el pedazo de atmósfera & el mono de los dedos de cristal

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FEDERICO MANUEL PERALTA RAMOS EL PEDAZO DE ATMÓSFERA Una vez, hace dos años, Federico Manuel Peralta Ra- mos se compró un toro. "Fue en la Rural, yo no tenía un mango. Era .bellísimo, un charoláis, blanco. Yo lo quería exponer, como arte vivo; fui al Fondo Nacional de las Artes, a gestionar un crédito para pagarlo... al toro. Pero me lo negaron. Entonces mi hermano Gui- do, el Caballero del Mar, fue a Bullrich y anuló la com- pra. Y el año pasado, un italiano expuso un toro en la Bienal de Venecia, y ganó el primer premio. Siempre lo digo: En Buenos Aires se confunde talento con lo- cura.” Cuarenta años, y ya no es tan gordo; tiene, más bien, pinta de gordito que adelgazó. Su fama se expande de boca a boca —"no, creo que de boca a oreja, ¿no te parece?"—, y tal prestigio no se debe tanto, precisa- mente, a su múltiple y dispersa actividad más o menos artística. Como miles de argentinos saben —"cientos de miles me conocen”— Federico fue artista plástico —"hacía metaplástica, pero ya no creo más en la pin- tura”—, fue poeta, también cantante, y actor —"con Tato Bores”— y showman en reductos varios donde iba a pensar en voz alta; sin embargo su nombradía se asienta, mejor, en su enaltecedora condición de perso- naje, de bien público, de "pedazo de atmósfera” —tal el título de su guajiro, que, penosamente, ya no se en- cuentra en disquerías ni farmacias— que deambula y piensa por una ciudad a la que quiere, y comprende, y recrea como nadie. O mejor, como algunos pocos como él, "tipos que no tienen nada que ver con nada ni con nadie”, integrantes de una bohemia que persiste, a pesar de los terribles embates la “mediocracia”. 161

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Cuentos argentinos de Federico Manuel Peralta Ramos & Enrique Villegas.

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Page 1: El pedazo de atmósfera & El mono de los dedos de cristal

FEDERICO MANUEL PERALTA RAMOS

EL PEDAZO DE ATMÓSFERA

Una vez, hace dos años, Federico Manuel Peralta Ra­mos se compró un toro. "Fue en la Rural, yo no tenía un mango. Era .bellísimo, un charoláis, blanco. Yo lo quería exponer, como arte vivo; fui al Fondo Nacional de las Artes, a gestionar un crédito para pagarlo. . . al toro. Pero me lo negaron. Entonces mi hermano Gui­do, el Caballero del Mar, fue a Bullrich y anuló la com­pra. Y el año pasado, un italiano expuso un toro en la Bienal de Venecia, y ganó el primer premio. Siempre lo digo: En Buenos Aires se confunde talento con lo­cura.”

Cuarenta años, y ya no es tan gordo; tiene, más bien, pinta de gordito que adelgazó. Su fama se expande de boca a boca —"no, creo que de boca a oreja, ¿no te parece?"—, y tal prestigio no se debe tanto, precisa­mente, a su múltiple y dispersa actividad más o menos artística. Como miles de argentinos saben —"cientos de miles me conocen”— Federico fue artista plástico —"hacía metaplástica, pero ya no creo más en la pin­tura”—, fue poeta, también cantante, y actor —"con Tato Bores”— y showman en reductos varios donde iba a pensar en voz alta; sin embargo su nombradía se asienta, mejor, en su enaltecedora condición de perso­naje, de bien público, de "pedazo de atmósfera” —tal el título de su guajiro, que, penosamente, ya no se en­cuentra en disquerías ni farmacias— que deambula y piensa por una ciudad a la que quiere, y comprende, y recrea como nadie. O mejor, como algunos pocos como él, "tipos que no tienen nada que ver con nada ni con nadie”, integrantes de una bohemia que persiste, a pesar de los terribles embates la “mediocracia”.

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"Se confunde talento con locura, sí, pero pienso que el que se va de Buenos Aires se atrasa, por eso no me voy", dice, y con la mirada uno lo interrumpe: él lee, entonces, que los ojos del cronista piden la ampliación del desconcertante concepto. "Porque es la gran ciu­dad latinoamericana, y Latinoamérica es la tierra del futuro, Europa tiene muerte cultural, la metafísica nuestra* se va a imponer. Y yo intuyo que en la década del '80 vuelve, a Buenos Aires, la creatividad. . . se abren las puertas del acuario en el tercer milenio. . . " Y bebe otro sorbo de leche caliente, para proseguir: "La otra noche, cuando fui al Luna Park a escuchar a John Mac Laughlin, me di cuenta que está gestándose el Hombre Nuevo Argentino; es más sutil, sensible, in­teligente y creativo. Yo soy transicionista, entre el Nuevo Mundo y el Viejo, y los nuevos son postransi- cionistas. Los transicionistas denuncian la mediocra- cia, los postransicionistas la anuncian. En definitiva, la nueva identidad será metafísica, no^ conectaremos con el firmamento interno, con el endocosmos, la mirada hacia adentro".

Federico es un "cosmólogo metafísico", es decir, está "capacitado para percibir la eternidad en la cotidianei- dad", porque, aunque parezca poesía, "yo leo lo inad­vertido, leo el inconsciente”. Ya vencido por la intriga, a merced de sus increíbles poderes, el cronista le ruega que le lea lo inadvertido que tiene. Entonces Peralta Ramos desparrama un cacho de metafísica, que emerge desde la profundidad de sus ojos color del ser, y dice: !'Vos tenés un gran problema de identidad, sos un anti­todo, no tenés afinidad espiritual con nadie, no tenés nada que ver con nada. . . sólo con tipos como yo, como Facundo Cabral, o Pancho Muñoz, o Andralis. De tipos como nosotros surgirá la nueva identidad, a lo mejor me toca ser el ideólogo, pero yo no soy político, soy metafísico", aclara, mientras llama al mozo para pe­dirle un "vaso de soda y un plato con aceitunas", pues él no fuma ni bebe alcohol, y el cronista, espiritual­mente desafinado, ya no sabe qué hacer para resistirse a la virtual dependencia de este ser superior.

"No, Rocamora, la superioridad irrita, yo sólo soy

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un ser psicodiferente, es decir, yo no soy un hombre común, mi cerebro provoca cortocircuitos, dice un amigo. Y otro dice* que soy un ‘maestro de ser feliz en la desesperación', alguien que puede enseñar a ser feliz en un mundo plagado de obstáculos."

Pobre Federico, ahora viene de un fracaso, aunque él lo llama "misión cumplida”. Intentó imponer, en el Florida Garden, un Templo de la Bohemia, acaso para recrear aquella mitológica y cercana época del Bar Mo­derno, cuando la recorrida de lúcidos ocurría desde el Moderno al Di Telia y viceversa. "Mi trabajo en el Garden ya se acabó, lo quise doblegar pero no pude, es un lugar despiadado." Por eso ahora puede vérselo "trabajando" pór la Galería del Este, "como desparra­mando mi metafísica interior y deambulando”; o, por las noches, en La Paz, donde va a "conversar de meta­física con Pepito García Martínez".

Se psicoanaliza desde hace doce años, casualmente desde la temporada en que fracasó la adquisición del toro; "trabaja" demasiado con el pensamiento y mesu­radamente con su cuerpo y su tiempo, lo mantiene su "papá, pero muy poco”. Es que no es muy fácil ser psicodiferente, no cualquiera.

"La gente distinta sufre mucho porque no se integra nunca”, y entonces uno se conmueve, piensa en mar­ginales dramones de inadaptación, incomunicación, afectos, en soledades de hierro a pesar de haber "na­cido tan querible”, en tristezas y ciclotimias y . .. "No creas, yo les gusto mucho a las minas”, dice de pronto, tal vez por leer lo inadvertido. Sin embargo, aún, no se incorporó —ni piensa— a las exaltadas huestes del casorio. "Si apenas puedo conmigo mismo. . . así que nunca podré formar un hogar; lo acepto, es una limi­tación”, confiesa, y el cronista decide poner punto final; sin embargo, Federico saca el punto, lo tira lejos, y dice: "Acordate siempre, 'serás lo que debas ser y dejate de . . . de embromar'. Querer nunca fue poder, y la frase 'persevera y triunfarás', ya lo demostró Bal- bín, es falsa”. Y se levanta ahora, y no va hacia el baño: va a recoger el punto final. Lo levanta cuidado­samente, lo trae, lo entrega, y dice: "Ponelo".

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ENRIQUE VILLEGAS

EL MONO DE LOS DEDOS DE CRISTAL

“Yo no entiendo por qué razón vienen a hacerme re­portajes a mí. Digo una cosa, ¿por qué mejor no van a preguntarle al albañil de enfrente cómo hace para llegar a fin de mes?" sugiere, a modo de recibimiento, el señor Enrique Villegas. "En serio”, agrega, con cier­ta desordenada velocidad, mientras introduce una gran factura en el té con leche, recién servido por una ami­ga. "Yo no me hice famoso con la música, sino con los reportajes”, confiesa. "Ahora camino por Corrien­tes y todos me saludan ¡chau, Mono!, y se comentan; ése es el mejor pianista de la Argentina, el Mono Villegas, aunque jamás me hayan escuchado tocar."

Si uno lo mira con detenimiento comprobará por qué lo llaman el Mono. “Será porque imito demasiado a los seres humanos”, ironiza. Es "músico de raza, pia­nista de nacionalidad", porteño, tiene 64 años y supo conservarse, para bien o para mal, soltero. "Las muje­res que quise siempre se casaron con otros. Y no quise tener descendencia, si apenas podía mantener­me yo.”

No fuma, no bebe, pero va casi todas las noches al cine. Vive de sus conciertos, "con uno tiro más de un mes, ahora pregúntale a mi secretaria, cuando venga, ella sabe más que yo dónde tengo que ir”, pasa la ma­yor parte del día en su departamentito alquilado, de la calle Ecuador, donde vive acompañado por su piano, del que salen maravillas. Vivirá ahí unos pocos días más, porque obligatoriamente deberá mudarse: no sabe aún adonde irá a parar con su piano, sus libros y su desbordante hedonismo; sin embargo, en apariencias, lo

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que más le preocupa a este artista es el presente, aun­que tiene sus complicaciones, claro. "Lo embromado del presente es que muy pronto se convierte en pasado. Y el futuro es siempre incierto: el único futuro es la muerte."

El Mono habla a "rolete”. Una palabra conduce a otra y un tema a otro y las ideas, como ingeniosos duendes, brotan deshilvanadamente, para provocar un discurso sabio, entretenido, divertido. Porque el Mono Villegas es, ante todo, un gran conversador, y sin recu­rrir a calificativos exagerados, afirmemos sencillamente que se trata de un hombre —un artista— culto. Que supo asimilar lo que leyó y experimentó: su discurso es la suma de esas lecturas y experiencias, que asimi­ladas sirven para razonar —y proponer— por su propia cuenta. Y cuando ejecuta música sucede algo similar: su personalidad musical es la suma de todas sus in­fluencias, así se llamen Duke Ellington, Horacio Salgán, Ravel.

Pianista de ramos generales, virtuoso cultor del jazz, una música que, según el Mono, es realmente compar­tida en Buenos Aires por unas mil personas. Un artista que siempre grabó lo que quiso, y que nunca permitió que se prostituyera su producto. "Los muchachos creen que soy Beethoven." Y eso los jóvenes lo saben, y lo toman, tal vez, como ejemplo.

Hacerle una entrevista a Villegas es, en realidad, un juego de infantes, más o menos como hacérsela a Bor- ges, es una garantía, nunca deja de hablar, se entrevis­ta solo. Y un cronista equivocado, entonces, puede que se deje arrastrar por esa facilidad, y se dedique, sim­plemente, a transcribir las sinceridades o barbaridades que bonitamente proclama. El buen negocio consistiría, en todo caso, en talar un poco ese bosque de palabras, tratar de encontrar un espacio limpio, desprovisto de su agresivo ingenio, donde ubicarlo como hombre, como artista.

Villegas es, en todo sentido, un exagerado. Un desor­bitado. Un espejo que nos devuelve una imagen opues­ta, que puede desubicar a cualquiera diciendo, apenas, lo que piensa, idea o delira, así sea una condena

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furibunda, una atroz procacidad, o una demitificación que no busca sólo el efecto. Es que su persistencia, su existencia, es de por sí un efecto: una consecuencia o reacción ante diversas costumbres o enájenaciones que son, en el fondo, absurdas. Villegas entonces puede llegar a ser imbancable, porque con su humor macedo- niano (fue gran amigo de Macedonio Fernández) pue­de destrozar cualquier verso o máscara o falsedad. Y nos proclama a los gritos el dominio de la estupidez, y nos propone —¿propondrá algo el Mono Villegas?— una vida menos atada, más sincera y placentera. Y nos señala una apuesta permanente del artista, inmerso en un contexto que, tal vez, no lo entienda. Pero este inentendimiento, seamos sinceros, a Enrique Villegas le importa auténticamente un pepino.

"Lo único que le importa a un artista es su obra”, afirma categóricamente. "Lo demás, la gente, el resto de la humanidad, no le importa u n . . . ”