpetuar esa misma limitación y es que en el futuro, a largo plazo, esos niños ya convertidos en adultos no puedan reproducirse de manera natural, como se lleva haciendo desde el inicio de los tiempos.

María se quedó pensando.

—María, si yo te comprendo, pero es antinatural ¡parece que estamos en una piscifactoría! —suavizó Nona riendo con la boca llena.

—Sí, bueno, visto así es verdad… —rió también María—. Además la gente ya utiliza muchos medios anticonceptivos, quizás con eso sea suficiente para controlar la superpoblación…

— Ojalá fuera así, María, pero las tradiciones y la falta de acceso a la información hacen que muchas familias sigan teniendo muchos hijos que no pueden criar y esto afecta muchísimo a las comunidades, que tienen que desarrollar recursos para recoger a estos niños desatendidos. Ésa es todavía nuestra realidad, la realidad de muchos pueblos…

—Pues desde que el mundo es mundo, la mayor acción feminista ha sido tratar a la mujer como lo que es, como un igual, y no como fábricas de niños al antojo de algunos hombres…

—Ya, si tienes razón… —apoyó Nona, ofreciéndole un nuevo dulce de la caja a María.

En medio de su paseo, saltó una notificación en la PD de María. Normalmente Berta las filtraba, excepto cuando venían de su padre y de Tom: “Hola cariño, ya tengo toda la información que me pediste, la tienes en el espacio. ¿Estáis bien? Mamá y yo estamos preocupados”.

En cuanto terminó de leer se apartó en un pequeño hueco entre casas.

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—Berta, por favor, envíale un mensaje a mi padre: “Papá, estamos muy bien. Tom no para de trabajar y yo he encontrado un oasis de arte con material reciclado. Nona y Alí son estupendos, hemos conectado muy bien, de hecho han decidido quedarse con nosotros unos días. Dale un beso a mamá y otro para ti. Gracias por la información, ya te contaré qué es. Os quiero, un beso”. Gracias Berta.

Prosiguieron su paseo.

—María, perdona que me meta donde no me llaman, pero se me hace raro que hables así con tus padres, ¿no tienes una relación un poco distante?

—No sé por qué dices eso, Nona, les he dicho “os quiero, un beso” —replicó María, entornando los ojos sin saber aún a dónde quería llegar su amiga.

Entonces Nona se giró, extendió los brazos sobre la primera pared que se encontró.

—“Os quiero paredes, un beso, gracias Berta” —dijo Nona, en tono burlón.

María se quedó perpleja, se cruzó de brazos, tapándose la boca con una mano y ladeando la cabeza.

—Con mi madre hablo todos los días y nos vemos tres días por semana mínimo. No quiero decir que tú tengas que hacer lo mismo, pero lloramos, reímos, no sé cómo decirte… —dijo Nona, agarrando del brazo a María y dándole un beso en la mejilla—. Venga, vamos a casa a ver qué tenemos…

Aprovechando que Nona la tenía agarrada, María apretó su mano y apoyó la cabeza en su hombro, en su camino de regreso a casa.

Mientras preparaban la cena, llegó Alí.

—¡Hola chicas! ¿qué hay de nuevo hoy? —preguntó dándole un beso a Nona.

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—Pues cordero con verduras… —bromeó María—. Richard, mi padre, ya me envió la información que le pedí, ¿la vemos?

—Un momento, con todo lo que ha hecho por nosotros, qué menos que avisar a Adú, ¿no? —sugirió Alí.

—¡Ay, este hombre mío está en todo! —dijo Nona, cogiéndole los mofletes con las manos manchadas de comida y dándole un sonoro beso en la boca—. ¡Pues, hale, llámale, que la cena va a estar en media hora…!

—¡Pero no es de noche, es pronto! —protestó, infantil, Alí.

—Sí, pero tenemos mucho que hacer y por no interrumpir la tarea, cenaremos antes, ¿vale? —dijo María.

Mientras terminaban de poner la mesa, sonó la puerta. Alí fue a abrir.

—Pero Adú, ¿de dónde sales? ¡Estás hecho una calamidad!

Adú se metió las manos en los bolsillos, encogió los hombros y se miró los pies.

—Así es Adú sin uniforme —respondió.

—No le hagas ni caso, Adú, es un antiguo —le defendió Nona—. Estás muy guapo así con tus chanclas, tu pantalón corto y tu camiseta rockera sin mangas, que hace calor… Tú no entiendes, Alí, ¡así que deja ya de meterte con el chico!

Después de la cena, María empezó a organizar el trabajo.

—Berta, por favor, ordena la información que tenemos de Richard.

—Por supuesto María, tene...

—Mejor no te preocupes —la interrumpió María—. Déjanos leerla y ahora te preguntamos.

—De acuerdo, María —respondió, mecánica, la voz de Berta.

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Mientras, Nona dejó en la mesa una fuente de dátiles, higos y dulces, de la que todos fueron sirviéndose casi sin darse cuenta, más atentos a todo lo que iba diciendo María.

—A ver qué tenemos… Por un lado, un logotipo registrado en Méjico y Singapur. Por otro, sabemos que esta empresa se dedica a la distribución de comida orgánica, sin tratamientos, y que pertenece a una multinacional farmacéutica, CRO, está constituida en Bélgica junto con dos fondos de inversión. Y por otro, que la empresa farmacéutica matriz experimentó una subida repentina en el mercado de valores, hace sólo quince días.

—¿Quince días no es el tiempo que lleva Tom cautivo? —apuntó Adú.

Alí dio un respingo, se fue a por su PD y en cuanto la encendió, proyectó en la pared un holograma de su pantalla para que todos vieran lo que iba escribiendo al hilo de lo que contaba María.

La tarde caía en el campo de trabajo y, poco a poco, todos se iban retirando hacia las tiendas para ducharse y refrescarse.

—Tom, ahora que se han ido todos y estamos solos, cuéntame tu teoría —le pidió Mauro a Tom

Tom fue apagando los equipos, midiendo bien sus palabras. Se sentó, miró alrededor buscando algún dron de vigilancia y comenzó.

—Mauro, realmente estoy convencido de que todo esto no es lo que parece… Nos han hecho mil pruebas, pero sigue sin haber enfermos, hacemos vida normal, salvo que nos han incomunicado casi por completo. Luego está ese logotipo que venía en las últimas provisiones que trajeron y que Katy vio en la PD de la capitana…

Mauro le extendió la mano para ayudarle a levantar.

—Vamos a dar un paseo hasta el campamento —pidió Mauro.

—¿Y tú qué opinas de todo esto, Mauro?

—La verdad, me cayó un marrón enorme, que no sé si estoy gestionando bien —la confesión de Mauro pilló a Tom por sorpresa y

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sintió el impulso de preguntarle, pero pensó que el silencio le ayudaría a descargar mejor sus pensamientos—. Desde que estamos aquí, voy percibiendo que algo grave está pasando, pero el pesado día a día se ha impuesto en mi cabeza sobre el análisis de la situación. No sé qué pasa, pero tengo miedo de que esta calma tensa que todos soportamos derive en un amotinamiento de nuestra gente. Por favor, Tom, si te enteras de algo, avísame. Confío en los nuestros, pero necesito la ayuda de alguien como tú. Y, por supuesto, acuérdate de nuestro pacto: si tú promueves algo, nos comprometerás a todos.

Una vez que Alí terminó de dibujar su mapa de círculos y conexiones, María retomó el mando.

—¿Sobre estos dos fondos de inversiones tenemos información al respecto, Berta? Son PIF y HF, gracias.

—PIF: Pharmaceuticals Investment Funds, con sede en Luxemburgo. Y HF: Horonya Funds, con sede en Horonya. Ambas tienen sus cuentas y órganos de administración actualizados, ¿queréis la información?

—Vaya… —musitó Alí, trazando más círculos en su PD.

—Qué casualidad, mientras intervienen suben las acciones de la empresa y uno de los socios está aquí, en Horonya —apreciaba Adú.

—¿Cuál es el vínculo en todo esto? Tiene que haber un hilo que les una a todos —comentó Nona—. Evidentemente ha de ser el económico pero ¿cómo?

—Berta, dame datos económicos de Horonya de los últimos seis meses —pidió Adú.

La respuesta fue el silencio.

—Adú, Berta sólo atiende a mi voz y a la de Tom —el chófer sonrió ante su propia incompetencia tecnológica.

Y Alí le hizo un gesto a María para que le hiciera a Berta la misma pregunta.

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—Según los analistas, la caída de ingresos de Horonya se debe a la subida del precio el grafeno; a mayor precio, menor demanda del material —explicó Berta, mostrando varios gráficos en la pantalla principal.

—Ahí lo tienes Nona, el motivo: sube el precio del grafeno, las ventas bajan y el gobierno busca fuentes de financiación alternativas —dijo María.

—Sí, pero ¿cuál? —preguntó Nona.

—Las personas —sentenció Alí de pronto.

—¿Cómo que las personas? —inquirió María.

—Venden laboratorios de pruebas, espacios con personas para hacer experimentos sobre tratamientos. Si la vacuna funciona, obtienen ganancias además por los ingresos que ésta les reporta —explicó Alí.

—Sí, pero estás hablando de laboratorios y en nuestro caso se trata de una empresa de alimentación, no farmacéutica —apuntó María.

—Sí, María, es una forma de hacer, es un negocio paralelo: si funciona, todos contentos; si fracasa, cierran sólo la empresa que estaba participada, sin salpicar a las matrices, en este caso CRO y los fondos de inversión. Además así el laboratorio en vez de casarse con los fondos de inversión en todas las operaciones, tiene una aventura puntual, sin salpicar al resto de operaciones que tenga abiertas —aclaró Alí.

—Vale, tenemos datos y una posible teoría… ¿y ahora qué? —lanzó María.

—Entonces si eso fuera verdad, el campo de trabajo se habría convertido en un campo de pruebas —resumió certero Adú.

Todos se miraron.

—¡Tenemos que actuar!, ¿qué hacemos? —se alarmó María.

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—Un momento, aquí hay una pieza que no encaja… —dijo Alí mientras escribía el nombre de Soja Co. en un círculo, alejado del resto — Soja Co. es una empresa de agricultura mundial. ¿De verdad creéis que va a poner en juego a todos sus empleados por un experimento farmacéutico?

Nona apareció con una enorme jarra de café:

—Esta teoría tenemos que fundamentarla: de aquí no nos movemos.

—Las empresas las forman las personas, no lo olvidemos, que son quienes las hacen buenas, regulares o malas. Está claro que históricamente en nuestro país y los que nos rodean la las personas sólo les ha movido el dinero. Daba igual lo sucios que fueran los negocios siempre que fueran rentables… y sigue siendo así—dijo Alí.

—Es repugnante —protestó Nona—. Les da lo mismo que se trate de petróleo, armas, drogas… ¡o personas! El motivo del negocio no importa. Lo que importa es comprar lo más barato posible y vender lo más caro posible. Y si estafan, mejor que mejor. Sin una ética, sin buenas prácticas…

—Berta, por favor busca en las comunidades empresariales de empleados de Soja Co., Organic Delivery, CRO, PIF y HF.

—Son 102.400 personas en total —respondió Berta al instante, siempre diligente.

—Bien, ahora extrae todas las personas conectadas entre sí.

—Hay 30.

—Extráenos sus localizaciones, por favor… —solicitó María.

El listado apareció en la pared de la sala.

—Adú, si ganaras un buen fajo de dinero ¿qué harías? —preguntó Alí.

El conductor entornó los ojos y se puso el dedo en la barbilla.

—Viajaría, me compraría una casa enorme y un cochazo. Invitaría a todo el mundo a mi casa nueva y les pasearía en mi carro.

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—Berta, por favor, de las comunidades donde tengan presencia estos empleados, extráenos quién tiene fotos de gente viajando, casas y coches —pidió María.

En la pantalla aparecieron cinco personas.

—Bien, pero no tenemos fundado absolutamente nada para acusar a nadie, son sólo suposiciones —matizó Nona.

No quitar esta marca

—Sí Nona, estoy de acuerdo, pero nos la tenemos que jugar a través de la obligación de la transparencia de los gobiernos y empresas para identificar si hay algo que podamos extraer de aquí —dijo Alí.

—Pero aquí no hay transparencia —añadió Adú.

—Ya, Adú, pero si estás empresas operan en todo el mundo tendrán que estar sujetas a este tratado estén donde estén —enfatizó Alí.

—María, pregunta a Berta qué encuentra sobre el Tratado de Transparencia —solicitó Alí.

Berta extrajo una síntesis de los contenidos más relevantes valorados por los usuarios y comenzó a ilustrar con imágenes y textos destacados toda una exposición sobre el Tratado de Transparencia.

—A raíz de la crisis de 2025 en Grecia, se firmó el tratado de León, en honor al rey Alfonso IX de España, por ser el primer registro de Cortes que hay en la historia, que data del siglo XII. La crisis vino arrastrándose diez años atrás porque, a pesar de los esfuerzos internacionales por ayudar al país, el gobierno y las empresas ocultaban sus fondos o utilizaban las ayudas para su propio beneficio y no el de la sociedad. A raíz de esta situación, la mayoría de los países firmaron un Tratado de Transparencia por el que todas las empresas registraban públicamente la identidad de todos los empleados, su pertenencia a las diferentes comunidades virtuales y su situación patrimonial, en pro de una cultura de fidelidad hacia unos principios éticos en las empresas e instituciones. A raíz de este tratado, cualquier empresa o comunidad de más de cien mil personas

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podía solicitar una investigación sobre un empleado si se sospechaba que podía cometer alguna falta grave en cuanto a fondos económicos, legalidad de su actividad… —concluyó Berta.

—¡Bien, hagámoslo! —soltó Adú.

—¿Que hagamos qué, Adú? —preguntó Nona, mientras miraba por la ventana y constataba que las estrellas estaban desapareciendo del cielo: había empezado a amanecer.

—¡Reunamos cien mil firmas y que investiguen! —propuso Adú.

—Pero cien mil firmas son muchas firmas, Adú… —dijo Alí.

—¿Y lo dices tú, Alí? ¡con todo lo que tienes en tu empresa! – advirtió Adú, reconociendo su esfuerzo por mantener en pie su empresa sin liquidez, un reto, a su parecer, mucho mayor que conseguir unas firmas.

Alí le sonrió.

—Hay personas inocentes que están llamados a ser cobayas, sospechamos de un caso de corrupción y el nombre de nuestro país está en entre dicho. ¡Hagámoslo!, ¡vamos a por las cien mil firmas! —dijo Adú, poniéndose en pie de repente, llevado por la excitación del momento y sintiéndose capaz de cualquier cosa.

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Capítulo 9: La comunidad en actividad

—Bien, vamos a hacer lo siguiente: voy a llamar a mi amigo, el que nos facilitó los datos de los logotipos. Le voy a dar los datos de acceso de mi comunidad, que tiene cerca de un millón de personas.

—María ¡has dicho un millón de personas! —se asombró Nona.

—Sí, Nona, son muchos años trabajando y gracias al sistema operativo de Berta, puedo ofrecer mis propuestas a clientes de todo el mundo… —comentó, María, de pasada, sin querer darse más importancia— Mientras, a mi padre le pediré que comience con los trámites de demanda a las cuatro empresas y al gobierno de vuestro país, de esta manera podremos empezar a mantenerles ocupados en cosas importantes de verdad —explicó María.

—María, si está muy bien, es muy utópico, pero ¿y si resulta que nos equivocamos? — advirtió Adú.

—Adú, en esta vida hay que arriesgarse por lo que uno cree. “Los sueños, sueños son” si nadie intenta cumplirlos. Nos podemos confundir, sí, pero ¿y si estuviésemos en lo cierto y no actuásemos? No habríamos salvado ni a Tom ni a las otras mil personas con las que está retenido— apoyó Alí.

—¿Y cómo sabes todo esto, María? —preguntó Nona.

—Porque cuando me piden que publique un anuncio de algún producto entre mis lectores, pues lo hago así: creo un mensaje potente de la marca, busco entre mi comunidad quiénes son las personas más activas que me pueden ayudar a conseguir mi objetivo… que, en este caso, sería la recogida de firmas. Les invito a que me ayuden a difundir mi mensaje, ofreciéndole, por su ayuda, los beneficios de ser “los elegidos”: obtener información privilegiada del caso y, sobre todo, hacerles sentir partícipes de una buena causa, ¡de hacer justicia en el mundo! No sé si funcionará, quiero pensar que sí… Pero falta algo importante: cuando tengo que hablar de un producto, me suelen dar una muestra para probarlo, para aportarle credibilidad al mensaje y para involucrar a los miembros de

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mi comunidad que, a su vez, pertenecen a otras muchas. La creación de un acto en el que puedan participar hace que el mensaje se propague mucho más rápido. Tenemos que crear un evento o algo físico que haga ruido, necesitamos a mucha gente hablando de lo mismo al mismo tiempo, con algo absolutamente creíble.

—Llevemos a todo el mundo a protestar a Soja Co. Allí se harán eco de que está pasando —planteó Nona.

—O lo censurarán —cortó Adú.

—No podrán porque aunque tengan intervenidas las líneas, si hacemos suficiente ruido, no podrán con nosotros. Sería como una presa con muchas fisuras —le acalló Nona.

—El trueque —dijo Alí, mientras Adú, que estaba sirviéndose otro café, levantaba de repente la cabeza.

—¿Qué quieres decir? —preguntó María.

—Si todas las personas con las que intercambiamos productos, nos ayudara a protestar, podríamos congregar a muchísima gente. Me deben favores, seguro que podemos hacer algo…

—Bien, hagamos una cosa: convócales hoy para mañana. Yo llamaré a mi padre y a mi amigo Lucas para comiencen a mover toda la cadena y que en veinticuatro horas esté todo funcionando. Adú, seguro que tú también puedes convocar a amigos y conocidos de tu comunidad —alentó María.

—¡Pero si se enteran de que yo estoy detrás de esto me despedirán! — protestó Adú.

Alí le miró, se acercó a él y le cogió por los hombros, agachando un poco la cabeza para poder mirarle a los ojos directamente.

—Adú, ¿tú te fiarías de mí? —el chico asintió sin emitir sonido alguno — Si te despiden, yo te contrato. Te pagaré con pescado, pero te contrataré.

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—¡Hecho! ¡Pero si es carne mejor, el pescado no me gusta! —aceptó Adú, saliendo ya de casa para ponerse en marcha.

Cada uno sabía lo que tenía que hacer: María envió sus mensajes y Alí fue a sus cultivos para pedir el apoyo de sus empleados.

—Ni hoy ni mañana trabajaremos. En su lugar, quiero que corráis la voz entre nuestros clientes de que mañana, a las ocho y media de la mañana, se reúnan con nosotros para protestar a la puerta de Soja Co. por haber vendido a los nuestros para que les hagan pruebas farmacéuticas. Si la policía se entera, no cobráis durante dos meses, ¿está claro? —rugió Alí, sin plantearse ni por un segundo si se estaba extralimitando en sus funciones como jefe. Normalmente no era tan estricto ni intimidatorio, pero sentía que su rictus tendría un efecto exponencial entre sus trabajadores a la hora de implicarles en el asunto.

Habían pasado sólo tres horas desde que comenzaron su iniciativa y María constató que ya había tres mil personas inscritas y el número seguía creciendo con la cantidad de personas que compartían la noticia en todo el mundo.

—María, desde ayer por la noche no has comido nada —le dijo Nona, llevándole un gran plato de fruta y dulces sobrantes de la noche.

Mientras comía, María no apartó la vista de la pantalla, trabajando mano a mano con Berta y Lucas al otro lado del mundo, atendiendo las dudas y comentarios de todos los seguidores.

—Gracias Lucas, siempre fuiste muy bueno conmigo. Sin ti no podría haber conseguido nada —le escribió María por el comunicador.

—María, siempre he estado pendiente de ti. Que lo nuestro no funcionara no quiere decir que te vaya a dejar en la estacada. Nunca —respondió él.

—Siempre fuiste un amor.

Como seguían trabajando en la pantalla proyectada en su pared, Nona no pudo evitar leerlo todo.

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—Creo que me marcho… —dijo ella, discreta.

—Nona, está todo bien, no te sientas violentada, por favor —rogó María—Eres mi mejor amiga y ahora que no hay nadie, puedes saber mi secreto: Lucas fue mi primer amor. Con él estuve conviviendo cuando era joven, le quise con locura, así que siempre tendrá un espacio en mi corazón. Quizás éramos demasiado jóvenes, o no maduramos a la misma velocidad, qué sé yo… aunque íbamos por el mismo camino, no coincidimos en nuestro paso.

Nona le cogió la mano.

—Tranquila, yo también tuve lo mío, algo parecido… El primer amor nunca se olvida y al resto siempre les mediremos con el patrón del primero. Lo peor de todo es que si el primero es un imbécil, el resto son llevaderos. Pero si el primero es muy bueno, superarlo es difícil y cuando se va duele tanto…

—Así es, Nona… —dijo María, reflexiva— ¿Tuviste muchos novios antes de Alí?

—Dos ¿y tú?

—A Lucas. Luego me puse a estudiar y en esa época salí con algún chico, pero nada importante. Conocí a Tom y supe que era él.

—Sí, hemos tenido suerte. Con sus defectos, como todos, pero hemos tenido mucha suerte… —concluyó Nona dejando que el silencio las envolviera por un momento.

Tras el almuerzo, Tom atravesó toda la carpa del merendero a paso rápido buscando a Mauro con un paquete de comida entre sus manos.

—¡Mauro! —gritó entre la gente. Mauro le oyó y detuvo su paso— Gracias… necesito hablar con Moore.

—¿Qué Moore, la capitana?

—Sí, Mauro —le contestó Tom precipitadamente.

—¿Y con qué propósito? Te advierto por última vez de que no quiero jaleos, no me opondré a ninguna represalia…

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—¡Quiero saber qué significa este logo! —mostrándole el paquete—. ¡Estaba también en su PD!

—Tú mismo, haz lo que quieras, ¡pero que conste que te lo estoy advirtiendo! —repitió Mauro.

Tom, rabioso, cruzó de nuevo el merendero en dirección a la capitana y cuando la alcanzó pegó su cara al cristal de su se encaró hacia ella, poniendo la cara pegada al cristal de su máscara.

—¿Por qué lleva este logotipo en su PD? —vociferó Tom, tan alto que todos se volvieron.

La capitana entornó los ojos, metió uno de sus pies entre los de Tom empujándole hacia atrás. La cabeza de Tom chocó contra el suelo. La capitana sacó la pistola y le apuntó a la cabeza:

—¡Aisladle!

Dos soldados aparecieron para llevarle en volandas, mientras la capitana gritaba: “¡Mauro!”.

Mauro y los suyos ya estaban llegando al campo de trabajo cuando uno de los drones que les sobrevolaba mostró un luminoso: “POR FAVOR, DIRÍJASE AL MERENDERO, LE RECLAMA LA CAPITANA MOORE”.

A su llegada, la capitana le abordó hecha un basilisco:

—¿No te dije que no quiero líos? ¡Pues vino directamente contra mí! —sonó aguda su voz de interfono —¡No cuentes con él para nada porque va a estar aislado el resto del tiempo que nos quede!

Las gotas de saliva salpicaban el cristal de su máscara.

—Lo siento, haz lo que creas conveniente, Moore. Si le necesito me acercaré a preguntarle porque es mi mejor hombre. Por cierto… ¿qué hace el símbolo de la comida en tu PD? —aprovechó Mauro.

La capitana sacó su pistola y le apuntó a la cabeza, como acababa de hacer con Tom.

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—¡Como vuelvas a meter tus narices en mi trabajo, te mando con el otro! —aulló la militar.

Mauro se dio media vuelta con serenidad para proseguir su camino al campo.

—Si no necesitas nada más de mí, me voy a trabajar. Por cierto —se giró—, tu reacción ha sido la mejor respuesta, gracias capitana.

Desde que Lucas comenzó su petición de firmas en la comunidad virtual de María, recogió más de 65.000. Evidentemente, su popularidad entre sus clientes y lectores la ayudaban en este propósito.

—Venga María, vamos a la manifestación, que esto sigue creciendo y quiero ver si mis clientes están en la puerta de Soja Co. —dijo Alí, asomándose a la PD de María — ¿Y Adú?

—¿Desde cuándo te interesas por el muchacho? —preguntó Nona riendo.

—Nos espera allí —aclaró María.

A tres manzanas del edificio, ya se percibía el movimiento: había tanta gente a pie con pancartas que no cabían en las aceras y tenían que circular por la calzada, deteniendo el tráfico.

—Alí, deja el coche donde puedas porque no vamos a poder seguir avanzando —pidió Nona, saludando a Adú, que ya les estaba esperando.

Bajaron del vehículo con una media sonrisa y los ojos brillantes por el orgullo de lo conseguido. Nona se abrazó a Alí y le dio un beso en la mejilla.

—Enhorabuena, cielo… —le dijo Nona, extendiendo a la vez su mano para dársela a María o a Adú, no importaba a quién, sólo necesitaba sentir el contacto de uno de los dos para compartir el momento y agradecer el esfuerzo realizado.

El clamor no se hizo esperar. La gente comenzó a gritar consignas contra el colonialismo, la venta de seres humanos, la

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experimentación de los laboratorios y, sobre todo, pedían que liberaran a las más de mil personas retenidas en el campo de trabajo. Los comercios colindantes no llegaron a abrir, el hotel donde celebraron aquella primera convención cerró sus puertas… los gritos atronaban las calles. María sacó su PD y comenzó a grabar imágenes y retrasmitir en directo a su comunidad.

—¡Lucas está esperando este momento para difundir todo lo que enviemos! —gritó María para que le oyeran sus amigos— ¡Berta, avisa a Lucas por favor! Envía todo el contenido que vaya subiendo a periódicos, a nuestra comunidad, a Soja… ¡Que todo el mundo se entere de lo que está pasando!

Las réplicas de lo que estaba enviando María a través de Berta no tardaron en hacerse eco a través de las comunidades virtuales. Los medios de comunicación comenzaron a comentar y a investigar. Lucas no daba abasto respondiendo a las peticiones de información y el crecimiento de comentarios en las redes fue espectacular en tan sólo una hora de retransmisión de la manifestación.

—María, por favor, pídele a Berta que conteste las preguntas más repetidas —escribió Lucas en el comunicador.

—Berta, por favor —María apenas se escuchaba a sí misma—, recoge las preguntas similares y contesta con las respuestas que ha ido publicando Lucas y, si puedes, mejóralas con los nuevos datos que voy subiendo y los de los otros medios que están comentando. Y avisa también a Richard de que en cuanto lleguemos a cien mil firmas tendrá que tramitar la investigación.

“Soja Co. utiliza a sus empleados como ratas de laboratorio en Horonya para combatir epidemias”. Era el titular que circulaba por todo el mundo a través de la Red.

Richard estaba sentado en la terraza de su casa en pantalón corto y con una camiseta que su hija le había regalado en algún viaje de su época con Lucas. Abrió su PD, leyó toda la información recibida y, dándose cuenta de que la historia inicial del piso que le había contado su hija tan sólo era una excusa que le había dado para no preocuparle, comenzó a rellenar la documentación para presentarla en el Alto Tribunal Internacional, meneando la cabeza.

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—¿Qué haces, Richard? —preguntó su mujer, que se había acercado a regar las plantas.

—Nada —respondió girando su PD para evitar que viera la información.

—Cuando dices nada, es todo —se quejó María, que conocía bien a su esposo.

—Quiero poner en apuros a unos tipos que no parecen muy legales, eso es todo… —Richard quería esquivar, a toda costa, una riña con su mujer, y por descontado, quería evitar que se preocupara por su hija.

—¡Cuando te pones así no hay quien te aguante, te enfrascas en tus cosas y pareces un extraño —protestó su mujer, alejándose.

—Lucas, te envío los justificantes de entrega de la recogida de firmas. Si necesitas algo, por favor, dímelo. Estaré conectado las veinticuatro horas del día para ayudarte en lo que sea. Qué buen tío fuiste siempre… te agradezco muchísimo lo que estás haciendo por mi hija —le escribió desde el comunicador.

—Gracias, Richard, procedo a publicarlo al igual que estoy haciendo con los vídeos, con la ayuda de Berta —respondió Lucas—. María se lo merece, seguimos en contacto.

En minutos toda la información se había propagado como el fuego.

Lucas trabajaba a un ritmo frenético cuando recibió un mensaje que destacaba por encima de todos. Era de Soja Co. Limited:

—Buenos días, soy Karen Goldmann, Consejera delegada de Soja Co., estaba esperando que contestara mi solicitud de llamada. ¿Usted no es María Allen, la esposa de Tom Nelson, empleado de Soja Co.?

—No soy María, soy Lucas y atiendo la comunidad en nombre de María porque las conexiones en Horonya no son seguras. Necesitamos su ayuda.

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—¿Mi ayuda? ¿Usted sabe el daño que ha hecho a mi compañía? Ahora mismo tienen denuncias y ya está buscándoles la policía por sus ataques e injurias —su gesto inquisidor surtió efecto: Lucas cortó la conexión.

—Richard, por favor, necesito ayuda. Acabo de cortar a una señora que dice que se llama Karen, de Soja Co. ¡Dice que nos ha denunciado y ha mandado a la policía a buscarnos! —escribió Lucas por el comunicador, fuera de sí.

—Tranquilo Lucas, ya he visto el mensaje. Yo me encargo, estoy acostumbrado a negociar. Lucas, por favor recupera la llamada y hablamos los tres.

—Hola Karen, soy Richard Allen. Estoy también en el equipo junto con Lucas y María Allen, mi hija. Como me imagino que su tiempo es precioso, voy a ir directamente al grano —Karen se recostó ligeramente en la silla para inclinarse nuevamente sobre su PD, cruzando los pies debajo de la silla—. Siento mucho esta situación, pero hay tres empresas que creemos están involucradas, como poco, en una trama de corrupción y los empleados que hay en el campo de trabajo, de los que usted es la máxima responsable, están siendo utilizados como cobayas. Detrás de las empresas hay personas y éste es el listado de personas de las diferentes empresas que están vinculadas entre sí en relación con esta trama. Sólo son suposiciones, pero que la comida empaquetada lleve el logotipo de una empresa cuya propietaria es una farmacéutica, junto con dos fondo de inversión, uno de ellos con sede en Horonya, nos parece muy sospechoso. Por este motivo hemos decidido recoger firmas: para llevarlas al Alto Tribunal de Justicia y que aplique la Ley de Transparencia y averigüe qué está pasando. Porque otro hecho relevante es que justo el día de la intervención, mientras usted estaba apaciguando las aguas entre los familiares de sus empleados, las acciones de CRO subían como la espuma. Insisto, son sólo conjeturas y sospechas, pero la salud de todos sus empleados está en juego, junto con la reputación de su empresa. Por todo ello, y dado que ya están las firmas en el Tribunal, le ruego su máxima colaboración.

Karen cogió una botella transparente, con una etiqueta de mil colores imposibles, que contenía un líquido de color marrón, y dio varios sorbos interrumpidos, saboreando cada uno de ellos… Dejó la

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botella encima de una servilleta. Era todo lo que se veía de ella a través de la pantalla: a Karen sentada, una mesa de cristal, una botella y una cortina de color crema, que tapaba la luz de la ventana para evitar el contraluz durante la conversación.

—Gracias por su exposición, Richard. Al parecer me encuentro en una posición muy incómoda; me han arrinconado con una única escapatoria: ayudarles. Si fueran erróneas sus teorías, ¿se da cuenta en la situación en la que quedaría mi compañía?

—Sí, Karen, lo comprendo. Pero nosotros no la hemos provocado. Ustedes han sido intervenidos y no han investigado el motivo —la acusación de Richard retumbó en las entrañas de Karen.

Karen cogió la botella de nuevo, pero esta vez se la bebió de un trago.

—Es obvio que tengo que decidir ahora mismo porque la velocidad a la que se están propagando los mensajes entre las comunidades y medios de comunicación ya está haciendo que perdamos cantidades de dinero ingentes en los mercados.

—¿Le importan más sus cuentas o sus empleados? —interrumpió Lucas, pero Karen ignoró por completo su comentario.

—Un momento, por favor, voy a invitar a una persona a la reunión —pidió Karen.

Y en cuestión de segundos apareció un cuarto integrante, con gafas y ataviado con una camisa lisa arremangada; parecía estar completamente metido en faena.

—Señores, es Cristoph Brandelli. Es el Director de Relaciones Internacionales de Soja Co. Está al tanto de toda nuestra conversación, porque se la he ido transcribiendo. Se encarga principalmente de atender todas las crisis institucionales y casos de envergadura, como éste.

—Han sido muy hábiles al plantear toda esta situación —entró Cristoph, sin ambages—, así que nos vemos obligados a actuar junto a ustedes. En el caso de que sus sospechas sean infundadas, serán ustedes quienes afronten todos los gastos de abogados y demás actuaciones jurídicas. Es decir, nuestra compañía ha sido víctima o

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de un claro caso de corrupción, como ustedes plantean en su teoría, o de un caso de chantaje.

—Así es —afirmó Richard.

—Nos sumaremos a su recogida de firmas lo que, unido a nuestro apoyo, dará mucho mayor peso al caso. Nuestros abogados se pondrán en contacto con…

—Conmigo, Christoph —completó Richard.

—De acuerdo, así lo harán. Todas las comunicaciones que emitamos a partir de ahora irán dirigidas a la recogida de firmas. Un despacho de abogados que disponemos en Horonya comenzará a investigar a las personas del listado y sus vínculos. Y ahora, si me disculpan, tengo mucho por hacer. Karen, luego hablamos.

Y automáticamente las cuatro pantallas de la PD volvieron a ser tres.

—Señores, como han visto, la colaboración va a ser máxima. No obstante, si ustedes averiguan algo, les acabamos de abrir un espacio encriptado para compartir la información. En el caso de que alguno de nuestros empleados perciba su falta de colaboración o encontremos información por su parte que no hayan compartido, cortaremos toda comunicación con ustedes y comenzaremos con las demandas jurídicas. En ese caso, les recomendaría que se fuesen buscando un buen abogado.

—No hará falta, Karen —interrumpió Richard—. Estamos seguros de que Soja Co. saldrá reforzada de esta situación.

—Eso espero… Richard, Lucas, hasta la próxima —cortó Karen y la ventana que anteriormente mostraba su cara se apagó, dejando a la vista el logo de Soja Co.

—Lucas, ¡manos a la obra! Busca, busca y rebusca cualquier cosa que surja que le pueda valer a Soja Co. y ponla en el espacio que nos han habilitado. Y yo voy a llamar a un buen abogado amigo mío, que nunca se sabe… —escribió Richard.

—De acuerdo, Richard —respondió Lucas. Y fue a darse una ducha fría para sentir su cuerpo; en las últimas horas sólo sentía su

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mente. Salió de la ducha y, prácticamente sin secarse, se puso la misma ropa que llevaba y cogió otro refresco. Desde que empezó a trabajar en este asunto, se había bebido una caja completa de refrescos cuyas latas había ido dejando repartidas por toda la habitación. Se volvió a sentar delante de su PD, maximizó su pantalla y continuó trabajando.

En el campo de trabajo a los hombres de la AIE se les veía nerviosos. Normalmente hablaban entre sí a través de los intercomunicadores, pero esta vez se acercaban los unos a los otros, con las máscaras abiertas. En las duchas, aunque sí guardaban filas, parecían más unos recepcionistas de un spa repartiendo toallas que unos soldados vigilando para mantener el orden.

Durante la cena, Mauro vio a la capitana Moore pasar con dos soldados y se levantó, sin terminar de cenar, para hablar con ella. Se fueron lejos de la carpa, donde no alcanzaba la luz de la zona de comedor, tan sólo la de las estrellas. La capitana se quitó el casco y la máscara, en un gesto de confianza con su homólogo en el campo, sobre todo desde los últimos acontecimientos. Tenía el pelo rubio y muy corto y la piel tersa y brillante. Era más delgada de lo que parecía y Mauro se dio cuenta de que el casco le daba un aspecto más robusto del que en realidad tenía.

—Mauro, no sé qué ha pasado hoy, pero nos han ordenado que bajemos la vigilancia a nivel 1. Estábamos en 3, siendo 5 el máximo. Para que te hagas una idea, el último nivel es el que le gusta a los medios para causar sensación de peligro a la población. Y ahora el 1 es un paso previo la retirada —informó Moore.

—¿Pero qué ha pasado? —preguntó Mauro.

—No hay datos oficiales, lo están investigando, pero algo está ocurriendo con el gobierno de Horonya —se dio la vuelta mientras se ponía de nuevo el casco, escoltada por los dos soldados, y se volvió de nuevo hacia Mauro—. Mañana por la mañana levantaremos el aislamiento a tu compañero.

Y sin más palabras, le hizo un gesto de despedida a Mauro y prosiguió su camino.

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Alí, Nona, Adú y María estaba alrededor de la mesa viendo en la pantalla los avances de Lucas y de la comunidad virtual de María. La pantalla mostraba, además, una columna donde salían los titulares actualizados y el más repetido era “Soja Co, víctima de un ataque de corrupción”.

—Sois los mejores: gracias a todos —dijo María, levantando el vaso con el zumo, que siempre solía poner Nona en la cena, para que todos brindaran—. Este viaje ha marcado un antes y un después en nuestra vida; nos habéis dado tanto, ¡nos habéis enseñado tanto…!

—Lo que es increíble es la velocidad con la que se ha desencadenado todo, ¡en menos de dos días hemos dado la vuelta a la situación por completo! —reflexionó Adú.

—Adú, el mundo está regido por comunidades físicas y virtuales y a veces es difícil de delimitar cuál es cuál por la rapidez a la que circula la información… —corroboró Alí—. El problema residía, en realidad, en saber cuál era la mejor decisión, porque cuántas veces se actúa sin pensar el daño que se puede hacer con una acción como la nuestra… Nosotros somos afortunados porque hemos arriesgado y ha salido bien.

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Capitulo 10: La cascada de noticias

A la mañana siguiente todos los focos de noticias se centraban en la foto de cinco empleados de varias empresas, otros tantos directivos, varios políticos de Horonya, involucrados en una trama de corrupción y atentado contra la salud pública, la intervención al edificio del gobierno y otras noticias relacionadas con el bloqueo administrativo tanto del país como de las empresas involucradas en este caso, a excepción de Soja Co. Apenas había referencias hacia ellos, más que la utilización de sus empleados para pruebas farmacológicas, y su colaboración en esclarecer el caso.

Durante el desayuno, Adú llamó a la puerta. Nona fue a abrirle:

—Me voy a por Tom. Nos han mandado un mensaje de que tenemos que ir a recoger a todos los empleados de Soja del campo de trabajo.

—¡Voy contigo! —grito María desde la cocina, soltando la taza y la servilleta de golpe.

—María, es mejor que le esperamos aquí, debemos mantener el orden y no hacer más ruido del que ya hemos hecho —dijo Nona.

El gesto de María no fue precisamente amistoso, le quemaba por dentro, pero sabia que Nona tenía razón, sin gesticular, siguió sentada desayunando, sin mediar palabra con nadie. Adú se quedó esperando alguna reacción de María, pero al ver que no se movía, ni gesticulaba, dio por buena la última frase de Nona, cerrando la puerta tras de sí.

En el campo de trabajo, los drones habían desaparecido y los camiones de la AIE se agolpaban a la entrada mientras los soldados recogían las tiendas y el resto de material de su intervención, mientras les cubría una nube de polvo. Adú conducía por donde podía y tuvo que mostrar al menos cuatro veces su identificación como empleado de Soja Co., tal era la agitación que había. En cuanto aparcó, se puso a buscar a Tom, pero no lo encontraba entre los que estaban bajo la lona del merendero recogiendo sus PD y otros objetos personales.

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—¡Toooom! —gritó Adú, justo cuando Tom aparecía.

—¡Nunca pensé hacer esto contigo! —y abrazó a Adú con fuerza.

—¡Venga, Tom, te están esperando en casa! —dijo Adú cuando se soltaron.

—¡Tom! —gritó Mauro acercándose— Hoy y mañana día libre, pero pasado mañana aquí a la misma hora de siempre.

Mauro quiso chocar su mano con la de Tom, pero éste no dijo nada, se dio la vuelta, acompañando a Adú. Llegaron al coche y Tom se sentó al lado de Adú.

—Necesito sentirme persona, sin ningún tipo de pose —le dijo Tom, sin esperar ningún comentario de su acompañante.

Al arrancar el coche automáticamente comenzó a sonar la música de Adú.

—Adú, por favor, ponme ésa de Bob Marley que tanto te gusta…—comenzó a sonar y Tom subió el volumen— Gracias amigo.

María, junto con Nona y Alí, le esperaban en el camino que había entre la casa y la carretera. Adú, al verlos, aminoró la marcha para no levantar excesivo polvo en la frenada. Aún no se había detenido del todo cuando María se abalanzó sobre el coche, abrió la puerta y, sin dejarle bajar, se arrojó a los brazos de Tom.

—¡Te amo, mi vida, te amo con locura! —le dijo, sin poder soltarle.

—Mi preciosa vida, no sabes cuánto te he echado de menos… —dijo Tom, con gesto cansado, mientras María tomaba su cara entre las manos y le daba un beso.

Salieron del coche, abrazados. María le soltó por un momento para que Tom abrazara a Nona, primero, y después a Alí.

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—Gracias por todo… Gracias por cuidar de María y por cuidar de mí. Nos habéis ganado para siempre —dijo Tom con los ojos brillantes.

Se sentaron en las poltronas del porche trasero, desde el que se veía un campo árido con alguna que otra casa como la de Nona y Alí. Cómo siempre Nona tenía preparado algo, en esta ocasión unos zumos y unos dulces, apenas era el mediodía.

—Pero exactamente ¿qué pasó? —preguntó Tom, que aún no acababa de comprender todo.

Todos miraron a Alí, haciéndole portador de la palabra.

—Los empleados de Soja Co. en Horonya vendieron a dos fondos de inversión la información de que había un campo de trabajo con cerca de mil personas, para que pudieran hacer pruebas con fármacos, junto con uno de los laboratorios más importantes del mundo. Uno de estos fondos estaba vinculado al gobierno de Horonya que, como ya no gana dinero con el grafeno, decidió vender informes falsos sobre el riesgo de una epidemia a miembros, tal vez corruptos, de la AIE, aprovechando que las tropas estaban actuando en el país vecino. Además de esto, el gobierno también pretendía lucrarse de los beneficios obtenidos de la producción farmacéutica contra la propia epidemia. Ya se disponían a inocularos algunos de los virus a través del agua y de la comida, pero, por suerte, pudimos reaccionar a tiempo…

—¿Y cómo lo descubristeis? —siguió preguntando Tom.

—Porque con el dibujo, que había tu preciosa carta que, por cierto, apestaba… —empezó María.

—… y que mejor no te cuento cómo escribí… —interrumpió Tom.

—…empezamos a buscar el origen y la propiedad del logotipo. A partir de ahí, solicitamos firmas a través de comunidad, como suelo hacer con los productos que lanzo, y a partir de ahí pedí ayuda a Richard y Lucas, se pusieron en contacto son Soja y ellos les terminaron de hacer el resto—explicó María.

—¿Lucas? ¿qué Lucas? ¿tu Lucas? —preguntó Tom.

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—¡Sí, “mi Lucas”! —respondió María con el mismo retintín que él había preguntado.

—Ese pobre es un santo. Y tu padre es como tú… gracias, cariño —contestó Tom—. No sabéis cómo os lo agradezco y lo feliz que estoy de estar aquí con vosotros… Alí ¿qué pasó con lo vuestro?

Nona y Alí se miraron con un punto de tristeza.

—¡A lo mejor “su Lucas” también os puede ayudar! —dijo Tom, en tono jocoso—. No, en serio, creo que María me contó que se dedicaba a la agricultura vertical…

—Sí, así es, María también nos lo comentó… —dijo Alí, mientras éste se volvía a decirle unas palabras cariñosas y de aliento a Nona.

—Estamos en ello, cariño… —dijo María y, queriendo cambiar de tema para que no decayera el ánimo de la pareja—. Y ahora tú y yo tenemos que centrarnos en nuestro cupo de fertilidad, en tu trabajo y ver qué hacemos. Me gustaría que nos quedáramos aquí una larga temporada porque he visto unas cosas maravillosas en un precioso barrio dedicado al reciclaje artístico, que además me están inspirando para hacer algo en mi comunidad…

—Sí, María… y vamos a ponernos en marcha con lo de Nona y Alí. Y la idea de quedarnos también me ronda en la cabeza, me gusta. Lo vamos hablando estos días…

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