el principe del viento - leonid yusefovich

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Page 1: El Principe Del Viento - Leonid Yusefovich
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Centrada en la figura del príncipede Mongolia Naïdan-van y alentorno del embajador chino, enesta ocasión Putilin nos conduce ados espacios históricos quemantienen inesperados vínculos: laMongolia de 1913 a las puertas deuna guerra de independencia contralas tropas invasoras chinas y el SanPetersburgo de 1870, recreado conextraordinario colorido. La trama se abre con dos muertes

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en circunstancias similares: la delpropio príncipe mongol y la deKamenski, un escritor de novelapopular que ha relatado con tododetalle el fin de Naïdan-van. Consus métodos característicos, Putilinempieza a investigar a fondo losambientes en que se mueven losimplicados, que le llevarán a unatrama en la que se entrelazan lassectas fanáticas, la magia, el mundoliterario y la alta política.

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EL PRÍNCIPE DEL VIENTO Leonid Yusefovich Traducción de Mari CarmenLlerena Título original: Knjaz’ Vetra Diseño de la sobrecubierta: PepeFar Primera edición: septiembre de2008 © by Leonid Juzefovichrepresented by Nibbe & Wiedling

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© de la traducción: Mari CarmenLlerena, 2008 © 2008, de la presente edición:Edhasa ISBN: 978-84-350-0968-3 Impreso por A & M Gràfic Depósito legal: B-31.014-2008 Impreso en España El hombre que posee la naturalezadel viento es flaco y encorvado, con

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la tez aceitunada. De constituciónfrágil, habla mucho y no soporta elfrío, la niebla ni nada de lo quesurge de tales elementos. Lanaturaleza no le concedió mucho:una vida corta y el sueño ligero. Escreador de ilusiones, amante delcanto, las riñas y los duelos. Suscompañeros son el buitre, la hiena,el perro y el zorro. El hombre hábildisparando no posee la naturalezadel viento. El hombreespecialmente hábil en crearilusiones le pertenece como señor y

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príncipe del viento, y tiene el signodel león. Vaydu-Onbo, Tratado demedicina tibetana Coincidencias extraordinarias yhábiles trucos caracterizan esteservicio de la mayor importanciapara la sociedad. Charles Dickens, La policíasecreta

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PRIMERA PARTE TEATRO DESOMBRAS

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CAPÍTULO 1 LA SENTENCIA

1

Como es sabido, en 1893, elmítico jefe de la policía secretaIván Dmítrievich Putilin se jubiló yse estableció en la provincia deNovgorod, en una casa rodeada porun vergel de manzanos, a orillas delrío Voljov. En poco tiempo, sinpoder resistir la tentación de loshonorarios que un importante editor

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le proponía, empezó a escribir susmemorias. Durante dos semanaselaboró un esquema de sus futurasmemorias, planeó los capítulos eincluso les puso nombre, antes decaer en la cuenta de que era incapazde dar a sus ideas una formamínimamente digna. Lerecomendaron entonces a unescritor de San Petersburgollamado Safronov, quien, en unacarta llena de ambición, pidió comocondición inicial la mitad de loshonorarios prometidos por el

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editor; sin embargo, cuando se viocon Putilin y se dio cuenta de queéste daría fácilmente con otroaspirante menos exigente, seconformó con la tercera parte.Cerraron el trato, y Safronovacompañó a Iván Dmítrievich altren. Al pedir la mitad de loshonorarios, en realidad habíaesperado recibir la cuarta parte, yse puso muy contento. Le dijo aPutilin que trataría de disimular suestilo personal, hacerlo menosmarcado para no borrar o, en el

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peor de los casos, reemplazar, aldel autor de las memorias. Se despidieron en la estación y,dos días más tarde, Safronov tomóese mismo tren para dirigirse a lacasa situada a orillas del ríoVoljov. Su estancia allí, para tomarnotas de los recuerdos del policía,duraría un mes. Después deberíaredactar el cuerpo del libro yprepararlo para la edición. En laprimera página sólo podía figurarun nombre, de modo que aquellatarea no procuraría a Safronov fama

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alguna; sólo dinero. Pero valió lapena. Un mes recorriendo la vida deIván Dmítrievich le costó treslápices y un callo en el dedo índice.Sustituyó el lápiz poligonal por unoredondo, pero también éste resultóun instrumento de tortura. Ya se habían recogido las últimasmanzanas, la hierba habíaempezado a agostarse y el río secubría de bruma por las mañanas,cuando Safronov, con varioscuadernos llenos de notas, decidió

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que era hora de marcharse: lesobraba material. Una vez en SanPetersburgo, arreglaría el estilo,ordenaría los casoscronológicamente y configuraría eltrasfondo histórico, para añadirluego algunas pinceladas sobremeteorología y las prescriptivasnotas psicológicas. Ya saboreaba elplacer de trabajar en la paz de sucasa: se imaginaba en bata,apoltronado en la butaca, junto a suamoroso gato y a su odiosa mujer,quien reconocía sin tapujos que,

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cuanto más caídos tenía los pechosy menos fina la cintura, másaromático debía ser el café y másesponjoso el bizcocho que llevabaa su marido al despacho. Pero adelantemos que, para elverano, el trabajo estaba terminado.Cuando las memorias de IvánDmítrievich salieron de laimprenta, Safronov decidió destruirtodos sus cuadernos de notas, aexcepción de uno, que guardó en suarchivo: el caso que contenía nohabía sido incluido en el libro.

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Safronov lo guardaba para el futuro,para usarlo como tema de un libropropio que nunca llegaría aescribir. En la portadilla del voluminosocuaderno verde de calicó, habíapegado dos reseñas del libro. Enuna de ellas, estaba subrayada lafrase: «La rueca mágica de sutalento teje con igual maestría loshilos de la historia y de lopsicológico». Al margen, alguienhabía anotado: «¡La rueca no teje!».Un poco más abajo había otro

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apunte, con letra distinta: «Es unarueca mágica. ¡La rueca mágicapuede hacer lo que sea!». Entre las páginas, había variosrecortes del periódico Asia, confecha de los años 1913 y 1914. Asípues, veinte años después de haberoído contar la historia, ésta volvióa despertar el interés de Safronov.Pero sólo al final del relatoentendemos por qué. De la mismaforma, el sentido de aquellosrecortes no deja de ser un misteriohasta poco antes del final.

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Sin embargo, no podemos menosque observar que todos ellos serefieren a Mongolia, y que se tratade fragmentos de las memorias deloficial Solodovnikov, quien, en elaño 1913, sirvió en el ejércitorebelde mongol en calidad delinstructor militar. Un año y medioantes, Khalha, la Mongolia Alta,había proclamado suindependencia, y la misión deSolodovnikov consistía en ayudar alos mongoles a formardestacamentos capaces de luchar

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contra los chinos. A primera vista, los recortesparecen esparcidos por el cuadernosin ninguna relación lógica con loque pone en él. Por ejemplo, elrelato en que Safronov habla de suencuentro con Iván Dmítrievich seintercala con el siguiente fragmento: Pensando en Gengis Khan, supuseerróneamente que los mongoles,gentes guerreras, arderían en deseosde entrar en combate, y que yodebería contener su ardor para

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enseñarles antes a manejar lasarmas europeas modernas y latáctica de la guerra contemporánea.Pero no tardé en darme cuenta deque la idea que tenía de ellos estabatan lejos de la realidad como losmongoles de hoy lo están de susantepasados. Actualmente todos sonbudistas, y el marasmo delpacifismo implantado por «lareligión azafrán» ha llegado asuponer una verdadera maldiciónpara esta pobre tribu. Escuadronesenteros abandonaban sus puestos en

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plenas maniobras para ir a rezar aun monasterio cercano, rociaban lasametralladoras con vodka dekjorza, pero no las lubricaban. Loslamas vinculados al Estado Mayorde mi brigada discutíancontinuamente mis órdenes ymostraban una diligencia tanreligiosa por todo lo que se referíaal despliegue de nuestras tropas,que empecé a sospechar que eranespías chinos. El lugar donde seguardaban los cartuchos, no sé porqué, estaba empapado de agua, pero

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en las cajas de las ametralladorasno había ni rastro de ella. Cuandoalguna epidemia de peste bovinaafectaba a los bueyes con quearrastraban los cañones, se losllevaban a vacunar y desaparecíansin dejar rastro junto a sus boyeros.Los desertores eran muchos, perolos ladrones los superaban ennúmero. Todo el mundo robaba atodo el mundo, y a la vezintercambiaban regalos. Todosestaban llenos de buenasintenciones, pero nadie hacía nada.

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Documentos de la mayorimportancia pasaban semanas enmanos de mis jefes mongoles,cuando no desaparecíandefinitivamente. En cambio, losadivinos-astrólogos desplegabanuna actividad frenética: losproyectos militares se decidíansegún la disposición de los astrosen el cielo y de los trazos de lasfisuras en la pierna de un carnero alfuego. Si una orden se daba en unafecha que estos pitonisos patituertosconsideraban de mal agüero, ésta se

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desobedecía sin ningúnremordimiento, ya que el día setachaba del calendario. Porejemplo, tras el segundo día de latercera luna venía el cuarto, seguidoa su vez por dos quintos. Unatercera parte de los días del mes sedeclaraban inexistentes, mientrasque miércoles, jueves y viernespodían caer en una misma fecha,cosa de la que yo solía enterarme elsábado por la mañana. Con el chillido salvaje que enotros tiempos infundiera el espanto

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en cualquier ser vivo de Pekín aJerusalén, y ebrios de la memoriade su pasada fama, mis mongoles selanzaban al ataque sedientos demuerte, pero huían a la desbandadaal primer cañonazo. El único mediopara mantener la disciplina eran losazotes. A mí me parecíainadmisible semejante humillaciónen un ejército liberador. En elministerio militar escucharon misrazones con tan profunda y sinceracomprensión que creí el problemazanjado para siempre. Al fin y al

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cabo, cuando los verdugos de labrigada paseaban solemnemente pordelante de las filas con una caja delaca negra con un azote de bambúen su interior como si se tratara deun objeto de culto, yo hacía la vistagorda y fingía no verlo. Asegurabanque ese palo había pertenecido algran Khan Abatai, y que era de unbambú generado mágicamente enuna sola noche de la cabeza dealgún lama santo para que unapobre viuda pudiera alimentarse desus tiernos brotes. Uno de esos

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brotes, hendido con un surco paraque corriera por él la sangre de loscastigados, se guardaba ahora en elcuartel general junto al estandarte yla caja fuerte. Con todo, lo usabanpoco, pues los mongoles teníanideas propias en cuanto a lagravedad de las faltas: podíanmoler a palos a un jinete casi hastamatarlo por herir a su caballo,mientras que si a alguien se le caíaun telémetro al cruzar el río, nomerecía más que un desdeñosochasquido de lengua. Además, yo

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no sabía decidir cómo formar losescuadrones y brigadas: si seformaban según los clanes, eranmás ordenados, pero tendíanpeligrosamente a la confabulación.En las brigadas mixtas reinaba eldesorden más completo, pero habíapoco riesgo de que rompieran ladisciplina. Combinado con laslocuras de su calendario, todoaquello me llevaba a ladesesperación, me provocabajaquecas y agotamiento, y meobsesionaba como una pesadilla.

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«Todas las horas del día soniguales para los orientales», decíaKipling refiriéndose a los horariosde los trenes de pasajeros de losferrocarriles indios. Me di cuentade la universalidad de aquellaverdad cuando visité, en su palaciode campo, a Bogdo-Gheghen VIII,el hutuktu de Urga, que también erasu monarca. A los jefes de brigadanos llevó unos cuarenta minutos quenos dieran audiencia; la visita durólo mismo, y en todo el rato nodejamos de oír los carillones de los

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diferentes relojes de pared, de mesao de pie que ocupaban los pasillos,vestíbulos y salones. Me explicaronque, en sus tres últimasencarnaciones, Bogdo-Gheghencoleccionaba relojes, y que preferíalos de campanas o música. Se losregalaban los comerciantes, losperegrinos, los funcionarios, losdiplomáticos extranjeros... Sinembargo, un año y medio atrás,cuando enfermó de una grave formade tracoma, estuvo cerca de perderla vista y sacó fuerzas de flaqueza

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para combatir a quienes intentaronaprovecharse de ello. Algo en lavida de la corte, a la que estabaníntimamente relacionados aquellosrelojes, empezó a fallar. Entoncesolvidaban darles cuerda, o lesdaban cuerda pero olvidabanajustar las manecillas, de maneraque algunos se pararon del todo yotros funcionaban aún, pero lamayoría daba ya horas diferentes.Unos marcaban las campanadasantes de lo previsto y otros seretrasaban. Había muelles y

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martillos de reloj por doquier, y,durante todo el día, en la sala deltrono y las escaleras se oíanfragmentos de oberturas de ópera,himnos de imperios desaparecidoso los primeros compases de algunamarcha al son de la cual habíanmarchado al combate escuadronesahora reducidos a polvo. Moradade eternidad, caja de música deladrillo y tejado de hierro,residencia de un buda de gafasverdes, aquel palacio me hizopensar que si los mongoles veían en

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él a uno de sus mayores santones,yo no tenía derecho a exigirlesdemasiado. Pero volvamos al relato deSafronov. Al día siguiente, iba aregresar a San Petersburgo. Hacíacalor, los dos hombres almorzabanen la galería rodeada por dos ladospor el manzanar; por el tercer lado,se extendían los campos segadoshasta la estrecha hilera de sauces enla orilla opuesta. Los acompañabaun tercer hombre, el paisajista

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Mjelsky. Se trataba de un joven derasgos marcados y ojos tristes desureño. Se había trasladado allíhacía unas dos semanas para pintar,y vivía en la aldea hospedado porun solterón del lugar. —Qué curioso —dijo IvánDmítrievich, con su típica vozrechinante—, hace un septiembreestupendo, los campos estánpreciosos, pero no pinta usted másque lluvia, árboles doblados por elviento y paja de los tejadoslevantada.

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—Ayer lloviznó —se justificóMjelsky—, y el viernes tambiénllovió. —¿El viernes? Pues no me dicuenta. —Sí, sí, Iván Dmítrievich —aseguró Safronov. —¿No podría, por una vez, pintaruna mañana clara o una tardeapacible? Pues no, pinta sólomadrugadas nebulosas, ocasossangrientos, terribles tormentas ynubarrones amenazadores. —Mire esto, Iván Dmítrievich —

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dijo Mjelsky indicando un cuadrorecién pintado, arrimado a la pared—, todo está en calma, no se mueveni una hoja. —Pero ¿sabe por qué? Si no haceviento, será que se avecina unatormenta; si hace sol, es porque latormenta acaba de pasar: lo buenono pasa porque sí. ¡Hay quemerecerlo! Estoy convencido deque, si va usted a Italia, pintará elmar bajo el sol y el cielo azul;pinos, palacios, resplandor ygrandeza; muchachas comiendo uva

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y bañándose; niños bailando...Aquí, si pinta a una mujer es unaviuda, o la mujer de un soldadodesaparecido en la guerra o unapobre pastora arrastrando unacabra. Si pinta niños, lo harácargándolos con un balde enormeen medio del frío intenso obuscando un refugio en plenaborrasca. ¿Acaso cree que nollueve en Italia? ¡Pues claro quellueve! Cuando se pone a llover,llueve durante semanas y no sepuede salir del hotel.

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—¿Ha estado usted en Italia? —preguntó Mjelsky. —Sí. Al notar la sorpresa de Safronov,Iván Dmítrievich añadió queaquello no tenía importancia para ellibro, ya que había ido allí por unasunto personal. —¿Meramente personal? —dudóSafronov, pues ya sabía que losasuntos personales de IvánDmítrievich se mezclaban siemprecon su trabajo. —Sí, completamente. Bueno, en

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realidad estaba indirectamenterelacionado con un delito queestaba investigando en aquelentonces. —Cuente, cuente. Tenemos todala tarde por delante. —Eso —apoyó Mjelsky,contando con que lo invitaran acenar. —Me temo que mi historia losdecepcionaría: no tiene nada quever con Italia, sino más bien conMongolia —respondió IvánDmítrievich.

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—¿También ha estado enMongolia? —No. Pero siempre quisevisitarla. Dicen que es un paísprecioso, incluso si se mide con elrasero de ustedes. He leído que elvalle del río Tola, donde está Urga,la ciudad sagrada, le recuerda a unolos valles de Lombardía. —¡Adelante! ¡No se haga derogar! Estoy listo —dijo Safronov,cogiendo un cuaderno nuevo decalicó verde. Sin embargo, es preciso advertir

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que el relato que sigue es una fielreproducción de las notas deSafronov, aunque éste no pudoreproducir la narración de IvánDmítrievich al pie de la letra;además, Iván Dmítrievich tampocopuede considerarse una fuentefidedigna de los hechos. En los trescasos el margen de juego es amplio:y, en el primero, probablemente elmargen es mayor todavía. El textode los recortes aportados porSafronov se ha preservadoíntegramente.

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2

Aquella mañana de mayo, IvánDmítrievich desayunó con Vania, suhijo de trece años de edad, el únicoque no había muerto durante laprimera niñez. Su mujer no estabaen la mesa con ellos. Tras servir lacomida a sus hombres y des pedirse de ellos, uno camino deltrabajo y el otro del instituto,contaba con tomarse un rato paraechar una cabezadita. Antesocultaba ese tipo de intenciones,

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pero hacía poco una vecina le habíapasado una revista femenina queaseguraba que el organismo de lamujer necesita un sueño másprolongado que el del hombre. Demodo que ahora se metía debajo delas mantas con la concienciatranquila. —De acuerdo: yo te aburro y note apetece hablar con tu hijo —ledijo aquella mañana a su marido altiempo que le quitaba el periódico—, pero si quieres estropearte ladigestión, al menos lee un libro. Ya

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hace mucho que no te veo con unlibro en las manos. Efectivamente, como jefe de lapolicía secreta sus ocupacioneseran muchas, leía poco y apenasconocía a los autorescontemporáneos. De hecho, cuando,dos horas antes, le informaron deque habían asesinado al escritorNicolai Kamenski en su residenciade la calle Caravanaya númeroocho, era la primera vez que oía esenombre. Quien acudió a informarlefue el agente secreto Gaypel,

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apodado «el estudiante» porque nohabía llegado a licenciarse. Por siacaso, había comprado y le llevabaa Iván Dmítrievich el último librode Kamenski. Iván Dmítrievich selo metió en el bolsillo y envió aGaypel a llamar al cochero, quellegó a los cinco minutos. En cuantose subieron, un hombre de medianaedad que llevaba bastón y un abrigobueno se acercó hasta ellos. —Me acuerdo de usted, meacuerdo... —le dijo IvánDmítrievich sin darle tiempo a abrir

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la boca—: se llama Pechenitsyn, yes el director del manicomio deObujov. Vino a mi despacho haceuna semana porque se les habíaescapado un loco. —¿Lo han encontrado ya? —Ni siquiera lo hemos buscado.Ya le dije que no nos encargamosde esos casos. El coche arrancó, peroPechenitsyn avanzó con ellos,aferrado a la manilla de laportezuela. —He descrito su aspecto —dijo

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el hombre tendiéndole un papel—,tómelo, por favor, quizá le sirva. Iván Dmítrievich lo tomó porcompasión, le echó un vistazo ypensó que semejante descripciónpodía referirse a un hombre de cadados. Eso sí, el hombre en cuestióntenía una señal característica, unbulto en el entrecejo; pero por lodemás su descripción no podía sermás vaga. —Si nos dedicamos a los locos,los que acabaremos locos seremosnosotros —le dijo a Gaypel. Este

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asintió, e Iván Dmítrievich arrugóla hoja y la tiró, se sacó el libro deKamenski del bolsillo y leyó elt í tul o : La encrucijada. Segúnentendió por el índice, no se tratabade una novela, sino de una serie derelatos. Iván Dmítrievich confió ensu habitual buena suerte y abrió ellibro al azar como para unaadivinación. El relato que aparecióse titulaba «Teatro de sombras», ytuvo tiempo para leerlo antes dellegar a la calle Caravanaya.

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El argumento era éste: El príncipe mongol Namsarai-gun, coronel del célebre ejércitochingisíd, cuyos soldados tienenderecho a ostentar un sombrero condos plumas del pavón, llega a SanPetersburgo en una embajada china.Junto al embajador, visita lascuriosidades de la ciudad, losteatros y las óperas, y todo lo queve le impresiona muchísimo. Alcabo de un mes, Namsarai-gundeclara que quiere convertirse alcristianismo y ser bautizado según

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el rito griego. N. Dragoman, elnarrador del relato, es el primeroen conocer sus intenciones, pocosorprendentes viniendo de unpríncipe siberiano, peroextraordinarias para un budista. Setrata de un caso único, sinprecedentes, pero tras superar susdudas y los obstáculosburocráticos, después de muchasconsultas con los clérigosortodoxos, que desde la primerapágina tienen un matizfantasmagórico digno de Saltykov-

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Schedrín, los deseos del príncipeson satisfechos. El bautizo secelebra en secreto, según lavoluntad del príncipe. Ni el séquitoni ningún miembro de la embajadadesconfía: no hay riesgo de queaquello afecte a las relacionesdiplomáticas, puesto que elpríncipe no se propone cambiar deciudadanía, pero según elministerio no puede servir a Pekíncon el mismo celo que antes: elcambio de religión tiene unaconnotación política. Para los

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oficiales ministeriales, el príncipepretende ayudar a reforzar lainfluencia rusa en Asia Central. Demodo que encargan a N. Dragomanque descubra si los temores sonfundados. Tras el bautizo, Namsarai-gunrecibe la enhorabuena de losoficiales y los regalos de susesposas. Acompañado por N., elpríncipe vuelve a casa. Durante lacena, se hizo evidente que lasesperanzas de los rusos eran envano. Por lo visto, dos semanas

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antes, al asistir a la representaciónde la ópera de Gounod, Faust,Namsarai-gun había descubiertoque el hombre puede vender sualma al diablo, o más bien,cambiarla por el cumplimiento dealgún deseo. Un traductor de laembajada le había explicado alpríncipe que esos pactos son decarácter especial: en vez de tinta seusa la sangre del interfecto. Pero eldiablo sólo quiere almasbautizadas. Rechaza todas lasdemás y no hace tratos con ellas.

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Namsarai-gun se sintió seducidopor esa posibilidad. N. noconsiguió desentrañar el misteriode lo que pretendía obtener elpríncipe del Enemigo de laHumanidad, pero logró reconstruirla lógica que había llevado alpríncipe a adscribirse a laortodoxia. Desde su infancia a orillas del ríoOnon, en las estepas, Namsarai-gunsabe claramente que un hombretiene tres almas: sain-suns, el almabuena; dund-suns, el alma media y

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mu-suns, el alma cruel, o perversa.Esa última debería ser el objeto delpacto con el diablo. El príncipeadvirtió al sacerdote de que teníaque bautizarle sólo la tercera alma,la mu-suns, pero el traductor lomalinterpretó y tradujo la expresión«alma perversa» como «almapecadora». No es de sorprenderque entendieran así sus palabras:según la religión cristiana, elpríncipe había pecado al profesarla falsa religión «azafrán», elbudismo, pero ahora quería

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purificarse a través del bautismo.El sacerdote lo comprendió así,tranquilizó al príncipe y cumpliócon el rito tan tranquilo ydespreocupado. Al descubrir de este modo N. ysus jefes el meollo de la cuestión,se sienten en ridículo y prefierenguardar silencio; por su parte, elpríncipe está convencido de habertratado con la mercancía deseada yque el comprador no se haráesperar. Sin embargo, éste noparece tener prisa, mientras la

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embajada ya se está preparandopara dejar San Petersburgo yprepara los equipajes. No le quedanmás que unos días, pero el príncipeno pierde la esperanza. N. trata desonsacarle qué pretende obtener porel bautizo de su mu-suns, pero envano: el príncipe no suelta prenda.Cuando el reloj da la medianoche,el príncipe abre la puerta delcorredor, se asoma a la ventana yescruta la calle a oscuras, atento almenor ruido, y aguarda: no haynadie, y en dos días la embajada

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volverá a su país. La última noche, N. se resiste aabandonar las estancias delpríncipe. Ya es hora de volver acasa, pero algo lo retiene: losaposentos de Namsarai-gun estánvacíos, los criados duermen ya, elpríncipe en persona sirve té delsamovar que le han regalado por elbautizo. El septiembre estípicamente sanpetersburgués:tiempo de lobos, murmullo defollaje y golpes en la cornisa demetal; la corriente hace temblar la

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llama de la lámpara y las sombrascorren por las paredes, seacurrucan en los rincones, seesconden detrás de las cortinas y,acompañadas por nuevascorrientes, salen de nuevo a bailarpor los tapices. Al acercarse lamedianoche, se da cuenta de que ensu juego hay algún orden: poco apoco surge del caos una escena,vacilante e imprecisa; actoresmudos interpretan escenas deesperanzas frustradas, deseosahogados y no realizados, sueños

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que en vez de cumplirse se vuelvenpesadilla. N. tiene la impresión de que esosarabescos cambiantes no dependendel movimiento de las cortinas nidel temblor de los árboles en elexterior, ni siquiera de la luz de laluna, de la farola o la lámpara. Muypoco a poco, el cuarto setransforma en un teatro de sombraschinas de luz tan inmaterial comolos seres que las proyectan. Escomo si los fantasmas de todas lascivilizaciones llevaran a escena la

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incapacidad de entenderse. Esopiensa N., licenciado por dosuniversidades, y Namsarai-gun,fumando en su narguile, se preguntacon qué aspecto se le aparecerá sutan esperado huésped: ¿vendrá congorro violeta y plumero, con laespada al costado, como en laópera, o se presentará con suaspecto verdadero? Parece unchiste, pero al autor no le hacemucha gracia... Tras abrirse paso entre las nubes,la luna baña las ventanas de una

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bruma emponzoñada; el movimientode los árboles aumenta y el baile desombras, al principio delicado yagradable, se vuelve diabólico. Depronto, N., que no es un hombresupersticioso, se siente presa de unmal presagio: intenta disuadir alpríncipe, pero éste se muestrainamovible. N. no entiende elidioma de signos con que hablan losactores de las paredes. Finalmente,decide despedirse del príncipe, y,al cerrar la puerta, ve que el teatrono se limita ya a una superficie

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plana: las sombras adquierenvolumen y la representación seacerca vertiginosamente a un finalque no le cuesta prever: lafrustración de todas las ilusiones, lasangre y la muerte. En lo másprofundo de las dos religiones, lacristiana y la budista, residenenormes fuerzas ocultas a losprofanos. Cuando llega la hora,como lava de un volcán, revientansu frágil cascarón y borran de la fazde la tierra todo lo que encuentran asu paso.

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«No es posible vencer al destinojugando con una baraja marcada»,se dice N., y, como en un sueño oun estado febril, este pensamientoingenuo le parece de enormeimportancia. Se aleja por elcorredor, mientras Namsarai-guntoma té y recuerda su estepa natal,los caballos salvajes, las yurtasblancas sobre la hierba verde, lasbandadas de pájaros por el cieloazul; en otoño, las esposas de losulus marcan con leche las rutas delas aves que emigran al sur para

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indicarles «el camino blanco» deretorno. «¿Regresará Namsarai-guna su tierra alguna vez?», piensa N.al salir de la casa. En la escalera de entrada, seencuentra con un viejo lama delséquito en cuclillas: no logradormir, le sofoca la casa de piedra.N. le invita a fumar y le preguntasobre las tres almas: ¿qué ocurrecuando el hombre pierde una? Ellama responde que sin sain-suns, elalma buena, el hombre se convierteen animal, y puede vivir así mucho

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tiempo; sin dund-suns, el almamedia, pierde el sentido de lamedida y muere pronto; sin mu-sunsmuere de inmediato, pues la vidaterrenal no es posible sin un atisbode mal. De repente, de los aposentos deNamsarai-gun llega un terribleclamor. N. entra corriendo y abre lapuerta: no hay nadie más en elcuarto, y el príncipe está tendido enel suelo. Muerto. Está muerto,aunque su cuerpo no muestra ni unrasguño; sólo una pequeña herida

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en un dedo de la mano izquierda. Lapluma de ave está a su lado. Alcogerla, N. ve que tiene la puntamanchada de sangre fresca muyreciente. Aquel argumento se le antojóraro. Pero más extraño todavía eraque la censura hubiera permitidoque se publicara un relatosemejante. Probablemente, elcensor habrá llegado sólo al puntoen que el príncipe se decide abautizarse y, al parecerle un cuento

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completamente bienintencionado,decidió no leer más.

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Llegaron a la casa indicada de lacalle Caravanaya y subieron altercer piso, el último. La puerta dela izquierda estaba abierta. Elcomisario de policía Budiagin losrecibió en el vestíbulo y les dijoque pasaran al despacho, donde seencontraba el cadáver. —Espere —le atajó Iván

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Dmítrievich—, antes de nada,cuénteme algún detalle. Qué hapasado, cómo... ¡Todavía no sénada! Pero tampoco Budiagin sabíamucho más: la doncella habíaencontrado muerto a su señor alregresar a casa, y había corrido ajefatura inmediatamente. —¿Y su mujer? ¿Sus hijos? —La mujer salió temprano y noha regresado todavía. No tienenhijos. En el momento del asesinato,el señor estaba solo en el piso.

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Aparte del asesino, claro. Las cortinas del despacho estabandescorridas y la luz de mayoiluminaba cruelmente todo lo quelos señores seguramente queríanpreservar de miradas extrañas:muebles desconchados, telarañas enel techo, la tapicería descolorida ycon las marcas de las uñas de ungato. Kamenski estaba tendido en elsuelo, o mejor dicho, en una raídaalfombra oriental con feos dibujosblancos y amarillos. Era un hombre

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de unos cuarenta y pico años,delgado, al parecer ligeramentecargado de espaldas; tenía la tezaceitunada. En la sien derecha, quequedaba hacia arriba, podía versela herida de bala manchada desangre seca. Estaba muy cerca delescritorio, donde al parecer estabasentado cuando lo mataron. Habíapapeles esparcidos por todaspartes: probablemente, al caerKamenski los había desperdigadopor el suelo. La silla estabainclinada sobre la mesa, pero se

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aguantaba sobre las patas. Aprimera vista, todo lo demásparecía en su sitio, en la estancia nohabía rastro de forcejeos. —No puedo desalojar la balaahora —dijo doctor Fojt, queestaba a su lado—, todavía no hallegado mi ayudante con elinstrumental. Iván Dmítrievich se agachó y sepuso a recoger las hojas del papel.Debajo de una, encontró unpequeño revólver de cañón corto ysin mirilla. Se lo acercó a la nariz y

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percibió un olor acre de pólvorarecién disparada. —Por lo visto, ahora ya nopodremos excluir el suicidio —resumió Gaypel, no sin ciertoenojo. No se podía decir que no tuvierarazón, pero la bata manchada yarrugada del difunto puestadirectamente sobre una camisa denoche arrojaba algunas dudas sobreesa versión. La muerte voluntaria esuna muerte de honor. Uno no va a suencuentro en bata.

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Iván Dmítrievich se guardó elrevólver en el bolsillo y cogió unade las hojas: sólo la mitad estabaescrita, pero había sido sometida auna severa corrección. Había frasesenteras tachadas, a veces hastataparlas; anotaciones al margen yentre líneas. Todo el texto estabarepleto de correcciones, añadidos yfiligranas de flechas que indicabanel camino entre las estacas detachaduras, o que se hundían en unpárrafo sepultado para rescatar unapalabra superviviente de la

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catástrofe, como si se tratara de unhombre pío salvado de entre lasruinas de una ciudad reducida acenizas por sus pecados. Todoaquello hacía adivinar un afáninsaciable de perfección. IvánDmítrievich leyó maquinalmente laréplica de uno de los personajes:«¿Quiere un té?». Pero tampocoésta era la variante final: elresultado del martirio del creadordecía: «¿Le apetece un té?». Gaypel se fue a registrar el piso,y Budiagin a redactar el acta. Fojt

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los siguió diciendo que esperaríafuera a su ayudante. Al quedarsesolo, Iván Dmítrievich recogiótodas las hojas, las puso en ordensegún el número de página y echóun vistazo al manuscrito. No teníanada que ver con «Teatro desombras»: aparte de la naturalezanorteña, misteriosa en su sencillez,no había allí ninguna mística. Lacosta finlandesa, una casa decampo, un marido pintor, una mujertriste, el té de la tarde en la terraza,diálogos sobre darwinismo, el tema

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preferido de un vecino polaco, deapellidos crujientes y profesoruniversitario; un hombre letrado,pero cínico, que conoce todas lasfases del embrión humano enrelación con los eslabones de laevolución, y las describe con tallujo de detalles que cautiva a suvecina con su erudición. Van solosa dar una vuelta en el barcofinlandés, sin el marido. La luna, elolor de las redes de los pescadores,«enfriadas como por encanto lasaguas del golfo»... La esposa del

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pintor es una mujer de principios,pero el profesor tiene pocos, yacaban pasando juntos la noche. Labruma del amanecer se cuela entrelas cortinas entreabiertas; la esposainfiel llora sentada al borde de lacama. El profesor la trata de ustedcomo si allí no hubiera pasado naday le pregunta, con el único tonocorrecto posible desde un punto devista psicológico que, por lascontinuas correcciones, a Kamenskitanto le había costado reproducir:«¿Le apetece un té?». La mujer

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levanta los ojos llenos de lágrimasy contesta a su vez con otrapregunta: «¿Tú podrías matar a mimarido?». En esa frase se interrumpía elmanuscrito. Iván Dmítrievich lodejó sobre la mesa y se volvióhacia el cajón. Se había fijado ya enque el cajón superior del escritorioestaba un poco abierto. Le llamó laatención una tarjeta sin sobreencima de los demás papeles. Enuna esquina de la tarjeta estaba elencabezado, que no ocupaba una

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línea, como era habitual, sino dos: «Apreciado señor Nicolai Eugenievich:» Y luego: Hace un tiempo le confiamos elsecreto que ocultaba la actividad denuestra Hermandad. Confiábamosen que, con el talento que lecaracteriza, usaría la informaciónque le habíamos facilitado paraadvertir a la sociedad por medio deuna alegoría literaria del peligroque la amenaza. Sin embargo,

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constatamos ahora con disgusto queha abusado usted de nuestraconfianza al escribir una obratendenciosa que presenta nuestralucha contra las fuerzas del Mal y ladestrucción como fanatismodelictivo. Como consecuencia, lecomunicamos su sentencia demuerte. Ésta puede anularse siretira usted su obra antes de quesalga de la imprenta. De ese modo,demostraría que no es un paladistade Baphomet, y que no tiene nadaque ver con ellos. Si se niega a ello

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o trata difundir este asunto, lasentencia será ejecutadainmediatamente del modo en quejuzguemos más oportuno. No había fecha ni firma. La letraera regular, sin excesosprovincianos. A juzgar por elgrosor, estaba escrita con unapluma metálica. Todas las comasestaban en su sitio. Si se miraba delado, un característico reflejovioleta delataba una marca de tintaen boga por aquel entonces: Plessi.

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En los márgenes, había un par deanotaciones a lápiz, en las quedistinguió la letra de Kamenski, loque demostraba que la nota no erafalsa y que no había sido colocadaallí para confundir la investigación. Encima ponía: «¡En absoluto!». Ymás abajo: «Qué horror, ¿verdad?O tal vez no». Iván Dmítrievich se enrolló lapatilla derecha en el dedo, comosolía hacer cuando meditaba.«Secreto», «nuestra Hermandad»,«nuestra lucha contra las fuerzas del

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Mal y la destrucción», ¡qué locura!Conocía a Baphomet, pero nuncahabía oído la palabra «paladistas».Con todo, era evidente que, si elhombre que había escrito la cartaestaba en su sano juicio, se tratabade una organización clandestina ode una secta religiosa. Susmiembros habían leído una obra enque Kamenski había escrito algodiferente a lo esperado, y habíancondenado a muerte por ello alautor. Le habían dado unaposibilidad de salvar su vida, pero

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el autor estaba muerto, y eso podíasignificar dos cosas: la primera,que había tratado de «difundir esteasunto», y la segunda, que la obra«demasiado tendenciosa» se habíapublicado y se podía leer. El tema de las organizacionesclandestinas correspondía a losinvestigadores de la gendarmería,no a la policía secreta. Según elprocedimiento correcto, IvánDmítrievich debía elevar uninforme de lo sucedido al Cuerpode Gendarmes de la calle Fontanka,

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pero optó por no darse prisa: nadale aseguraba que no le fueran aapartar del caso. Registró el montón de papeles delcajón, deshaciendo legajos decartas; recorrió con la vistamanuscritos y borradores, viejascuentas y notas al margen de uncalendario. Dio también con laagenda del difunto, con susreflexiones y apuntes para el futuro,y la revisó lo más diligentementeposible. En la última página, habíaescrito: «¡Arroja tu corazón al otro

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lado del cercado y síguelo!». Lafuente de aquella sabia máximatambién figuraba allí: «Palabras deljockey S. antes de la carrera deobstáculos en Gatchina, hace dosaños». Tras esa nota, había variaspáginas en blanco. Aquello merecíauna reflexión: ¿por qué la viejasentencia de un jockey era lo últimoque había escrito Kamenski?¿Acaso alguien que planearasuicidarse iniciaría un nuevoproyecto? Prosiguió con el registro, pero no

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encontró nada, aparte de unpasaporte a nombre de un tal AlexeiAfanasievich Zaitsev, que seencontraba entre los papeles. IvánDmítrievich se lo metió en elbolsillo y se acercó a un estantesituado en uno de los rincones de laestancia, donde había una figurillade bronce plateado. Representabaun ídolo de pómulos anchos, conunos lóbulos tan largos que casi lellegaban a los hombros. Tenía unpunto en la frente y entornaba losojos hacia el cielo como si

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estuviera por encima de todo cuantoes terrenal. Aunque IvánDmítrievich había estudiado en unauniversidad modesta, le sobrabaerudición para reconocer a Buda, eldios de Namsarai-gun en «Teatrode sombras». * * * —Puedo explicarle el significadode la palabra «paladistas» —dijoMjelsky—: deriva de «paladión»—prosiguió sin notar que a IvánDmítrievich no le hizo gracia su

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iniciativa—, es como en tiemposremotísimos se denominaba a laestatua de una divinidad armadaque defendía la ciudad, casisiempre Palas Atenea con su lanza.En las lenguas europeas modernasse refiere a algo muy sagrado,protector de quienes lo veneran.Por ejemplo, el poeta Caramzinescribe: «La autocracia es elpaladión de Rusia». Y lospaladistas son los que veneran aalgo o a alguien y se ponen bajo suprotección.

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—Si lo sabe mejor que yo, tal vezno merezca la pena que continúe —repuso Iván Dmítrievich—. Meparece que no le interesa lo que lesestoy contando, pues me interrumpe. —No lo hará más —prometióSafronov con un tono tan imperioso,que se hubiera dicho que habíaajusticiado a Mjelsky e informaba ala justicia de que aquel canalla ibaa callar para siempre. En este punto, o unas páginasantes, Safronov había introducidouno de sus recortes del periódico

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Asia del año 1914. * * * Extracto del diario deSolodovnikov: Urga, la capital de Jalja-Mongolia, se estrecha en el valledel río Tola. En la otra orilla, seeleva la cadena montañosa deBogo-ul, contrafuerte de la sierrade Jentei, que es el paladiónnacional que protege la ciudad delviento del desierto del Gobi. Hayotros tres puntos que dominan la

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ciudad, pero no pueden competircon él en superficie arbolada: eltemplo Mijid-Janraisig, con su torrede estilo chino moderno,consagrado a Avalokitechvara elMisericordioso, en el monasterioGandan-Tegchilin; y el viejopalacio de Bogdo-Gheghen VIII consu cúpula Maidari-sum recubiertade láminas de cobre, que perteneceal templo erigido en honor de budaMaidari, a quien consideran mesíasdel porvenir. Alrededor hay muchasyurtas mongolas, isbas rusas, fansás

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chinas de arcilla, zímniks detroncos como los que se hacen enBuratia, templos kumires grandes ypequeños, stupas y otros lugaressagrados. Todo mezclado conhuertos de los chinos del lugar,rediles, eras y patios. El aire estáimpregnado de los miasmas de losmataderos; las calles, tapizadas deestiércol. Ropa de colores chillonesbrilla por todas partes; el comercioflorece. La capital de Jalja es una ciudadsin par. Casi en ningún otro lugar

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del mundo se mezclan de esa formamonasterio y comercios, nómadas yescuelas de teología. No sóloconvive lo contemporáneo con lomedieval, sino que el arcaísmo másoscuro se reconciliamisteriosamente con la doctrina delcamino de ocho ramificaciones ycuatro nobles verdades. Loseuropeos la llaman Urga, pero enrealidad existen tantas variantes conese mismo derecho que la ciudadsigue sin nombre: ningunacombinación de sonidos es capaz

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de expresar el sentido oculto deesta tierra de pájaros y nómadas. Aveces, a Urga la llamanrespetuosamente «La Lhassa delnorte», lo que expresa su aparienciay su carácter más fielmente que «LaVenecia del norte» referido a SanPetersburgo. Pero con SanPetersburgo la une algo más que suemparentamiento con Venecia yLhassa: aparte de que tres letras de«Urga» pertenecen asimismo a«Petersburgo», a ambas capitalesles profetizaron un destino

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semejante. Como es sabido, a SanPetersburgo la condenaron a lamiseria y a acabar sumergida en elmar, y a Urga a quedar enterradapor la estepa y a desaparecer de lafaz de la tierra sin dejar ninguno desus nombres inscrito en la historia.

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Natalia, la doncella, estabasentada en la cocina; en su regazo,dormía un enorme gato con la orejamagullada en las batallas del

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desván. Parecía una chica sensata,pero no le dijo más de lo que ya lecontara Budiagin, puesto quecuando salió la señora ella se fue almercado. Al regresar, encontró alseñor muerto y corrió a la jefatura. —¿Quién los ha visitadoúltimamente? —Iván Dmítrievichdecidió empezar por definir elcírculo de conocidos. —Iván Sergeievich pasó haceunos días, después Petr Franzevichcon Elena Karlovna... —¡Un momento! ¿Cómo se

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apellida Iván Sergeievich? —Turgueniev. También esescritor. —¿Y Petr Franzevich y ElenaKarlovna? —Son marido y mujer: losDovgailo. Él es profesoruniversitario, compañero deNicolai Eugenievich; viven no muylejos de aquí, en la misma calleCaravanaya. No sé quién es elpropietario, pero debajo hay unestanco: tiene un letrero con unosquerubines que fuman un cigarrillo.

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—¿Y Nicolai AlekseevichZaitziev no ha visitado a tu señor? —No lo conozco. —Bueno. ¿Quién más ha pasadopor aquí? —Zinochka y su marido. Susobrina —Natalia hizo un gestohacia el despacho—. Se quedóhuérfana a los catorce años y, desdeentonces, ha vivido en esta casa. Secasó este invierno con un estudiantellamado Rogov. Viven en la calleCuirochnoya, en los apartamentosde Miler. He mandado a la doncella

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de los vecinos a avisarles. Notardarán. —¡Iván Dmítrievich! —llamóGaypel, apareciendo en el umbralde la cocina—, venga, tengo queenseñarle una cosa. Caminaron hasta el extremo delpasillo, donde Gaypel le indicó unapuerta, advirtiéndole que estabacerrada y había que mirar por el ojode la cerradura. Iván Dmítrievichsoltó un gruñido, pero lo hizo. Elcuarto estaba bañado por el sol. Enlos haces de luz bailaban partículas

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de polvo. Distraído por ese cuerpode ballet, tardó en vislumbrar unamesita de tres pies de las que seusan para macetas de palmeras:sobre ella había un cráneo humanocon la coronilla serrada. No setrataba de un modelo en barro, sinode un cráneo auténtico. Lodemostraba el jeroglífico grabadoen la fosa nasal derecha, quesignificaba el desprecio por todo loblando, cálido y superfluo queestorba la aparición de la auténticaexistencia.

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—Abre, querida —le dijo IvánDmítrievich a Natalia, quepermanecía callada a su lado. —No puedo, no tengo la llave —dijo ella. —¿Quién limpia aquí? —La señora en persona. Es sudespacho. —¿Y qué hace en su despacho? —Calcula con el ábaco. —¿Y qué calcula? —Cuánto hay que pagar por elpiso, cuánto va a cobrar deKilinin...

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—¿Quién es Kilinin? —El editor de NicolaiEugenievich. —Ya ¿y qué más hace? —Escribe. —Ah, ¿y qué crees que escribe? —Lo que calcula. —¿Y para qué quiere el cráneo? Natalia encogió los hombros ensilencio, esforzándose porrelacionarlo con el libro deingresos y gastos domésticos. Huboque repetirle la pregunta en otrotono para obtener la respuesta:

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cuando la señora echaba las cartas,ponía una vela encima. —Ya, tarot. ¿Y sólo lee lascartas? —preguntó IvánDmítrievich. —No sólo. —¿Y a quién se las echa? —A sí misma... Bueno — añadióNatalia ante la temible mirada deIván Dmítrievich—, a veces vienenseñoras aficionadas. —Ah, aquí está la señora —dijoGaypel al oír la campanilla de laentrada.

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—No, ella no llama así —repusola doncella—: es Zinochka. —Que vea al difunto y luegotráemela —ordenó IvánDmítrievich—. Si viene con sumarido, tráelo también. Estaremosen la cocina. Regresaron a la cocina. IvánDmítrievich rondó alrededor de lassillas como un ave rapaz y luego,tras plegar las alas, se lanzó sobreel sítnik, el jamón y la mantequilla.Gaypel lo miró con reproche y,cuando Iván Dmítrievich lo invitó a

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acompañarlo, se limitó a sacudir lacabeza con desdén. —¿Qué sabes tú de Baphomet? —preguntó Iván Dmítrievich con laboca llena—, ¿puedes decirme enqué se diferencia del diablo? —No es más que uno de susnombres, y ya está. ¿Por qué lopregunta? No había advertido quele interesaran esos temas. —¡Qué vas a advertir tú! NiBudiagin ni tú habéis advertido lapresencia del revólver en el suelo. —No, en serio: ¿dónde ha oído

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hablar de Baphomet? —¿Y tú? —Bueno... yo estuve casi dosaños en la universidad. —Por cierto, ¿no conocerás alprofesor Petr Franzevich Dovgailo?La doncella dice que era amigo deldifunto. —Personalmente no, pero sé quees un especialista en budismo;etnógrafo. Conocido por susexpediciones a Mongolia. —¿A Mongolia? —Pues sí, ¿o es que cree que no

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merece la pena? Se oyeron pasos en el pasillo yentraron dos personas: una chicamorena de boca grande y un jovenvestido con una cazadora típica delos estudiantes, de brazos largos ycara ceñuda cubierta de espinillas.Iván Dmítrievich conocía muy biena ese tipo de estudiantes de lacapital: idealistas, altruistas,incapaces de matar una mosca nipor un millón, pero capaces dematar a su madre por motivosideológicos.

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—Rogov, mi marido —lepresentó Zinochka. Iván Dmítrievich tuvo laimpresión de que la muerte de su tíono la había afectado tanto como aRogov. Cuando le preguntaban, élcontestaba lacónicamente, con vozconsternada, en un estado depostración del que salía únicamentepara responder mejor. Sólo cuandoZinochka mencionó que su maridoera el mejor alumno de PetrFranzevich, Iván Dmítrievich, porcortesía, preguntó a Rogov por sus

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estudios. Rogov se animó derepente y se puso a contar con unentusiasmo de maníaco queestudiaba historia, religión yetnografía mongola. Añadió quehabía traducido al ruso El preciosoespejo de la sabiduría sagrada,monumento del pensamientopopular mongol, de la época deAbatay-jan[1]. —¿Qué es «sabiduría sagrada»?,¿algo místico? —se animó IvánDmítrievich, pero enseguida sedeshinchó al enterarse de que

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aquella sabiduría se refería a lasreglas del cuidado del ganado, a lasnormas de etiqueta de los nómadasy cosas por el estilo. —Abatay-jan fue el primero —explicó Rogov— que hizo delbudismo la religión de Estado.Durante su reinado, las antiguascostumbres mongolas estuvieron apunto de caer en el olvido, eincluso de ser destruidas por lafuerza. Por eso los defensores de latradición trataron de reinterpretarlade acuerdo con los mandamientos

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budistas. —Al señor Putilin esto no leinteresa —le interrumpió Zinochka,y añadió—: señor Putilin, acabo derecordar algo extraño: puede tenerque ver con el homicidio de mi tío.Si es que no se trata de un suicidio,claro. —No lo creo —dijo IvánDmítrievich. —Sucedió en otoño: mi tíonecesitaba dinero, lo criticaban enlos periódicos, había reñido con lossuyos. Y acabó por darse a la

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bebida: de día mantenía el tipo,pero en cuanto anochecía no sabíacontenerse. Estábamosdesesperados, y mi tía decidióllevárselo al campo para separarlode sus amigos y de la bohemialiteraria. En septiembre, alquiló unadacha junto al mar, pero decidió noacompañar a su marido, sino quenos encargó a mí y a Natalia quecuidáramos de él. Los primerosdías no bebió; se acostaba muytemprano. Pero una noche medesperté al oír su voz. Estaba en el

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jardincito, y le decía a alguien:«¡Márchate, te ruego que temarches!». —¿Tal cual? ¿No se equivoca? —Estoy segura, lo recuerdo muybien. Me levanté y me acerqué a laventana, pero no pude distinguir ami tío ni al hombre con quien estabahablando. Tampoco oí la respuestaque le dio aquel hombre. Hacíamucho viento, el mar bramaba, sólollegaron a mis oídos esas palabrasde mi tío. Era evidente que mi tíosuplicaba al hombre en cuestión que

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se marchara y que no volvieranunca. De repente, lanzó un grito:«Ah, ¿conque sí...?». Y oí undisparo. Quizá del revólver, porquesi hubiera habido una escopeta encasa, Natalia y yo lo habríamossabido. Me lancé al exterior, peromi tío ya había entrado y se habíaencerrado en su cuarto. Le supliquéque abriera la puerta y me loexplicara todo, pero me respondióque me fuera a dormir. Tampocodejó entrar a Natalia. Por lamañana, muy temprano, salió de su

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cuarto palidísimo, sobrio, y nospidió que no contáramos a nadie loocurrido. Por mucho que lo intenté,no le saqué nada, ni ese día ni mastarde. La menor mención de aquellanoche lo ponía de muy mal humor, yse apresuraba a cambiar de tema. —¿Dónde sucedió todo eso? —preguntó Iván Dmítrievich. —Cerca de Teoriki. Nataliapuede corroborar mis palabras.Aunque se despertó sólo al oír eldisparo, porque duerme como untronco.

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—¿Y Kamenskaya? —Decidimos no contarle nadapara evitar un escándalo. —¿No sería este revólver el queusó su tío aquella noche? —IvánDmítrievich le mostró su hallazgo. —No sabría decirlo. No llegué averlo. —¿De dónde pudo llegar aquelhombre a su dacha? —Tal vez de la estación. Paraentonces, la mayoría de losveraneantes se habían marchado, ymi tío no conocía a ninguno de los

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que quedaban. Pero sin dudahablaba con el hombre como si loconociera. —Pudo llegar por mar —tercióGaypel. —Hacía mucho viento. Además,por allí es poco profundo: un barcode vapor no puede acercarse a laorilla... —¿Y una lancha? —Eso sí. —Perdonen que les deje uninstante —dijo Iván Dmítrievich aladvertir a Fojt en la puerta

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gesticulando para decirle que teníauna noticia importante que eramejor que no supieran lospresentes. —Ha llegado mi asistente yhemos extraído la bala —le informóFojt muy excitado en cuanto IvánDmítrievich salió al pasillo. —¿Y, pues?... Ah, claro, elrevólver lo tengo yo: ¿quierecomparar el calibre? —No, no es eso: deme su mano. Iván Dmítrievich extendió lapalma, y el doctor le puso un

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pedacito metálico bien lavado desangre y pólvora. —Es de plata —le dijo Fojt en unsusurro. Los interrumpieron unas voces enel vestíbulo. Media hora antes,habían enviado a Budiagin al pisode Dovgailo, en el edificio delestanco, y ahora regresabaacompañado por un atractivoanciano y una joven pocoagraciada. El hombre era flaco, depelo cano y maneras aristocráticas.Vestía un abrigo demasiado cálido

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para la estación, llevaba unabufanda de lana. La mujer que veníacon el llevaba el pelo corto, teníaandares enérgicos, una caraangulosa sin rastro alguno demaquillaje y una mirada inteligenteque no armonizaba con el vestidode diva mundana. —Es horrible. Es que no me hagoa la idea —le tendió la mano a IvánDmítrievich—. Me presento: mellamo Elena Karlovna.Desgraciadamente, mi marido tieneun problema de salud, pero estoy yo

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para servirle a usted. —Estoy sin voz —murmuróDovgailo con aire confuso,arreglándose la bufanda. En ese momento sonó lacampanilla de la puerta. Nataliacorrió al vestíbulo y todos oyeronque se abría de golpe. Actoseguido, apareció Constantinov,agente de la policía secreta. —¡Iván Dmítrievich! —exclamóel agente—, ¡qué desgracia! A suhijo Vaniechka lo ha atropellado uncarruaje.

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—¿Está vivo? ¡¡¡Habla!!! ¿Estávivo? —¡No lo sé! Al oír los gritos, Gaypel salió dela cocina. Fojt corrió al despacho ycogió su maletín. Los cuatrobajaron las escaleras corriendo, selanzaron a la calle y subieron a uncoche. —Un hombre ha venido a dar elaviso —contó Constantinovmientras corrían—, y ha dicho quele dijéramos a Putilin que habíanatropellado a su hijo. Le he

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preguntado dónde, pero el buenhombre no sabía nada más, sólo loque había oído hablar a loscocheros. En un cuarto de hora se plantaronen casa de Putilin: nadie acudió aloír el timbre. Iván Dmítrievichabrió con su llave y entró como unaexhalación. Pero el piso estabavacío y se desmoronó en una butacadiciendo: —¡Dios mío, si está vivo novolveré a ponerle la mano encima! —Levántese, domínese —dijo

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Fojt—. Hay que recorrer loshospitales. * * * Extracto del diario deSolodovnikov: La primavera del año 1913,nuestra brigada, que se creíaformada por seiscientos sables(pero en realidad era imposiblecontar el número exacto), avanzóhacia el este de Jalja, hacia el valleTereljin-gol en la cuenca del ríoCuerulén. Un día, durante una

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exploración, nos topamos concuatro jinetes de un destacamento acaballo de gaminos,[2] como sellaman ahora los soldados en China.Conseguimos matar a tiros a dos deellos, pero los otros dos se alejaronal galope hacia su destacamento,que estaba acampado cerca.Corríamos el riesgo de que nospersiguieran y nos mataran ocapturaran. En mi destacamentohabía cuatro mongoles, entre ellosun cierto Baabar, un joven defamilia de príncipes. Había

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estudiado en París, pero habíaregresado a Mongolia para lucharpor la libertad de su patria. Yaíbamos a marcharnos, cuandoBaabar saltó al suelo, se acercó alchino muerto y le cortó con cuidadolas dos orejas. Después se levantóy, con el movimiento amplio ysuave de un chamán que esparceplumas de pato para ahuyentar latormenta, arrojó las orejas en elcamino, hacia donde habían huidolos dos gaminos fugitivos. «Losmongoles creemos —me explicó

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Baabar, al volver a montar— quelas orejas cortadas de los muertosborran las huellas.» Por lo visto, notodos sus paisanos estaban al tantode aquella creencia, pues noté queno fui el único en presenciar laoperación con perplejidad y asco.No sé a qué atribuir nuestrasalvación, si a aquel rito ancestral oal aguante de nuestros caballos. Locierto fue que llegamos alcampamento sanos y salvos.Aquella misma noche, Baabar vinoa mi tienda de campaña y me trajo

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un libro del orientalista francésAndré Briousson, que traía deParís. «Lea esto», me pidió. «Losperegrinos que se dirigen almonasterio Erdeni-dsu —leí— mecontaron que el primer hombre fuecreado sin orejas, sólo con unasfosas en su lugar, como las aves. Alver lo hermoso que era el cuerpodel hombre, los malos espíritusdecidieron afearlo como pudieran:una noche, mientras el hombredormía, le pegaron a la cabeza dosconchas. Mis interlocutores me

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aseguraron que en algunas partes deMongolia existe todavía el rito decortar las orejas al difunto antes desepultarlo para devolverle suaspecto originario. No hay nada deprofanación en cortar las orejas deldifunto; al contrario, el muertopuede así perdonar a su asesino ysalvarlo de una persecución.» Baabar me dejó su apreciadolibro de Briousson y lo leí de pe apa. Estaba escrito en un estilosobrio, con la dignidad delcientífico que considera que hablar

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del coste de sus logros científicoses una falsa modestia, y que sólo devez en cuando reconoce que tuvoque recorrer centenares dekilómetros por las tierras deMatsunian, soportando tempestadesde arena en el Gobi, la soledad, lospiojos, y los bandoleros, viéndoseobligado a saciar su sed con el aguasalobre de los lagos. Abandonado por sus guías, erróentre los olmos muertos, se adentróen los bosques de ramasfosilizadas, anduvo por el lecho de

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ríos secos, vio fuegos fatuos en lospantanos y horripilantes serpientesovilladas en cuevas conemanaciones venenosas. Pero todoaquello no era más que el telón defondo de sus investigacionesetnográficas: en primer planoestaban los jaljasos, los chajres, losdebetes, los yjrayos y otras tribusmongolas, a veces anónimas, oajenas a todo, incluso de los ritosde sus antepasados; Briousson lasdescribía con gran pormenor, vivíacon esas gentes en sus chozas de

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fieltro y estiércol seco. A la mañana siguiente, aldevolver a Baabar su libro, le dijeque ya no consideraba su actitudcomo un acto barbárico. Él sonrió yme estrechó la mano. Transcurrióun año y medio, y ya en SanPetersburgo me enteré de que, hacíapoco, Briousson había presentadosu candidatura en la AcademiaFrancesa, y que corrían rumores deque nunca estuvo en el Gobi, en elnorte de Jalja ni en la provincia deErdeni-dsu. Un escrupuloso

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reportero de Le Figaro habíadenunciado que en todos susdescubrimientos científicosBriousson había copiado los librosde los viajeros rusos por AsiaCentral. Pero aquello no era lopeor: muchos fragmentos de suslibros, incluido el rito mongol,presuntamente popular, del podersalvador de las orejas cortadas, separecían sospechosamente a lodescrito por un misionero bretónque había vivido diez años enÁfrica con una tribu del delta del

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río Congo.

5

Tras dos horas de búsquedainfructuosa, Iván Dmítrievichvolvió a casa y, antes de abrir lapuerta, oyó la voz de su esposa quecanturreaba algo. Con gran alivio,se precipitó al vestíbulo gritando: —¿Cómo está Vaniechka?¿Dónde está? —¿Dónde va a estar? —sesorprendió su mujer—, en su

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habitación. —¿Está en la cama? —¿A santo de qué? No son másque las ocho, aún no hemos cenadoy... ¡Pero si no hay quien lo acuesteantes de las once, menudo contestónse ha vuelto! Cuando no estás encasa, no quiere hacer nada, ni losdeberes de francés, ni cambiarse eluniforme por ropa de estar porcasa. Se encierra en su cuarto a caly canto a reventarse los granos. Seha machacado toda la frente, latiene fatal.

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Iván Dmítrievich la escuchaba, ysus palabras le sonaban a música: —¿No le ha pasado nada en lacalle? —preguntó—. ¿No lo hanatropellado unos caballos? —¡Pero qué dices! —He pasado por casa a eso delas cinco. No había nadie. ¿Dóndeestabais? —De paseo, y después he pasadopor casa de la modista... Su esposa le contó el recorrido desu paseo con Vaniechka, lavelocidad, la duración, el punto

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donde se había encontrado con lavecina que tuvo la insolencia decriticar a otra vecina. Mientrasescuchaba, Iván Dmítrievich cayóen la cuenta de que alguien habíaquerido hacerle salir de casa de losKamenski para sacar algo del pisoo, al contrario, para meterlo. Entró en el cuarto de su hijo; loencontró sentado delante del espejoy, apretándose obstinadamente ungrano de la frente, con los dedosmanchados de sangre. IvánDmítrievich no fue capaz de resistir

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la tentación: le dio a su hijo uncogotazo y lo empujó al aseogritando: «¡Majadero! ¡Tu madre sedesvive por ti, y a ti te da lomismo!». El chico no apartó la mirada delplato en toda la cena, mientras IvánDmítrievich lo miraba con dureza y,al mismo tiempo, decíaobsequiosamente: —Claro, la culpa es mía porpegarte un cogotazo. No niego quequizá me he precipitado, pero esque estaba nervioso, fue un pronto,

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no te lo tomes a mal. Es peorcuando te dan azotes a sangre fría.Mi padre me solía castigar con lasbridas. —¿Lo hacía a menudo? —seanimó Vaniechka. —Demasiado a menudo. —¿Te dolía? —Sí, querido. —Y peor todavía que el dolor erala humillación —añadió su mujercon voz tan afectada como si fueraella la que había recibido elcastigo.

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—¿Y te pegaban con azote? —preguntó Vaniechka, deleitándoseante aquella imagen. —Algunas veces sí. —¿Y qué es más doloroso, lasbridas o el azote? —Lo más importante en este casono es el dolor, sino la sensación deimpotencia y de no poder hacernada. —Bueno, pero, ¿qué es másdoloroso? ¿El azote o las bridas?—insistió Vaniechka, a quien nointeresaban los matices

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psicológicos. —Las bridas eran más dolorosas—dijo Iván Dmítrievich, aunque nosabía de bridas ni de azotes, puessu padre nunca le puso la manoencima. —Pobre papaíto —dijo la mujer—, démosle un beso, hijo. Vaniechka no se inmutó. IvánDmítrievich entendió que tendríaque dar el primer paso hacia lareconciliación: se indicó la mejillacon el dedo con los labiosapretados, como diciendo:

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olvidemos lo ocurrido, un beso. Elhijo obedeció y le dio un beso en ellugar señalado. Luego añadió, comoquien no quiere la cosa: —Hueles a perfume. —¿Pero qué dices? ¿Quéperfume? —Papá huele a perfume. —¿Cómo voy a oler a...? Llevotodo el día trabajando. Pero guardó silencio. Su mujer lehizo entender con la mirada que setrataba de una provocación y que nodebía seguirle el juego. La actitud

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de su mujer era de una inusualinteligencia. Vaniechka pidió permiso paralevantarse de la mesa con vozconciliadora y se fue a su cuarto,para dejar que discutieran a susanchas. Ahora se sentíacompletamente vengado. Dejó lapuerta del comedor abierta paragozar de la disputa, pero seequivocaba: no podía sospecharque sus padres habían intuido sumaniobra, que no sólo no habíalogrado el resultado deseado, sino

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que había empeorado su situaciónal unirlos en un frente común. La mujer se sentó al lado de IvánDmítrievich y le acarició el pelo.Él se quejó: —No tengo ni un minuto libredurante todo el día. Trabajo comoun buey y, cuando vuelvo a casa... —Es la edad. No podemos hacernada —dijo ella—, hay que tenerpaciencia, ya se le pasará. De repente, cambió de tema: —¿Crees que si ahorro con ladoncella podría permitirme una

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buena costurera? —Claro. —Me han recomendado una muybuena. Esta semana he ido a verla.No está muy lejos. La verdad es queme han advertido que se permitecierta familiaridad con las clientas,pero por lo visto tiene manos deoro. Una puede fiarse de losconsejos de Nina Nikolaevna. —¿Quién es Nina Nikolaevna? —Nina Nikolaevna, la delsegundo piso. La mujer de PavelSemienóvich.

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Iván Dmítrievich consultó sureloj. No era tarde, podía tomar elcarruaje y plantarse en la calleCaravanaya en menos de mediahora. Estaba impaciente por saberqué había aparecido en el piso queno hubiera estado antes o qué habíadesaparecido de lo que sí estaba.Además, quería hablar cuanto antescon la viuda. —He ido a la costurera y tú nisiquiera me preguntas qué me estácosiendo —le reprochó su esposa. —¿Qué?

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—No te lo digo. A ver si loadivinas. —¿Un vestido? —No. —¿Una blusa? —No me quedan bien las blusas,no llevo nunca. Llevamos muchosaños viviendo juntos, deberíassaberlo. —¿Un abrigo de pieles, quizás? —No eres tan rico para que mepueda permitir dos abrigos depieles. El que tengo todavía estábien.

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—Pues no sé. —Te rindes muy pronto. Vamos,vamos, sigue. —¿Quizás algo de ropa interior? —Caliente, caliente... —¿Es ropa interior o no? —No. —Me rindo. No se me ocurrenada más. —Me he hecho un salto de cama—dijo su mujer—. Me parecerecordar que tú siempre habíassoñado con que tuviera una piezaasí. Me ha salido barata y es

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elegante. ¡Qué preciosidad! Poraquí es así y por acá... así —explicó, indicando el pecho y lascaderas—, y por debajo, así...¿entiendes? Iván Dmítrievich asintió conexpresión inteligente. Habíaescuchado a medias mientrasideaba el modo de salir de casa sinprovocar una escena. No era tareafácil: últimamente su mujer leestaba requiriendo más atenciones,aunque su pasión por ella habíadesaparecido hacía tiempo y su

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relación había entrado en un caucetranquilo, cuya navegación alprincipio parece una tragedia paratodas las mujeres que empiezan aenvejecer. Su esposa lo quería todoa la vez: un amor idílico, largasconversaciones intensas sobre lastiendas donde se podía comprar lacarne más barata, que confiara enella y a la vez estuviera celoso, quele hiciera promesas como cuandoeran jóvenes, que la abrazaracuando iba por casa despeinada yen camisón, cosa que desde hacía

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tiempo no despertaba en IvánDmítrievich ningún deseo, sino másbien irritación por su desaliño. Leexigía la timidez de un muchacho yuna concupiscencia viva, y todo enuna proporción caprichosa,mientras que Iván Dmítrievichestaba tan cansado al cabo de undía de trabajo que tendía a lasvariantes más simples. Aconsecuencia de ello, su esposaestaba convencida que ya no estabaenamorado de ella: hurgaba en susbolsillos buscando cartas amorosas

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de una posible amante, olfateaba suropa a hurtadillas, y se ponía de unhumor de perros con él por lascosas más insignificantes cuandoestaba a punto de menstruar, ycuando su autoconmiseraciónalcanzaba el punto más alto, armabaun terrible escándalo. Se arañabalas mejillas, rompía los platos,maldecía a su suegra, muerta hacíamás de diez años, insultándola porhaberla odiado toda la vida. Ahora,incluso su hijo Vaniechka seaprovechaba de esa debilidad.

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—Y debajo no se lleva nada. Elsalto de cama se pone sobre elcuerpo desnudo —explicó, con unsusurro seductor, sin confiar en laperspicacia de él—, como túsoñabas. —Te acuerdas de todo. —De eso sí me acuerdo... Iván Dmítrievich la abrazó,esperó a que ella dejara laseducción y, sólo entonces,acariciándole la oreja, le susurró: —No me apetece nada, perotengo que dejarte.

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Se apartó: —¿A dónde vas, tan tarde? Escuchó sus explicaciones de quese trataba de un asunto de granimportancia no con la expresiónofendida de antaño, pero tampococon la aflicción fatalista en quesolía hundirse últimamente al oírnoticias semejantes, preludio de unataque de histeria. Entonces, sesacó un espejito del bolsillo de lafalda: —¡Mira, estás más pálido que uncadáver! Te estás consumiendo.

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Él se miró: tenía la cara normal.Quizá debería cortarse las patillas. —¿Te gusta? —preguntó su mujercon malicia—. ¿Y crees que a míme gusta verte así? —¡Pero si me encuentroperfectamente! —Ya veremos hasta cuándo. Noquiero vivir más que tú. Alarmado, Iván Dmítrievichvolvió a mirarse en el espejo. —¿Tan mala cara tengo? —Un muerto tendría mejor cara.Por no hablar del mal aliento que

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tienes por las mañanas. Ya no eresjoven. Debes pensar en tuestómago. —Bueno, pero ahora tengo queirme. Iván Dmítrievich besó a su mujersin saber muy bien lo quenecesitaba ella en ese instante,tratando de dar al beso variossentidos diferentes: desde elreconocimiento de su culpa, hastaadmiración de su astucia femenina,pasando por el respeto ante ellacomo madre y el deseo de poseerla

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directamente sobre la mesa delcomedor. —Espera —le susurró ella conardor—, te voy a acompañar a lapuerta con mi nueva prenda. Al cabo de unos diez minutos, élbajaba las escaleras mientras sumujer permanecía en el descansilloenvuelta en una vaporosa pieza deseda de encaje rosa y pintorescoslazos. De pronto, la bata se abriócomo por azar. Debajo no habíanada más que una promesa de unafelicidad próxima.

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6

No le hicieron pasar al gabinete;en vez de eso, la viuda salió arecibirlo al vestíbulo. Era morena,de unos cuarenta años, todavíaguapa, y tenía un tipo parecido a uninstrumento de arco o de cuerda. Eltalle fino y las caderas generosashubieran podido ser motivo deorgullo, de haber tenido las piernasun poco más largas. —Comprenderá usted —dijo laviuda tras recibir el pésame de Iván

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Dmítrievich y no invitarle asentarse— que no estoy encondiciones de prestar declaración.Su ayudante ya ha estado aquí, y leagradecería que aplazáramos estaentrevista a mañana. —¿Mi ayudante? —Así se ha presentado, pero norecuerdo su nombre. —Yo no he mandado nadie.¿Cómo era? —Joven, con gafas, bastanteinstruido, pero insolente. En cuantoha entrado, se ha puesto a preguntar

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por el cráneo que había visto antespor el ojo de la cerradura. Lo heechado. —¿El cráneo? —IvánDmítrievich fingió no entender aqué se refería—. ¿Tiene un cráneoen casa? —Sí. —¿De quién? —De un mongol. Pero sólo tengola parte de abajo. —¿Y dónde está la parte dearriba? —Se quedó en Mongolia.

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Hicieron un cáliz ritual llamadogabala. Los usan en los templosbudistas en algunos procedimientosmágicos. Ya le he explicado a suayudante que mi difunto suegroestuvo en Urga en calidad de cónsuly trajo el cráneo. Lo compró en unmonasterio, y después me lo regaló. —Un regalo magnífico para unajoven. —Y que lo diga usted: losmongoles creen que si la parte dearriba se usa para una gabala, laparte baja trae buena suerte.

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—Por lo visto la usa usted igualque los mongoles usan la partesuperior. —¿Es decir? —Para hacer magia. Me heenterado por su doncella de queecha la buenaventura, y de eso a lamagia no hay... —No hago más que echar lascartas, como todas las mujeres. —La doncella dice que la visitanseñoras y usted cobra poradivinación. —¡Válgame Dios! Pero si son mis

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amigas. —¿Qué relación tenían usted o sumarido con el señor AlexeiNicolaievich Zaitsev? —Es la primera vez que oigo esenombre. ¿Quién es? En vez de contestar, IvánDmítrievich se sacó el revólver delbolsillo. La viuda se hizo atrás y élla retuvo por el codo: —No tenga miedo. Lo heencontrado al lado del cuerpo de sumarido. Según Zinochka, él poseíaun revólver. ¿Era éste?

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—¿Que tenía un revólver? No losabía. —Si el revólver es suyo, significaque se suicidó. —Ya entiendo —la viuda sonriócon astucia—, sería la versión másconveniente para ustedes. Pues sepaque no tenía ningún motivo parasuicidarse. —¿Y tenía enemigos? —Los críticos literarios. Y esagentuza prefiere derramar basuraque sangre. —¿Lo habían perseguido en los

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últimos tiempos? ¿Había recibidoalguna carta conminatoria? —Que yo sepa, no. —Oiga —se encolerizó IvánDmítrievich—, es usted la personamás cercana a la víctima. ¡Algunasuposición tendrá! Los hombres nomatan sólo para dar trabajo a lapolicía. ¿Ha desaparecido algovalioso, tal vez? —No —respondió ella—. Yotengo la sensación que se trata deuna fatal coincidencia; que lomataron por error.

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—¿Por qué? —Lo confundieron con otro. —Quisiera echar otro vistazo a sudespacho —pidió Iván Dmítrievich. —No. Hoy no. —¿Por qué? —Entienda mi estado. Necesitoestar sola. Por el tono de su voz, parecíaestar a la defensiva. IvánDmítrievich suspiró resignadocomo si fuera a obedecer aregañadientes, y se metióimpetuosamente en el despacho

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dejando atrás a la viuda, que noesperaba aquella maniobra. Unhombre de unos cincuenta años,calvo como un monje budista, selevantó al verlo. —Le presento al señor Kilinin,editor de Nicolai Eugenievich —dijo la mujer entrando tras él—. Havenido a darme el pésame. Iván Dmítrievich le estrechó lamano y miró a su alrededor. Habíanretirado el cadáver, pero por lodemás nada había cambiado. Elmanuscrito que recogiera aquella

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mañana del suelo hoja por hoja seencontraba ahora sobre la mesa,pero al examinarlo de cercapercibió que a la pila le faltaba lapágina de encima. Recordóhaberlas ordenado por número depágina, y la última había quedadoencima. Ahora no estaba. Y conella, había desaparecido lapregunta: «¿Podrías matar a mimarido?». A sus espaldas, chirrió unapuerta. Una voz preguntó: —¿Le apetece un té?

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Iván Dmítrievich se estremeció,dio media vuelta y se encontró aNatalia con una bandeja y trestazas, un azucarero y una jarrita deleche. —¿Le apetece un té? —repitióKilinin. Lo dijo con el mismo tono queKamenski debió de oír en su fuerointerno, sin lograr plasmarlo enpalabras. Iván Dmítrievich miró a Kilinincomparándolo con el profesordarwinista: Kilinin tenía la misma

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constitución, y también hablaba conuna voz de bajo profundo. Pero elpersonaje también era canoso ytenía maneras aristocráticas, comoDovgailo. Evidentemente,Kamenski se había basado en losdos: había tomado la cabeza de unoy la había pegado al cuerpo delotro. Para que no se desprendieran,los había salpicado con el aguaestancada de su propia desilusión.Con todo, teniendo en cuenta queese personaje imaginario amaba asu mujer no con el alma sino sólo

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con el cuerpo, las sospechasrecaían en quien le había prestadoel cuerpo. —Me alegro de que el caso nohaya sido confiado a ninguno de susayudantes, sino a usted en persona—dijo Kilinin durante el té—. Asípodrá devolver la deuda que hacontraído con él. —Que yo sepa, nada debía alseñor Kamenski, que en pazdescanse. —Le debe su fama. —¿Ah, sí?

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—Mi marido escribió muchosobre usted —intervino la viuda—,lo hizo famoso entre todas lasclases sociales. Otros hubieranpagado mucho por una publicidadcomo esa. —Me confunde usted —sonrióIván Dmítrievich—, no recuerdohaberle concedido ni una solaentrevista al señor Kamenski. —En los periódicos no. Escribíalibros sobre usted. —Cuando leí el manuscrito de suprimera novela, El misterio del

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lirio púrpura —recordó Kilinin—no podía suponer que iba a tenertanto éxito. —Seguramente contenía muchascosas inventadas, y su apellido noera Putilin, sino Putílov —admitióKamenskaya—. Por otro lado, no esningún secreto que fuera usted elmodelo de los libros. —¿Fue Kamenski quien losescribió? —¿Acaso no lo sabía? —sesorprendió a su vez Kilinin. Iván Dmítrievich se quedó

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callado: por supuesto que conocíaaquellos libros, de un autor que seocultaba bajo el seudónimo N.Dobri. Todos trataban de algunatontería sin sentido, como Elmisterio del lirio púrpura, en que,por medio de una sustancia tanmortífera como el Antiaristoxicaria, se despachaba al otrobarrio, uno tras otro, a losmiembros de una familia de altaalcurnia. Hasta que llega Putílov y,respirando sobre un pañueloempapado en vinagre, arranca esa

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mala hierba plantada por unasobrina malvada con el fin de llevara la tumba a los herederos directosdel patrimonio. En cosa de un año ymedio, el gran policía habíaacabado con centenares de presosfugitivos del Cáucaso que sededicaban a raptar a las hijas de losgenerales que tenían la imprudenciade pasear solas por los campos,para venderlas en los harenes.Usaba lo mismo esmoquin decaballero que sotana de clérigocatólico o hiyab de concubina del

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khan; mostraba muchas habilidades:sabía reparar relojes, dirigir unaorquesta o freír serpienteobservando todas las normas de lacocina china. Ante su presenciatemblaban espías, jesuitas ydilapidadores de fondos públicoscon títulos de conde. Losdelincuentes corrientes quedabanparalizados al oír su nombre. «SoyPutílov», solía decir con voztranquila, jugando con su bastón, ymalhechores barbudos se echaban allorar como niños.

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En otoño, Iván Dmítrievich habíadecidido enterarse de quién era eltal N. Dobri. En el libro no figurabael nombre del editor, sino sólo elde la imprenta. No quiso ir él y selo encargó al agente Valtenko. Éstecobró de los fondos secretos y, aldía siguiente, le había informado deque N. Dobri era Turgueniev.Descubrir ese secreto le costó alTesoro nada menos que un billeterojo, pero Iván Dmítrievich sesintió adulado y decidió nomolestar al autor de Padres e hijos.

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Comprendió ahora que Valtenko sehabía quedado con el dinero.Habría preguntado a alguien sinllevarse la mano al bolsillo, y ledijeron que era Turgueniev. —¡Pues sí, así están las cosas! —dijo Kilinin con regocijo—. Penséque sabría usted a quiéncorrespondía el seudónimo. —A mí me dijeron que aTurgueniev. —¿A Turgueniev? ¿Quién pudodecir semejante desatino? —No importa.

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—¿Y lo creyó? —¿Por qué no? No escribe peorque Kamenski, y todo el mundonecesita dinero. Kilinin se echó a reír, y la viudaesbozó algo parecido a una sonrisa. —Mi marido era consciente de enqué medida lo había dotado Dios—respondió ella—. No se hacíafalsas ilusiones. Hace poco, al leeruna novela de Turgueniev meconfesó que sería capaz de venderel alma al diablo por escribir algoasí.

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Mientras se encaminaban a lasalida, añadió que desde el puntode vista del valor literario, lasnovelas sobre Putílov eraninferiores a otras obras de NicolaiEugenievich escritas con un estiloobjetivo, pero ¿qué se le iba ahacer? Así era la vida. Había quecomer, beber, comprar ropa, pagarel alquiler... Los ingresos quesuponían aquellos libros lepermitían trabajar sobre cosasserias, como por ejemplo el librode relatos titulado La encrucijada.

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—Lo tengo —dijo IvánDmítrievich. —Entonces puede ustedcomprobarlo. —Lo que no tendrá usted es esto—dijo Kilinin ya en el vestíbulo,sacando de su cartera un finofolletín con aspecto barato—. Es laúltima novela sobre usted, quierodecir, sobre Putílov. Acaba de salirde imprenta, todavía no ha llegadoa los comercios. Tome esteejemplar, se lo regalo. No podía rechazarlo, así que Iván

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Dmítrievich aceptó el obsequio yleyó el título con ciertodesasosiego: El misterio del diablode bronce. * * * Salió a la calle. Había una calesadelante del portal de Kamenski.Iván Dmítrievich subió y dio ladirección. No regatearon mucho. Enese momento, no sospechó nada,pero más tarde se preguntó por quéestaba a esas horas en aquel lugar,donde no se podían prever muchos

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clientes. La respuesta a aquellapregunta estaba en un documentoescrito por él mismo, la«Instrucción para la organizaciónde los servicios secretos», quecontenía cinco puntos sobre lallamada «vigilancia montada»: 1. La vigilancia montada o lacaptura de un sospechoso de delitoserá legítima en dos casos: a)cuando exista el riesgo de que lavigilancia a pie se descubra; b)cuando el sospechoso se mueva por

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la ciudad a caballo. 2. La vigilancia montada se llevaa cabo por medio de un agentedisfrazado de cochero. El agentedebe ser hábil en el manejo delcaballo, así como con las normasde tráfico y las costumbres de loscocheros. Su ropa y el aspecto delcarruaje no deben presentardiferencias con los auténticos. 3. El agente-cochero debe asumirque, antes que nada, es cochero; porlo que debe cumplir las órdenes delos agentes de policía sin discutir

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con ellos. Si esta orden perjudica elcurso de la vigilancia, hay quecumplirla igualmente, y sólodespués, al margen de los cocheros,aclarar al policía la propiaidentidad. Con todo, si es posibleevitar estas explicaciones sinperjudicar el asunto, resultapreferible. 4. Si el agente-cochero se sitúafuera de las paradas de coches,inevitablemente llama la atenciónde porteros y guardias, que lo echanpara que «los caballos no

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ensucien». En ese caso, tododepende del ingenio del agente y desu capacidad para captar a quiéntiene delante. Según sea el portero,le puede decir que está esperandoal médico que visita a un enfermo;que le «confía el secreto» de queespera a su señor, que se encuentraen el piso de la esposa de otro, yque siempre lo contrata para esetipo de salidas; o le puede hablarde una dama que hace lo mismo.Puede convidarlo para que no loeche del «lugar de interés», etc. Si

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algún paseante solicita susservicios, el agente-cochero diráque está ocupado. 5. Como regla general, no esadmisible que el agente-cocherolleve al sospechoso, peroexcepcionalmente, cuando hace maltiempo, es tarde o no hay otroscocheros cerca, al agente no leconviene decir que está ocupado.En estos casos el agente deberáregatear con el sospechoso, comolo hacen los cocheros con lospasajeros.

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7

Iván Dmítrievich regresó a casapasada la medianoche, pero sumujer no le hizo un solo reproche.Tras tomar un té, abrió la puerta deldormitorio y quedó pasmado: sulecho conyugal, habitualmentehecho con austeridad de cuartel,ahora resplandecía fastuoso.Almohadones de varios tamañospor toda la cama, como caídos alazar sobre el cubrecamas, sábanasperfumadas... En la mesilla de

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noche, había un jarrón de flores depapel, una botella de vino, doscopas y naranjas en un frutero. Elaroma de las velas se mezclaba conel olor del perfume. Sólo faltaba unbaldaquín con espejos arriba, comoen los burdeles de alto nivel. Todoestaba arreglado con el sello de laspasiones prohibidas y los placeresperversos pero delicados que leesperaban. De acuerdo con eseplan, el dormitorio estaba calentadocomo si fuera una sauna, para quepudieran desnudarse y juguetear

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alegremente con los cuerpospegajosos de sudor. Su esposa contemplaba elresultado de su trabajo consatisfacción. Sin duda había puestotodo su empeño en convertir elpequeño dormitorio en un templopagano del libertinaje. De repente,se abrió el vaporoso salto de cama,y con un gesto suave, lo dejó caer asus pies. Salió de él como Venus dela espuma del mar. IvánDmítrievich se atoró: en principiono debía llevar nada bajo el salto

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de cama, pero sin duda ella habíareflexionado y corregido el planinicial, y llevaba unas ligas de sedanegra que sujetaban unas medias tanafiligranadas que debían derepresentar el culmen de su atavío. Al captar la mirada de reprochede su marido, estuvo a punto derecoger el salto de cama del suelopara cubrir sus encantos, puesto quenadie parecía echarlos de menos,pero Iván Dmítrievich no lepermitió hacerlo: se avergonzabapor no haber apreciado su esfuerzo,

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cogió el salto por un extremomientras su mujer lo sostenía por elotro y empezaron a tirar cada unopor un lado. De repente, durante eseforcejeo atlético, a IvánDmítrievich se le ocurrió que lasligas no estaban tan mal como lehabía parecido a primera vista:soltó su extremo y ella cayó en lacama sollozando ofendida, peroIván Dmítrievich no tardó enconsolarla en medio de losalmohadones bordados, que dabanuna variedad agradable al aburrido

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relieve del lecho. Más tarde, su mujer, acostada a sulado con la cabeza sobre suhombro, le habló con vozsomnolienta de los vecinos, de susniños, de las doncellas, los gatos ylos perros. Lo llamaba «abrirle elcorazón». Por fin, se quedódormida. Iván Dmítrievich saliócon sigilo de debajo de la manta,cogió el ejemplar que le habíaregalado Kilinin y se metió en sudespacho. Había allí una libreríadonde, como en un asilo, los

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juguetes vivían sus últimas horas:payasos calvos, locomotoras quehabían sufrido alguna avería,caballitos, pelotas, peonzas... esdecir, todo lo que había entretenidoa Vaniechka y que se guardabasagradamente como recuerdo de suinocencia de otros tiempos. En unrincón, estaba el montoncito delibritos sobre Putílov. IvánDmítrievich tenía una docena deellos, Vaniechka solía leerlos.Encima de todos estaba el último,El secreto del camafeo de Afinas.

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Iván Dmítrievich se sentó a lamesa y abrió El misterio deldemonio de bronce. En la novela,Putílov tenía familia: un hijo aquien adoraba y una esposa decarácter dulce que sufría laconstante ausencia de su marido. El principio era poco original,aunque no muy lejano de la realidadde la vida: una tarde, Putílov juegaa las damas con su hijo, mientras sumujer toca la mandolina. Le llega lanoticia de que el comisario de lapolicía lo necesita. Hace un tiempo

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de lobos, mientras que en casahierve un samovar sobre la mesa; lamandolina toca: ¡quédate, quédate!Pero el deber es lo primero. Tieneque salir. De camino, mecido por elcarruaje, le cuentan que estánpasando cosas extrañas en laciudad: desde hace un mes,desaparecen mujeresmisteriosamente. Añaden que setrata de mujeres de diferentesestados sociales, edades y títulos;desaparecen jovencitas y madres

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venerables, señoras y ancianas,mujeres bellas en la flor de la viday viejas feas de narices ganchudas.Al principio, todo está envuelto enun misterio impenetrable, pero mástarde aparecen dos testigos. De sustestimonios se saca en claro que lasmujeres son víctimas de unaspersonas con máscaras negras quelas persiguen por las noches, lasamordazan, las obligan a subir alcarruaje y se las llevan a algúnlugar de donde nunca regresan. ¿Adónde? ¿Por qué? ¿Quiénes son

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esas personas? Nadie tienerespuestas; la policía no sabe pordónde tirar, y entonces el comisariode la policía se acuerda de él,caído en desgracia por susopiniones, demasiadoindependientes. Se le ha tratadoinjustamente, pero él sabe estar porencima de las rencillas personales.Putílov envaina la espada y marchaal combate. Para empezar, trata de entender elcriterio según el cual lossecuestradores escogen a sus

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víctimas, si tienen algo en común.Consigue llegar a la conclusión deque, a pesar de todas lasdiferencias que hay entre lasmujeres desaparecidas, hay unvínculo que las une: todas ellas, porambición o por amor al arte, seentretenían con cartomancias oleyendo la buenaventura, y hastapreparaban filtros, predecían elfuturo, hacían espiritismo y otrascosas por el estilo. Al llegar a estaconclusión, Putílov pone bajovigilancia a una adivinadora muy

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conocida en San Petersburgo quehasta entonces ha esquivado lasuerte de sus compañeras degremio. Una tarde, al regresar de casa deuna cliente por la calle, losenmascarados la atacan y laarrastran al carruaje. El cocheroazota los caballos, y el cochedesaparece en la oscuridad, perolos delincuentes no sospechan quePutílov ha logrado subir a la traserade un salto. Lo tiene todo previsto:lleva dos revólveres en los

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bolsillos y una máscara igual que lade los delincuentes, con dosagujeros para los ojos. Lossecuestradores lo toman por uno delos suyos, y entra en la guarida delenemigo, conectada por medio depasadizos subterráneos, como oyóen una conversación, con un vastosistema de galerías que unenEuropa, Asia, el Tíbet y Gibraltar. Putílov se entera de que aquellasgentes han declarado la guerra atodos los que, a su juicio, sirven aldiablo. Actúan en la clandestinidad,

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a pesar de que tienen contactos enlos círculos gubernativos. Laorganización clandestina que hanfundado se llama La SagradaDruzhina[3]. El nombre pretendesubrayar un sano fundamentonacional, pero el jefe de laorganización, no entiende por qué,es un Gran Maestro, como en laslogias masónicas. Tanto él comootros dirigentes del mismo rangoestán subordinados a un khan quehabita en algún lugar del Himalaya,en un palacio subterráneo de

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ventanas azules por el nitrato deplata. Todo esto puede parecerridículo, pero el asunto es muyserio: los miembros de la Druzhinase caracterizan por su fanatismo, yel grupo se rige por una disciplinaférrea. En cuanto a su ideología, esde una sencillez espartana, comotodas las ideas que no incitanpensamientos, sino acciones. Al ver por doquier la decadenciade costumbres y el poder ilimitadodel becerro de oro, los miembrosde la Druzhina lo achacan a los

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fieles del diablo. Es precisoreconocerlos y exterminarlos sinpiedad, si no se arrepienten comoconviene. En la lucha en favor delpueblo, la policía apenas supone unobstáculo para la Sagrada Druzhina,y sus miembros la desdeñan. Sumayor enemigo es otra organizaciónclandestina llamada Sociedad dePaladistas de Baphomet. Se trata deuna organización a su vezampliamente ramificada. Losmiembros de la Sagrada Druzhinase sienten protegidos por el propio

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arcángel Miguel, pero, por razonesque Putílov desconoce, no logranvencer a los paladistas. Sóloalgunos de ellos han sidocapturados y ejecutados, pero sonlos peones. El acento mayor sepone en librar a San Petersburgo delas adivinadoras y hechiceras, queactúan en interés de los paladistas,influyendo en los destinos de lagente y, en consecuencia, en elrumbo de la historia. Por tanto, lacofradía se desvía del caminotrazado por el arcángel Miguel y el

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khan misterioso oculto en lasespesuras tibetanas. Sin embargo, las leyes rusas sondemasiado liberales y no toleranlos autos de fe. Por eso, losmiembros de la Druzhina impartenjusticia por sí mismos en su sótanomacabro. Las mujeres llevadashasta allí son puestas a prueba: lesdan a escoger entre morir o besar laestatua de bronce de Baphomet. Lasque escogen la muerte, sonperdonadas y enviadas a algúnmonasterio lejano, ortodoxo o

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budista; las que prefieren besar aldiablo de bronce, desaparecen parasiempre, pues su buena disposicióna besar la imagen del diablo seconsidera la demostración de laintimidad que tenían con el original. Por supuesto, Putílov no puedeconsentir todo aquello. Su deber essalvar a la adivinadora que lo hallevado hasta el escondrijo de losfanáticos y que, por temor a serejecutada, ha consentido en besarlos labios de bronce. Tiene quesalvarla como sea.

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La pobre mujer es conducida alcuarto donde se encuentra la estatuade Baphomet. Putílov, a quien nadieha descubierto todavía, seincorpora a la procesión. Nisiquiera allí, en el subsuelo, sequitan las máscaras, para evitar quecualquier extraño que consigacolarse allí por milagro puedareconocerlos arriba, en su vidacotidiana. Las antorchas crepitan. El GranMaestro en persona va a la cabezade la procesión. Lo siguen dos

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asistentes que llevan a laprotagonista de la celebración,enloquecida por lo que le estáocurriendo. De repente, a uno delos miembros se le sueltan loscordoncitos de la nuca y su máscaracae. Putílov consigue entrever unrostro mortalmente pálido, defacciones deformadas, con lacomisura de la boca torcida haciala derecha, secuela de unaenfermedad cerebral. La visióndura sólo un instante, y la máscaravuelve a su lugar.

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La procesión macabra recorrepasadizos abovedados; se abre unapuerta y, ante Putílov, aparece unmonstruo abominable: una estatuaesculpida a tamaño natural,coronada con cuernos, de ojosdesorbitados y cuatro afiladoscolmillos entre los dientes; unpecho obeso caído sobre la barrigacubierta de escamas, las partespudendas cubiertas por un paño, delque salen unas patas que parecen deperro. Debido a la humedad, elbronce está cubierto por una

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película que parece piel. El rictusanimal de su sonrisa es el propio dequien todo lo sabe. De las paredes cuelgan losestandartes con los cuales, algúndía, los miembros de la Druzhinamarcharán al último combate contralas fuerzas del Mal y ladestrucción: jeroglíficos rojos ymarrones escritos por lospaladistas. Los presentes entonanentonces su terrible himno yempujan a la mujer por la espalda.El diablo de bronce ya ha abierto

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las manos para abrazarla. El GranMaestro le dice que ella ha hechosu elección, y que ahora puedebesar al diablo, a su soberano; quenadie la ha obligado. Un ecosepulcral repite sus palabras. Comoen sueños, la adivina da un primerpaso, pero en ese momento... «En ese momento se oye la voz dePutílov: ¡Deteneos! ¡No os mováis,malditos fanáticos!» Entonces, conla velocidad del rayo, se saca losrevólveres de los bolsillos y apuntaa los sorprendidos verdugos.

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«¿Quién sois?», pregunta el GranMaestro. Pero en lugar deresponder, Putílov se quita lamáscara. Los presentes susurranatemorizados: «¡Putílov!...¡Putílov!». Todo el mundo haquedado petrificado. «Mirad quédestino os reservaban», dicePutílov, y da un paso hacia laestatua. «¡Atrás! ¡No la toquéis!»,grita el Gran Maestro. Putílovapunta el revólver contra él,diciendo: «Estaos quieto, señor, uos convertiré en colador».

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Apoya el cañón del revólver enlos labios de la imagen y lo apartarápidamente, pues ha activado unmecanismo oculto en el interior dela estatua: las garras del monstruo,abiertas para el abrazo, se cierranrápidamente y le crecen de dos endos unas uñas de brillante acero; laúltima, la número once, la máslarga y espantosa, crece a la alturadel corazón, el lugar dispuesto parala víctima. Con un chasquido metálico, elmonstruo cierra las garras. La

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adivina está a punto de desmayarse.«Ése era el beso que os esperaba»,sonrió Putílov, sarcástico. Con ungesto, señala uno de los estandartesde seda colgados en la pared, elúnico inmaculadamente blanco, ydice: «Mirad este estandarte. Eljeroglífico que le falta debía serescrito con vuestra sangre...». Según cuenta el epílogo, Putílovse abre paso gracias a losrevólveres y, acompañado por lamujer, consigue llegar a lasuperficie. Desgraciadamente,

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debido a la oscuridad no logramemorizar el camino que le llevaríade vuelta al escondrijo de losfanáticos. Los miembros de laSagrada Druzhina, a excepción delos que había callado para siempresobre el frío suelo del sótano,quedan en libertad y se escondenabrigando la esperanza de vengarsedel policía que ha penetrado en susecreto. Al final, una nota separada deltexto por tres estrellitas rezaba quelas siguientes peripecias de Putílov

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sobre la lucha contra ladelincuencia y el fanatismo saldríanen las próximas entregas de N.Dobri, muy pronto a la venta. La novela era completamentedelirante, y no habría merecido lamínima atención si alguien nohubiera volado la cabeza que lacreó con una bala de plata. La cartahallada entre los papeles deKamenski llevaba a pensar que, entodo lo escrito, había una base deverdad, que existía un lienzo sobreel cual el difunto había trazado los

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dibujos de su fantasía. Por tanto, enalgún lugar de aquel revoltijo habíaque buscar la clave de aquellaextraña muerte.

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CAPÍTULO 2 LOS PERROS ROJOS

8

A la mañana siguiente, en cuantosalió de casa y se dirigió hacia elcoche que le esperaba junto alportal, Iván Dmítrievich oyó a unmuchacho que vendía periódicos ypregonaba de corrido: —¡El escritor Kamenski, muertoen circunstancias misteriosas!¡Compren La Voz ! ¡Acaban con él

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en el segundo atentado contra suvida! ¡El verdugo de la máscaranegra se deshace de su víctima! Iván Dmítrievich le dio ungrivenic y desplegó el periódico: Ayer apareció asesinado en sucasa el escritor Nicolai Kamenski,que nuestros lectores conocen comouno de los novelistas más célebresdel momento (...) Su espléndidoestilo (...) Su desaparición deja alectores y admiradores hundidos enel dolor y la incredulidad (...) Ayer

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mismo tomé declaración alcomisario de policía Budiagin,responsable del sector... El artículo estaba firmado, peroel nombre del periodista no le dijonada: un tal Silberfarb. (...) donde tuvo lugar el asesinato.Todavía no se han esclarecido losmotivos ni el culpable del crimen,por lo que considero necesarioponer al corriente de los siguientesantecedentes: Hace una semana,nuestra redacción recibió una carta

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de señor Kamenski. Nos dijo quequería informarnos de algoimportante y hacer una declaracióna la prensa. Pidió una entrevista conuno de nuestros periodistas. Me loadjudicaron a mí. La tarde del 25de abril, me dirigí a la direcciónindicada a la hora establecida en sumisiva. Y, sin embargo, Kamenskino me invitó a quitarme el abrigo,dijo que, debido a determinadascircunstancias, no resultabaconveniente hablar en su casa y mepropuso dar un paseo mientras

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hablábamos. Me pareció inquieto.Salimos de la casa y paseamoslentamente por la calle Caravanaya.Estaba anocheciendo, había muypoca gente en la calle. Advertí o,mejor dicho, recordé más tarde,cuando intenté poner orden a loshechos, que Kamenski miraba atráscontinuamente, como si tuvieramiedo de que lo siguieran. Laconversación languidecía, yo levolvía a recordar su promesa, perono respondía más que: «Espere...ahora mismo...». Ahora me doy

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cuenta de que me estaba llevando acierto lugar, pero sin duda nollegamos allí. Oí a nuestrasespaldas los cascos de unoscaballos. «¡Son ellos!», mecuchicheó al oído Kamenski,agarrándome por la muñeca.«¿Quiénes?», le pregunté. «Sobrequienes tengo que hablarle...» Eraun carruaje de cuatro plazas sinfarol, y se nos acercaba muyrápidamente. Para mi sorpresa, elcochero iba enmascarado. Con lamano izquierda, tiró de las bridas

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deteniendo a los caballos, y con laderecha nos apuntó con brusquedad:enseguida distinguí un revólver.Restalló un disparo. Kamenskicayó. Yo me lancé sobre él y,mientras tanto, el cochero azotó alos caballos y el carruajedesapareció tras la esquina. Sóloentonces Kamenski abrió los ojos yme dijo: «Estoy bien». Le ayudé alevantarse. De no haberse fingidomuerto, habrían seguidodisparando. «¡A la policía!», grité.Por toda respuesta, él sonrió: «La

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policía no puede hacer nada en estecaso. Esos fanáticos me hancondenado a muerte. Hasta ahoratenía la esperanza de que no seatrevieran a cumplir con suamenaza». Le pregunté quiénes eranaquellos fanáticos y por qué queríanmatarlo, pero no obtuve respuesta.«Le ruego que no insista», me dijo.«Mi vida está en juego, tengo quepensarlo bien y sopesarlo todo parano volver a cometer unaimprudencia.» Al final, tras hacerme prometer

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que no hiciera público lo que habíavisto, dijo: «Bueno, un día, si Diosquiere, le mandaré mi último libro,del que entenderá mucho. Másadelante nos veremos y, si Diosquiere, podremos hablar de todoesto». Nunca volví a verlo. Al enterarme de su muerte, miprimera conjetura ha sido que elsegundo atentado había tenido éxito,y que el asesino es el cocheroenmascarado. Me doy cuenta de queesto parece un cuento fantástico.Por eso me dirijo aquí a nuestros

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suscriptores y lectores que en latarde del 25 de abril estaban a esode las nueve en la calle Caravanayay vieron un carruaje sin linterna ycon un toldo negro y un cocheroenmascarado o que quizás oyeronun disparo, que puedan corroborarque (...). * * * Extracto del diario deSolodovnikov. A finales de 1911, antes de millegada a Mongolia, un gran

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sacerdote de Urga, Bogdo-GheghenDjhebzdstun-damba-jutujta, el Budavivo, octava reencarnación delmonje Daranta, que vivió en elTíbet a finales del siglo XVII,recibió el rango de khan y maestroespiritual de Mongolia. Era un pasomás en el movimiento contra China,la principal manifestación, junto ala aduana, de la independencianacional. Los nómadas consideranque la monarquía es el únicogobierno posible, y, paraencarnarla, habían optado por la

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teocracia, que daba más estabilidadque otras, menos arcaicas perotambién menos viables, cuyos jefes,los janes-chingisd, los príncipes delos cuatro aimaks de la Jalja,habían muerto prematuramente porenfermedades misteriosas. Seinauguraba la época del Escogidopor Muchos, es decir, del khanelegido por el pueblo. En realidad,eso significó la victoria de unreducido círculo de lamaspoderosos de la capital, en sumayoría procedentes del Tíbet. El

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partido de los príncipes fuederrotado y pasó a laclandestinidad, esperando elmomento en que resurgiera unacuestión inevitable y peliaguda: lasucesión al trono. Al principio delprimer año de la nueva era, uncónsul japonés le regaló a Bogdo-Gheghen un automóvil, y entonceséste suspendió inmediatamente elproyecto de construcción delferrocarril desde Biysk hastaCaigan pasando por Urga. Corríanrumores de que daría la concesión a

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los japoneses. Para recuperarposiciones, de Irkutsk mandaron aJutujtu dos cañones de tres pulgadasque no llegaron al ejército, sino quese quedaron en su residencia. Leencantaban los disparos de cañón,tal vez porque no podía disfrutar delos colores y las formas de estemundo: las malas lenguasaseguraban que el «Buda vivo»había perdido la vista por culpa desu afición al alcohol, e intentabasustituir la falta de sensacionesvisuales con abundantes

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sensaciones auditivas. Una vez porsemana, sacaban los cañones hastala plaza delante del palacio, reuníana la gente, izaban la banderanacional de brocado de oro con laprimera letra del alfabeto«soiombo», inventado por el propioBogdo-Gheghen. Bueno, por unareencarnación anterior, unosdoscientos años atrás. La ceremoniase repetía siempre igual: rodeadopor sus ministros y los lamassupremos, que en la mayor parte delos casos eran los mismos, estaba

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sentado en su trono con actitud deciego, al lado de su esposa, diosacomo él. Los artilleros quedabanpetrificados junto a los cañones yreinaba el silencio. Sólo se oía elsusurro del viento al agitar lascintas de colores de jalemba ydalemba,[4] en las que estabanescritos los treinta y nueve menosuno nombres de Gengis Khan entres alfabetos mongoles, y tambiénen tibetano y en chino. El númeroveintisiete, el nombre secreto que

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obtendría poder sobre el Universo,aparecía sobre las escamas de unpez sin ojos, que no sería pescadoantes de que el último khan deChambala, el resplandecienteRigden-Dzhapo, se cortase las uñasde los pies sobre las cabezas de losdueños de los tres mundos, estandoen sus aposentos subterráneos deventanas azules de nitrato de plata,y girase en su dedo la sortija de lapiedra Chintamani de ocho facetas,y fuera izada hacia el norte lablanca bandera de nueve colas de

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Gengis Khan, crisol de su almairritada. Con la voz de esta almahablaban los cañones de trespulgadas traídos desde Irkutsk.Disparaban una salva, y el ecoresonaba por las vertientesboscosas de la montaña sagradaBogdo-ul; allí, estaba prohibidopegar a los morosos, y desde hacíadoscientos años no se oíanescopetas de cazadores ni hachasde leñadores: unos guardiasimpedían el acceso a los ochentapuertos que llevaban a la cima,

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aunque permitían el paso a loshombres desarmados para ir a rezary a meditar solos en ese reino delas aves que se posan sobre tushombros, de los cervatillosconfiados, los arroyos límpidos, loscedros, los claros llenos de bayassilvestres. En algún punto de esosparajes, setecientos años antes, eljoven Temuchín había enterrado suespada. Al pie de la montaña, a laotra orilla del río Tola, estabaNogón-sume, el palacio verde del«Buda vivo». Frente a él, tronaban

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las cañones de Ural, anunciando lostiempos en que sería turbada la pazde la espada, cuando dos números,el dos y el cuatro, legados porBuda, confluirían con el tres y elnueve, los números de GengisKhan: sólo entonces comenzaría laúltima guerra contra los infieles.Entonces, las huestes de Chambalasurgirían del subsuelo y losmongoles serían su vanguardia.Montados en corceles de lasestepas, cuyos antepasados habíanpisoteado los campos de Silesia y

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bebido las aguas del Danubio,galoparían entre las humaredas delos incendios tras el estandarte denueve colas, haciendo rodar larueda de la doctrina por el caminode las ocho ramas y las cuatronobles verdades. Todos los pueblosse convertirían al budismo, todoslos monarcas se inclinarían anteRidjen-Dzhapa o serían destruidos.Después, el buda Maydan, mesíasde los lamas, descendería de lacima de la montaña Sumeru a latierra, y fundaría sobre los

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escombros del viejo mundo su reinoeterno de justicia universal. En las circulares dirigidas a losdistintos aimakan, se indica de unmodo inequívoco que Bogdo-Gheghen es el precursor deMaydari, mientras la Jalja queprospera bajo su cetro es elprototipo de imperio budistauniversal. En cuanto a losrepublicanos del ejército delgeneral Go Sunlín, la propagandaoficial los igualaba a losmanguisos.[5] Uno de los lamas del

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Estado Mayor de nuestra brigadame aseguraba, muy serio, que desdehacía décadas los agentes deRidjen-Dzhapo actuaban de maneraclandestina en las capitaleseuropeas, modificando el rumbo dela historia. Unas supuestas galeríassubterráneas excavadas por ellos seextienden a lo largo de muchoskilómetros desde el Tíbet. Losmongoles pueden presentarse en elcentro de París, Viena, SanPetersburgo y otras ciudades si lodesean, ocuparlas y retenerlas hasta

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la llegada de los principalesejércitos de Oriente. Hasta ahora no hemos conseguidollegar a la fortaleza Bars-Khoto alsudoeste de Jalja. Allí, ciertaguarnición china supone unaamenaza constante para Urga, perolos agentes de Rigden-Dzhapo,encargados de cavar el túnel pordebajo de Europa, no debieronpreocuparse por hacerlo pasar porallí. Tendremos que acercarnos aBars-Khoto caminando sobre latierra, y asaltar sus murallas desde

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el exterior.

9

Al llegar a la oficina, lo primeroque hizo Iván Dmítrievich fuellamar a Valetko a su despacho ydarle un bofetón con un periódicoenrollado diciendo: —¡Vaya! Conque Turgueniev,¿eh? ¡Conque Turgueniev, canalla! Constantinov se asomó aldespacho, pero al ver lo que pasabaoptó por retroceder y esperar en el

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pasillo a que terminaran. Al cabode un rato, entró y preguntó: —¿Cómo está Vaniechka? ¿Cómose encuentra? —Era todo una farsa: no le habíapasado nada. Alguien envió a aquelcaradura. ¡A ver! —se enfurruñóIván Dmítrievich—, dime, ¿quéaspecto tenía? —Un desharrapado vulgar ycorriente de los de San Petersburgo,nada especial. Recuerdo quellevaba pantalones de soldado. —¿Y ya está?

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—¡Qué sinvergüenza! —exclamóConstantinov, intentando desviar laatención del aspecto deldesharrapado—: ¡y encima, el muycanalla me pidió un rublo comorecompensa! —¡No me digas que se lo diste! —¡Sólo faltaba! Antiguamente, alos mensajeros portadores denoticias así los decapitaban, y esetuvo la caradura de pedir unarecompensa... —¡Más te habría valido, para noolvidarte de su cara! Mira —

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amenazó Iván Dmítrievich—, ¡lapróxima vez te las cargas! ¡Te harébailar y cantar como un cerdo! Se acercó al fichero y sacó elcajón dedicado a las sectas. Se lehabía ocurrido que la tal«hermandad» que amenazaba aKamenski podía ser una secta quereclutara a sus adeptos entre loscírculos cultos de la sociedad, yquizás incluso entre las altasesferas del poder. Las fichas decada secta contenían el nombre delos herejes y los fundamentos del

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dogma, si existían y se podíanexpresar en palabras: pero en lamayor parte de los casos no eraposible. Iván Dmítrievich examinótodas las fichas sin encontrar nadainteresante. Devolvió el cajón a su sitio yllamó a un administrativo, le ordenócoger el mejor papel y le dictó unasolicitud oficial para la cancilleríadel Santo Sínodo. En El misteriodel diablo de bronce, se decía quelos fanáticos consideraban alarcángel Miguel como su protector:

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ése era el punto de partida. Aunqueellos se llamaran a sí mismos laSagrada Druzhina, probablemente,en los documentos, si es queexistían, se denominarían«sanmiguelinos». En su carta, Iván Dmítrievichpreguntaba al Santo Sínodo sidisponía de información sobrealguna secta de ese tipo, y si eraasí, le pedía que se la facilitara loantes posible. En cuanto se marchó el ordenanzacon la carta, apareció Gaypel.

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—Iván Dmítrievich, ¿lleva elrevólver encima? —preguntó—.Me refiero al que encontró ayerjunto al cadáver. —¿Para qué lo necesitas? —Fojt me habló ayer de la balade plata. Quiero comprobar unacosa. Al coger el revólver, Gaypel hizoalgo que a Iván Dmítrievich no se lehabía ocurrido: sacó el cargador ydejó caer tres cartuchos más,evidentemente artesanales. Lasbalas eran también de plata.

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—El cargador es para sietecartuchos, pero no tenemos más quetres —constató Gaypel—. Y todosellos hechos por encargo. Ayer porla mañana había cuatro cartuchos ygastaron uno: de eso se puedeconcluir que, además de Kamenski,había tres personas más en su casa,de modo que el asesino queríamatarlos a todos. Y cabe señalarque, a su juicio, a ninguno de ellospodía matarlo con balas ordinarias. —Tiene su lógica. ¿Y quiénescrees que eran esos tres?

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—Para empezar, yo no excluiría aKamenskaya. Ayer hablé con ella... —¿Y se puede saber por qué? —se enojó Iván Dmítrievich—.¿Acaso te lo pedí yo? —Tampoco me lo prohibió —repuso Gaypel—. Constantinov meha dicho que Vaniechka estaba bien,pero ayer se podía imaginarcualquier cosa. Pensé que eseproblema le ocuparía... En fin, ellame confesó que el cráneo teníarelación con la magia mongola. Alo que hay que añadir todo lo que

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nos contó la doncella. Eso nospermite deducir que ella, su maridoy quizá Dovgailo y su esposapodían formar parte de unasociedad o grupo de orientaciónmágica. Quizá con elementos deradicalismo político. —Mi Vaniechka formó parte deuna de esas organizaciones —dijoIván Dmítrievich—: se reunierontres idiotas, dibujaron un ataúd, uncráneo con dos huesos, firmaroncon sangre jurando que amarían lalibertad y, para diferenciarse de los

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demás, se descosieron un botón deluniforme —continuó, absorto en losdetalles de su historia—: Su madrele cosía el botón y él se lodescosía; salía hacia el colegio conel botón y regresaba sin él. ¡Quémisterio! Nos costó entenderlo... —Nuestro caso es muy parecido—sonrió Gaypel. —¿Por qué? Kamenski oDovgailo no tienen edad ya paraesas cosas. —Bueno, pero os recuerdo quePetr Franzevich pasó su juventud en

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los años de Nicolás I, y en esaépoca por ese tipo deentretenimientos te mandabandirecto a Siberia. Tendrá querecuperar el tiempo perdido. —¿Cuáles eran exactamente susactividades? —Tonterías: veladas en torno alcráneo con una vela dentro,espiritismo en la línea de latransmigración de las almas,ocultismo primitivo al estilo delTíbet... —Orgías —añadió Iván

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Dmítrievich. —No creo. Me parece que todoera muy inocente y bastanteintelectual. Pero las personas deciertos ambientes enseguida seimaginan sábats, sacrificios decriaturas, cultos de Baphomet... Apropósito, ¿por qué me preguntóacerca de él ayer? —No tiene importancia. —Me oculta usted algo, peroparece que hemos llegado a lamisma conclusión por caminosdiferentes. Si el asesino tenía un

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revólver cargado con balas deplata, significa que iba a librar uncombate con secuaces del infierno,contra los cuales el plomo es inútil. —Tal vez sea un loco. —Lo que está claro es que, si auno se le ocurre exterminar a unosservidores del diablo con balas deplata, no es ningún lumbreras. —También podemos suponer locontrario: que usara estas balaspara desviar la investigación. —Siempre supone usted lo quemás le honra. Respetar a su

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enemigo y reconocerle una graninteligencia es de grancaballerosidad. Pero es que losdemás somos bastante más simplesque usted... —Pero si el asesino es unestúpido de remate, como túsupones, ¿por qué no se llevó elrevólver y lo dejó en el lugar deldelito? —¿Cómo sabe que se lo dejó? —Porque lo tenemos aquí —dijoIván Dmítrievich, mostrándoselo. —Bueno, quizás había alguien al

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lado de Kamenski que consiguióarrancar el revólver de los manosdel asesino después del primerdisparo. Una vez desarmado, eldelincuente se dio a la fuga. Eltercer hombre también, pues notenía ningunas ganas de serinterrogado por la policía. —¿Y quién podía ser esehombre? ¿Dovgailo? —No lo creo. Me parece mássospechoso Rogov, su alumnofavorito. ¿No le pareció que teníaun comportamiento muy extraño?

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—Tal vez. —Estuvo ahí plantado, y sólo seanimó cuando le preguntaron poresa sabiduría sagrada. El cadáverestaba todavía caliente y élhablando de un tal Abatay-jan, delas costumbres mongolas, de lasreglas para cuidar el ganado... Gaypel no pudo acabar la frase: —Iván Dmítrievich —interrumpióConstantinov entrando—, hallegado un mensajero del condeShuvalov: quiere verle por unasunto urgente.

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Iván Dmítrievich se levantó y sedirigió a la puerta, no sin antesadvertir a Gaypel: —Que no se te ocurra ir a ver aRogov ni a Dovgailo. ¿Entendido? Gaypel se entretuvo un poco en eldespacho para coger el revólver ycargarlo con tres cartuchos.Después, se lo metió en el cinturón,lo cubrió con la chaqueta y saliódel despacho. En cuanto llegaron a Fontanka,Iván Dmítrievich mandó al cocheroque se parara. El cielo azul, el sol,

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la brisa del mar, las voces de lasmujeres a lo lejos, todo le parecióuna cálida promesa de amor yfelicidad, como en su juventud.Quiso olvidarlo todo, sobre todo lavisita al jefe de los gendarmes, queno le prometía nada bueno.También quiso borrar de su mentela imagen de su esposa con el saltode cama. Se quitó el sombrero y recorriódos manzanas a pie, demorándoseabstraído junto al parapeto para oírcómo golpeaba el agua contra los

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muros de granito: hacía un día tibiode primavera, y esa cárcel depiedra era más agradable que la dehielo del invierno. «Arroja tu corazón por encima dela valla y síguelo», dijo IvánDmítrievich en voz alta. ¿Pero adónde? En los últimos años, sobretodo cuando hacía buen tiempo, ymás aún a principios de primavera,sentía con horror que se leestrechaba el espacio vital. Antes,en días así, le parecía que con sólosuspirar, su alma se extendería por

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el aire infinito y llenaría todo elmundo, como el pollito llena elhuevo cuando crece.

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Cuando le preguntaron si habíacapturado ya al asesino, IvánDmítrievich dio su respuestahabitual: —Estamos en ello. —Más vale que se dé prisa —dijo Shuvalov—. Ese asesinato hadado mucho que hablar. Algunos

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periódicos han publicadonecrológicas con alusiones de quelo sucedido podía convenir aalguien... Nuestros liberales hanarmado tal jaleo, que parece quehayamos perdido a un genionacional. Yo reconozco que oí sunombre ayer por primera vez. —No me extraña. Al fin y alcabo, no era Turgueniev —dijoIván Dmítrievich, levantándosepara tomar el periódico que elconde le tendía. Le llamaron laatención unas líneas, hacia la mitad

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de la página: «Empleó todo sutalento al servicio de la gentesencilla. Por eso lo perseguían esosbestias de mercenarios, dispuestosa cortar cualquier cabeza quesobresalga una pulgada por encimade las demás. Él siempre decía laverdad, y esa verdad amarga yabrasadora (...)». No entendía tanto entusiasmo.Aquella mañana, todavía en lacama, Iván Dmítrievich hojeó loscuentos que formaban el libro Laencrucijada. Excepto en «Teatro de

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sombras», los personajesprincipales eran profesores,doctores, artistas, esposas y criadosque recibían buenos o malos tratossegún éstos fueran personajespositivos o negativos. A la gente«sencilla» le había dedicado elrelato «En el remolino»: suprotagonista, un campesino pobre,una noche de septiembre pesca enel estanque de su señor, pero essorprendido y metido en prisión,donde se ahorca en medio de la máscompleta desesperación. Sin

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embargo, a lo largo de la lectura lehabían surgido algunas preguntas:primero, no se entendía bien porqué la familia del campesino moríade hambre no en primavera, sino enseptiembre, cuando en otoño haypatatas en el huerto. Segundo,¿quién pesca por la noche, cuandolos peces descansan en el fondo?Tercero, ¿por qué tenía que pescarprecisamente en el estanque delseñor, si, como dice el propioautor, cerca, «detrás de lascolinas», corre «el gran (y como

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todo lo grande, indiferente a lossufrimientos del pueblo) ríoVolga»? —Intentan hacer de Kamenski unmártir —continuó Shuvalov— Elasunto está tomando un matizpolítico. Usted está al cargo de lainvestigación. Para evitar chismes,tengo que saber qué relación teníausted con el difunto. —Ninguna. —Entonces, haga el favor dedecirme —dijo Shuvalov,mostrando a Iván Dmítrievich una

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tarjeta de visita en la que Putilinreconoció la suya propia, con elemblema en la esquinita superior—,¿cómo es que su tarjeta estaba en elpiso del escritor? —¿La han encontrado en su piso? —La encontró el capitán decaballería Zeidlitz. Visitó aKamenski el mismo día, y cuando ladoncella se ausentó para informar asu señor de la visita, echó unvistazo a las tarjetas que había en elrecibidor. Supongo que tambiénusted recurre a ello cuando quiere

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hacerse una idea del círculo deconocidos de la persona encuestión. Pues bien, su tarjetaestaba entre ellas. Tómela, porfavor, y lea lo que pone en el dorso. Iván Dmítrievich obedeció. En eldorso, escrito a lápiz, ponía:«Martes, 11-12 horas». —Cuando Zeidlitz la encontró —prosiguió Shuvalov—, ya poníaeso. En aquel momento no le prestómucha atención, pero ahorasabemos que Kamenski fueasesinado ayer martes entre las

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once y las doce. Si insiste en decirque no lo conocía, ¿cómo puedeexplicarlo? Iván Dmítrievich pensó sólo uninstante: —La tarjeta es mía, pero la letrano, de eso se puede deducir que elseñor Zeidlitz trató de inducirle austed a error... —Eso no es posible. No confundaa mis oficiales con sus agentes. —... o alguien indujo a error alseñor Zeidlitz. Creo que eldelincuente se hizo con la tarjeta de

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antemano y marcó sobre ella la horaa la que planeaba el asesinato.Después, aprovechó unaoportunidad para dejarlafurtivamente en casa de Kamenski. —¿Con qué propósito? —No me considere pocomodesto, pero como policía tengocierto prestigio. Tendría sentidotratar de apartarme del caso. Elasesino decidió echar sombrassobre mí con la esperanza de queencargaran la investigación a otro,que a su juicio, sería un rival menos

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peligroso. Shuvalov sonrió: —Se diría que semejante planestá más allá de la inteligenciahumana. Bueno, por ahora admito susegunda explicación, aunque nopuedo excluir una tercera. —¿Qué tercera? —Que tiene usted razones paraocultar que conocía a Kamenski. —¡Excelencia, le juro...! —Déjese de patetismos —replicóShuvalov con la boca torcida—.Espere, ahora viene el capitán de

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caballería Zeidlitz. Al cabo de unos diez minutos,Iván Dmítrievich estaba sentandofrente a un oficial de unos treintaaños que sonreía sin ningunaalegría, con una benevolencia tanprofesional que dejaba claro quemás valía mantenerse a distancia deaquel hombre. —Me han dicho que quiere ustedsaber por qué me interesé o, mejordicho, me llevé su tarjeta —dijoZeidlitz—. Usted y yo hacemos elmismo trabajo, y creí que habría

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estado usted en el piso de Kamenskipor su historia, que me habíadivertido mucho. Ahora, despuésdel asesinato, todavía me parecemás probable. Cuando hubo repetido todo lo quehabía dicho ya a Shuvalov, IvánDmítrievich le preguntó: —¿A qué historia de Kamenski serefiere? ¿Cómo despertó su interés? —El relato «Teatro de sombras»de su último libro. —¿Le queda tiempo para seguirlas novedades literarias? Qué

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envidia. —Es que los críticos hablaron deél con tanto entusiasmo que lehicieron mucha publicidad.Conocerá el relato... —Sí, lo leí ayer. —¿Recuerda el nombre delpersonaje principal? —Si no me equivoco, Namsarai-gun. —Correcto. El modelo sellamaba Naïdan-van. «Gun» es eltítulo del príncipe de quintacategoría, mientras que «van» es el

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de segunda. Este príncipe mongolformaba parte de la embajada Suy-Chzhen, que visitó San Petersburgoeste otoño y... también fueasesinado. —Es extraño que yo, jefe de lapolicía, no sepa nada de eso. —En absoluto: el caso se encargóa la gendarmería, en concreto a mí.Traté de actuar sin dar ningunapublicidad al asunto. La inmunidaddiplomática es sagrada, los rumoressólo podían empeorar el caso. —¿Por qué está tan seguro de que

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este Naïdan-van fuera el modelo deKamenski? —Porque las circunstancias de sumuerte se parecenextraordinariamente a las descritasen «Teatro de sombras». —¿Y todavía no han encontradoal asesino? —No tiene usted confianza en mí:lo encontré casi enseguida, aunqueno tenía mucho mérito. Fue unfogonero de la embajada quien matóal príncipe. —No veo nada extraño en el

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asunto. —Pues el asesino me juró queaquella noche Naïdan-van tenía unvisitante. ¿Adivina de quién setrata? —No —dijo Iván Dmítrievich,aunque no sonó muy convincente.Zeidlitz entornó los ojos,desconfiado: —¿No recuerda a quién esperabael príncipe esa noche? —Ah, ya entiendo: estababorracho. —Si se refiere al asesino de

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Naïdan-van, no toma alcohol.Además, al examinar el cadáver, eldoctor se fijó en un cortecito en layema del dedo anular de la manoderecha. Lo escribió en el acta,pero yo entonces no me fijé en eso.Pensé que se habría pinchado oarañado, ¡qué sé yo! Esas cosaspasan. A nadie se le ocurrióexaminar los objetos de encima delescritorio. Estoy seguro de que lapunta de la pluma también estabamanchada de sangre.

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* * * Extracto del diario deSolodovnikov: Las mayores dificultades no lashe encontrado con los tserikis, sinocon los suboficiales. El criterio deun nombramiento no son lascualidades del aspirante, sino lacantidad de sangre de Gengis Khanque corría por las venas de jefes ysubordinados. La plantilla de labrigada se formaba en el bosque deárboles genealógicos, y entre sus

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copas no podía penetrar la luz delraciocinio. Yo vagabundeaba en esebosque embrujado como Hansel yGretel, sin ninguna esperanza desalir. Orlov, nuestro cónsul enUrga, aceptó el papel de la bruja dela casita de caramelo, y meamenazó con mandarme a Rusia sino aprendía a deshacer los nudosdel viento y tejer redes de arena. Ensemejante situación, descubrí tenercualidades que antes ignoraba:demostré dureza y tambiéncapacidad de mimetismo; aprendí la

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lengua de las sombras y laspalabras sin sentido. Resultaba muydifícil sorprenderme ya, pero llegóun momento en que vi el mundobajo una nueva luz. Regresamos a Urga después delibrar batalla a los chinos en lacarretera de Calgán, donde no noshicieron frente ellos en persona,sino las tribus mongolas dejarachines y chajaros, contratadaspor los chinos como carne decañón. Esas tribus se considerabanmuy peligrosas, pues habían sido

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expulsadas de su tierra al desierto.El hambre las forzó a ponerse alservicio del emperador deManchuria, y sembraron mijo ysorgo en los pastos que habíanperdido. Hacía diez años, cuando elejército del Imperio del Medio,armado con cerbatanas y alabardas,se disipó ante los europeos como labruma del amanecer, ochoregimientos de chajaros de laguardia montada imperial habíanlogrado retener a las tropas dedesembarco, las habían obligado a

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atrincherarse y sólo habían cedidobajo el fuego de artillería de losbarcos. Cuando las ovejas se lesacabaron, vendieron mujeres, pelode camello y su propio coraje, quedesde que el trono de los Tsineiquedó vacío, se convirtió enmercancía de segunda, quecompraban a bajo precio losgenerales chinos de las provinciasdel norte. Pero como les pagaban unsueldo miserable, a veces tarde, aveces incompleto, ellos desertaron

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en parte, o en parte cambiaron debando y ahora avanzaban connosotros hacia la capital, paracobrar el dinero que los chinos noles habían pagado, según les habíanprometido. Nadie iba a cumplir esapromesa, y los malos momentos quenos esperaban debido a ello hacíanalgo amarga la alegría de lavictoria, pero a los mongoles no lesgusta pensar en el futuro. El éxitoera palpable, y el comandante de labrigada contaba con que se lepermitiría celebrar el triunfo.

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La columna avanzaba a lo largodel camino pedregoso. El tulcha dela brigada iba un poco apartado delregimiento principal, y solía cantarhistorias sobre una gacela que caíaen una trampa o sobre un camellohembra separado de su cría yentregado a un boyero, o sobre lacría, que lloraba a su madre,llevada por una caravana, o cosaspor el estilo. Pero ahora cantabaotras cosas. Según mi intérprete,cantaba más o menos lo siguiente: Vosotros coméis cerdos,

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Montáis en burro, Os llenáis la tripa de fantioza[6]

y manteca de cerdo. Habéis llegado de más allá de laGran Muralla, para condenarnos a las torturasdel infierno, y aplastarnos bajo el peso de losimpuestos. Pensáis sólo en vuestro cuerpopecador, que exaltáis sin medida alguna. Hemos sufrido mucho en lastierras mongolas.

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Los hombres sabios desataron suscaballos del poste de oro, hicieron libación a las dunas, se sentaron sobre las sillasfoijadas de plata y tomaron las armas que lesmandara Tsagan Khan,[7]

se empaparon del amor al pueblo, se empaparon del odio a losgamingos y decidieron destruirlos. De repente se echó a llover. Elcamello del cielo abrió la boca yderramó su saliva hasta el suelo.

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Afortunadamente, los espíritusbuenos, que se alimentan dearomas, dispersaron las nubesenseguida para tener tiempo desaciarse con el aroma de la hierbade primavera, que es el más dulceentre la puesta del sol y elcomienzo del amanecer. Inspiranpor la fosa derecha de la nariz yexpiran por la izquierda. Otrosespíritus aplacan el hambre con lapestilencia: se reúnen en losmataderos de la capital, en losantros de curtido y muladares; se

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reúnen en grupos y giran en torno alas plantas donde se curte la piel ylos bueyes evacúan sus intestinospara las fábricas de embutidos.Ellos toman su alimento por la fosaizquierda y defecan por la derecha.Nue s tr o s tserigs conocían lascostumbres de esta omnipresentetribu de las estepas, las montañas ylos desiertos. El tulchi subió la voz. Cantaba: Su amor por el pueblo se elevómás alto que la montaña de Sumeru. Su odio por los gaminos no tenía

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límites. Su resolución era inquebrantable. Derrumbaron el mal, que habíasido intangible, le dieron libertad a Mongolia y se establecieron en un estadofeliz. Yo no tenía ninguna confianza enesos «hombres sabios» ni en sucapacidad de «establecerse en unestado feliz», pero en aquelmomento se me llenó el rostro delágrimas. Me di cuenta entonces deque amaba ese país olvidado por

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Dios, silvestre, pobre y bello.

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El cielo estaba muy azul, pero lanoche de que me habló Zeidlitzhabía sido parecida a cuandomataron a Namsarai-gun en «Teatrode sombras»: lloviznaba, hacía unviento tan fuerte que las chimeneasaullaban. En noches así, las puertasse abren por corrientes de aire, algocruje en la buhardilla... El ecorepite cien veces los rumores de las

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ratas, sobre todo si la casa es vieja,abandonada desde hace muchotiempo, como el edificio dondemataron a Naïdan-van, que seencontraba en el centro de laciudad. Iván Dmítrievich pasabapor delante muchas veces y no lecostó recordar sus paredes pintadasde ocre. Allí se hospedaban losembajadores de los países que notenían embajadas permanentes enRusia. El emperador de Manchuriano estaba entre ellos, pues laembajada china estaba en la calle

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Sergeeva, pero Pekín tenía porcostumbre recurrir frecuentemente amisiones extraordinarias. El diplomático Suy-Chzhen,funcionario de primer rango queostentaba una bolita de coral rojoen el sombrero, llegó a orillas delNeva con el encargo de discutir lacuestión de los territorios situadosal sudeste del lago Baikal. Naïdan-van era parte de la embajada comodiputado de los príncipes mongoles,cuyos intereses pudieran quedarafectados por la nueva delimitación

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del territorio. Era un hombre bajo,de constitución robusta y rasgoseuropeos, lo que no era raro en losmongoles del oeste. No habíaservido en el ejército, pero el hechode ser coronel de la guardiamontada y príncipe de un jochuni oprovincia, le daba derecho a llevaren el sombrero una bolita de coralrojo de coronel de tercer rango. Alcontrario que los remilgadoschinos, era un hombre sencillo,comía todo lo que le ofrecían, peroabusó un poco de los licores, que

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no había probado antes. Seemborrachó varias veces. Un día,en plena recepción, se echó sobreun diplomático chino que llevabauna bolita como la suya, lo aferrópor la trenza y le gritó que no teníaderecho a llevar la bolita porque noeran sus antepasados, sino los deSuy-Chzhen quienes reinaban en lastierras. Era una casa de dos pisos. Suy-Chzhen y su personal se instalaronarriba, y los miembros de laembajada abajo. A Naïdan-van lo

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pusieron en la planta baja. Suséquito de dos lamas y mediadocena de los príncipes despojadosde sus tierras se instalaron en unpabellón en el patio. Cerca de la puerta cochera, habíauna garita con dos policías quemontaban guardia por turnos, peroaquella noche se durmieron los dos,o bien les dio pereza salir de lagarita caldeada, pues hacía viento yllovía. Ninguno oyó nada ni vio anadie, como tampoco el guardia niel portero.

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El único testigo, y al mismotiempo participante de los sucesos,era el fogonero Gubin, un hombremaduro ya, soltero y abstemio. Lajefatura destacaba su erudición (aveces desbordante) de literaturaespiritual, sus ataques de ira cuandoalguien lanzaba votos al diablo eranpor un lado comprensibles, peropor otro desmesurados. No teníaotras faltas, a excepción de las quese derivaron de sus méritos. A eso de la media noche, Gubinsubió al segundo piso, examinó las

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estufas del pasillo y las apagó todasmenos una, que tiraba tan maldebido al estado de la chimeneaque ni siquiera la leña de abedultalada en invierno ardía bien. Gubinla atizó y se sentó a esperar parapoder cerrar la llave del tiro. En aquella sala semicircularhabía un reloj de pie, y las agujasse acercaban a las doce. Pronto seoyó la primera campanada, seguidade once más. Al mismo tiempo, deabajo llegó otro triple sonido: eratenue, pero se juntó con el del reloj

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de forma siniestra. Gubin se diocuenta de que alguien llamaba a laspuertas del apartamento de Naïdan-van. Alertado, bajó a la planta bajay llegó al pasillo dos segundosantes de que el príncipe abriera lapuerta a su visitante. La entrada desu cuarto estaba flanqueada porgruesas semicolumnas que surgíande las paredes. Gubin no pudoreconocer al huésped. Sólo vio susombra, proyectada por la lámparadel cuarto de Naïdan-van. Lasombra vaciló en la pared opuesta

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al rectángulo iluminado por elmarco de la puerta. Y allí... CuandoGubin contó los hechos a Zeidlitz,sus ojos perdieron color y su voz sehabía vuelto un susurro, pues en lapared se proyectaba una figura dehombre de cabeza cornuda como eldiablo. Después, la puerta se cerró y lasombra desapareció tras ella.Aunque Gubin no estaba nadaseguro de si la sombra habíadesaparecido junto a la fuente deluz o, en contra de las leyes de la

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naturaleza, había permanecido en lapared un rato más, palideciendogradualmente. Los cinco sentidos le traicionarony se quedó paralizado. Al cabo deunos instantes, al volver en sí,empezó a susurrar un padrenuestro.Para complementar ese rezo queexpulsa el espíritu del Mal, decidióarmarse con el atizador. Subió abuscarlo, pero no dio con élenseguida debido a los nervios.Después, bajó de nuevo a la plantabaja, se acercó cautelosamente a la

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puerta de Naïdan—van y miró porel ojo de la cerradura. La lámparaestaba apagada, pero recortadassobre el fondo de la ventana, tras lacual había una farola, vio dosfiguras. Gubin se irguió para persignarsey sintió que una rabia santa llenabasu alma. En ese momento, no eramás que el receptáculo de la ira delos cielos. Asió el pomo, pero lapuerta estaba cerrada por dentro.Entonces metió la punta del atizadorentre la jamba y la puerta e hizo

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palanca. Se oyó crujir la madera, elpicaporte saltó, Gubin abrió lapuerta de par en par y se lanzó alcuarto. En la mano derecha llevabael atizador, en la izquierda, la cruzque se había quitado del cuello. En el interior reinaba laoscuridad. De repente, en el lado desu cuerpo que no estaba protegidopor la cruz, vio un destello azul. Ala luz de la farola, reconoció uncuchillo en la mano de Naïdan-van,que lo alzaba contra él, pero Gubinse le adelantó y golpeó al príncipe

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con el atizador en la cabezarasurada. —El pelo habría amortiguado elgolpe, pero los mongoles se rasuranal cero. Lo encontraron con elcráneo fracturado —dijo Zeidlitz—, por muy erudito que sea Gubin,no es de los que lucha contra eldiablo con pluma y tintero. Ungolpe de atizador sobre la cabezaes toda su teología. Por la mañana,lo confesó todo, pero no searrepintió de nada, y dijo que habíacastigado a un servidor del diablo:

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«Puede usted hacer conmigo lo quequiera». —¿Y qué hizo? —preguntó IvánDmítrievich. —¿Qué hubiera hecho usted en milugar? —Lo hubiera encerrado en unmanicomio. —Eso mismo hice yo, pero metemo que me equivoqué. —¿Acaso merecía que locondecoraran? Los dos quedaron en silenciomientras pasaba una compañía de

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soldados por delante de la ventana.Los soldados marchaban cantando.Los seguía un muchacho conexpresión inspirada, con un sablepequeño, de madera, en la mano.Enternecido, Iván Dmítrievichlamentó que Vaniechka no siguieracon esa mirada a los granaderos,sino a las muchachas. —Volvamos a «Teatro desombras» —propuso Zeidlitz—. Siha leído el relato «La encrucijada»,habrá advertido que difiere de losdemás. Por muy fantástico que

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parece el argumento, tiene unfundamento muy real y unsentimiento sincero de horror. —¿Cuál es el fundamento tanreal? —Que Naïdan-van se bautizó enSan Petersburgo. Pero ninguno delos que lo sabía tenía ni la menoridea de para qué se habíaconvertido él a la ortodoxia. ¿Cómopudo enterarse Kamenski? —Tal vez no se enteró, sino quese lo inventó —aventuró IvánDmítrievich.

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—¿Y Gubin? Es difícil suponerque a dos personas diferentes queno se conocen se les ocurra lamisma idea. Por muy increíble queparezca, cada una de esas historias,juntas, adquieren un nuevo cariz. Ysi a ello añadimos el corte en eldedo de Naïdan-van... —Pero usted mismo dijo quepudo haberse cortado o arañado.¡Pudo ser cualquier cosa! No somoscríos para creer en estas cosas. —Lo mismo me dijo Kamenskicuando le visité poco antes de su

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muerte y le pedí explicaciones.Dijo que se había enterado delbautizo de Naïdan-van por su amigoel profesor Dovgailo, lo demás selo inventó; o lo creó, como decíaél... —¿Y Dovgailo cómo se enteró? —Trabajaba como intérprete enla embajada de Suy-Chzhen. Levisité poco después de hablar conKamenski, y me dijo que era ciertoque Naïdan-van es el modelo deNamsarai-gun, pero que sus planesde bautizarse para hacer un trato

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con el diablo, él los había leído porprimera vez en «Teatro desombras», y que creía que eraninvención del autor; y una invenciónpoco verosímil. —Eso da qué pensar —convinoIván Dmítrievich—. Pero antes dellegar a ninguna conclusión,quisiera examinar el lugar delasesinato de Naïdan-van.

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Ahora ocupaba el edificio la

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embajada de Khan de Jibinski, quehabía ido a San Petersburgo paraextorsionar préstamos y regalos. Elséquito del embajador no eragrande, la mayoría de lashabitaciones estaban vacías, y entreellas los apartamentos de Naïdan-van. Mientras Iván Dmítrievichexaminaba la vivienda, Zeidlitz lecontó que los lamas de la embajadase habían negado a enterrar aNaïdan-van en San Petersburgo, yhabían pedido permiso para

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momificar el cuerpo y llevárselo aMongolia. Hicieron una hoguerajusto en medio del patio. Primeroahumaron el cadáver sin sacarle lasentrañas, como es costumbre entrelos mongoles durante elembalsamamiento, después lofriccionaron con alcoholes, loungieron con una solución salina, losecaron y lo cubrieron con tinta deoro. De esa guisa, lo llevaron a supaís. —El procedimiento duró un mes ymedio —dijo Zeidlitz—, y supuso

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gastos extra. Hubo que hacerlo paraevitar el escándalo diplomático.Primero pidieron concesionesterritoriales como pago por elasesinato de uno de los miembrosde la embajada, pero conseguimosarreglar el asunto.Afortunadamente, Suy-Chzhenresultó ser un hombre prudente, yfirmó un certificado donde decíaque la causa de la muerte fue unataque cardíaco. —Me imagino cuánto costó altesoro su prudencia.

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—No creo —sonrió Zeidlitz—,se le quedaría corta la imaginación. Iván Dmítrievich deshizo losnudos de las cortinas y las corrió demodo que la luz del sol nopenetrara en el cuarto, encendió lalámpara e invitó a Zeidlitz a salir alpasillo. Entonces cerró las puertaspor los lados que daban a la crujíadonde se hallaban los apartamentosdel príncipe. Quedó a oscuras,apenas se veía nada. —Imagínese que usted es Gubin:estaba al lado de la escalera, con

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estas puertas abiertas, aunque nopodemos reconstruir la escena deaquella noche con precisiónabsoluta: la luz del díacondicionará todo el cuadro.Vuélvase de espaldas, por favor, yno mire antes de que se lo diga. Zeidlitz obedeció, encogiéndosede hombros. Al cabo de dosminutos recibió el permiso, sevolvió, miró con languidez ypestañeó sin ganas: en la pared seproyectaba la sombra del diablocon cuernos sobre la cabeza.

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—Es el perchero —dijo IvánDmítrievich, contento por el efectoproducido—: está situado de formaque, si colgamos algún abrigo yponemos un sombrero en uno de losbrazos —señaló su propio abrigo yel bombín colocados de esa forma—, y después encendemos lalámpara y abrimos la puerta delpasillo oscuro, en la pared opuestaaparece lo que vio Gubin. Cuandoirrumpió en el cuarto con suatizador en la mano, el príncipe lotomó por un bandido y sacó su

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puñal para defenderse. Todo lodemás, alucinaciones auditivas yvisuales, son propias de personasdemasiado religiosas, sobre todo delos solterones. —Yo tampoco tengoinclinaciones místicas —replicóZeidlitz—, pero me parece un pocosimple explicar como alucinacionese ilusiones visuales todo lo que estáfuera de nuestro entendimiento yexperiencia. Además, hace poco fuia visitar a Gubin al manicomio y mepareció un hombre normal.

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Salieron al porche, donde reinabaun tremendo guirigay: un enviado deJibinski, gordo como un tonel,regateaba furiosamente con losdragomanes del ministerio deasuntos exteriores, exigiéndoles quemontaran las ruedas del carruajeque había comprado en el primerpeldaño. El problema estaba en queno podía dar un salto sin perjudicarel honor de su soberano, mientrasque la escalerilla del carruaje eramuy corta para alcanzar el primerpeldaño.

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Al arreglarse para la audiencia enel palacio de Invierno, el enviadose había puesto tres túnicas, unasobre otra, para ostentar la riquezade su guardarropa. Era lo único quele quedaba. Quería presentarse anteel zar blanco montado en un belloargamak de cuello de cisne, yacompañado por hábiles jinetesmolas y dzhiguitos, pero los astutosinfieles se dieron cuenta de quequien viera desde el suelo llegar alenviado envuelto en tanto lujoquedaría pasmado ante su grandeza

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y se preguntaría si su zar era tangrande. Por eso le prohibieron ir alpalacio a caballo. El enviado sehabía resignado ya al hecho de quedebería meterse en esa caja conruedas, pero no quería tener quesubir desde el escalón. Cuando salieron por la puertacochera, Zeidlitz preguntó: —¿Ha leído La Voz de hoy? —Sí —dijo Iván Dmítrievich,optando por no mentir—. He leídoel artículo de Silberfarb. Pareceque se trata de un engaño.

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—Pues yo creo que mataron aKamenski porque era capaz devender el secreto. —¿Qué secreto? —El secreto relacionado con loque precedió a la muerte deNaïdan-van. «Teatro de sombras»formaba parte de su último libro, elque prometió mandar a Silberfarb. —¿Y quiénes cree que son losfanáticos que lo sentenciaron? —Eso se lo quiero preguntar austed, señor Putilin. ¿Qué le dijoKamenski durante su visita poco

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antes de su muerte? —No vuelva a empezar —seenfadó Iván Dmítrievich. —Bueno, ¿y por qué estaba sutarjeta de visita en la casa? ¡Y conesa anotación! —Ya le he dicho que ayer fue laprimera vez que lo veía, y estabamuerto. —Permítame poner en duda susinceridad. Si yo fuera el modelode sus novelas, aprovecharía lamenor oportunidad para conocer alautor. Espero que no vaya a decir

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ahora que no sabía quién seescondía bajo el seudónimo N.Dobry. —Me enteré ayer mismo, esopuedo jurárselo... —Déjelo, está haciendo elridículo. Teniendo en cuenta superspicacia, no lo creo posible. ¿Esque no ha leído sus últimos librossobre el policía Putílov? ¿Elsecreto del camafeo de Afinas, porejemplo? El autor describió inclusoa su familia, y hay que decir que seacercó mucho a la realidad, según

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tengo entendido: una esposa dulce,un hijo diablillo; y Putílovevidentemente se parece mucho austed en sus maneras. Si no conocíaa Kamenski, ¿cómo se explica esasemejanza? —¡Váyase al diablo! —espetóIván Dmítrievich, montando encólera y montando en su coche sininvitar a Zeidlitz a hacer lo mismo. Reflexionó un instante y pidió alcochero que lo llevara almanicomio Obujovskaya. Depronto, había recordado al loco con

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un bulto en el entrecejo escapadohacía una semana y comprendió porqué el nombre del asesino deNaïdan-van le resultaba tanconocido: se trataba del mismohombre. —Le ruego que no se lo diga anadie —le pidió Pechenitsyn—, nodebería contárselo, pero fueron losgendarmes quienes nos trajeron aGubin. Dijeron que había matado aalguien a quien creía servidor deldiablo. Pero no creo que haya másdemencia en él que en usted o en

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mí. Supongo que por alguna razónno les convenía juzgarlo, y me lomandaron a mí en lugar de a lacárcel. —¿Y Gubin qué dijo de su delito?—preguntó Iván Dmítrievich. —Dijo lo que le habían dicho quedijera para no empeorar susituación: al fin y al cabo, no estabaen la cárcel; aquí al menos podíapasear por el jardín, ver lospajarillos; los domingos hacenpasteles... Subieron al primer piso: la

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habitación de Gubin era la 24. Setrataba de un cuartucho con lasparedes manchadas, una vieja estufay el techo negro del hollín demuchos años. En un rincón, uninodoro sin tapa, y al lado unnúmero pintado: el mismo que en lapuerta, el doble doce, la hora de lamedianoche. El cristal de la ventana estabaroto y las rejas torcidas hacia unlado. Desde el marco de la ventana,se veían los extremos de las barrascon marcas de sierra. No parecía

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muy difícil saltar al patio, y muchomenos escalar la tapia, dondealguien, probablemente el mismoque le había pasado el serrucho,podía esperar al fugitivo. —Nadie lo había visitado desdeel otoño —dijo Pechenitsyn— Lapolicía se había olvidado tambiénde él, pero tres días antes de laevasión apareció Zeidlitz. Entró aver a Gubin y habló con él a solasdurante una hora. Esa misma tarde,le llegó un cesto; era la primera vezen todos esos meses. Lo dejaron

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junto a la puerta cochera. Poníapara quién era, pero no el remitente.Había salchicha, un kilo debizcochos, una libra de té, nueces.Y suponemos que el serrucho. —¿Informaron a Zeidlitz? —No, él no sabe nada. Si seentera, tendré muchos problemas. La evasión tuvo lugar la noche del25 al 26 de abril. Iván Dmítrievichsacó La Voz de ese día y comparóla fecha con la que había dichoZeidlitz. Su memoria no le habíafallado: el cochero enmascarado

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intentó matar a Kamenski la nochedel 25 de abril.

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Mientras la señora Dovgailoexplicaba a Iván Dmítrievich que sumarido estaba ocupado con unosestudiantes que habían ido aconsultarle, Iván Dmítrievich seesforzaba por recordar su nombre.Por fin lo recordó: Elena Karlovna.Pasaron al cuarto de estar. Encuanto se sentaron, él pregunto:

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—¿Quién cree que podría querermatar a Kamenski? —¿Matarlo? —se sorprendió lamujer—, ¿no se suicidó? —¿Quién le ha dicho eso? —Nadie, pero creo que no escuestión de opiniones. —¿Tenía razones parasuicidarse? —Muchísimas. Pero no creo queninguna fuera decisiva en sí, aunquetodas juntas pudieron dejarle sinmotivos para seguir viviendo. —¿No podría darme más

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detalles? —Pues en primer lugar lasoledad, y no sólo la soledadespiritual. Nicolai Eugenievich notenía hijos, y, poco después de laboda, Zinochka se había alejado deél. En segundo lugar, la concienciade su fracaso: nunca logró unaverdadera fama como literato, y enel fondo de su alma se daba cuentade que eso nunca iba a suceder. Sino hay fama, tampoco hay dinero.Para ganarse la vida, tuvo queescribir libros de pacotilla para

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cocineras y taberneros. Con losaños, eso le pesaba cada vez más.Cuando se sentaba al escritoriopara escribir algo serio, seapoderaba de él un deseo malsanode perfección que lo llevaba alataque de nervios. Bebía cantidadde té cargado, gastaba un montón depapel, empezaba cada párrafo una yotra vez, pero todo en vano, elargumento se estancaba en la fasedel borrador y los planes de librosfuturos. En los últimos tiempos,reñía a menudo con su mujer.

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—¿Por qué? —Siempre por dinero, peropodían encontrar cualquier pretexto. —¿Conoce a Kamenski desdehace mucho tiempo? —Lo conocí hace tres años,cuando me casé con PetrFranzevich. —Y ellos, ¿cuándo seconocieron? —Hace muchísimo tiempo. Elpadre de Kamenski era en aquelentonces nuestro embajador enMongolia, y, de pequeño, Nicolai

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Eugenievich vivió con él en Urga.Mi marido los conoció durante unade sus expediciones. Se oyeron voces en el pasillo, yella se levantó: —Perdóneme, tengo queacompañar hasta la puerta anuestros estudiantes. PetrFranzevich no se encuentra bien. A Iván Dmítrievich le llamó laatención la palabra «nuestros».Aquella mujer emancipada de pelocorto era una buena esposa, quecompartía los intereses de su

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marido. Cuando se quedó solo, IvánDmítrievich tomó de la mesa ell ibro La encrucijada, en el quehabía reparado ya durante laconversación. Lo abrió por el«Teatro de sombras», pero no porazar, como lo había hecho antes,sino porque allí había una hoja delpapel. Reconoció la escritura deKamenski: las letras estabaninclinadas hacia la derecha yenlazadas. El texto, escrito a lápiz,estaba compuesto en columna, comoun poema:

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Cuando el fuego del ocaso llenala estepa, te recuerdo. Cuando las nieves de lasmontañas se vuelven púrpura y oro, te recuerdo. Cuando la primera estrella llamaal pastor a casa, cuando la pálida luna se tiñe desangre, cuando todo se envuelve en laoscuridad y no hay nada que me recuerde a ti,

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te recuerdo. De pronto, Elena Karlovna entróde nuevo en el salónsorprendiéndolo con el papel en lasmanos. —¿Le gusta? —preguntó. —Sí, muy poético. —Es una canción mongola.Nicolai Eugenievich la recordópara mí. Era símbolo de su amorpor Mongolia. —¿Acaso no es una canción deamor?

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—Sí, pero él veía otro sentido enella. A Nicolai Eugenievich, dichosin ofensa, le gustaba decir que leencantaría dejarlo todo e irse paraBagra o Jalja, levantar una yurta enla estepa y vivir como un nómada.Esas divagaciones no teníanninguna consecuencia práctica,pero, desde su juventud, Mongoliafue para él algo así como la TierraPrometida. Siempre la idealizaba.«Te recuerdo» se refiere aMongolia. —¿Sabía mongol?

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—Sí, un poco. Elena Karlovna devolvió la hojaal libro y dijo: —Pasemos. Petr Franzevich nosestá esperando. Aunque le duele lagarganta y le costará hablar. Tratede ser breve. Entraron en un despacho oscuroabarrotado de libros y de montonesde recuerdos de Oriente. En vez degrabados y fotos, en las paredeshabía colgados cuadros asiáticospintados sobre seda y extendidosentre unas varillas; las telas estaban

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desteñidas por la luz del sol que, devez en cuando, penetraba en aqueltemplo de ciencia, pero lasimágenes no habían perdido color,como si la naturaleza no tuvierapoder sobre ellos. —¡Qué colores tan brillantes! —se admiró Iván Dmítrievich. —Sí —respondió en un silbidoafónico Petr Franzevich—, losmongoles mezclan la pintura con labilis de la vaca para lograr esebrillo. Como el día anterior, estaba

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sentando a la mesa con la bufandade tres vueltas alrededor del cuello. —Siéntese, señor Putilin, ¿leapetece un té? Iván Dmítrievich sacudió lacabeza. La pregunta seguía siendopara él como el eco de aquella otraque tantos problemas había causadoa Kamenski. El resultado se habíareducido a una pregunta así; peroera el límite de la perfección,después del cual desaparecíantodas las palabras. —Mi mujer y yo —dijo Dovgailo

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con voz afónica— estamos muyafectados por la muerte de NicolaiEugenievich; y como amigosíntimos suyos, nos sentimosculpables... —Yo tengo más culpa que tú —intervino Elena Karlovna—. Comomujer, debí interesarme más por él. —¿Quién podía saber que seatrevería a suicidarse? —lajustificó Dovgailo—; no se meocurre cómo hubiéramos podidoayudarle. Los escándalos de sufamilia, sumados a los problemas

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de dinero, a la conciencia, aunquetardía, de su mediocridad comoescritor... Es una tragedia típica deun talento mediocre. Seguro queconoce el dicho: si el vodka no locura, sólo la muerte podrá hacerlo. Iván Dmítrievich examinó loscuadros colgados en las paredes yse fijó en que los dioses mongolesque aparecían en ellos eran de dostipos: unos, pacíficos, con carasamarillas o rosas, en pie con airemayestático o montados encaballitos de colores y de hocicos

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delgados entre nubes y lotos; en lasmanos llevaban flores, cascabelitosy palitos con cintas variopintas. Losotros mostraban en sus rostros elrojo o el azul; se adornaban concollares y diademas de cráneoshumanos, y algunos tenían cuernos ybailaban sobre cadáveres, rodeadospor las llamas del infierno, ysacudían las entrañas y los huesosde sus víctimas; otros se lasingeniaban para copular mientrasmontaban a caballo con otras furiasde piernas cortas pintadas de

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violeta y púrpura, tan abominablescomo ellos; sus tetitas de perrapreñada no emocionarían ni a unmarinero que llevara medio año enalta mar. —¿Quién es? —preguntó IvánDmítrievich indicando a uno de losmonstruos. —Es Choizhal, que tambiénrecibe el nombre de Erlic-khan —contestó Dovgailo—. El dueño delinfierno. —¿Es como nuestro diablo? —Bueno, no exactamente: nuestro

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diablo encarna el Mal absoluto,mientras que Choizhal es un malque forma parte integrante del Bien.Castiga a los pecadores, pero noseduce a nadie. Su función essimilar a la de un jefe dereformatorio; nada provocador. Noes enemigo del budismo, sino unprotector celoso. Un poco más a la izquierda había,sobre la cima de una montañatetraédrica que surgía del mar, unser de tres ojos y grandes colmillos,con unas cejas llameantes; llevaba

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una espada en una mano, y en laotra un estandarte de color rojo,como de revolucionario parisino.No destacaba de los otros, perollamaba la atención por algúnmotivo: le recordaba a algo, perono lograba concretarlo. IvánDmítrievich cayó en la cuenta alcabo de un rato, cuando hablaban yade otra cosa: en varios puntos de sucuerpo tenía unas espinas finassimilares a las de la estatua deBaphomet en El misterio del diablode bronce.

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—¿Qué es eso? —preguntó IvánDmítrievich. —Su pelo —contestó Dovgailo—, de cada poro de su cuerpopuede crecer un pelito de hierrocuando lo necesita. —¿Por qué? —Es un arma de ejecución. —¿Quién es? —Chzhasmaran o Beg-Dze. —¿El diablo? —Señor Putilin, repite usted elerror de muchos misionerosoccidentales, que creían que el

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budismo era una variedad desatanismo y que los mongoles sonadoradores del diablo. Sólo porquehay divinidades como éstas en elpanteón del gran lama. —Pues tienen un aspecto terrible. —De eso se trata: son losguardias de la «religión azafrán»,aunque no torturan a seres de carney hueso, sino a encarnaciones dediferentes pasiones y vicios. —¿Y esas damas con las que...? —Ésas son las virtudes —explicóElena Karlovna—. La unión carnal

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simboliza... —Es igual —sonrió IvánDmítrievich—. Lo cierto es que losmongoles tienen una religiónextraña. Si las divinidades aquienes admira ese pueblo tienensemejante aspecto, ¿qué aspectotendrán su diablo y sus demonios?Sólo imaginarlo da escalofríos. —Nos hemos desviado del tema—interrumpió Dovgailo—. Notienen nada parecido al diablo, nitampoco demonios propiamente.Hay espíritus malos del

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chamanismo, pero no es más quegentuza menuda. Además, entreellos reina la anarquía. Cada unohace diabluras como puede y noobedece a nadie. —A propósito, profesor, ¿haleído el relato «Teatro desombras»? —Tuve ese placer. —¿Y cuál es su opinión? —Negativa. —¿Por qué? —Es muy inverosímil. —Si no me equivoco, está basado

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en hechos reales. La diferencia esque el personaje no se llamabaNamsarai-gun, sino Naïdan-van. —Sí —admitió Dovgailo—, enparte tiene razón. La cuestión es enqué hechos. Yo trabajé de traductoren la embajada de Suy-Chzhen, ytuve la oportunidad de contarle aNicolai Eugenievich que esepríncipe mongol se había bautizadoen San Petersburgo. Eso era unhecho auténtico. Todo lo demás esfantasía. —¿Quiere decir que Naïdan-van

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no iba a vender su alma al diablo? —Pues claro que no. Se bautizópor razones puramente mercantiles:contaba con recibir regalos, y quizácon obtener privilegios para elcomercio fronterizo. No era ningúnFausto, créame. Después de una pausa, volvierona hablar sobre Kamenski. Pronto,Iván Dmítrievich supo todo lo queellos quisieron o pudieron decirlesobre el escritor: llevaba una vidasolitaria, trabajaba mucho y, aexcepción de unas pocas visitas por

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obligación a su vieja madre medioparalítica, no iba a ver a nadie nirecibía a casi nadie en su casa. Notenía amigos, desdeñaba a suscompañeros de juergas, y rompiócon ellos en cuanto dejó de beber.Tampoco trataba con colegasnotables, pues no soportaba suarrogancia. —La única excepción eraTurgueniev, que era su amigo —concluyó Dovgailo. * * *

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Extracto del diario deSolodovnikov: ¡Bars-Khoto! Bars-Khoto. Hemencionado ya esa fortaleza alsudoeste de Jalja, que adquirió sunombre de los dos tigresrepresentados en piedra que estándelante de la puerta principal. Yoentonces no los había visto, peroahora no me atrevo a afirmar cuálde los muchos pueblos quepoblaron Asia Central puso allíesos enormes felinos. Desde luego,

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no eran mongoles. Casi cada día se planeaba laexpedición contra los chinosatrincherados en el Bars-Khoto,pero se aplazaba con la esperanzade que el absceso se desvanecierapor sí mismo sin intervenciónquirúrgica. El cun-su, es decir, elfatalismo profesional, es propio delos oficiales mongoles. Larevolución contra Manchuria enChina, en la que no llegaron aparticipar pero que resultó en laindependencia de Jalja, les

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confirmó que sólo la tranquilidadde alma y la inactividad completatraen los resultados deseados. Noes extraño que, con semejanteenfoque, el problema de Bars-Khoto se hiciera cada vez másgrave. Cuando recibieron refuerzosde la provincia oeste de China,Chara-Sume, y compraron a algunoskirguisi locales, la guarnición de lafortaleza empezó a mostrar unanotable actividad. Aunque no habíagaminos bastante fuertes parapresentar una ofensiva a Urga, ello

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no les impedía anexionar esa regióna la vecina Sintszian. En el mes deabril, se decidió una vez más quenuestra brigada avanzara hasta allí;de modo que empezaron lospreparativos, pero el ministerioretrocedió con el pretexto de que ladisposición de las estrellas no erafavorable para la campaña. Enrealidad, tenían otro motivo. En abril del año 1913, Bogdo-Gheghen VIII, también Bogdo-Khan,cogió una pulmonía, y por primeravez los mongoles se preguntaron de

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repente por el futuro del «estadofeliz» que habían creado. Nadiesabía si habría un Bogdo-GheghenIX. Si lo había, debería subir altrono igual que su predecesor o sernombrado soberano espiritual,como las siete primerasencarnaciones de Daranta. Un únicoprecedente no creaba tradición, yno existía ley de sucesión al trono.Todo nadaba en una bruma desobreentendidos y suposiciones. En esa situación, levantó lacabeza el partido del príncipe

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derrotado hacía un año y medio,que tenía muchos partidarios entrelos oficiales de la brigada. Por lovisto, ayudados por los agentes dePekín, quienes luchaban por evitarla caída de Bars-Khoto, empezarona correr rumores de que queríanalejar a la brigada de Urga en elmomento de la sucesión. Hubo unmovimiento anticlerical, acusaron alos lamas de avaros y exigían que,cuando muriera el Entronizado porMuchos, ascendiera al trono uno delos descendientes de Gengis Khan.

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Cuanto más inexpugnable seconsideraba la muralla de Bars-Khoto, guardada durante las nochespor los tigres de piedra, menosdeseos tenían nuestros tserigs deasaltarla y más despreciaban losactos de los partidarios de lateocracia, presuntamente dispuestosa llevar a la brigada a una muertecierta con el fin de apartarlos deljuego. Se estaba cociendo un golpemilitar para establecer unamonarquía seglar; los pocos

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intelectuales locales apoyaban a susnuevos jefes, pues los considerabanprotectores de la educación, y, almismo tiempo, querían presionar alpoder del clero y de los oficialesheredados del antiguo imperio Tsin.La situación llegó a tal punto que miamigo Baabar empezó a propagarabiertamente la idea de laseparación entre Iglesia y Estado.Justificaba aquella reformadiciendo que, bajo la influencia deun budismo llegado de fuera, losmongoles perdían su natural espíritu

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guerrero y olvidaban sus bellascostumbres antiguas, como cortarlas orejas del difunto. Pero antes de armarse tantoenredo, el príncipe Zhamian-beisé,jefe del Estado Mayor de labrigada, me invitó a presenciar unaadivinación en su yurta. Unaadivina famosa en Urga, medioburatka medio cíngara, iba amostrarnos sus artes, en los que sereunían las ciencias de los dospueblos cuya sangre corría por susvenas. Zhamian-beisé quería saber

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qué suerte le aguardaba en laofensiva a Bars-Khoto. Al entrar en la yurta, vi a unamujer de unos cuarenta años conojos inexpresivos de oveja, encuclillas junto al brasero. Tenía latez más blanca que la mayoría delas mongolas, pero nadie hubieradicho que fuera una gran adivina derenombre. Tomé asiento, yZhamian-beisé dio señal de queempezara. Ella sacó unos huesosplanos y uniformes de una bolsitaque llevaba colgada al costado,

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tomó un puñado de hierba seca y laarrojó por partes sobre las brasas,murmurando conjuros. Poco a poco,la yurta se llenó de un humo dulce.La hierba ardió y la adivina metiólos huesos en el brasero. Los volteódurante mucho rato con unas pinzasde bronce y, cuando estuvieronnegros y agrietados, los sacó, lospuso en el suelo y empezó aexaminarlos. De repente, su rostrose torció y tuvo un ataque deconvulsiones; no podía más quesoltar frases cortas. Por aquel

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entonces, yo dominaba la lenguamongola lo bastante paraentenderla. «¡Sombra...! ¡Unasombra negra! —gritó la mujer—¡Esa sombra negra sale de Bars-Khoto...! ¡Es un tigre! ¡Da unsalto...! ¡Su sombra cubre la tuya...!¡Tú morirás! ¡Todos moriréis! ¡Losmangisi os matarán!» Y cosas porel estilo. Sus gestos no tenían nadade la zalamería propia de loscíngaros. Aquello me impresionóprofundamente y salí de allí

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consternado. Más tarde me contaronque aquella misma tarde habíanazotado a la adivina con bambú yhabía confesado que su éxtasis depitonisa había sido comprado porlos chinos por veinte dólaresmexicanos (después de larevolución, ésta era la monedanacional, pero circulaban tambiénpor Mongolia, junto con la plata,los ladrillos de té y la piel deardilla). Zhamian-beisé, que habíaestudiado en la academia militar enTomsk, era considerado, no sin

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razón, uno de los mejores oficialesde Mongolia. De modo queconsideraban imprescindibleasustarlo y hacerlo renunciar aparticipar en la campaña. Se tratabade un hombre educado a la europea,y eso fue lo que le perdió: en unpaís donde una de cada trespersonas tiene sífilis, él tomaba susprecauciones. Dos semanas despuésdel incidente con la adivina, lepusieron un preservativoenvenenado.

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Los Kamenski vivían en elsegundo piso. Entre la planta baja yel primero, Iván Dmítrievich seencontró con Natalia, que bajaba asu encuentro: —¡Oiga usted! —le dijo ésta—,¡me han despedido por su culpa!¿Por qué le contó a la señora lo quele conté en confesión sobre laadivinación y las señoras quevienen a verla? ¡Qué hábil es usted! —Cuánto lo siento, perdóneme...

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No se me ocurrió que... —Bueno, de hecho, no tienemucha importancia. De todasmaneras quería dejarla. —¿Por qué? —Si no ha entendido el tipo depersona que es, le aconsejo quesuba y registre su despacho; ahí esdonde está el cráneo. Hay unarmarito, y sobre él una caracola. —¿Una caracola? —No es de las que se usan parahacer botones; es de mar. El padrede Nicolai Eugenievich la trajo de

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Mongolia. —Pero... Mongolia no tiene mar. —Qué más da. Los mongoles lasusan para tocarlas como trompetas.Esta tiene una boquilla: sacuda lacaracola y caerá una llave delinterior. Abra el armarito y loentenderá todo. —¿Qué es lo que entenderé? —Entenderá a qué se dedica esamal nacida. En el armarito tiene susbártulos de bruja. —¿Y qué hace con esos bártulos?¿Seducir a hombres y mujeres?

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—Eso también. —¿Qué sistema utiliza? —Tiene varios. —¿Y cuál es más seguro? —¿Para qué quiere saberlo? —Quiero entender por qué eldifunto no se divorció de ella y si,como dices, es una mal nacida y unabruja... El día antes se le había ocurridoque, en los brazos del diablo debronce, Kamenski probablementeno se imaginó a una loca queprotegiera los huertos contra los

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gusanos de coles en nombre deBaphomet, sino a su esposa. Si élinventó ese tipo de ejecución y losmiembros de la Sagrada Druzhinaexistían de verdad, ¿acaso no lesfascinaría aquella invención? —Bueno —prosiguió Natalia conun suspiro—, ayer probablementevio usted a nuestro gato. Es todo unpersonaje. Si la señora tiene unaclienta, me ordena que recojaalguna gata de la calle. Le da algode comer y al gato también le da unpoco de hígado. Por la tarde, se

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encierran en su cuarto y esperan aque los gatos se pongan a... En fin,cuando el gato monta a la gata, laseñora les dirige un espejo, susurraalgo y ya está. La clienta paga, laseñora le da el espejo y luego laclienta puede arreglar lo quequiera. Por ejemplo, si usted regalaese espejo a cualquier mujer y ellase mira, es suya: nunca más querráa otro hombre. Aguardó a que se alejaran unaseñora con su niña y añadió: —Es mala, se lo juro. Muy capaz

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de matar a su marido. —¿Por qué? —¿Para qué lo necesitaba?Llevaban juntos mucho tiempo, peronunca le dio dinero ni le hizoningún regalo. Ella puede seducir acualquier hombre rico. —¿Por ejemplo? —A Iván Sergeievich. —¿Turgueniev? —¿Por qué no? Es un hombresoltero, y gana mucho. Iván Dmítrievich se echó a reír, yNatalia le reprochó:

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—En vez de venir aquí cada día,haría mejor en meterla en la cárcel.Tras una semana en compañía delas ratas, quizá confesaría. * * * En aquella ocasión, la viudaestaba sola en casa. IvánDmítrievich le presentó la orden deregistro y expresó el deseo deregistrar su despachopersonalmente. No hubo objeciónalguna. Entraron en un cuartoamueblado con austeridad. Como el

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resto del piso, todo delataba quelos dueños apenas podían superarel confín entre unos ingresossuficientes y una franca pobreza. Encima de la mesa estaba el tanmencionado cráneo amarillo, concuyo parietal los mongoles habíanhecho una gabala. El armarito de lacaracola estaba en la pared deenfrente. Iván Dmítrievich lasacudió sobre su palma, cogió lallave que cayó y la metió en lacerradura. Kamenskaya hizoademán de indignarse, pero la

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orden de registro en su cartera lahizo resignarse, pues decía: «Conderecho de abrir lo cerrado». Lacerradura hizo un chasquido. IvánDmítrievich abrió la puerta de doshojas y se puso a examinar elcontenido del armarito sin tocarnada. Una balda horizontal lo dividía endos partes. Abajo había velas yfrascos con alguna sustancia seca oen polvo; leyó la inscripción de unade las etiquetas: «hollín», en otraponía «resina»; en la tercera, «lirio

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de Florencia». Al lado, habíamanojos de hierba, plumas de ave,pedazos de cintas y tela. Tres ocuatro espejos idénticos estabanlistos para grabar los misterios delamor de los gatos. La parte de arriba estaba casivacía: no había más que dosobjetos: un registro encuadernadoen fina piel y una vasija de broncede artesanía oriental, con patas deperro. —¿Para qué es este libro? —De cocina —contestó la viuda.

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—¿Y todo lo demás lo empleapara las adivinaciones con susamigas? —No sólo. —¿No sólo para lasadivinaciones o no sólo para lasamigas? —Aquí guardo muchas cosasindispensables para una mujer.Hierbas medicinales, cintas,agujas... —Hollín —continuó IvánDmítrievich, imitando su tono—,para untarse la cara de modo que

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los mongoles no la violen si nosconquistan de nuevo. —¡Qué cosas tiene! Mientras la viuda explicaba quéenfermedades se curan con elhollín, Iván Dmítrievich alargó lamano hacia el registro de la baldade arriba. La mujer lo aferró por lamanga, y él tuvo que mencionar laorden por tercera vez y llamar suatención sobre las palabras: «con elderecho a la extracción». El libro, una vez «extraído» yabierto por la cinta que hacía de

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punto, propuso la siguiente receta«culinaria»: 3 partes de ajenjo bien cortado; 2 partes de ládano alquitranadode primera; Una parte de la resina de gomero; Media parte de aceite de oliva deprimera; Media parte de polvo decementerio; 3 gotas de sangre del exorcista. El comienzo de la lista estaba enel revés de la página, así como el

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nombre de la mezcla: «Ládano parallamar a los muertos». Ahí habíados recetas más: «Ládano parallamar a los seres queridosmuertos» (lo mismo concomplemento de miel y mirra) y«Ládano de la ira y el juramento». —Somos personas modernas —dijo Kamenskaya—. Espero queentienda que no es más que unjuego. Los hombres juegan a susjuegos y nosotras tenemos losnuestros. —Claro —la tranquilizó Iván

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Dmítrievich—, pero hay personasque no son tan modernas comonosotros y no lograrán entenderlo. Aquella mañana había refrescadosu memoria sobre los artículospertinentes del código penal, yahora citó fragmentos del artículodoscientos dos: —«Quien embruje o practiquehechicería y con este fin hagatrazados en el suelo, preparepócimas, asuste con monstruos, leael aire o el agua, busque visiones,pronuncie palabras mágicas sobre

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papel, hierba o bebida, serácastigado...» —... según decisión del Tribunalde Conciencia[8] —terminóKamenskaya—. En el peor de loscasos, pueden ponerme una multa osentenciarme a confesión. Y todoeso en teoría; en la práctica, eso nose hace desde hace más de cienaños. —Me temo que no deba hacerseilusiones. Tomemos por ejemplo elpolvo de cementerio mencionadoaquí: a un hombre de leyes

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experimentado no le costará trabajovincularlo con el artículodoscientos trece. —¿De qué va ese artículo? —De la profanación de tumbas yrestos humanos. —¡Pero si yo no he excavado niprofanado nada! —Yo lo creo, pero no será fácilrefutar esa acusación. Sobre todo sise demuestra que el cráneo humanofue usado para malas artes. Pues elcráneo es un resto, y lasmanipulaciones con él podrían

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interpretarse como profanación. —Qué interesante, ¿cómo va asaber qué profanación tuvo lugar? —Su antigua doncella estádispuesta a testificar en contra deusted. —¡Qué canalla! —se le escapó aella. —Además, estoy seguro de queen su libro muchas cosas caen bajoel artículo ochenta y dos, que tratade blasfemias y profanación desímbolos del cristianismo, y eso,incluso en nuestros tiempos

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liberales, está amenazado congraves penas. —¡Déjelo ya! ¿Qué puedehacerme el Tribunal de Conciencia?¿Condenarme a trabajos forzados? —Los delitos relacionados conlos artículos que le he dicho sonjurisdicción del derecho penal contodas sus consecuencias. —¡Por Dios! ¡Pero quién va ajuzgarme! ¡¿A quién estoyperjudicando?! —A mí —contestó IvánDmítrievich—; por lo que veo, no

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me queda más remedio que hacerleconfesar la verdad. —¿De qué verdad habla? Ya losabe todo sobre mí: me gano la vidacon la adivinación, pues nopodíamos vivir de los honorariosde mi marido. Sí, he despedido a ladoncella porque le había ordenadoguardar el secreto. Además, estemodo de ganar dinero es humillantepara una mujer culta, y si en loscírculos literarios se hubiera tenidoconocimiento de mi ocupación,Nicolai Eugenievich se habría

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convertido en el hazmerreír detodos. —El mundo es muy pequeño; sutrabajo podría haberse difundido através de sus clientes. —Trabajo con seudónimo. —¿Y su marido sabía cómo lomantenía? —Claro que sí. —¿Y cómo se lo tomaba? —Lo toleraba. ¿Qué remedio lequedaba? —A juzgar por su libro, sóloadivina. Pero también hace

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espiritismo, ¿me equivoco? —No es más que un nombre. Notiene nada de sobrenatural. Tododepende de la composición químicade estas sustancias: al quemarse,afectan al cerebro y provocan algoparecido a alucinaciones auditivasy visuales. —Invocará al espíritu del Mal,por supuesto... ¿A algún Baphomet? —No. No es mi tema. No meocupo de eso. —Pero aquí ha habido uncornudo.

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—¿Quién se lo ha dicho? —sesorprendió Kamenskaya—.¿Natalia? —Me refiero a su marido, a quienle ponía usted los cuernos —dijoIván Dmítrievich, al notar sureacción. Ella lo entendió y se tranquilizóenseguida. —No se puede negar que tieneespíritu de observación... Es cierto.Kilinin es mi amante. —Con respecto a eso, quisierasaber, ¿por qué desapareció la

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última página del manuscrito queestaba encima de la mesa? Ahí, laprotagonista pregunta a su amante:«¿Podría matar a mi marido?». —La quemé. —¿Lo confiesa con tantaligereza? —De todas formas, no estabaterminado. Una página más, unamenos, ¿qué importancia tiene?Temía que falsos sospechosos lodesviaran de la búsqueda delasesino. —Pues ahora tengo más motivos

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para sospechar de Kilinin. —Sin fundamento: los librossobre usted, es decir, sobre Putílov,le han supuesto más ingresos quelos de Nicolai Eugenievich. ¡Quiéniba a matar a la gallina de loshuevos de oro! Además, estoydispuesta a ser su coartada. —¿Y él está dispuesto a ser la deusted? —Sí, ayer por la mañanaestábamos juntos. —¿Lo ama? —preguntó IvánDmítrievich tras un breve silencio.

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Ella esbozó una sonrisa torcida. —Lo más que puedo decir es queno me repugna. Pero de no ser yo suamante, los ingresos de mi maridoserían todavía más ridículos.Además, para las obras serias,como La encrucijada, no le habríapagado ni un céntimo. Kilinincalculó delante de mí con el lápizen la mano que ese libro no cubriráni los gastos de imprenta. —¿El difunto adivinaba a quiéndebía sus honorarios? —¡Dios me libre! ¡Con lo

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orgulloso que era! Hubiera supuestosu muerte. —Pero ayer me negó usted la ideadel suicidio. —Y hoy también. ¿Por qué razóniba a suicidarse? No sabía nada demis relaciones con Kilinin. —¿Está segura? El argumento desu relato inacabado induce a pensarlo contrario —replicó IvánDmítrievich—. Pero la comprendo:nuestra legislación no es la máshumana de Europa. Como sabrá,para la ley el suicida no tiene

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herederos, y sus bienes van a pararal tesoro público. La religióntampoco incita a la sinceridadsobre ese tema. Sin embargo, lepropongo que lo arreglemos todoasí: usted será lo más francaposible conmigo, y yo por mi partele doy mi palabra de que lo dichoquedará en secreto. ¿Está deacuerdo? —Bueno —vaciló Kamenskaya—, a decir verdad, sí creo quepudiera suicidarse, pero no por mí.No sé si tenía revólver, pero...

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espere un momento. Salió del cuarto y regresó muypronto hojeando un tomo deTurgueniev hasta dar con la páginaque buscaba. —Es Padres e hijos. Hace pocolo encontré en la mesa de mi maridoabierto por aquí. Lea este trozo. Dejó la mano sobre la páginacubriendo algo escrito en losmárgenes. —«Mañana o pasado, mi cerebropresentará su dimisión —leyó IvánDmítrievich—. Pero no estoy

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seguro de expresarme con claridad.Mientras estaba echado, me haparecido que unos perros rojoscorrían a mi alrededor.» La última frase estaba subrayada. —Es Bazarov cuando está a puntode morir. Está hablando con supadre —explicó Kamenskaya. Luego indicó unas líneas másabajo: —Lea esto, por favor. Aquí estaba subrayada la primerafrase: «De nuevo vuelvo con misperros. He estado a punto de morir,

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pero no pasa nada. Veo unamancha... y nada más». Kamenskaya retiró la mano: IvánDmítrievich leyó lo que ponía en elmargen y reconoció la letra deldifunto. «¡Habla de mí!», ponía envertical con letras tan largas que sequedaban encajonadas entre las dosfrases subrayadas. —¿Y? —preguntó IvánDmítrievich—, ¿qué cree usted quesignifican esos perros rojos? —Que Nicolai Eugenievich sesentía perseguido por malos

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pensamientos. —¿Le preguntó usted de qué setrataba? —No, entonces no le prestémucha atención. —Tal vez se topara con algosobrenatural; quizá creía que seestaba volviendo loco. Aquí pone:«Mañana o pasado, mi cerebropresentará su dimisión». —Lo cierto es que, últimamente,tenía un comportamiento extraño,pero repito que no le di muchaimportancia.

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—¿Cómo lo manifestaba? —Ahora me parece que teníamiedo de algo. A propósito, estoydispuesta a contestar a su preguntade ayer sobre los malintencionados:le visitaban unos jóvenes que letraían sus novelas y relatos paraque los reseñara. Mi marido era unhombre exigente y no dejaba títerecon cabeza. Y, como de costumbre,no ahorraba críticas. —Perdone, pero los hombres nomatan por la crítica de un relato. —En un país normal no, pero en

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Rusia se matan por las cosas másridículas. Una vendedora, porejemplo, estuvo a punto deenvenenarme porque adiviné unaalegría inesperada y que sucompadre no la había invitado albautizo. Te matarán, y no sabrás porqué. * * * Del Voljov llegaron los graznidosde unos gansos salvajes queviajaban hacia el sur. IvánDmítrievich se apoyó en el bastidor

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del cuadro que Mjelsky habíaapoyado en la pared de la galería.Su nuevo estudio, como losprecedentes, estaba pintado con loshabituales tonos oscuros. —¿Oye usted? —Sí. Son gansos —dijo Mjelsky,señalando con la cabeza. —¿Sabe qué gritan cuandoemigran a los países cálidos? —¿Acaso conoce la lengua de lasaves? —Claro. Todas dicen lo mismo:«Adiós, madre Rusia, me voy

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adonde está el calor, regresaré enprimavera». Con eso, se demuestraque sus cuadros están lejos de larealidad: si nuestra naturaleza fueracomo la describe, cantarían algodiferente. * * * Al cabo de un cuarto de hora,Iván Dmítrievich estaba de nuevojunto a la casa sobre el estanco.Esta vez le abrió la puerta lacriada, quien también lo acompañóal despacho de Dovgailo.

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—Perdóneme, es que tengo quepreguntarle una cosa —IvánDmítrievich se acercó a la imagende uno de los caníbales,divinidades benéficas segúnaseguró su dueño, que estabacolgado en las paredes rodeado poruna bandada de aves y un grupo deanimales de aspecto abominable—.¿Quién es éste? —El mismo Beg-Dze oChzhamsaran, pero en otra de sushipóstasis. —¿Y los animales?

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—Son sus compañeros, losmiembros de su séquito. ¿Su interéstiene relación con la muerte deNicolai Eugenievich? —Un momento. ¿Y por quéprecisamente estos animales? —Son los que se alimentan decarroña: buitres, zorros, hienas...Comen cuerpos de mangus y otrosenemigos del budismo a quienesChzhamsaran está castigando. —Y estos dos —Iván Dmítrievichseñaló los perros rojo fuego en loscuales se había fijado durante su

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última visita—, ¿quiénes son? —Quizá zorros, si son rojos. —No: los zorros son estos de laderecha. Yo creo que son perros. —No puedo excluirlo. EnMongolia hay perros salvajes. —Pero, ¿por qué son de colorrojo? —Según el canon. ¿De qué setrata? —No sé por qué, pero antes de sumuerte, Kamenski tuvo miedo deunos perros rojos. ¿No tienenninguna relación?

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—No creo, aunque no soypsiquiatra. —Quizá tuvo miedo de ellosporque tenía razones para creer queera un enemigo del budismo... —¡No diga estupideces! —seenojó Dovgailo. Sin embargo, sehabía puesto pálido al caer en lacuenta de que no era una presuncióntan tonta. * * * Cuando Iván Dmítrievich regresóa comisaría, los funcionarios ya se

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habían marchado a casa, peroConstantinov y Valetko estaban enla oficina. Chasqueó los dedos y letrajeron su té bien cargado con subizcocho de siempre. A nadie se leocurría ofrecerle pastas de té u otracosa. En el trabajo, había impuestouna regla: para el bien de todos, eljefe debe, primero, tenercostumbres, y segundo, nocambiarlas; de otro modo, no habíaningún orden. Toda la fuerza de lapolicía secreta rusa residía en esebizcocho.

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—A propósito de Zaitsev —dijoValetko, ofreciéndole la azucarera—: me mandó usted quecomprobara su pasaporte. Puesbien: es falso, el sello estáfalsificado. En cuanto a Turgueniev,ahora vive en San Petersburgo; aquíestá su dirección. Antes de dirigirse a aquelladirección, Iván Dmítrievich decidiódedicar una media hora de sutiempo a los documentos que sehabían acumulado en su escritorioen los últimos días. Mientras

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tomaba el té a sorbos, les echaba unvistazo, escribía una resolución ylos entregaba a Constantinov, quese encontraba a su lado,acompañándolos con comentarios.Todo fue muy rápido hasta quellegó a un informe dirigido anombre de Putilin de parte de uncomisario de policía de la ciudad.Le informaba de que unospescadores habían sacado uncadáver del río Neva; el cadáver,que había sido trasladado aldepósito de la Universidad de

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Medicina, tenía un orificio de balaen la zona de la nuca. Le informabatambién de que habían publicado unanuncio en La Gaceta de SanPetersburgo que decía: «Si elcuerpo no se identifica o se reclamaen una semana, según se estipula enel artículo “Desapariciones depersonas”, será entregado al museode anatomía, de acuerdo con laley...». Iván Dmítrievich leyó los rasgospersonales del difunto. Aunque yatenía un presentimiento, al llegar a

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la última página se estremeció:«Vestido con una bata de hospital.En la parte derecha estaba tejido un24». El mismo número que había en lapuerta del cuarto de Gubin y sobreel inodoro sin tapa, en la clínicaObujovskaya. La doble docena, lahora de medianoche. Faltaba elbulto en el entrecejo entre las señaspersonales, pero se podía explicarporque «según la conclusión delforense, el cuerpo llevaba en elagua al menos cinco o seis días,

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estando por ello en un avanzadoestado de descomposición». «Llevaba al cuello un pedazo decuerda —leyó Iván Dmítrievich—,lo que prueba que el cadáver fuearrojado al Neva atado a una piedrao con algún otro peso que, mástarde (...).» —Envía a alguien a por el doctorFojt —le dijo a Constantinov—.Dile de mi parte que vaya allíenseguida, ¿entiendes? ¡Enseguida!Y si no han extraído la bala de esteahogado, que la extraiga él y me la

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presente mañana.

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CAPÍTULO 3 DEL CONGO A URGA

15

Hasta bien entrada la tarde,Gaypel estuvo recorriendo unadocena de armerías mostrando elrevólver y preguntando si alguienhabía encargado cartuchos de esecalibre con balas de plata. Larespuesta era la misma en todaspartes, pero no flaqueó hasta que,en una tienda, le dieron un

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prospecto publicitario con las señasde todas las armerías: la lista eradesesperantemente larga. Se diríaque los habitantes de SanPetersburgo se ganaban la vidacazando y pasaban el tiempo librebatiéndose en duelo o tirando alblanco. Su entusiasmo se apagó.Entró en una taberna, se sentó a unamesa y desplegó un olvidadoejemplar de La Voz mientrasesperaba al camarero. Un titular dela primera plana le llamó laatención: «El verdugo de la

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máscara negra viene por suvíctima». Acabó de leer el artículo mientrascaminaba hacia la librería máscercana. «Bueno —le había dichoKamenski a Silberfarb—, le mandomi último libro, en el que entenderámuchas cosas...» La librería estaba a dosmanzanas, y todavía no habíacerrado. Pidió el último libro deKamenski, y el dependiente leentregó un folletín titulado Elsecreto del camafeo de Afinas.

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—Le he pedido un libro deKamenski —dijo Gaypel—, no deDobry. —Es su seudónimo —explicó eldependiente. —¿Cómo lo sabe? —Lo conozco personalmente.Frecuentaba la taberna de aquí allado con sus amigos. Cuando estababorracho, pasaba por aquí. Teníacuriosidad por si se leían suslibros. —¿Tiene su libro Laencrucijada?

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—No tengo libros de esos —respondió el dependiente conarrogancia, como si la preguntafuera ofensiva. Gaypel compró El secreto delcamafeo de Afinas, regresó a lataberna, se sentó a la misma mesa,pidió una copita de vodka y se pusoa leer. Cierto día, en San Petersburgo,asesinan al profesor Lucasevich, unetnógrafo de fama mundial que havivido en una tribu del delta del ríoCongo. Su asistente, un joven

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científico, llega a su casa y ve quela puerta está abierta, entracorriendo en su despacho y,¡horror!, encuentra a Lucasevichtumbado en un charco de sangre. Mientras tanto, Putílov desayunacon su mujer y su hijo. Quierededicar el domingo a su familia. Elhijo lleva a la cocina trocitos dealambre, remaches y bolitas devarios tamaños; su padre le haprometido hacer una maqueta delsistema solar después de desayunar.Su mujer ha comprado entradas

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para la ópera; pero en ese momento,el correo de la policía llama a lapuerta. Al darse cuenta de lasituación, su hijo simula un fuertedolor de barriga con una maestríapropia de él. Putílov está asustado,pero su mujer, debatiéndose entre elsentido y el deber, escoge comosiempre este último y le dice:«Vete, querido, está fingiendo». Al llegar al lugar del crimen,Putílov examina el cadáver ylevanta acta. Rogovskoi le muestrael despacho del difunto; está repleto

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de rarezas que Lucasevich ha traídodesde la jungla: un cuenco depiedra para inmolaciones, una copahecha con un cráneo y otras cosaspor el estilo. Putílov toma de laestantería un sonajeroaparentemente inofensivo, pero lodevuelve a su lugar rápidamente alver que no son piedrecitas niguisantes secos lo que tintinea, sinodientes de hombres sacrificados. Resulta que lo único que hadesaparecido de su colección es uncamafeo antiguo que había

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pertenecido a los sacerdotes de latribu donde vivió Lucasevich.Parece lógico suponer que ésa es larazón del asesinato. Por lo visto, elcamafeo llegó a Egipto con loshoplitas de Alejandro Magno, luegofue de Egipto a Nubia, y de allá aÁfrica Ecuatorial. Los negros loveneraban como su mayor reliquia,lo guardaban en un templo queestaba sobre pilotes en medio de unlago, y se lo pasaban de generaciónen generación como el tótem de latribu. Creían que mientras aquella

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mujer tallada en cornalina fueralavada con sangre humana caliente,les protegería contra sequías,epidemias, ataques de elefantesrabiosos e invasiones de langosta.Quienes eran escogidos al azar,eran conducidos en barca alsantuario del lago, donde losmataban bajo el estruendo de lossonajeros de dientes. Echaban lasangre en una copa hecha con elcráneo de una de las últimasvíctimas y, acompañando laceremonia con cánticos, sumergían

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el camafeo en la copa. Con lamisma sangre se pintaban los signosmágicos que les darían la victoriaen combate. La piedra también necesita comer.Evidentemente, el rito sangrientopreservó el aspecto original delcamafeo. Según las palabras deRogovskoi, ese hecho sorprendió amuchos especialistas en arteantiguo. La cornalina no perdióbrillo y, teniendo en cuenta quetenía dos mil años de edad, lahermosa griega tenía un aspecto tan

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nuevo como si hubiera salido ayerdel taller del artesano; tenía unperfil claro y suave, y fascinaba porsu lúbrica feminidad. Putílov pregunta a Rogovskoicómo llegó el camafeo a manos deLucasevich, y él le explica que lorobó para que los negros no seexterminaran en sus incesantessacrificios. Lleno de compasión,una noche entró en el templo enmedio del lago, burló la vigilanciadel sacerdote de guardiaregalándole un reloj de cuco que

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había traído de Rusia, robó elcamafeo y huyó hasta la costa,donde lo recogió un barcoportugués que pasaba porcasualidad. En las paredes del despacho haycolgados arcos africanos, lanzas,hachas de guerra. Pero uno de losganchos está vacío; la lanza quehabía está ahora clavada en elpecho del profesor. Putílov seencuentra mal y quiere salir a tomarel aire, pero en ese momento ve losojos de Rogovskoi llenos de terror:

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«Los sacerdotes —dice en voz baja— aseguraban que si el dueño delcamafeo dejaba de lavarlo consangre humana, la mujer saldría dela piedra para matar a su dueño ybañarse en su sangre». Pasa una semana, y otra. Poco apoco, prueba tras prueba, Putílovdescubre que ha sido Rogovskoiquien ha matado al profesor. Pero¿por qué lo ha hecho? La preguntano es nada fácil y es difícil aceptarque los motivos del asesino fueranhumanitarios. Según vino a saber,

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Rogovskoi tenía una original teoríacientífica, que expuso en el artículo«El totemismo como base del poderdel estado de Avtojton, en el deltadel río Congo». Putílov se dirigió auna biblioteca pública y por fin loentendió todo: en su artículo,Rogovskoi demostraba que elcamafeo y el culto que se habíaformado alrededor de él habíaservido como núcleo deorganización social de esa tribuperdida en la jungla: de no habersido por él, los negros hubieran

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seguido siendo un rebañodesordenado, o peor, hubieranmuerto a causa de las sequías, lasepidemias, los ataques de loselefantes rabiosos y las plagas delangosta. Esos mismos males losamenazaban ahora, desde que lasagrada figura había sidosecuestrada. Lucasevich no quisoaceptar la teoría de su asistente,considerándola especulativa. Esa discusión teórica teníatambién repercusiones prácticas:ajuicio de Rogovskoi, era necesario

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devolver el camafeo a sus dueños,mientras que Lucasevich asegurabalo contrario por motivoshumanitarios. Decía que la tribu seexterminaría a base de sacrificios.Por fin, Rogovskoi decidió robar elcamafeo y llevarlo a África, peroLucasevich lo sorprendió en eldespacho. La discusión quetuvieron fue tan encendida, queRogovskoi cogió la lanza colgadaen la pared y mató a su oponentepara salvar a los avtojton del deltadel Congo de la extinción que los

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amenazaba. Era un hombre deciencia y, evidentemente, no creíaen el mito de la mujer asesina quesurgía de la piedra; contó la historiacon el único fin de desviar lainvestigación. Sabiéndose sospechoso,Rogovskoi dice que tiene una tíaenferma en Tiflis y que tiene queirse, pero compra un billete debarco para Lisboa. Consigueengañar a Putílov, que corre alamarradero cuando el barco con eldelincuente a bordo ya ha zarpado.

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¿Qué hacer? Lo más fácil es esperarhasta que Rogovskoi regrese a SanPetersburgo y arrestarlo sinproblemas; sin embargo, unapregunta atormenta a Putílov:«¿Quién tenía razón?». Si la teníaLucasevich, razona, los salvajes,una vez sin camafeo, dejarían dematarse y vivirían en prosperidad;en este caso, había que juzgar alasesino con toda la severidad de laley. Si, al contrario, la vida da larazón a Rogovskoi, también hay queaplicar la ley, pero... Putílov

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todavía no tiene clara la esencia deese «pero». Ya veremos, piensa altomar un barco para Revel; desdeallí iría a Lisboa, y después aÁfrica. Cuando desembarca, ve laspalmeras susurrando al viento, unafortaleza vieja con bastionescubiertos por guanos. El gran ríoCongo, indiferente a lossufrimientos de las gentes del ríoCongo, lleva sus aguas al océano.Putílov compra un sombrerocanotier, contrata guías y se pone en

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marcha hacia el interior. El fragorde las olas se calma detrás de él. Elverdor perenne de la jungla seextiende ante su vista. Allá, enalgún lugar, se encuentraRogovskoi. Encuentra la ceniza grisde su cigarrillo sobre la hierba, velianas cortadas por su machete, seenreda en una mata espinosa dondecuelga la etiqueta de una farmaciade San Petersburgo en la que pone«quinina». Putílov sigue la pista delasesino; la distancia entre ellos sereduce muy lentamente. La muerte

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los acecha a cada paso, y por fin,casi locos por la malaria,abandonados por los guías negros,salen casi simultáneamente a laorilla del lago que buscaban. Es de noche, emanacionesponzoñosas se elevan con el vaporcomo en un basurero, pende delcielo la luna sangrienta, el sol delos que no duermen, la Selena delos trópicos, la madre de losfantasmas y los licántropos. El aguaes negra y silenciosa, un sendero deplata conduce hasta el templo

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alzado sobre pilotes, que surge delagua como un coágulo de tinieblasde otro mundo. Putílov ve aRogovskoi embarcar en una canoaque ha encontrado entre los juncos.Ahora ya no puede alcanzarlo. Seoye el canto del cuclillo, esefamiliar sonido ronco pero tanagradable para el corazón ruso.Putílov se queda pasmado: tanto élcomo Rogovskoi se dan cuenta deque el templo está habitado: unídolo nuevo ha sido instalado allí.Ese ídolo es el reloj de cuco que

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Lucasevich había regalado alsacerdote engañado. «A rey muerto, rey puesto», dicePutílov. Rogovskoi está llorandocomo llora quien descubredemasiado tarde que todo en estemundo se puede sustituir. Elprecioso camafeo se escurre entresus manos, se oye un brevechapoteo, la corriente arrastra labarca al centro del lago. Al cabo deuna media hora, un terrible gritoresuena en la noche de la jungla.Putílov saca un cigarrillo con mano

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temblorosa y enciende un fósforo:la justicia se ha impartido sin suparticipación. Rogovskoi fuesacrificado, despellejado, sobre supiel se celebrarían danzas rituales,con su sangre escribiríanjeroglíficos mágicos en los escudosde guerra. El ave de hierro con alaslavadas en sangre canta el himno dela vida, que no se supedita aninguna teoría. * * * Una segunda copita siguió a la

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primera. Gaypel estuvo mucho másrato sentando a la mesa. Nopensaba en el asesinato deKamenski, sino en el del libro queacababa de leer. ¡Qué absurdo! Elargumento era completamenteinverosímil. Así pues, ¿de dónde levenía esa tristeza que le tocaba lomás hondo del corazón? Cuando Gaypel salió a la calle,ya había anochecido. Cerca de lataberna había un coche. Gaypelsubió y dio sus señas, pero antes deque arrancara, surgió de la

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oscuridad un hombre con un bombíncalado hasta las cejas, susurró alcochero algo al oído y se sentó allado de Gaypel. —¿Ha oído adónde voy? —Sí, lo he oído. —¿Le coge de camino? —Sí, sí —contestó el hombre delbombín con voz tranquila. Llegarona una esquina donde debían girar ala derecha, pero el cochero dobló ala izquierda. —¡Eh! —gritó Gaypel,—.¿Adónde vas? ¡Para!

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Pero el cochero siguió adelantecomo si no lo oyera. Gaypel selevantó un poco para zarandear alcochero por la espalda, pero elhombre que estaba sentando a sulado lo aferró por el codo, le hizosentarse y dijo: —Tranquilícese. Estamos yendoadonde tenemos que ir.

16

Turgueniev acompañó a suhuésped al despacho y volvió a

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salir para pedir que les sirvieran té.Por matar el tiempo, IvánDmítrievich se puso a leer una cartainacabada que estaba sobre lamesa: estaba dirigida a un editor obien a un redactor. Según parecía,hacía poco tiempo Turgueniev lehabía entregado para la imprenta sunueva obra, y ahora le pedíacorregir el manuscrito en algunospuntos, «dar los últimos retoques». Más concretamente: Al final del capítulo II, después

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de las palabras «cejas inclinadas»hay que añadir «que enarcabaconstantemente». Al principio del capítulo III,después de las palabras «se detuvoen la puerta y me miró fijamente»hay que añadir: «y jugó con lascejas». Al final del capítulo III, despuésde las palabras «el marqués sonriósilenciosamente», hay que añadir:«con toda la boca, y arqueó lascejas». En el capítulo IX, después de las

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palabras «cazaba codornices conél, pero el vicario lo atormentabade forma insoportable», hay queañadir: «en cuanto a NarquisSemiénovich, ya le digo que se hadejado crecer unas cejas que nodesmerecen ante las de un urogallo;además, se cree que posee el donde la ciencia infusa».[9]

A Iván Dmítrievich se le ocurrióque, a causa de su deformaciónprofesional de meter las narices entodo, sus cejas ya se enarcaban y

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bajaban y subían como las deNarquis. Debía dejar de hacerlo.Los escritores son grandesobservadores, por un simple juegode cejas podían adivinar si elvisitante había fisgado en una cartaolvidada sobre la mesa. —Estoy hablando mentalmentecon Nicolai Eugenievich todo el día—dijo Turgueniev durante el té—.Trato de acabar alguna de nuestrasconversaciones. —¿Cuál, por ejemplo? —Pues hace poco hablamos de un

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episodio de Padres e hijos. Sirecuerda usted, hay un episodio enque Bazarov va a morir, y en sulocura, se le aparecen unos perrosrojos. —Claro que lo recuerdo —seanimó Iván Dmítrievich. —Es un detalle brillante, esdifícil no recordarlo. —Sí, muy brillante, pero ¿por quéson de color rojo? —Nicolai Eugenievich tampocopodía entenderlo, siempre mepreguntaba: ¿por qué?, ¿de dónde

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sale? Y no quedaba satisfecho conmis explicaciones, aunque enrealidad es muy simple: Bazarovestá enfermo, tiene fiebre, sucerebro está inflamado por el flujode la sangre. Es natural que todaslas imágenes estén teñidas de rojo,incluso los perros.[10]

—¿Y por qué ve precisamenteperros? —Porque los relacionamos con elmundo de ultratumba, en concretocon el infierno. Cerbero, Mefistocon aspecto de perro maltés negro...

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Según la sabiduría popular, el perroes un bicho del diablo. Noencontrará ni un solo perro en lospueblos de los «viejos creyentes»,los cismáticos. A pesar de ser tanmaterialista, Bazarov tenía miedodel fuego eterno. Me sorprendehaber tenido que explicarle eso no acualquiera, sino a NicolaiEugenievich. Lo caracterizaba unasensibilidad casi dolorosa parapercibir el arte. Un día estábamosde visita en la finca de un amigo y,por la tarde, fuimos a dar una vuelta

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por el parque. Hacía una nochemaravillosa de agosto, los sonidosresonaban en el aire inmóvil conuna claridad singular. Estábamoscaminando por un valle que llevabaa casa, cuando Nicolai Eugenievichsusurró en voz baja: «¡Antropka!¡Antropka!». No todos los letradosposeen una percepción tan aguda, selo aseguro. —¿Y quién se escondía allá? —¿Dónde? —En la oscuridad, detrás de losárboles, ¿quién era ese Antropka?

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—No había nadie —rióTurgueniev—. Esa exclamaciónaparece en mi relato «Loscontadores» del libro Notas delcazador. En ella se concentra lasensación del silencio de la tarde,que rompe sólo la voz de un niño.Cuando estábamos andando por elvalle, Nicolai Eugenievich sintió laatmósfera de una cálida tarde deverano que yo había queridotransmitir en mi relato. —¿Quiere decir que sólo teníatalento de lector?

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—No, él tenía talento, pero muy amenudo hacía cosas para las que noestaba dotado. Era un hombrenervioso, con una fantasía rica,pero quería ser un escritor realista.Una vez me preguntó sin rodeos siyo creía que él tenía talento para elrealismo. Le contesté: querido mío,eso lo tiene que entender solo; ¿quéle gusta más, contar los hechos dela vida de otros o expresar suspropios pensamientos? ¿Qué leagrada más, transmitir de maneraprecisa el aspecto de un hombre e

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incluso de las cosas, o expresar deuna manera viva y ardiente su juiciosobre ese hombre o esas cosas?Tomemos, por ejemplo, unelemento secundario de nuestroaspecto, como las cejas... —Perdóneme, ¿podríamos volvera Kamenski? Turgueniev se turbó un poco. —Claro... Dicen los periódicosque lo han matado, pero yo no locreo: las personas como él nomueren asesinadas. —¿Cree que se suicidó?

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—Sin duda. —¿Y la razón? —Mire, cuando empezó a escribirsus novelas sobre Putílov, penséque no resultaría nada bueno deello. Él no era capaz de tener dospersonalidades. Y sin embargo,llegó un momento en que se exponíaa sí mismo en sus relatos realistascomo un escritorzuelo venal con unseudónimo vulgar, y en los librossobre Putílov aparecía como unliterato pobre, abatido y envidioso,que se consideraba el sacerdote de

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las ideas o un favorito de la musa.Esa batalla fue fatal, como la quelibraron Peresvet y Chelubeei:Kamenski ya no era capaz deescribir nada valioso según elrealismo, mientras que la fantasíade N. Dobry se había agotado.Tengo la sensación de que sesuicidó al comprender que estabaacabado. —Exagera usted: su últimofolletín acaba de publicarse ytodavía no está en venta. —Sí —convino Turgueniev—. Un

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día lo mencionó. El título contienela palabra «diablo», ¿me equivoco? —No, así es. —Un día, en un arranque desinceridad, me dijo que alguien lehabía dado el tema para ese libro. —¿Quién? —se animó IvánDmítrievich. —No lo sé, y nunca se lopregunté. * * * Extracto del diario deSolodovnikov.

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Dos veces al mes, la señoraOrlova, esposa de nuestro agentediplomático en Urga (todo el mundolo llamaba «cónsul» por tradición),reunía en su casa a los intelectualesdel lugar. En mayo del año 1913 meinvitaron a una de esas veladas, quesolían desenvolverse en unambiente familiar. En cuanto entré en el salón, loshabituales ya estaban allí: loshermanos Sanaev estaban enrincones opuestos y evitabanostentosamente mirarse. Originarios

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de Bura, se ocupaban de escribiruna gramática experimental basadaen el alfabeto cirílico para losmongoles. El proyecto estabafinanciado con dinero ruso. Almismo tiempo, estando en Urga,habían escrito varias comedias deun acto sobre la vida de losnómadas, aunque ellos se habíancriado en la taiga. De niñosbailaron en torno a la hoguera conel chamán, más tarde vivieron enIrkutsk y no sabían por qué lado sesube al caballo antes de venir a

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Mongolia. Las comedias, llenas deideas antichinas y encubiertas ideasantilamas, llevaban un tiemposiendo representadas a la fuerza porn u e s t r o s tserigs ante suscompañeros de armas. Tantoactores como espectadorescomprendían poco la esencia delconflicto, y el público sólo seanimaba cuando los actores seponían a comer algo. Durante lashoras no laborales, los Sanaev sevestían a la europea, los domingosiban a los baños ante los ojos de

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todos, y a hurtadillas a la iglesia dela embajada. Con los mongolesmostraban tolerancia y tristeza,como los licenciados negros que, alregresar de Oxford a la junglaafricana para que sus paisanosperdieran la costumbre delcanibalismo, se daban cuenta de laimposibilidad de realizar susnobles impulsos de juventud. Aparte de ellos, la intelectualidadmongola estaba representada porotros dos buriatos. El primero,practicante, al final de la velada

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nos recitó sus versos patrióticos,formados por topónimos ehidrónimos. El segundocompaginaba el trabajo en laaduana con los estudios degenealogía. Trataba de averiguarcuántos mongoles famosos teníanorígenes buriatos o, cuando menos,alguna gota de sangre buriata.Estaba además el editor del boletínEl columnista ruso, el señor Zudin,de padre judío y madre mongol. Eramongolista, folklorista y agentesecreto del Estado Mayor de la

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circunscripción militar de Siberiaoriental. En representación de losmongoles, había algunos oficialesdel ministerio, mi amigo Baabar yel príncipe Vandan-beile, queestudió en el cuerpo de Praga,antaño diplomático y secretario dela embajada china en SanPetersburgo; un hombre inteligentede unos cincuenta años de edad, quehablaba ruso con soltura, y conocíauna media docena de idiomas más,incluido el francés y la lengua

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manchú. No obstante, su dialectonatal de Jalja no era, según decíaBaabar, del todo fluido. Pero esono le impedía considerarse uno delos patriarcas de la idea de naciónmongola. Fue el único que sepermitió llegar tarde: apareciópoco después de que llegara yo, ysaludó a la anfitriona según todaslas normas de la etiqueta de laestepa: «¡Sainbaina! ¿Nomadeanustedes bien? ¿Tienen unaprimavera abundante?». La señoraOrlova también contestó en mongol:

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«Nomadeamos bien, tenemos unaprimavera abundante», mientras memiraba para que yo apreciara suséxitos. Le hice mis cumplidos, ytodos nos sentamos a la mesa. Nossirvieron té con emparedados. Seentabló una conversación sobre siiba a crecer bien la hierba de laestepa ese año. La anfitrionaexpresó sus esperanzas aludiendo ala lluvia de ayer. Los huéspedes sepusieron a darle la razón, mientrasVandan-beile me preguntó si megustaban los versos de mi

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compatriota, el poeta Minski.Contesté que nunca los había leído.Entonces el príncipe recitó una desus cuartetas. En la última líneaacentuó las palabras «lluvia,poderosa como la suerte» y dijoque en esa metáfora se sentía lainfluencia del budismo. Me mostréde acuerdo, aunque aquel mayoresultaba extraordinariamente seco,y la lluvia a la que se había referidoOrlova no caía bajo la definicióndada por Minski. Luego anunciaron el programa de

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la velada: en primer lugar, estabaBaabar, que iba a leernos unosfragmentos de su tratado político-filosófico sobre el supuesto sistemasocial de Chambala, experienciaque podía ser útil para la formacióndel Estado mongol. En aquelentonces, yo no lo sabía todo sobresu venerado André Briousson, ydespués del caso de las orejascortadas trataba a Baabar conrecelo, pero también con respeto; apesar de su juventud, me parecía unguardián del legado, el hombre que

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atizaba las brasas del fuegosagrado. Baabar empezó porexplicar que su obra se basaba enlas leyendas de los pueblosantiguos, que sólo hacía pocotiempo fueron incorporadas por elbudismo, y luego siguió: «CuandoRigden-Dzhapo entra en el aposentosubterráneo donde descansan losrestos mortales de su predecesor enun sarcófago de piedra negra comoel cielo nocturno, en las paredesaparecen signos de fuego, y unaslenguas de fuego escapan del

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sarcófago. En su brillo lee elsoberano los pensamientos deaquellos de quienes depende elfuturo de la humanidad. Son lospensamientos de los zares,presidentes, financieros, periodistasy hombres de ciencia. Uno de losfieles se coloca frente a Rigden-Dzhapo. Este hombre sagradosiempre lleva máscara y nuncarevela su rostro a nadie. Su cabezaes sólo un cráneo rasurado con unosojos vivos y una lengua que habla;está mentalmente conectado con los

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fieles de categorías inferiores, quese encuentran en sus numerosasresidencias subterráneas, lejos delTíbet...». «¡Qué absurdo!, mejor le enseñolo que me colaron los chinos en elbazar», susurró Zudin, que estaba ami lado. Sacó de la cartera unagallina frita con el ala rota y me lamostró. En las junturas, eraevidente que el ave había sidocompuesta de huesos roídos, peroconformaban perfectamente laanatomía de la gallina; los huesos

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estaban fijados con alambre,cubiertos con barro y revestidoscon papel engrasado. La susodichagallina no me provocó indignación,sino admiración por la habilidaddel maestro anónimo. Se me ocurriópensar en Bars-Khoto. Según losrumores, allí no había cañones. Ysin embargo, ¿quién puedegarantizar que un genio como aquélno fuera capaz de anular nuestraartillería con unas cuantas ballestasy catapultas hechas con unaespantosa perfección?

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Mientras tanto, Baabar seguíaleyendo sobre Chambal: en suinterpretación, demasiado libre, delas leyendas de los pueblos, elsistema del Estado era unamonarquía constitucional con unparlamento de dos cámaras. Lacámara alta se reunía de formapermanente bajo el Himalaya, en elpalacio de Rigden-Dzhapo deventanas azules de nitrato de plata,y los miembros de la cámara bajaestaban en sus cuarteles generales,situados en los puntos estratégicos

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de mayor importancia de lasuperficie de la Tierra. Secomunicaban por radio y con laayuda de la telepatía para elaborarsu planes de acción, que teníancomo fin llevar el rumbo de lahistoria por el curso necesario. Yoescuchaba y, al mismo tiempo, oíatras las ventanas, al borde delbarranco entre la embajada rusa yel cementerio, el aullar de losperros salvajes, devoradores decadáveres: al solo del jefe se unióel coro, y la canción festiva se

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convirtió en un réquiem polifónico. Por las noches, imaginaba esosaullidos en forma de remolino quearrastraba desechos, restos deanimales y de hombres, cadáveresque los mongoles, por ahorrarse elesfuerzo de llevarlos a la estepa,dejan no más allá de la cerca paralas ovejas. Las jaurías de perroserrantes, hordas de basureros acuatro patas, invadieron Urga desepultureros. A veces atacaban alos animales, y eran muy peligrosaspara los caminantes solitarios por

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la noche. Según decían nuestrostserigs, habían aumentadoconsiderablemente con respecto aaños pasados, y eso presagiaba quepronto habría muchos muertos y noiban a pasar hambre. Su fertilidadsiempre era un anuncio de guerras ycatástrofes. Esas bestias me hacíanrecordar que ese «estado feliz»fundado por «los hombres sabios»seguía careciendo de retretes ycementerios, que estaba viviendo enun país donde el hedor decadáveres, excrementos, pus,

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descomposición y putrefacción sonel tema más apreciado por lospoetas, que se inspiran en elcarácter perecedero de su propiacarne. Aun así, el aire de la capitaldesbordaba tal pasión, unaesperanza y un ímpetu tan rabioso yquizá desastroso para la vida, queera incapaz de encontrar razonesreales para explicarlo, y a veces meparecía que la fuente de todo estabamás allá del mundo visible, y algode lo que leía ahora Baabar existía

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de una forma u otra. Sencillamente,yo carecía de valor para creer enello.

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Resultó que Iván Dmítrievich yTurgueniev eran casi vecinos yvivían a pocas manzanas uno deotro. Así que Iván Dmítrievichdespidió al coche de la policía enel que había llegado y decidió ircaminando hasta su casa. Al cabode un instante, se sintió observado.

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Miró atrás y, en efecto, a unos cienpasos de él vio a un hombreachaparrado que, al darse cuenta deque Putilin se volvía, se apartó delfarol para que la luz no le cayera enel rostro. Más adelante, en un lujosoedificio, había una entrada con unpasaje en sombras. IvánDmítrievich se dirigió hacia allícon serenidad y, como si aquelfuera su camino habitual, se metiópor él y se pegó a los contenedoresde basura, agazapado. Como nunca

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llevaba armas, tuvo queconformarse con una llave. Soltódel llavero la más larga y gruesa yla estrechó en el puño con elpaletón hacia afuera. Pasó un minuto, luego otro: elsilencio y la tensa espera trajeron asu mente la idea de que se tratabade un malhechor que pretendíarobar a algún transeúnte solitario.No tenía sentido permanecerescondido, pero tampoco valía lapena dar a entender al otro quesabía que lo seguía. Iván

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Dmítrievich volvió a salir a la calleabrochándose la cremallera, comosi se hubiera escondido para orinar,y siguió adelante. Aguzó el oído ynotó que aún lo seguían: andaba alcompás de sus pasos para ahogar elsonido de los suyos. Sabía mantenerla distancia: la suficiente para noperder de vista al perseguido sinser visto. Ni siquiera cuandopasaba cerca de los faroles ladistancia permitía distinguir susrasgos. Era bueno: de este modopermanecía inaccesible y podía

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escapar si era necesario. ¿Quién lehabría enseñado el abecé delespionaje? Iván Dmítrievich aflojó el paso. Las líneas de una carta que tal vezrecibiría al día siguiente empezarona plasmarse en su mente, como sialguien las dictara: «Si quiereentender quién y por qué mató aKamenski, lea su último libro,editado con el seudónimo N. Dobry.Pero, siendo usted el modelo delprotagonista, trate de no repetir suserrores, que pueden comportar

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desgracias para usted o para sufamilia...», o algo por el estilo. Depronto, se le heló el corazón alpensar que el suceso del díaanterior con Vaniechka fuera unaviso, una insinuación inequívocadel peligro que amenazaba almuchacho. Aquello le recordó algo: hacíamuchos años, durante unasnavidades, llevó a su hijo a unafiesta para niños en el Gremio deComerciantes. Al llegar, se quitaronlos abrigos en el guardarropa, Iván

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Dmítrievich tomó el número demetal y se lo dio a Vaniechka paraque lo guardara. Lo hizo con unobjetivo educativo, para que seacostumbrara a asumirresponsabilidades. Vaniechka, quetenía en aquel entonces cinco años,metió el dedo en el agujero y nopudo sacarlo. Tuvo miedo dedecírselo a su padre, y permanecióasí durante toda la fiesta,escondiendo la mano en el bolsillo,hasta que fueron a buscar losabrigos y se descubrió todo. En el

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guardarropa, un soldado retiradocon bigotes de caníbal cogió eldedo atascado en el agujero y dijo,enseñando los dientes: «Hay quecortarlo». ¡Cómo gritó el pobreniño! Se arrojó al vestíbulogritando y luego a la calle fría deenero, a su casa, a su madre. Alfinal, Iván Dmítrievich desatornillóel maldito número. Temiendo quesu hijo no tuviera confianza en él, ledijo: «Yo estaba a tu lado, ¿por quéhas huido? ¿Has pensado que se lopermitiría?». Vaniechka guardó

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silencio. Habían pasado ocho años,pero sintió lo mismo que entonces,quiso abrazarlo, besarlo y susurrar:¡no tengas miedo, estoy contigo! Estaba a dos pasos de casa. Lasventanas de su piso daban a lacalle: había luz en el salón,mientras que el cuarto del niñoestaba a oscuras. Entró en el portalsilbando despreocupadamente,aguardó un poco en el vestíbulo yluego volvió a salir de un salto bajola llovizna incipiente: el hombreque le seguía estaba tan cerca que

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no tuvo tiempo de volver atrás ni detaparse la cara con la manga. Antesde que desapareciera por el patio,Iván Dmítrievich pudo ver su caraenérgica y pálida, dolorosamentetorcida por efecto de algún tipo deparálisis y picada de viruela. Apesar de su proverbial memoria,Iván Dmítrievich hubiera juradosobre su cabeza que nunca anteshabía visto ese rostro. Y sinembargo, le parecía conocido,como si se le hubiera aparecido ensueños o como si hubiera sabido

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que alguien con aquella expresiónvivía en un mundo de sueños yalgún día se le presentaría. De repente, lo llamaron pordetrás: —¡Iván Dmítrievich! Se volvió con un escalofrío. —¿No me reconoce? —dijo Fojtacercándose—, venía a su casa:Constantinov me ha dado sus señas. —¿Pasa algo urgente? —Creí que le interesaría saberlohoy mismo... Tal como me pidió, heextraído la bala de la cabeza del

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muerto. —¿Era de plata? —se apresuró apreguntar Iván Dmítrievich. Fojtasintió. * * * Al preguntarle, como decostumbre, por qué volvía a llegartan tarde a casa, su mujer abordó eltema eterno con un planteamientonuevo: —¿Es que no te preocupa queVaniechka, que ya es mayorcito,pueda pensar que tienes una

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amante? —¿Está dormido? —se preocupóIván Dmítrievich. —No lo sé. Quizás esté dormido,quizá sólo hace que está dormido. —¿Finge? —No es la palabra correcta:aparentemente, está durmiendo. —¿Aparentemente? Y ¿qué estáhaciendo en realidad? —Sufre. Le parece que no teimporta nada, porque vuelves tardecada día. Mientras se lavaba, su mujer le

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contó que Vaniechka había pasadola tarde escribiendo una redacciónsobre el tema: «Los pensamientosde un viejo cuando mira al solponiente», pero no le habíapermitido leerla. —No soy ninguna autoridad paraél —explicó—. Estaba esperándotepara que la leyeras tú y le dieras tuopinión. Tu opinión es muyimportante para él. —No le dejes ir al instituto —interrumpió Iván Dmítrievich. —¿Por qué?

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—Que descanse. —Pero si no está nada enfermo.Hacer el vago le perjudicará... —No importa. Que no salga. Y tútampoco salgas, y si llama alguien,pregunta quién es. No abras lapuerta a ningún desconocido. Sidicen que es de mi parte y la voz esdesconocida, no abras. Su mujer abrió mucho los ojos: —¿Qué pasa, Vania? —Pasar un día en casa no le harádaño. —¿Pero por qué?

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—Es mejor para todos nosotros.¿Queda claro? —Sí, queda claro —respondióella, asustada. Para recompensar suconformidad, Iván Dmítrievich labesó paternalmente en la frente ydecidió darle alguna explicación:se inspiró en uno de los libros deN. Dobry, en el que, buscando a unviolador loco que desmiembra loscuerpos de sus víctimas, Putílovllega a una clínica psiquiátrica yencuentra al delincuente no entre

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los pacientes, como supone ellector ingenuo, sino en el directorde aquel misericordiosoestablecimiento. La clínica, comoadvirtió en su día Iván Dmítrievich,se parecía en algunos detalles a laclínica Obujovskaya. —Mira, es que hay un maníacoasesino por la ciudad. No hequerido asustarte, pero por lo vistose esconde por esta zona, cerca delmercado Jamskoy. Persigue a lasmujeres guapas y a los muchachos...¿Entiendes ahora? Lo cogeremos

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mañana o pasado mañana, y podréispasear cuanto queráis. Su mujer estaba a todas lucesimpresionada. Permaneció ensilencio, y mientras ponía la mesa,abrazó impetuosamente a su maridoy le dijo: —¡Te ruego que te andes concuidado! —Te lo prometo —contestó IvánDmítrievich. Armada con un tenedor, la mujertomó asiento al lado de Putilin,pero no probó bocado, se limitó a

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mover por el plato los pedazos quetenía que comerse. Pronto se dejóarrastrar por su repertorio desiempre: —Por cierto, esta mañana volvíasa tener mal aliento. Eso es porquevienes tarde y comes fiambres.Tienes que tomarte más en serio tuestómago. Si no piensas en tuestómago, significa que tampocopiensas en Vaniechka y en mí. Si tepasa algo, ¿cómo vamos a vivir sinti? Te has casado, has tenido unhijo, así que ten la bondad de

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pensar en tu estómago. Es tu deberhacia mí y hacia Vaniechka. Con un segundo beso algo másapasionado, Iván Dmítrievich dio aentender a su mujer que era suencanto femenino lo que loalarmaba: de no ser ella tan guapa,no tendría por qué temer tanto almaníaco. —Acuéstate —le dijo—. Tengoque trabajar un poco. La mujer asintió. Antes, sin dudahabría interpretado aquellaspalabras como una prueba más de

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que ya no estaba enamorado de ella;pero ahora se retiró sin chistar aldormitorio e Iván Dmítrievich sedirigió a su despacho. Se sentó a lamesa, aflojó las cintas de la carpetaque Turgueniev le había regalado,sacó la página superior y empezó aleer: Sueño a menudo con esta ciudadbárbara y mágica en el corazón deAsia, que surgió entre las estepas ylas mesetas pedregosas y tristes.Con todo, abro los ojos con la

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sensación de que todos estospalacios, yurtas y fansas handesaparecido de la faz de la tierrahace mucho tiempo y existen sóloen mi memoria, que siempre medevuelve a aquel tiempo en que mipadre, Eugeni NicolaievichKamenski, fue nombrado cónsulruso en Mongolia. Poco más tarde,fui a Urga para reunirme con él yviví allí cerca de un año. Acababade cumplir dieciocho. Meobsesioné por dos temas: lasmujeres y la muerte...

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El manuscrito era muy fino y, porextraño que parezca tratándose deKamenski, no tenía tachaduras.Evidentemente, el sentimiento quele movía era tan fuerte y fresco queanuló la preocupación por el estilo,que lo carcomía incansablemente.Esas páginas eran el primercapítulo de los apuntes sobre sujuventud que Kamenski pensabaescribir. Se las había llevado aTurgueniev para que le diera suopinión, y éste se las entregó a Iván

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Dmítrievich como una prueba deque el difunto podía tener talento,pero no para el realismo. (...) las mujeres y la muerte. EnUrga todo llevaba a pensar en esostemas. Por las tardes, se oía elretumbar de las trompetas rituales,hechas con huesos humanos; lascopas sagradas se llenaban de lasangre de los toros sacrificados, ylas copas eran cráneos de hombresvírgenes. Por las noches, pasmadopor la curiosidad y la repugnancia,

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oía en los suburbios el aullar de losnegros perros mongoles —devoradores de los muertos—, unequipo macabro que en dos horasreduce el cadáver llevado a laestepa a puro esqueleto. El últimodeber del auténtico budista consisteen entregar su cuerpo después de sumuerte para el bien de otrosanimales; preferiblemente aanimales que hayan ascendido losuficiente por la escalera delkarma; los gusanos no caen en esacategoría.

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Los cráneos y huesos no serecogían; uno se podía tropezar conellos a medio kilómetro de lascalles del centro. Algunos de losesqueletos me parecían femeninos:y entonces permanecía durantelargo rato contemplando aquellapobre carcasa, e incluso, si nohabía nadie cerca, la movía con unpalo para tomar conciencia de loperecedero de la carne y resistir asía la tentación de las tabernas ytiendas chinas, donde se vendíanabiertamente ilustraciones en las

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que el espíritu de Oriente meseducía con su indecencia:representaciones de machos con lospenes erectos de casi todos losbichos que Noé había llevado a suarca. Los penes tenían calibresdiferentes, pero formas semejantes,y como también eran semejantes ami propio pene, yo sentía unasensación vaga, situada entre eléxtasis panteísta y las ganas devomitar. En otros dibujos, hombres ymujeres copulaban refinadamente y

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sin pasión ninguna. Como en un ritodurante el cual no se suponeninguna relación entre susparticipantes: es más, no sepermite. Eso era lo que más meemocionaba: las caras de lasparejas no expresaban nada másque, como mucho, la satisfacciónpor su capacidad para tomar algunapostura complicada, como si en esoresidiera su único deleite. Enrealidad, los cuerpos seentrelazaban en combinaciones tancomplicadas que me costaba

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trabajo entender a quién pertenecíacada extremidad; y los más difícilera determinar quién era él y quiénella. Todos tenían los ojosrasgados, las mejillas sonrojadas yredondas, llevaban los mismospeinados y kimonos del mismocorte. Y por debajo de los kimonosocurría todo: se abría el cofrecitode jaspe y se levantaba el tronco denefritis. La cuestión de la solidez de aquelmiembro era la que en aquelentonces ocupaba más

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fervientemente mi interés, igualadasólo por mi pasión por la literatura,que quería experimentar, aunque almismo tiempo tenía dudas terriblesen cuanto a mis aptitudes comoescritor. Y las dos se fundían comodos amantes en las xilografíaschinas. Al cabo de medio año sabíahablar chino bastante bien, habíaaprendido docenas de palabraschinas, y, a espaldas de mi padre,quise dirigirme a los lamas-adivinadores del monasterio

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Gandan-Tegchinlin parapreguntarles por mi futuro, pero meconfundía el hecho de que estosguardianes de la sabiduría sagradadefecaban por cualquier rincón deUrga. Eso no menoscababa suautoridad entre la población local,pero minaba mi confianza. Contodo, había en ellos algo degrandeza cuando, hundidos en lacontemplación, permanecíaninmóviles, sentados en grupos osolos en las colinas que rodeaban laciudad, vestidos con sus ropajes de

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monje anaranjados o púrpuras quedestacaban sobre el fondo de laspiedras. Las caravanas haciaOriente, hacia China y, al norte,Rusia, pasaban por delante de ellos.Las dos carreteras, como todos loscaminos en Mongolia, estabanatestadas de huesos de ovejas,bueyes, caballos y... hombres. Enlas noches estrelladas, relucían enla oscuridad, y parecía que lascaravanas no se dirigieran hacia lasacostumbradas Calagan o Cjajta,sino a algún otro mundo superior

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poblado por divinidades mongolastemibles como demonios y porfantasmas enigmáticos engendradospor la mente y la voluntad desimples mortales, que a diferenciade mí, eran capaces de encarnar susilusiones. En este punto, había una llamadade nota al pie: «La verdad es queno puedo garantizar el carácterobjetivo de la existencia de talesfenómenos, pero los menciona elprofesor P.F. Dovgailo en el

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artículo “Breve descripción de losmonasterios budistas de Sain-Noion-jan, al oeste de MongoliaExterior (Jalja)”, en Las obras dela Sociedad Geográfica Imperial,volumen...». Kamenski dedicó las páginassiguientes a su padre, que habíamuerto hacía unos años. Por lovisto, el viejo Kamenski, en tantoque cónsul, «contribuyó en granmedida al crecimiento de nuestrainfluencia en Asia Central», y comoautor de memorias y del libro Un

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diplomático ruso en el país de losbudas de oro, contribuyó a «laampliación de nuestrosconocimientos sobre la religión, lamanera de vivir y la psicología delos mongoles del oeste». Mi padre —había escritoKamenski— era un fantaseador yromántico contumaz, y estascualidades le permitieron penetraren zonas poco accesibles del mundoespiritual de los nómadas, a lascuales los hombres de ciencia

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europeos, agobiados por losprejuicios de la ciencia académicamoderna, llegan muy raramente. Separecía a los personajes de suspropios libros en que era taningenuo como ellos. Por ejemplo,creía en la leyenda según la cual enuna región del Ural, en una cuevacerca de Cungur, había escondidasunas preciosas reliquias budistas;decían que Bogdo-Gheghen IV o Vse las había enviado como regalo aCatalina la Grande cuando éstahabía declarado ser la

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reencarnación de Dara-eje, pero alllegar los enviados a las afueras deCungur, surgieron del interior de latierra unos hombres bizcos vestidosde malajai, atacaron a los enviados,se las robaron, y escondieron subotín en alguna cueva; sin embargo,nunca regresaron por él. Según laleyenda, eran de la etnia de losbaschkiros que se habían unido aPugachev, pero los interlocutoresmongoles de mi padre prefirieronver en ellos a los súbditos deRigden-Dzhapo. Más tarde, se supo

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que Dovgailo, en aquel entoncesprofesor asistente, hizo un viaje aCungur expresamente paracomprobar la leyenda in situ. Talera la capacidad de mi padre decontagiar con sus creencias a losmás escépticos. Debajo estaba la única fraseborrada: la aplicación con que lahabía cancelado llevaba a pensarque Kamenski había estado a puntode revelar algún secreto, aunque sehabía dado cuenta a tiempo. Iván

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Dmítrievich tomó la lupa y, trascinco minutos de esfuerzos,consiguió leerlo. «¡Dios mío! Quéextraño se me hace pensar que sinesto nunca me habría enterado...»No podía discernir la últimapalabra, que no sólo estababorrada, sino también tachada continta. En conclusión, lo que poníaera: Hace unos días tuve un sueño, deesos que, al despertarse uno por lamañana, no sabe decir si los ha

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soñado aquella noche o si ocurrióhace muchos años y ahora hadespertado en su memoria: una filade jinetes vestidos con deel azulmongol avanzaba lentamente poruna infinita llanura crepuscular,sobre los guijarros rojos del Gobi.El primero llevaba en la mano unestandarte de color indefinido sobreun mástil de brocado dorado. Losjinetes se alejaban y me parecíacomo si se elevaran hacia un cielocada vez más alto. El cielo estabadespejado, y en el horizonte se

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alzaba el humo de los incendios. Yoseguía a los jinetes con la mirada, yuna tristeza inexplicable meoprimía el corazón. De repente, elprimer jinete miró atrás y le vi lacara: era yo mismo. Iván Dmítrievich metió elmanuscrito en la carpeta, se levantóy dio unas vueltas por el cuarto. Notenía sueño, el extraño deenigmático rostro que le habíaseguido volvía continuamente a sumente. Para distraerse, tomó la

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pluma. Escribir hasta tarde era elmejor somnífero para él. Llevaba una semana trabajando enuna ampliada instrucción deservicio para los agentes de lapolicía que le había encargado elcomisario de la capital. IvánDmítrievich ató las cintas de lacarpeta, desató otra y leyó otra vezel párrafo introductorio: El agente de policía debe serpolítica y moralmente leal, honrado,sensato, hábil, valiente,

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desenvuelto, persistente, paciente,franco, sociable con suscompañeros de trabajo, respetuosocon la jefatura, incorruptible, seriocon las cuestiones de religión,enérgico y robusto; tener vista yoído agudos, buena memoria; debeser consciente de su deber, ycumplirlo ha de ser para él tambiénuna cuestión de honor. Evidentemente, no existíanagentes así. Era un ideal, un puntode referencia, más espiritual que

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práctico; pero cuanto más alto es elideal, más fuerte es la culpa por nocorresponder a él. Resultaba útilpara reforzar la disciplina. Paraponer este ideal a una alturacompletamente inalcanzable, IvánDmítrievich dio, como Turgueniev,«unos últimos retoques»: despuésde la palabra «franco», añadió:«pero discreto», después de lapalabra «robusto» escribió: «ysobre todo que tenga las piernasfuertes». No se le ocurrió nada más.Pero la inquietud seguía

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dominándolo. Entró en el cuarto desu hijo, cogió su camisa y laolisqueó con deleite. Luego tapó aVaniechka y lo besó en la sien,sintiendo que sus músculos serelajaban, como si el calor pacíficodel cuerpo de niño dormido hubierapasado a él. Encima de la mesa había uncuaderno abierto. «Lacomposición», recordó IvánDmítrievich con ternura, «se hapasado la tarde escribiendo...».Encendió la lámpara, puso un

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pañuelo sobre ella y reconoció laescritura caligráfica de su hijo:«Los pensamientos de un viejocuando mira al sol poniente». Debajo ponía: «El viejo estabamirando al sol poniente y pensabaque...». ¡Y aquello era todo!Iracundo, Iván Dmítrievich estuvo apunto de arrancar a aquel burro dela cama y sentarlo a la mesa, perosu mujer lo interrumpió: —Vania —lo llamó en voz bajadesde el umbral de la puerta—,tengo miedo.

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—¿Miedo de qué? —No lo sé, pero cuando teacercas a Vaniechka en plena nochecomo si buscaras en él tranquilidady protección, siempre temo algo. * * * —Hace tiempo que le quieropreguntar —dijo Mjelsky— por quécuando habla de su familia nuncamenciona cocineras ni doncellas.¿Es qué no tenían criada? —Sí teníamos, pero era externa—explicó Iván Dmítrievich—.

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Poco después de la boda, mi mujery yo decidimos que no queríamosalojar a nadie en nuestra casa. —¿Por qué? —Perdone, pero ¿está ustedcasado? —Sí. —¿Fue un matrimonio por amor opor interés? —Por amor. —¿Nunca se les queda pequeñoel dormitorio? —¿Pequeño? ¿Cómo deboentenderlo?

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—Es decir, ¿no tienen de prontodeseos de perseguirse por el pasilloo de jugar al escondite? Las parejasque se quieren lo hacen a menudo,sobre todo por las noches, antes deacostarse, pero también por lasmañanas. En esos casos, lapresencia de extraños le inhibe auno. Claro, si es que se considera ala cocinera como un ser humano. —Pues mi mujer y yo no tenemosesos «deseos». —Lo siento porusted. —Y yo por usted —replicó

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Mjelsky—: primero el dormitorio,luego el pasillo, después toda lacasa, y al final en la persecución dela frescura de los sentimientoshabrá que salir a la calle desnudos.Una psicología típicamente rusa,dicho sea de paso. El hombre rusosabe que detrás del Ural hay muchatierra, y es más fácil trasladarse aSiberia que estudiar agronomía. Iván Dmítrievich hizo caso omisoa aquel comentario mordaz. —Recuerdo cierta ocasión —dijo, entornando los ojos ante la luz

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de la lámpara— en que mi mujerdiscutió con una vecina, y ésta, lamuy bruja, declaró que la mujer queno tenía doncella no tenía derecho aopinar sobre el tema. Mi mujer lapuso en el lugar que lecorrespondía, diciendo: «Pues,señora, que la desvista su doncella;a mí ya me desviste mi marido». * * * Extracto del diario deSalodovnikov: Un día, Baabar y yo estábamos en

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mi casa de Urga. Él bebió un pocod e jorzy y se puso a regañar a sumujer, que era buriatka denacionalidad; y, por cierto, era unamujer joven y bonita y habíaacabado sus estudios en un institutoen Tchita con matrícula de honor;amaba esa ciudad. Baabar se habíacasado con ella antes de salir paraParís, y en aquel entonces leparecía el ideal de mujer de lasestepas: la mujer que aparecería enel proceso de la evolución sólocada doscientos años. Ímpetus por

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el estilo mueven a obrerossimpatizantes del socialismo acasarse con judías inteligentes.Pero ahora la acusó a la vez deeuropeísmo falso, de no sabercuidarse sola, de la astuciasupuestamente propia de todos losburiatos y de incapacidad paraocuparse de la casa. Pero laacusación mayor era su falta dedesarrollo espiritual.Evidentemente, tras aquella vagafórmula se escondía un reprochepor su indiferencia por las antiguas

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costumbres mongolas. Olvidabacómo lo había abrazado y besado supobre mujer cuando habíamossalido de Urga al encuentro de loschinos que avanzaban por lacarretera de Calgan. Yo también tomé un trago dejorzy, cogí la guitarra colgada en lapared y le canté una antiguaromanza rusa sobre un oficial que,antes de irse a la guerra, sedespidió de su mujer enumerándoletodos los peligros que leamenazaban, mientras que su mujer

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no escuchaba nada y sólo repetía:tráeme de la campaña unas mediasde seda. Con eso le di a entenderque había mujeres diferentes, y queBaabar no podía quejarse. Salimosa la calle; estaba anocheciendo. Lostrinos de los bashkur sonabandesde los templos de Da-jure.Baabar permaneció en silencio. Lepregunté si realmente creía en elreino de Rigden-Dzhapo tal comoestaba descrito en el tratado. Élcontestó que por supuesto que no,pero que le convenía usar la

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leyenda para hacer propaganda delas ideas modernas con la formaacostumbrada para los mongoles.«Por otro lado —añadió—, si el ríosuena, agua lleva; todas lasleyendas están basadas en algo.» «¿Incluso la que dice que losagentes de Rigden-Dzhapo cavaronpasadizos subterráneos por debajode Europa?», pregunté. «Mire —dijo Baabar—, habráoído decir que hace dos o tressiglos muchos chinos y japoneses,estando bajo la influencia de los

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jesuitas, se convirtieron alcristianismo. Luego fueron objetode persecución, la mayoría volvió ala religión de sus antepasados, peroalgunos seguían celebrando losritos cristianos en lugaressolitarios, cuevas o refugiosespecialmente cavados para estefin. Ahora, imaginémonos un reflejoespeculativo de esa situación enOccidente: supongamos que, hacecien años, hubieran aparecido enSan Petersburgo gentes convertidasal budismo...»

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«¿De dónde habrían podidosalir?», pregunté. «¡Vaya a saber! Sencillamente,supongámoslo. ¿Cree que se lespermitiría profesar una religiónsatánica a juicio de los clérigosortodoxos? ¡Claro que no! En esecaso, para no ser deportados aSiberia, se reunirían en los sótanos,canteras abandonadas y hasta encuevas para practicar sus ritosbudistas. En resumen, se reuniríanbajo la tierra. Y ésta es la tramareal sobre la que la fantasía popular

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puede haber bordado cualquiercosa.» No tenía ganas de discutir. Enaquel entonces, no podíaimaginarme en qué pesadillasangrienta se convertiría aquelmisterio.

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CAPÍTULO 4 EL SUPLICIO DELMONO

18

A la mañana siguiente, todavía enla cama, Iván Dmítrievich recordó asu perseguidor nocturno y por fincomprendió de qué conocía eserostro, tan pálido como si lohubieran cubierto de harina, con lacomisura de la boca torcida, como

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tras un derrame cerebral. Conaquellas mismas palabras sedescribía a uno de los miembros dela Sagrada Druzhina en El misteriodel diablo de bronce, el que perdióla máscara cuando llevaban a laadivina a la caverna para quebesara la estatua de Baphomet. Durante el desayuno, IvánDmítrievich comió su requesónfavorito con crema agria, hizo queVaniechka concluyera lacomposición y tuvo una brevediscusión con su mujer porque se

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negó a tomar una tisana especialpara el estómago en lugar de técorriente. Sin embargo, logró evitarque llegara la sangre al ríoaccediendo a llevar paraguas. Sumujer quería que se llevase elparaguas sin tener en cuenta eltiempo, e insistía con tal pasióncomo si fuera cuestión de vida ymuerte y su marido no loentendiera. —Vaniechka cree que no le dejoir al colegio porque no haterminado la composición. No le

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digas nada, por favor —advirtióIván Dmítrievich. —No soy tan tonta como crees —contestó ella, cerrando la puerta. Oyó que daba dos vueltas dellave, luego el chirrido del cerrojoy el tintineo de la cadenita. Sólodespués, bajó las escaleras. Uncarruaje de la policía lo esperabaen el portal. —Voy a ir a pie. Márchese sin mí—le dijo Iván Dmítrievich alcochero. Hacía sol y no amenazaba con

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llover, de modo que dejó elparaguas en el asiento del coche yechó a andar por la calle. Pasadosunos diez minutos, al volverse, lovio: el muy canalla lo seguía a lamisma distancia que la nocheanterior. A la luz de la mañana, nosaltaba a la vista la asimetría de susrasgos, pero su cara seguía tanpálida como después de undesmayo. Sin embargo, había algonuevo en sus hábitos: cuando IvánDmítrievich miró atrás, el hombreno hizo ni el menor esfuerzo por

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esquivar su mirada; sin duda sabíaque no valía la pena, que ver unacara así una sola vez era bastantepara memorizarla para siempre. Elhombre se limitó a aminorar el pasoy a sacar las manos de los bolsillospor si tenía que escapar. Peroperseguirlo no tenía sentido. Eramás fácil acercarlo lo más posiblea la jefatura de policía. Una vezallí, los chicos se ocuparían de él. Iván Dmítrievich no volvió amirar atrás, pero una manzana antesde llegar a su meta decidió

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asegurarse de que el dichoso tiposeguía pisándole los talones; sevolvió, y, en ese momento,escondido tras otros transeúntes, elhombre de la cara torcida hizo ungesto imperceptible hacia un lado;era un gesto muy característico yclaro, que se empleaba mucho en elmundillo del espionaje. Entre otrascosas, podía significar: te lo paso.Según entendió Iván Dmítrievich, lavigilancia pasaba a otra personaque estaba cerca de él, pero a quienno conocía. En ese momento, la

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calle estaba llena de gente, y era untrabajo casi imposible descubrir aese hombre. Escupió y siguióadelante sin volverse más. * * * Una vez en la oficina, IvánDmítrievich encontró una carta dela oficina del procurador generaldel Santo Sínodo, y no pudo menosque admirarse de su eficiencia:había pedido el informe el día antesy ya tenía la respuesta. Abrió elsobre, leyó el primer párrafo y

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moderó su admiración: allí no habíamás que retórica: sí, el Sínodoposee información de la secta delos «sanmiguelinos», pero lainformación es escasa. Daba laimpresión de que las preguntas deIván Dmítrievich habían sido lamayor fuente de información. Laúnica diferencia consistía en queestaban repetidas en forma decautelosas conjeturas. Aun así, más adelante aparecíaalgo nuevo: al admitir francamenteque no eran capaces de decir nada

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sobre los principios de laorganización ni de los lugaresdonde ejercía influencia, ni sobresus organizadores, el número demiembros y sus simpatizantes, elautor de la carta pasó a otrosproblemas también importantes,pero más abstractos: Se cree probable —informaba—que al principio la secta reclutara asus adeptos exclusivamente entre elpueblo, pero ahora hacenproselitismo entre intelectuales y

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semiintelectuales de la sociedad,con tendencia al misticismo burdo ymaniqueo. El rasgo característicode esta rama del budismo es laexageración poco justificada delpapel que desempeña el diablo enla vida moderna en comparacióncon épocas pasadas. De igualmanera, esas gentes exageran laimportancia del arcángel Miguelcomo su mayor enemigo, inclusopresumen que es el único capaz deenfrentarse a Satanás. Este, segúnsu interpretación, no es sólo «el

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príncipe de los serafines», sinotambién el archiestratega de lashuestes del cielo; al mismo tiempo,se podría considerar un tirano, aquien, en esta época de revueltas, laSanta Trinidad entregó toda laplenitud de su poder, dotándolo conautoridad ilimitada. El alamoderada de los «sanmiguelinos»considera esta medida forzada ytemporal, pero los radicales creenque permanecerá así por los siglosde los siglos. No obstante, al igualque los primeros, también los

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segundos son de la opinión de queno será Jesucristo, el hijo del Dios,quien nos juzgará durante el JuicioFinal que, dicho sea de paso, notardará mucho, sino san Miguel,aunque en realidad no haría másque presentarnos al Altísimo. Estepunto de vista, tan popular enmuchos estudios radicales, seexplica por el deseo de la gente depoca formación de reconciliar loque a ellos les pareceirreconciliable, a diferencia de aotras personas más letradas en estas

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cuestiones. En concreto, se refierena la misericordia adjudicada desdeel comienzo de los tiempos anuestro Dios Jesucristo y suimparcialidad de juez supremo.Este error, como toda la actividadde los «sanmiguelinos», sefundamenta en la malinterpretaciónde una serie de fragmentos de lasSagradas Escrituras, en particularuna profecía sobre san Miguel, elgran príncipe, del AntiguoTestamento, en el libro de Daniel,versículo XIV, que reproduzco

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aquí: «En aquel tiempo surgirá Miguel,el gran Príncipe que defiende a loshijos de tu pueblo. Será aquel untiempo de angustia como no habráhabido hasta entonces otro desdeque existen las naciones. En aqueltiempo se salvará tu pueblo: todoslos que se encuentren inscritos en elLibro». Iván Dmítrievich leyó la profecíade Daniel dos veces más. Lellamaban la atención las palabras

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«Será aquel un tiempo de angustiacomo no habrá habido hastaentonces». Se podría encontrar enellas una alusión a la situaciónactual en Rusia, tal como seinterpretó en El misterio del diablode bronce:«(...) la decadencia decostumbres y el poder ilimitado delbecerro de oro». Pero el pasaje final se le antojóaún más curioso: «En aquel tiempose salvará tu pueblo: todos los quese encuentren inscritos en el Libro». ¿De qué libro se trataba? Si los

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miembros de la Sagrada Druzhinase consideraban a sí mismos «elpueblo» de san Miguel, estaspalabras pueden interpretarse así:seremos salvados a condición deque alguien escriba un libro sobrenosotros. Iván Dmítrievich sacó la cartaque había encontrado en la mesa deKamenski; si bien se la sabía dememoria, leyó para sí la primerafrase: «Hace un tiempo leconfiamos el secreto que ocultabala actividad de nuestra hermandad».

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¿No se referiría a eso Kamenskicuando dijo a Turgueniev que lehabían sugerido el tema de suúltima novela? Evidentemente, los«sanmiguelinos», como la gente «depoca formación», pasaban sutiempo leyendo las obras de N.Dobry, lo consideraban un grantalento, y al enterarse de a quiénpertenecía el seudónimo decidieroninformar a Kamenski sobre su«hermandad» con la esperanza deencontrarse a sí mismos «apuntadosen el libro» que iba a leer san

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Miguel durante el Juicio Final.¡Sólo a ellos se les podía ocurriralgo así! Gaypel había observadocon acierto: «(...) si a uno se leocurre exterminar a unos servidoresdel diablo con balas de plata, no esningún lumbreras». Pero según lacarta, la razón era otra:«Confiábamos en que, con el talentoque le caracteriza, usaría lainformación que le habíamosbrindado para advertir a lasociedad por medio de una alegoríaliteraria del peligro que la

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amenaza». Se refería, por supuesto,a la amenaza de los paladistas deBaphomet; sin embargo, frente a esaexplicación, la primera de sus dosacotaciones era muy sugerente:«¡No es del todo correcto!». Esosignificaba que él sabía o adivinabaque los motivos eran otros. Iván Dmítrievich tomó una hojade papel y escribió por puntos lahipotética sucesión de los hechos: 1. Los miembros de la SagradaDruzhina, llamados también

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«sanmiguelinos», se dan a conocera Kamenski. El hombre enviadopara tratar con él fue el de la caratorcida; de otra forma no habríasido descrito con exactitud tanfotográfica. 2. A partir de lo relatado porellos, Kamenski recrea lamadriguera subterránea con unamáquina fantástica a modo deestatua de Baphomet para matar alas adivinas, a las cuales nadiesecuestraba ni mataba, y escribe Elmisterio del diablo de bronce.

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3. Gracias a sus informadores,ellos descubren que, en la novelaque aún no ha sido publicada, la«lucha contra las fuerzas del Mal yla destrucción», presuntamenteespiritual, se representa como«fanatismo delictivo». Indignados,toman la decisión de castigar alautor y lo avisan: «A consecuenciade ello, le comunicamos susentencia de muerte. Esta puedeanularse si retira usted su obraantes de que salga de la imprenta».No obstante, Kamenski no cree que

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se atrevan a cumplir su amenaza, yexpresa sus sentimientos con lasegunda acotación en el margen:«Qué horror, ¿verdad? O tal vezno.» 4. Si bien le advierten de que «sitrata difundir este asunto, lasentencia será ejecutadainmediatamente», Kamenskicontacta con un periodista de LaVoz. Los «sanmiguelinos» seenteran y, la noche del 25 de abril,uno de ellos dispara a Kamenskicuando pasea por la calle

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Caravanaya acompañado porSilberfarb. 5. Asustado, Kamenski renuncia ala idea de hacer declaraciones parala prensa. Con el objeto deesconderse de sus perseguidores, sehace con un pasaporte a nombre deAlexei Afanasievich Zaitsev... A partir de este punto, o tal vez unpoco antes, nada era tan claro. Poreso Iván Dmítrievich escribió lossiguientes en forma de preguntas: 6. ¿Por qué al sobrevivir al

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primer atentado Kamenski no pidióel manuscrito de Kilinin y lodestruyó? 7. Tal vez Gubin era un«sanmiguelino». Si era así, ¿pudocastigar a Naïdan-van por suintención de vender su alma aldiablo? 8. En ese caso, ¿quién le informóde ello? 9. Si, según lo que dice Kilinin,El misterio del diablo de bronceacaba de ser publicada y ponerse ala venta, ¿de qué modo llegó el

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manuscrito a los «sanmiguelinos»?¿Acaso alguien lo sustrajo ahurtadillas durante un tiempo o locopió? En ese caso, ¿quién? 10. ¿Y quién les informó de queKamenski había decidido hacer ladeclaración para la prensa? Teóricamente, cualquiera de susallegados pudo hacer lo expuesto enlos dos últimos puntos, pero siañadimos el punto ocho, sólo quedaun candidato sobre el tapete, laúnica persona que pudo hacer lo

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primero, lo segundo y lo tercero. «Dovgailo», escribió IvánDmítrievich con letras grandes; yluego, con letra algo menor: «¿Quérelación tiene con esa gente?». Sedirigió a la puerta, la abrió y gritó: —¡Gaypel! Apareció Constantinov: —Estaba a punto de informarle,Iván Dmítrievich —dijo éste— deque no está: Gaypel hadesaparecido. Se marchó ayer y novolvió. Su madre ha venido estamañana y dice que es la primera

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vez que no duerme en casa. * * * —Espere un momento —pidióSafronov—, las hojas de micuaderno están sin cortar. Iván Dmítrievich le pasó elcortapapeles: —Aquella mañana, me preguntési una de las claves podía serSilberfarb: ¿No nos habría tomadoel pelo a todos? —¿Cómo es eso? —se extrañóMjelsky.

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—Pues que nos engañó conmucho aplomo. * * * Iván Dmítrievich se dirigió a laredacción de La Voz acompañadopor un agente joven y robustoarmado con un revólver, por sivolvían a seguirle, pero por muchoque miraba atrás no pudo ver anadie. A medio camino, decidió cambiarla ruta: primero pasó por la callePochtamskaya, por la oficina de

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Kilinin, que estaba justamente allí: —Dígame —le dijo IvánDmítrievich sin circunloquios—:¿Le pidió Kamenski que aplazara lapublicación de su último libro? Merefiero a El misterio del diablo debronce. —¿Cómo lo sabe? —se alertóKilinin. —No importa, ¿eso significa quese lo pidió? —Sí, pero no así. —¿Y cómo? —Quiso retirar el manuscrito.

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—¿Qué razones dio? —Ninguna. El libro ya estabacompuesto, el dinero por el trabajose lo había pagado por adelantado.¿Por qué iba a hacerlo? Me negué aaceptar su petición; además, él noquiso explicarme nada.

19

Cuando Iván Dmítrievich semarchó de su despacho para ir a vera Kilinin, Constantinov se sentó atomarse un té con los auxiliares.

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Llevaba consigo el azúcar. Al pocorato, se abrió la puerta y Valetkohizo pasar al andrajoso depantalones militares que dos díasatrás les había anunciado ladesgracia de Vaniechka.Constantinov saltó hacia él y locogió por las solapas: —¡Canalla! ¡Haré que te pudrasen la cárcel! ¡Verás qué divertidoes ahogarte en tu propia mierda,canalla!... ¿Quién te encomendó elasunto...? —¿Pero de qué habla, señor? —

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se sorprendió el hombre—.¡Déjeme en paz, he venido por mipropia voluntad! Quiero contar laverdad sobre lo ocurrido... —¡Pues ya puedes empezar! —Pero antes quisiera un rublo. —¿Qué? —Que haga el favor de darme unrublo. Mejor si es de plata. —¿Y un puñetazo no lo quieres?¿Lo habéis oído? ¡Quiere un rublo! —No me pagó nada por elengaño, ¿no es así?, pero la verdadcuesta dinero.

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—Muy bien... —dijoConstantinov, cambiando de tono—, ahora me dirás la verdad. Elotro día me engañaste, estás endeuda conmigo; ahora, si dices laverdad seré yo quien te deba algo.Ajustaremos cuentas: tú no medeberás nada y yo no te deberénada. El andrajoso no tenía las deganar, así que decidió dejarse defilosofías y contestar a los sofismasde Constantinov sin ambages nirodeos:

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—Sin paga no soltaré prenda,aunque me arranquen las narices. —Te las arrancaremos —prometió Constantinov—, ¡teacordarás de mí, bribón! Ordenó encerrar al desdichado enel sótano y se acercó a la ventana.El día era soleado pero hacíaviento, a veces tan fuerte que elcristal de la ventana se estremecía.El viento levantaba nubes de polvo,como suele pasar a principios demayo, cuando las hojas de losárboles no han brotado todavía.

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* * * Extracto del diario deSolodovnikov. Aquel año hacía un calorextraordinario para ser principiosde mayo. Al acercarme al Tola paraque bebiera el caballo, vi aDzhambai-gelun, uno de los lamasde la brigada. Era él quien me habíahablado sobre la gran guerra quetendría lugar entre los mongoles,Rigden-Dzhapo y los infieles.Después, el buda Maidari, que

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actualmente tiene el título debodisatvi y permanece en la cimade la montaña Sumeru, descenderáa la Tierra. La suerte de Dzhambai-gelun esinteresante, pero a la luz de losacontecimientos que vienen lo estodavía más. Por eso voy a exponersu biografía: Dzhambai-gelun procedía de latribu de los derbeti. De niño fueentregado a Erdeni-Dsu, y de allí,en tanto que uno de sus alumnosmás dotados, lo trasladaron al

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convento tibetano Dre-Pun, dondeobtuvo el grado de gelun. Pero nisu ascetismo ni sus estudios demetafísica lograron que se sintieraalgo más que una combinacióncasual de elementos casuales delUniverso. Dzhambai-gelun seguíasiendo el hijo de las estepas, porsus venas corría la sangre oscura del o s batori de Gengis Khan, queninguna ciencia ni creencia eracapaz de diluir. Un día, discutiendosobre religión, golpeó a suoponente en la cabeza con tanta

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fuerza que éste cayó al suelomuerto. Dzhambai-gelun fueencarcelado, pero consiguióescapar del monasterio; durante elinvierno, se escondió en lasmontañas, luego llegó al norte ydesde allí, en un mes y medio, aPekín. Como sabía varias lenguas,consiguió un puesto de intérprete enla administración, donde secomponían calendarios para elexterior del imperio; pero aquellavida tranquila no tardó en aburrirlo.Dzhambai-gelun abandonó su casa y

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a su mujer china y se esfumó en losespacios infinitos de Asia Central.Se rumoreaba que había estado enlas cuevas de Chambala y en elreino subterráneo de los manguisi,los enemigos demoníacos delbudismo. Hay una tercera versión,menos poética, de su biografía, quedice que pasó esos años entre loskalmyks, a orillas del Volga,alternando y a veces simultaneandoactitudes mundanas y espirituales:se ocupó en el aprendizaje de laastrología y robó caballos, tuvo un

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comercio en el templo de Tiumen ypasó una temporada en la cárcel deAstracán; evidentemente, fue allídonde aprendió a hablar y leer ruso. Hará cosa de diez años,Dzhambai-gelun apareció en Jalja,vivió en diferentes monasterios,pero no se adaptó a ningún lugar,creo que a causa de su mal carácter.En Urga, se acercó al príncipeVandan-beile y, bajo su influencia,se convirtió en un fervientepartidario de la independencianacional, que él adornaba con tonos

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místicos y mesiánicos. En nuestrabrigada, Dzhambai-gelun disfrutabade cierto respeto; su autoridad sedebía en gran parte a su presuntocontacto con los agentes de Rigden-Dzhapo, que actuaban por el biendel pueblo mongol en todo elmundo, incluso en San Petersburgo.Al parecer, toda su estrategiamilitar se basaba en la actividad deesos agentes. Aquel día lo encontré en la orilladel Tola. Acababa de lavar sukurma de monje, la extendió sobre

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los cálidos guijarros y se sentó allado esperando a que se secara.Estaba completamente desnudo.Llevaba al cuello, con cordelesnegros por el sudor, variosamuletos-gau. Entre ellos había unpequeño icono con la imagen delarcángel san Miguel. «Es Maidari»,dijo Dzhambai-gelun. Mesorprendió, y Dzhambai-gelun meexplicó que el buda Maidari eraconocido en todo el mundo, peroque cada pueblo lo representaba yllamaba a su manera. Para los

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rusos, es san Miguel, para loschinos es Mile, que suena casiigual. Es soberano del futuro, tieneseguidores en todas partes, aunquepermanecen en el seno de suspropias religiones y veneran aMaidari sin saber su verdaderonombre ni a qué fin están dirigidassus fuerzas. Cuando llegue elmomento, se les revelarán de unmodo especial para trocear lostendones de la carne. Por estahabilidad serán reconocidos por losmongoles, que les perdonarán la

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vida por haberse ganado el derechoa ser súbditos de Rigden-Dzhapo,dignos de entrar en el reino deMaidari. «Usted mismo, sin saberlo—concluyó Dzhambai-gelunechándome una ojeada— puedeformar parte de ellos.» La señora Blavatsky lo habríaabrazado como a un hermano. Todolo que contaba me parecía un ecomongol del eclecticismo religiosode la Europa moderna, pero muypronto comprobé que opinionessemejantes existen también entre los

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colonos rusos. En aquel entonces,yo concebía la idea de contratar aalgunos para formar eldestacamento de artilleros, y conese fin visité al pueblo Mandal, aunos cuatro kilómetros de Urga, unpoblado de raskólnikos llegados dela región de Baikal. Mi oferta detomar a algunos jóvenes para queparticiparan en la invasión de Bars-Khoto no los entusiasmó mucho,pero no se atrevieron a decirmeabiertamente que no por temor aenemistarse con los mongoles.

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Mientras lo consultaban entre sí,pedí permiso para visitar sutemplete. Accedieron, de nuevopara no provocar mi descontento, yme pusieron un guía, que meacompañó a un deplorable edificiode troncos que parecía uninvernadero de buriatos coronadopor la cruz. Dentro, cuando meacostumbré a la oscuridad, vi ungran retablo con la imagen deMaidari. Mi guía me explicó queera el arcángel san Miguel, y queMaidari era su nombre mongol.

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Luego me contó con algunasvariantes más o menos lo mismoque me había explicado Dzhambai-gelun: poco antes del fin del mundo,que no tardaría en llegar, elarcángel san Miguel se enfrentaría aSatán a la cabeza de su ejércitocelestial, y sus adeptos de losdistintos países, que lo venerabanbajo nombres diferentes, lucharíanjunto a él. Lograría la victoria y,después del Juicio Final, quepresidiría, sería a su maneraregente de Jesucristo en su futuro

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reino universal. La capilla estaba limpia y vacía,aunque olía extrañamente a moho,como si bajo el suelo hubiera unprofundo sótano, del que acabarande manar aguas subterráneas. Antesde irme, observé la imagen deMaidari una vez más. Como todoslos budas y bodisatvi, estabasentando en la posición del loto,pero a diferencia de otros no teníala piernas cruzadas, sino que estabasentando sobre una pierna; la otra latenía flexionada, como si estuviera

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listo para descender a la Tierra.Tenía dos dedos de la manoderecha cruzados, igual que laboyarda Morozova en el famosocuadro de Surikov. Evidentemente,eso era lo que llamaba la atenciónde los viejos creyentes.

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Silberfarb resultó ser un hombremoreno y, como era de esperar, denariz grande y orejas de soplillo.Según Constantinov, esa tribu

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sibilina se había provisto de talesorejas para que los tomaran portontos. Cuando le pidieron elmensaje de Kamenski en el que seofrecía a hacer una declaraciónpara la prensa, dijo connegligencia: —Creo que lo tiré. Anoté ladirección y lo tiré. —Lástima —replicó IvánDmítrievich—. Documentos así hayque preservarlos. —¿Cómo iba a saber cómoacabaría todo esto? Kamenski no es

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tan importante como para guardarsus autógrafos. —Nosotros, sus contemporáneos,no podemos juzgarlo. —¡Vamos! Antes de verle leítodos los libros publicados con elseudónimo N. Dobry. ¡Qué absurdo!Sobre todo ése... no me acuerdo deltítulo, en el que Putílov salva a laesposa de nuestro enviado a losEstados de América del Norte. Losindios la secuestran cuando paseacon un mono amaestrado llamadoMiki.

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—¿Quién le reveló suseudónimo? —Un dependiente de la primeralibrería a la que fui. También medijo que uno de sus últimos librosse titula El secreto del camafeo deAfinas. Kamenski dijo que ese librodecía quién y por qué quisomatarlo, pero yo no entendí nada.Trata otra vez de salvajes ávidos desangre, de junglas y de monos. —No hay ningún mono en estelibro. —¿Y qué es lo que hay? Si lo ha

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leído usted, acláremelo, ¿de dóndesacó esos paralelismos?Personalmente sólo veo uno:Kamenski había vivido enMongolia... —¿Cómo lo sabe? —Hace medio año publicamosuno de sus artículos. Era un artículopolítico, pero en él intercalabarecuerdos suyos. El artículo decíaque los mongoles se levantaríancontra los chinos, y contenía unallamada flagrante a los rusos; segúnél, teníamos que ayudarles en su

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lucha por la libertad comohabíamos hecho con nuestroshermanos de los Balcanes. El temanos pareció actual, y el artículo noscautivó por su sinceridad. ¿Quiereecharle un vistazo? Silberfarb hurgó en el cajón de lamesa y sacó un número delperiódico con fecha de octubre.Iván Dmítrievich empezó a leer apartir de la segunda columna: Aunque la grandeza artificial deChina deslumbraba a Asia antes de

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que sus pueblos entablaran unacomunicación directa con otrosestados, su dominio no provocósimpatías ni vínculos establesalgunos; tampoco la creación de laciudadanía china supuso iniciativasinspiradoras. Los oficiales de todoslos rangos, sin blanca y con lascabezas llenas de principiosabstractos de moral china yofuscados por la avidez y el opio,se ocupan antes que nada dellenarse los bolsillos. El espíritu deiniciativa queda sofocado por las

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patas del dragón chino, que matatoda idea de regenerar la culturanacional. Es la condena al mortalestancamiento y al mantenimientodel estado de esclavitud por miedoal castigo impío que recibieron loshombres del imperio de Djungar,exterminados... Se saltó dos o tres párrafos más: Los chinos son temerosos pornaturaleza y, en su lucha, no cuentancon el valor sino con la resistenciapasiva. Tienen miedo del mal

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tiempo, no soportan el frío.Además, el servicio militar no espopular entre ellos, y se consideraun oficio de desdichados, de losque no consiguen hacer una carreracivil o tener un negocio que lesasegure la existencia. Los oficialeschinos, por lo general, son gentesde dudosa calidad moral, y elconcepto del deber, parte integraldel soldado, no existe para ellos.Ni siquiera en el aspecto delhombre chino hay algo de belicosoo varonil. Ningún pueblo del mundo

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posee tan pocas canciones deguerra y glorifica con tantaconciencia las alegrías del trabajopacífico. Los mongoles son todo locontrario... —En fin —concluyó Silberfarb—, Kamenski vivió en Mongolia,como el profesor Lucasevich de Elsecreto del camafeo de Afinasvivió en África. ¿Quizá se llevó deMongolia algo que para losnómadas es una reliquia sagrada? —¿Kamenski en persona le

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mandó el libro a la redacción? —No. Lo compré en la libreríajunto con otras obras de N. Dobry.De haber cumplido él su promesa,yo lo habría mencionado en miartículo. —Por cierto, su artículo está muybien escrito —elogió IvánDmítrievich—, sin duda poseeusted el don de la palabra. —Gracias. —Ese coche macabro, por lanoche, en la calle vacía, y esecochero enmascarado son tan

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reales... —Gracias, gracias. —¡Maravilloso! Me dejaanonadado ante esa maestría paradescribir lo que nunca ha visto. —¿Cómo? —Silberfarb, acunadopor los cumplidos, despertó depronto. —No es ningún secreto —siguióIván Dmítrievich, tenaz— que, apartir del invierno, las ventas de LaVoz habían bajado, pero la ediciónde ayer se agotó antes de mediodía.Me lo han dicho los vendedores de

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periódicos. ¡Enhorabuena! El trucopublicitario está bien pensado, yesperemos que dé sus frutos. Sólosiento que mine la confianza de lagente en la prensa. —Entonces, ¿no cree lo quecuento en él? —Lo siento, pero no. Los rusossomos confiados por naturaleza,pero ese malvado enmascarado, eltiroteo de feria, los fanáticos, lasentencia de muerte... ¡y qué más!Supera usted a N. Dobry. Silberfarb se quedó callado, tomó

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el sobre de la mesa y sacó una hojade papel de correos escrita por unamano desconocida. «He leído el artículo del señorSilberfarb —leyó Iván Dmítrievich—, en el que el autor pidetestimonios de que “la noche del 25de abril, a eso de las nueve, en lacalle Caravanaya, un coche sinlinterna, con un toldo negro y uncochero enmascarado”, puedoatestiguar que...» —Aquí hay una carta más —dijoSilberfarb—, y otra más.

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«A la hora y día indicados, salíde mi casa para pasear a mi perro,y un coche negro con un cocheroenmascarado pasó a mi lado. Alcabo de dos o tres minutos, oí undisparo...» «Mi marido y yo regresábamos acasa cuando, de repente, él dijo:¡mira! Y vi...» Las firmas eran legibles. Y dabansus señas. —Si quiere, puedo besar la cruz—propuso Silberfarb, sacándosepor el cuello de la camisa una

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cadenita con la cruz—. Aunqueconozco el dicho ruso: «Caballocurado, ladrón absuelto, judíoconverso...». —Es la primera vez que oigo esetrío —contestó Iván Dmítrievich. En el fondo de su alma, sabía deantemano que Silberfarb no mentía,y no merecía la pena provocarlo,pero al menos ahora no le quedabaninguna duda. Iván Dmítrievich lepidió perdón, salió a la calle y sesentó en el coche. En el precisoinstante en que arrancó, tomando

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como punto de partida a los judíos,los cristianos y la luz de la luna,que por un lado cría demonios peropor otro se hiela bajo la tierra, seconvierte en plata y expulsa a esosmismos demonios, vio bajo unanueva luz la situación descrita en Elmisterio del diablo de bronce:aquella misión, presuntamentesagrada, que tantas justificacionesnecesitaba, le pareció ahorasospechosa; ese odio casi bestial,cercano a la histeria, con queaquellos fanáticos perseguían a los

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supuestos enemigos de sus ideas.Con tanta pasión sólo uno se ensañacontra algo infinitamente próximo, ypor eso mismo odioso, pues no esposible olvidar el parentesco. Vistoasí, los miembros de la SagradaDruzhina un día debieron formaruna unidad con los paladistas, o porlo menos venían de una mismamatriz. Era sólo un medio deretener en la memoria una conjeturavaga, que se escapa todavía de serexpresada en las palabras, era unatentativa de dibujar un bosquejo que

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sale a la oscuridad de la sombra. —¿Ha aparecido Gaypel? —lepreguntó a Constantinov, que habíasalido a su encuentro. —No, Iván Dmítrievich, pero hayuna noticia importante... Hemosdado con el andrajoso. Primero haintentado sacarnos un rublo, a serposible de plata, que según él ledebíamos por revelar la verdad,pero luego se ha dado cuenta de conquién estaba tratando, como pararecurrir a tales trucos. —Fue anteayer. Yo iba por la

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calle Caravanaya —recitó elmendigo— y me detuvo una señora.Me preguntó: «¿Quieres ganar unrublo?», «depende del trabajo», ledigo. Y ella añade: «Aquí tienes unrublo. Corre a la policía secreta.Allí te darán otro rublo. Les tienesque decir...». —¿Era señora o señorita? —leinterrumpió Iván Dmítrievich. —A juzgar por su aspecto, unaseñorita, pero ¡vaya usted a saber!Iba del brazo de un señor. —¿El hombre era joven o viejo?

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—Joven, pero con cara deentierro. —¿Un estudiante? —¡Cuánto sabe usted! —lo adulóel mendigo. Así terminó elinterrogatorio. Constantinovpreguntó: —¿Qué hacemos con él? —Ponlo de patitas en la calle —dijo Iván Dmítrievich.

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Los señores Rogov vivían en el

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hotel Miller. Iván Dmítrievichllamó a la puerta, pero como nadierespondió pidió al botones queabriera con su llave, bajo suresponsabilidad. Dos días antes, laseñora se había librado tanfrescamente de ellos que ahora sepermitió hacer un registro sin supresencia y sin testigos,completamente a solas. Se fijó en lacama deshecha, en las estanteríasllenas de polvo, en las mondas denaranja y en una media femeninaarrugada que había debajo de la

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cama. El escritorio era el únicooasis de orden. En el primer cajón,había una gruesa carpeta con latraducción de El espejo precioso dela sabiduría sagrada. La joya delpensamiento social de la época deAbatai-Khan, recordó IvánDmítrievich. La sabiduría no eramucha: no más de cincuentapáginas; y los apéndices superabana veces el volumen del texto. Setrataba de un artículo introductoriogeneral, de unas tablas genealógicasy cronológicas, un amplio

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comentario, dos índices y unglosario de términos en el idiomaoriginal. Iván Dmítrievich halló la palabragabala (gabbala) y leyó: «Coparitual para la recolección de sangrede animales sacrificados. Se hacecon la parte superior de un cráneo,aserrado por el paralelo de laórbita ocular, de hombre virginalmuerto de muerte no violenta y queen vida no haya matado a un soloser vivo. En la parte interior yexterior de tales cráneos, debe

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haber determinados trazos, comolíneas y cavidades, que se originande modo natural, pero tienen laforma de las letras del alfabetotibetano o los signos budistassagrados. Como estos objetos seencuentran muy raramente en lanaturaleza, y las condiciones sobrela vida y la muerte del dueño delcráneo son aún más raras, la gabalase considera un objeto demuchísimo valor. Se usa durante losritos mágicos relacionados con elculto de los dokchitos».

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Iván Dmítrievich buscó tambiénesa palabra: «Dokchitos, llamadosa s i mi s mo Chaguisan (mong.),Srunma (tib.), Djapmapala(sanscr.): Severos guardianes delbudismo, cuyo papel consiste encastigar a los pecadores y lucharcontra quienes frenan la divulgaciónde “la religión azafrán” o perjudicaa los lamas. Existen ocho dokchitosprincipales, que también se llamanLos Ocho Temibles: Choizhal(Elic-jan), Czhamsaran (Beg-Dze),Ejin-Tengri, Durben-Ni rurtu,

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Majagala, Tsagan-Majagala,Namsarai y Pamba. También serepresentan con aspecto de seresdemoníacos. Véase tambiénComentario de la nota p. 38». IvánDmítrievich obedeció: En relación con el culto de losdokchitos, tiene un gran interés elpunto de vista de los mongolessobre la figura de Satán,información que tenemos gracias anuestros apóstatas trasladados alárea de Baikal y hasta la propia

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Jalja. Hay dos corrientes depensamiento: 1. Los mongoles creen que eldiablo es uno de Los TemiblesOcho; pero no Choizhal, como seríanatural suponer, teniendo en cuentasu papel de soberano del infierno,sino Czhamsaran, el más belicosode ellos: algo así como un agentebudista en el campo de cristianos,que impide la divulgación hacia eleste de la «fe rusa» («oros jadzin»)y la corrompe desde dentro, paraimpulsar el triunfo final de «la

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religión azafrán» a escala mundial.Como es sabido, eso ocurrirádespués de la gran guerra deRigden-Dzhapo y los mongolescontra los infieles. Tal idea fueexpresada por uno de los lamas delmonasterio Gandan-Tegchinlindurante su encuentro con nuestrocónsul en la ciudad de Urga, elseñor Kamenski, quien ha escritosobre ello en su libro Undiplomático ruso en el país de losbudas de oro. 2. Los mongoles creen que el

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diablo no es dokchit, sino unanálogo cristiano de dokchit, queprotege la «fe rusa» así como LosTemibles Ocho son protectores delbudismo. El profesor P.F. Dovgailose formó esta idea durante suestancia en el monasterio Erdeni-dzu. * * * Todo aquello había tenido sobreSafronov un efecto soporífero.Había dejado de tomar notas y,como consecuencia, había perdido

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el hilo de la narración. De pronto,Iván Dmítrievich le estaba contandoque, al llegar a una colonia deveraneo, había decidido caminar; ledijo al cochero que se marchara yenfiló una calle vacía mirando lasventanas tapiadas de las casas. Laprimavera apenas había empezado,y los veraneantes todavía no habíanllegado. A una media versta, detrásde las dunas arenosas, resplandecíael mar. Cruzó todo el pueblo y vio alo lejos una choza de pescadoreshecha de tablas. Esa choza era el

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objeto de su visita. Safronov noentendía nada, pero no se atrevió apreguntar. Esperaba que todo seaclarara por sí mismo acontinuación. Ante la choza había un pequeñohuerto con dos o tres manzanosenfermos y lilas todavía desnudas,prosiguió Iván Dmítrievich, ysentado en cuclillas, un feo ancianovestido con andrajos. Eraterriblemente flaco y de ojosturbios. Estaba dibujando algo conuna rama en las cenizas de una

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hoguera apagada. Me dirigió unaojeada y preguntó: «¿Adónde va?»«Al fuego eterno», contesté, talcomo me habían enseñado. «¿Dedónde vienes?», fue la siguientepregunta. «Del fuego eterno»contesté. Mis respuestas lotranquilizaron tanto que seguimos laconversación tuteándonos. Su tonose hizo más benévolo: «Dime,¿cuántos años tienes?» «Once»,respondí, pues sabía que esenúmero se consideraba sagradoentre los admiradores del diablo;

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contiene algo más que el númerodiez, un añadido del diablo, quedestruye la armonía divina deluniverso. Además, el número onceconsta de dos unos, lo quesimboliza el doble principio delmundo y, por tanto, la pretensióndel diablo de no ser una bestiarebelada contra el Creador, sino uncreador de lo existente comparablea Dios. Al escuchar mi respuesta, el viejose levantó y me abrió la puerta dela choza. Entramos en un edificio

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oscuro, evidentemente inhabitado,abarrotado de trastos: peroles ybaldes herrumbrosos, herramientasrotas de jardín, tablas podridas y unbatiburrillo cubierto por cristalesrotos, amontonado de tal maneraque sólo quedaba libre la trampilladel sótano sobre la tierra batida. Miguía abrió la tapa y adiviné en laoscuridad un armazón de maderaque parecía un pozo. Unasabrazaderas clavadas en la paredhacían las veces de escalera. Sindecir ni una palabra, el viejo me

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dio a entender que él tenía quequedarse arriba. Me persigné ahurtadillas y emprendí el descenso. Abajo olía a frío, moho y serrín.Calculé a tientas la distancia entredos abrazaderas, conté losescalones y me di cuenta de que,cuando mi pie tocara el suelo delpozo, estaría a cinco sazhenes bajola superficie. El aire era húmedo y frío, olíacomo un foso de verduras malsecado desde el otoño. Se percibíala cercanía de aguas subterráneas.

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Mis ojos se acostumbraron poco apoco a la oscuridad, y me fijé enuna rendija que había en una de lasparedes, por donde se filtraba unaluz lejana. Me dirigí hacia aquellaluz rojiza. Cada cinco o seismetros, unos troncos sostenían eltecho. A veces se oía un susurroalarmante de derrumbe, un chapoteobajo mis pies. Los lugares más intransitablesestaban cubiertos por tablas. Sobredos de esas tablas crucé una puertaabierta bajo un techo entablado y

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me encontré en una sala espaciosaalumbrada por unas antorchasfijadas en las paredes. En el suelode la sala había tarugos aquí y alláa modo de columnas, que formabanuna especie de galería sosteniendolas vigas del techo. Toda aquellaconstrucción tan primitivatransmitía cierta sensación deinseguridad. En la sala había unas dos docenasde hombres y mujeres con máscarasnegras, pero vestidos con ropacompletamente corriente, aunque

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más apropiada para el invierno quepara principios de mayo.Evidentemente sabían ya, porexperiencia de reuniones anteriores,que allí no hacía calor en ningunaépoca. Muchos de ellos llevabanlos faldones de la ropa sucios debarro. Las señoras, vestidas concapotes, abrigos de cuellos de piel,pellizas y guata, me causaron peorimpresión que si hubieran llevado,como esperaba, atavíos exóticosorientales. Cuando entré iba enmascarado, y

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nadie me prestó ninguna atención;consideraban que sus medidas deseguridad eran irreprochables yestaban convencidos de que ningúnextraño sería capaz de entrar allí.Cogidos de la mano comocorresponde a los admiradores deldiablo, es decir, con los índicesdoblados en un gancho, jugaban alcorro como niños alrededor de laestatua de Baphomet que estaba enel centro de la sala. Vi el famosohocico de buey que mostraba losdientes y cuatro colmillos, su pecho

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grosero, el estómago escamoso, eltaparrabos bajo el cual asomabanlas patas de perro pintadas de rojo.El bronce había tomado un tonoverdoso, y daba la impresión de uncuerpo lanudo, los labios se abríanen una repulsiva sonrisa desuficiencia. Tenía los brazos listospara el abrazo, que me recordaronel fin que me esperaba si medescubrían y no podía escapar porla abertura arcillosa de la pared. Siconseguía meterme en el túneldetrás de la puerta, los paladistas

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sólo podrían seguirme de uno enuno, y eso me permitiría llegarhasta el pozo y disparar a misperseguidores. Estaba yo parado en la entradacuando noté la mirada de un hombrealto vestido con una esclavinaencima del abrigo. Era el único queno participaba en el juego delcorro. Su presencia y modo decomportarse daban a entender queera el Gran Maestro de lospaladistas de Baphomet. Lamáscara ocultaba su rostro, la

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esclavina holgada no permitíadiscernir el contorno de su figura,pero aun así tuve la impresión dehaber visto antes a aquel hombre.Palpé mi revólver en el bolsillo,suponiendo que tendríapensamientos semejantes conrespecto a mí, pero enseguida serelajó o decidió no sacarconclusiones de forma apresurada,y con un ademán imperioso con lamano enguantada me ordenó que meuniera a los demás. Me situé entreuna matrona corpulenta vestida con

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un abrigo de piel de zorro y unseñor fino con capote de oficial.Llevaba los galones tapados por uncrespón para ocultar eldepartamento donde servía; era laprueba de que no se confiabanplenamente. Doblé mis dedos enforma de gancho, me cogí a los demis vecinos y nos pusimos agalopar. El juego del corro era cada vezmás rápido y, tras una indicacióndel Gran Maestro, los paladistasentonaron su himno. La melodía era

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muy sencilla, como un mugido, perola letra era una poesía extraña,salvaje y oscura. Para que nocayeran en la cuenta de que noconocía el texto sagrado, tuve quehacer milagros: acompañaba laprimera palabra de cada estrofa yadesde la segunda sílaba, y al mismotiempo trataba de adivinar lacontinuación a partir del contenido,el ritmo y la rima; en la mayor partede los casos lo conseguí, pues lalentitud de la melodía me facilitó latarea. Lo canté todo, y sólo en los

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puntos más blasfemos me limité a lamelodía sin palabras. El himno decía que la llama delinfierno es el alfa y omega decualquier sabiduría, el almacontiene todos los secretos deluniverso en la gehena del fuego y setempla como la espada. Por esoDios atrae a las almas rusas alParaíso con engaños, parapreservar su poder sobre eluniverso. Pero el paladistaauténtico conoce la verdad y hacetodo lo posible por alcanzar la

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llama eterna. Está claro que todo lobueno no se obtiene de balde; hayque merecerlo. De eso se ocupabanen ese momento: cada estrofacontenía alabanzas a Baphomet. Loselogios, por lo ordinarios, parecíanlos títulos con que los sacerdotescondecoraban a algún reyezueloextranjero, convenciendo al pobrehombre de que todo el mundoacudiría a venerarlo a su choza dehojas de palma cosidas conintestinos de pescado y untadas demierda de cerdo para darle solidez.

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De repente, el Gran Maestro seacercó a una portezuela baja perosólida que se encontraba en lapared, descorrió el cerrojo y gritó:«¡Miki! ¡Te estamos esperando!».«¡Miki!», se pusieron a gritar lospaladistas sin abandonar el corro.Me uní a ellos: «¡Sal, Miki!».Yomiraba la puerta que se abríalentamente, a la expectativa:apareció un profundo nicho del cualsalió arrastrándose un mono debuen tamaño. Debía de estaramaestrado, pues se levantó

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hábilmente sobre las patas traserasy se dirigió directamente a míbalanceándose y gruñendo. Todosquedaron petrificados, mi vecinome soltó el dedo. Sentí que elcorazón me daba un vuelco, pero elmono pasó cojeando entre nosotrossin prestarnos ninguna atención y sedirigió al centro del círculo; nosvolvimos a coger el dedo.Seguimos con nuestro juego delcorro alrededor del mono, quelanzó un grito de guerra y se puso asaltar en torno a la estatua de

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Baphomet como si quisieraatacarla. Entonces lo comprendítodo: aquella farsa abominablerepresentaba la lucha de aquel aquien acabábamos de cantar loas yaquel cuyo nombre había sidoreducido a un ofensivo nombre deanimal y cuyo aspecto severo dearcángel parodiaba esa bestia. Mesentí iracundo, pero traté demantenerme fuerte y observar. Nuestro corro giraba cada vezmás rápido, obedecíamos al ritmoque nos daba el Gran Maestro con

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sus ademanes, mientras élpermanecía apartado. A veces,como durante las reuniones de lasecta de los jlistovski, uno de lospaladistas gritaba con voz histérica:«¡El alma de los soles responde alrespiro de las flores!» o: «¡Rosadel mundo, tserael!». A esasdeclaraciones con tan poco sentido,el corro respondía con algo aúnmás incomprensible. Mientras tanto,el venerado Miki seguía saltando enla arena. El diablo de broncepermanecía inmóvil.

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Evidentemente, el mecanismoentraría en juego más tarde. Contélas ocultas aberturas de las cualessaldrían los aguijones mortales;eran once. «¡La espada! —bramó alguiencon histeria—, ¡dadle la espada alGran Maestro!» Trajeron unabayoneta con cuchilla, por cuantopude ver muy normal, a no ser porlos signos del alfabeto mongolsoembo que llevaba pintados sobrela hoja, que los paladistas teníanpor mágicos. Un adepto con

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iniciativa llevó respetuosamente elcuchillo al señor de la esclavina.Este besó la hoja, entrósilenciosamente en el círculoformado ante él y se situó al lado deBaphomet. Ahora eran dos contrauno . Miki comenzó a gruñir, secubrió el hocico con las patas eintentó abandonar el campo decombate, pero estrechamos las filasy le cortamos el camino de retirada.Lleno de terror, caí en la cuenta deque, a continuación, estrecharíamosel círculo y obligaríamos al pobre

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mono a meterse entre los brazos deBaphomet. Probablemente habíaque interpretarlo así: cuando el grancornudo quedara extenuado tras laúltima batalla contra elarchiestratega de las fuerzas delcielo y estuviera a punto de servencido, los paladistas,encabezados por el Gran Maestro,acudirían en su ayuda. Unos pinchazos poco peligrosospero sensibles asestados con labayoneta quitaron a Miki lavoluntad de resistirse. Se puso a

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cuatro patas, e intentó deslizarsepor entre las piernas de losparticipantes del corro; por todaspartes recibía rabiosos puntapiés.Entonces también él se pusorabioso y empezó a rugir y correrde un lado para otro buscando algúnpunto más débil en la cadenahumana que le rodeaba. Dio dos otres saltos sin éxito, pues siemprelo rechazaron. Desesperado,mordió a alguien y arañó con lasuñas: se derramó la primera sangre.Para ser sincero, los paladistas

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mostraron una fuerza moralenvidiable: aunque muchos tenían lacara y las manos cubiertas desangre, nadie vaciló. Cuando elimpulso del mono enfurecido eraespecialmente fuerte, el GranMaestro acudía con su bayoneta, yMiki se retiraba enseñando losdientes. Sentí ganas de vomitar por lo queestaba sucediendo ante mí y con miparticipación, pero no podíadefender al animal torturado o huirsin que me descubrieran. No me

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quedó más remedio que consolarmecon la idea que Miki sería su últimavíctima, y que el sacrificio no seríaen vano: si no me descubrían, en lapróxima ocasión todo habríaterminado. Miki se rindió por fin. Conmirada de fiera acorralada, seagazapó debajo de las piernas deBaphomet. Nuestro impulso sesuavizó y rodeamos al animal no yacon un solo cerco, sino con dos.Los de primera fila se le acercaronmucho, pero él ni siquiera mostraba

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los dientes, se limitaba a mirarnoscon una tristeza mortal en los ojos. Yo estaba al borde del desmayocuando el Gran Maestro se colocófrente al mono encogido en el sueloy empezó a golpearlo con subayoneta en las patas delanteras,obligándolo a levantarse sobre lastraseras. Con un gañido, Mikiobedeció. Debía de tener laesperanza de aliviar su suerte conla obediencia. Entonces el GranMaestro lo golpeó en las patastraseras, mientras los paladistas

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estrechaban el cerco dejándole unasola posibilidad de salvación:trepar por la estatua de Baphometcomo si fuera un árbol. Miki empezó a trepar lanzandochillidos, y en ese preciso momentoel mecanismo se activó: las patasabiertas del monstruo se cerraronde golpe; los terribles aguijonessurgieron de las patas y demásmiembros de la estatua; todos dedos en dos, menos uno: el másterrible, que apareció a la altura delcorazón de la víctima.

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Con un estremecimiento, vi comoaquel pobre mono era atravesadopor once cuchillas, mientras sedebatía gritando en brazos deldiablo de bronce. El suelo seencharcó de sangre, pero, antes decaer, el mono arrancó con un gestoinconsciente la máscara del GranMaestro, arañándole el cuello.Estuve a punto de lanzar un grito alreconocer a aquel hombre. Era... Iván Dmítrievich sabía hacerpausas teatrales, pero la pausaahora se dilató tanto que Mjelsky no

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pudo evitar preguntarle: —¿Y quién demonios era? —Aquella tarde no supe más. —Pero ha dicho que reconoció aese hombre... —advirtió Safronov. —No me ha escuchado conatención: me he limitado a exponerel contenido de las notas queencontré sobre el escritorio deRogov. Encima estaba El espejoprecioso de la sabiduría sagrada,y debajo encontré esa brevememoria de la que faltaba la últimafrase. Rogov lo escribió en primera

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persona, y yo he referido el texto talcomo era. —¡Qué fantasía tan morbosa! —opinó Mjelsky. —Al principio yo también lopensé, pero luego tuve que cambiarde opinión. —¿Y creyó que su fantasía erasana? —Me di cuenta de que no setrataba de una fantasía.

22

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Al salir del hotel Miller a la calleKirochaya, Iván Dmítrievich olvidóque había ido hasta allí en el cochede la policía, y se dirigió a uncochero que estaba por ahí. Éste, alver que se acercaba, cambió deexpresión y le dijo con voz ronca:«¡Estoy ocupado!». Aquel rostro lepareció familiar, pero justo en esemomento acudió el cochero de lapolicía, e Iván Dmítrievich subió asu carruaje sin darle másimportancia. Sólo cuando estuvo ensu despacho, recordó que aquel

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mismo cochero le había recogidodos días antes en la calleCaravanaya, después de laconversación con Kamenskaya yKilinin. Difícilmente podía ser unacoincidencia casual. A las ocho ya estaba en casa,pero a pesar de la horarelativamente temprana, su esposalo recibió como de costumbre: —Qué mala cara tienes... —Vamos, dime que tengo cara decáncer de estómago —sugirió IvánDmítrievich.

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—¡No seas agorero! Por cierto,esta mañana te he dado el paraguas,¿dónde lo has metido? —Me lo he dejado en la oficina. —Pero si vienes del otro lado. Tehe visto. —Tenía algunos asuntospendientes en el centro. —Entonces —concluyó la mujercon tono amenazante—, no te hasllevado el paraguas al salir a hacerlos recados... —¿Y para qué? No ha llovido... —¿Y si hubiera llovido? ¿Y si

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llueve mañana? ¡Cuántas veces mehas prometido que llevarías elparaguas! —¡Pero si siempre lo llevo! —¿Entonces, dónde está? —Me lo he dejado en el piso demi amante —dijo Iván Dmítrievich,marchándose al cuarto de baño. Sumujer lo siguió aullando: —¡Eso no lo digas ni en broma!¿Me oyes? ¡Ni en broma! Mientras esperaba la cena, pasópor el cuarto de Vaniechka y echóun vistazo al cuaderno en el que

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había hecho la redacción sobre «lospensamientos del viejo que mirabael sol poniente» pero no lo leyó. Envez de hacerlo, se tendió sobre elsofá de su despacho y se puso lasmanos detrás de la cabeza; depronto, notó un pinchazo en lanalga. Se había pinchado con unaaguja, pero con los dedos tocóvarias, clavadas en algo blando:encendió la lámpara. Se trataba deun muñeco de trapo que se parecíaa él. Lo más desagradable era quetenía clavadas por todas partes unas

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agujas cortas y gruesas. Antes decontarlas, supuso que serían once.Así era. Iván Dmítrievich escondió suhallazgo en el armario, llamó a sumujer y le preguntó, sin másexplicaciones, quién había estadoallí durante su ausencia. —Nina Nicolayevna, el cartero,dos compañeros de clase deVaniechka... —enumeró la mujer—.Y ya está; nadie más. —Ya. ¿Has abierto la ventanapara ventilar el cuarto?

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—Sí, he ventilado. —¿Qué ventana has abierto?¿Ésta o aquélla? —La de al lado del sofá. ¿Porqué? ¿Pasa algo? —Huele raro —se apresuró amentir Iván Dmítrievich. —Yo no lo noto —dijo ella—.Cuando un hombre está malo delestómago, es muy sensible a losmalos olores. Iván Dmítrievich la mandó apaseo y se acercó a la ventana paraasomarse a la calle. Vivían en el

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primer piso, y no era imposible quehubieran lanzado el muñeco desdela calle. Recordó la frase queKamenski había escrito en unasituación semejante: «Qué horror,¿verdad? O tal vez no». Sinembargo, tenía el corazón en unpuño, como cuando uno está a puntode cruzar un umbral para descubrirun secreto y en el secreto reside lamuerte, y en su solución el terror deseguir viviendo junto a lo que estádetrás de ese umbral.

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* * * Extracto del diario deSolodovnikov: Cerca del pueblo de Dzun-Modo,a unas treinta verstas de Urga, habíauna fortaleza en ruinas. Tardémucho tiempo en convencer alcomandante de que la fortaleza eraun regalo del azar, muy apropiadapara adiestrarnos a asaltarfortificaciones de ese tipo. Por finme dio la razón en que el asalto deBars-Khoto era inminente, que sólo

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era cuestión de tiempo. Para losentrenamientos fabricamos unasescaleras de las que se usan durantelos asedios. Se suponía quedebíamos llevarlas hasta Bars-Khoto, en plena estepa, en losconfines del desierto del Gobi. Meparecía muy improbable quelográramos llevar hasta allí loscañones. La fortaleza de Dzun-Modo teníauna sola muralla con dos torres enlos extremos. De los otros tresmuros que hubieran debido formar

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un rectángulo sobre la cima de lacolina herbosa, no había ni rastro;ni siquiera quedaban los cimientos.Cabía suponer que habían sidousadas para otras construcciones,pero ¿quién podría necesitar suspiedras allí? Los mongoles vivíane n yurtas, las fansas de Dzun-Modo eran de barro, y aunque laschimeneas de los patios seconstruían con piedra, era pocoprobable que tres murallas defortaleza hubieran podido reducirsea ese uso. Lo que había habido

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dentro de las murallas también eraun enigma. Ahora sólo quedabanmadrigueras de tarbagan, unaespecie de marmota. Más tarde supe que la fortalezanunca se había terminado. Lo ciertoera que se percibía algo extraño enella, no era un edificio destruido,sino a medio construir. Losmongoles me explicaron que fue porel asesinato alevoso del príncipeNaïdan-van, cuya residencia en otrotiempo había estado en Dzun-Modo,y que quiso construir la fortaleza

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para su lucha por la independenciade Jalja. Contaban una historia sobreNaïdan-van completamente mítica:unos treinta o cuarenta años atrás sehabía dirigido a San Petersburgopara pedir ayuda a Tsaganjan, esdecir Alejandro II o III, para laguerra contra Pekín. Al parecer, secayeron tan bien que éste quisoconvertirse en su hermano.Decidieron beber kumis de lamisma copa tras echar tres gotas desangre de cada uno. Pero los chinos

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habían envenenado el cuchillo deNaïdan-van, quien murió nada máscortarse el dedo para el rito.Después de su muerte, laconstrucción de la fortaleza seinterrumpió, y se quedó con un solomuro. Y ahí estaba, en medio del vacío,defendiendo nada de nada, sinsentido, como un capricho deldéspota de Asia; pero impresionabapor la maestría de su mampostería ylas líneas impecables de su relieve.Parecía como si los constructores

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hubieran sabido que no iban apoder acabar su tarea y, paraolvidar la irremediable frustracióndel proyecto, hubieran dado muchaimportancia a los detalles, comoocurre cuando la aplicación y elsentido del deber sustituyen la fe enel éxito. Yo lo sabía porexperiencia. Los tserigs formaban una multitudsombría al pie de la colina. Lesordené descargar las escaleras deasedio, pero surgió la cuestión decómo llevarlas durante el asalto,

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¿con los ganchos delante o detrás?No estaba claro si sería mejor, enmedio de los disparos, apoyarcontra la pared el cabo delantero o,al contrario, el trasero. Unosvoluntarios probaron las dosvariantes y me quedé con laprimera. Luego, con la ayuda de losoficiales, repartí a los tserigs porgrupos según el tipo de arma. Losprimeros iban armados con lanzas yatacaron al enemigo imaginario dela fortaleza directamente desde los

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travesaños de la escalera. Losseguirían los que llevaban lossables. Debían llevar los fusilescolgados a la espalda, puesto queno eran útiles durante el combatecuerpo a cuerpo. Los de abajo,mientras tanto, cubrirían a losatacantes con fuego graneado defusiles y ametralladoras. Cuando un señalero con gorro depiel de zorro y orejeras tocó sucaracola, las ametralladorasabrieron fuego a la vez por encimade la cresta del muro y las almenas.

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Los ametralladores regularon eltiro; di una indicación al segundoseñalero, y la segunda caracola seunió a la primera con un sonido aúnmás estridente: era la señal delcomienzo del asalto. Los tserigssalieron colina arriba, llegaronhasta la muralla, arrimaron lasescaleras y se pararon. Algunos sesentaron, otros incluso se echaronal suelo escuchando el silbido delas balas sobre sus cabezas. Segúnmis órdenes, el tiroteo debíainterrumpirse en ese momento, pero

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no se interrumpió. Los tserigs seenfurecieron. El polvo y algunostrozos de las almenas caían sobresus cabezas. Ordené volver a empezar desde elprincipio. De nuevo ulularon lascaracolas. Aunque los mongolesnunca habían visto el mar, no sabíannadar ni comían pescado, pues loslamas les habían prohibido comeresos seres sin párpados, se negabana obedecer las señales de lastrompetas ordinarias y escuchabancon veneración el sonido de esas

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criaturas voraginosas de losocéanos. El sonido de las curvasnacaradas penetraba el oído enforma de espiral; el pabellónauricular respondía a la caracolacomo si ambos hubieran estado enel fondo del mar y hubieranpreservado la memoria delparentesco de aquellos tiempos.Mientras observaba a los tserigsencaramarse por la colina con lasescaleras, recordé la leyenda deAndré Briousson. Esta vez, eltiroteo se interrumpió mucho antes

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de que los tserigs llegaran al muro. Cuando empezamos por terceravez, aparecieron tres jinetes por ellado de Dzun-Modo. Uno de ellos,todavía lejos, se levantó sobre losestribos y gritó algo con voz alegre.«Nos dice que nos alegremos —explicó mi intérprete—, desde ayerBogdo-Gheghen está mejor. Sualteza se está curando». Me dicuenta de las consecuencias de esanoticia: significaba que la lucha porel poder entre los príncipes y elpartido de los lamas dejaba atrás su

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fase latente, y que no retendrían mása la brigada en Urga. Los jinetes senos acercaron, y el mayor meentregó un paquete del ministeriomilitar. La carta me informaba de losiguiente: el santísimo Chiidzhin-lama, oráculo principal del Estado,cuya sabiduría se elevaba más quela cima de la montaña Sumeru,hermano carnal de Bogdo-GheghenVIII, por medio de adivinacionesestableció que el día más favorablepara el asalto de Bars-Khoto era el

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quince de la cuarta luna del segundoaño de la Época del Entronizadopor Muchos. Al lado estaba la fechasegún el calendario juliano. Faltabamenos de una semana paraentonces, y aunque era yo mismoquien preparaba y apremiaba laexpedición, el corazón me dio unvuelco.

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SEGUNDA PARTE:EL JUBILGAN

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CAPÍTULO 5 EL FANTASMA DEERDENI-DZU

23

Al día siguiente, viernes, IvánDmítrievich no fue a trabajar ytampoco al entierro de Kamenski,aunque desde hacía tiempo tenía lacostumbre de presenciar losentierros de las personas cuyoasesinato investigaba. Durante

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aquella semana, la relación con sumujer había empeorado tanto quepensó que sería mejor pasar un díaen casa. Se le había ocurrido el díaantes, y le pidió a Constantinov quese acercara al cementerio paraobservar el comportamiento deZinochka y su marido. Por si acaso,Iván Dmítrievich decidió queVaniechka no asistiera a clase.Después del desayuno, su esposa lemandó hacer los ejercicios defrancés y se metió en la cama. Lohizo como si fuera un sacrificio,

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como si no tuviera sueño pero seesforzara para tener buena cara yalegrar a su marido. —Nina Nicolayevna dice que elcuidado de los seres queridoscomienza por el cuidado de unomismo —dijo al retirarse aldormitorio—. Cuando era joven, yono entendía estas cosas, pero ahorasí. —¿Quién es Nina Nicolayevna? —Nina Nicolayevna, la delsegundo, la mujer de PavelSemionóvich. La que me recomendó

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la costurera que me hizo el salto decama. Iván Dmítrievich entró en sudespacho, abrió la ventana y seasomó a la calle: Valetko seencontraba al extremo de lamanzana; le había ordenado estarallí ya antes del amanecer, por siaparecía el hombre de la caratorcida. ¡Entre los dos lo cogerían! Iván Dmítrievich se echó una horau hora y media en el sofá y, cuandosalió del despacho para ver quéhacía Vaniechka, oyó una voz desde

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el dormitorio: «¡Vania, ven!». Su mujer estaba tumbada en lacama con un ejemplar de La Gacetade San Petersburgo de hoy en lasmanos. —He encontrado una noticia quepuede ser importante para ti —ledijo—. Creo que puede ser obra delmaníaco. —¿Qué maníaco? —¡Cuál va a ser! ¡El responsablede que ayer pasáramos todo el díaen casa Vaniechka y yo! —Ah —recordó Iván

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Dmítrievich. —¿O lo has cogido ya? —No, todavía no. —Entonces lee esto. Tiene queser obra suya. Iván Dmítrievich tomó elperiódico. Entre las noticias de laciudad y de las provincias estaba elsiguiente artículo: Un cadáver de chimpancé ha sidoencontrado por unos pescadores enlos alrededores de la coloniaveraniega Terioki, entre las dunas

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de la playa. El cuerpo del monomuestra once heridas hechas por unobjeto afilado semejante a unabayoneta. No está claro todavía siel mono se escapó de alguna feriaambulante y murió a manos de algúnveraneante de los que vienen apreparar sus casas a principios detemporada; o si fue víctima de sudueño, que llevó el cuerpo lejos dela ciudad. Los capitanes de barcosmercantes tienen a veces monosamaestrados, pero no tan grandes.Además, el lugar donde fue hallado

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excluye la posibilidad de que lotiraran por la borda y que las olaslo arrastraran hasta la orilla. Lasonce heridas hacen suponer que elmono atacó a alguien que le asestóluego los golpes, que resultaronmortales. Cabe también laposibilidad de que el asesino noestuviera en su sano juicio, poralguna enfermedad mental o por elabuso de bebidas alcohólicas. —¿Qué te pasa? —se alertó sumujer—. ¡Estás más pálido que un

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cadáver! —Nada, estoy bien. —¿Es él? ¿Tenía razón yo? —Sí, gracias. —¡Te ruego que tengas cuidado! —Sí, lo sé. —Tienes que llevar siemprecontigo un revólver cargado.¿Tienes un revólver? —Sí, tengo uno... ¡Dios mío, quéabominación! —dijo, con rechinarde dientes. —Vania —dijo su mujer en vozbaja—, ¿puedo preguntarte una

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cosa? —¿Qué? —Pero no te enfades: yo entiendoque las mujeres tienen que hacercomo si no supieran estas cosas,pero no quiero fingir. ¿No vas aenfadarte? —Que no. —¿De verdad? —¡Habla de una vez! ¡Déjate derodeos! —Ya estás enfadándote. —Perdona, qué tonto soy. —No necesitamos palabras

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vanas, entiendo tu estado. ¡Pero tútambién tienes que entender el mío!Ayer hubiera podido estar en ellugar de ese mono. Tú mismo hasdicho «¡qué abominación!». —¿Y qué iba a decir? —¿Quizá pensaste que antes dematar a esa mona la...? —Era un macho. Se llamabaMiki. —¿Cómo lo sabes? —sesorprendió su mujer, pero IvánDmítrievich ya se había levantadoal oír llamar a la puerta.

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Era Constantinov para anunciarque Zinochka había presenciado elentierro, pero que Rogov no habíaasistido. Mientras le enumeraba losnombres de quienes habían llevadolas coronas, de los que habíanasistido personalmente y de los quedespués del cementerio, habían idoa casa de la madre de Kamenskipara la comida de exequias, IvánDmítrievich despidió a su mujercon un beso. Ella le dijo: —Me alegro de serte útil alguna

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vez. Los dos hombres salieron a lacalle. —Ayer me quedé en la oficinahasta tarde y esta mañana he pasadohace una media hora —informóConstantinov—: Gaypel no haaparecido. Valetko se acercó a ellos einformó de que llevaba allí desdelas cinco de la mañana y no habíanotado nada sospechoso durante suguardia. —Síguenos —le ordenó Iván

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Dmítrievich—, pero no de cerca.Mantén la distancia. El viento frío le recordó queestaban a principios de mayo. ElNeva se había desheladorecientemente. Torbellinos depolvo flotaban por la calzadalevantándose hasta los primerospisos. En uno de ellos se leapareció una visión: Gaypelatravesado por once láminas. * * * Aquel día de mayo, cuando el

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cuerpo de Nicolai EugenievichKamenski descendió a la tumba enel cementerio Tijovinskoe, tambiénllamado Novo-Lazarevskoe, enMongolia era el fin del tercer mesde primavera según el calendariolunar. La estepa reverdecía, duranteel amanecer aparecían los primerosgansos que se marchaban al norte.Los mongoles tienen su propiocalendario: las estaciones del añono son cuatro, sino cinco. No hayotoño, sino tres veranos diferentes,el primero de los cuales estaba a

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punto de empezar. Poco más omenos en ese momento, el carruajecon el ataúd de Naïdan-van y losjinetes que lo acompañabanllegaron a la cima de un altopedregoso desde donde sedominaba el valle del Tola, tambiéndespojado, recubierto por un tristeguijarral gris. Abajo se extendía,cada vez mayor, la ciudad a la quelos rusos llamaban Urga. Naïdan-van murió a la una de lamadrugada, la hora del ratón. Por lotanto, según habían dicho los lamas

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de la embajada, se podía garantizarun renacimiento feliz sólo acondición de que el cortejo fúnebrese dirigiera hacia el este. Porsuerte, en esa dirección estabaMongolia. Llegaron hastaEkaterinburg en tren, y luegoprosiguieron su camino a caballo. Tenían que darse prisa para llegara la ciudad antes del anochecer. Losbueyes enganchados en el carruaje ylos peludos caballitos mongoles degrandes ojos negros y tristesavanzaban con obediencia falsa por

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el camino pedregoso. El barro de lacarretera de Siberia se habíasolidificado debido a las heladasmatutinas; se había cubierto denieve, y luego, cuando tomaron elcamino al sur, había deshelado y sehabía convertido en polvo, que sedispersaba a los cuatro vientos.Ahora les quedaba el último puertoantes de llegar a Urga. El cuerpo de Naïdan-van,ahumado, salado y secado, iba enuna caja cúbica, cubierto por nuevecapas de seda azul y amarilla y

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rodeado de trapos: habían sentadoal príncipe muerto. En esa mismaposición, debería ser depositado enuna cripta-bunjan de ladrillo crudo.A un hombre de su rango no lecorresponde ir tumbado después demuerto. No necesitaba descansarmás, pues se había librado a pocosesfuerzos corporales y ahora podíapreservar la postura quecorrespondía a su origen. Sobre la caja, había una jaula conun gallo. Su canto separaba lastinieblas de la luz, marcaba la

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frontera entre dos mundos. A travésde él, los muertos hablaban con losvivos. Por su manera de cantar,beber agua o picar el grano, losexpertos sabían el rezo quenecesitaba el difunto en cadamomento; entonces leían o cumplíancon los actos que favorecieran unareencarnación favorable. Naïdan-van había nacido en elaño del mono. El mayor peligropara tales muertos son los espíritusmalignos del agua. Por eso, alcruzar los ríos Ob, Enisey y otros

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tomaron medidas de precaución; lamás importante se basaba en elsiguiente ritual: antes de poner lacaja con la momia en el pontónflotante, todavía en la orilla,quemaban unos billetes especialesen los que habían escrito conjurostántricos e impreso el sello dearmas del ministerio de asuntosexteriores ruso. Los espíritus de losríos rusos reconocían de un modo uotro el poder del zar blanco y, através de él, los mongolesinformaban oficialmente a los

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espíritus de que debían dejar llegara la procesión a su país natal sinobstáculos. Era muy importantepara un hombre nacido en el añodel mono que su cuerpo fueraentregado al aire; ni el fuego, ymenos aún el agua eran elementosadecuados: si se entregaba sucuerpo al agua, nueve parientescercanos morirían. «Cuando la llama del ocaso llenala estepa, te recuerdo. Cuando lasnieves de las montañas se hacenpurpúreas y auríferas, te recuerdo»,

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entonó Zundui-gun, el mejor de lospríncipes del séquito. Estabamirando las cadenas montañosas deBogdo-ul, allí estaban suscampamentos nómadas natales, y sealegraba porque iba a abrazar a sumujer muy pronto. El horizonte se había puestovioleta. El monasterio de Gandan-Tegchilin había quedado a suderecha. Poco antes de anochecer,llegaron a un amplio terrapléncostero que se extendía sobre ellecho anegadizo del Tola y estaba

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urbanizado por casas de tipo ruso.Luego dieron la vuelta a una plazade mercado abarrotada de estiércol.Las tiendas ya estaban cerradas, loslamas mendicantes entraban por lapuerta de la muralla; tenían cincolugares prohibidos: el puesto devino, la guardia de bandoleros, lacasa pública, el matadero y elpalacio del zar. Aunque todo ello, aexcepción del palacio, seencontraba en el mercado, elmercado en sí no formaba parte deesa lista: su esencia no se reducía a

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la esencia de sus elementos, comoel mar no es la suma de agua, arena,plantas submarinas, peces ytortugas. Cerca de la puerta de lamuralla se vendía leña. Dos viejas,aprovechando el privilegio que seconcedía a la pobreza, arrancabanla corteza y la metían en sus cestas.Todo lo que cubría carne sin vida,fuera corteza o ropa de los muertosllevados a la estepa, les pertenecíapor derecho. Detrás del barranco, en lugar decasas había fansas, y, en lugar de

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empalizadas de troncos de alercesin descortezar, un muro de barro.Zundui-gun caminaba con seguridadpor ese laberinto acercándose a laparte mongola de la ciudad.Delante, donde se acababan losbarrios chinos, no había peligro deperderse; allí todos los caminosllevaban a ninguna parte y podíanregresar con facilidad de su viaje.Aquí la historia había terminado,allí todavía no había empezado: lainteligencia llamada a reinar en elmundo después del advenimiento de

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Maidari acababa de engendrarsebajo el mar de fieltro de las yurtas. Debido a sus flujos y reflujos, lalínea inconstante de la orilla ora seacercaba a los templos Da-jure, orase alejaba hasta el pie de unameseta coronada por un edificio dedos pisos y tejado de hierro pintadode verde. Se trataba de laresidencia de la embajada rusa. Ala altura de las últimas fansas, losjinetes se bajaron de los caballos ycontinuaron a pie. Naïdan-van tenía su bunchuk

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principesco en Dzun-modo, al estede Urga, pero su casa estaba en laciudad. Se alojaba en el primerocuando visitaba la ciudad pornegocios o para reverenciar lasreliquias locales. El resto deltiempo, la casa estaba al mando desu hermana menor, Cecec. Cuatroaños atrás, Naïdan-van la habíacasado con un escribano de lacancillería de un amban de Pekín. Cecec se había enterado de lamuerte de su hermano por unmensaje enviado a través del

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telégrafo a Irkutsk, desde donde lohabían enviado a Urga. Habíandecidido tener el cuerpo en la casadurante dos días, y luego llevarlo aDzun-Modo. Cuando Zundui-gun dio la señal ylos jinetes descabalgaron, el galloen la jaula sobre la caja del muertocantó y se puso a mover las alas:eso significaba que el espíritu deNaïdan-van se acercaba a lafrontera del mundo, y el avepercibía la alegría de su señor alver su casa natal. Primero

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vislumbraron un oscuro tejado,poco más tarde aparecieron unapared ciega exterior hecha detroncos y recubierta de barropintado en azul, un cercado alto yuna verja al lado de la cual estabaCecec rodeada por familiares ycriados. La mujer estrechaba contrasu pecho a un niño vestido de sedaazafrán con botones de coral; en lamano, llevaba una pata de carneropara jugar a chagai. Zundui seacercó a la hermana de su señor,pero cuando iba a abrir la boca, el

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niño dijo: «¡Devuelve el dinero,Zundui!». Era el sobrino de Naïdan-van.Más tarde, Cecec contó que hacíamedio año el niño se le habíaacercado en plena noche, la habíadespertado y había susurrado:«¡Hermana, estoy contigo!». Ella sepuso a besar a su hijo de tres años ya decirle que no era su hermana,sino su madre. Pero él repetía:«¡Hermana, hermana!». Entoncesella se echó a llorar, pues se diocuenta de que su hermano estaba

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muerto. Poco tiempo después, llególa noticia. Pero en aquel momento, elZundui-gun todavía no sabía quiénse había reencarnado en aquel niño. —¿Qué dinero? —preguntó,mirando a Cecec. —El que te dieron los chinos —contestó el niño, en su lugar—.Devuélvelo y cuenta la verdadsobre mi muerte. Zundui-gun se echó a temblar. Laverdad es que había recibido deSui-Chzhen parte del dinero pagado

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para que en Pekín no se enterarande que Naïdan-van había sidoasesinado, sino que creyeran quehabía muerto de un ataque alcorazón. Su parte no era mucha,pero estaba vivo, mientras que loslamas que habían momificado elcuerpo y visto la herida en lacabeza habían pedido por susilencio más de lo que Sui-Chzhenestaba dispuesto a pagarles. Un día,durante el camino de regreso a supaís natal, comieron y murieronenvenenados.

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—Si dices la verdad a todo elmundo, te perdonaré —prometió elniño, y golpeó alentadoramente aZundui-gun en la pierna con la patade carnero. * * * —Unos cinco o seis años mástarde —dijo Iván Dmítrievich—,investigué el asesinato de unportero en la calle Sergievskaya, enuna casa cerca de la embajadachina. Los testigos eran dosoficiales de la embajada. Uno de

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ellos, un joven llamado Vandan-beile, no era chino, sino un príncipemongol que había acabado susestudios en el Cuerpo de Pazhersky,hablaba perfectamente ruso, y hastame recitó unos versos de Minsky. —¿Recuerda cuáles eran esosversos? —se interesó Safronov, queapreciaba al poeta. —¡Qué cosas tiene! Han pasadomuchos años. Lo único querecuerdo es que decían: «Lluviapoderosa como el destino». —¿No le extrañaron esas

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palabras? —preguntó Mjelsky. —¿Por qué? —Pues porque usted estáconvencido de que el mal tiempo noes un tema artístico. ¿O se referíaexclusivamente a la pintura? —En fin —dijo Iván Dmítrievich,tras encogerse de hombros—, enuna conversación mencioné aNaïdan-van, y Vandan-beile mecontó esta historia que acabo decontarles, que había oído en Urga.A su juicio, habían preparado unatrampa a Zundui-gun. Cecec

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sospechó que le habían pagado porocultar las verdaderascircunstancias de la muerte de suhermano, y quiso hacerle hablar y,de paso, sacarle dinero. —¿No era un poco cogido por lospelos? —dudó Safronov. —No. Kamenski padre escribeque los mongoles usan ese tipo detrucos en todas sus intrigas, ya seanpolíticas o familiares. Y en estecaso consiguieron el resultadoesperado: Zundui-gun contó todoque sabía. Y sabía que Naïdan-van

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había sido asesinado, pero no quiénlo hizo ni por qué. De eseconocimiento a medias, los chinossacaron la mayor tajada posible.Hicieron correr rumores de que elzar blanco había quedado tanasombrado ante la sabiduría deNaïdan-van que lo había mandadomatar por miedo a tener que pagartributo a los mongoles de nuevo.Con ello, quisieron minar laconfianza de los príncipesmongoles en Rusia. Por lo visto, elasesinato perpetrado por Gubin

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perjudicó mucho nuestra influenciaen Asia Central. —Pero, si mal no recuerdo, todoempezó con el diablo —notóMjelsky—. Para variar, detrás deun místico ruso siempre hay unpatriotero. * * * Extracto del diario deSolodovnikov. Dos días antes de la incursión enBars-Khoto, celebramos unareunión de oficiales de brigada.

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Después de examinar algunascuestiones prácticas, Dzhambi-gelun presentó a los asistentes a unmongol achaparrado, de unos treintaaños, vestido con hábito de monjeceñido por un cinturón; era susobrino de sangre y a la vez sujubilgan, es decir, unareencarnación del propio Naïdan-van cuya fortaleza inacabadahabíamos atacado recientemente enun simulacro de asedio. Después,contó la leyenda de su viaje a SanPetersburgo y el cuchillo

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envenenado por los chinos. Nada de aquello era nuevo paranuestros oficiales, pero todos seestremecieron cuando Dzhambi-gelun declaró que, con el nombre deNaïdan-van, había regresado a suciudad natal nada menos que el granAbatai-Khan. Treinta años antes noconsiguió librar a su patria de loschinos, pero ahora nos capitanearíaen el asalto a Bars-Khoto en lapersona de su jubilgan. El herederoespiritual de dos héroes nacionalespasaba las cuentas de un rosario en

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silencio y asentía con aires deimportancia, confirmando lo quedecía Dzhambi-gelun: que él estabadispuesto a castigar a los gamins yque su ira sería terrible. Nadie hizopreguntas superfluas, todo el mundoentendió que la presencia de esehombre debía estimular el espíritucombativo de nuestros tserigs ydarles la certeza de nuestravictoria. El día quince de la cuarta lunacayó en 21 de mayo. La diana sonóantes del alba. A las diez de la

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mañana, la brigada estaba a puntopara el desfile solemne por la plazade la catedral de Urga, o como lallamaban los mongoles, la plaza dela Admiración, con el fin decomenzar la expedición hacia Bars-Khoto inmediatamente después;pero el ministro militar y otrosoficiales no aparecieron en lastribunas hasta el mediodía. Según elprotocolo, había que interpretar elretraso como algún problemaimpostergable concerniente albienestar del Estado que les había

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impedido llegar a la horaconvenida. El comandante de brigada Bair-van, un condotiero afortunado decara angulosa, que había cambiadojusto a tiempo su ideología de lobosolitario por el panmongolismo,pasó revista a caballo, un llaneroprodigioso. A diferencia de susemperifollados compañeros, él ibavestido muy modestamente: unatúnica oriental, un basto cinturón yun sable de oficial ruso envainadoen una funda sencilla. Sólo las

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bridas de color amarillorecordaban que hacía poco aqueltaidgi[11] sin tierra había sidoelevado a príncipe de segundogrado y recibido el título de dzhian-dzhin, es decir, general, «el granbator, comandante supremodedicado al desarrollo del estado». Yo me encontraba en las últimasfilas de su séquito. Mi montura, unayegua blanca llamada Gracia,pertenecía a una raza localbautizada irónicamente como«jirafa de Perschin» por un

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propietario de granja caballar de laregión de Baikal que se llamabaPerschin, quien crió la razacruzando el caballo mongol con eltrotón de sangre europea. De estosú l t i mo s , Gracia heredó untemperamento juguetón y esbeltaspatas, que aquí se considerabandemasiado largas; de susantepasados mongoles heredó sudocilidad, el buen carácter, el pelohirsuto y el cuello corto, su mayordefecto. Con tales patas y semejantecuello, no llegaba al suelo con la

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cabeza y no podía alimentarse depasto. Por eso, Baabar vio en miGracia la alegoría de un peligroque amenazaba a los mongoles:olvidados de las costumbres de susantepasados, perderían su apoyo ymorirían si no comían de manosajenas, lo que los convertiría enesclavos de los europeos. Ahoraque sé a qué atenerme con respectoa André Briousson, de quienBaabar sacaba su conocimiento delas tradiciones mongolas, no puedoevitar sonreír al recordar su teoría:

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Europa le daría una sorpresainesperada. Por fin empezó a sonar laorquesta: un tambor y cuatrotrompetas. A la música de metal,respondió otra de hueso. Al son delas caracolas de brigada, un pendónde brocado de oro con el primersigno del alfabeto soembo ondeóante una muchedumbre silenciosa.El ideograma estaba coronado portres llamas que simbolizaban laprosperidad del pasado, el presentey el futuro. El sol y la luna que

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estaban debajo eran los padres delpueblo mongol. Aún más abajo,había dos triángulos; el primerotenía poco sentido, pero el segundoamenazaba a los enemigos como lapunta de una lanza. Debajo de éstoshabía dos rectángulos, uno sobreotro, que significaba que tanto losque estaban arriba como los deabajo debían ser honrados en suservicio a la patria; dos peces seconsideraban emblema de la uniónde lo femenino y lo masculino, perodesde hacía poco tiempo, al igual

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que los elementos geométricos, seinterpretaban desde un punto devista, no ya de metafísica budista,sino patriótico: los peces, quenunca cierran los ojos, recuerdanque hay que estar alerta. Cuando los primeros jinetesaparecieron en la plaza, la multitudse agitó y aulló con admiración. Lasfilas de jinetes salían por detrás dela cerca Maidari-sum, vistosas porlas túnicas de seda azul, por laslíneas casi rectas de los fusilescolgados a sus espaldas y por las

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lanzas encabritadas con cintas enlas astas. En muchos aspectos, eramérito mío que partisanos,bandidos, cuatreros y príncipespresuntuosos con su fámulo sehubieran convertido en unacaballería real capaz de maniobrar,de lanzar un ataque devastador,cuando miles de cascos arrancabanal suelo un profundo y amenazadorrugido que helaba la sangre. Las primeras filas quedaroninmóviles en el extremo opuesto dela plaza. Se unieron a ellas las

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demás, y luego, al oír la señal, lostserigs empezaron a desfilar,desplegándose de cara a la tribuna.Con una energía y una habilidadnada propias de los nómadas, losde atrás avanzaron, otros tomaronsus posiciones, las filas seestrecharon, se alinearon; la masaviva flotaba llenando las grietas delas fracturas y se formó en muypoco tiempo. La perfecciónmecánica de esos movimientos erahechizadora. Me levanté sobre losestribos, con la vista nublada por

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lágrimas de arrobamiento. Penséque la victoria siempre llegaba delo que había nacido del caos. En la inmensa plaza sobrabaespacio para toda la brigada, quedesfilaba con una batería decañones de montaña y con loscarruajes de ametralladoristas en elflanco izquierdo. Bair-van,acompañado por los oficiales,marchaba lentamente por delante delas filas, y se colocó junto alestandarte. Poco a poco, en la plazase hizo un silencio hondo, de los

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que sólo pueden nacer de unamultitud y enardece más quecualquier palabra. En ese momento,se oyó un ruido lejano de ruedas: enlas afueras de la capital, se movíanlos convoyes cargados de harina,sal, té y cartuchos. Llevaban cajascon granadas, escaleras de asedio,arneses de recambio, tiendas decampaña para los oficiales, barrilesde agua potable y leña para hacerfuego de campamento en lasdesnudas llanuras salíferas.Camellos cargados se abrían paso

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entre la muchedumbre y, más lejos,cerca del monasterio Gandan-Tegchinlin, esperaban los rebañosde ovejas. La brigada estabaformada por seiscientos hombres,excluyendo, por supuesto, a losartilleros, al equipo deametralladoras, a los oficiales delEstado Mayor, a los observadores yguías y a otros combatientesinactivos, pero que la ración diariade carne establecida en tiempos deGengis Khan no había cambiado:cada tserigs, un carnero para tres

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días.

24

Iván Dmítrievich ordenó aConstantinov que esperara en lacalle, llamó a la puerta de la madrede Kamenski, donde se celebraba lacomida de exequias, y pidió a ladoncella que llamara a Rogov y asu mujer. Zinochka se presentó solay le dijo que su marido no estaba. —¿Dónde está? —Eso me gustaría saber a mí.

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Esta mañana ha salido a trabajar unpoco antes que yo. Ha dicho que ibaa comprar el periódico, a dar unpaseo y que luego iría al entierro.Pero no ha vuelto. A su vez, Iván Dmítrievich lehabló del mendigo de pantalonesmilitares a quien una jovencitahabía mandado a la jefatura depolicía. —El otro día, Natalia mandó auna doncella a buscarte —dijo,empezando a tutearla—. En cuantosupiste que Kamenski había muerto

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y que yo estaba en su casa,decidiste sacarme de allí lo antesposible. ¿Por qué? Al oír la pregunta, Zinochkarompió a llorar. —Temía —pronunció con labiostemblorosos— que interrogara aFedia y que él pudiera difamarsecon sus tonterías. A veces mi tío yél discutían, y Fedia no sabe mentir.Usted podría sospechar de él... —Sobre todo —se le adelantóIván Dmítrievich— porque aquellamañana tu Fedia había visitado a

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Kamenski antes de nuestraentrevista. —¡Él no lo mató! —Pero lo visitó. —Eso sí. —¿Para qué lo visitó? —No lo sé. —¿Tu marido no sabe mentir y túlo haces por los dos? —¡Le juro que no lo sé! Se lo hepreguntado muchas veces, pero nome dice nada. Se lo juro por lo quemás quiero: Fedia lo encontró yamuerto.

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—Entonces, ¿cómo entró en elpiso? ¿Quién le abrió la puerta? —Nadie. Tenemos llave. —¿Por qué no llamó a losvecinos? ¿Por qué no informó a lapolicía? —¡No se puede imaginar en quéestado quedó! Echó a correr a casay ni siquiera se le ocurrió tomar uncoche. Vino corriendo. En cuantoempezó a contarme lo sucedido,apareció la doncella. De haberdicho la verdad, habría resultadosospechoso. Le persuadí de que

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hiciéramos como si nada. Sabía queél no aguantaría mucho tiempo ydecidí... —¿Cómo sabías que tengo unhijo? —Por un libro. —¿El del camafeo de Afinas? —Sí. Le ruego que me perdone. Iván Dmítrievich no contestó.Aguzó el oído para escuchar lasvoces acompasadas de loshuéspedes en la sala. La comida deexequias no había llegado todavíaal momento en que los presentes

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recuerdan que también sonmortales, y que por tanto tienenderecho a charlar con el vecino detonterías. —Tengo miedo —susurróZinochka. —No te preocupes, no voy atomar ninguna medida respecto a ti. —No tengo miedo por mí, sinopor Fedia. Creo que vio algo encasa de mi tío que lo asustó todavíamás que el cadáver. —¿Algo o a alguien? —No lo sé. No crea que estoy

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loca... Es que Petr Franzevich teníacierto artículo. Fedia antes no seacordaba de él nunca, pero ahora elartículo lo obsesiona. He tratado dehablar del asunto con él, pero encuanto empieza se interrumpe. Si lepregunto algo, se enfada porque lomolesto. ¡Y pone una cara! —¿De qué trata el artículo? —No recuerdo el título, pero esalgo sobre los monasterios deloeste de Jalja. No lo he leído, perosi entendí bien lo que me dijoFedia, Pert Frantsevich escribió...

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Es difícil de creer, pero él, comohombre de ciencia, escribió que,entre los mongoles, se consideranormal que las alucinaciones que seoriginan en la conciencia de algúnhombre sigan existiendo por símismas después de la muerte deaquél. Según entendí, PetrFranzevich había observado elfenómeno en uno de los monasteriosmongoles. «(...) Fantasmas enigmáticosengendrados de la mente y lavoluntad de simples mortales, que a

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diferencia de mí, eran capaces deencarnar sus ilusiones (...)» IvánDmítrievich recordó la frase de lasnotas de Kamenski que le dieraTurgueniev. Y la acotación: «Estosfenómenos los menciona el profesorP. F. Dovgailo en su artículo“Breve descripción de losmonasterios budistas de Sain-Noion-jan, al oeste de MongoliaExterior (Jalja)”, en Las obras dela Sociedad Geográfica Imperial,volumen (...)» —A esas visiones los mongoles

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las llaman tulbo —dijo Zinochka—. Hoy le he pedido a PetrFranzevich que me lo contara demanera más detallada, pero hacontestado que lo haría másadelante. —¿Ha mencionado Fedia unosperros rojos? —No. ¿Qué perros? —No importa. —¡Perros! —sollozó Zinochka—.Me está usted aquí preguntandotonterías y yo presiento que le hapasado algo. Me quedo un rato por

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compromiso y me voy a casa.Quizás esté allí. —Creo que más vale que vaya yoen su lugar —propuso IvánDmítrievich. —¿Puede... arrestarlo? —¿Por qué? —Por nada. Creo que sería mejorpara él. Tiene miedo de algo. Aveces me parece que se estávolviendo loco, y otras creo que esverdad que lo persiguen. Anocheme desperté y lo vi ante la ventana,asomado a la calle. Lo llamé, se

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volvió y parecía que acabara de veralgo terrible por su expresión. * * * Constantinov le estaba esperandocerca del portal. —¡Al diablo! —exclamó IvánDmítrievich al saber que Valektotambién había desaparecido—.Vete al hotel Miller. Si Rogov estáen casa, tráemelo. Regresaré muypronto. Al cabo de media hora, estabasentando en una sala casi vacía de

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la biblioteca pública. Elbibliotecario le había llevado eltomo de Las obras de la SociedadGeográfica. Los nombres de losmonasterios del noroeste de Jaljabailaban ante sus ojos: Mundzhic-jure, Damoadrzhin-jiid, Erdeni-dzu.En el último, estuvo viviendoDovgailo cerca de un mes. Ladescripción del monasterio ocupabala mayor parte del artículo: lasleyendas toponímicas, laarquitectura de los templos y lossuburbios, las muescas de ladrillos,

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una cuestión controvertida sobre elorigen del ornamento de la cornisasur del piso superior. Cifras: laaltura del terraplén, la longitud dela cerca, los sazhenes cuadradosmultiplicados por algo para obtenerel número de los fieles que elpabellón principal podría albergar.La reliquia más venerada: la estatuadel dios Gobno-gugu, sin piernas.Cuando se convirtió al budismo,Abatai-Khan adquirió la estatua enel Tíbet y decidió llevarla a Jalja,pero por el camino la estatua cayó

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al suelo. Después de muchísimastentativas vanas de cargarla denuevo, la parte de abajo volvió aresbalar; entonces el khan, furioso,partió en dos la estatua con suespada y dijo: «¡Que las reaciasposaderas se queden y el dispuestotronco venga!». Un bello gesto que ahora no seríaposible —volvía a comentarDovgailo—. De aquel acto deAbatai-Khan los mongoles hablancomo de algo misterioso cuya

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comprensión se da sólo a través demuchos años de entrega, de lecturade los sutras y meditación solitaria.En ese enfoque podemos ver lapsicología nacional: el iracundokhan que levantó la espada sobre ladivinidad estaba tan lejos de susantepasados como Jacobo alcombatir contra Dios podía estarlode los habitantes del pueblo judíoen el seno del Volhny. Desde que«el dispuesto tronco» se venera enErdeni-dzu, los mongoles se hanconvertido en otro pueblo: el

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tiempo se ha detenido aquí, y lahistoria se ha detenido en unperíodo que va de la conquista deJalja por los mandzhuros al triunfofuturo de Maidari, cuyoadvenimiento se espera de unmomento a otro en los próximos dossiglos. Aquí no hay aquí; haymemorias elegiacas del poder delpasado, hay esperanzas apasionadasy neuróticas por un futuro que repitael pasado, lo que por un ladocontribuye a intensas búsquedas dela esencia nacional y mística, pero

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por otro provoca la decadencia dela moral, la inclinación a lacodicia, el robo y el engaño. Eneste sentido, los mongoles separecen a los judíos de hoy, con suhumillante tendencia a vegetar bajoel yugo de forasteros y su esperadel advenimiento de un Mesías queles dará el poder sobre el mundo.El hombre que observa la vida deestos dos pueblos es como elespectador de un «Teatro desombras»: las ilusiones ópticas quesurgen ante sus ojos se plasman en

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algo sensato. Pero si levanta elbiombo y mira directamente a losactores, el tema de la pieza se hacecompletamente incomprensible. La penúltima frase estabasubrayada, evidentemente porquede ahí Kamenski había sacado eltítulo de su cuento. También estabansubrayadas las expresiones«decadencia de la moral» e«inclinación a la codicia». Parecíaque alguien tratara de convencersede que, por la propia singularidad

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de su carácter nacional, Naïdan-vanhabía podido entregar el alma aldiablo. Por fin, en las dos últimaspáginas, Iván Dmítrievich encontróaquello de que le hablara Zinochka:Dovgailo decía que los lamas dealgunos monasterios tibetanos ymongólicos, en particular enErdeni-dzu, eran capaces de crear«ilusiones» concentrando su«energía psíquica individual». Esailusión recibía el nombre de tulbo,y era reconocible por su estabilidad

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en el tiempo y el espacio, y, aveces, por su materialidad. Lashabía de dos tipos: dobles ilusoriosde sus creadores o fantasmas debudas, y bodisatvs, dokshitovs,espíritus malignos y benignos quese hacían visibles. A veces, elproceso de creación del tulboresultaba involuntario; losmongoles lo comparan con lapérdida de esperma de un hombredurante la noche. Con todo, añaden,para eso hay que ser hombre, esdecir, tener la capacidad de

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materializar los sueños. Uno puedeposeer esa capacidad pornaturaleza pero, para manipularesos engendros misteriosos de lanaturaleza, debe dominarse unaserie de trucos mágicos quepermiten la materialización de undeterminado fantasma en un lugar yun momento concretos. Todo estaba matizado conexpresiones como «presuntamente»,«según la ingenuidad de losnómadas», «como me aseguraron,no sin cierto interés, unos lamas

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hábiles en extorsión, en Erdeni-dzu». No obstante, la conclusión erainesperada: Este fenómeno no tiene nada ocasi nada que ver con el efecto quese observa durante las sesiones deespiritismo y de médium. Tambiénaquí se puede atribuir mucho alhipnotismo de masas o individual,pero con todo es difícil librarse dela sensación de que lasexplicaciones racionales no bastanen este caso.

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He oído —siguió leyendo IvánDmítrievich— que estos espíritusadquieren con el tiempo forma cadavez más estable, aspirando alibrarse del poder de su creador. Lailusión se convierte en una criaturadesobediente y se entabla una luchaentre el Frankenstein mongol y sucreación; el resultado de esta luchano siempre es favorable al hombre,que trata de destruir a su criatura,en tanto que ella no quieredespedirse de la vida obtenida y sedefiende abnegadamente. En caso

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de lograr la victoria, empieza unaexistencia independiente. Lo másprobable es que todas esas terribleshistorias de espíritus rebelados nosean más que leyendas adaptadas aun tema de la doctrina budista, loilusorio de nuestro mundo. Aun así,no puedo garantizar nada. Nopertenezco a los científicos quetachan de superstición todo lo querebasa las fronteras de la cienciaacadémica. En una nota al párrafo, Dovgailo

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indicaba: Uno de los lamas me aseguró que,teniendo en cuenta misconocimientos de filosofía budista ymi capacidad de abstracción, yotambién podría cimentarme en elarte de la creación de un tulbo.Quizás hubiera tenido éxito, perome pidieron tanto dinero poranticipado que tuve que renunciar alas clases de magia mongola. Elprecio sobrepasaba lasposibilidades de mi bolsillo.

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En el margen había un signo deinterrogación a lápiz: una dudasobre si el autor del artículorenunció realmente a las clases. El bibliotecario de guardia aquien pregunté me aclaró que lasnotas las había hecho un oficial dela gendarmería que poco tiempoatrás pidió todas las obrascientíficas del profesor Dovgailo ypasó media jornada consultándolas. Sin duda, se trataba de Zeidlitz.La tenacidad con que perseguía su

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objetivo hizo que empezara arespetarlo: actuaba con sistema.Iván Dmítrievich siguió el mismosistema para formularse una seriede cuestiones, que apuntó en sucuadernillo: 1. Si admitimos que fenómenos deese tipo son posibles en general yque en el futuro la ciencia darárazón de su naturaleza, ¿podría serque, en la noche de la muerte deNaïdan-van, Gubin viera un tulbo? 2. Si lo vio, ¿quién había creado

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ese fantasma? ¿Y con qué fin? 3. ¿Obedecía el fantasma a sucreador? Si no, ¿acaso las balas deplata se concibieron paradestruirlo? 4. El fantasma, al materializarse«en un lugar y un momentoconcretos», ¿pudo corroborar larazón de los miembros de las dossociedades clandestinas descritase n El misterio del diablo debronce, convencidos de tener laverdad? 5. Si es así, ¿se puede suponer

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que el Gran Maestro de la SagradaDruzhina y el Gran Maestro de lospaladistas son la misma persona? 6. Si todo lo escrito por Rogov esverdad, ¿no sería precisamente esolo que comprendió cuando el monole quitó la máscara al hombrevestido con esclavina? 7. ¿Por qué Dovgailo siemprelleva una bufanda al cuello?¿Oculta las marcas de las uñas delmono? Iván Dmítrievich cerró el

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cuadernillo, recogió el sombrero y,al cabo de un rato, volvía a llamar ala puerta de la casa de donde habíasalido poco antes. —Mi agente ha ido a su casa,pero no ha regresado todavía —explicó Iván Dmítrievich aZinochka, que había salidocorriendo a su encuentro.Evidentemente, su marido aún nohabía llegado. Zinochka alargó lamano para coger su abrigo de lapercha, pero Iván Dmítrievich laretuvo:

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—¡Espera! ¿Recuerdas que mecontaste que en otoño, en la casa decampo de Teoriki, Kamenski habíadisparado a alguien con unrevólver? Repíteme, por favor, loque dijo antes de disparar. —Dijo: «¡Márchate, te ruego quete marches!». Es lo único queentendí. —¿Lo trataba de tú? —Sí, de eso me acuerdo bien. —¿No te pareció que tu tío teníamiedo? —Sí, puede ser.

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—¿Oíste lo que contestó el otro? —No. —¿No entendiste sus palabras ono oíste siquiera su voz? —Ni siquiera la voz. —Qué extraño —murmuró IvánDmítrievich. —No hay nada de extraño. Hacíamucho viento, el mar rugía... —Entonces, ¿cómo pudiste oír lavoz de tu tío? —No lo sé. Estaría más cerca dela ventana. —¿Y por la mañana, encontraste

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algo? —¿Dónde? —En el lugar donde estaban. —¿Y qué iba a encontrar? —Sangre. Manchas de sangre. —¡Por Dios! Creo que mi tíodisparó al aire para asustar a aquelhombre y hacerle huir. —Eso, si se trataba de un hombre—dijo Iván Dmítrievich. En esemomento, sonó el timbre. Con unaexpresión llena de esperanza,Zinochka se lanzó a la puerta. EraConstantino, quien apartó a Iván

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Dmítrievich al descansillo y lesusurró para que nadie le oyera:«Hemos llegado tarde: Rogov estámuerto».

25

Constantinov levantó un poco elextremo de la sábana e IvánDmítrievich vio una boca queenseñaba los dientes, el rostroconocido con aspecto de haberseencogido. Tenía el mentón, elcuello y la camisa manchados de la

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sangre que había manado a chorrode sus fosas nasales, y que ya sehabía espesado. La ventana del cuarto dondevivían Zinochka y su marido dabaal patio: Rogov había caído abajo,pero ni el botones del hotel ni elportero lo habían visto subir a suhabitación. Tampoco pudierondecir si había estado solo en sucuarto, si se arrojó por la ventanapor su propia voluntad o si alguienlo empujó. La ventana daba a uncallejón entre dos muros ciegos, y

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por allí pasaba muy poca gente.Nadie sabía cuánto tiempo habíapasado antes de que el porterotropezara con Rogov, pero en esemomento todavía vivía, e incluso seesforzó por decir algo. En suestertor inarticulado, el porteropudo discernir dos palabras: «Sí,son». Iván Dmítrievich quedópensativo: ¿«Sí, son» o «Sí,son...»? La frase podía tener dosinterpretaciones, según si seconsideraba acabada o no. En el

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primer caso, el verbo ser en sentidoaseverativo: «son» indicaba quealgunas personas, o tal vezpersonas, «sí eran», existían,aunque Rogov no había creído hastaentonces en ello. En cambio, si seconsideraba el verbo comocopulativo, es decir, la frase comoinacabada, se podía interpretar enel sentido de que «ellos» sí eran«algo», algo que no era por lo quese habían hecho pasar y que Rogovhabía creído; algo diferente, queRogov no consiguió decir o dijo

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pero no fue entendido. Subieron al cuarto de los Rogov.Reinaba un desorden aun mayor queel día anterior: ni siquiera la mesade escribir parecía un oasis delorden. Iván Dmítrievich se acercó ala mesa y se estremeció alreconocer el periódico que habíaencima: era el nuevo ejemplar deLa Gaceta de San Petersburgo,abierta por la página del artículosobre el mono encontrado en lasdunas.

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* * * Cuando franqueó el umbral delpiso por tercera vez, todo estaba ensilencio: el bronce del percherovacío brillaba. La doncella le dijoque la comida de exequias se habíaterminado, y que los invitados sehabían marchado hacía una mediahora, pero que algunos, los másíntimos, habían acompañado a laviuda a su casa en la calleCaravanaya. —Espere, señor Putilin —le

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pidió—, no se marche. La señorasabe que ha venido y quiere verle. Se estaba refiriendo a la madre deKamenski. Pasaron a una estanciaoscura donde olía a gatos, amedicinas para el corazón, a ropaenmohecida y a algo más,repulsivamente corporal. En lacama, rodeada de almohadas, habíauna vieja desaliñada, vestidafastuosamente de luto, con la carablanca debido a una gruesa capa depolvos. Iván Dmítrievich oyó sususurro asmático:

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—Pues sí que tienen algo encomún. —¿Con quién, perdone? —Con Putílov, tal como lodescribía mi Kolenka... —luego sedirigió a la doncella—: Aniuta,encima de la mesa hay un libro deEugeni Nicolaievich. Dámelo. —De Nicolai Eugenievich—corrigió maquinalmente IvánDmítrievich. —No, querido, me refiero a midifunto marido. Era cónsul enMongolia y, poco antes de morir,

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publicó sus memorias, tituladas Undiplomático ruso en el país de losbudas de oro. Quiero mostrarle unfragmento. La anciana tomó el libro y siguióhablando sin abrirlo: —Un día de otoño, Kolenka sepeleó con su mujer y me pidió quele dejara dormir aquí. Antes dedormirse, acostado ya, volvió a leerlas memorias de su padre. Luegodescubrí que había subrayado unpárrafo y había escrito algoininteligible en el margen,

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evidentemente algo importante paraél. Hace dos horas se lo heenseñado a Petr Franzevich parasaber su opinión. Él ha intentadotranquilizarme, decir que no valíala pena buscar un sentido oculto enello, pero no ha podido ocultar suemoción. Creo que se ha dadocuenta de algo que no me haquerido decir. Por fin abrió el libro por dondeestaba el punto y se lo entregó aIván Dmítrievich. A la derecha,junto al párrafo superior había

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trazada una línea a lápiz; al lado,escritas en vertical, estaban estasdos palabras: «¡Sí son!». El signode admiración no dejaba más queuna interpretación posible. La vieja lo observaba conatención. —Parece que también usted hacomprendido algo, señor Putilin. —Sólo trato de comprender. —Me está usted mintiendo, perono voy a enfadarme. Si no quieredecírmelo ahora, no lo haga. Puedoesperar. Kolenka tampoco quiso

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explicarme el significado de esaspalabras y por qué las había escritoprecisamente ahí. Siempre fue muyfantasioso. Por eso no le prestémucha atención, pero ahora que yano vive no puedo quitarme deencima una sensación de... Lea, lealo que subrayó... Tengo lacorazonada de que, de algunamanera, está relacionado con sumuerte. El culto de los dokshitov —leyóIván Dmítrievich— está divulgado

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por muchos monasterios mongoles,pero según tengo entendido sucentro reconocido es el temploChoidzhin-sume de Urga, residenciadel mayor oráculo mongol,Choidzhin-lama. Los heterodoxostienen permitida la entrada, y sonraras las veces que simplesnómadas han podido ver elejercicio de este culto macabro, quese celebra en un estrecho círculo defieles, y que, todo hay que decirlo,está en contradicción con nuestraidea de budismo como religión

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humana en grado sumo, esa idea tanpopular entre nuestros intelectuales.Aunque admitamos que los atributossangrientos de estas ceremonias noson más que una metáforainofensiva, es decir algo abstractoy, por fuerza, con un carácterespeculativo, inofensivo, estalengua metafórica ha crecido en unterreno espiritual donde las floresdel humanismo necesitarían algomás que agua. Según cuentan los participantesde semejantes ceremonias, en cuya

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conciencia confío plenamente, antesde iniciar el servicio en honor aalguno de los Temibles Ocho deChzhamsaran, por ejemplo, la coparitual se llena de sangre de bueysacrificado, mientras que los lamasy los novicios reunidos se sumergenen la meditación. Su objetivo esimaginar que el espacio del mundoestá completamente vacío. Noobstante, en ese vacío tienen quever un mar de sangre humanainfinito y agitado. Una montaña concuatro facetas emerge de entre las

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olas; en su cima hay un sol, un loto,un cadáver de caballo y otro dehombre, sobre los cuales presideChzhamsaran, coronado por unadiadema de cinco cráneos; tiene losojos desencajados, enseña losdientes y los cuatro afiladoscolmillos; las cejas y el bigotearden como el fuego del fin delmundo. En la mano derecha, de laque emana una llama, tiene unaespada; en la mano izquierda haycorazones y riñones de losenemigos de «la religión azafrán»;

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con el sobaco sostiene una banderade cuero rojo. Está rodeado por losverdugos del cielo, los caballerosde la orden Porte-Glaive,revestidos de pieles de pecadores,cubiertos de ceniza de piras ymanchados de grasa de cadáver.Unos mastican las entrañas de loscuerpos y lamen su sangre, otrosroen los huesos sacándoles lamédula. En su cantidad parecengotas de agua. Cada uno tiene laletra «om» en la cabeza, «ma» en elcuello y «jum» en el corazón.

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Al margen de este pasaje,Kamenski había escrito: «Sí son». * * * Extracto del diario deSolodovnikov. A medio camino hacia Bars-Khoto, la división oiratska, quehabía quedado rezagada conrespecto al grueso de la brigada, yen la que aquel día se encontrabaDzhambi-gelun con el jubilgan, fueatacada por una banda de kirguises

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de Altai que se habían unido a loschinos. A pesar de lo inesperadodel ataque, no tuvo el éxitodeseado; tras una breve batalla,huyeron dejando algunos muertos yheridos. Uno de éstos, un jovenkirguis malherido, quedó arrimadoa una piedra observando cómo se leacercaban los mongoles. El primerolo atravesó con una lanza, pero elkirguis ni siquiera gimió, y seincorporó cuando le sacaron lalanza. Un golpe del sable tampocole arrancó un quejido. Entonces,

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según una costumbre antigua, y norecogida por Briousson, le abrieronel pecho, sacaron su corazón y se lopusieron ante los ojos. Pero elkirguis no perdió la voluntad.Consiguió apartar la vista y muriósin emitir un solo sonido. Yo por suerte no estuve presente,oí que lo contaba el jefe de ladivisión. Cuando terminó el relato,dijo que Dzhambi-gelun mandó quele arrancaran la piel y que losalaran para preservarlo. Meestremecí de repente, dudando de la

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utilidad de mi estancia allí, peroentonces me explicaron el sentidode aquello: durante la celebraciónde algunos ritos relacionados con elculto a dokshitov, se extiende en elsuelo del templo una tela a guisa depiel humana. Simboliza un manguis,el espíritu maligno derrotado. Loslamas pisotean esa «piel», lo quesimboliza el triunfo abstracto delBien sobre el Mal, o bien lavictoria futura de Rigden-Dzhaposobre los infieles y la marchatriunfal de «la religión azafrán» por

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el mundo. Me explicaron que, en laantigüedad, se usaban pielesauténticas de manguis durante esasceremonias, pero ahora casi noexisten en ninguna parte y hay queusar imitaciones de tela. Al mismotiempo, supe que Dzhambi-gelunhabía mandado arrancar la piel sólode aquel kirguis, pues nuestroNaïdan-van, experto en reconocer al o s manguis bajo cualquierapariencia, había identificado unoen el kirguis. Según el jefe de la

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división, no era muy difícil: lavoluntad sin precedentesdemostrada por el kirguis antes demorir delataba su esenciademoníaca. Por otra parte, yo estaba segurode que todo había sido idea deDzhambi-gelun. Siendo undivulgador y agitadorexperimentado, probablementequiso demostrar al personal de labrigada que, si habíamosconseguido vencer a un manguis, nodebíamos temer a los chinos.

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Además, la magia del rito con lapiel del kirguis muerto podríaconstituir un instrumento más eficazpara asegurarse la caída de Bars-Khoto que nuestros éxitos en elcampo de batalla. No tenía sentidoprotestar: sólo me quedaba lavarmelas manos y regresar a Urga oresignarme y hacer todo lo posiblepara que ese caso aislado no seconvirtiera en sistema. Opté por losegundo. En general, la autoridad deDzhambi-gelun aumentaba día a día,

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su voz sonaba cada vez más durantelos consejos de guerra. Pero prontohubo personas descontentas con laposición que Dzhambi-gelun habíaocupado con ayuda del jubilgan,que lo patrocinaba, y dispuestas adesacreditar a ambos por medio decualquier recurso. Yo mismo estuvea punto de ser utilizado para sujuego. Una noche, durante el descansonocturno, se me acercó Giatso, elsecretario de Bair-van, tibetano deorigen o, como dicen los mongoles,

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tubut. Era un «ojo de Nogon-sume»en el Estado Mayor de la brigada,es decir un agente del grupo de loslamas más influyentes del círculode Bogdo-Ghenen, cuya mayorpreocupación no era la victoria denuestra campaña, sino los ánimosfavorables al príncipe de nuestragente. Seguía siendo un secreto paramí si preferían la victoria o laderrota, pero el solo hecho de queme lo preguntara era sintomático. Elolor a traición flotaba en el aire, yme cosquilleaba las narices con

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mayor fuerza cada vez que miraba aGiatso. —¿Lo recuerda? —preguntó,mostrándome una fotografía hechapor mí. En la víspera de la campaña,gasté una caja entera de placas pararetratar las figuras más coloridas demis compañeros de guerra,incluido, por supuesto, Dzhambi-gelun con su tutelado. Parte de lasfotos las entregué a Giatso, y lepedí que las repartiera entre los quefiguraban en ellas. Él cumplió con

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mi petición, pero por lo visto sehabía quedado con una. Se trataba de una foto estropeada:al fotografiar a Dzhambi-gelun,olvidé cambiar la placa del aparatoy usé por segunda vez una placa quehabía usado poco antes parafotografiar a Naïdan-van. Alrevelarla, las dos imágenes sesuperpusieron. Jubilgan quedósobre la manga de su protector, yaparecía de tamaño mucho menor,pues lo había fotografiado a másdistancia. Primero no quise ampliar

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la foto, pero luego cambié deopinión pensando que le gustaría aDzhambi-gelun. —¿Qué es eso? —preguntóGiatso, indicando la figurita decontorno borroso que parecía unniño acróbata sobre la mano de ungigante de circo. Como pude, le expliqué de qué setrataba. Sonrió, condescendiente: —Por lo que veo, no entiendeusted de estas cosas. Tal vez porazar ha descubierto el secreto de

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esa bestia. —¿Se refiere a Naïdan-van? —me interesé. —No es Naïdan-van —fue surespuesta. —¿Es un impostor? —No, ni siquiera es humano. Esun tulbo creado por Dzhambi-gelun.Aquí se puede ver —Giatso señalóla foto. Ya había oído esa palabra antes.Me habían contado que algunoslamas de grado superior sabíantrasladar sus alucinaciones al

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mundo exterior haciéndolasvisibles, audibles y tangibles paraotras personas. Estos fantasmas sonllamados tulbo por los mongoles.Claro que me parecían personajestan reales como los manguisi.Dirigí a Giatso una miradapenetrante, intentando discernir sime estaba provocando o creía deverdad en lo que estaba diciendo.Su rostro era impenetrable. —Sólo ha confirmado lo quesospechaba —dijo Giatso—. Leaconsejo que piense bien si de

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verdad olvidó cambiar la placa enel aparato. ¿Quizá sólo lo crea así? Y se marchó dejándome lleno deangustia. Ese hombre me despertabaantipatías, pero nuestros interesescoincidían en algo. También yoestaba preocupado por la crecienteinfluencia de Dzhambi-gelun.Apenas puso en duda mi memoria,Giatso me dejó claro el sentido denuestra conversación: yo deberíabendecir el arma con que seríaasestado el golpe a nuestro enemigocomún. Me propusieron una alianza,

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pero mientras yo vacilaba sin saberqué hacer, el problema se resolviópor sí mismo: dos días después,encontraron a Giatso degollado ensu tienda de campaña. No buscamos a los asesinos: unahora más tarde, la brigada dejó elcampamento. Como los díasanteriores, estábamos rodeados pordesiertas colinas, pero, en elhorizonte, la línea montañosa queocultaba Bars-Khoto, desdibujadael día antes, era ahora más clara. Alo largo del camino,

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encontrábamos, con la regularidadde los postes que señalan lasverstas, losas de pierda conesculpidos conjuros contra losespíritus malignos e invitaciones ahacerles sacrificios. Iba yo a la cabeza de la columna alomos de Gracia, con sus pataslargas y su cuello corto; hacía unsol de justicia. Reinaba la calmahabitual en el desierto del Gobi,donde casi no hay seres vivos, apesar de que las colinas y la estepaparecían moverse rítmica e

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ininterrumpidamente, como sidebajo de su superficie hubieraalgo más que las madrigueras de lostarbagani en que nuestros caballosse rompían las patas. De repente,recordé claramente el momentoantes de fotografiar a Dzhambi-gelun, que posaba con el murosoleado del cuartel de fondo; saquédel aparato la placa usada, laguardé en la caja y cargué unanueva. Al revelarlas, una de lasplacas salió mal, y ahora no podíaquitarme de la cabeza la idea de

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que era la misma placa sobra lacual había fotografiado a Naïdan-van; por eso su retrato no estabaentre las demás fotos. Y no porquelo hubiera fotografiado con lamisma placa que a Dzhambi-gelun.Cuando empezó a anochecer, lacolinas se tiñeron de rosa, y lassombras que había en ellas, de azul.Meciéndome sobre la montura, meadormecí y soñé con Giatso muerto:me guiñaba su negro ojo vidrioso.

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CAPÍTULO 6 LA NOCHE DE LOSRECUERDOS

26

A la calle Caravanaya —ordenóIván Dmítrievich al subir al cochejunto a Constantinov. Se pusieronen marcha. Llevaba consigo el librode Kamenski padre, y se puso ahojearlo con la esperanza de

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encontrar alguno de los puntosmarcados por Kamenski hijo.Encontró un par. El primero era un párrafosubrayado en que el autorpresagiaba la caída de laenvejecida y milenaria dinastíaTsin, que a su juicio era inevitabley tendría lugar en un futuropróximo; y una de lasconsecuencias de las luchasintestinas en el imperio era laseparación de las dos Mongolias, laexterior y la China. De acuerdo con

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estos pronósticos, se recomendabatomar las medidas pertinentes paragranjearse las simpatías de losmongoles hacia Rusia; de otromodo, el lugar de los chinos lotomarían los ingleses, que teníanagentes entre los lamas en Jalja. Enparticular, se subrayaba la siguienteidea: «Quien posea Mongoliaobtendrá influencia en China y,como consecuencia, en toda Asia; yel dueño de Asia se convierte, enresumidas cuentas, en el dueño delmundo». El trazo era grueso, pero

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era probable que al subrayar esasentencia el hijo no pensara en elpapel de Mongolia en la políticamundial, sino en el carácter de supadre, que parecía tener ladebilidad de pensar que cualquierrincón perdido donde lo enviaran aél sería el lugar en que se decidiríala suerte del mundo. El segundo era una nota al margende Kamenski hijo relacionada conuna lacónica tesis del autor sobre elamor de los mongoles por TsaganKhan, es decir, Alejandro II. Aludía

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a un fragmento de texto excluidopor censura: Como hemos mencionado ya, unode los Temibles Ocho,presuntamente Chzhamsaran, es, ajuicio de los mongoles, el ser quenosotros llamamos Diablo.Podríamos utilizarlo en beneficiode nuestra política, si lo tratamossin prejuicios. Los raskólnikos deBaikal hicieron correr el rumorentre los mongoles de que, entiempos de Pedro el Grande, el

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trono de Rusia estuvo en poder deSatán, perseguidor de la feverdadera. Y como los nómadasven en éste una reencarnación deChzhamsaran o de algún otrodokshitov venerado por ellos, a undiplomático experimentado no lecostaría mucho persuadir a un grupode príncipes influyentes de que sepusieran al amparo de nuestroEmperador. La cuestión siguientede la agenda sería la entrada deMongolia Exterior al Imperio Ruso.

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Iván Dmítrievich encontró elpunto donde, hacía medio año,Kamenski había escrito en losmárgenes las dos palabras repetidaspor Rogov. Estudió el libro conmás atención y descubrió que... noeran dos, sino tres. ¿Cómo pudo noverlo antes? ¡Claro que eran tres! Al llegar a la altura del númeroocho de la calle Caravanaya, IvánDmítrievich saltó a la acera.Constantinov se adelantó para abrirla puerta, pero ésta se abrió por símisma y salió Gaypel.

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—¿Dónde te habías metido? —lebramó Constantinov. —Déjanos solos —dijo Gaypel. —¿Qué? ¿Quién eres tú paramandarme? —Iván Dmítrievich, dígale quenos deje solos. He recorrido toda laciudad buscándole. Tengo quedecirle algo importante, a solas... Cuando acabó con su relato, IvánDmítrievich sintió cómo sus labiosformaban una sonrisa desatisfacción, la misma con queVaniecka miraba a las mujeres

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embarazadas, y el Baphomet debronce a los miembros de laDruzhina, a los paladistas, o a lasingenuas adivinas condenadas amorir en su abrazo mortal. Tomó elrevólver que le ofrecía Gaypel ypreguntó si estaba cargado. —Sí —contestó Gaypel,asintiendo con la cabeza—, con losmismos cartuchos. —¿Cuántos son? ¿Tres? —Sí, los que había. —Creo que me bastarán —se dijoIván Dmítrievich entornando los

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ojos. Ahora sabía que aquella gente sepresentaría allí aquel mismo día. * * * La viuda salió a su encuentrofrancamente irritada. —Hace media hora le heexplicado a su agente que la policíano tiene nada que hacer aquí. Hereunido a los allegados de NicolaiEugenievich. —Parece que pertenezco a ellos,aunque como modelo de su mejor

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personaje —contestó IvánDmítrievich. —Está bien —suspiró la mujer—,quítese el abrigo. Pero tenga encuenta que no está aquí paraaprovechar la ocasión einterrogarlos. Y no espere unbanquete. Sólo hay té. Mientras avanzaban por elpasillo, se enteró de que muchosdesconocidos habían asistido a lacomida de exequias, de modo quela viuda había decidido reunirá losmás cercanos por la noche para

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compartir los recuerdos sobre eldifunto y leer en voz alta losmejores fragmentos de sus relatos.Al llegar al salón, le resultóevidente que nadie había acudidopara eso. La doncella vecina, quesustituía a Natalia, tardaba muchoen servir del samovar, y loshuéspedes daban vueltas por la salaesperando el té y charlabanseparados en pequeños grupos.Había una docena de amigosíntimos de Kamenski, entre ellosKilinin,Turgueniev, Petr Franzevich

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y Elena Karlovna. Zinochka noestaba. La viuda presentó a IvánDmítrievich a quien no lo conocía.Entre los intimidados admiradoresde Kamenski y sus modestos amigosde juventud, destacaban doshombres con maneras de personaimportante: un cierto Schajov,publicista cuyo nombre, como ledijeron al presentárselo, eraconocido a toda persona culta, y untipo distraído llamado Ribeau.Filólogo y profesor de la Sorbona,

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recientemente había traducido ypublicado en alguna revistaparisiense el relato de Kamenski«En el remolino». —Trata de un campesino que hapescado albures en el estanque desu amo y es empujado a suicidarse—le recordó la viuda. Ella sedirigió a la cocina, e IvánDmítrievich se reunió con un grupode huéspedes que discutían elartículo de Silberfarb en La Voz. —¿Qué fanáticos? ¿De dóndesalen? —se indignaba Turgueniev

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— ¡No hay fanáticos así en Rusia!Mejor dicho, existen, pero eso nose puede aplicar a NicolaiEugenievich. ¿Acaso era ministrodel interior o general gobernador? —Aparte de los fanáticospolíticos están los religiosos —dijoElena Karlovna, y arreglócuidadosamente la bufanda delcuello de su marido. —¿Se refiere a los raskólnikos? —No necesariamente. ¡Las sectasson muchas! —¿Cree entonces que ese cochero

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era un miembro de alguna secta? —¿Por qué no? —¿Enmascarado? ¿Con unrevólver? Llevo mucho tiempoviviendo en el extranjero, perodudo que en mi ausencia nuestrosmolokanes y castrados se hayanemancipado tanto. ¿Y qué les habíahecho Nicolai Eugenievich? Yotengo la sensación de que quisotomarnos el pelo antes de morir. —¿Por qué? —Para vengarse por nuestraindiferencia durante su vida.

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—No quiero provocar a nadie —terció Ribeau—, pero comoextranjero me tomaré la libertad desuponer que Kamenski era unavíctima de la policía clandestina.Según el relato «En el remolino»,era contrario al régimen, quedescribe con odio en el relato. Yeso no se perdona en Rusia. Se hizo un silencio embarazoso. —No hay policía clandestina ennuestro país —replicó por fin IvánDmítrievich—. Hay policía exteriory policía secreta, que represento yo,

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pero no existe una policíaclandestina. ¿Quizá se refiere alcuerpo de gendarmería? —El nombre es lo de menos. —Pero, señor Ribeau, sisospecha usted de los gendarmes,yo puedo sospechar de cierta tribuafricana —dijo Turgueniev. —¿Por qué? —Porque Nicolai Eugenievichprometió a Silberfarb enviarle suúltimo libro, que se lo aclararíatodo. Es El secreto del camafeo deAfinas. Las costumbres africanas

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están descritas con el mayor odioque he visto en nuestro país.Podemos presumir que los salvajes,ofendidos, hayan tomado un vaporen el delta del Congo para venirhasta San Petersburgo y castigar alautor por su falta de respeto a lascostumbres nacionales. El cocherobien pudo ponerse la máscara paraque no vieran que era negro. —Se equivoca —replicó Kilinin—, ése no es su último libro.Después, Nicolai Eugenievichescribió El misterio del diablo de

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bronce. —Exactamente —convinoTurgueniev. —El libro no está a la venta, perohabla de unos auténticos fanáticos,miembros de dos sociedadesclandestinas enemistadas: laSagrada Druzhina y los paladistasde Baphomet. —¿Cree que existen esospersonajes en realidad? —Por supuesto, yo creí que eraninvención del autor, pero ahoratengo mis dudas. Verá, cuando el

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manuscrito ya estaba encomposición, Nicolai Eugenievichme pidió que lo retirara de laimprenta. Me negué, de lo cual mearrepiento. —¿Ha oído eso? —Dovgailo sevolvió a Iván Dmítrievich. —Sí, lo sé. —¿Y qué le parece? —Que si Kamenski fue asesinadopor ser autor de ese libro, el editortambién corre peligro. —¿Lo dice en serio? —Kilinin seintranquilizó.

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—Absolutamente. Por eso estoyaquí. La dueña invitó a todo el mundo asentarse a la mesa. Mientrastomaban asiento, llenó el fondo dela primera taza con un poco deinfusión y la entregó a la doncella,que se inclinó sobre el samovar. Unfino hilo envuelto de vapor manódel grifo. Sin decir una palabra,todos observaban aquellaceremonia sagrada. En medio delsilencio, sólo se oyó la voz deElena Karlovna, que entretenía a

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Ribeau, sentado a su lado, con unaexplicación sobre cómo se toma elté en Mongolia. Su marido le habíaconfiado todos los detalles de laceremonia de té mongola, que, siIván Dmítrievich comprendiócorrectamente, consistía en unaconversión metódica de la bebidaen una pócima abominable en quese añadían harina, sal y manteca decerdo. Al final, en la ceremonia delté no había más té que el delnombre. Alguien pidió que le pasaran el

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azucarero, y a otro le faltaba unacucharilla. Iván Dmítrievichaprovechó la conversacióndesordenada antes de que alguientomara la palabra y se dirigió aDovgailo, que se encontraba frentea él: —Petr Franzevich, me dijo ustedque el tema de «Teatro de sombras»era completamente inverosímil. ¿Enqué se basa su opinión? —En que los mongoles no creenen el diablo y no son capaces deaceptar su existencia.

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—Pero ¿por qué? Nosotros nosomos más tontos que ellos, ¡perocreemos en él! Por lo menos,aceptamos su existencia comoprobable. —Los europeos no queremosadmitir que las fuerzas de lastinieblas no son un ejército dondehay rangos inferiores, oficiales,generales y un comandante conenormes cuernos: el Mal es un caossin ideas, sin principios y sinobjetivos. Pero si admitimos que elMal no contiene sentido ni

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jerarquía, tendremos que dar elsiguiente paso. ¿Se imagina cuál? Iván Dmítrievich asintió. —Entonces —prosiguió Dovgailo—, tendríamos que aceptar que elMal es invencible. Aunque poralguna razón el Mal no está alcorriente de nuestra guerra sagradacontra él. Sea como sea, no tenemosel valor de admitirlo. —¿Y los mongoles lo tienen? —La fe en Satán es unaconsolación de los débiles. Losbudistas no la necesitan. La

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conciencia de lo ilusorio de nuestromundo les da fuerzas parareconciliarse con su imperfección. —Se te va a enfriar el té, bebe —indicó Elena Karlovna a su marido—, a tu garganta le convienebeberlo caliente. ¿Cuánto azúcar teecho? —¡Silencio! —pidió la viudadando unos golpecitos con lacucharilla contra la taza para llamarla atención. —... Tuve ocasión de ver losborradores de Nicolai Eugenievich

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—dijo Schajov—: la soltura yagilidad de ese modo de escribireran el fruto de mucho esfuerzo. Eraa su manera una hazaña. Un día meconfesó que el diablo le guiñaba elojo en cada frase que escribíadonde un «que» podía ser un«porque», donde se rompía el ritmonarrativo o había alguna inexactitudde detalle. Iván Dmítrievich pidió disculpasy se levantó de la mesa, pasó alvestíbulo y observó cautelosamenteel descansillo; no había nadie. La

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vaga luz de la tarde de mayoforzaba su camino por las vidrierascubiertas de polvo media plantamás abajo. Cuando regresó al salón, reinabael silencio, y Ribeau estabarecitando de memoria algo enfrancés. No era difícil comprenderque había sido el primero enofrecerse a leer su fragmentofavorito de Kamenski, y que estabarecitando el relato «En elremolino» en su propia traducción,que parecía gustarle más que el

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original. Iván Dmítrievich tomó asiento allado de Schajov. Este le susurró: —Pues yo soy de la opinión queKamenski se suicidó. —¿Y el motivo? —El mismo de tantosdesgraciados literarios: soledad,falta de dinero y perspectivas. Lainspiración dura cierto tiempo,mientras escribes con la sangre delcorazón, pero ese tintero tiene sufondo. Si se llega a la grandezareconocida de Turgueniev, uno

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puede empapar la pluma encualquier tinta; nadie lo va a notar.Si no se llega, mejor buscar otraocupación o escribir por encargo osin pretensiones. Para lo primero, aKamenski le faltaba talento, para losegundo, inteligencia, para lotercero, resignación. Escribir suslibros sobre Putílov suponía taltortura a su amor propio quesuicidarse resultaba más fácil.Además, esos libros no leprocuraban muchos beneficios.Usted no ha venido al cementerio,

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pero puede creerme si le digo queel entierro era miserable y lacomida de exequias aún peor. Aquípuede ver por sí mismo con qué nosagasajan. A propósito, no leaconsejo los bocadillos depescado. No valen la pena. —Las tazas, en cambio, son deverdadera porcelana china. —Eso no significa nada. Cuandoel hombre lucha contra la miseria,la vajilla es su aliado más fiel. Entre tanto, Ribeau acabó con surecitado. Prorrumpieron en elogios

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sobre el estilo y la maestría en lasdescripciones de paisajes, que eltraductor se adjudicó: —Gracias, gracias, señores —dijo, haciendo reverencias a todaspartes como Pugachev antes de suejecución. —¿Quién será el siguiente? —preguntó Kamenskaya dirigiendo aTurgueniev una mirada expresiva. Este se aclaró la garganta, peroIván Dmítrievich se le adelantó: —¿Podría ser yo? —¿Usted? —se sorprendió la

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viuda—, ¿y qué nos quiere leer? —El relato «Teatro de sombras»,con su permiso. —¿Entero? —No es muy largo, pero puedoomitir algo. —¿Tanto le gusta ese relato? —preguntó Turgueniev. —Me gusta mucho. —Es interesante. ¿Qué es lo quele ha capturado? —Que contiene el secreto de lamuerte del autor —contestó IvánDmítrievich con voz clara e

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inteligible. Se hizo un silencio sepulcral. Élse acercó a una estantería dondehabía un gran retrato fotográfico deKamenski cubierto por una bandade luto y rodeado por la guardia dehonor de sus libros abiertos por laspáginas de guarda, tomó Laencrucijada y regresó a la mesa.Todo el mundo le seguía con lavista, como hechizado. * * * Extracto del diario de

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Solodovnikov: La víspera de nuestra salida deUrga, cuando volví a casa paradormir en mi habitación por últimavez, me encontré con el príncipeVandan-beile, el mismo que habíarecitado los versos de Minskydurante la velada en casa deOrlova. Al saber que me dirigía auna taberna china, me invitó a cenaren su casa. No estaba muy lejos yaccedí. Durante la cena, nos pusimos ahablar de jubilgan, de Naïdan-van.

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El príncipe no aceptó mi ironíadiciendo: «Naïdan-van pertenece alolimpo de nuestros héroesnacionales. No consiguió expulsar alos chinos de Jalja durante su vidapasada, por eso se ha reencarnadode nuevo». «Según una idea deHegel, una tragedia histórica serepite como una farsa», no pudemenos que soltarle. «Eso se puedeaplicar a Europa, pero no aMongolia», replicó Vandan-beile.Sacó de la estantería un libro de uncierto Kamenski, lo abrió y me

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pidió que leyera en ese mismomomento un relato titulado «Teatrode sombras»[12]. «Aquí describe a Naïdan-van conel nombre de Namsarai-gun», dijoel príncipe cuando terminé de leer.Le pregunté si era verdad que sehabía convertido a la ortodoxiacristiana como ponía allí. Resultóque sí. Me sorprendí: «¿Y eso no leimpide habitar el olimpo de sushéroes nacionales?». «No»,contestó Vandan-beile. Pero a missiguientes preguntas contestó

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afirmativamente: sí, Naïdan-van sebautizó para vender el alma aldiablo; sí, se le apareció el diablo;sí, hicieron un trato, y Naïdan-vanlo firmó con su sangre. Pregunté:«¿Para qué? ¿Qué quiso obtener acambio de su alma?». «La libertady la independencia para Mongolia»,explicó Vandan-beile sin la sombrade una sonrisa. «Ahora ha vueltopara comprobar cómo se cumplenlas condiciones del trato.» Me puse serio y no discutí niquise aclarar los detalles. El

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príncipe salió a acompañarme hastala puerta. «Créame», me dijo aldespedirse, «ese hombre seráimprescindible durante la campañade Bars-Khoto. El que regresa anuestro mundo para cumplir loempezado, tiene muchasposibilidades de lograr el éxito.»

27

—Recuerdo muy bien aquel díade septiembre —leyó IvánDmítrievich en voz alta— en que

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presentaron a nuestros dragomanesdel ministerio de asuntos exterioresa un embajador chino,extraordinario y poderoso, y a lagente que le había acompañado aSan Petersburgo. Entre ellosdestacaba un hombre alto con unaborla azul de oficial de tercer rangoen el sombrero y que se conducíacon menos ceremonia, sin lasoberbia habitual de los chinos, quesustituía por cierto grado deespontaneidad. Sus manerasdelataban que era un bárbaro, pero

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un bárbaro de civilización antigua ydecadente, de cuyo declive eraconsciente sin perder por ello elorgullo: esperaba ser acogido porlo que era, el príncipe mongolNamsarai-gun, coronel de laguardia de caballería delEmperador; formaba parte de lamisión en calidad de diputado deJalja. Su tarea consistía ensupervisar la demarcación final denuestra frontera con China en laregión de los ríos Aksha y Onon.Me adelanto a los acontecimientos

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para decir que esas negociacionesfueron muy penosas; se complicaronpor ciertos malentendidos, puesNamsarai-gun no sabía leer el mapageográfico, pero al principio fingíasaberlo. Como auténtico bárbaroque era, estaba revestido de taldignidad personal, que resultabaagotador negociar con él. Durantenuestro primer encuentro, meinformó dándose importancia deque descendía por línea materna delos Gantul, y como tal se leprohibía terminantemente...

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Sonó el tintineo de la puerta deentrada. Iván Dmítrievich seinterrumpió, pero la viuda le indicóque siguiera adelante. —... terminantemente comersangre seca y montar el caballosobre sillas pintadas. Hubiera sidodifícil que la alimentación de laembajada o el programa de suestancia en la capital amenazara elquebrantamiento de alguno de estostabúes, pero yo tomé nota de elloscon toda seriedad en mi cuaderno.Después, el príncipe me mostró

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simpatía. Me preguntó cuánto hijostenía... La doncella pasó a su lado, seinclinó sobre su señora y le susurróalgo al oído; ella se encogió dehombros y dijo: —Pues déjalo pasar. —Al saber que estaba yo casadopero que no tenía hijos —leyó IvánDmítrievich por inercia—,Namsarai-gun recomendó a mimujer que cuidara no estornudarinmediatamente después de lacópula...

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—¿A qué se debe su visita,capitán? —preguntó la viuda,dirigiendo a Zeidlitz una miradapoco amistosa. —Le ruego que me disculpe,señora. Tengo que hablar con unode los presentes. Es sobre sudifunto marido. —¿También usted sabe quién lomató? —¿Qué significa «también»? —Hace un cuarto de hora el señorPutilin ha declarado que lo sabíatodo, y ahora está leyendo en voz

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alta uno de los relatos de NicolaiEugenievich. Dice que contiene elsecreto de la muerte de mi marido. —Entonces, esperaré. ¿Permiteque me siente? Al pasar junto a Iván Dmítrievich,Zeidlitz echó un vistazo al libroabierto y gruñó con satisfacción: —¡Aja! ¿Es que no recuerda queGubin también tenía alucinaciones? —Siga, señor Putilin —le pidióKamenskaya. Iván Dmítrievichdobló la página y leyó la parte enque Namsarai-gun asiste a la

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representación de Faust, en que sehabla de las tres almas, una de lascuales el príncipe decidió bautizarpara entregarla al diablo a cambiode algo, que sería un secreto paraN. Luego saltó dos o tres páginas ypasó a la última noche antes delregreso de la embajada a su casa.Se acercaba la medianoche.Namsarai-gun invita a N. a té delsamovar que le habían regalado porsu bautismo. Se agitan las llamas delas lámpara de mesa, las sombras

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corren por las paredes. Un teatro desombras, piensa N., mientras losactores incorpóreos interpretanescenas de esperanzas frustradas,deseos sofocados y no satisfechos,un sueño que en vez de cumplirse seconvirtió en pesadilla. El teatro nose limita a la superficie plana: lassombras toman volumen y larepresentación se acerca a su final,que arrastra la frustración de todaslas ilusiones, sangre y muerte; sinembargo, Namsarai-gun permanecetranquilo. «Cuando todo se cubre

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por la oscuridad, te recuerdo»,entona esperando al príncipe de lastinieblas. Al perder todas lasesperanzas de disuadirlo, N.abandona al príncipe, pero en elporche entabla una conversacióncon un viejo lama del séquito. Derepente, oye un terrible grito en losaposentos de Namsarai-gun. N. abrela puerta de par en par y ve alpríncipe muerto, aunque sólo tieneun corte en la mano izquierda. A sulado hay una pluma de ave, con lapunta manchada de sangre fresca.

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Turgueniev fue el primero enquebrar el silencio: —Esperamos sus explicaciones.¿Qué tiene que ver este misticismocon la muerte de NicolaiEugenievich? —¿Misticismo? —preguntó IvánDmítrievich—. ¿Dónde lo ve usted?Satán no apareció, las sombrassiguieron siendo sombras, y unapersona puede ver en ellascualquier cosa. En su novelaPadres e hijos, a Bazarov se leaparecen unos perros rojos, ¿y qué?

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¿Hay algún misticismo en ella? —Perdóneme, pero en mi novelalos perros no dejan huellas. Nodigo, por ejemplo, que tras lamuerte de Bazarov hay que barrerel pelo de perro rojo. Pero si aquíse menciona un corte en la mano, esporque Mefistófeles apareció porfin. ¿Qué es eso si no misticismo? —No, Iván Sergeievich.Mefistófeles no apareció. El relatose basa en hechos auténticos.Kamenski escribió la verdad,aunque no toda la verdad.

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—¿La verdad? —En otoño, la embajada china deSui-Chzhen visitó San Petersburgo.Naïdan-van formaba parte de ella.Fue el modelo de Namsarai-gun. —¿Y ese príncipe mongol murióen San Petersburgo? —Sí. —¿Se hizo un corte en un dedo ymurió? —La verdadera razón de sumuerte fue otra: murió de un ataquecardíaco —Iván Dmítrievich notóque, con un arqueo de cejas,

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Zeidlitz le advirtió que no divulgaraun secreto de Estado—, pero que sebautizó es pura verdad. PetrFranzevich trabajaba de intérpreteen la embajada de Sui-Chzhen ycontó lo sucedido a Kamenski. —Es verdad —confirmóDovgailo—, pero todo lo demás esfruto de su fantasía. Por supuesto,Naïdan-van no tenía en mente hacertratos con el diablo. —¿Por qué está tan seguro deello? —Es una larga historia.

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—¿Desearía resumírnosla? —De acuerdo: Naïdan-van erabudista, y el budismo niega laexistencia del alma inmortal.Tampoco acepta la presencia deldiablo como nosotros nos loimaginamos. En otras palabras, niel príncipe tenía nada que vender,ni había nadie a quien vender algo. —Entonces ¿qué lo llevó abautizarse? —Los regalos —dijo Dovgailocon voz ronca—. Por nuestrosburiatos se enteró de los regalos

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que obtienen los extranjerosnotables al convertirse a laortodoxia. —Pero eso no concuerda con suimagen. —Con la imagen de Namsarai-gun no, pero, créame, Naïdan-vanera un hombre muy distinto. —Según Kamenski —intervinoZeidlitz—, el regalo más caro erael samovar. ¿Cree que traicionó lareligión de sus antepasados por unsamovar? —Ese punto de vista es suyo,

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capitán. Desde el punto de vista deNaïdan-van no había traiciónalguna. El budismo es la religiónmás tolerante de todas. Según budaSchiamuni, todo lo que existe en elmundo no es más que una ilusión.Uno puede ser budista y al mismotiempo sintoísta, judío, luterano,mahometano y lo que desee. No seles prohíbe. —¿La razón pudo ser sólo unsamovar? —Bueno, no sólo un samovar.Naïdan-van quedó deslumbrado por

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las maravillas de la civilizaciónoccidental. El bautismo le pareceríaun procedimiento mágico que lepermitiría leer el mapa topográfico,conducir una locomotora, tocar elpiano. —No suena muy convincente. Entonces Zeidlitz sacó delbolsillo un sobre y lo agitó con airede importancia. —¡Les pido silencio, señores!Esta carta llegó ayer a la redacciónde La Voz. —¿Ayer? —preguntó Iván

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Dmítrievich. —Sí, pero después de su visita.La escribe un tal Pavlov, unapersona extrañísima, aunque real.Lo he visto hoy. Está dispuesto aconfirmar bajo juramento todo loque escribió aquí. Zeidlitz pidió que le sirvieran unataza de té y prosiguió: —Los que leyeron el artículo deSilberfarb recuerdan que uncochero enmascarado trató de matara tiros a Kamenski a eso de lasnueve de la noche del 25 de abril.

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Lo confirman los habitantes de lascasas vecinas, que corroboranhaber oído un disparo. Luego, a esode las dos de la madrugada, ya del26 de abril, este mismo Pavlovpasó por la calle Caravanaya y sefijó en un coche con la capotanegra, sin farol y con un cocheroenmascarado. Si el cochero nohubiera ido enmascarado no sehabría fijado en que el coche sedetuvo delante del edificio de unestanco. El cochero saltó delpescante y abrió la portezuela. Un

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hombre, cuya cara Pavlov noconsiguió discernir, se apeó delcarruaje y los dos desaparecieronen el edificio. Iván Dmítrievich lo habíasupuesto, pero no delató susatisfacción. Los demás entendieronde qué se trataba cuando la viudadijo en voz baja: —Petr Franzevich, es su casa...¿por qué no dice nada? —¿Qué quieres que diga? —respondió Dovgailo después de unapequeña pausa—, ¿que no soy un

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asesino? ¿Que esos enmascaradosno tienen nada que ver conmigo?Nos conocemos desde hace muchosaños, ¿es que tengo quejustificarme? ¿O parezco unfanático capaz de condenar a Koliaa muerte? —De momento, nadie le estáacusando —terció Zeidlitz—. Perola casa donde vive no tiene más queuna entrada. Puedo confirmar que elcarruaje del cochero enmascaradoparó delante de ella. Y quisierasaber por qué.

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—No tengo ni la menor idea. —¿No era usted quien iba en elcarruaje? —No era yo. —¿Y en el pescante? —¡Escuche, señor mío! Tengosesenta años... —Tal vez —Zeidlitz lointerrumpió— fueran a verle a ustedaquella tarde. —¿Por qué precisamente a mí?Tengo vecinos. —Antes de venir, he hablado contodos sus vecinos. Lo niegan todo, y

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no tengo ninguna razón para nocreerles. —¿Y a mí, tiene razones para nocreerme? —Quiero ver la carta con mispropios ojos. Démela —exigióElena Karlovna. Mientras los esposos leían lacarta mejilla con mejilla, IvánDmítrievich contó las cucharillasque había sobre las tazas. Para lascatorce personas presentes, habíaonce de plata, como la que tenía él,y tres de estaño.

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—¿Por qué tiene once cucharillasde éstas? —le preguntó a la viudamostrándole su cucharilla. —¡Dios mío, qué le importa? —Es una cifra extraña.Habitualmente son seis o doce. —Eran doce, pero se perdió una. Elena Karlovna leyó la carta másrápidamente que su marido: —Pierde cuidado —dijo la mujertomando a su marido del brazo—,es una provocación. Arden deimpaciencia por quitarte la cátedra.No pueden perdonarte que, después

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de los disturbios de los estudiantes,te negaras a firmar... —Se equivoca, señora —lainterrumpió Zeidlitz. —¡Pero esto es delirante! Mimarido era amigo de NicolaiEugenievich y de su padre. ¿Por quéiba a matarlo? —Es verdad, capitán, ¿por qué? —Porque Kamenski estaba alcorriente del secreto de la muertede Naïdan-van. —¿Qué secreto? ¡Pudo ser verdadque muriera de un ataque cardíaco

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al ver a Mefistófeles acudir paranegociar sobre su alma! —Pero es que nadie sabía nada aexcepción de Petr Franzevich yNicolai Eugenievich —continuóTurgueniev—. ¿Es eso lo quequiere decir? —No anda desencaminado —reconoció Zeidlitz. —En ese caso, estoy de acuerdocon la señora Dovgailo: esto esdelirante. —He dicho que no andadesencaminado, Iván Dmítrievich.

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No que haya acertado. Por supuestoque no vino ningún diablo. Si ésafuera mi hipótesis, no serviría yo enel cuerpo donde tengo el honor deservir: semejantes extravaganciasno están bien vistas. El hecho esque el doctor que examinó elcadáver de Naïdan-van descubrióun corte fresco en el dedo, igual alde Namsarai-gun en «Teatro desombras». Eso dice el acta. Cabesuponer que la punta de la plumatambién estuviera cubierta desangre, pero en aquel momento

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nadie se fijó en ello. Porconsiguiente, aquella noche elpríncipe tenía un visitante queconocía sus planes de hacer un tratocon el diablo, y pudo hacerse pasarpor el comprador. Había alguienallí. Y usted, señor Putilin, sabequién era, ¿verdad? Por toda respuesta, IvánDmítrievich citó con el tonoconfidencial con que se da unainstrucción secreta: —«Uno de los lamas me aseguróque, teniendo en cuenta mis

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conocimientos de filosofía budista ymi capacidad de abstracción, yotambién podría iniciarme en el artede la creación del tulbo...» Aprovechando su pausa, Ribeaupreguntó: —¿Cómo ha dicho? ¿Tulbo? Iván Dmítrievich no respondió, yconcluyó su cita: —«Quizás hubiera tenido éxito,pero me pidieron tanto dinero poranticipado que tuve que renunciar alas clases de magia mongol. Elprecio sobrepasaba las

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posibilidades de mi bolsillo.» Loescribió Petr Franzevich —añadió—, pero cree que... —A mí también se me haocurrido —lo interrumpió Zeidlitz—. Tiene razón. Sí, pero luego hedescartado esa opción. El sentido de esa conversaciónquedó oscuro para todos, aexcepción de Dovgailo. —¿Ha leído mi artículo? —preguntó éste, sorprendido—.Lelechka, han leído mi artículo deLas obras de la Sociedad

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Geográfica. ¡Dios mío! Había oídoque la policía recurre a médiums yastrólogos, pero no creí que... —¡Basta ya! —vociferó Zeidlitz—. ¡Quítese la bufanda! —¿Qué? —se indignó Dovgailo,con voz improvisadamentetimbrada, pues había olvidado quetenía que silbar como un sifilítico. —¡La bufanda! Tenga la bondadde quitársela. ¿Qué oculta debajo? —¡Está usted loco! —chillóElena Karlovna—. Mi marido estáenfermo, tiene la garganta dañada...

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—¿Por dentro o por fuera?...¡Diablos! ¿Quién es ahora? —exclamó Zeidlitz al oír la puerta. El sonido de la campana fuevacilante. Iván Dmítrievich tanteósu revólver en el bolsillo, peroenseguida lo dejó en paz. Los pasosque se acercaron por el pasillo eranligeros, como si vacilaran, e IvánDmítrievich concluyó que no era lapersona a quien estaba esperando yque debería llegar de un momento aotro. Zinochka apareció en elumbral. No llevaba abrigo ni

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sombrero. Iba despeinada, con lafalda torcida por la cintura y eldobladillo manchado de barro.Echó una mirada salvaje a loshuéspedes, vio a Dovgailo y sedirigió a él, con un bisbiseo: —Ha sido usted, PetrFranzevich... Usted... Confiaba enusted, pero usted... Kilinin hizo ademán de abrazarlapor los hombros y hacer que sesentara a su lado, pero Zinochka lorechazó con el codo enseñando losdientes.

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—Le inculcó la idea de que ellosexistían —hablaba sofocada,haciendo muecas—, pero ahora miFedienka ha muerto, ha muertoporque usted... —¿Que ha muerto? —se espantóDovgailo—. ¿Fedia ha muerto? Zinochka movió los labios comoun autómata. Trató de emplear lapoca saliva que tenía para escupirleen la cara, pero le faltaron fuerzas.Iván Dmítrievich la vio perder elcolor y adquirir una palidez deultratumba, como cuando un

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relámpago absorbe todos loscolores. La joven vaciló y sehundió. Kilinin consiguió cogerlapor las axilas y la arrastró hasta elsofá. Todo el mundo se puso en pie,alguien tiró una silla; se rompió unataza. —¡Vayámonos de aquí! —dijoElena Karlovna empujando a sumarido hacia la puerta. En mediodel alboroto, no habían visto que laanfitriona se estaba acercandofurtivamente a ellos por detrás,pero Kilinin sí lo había notado, y se

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dio cuenta de todo: rápidamente, selanzó sobre ellos, apartó a laprofesora, que trató de sacarle losojos llena de rabia, y aferró aDovgailo por las manos;Kamenskaya, con un gesto circular,le desenrolló la bufanda y se laquitó. Su gesto final le recordó aIván Dmítrievich al chimpancé Mikicuando, a punto de morir,acorralado, arrancó la máscara delgran maestro. La bufanda flotó a unlado y en el cuello desnudo, a laaltura de la nuez, quedaron al

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descubierto las marcas de las uñasdel mono cubiertas por sangre seca.

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Zinochka había caído en unprofundo desmayo. Mientras Kilininy Schajov la llevaban al dormitorio,Iván Dmítrievich le explicó aZeidlitz las circunstancias de lamuerte de Rogov. Las palabras quehabía dicho antes de morir nosorprendieron a Zeidlitz: —Claro —dijo, asintiendo—.

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Lástima no haberle arrestado ayer.Nos encontramos y, teniendo encuenta su carácter, no era difícilsuponer que pudiera suicidarse. —¿Por qué? —preguntó Dovgailocon voz sorda. —¿Pregunta usted algo? La farsaha terminado. Está usted arrestado,acusado de asesinato. —¿Con qué pruebas? —Las de su cuello. ¿Quién learañó? —¿Y usted quién cree que fue? —Kamenski, ¡quién si no! Falló

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el disparo y él consiguió cogerlopor el cuello. De otro modo nohubiera fingido esa voz ronca paraocultar los arañazos. —Siento decepcionarle —sonrióElena Karlovna—, pero losarañazos se los hice yo. —¿En un arranque de pasión? —Dejemos los detalles íntimospara otro momento. Si dispone depruebas serias contra PetrFranzevich, estoy dispuesta asatisfacer su curiosidad, pero si susacusaciones no tienen otro

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fundamento que... Estaban tardando mucho. IvánDmítrievich consultó el reloj: lasmanecillas se acercaban a las once,la cifra sagrada para los paladistasde Baphomet. Salió al vestíbulo yde allí al descansillo. Palpó elrevólver que le había dado Gaypely se asomó al hueco de la escalera.Silencio. No se oían pasos nivoces. ¡Pero había llegado elmomento! Regresó al salón, quetambién estaba sumergido en elsilencio. Zeidlitz hablaba con voz

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tranquila y seria: —... Sui-Chzhen no entendió porqué se había convertido Naïdan-vanal cristianismo, y sospechó algunaintriga de los príncipes mongolescon el fin de independizarse dePekín y adoptar la ciudadanía rusa.Entonces usted, profesor, leprometió al embajador, creo que acambio de una recompensa, que seenteraría de los planes de esemongol; sabía que quería bautizarsecon el fin de hacer un trato con eldiablo, y se le ocurrió la idea de

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enviarle a alguien disfrazado deMefistófeles para que acordara untrato, un trato que le garantizara porescrito el cumplimiento de susdeseos a cambio de su alma. Esepapel lo tendría que desempeñar unhombre que hablara mongol ochino. Pero no podía ser usted enpersona, puesto que Naïdan-van loconocía. Para esa aventuraconvenció a su mejor alumno,Fiodor Rogov. Hablé con él ayer, yaunque lo negó todo, su conductame pareció muy sospechosa...

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—¡Cállate!... ¡Cállate!, no es elmomento oportuno —le ordenóElena Karlovna a su marido, queintentaba meter baza. —Disfrazado como correspondía,Rogov penetró de noche en losaposentos de Naïdan-van, consiguióengañarlo y hacer que firmara eltrato, pero... Zeidlitz expuso la versión oficialde los sucesos: el príncipe sufrióuna conmoción y murió por unataque cardíaco sin tener apenastiempo para hacerse el corte en el

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dedo. Después, prosiguió con el relato: —Sui-Chzhen pagó la sumaprometida y se marchó a China.Rogov y usted quedaron en laimpunidad, pero más tardeKamenski se enteró de esta historia. —¿Cómo? —preguntó IvánDmítrievich. —Espere un momento. Cada cosaa su tiempo: Kamenski escribió ypublicó «Teatro de sombras» yempezó a chantajearles. Les exigióparte del dinero obtenido de Sui-

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Chzhen. —Eso es imposible —dijoKamenskaya en voz baja. —Tiene razón; no es propio de él—la apoyó Turgueniev. —¿Es que no se ha dado cuenta,Iván Sergeievich, que el relato noestá terminado? —preguntó Zeidlitz—. ¿Que al final le falta algo? —Es normal. En los últimostiempos Nicolai no era capaz deacabar ninguna de sus obras. —Pero en ese caso no laspublicaba. Este caso es diferente...

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Quiso dar a entender al señorDovgailo que, si no recibía nada,terminaría el libro, presentando alos personajes con sus verdaderosnombres. No estoy seguro de si setrataba de dinero, quizá lascondiciones fueran otras, pero no esningún secreto que el difunto estabasin blanca. —Es verdad —admitió Schajov. —Sin embargo —siguió Zeidlitzdirigiéndose a Dovgailo de nuevo—, usted a su vez decidió asustar alchantajista. Le dijo que corría un

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gran peligro al haberle confiado elsecreto y que, al pedirle que no lovendiera, actuaba no por acuerdocon Sui-Chzhen, sino por miedo alas represalias de unos fanáticosreligiosos que querían asegurarsede que Naïdan-van fuera servidorde Satán, de que estaba preparadopara entregar el alma al diablo, ypor eso merecía morir. Le dijo queel príncipe había muerto a manos deun miembro de la secta cuandoRogov presuntamente les presentóel trato firmado con sangre. El

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ataque cardíaco es una leyendainventada por los funcionarios delministerio de asuntos exteriorespara no deteriorar las relacionescon Pekín. Es más, advirtió usted aKamenski como amigo de que,cuando se publicara «Teatro desombras», también a él locondenarían a muerte, pues loconsideraban un potencial delator;pero la sentencia se podía revocarsi Kamenski demostraba su buenjuicio. —¿Y él se tragó esas sandeces?

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—dudó Schajov. —No. Tenía una fantasíaenfermiza, y en eso residían, enrigor, las esperanzas de losintrigantes; pero a Kamenski lecostaba trabajo creerlo, se enfadó ydecidió hacer pública la historia deNaïdan-van y dirigirse a La Voz. Iván Dmítrievich se encontraba allado de la ventana; los farolesdaban una luz viva, pero la cornisaimpedía ver la calle. —No podían condenarlo —dijoZeidlitz—, pero su carrera y su

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reputación en los círculosdiplomáticos corría peligro, así quedecidió fingir el atentado en la calleCaravanaya. Usted iba en esecoche, el cochero enmascarado eraRogov, el más joven y fuerte de losdos. Pero no apuntó a Kamenski,pues entonces no quería matarlo,sólo persuadirlo de que losfanáticos existían realmente. Y enesa ocasión lo logró: Kamenskirenunció a la idea de la declaraciónpara la prensa; pero muy pronto sedio cuenta de que le habían tomado

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el pelo... —Perdone —interrumpió IvánDmítrievich—, pero no haexplicado cómo se enteró de lahistoria de la muerte de Naïdan-van. —O bien por la señora Rogov, obien, más probablemente, por usted,señora —sonrió Zeidlitz, dirigiendola mirada a Elena Karlovna—. Eldestino no lleva una bufanda alcuello: quizás al confiar a suamante el secreto de su marido,quiso darle un tema original para un

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relato. Dicen que le faltaban ideas. El hombre guardó silencio. Lavoz fría de Kamenskaya se elevóclaramente: —Zorra. —¿Zorra yo? —Elena Karlovnase volvió hacia ella—. ¿Y tú? Tumarido se suicidó porque leengañabas. —Creo que es hora de que mevaya —dijo Turguenievlevantándose. —¿No quiere saber qué pasódespués?

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—No. Gracias. —Hace mal. ¡Es un buen tema! —No me interesa. Turgueniev besó la mano a laviuda, se despidió con un gestogeneral y salió sin decir ni unapalabra. La puerta quedó abierta.Desde el vestíbulo, mientrasbuscaba sus chanclos bajo elcolgador y sacaba la bufanda de lamanga del abrigo, oyó la voz deZeidlitz: —Todo se iba a descubrir enbreve, pero usted se aventuró a algo

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arriesgado; lo había previsto todode antemano: sabía que Kamenskiestaría solo en casa. Entraronustedes en el piso y luego salieronsin ser vistos, pero tal vez lerevelaron sus intencionesdemasiado pronto o, como he dichoantes, el revólver falló el tiro.Kamenski lo agarró a usted por elcuello; entonces, entre los dos... En ese preciso instante, sonaronpasos en la escalera. Llamaron a lapuerta.

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* * * Extracto del diario deSolodovnikov: La tarde del octavo día decamino, vislumbramos entre lascolinas un pequeño monasterio deestilo tibetano con el tejado plano.El muro destacaba acogedor sobreel fondo movedizo de grava, perocuanto más nos acercábamos, mayorera la sensación de abandono. Nohabía huellas de ganado, y delantede los suburgan las malas hierbas lo

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habían invadido todo. Nadie salió anuestro encuentro; en medio deltriste silencio sólo se oían losgolpes monótonos de un molino deoraciones que giraba al viento en elgugan mayor. Dentro, encontramosalgunos templos kumirnidevastados y esqueletos roídos porzorros y perros salvajes.Evidentemente, ese otoño elmonasterio había sido saqueado porlos soldados chinos. Algunos lamasmurieron, otros huyeron y no sedieron prisa por regresar antes de

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que cayera Bars-Khoto. Me hancontado que cuando un convento esprofanado por un asesino oabandonado, se convierte enresidencia de los espíritusmalignos. Mis compañeros batíanpalmas a cada instante paraahuyentarlos. Nadie quiso pernoctarallí. Acampamos fuera de losmuros. Anocheció muy pronto; lasestrellas brillaban con intensidad,las constelaciones se dibujaban antenuestros ojos. Después de cenar, Baabar

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propuso que diéramos un paseohasta el monasterio, prometiendoque me mostraría algo curioso.Cogí mi carabina, por si acaso, ysalimos. La luz de la luna loiluminaba todo con claridad diurna.«Mi padre me trajo aquí antes de miviaje a París —me contó Baabar—,mi tío era el churetui de estemonasterio, pero ahora aguarda enErdeni-dzu a que pasen los tiemposde revueltas.» Nos acercamos al dugan mayor,dedicado al propio Maidari. De las

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cuatro puntas del tejado salían unosmástiles con tridentes de bronce otrifolios que me recordaronvagamente la flor de lis de losBorbones. Sabía que, de un modo uotro, simbolizaban el futuro triunfodel budismo sobre las demásreligiones. Uno brilló a la luz de laluna, luego otro, y un resplandordorado en la capilla vecinarespondía con el mismo brillobélico que en nada se parecía a laluz de la verdad. El viento se calmó, el molino de

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plegarias calló. De repente, aldoblar la esquina, una cornudacabeza del diablo surgió de laoscuridad. Me estremecí, y a puntoestuve de salir corriendo, peroenseguida me di cuenta de que setrataba de un buey disecado. Estabacerca de la entrada del templo,como un coche que esperara aMaidari o a alguien de su séquito. Pasé la mano por el lomo delbuey, que se sostenía gracias a unaestructura de hierro, y me quedó unpoco de pelo en los dedos. «Somos

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expertos en embalsamar a losmuertos, pero no somos buenostaxidermistas», reconoció Baabar.El aire seco de aquel lugar casidesértico era lo único que protegíaa ese animal disecado de ladescomposición. Encontramos un templo aislado,que, aun de lejos, me parecióextraño: no soy ningún experto,pero pensé que no formaba parte deninguna de las ocho variedadescanónicas. Más de cerca y deespaldas a la luna, me di cuenta con

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asombro de que lo que tenía delanteera un gran falo esculpido en piedracon gran crudeza, del tamaño de unhombre y medio. Era un «lingam»sagrado shivaísta, aunquedemasiado realista para no ver enél más que una representaciónconvencional de la fuerza creadoradivina. La parte inferior del bloqueestaba sin esculpir, apenasmarcados los contornos elípticos dedos núcleos, como escondidos bajolos pliegues naturales de la roca. El

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pilar surgía de la piedra, queformaba un conjunto con él y almismo tiempo le otorgaba laenergía de un peso superado. Másarriba, la resistencia desaparecía yel tronco poderoso se levantabaerecto, dispuesto a abrir, penetrar,crecer y desbordarse. Eché a Baabar una miradainterrogante, y él sonrió: —¿Qué te parece? —Muy realista, si se refiere aeso. —Yo prefiero las formas más

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idealizadas, pero es la costumbre. Entonces me contó la historia decómo Bursón se quedó pasmado aldescubrir que había una esculturaparecida en un monasteriomontañoso en la frontera entreMongolia y Amdo. Se dirigió alabad y supo que, tres años atrás, losmonjes de ese juré rompieron susvotos uno tras otro, se marcharon alos campamentos nómadas y secasaron. Nadie cayó en la cuenta dela razón, hasta que descubrieronque los monjes habían sido

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seducidos por un dakinei, espíritumaligno de aspecto femenino quevenía de las montañas. Incapaces deresistir a la tentación, copularoncon ella, y, cuando dejó devisitarlos, no pudieron olvidarla yabandonaron el monasterio paraencontrar en los abrazos de unamujer mortal la mísera sombra delos placeres experimentados. El monasterio corría el riesgo dequedarse completamente vacío.Desesperado, el abad decidiórecurrir a un método olvidado

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desde hacía mucho tiempo que seusaba en tiempos de Gengis Khan yJubilay, y que consistía en losiguiente: si durante la nochedakinei extenuaba a los soldadoscon sus caricias, que debían pasarmucho tiempo sin mujeres, seinstalaba en el centro delcampamento un miembro genital demadera lo suficientemente grandecomo para que esa bestia pudierasatisfacer con él toda suconcupiscencia; de ese modohabían mantenido el nivel necesario

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de capacidad combativa. El abad usó la experiencia de susantepasados con otros fines, perocon igual éxito, pues el dakineidejó de seducir a los monjes. Por lamañana, al ver la humedadhedionda de su seno sobre el poste,todos se volvían con aversión yseguían girando la rueda de lasenseñanzas. —Aquí han tenido el mismoproblema —dijo Baabar, mostrandocon un gesto el silenciosomonasterio inundado por la luz de

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la luna—. Le recomendé a mi tío laestratagema descrita por Brioussony, por lo que sé, funcionó. Cuandoel rumor llegó a Bogdo-Ghenen, adecir verdad, éste se opuso, peromi tío lo convenció de que no habíanada nuevo en ello. Pregunté si era verdad que esasdakinei fueran tan seductoras.Baabar dijo que, si se miraban defrente, tenían rostro de jóveneshermosas, pero que les faltaba laparte trasera del cuerpo y se lessalían todas las vísceras.

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—Una fantasmagoría al estilo deSaltykov-Chedrin —dije. —Pero pegajosa —rió Baabar—.Cuando estaba en París, si veía unaseñorita encantadora, no podíaevitar pensar: «¿cómo será pordetrás?». Emprendimos la vuelta alcampamento. —Claro que —siguió, más serio—, a diferencia de mi tío, yo noconfundo la imaginería popular conla realidad; pero no creo quenuestras tradiciones sean sólo

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supersticiones. Aunque noentendemos la naturaleza de losfenómenos, su efecto es palpable.Quizás estas estatuas sirvan comopararrayos o antena: atraen a loselementos del Mal dispersados enel cosmos... Mientras escribo estas líneas, seme ocurre pensar en Briousson.¿Quién es? ¿Un falsificador, unvulgar granuja? ¿O uno de lospríncipes de viento, como llaman enMongolia a los nobles taidgi sintierra? Entre éstos, hay muchos que

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se jactan de tener poder sobre lascriaturas, hombres y ganado, lasdanika en cuyo poder seencuentran. En cualquier caso, de su plumasalió un mundo entero en el que elhombre puede vivir y ser feliz.¿Acaso no es éste el secretopropósito de todo escritor? Antesde la revelación, Briousson se fue aCanadá y desapareció; se esfumó.Pero, aunque sus libros se retirende las bibliotecas y sean quemadosy nadie recuerde su nombre, este

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pálido pene calcáreo será unmonumento a su memoria en tierrasmongolas. Volví la vista atrás paraverlo bajo la luz de la mañanamientras la brigada abandonaba elcampamento: no había nadie en elmonasterio, sólo los tarbagani nosseguían con la mirada, junto a susmadrigueras. Esas fierecillasdestacan por su curiosidad, comotodos los seres que viven bajotierra; al igual, tal vez, que lossúbditos de Rigden-Dzhapo.

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Iván Dmítrievich contó aSafronov y a Mjelsky que aquellamisma tarde se había topado con elborrador de un informe que Zeidlitzhabía preparado la víspera paraSchuvalov. El informe decía: Tenemos razones para creer queel jefe de la policía secreta Putilinestaba al corriente de todo.Probablemente, después delatentado Kamenski buscó su

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protección, pero Putilin utilizó susconfidencias para sus propios fines.Al comprender la cuestión, tambiénél empezó a chantajear a Dovgailo.Cuando se salió con la suya y se diocuenta de que Kamenski se habíavuelto peligroso para él,probablemente Putilin empujó aDovgailo a cometer el crimen.Putilin le dio a entender que noencontraría al asesino. Lo habíantramado para el martes entre lasonce y las doce de la mañana, yPutilin así lo marcó en su

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cuadernillo, pero lo olvidóimprudentemente en el piso deKamenski cuando lo visitó porúltima vez. De otro modo, seríadifícil explicar algunoscomportamientos extraños, asícomo el hecho de que escogieracomo asistente al agente Gaypel,hombre poco experimentado perofiel a Putilin... —Zeidlitz rompió este informe ylo arrojó a la papelera. Yo recogílos pedazos a hurtadillas y, una vez

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en casa, los pegué —explicó IvánDmítrievich—. Al final de lavelada, Zeidlitz tuvo que admitir elerror de su versión. Aunque enalgunas cosas había acertado. —¿En qué, por ejemplo? —preguntó Safronov. —Por ejemplo, en que Kamenskitenía relaciones con la mujer deDovgailo. —Sí —asintió Mjelsky—, lacanción con el estribillo de «terecuerdo» ha despertado missospechas. Intuí que las palabras no

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se refirieran a Mongolia, sino aElena Karlovna. —Ya... —murmuró Safronov,desencantado—. Si resulta queKamenski se suicidó por amor oDovgailo se lo cargó por celos, meretiro y no quiero oír más. Más valeque nos mienta o invente algomenos trillado. —No vale la pena —contestóIván Dmítrievich—. Cuando unorecorre el camino de la vida, esdifícil encontrar nada que alguienno haya encontrado ya.

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El frío se filtraba entre las tablasdel suelo de la galería. Sinlevantarse, Iván Dmítrievichcalentó el café en la lámpara dealcohol para que sus oyentesentraran en calor y se animaran. —Al día siguiente, al registrar elapartamento de Dovgailo —continuó—, encontré un cuadernode Elena Karlovna escondido en unrincón. Entre otras cosas, contabaallí cómo conoció a su futuromarido. Luego había un fragmento de sus

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memorias, citadas literalmente ocasi, y en primera persona: Nací en la región de Ural, en laciudad de Kungur de la provinciaPermskaya. Mi padre daba clase deagrimensura en una escuela minera,pero, cuando yo tenía seis años, lodeportaron a Jakutskaya por hacerpropaganda. Poco después, murióde una pulmonía. Mi madre decíaque en Jakutia no deshiela nunca,que nuestro papá estaba echadobajo la tierra sano y salvo, como

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con vida pero muerto, y que iba aestar así un millón de años antes deque se derritiera el Polo Norte.Cuando era niña, me imaginaba sutumba como el palacio de la Reinade las Nieves o la Gruta delBrillante cerca de Kungur. Esacueva, una de las más grandes deEuropa, estaba a media hora a piede nuestra casa. Nadie sabíacuántas verstas ocupaban suslaberintos, ni un solo hombre habíalogrado llegar al final; decían queno tenía final. Sólo se conocían

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bien las galerías y pasos máscercanos a la entrada, y entre ellosestaba la Gruta del Brillante. Lasestalactitas brillaban por la bóvedareflejando la llama de lasantorchas. Pero si uno permanecíaun rato más o levantaba la antorchaen alto, los trocitos de cristalempezaban a derretirse, caían alsuelo con un susurro rítmico y lasagujas tintineaban contra el suelo.Se me llenaban los ojos de lágrimasal ver aquella combinación deeternidad y delicadeza en sus

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cuerpos diáfanos. Escuchaba esa música del hielo asolas; mi madre, con PetrFranzevich, venido de SanPetersburgo a vivir todo el veranoen Kungur, buscaba unas joyaspresuntamente escondidas ennuestra cueva. Decían que losmongoles se las habían mandadocomo regalo a Catalina la Grande,pero cerca de Kurgan fueronatacados por los bashkiros deldestacamento de Pugachiov, que losmataron y enterraron el botín en

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alguna cueva, aunque nuncavolvieron para desenterrarlo. Losancianos lugareños confirmaban esaleyenda, pero la contaban conalgunas variantes: para ellos, losatacantes salieron directamente dela cueva, luego regresaron a ella ynadie volvió a verlos. Esa variante le gustaba más a PetrFranzevich; no sé por qué. Contratóa tres muchachos, bajaba con ellosa la cueva, hacía excavaciones,delineaba mapas. Entonces erajoven, alegre y pobre, y cuando se

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le acabó el dinero se puso a ganarloguiando a la cueva a losrepresentantes de la intelligentsiade la ciudad o a turistas de Perm yEkaterinburgo. Mi madreparticipaba en esas excursiones yme llevaba con ellos. Seconocieron a través de una amigade mi madre, que le alquilaba unahabitación a Petr Franzevich, ytuvieron una relación tempestuosade la que tuve conocimiento mástarde, aunque ya entonces loadivinara. Se apasionó por mi

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madre y le escribió durante medioaño después de irse. ¡Pobre mamá!Sabía entregarse a los embates delcorazón, aunque estaba convencidade que el mejor momento del amores un desayuno compartido. Quince años más tarde, mi madreestaba en cama, sin sentido, comidapor un cáncer, cuando de repente surostro se iluminó y pronunció unafrase que me sorprendió, porque laspalabras no parecían coincidir consu significado: «Está oscuro —dijoalegremente en susurros durante ese

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breve momento de lucidez—. ¡Diosmío, qué oscuridad!». Era elsegundo día que velaba junto a sucama, y en ese momento me mareé yme quedé dormida. En mi sueño, yono era yo, sino mi madre. PetrFranzevich y yo estábamos en lagruta donde solía decir a losexcursionistas: «Señores, ahoravamos a apagar nuestras antorchas yvan a ver una verdadera oscuridad,no la oscuridad del cuarto cerradoo de la noche sin la luna; en ella haypartículas de luz, aunque nuestro

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ojo no pueda discernirlas. Aquí estála oscuridad de los abismos deldiablo que ciega a gatos ylechuzas...». Se apagaron lasantorchas, Petr Franzevich encontrómis labios y nos besamos a dospasos de los demás, que nosospecharon nada. En la completa oscuridad, gastósiete pares de botas de hierro, hizosaltar el cerrojo de los goznes debronce y penetró en una torre dondese consumía mi frío pecho de senosimpúdicamente hinchados. Se

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reconocieron y se quedaroninmóviles, aunque no podía perderni un minuto, pues en una torrevecina le esperaba otra cautiva. Selanzó directo, mientras su vozdecía, imperturbable: «Señores, losbashkiros que poblaronanteriormente este territorioveneraban esta cueva como el senosagrado de la madre tierra, quehabía dado a luz a sus antepasados.En primavera, se celebraron aquílos juegos paganos, que cabe notarque eran bastante impúdicos».

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Las paredes del seno divinorezumaban humedad. En laoscuridad subterránea, los siglospasaban como segundos. Mi pezónse había petrificado entre los dedosde Petr Franzevich. Dirigido por elpulgar, rodaba la falange del índice,desde la yema hasta la uña, cuyoroce era como una descarga derelámpago. El glaciar se acercó yse retiró, se extinguieron losmamuts, los bashkiros abrazaron elislam y quemaron a sus ídolos en laboca de la cueva. Las antorchas

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volvieron a encenderse y losexcursionistas, desacostumbrados ala luz, entornaron los ojos; nosotrosno: en aquella oscuridad quecegaba a gatos y lechuzas, paranosotros brillaba el sol. Lástimaque se apagara tan pronto. Tras enterrar a mi madre, regreséa San Petersburgo para reanudarmis clases de obstetricia, y elmismo día me topé con un anuncioen el periódico de una conferenciapública de Petr Franzevich.Después de la conferencia, me

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acerqué a él, pero no me reconoció.Le nombré Kungur y la cueva, y seasustó como si hubiera dicho algoinapropiado; no me lo explicó aqueldía, ni más tarde, pero con eltiempo me di cuenta de la razón desu espanto: aunque llevaba dosaños viudo, la costumbre de ocultarlos adulterios había dado paso a laesperanza supersticiosa de que sinadie hablaba sobre el tema, ellatampoco se enteraría desde el otromundo. Sea como sea, se recuperóenseguida, hablamos de mi madre y

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me acompañó a casa. Al cabo de unmes, nos casamos, y en la boda vipor primera vez a NicolaiEugenievich. Un año más tarde, mi marido y yoorganizamos una fiesta paracelebrar un aniversario de no séqué cátedra. Nicolai vino sin sumujer. Había muchos jóvenes y, alfinal de la velada, nos pusimos ajugar al «puente de hierro fundido».Entre risas y chanzas, todo elmundo se ponía a cuatro patas yformábamos una fila, de manera que

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cada hombre quedara frente a unamujer. Cada pareja representaba lasdos partes del puente que tenían queunirse con un beso. Se decía«atornillar». En el alboroto general,Nicolai avanzó hacia mí. Nosagachamos al tiempo mirándonos alos ojos, pero no tuvimos prisa porbesarnos. Yo estaba acabando demasticar lo que estaba comiendo,pero la gente volvía a gritar: «¡Elpuente se derrumba! ¡Escuchad! ¡Elpuente se derrumba!».Tuvimos quebesarnos: él me besó con labios

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tensos en la comisura, y mi corazónse deshizo como si estuviéramosrealmente colgando sobre unprecipicio y debajo rugiera unespumeante río, frío y oscuro... * * * Extracto del diario deSolodovnikov: La cadena de montañas áridas quellevábamos viendo durante dos díasse abrió de repente, dando paso aun desfiladero entre las rocas.Estábamos a menos de una versta

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de distancia, pero Bair-van miró alcielo y decidió no darse prisa: así,la tormenta estalló antes de queentráramos en el desfiladero y lacorriente que se desatóimpetuosamente por la garganta nonos arrastró. Tuvimos que resguardarnos bajolos vientres de los caballos hastaque dejó de llover. Al cabo de unpar de horas, tratamos deacercarnos a la garganta, pero en ellugar donde hacía poco serpenteabaun arroyuelo ahora el agua caía con

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estrépito sobre las piedras. Bloquesde barro se desprendían y surgíanabajo entre la espuma amarilla,chocando y montando unos sobreotros, como monstruos de pielbrillante que retozaran en juegosamorosos. Dejamos el convoy y la artillería,dimos un rodeo de seis verstas yvolvimos a la misma garganta,aunque un poco más al sur: por ahíera más ancha y el nivel del aguaempezaba a descender, se podíapasar por un lado. Nos encontramos

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en zonas pantanosas cubiertas decañas y mimbrera roja enana. Aveces, un grupo de patos salvajeslevantaba el vuelo ante nuestrospasos. Más arriba, las grietas delgneis gris albergaban palomas.Unas pequeñas aves saltaban de unapiedra a otra cantando como si semaravillaran de que se pudieravivir, alimentarse y criar enaquellos lugares de perdición. Al final de la garganta, surgía pordebajo de la roca un manantial deagua caliente al cual toda esa vida

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debía su exuberancia, según loscánones locales. Me fijé en unosrestos de tuberías que había cercadel manantial; más adelante, vi uncampo sobre el cual había huellasde caballos y restos de una fansachina. Delante, se extendía unaexplanada recubierta de una costraagrietada de barros salíferosmezclados a veces con guija ycubiertos por matas de saxaul-dzak.Sin embargo, yo sabía, y nuestrosguías me lo confirmaron, que a unasverstas de allí había un vasto oasis

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de hierba; Bars-Khoto estaba haciael oeste: estábamos a cuatro días demarcha. Al atardecer del décimo segundodía la vanguardia salió a un río que,según los mapas de cuarentaverstas, estaba mucho más al oestey que en ningún punto se cruzabacon la ruta que yo había trazado. Elmapa se había hecho en 1887, y nohabía habido mediciones desdeentonces. A lo largo un cuarto desiglo, un río puede cambiar delecho, o incluso puede aparecer un

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río nuevo, cosa que no es rara enMongolia. En este caso, se tratabade otro río que corría nadie sabíaadónde. Aunque no parecíaprofundo, no logramos dar con unvado; a diez pasos de la orilla, elagua llegaba hasta el flanco delcaballo, pero por delante bullíanremolinos y el fondo era traidor. Ya en noche cerrada, Bair-vanconvocó un consejo de guerra:teníamos que decidir si hacer cruzarel río a la caballería a nado,separadamente del convoy y la

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artillería, o seguir buscando unvado para atravesar el río con todala brigada, habiendo perdidotiempo y la ocasión de llevar acabo un asalto sorpresa; ocasiónque todavía teníamos. La discusiónse prolongó hasta muy tarde. Antesde ir al grano, los participantesaducían casos análogos de susvidas, y esas analogías eran muylejanas, pues la narración, según escostumbre entre los mongoles, nopuede arrancar de la descripcióndel lugar de acción; después de eso,

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todos expresaban su fidelidad aBair-van y su disposición a ponersede acuerdo, pero por fin, aludiendoa los ratones que se agruparon en ungran ejército y vencieron al león,todos acababan diciendo que noteníamos que separarnos en ningúncaso. La mayoría se inclinaba porno movernos del lugar dondeestábamos, por esperar. Después deuna semana de tanto calor, el ríotenía que bajar necesariamente. El último en intervenir fueDzhambi-gelun, que habló en

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nombre de Naïdan-van. Propusopasar urgentemente la mayor partede la caballería al otro lado del ríoy dirigirla a Bars-Khoto, con el finde dispersar a los pequeñosdestacamentos de gamins querecorrían los alrededores en buscade algún botín. Había que dejar elconvoy y los cañones guardadospor unos cien o ciento cincuentajinetes y reagruparlos más tarde. Deno encontrar un vado, tendríamosque matar una docena de bueyes y,en cuanto las reses se hincharan

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bajo el sol, bajarlos al agua,previamente atados. Sobre aquellasimprovisadas balsas podríamostrasladar los cañones, carros ycarruajes del equipo deametralladoras. Yo apoyé a Dzambi-genul, Bair-van estuvo de acuerdo con nuestrosargumentos y los demás estuvieronde acuerdo con Bair-van. Según seconcluyó más tarde, era la únicadecisión posible. Gracias a ella,conseguiríamos matar o dispersar aunos doscientos chinos, que no

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tendrían tiempo de llegar a Bars-Khoto, y de ese modo reduciríamossu guarnición casi a la mitad. Bair-van hizo un gesto paralevantar la sesión, y todos sepusieron en pie. En aquel momento,oí por primera vez la voz deNaïdan-van. «¡Ujirbu[13] —dijo contono grave, levantando un dedo—,por la tierra los llevan bueyesvivos, por el agua, bueyesmuertos!» Aquella noche no dormí más queun par de horas, y cuando amaneció

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ya estaba preparado. Elcampamento estaba en un valleparadisíaco poblado por matorralesde escaramujo relucientes por elrocío y los cantos de las aves. Unaalfombra de anémonas silvestrescubría el pie de los cerros, pero alotro lado de río todo cambiaba: elverdor desaparecía, las desnudascolinas parecían un montón de ropasucia; incluso el cielo tenía allí unmatiz diferente, y de noche todas lasconstelaciones que conocía selevantaban, no sé por qué, sobre

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este lado del río.

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—Tiene razones para acusarle dela muerte de su marido, señorprofesor —dijo Zeidlitz indicandoel dormitorio adonde habíanllevado a Zinochka—. Usted es elinstigador, y el suicidio de Rogovtambién pesa sobre su conciencia. La campanilla de entrada lointerrumpió. La doncella alquiladaa los vecinos fue de la cocina al

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vestíbulo y se oyó la puerta alabrirse; su grito histérico duró tanpoco, que a Iván Dmítrievich se leheló el corazón. A los pocossegundos respiró con alivio, pues ladoncella, enmudecida por el terrorpero indemne, entró corriendo. Nofue necesario preguntarle quiénhabía llegado, ni quién se acercabapor el pasillo. Su rostro no dejabalugar a dudas: eran ellos. La seguía Turgueniev atrompicones, sin abrigo perocalzado con los chanclos.

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«¿Quiénes son? ¿Qué pretenden?»,le oyeron decir desde el pasillo,con voz grave para preservar sudignidad. Detrás llegaban las personas aquienes se dirigía: dos hombres conel rostro cubierto por máscaras.Uno era bajo y robusto, el otro unpoco más alto y de constituciónenjuta. Llevaban sendos revólveresde tipo Buldog, cómodo porque sepuede esconder fácilmente bajo laropa. Nadie se movió. Turgueniev

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encontró una silla detrás de él y sesentó con una sonrisa confundida,mirando a todos lados. Nadie, nisiquiera él, sintió especial miedo.El espectro de los sentimientososcilaba entre la curiosidad y laperplejidad recelosa, entre la ironíay la disposición a tomar parte en elespectáculo si merecía la pena. Losdos hombres tenían un aspectodemasiado teatral para asustar anadie. Todo olía a un perfumebarato de mascarada, pero cuandoKilinin les pidió explicaciones, le

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clavaron el revólver en la barriga,obligándole a soltar un grito, y lodejaron doblado, jadeante. —¡Oigan! —gritó Turgueniev,encolerizado—. ¿Quiénes diablosson? ¿Qué pretenden? —Iván Sergeievich, tenga laamabilidad de ponerse contra lapared —le replicaron, cortésmentepero con frialdad. —Ah, conque esas tenemos...¿Saben ustedes quién soy? —Eso ahora no importa —dijo elalto—. Se lo ruego...

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—¿Y a mí también me conocen?—preguntó Schajov, celoso. —¿Es que no lo han oído?¡Contra la pared, rápido! —gritó elbajo. Ribeau fue el primero enobedecer. Los demás lo siguieron,algunos con mucha dignidad, otroscon menos. Sólo Zeidlitz intentódeslizarse hacia la puerta, pero lovieron y, obedeciendo a un gestodel revólver, se unió aregañadientes a los demás. —Les ruego que guarden la

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calma, señores —dijo el alto convoz imperiosa después de agrupar atodo el mundo en un rincón—. Nosomos ladrones ni secuestradores,como quizás estén pensando. Lescostará creer lo que voy a decir,pero no insistiré en eso: me da igualsi lo creen o no. Lo único que lespido es que se estén quietos.Ustedes se formarán una opinión...Somos los paladistas de aquel aquien Naïdan-van se proponíavender su alma. —¡Satanistas! —gritó alguien.

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—Pueden llamarnos así, aunqueno nos gusta. Todos comenzaron a hablar a lavez. Del rumor destacó la vozradiante de Ribeau: —¡Señores, nos están engañando!¡No hay satanistas, los jesuitas usanesta estratagema para hacerpropaganda antimasónica! —Se equivoca. Son ellos —dijoIván Dmítrievich en voz baja, peroTurgueniev lo oyó. —¡Ah, son los del último librosobre Putílov! —Turgueniev miró a

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Kilinin y le guiñó el ojo—:¡Menudo golpe en la barriga! ¿Yano le duele? —¿Qué dice, Iván Sergeievich? —¡Vamos! Será mejor que nosdiga dónde los han contratado. ¿Enqué teatro de feria? —¡Válgame Dios! —se persignóKilinin. —Pero usted mismo hareconocido que el libro todavía noha salido a la venta. Nadie más loha leído, por lo tanto usted tieneque estar implicado. Un pequeño

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misterio fúnebre, un carnavalitocasero con petardos de papel y elpánico consecuente. ¡Todosparticipan! Al difunto le encantabanestas bromas... Pero no entiendoadónde quiere ir a parar. Vamos,dígales que sigan... Sus actores sonbuenos, aunque exageran un poco elpapel. A mí, por ejemplo, megustaría ver el espectáculo sentado. Turgueniev dio un paso hacia suasiento y tropezó con el revólver,que lo empujó hacia atrás. —Regrese a la pared, no hacemos

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excepciones con nadie —dijo elpaladista más bajo con vozimparcial. Entretanto, su compañero apuntó aZeidlitz, que iniciaba una tentativade deslizarse a hurtadillas hasta laretaguardia de los paladistas. —¡No dispararán! Que se vayanal diablo, me estoy hartando —dijoSchajov, dirigiéndose resueltamentea la mesa. Ni el grito ni el sonidodel arma amartillándose lodetuvieron. Era un momentopeligroso; Iván Dmítrievich sacó el

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revólver y apuntó a las piernas delalto con la intención de herirlo,pero al tiempo que su dedo sentía laresistencia del resorte, el más bajosaltó y le golpeó en la muñeca.Resonó un disparo: la bala de platarebotó contra la reja de ventilacióndel techo y cayó en el rincón con elzumbido de un abejorro. Lasmujeres empezaron a chillar, unpolvo blanco cubrió el cabello deElena Karlovna, echándole veinteaños más. —Es mi último aviso —advirtió

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el más alto, también con vozimparcial, mientras su compañeroarrancaba el revólver humeante delos dedos de Iván Dmítrievich—.Tengan la bondad de permanecer ensu sitio y no les haremos ningúndaño. Ninguno de ustedes está enpeligro, a excepción... a excepciónde usted, señor Kilinin... Porque fueusted quien mató a NicolaiEugenievich. —¿Yo? —En cualquier caso, intentómatarlo.

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—¿Yo? ¿Matar a NicolaiEugenievich? —Quizá me he precipitado alacusarlo del asesinato: no estamosseguros de eso, pero sí sabemoscon certeza que era usted el cocheroenmascarado que disparó contraKamenski en la calle Caravanaya latarde del 25. Disparó, pero falló. —Me confunde con alguien —dijo Kilinin con una risita forzada. —En otras palabras, ¿lo niega? —Por supuesto. Nada de esosucedió ni pudo suceder.

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—Tanto peor para usted; con sumentira alimenta nuestrassospechas. Si no mató a NicolaiEugenievich, le aconsejo queconfiese que intentó matarlo. Es porsu propio interés. —Le digo que no lo intenté. —Entonces, tenga la bondad deaclarar por qué no ha salido a laventa El misterio del diablo debronce. —¿Qué tiene eso que ver? —Conteste a la pregunta. —Como quiera —Kilinin se

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encogió de hombros—: no tieneningún misterio. El hecho es quedecidí esperar hasta que se agotarala anterior entrega. El difunto locomplicó demasiado y se vendemás lentamente que los demás. —¿No será que no quiere hacerpúblicos los hechos de los fanáticosde la Sagrada Druzhina? —¡Qué absurdo! ¿De dónde sacaeso? —No es difícil adivinarlo: ustedmismo es miembro de esaorganización. Eso es algo evidente.

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—¿Quiere decir —intervino IvánDmítrievich— que todo lo descritoen El misterio del diablo de broncees verdad? —No todo, pero mucho sí. SeñorPutilin, usted lo sabe mejor quenosotros. —¿Por qué insisten en investigarla muerte de Kamenski? ¿Acasoformaba parte de su congregación? —Pues sí —reconoció el alto. —¿Era Kamenski un paladista deBaphomet? —Sí, aunque él no se consideraba

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uno de los nuestros. Muchos denuestros compañeros no imaginansiquiera a qué objetivos estándirigidos sus esfuerzos. —¿Y a qué objetivos estándirigidos? —preguntó Turgueniev—. Yo conocí al difunto cuando aúnera un joven estudiante y tengodudas de... —Espere —le atajó IvánDmítrievich—. No empecemos porel objetivo, sino por el sujeto: ¿dequién es la voluntad? —De aquel —contestó el alto— a

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quien algunos llaman Baphomet, elDiablo para otros, Chzhamsaranpara los budistas. —¿Por qué les escuchan? —gritóKilinin—. ¡Están locos! ¿Es que nose dan cuenta? —Todo tiene unos límites —dijoel paladista alto con voz carente deemoción—. Cuento hasta tres: si noconfiesa que la tarde del 25 de abrilintentó matar a Nicolai Eugenievichen la calle Caravanaya, nocreeremos ni una palabra suya. Y enese caso, tendríamos que declararle

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culpable no sólo del atentado, sinodel asesinato mismo. Ahora estáusted condenado a muertecondicional; a la de tres, seconvierte en sentencia definitiva, yserá ejecutada inmediatamente. —Señores, ¿por qué no hacennada? ¡Estos locos van a matarme!¡Señor Putilin, haga algo de unavez! —¿Qué voy a hacer? Estoydesarmado —Iván Dmítrievichapretó los puños, impotente. —¡No tengan miedo, redúzcanlos!

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—incitó Kilinin, pero sin moverseun ápice—. ¡Ustedes son muchos,ellos... ellos no se atreverán adisparar! Su calva de monje budista estabaperlada de sudor. Empezó a gritarlos nombres de sus conocidos, peroéstos apartaban la mirada para nocruzarla con la suya. —Voy a acabar con el primeroque se mueva —amenazó con vozronca el bajo, y para demostrar queno hablaba en balde, disparó alsuelo.

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Saltaron astillas del entarimado yel humo quedó flotando. Todo elmundo enmudeció, esperando eldesenlace con ardiente interés. —Uno, dos... —empezó a contarel paladista más alto. Desde el momento en queencontró a Gaypel a la entrada de lacasa, Iván Dmítrievich sabía queellos aparecerían, pero ahora teníauna sensación de completairrealidad. Miró de reojo a susvecinos: uno se persignaba, otroconsultaba el reloj, la viuda y Elena

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Karlovna devoraban a Kilinin conlos ojos, los labios de Dovgailoestaban torcidos en una sonrisa dedesengaño, e Iván Dmítrievich vioque pronunciaban la palabra tulbo. Les habían prohibido acercarse alas ventanas y no se acercó a ellas,pero desde donde estaba, a travésdel dibujo del cristal y la oscuridadde la noche sin luna ni estrellas, vioclaramente el punto donde se alzabasobre la ciudad la cúpula de lacatedral de San Isaac de Dalmacia,obra de Monferan; cúpula que,

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según escribió Kamenski padre, erauna réplica del templo de Maidari,en Urga. —Dos y medio... —Espere —atajó Kilinin en untono tan tranquilo y con tantoespíritu práctico que la naturalidadde su reciente histeria hizo suponerque poseyera un talento excepcionalpara el teatro—. ¿Qué edad tienenustedes? —preguntó después de unabreve pausa. —¿Qué? —preguntó el bajo, sincomprender.

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—Les pregunto qué edad tienenustedes. Parecía aludir a que aquelentretenimiento era poco adecuadopara su edad, pero Iván Dmítrievichsabía la única respuesta correcta ala pregunta para que todo fuerarodado: «¿De dónde viene?» «Delfuego eterno». «¿Adónde va?» «Alfuego eterno». Se pronunció la primera frase dela contraseña, pero no recibió larespuesta esperada. Los paladistaspermanecieron en silencio. Kilinin

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tuvo que repetir su pregunta tresveces, antes de que el más bajorespondiera correctamente: —Once. —Es verdad —susurróTurgueniev al oído de IvánDmítrievich—. Me da la impresiónde que se han escapado de algúnmanicomio. —Once, once —repitió coninseguridad el alto, evidentementesin saber qué hacer. Kilinin leshabía demostrado que era de lossuyos, y ellos a su vez que eran

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efectivamente lo que decían ser.Podían omitir las demás réplicas dela contraseña. Kilinin movió los ojos hacia lapuerta, dándoles a entender que eramejor hablar a solas, pero no habíaprevisto el cañón del revólver, quese volvió a clavar en su vientre. —No —dijo por debajo de lamáscara—, hablaremos aquí. Novolverá a engañarnos más.

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CAPÍTULO 7 LA CIUDADELA

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Iván Dmítrievich tardó tanto enenvolverse las piernas con lamanta, que Sofronov se impacientó: —¿Y entonces? ¿Kilinin confesóo no? —¿Qué remedio le quedaba?Como hombre inteligente que eraprefirió no jugar con fuego y contótoda la verdad; reconoció que la

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tarde del 25 de abril disparó aKamenski en la calle Caravanaya. —Espero que nos explique porqué. —Claro. Pero primeropreparemos un poco de café. * * * Extracto del diario deSolodovnikov: Por la mañana, me avisaron deque en pocas horas íbamos a verBars-Khoto. La ciudad apareció derepente; surgió en cuestión de

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segundos tras el cerro que teníamosdelante. Me admiré de la habilidadcon que estaba oculta por la cadenade colinas. Cinco minutos antes,nadie conocía su presencia, inclusopodía adivinar las franjas de tierracultivada de la llanura queaparecieron después de la propiafortaleza. A través de losbinoculares, se distinguían sustorres cuadradas, la cuesta del murocon la línea regular de almenas.Con una plasticidad oriental, elmuro se adaptaba al relieve,

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sobresaliendo sólo un poco porencima de las rocas, rellenando lascavidades con sólida mamposteríade una altura de cuatro hombres. Noerosionaba la cima de la colina,como habrían hecho las murallas deuna fortaleza occidental, altiva yautosuficiente, sino que se adaptabaa sus curvas con tanta suavidad queen algunos tramos era difícildiscernir dónde acababa una yempezaba la otra. Los cimientoseran siempre de piedra; más arriba,de ladrillo visto o de barro, a veces

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mezcla de los dos juntos con capasde caliza y bloques del basaltonegro. Las fortificaciones de Bars-Khotohabían sido erigidas por maestrostibetanos, eso saltaba a la vista. Adiferencia de los chinos,acostumbrados a trabajar enespacios reducidos, que creen quecon minuciosidad se puede vencerel tiempo preservando su trabajo encualquier fragmento casual de untodo, los tibetanos no prestan muchaimportancia a la estética de lo

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material ni a los detalles. Les atraenlas formas, perecederas perolimpias, y el interior lo llenan conlo primero que encuentran. Alrededor no había nadie. En losmuros tampoco se notabamovimiento. Por un instante, tuve laesperanza de que los chinoshubieran abandonado la fortaleza yque pudiéramos tomarla en mediahora sin ningún disparo. Emprendimos un camino queapenas se dibujaba entre la hierba,rodeando Bars-Khoto desde el

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sudoeste y trazando un círculo conel radio de una versta y media,tomando como centro la colinadonde se erigía la fortaleza. Laprimera vertiente que vimos fue larocosa cuesta del norte; más allá elentorno cambiaba. Entre las piedrashabía matas de sundul cubiertas porflorecillas blancas, extensasmanchas de verdor que poco a pocose ampliaron a casi toda la parte surde la colina, más suave. A ese ladode la muralla, se habían construidounas miserables fansas con sus

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dubali de arcilla, sus corrales deganado, filas de puestos, tejavanassobre pértigas. Tenían un efectotranquilizador por lo cotidiano desus formas y lo monótono de loscolores descoloridos, hasta el puntoque la piedra, el árbol y el estiércolseco parecían confundirse. Todoera como en los barrios chinos deUrga, a excepción del silencio y lasoledad. Más cerca de la puerta de lamuralla, había una pequeñakumirna de madera, graciosa y

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abigarrada como una mariposa quehubiera llegado volando desdeorillas del río Iantsy; pero a mí eldibujo de sus alas me recordaba laarquitectura gótica de las casassobre pilotes de Ropet. Avancé alpaso, sin soltar los binóculos, perome costó ver que las cornisasestaban envueltas en llamas, que seconfundían con la viva luz del sol.Además de la kumirna, el fuego sepodía ver en otros lugares.Empezaron a aparecer figurillashumanas entre el humo. Los chinos

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habían quemado los edificioscercanos al muro para evitar quepudiéramos escondernos durante eltiroteo. Lo habían hecho antenuestros ojos, dándonos a entenderque no debíamos contar con sucapitulación. No oíamos el crepitar ni elzumbido sordo del incendio. Laspértigas se retorcían, mudas; caíanlos techos. Cuando las llamasllegaban a una nueva fansa, seinflamaba el papel engrasado de laventana y se levantaba, empujado

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por las corrientes de aire cálidoque flotaban durante largo rato en laabsoluta calma del cielo azul ysereno. Nos encontrábamos a un tiro defusil de la puerta de la muralla,cubierta con un tejadillo. El humose movía en dirección contraria anosotros, y todo estaba en calma,desierto, luminoso. Los dos tigresde piedra que tanto asustaban anuestros tserigs estaban tumbadosen el suelo; tenían las grandesbocas abiertas y pintadas de rojo, y

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a ambos lados de la puerta sehabían pintado en la pared unosgruesos cañones del tiempo delLevantamiento de Yihétuán. Sesuponía que, durante el asalto,animados por la fuerza de losconjuros, se convertirían encañones reales y dispararían sobrenosotros fuego, trueno y metralla. Sonreí burlón, pero unos díasdespués, cuando llegaron loscañones y el convoy, que habíanquedado rezagados durante latravesía del río, fue evidente que no

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teníamos nada que contraponer a lamagia china: en cuanto se abrió laprimera caja, la frente se me llenóde sudor; todas las cajas eranidénticas y en todas había granadasde los «argentinos», los obusesligeros que Pekín había compradopor poco dinero a los americanos, yque nosotros habíamos arrebatadoal general Go Sunlin en la carreterade Caigan. De nada servían paranuestros cañones. Ahora nuestraartillería era tan inútil como loscañones dibujados.

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Cuando ya regresaba a casa, IvánDmítrievich tuvo la suerte deencontrar un coche justo delante deldomicilio de los Kamenski. Estabaamaneciendo, el cielo estaba gris yhúmedo. Para no dormirse despuésde pasar la noche en vela, sacó delbolsillo un libro de Kamenskipadre, lo abrió al azar y leyó: «Veounos campamentos variopintos,caballos, rebaños de ganado, lasyurtas azules de los jefes. Por

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encima, se despliegan unas viejasbanderas de Gengis Khan...». Era una profecía de un tal Neice-Gheghen de Erdeni-Dzu, que para elautor de Un diplomático ruso en elpaís de los budas de oro predijo demanera pintoresca una campañatriunfal de las hordas mongolas, queiban a llegar hasta las costas dePortugal. «Lo veo todo —leyó IvánDmítrievich—, pero no oigo risasni rumor de fiesta, los tulchi nocantan sus alegres canciones, losjóvenes jinetes no se alegran de

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correr en caballos rápidos; unamultitud inmensa de ancianos,mujeres y niños están huérfanos yabandonados, mientras que, por elsur y por el norte, donde se extiendela tierra de los infieles, el cielo estácubierto por un resplandor rojo. Seoye el crepitar del fuego y el ruidoterrible de la batalla. ¿Quién está ala cabeza de estos guerreros quederraman su sangre y la de otrosbajo el cielo rojo?...» —¡Para! —gritó Iván Dmítrievichapartándose del libro justo a tiempo

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—, ya hemos llegado. —¿Adónde? —A mi casa. ¿A dónde voy a ir aestas horas? —¡Por favor! —exclamó Gaypel—. Hace poco creía que eran lasonce de la noche, y de repente, ¡yaes madrugada! Todavía no sabemosnada y usted quiere marcharse acasa. —Lo siento. Pero para entendertodo lo que le acabo de oír,necesito digerirlo. Mientras buscaba la llave en el

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descansillo, la puerta se abrió. —¿Por qué no te has quedadotoda la noche? —le preguntó suesposa con voz glacial —¿Dónde? —Donde estabas. —¿Y dónde crees que estaba? —No soy tan tonta como crees —dijo ella con rabia entrando en lacasa. —No creo que puedas imaginarlo—le aseguró Iván Dmítrievich contodo el énfasis de que era capaz alas cinco de la madrugada.

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—¡No me mientas! ¡Tonta deremate! ¡Dios mío, qué tonta soypor creerte! —¿Pero qué dices? —Si estuviera en tu lugar y tú enel mío, no me creerías, porque eresun hombre inteligente; en cambio yosoy tan tonta que te creo. De aquellas vagas digresiones loúnico que quedaba claro era que élera culpable por llegar a casa tantarde. Se quitó el abrigo y trató deabrazar a su mujer, pero ella se leescurrió entre los brazos como una

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ondina: —No lo hagas, por favor. —Trabajo todo el día —dijo élutilizando una vez más su cantinelade autocompasión—, y cuandovuelvo a casa... —Pues si no te gusta, no vuelvas. —¡Escúchame bien! He tenido undía loco, me caigo de cansancio... —Eres exactamente como tumadre —aquella era la peor de susinvectivas de otros tiempos, pero eluso repetido la había gastado yhabía perdido su eficacia.

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—Basta ya, ¿qué tiene que verahora mi madre? —Ella también creía que eratonta, desaliñada, manirrota...Siempre recordaré que, cuandoVaniechka tenía ocho meses y se meretiró la leche... Ya ves, me atreví acomprarme unos pendientes queluego vendí a nuestra portera, y nopor cuatro rublos, que era lo que mehabían costado, sino por cinco ymedio. Pues tu madre... Iván Dmítrievich escuchóestoicamente aquella anécdota de

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doce años de antigüedad que nuncahabía acabado de entender y dijo,sumiso: —Tienes razón. —Entonces, ¿qué quieres de mí?¿Que lo olvide todo? Estas cosas nose olvidan... —Pero hace muchos años de eso. —¿Y qué ha cambiado? Antes medecías que tu madre me atacaba conbuena intención. Y ahora, como unatonta, debería creerme que cadanoche tienes asuntos de trabajo,¿no?

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—Pues sí. Muy importantes. —¿El maníaco? —Entre otros. —¿El que agrede a mujeres por lazona del mercado Jamskoy? —Allí también. —Me dijiste que agredía a lasmujeres guapas. —Sí, ¿y qué? —Y entonces, ¿por qué atacó a unchimpancé? —En cuanto lo coja, se lopregunto —prometió IvánDmítrievich.

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—No lo vas a coger, porque nohay ningún maníaco. He preguntadoa los policías del mercado Jamskoyy no habían oído hablar de él. La mujer se dio media vuelta y sealejó, no sin antes advertirle: —Nome sigas. Te he hecho la cama en eldespacho. He puesto el despertadora las siete. —Pero si son las cinco pasadas...¿por qué tan temprano? —preguntóél sin saber cómo justificarse. —Te levantas a las siete, haces lacama y pasas al dormitorio. Yo

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salgo y tú puedes seguir durmiendo.No sé cómo va a seguir nuestrarelación, pero será mejor queVaniechka no sepa que nodormimos juntos; si se enterara delo crítica que es la situación, seríauna verdadera tragedia para él. —Le importaría un comino —dijoIván Dmítrievich mirando conresignación la puerta del dormitorioque se cerraba en sus narices. Al cuarto de hora, estaba echadosobre el sofá de su despacho; sedurmió pronto y se despertó al oír

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un crujido en cerca de él. —¿Duermes? —le preguntó sumujer. —No —contestó él para darlegusto. —¿No tienes frío? No hecalentado este cuarto. —Y si tengo frío, ¿me dejas ir ala cama? —Puedo darte algo más para quete tapes. —No hace falta, gracias. —¿Recuerdas —preguntó lamujer sentándose a sus pies— lo

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que me prometiste la mañanadespués de nuestra boda? —Pues... en este momento, no. —Me prometiste que, si estosucedía, permitirías que nosconociéramos. —Por favor, habla claro. —Que si tenías otra mujer, haríasque coincidiéramos en casa dealguien o en el teatro. Pero que ellano debería saber quién era yo, y yosí sabría quién era ella. Son tuspropias palabras, yo no te empujé apronunciarlas.

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—¿Y de qué te iba a servir? —No tengas miedo, no voy ahacerle daño. Me bastará verla paracomprender con cuál de las dosestás mejor. Si fuera ella, puedescreerme que no aguantaré como tumadre... —Por Dios —gimió IvánDmítrievich— ¡Si supieras lo hartoque estoy de todo esto! Vete adormir, no existe ninguna otra. —¿De verdad? —Por supuesto. —Entonces, ¿por qué te has

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acostado aquí? —¡Esta sí que es buena! —¿Y por qué has inventado almaníaco? Habrá mujeres que seexcitan con esas historias, como loshombres, pero si ya no te excito pormí misma no me eches la culpa.Más vale que te cuides el estómago,que ya no eres un crío. Si no tecuidas, ningún maníaco te va aayudar. ¡Mira qué cara tienes! Encendió la lámpara y sacó deentre los pliegues de su bata elespejito en el que muchas veces

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obligaba a Iván Dmítrievich amirarse, para convencerlo de quetenía peor cara que un muerto. Le acercó el espejo, pero antes dever su cara sin afeitar, IvánDmítrievich recordó el armarito yla caracola donde había visto unmontón de espejos parecidos. En elfondo del cristal sortílego, corríandos sombras: «¡Ma-vra! ¡Ma-vra!»,oyó en su interior, como el gato deorejas afiladas que llama a su gataen celo, y que a su vez le respondecon voz lánguida y ronca: «¡Jarla-

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am! Jarla-am!». Así se lo habíacontado su madre, que entendía lalengua de los gatos y de los pájaros;eran los nombres afectivos de losque le habló la mujer de Kamenski. —Con esta luz no estás tan mal —le dijo su mujer—, pero de día, enla calle, parece que tengascincuenta años... —¿De dónde has sacado eseespejo? —atajó él. —Lo he comprado. —¿Dónde lo has comprado? —En una tienda.

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—¿En cuál? —No lo recuerdo. Cerca de laavenida Nevski. —¿Quizá en la calle Caravanaya?¿En el número ocho? ¿Tercer piso,apartamento de la izquierda? —Vania —susurró ella,estremecida ante la omnisciencia desu marido—. Vania, yo... —¡Eres tonta! ¿Quién te ha dadoesa dirección? —Nina Nicolayevna. —¿Qué Nina Nicolayevna? —¡Te lo he dicho cien veces!

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Nina Nicolayevna, la del segundo,la mujer de Petr Semiónovich. Éltambién... —¿También? ¿También qué?¿Qué le has contado sobre mí? —Nada íntimo, te lo juro. —¡También!... ¡Dame esa basura! Lo agarró y estuvo a punto dearrojarlo contra el suelo, pero sumujer aulló: —¡Es un espejo! ¡Ni se te ocurra! Lo lanzó por fin, pero no al suelo,sino al sofá, y alargó la mano haciasu chaqueta, colgada en el respaldo

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de la silla. Sacó del bolsillo latarjeta de visita que había tomadode Schuvalov y volvió a leer la notaen el dorso: «Martes 11-12 horas».¡Qué idiota! ¡No reconocer la letrade su propia mujer! —¿Tú has escrito esto? —¿Es que no lo ves? —¿Y qué significa? ¿Qué teníasque hacer el martes de once a docede la mañana? —De la noche —corrigió lamujer—. Era el momento delplenilunio, sólo eso... Me dijo que

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durante el plenilunio el efecto delespejo era más fuerte. Llevaba tutarjeta de visita y lo escribí ahípara no olvidarlo. Y luego me ladejé en su casa. —¡Siempre te lo dejas todo! Lasllaves, el dinero... ¿Por qué yo nome dejo nunca nada? —Aparte de las promesas... —replicó su mujer, más tranquila,como siempre, después del grito desu marido—, y de los paraguas. —¿Y cómo te permites usar mistarjetas de visita?

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—¿Y qué? No soy ningunaextraña. —Pero, a ver, ¿te he dadopermiso? —Disculpa, pero creía que tehalagaba que los desconocidos mepresenten sus respetos como tuesposa. A propósito, esaadivinadora te apreciaba mucho:cuando la visité por primera vez, sumarido y ella me estuvieronpreguntando por ti una hora entera. Iván Dmítrievich soltó un suspiro.Ahora estaba claro por qué en las

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últimas aventuras de Putílov suesposa era una mujer dócil como unángel que sufría con resignación laconstante ausencia de su marido, ysu hijo, un diablillo, el únicohombre del mundo capaz deengañar al gran policía. Se levantó y se acercó descalzo alarmario. Sacó el muñeco con lasagujas clavadas que habíaescondido el día anterior y se lomostró a su mujer: —¿Soy yo? Ella asintió.

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—¿Y es obra suya? —Sólo me dio las agujas. Elmuñeco lo hice yo. —¡Estupendo! Te ha salido muybien. Debe funcionar. —Si crees que quiero echarte unmal de ojo, te equivocas. No esmagia negra, sino blanca. —¿Por qué? —preguntó IvánDmítrievich con voz cansina. —Por ti. Mejor dicho, pornosotros dos y por Vaniechka... Medijo que así se podían curar algunasde tus enfermedades crónicas. A

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condición de que mis intencionesfueran buenas, claro, de otro modopodría hacerte daño. Me costódecidirme, porque últimamente heempezado a odiarte, pero ayer porla mañana tenías tan mal aliento quedecidí utilizar por fin las agujas. Enese momento llamaste a la puerta,fui a abrir y me dejé el muñeco enel sofá; luego no lo encontré. Comono me dijiste nada, pensé que sehabría caído por detrás del sofá. Nopude moverlo porque pesa mucho,ni tampoco alcanzarlo con la

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escoba. Sólo ahora Iván Dmítrievich sefijó en que, de las once agujas, seisestaban clavadas en un mismopunto, donde a juicio de su mujerdebía de estar el estómago. —¿Y a cuánto sale la pieza? —pregunto Iván Dmítrievich. —No mucho. Nina Nicolayevnadice que otras cobran más. —¿No mucho cuánto es? —Cinco rublos por diez piezas, yla otra te la regala. —Acuéstate.

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Iván Dmítrievich se metió denuevo bajo la manta y se volvió decara a la pared. —¿Estás enfadado conmigo? —preguntó la mujer atemorizada. —Llámalo como quieras. —Perdóname, por favor, Vania.¡Vamos a hacer las paces! Soytonta, pero es que no puedopelearme contigo. Si estamospeleados, nada tiene sentido paramí... Iván Dmítrievich se puso adormir. Lo último que oyó fue:

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—... en un decorado nuevo.Necesitamos un decorado nuevopara que vuelvan los sentimientospasados. En el decorado de siempreno es posible. Cuando NinaNicolayevna y su maridoempezaron a reconciliarse, se lollevó a Italia casi a la fuerza, aNápoles. Allí no sólo hicieron laspaces, sino que vivieron unasegunda luna de miel, como si nohubiera habido engaños ni unapenosa relación con la suegra,como si no hubiera habido nada de

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eso y pudieran vivir y amarse sinmás. * * * —¡Por eso acabó usted en Italia!—sonrió Safronov. —Ya le he dicho que fui pormotivos personales. Al díasiguiente, mi mujer fue a hurtadillasa ver al comisario de policía y leasustó con los cuentos de miestómago enfermo, pidió que medieran vacaciones, dinero para untratamiento, compró los billetes de

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barco y, al cabo de una semana,estábamos los tres en el barco paraGénova. Recordaba esa ciudad envuelta enuna lluvia incesante; no habíaconseguido visitarla. Estuvieron enel hotel, sin salir a la calle. Sumujer reñía a Vaniechka por noestudiar francés. Iván Dmítrievichse recobraba a fuerza de dormirmucho, y esperando que acabara laregla de su mujer y empezara laluna de miel. Cuando dejó dechorrear dentro y fuera, salieron de

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Génova para Roma y desde allí aNápoles, la ciudad consagrada porlos nombres de Nina Nicolayevna yPavel Semiónovich. Allí advirtiócon placer que los maridos de dosdamas rusas con quienes habíacongeniado su esposa laconsideraron una mujer inteligente ycuya opinión valía la penaescuchar. Un ligero bronceado, la cinturamás esbelta por la dieta de verdurasy unos bonitos zapatos compradosen San Petersburgo, pero que

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habían esperado el momentoadecuado, conferían importancia acada una de sus ideas, tanto sihablaba de lo sano que era pasearsin sombrero bajo el sol del lugar,de Verdi, el gran compositor, o delas sardinas, más sabrosas si sefreían con aceite de girasol que conaceite de oliva. Resultó que sumujer había acertado: en Nápolesse reavivó tanto su amor quetuvieron que alquilar un piso condos habitaciones para no dependerde Vaniechka, que con sus dotes

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naturales de actor sabía fingirseenfermo, o mejor todavía dormido. Después de hacer el amorquedaban tumbados y desnudos, conlos cuerpos apenas tocándose,agotados por la plenitud de la vida,pero sabiendo que no iban a teneruna tercera luna de miel. Detrás dela puerta del balcón, abierta de paren par, la noche era oscura ysureña. —Si muero antes que tú, y sé quemoriré antes que tú —decía derepente Iván Dmítrievich—, no

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vayas despeinada y desmaquilladadetrás de mi ataúd... Ella le besaba los dedos,implorando: —¡Calla! ¡No digas eso! Él susurraba: —Cuanto mayor es el dolor, másatención hay que prestar a loszapatos, al vestido y al peinado.¡Prométemelo! —Ni hablar —se enfadaba sumujer. Luego se dormía. IvánDmítrievich se quedaba mirando

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con ternura su boca de niña y lasarruguitas junto a sus ojos; yrecordó las últimas escenas delrelato de Kamenski «En elremolino». El campesino que pescóen el estanque de su señor ya hasido apresado, ahorcado, y estáenterrado detrás de la cerca delcementerio al borde del camino.Pero a medianoche, cuando losniños se duermen, se levanta de sutumba y va a ver a su mujer, que leofrece sus caricias; sin embargo,ella se va quedando cada día más

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delgada y débil, y no puede nilevantar un balde de agua. Por fin,una vieja vecina le dice: «En cuantollegue la medianoche, siéntate antela puerta de casa, suéltate lacabellera, péinala con un peine finoy ponte a pelar pipas. Cuando vengatu marido, te preguntará: “Mujer,¿qué estás comiendo? ¿Qué estáspelando?”. No podrá verlo en laoscuridad, pero no le digas que sonpipas. Contéstale que tienes piojosy que te los estás quitando. “Me lospongo entre los dientes”, tienes que

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añadir. A él le dará tanto asco quedejará de venir... Como se dacuenta de que no tiene otro remedio,la mujer regresa a casa, prepara lacena y acuesta a los niños. Esseptiembre y las noches todavía soncálidas; las ventanas de la casa delseñor se reflejan en el estanque, lascampanadas de la iglesia se oyenpor todo el pueblo, que duermeajeno a todo. Cuando oye las docecampanadas, la mujer se sienta enel umbral, se suelta la cabellerasobre los hombros y se peina como

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Lorelei del río Rin, y llora de penapor tener que despedirse de suamado para siempre y por lavergüenza de verse obligada adespedirse de él con aquellaestratagema. Pero ¿qué otra cosapodía hacer? Si no lo hacía,también ella moriría. Y tenía quecriar a los niños. Iván Dmítrievich escuchaba larespiración regular de su mujer, ypensó que quizá no se había negadoa prometerle lo que le había pedidosólo por obstinación o por falta de

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ganas de hablar sobre la muerte.Evidentemente, su intuiciónfemenina le decía que era mejorevitar ese tema. «¿Qué estás mordisqueando,corazón?», susurró él esa noche enNápoles, sumido en la fragancia delimón y laurel que entraba por elbalcón abierto. Y él mismo secontestó: «¡Piojos, querido!» «¿Porqué caminaste despeinada detrás demi ataúd?». «Porque Vanie menecesitaba...»

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* * * Se oyó un tímido gallo aldeanoque parecía dudar de la oportunidadde su canto; pero los demonios dela noche le tomarían la palabra ydesaparecerían cuando todoestuviera todavía envuelto entinieblas. Las estrellas empezaban apalidecer, y entre ellas Venus,Tsolon en mongol, duraba más en elcielo. Iván Dmítrievich se olvidóde sus oyentes y se puso a

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enrollarse la patilla derecha en eldedo. Su mujer había intentado todasu vida hacerle perder esacostumbre, pero una vida no lebastó. Estaba enterrada cerca deallí, en un camposanto de aldea,«cubierta de negros pinos einclinados olmos» y, como todaamante esposa, se conformaba conque su marido vertiera de vez encuando unas lágrimas sobre sutumba. Ella no había vuelto nunca averle, aunque su amor era másfuerte que la muerte.

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* * * Extracto de las notas deSolodovnikov: Teníamos una reserva de pólvorapara los fusiles de sílex que, junto alos fusiles de tres líneas, armabanla brigada. Alguien propuso echarlaa los cañones y disparar con ellaunas balas talladas en piedra. Bair-van acogió la idea con entusiasmopero, tal como predije, noobtuvimos resultados. Preparamosnumerosas balas, pero, si

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echábamos mucha pólvora, lasbalas se desintegraban antes desalir del cañón, y si echábamospoca, no recorrían más de unasdocenas de pasos. Trasinnumerables experimentos,conseguimos establecer la dosis dela carga de pólvora necesaria y treso cuatro balas, acompañadas porlos gritos de júbilo de nuestrosartilleros, se estrellaron suavementecontra las paredes de Bars-Khotosin causar el menor desperfecto, ypronto nos dimos cuenta, como

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solía ocurrir en los ejércitosmongoles, de que habíamosconsumido toda la pólvora. Lo cual era más lamentabletodavía si se tenía en cuenta que losmongoles que llevaban arcabucesde mecha tenían una punteríasorprendente. Lo cierto es que lopoco que quedaba de la pólvoraacabó en manos de los arcabuceros,y algunos dispararon a las puntas delas orejas de los tigres parademostrar que no podían defendersepor sí solos; fue nuestro mayor

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éxito en la primera semana deasedio. Para vigilar las entradas aBars-Khoto, armamos una guardiaen tres de los lados de la fortaleza;ante el cuarto, donde estaba lapuerta principal, y protegido de losdisparos, instalamos nuestrocampamento con la enorme yurtablanca de Bair-van en el centro. Delante de ésta había guardianescon cara de piratas y cartucheras enbandolera. Era el lugar dedicado arecoger las quejas, a rezar, aresolver las cuestiones domésticas,

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a ejecutar los castigos corporales.Alrededor de la yurta se instalaronlas tiendas de campaña del EstadoMayor, entre las que estaba la mía,y los estandartes de la brigada. Elcampamento se manteníarelativamente limpio, estabaprohibido defecar no sólo sobre lahierba verde, como ordenaban losreglamentos lamistas, sino tambiénsobre la tierra. De vez en cuando,surgían entre nosotros y losasediados unos tiroteosdesordenados, sin pies ni cabeza. A

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veces algún valiente galopaba a lolargo de la muralla, bajo una lluviade balas, flechas y piedras,lanzando insultos, a mi parecerinofensivos, a los gamins. Nadieemprendía acciones más decisivas;los chinos esperaban refuerzos delvecino Syintsán, y nosotros, lasmuniciones de Urga. De asaltar lafortaleza, ni hablar. Las escaleraspermanecían tumbadas, sin usar, ypronto noté que las estabandesmontando para hacer leña. Bair-van salía a cazar gacelas, mientras

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por el campamento corría el rumorde que uno de los colonos de Bars-Khoto, herrero o tonelero, estabaconstruyendo un enorme cañón en elque los chinos tenían puestasgrandes esperanzas. En efecto, unos cinco o diez díasmás tarde, llevaron su obra arastras hasta la torre de la esquina:tenía un aspecto imponente, pero almirar con los binóculos descubríque el cañón estaba hecho con dostroncos unidos con aros de hierro yrecubiertos por pintura verde

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militar. Tenía incluso una mirilla,muy resultona, pero sin duda concarácter decorativo. En aquelmismo momento, recordé aquellagallina frita formada con los huesosrecubiertos de papel y untados debarro que le vendieron a Zudin enel mercado de Urga. El cañón era la obra maestra deun hombre considerado un genionacional: resultaba tan real, que suspropios creadores cayeron víctimasde la ilusión y encendieron lamecha; nosotros retuvimos la

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respiración, pero al cabo de pocossegundos se oyó una detonación, elartilugio ardió en llamas y se cubrióde humo: cuando se despejó, noquedaba cañón; había reventadojunto a sus creadores y susasistentes. Hablando del rey de Roma, por lapuerta asoma: al día siguiente, llegóZudin para hacer un reportaje delasedio de Bars-Khoto que le habíaencargado un periódico de Irkutsk.Le acompañaba una anciana defacciones europeas y cara angulosa

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e inteligente. Llevaba una pamelade lona impermeable, pantalonesmongoles de cuero y una túnica defaldón corto de seda. Ibanescoltados por una docena dejinetes, cuatro de los cualesllevaban carabinas. Lucían en lasmangas unas cintas de coloramarillo, señal de pertenencia a laguardia privada de Bogdo-Gheghen.En comparación con el desmañadoZudin, la anciana montaba como unaamazona. Capté su mirada llena deinterés y le hice una reverencia; ella

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se quitó el cigarrillo de la boca yme saludó ceremoniosamente conun gesto. Ese mismo día, Zudin me presentóa su compañera de viaje: era unarusa deportada, antigua habitante deUrga, viuda de un rico comerciantede ganado llamado Ergonov. Por lovisto, había conocido de joven aNaïdan-van en San Petersburgo, y apetición de Bogdo-Gheghen debíaexpresar su opinión en cuanto a laautenticidad del reencarnado. Laconversación pasó a cuestiones

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militares. «No debieron dirigirse alministerio, sino directamente a mí»,dijo Ergonova al saber el porqué dela tardanza de nuestro asalto. «Mispastores les hubieran traído lasmuniciones inmediatamente.» Cuando ella se marchó, Zudin meexplicó que aquellas inspeccionessolía llevarlas a cabo un consejoespecial de lamas, pero Naïdan-vanno era clérigo, y por eso se decidiórecurrir a los servicios de un laico,que encima era una mujer. Le diomucha confianza, y como

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recompensa por su misión le habíanprometido franquicias aduaneraspara su ganado a través de lafrontera. «Es una señora llena dedeterminación, como habrá notado,y dirige el negocio sola desde lamuerte de su marido», añadióZudin. «¿Por qué Bogdo-Gheghen estátan interesado en nuestrojubilgan?», pregunté. «Se interesapor Dzhambi-gelun», contestóZudin. «En Nogan-sume temen que,con la ayuda del jubilgan, pueda

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aumentar su influencia de formadesmedida sobre los oficiales de labrigada. Es preferible considerarloun impostor». Empezamos a fumar y le conté aZudin mi conversación con elpríncipe Vandan-beile. Zudinsonrió: «Fue gracias a ese príncipeque Naïdan-van llegó a ser nuestrohéroe nacional. Hace diez años,nadie se acordaba de él, perocuando regresó de Rusia, Vandan-beile comenzó a hacerlepropaganda presentándolo como un

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defensor de la lucha por laindependencia, como un mártir cuyasangre debería consolidar elfundamento del futuro Estadomongol. En cuanto a Dzhambi-gelun, hizo de apóstol Pavel yadaptó esta idea nacida en uncírculo reducido al nivel de lasmasas populares». A los mongoles no les gusta darseprisa. No deben darse prisa para noinsultar a la fuerza superior ocultaen la naturaleza misma de las cosas,que es capaz, si lo desea, de

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resolver todos los problemas sinninguna intervención externa. Porestas razones quietistas, nuncaexpresadas por incapacidad deformularlas, la entrevista deErgonova con el jubilgan fueaplazada una semana. Mientrastanto, el gobernador de Syintsánreunió por fin un destacamento deinfantería de quinientos hombres ylo mandó al rescate de losasediados. Teníamos tres opciones:comenzar con el asalto en breve,antes de que aparecieran los

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gamins que se acercaban a Bars-Khoto, hacerles una emboscada, oabandonar el asedio y regresar aUrga llenos de oprobio. Durante elconsejo de guerra, la mayoría votópor la tercera opción, aunque losque estaban en contra argumentabanque los defensores de la fortalezacarecían de cartuchos, y que lesquedaban no más de veinte disparospor fusil. Bair-van vaciló, volvió asalir a colación la fabulilla sobrelos ratones que vencieron al tigre,que no fue lo bastante astuto para

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tratar con ellos. Dzhambi-gelun salvó la situación.Hablando, como siempre, ennombre de Naïdan-van, propusorecurrir a los turgús vecinos,confiscar camellos viejos yenfermos y, de noche, llevarloshacia las murallas imitando a unejército que se movía en laoscuridad para hacer que los chinosgastaran su reserva de municiones,ya escasa. Yo elogié la genialidadde ese truco, viejo como el mundo. Todos se dieron cuenta de que la

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fuerza superior oculta en lanaturaleza de las cosas no estabadispuesta a llevar los camellos anuestro campo, y el plan no sólo fueaceptado, sino ejecutado con unaoperatividad increíble tratándosede los mongoles. El día en queErgonova estaba a punto dedeclarar oficialmente si laidentidad de nuestro Naïdan-vanera la misma del que había sidoasesinado en San Petersburgo hacíatreinta años, el ejército de camellosya estaba listo para el combate.

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Esperábamos sólo una noche sinluna. Cierta tarde un grupo de oficialesdel Estado Mayor, unos lamas y yofuimos invitados a la yurta delgeneral. Nos dispusimos, según elrango, a la derecha y a la izquierdade la puerta. En la pared trasera del a yurta había dos pilas dealmohadones de distintos tamaños. En la más pequeña se situóDzhambi-gelun; la mayor la ocupósu tutelado. Delante de él,extendieron un fieltro blanco

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ornado con una representación deErtni-jee, «el que previenecualquier mal». Bair-van estaba unpoco apartado, y a su derecha, en laparte destinada a las mujeres, habíauna silla plegable de lona paraErgonova, que entró acompañadapor uno de sus guardias y, deacuerdo con las reglas de laetiqueta, saludó primero al dueñode la yurta y después a todos losdemás. Su mongol era excelente; yolo dominaba lo suficiente paracomprenderlo casi todo.

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—Ezhi[14] —le dijo Bair-van conrespeto—, no te enfades porquehable antes de que tomes la palabratú. Nos trajiste una carta de Bogdo,te creemos, pero si es verdad queviste a Naïdan-van, descríbenoslo. Para los mongoles, la descripciónde la vestimenta equivale a unretrato. En cuanto supieron queNaïdan-van llevaba la túnicaazafrán que correspondía a su títuloy la bolita azul del oficial de tercerrango, Bair-van se quedósatisfecho:

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—¿Dónde lo viste? —preguntó.Ergonova contestó que lo habíavisto dos veces: la primera en elteatro y la segunda durante elalmuerzo dado por el jefe deldepartamento asiático delministerio de asuntos exteriores. —Mi marido trabajaba deintérprete en la embajada de Sui-Chzhen, y yo asistí al almuerzo,como todas las esposas... Nombró un apellido que parecíalituano, terminado en «gailo». Enese preciso momento, Dzhambi-

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gelun se levantó bruscamente, dioun paso hacia Ergonova y se postróante ella hasta el suelo en «lareverencia de ocho miembros»:pies, rodillas, codos y manos. Supoderosa nuca rasurada adquirió elcolor azulado del acero. Luego seincorporó quedando de rodillas ypronunció un enérgico discurso queexpresaba una exquisita yceremoniosa expresión de gratitud,el tema del cual no pudo entender nila propia Ergonova: evidentemente,no acababa de entender cuál era su

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mérito. Yo oí varias veces lapalabra «asesino» relacionada conel nombre de Naïdan-van. —¡Has castigado a su asesino!¡Te has vengado de él! —exclamaba Dzhambi-gelunpatéticamente, señalando al calladojubilgan—. Él te reconoció hacemucho tiempo, ezhi. El Clarividentesabe que tú también loreconociste... De repente, Ergonova se levantó ysalió. Yo la seguí. —¡Diablos! —juró mordiendo

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nerviosamente el cigarrillo. —¿Es verdad que ha matadousted a alguien? —le pregunté, sinesperar una respuesta afirmativa. Ysin embargo, asintió con la cabeza: —Sí, por eso me exiliaron... Mientras tanto, se oía la voz debarítono de Dzhambi-gelun desde layurta, que proseguía: «¡Teadmiramos, majestad, y teveneraremos en todos los lugares ytiempos! Por ti, el mar inmenso queengendra tantos tesoros...». Labrusca salida de Ergonova habría

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sido interpretada como una señal devergüenza por sus dudas en cuanto ala esencia sobrenatural delprotagonista de aquella loa. —Por ti —respondierondisonantes las voces de los lamasen el interior de la yurta—, cuyoconocimiento es tan claro como eldía... Cuya misericordia es tanprofunda como el mar... Cuya fuerzasalvadora es igual a la deVachzharapani... Cuya sabiduría... —Ha llovido mucho desdeentonces —añadió Ergonova—. No

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entiendo cómo lo han sabido.Quizás usted en el fondo del almaacepte a ese inútil comoreencarnación de Naïdan-van, peroyo no: cuanto más vive uno enMongolia, menos cree en estascosas. —Pero piensa más en ellas —sonreí—. Creo que es uno de lospocos lugares donde la mística deOriente se entrelaza con la deOccidente. ¿Ha oído la leyendasobre Naïdan-van que dice quevendió el alma al diablo, como

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Fausto? —¿Quién se la contado? —seasombró Ergonova, delatando unafuerte emoción en su voz. —Fue en Urga —contesté—. Melo contó Vandan-beile. ¿Lo conoce? —Lo conozco. ¿Qué le contóexactamente? —preguntó, dandogolpecitos con el pie movida por laimpaciencia. —Que, cuando estuvo en SanPetersburgo, Naïdan-van hizo untrato con el diablo. A cambio de sualma, éste le prometió la liberación

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de Jalja... Por la reacción de Ergonova,comprendí que había dicho algoimportante para ella. Meinterrumpió: —¿Le dijo el príncipe cómo losabía? Le expliqué que sólo nombró unade las fuentes, el relato titulado«Teatro de sombras» de un autorpoco conocido, llamado NicolaiKamenski. Ergonova escupió la colilla, quese le había apagado, y sacó otro

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cigarrillo. Le temblaban los dedos. —Deme fuego —pidió. La cerilla prendió, pero se apagóde inmediato: hacía mucho viento.Miré al cielo. Sobre nosotros,estaba despejado, pero por el nortese acercaban unas nubes quepresagiaban una noche sin luna y sinestrellas. Bair-van, acompañado por ungrupo de oficiales, salió de layurta. —Si el viento no cambia ladirección, podríamos hacerlo esta

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noche —le dije. —No cambiará —asegurómirando en la dirección por dondeaullaban los camellos traídos alcampamento. Adiviné en el acto porqué estaba tan seguro: las anterioreshabían sido noches claras, y loscamellos habían estado tranquilos,como si supieran que la operaciónplaneada con su participación noera posible por la lunaresplandeciente, pero ahoraaullaban lastimeramente desde latarde, como si presintieran la

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muerte que suponía para ellos elcambio del tiempo. Para nuestrasintenciones, en cambio, era un buenpresagio.

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El gallo volvió a cantar. Por eleste, empezaron a dibujarse lostroncos de los árboles sobre uncielo cada vez más claro. —Hay que decir que casi nada delo que confesó fue una sorpresapara mí —dijo Iván Dmítrievich.

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—¿Se refiere a Kilinin? —Por supuesto. Y es que, desdeel invierno, los libros de Putílov sevendían menos que antes. Kilinin sedio cuenta de que necesitaba unapublicidad adicional, y decidiódifundir entre el público la idea deque los protagonistas y los sucesosde las novelas de Kamenski no eraninventados, sino tomados de larealidad. Todo empezó con Elmisterio del diablo de bronce: enaquel entonces, el libro todavía noestaba publicado. Confió su plan a

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la señora Kamenskaya, que por supropio interés convenció a sumarido de que hiciera un papeldeterminado. »Según el plan, cuya primera fasefue ejecutada con éxito, Silberfarbsería testigo de cómo el cocheroenmascarado disparó contraKamenski en la calle Caravanaya.El cochero era nada menos que elpropio Kilinin; el carruaje negro selo alquiló a la funeraria de Ergel,en la calle Stoliarni, y Kamenski,como habían acordado, contó a

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Silberfarb una historia sobrefanáticos que lo habían condenado amuerte y le prometió que lemandaría su último libro, dondeentendería mucho... También aquíse trataba de El misterio del diablode bronce. Se suponía que cuandoel artículo sensacionalista salierae n La Voz , el libro estaría ya enventa y se agotaría enseguida. »Una casualidad hizo que losplanes fallaran: el libro no se pudopublicar en el plazo fijado debido auna avería en la imprenta. De haber

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salido todo bien, Kamenski habríaenviado a Silberfarb una cartapresuntamente obtenida de losfanáticos que lo amenazaban. Yoencontré el borrador de esa cartadurante el registro de su casa. —¿Quién escribió la carta? —preguntó Safronov—. ¿Kamenski? —No. Kilinin. —¿Y qué significaban lasanotaciones en los márgenes? —Si mal no recuerdo, lasanotaciones eran dos: «¡Enabsoluto!» y «qué horror, ¿verdad?

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O tal vez no». Ambas del puño yletra de Kamenski. La primeraindicaba que la frase no estabaescrita como lo hubiera hecho él; lasegunda expresaba que noresultaban tan terribles lasamenazas de la carta, y que valía lapena inventar algo más brillante.Era algo parecido a una correcciónde estilo. Les recuerdo que setrataba de un borrador, quizá de unapropuesta que nuestro escritordebía aprobar. Kamenski ladescartó, pero no tuvo tiempo de

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componer una nueva. —¿Y no trató de impedir laedición de El misterio del diablode bronce? ¿Había mentido Kilininen eso? —Claro, aunque fui yo quienprovocó esa mentira. Cuando se lopregunté, se dio cuenta de que lacarta estaba en mi poder, y no pudoresistirse a la tentación deutilizarme. De haber informado yo alos periodistas sobre mis dudas,hubiera participado sin pretenderloen su campaña publicitaria.

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—Así pues —sonrió Safronovcon tristeza—, no había ningunaSagrada Druzhina, si no meequivoco... —Exacto —asintió IvánDmítrievich. —¿Y los paladistas deBaphomet? Si tampoco existían,¿quiénes eran los dosenmascarados? —El más alto era Gaypel, y elmás bajo Constantinov. Les diinstrucciones sobre lo que teníanque hacer y decir, se compraron

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unas máscaras, cogieron losrevólveres y se presentaron a lahora convenida. —Entonces... usted disparó contrasus propios agentes. —Así resultaba más natural, pero,por supuesto, no apunté hacia ellos;así Kilinin creyó que la cosa eraseria, que los paladistas deBaphomet no eran ningunainvención. Conocía por mí laspalabras que Rogov habíapronunciado antes de su muerte, ypor fin lo creyó. Pero no antes de

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haber aclarado cuántos años tenían,es decir, la primera parte de sucontraseña; yo no lo había previsto,y tuve que indicárselo aConstantinov por gestos sin quenadie me viera. No tenía másremedio si quería que Kilininconfesara. —Pero ¿y la carta? ¿No pudohaber analizado la letra? —No, estaba escrita con unaescritura falseada. En cuanto a laviuda, no quiso admitir suparticipación en el asunto ni

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manchar el nombre de su marido. —¿Entonces, quién demonios leseguía a usted por la calle? —Los agentes de la gendarmería.Zeidlitz me creía cómplice delasesinato, y ordenó que mesiguieran a pie y a caballo. Esosmismos agentes arrestaron aGaypel. Zeidlitz lo retuvo dos díasen la celda, esperando sacarle algoque pudiera inculparme; cuandoGaypel me lo contó, elrompecabezas tomó forma y locomprendí todo, o mejor dicho, casi

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todo. —Pues yo comprendo poco —dijo Safronov—. Primero, ¿por quése parecían como dos gotas de aguael agente de cara torcida y elmiembro de la Sagrada Druzhinadescrito por Kamenski? Segundo,¿cómo se enteró Kilinin de lacontraseña de los paladistas, si éstano se mencionaba en El misteriodel diablo de bronce? Tercero,¿quién demonios mató al mono?Cuarto... —Permítame contestar a las

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primeras tres preguntas —leinterrumpió Iván Dmítrievich—:¿Recuerda que Kamenski dijo aTurgueniev que alguien le habíasugerido un tema para el últimolibro sobre Putílov? —Sí, ¿quién fue? —Rogov. Como la fantasía deKamenski se había agotado, decidióayudarle. El misterio del diablo debronce fue el resultado de sucooperación. No sé hasta qué puntocontribuyó, pero puedo decir concerteza que al menos la idea y la

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apariencia de uno de los personajessurgieron de Rogov: dio alpersonaje las facciones de unagente de la gendarmería que lehabía seguido durante los disturbiosde los estudiantes, el año anterior.Por pura coincidencia, ese mismohombre recibió el encargo deZeidlitz de seguirme. —¿A qué enfermedad se debía suaspecto? —A almorranas, úlcera deestómago... ¡qué sé yo! ¿Hecontestado a su primera pregunta?

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Ahora, la segunda y la tercera: aquíla cosa es más complicada, porquela tercera novela sobre Putílov laescribió Rogov por su cuenta, yocultó a Zinochka que le quitaba asu tío el pan de la boca. »A espaldas de Kamenski, mostrósu obra a Kilinin. A él le gustó ycompró el manuscrito pensando enpublicarlo bajo el mismoseudónimo que los anteriores. Elnarrador, en esta ocasión, eraPutílov. Yo encontré un fragmentoen la mesa de Rogov, pero el texto

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completo lo tenía Kilinin. Despuésde la muerte de Kamenski, envió elmanuscrito a composición y, almismo tiempo, telegrafió a LaGaceta de San Petersburgo con unapellido inventado enviando lanoticia sobre un mono muertopresuntamente encontrado en lasdunas. Este nuevo giro de lacampaña publicitaria resultó fatalpara Rogov: Kilinin quiso avisarlodurante la comida de exequias, peroera demasiado tarde. No sabía que,tres días atrás, Rogov, sintiéndose

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culpable ante Kamenski por quitarleel sustento, acudió a él paraconfesárselo todo. Llamó a lapuerta, pero nadie contestó. Abriócon su propia llave, pasó aldespacho y vio el cadáver tumbadoen el suelo. El cajón alto de la mesaestaba sacado; le llamó la atenciónla carta de Kilinin que había dentro.La leyó y se le ocurrió una locura,que aun así tenía su lógica: losfanáticos creados por su fantasía sehabían materializado y ahoraexistían en el mundo, como el tulbo

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mongol. A favor de esa hipótesishablaban las anotaciones al margende mano de Kamenski.Probablemente, al principio tuvodudas, pero el artículo deSilberfarb fortaleció su conjetura, yel de La Gaceta de SanPetersburgo la convirtió en certeza.Rogov se arrojó por la ventanadesesperado y atormentado por suconciencia, y por el miedo a lamaldición de volver a engendrar elnuevo Mal. En resumidas cuentas—concluyó Iván Dmítrievich—,

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antes de que Kilinin confesara,tomé la palabra y conté a lospresentes lo que acaban ustedes deoír. —¿Y luego...? —preguntóSafronov. —Gaypel y Constantinov sequitaron las máscaras. —¿Y qué más? —Pues les describí elrompecabezas que se acababa decompletar en mi mente. * * *

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Vio la estancia familiar llena deimágenes de terribles diosesmongoles colgadas en las paredes,una mesa abarrotada de papeles yuna botella de vino en el centro, y ados hombres sentados a la mesa. Elmás joven le decía al otro: —Los mongoles están seguros deque nuestro diablo no es más quedokchit, uno de los Temibles Ocho,probablemente Chzhamsaran. Algoasí como un agente budista en tierracristiana, según los lamas de Urga

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dijeron a mi padre, que, con ayudade los renegados, corrompe «la ferusa para impedir su divulgaciónhacia Oriente». —Eugeni Nicoláievich tuvo queentender mal a sus informadores —replicó el otro—: lo que quisierondecirle es que el diablo no es sinoun análogo cristiano de dokchit;defiende los derechos delcristianismo al igual que losTemibles Ocho defienden elbudismo. Explicó su creencia citando el

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comentario de Rogov a El preciosoespejo de sabiduría sagrada, y sepusieron a hablar en tono menosacadémico. Estaban los dosbastante bebidos, sobre todo elprimero: —Este Naïdan-van suyo —declaró— se bautizó con el únicofin de vender el alma al diablo, esdecir, a Chzhamsaran, y creo queestipuló antes del bautismo que ibaa bautizar sólo su mu-suns. Estaalma muere junto al cuerpo, y elpríncipe espera, primero,

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asegurarle a esta alma vida futura, ysegundo, obtener de Chzhamsaranalgunos bienes terrenales. —Le repito —contestó Dovgailocon paciencia— que los mongolesno ven a Chzhamsaran como aldiablo, sino como a un guardián dela ortodoxia parecido a él. Albautizarse, Naïdan-van en realidaddio su alma a cambio del samovar,de la capacidad de leer los mapasgeográficos, de algunasindulgencias por parte delcomisario ruso de aduanas en

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Kjajta, etcétera. No es tan torpecomo para esperar vender dosveces la misma mercancía de lamisma tienda. Kamenski se sirvió un poco devino y dijo: —Hagamos una apuesta: siNaïdan-van consigue hacer un tratocon el diablo y lo firma con sangre,tendrá usted que reconocer que mipadre tenía razón. —De acuerdo —rió Dovgailo—,¡Apostemos por Mefistófeles! —Yo me encargo de todo, Petr

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Franzevich. Sé un poco de mongol... * * * —La anotación al margen de Undiplomático ruso en el país de losbudas de oro fue decisiva —dijoIván Dmítrievich—. Me di cuentade todo al ver que, al lado de losrazonamientos del padre sobreChzhamsaran y los demonios de suséquito, el hijo no había escrito«¡Sí son!», sino «¡Sí son 1!»,entendiendo que para los mongolesno había otro diablo que

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Chzhamsaran. —¿Cómo no se dio cuenta antes?—se sorprendió Mjelsky. —Porque el uno estaba pegado ala palabra, y yo, condicionado porla muerte de Rogov,involuntariamente leí la frase comouna repetición de la que había dichoél antes de morir. Vi lo que enaquel momento sonó en mimemoria. —¡Maravilloso! Dos eminenciasempiezan una discusiónaparentemente científica, pero el

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resultado es una farsa con sangre yun montón de cadáveres. Muy ruso. —En resumen —concluyóSafronov—, aquella noche fue elpropio Kamenski quien apareció enla estancia de Naïdan-van. Nohabía nada de sobrenatural en ello. —¿Por qué dice eso? Sí lo había—replicó Iván Dmítrievich—: nollevaba una máscara con cuernos,pero su sombra sí tenía cuernos. —Ah, pero por el perchero... —Precisamente. Y no eranecesario que hubiera nada colgado

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en él, como cuando le mostré elefecto a Zeidlitz. Las oscilacionesde la luz pudieron juntar dos de lostres cuernos, y la sombra se levantósobre la de Kamenski cuandoNaïdan-van le abrió la puerta. ¿Noes sobrenatural tanta coincidencia?¿Que esos cuernos quiméricoscoronaran a un hombre quepretendía hacerse pasar por eldiablo? —¿Y quién ganó la apuesta? —preguntó Mjelsky. —Bueno, el príncipe tenía un

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cortecito en el dedo... —Entonces, ¿Gubin no le impidióhacer el trato? —No, por desgracia. Naïdan-vanestaba esperando a su huésped.Sabía lo que quería y lascondiciones de su visitante, así quelas formalidades no les ocuparonmucho tiempo. Cuando Gubinempezó a forzar la cerradura,Kamenski cogió el papel, saltó porla ventana, la cerró por fuera y huyósaltando la cerca. Sólo más tardesupo que Naïdan-van no había

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muerto de un ataque al corazón,sino asesinado. —¿Cómo lo supo si el asunto semantenía en secreto? —En aquel entonces, Kamenskitrabajaba en una novela en quePutílov buscaba a un asesino-maníaco, y resulta que el asesinoera el director de un manicomio.Para informarse sobre los detalles,acudió al manicomio deObujovskaya, pero le ocultó aldirector el tema de la obra. Laconversación se limitó a la

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enfermedad mental del personaje, yPechenitsyn le dio la informaciónde buena gana. Le invitó a dar unpaseo por el manicomio, y le contólos casos de algunos pacientes,entre ellos el del individuo queocupaba la habitación 24, que habíamatado a alguien a quien habíatomado por servidor del diablo.Pechenitsyn no conocía el nombredel muerto, pero le diría la fecha enque el paciente ingresó en elmanicomio, y Kamenski sacó susconclusiones. Si antes tenía dudas

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en cuanto a su culpa, ahora éstas sehabían desvanecido: sabía que sóloél era el responsable. Se dio a labebida, empezó a aparecérsele elfantasma del pobre príncipe. Cuantomás bebía, más variadas eran susalucinaciones. A punto de caer en un delíriumtrémens, o ya víctima de él,Kamenski compró un revólver,cogió de su casa una cucharilla deplata sin que su mujer lo viera ymandó hacer unas balas para acabarcon el fantasma. Creyó hablar con

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él aquella noche en la casa decampo: por eso Zinochka sólo oyóla voz de su tío. Por extraño queparezca, su loca idea lo sacó deldelirio en el que vivía. Un clavosaca otro clavo. Su alucinacióndesapareció y olvidó losremordimientos al escribir «Teatrode sombras». —Claro —convino Safronov—,escribir ayuda a olvidar. Pero ¿porqué permitió que publicaran elrelato? —¿Para qué iba a perder el

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trabajo? Además, trabajando sobreel libro, Kamenski logróconvencerse a sí mismo de que larazón de lo sucedido no había sidosu ligereza sino, cito: «(...) unconflicto entre dos civilizaciones,cuya tragedia consiste en laincapacidad de comprendersemutuamente». No obstante, leatormentaba una pregunta: ¿cómoadivinó el paciente de la 24 elnombre con el que Kamenski fue aver a Naïdan-van? En parte por eldeseo de encontrar una respuesta,

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en parte por reconocer su culpa anteGubin, Kamenski empezó a pensaren organizarle una evasión delmanicomio. En aquel momento,apareció Kilinin con su plan decampaña publicitaria. Entoncesescribió en su cuaderno: «¡Arrojael corazón al otro lado del cercadoy síguelo!». »Kamenski se hizo con unpasaporte a nombre de NicolaiAfanaciévich Zaitsev para Gubin y,al fijar la fecha del falso atentado,pasó de incógnito la cesta con la

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golosina para la habitación 24.Dentro de un sítnik o de un paquetede té, había un serrucho envuelto enuna nota que decía más o menos:«¡Decídete! Dentro de tres noches,un carruaje de color negro con uncochero enmascarado te estaráesperando detrás de la valla. Tellevará a un lugar seguro». La tardedel 25 de abril, Kamenski llegójunto a la valla del manicomio en elmismo carruaje desde el pescantedel cual Kilinin le había disparado.Al ver a Gubin trepar por la valla,

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se puso una máscara temiendo queéste lo reconociera. Pasada la unade la madrugada, estaban en la calleCaravanaya. Para no tener que darexplicaciones a su mujer, Kamenskillevó al fugitivo al piso deDovgailo. La pareja consintió deantemano en darle refugio por unosdías: Elena Karlovna para ayudar asu amante, y Petr Franzevich porquese daba cuenta de que, en parte, eraresponsable de lo sucedido.Kamenski les presentó al huésped yse marchó, aplazando la

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conversación para el día siguiente.Invitaron a cenar a Gubin, yentonces Dovgailo no pudocontener la necesidad intelectual deconfesarse ante él. Sin escuchar lasadvertencias de su mujer y sinpensar en las consecuencias, con elúnico deseo de limpiar su alma através de la confesión e irsetranquilamente a dormir, le contó aGubin durante la cena los sucesosque llevaron a Naïdan-van a lamuerte y a él al manicomio.Enfurecido, Gubin agarró al

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profesor por el cuello, lo arrojó alsuelo y lo habría matado allí mismosi Elena Karlovna no hubieradisparado con la pistola... Como no tenía tiempo paraescribirlo todo al pie de la letra,Safronov cortaba las frases ydejaba espacios para llenarlos mástarde: ... olvidada en su casa. De sietebalas, la primera para el fantasma,la segunda disparada por Kilinin alaire... la tercera... la cuarta... Gubin

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muerto. Dovgailo estuvo a punto deir a la policía, pero su mujer lodetuvo: con su habitualdeterminación, tomó las riendas dela situación. No había nadie encasa; Elena Karlovna había dado undía de descanso a la criada. Congran esfuerzo, llevaron el cadáver ala orilla del Neva, en... A lamañana siguiente, dio a su amante[el propio Kamenski] el revólver yle contó todo: pesaban ya dosmuertes sobre su conciencia.Además, había convertido en una

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asesina a su amante... —A los intelectuales rusos lesofrecería la posibilidad decontemplar un mandamiento más —dijo Iván Dmítrievich,interrumpiendo su narración—: nointentes arreglar lo que has hecho;empeorarás las cosas. * * * Extracto del diario deSolodovnikov: Por la tarde, reuní en mi tienda de

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campaña a mis oficiales más leales.Según un esquema que yo habíaestablecido, decidimos el orden dela marcha de la brigada yrepartimos los segmentos del murode la fortaleza entre los distintosdestacamentos. De repente, unacortina se movió y se agitó la llamade las velas; una de ellas se apagó,y quedó sólo una fina columna dehumo. «Ya está aquí el sin piernas»,dijo en ruso el comandante delescuadrón buriático Zaganzhapov.Captó mi mirada interrogativa y

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explicó: «Es como llamamos alviento». «¿Por qué?», pregunté.Zaganzhapov contestó de formaevasiva: «No lo sé. Hace muchoque lo llamamos así...». La entrada de la tienda decampaña daba al sur. Por unmomento, sospeché que quizá sugente estaba invocando al vientodel sur para que dispersara lasnubes, de modo que la luz de la lunalos liberara de los peligros delcombate nocturno. Sabían queemprenderíamos un asalto siempre

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que tuviera éxito el ataque previo, yeso era posible sólo en la oscuridadtotal. La cortina volvió a moverse.«¡No, no lo estamos llamando!»,Zaganzhapov había adivinado missospechas, «sólo lo nombramos». Al poco rato, se marcharon todosy yo comprobé una vez más elestado de mi carabina, me la colguéal hombro y me dirigí a la yurta deBair-van, guiado por las voces y elmovimiento de las banderas de labrigada. El cielo estaba cubierto,sólo al oeste se veía despejado.

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Volví a pensar que los colonoschinos llamados a filas quizá serendirían fácilmente ante la falta demunición, pero los oficiales sedefenderían hasta morir y trataríande retener a los soldados. Teníanrazones para temerse una masacre.Además, el amban local que sehabía refugiado en Bars-Khoto paradirigir su defensa sabía que se lehabía condenado a muerte por haberprofanado el monasterio deMundzhik-jure. La condena eratácita, pues los budistas,

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afortunadamente, no tenían pena demuerte. Eso significaba que durantela capitulación lo degollarían enalguna parte de estepa. Bair-van siguió mi consejo yordenó no ocultar nuestrospreparativos del asalto. La largaespera sin duda exasperaba a losdefensores, y eso era algo que losempujaría a dispararirreflexivamente ante cualquierruido, ya fuera el simple trote de uncaballo ya los gritos de losboyeros. El campo estaba en plena

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efervescencia: parecía que todoestuviera como siempre, pero en lasocupaciones más cotidianas sesentía ahora la redundancia de losesfuerzos correspondiente a lagrandeza del momento. La misma atmósfera deapasionada torpeza y borracherabélica reinaba delante de la yurtadel general. Se había reunido muchagente, y la muchedumbre crecíacada minuto que pasaba. Uno decada tres presentes llevaba algunabandera, banderín o palo con la

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cola de caballo pintada de oro opúrpura, negra y azul fijada en elcabo. Por su abundancia, aquellasseñales de valor guerrerolevantaban tanto los ánimoscombativos, que todos losrazonamientos sobre escaleras deasedio, apoyo de tiro, estrategias yotras menudencias parecíaninsignificantes o, peor aún,alarmistas. Allí mismo, un escribano estabarepartiendo libelos con el Himnocombativo de los guerreros de la

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Mongolia libre impresos en laimprenta de la capital. Escrito porlos hermanos Sanayev sobre lamelodía de la canción popular Terecuerdo, el himno fue aprobadopor el ministro militar, tambiénburiato, y centenares de copiassalieron de Urga, evidentemente acambio de las municionesolvidadas. A los combatientes de labrigada se les recomendóaprendérselo de memoria y cantarlodurante el asalto, pero no tomaronen consideración que, a diferencia

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de los sans-culottes franceses, aquienes compensaron la falta demuniciones con libelos con la letrade la Marsellesa, los mongolespreferían no cantar en coro, sinochillar. Cuando ya estábamos encamino, me alcanzó Zudin. Lepregunté por Ergonova. «Se hamarchado», contestó, «y ha hechobien. Es mejor que se ponga asalvo...». Se acercó Baabar y nosdetuvimos a mirar a los chajari dela escolta que separaban al grupode los príncipes, los cuales

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esperaban la aparición de Bair-vanpara desfilar con él con susuniformes de gala. Dzhambi-gelun,rodeado por seis guardaespaldas,se había quedado un poco apartado;llevaba un sable colgado delcinturón y un Mauser en la mano.«¡Qué bator!», apreció Zudin. Iluminados por dos o treshogueras, o mejor dicho, por susbrillos en el interior de las torres enesquina, se distinguían los confinesdel trozo de muralla destinado anosotros; Zudin las señaló y añadió:

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—Si tomamos Bars-Khoto, serásu Tolón. —¿Piensa que se cree serNapoleón? —me sorprendí. —No exactamente. Pero puestoque nuestro Naïdan-van se cree lareencarnación de Abatai-Khan ytomará el trono en su lugar, o en elpeor de los casos después deBogdo-Gheghen, Dzhambi-gelunserá el jefe supremo, ya sea primerministro o emisarioplenipotenciario. El mérito de latoma de Bars-Khoto lo adjudicará a

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s u jubilgan, y pondrá a toda labrigada al abrigo de su poder. Eneste momento, el gobierno nodispone de otras dotaciones; laguardia de palacio no cuenta, asíque podrá tomar Urga sin un solodisparo. —Bair-van no permitirá un golpede Estado —replicó Baabar. —Si es que sigue vivo —contestóZudin casi en susurros—. No creoque sobreviva a esta noche. Miré a Dzhambi-gelun con unnuevo sentimiento: estaba diciendo

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algo al tulchi de la brigada que seencontraba a su lado. Uno de susguardaespaldas tenía en las manosun gonfalón personal de Naïdan-van, un rectángulo de seda roja enuna carcasa de brocado de oro conuna esvástica de color negrobordada en el centro.Habitualmente, los mongoles haceneste signo del eterno retorno sobrefondo amarillo, el fondo delsosiego, el otoño que consume laspasiones, o sobre fondo blanco, uncampo de luto de invierno y muerte,

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al que seguirá la regeneración. Aquíel signo estaba impresoheréticamente sobre seda roja, elcolor del fuego y la sangre indicabaque un nuevo círculo de vida nopermitiría al anterior desaparecercon serenidad, como todo loperecedero terminainevitablemente. —¡Ahí está nuestro héroe! —declaró Zudin. Vi al jubilgan salir de la yurta enese preciso momento, se oyó la vozd e l tulchi acompañada por el

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punteado de la balalaika. «Oh, gran Äbatai —me tradujoBaabar, que sabía que la lenguapoética mongola estaba fuera de mialcance—, naciste con una espadade diamante negro en la boca.Dicen que, cuando saliste a la luzdel vientre amarillo de tu madre,tenías en la mano un pedazo desangre seca del tamaño de unhígado; dicen que te tocaron laespalda y no encontraron lavértebra que se podía doblar; dicenque te examinaron el pecho entre

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las costillas y no encontraron dondese pudiera clavar el negro acerodamasquino...» La balada se interpretó en unvariante abreviada, con ritmo demarcha. Al cabo de unos minutos,hablaba de un manguis tan altocomo el Jangai, de cuerpo rojocomo la carne cruda y carne negracomo el cazo de una pipa. Con elhombro derecho tapaba el sol, conel izquierdo la luna. Bramaba comoquinientos dragones, y a unadistancia de ocho días de marcha

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aspiraba escupitajos de ratones dedos semanas de edad; se trataba deuna alusión a la voracidad de losfu-dujunes, los inspectores deaduanas de Pekín. Los campamentosnómadas quedaron cubiertos poruna bruma venenosa de cincocolores, pero Abatai se rebeló yabatió al manguis con su flechablanca, fogosa y loca, que habíanllevado sobre nueve camellos,acertando al manguis en su lunarmás querido, justo en mitad delcartílago del pecho, del tamaño de

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una falange del pulgar. Ese lunarera el recipiente de su almairacunda. «Lo cortaste en cinco partes, loquemaste sin que el zorro llegara aolfatear el olor, cortaste la semilla,dispersaste las cenizas, le quitasteel ganado, los caballos y camellos,el oro, la plata y las joyas de tresgeneraciones», cantó el tulchi. Depronto, se oyeron gritos «¡Urracha!¡Urracha!». Dzhambi-gelun se echóel Mauser al hombro y disparó dosveces hacia Bars-Khoto.

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«Cuando traigan a los cautivos,verá como les quemará el cerebro—dijo Zudin—.Y eso no es lopeor: en otoño, cerca de Uliasu-taem...» El final de la frase se ahogó en untiroteo, pero yo sabía de qué mehablaba: me habían contado que,después de la capitulación de laguarnición de Uliasu-taem,Dzhambi-gelun se había comido elcorazón todavía palpitante de unoficial cautivo. En un acceso deéxtasis, se habría imaginado a sí

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mismo como Majagal oChzhamsaran. Era el resultadológico de la campaña propagandistadurante la cual la comparación delos gamini chinos profanadores demonasterios con los manguisi habíadado lugar a una identificacióncompleta.

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CAPÍTULO 8 LA MÚSICA DE LASESFERAS

34

Dos muertes pesaban ahora sobresu conciencia y había convertido asu amante en asesina...» Tras volvera leer la frase en voz alta, Safronovpreguntó: —Entonces, ¿llegó usted a laconclusión de que Kamenski se

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había suicidado? —Sí —confirmó IvánDmítrievich—. Archivé el caso,pero, al cabo de cinco o seis años,comprendí que no había sido unsuicidio. —¡Vaya hombre! ¿Y quién lomató? —El príncipe Vandan-beile. —¿Quién? —Aquel mongol joven que sirvióen la embajada china y me recitólos versos de Minsky. Cinco o seisaños antes, cuando estudiaba en el

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Cuerpo de Pajes, era casi un niño, yalguno de sus compañeros le habríaregalado un libro con el relato deKamenski «Teatro de sombras»para que leyera algo de un paisano,y él entendió enseguida que, tras elnombre de Namsarai-gun, estabaNaïdan-van, del que sabía quehabía muerto misteriosamente. »Intrigado, consiguió las señasdel autor, se presentó en su casa yexigió una explicación. Era pocoprobable que Kamenski seconfesara a cualquier otra persona,

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pero ese joven noble, orgulloso yeducado a la europea le debió deparecer una encarnación de la futuraMongolia. Kamenski amó ese paístoda su vida, y es probable que elsentimiento de culpa y las ganas deconfesar lo empujaran a contarle aljoven príncipe toda la verdad.Vandan-beile quedó trastornado yempezó a recriminar a Kamenski;quizá lo amenazó con un cuchillo.Entonces, nuestro escritor abrió elcajón donde tenía el revólver que ledevolviera Elena Karlovna después

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del asesinato de Gubin;probablemente sólo trató deasustarlo para que se marcharse,pero el mongol forcejeó, se hizocon el revólver y... —¿Cómo llegó usted adescubrirlo? —le cortó Mjelsky. —Cuando Gaypel y yo llegamos ala calle Caravanaya, el cajón de lamesa estaba abierto. De otro modo,Rogov no se hubiera fijado en lacarta de Kilinin que estabaguardada en él. —No me ha entendido: me refiero

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a cómo comprendió que a Kamenskilo había matado el mongol. ¿Es quelo confesó? —No confesó, sino que se fue dela lengua y dijo que Kamenski habíamuerto por la libertad eindependencia de Mongolia. En esepreciso momento, me di cuenta deque él era el asesino. —No comprendo nada. —¿Qué es lo que no entiende? Yale hablé de las notas de ElenaKarlovna; allí lo pone todo muyclaro.

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—Nos habló de ello, pero noacabó de contárnoslo. Seinterrumpió cuando Kamenski labesó durante el juego del «Puentede hierro fundido». —Ah, tiene razón —recordó IvánDmítrievich, y citó un fragmentomás: Nos encontrábamos en un hotelbarato, en una habitación conmanchas de chinches en lasparedes, con trapos metidos porentre los marcos de las ventanas,

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una estufa que echaba humo y unorinal de loza sin tapa con laimagen de un gnomo con lospantalones bajados. Con aspecto deconspirador, se llevó el dedo a loslabios y, con la otra mano, señalóhacia una nubecilla donde flotabauna inscripción en alemán: «¡Sólocinco minutos!». Aquella frase meparecía a menudo el lema de misrelaciones con Nicolai. Cuando medesnudaba, se quejaba de que todosmis vestidos se abotonaran por laespalda. La costumbre de los

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botones y ganchos por detrás la tuvedesde mi infancia: mi madre merepetía siempre que una chica bieneducada no debía tener los brochesde la ropa por delante, sino pordetrás, que era un corte máspudoroso y que al mismo tiempo,me protegía del peor defecto de unacriatura joven, precisamente el sercargada de espaldas. «Una espaldaderecha y unos buenos dienteshacen que una mujer sea atractiva acualquier edad», solía decir mimadre. Ella conservó las dos cosas

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hasta su muerte, y yo sabía que meparecía a ella, pero de momento yoquería seducir a Nicolai por otrosméritos menos duraderos. No obstante, incluso en la cama,lo que Nicolai más valoraba de míera mi personalidad: él era comouna mujer en quien la sensualidadaún no ha despertado y compara laafinidad de las almas con laintimidad. Lo más importante ennuestro amor venía para él después,cuando habíamos terminado: conlos cuerpos relajados y felices, y mi

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cabeza sobre su hombro, él mecontaba el argumento de su futuranovela o se quejaba de su mujer,sollozando y soñando con dejarlotodo y partir para Jalja, instalarnosen una yurta en alguna parte aorillas del Tola y vivir con lasencillez del nómada. Era unmuchacho viejo, y me regaló lailusión de felicidad que la suerteme había negado, la felicidad delamor con un hombre de mi edad. Enaquellos instantes yo lo amaba sóloporque ninguno de sus sueños se

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había realizado todavía: ni lanovela, ni el divorcio, ni la yurtaen la estepa florida en primavera.No tenía ni tres rublos en elbolsillo. Como de costumbre, erayo quien pagaba la habitación. Una vez, al besarme después dehacer el amor, me dijo: «Yo soy unhombre del viento. Mi vida está enel norte, mi destino, en el sudeste». Estaba acostumbrado a ese tipode reflexiones, y esperé a queprosiguiera. Nicolai tenía un librode horóscopos tibetanos y, de vez

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en cuando, me veía obligada aescucharle mientras me contaba queen su vida anterior había sido unperro de tres patas en la casa de unseñor rico; y que yo era un pájarorojo de los países del norte y quepor eso los espíritus de los muertoscon arma blanca no me protegían. «Todo coincide —continuó—:vivo en el norte, pero me iré alsudeste, a Mongolia, si se rebelacontra China. No tengo otra manerade expiar mi culpa ante esehombre.»

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Le pregunté de qué hombre setrataba. Nicolai se ofendió un poco,como era su costumbre cuando yono entendía sus medias palabras,pero me contestó que se refería aNaïdan-van y me preguntó si sabíaqué había querido obtener a cambiode su alma. «¿Muchos carneros?»,aventuré. Nicolai suspiró. «Ni muchomenos, Lelechka: quería laindependencia para Mongolia.»Tanto él como mi marido tenían lainfantil costumbre de no ocultarme

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nada. Yo me convertí en undepósito de sus secretos, uncofrecito donde los dejaban con laconvicción de que eso meproporcionaba una gransatisfacción. La confianza es labase del amor, rezaba su credo,pero yo, afortunadamente para lostres, no lo compartía. Ellos no sedaban cuenta de que el cofrecitotenía un doble fondo y que, a cadauno de ellos, le abría sólo la mitad.Era lamentable que mi cofrecito dejaspe, como lo llaman los chinos, al

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que los dos confiaban su semen, notuviera un tabique semejante. Esome turbaba, pero hasta cierto punto.Me justificaba recordando que en elTíbet, cuna espiritual de laMongolia tan querida por ellos, lapoliandria estaba al orden del día.La cuestión es que me enteré deaquella aventura que acabó con lamuerte de Naïdan-van por dosfuentes: los dos la emprendieroncon espíritu completamentedesinteresado, con el fin deresolver un problema presuntamente

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científico de gran importancia,aunque en realidad no interesaba anadie a excepción de a ellos yquizás a Rogov. La idea naciómientras bebían una botella deMadeira, y la llevaron a cabo esamisma noche. No tuvieron tiempode ponerme al corriente, pero mástarde cada uno de ellos discutió losucedido conmigo creyendo que elotro no me contaba nada. Desdeluego, no había de qué jactarse.Preferí no conocer los detalles, mebastaba con que el resultado de sus

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experimentos científicos fuera lamuerte de un hombre, el encierro deotro en un manicomio y que Nicolaise diera a la bebida casi hasta eldelírium trémens. «Sí, Lelechka, la independenciade Mongolia», repitió. A mí mepareció extraño: había visto aNaïdan-van dos veces, y mepareció un hombre abrumado porproblemas de otra índole. «¿Lo dijoél?», pregunté. Nicolai dijo que no:no habían tenido tiempo parahablar; Naïdan-van lo comprendió

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todo muy rápidamente, firmó unpapel con su sangre y se lo dio.«Pero ¿cómo pudiste leerlo?», lepregunté escéptica. «¡Pero si nolees el mongol ni el chino!»Entonces, me dijo que lo habíatraducido Petr Franzevich. Aquella misma tarde, sin contarlenuestra conversación, traté desonsacar con delicadeza a mimarido si era cierto lo que me habíacontado Nicolai. Resultó que no loera: el papel que le llevó Nicolaiponía en lengua oiratskaya que

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Naïdan-van entregaba su almabautizada al diablo, y éste a cambiole daría un hijo. No había máscondiciones. «El pobre hombre no tenía prole—comentó Petr Franzevich—,aunque su mujer, evidentemente,nunca estornudaba después de lacópula y el semen no pudoescapársele por la boca o por lanariz. A ti te recomendó lo mismo,¿recuerdas?». Yo conocía a mimarido lo bastante para comprenderque me había dicho la verdad a mí y

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que había mentido a Nicolai. Mimarido soportó penosamente lamuerte de Naïdan-van, pero no seconsideraba el principal culpable.Sufría, pero al mismo tiempo noestaba seguro de si losremordimientos de Nicolai teníanproporción con el grado de suculpa. Quiso mortificarlo mástodavía; nosotros sabíamos quepara Kamenski padre la autonomíae incluso la independenciacompleta de Mongolia había sido sucaballo de batalla, pero que para el

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hijo se convirtió en su vacasagrada. En suma, lo que le tradujoa Nicolai, Naïdan-van no lo habíasiquiera pensado. Nicolai creyóhaber causado la muerte de una delas pocas personas que compartíansus ideas; por añadidura, un hombreinfluyente y capaz de sublevar yencabezar el movimiento liberadorde los mongoles contra Pekín. Al cabo de una semana, nosencontramos en nuestro hotel, perono le dije nada. No me interesabaempeorar las relaciones entre él y

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mi marido. Al desnudarnos, nosmetimos debajo de las mantas. Yosolía tener que aguantar unas treshoras de intimidad espiritual, segúnlas circunstancias, pero aquellopara lo que nos encontrábamos allí,y no en la biblioteca pública,apenas superaba los límitesdesignados por el gnomo del orinal.De repente, Nicolai empezó acanturrear algo en mongol: «Cuandoel fuego del ocaso llena la estepa,te recuerdo. Cuando las nieves delas montañas se vuelven púrpura y

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oro, te recuerdo». Yo conocía laletra de esa canción en traducción.«Cuando la primera estrella llamaal pastor a casa, cuando la pálidaluna se tiñe de sangre...» Como lamayoría de los literatos, tenía maloído, pero aquella melodía era tanbella que la había aprendido.Durante nuestra relación, habíacantado aquella serenata a Jaljamuchas veces, pidiéndome queadmirara su poesía. Antes, nuncame había provocado ningunaemoción, pero entonces se me grabó

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en el alma. «Cuando todo seenvuelve en la oscuridad y no haynada que me recuerde a ti, terecuerdo», cantaba Nicolai con lavista en el techo. Entendí que meestaba dedicando la letra a mí, y no,como otras veces, a ese país lejanoy pobre que, sin saber yo el porqué,tanto amaba. Nevaba detrás de loscristales, por las rendijas se filtrabauna corriente de aire. Yo me quedéen silencio. Permanecimostumbados bajo las mantas, sintocarnos.

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«No tengo hijos —dijo Nicolai—, ¿qué voy a dejar cuandomuera?» «Tienes algunos buenos relatos.No muchos —añadí, sin ponerdemasiado ahínco—, y Schajov,por ejemplo, no tiene ninguno.» Él sonrió: «¡No peques, Lelechka!Sabes muy bien que no es así. Sidejo algo a la literatura, serán losperros rojos.» «¿Qué perros rojos?», pregunté,sorprendida. «En Padres e hijos de

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Turgueniev, Bazarov, a punto demorir, en medio de un delirio, veunos perros rojos. Esas líneasdespiertan entusiasmo, y es queresultan fuertes, pero extrañas aesta novela, pues no pertenecen aTurgueniev, sino a mí.» Por lo visto, ya de estudiantehabía enviado a Turgueniev susprimeros pinitos literarios y elescritor le había invitado a su casa,se había encariñado con él y lehabía preguntado por Mongolia, dedonde Nicolai acababa de regresar.

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Sobre todo le interesaba un relatosobre los perros de Urga, loscomedores de cadáveres; losmongoles creen que son losdescendientes de los terriblesperros del séquito de Chzhamsaran,rojos por la sangre de lospecadores a quienes se comían. «Su atención me halagaba —continuó Nicolai—, y me dejéllevar por la fantasía de que esosperros rojos aparecían en el deliriode la gente con la conciencia sucia.En aquel entonces, Iván Sergeievich

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estaba trabajando en Padres ehijos. Es un gran maestro, sabesacar partido a todo. «¿Y reconoce al menos que tedebe ese hallazgo?», le pregunté. «¡Por supuesto que no! Dice queel cerebro de Bazarov estáinflamado por un aflujo de sangre yque por eso ve el color rojo hastaen los perros.» Por fin, Nicolai se volvió haciamí y le abracé. Él lo interpretócomo un incentivo para másdesahogos y empezó a contarme su

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sueño con detalle. Sentí la tentaciónde decirle que sería mejor que lossueños se los contara a su mujer,que era experta en ese tema, perome callé y escuché con paciencia:el sueño no tenía nada que ver connuestra relación, ni tampoco con surelación con su mujer, que hubierapodido interesarme, pero cuantomás hablaba, con la nariz clavadaen mi mejilla y besándome conagradecimiento, más crecía miimpresión de que todo lo que estabacontando nos afectaba a nosotros.

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Una extraña inquietud se apoderóde mí: ahora creo que era unpresentimiento de su muerte. Habíasoñado con unos jinetes vestidoscon las túnicas mongolas de colorazul, con fusiles colgados a laespalda; iban despacio por unainfinita llanura crepuscular cubiertapor cascajo rojo. De vez en cuando,encontraban matojos de saxaul-dsak y unas matas pequeñas de loque él llamó sundul. El primerjinete llevaba un estandarte. Losjinetes se alejaban, y a él le parecía

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como si se dirigieran al cielo,cubierto en el horizonte por el humode los incendios. Los seguía con lamirada, y una tristeza inexpresablese apoderó de su corazón. Derepente, el primer jinete miró atrás,y Nicolai vio su propio rostro. Seestremeció al ver que el jinete eraél mismo. «Tal vez antes de acostartepensaste en irte a Mongolia yempezar un levantamiento, por esohas soñado eso.» Nicolai asintió, me abrazó y

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empezó a besarme las sienes, lafrente, las manos, y luego, cuandosu agradecimiento creció algo más,pasó a mi seno. Sus fríos labios seacercaban al pezón, pero yo todavíame sentía cohibida y no quiseexcitarme demasiado. Me tapé elpezón con el dedo, y la pequeñafortaleza en la cima de la colinasiguió inexpugnable aquel día... * * * Extracto del diario deSolodovnikov:

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Ahora no sabría establecer elorden cronológico de aquella nocheterrible: nos recuerdo cerca de layurta del general, las hoguerastodavía ardiendo, el tulchi cantaba,Baabar me lo traducía, pero yoescuchaba sólo a medias; me sentíaintranquilo. Abrí mi bolsa de viajey comprobé si tenía mi talismán, unpatuco de mi hija de nueve años queestaba en San Petersburgo. Alrecordarla, pensé que el verdaderoNaïdan-van real, muerto hacíatreinta o cuarenta años, también

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debía de tener hijos. —No tenía —dijo Zudin, enrespuesta a mi pregunta—. Noquería, por no consumirse en cosasmenudas: el espíritu del hombrevive en su semen, y quien malgastaesa sustancia en engendrar miseriasy sombras carnales, que en lenguajevulgar se llaman hijos, no es capazde una reencarnación plena. Dehaber tenido hijos Naïdan-van, notendríamos en él a un héroe. Las últimas palabras fueronacompañadas con un gesto hacia el

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jubilgan, que se encontraba encuclillas bajo las banderasondeantes, masticando algo.Anochecía muy rápidamente, y laesvástica de su estandarte personalempezaba a mezclarse con la sedaroja. —¿Es que Naïdan-van era tanasceta que no se acostaba con sumujer? —pregunté. —Tampoco hay que idealizarlo—contestó Zudin con el mismo tonoretórico—, nada de lo humano lefue ajeno: se acostaba con su mujer,

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y quizá no sólo con ella, pero nuncalas dejó embarazadas. Soltaba susemen en su vientre, pero luego lovolvía a sacar. Por lo menos esoaseguraba Dzhambi-gelun. —¿Y cómo lo sacaba? —pregunté, sin comprender. —Con el mismo miembro con quelo introducía. Dicen que, al llegar ala perfección espiritual, la partefisiológica no representa muchasdificultades. Lo puede comprobarusted mismo: primero eche lechecremosa en una taza y trate de

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aspirarla por la uretra. Una vez seaprende, lo demás viene solo. El tulchi calló. Animados por lapróxima muerte del manguis y elreparto de sus bienes, todo elmundo se puso a disparar al aire; eltiroteo empezó en el centro delcampo y se difundió al exterior.Apareció Bair-van: alguien le llevóun caballo, pero él lo rechazó ycontinuó a pie. La muchedumbreguardó silencio y lo siguió. Llegamos ante el corral donde seencontraban los camellos

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condenados al sacrificio. Algunosestaban tan débiles que no teníanfuerzas ni para levantarse, a pesarde los empujones y golpes debambú. Una bandada de buitres queaguardaba la muerte de loscamellos levantó el vuelo ydesapareció en el cielo de la noche;uno voló muy cerca de mí, azotandomi cara con el aire frío de la tarde.Comenzaron a encenderse algunasllamas; yo no comprendí enseguidaque se trataba de antorchas, queataron a las colas de los camellos a

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fin de que los pobres temes[15]

echaran a correr por el dolor y elmiedo, sin prestar atención a losdisparos. Los camellos aullabanlastimeramente; no lejos de allí, lescontestaban los relinchos de loscaballos. Olían por todas partes elhedor de la muerte, del peloquemado y de la demencia que seavecinaba. Los muros y torres de la fortalezase habían sumido ya en laoscuridad. No se oía ni una mosca.Zudin y Baabar se habían perdido

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no sabía dónde, tampoco veía aDzhambi-gelun con sus esbirros.Me aparté. Se oyó un grito, lamuchedumbre se dispersó, y ante mípasó un gigantesco rebaño decamellos que hacía temblar el suelode la llanura; vislumbré a loscamelleros encorvados entre lasjorobas. Al instante, el rebañohabía desaparecido en la oscuridad,el estruendo se alejó y el baile locode las antorchas atadas a sus colasse convirtió en una oscilaciónapenas visible; no parecían

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alejarse, sino apagarse, como lasbrasas de una hoguera esparcidadelante de mí, como si pudieratocarlas con la mano. Se oyeron disparos, pero no losque esperábamos, sino los de loscamelleros. Tuve la impresión deque había comenzado el asalto: unaparte de nuestros tserigs ibanmontados, otros corrían junto a loscaballos con las antorchas en lasmanos y se animaban a sí mismosdisparando sin apuntar. Contuvimos la respiración

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mirando las brasas descomponerse,extenderse y derramarse a izquierday derecha, adonde se había dirigidoel ejército de camellos, lo quesignificaba que los camellos habíanllegado a la cima de la colinadonde estaba Bars-Khoto y yaestaban corriendo en distintasdirecciones. Era peligroso seguir,pues los chinos podrían descubrirel engaño. Los camelleros habíancumplido su tarea, y ahora teníanderecho a saltar a tierra. Comosupuse, algunos se retiraron, pero

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otros se escondieron detrás de laspiedras donde no corrían peligro deser pisoteados y siguieron tirando,provocando el fuego de respuesta. Calculé mentalmente a qué alturase encontraba la cresta de lamuralla. Todo estaba envuelto entinieblas y reinaba a mi alrededorun silencio sepulcral. Nadie sabíasi los asediados habían adivinadonuestro truco o simplementeaguardaban a que los atacantes seacercaran para no gastar cartuchosen vano. Transcurrieron unos

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minutos tensos y terribles. Por finse vio un fogonazo muy corto ysilencioso, luego otro. Antes de queel sonido llegara a nosotros, vimosmás fogonazos, luego una bandaentrecortada de luz recorrió la torrede la puerta de la muralla. Seperfiló la silueta de las almenas y,un segundo después, empezó elfuego graneado. Desde allí, yo nopodía discernir a los tiradores, peropor los estallidos y resplandores dela metralla, habrían reunido a todoslos hombres capaces de disparar.

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La parte de la muralla que veíamosfue acribillada por un tiroteodesordenado. A mi alrededor, todo permanecíaen silencio. Temíamos que loschinos se dieran cuenta de su errory dejaran de disparar, pero pasarondos minutos, cinco, diez, y el tiroteono cesaba. Los gamins se habíandejado llevar por el miedo; el fuegode sus propias salvas les impedíaver qué pasaba abajo. Excitadospor el comienzo del asalto,aterrados, disparaban rabiosamente

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a los animales que corrían de unlado para otro al pie de la muralla.Los camellos acabaron acorraladosentre las rocas escarpadas de loscerros vecinos que cortaban el pasoa la ciudadela del sur, desde dondeunos doscientos fusiles lesacribillaban. A los que trataban devolver al campo, se lo impedían loscamelleros formando una cadena.Sólo algunos lograron abrirse pasoa través del obstáculo. Por lamañana, cuando iniciamos elverdadero asalto, vimos los

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cadáveres acribillados de nuestrostemes. Cuando el silencio volvió areinar, me sentía agotado; se mecerraban los ojos, las piernas meflaqueaban, pero lo peor fue que seapoderó de mí una apatía completa.La primera vez que la experimentéfue en la carretera de Calgan, ycada vez la sentía con másfrecuencia. Todo aquello a lo quehabía consagrado tantos esfuerzosen los últimos tiempos ahora meparecía que no merecía la pena. En

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aquellos momentos, para mí Bogdo-Gheghen no era más que un astutobebedor; sus súbditos unos salvajessupersticiosos, y su «estado feliz»un teatro de feria que sefundamentaba sólo en la palabra dehonor de nuestro ministro deasuntos exteriores. ¿Por qué estabayo allí? Pero sabía muy bien larespuesta a esa pregunta: me habíanenviado para que la dalemba chinaen Jalja fuera sustituida por pañoruso de calidad inferior; para quenuestros comerciantes de ganado

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pudieran comprar lana, piel eintestinos para las fábricas deembutidos directamente a losmongoles sin pagar a los agentes delas firmas mediadoras de Calgan.El recuerdo de la cuantiosa sumaque habían prometido pagarme a millegada a San Petersburgo solíacurarme de semejantespensamientos, pero aquella vez lamagia de las cifras no funcionó. Encendí una cerilla y miré elreloj: eran pasadas las doce, enmongol la hora del ratón. El asalto

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debía empezar de madrugada. Sindar explicaciones ni mirar a nadie,me dirigí a mi tienda de campaña,me eché, me envolví en una piel decabra y me dormí en el acto. Medespertó Panzuk, mi ordenanza,sacudiéndome por el hombro.Descorrí la cortina: las nubes sehabían despejado y podían verselas estrellas. Venus o, como lallaman los mongoles, Tsolmon,lucía pálida en el firmamento. Los contornos de Bars-Khotosurgían de la oscuridad, y poco a

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poco empezaron a aparecermanchas de color gris de los cerrosvecinos, que se movían cuando laluz caía por detrás de mi espalda.Salí: una chispeante columna defuego se levantaba de la cima deuna colina cerca de nuestro campo.Ni Panzuk ni yo pudimoscomprender el origen ni el destinode aquella columna. La noche antes,habíamos recogido un enormemontón de hojas secas que ahoraardía con una llama blanca: era laseñal para el comienzo del asalto.

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Según una disposición elaboradapor mí, aprobada por Bair-van ytransmitida a los comandantes dedestacamento, deberíamos haberestado preparados en cuanto loscamellos salieron, pero por elrumor del campamento quedespertaba deduje que apenashabría nadie en posición. Mi planse había quedado sobre el papel, yla noche escapó como siempre. Jurépor el diablo, salí corriendomientras me abrochaba las correas,directo a la yurta de Bair-van para

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restablecer el orden con su ayuda.Grupitos de jinetes pasaban a milado en todas direcciones, corríanaquí y allá tserigs con fusiles, picasy banderas. Amanecía muyrápidamente, las puntas de lastorres surgían de la bruma cada vezcon más claridad. Yo sabía que laguarnición de la fortaleza nocontaba más que con unos cientocincuenta soldados y dos docenasde oficiales, más un centenar decolonos chinos llamados a filas ycontratados por las firmas

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comerciales locales. Nosotroséramos tres veces más que ellos,pero como en el combate a pie losmongoles valían tres veces menos,al final las fuerzas eran poco más omenos iguales. La yurta del general estaba vacíay nadie me supo decir dónde estabaBair-van. Mientras lo buscaba, elcampo se despertó por completo yuna muchedumbre excitada bullíapor todas partes: hombres,caballos, carruajes, carros delequipo de ametralladoras..., todo se

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mezclaba en el desorden máscompleto. Traté de gritar losnombres de los oficiales queconocía, pero nadie contestó, y yono podía someter aquel caos asolas. Los escuadrones y gruposhabían vuelto al estado en que loshabía encontrado hacía ocho meses,todo mi trabajo había quedado enagua de borrajas; la brigada era unabandada desordenada quedescendía por las colinas con lasprimeras luces del alba y avanzabapor la llanura como borracha,

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disparando sin orden ni conciertoen dirección a Bars-Khoto. Baabar apareció como de la naday se puso a caminar a mi lado. Lebrillaban los ojos de éxtasis. «No había nada de esto en lacarretera de Calgan. Parece que noshemos librado del marasmo delpacifismo budista», dijo lleno deorgullo, como si todo hubieraterminado ya, como si la fortalezahubiera caído y gozáramos deldesfile de la victoria. No lo soporté más: «¿Sabes cómo

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caracteriza Przhevalsky al osotibetano?». Baabar me miró perplejo. Sonreí y le cité: «El oso tibetano,como toda la gente y los animalesde Asia Central, destacan por unacobardía extraordinaria». Al cabode media hora, me convencí de queaquella opinión seguía vigente. Cuando las primeras filas seacercaron al lugar donde yacían loscamellos muertos, los chinosabrieron un fuego compacto. Tres ocuatro hombres cayeron y la

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multitud tembló, sin saber sirecorrer bajo la metralla loscincuenta pasos que les quedaban.Algunos tserigs recordaron lo queyo les había enseñado y echaroncuerpo a tierra, pero la mayoríaretrocedió, y los jinetes empezarona hacer girar a los caballos: que losasediados todavía tuvierancartuchos, los cogía completamentepor sorpresa. Sólo los buriatos deZaganzhapov alcanzaron corriendolos pies de la fortaleza y empezarona trepar por ella, pero al poco rato,

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en cuanto los primeros cadáverescayeron entre las piedras, tambiénse retiraron. De repente se oyó: «¡Ilbo!¡Ilbo!»[16]. Yo entonces no sabíaqué significaba, y no había nadieque pudiera traducírmela niexplicarme por qué se transmitíaaquella palabra de boca en boca. Más tarde, se aclaró que loschinos, cuando se dieron cuenta deque no tenían cartuchos, fundieronbalas de cristal. Nuestros héroesencontraron unas de esas balas

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clavada superficialmente en elsuelo, la rasparon con las uñas porcuriosidad, la mojaron con saliva,y, al ver esas bolitas blanquecinas ytranslúcidas, no se les ocurrió quefueran de cristal ni que hubieransalido del cañón de un fusil. Elsobrenatural hallazgo pasaba demano en mano, y corrió el rumor deque los escupían la saliva con tantafuerza que se petrificaba durante elvuelo. Era poco probable que lanoticia hubiera llegado a cada unode los tserigs, pero el sentido de lo

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sucedido lo entendieron todosmenos yo. Todo el mundocomprendió enseguida que ni losamuletos, ni el orín sobre loscañones para que, durante elcombate, el fusil reconociera aldueño y no escuchara las voces delos espíritus malignos que tratabande atascar el gatillo y encovar elcartucho en el cargador, ni losconjuros ni los paquetitos de polvosdel cementerio que llevabancosidos a los forros de las botas,serían capaces de oponerse a la

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magia poderosa de los manguisique defendían Bars-Khoto. Cundióel pánico. En pocos minutos, toda labrigada abandonó el campoarrastrando a los vacilantes. Yocorría de un oficial al otro dandoórdenes, exhortando y tirando de micarabina, pero todo era en vano:habría tenido el mismo éxito sihubiera tratado de parar un rebañode bueyes enfurecidos tirándolespapel masticado con una cerbatana. Bair-van no dio señales de vida,pero en cambio apareció Dzhambi-

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gelun con sus esbirros. Lo vi delejos, desde la silla, golpear con sucaña de bambú a los que corrían asu lado, pero tampoco él obteníaningún resultado: lo esquivaban, seprotegían con las manos y seguíancorriendo. Los chinos disparabancada vez con menos frecuencia. Seoyó el gong del templo Gesera[17],que estaba cerca de la puertaprincipal. Parecía que todo estaba perdido,pero en aquel momento surgió porla izquierda, cortando el camino a

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los fugitivos, el estandarte rojo deNaïdan-van. Al poco, lo vi a él enpersona: iba a pie, rodeado por suguardia montada con los sombrerosde los Berbets, corríancontracorriente, con los brazoslevantados y una tela amarillenta yfina alzada al aire, como unaserpiente de papel o una tela sucia ydescolorida. Comprendí que no eraotra cosa que la piel arrancada alkirguis de camino a Bars-Khoto,salada y secada. Por su forma, eraevidente que había viajado

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enrollada. Debajo del brazo,Naïdan-van llevaba su cuerocabelludo. Aquel monstruoso trofeotuvo que recordar a los fugitivosque los manguisi también eranmortales. El efecto no se hizo esperar, y lostserigs se detuvieron. En los ojosde los que estaban cerca de mí viuna expresión de inteligencia, comosi al despertar se hubieran lavadola cara y, a través de una densabruma, empezaran a reconocer loslugares. Se trataba de un paisaje de

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su patria espiritual, según la visiónde Baabar; entonces yo no sabíaque se encontraba cerca de mí conuna bala de cristal en la cabeza. Amaneció del todo. Los jinetesque habían acompañado a Naïdan-van se quedaron atrás, y ahoracaminaba solo. Todos lo seguíancon la mirada sin decir palabra. Loschinos dejaron de disparar;probablemente lo tomaron por unparlamentario. Se hizo un silenciointerrumpido sólo por el lejanotañido del gong.

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A cuarto verstas de la fortaleza,Naïdan-van escogió el montículo detierra más alto y llano, tendió lapiel sobre la tierra, la pisoteó yapretó los extremos para que novolara. Permaneció inmóvil unossegundos y luego empezó abalancearse, a bailar, a dar vueltassobre sí mismo enarbolando unabanda de seda amarilla; en la otramano, llevaba un pequeño damar,una maza para ahuyentar a losespíritus malignos, que resonabainquietante en sus intermitencias; al

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parecer, pronunciaba conjuros que,sin embargo, no llegaron hasta misoídos. El objetivo de todo aquelloera asegurarnos el apoyo de loscreadores del mundo deChzhamsaran, infundirnos valor anosotros y miedo en los corazonesde los que respondían a la banderadel partido Gomindan, loscompañeros del manguis cuya pielseca se había convertido en unaalfombra bajo los pies de Naïdan-van, en fuente de éxtasis, entrampolín para saltar a otros

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mundos, donde ahora estabatratando de hacerse con nuevosaliados y cambiar con su ayuda elcurso del combate. El sentidoexacto de aquella danza, si la tenía,quedaba fuera de mi alcance. Nosupe determinar si era unaimprovisación muy lograda o unarepetición de la ceremonia mágicapor la que se le había quitado lapiel a aquel kirguis. El espectáculo fue fantástico. Eltiempo parecía suspendido, ycentenares de hombres armados

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observaban la figura solitaria quebailaba entre los dos campos. Loschinos fueron los primeros enreaccionar y reanudar el tiroteo,levantando polvo peligrosamentecerca del jubilgan. Él hizo casoomiso, y por primera vez en lamañana sonaron amenazadoras lascaracolas de la brigada por toda lallanura rosada. En ese mismomomento, se oyeron nuestras cuatroametralladoras «Luis» por el flancoderecho, que se habían situado enpoquísimo tiempo. En seguida

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apareció, como durante losejercicios en Dzun-modo, el polvode ladrillo sobre las almenas.Dzhambi-gelun espoleó su llanero ysalió al galope hacia Bars-Khoto.La caballería lo siguió; detrás salióla infantería. Me vi arrastrado por lamuchedumbre. Usando la carabinacomo un remo, salí a un claro paraasegurarme una cierta libertad demovimiento y me topé con elcadáver de Baabar. Tenía los ojosabiertos, bizcos; la muerte heló en

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su mirada la expresión de quien, apunto de morir, hubiera visto a unamujer hermosa y hubiese concebidola esperanza de salir de este mundoa su lado; pero ella le había vueltola espalda, mostrándole lasentrañas abiertas. Ni uno de los tserigs que habíallegado antes que yo recordó lacostumbre descrita por Brouisson yle cortó las orejas; tampoco lodesnudaron, que era otra costumbreno menos antigua; la ofensiva eratan fuerte que sólo pudieron quitarle

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las botas, y los blancos piesdescalzos destacaban sobre laarcilla rojiza. Nadie se detuvo juntoa él, pero muchos pararon unoscincuenta pasos más adelante, alencontrar a Naïdan-van con elkurma empapado de sangre; unabala le había perforado el vientre ytodavía respiraba. Dos lamas sesentaron a su lado y le pegaron a laherida un trozo de seda con unconjuro, para que los espíritus nopudieran penetrar a través delbalazo, sino por la fosa nasal

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derecha, condición para unaregeneración favorable. Un tercerlama, probablemente con el mismopropósito, abrió un paraguas delcolor lila pálido y lo colocó sobreel moribundo. Panzuk me trajo a Gracia y montéen la silla. Me sentía impotente:durante ocho meses, había enseñadoa los mongoles las reglas de laguerra moderna, había participadoen combates, había tenido piojos,caído enfermo de disentería, habíacorrido el riesgo de contraer la

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sífilis, pero de haberme quedadotodo aquel tiempo en SanPetersburgo, el resultado habríasido el mismo. La suerte de Bars-Khoto había sido decidida por unhombre, por un espantajo, como lollamaba Zudin, un mártir mítico deuna idea nacional inventada porVandan-beile, del que Dzhambi-gelun había realizado una especiede segunda entrega. El diablocumplía por fin su parte del tratofirmado treinta o cuarenta añosatrás, y ahora él regresaba con el

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alma aligerada al lugar de dondevenía. La herida parecía mortal,pero ahora ya no importaba. Habíacumplido con su objetivo, el últimobaluarte de la dominación china enJalja estaba viviendo sus últimashoras, si no minutos. Avancé; la muchedumbre semovía irremediablemente hacia laciudadela, levantando humo dedisparo, banderas y gallardetesmulticolores, colas de vacaspintadas y atadas a las astas de laslanzas que herían la vista a la luz

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del alba. Los jinetes corrían algalope por un camino serpenteanteal pie de la muralla. Algunos selevantaban sobre las grupas de loscaballos y clavaban las picas, otrostrepaban el muro por las cuerdaslanzadas sobre las almenas. Usaronuna pequeña cantidad de granadasde mano que volaron por encima dela muralla despidiendo blancaschispas fosforescentes que nocausaron grandes daños al enemigo,pero que crearon la impresión deque ya se encontraban a sus

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espaldas. A alguien se le ocurriólanzar una granada a una cavidaddebajo de la puerta principal, queestalló, pero la puerta se mantuvofirme; sólo levantó el revestimientode palastro. Las escaleras de asedio se habíanquedado en el campamento, Bair-van había desaparecidomisteriosamente y el Estado Mayorno daba señales de vida. Mi plan sehabía cancelado y olvidado;estábamos atacando de frente, sinun mando, sin maniobras evasivas y

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sin reservas. No obstante, a pesarde esa táctica primitiva, el éxito eraevidente. Los chinos seguíanresistiendo, pero su fuego disminuíavisiblemente. Los cañones pintadossobre la pared permanecían ensilencio; los tigres de piedra,inactivos. Quizás algún valienteprevisor les hubiera tapado los ojoscon barro. Los gongs callaron y, almismo tiempo, los hombres de lasametralladoras cesaron el fuegopara no tirar a los suyos. Sólo lascaracolas sonaban sin cesar.

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Vislumbré a lo lejos, sobre lasalmenas y recortado sobre el cielodel alba, el refulgir de los sablesmongoles de puntas afiladas.Zaganzhapor fue uno de losprimeros en llegar, lo reconocí porla gorra de oficial que yo mismo lehabía regalado. Probablementehabía saltado a tierra por el ladointerior de la fortaleza y habíaforzado el cerrojo; una vez abiertala puerta, el gentío se abalanzó alinterior gritando.

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35

En la galería había amanecido.Safronov apagó la lámpara y dijo: —Hemos consumido una libra decafé; ahorremos en keroseno. —Es igual, no se preocupe.Compré esta moka en Novgorod; esmucho más barato que en SanPetersburgo —contestó IvánDmítrievich—. ¿Quiere más? —No, gracias, prefería un pocode té. —Yo tampoco rechazaría un té —

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convino, y mientras todoscolaboraban en torno al samovar,añadió—: si esta historia pretendeser realista, ¿no aparecendemasiados fantasmas? Casi todoslos personajes, Iván Dmítrievich,tienen visiones. En un caso loatribuye a la química, en otro a unperchero y a un juego de luces, enotro más a un delírium trémens. Enfin, que la razón por la cual sesuicidó Rogov me parececompletamente inverosímil. ¿Cómopudo creer en la existencia de esos

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fantasmas? —Al principio, yo también creíen ellos al leer el artículo deDovgailo. —Eso también me extraña. —Perdóneme, joven, pero ¿cómono iba yo a creer lo escrito por uncientífico y profesor de renombre?No todo el mundo sabe estar porencima de los prejuicios de suépoca. Sólo ahora comprendemostodos que, para saber, no hay que ira la biblioteca, sino al ermitage deOptina. En mi época, la instrucción

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no estaban tan avanzada. * * * Extracto del diario deSolodovnikov: Mientras los atacantes seagolpaban en la puerta, vi a Zudin acaballo, acompañado por dos desus asistentes llegados con él deUrga, y me gritó: «Todo es comopredije. ¡Bair-van ha muerto!».«¿Cuándo?», pregunté, pasmado.«Creo que antes del comienzo delasalto. Esta allí», indicó Zudin, y

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pasó a mi lado en dirección a Bars-Khoto. Me llamó la atención quelos tres estuvieran equipados conlos caballos cargados. Salí al galope hacia elcampamento y no tardé mucho enencontrarlo. Nuestro dzhan-dzhinyacía cerca de su yurta rodeado porun grupo de chajaros de su escolta.Debían estar siempre a su lado,pero ninguno de ellos pudoexplicarme cuándo y en quécircunstancias había muerto. Lespregunté si lo habían abatido allí

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mismo o habían llevado su cuerpodesde algún otro lugar, pero norecibí ninguna respuesta clara; eraevidente que los habían sobornadoo asustado, y trataban de exagerarlas diferencias entre los dialectosde Chajra y Jalja simulando que nome entendían. Examiné el cadáver y descubríque Bair-van había muerto por undisparo por la espalda. Aldescubrir yo una mancha de sangrecerca del omoplato derecho, loschajaros empezaron a hacer

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aspavientos como si la vieran porprimera vez. Parecía que lostemores de Zudin en cuanto al golpede Estado empezaban a realizarse:nadie a excepción de Dzhambi-gelun era capaz de obligar a esosbandoleros a quedarse en elcampamento y guardar al difuntomientras los demás se repartían eltesoro de los manguis. Cuando, una hora después de lacaída de Bars-Khoto, entré en laciudadela, el pillaje estaba en suapogeo. Las tiendas y almacenes de

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víveres estaban custodiados por unaguardia compuesta exclusivamentepor derbets, de lo cual concluí queDzhambi-gelun había tomado elpoder en sus manos. En otrosedificios, con puertas y ventanashundidas, los tserigs robaban detodo. Dos afortunados se llevabanrodando con gran estruendo unaenorme caldera hurtada a la cocinade la guarnición. Más allá, en laplaza central, unos vándalosdesprendidos estaban rompiendoabnegadamente unos ídolos de

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barro que se encontraban a la salidade una capilla. En algunos puntos sedeclararon incendios, y olía aquemado. A la entrada de la plaza, yacíanlos cuerpos desnudos de algunoschinos, entre los cuales había unamujer, también desnuda, cuya cara,destrozada y cubierta de sangre,exhibía los rasgos duros y la pieloscura de los habitantes de laestepa. Los colonos venidos de laprovincia de Jan solían casarse conlas mongolas de Jalja, y aquella

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mujer habría fallecido en elcombate, luchando codo a codo consu marido. De la nuca de uno de losmuertos sobresalía un trozo deflecha, que habían rotoprobablemente para poder quitarlela ropa al cadáver más fácilmente.Al lado estaba la punta rota con unplumaje característico, quesignificaba que los torgouyi de loscampamentos nómadas vecinos,armados con arcos, se habían unidoa la brigada. Hasta la ropa militarde lona era para ellos un botín

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codiciado. De repente, a mi derecha, por ellado suroeste de la fortaleza, dondeel tiroteo todavía no había cesado,se incendió el templo de Gecer. Lasparedes de madera y el techado,resecos por la canícula del Gobi,pronto quedaron envueltos por lasllamas. El fuego creciópoderosamente, casi sin humo, perocon un extraño aullido. Sentí unescalofrío: todavía no sabía quedocenas de soldados chinos sehabían encerrado en el templo y se

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estaban quemando vivos, y atribuíaquel sonido a las turbulentascorrientes del aire provocadas porla brusca oscilación de lastemperaturas; pero me topé con unconocido escribano buriato que meexplicó la verdad. A su juicio, losgamins habían preferido morir acapitular, al enterarse de la ordende Dzhambi-gelun, que mandabasalvar la vida sólo a los que no sehubieran cortado la trenza, que eraun símbolo de fidelidad a ladinastía Tsin derrocada hacía dos

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años y que presuntamente protegíael budismo. A los chinos con elpelo corto, como todos lossoldados del ejército republicano,los mataban en el acto. Hasta ese instante, había esperadoque la influencia del budismo consu mandamiento fundamental derespeto a la vida, contuviera a losmongoles en la matanza o, por lomenos, minimizara los excesosinevitables en semejantessituaciones. El olor nauseabundo decarne humana quemada disipó muy

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pronto los restos de esa ilusión. Elcomandante del grupo de oiratos,una persona buena y un buen amigo,mató a dos cautivos con las nucasdesnudas delante de mis ojos.Estaban de rodillas ante élrepitiendo: «¡Noinon! ¡Noinon!»,pero el Noinon, que había bebidomucha janchina, fue implacable.Yo traté de impedírselo, pero meapartó de un empujón, diciendo:«¿Qué os creéis que sois, los rusos?¡Sois como juncos! ¡Osincendiaremos y desapareceréis

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como los chinos!». Durante todo el día, fui testigo deescenas como aquélla y no tuve lafuerza de poner fin a los asesinatos.A la primera tentativa, mearrancaron la carabina y sacarontodos los cartuchos del cargador.En respuesta a mis llamadas demisericordia, me recordaban losmonasterios profanados, los lamasfusilados, a Tumardzhin-gune[18],brutalmente asesinado. ¿Qué podíareplicar? Los chinos acuchillados yquemados en el templo de Gecer no

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habrían sido inocentes, pero losdelincuentes mayores evitaron elcastigo, como de costumbre, y nosólo en Mongolia. El amban y los cargos de laadministración civil y militar máscercanos a él habían huido a Shara-Sume por la noche; consiguieronsalir de la fortaleza secretamenteentre el ataque de los camellos y elcomienzo del asalto de la mañana.La traición se reveló de madrugada,y un cierto Chzhan, graduado por laescuela militar en Nagasaki, tomó

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el mando. Cuando la situación sehizo desesperada, herido yacompañado por un grupo de losoficiales y soldados activos, seretiró al cuartel, donde seencerraron para que nadie lesimpidiera morir con dignidad. Seecharon al suelo y se envenenaroncon opio. Un joven teniente con unacara tan tersa como la de unajovencita fue el único que no pudosuicidarse. Vi cómo lo sacaron; porlo visto, se había echado entre loscadáveres fingiéndose muerto, pero

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fue descubierto. Dzhambi-gelunordenó perdonarle la vida. La mayoría de los colonos enBars-Khoto procedían de lasprovincias del norte de China. Suodio por los manchúes no era tanfuerte como la de los sureños queconstituían el grueso del ejércitorevolucionario, y a diferencia deellos no se daban prisa por quitarselas trenzas, en parte por costumbre,en parte por espíritu burgués. Lavida da muchas vueltas. Reunierona aquellos hombres y a sus familias

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en el patio interior del presidiopara comprobar su lealtad. Yoparticipé activamente en elprocedimiento; gracias a Dios, mipalabra todavía tenía algún valor. Hacia el atardecer, sentí quesucedía o, mejor dicho, estaba apunto de suceder algo extraño:recuerdo que me sorprendió elsilencio de los patios vecinos y salípor la puerta de la muralla a mirar:no había nadie. Hacía viento, elocaso adquiría tonos rosados. A lolejos, ardía débilmente el templo de

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Gecer. Las torres de la fortaleza,silenciosas y negras, tenían lasentrañas quemadas. Los quequedaban con vida se habíandirigido a la plaza central, de dondellevaba mucho tiempo oyendo gritosde excitación, como si fuera aempezar un espectáculo teatral,mezclados con el monótono sonidode los tambores, grandes ypequeños. De vez en cuando,sonaba el mugido de las trompas. Ajuzgar por el timbre de éstas, con elque me familiaricé cuando vivía en

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Urga cerca de Maidari-sun, setrataba de trompetas ganlin,divididas en tres partes, de lascuales la central se hace con unatibia humana. Tardé cinco minutosen llegar a la plaza; había unamuchedumbre de tserigs, torgoutos,tangutamos, egraiamos,acompañados por mujeres e hijos.Muchos ostentaban lujosas túnicasrobadas, puestas encima de lassuyas, desgarradas y sucias, yfumaban pipas de porcelanasustraídas a los cautivos. Todo el

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mundo parecía estar esperandoalgo. Me abrí camino entre lamuchedumbre. Habían encendidouna hoguera con la madera de lostemplos confucionistas y taoístas.Al lado, estaban los lamas con sumúsica, detrás de los cuales habíauna docena de abanderados con losestandartes desplegados. Lasprimeras filas del público estabancompuestas por la aristocracia de labrigada, y entre ésta y la hoguera,vestido con una roja kurma de

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monje, se hallaba Dzhambi-gelun;no llevaba el Mauser y tenía unaspecto solemne y macabro; lebrillaban los ojos como si acabarade tomar cocaína, pero en su carafaltaba vida. Más tarde, encontréuna metáfora capaz de expresar misensación en aquel momento: enaquel hombre habitaba una fuerzabien adaptada a su esencia, peroextraña a su cuerpo. Supe sunombre en cuanto los lamas habíanreanudado su rezo, interrumpidopor el interludio musical: «Te

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admiramos, jaksha Chzhamsaran»,cantaban en coro. De vez encuando, alguien gritaba: «A ti,señor de la vida, gran bator dotadode un rostro al que no se puedemirar...». Durante las pausas,sonaban los platillos de cobre hastaconvertirse en un susurro. Pronto nodistinguí las palabras, sólo captabael sentido general: algunos«enemigos pecaminosos» noreconocían «tres joyas», profanabanlos santuarios, hacían daño a losseres vivos, y por eso Chzhamsaran

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se había ofrecido a mostrarles supoder, «clavarlos con los clavos,atravesarlos con hierro», perotambién aliviarles su suertepóstuma al interrumpir su «malavida», que habría empeoradocuanto más hubieran vivido. De pronto, se hizo un silenciosepulcral en la plaza. Sólo se oía elcrepitar de la hoguera, el ruido delaire movido por las llamas y losgritos de los buitres a lo lejos, quetrataban de ahuyentar a los perrosque roían los cadáveres de los

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camellos. Dzhambi-gelun dio unpaso adelante con la cara haciaatrás, enseñando los dientes, lacabeza temblorosa por lasconvulsiones, salpicando sudor. Lagente gritó: «¡Chzhamsaran, jakshaChzhamsaran!» Sentí a mi alrededorun escalofrío general deveneración; todos contemplaban ala encarnación de aquel dokshit detres ojos, el exterminador demanguisi. Después de la muerte deljubilgan, Dhzambi-gelun habíadecidido reafirmar su autoridad

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ofreciendo a su inquilino del otromundo un albergue en su casacarnal. Los lamas seguían cantando:«Terrible, flagrante, como el fuegodel fin del mundo...». De nuevorugieron las trompetas, el viento secalmó y el cielo al oscurecersepareció adquirir matices suaves yclaros; las líneas se difuminaban.Mientras tanto, crecía la agitación.«¿Qué estamos esperando?», lepregunté a Zaganzhapor, que estabaa mi lado. Él no contestó.

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La muchedumbre electrizada seagitaba en silencio y, de pronto,soltó un alarido, pues por un ladohabían sacado al teniente demejillas sonrosadas que había sidoencontrado con vida entre suscompañeros, envenenados por elopio; ahora su aspecto era máslamentable: descalzo, sin cinturónni gorra, con la cabeza llena depolvo, caminaba encorvado,estremecido a cada empujón de lostserigs que lo seguían. Recuerdoque pensé en aquel momento:

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«¡Dios, mío, qué importante esmorir a tiempo!». Los escoltas lequitaron la guerrera dejándolodesnudo hasta la cintura, ycomprendí que lo iban a azotar convaras que acabarían matándolodurante un misterio religioso queestaba a punto de empezar, en elque participarían, además deChzhamsaran, los verdugos celestesde su séquito, representados por losoficiales de la brigada. Esos favoritos de Bair-van, consus cañas de abedul, sabían

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arrancar la carne de los huesos,pero manteniendo con vida a lavíctima tanto tiempo comonecesitaran los jefes. Quise marcharme, pero ningunode los presentantes, ni siquieraZaganzhapor, se apartó paradejarme pasar. No me hicieroncaso, las miradas de todos estabandirigidas al centro y me quedécohibido, volví la cabeza y mesorprendí al darme cuenta de que nopasaba nada extraordinario: es más,mis suposiciones resultaron ser

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falsas; Dzhambi-gelun, junto a lahoguera, esbozó una sonrisaalentadora y extendió los brazospara abrazar al tenientesemidesnudo y tembloroso.«¡Vamos, ánimo!», parecía decirle.Yo no lo interpreté como un gestode reconciliación o de perdón,impropios de Chzhamsaran, sinocomo una invitación a abjurar de supasado y aceptar las «tres joyas»sagradas, cuya negación suponía laexistencia de los manguisi; aconvertirse a la doctrina de las

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verdades nobles y comprar así suvida o, por lo menos, una muertesuave. No estaba seguro de haberinterpretado el gesto como losdemás, pero todos, al igual que yo,se quedaron a la expectativa.Volvieron a sonar las trompetas y,al instante, el teniente dio el primerpaso, incrédulo ante su buenasuerte. Un paso y otro... Avanzó yDzhambi-gelun lo acogió en unabrazo, pero antes de concluirlo,levantó los codos mientras sacudía

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las muñecas y de las mangas delkurma se deslizaron hasta susmanos dos cuchillos de mangoredondeado y hoja fina y recta, quese clavaron en la espalda del chinojusto en el momento en que estaba apunto de responder a la sonrisa desu asesino con la suya. Su chillidose convirtió pronto en estertor, quese ahogó en los alaridos de lamuchedumbre, cada vez más fuertesa medida que Dzhambi-gelunrepetía su doble golpe, hasta cuatroveces. En resumidas cuentas, el

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teniente recibió diez heridas endiferentes partes de su cuerpo. Parano dejarlo caer, los escoltas losostuvieron por los brazos. Elpobre hombre agonizaba todavíacuando Dzhambi-gelun asestó suúltimo golpe, el número once: ledio un revés con la mano izquierday le abrió la parte baja de lascostillas. Con la mano derecha, quehabía soltado su cuchillo, penetró laherida, sacó la bola palpitante delcorazón sangriento y la levantómostrándola a la muchedumbre

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enardecida. Sentí ganas de vomitarpor el horror y la repugnancia.Mientras tanto, sonaron lostambores y el último abanderado dela fila bajó el asta de su estandartehasta que el paño tocó el suelo.Dzhambi-gelun dejó el corazónchorreante en la gabalaobsequiosamente extendida por unode los lamas, empapó en él unpincel que le tendía otro lama ydibujó algo sobre un paño de seda.Untó dos veces, como si se tratarade tinta: el resultado era algo que

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debía de ser un jeroglífico con unaimagen de media luna caída entrelenguas de fuego o un barcoenredado en un juncar. Tuve la sensación de que ya habíavivido todo aquello; primero comoun falso recuerdo, misterioso yconfuso, pero luego se convirtió enla certeza de que hacía pocotiempo, tal vez de niño, había vistoya esos cuchillos de hojas finas yalargadas, y el manantial de sangreque brotó de la herida número once,y el dibujo rojo oscuro sobre la

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blanca seda de la bandera; inclusorecordaba el latido de mi propiocorazón. Pero no pude recordarnada más concreto. Cuando se llevaron el cadáver delteniente a rastras hasta la hoguera,izaron la bandera consagrada por susangre sobre la plaza, mientras otrabandera bajaba ondeando. Pero nollegué a verla en lo alto, porque yahabía dado la espalda a aquellaescena de horror. En un cuarto de hora, salí a travésde la muralla. Los perros errantes

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todavía se peleaban sobre loscadáveres de los camellos muertosdurante la noche, pero si mirabamás allá, el mundo era hermoso: elocaso ya se había quemado, y elfrescor de la noche llegaba junto alcrepúsculo. Por todas partes seveían tiendas pastel, sólo hacia elsur, a lo lejos, se elevaba la crestade la cordillera de Mansong Chan,amenazante como un dragónderrotado. Esa noche, sin avisar a nadie ytratando que mi marcha se notara lo

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menos posible, salí hacia el esteacompañado por un pequeñodestacamento compuesto por unadocena de buriatos, mi convoypersonal, mi intérprete, mi guía yPanzuk con sus dos hermanos. Aprincipios de agosto, llegamos aUrga sanos y salvos.

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Cuando el samovar comenzó ahervir, Safronov hizo las veces deanfitrión.

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—Una flecha china clavada enRusia que ha penetrado todos loscorazones rusos... ¿Qué es? —preguntó al servir el té. —¿El té? —adivinó IvánDmítrievich. Luego prosiguió—:Hay que añadir que a los Dovgailolos juzgaron, se reconocieronculpables del asesinato de Gubin ylos exiliaron a Siberia Oriental. Sepudrieron durante cinco años en unacolonia de Zabaikalie, y despuésPetr Franzevich logró un permisopara trabajar para el Estado. La

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cima de su carrera fue un puestocomo asistente del comisario defronteras en Cjajta. Murió hace dosaños. Poco más tarde, ElenaKarlovna se casó con uncomerciante de ganado local, unburiato bautizado llamado Ergonov.Hace poco se trasladaron a Urga. —¿Se escribe con ella? —preguntó Mjelsky. —No. Creo que sigue convencidade que Kamenski se suicidó, aunqueestoy seguro de que conoce a suasesino. Es lamentable que no haya

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encontrado ninguna prueba contraél. He oído decir que Vandan-beiletambién se estableció en Urga. Enciudades así, todos los intelectualesse conocen. —Si no mantienecorrespondencia con ElenaKarlovna —intervino Safronov—,¿cómo sabe de ella? —Por Zinochka. En Pascua metopé con ella en la avenida Nevski. —¿La reconoció después detantos años? —Me reconoció ella.

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—¿Y cómo está? —Creo que bastante bien. Se casópor segunda vez, y tiene cuatrohijos. El menor es como mi nieto. Guardaron silencio. Por el ladode la galería que daba al Voljov,los marcos de las ventanas se ibanoscureciendo sobre la madrugadablanquecina. El día prometía sernublado, pero tranquilo y cálido. Salieron al jardín, y, para nomojarse los pies en la hierba,caminaron en fila india por unsendero serpenteante entre los

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árboles, sobre el que habíanquedado muchas hojas verdes porla lluvia de la noche. De vez encuando, asomaban por debajo lasbolas marrones de las manzanaspodridas. El sendero los llevó a undespeñadero, desde el quedivisaron bancos de arenagrisáceos, una agachadiza ocupabaun tronco retorcido sobre la arena.El sol no había salido todavía y lasuperficie del río carecía de brillo.En la otra orilla, los sauces se

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hallaban prisioneros de la bruma. * * * Extracto del diario deSolodovnikov: Ayer fui a Gatchina por asuntosde trabajo. El día era tórrido, eltren de regreso salía por la tarde, ycuando hube arreglado todas lasgestiones, me fui a caminar por elparque de palacio. Ahora no loguardaban tan celosamente. Eldueño actual, el príncipe MikhailAleksandrovich, lleva dos años en

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el extranjero, por eso el guarda, acambio de una pequeña cantidad,permite pasear por la alameda acualquiera que vaya vestido más omenos decentemente. El parque estábastante abandonado; en losrincones apartados, hay grutascubiertas por matorrales, pedestalessin estatuas y bloques semilabradosdel granito finlandés coninscripciones de nombres de perrosque parecen nombres de torpederos;mirando las lápidas memoriales desus perros de caza, pensé que

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Alejandro III había albergado elproyecto, sugerido por algúnburiato, de anexionar a Rusia laparte norte de China junto al Tíbet yMongolia, pero, válgame Dios, singuerras. De todos nuestrosautócratas, ha sido el único en nohacer la guerra; entretenía sunaturaleza de asceta con la caza ylas peleas de gallos. En el fondo del parque, el guardame enseñó un anfiteatro de maderaderruido para los gallos del zar.Entré: los bancos para los

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espectadores eran de hierba, y enalgunos puntos se hundíanmostrando una podrida carcasa demadera. La arena del ruedo estabalavada por las lluvias. Ya en épocade Pavel I, se celebraban torneos,pero en cien años las distraccioneshabían disminuido, los plumeroshabían caído de los cascos ybrincaban por la arena esparciendoplumón. En Urga, vi muchas vecescómo los chinos azuzaban a losgallos. Los recuerdos de las plumasflotantes, de un ojo colgado en un

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hilo de sangre, y de cada vez másdetalles, me llevaron a esa ciudadbarbárica y mágica del centro deAsia, situada en un valle parecido alos de Lombardía. Habitualmente larecuerdo tal como la vi desde laaltura de los cerros que la rodeabanel día 19, después de nuestra «fuga»de Bars-Khoto. En Urga, quise ver al príncipeVandan-beile, pero me dijeron quehabía muerto, o mejor dicho, quehabía sido envenenado poco antesde mi llegada. Ergonova estaba

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bajo sospecha: la noche anteriorestuvo en su casa, cenaron juntos ypor la noche el príncipe se sintiómal. Lo encontraron echado en uncharco de vómito, pero vomitar nole había ayudado. Buscaron aErgonova, pero no estaba en casa;sus criados dijeron que ya aquellatarde había salido para Rusiaacompañada por dos intendentes.Así, emprendieron su persecuciónhacia el norte siguiendo la carreterade Cjajta; pero Ergonova fue vistaen el nordeste de la capital, de

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camino al lago Buir-Nur, cerca deJailar. En tren podía llegar acualquier puerto del OcéanoPacífico para luego navegar aEuropa. Gracias a sus guíasexperimentados, su viaje de Bars-Khoto a Urga duró una semanamenos que el mío. Al parecer,durante esa semana llevó una gransuma de dinero a Londres, y vendiósu casa con todos los muebles yparte de los locales comercialesque le pertenecían. En resumidascuentas, había muchas pruebas de

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su culpa, pero nadie entendía lasrazones del asesinato. Yosospechaba que el asunto estabarelacionado de un modo u otro conla estancia reciente de Naïdan-vanen San Petersburgo, pero creo quelos detalles seguirán siendo unsecreto para mí. Seis semanas después, tuve queregresar a Rusia y, antes demarcharme, hice una visita dedespedida a los Orlov. La señoraOrlov me invitó a almorzar conellos y, durante la comida, se

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pusieron a discutir sobre unproyecto de construcción de unaescuela para muchachas mongolas;luego la conversación pasó a versarsobre Dzhambi-gelun. Por entonces,yo sabía que Dzhambi-gelun habíasido proclamado comandante de labrigada en Bars-Khoto y teníaintención de asaltar Urga para echara los ministros-traidores, tomar elpoder y apoyar en nombre deBogdo-Gheghen a los insurrectos deBagra y Mongolia; pero el gobiernoactual vacilaba, pues temía ser

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arrastrado a una guerra de mayorescala con Pekín. Decían que susegundo objetivo era Zabaikalie, yque quería reunir todos losterritorios poblados por losmongoles desde la Gran Murallachina hasta Uriaijai, y del Himalayahasta la fuente del Lena. Luegodeseaba establecer en ese territorioel «estado feliz», un germen delfuturo reino de Maidari. Por lo visto, después de quenuestra brigada saliera de lacapital, Orlov recibió una carta

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secreta de la cancillería con unpermiso para arrestar a Dzhambi-gelun por incitar a los mongoles areprimir no sólo a los colonoschinos, sino a los rusos. Enrealidad, a los allegados de Jutujtales preocupaba la autoridad queDzhambi-gelun adquirió con ayudade su protector jubilgan, yquisieron deshacerse de él conmanos ajenas. Orlov lo sabía mejorque yo, pero dio la orden dearrestarle: accediendo a los deseosde los lamas de la capital,

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fortalecía su posición en la corte,que se había visto gravementeminada debido al apoyo del partidode los príncipes durante laenfermedad de Bogdo-Gheghen. Un ordenanza se lanzó al este delpaís, con el Estado Mayor deldestacamento expedicionario de losregimientos cosacos deVerjneudunsky y Nerchinsky. Casi ala vez llegó Zudin, que les contó elasesinato del comandante de labrigada y pintó la perspectiva deconvivir con una horda rebelde de

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más de mil quinientos efectivosarmados con ametralladoras,cañones y una incendiaria ideanacional. Como resultado, un centenar decosacos de Zabaikalie, encabezadopor el esaúl Comarovsky, se plantóinesperadamente en las ruinas deBars-Khoto, donde los mongolescelebraban su victoria, arrestaron aDzhambi-gelun y, a petición deJutujta, lo llevaron a Rusia, y no aUrga. Lo acusaron de haberescapado diez años antes de la

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prisión en Astracán, a apenas tressemanas de la sentencia de seismeses por robo de caballos. —¿Quiere saber qué sucedió? —preguntó Orlov. Asentí y pasamos a su despacho,donde me enseñó el informe deComarovsky, que decía: «... Ordené a mi gente quepermanecieran fuera de la yurta.Cuando entré, acompañado sólo porel traductor, Dzhambi-gelun sequedó desconcertado, pues noesperaba una visita así. Le expliqué

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que estaba arrestado y le pedí queme diera su fusil, que, como noté,había cargado cuando yo estabaentrando; estaba entre la espalda yla pared, y me lo pasó, indeciso. Elcargador estaba lleno, y había otrocartucho en la recámara. Exigí queme entregara todas las armas, yrecibí dos carabinas, una pistolaMauser y cargadores-pistoleras.Las carabinas estaban cargadas condiez cartuchos. El seguro estabaquitado. »Mientras tanto, un cosaco entró

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en la yurta y me advirtió que a laizquierda de la entrada, escondidobajo una vieja manta de lana que locubría por completo, yacía unhombre. Le ordené levantarse através del intérprete, pero no recibícontestación alguna. Al tirar de lamanta, descubrimos el cadáver deun hombre sentado en la postura deBuda y envuelto en andrajos, con elrostro negruzco y sin ojos; elcadáver apestaba a alcohol.Dzhambi-gelun nos explicó que setrataba del cuerpo de la

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reencarnación del príncipe Naïdan-van, y que tras hacerle al cuerpo untratamiento especial, lo colocaríaen un suburgan o en un templo.Luego dijo en ruso: «No tengo másarmas». Yo le dije que al díasiguiente iría conmigo a Cobdo, yde allá a Rusia. Me contestó: «Sí,por supuesto que iré a Cobdo, peroahora estoy enfermo. En un mes merestableceré e iré». Insistí endejárselo claro: «Está ustedarrestado, y vendrá conmigo cuandoyo lo ordene».

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Durante nuestra conversación,oímos un tiroteo en el campo. Elcorneta Popov, acompañado pormedio centenar de cosacos, estabadesarmando a los duetos de laguardia personal de Dzhambi-geluny a otra gente fiel a él que nos habíaseñalado Zaganzhapov. El tiroteono duró mucho, y pronto se calmópor completo. Luego supe que nohabía habido pérdidas por nuestraparte; los mongoles contaron unmuerto y cuatro heridos. Al oír los primeros disparos, el

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cosaco que se encontraba detrás deDzhambi-gelun me dijo:«Excelencia, lleva algo en la mano,bajo la bata». El intérprete cogió aDzhambi-gelun por la manoizquierda, yo lo cogí por la derechay le ordené que se levantara;obedeció y una pequeña pistolaMauser cayó de su bata. La cogípara examinarla: en el cargadorhabía diez cartuchos, y un cartuchoen la recámara, el seguro estabaabierto...». Puso sobre la mesa un folleto tan

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gastado que se hubiera deshechocon una corriente de aire: laspáginas estaban arrugadas, lacubierta mugrienta y negra por losbordes, pero reconocí el libro en elacto: en mi infancia lo adoraba; unafamiliar viñeta asomaba por debajode la mugre de la cubierta: un ferozBóreas con los ojos desorbitadospor el esfuerzo, las mejillashinchadas para soltar una fuertecorriente de aire que se elevaba ennubes como humo al chocar contrael nombre del autor, N. Dobri, y

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contra el título: El misterio deldiablo de bronce. Esas palabras yla letra misma despertaron en mí undolor amargo. Orlov me mostró el sello de labiblioteca de la prisión de Astracánen la cubierta de guarda. —¿Lo ve? Robó este libro hacediez años, y desde entonces lo llevaconsigo. ¿Se imagina? ¡Tenía queencantarle ese librito paraestropearlo de tanto leerlo! —rió, yañadió—: aunque las aventuras dePinkerton o Nick Carter le habrían

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impresionado más. Empecé a pasar las hojasdecrépitas y grasientas. Habíapalabras, líneas, frases o inclusopárrafos enteros marcados a lápiz.Orlov se equivocaba: aquel librono lo leyó para divertirse. Sentí unavaga inquietud que crecía pormomentos, pero no pudecomprender el motivo antes detoparme con una nota: habíasubrayada una descripción de losestandartes guardados en el cuartelde la Sagrada Druzhina, con los

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cuales sus miembros saldrían a suúltimo combate contra «las fuerzasde destrucción». Bajo esosestandartes conseguirían el éxito,pues sobre los paños de sedablanca y dorada había amenazantesjeroglíficos mágicos que les iban aasegurar la victoria; eran de colorpardo, escritos no con pintura, sinocon sangre de los corazones de losesclavos de las tinieblas. Había algunas anotaciones a lápizal margen, y a veces con tinta: lasletras corrían de arriba a abajo,

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pero no pude definir el alfabeto. Aexcepción del tibetano, losmongoles tienen cuatro. —¿Qué pone aquí? —le indiquéuna de las notas marginales. Orlov dijo que no lo sabía, quehabía que preguntárselo a su mujer. —¡Masha, ven! —la llamó. Entróla señora Orlova. —Vamos, Mashenka —le dijoOrlov—, muéstranos lo que te haenseñado ese calavera de aduanaque viene los sábados. Lee, porfavor, lo que pone aquí.

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—¿No habla usted mongol? —dijo la mujer dirigiéndose a mí. —Pero no lo sé leer —contesté. Se puso los anteojos y tomó ellibro. Pasó medio minuto moviendolos labios sin decir nada, y luegoleyó en voz alta: «Chzhamsaran».Sentí un escalofrío. Las famosasletras de su nombre se extendían dearriba abajo a lo largo de unpárrafo donde se describía demanera detallada la estatua deldiablo de bronce aparecida antePutílov.

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—¿Y aquí? —le indiqué unabreve anotación al margen. Serefería a una mención de los«paladistas de Baphomet». Setrataba de la palabra manguis enplural, manguisi. El corazón me dioun vuelco, y pensé: ¡A ver! SiBaphomet no es otro queChzhamsaran, ¿cómo pueden susadmiradores ser manguisi, es decir,enemigos del budismo? Luego caíen la cuenta de que Dzhambi-gelunno había comprendido quiénes eranlos «paladistas». A su entender, el

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sentido de la palabra se convertíaen su contrario: creía que lospaladistas de Baphomet eran susenemigos, mientras que losdruzhiniki eran sus paladistas, quecustodiaban al ídolo de bronce, ycomo consecuencia, lo admiraban. Las demás notas eran análogas:breves nombres y nociones. Comoes lógico, el patrono celeste de laSagrada Druzhina se interpretabacomo Maidar; el terrestre, comoRigden-Dzhapo, la «guaridasubterránea», como parte del

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sistema global de laberintos deChambala, etcétera. «Losprotectores del fanatismo criminalde los altos funcionarios» que N.Dobri apenas había mencionado,tampoco pasaron sin ser anotados.De eso Dzhambi-gelun habríaconcluido que el suministro dearmamento ruso a Mongolia habíacomenzado gracias a las intrigas delos agentes de Rigden-Dzhapo enSan Petersburgo. Yo mismo, comoinstructor militar, había confirmadosu existencia, pero no sospechaba a

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qué voluntad me sometía yo y a quéfin estaban dirigidos mis esfuerzos. En la última anotación, más larga,que la señora Orlova sólo leyó yque tuve que traducir yo mismo, seexplicaba por qué Chzhamsaranasestaba justamente once golpes, nimás ni menos, cuando mataba a losmanguisi. A juicio de Dzhambi-gelun, ese número es el resultado dela suma de las «tres joyas» y loselementos de las «ocho vías» quepermiten salir del círculo de lareencarnación, y que simboliza la

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misericordia. Era como sumar colesy bueyes, pero no se paraba antesemejantes menudencias. Elresultado de ese ejerciciomatemático pudo verse en Bars-Khoto. Me acerqué a la ventana abierta yencendí un cigarrillo mientrasescuchaba a Orlov contar unarecepción oficial en casa de Jutujtacon motivo de la expulsión de loschinos de todo el territorio de Jalja.Estábamos a mediados deseptiembre y hacía calor, pero a

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diferencia de aquella tarde de mayoen que Vandan-beile me recitó allílos versos sobre la lluvia fuertecomo la suerte, anochecía mástemprano. Como aquella otra tarde,un coro de perros aullaba al bordedel barranco entre la embajada y elcementerio ruso. En tantos años, niun árbol se había aclimatado a laplaza abierta a todos los vientosmenos al del sur, y los montículosde las tumbas se amontonaban comopastelillos en el horno. Más allá, comenzaba la única

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calle del pueblo, poblado en sumayoría por los cocheros deSiberia. En esa calle, comenzaba lacarretera de Cjajta, y a lo largo deella había algunas casas con luz,donde se adivinaba la silenciosamole de Bogdo-ul. El resto delespacio visible estaba ocupado porun cielo estrellado de bellezasobrecogedora. Por algo Zudin lohabía llamado la mayor curiosidadde Mongolia; esa simaresplandeciente de constelacionesque saltaban continuamente me

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provocaba una sensaciónsupersticiosa de cercanía de algunafuerza superior engendrada portercera vez después de Atila yGengis Khan, para renovar la faz dela tierra. La noche anterior, comoahora, fumando un cigarrillo en laventana abierta y mirando la cúpulade Maidari-sun, blanca por la luzde la luna, y recordando lo vividoen Bars-Khoto, pensé que, de tenerla posibilidad de escoger, preferíaesa pesadilla sangrienta a lavulgaridad de una Europa que lo

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uniformaba todo. Pero ahora, lamúsica celeste de Urga sonaba amis oídos como una canción demoda que oía en un gramófono de lahabitación vecina. Los Orlov me dieron unas cartaspara que las entregara en Moscú ySan Petersburgo, me despedí deellos y me marché a hacer lasmaletas. Al día siguiente, salí paraUst-Cjajta con la intención de tomarallí el vapor para Verchneudinsk, ydesde allí seguir en tren. Salimos de madrugada. El pie de

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Bogdo-ul todavía estaba envueltopor la niebla, las cañadas sedespejaban y las laderas de álamosamarilleaban el fondo del verdorperenne de las coníferas como unaalegoría de lo mundano y loespiritual tatuada sobre el cuerpoatlético de la montaña sagrada. En cuanto dejamos atrás Gandan,la pendiente se suavizó; loscaballos doblaron el recodo algalope y Urga, con todos suspalacios y lugares sagrados, con susyurtas y fansas, desapareció de

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nuestra vista tras la cresta demesetas rocosas al sur de la ciudad.Lo último que vislumbré fue unganjir dorado sobre la flecha deltemplo de Mizhir Zhanraisig, encuya galería habían instaladorecientemente diez mil estatuas delbuda Ajuchi, protector de lalongevidad, pues se creía que lasestatuas prolongarían la vida deBogdo-Gheghen VIII hasta laentronización de Maidari y, de esemodo, el problema de la sucesión altrono se resolvería por sí solo.

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Todas las estatuas eran idénticas;no habían sido fundidas en laciudad china de Lanchjou,suministradora tradicional de esteproducto, sino en la fundición deAisenson, en Varsovia. Loshermanos Sanaev ya habían cantadoen sus versos la calidadincomparable de sus artículos.

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—Es extraño: soy escritorprofesional, pero nunca he oído

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hablar de él —dijo Safronov apropósito de Kamenski. —¿Cómo podría haber oídohablar de él? —replicó IvánDmítrievich—. Durante todos estosaños, no he visto ni una solamención en un periódico y ningúnlibro suyo a la venta. Ni siquieracon el seudónimo de N. Dobri. —¿Tan malo era? —No, en absoluto. A mi juicio,cometió el mismo error que supadre antes que él. Mjelsky había vuelto a la aldea

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desde hacía rato, y los dos sehabían sentado en un banco verdetodavía mojado por la lluvia de lanoche, para esperar el alba. IvánDmítrievich había mandado ponerdos bancos, uno cerca deldespeñadero para contemplar lacorriente de agua por la tarde; elsegundo, desde hacía tres años,estaba junto a la tumba de su mujer. —En un libro de Kamenski padre—siguió—, hay un episodio quecuenta que el autor está de visita encasa de un noyon mongol; prueba

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una sopa de tripa y se sorprende delo sabrosa que le parece. Entonces,manda a su cocinero preparar unasopa igual, pero no resulta tanaromática ni el caldo tan picante.¿Por qué? El dueño contesta que notiene ningún secreto, que antes deponer las tripas en el perol no hayque lavarlas tanto; una buena sopadebe contener un poco de mierda,con su permiso. Iván Dmítrievich alzó la voz paraque el ruido de los sauces agitadospor el viento no la cubriera. Las

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finas hojas comenzaron a temblardelatando sus reveses plateados,como peces en la red de pescar alllegar a la orilla. El sauce, que viveal borde de dos elementos de lanaturaleza, misterioso como unamujer, era su árbol preferido. Sobretodo desde la muerte de su esposa. En ese preciso instante, Safronovdecidió que la historia que habíaescuchado esa noche le sería útilpara una novela, y empezó a pensarcómo podría justificar su ausenciaen el manuscrito del próximo libro

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de memorias de Iván Dmítrievich.No sospechaba que no tendría queexplicar nada, pues, al cabo de dosmeses escasos, Iván Dmítrievichmoriría por una gripe complicadacon un edema pulmonar. Leenterrarían junto a su mujer en elcementerio de la aldea, a mediaversta de allí. Por fin amaneció. Safronovpensaba qué tren le sería máscómodo para regresar a SanPetersburgo, mientras miraba loscristales de la galería, bañados en

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luz irisada, los canalones nuevosdel tejado, hechos con un adelantodel editor, la chimenea reciénblanqueada con la veleta en formadel gallo. Tampoco sabía que, alcabo de un cuarto de siglo, esachimenea sería lo único quequedaría de la casa incendiada. * * * Safronov la volvió a ver en laprimavera de 1918. Junto a su sobrino cuarentón, tanabatido por la vida como él mismo,

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bajó aquel día del tren en unaestación que les gustó, cerca dePetrogrado, y pasaron el díatrocando ropa por alimentos. Alcaer la tarde, bajaron al Voljovpara asar unas patatas, y de repente,Safronov reconoció los sauces y loscampos de la otra orilla, pero sinpoder entender enseguida de qué lesonaban tanto. Al principio, sequedó sobrecogido ante lasemejanza entre aquel paisaje y elque tanto tiempo atrás habíahabitado, como si fuera un molde de

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algún extraño sueño que hablara deun refugio de hombres píos oculto alos simples mortales. Safronovsabía que aquello era presagio deuna muerte cercana, y le empezarona sudar las manos, hasta que depronto reconoció el paisaje delcuadro de Mjelsky que teníacolgado en la pared de sudormitorio. Comieron las patatascon requesón y pan campesinoagrio. Pensaron que pernoctar en laestación sería más peligroso quehacerlo allí. Su sobrino se quedó

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dormido abrazado al saco depatatas, y Safronov escaló lapendiente y cruzó el jardín deárboles desnudos que en nadaparecían manzanos; tropezando enlos restos de los cimientos, vio lascenizas de una columna de ladrilloy un gallo de hierro en medio de ladesolación que ya no era capaz dediferenciar la puesta de sol delalba. Permaneció allí hasta elanochecer, luego tomó el camino devuelta, muy tapado, orientándosepor la orilla y susurrando: «Cuando

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todo se cubre por la oscuridad y nohay nada que me recuerde a ti, terecuerdo...». * * * Al cabo de una semana de aquellaexpedición en busca de alimentos,se detuvo delante de unguardacantón de carteles donde seexhibían las noticias del comitécentral ejecutivo soviético. Leyóque había llegado a Petrogrado unadelegación «de lamas mongolescercanos a los nómadas obreros,

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defensores del budismorevolucionario»; los delegados sehabían dirigido al gobierno de laRusia Soviética pidiendo ayuda ensu lucha contra la «reaccionariasoldadesca china, que en laspersonas de los generales SuiChichzhen y Go Sunlin habíaocupado las regiones del este deJalja y abrigaba el plan de atacarUrga y liquidar la autonomía deMongolia Exterior». Un poco más abajo, otra noticiadecía que los miembros de la

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delegación habían inaugurado uncentro provisional de propagandaen la avenida Camenpostrovsky,cerca del Circo Moderno, dondeexplicaban sus ideas a todos losque lo desearan. Al día siguiente, Safronovdistinguió un pendón de seda rojacon una esvástica negra y supusoque sería la bandera del budismorevolucionario; debajo, estaba elhabitual puesto de mercancías conun alero de madera contrachapadacolocado sobre cuatro columnitas

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adornadas por cintas de colores yflores de papel. A la izquierda,sobre el mostrador, había una granestatua del Buda Chaqujamuni; erade bronce plateado, pero no maciza,sino hueca, a juzgar por el ruidoque hacía cuando recibía lasráfagas de viento del golfo. La otra mitad del puesto estabacubierta por un fresco pintado amano, fijado por clavos y extendidoentre el poste delantero izquierdodel alero y el mostrador por el ladode la avenida. El dibujo

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representaba un banquete de unosdiez o doce mongoles sentados enfila y de cara al público, como escostumbre durante los banquetes.Safronov se fijó en que, a medidaque se alejaban del centro, lospersonajes se hacían menos altos ygordos, pero ganaban enexpresividad, aunque el estilo eraprimitivo; las proporciones no seobservaban, las sombras estabanpintadas como si la luz cayerauniformemente desde todos lospuntos del espacio, y cada contorno

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estaba perfilado con un único color.Pero cuanto más observaba elfresco, tanto más lo impresionaba elexcepcional brillo de las pinturas:todos los errores anatómicospalidecían ante aquel resplandor, yla capacidad de distinguir tonos ymatices no parecía ya tanimportante. El lugar del banquete era unatienda espléndida, abierta hacia losespectadores como un decorado deteatro. Estaba cubierto por unaniebla dorada, alumbrado por el sol

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y la luna —los padres del pueblomongol—, y entoldado por un pañoamarillo y rojo que colgaba de laparte alta. La tienda simbolizaba lapresencia de la divinidad o lodivino de los presentes, sentados enalmohadones con aires deimportancia, los pies recogidos ysin mirarse unos a otros. Delante deellos, había una mesita baja, yencima unas copas con kumís yjorsa, tazas con té, carne humeante,montones de bizcochos, queso seco,pasas, dátiles y nueces. Junto al

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puesto había tres lamas inmóviles,vestidos con los trajestradicionales. Un marinero con unfusil, que debía de ser su guardián,iba de un lado a otro. El cuartomiembro de la delegación era unmongol, o más bien un buriato, demediana edad, que no perteneceríaa los lamas revolucionarios, puesiba vestido con traje de lustrina,camisa y corbata, y explicaba sinningún acento a un grupo depapanatas que el cuadrorepresentaba a los grandes héroes

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nacionales de Mongolia. —En el centro está Gengis Khan—dijo, señalándolo con un lápiz—,a su derecha está Jubilay, luegoestán Julagu, Abatai... —¡Camarada Zudin! —lo llamóel marinero para preguntarle lahora, y Safronov reconoció elnombre enseguida. —A la izquierda de Gengis Khanse puede ver a Amursan deDzhungar, Undur-GheghenDzanabadzar, Togtojo-gun,Macsarzhav, Naïdan-van.

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—¿Dónde? —se interesóSafronov. —¿Por quién pregunta? —Por Naïdan-van. —Aquí está —Zudin indicó unafigurita en el extremo izquierdo delcuadro, con un sombrerito con dosplumas de pavo real. Mientrastanto, los lamas empezaron a cantartocando unas campanillas. Susvoces y el sonido melodioso delbronce ofrecían un contrasteagradable a las voces cercanas delCirco Moderno, donde se celebraba

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un mitin más. —¿Están rezando? —preguntóSafronov. —Sí. —¿Por qué? —Por una vida mejor para todosnosotros. Si quiere, se lo puedotraducir —se ofreció Zudin. Según su traducción, cantabanmás o menos lo siguiente: Que desaparezca todo mal queobstaculiza el cuerpo, el espíritu yla palabra de las torturas del

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nacimiento, la vejez y la muerte. Que desaparezca todo mal queobstaculiza la virtud, que acarreasufrimientos y desgracias, a lacabeza de los cuales están lasenfermedades de las gentes de estemundo, las enfermedades delganado, las disputas, las querellas ylos disturbios. Que desaparezca todo mal queobstaculiza el crecimiento de lassemillas y las raíces, y laabundancia de néctar de frutas yplantas campestres.

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Que desaparezca todo mal queobstaculiza la buena fama, laabundante descendencia, losamigos, el ganado y los trastosdomésticos. Que desaparezca todo mal queobstaculiza el incremento de laleche, la manteca y el requesón... Hacía frío, soplaba un vientopenetrante, la vida se acercaba a sufinal, pero Safronov escuchaba conuna sonrisa, recordando el mesentero que desayunó requesón y

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crema agria en la casa en la orilladel Voljov. A Iván Dmítrievich legustaba el requesón.

notes

[1] Uno de los últimos khansindependientes de Jalja (finales delXVI-principios del XVII). (N. deSafronov.) [2] Del nombre del partidoJomindan. (N. de Solodovnikov.) [3] La Druzhina era un cuerpo de

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guardia de la Rusia feudal cuyosmiembros juraban fidelidad alsoberano. (N. de Solodovnikov.) [4] Tipos de seda. (N.deSolodovnikov.) [5] Criaturas demoníacasadversarias del budismo. (N. deSolodovnikov.) [6] Sopa de guisantes. (N. deSolodovnikov.) [7] El zar blanco, nombre que danlos pueblos orientales al zar deRusia. Aquí se hace referencia anuestra entrega militar al gobierno

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mongol, que todo el mundo conocedesde hace tiempo. (N. deSolodovnikov.) [8] Iván Dmítrievich se equivoca:el Tribunal de Conciencia fuederogado en 1862. (N. deSafronov.) [9] Carta a P.V. Annenkov. ( N. deSafronov.) [10] Véase N. Chtcherban,«Treinta y dos cartas de I. S.Turgueniev», El mensajero ruso,1890, n. 7. (N. de Safronov.) [11] Príncipe de segundo grado.

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(N. de Solodovnikov.) [12] Solodovnikov exponíabrevemente el contenido en lospárrafos siguientes, que yo hesuprimido por razones obvias. (N.de Safronov.) [13] Literalmente, «el fusil delbuey», el nombre con que losmongoles designaban a la artillería.Puesto que sus caballos no tienenbastante fuerza para tirar de loscañones, las piezas de artilleríasiempre han sido transportadas porbueyes. (N. de Solodovnikov.)

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[14] Madre en mongol. (N. deSolodovnikov.) [15] Camellos en mongol. (N. deSolodovnikov.) [16] «Brujería» en mongol. (N. deSolodovnikov.) [17] Divinidad chino-tibetanaprotectora de las gentes instaladasen Manchuria. (N. deSolodovnikov.) [18] Príncipe de Jalja, segúnalgunos ejecutado y según otrosmuerto bajo tortura en Bars-Khoto,adonde lo habían llevado desde

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Urga el invierno anterior, pues loschinos exigían su capitulación. (N.de Solodovnikov.)