el principito

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El Principito - 1 A León Werth Pido perdón a los ni os por haber dedicado este libro a una persona mayor. Tengo una excusa seria: esta persona mayor es el mejor amigo que tengo en el mundo. Tengo otra excusa: esta persona mayor puede comprenderlo todo, hasta los libros para ni os. Tengo una tercera excusa: esta persona mayor vive en Francia, donde tiene hambre y frío. Tiene gran necesidad de ser consolada. Si todas estas excusas no bastan, no veo inconveniente en dedicar este libro al ni o que fue alguna vez esta persona mayor. Todas las personas mayores han sido ni os primero (pero pocas de ellas se acuerdan de ello). Corrijo, pues, mi dedicatoria: A León Werth, cuando era ni o.

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PRIMER CAPITULO "EL PRINCIPITO" / FORMATO DE LIBRO: A5

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Page 1: El Principito

El Principito - 1

A León Werth

Pido perdón a los niños por haber dedicado este libro a una persona mayor. Tengo una excusa seria: esta persona mayor es el mejor amigo

que tengo en el mundo. Tengo otra excusa: esta persona mayor puede comprenderlo todo, hasta los libros para niños. Tengo una tercera excusa: esta persona mayor vive en Francia, donde tiene hambre y frío. Tiene gran necesidad de ser consolada. Si todas estas excusas no bastan, no veo

inconveniente en dedicar este libro al niño que fue alguna vez esta persona mayor. Todas las personas mayores han sido niños primero (pero

pocas de ellas se acuerdan de ello). Corrijo, pues, mi dedicatoria:

A León Werth, cuando era niño.

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2 - El Principito El Principito - 3

Page 3: El Principito

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I

Una vez, cuando tenía seis años, vi una

imagen magnífica, en un libro sobre la

selva virgen que se llamaba “Historias vividas”.

Representaba una boa que tragaba a una fiera. He

aquí la copia del dibujo.

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Decía en el libro: “Las boas tragan su presa

entera, sin masticarla. Luego ya no pueden

moverse y duermen durante los seis meses de

digestión”.

Entonces reflexioné mucho sobre las

aventuras de la jungla y, a mi vez, con un lápiz de

color, llegué a trazar mi primer dibujo. Mi dibujo

número 1. Era así:

Enseñé mi obra maestra a las personas

mayores y les pregunté si mi dibujo les daba miedo.

Me respondieron: “¿Por qué daría miedo un

sombrero?”

Mi dibujo no representaba un sombrero.

Representaba una boa que digería un elefante.

Entonces dibujé el interior de la boa, para que

las personas mayores pudieran comprender.

Siempre necesitan explicaciones. Mi dibujo

número 2 era así:

Las personas mayores me aconsejaron dejar

de lado el dibujo de boas abiertas o cerradas,

e interesarme, más bien, en la geografía, en la

historia, en el cálculo y en la gramática. Es así que

abandoné, a los seis años de edad, una magnífica

carrera de pintor. Me había desalentado el fracaso

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de mi dibujo número 1 y de mi dibujo número 2.

Las personas mayores jamás comprenden nada

por sí solas y es fatigoso, para los niños, darles

explicaciones una y otra vez.

Debí, pues, elegir otro oficio y aprendí a pilotar

aviones. He volado un poco por todo el mundo. Y la

geografía, es exacto, me ha servido mucho. Sabía

distinguir, al primer vistazo, China de Arizona. Esto

es muy útil, si uno se pierde durante la noche.

Así he tenido, en el curso de mi vida, montones

de contactos con montones de gente seria. He vivido

mucho entre las personas mayores. Las he visto muy

de cerca. Eso no ha mejorado demasiado mi opinión.

Cuando encontraba una persona mayor

que me parecía un poco lúcida, hacía con ella el

experimento de mi dibujo número 1, que siempre

conservé. Quería saber si era una persona

verdaderamente comprensiva. Pero siempre

me respondían: “Es un sombrero”. Entonces

no le hablaba ni de boas, ni de selvas vírgenes

ni de estrellas. Me ponía a su altura. Le hablaba

de bridge, de golf, de política y de corbatas. Y la

persona mayor estaba muy contenta de conocer

a un hombre tan razonable.

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II

Así, viví solo, sin nadie con quién ha-

blar verdaderamente, hasta una

avería en el desierto del Sahara, hace seis

años. Algo se había roto en mi motor. Y como

no tenía conmigo ni mecánico ni pasajeros,

me preparé a intentar lograr, yo solo, una re-

paración difícil. Era para mí una cuestión de

vida o muerte. Tenía apenas agua para beber

ocho días.

La primera noche me quedé, pues, dormido

sobre la arena, a mil millas de cualquier lugar

habitado. Estaba mucho más aislado que un

náufrago en una balsa en medio del océano.

Así que imagínense mi sorpresa, al amanecer,

cuando una extraña vocecita me despertó.

Decía:

— Por favor… ¡dibújame un cordero!

— ¿Eh?

— Dibújame un cordero…

Me puse en pie de un salto como herido por

un rayo. Me froté mucho los ojos. Miré bien. Y vi

a un hombrecito totalmente extraordinario que

me contemplaba gravemente. He aquí el mejor

retrato que, más tarde, logré hacer de él.

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Pero mi dibujo, por supuesto, es mucho

menos encantador que el modelo. Esto no es mi

culpa. Fui desalentado en mi carrera de pintor por

las personas mayores, a los seis años de edad,

y no había aprendido a dibujar nada, salvo boas

cerradas y boas abiertas.

Miré, pues, aquella aparición con ojos redondos

de asombro. No olviden que me encontraba a mil

millas de toda región habitada. Ahora bien, mi

hombrecito no me parecía ni perdido, ni muerto

de cansancio, ni muerto de hambre, ni muerto de

sed, ni muerto de miedo. No parecía en absoluto

un niño perdido en medio del desierto, a mil millas

de toda región habitada. Cuando, por fin, logré

hablar, le dije:

— Pero… ¿qué es lo que haces aquí?

Y él me repitió entonces, muy suavemente,

como una cosa muy seria:

— Por favor… dibújame un cordero…

Cuando el misterio es demasiado

impresionante, uno no se atreve a desobedecer.

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Tan absurdo como me pareciera a mil millas

de todo sitio habitado y en peligro de muerte,

saqué de mi bolsillo una hoja de papel y una

pluma fuente. Pero entonces recordé que yo

había estudiado, sobre todo, geografía, historia,

cálculo y gramática y le dije al hombrecito (con

un poco de mal humor) que yo no sabía dibujar. Él

me respondió:

— No importa. Dibújame un cordero.

Como nunca había dibujado un cordero, rehíce

para él uno de los dos únicos dibujos que era

capaz de hacer. El de la boa cerrada. Y me quedé

estupefacto de oír al hombrecito responderme:

— ¡No! ¡No! No quiero un elefante dentro de una

boa. Una boa es muy peligrosa, y un elefante ocupa

mucho sitio. En mi tierra todo es pequeño. Necesito

un cordero. Dibújame un cordero.

Entonces dibujé.

Lo miró atentamente, luego:

— ¡No! Éste ya está muy enfermo. Haz otro.

Dibujé:

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Mi amigo sonrió gentilmente, con indulgencia:

— Mira bien… esto no es un cordero, es un

carnero. Tiene cuernos…

Rehíce, pues, mi dibujo de nuevo:

Pero fue rechazado, como los precedentes:

— Éste es demasiado viejo. Quiero un cordero

que viva mucho tiempo.

Entonces, ya falto de paciencia, como tenía

prisa por comenzar a desmontar mi motor,

garabateé este dibujo:

Y solté:

— Ésa es la caja. El cordero que quieres está

dentro.

Pero quedé muy sorprendido al ver

iluminarse el rostro de mi joven juez:

— ¡Es exactamente así que yo lo quería!

¿Crees que le haga falta mucha hierba a este

cordero?

— ¿Por qué?

— Porque en mi tierra todo es pequeño…

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— Seguramente alcanzará. Te he dado un

corderito.

Inclinó la cabeza hacia el dibujo:

— No tan pequeño… ¡Mira! Está dormido…

Y así fue que conocí al principito.

III

Me hizo falta mucho tiempo para com-

prender de dónde venía. El principito,

que me planteaba muchas preguntas, no pare-

cía jamás oír las mías. Fueron palabras pronun-

ciadas al azar las que, poco a poco, me revelaron

todo. Así, cuando se percató por primera vez de

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mi avión (no dibujaré mi avión, es un dibujo dema-

siado complicado para mí) me preguntó:

— ¿Qué es esta cosa?

— No es una cosa. Eso vuela. Es un avión. Es mi

avión.

Y yo estaba orgulloso de enseñarle que yo

volaba. Entonces exclamó:

— ¡Cómo! ¡Has caído del cielo!

— Sí, dije modestamente.

— ¡Ah! ¡Eso es gracioso…!

Y el principito lanzó una muy linda carcajada

que me irritó mucho. Deseo que mis desgracias

se tomen en serio. Luego añadió:

— Entonces, ¿tú también vienes del cielo? ¿De

qué planeta eres?

Entreví enseguida una luz, en el misterio de su

presencia, e interrogué bruscamente:

— Así que, ¿vienes de otro planeta?

Pero no me respondió. Movía suavemente la

cabeza mirando mi avión:

— Es cierto que, encima de eso, no puedes

venir de muy lejos…

Y se hundió en un ensueño que duró mucho

tiempo. Luego, sacando mi cordero de su bolsillo,

se sumergió en la contemplación de su tesoro.

***

Imagínense cómo me intrigó esta

semiconfidencia sobre “los otros planetas”. Me

esforcé, pues, en saber más de ello:

— ¿De dónde vienes, hombrecito mío? ¿Dónde

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queda “tu tierra”? ¿Dónde quieres llevarte mi

cordero?

Me respondió después de un silencio reflexivo:

— Lo bueno de la caja que me has dado es que,

por la noche, le servirá de casa.

— Claro. Y, si te portas bien, te daré también

una cuerda para atarlo durante el día. Y una estaca.

La propuesta pareció sorprender al principito:

— ¿Atarlo? ¡Qué idea más curiosa!

— Pero, si no lo atas, se irá a cualquier parte, y

se perderá.

Y mi amigo lanzó una nueva carcajada:

— Pero, ¿adónde quieres que se vaya?

— A cualquier parte. Podría irse de frente…

Entonces el principito observó gravemente:

— No importa, ¡es tan pequeña mi tierra!

Y, con un poco de melancolía, quizás, agregó:

— Yendo de frente no se puede ir muy lejos…

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IV

Aprendí, así, una segunda cosa muy im-

portante: que su planeta de origen, ¡era

apenas más grande que una casa!

Eso no podía asombrarme mucho. Sabía

bien que aparte de los grandes planetas como la

Tierra, Júpiter, Marte, Venus, a los cuales se les ha

dado nombres, hay centenas de otros que son

tan pequeños, algunas veces, que es muy difícil

percatarse de ellos con el telescopio. Cuando

un astrónomo descubre uno de ellos, le da por

nombre un número. Lo llama, por ejemplo: “el

asteroide 325”.

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Tengo serias razones para creer que el

planeta del que venía el principito es el asteroide

b 612. Este asteroide no ha sido detectado más

que una vez con el telescopio, en 1909, por un

astrónomo turco.

Él hizo entonces una gran demostración de

su descubrimiento en un Congreso Internacional

de Astronomía. Pero nadie le creyó debido a su

manera de vestir. Las personas mayores son así.

Felizmente para la reputación del asteroide

b 612 un dictador turco impuso a su pueblo,

bajo pena de muerte, vestirse a la europea. El

astrónomo rehízo su demostración en 1920, en

un traje muy elegante. Y esta vez todo el mundo

estuvo de acuerdo.

Si les he contado estos detalles sobre el

asteroide b 612 y si les he confiado su número, es

por las personas mayores. Las personas mayores

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aman las cifras. Cuando ustedes les hablan de un

amigo nuevo, jamás preguntan sobre lo esencial.

Nunca les dicen: “¿Qué tono tiene su voz? ¿Qué

juegos prefiere? ¿Colecciona mariposas?”

Les preguntan: “¿Qué edad tiene? ¿Cuántos

hermanos tiene? ¿Cuánto pesa? ¿Cuánto gana

su padre?” Solamente entonces creen conocerlo.

Si dicen a las personas mayores: “He visto una

bella casa de ladrillos rosados, con geranios en

las ventanas y palomas en el tejado…” no llegan

a imaginarse esta casa. Hay que decirles: “He

visto una casa de cien mil francos”. Entonces

exclaman: “¡Qué linda es!”

Así, si les dicen, “La prueba de que el principito

ha existido es que era encantador, que reía y

que quería un cordero. Cuando se quiere un

cordero, hay la prueba de que se existe” alzarán

los hombros y los tratarán ¡como a niños! Pero si

les dicen, “El planeta del que venía es el asteroide

b 612” entonces quedarán convencidos y los

dejarán tranquilos con sus preguntas. Son así. No

hay que molestarse con ellos. Los niños deben ser

muy indulgentes con las personas mayores.

Pero, por supuesto, nosotros, que

comprendemos la vida, ¡claro que nos burlamos

de los números! Me habría gustado comenzar

esta historia a la manera de los cuentos de hadas.

Me habría gustado decir:

“Había una vez un principito que vivía en

un planeta apenas más grande que él y que

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necesitaba un amigo…”. Para aquellos que

comprenden la vida, eso hubiera parecido mucho

más verdadero.

Porque no me gusta que se lea mi libro

a la ligera. Siento tanta pena al contar estos

recuerdos. Hace ya seis años que mi amigo se

fue con su cordero. Si intento describirlo aquí,

es con el fin de no olvidarlo. Es triste olvidar a un

amigo. No todo el mundo ha tenido un amigo. Y yo

puedo volverme como las personas mayores que

ya no se interesan más que en las cifras. Es, así,

por esto que, de nuevo, he comprado una caja de

colores y crayolas. ¡Es difícil volver a dibujar, a mi

edad, cuando jamás se ha hecho otras tentativas

que la de una boa cerrada y la de una boa abierta,

a los seis años de edad! Trataré, por cierto, de

hacer retratos lo más parecidos que sea posible.

Pero no estoy totalmente seguro de lograrlo. Un

dibujo queda bien, y el otro ya no se parece. Me

equivoco un poco también en el tamaño. Aquí

el principito está demasiado grande. Allá está

demasiado pequeño. Dudo también en el color de

sus ropas. Entonces titubeo así y asá, mal que bien.

En fin, me equivocaré en algunos detalles más

importantes. Pero eso habrá que perdonármelo.

Mi amigo jamás daba explicaciones. Quizás me

creía parecido a él. Pero yo, desgraciadamente,

no sé ver corderos a través de las cajas. Yo soy

quizás un poco como las personas mayores.

Debe ser que he envejecido.

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V

Cada día aprendía alguna cosa sobre el

planeta, sobre la partida, sobre el viaje.

Eso llegaba muy suavemente, al azar de las re-

flexiones. Es así que, al tercer día, conocí el drama

de los baobabs.

Esta vez de nuevo fue gracias al cordero pues,

bruscamente, el principito me preguntó, como si

fuera presa de una grave duda:

— Verdad que los corderos comen arbustos,

¿no es cierto?

— Sí. Es verdad.

— ¡Ah! ¡Me alegra!

No comprendí por qué era tan importante que

los corderos comieran arbustos. Pero el principito

añadió:

— Por consiguiente, ¿también comen

baobabs?

Le hice notar al principito que los baobabs no

son arbustos, sino árboles grandes como iglesias

y que, incluso si llevara con él todo un rebaño de

elefantes, este rebaño no acabaría con un solo

baobab.

La idea del rebaño de elefantes hizo reír al

principito:

— Habría que ponerlos unos sobre otros…

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Pero comentó con sensatez:

— Los baobabs, antes de crecer, comienzan

siendo pequeños.

— ¡Exacto! Pero ¿por qué quieres que tus

corderos coman baobabcitos?

Me contestó: “¡Bueno! ¡Vamos a ver!” como

si se hablara allí de algo evidente. Me hizo falta un

gran esfuerzo de inteligencia para comprender

por mí mismo este problema.

Y en efecto, en el planeta del principito, había,

como en todos los planetas, hierbas buenas y

hierbas malas. Por consiguiente, semillas buenas

de hierbas buenas y semillas malas de hierbas

malas. Pero las semillas son invisibles. Duermen

en el secreto de la tierra hasta que se antoje

a una de ellas despertarse. Entonces ésta se

estira y brota hacia el sol, primero, tímidamente,

una encantadora ramita inofensiva. Si se trata

de una ramita de rábano o de rosal, se le puede

dejar brotar como quiera. Pero si se trata de

una planta mala, hay que arrancar la planta

enseguida, tan pronto como se ha sabido

reconocerla. Ahora bien, había semillas terribles

en el planeta del principito… eran las semillas de

baobabs. El suelo del planeta estaba infestado

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de ellas. Ahora bien, de un baobab, si uno se

encarga demasiado tarde, uno ya no se puede

desembarazar jamás. Copa todo el planeta.

Y lo perfora con sus raíces. Y si el planeta

es demasiado pequeño, y si los baobabs son

demasiado numerosos, lo hacen estallar.

“Es una cuestión de disciplina, me decía más

tarde el principito. Cuando uno ha terminado su

aseo personal por la mañana, hay que hacer

cuidadosamente el aseo del planeta. Hay que

comprometerse regularmente a arrancar

los baobabs desde que se les distingue de los

rosales, a los cuales se parecen mucho cuando

son muy tiernos. Es un trabajo muy fastidioso,

pero muy fácil.”

Y un día me aconsejó que me esforzara

en lograr un dibujo hermoso, para hacer que

eso entrara bien en la cabeza de los niños de

mi tierra. “Si un día viajan, me decía, eso podrá

servirles. A veces no hay inconveniente en dejar

el trabajo para más tarde. Pero, si se trata de

baobabs, siempre es una catástrofe. Conocí

un planeta, habitado por un perezoso. Había

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descuidado tres arbustos…”

Y, siguiendo las indicaciones del principito, he

dibujado este planeta.

No me gusta tomar el tono de un moralista.

Pero el peligro de los baobabs es tan poco

conocido y los peligros que corre aquel que se

perdiera en un asteroide son tan considerables

que, por única vez, hago una excepción a mis

reservas. Yo digo: “¡Niños! ¡Presten atención a

los baobabs!” Fue para advertir a mis amigos de

un peligro al que estaban expuestos desde hacía

tiempo, como yo mismo, sin saberlo, que trabajé

tanto este dibujo. La lección que daba valía esa

pena. Quizás se pregunten: ¿Por qué no hay, en

este libro, otros dibujos tan grandiosos como

el dibujo de los baobabs? La respuesta es muy

simple: he intentado pero no podido lograrlo.

Cuando dibujé los baobabs estaba animado por

el sentimiento de la urgencia.

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