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El pianista James Rhodes fue un niño feliz. Hasta los seis años. A esa edad empezaron los abusos sexuales en el colegio. Con la vida adulta llegaron los psiquiátricos, las drogas, el alcohol. También la música, que siempre ha acudido a su rescate.El británico ha escrito sobre el poder sanador de los compositores clásicos y su traumático pasado en un polémico libro, ‘Instrumental. Memorias de música, medicina y locura’, que ha protagonizado uno de los juicios más importantes de la historia reciente de la industria editorial.
Bach mesalvó la vida
P O R P A B L O G U I M Ó N F O T O G R A F Í A D E P E D R O Á LV A R E Z
James Rhodes
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Mucho antes de conver-
tirse en un concertista
de piano de fama inter-
nacional, mucho antes
de protagonizar uno
de los juicios más im-
portantes de la histo-
ria reciente de la industria editorial, James
Rhodes era “un niño lleno de vida”. “Lo que
recuerdo es que era feliz”, explica, recurrien-
do a la tercera persona, de tan lejos que le
queda hoy aquel niño. “Le gustaba la música,
le gustaba bailar, ver la tele… Un poco rarito,
un poco sensible, pero era un chico normal.
Y, de repente, fue como pasar del tecnicolor
al blanco y negro”.
Quien empujó a Rhodes a lo que él llama
la versión autómata de sí mismo fue un pro-
fesor de gimnasia llamado Peter Lee, que le
violó repetida y salvajemente desde los seis
a los diez años, en un cuartucho sin ventanas
de un colegio londinense.
“¿Queréis saber cómo arrebatar a un niño
todo lo que le hace ser niño? Folláoslo”, resu-
me Rhodes.
Lleva montado desde entonces en una
montaña rusa. Sumido en una lucha de fuerzas
que le llevan a sobrevivir y a destruirse. Inten-
tos de suicidio, internamientos en hospitales
psiquiátricos, drogas, autolesiones. Tocar el
piano, agarrarse a la música como una tabla de
salvación. Forrarse en la City, arrastrarse por
los bajos fondos de Edimburgo. Tener un hijo.
Amar incondicionalmente. Caer, levantarse,
volver a caer y levantarse de nuevo, con la ayu-
da de la música.
Hoy, a los 40 años, James Rhodes es feliz.
Aunque sabe que nunca podrá cantar victoria,
que está siempre “a dos malas semanas de dis-
tancia de un pabellón cerrado”.
Tardó 30 años en contar su historia, pero,
al fi nal, lo ha logrado. “Lo peor del abuso, peor
incluso que el acto físico, que es durísimo, es
lo que pasa cuando el pedófi lo te traslada el
mensaje de que no puedes contárselo a nadie”,
relata. “Todos lo hacen. Así te convierten en
cómplice del abuso. Porque al día siguiente o
a la semana siguiente, cuando estás con él de-
lante de otra gente y sonríes, y fi nges que todo
es normal porque tienes que hacerlo, porque
es tu profesor, o tu padre, o tu cura, o tu tío,
entonces te conviertes en un accesorio. Eres el
cómplice de un crimen. Y si lo haces durante
el sufi ciente tiempo, acabas sintiendo que es
tu culpa. Tuviste oportunidad de hacer algo,
no lo hiciste, y ahora es demasiado tarde. Esa
es una responsabilidad horrorosa, terrible
para cargársela a un niño”.
Rhodes ha escrito un libro en el que
cuenta su experiencia. Instrumental. Memo-
rias de música, medicina y locura es un relato
estremecedor sobre las consecuencias de los
abusos sexuales a un niño, pero también so-
bre las virtudes sanadoras de la música, que
ha acudido a su rescate siempre que ha toca-
do fondo.
El libro, que publica ahora en español
Blackie Books, se ha traducido a 15 idiomas
y se ha convertido en un pequeño fenómeno
editorial. Pero el solo hecho de que haya lle-
gado a las librerías tiene algo de milagroso. Y
no solo porque, durante algunos momentos
de su biografía, pareciera insensato albergar
la esperanza de que Rhodes llegara a los 40.
Su exmujer le demandó para impedir que
la autobiografía viera la luz, temerosa del
efecto que podría causar su lectura en el hijo
de ambos. La denuncia dio pie a 14 meses
de agrio litigio, después de que el tribunal de
apelación dictara una orden que impedía a
Rhodes no solo publicar su libro, sino contar
su historia en cualquier otro medio.
Él desafi ó la decisión ante el Supremo y,
el pasado 20 de mayo, ganó. El Alto Tribunal
levantó la prohibición argumentando que
“la libertad de contar la verdad es un dere-
cho básico al que la ley otorga una muy alta
protección”. El veredicto que puso fi n al me-
diático juicio –en el que Rhodes estuvo apo-
yado por amigos famosos como los actores
Benedict Cumberbatch o Stephen Fry– fue
saludado como un hito en la defensa de la
libertad de expresión.
Cinco meses después del veredicto, James
Rhodes sigue emocionado cuando charla con
El País Semanal en un impersonal pisito del
oeste de Londres al que acude por las tardes
a tocar el piano. Su cuerpo menudo se mue-
ve de atrás adelante en la silla y sus ojos, tras
las gruesas gafas de pasta, se clavan en los de
su interlocutor. “Ha sido aterrador”, confi esa.
“No era solo el libro. Si llegan a haber ganado,
no habría podido ni hablar ni escribir sobre
ningún aspecto de mi pasado en ningún lu-
gar del mundo. Ni en Twitter, ni en Facebook,
ni en mis conciertos, ni en las entrevistas. En
el mundo editorial ha sido quizá el caso legal
más importante de los últimos cien años. Si
no hubiéramos ganado, habría un precedente
legal para retirar cualquier obra que a alguien
no le gustara con el pretexto de que podría da-
ñar a un tercero”.
El libro no escatima en detalles, como de-
muestra este fragmento citado en la sentencia
del Supremo: “Abusos. Menuda palabra. Vio-
lación es mejor. Abusar es tratar mal a alguien.
Que un hombre de cuarenta años le meta la
polla por el culo y a la fuerza a un niño de seis
años no se puede considerar abuso. Es mu-
chísimo más que un abuso. Es una violación
con ensañamiento, que provoca múltiples
operaciones, cicatrices (internas y externas),
tics, trastorno obsesivo-compulsivo, depre-
sión, ideación suicida, enérgicos episodios de
autolesiones, alcoholismo, drogadicción, los
complejos sexuales más chungos, confusión
de género, confusión sexual, paranoia, des-
confi anza, una tendencia compulsiva a men-
tir, desórdenes alimentarios, síndrome de es-
trés postraumático, trastorno disociativo de
la personalidad (un nombre algo más bonito
que le han puesto al síndrome de personali-
dad múltiple), etcétera, etcétera, etcétera”.
Hoy James Rhodes vive en Londres con su
segunda mujer, de la que dice estar profunda-
mente enamorado. Su hijo, de 12 años, vive en
otro país con su madre. Se ven varias veces al
año y se comunican semanalmente por Skype.
–¿Teme el momento en que su hijo decida
leer Instrumental?
–Si me busca en Google verá rápidamente
todo. Pero yo prefi ero sentarme con él y de-
cirle que esas cosas que aprende en el colegio
sobre extraños, sobre pedófi los, me pasaron a
mí cuando era más joven. Que no hablé de ello
porque pensé que mejoraría las cosas, pero de
hecho las empeoró. Que ya de adulto ingresé
en un hospital y ahora me va muy bien, ¿no
es eso genial? Ese es el mensaje que me
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JAMES RHODES. BACH ME SALVÓ LA VIDA
D O B L E PÁG I N A A N T E R I O R Tardes de piano. James Rhodes, fotografi ado en su estudio del oeste de Londres.
“La música es la más profunda de las artes. Hace las
cosas mejores, más manejables. Es una
gran evasión”
“La vergüenza es el mayor y más peligroso
legado del abuso sexual. Ha sido muy
incómodo escribir este libro, que sepan cosas
tan íntimas”
300 años después de que Bach la escribiera.
Y le garantizo que en 300 años más la segui-
remos oyendo y diremos: ‘¡Cómo es posible,
cómo ha podido alguien escribirlo!”.
A Rhodes se le suele describir como auto-
didacta, lo cual no es del todo exacto. Pero su
formación, desde luego, no es la habitual en
un concertista de piano. Empezó a tocar en un
internado al que fue a los 10 años, convertido
en un niño de lo más raro que tenía tics conti-
nuamente, se hacía pis en la cama, estaba ido
y parecía extraño. “El piano estaba en un cuar-
to con una puerta que podía cerrar”, recuerda.
“Estábamos solo el piano y yo, era seguro. Era
una gran manera de esconderme, de escapar-
me, de ser yo mismo en mi pequeño mundo”.
Empezó a ir a clases y, a los 18 años, le
ofrecieron una beca para estudiar piano en la
Guildhall School. Pero él la rechazó. “Me falta-
ba la técnica y, además, mis padres se negaron
en redondo”, aclara. “Qué espantoso es tener
una pasión que dicta cada segundo de tu vida y
carecer de la valentía moral para desarrollarla”.
gustaría transmitirle, más que el de que esto
nunca pasó, que no es posible hablar de ello.
No podemos simplemente silenciar temas
sobre los que es difícil hablar. Esto puede ser
un estímulo para que los jóvenes hablen de
cómo se sienten, de las cosas que les resultan
difíciles.
–¿Qué hará usted cuando lo lea?
–Siempre lo he escrito pensando, en el
fondo de mi mente, que en algún momento
lo leería. No querría que lo leyera y me odiara,
claro que no. Pero si lo lee, me gustaría que
nos fuéramos juntos a cenar y tuviera la opor-
tunidad de decirme: “¿Sabes qué, papá? Estoy
furioso, ¿cómo puedes haber hecho esto?”. O
al revés: “¡Esto es fantástico!”. Sienta lo que
sienta, espero que pueda hablarlo conmigo.
–¿Le bastaría con eso?
–Sí. Qué cosa más maravillosa poder de-
cirle a tu chico: “Puedes odiarme, puedes
estar furioso conmigo, que yo aquí seguiré,
seguiré pagando tu puta hipoteca, seguiré
asegurándome de que no tengas que hacer
un trabajo que odias. Lo entiendo perfecta-
mente, puedes estar todo lo cabreado que
quieras, pero nada podrá impedir que te
quiera. Nada. Es imposible. Es un puto im-
perativo biológico que vas a ser la cosa más
importante para mí en la vida. Para siempre.
Fin de la historia”.
En Instrumental, entrelazado con la na-
rración del trauma y sus consecuencias, está
el relato de cómo Rhodes aprendió a amar la
música, y de cómo esta ha iluminado la oscu-
ridad que se apoderó de su vida en aquel cuar-
to sin ventanas del gimnasio escolar. “La mú-
sica es la más profunda de las artes. Cuando
la escucho, no pienso. Conjura las imágenes,
los sentimientos, libera dopamina. La música
hace las cosas mejores, más manejables. Es
una gran evasión”.
La música llamó a su puerta cuando tenía
siete años, en forma de una casete que con-
tenía la chacona para violín solista en re me-
nor de Bach, transcrita para piano por Busoni.
Esa cinta, escuchada en bucle en su walkman
Sony, se convirtió en su refugio. “En la música
pop, la mayoría de las veces hay una emoción
a lo largo de toda la pieza: una canción triste
o una canción muy animada y feliz”, explica.
“Pero la música clásica es diferente. Esta pieza,
en el transcurso de 15 minutos, te lleva por to-
das las emociones. Yo ni siquiera las había ex-
perimentado hasta que la conocí. Esta música
es infi nita, inmortal. Por eso la escuchamos
En lugar de eso, se matriculó en la Univer-
sidad de Edimburgo. Pasó allí un año lleno de
alcohol y drogas, que condujo a su primer in-
greso en un psiquiátrico. Después se trasladó
a París, donde permaneció limpio y trabajó en
un Burger King. A su regreso a Inglaterra, aca-
bó metido en la City londinense, ganando mu-
cho dinero y casándose con la madre de su hijo.
Durante ese paréntesis musical de 10 años,
Rhodes estuvo relativamente estable, pero se
sentía tan infeliz que tuvo que volver al piano.
Con la arrogancia propia de la City, mandó
una botella de un carísimo champán a Franco
Panozzo, agente de su admirado Sokolov, y
le ofreció ser su socio en Londres. Quedaron
en casa de Panozzo y, cuando este le vio to-
car el piano, le dijo que no podía dedicarse a
representar a otros: él debía ser concertista
de piano. A continuación le organizó unas
clases con el reconocido profesor Edoardo
Strabbioli en Verona.
Rhodes se convirtió en el primer pianis-
ta clásico en fi rmar un contrato con una de
las majors de la música. Ha publicado cinco
discos, con nombres tan poco clásicos como
Cuchillas de afeitar, pastillas pequeñas y pia-
nos grandes (2009) o Ahora podrían por favor
todos los freudianos echarse a un lado (2010).
Colabora en distintos periódicos británicos y
ha protagonizado diversas series documenta-
les sobre música para la televisión.
Entre todo ello tuvo un hijo. Lo más feliz
que le ha sucedido, pero, al mismo tiempo,
el detonante de que los “ecos” de su pasado
se volvieran “chillidos”. “Nunca lo olvidaré”,
rememora. “Te sientas con tu mujer embara-
zada y nadie te dice: ‘Por cierto, si tiene usted
una historia de abusos, prepárese’. Cuando
nace te das cuenta de que eres capaz de amar
incondicionalmente. Me tiraría delante de un
autobús sin pensarlo para salvar a esa criatura.
No hay nada más poderoso que ese amor. Lo
miras y piensas: ‘Joder, cómo puede una per-
sona hacer a alguien de este tamaño lo que me
hicieron a mí’. No pude procesarlo. Y luego
vino el miedo de que pudiera pasarle a él. Casi
me mató”.
Más o menos cuando su hijo llegó a la edad
que tenía él cuando empezó a sufrir abusos,
Rhodes empezó a autolesionarse: en el libro
describe con perturbador detalle los cortes
que se hacía con las cuchillas de afeitar. “En
20 años no he tomado ni una copa ni me he
drogado”, asegura. “Pero la adicción que más
me ha costado superar es la de las autolesiones.
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JAMES RHODES. BACH ME SALVÓ LA VIDA
Al rescate. En el interior del brazo, antes cubierto de cortes, Rhodes luce un tatuaje con el nombre de Rachmaninov en caracteres cirílicos.
Es una epidemia, sucede en todo el mundo, en
todos los estratos sociales. Afortunadamente
también lo he dejado”. En el interior del bra-
zo, que antes siempre se preocupaba de cubrir,
ahora tiene tatuado el nombre de Rachmani-
nov en caracteres cirílicos, como si el composi-
tor hubiera acudido, una vez más, en su auxilio.
Cada capítulo del libro lo abre una pieza
musical –todas se pueden escuchar en una
lista de Spotify creada por el autor–, con unas
pinceladas sobre la vida de cada compositor.
“Es importante acabar con ese mito de que to-
dos esos compositores estaban locos”, defi en-
de. “Aparte de Schumann, que era bipolar, la
mayoría no eran enfermos mentales. A veces
tenían depresiones o cambios de humor. Pero
compusieron a pesar de ello, no debido a ello.
Es importante ese mensaje. La creatividad
es señal de salud mental, no de enfermedad.
Odio esa idea del artista loco en el ático escri-
biendo en las paredes con su propia mierda.
Es mentira. Es Hollywood”.
Su actual mujer, su hijo, la música y los abu-
sos. Cuando Rhodes enumera los hechos que
han marcado su vida, encuentra motivos para
el optimismo. “¡Tres de cuatro son buenos!
¡Un 75%! Eso es genial”, bromea. “La música,
vivo rodeado de ella. Mi hijo, pienso cada día
en él, y hablamos siempre que podemos, él es
un milagro. Y Hattie [su mujer], intento ser el
mejor marido y siempre me quedo corto”.
–¿Por qué tardó tanto en contar su historia?
–La vergüenza es el mayor y más peligro-
so legado del abuso sexual. Sigue ahí, ha sido
muy incómodo escribir el libro. Darte cuenta
de que, cuando vas en el metro y alguien te
reconoce y ha leído el libro, sabe cosas muy
íntimas de ti. Pero siento que ahora estoy en
un lugar lo sufi cientemente sólido como para
pagar ese precio, para sentir esa vergüenza.
–¿Por qué cree que es importante alzar la
voz?
–Estoy tan harto de abrir los periódicos y
leer sobre pedófi los. Me pareció importante
salir y decir: mirad, esto me pasó a mí, y así es
como salí. No es fácil. Supongo que sería más
sencillo hacer como si nunca hubiera ocurri-
do. Pero yo no podía vivir conmigo mismo si-
lenciando eso.
–Peter Lee murió sin haber leído el libro.
–La primera vez que hablé sobre esto en
una entrevista, una profesora del colegio lo
leyó, ató cabos y fue a la policía. Gracias a su
testimonio encontraron a Lee y lo detuvieron.
Era profesor de boxeo para niños a tiempo
parcial. ¿Qué podría haber pasado si no hu-
biera contado esta historia? �