el paraÍso en la otra esquina de mario vargas llosa

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I

Flora en AuxerreAbril de 1844

Abrió los ojos a las cuatro de la madrugada y pensó:«Hoy comienzas a cambiar el mundo, Florita». No laabrumaba la perspectiva de poner en marcha la maqui-naria que al cabo de algunos años transformaría a la hu-manidad, desapareciendo la injusticia. Se sentía tranqui-la, con fuerzas para enfrentar los obstáculos que lesaldrían al paso. Como aquella tarde en Saint-Germain,diez años atrás, en la primera reunión de los sansimonia-nos, cuando, escuchando a Prosper Enfantin describir ala pareja-mesías que redimiría al mundo, se prometió a símisma, con fuerza: «La mujer-mesías serás tú». ¡Pobressansimonianos, con sus jerarquías enloquecidas, su faná-tico amor a la ciencia y su idea de que bastaba poner enel gobierno a los industriales y administrar la sociedadco mo una empresa para alcanzar el progreso! Los habíasdejado muy atrás, Andaluza.

Se levantó, se aseó y se vistió, sin prisa. La nocheanterior, luego de la visita que le hizo el pintor JulesLaure para desearle suerte en su gira, había terminadode alistar su equipaje, y con Marie-Madeleine, la criada,y el aguatero Noël Taphanel lo bajaron al pie de la esca-lera. Ella misma se ocupó de la bolsa con los ejemplares

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recién impresos de La Unión Obrera; debía pararse cadacierto número de escalones a tomar aliento, pues pesabamuchísimo. Cuando el coche llegó a la casa de la rue duBac para llevarla al embarcadero, Flora llevaba despiertavarias horas.

Era aún noche cerrada. Habían apagado los farolesde gas de las esquinas y el cochero, sumergido en un ca-pote que sólo le dejaba los ojos al aire, estimulaba a losca ballos con una fusta sibilante. Escuchó repicar lascampanas de Saint-Sulpice. Las calles, solitarias y oscu-ras, le parecieron fantasmales. Pero, a las orillas del Sena, el em barcadero hervía de pasajeros, marineros ycargadores preparando la partida. Oyó órdenes y excla-maciones. Cuando el barco zarpó, trazando una estela deespuma en las aguas pardas del río, brillaba el sol en uncielo primaveral y Flora tomaba un té caliente en la cabi-na. Sin pérdida de tiempo, anotó en su diario: 12 de abrilde 1844. Y de in mediato se puso a estudiar a sus compa-ñeros de viaje. Llegarían a Auxerre al anochecer. Docehoras para enriquecer tus conocimientos sobre pobres yricos en este muestrario fluvial, Florita.

Viajaban pocos burgueses. Buen número de mari-neros de los barcos que traían a París productos agríco-las desde Joigny y Auxerre, regresaban a su lugar de ori-gen. Rodeaban a su patrón, un pelirrojo peludo, hosco ycincuentón con el que Flora tuvo una amigable charla.Sentado en la cubierta en medio de sus hombres, a lasnueve de la mañana les dio pan a discreción, siete u ochorábanos, una pizca de sal y dos huevos duros por cabeza.Y, en un vaso de estaño que circuló de mano en mano,un traguito de vino del país. Estos marineros de mercan -

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cías ganaban un franco y medio por día de faena, y, enlos largos inviernos, pasaban penurias para sobrevivir. Sutrabajo a la intemperie era duro en época de lluvias. Pe-ro, en la relación de estos hombres con el patrón Florano advirtió el servilismo de esos marineros ingleses queapenas osaban mirar a los ojos a sus jefes. A las tres de latarde, el patrón les sirvió la última comida del día: reba-nadas de jamón, queso y pan, que ellos comieron en si-lencio, sentados en círculo.

En el puerto de Auxerre, le tomó un tiempo infer-nal desembarcar el equipaje. El cerrajero Pierre Moreaule había reservado un albergue céntrico, pequeño y viejo,al que llegó al amanecer. Mientras desempacaba, brota-ron las primeras luces. Se metió a la cama, sabiendo queno pegaría los ojos. Pero, por primera vez en muchotiempo, en las pocas horas que estuvo tendida viendo au-mentar el día a través de las cortinillas de cretona, nofantaseó en torno a su misión, la humanidad doliente nilos obreros que reclutaría para la Unión Obrera. Pensóen la casa donde nació, en Vaugirard, la periferia de Pa-rís, barrio de esos burgueses que ahora detestaba. ¿Re-cordabas esa casa, amplia, cómoda, de cuidados jardinesy ata readas mucamas, o las descripciones que de ella tehacía tu madre, cuando ya no eran ricas sino pobres y ladesvalida señora se consolaba con esos recuerdos lison-jeros de las goteras, la promiscuidad, el hacinamiento yla fealdad de los dos cuartitos de la rue du Fouarre? Tu-vieron que refugiarse allí lue go de que las autoridades lesarrebataron la casa de Vaugirard alegando que el matrimo-nio de tus padres, hecho en Bilbao por un curita francésexpatriado, no tenía validez, y que don Mariano Tristán,

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español del Perú, era ciudadano de un país con el queFrancia estaba en guerra.

Lo probable, Florita, era que tu memoria retuvierade esos primeros años sólo lo que tu madre te contó.Eras muy pequeña para recordar los jardineros, lasmuca mas, los muebles forrados de seda y terciopelo, lospesados cortinajes, los objetos de plata, oro, cristal y lozapintada a mano que adornaban la sala y el comedor. Ma-dame Tristán huía al esplendoroso pasado de Vaugirardpara no ver la penuria y las miserias de la maloliente Pla-ce Maubert, hirviendo de pordioseros, vagabundos ygentes de mal vi vir, ni esa rue du Fouarre llena de taber-nas, donde tú ha bías pasado unos años de infancia que,ésos sí, recordabas muy bien. Subir y bajar las palanga-nas del agua, subir y bajar las bolsas de basura. Temerosade encontrar, en la escalerita empinada de peldaños apo-lillados que crujían, a ese viejo borracho de cara cárdenay nariz hinchada, el tío Giuseppe, mano larga que te en-suciaba con su mirada y, a veces, pellizcaba. Años de es-casez, de miedo, de hambre, de tristeza, sobre todocuando tu madre caía en un estupor anonadado, incapazde aceptar su desgracia, después de haber vivido comouna reina, con su marido —su legítimo marido anteDios, pese a quien pesara—, don Mariano Tristán yMoscoso, coronel de los ejércitos del rey de España,muerto prematuramente de una apoplejía fulminante el4 de junio de 1807, cuando tú tenías apenas cuatro añosy dos meses de edad.

Era también improbable que te acordaras de tu pa-dre. La cara llena, las espesas cejas y el bigote encres-pado, la tez levemente rosácea, las manos con sortijas, las

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largas patillas grises del don Mariano que te venían a lamemoria no eran los del padre de carne y hueso que telle vaba en brazos a ver revolotear las mariposas entre lasflores del jardín de Vaugirard, y, a veces, se comedía adarte el biberón, ese señor que pasaba horas en su estu-dio leyendo crónicas de viajeros franceses por el Perú,el don Mariano al que venía a visitar el joven Simón Bo-lívar, futuro Libertador de Venezuela, Colombia, Ecua-dor, Bolivia y Perú. Eran los del retrato que tu madrelucía en su velador en el pisito de la rue du Fouarre.Eran los de los óleos de don Mariano que poseía la fa-milia Tristán en la casa de Santo Domingo, en Arequi-pa, y que pasaste horas contemplando hasta convencer-te de que ese señor apuesto, elegante y próspero, era tuprogenitor.

Escuchó los primeros ruidos de la mañana en las ca-lles de Auxerre. Flora sabía que no dormiría más. Sus ci-tas comenzaban a las nueve. Había concertado varias,gracias al cerrajero Moreau y a las cartas de recomenda-ción del buen Agricol Perdiguier a sus amigos de las so-ciedades obreras de ayuda mutua de la región. Teníastiempo. Un rato más en cama te daría fuerzas para estara la altura de las circunstancias, Andaluza.

¿Qué habría pasado si el coronel don Mariano Tris-tán hubiera vivido muchos años más? No hubieras cono-cido la pobreza, Florita. Gracias a una buena dote, esta-rías casada con un burgués y acaso vivirías en una bellamansión rodeada de parques, en Vaugirard. Ignorarías loque es irse a la cama con las tripas torcidas de hambre,no sabrías el significado de conceptos como discrimina-ción y explotación. Injusticia sería para ti una palabra

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abstracta. Pero, tal vez, tus padres te habrían dado unainstrucción: colegios, profesores, un tutor. Aunque, noera seguro: una niña de buena familia era educada sola-mente para pescar marido y ser una buena madre y amade casa. Descono cerías todas las cosas que debiste apren-der por necesidad. Bueno, sí, no tendrías esas faltas deortografía que te han avergonzado toda tu vida y, sin du-da, hubieras leído más libros de los que has leído. Te ha-brías pasado los años ocupada en tu guardarropa, cui-dando tus manos, tus ojos, tus cabellos, tu cintura,haciendo una vida mundana de saraos, bailes, teatros,meriendas, excursiones, coqueterías. Serías un bello pa-rásito enquistado en tu buen matrimonio. Nunca hubie-ras sentido curiosidad por saber cómo era el mundo másallá de ese reducto en el que vivirías confinada, a la som-bra de tu padre, de tu madre, de tu esposo, de tus hijos.Máquina de parir, esclava feliz, irías a misa los domin-gos, comulgarías los primeros viernes y serías, a tus cua-renta y un años, una matrona rolliza con una pasión irre-sistible por el chocolate y las novenas. No hubierasviajado al Perú, ni conocido Inglaterra, ni descubierto elplacer en los brazos de Olympia, ni escrito, pese a tusfaltas de ortografía, los libros que has escrito. Y, por su-puesto, nunca hubieras tomado conciencia de la esclavi-tud de las mujeres ni se te habría ocurrido que, para libe-rarse, era indispensable que ellas se unieran a los otrosexplotados a fin de llevar a cabo una revolución pacífica,tan importante para el futuro de la humanidad como laaparición del cristianismo hacía 1844 años. «Mejor quete murieras, mon cher papa», se rió, saltando de la cama.No estaba cansada. En veinticuatro horas no había teni-

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do dolores en la espalda ni en la matriz, ni advertido alhuésped frío en su pecho. Te sentías de excelente humor,Florita.

La primera reunión, a las nueve de la mañana, tu v olugar en un taller. El cerrajero Moreau, que debía acom-pañarla, había tenido que salir de Auxerre de ur gencia,por la muerte de un familiar. A bailar sola, pues, Andalu-za. De acuerdo a lo convenido, la esperaban una treinte-na de afiliados a una de las sociedades en que se habíanfragmentado los mutualistas en Auxerre y que tenía unlindo nombre: Deber de Libertad. Eran casi todos zapa-teros. Miradas recelosas, incómodas, alguna que otraburlona por ser la visitante una mujer. Estaba acostum-brada a esos recibimientos desde que, meses atrás, co-menzó a exponer, en París y en Burdeos, a pequeñosgrupos, sus ideas sobre la Unión Obrera. Les habló sinque le temblara la voz, demostrando mayor seguridad dela que tenía. La desconfianza de su auditorio se fue des-vaneciendo a medida que les explicaba cómo, uniéndose,los obreros conseguirían lo que anhelaban —derecho altrabajo, educación, salud, condiciones decentes de exis-tencia—, en tanto que dispersos siempre serían maltra-tados por los ricos y las autoridades. Todos asintieroncuando, en apoyo de sus ideas, citó el controvertido librode Pierre-Joseph Proudhon ¿Qué es la propiedad? que,desde su aparición hacía cuatro años, daba tanto que ha-blar en París por su afirmación contundente: «La pro-piedad es el robo». Dos de los presentes, que le parecie-ron fourieristas, venían preparados para atacarla, conrazones que Flora ya le había oído a Agricol Perdiguier:si los obreros tenían que sacar unos francos de sus salarios

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miserables para pagar las cotizaciones de la UniónObrera ¿có mo llevarían un mendrugo a la boca de sushijos? Respondió a todas sus objeciones con paciencia.Creyó que, sobre las cotizaciones al menos, se dejabanconvencer. Pero su resistencia fue tenaz en lo concer-niente al matrimonio.

—Usted ataca a la familia y quiere que desaparezca.Eso no es cristiano, señora.

—Lo es, lo es —repuso, a punto de encolerizarse.Pero dulcificó la voz—. No es cristiano que, en nombrede la santidad de la familia, un hombre se compre unamujer, la convierta en ponedora de hijos, en bestia decarga, y, encima, la muela a golpes cada vez que se pasade tragos.

Como advirtió que abrían mucho los ojos, descon-certados con lo que oían, les propuso abandonar ese te -ma e imaginar juntos más bien los beneficios que traeríala Unión Obrera a los campesinos, artesanos y trabaja-dores como ellos. Por ejemplo, los Palacios Obreros. Enesos locales modernos, aireados, limpios, sus niños reci-birían instrucción, sus familias podrían curarse con bue-nos médicos y enfermeras si lo necesitaban o te nían acci-dentes de trabajo. A esas residencias acogedoras seretirarían a descansar cuando perdieran las fuerzas o fue-ran demasiado viejos para el taller. Los ojos opacos ycansados que la miraban se fueron animando, se pusie-ron a brillar. ¿No valía la pena, para conseguir cosas así,sacrificar una pequeña cuota del salario? Algunos asin-tieron.

Qué ignorantes, qué tontos, qué egoístas eran tan-tos de ellos. Lo descubrió cuando, después de responder

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a sus preguntas, comenzó a interrogarlos. No sabían na -da, carecían de curiosidad y estaban conformes con suvida animal. Dedicar parte de su tiempo y energía a lu-char por sus hermanas y hermanos se les hacía cuestaarriba. La explotación y la miseria los habían estupidiza-do. A veces daban ganas de darle la razón a Saint-Simon,Florita: el pueblo era incapaz de salvarse a sí mismo, só-lo una élite lo lograría. ¡Hasta se les habían contagiadolos prejuicios burgueses! Les resultaba difícil aceptar quefuera una mu jer —¡una mujer!— quien los exhortara a laacción. Los más despiertos y lenguaraces eran de unaarrogancia inaguantable —se daban aires de aristócra-tas— y Flora debió hacer esfuerzos para no estallar. Sehabía jurado que durante el año que duraría esta gira porFrancia no daría pie, ni una sola vez, para merecer elapodo de Madame-la-Colère con que, a causa de sus ra-bietas, la llamaban a veces Jules Laure y otros amigos. Alfinal, los treinta zapateros prometieron que se inscribi-rían en la Unión Obrera y que contarían lo que habíanoído esta mañana a sus compañeros carpinteros, cerraje-ros y talladores de la sociedad Deber de Libertad.

Cuando regresaba al albergue por las callecitas cur-vas y adoquinadas de Auxerre, vio en una pequeña plazacon cuatro álamos de hojas blanquísimas recién brota-das, a un grupo de niñas que jugaban, formando unas fi-guras que sus carreras hacían y deshacían. Se detuvo aobservarlas. Jugaban al Paraíso, ese juego que, según tuma dre, habías jugado en los jardines de Vaugirard conamiguitas de la vecindad, bajo la mirada risueña de donMariano. ¿Te acordabas, Florita? «¿Es aquí el Paraíso?»«No, señorita, en la otra esquina.» Y, mientras la niña,

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de esquina en esquina, preguntaba por el esquivo Paraí-so, las demás se divertían cambiando a sus espaldas delugar. Recordó la impresión de aquel día en Arequipa, elaño 1833, cerca de la iglesia de la Merced, cuando, depronto, se encontró con un grupo de niños y niñas quecorreteaban en el zaguán de una casa profunda. «¿Esaquí el Paraíso?» «En la otra esquina, mi señor.» Esejuego que creías francés resultó también peruano. Bue-no, qué tenía de raro, ¿no era una aspiración universalllegar al Paraíso? Ella se lo había enseñado a jugar a susdos hijos, Aline y Ernest-Camille.

Se había fijado, para cada pueblo y ciudad, un pro-grama preciso: reuniones con obreros, los periódicos, lospropietarios más influyentes y, por supuesto, las autori-dades eclesiásticas. Para explicar a los burgueses que,contrariamente a lo que se decía de ella, su proyecto nopresagiaba una guerra civil, sino una revolución sin san-gre, de raíz cristiana, inspirada en el amor y la fraterni-dad. Y que, justamente, la Unión Obrera, al traer la jus-ticia y la libertad a los pobres y a las mujeres, impediríalos estallidos violentos, inevitables en Francia si las cosasseguían como hasta ahora. ¿Hasta cuándo iba a conti-nuar engordando un puñadito de privilegiados gracias ala miseria de la inmensa mayoría? ¿Hasta cuándo la es-clavitud, abolida para los hombres, continuaría para lasmu jeres? Ella sabía ser persuasiva; a muchos burgueses ycuras sus argumentos los convencerían.

Pero, en Auxerre no pudo visitar ningún periódico,pues no los había. Una ciudad de doce mil almas y nin-gún periódico. Los burgueses de aquí eran unos igno-rantes crasos.

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En la catedral, tuvo una conversación que terminóen pelea con el párroco, el padre Fortin, un hombrecilloregordete y medio calvo, de ojillos asustadizos, alientofuerte y sotana grasienta, cuya cerrazón consiguió sacar-la de sus casillas. («No puedes con tu genio, Florita.»)

Fue a buscar al padre Fortin a su casa, vecina a la ca-tedral, y quedó impresionada con lo amplia y lo bien pues-ta que era. La sirvienta, una vieja con cofia y delantal, laguió cojeando hasta el despacho del cura. Éste demoró uncuarto de hora en recibirla. Cuando se apareció, su físicorechoncho, su mirada evasiva y su falta de aseo la predispu-sieron contra él. El padre Fortin la escuchó en silencio. Es-forzándose por ser amable, Flora le explicó el motivo de suvenida a Auxerre. En qué consistía su proyecto de UniónObrera, y que esta alianza de toda la clase trabajadora, pri-mero en Francia, luego en Europa y, más tarde, en el mun-do, forjaría una humanidad ver da de ramente cristiana, im-pregnada de amor al prójimo. Él la miraba con unaincredulidad que se fue convirtiendo en recelo, y por fin enespanto cuando Flora afirmó que, una vez constituida laUnión Obrera, los delegados irían a presentar a las autori-dades —incluido el propio rey Louis-Philippe— sus de-mandas de reforma social, empezando por la igualdad ab-soluta de derechos para hombres y mujeres.

—Pero, eso sería una revolución —musitó el párro-co, echando una lluviecita de saliva.

—Al contrario —le aclaró Flora—. La UniónObrera nace para evitarla, para que triunfe la justicia sinel menor derramamiento de sangre.

De otro modo, acaso habría más muertos que en1789. ¿No conocía el párroco, a través del confesionario,

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las desdichas de los pobres? ¿No advertía que cientos demiles, millones de seres humanos, trabajaban quince,dieciocho horas al día, como animales, y que sus salariosni siquiera les alcanzaban para dar de comer a sus hijos?¿No se daba cuenta, él que las oía y las veía a diario en laiglesia, cómo las mujeres eran humilladas, maltratadas,explotadas, por sus padres, por sus maridos, por sus hi-jos? Su suerte era todavía peor que la de los obreros. Sieso no cambiaba, habría en la sociedad una explosión deodio. La Unión Obrera nacía para prevenirla. La Iglesiacatólica debía ayudarla en su cruzada. ¿No querían loscatólicos la paz, la compasión, la armonía social? En eso,había coincidencia total entre la Iglesia y la UniónObrera.

—Aunque yo no sea católica, la filosofía y la moralcristianas guían todas mis acciones, padre —le aseguró.

Cuando la oyó decir que no era católica, aunque sícristiana, la carita redonda del padre Fortin palideció.Dando un pequeño brinquito, quiso saber si eso significa-ba que la señora era protestante. Flora le explicó que no:creía en Jesús pero no en la Iglesia, porque, en su criterio,la religión católica coactaba la libertad humana debido asu sistema vertical. Y sus creencias dogmáticas sofocabanla vida intelectual, el libre albedrío, las iniciativas científi-cas. Además, sus enseñanzas sobre la castidad como sím-bolo de la pureza espiritual atizaban los prejuicios que ha -bían hecho de la mujer poco menos que una esclava.

El párroco había pasado de la lividez a una conges-tión preapoplética. Pestañeaba, confuso y alarmado.Flora calló cuando lo vio apoyarse en su mesa de trabajo,temblando. Parecía a punto de sufrir un vahído.

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—¿Sabe usted lo que dice, señora? —balbuceó—.¿Para esas ideas viene a pedir ayuda de la Iglesia?

Sí, para ellas. ¿No pretendía la Iglesia católica serla iglesia de los pobres? ¿No estaba contra las injusti-cias, el espíritu de lucro, la explotación del ser humano,la codicia? Si todo eso era cierto, la Iglesia tenía la obli-gación de amparar un proyecto cuyo designio era traera este mundo la justicia en nombre del amor y la frater-nidad.

Fue como hablar a una pared o a un mulo. Floratrató todavía un buen rato de hacerse entender. Inútil. Elpárroco ni siquiera argumentaba contra sus razones. Lamiraba con repugnancia y temor, sin disimular su impa-ciencia. Por fin, masculló que no podía prometerle ayu-da, pues eso dependía del obispo de la diócesis. Que fue-ra a explicarle a él su propuesta, aunque, le advertía, eraimprobable que algún obispo patrocinara una acción so-cial de signo abiertamente anticatólico. Y, si el obispo loprohibía, ningún creyente la ayudaría, pues la grey cató-lica obedecía a sus pastores. «Y, según los sansimonia-nos, hay que reforzar el principio de autoridad para quela sociedad funcione», pensaba Flora, escuchándolo.«Ese respeto a la autoridad que hace de los católicosunos autómatas, como este infeliz.»

Intentó despedirse de buena manera del padre For-tin, ofreciéndole un ejemplar de La Unión Obrera.

—Por lo menos, léalo, padre. Verá que mi proyectoestá impregnado de sentimientos cristianos.

—No lo leeré —dijo el padre Fortin, moviendo lacabeza con energía, sin coger el libro—. Me basta con loque usted me ha dicho para saber que ese libro no es sano.

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Que lo ha inspirado, tal vez, sin que usted lo sepa, elpropio Belcebú.

Flora se echó a reír, mientras devolvía el pequeñolibro a su bolsa.

—Usted es uno de esos curas que volverían a llenarlas plazas de hogueras para quemar a todos los seres li-bres e inteligentes de este mundo, padre —le dijo, a mo -do de adiós.

En el cuarto del albergue, después de tomar una so-pa caliente, hizo el balance de su jornada en Auxerre. Nose sintió pesimista. Al mal tiempo, buena cara, Florita.No le había ido muy bien, pero tampoco tan mal. Rudooficio el de ponerse al servicio de la humanidad, Andaluza.

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