el paÍs de las perlas y cuentos californios · el calor del sol naciente desbarata los tenues...

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YYYYY C C C C CUENTOSUENTOSUENTOSUENTOSUENTOS

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José María Barrios de los Riós

SENADO DE LA REPÚBLICA

EEEEELLLLL P P P P PAÍSAÍSAÍSAÍSAÍS DEDEDEDEDE

LASLASLASLASLAS P P P P PERLASERLASERLASERLASERLAS

YYYYY C C C C CUENTOSUENTOSUENTOSUENTOSUENTOS

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José María Barrios de los Riós(DURALIS ESTARS)

SOMBRERETEBIBLIOTECA ESTARSIANA

Empresa editorial de las obras deALMAVIS Y DURALIS ESTARS

[ Lics. Enrique y José María Barrios de los Ríos ]1908

Primera edición: abril 2002c H. Cámara de Senadores

Impreso y hecho en Monterrey, MéxicoPrinted and made in Monterrey, Mexico

ÍndiceÍndiceÍndiceÍndiceÍndice

PRESENTACIÓN 7

EL PAÍS DE LAS PERLAS 9

CUENTOS CALIFORNIOS 39

LOS PESCADORES 41

EL AMIGO DE LA INFANCIA 49

EL BUQUE NEGRO 57

LA CUEVA DE LOS MURCIÉLAGOS 65

LOS GAMBUSINOS 73

UNA ESTROFA BECQUERIANA 81

QUIEBRA FORTUITA 87

MANILARGO 93

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Después de catorce días de esperar vapor en Mazatlán, meacomodo por fin en un camarote del Newbern.

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EEEEELLLLL PPPPPAÍSAÍSAÍSAÍSAÍS DEDEDEDEDE LASLASLASLASLAS P P P P PERLASERLASERLASERLASERLAS

- I -- I -- I -- I -- I -

Después de catorce días de esperar vapor en Mazatlán, meacomodo por fin en un camarote del Newbern.

Este viejo Newbern tiene su historia. Ha celebrado ya sucentenario de viajes desde San Francisco de California a lospuertos de México, y cuenta con esta campaña unacincuentena más. Se le distingue, si no por su confortantecomodidad, sí por la exactitud de su itinerario, que recorrelo más puntualmente posible, y por el buen trato que da asus pasajeros.

He pasado la noche en sueño profundo. Nadie teme abordo el temporal con que el barómetro nos amenazabahace pocos días en Mazatlán. Estamos a diez de octubre,unos seis días delante del temible cordonazo. La calma esinalterable y navegamos por una superficie casi inmóvil, ri-zada apenas por una finísima brisa.

El calor del sol naciente desbarata los tenues cendales conque la niebla cubre los picos lejanos de la costa. El litoral dela Baja California se aclara poco a poco al través de la bru-ma, y sus grupos de islotes colorean aquí y acullá, resplan-decientes con la luz matutina. Al oriente se esfuma el litoral

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de Sinaloa, del que no se descubren en el inmenso horizon-te sino las curvas de sus montañas levemente sinuosas, quepor fin se pierden a la vista confundidas con el azul del airelejano.

Fuera del Trópico de Cáncer, y a mediados del otoño, noera de esperarse en esta latitud un calor sofocante; pero seaque el venir del frigidísimo valle de México me haya hechoimpresionable a las altas temperaturas, sea que efectivamentese verifique ahora en este paralelo un ascenso anormal deltermómetro, lo cierto es que el calor me abrasa material-mente, y la brisa delgada, que al amanecer me parecía casifresca, se me figura al mediar el día como el tufo ardiente deuna máquina de vapor. Me arrellano en un sillón sobre cu-bierta, y bien pronto el sueño me hace dar cabezadas sobrelas páginas de un libro que tengo abierto. Me decido aaplazar mi lectura -perdóname, oh dulcísimo Pierre Loti-, yme encierro en mi camarote, huyendo de la sofocación ydel reflejo de la solana en las aguas.

Las siestas a bordo son peculiarmente reparadoras. Se duer-me como un lirón, y se sueña como un chiquillo ahíto decena. Creo que yo he soñado con Hernán Cortés, porque aldespertar le tengo entre ceja y ceja como una idea fija. Meimagino que aquel genio de los viajes, de los descubrimien-tos y de las conquistas, ha tomado pasaje en el Newbern, yque no me separa de su señoría sino un tabique de madera.Despabilándome los ojos y saliendo hacia la borda, halloque mi sueño ha llenado mi espíritu de una melancolía in-tensa y radiosa, que se esparce fuera de mí hacia todo cuan-do me rodea. Recuerdo entonces que por el mismo golfosereno que cruzo bogaron las naves cortesianas hace tres-cientos cincuenta años, en busca de tierras nuevas y nuevostesoros. Toda la bulla que dejo tras de mí, allá en la metró-poli, con el entusiasmo del centenario que celebrará pasadomañana el mundo civilizado, repercute en mi corazón como

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el tumbo de una ola tumultuosa, que deshace su cresta deespumas en el arrobamiento de un largo suspiro…

Y suspiro yo efectivamente al sentir delante de mí la in-mensidad del desierto, del desierto en que recordaré el granfasto colombiano, a la orilla solitaria de un pequeño golfode América… Con estas ideas entro en la bahía de La Paz.

La isla del Espíritu Santo, con sus collados de verdura mar-chita y sus montecillos azulejos, se distingue a babor; a suopuesto rumbo la Catalana, rocallosa mole de picachos roji-zos; más allá la de Cerralvo, más rocallosa todavía, que re-cuerda al virrey marqués de su nombre, y luego la de S.José, con sus salinas blanquinosas, sus pequeñas dehesasde pastos multicolores y el desvaído plomizo de sus pedre-gales, como extraídos de minas socavadas recientemente.

El mar ha tomado un tinte verdoso, ligeramente violado enla lejanía de las islas. Ningún vientecillo resbala sobre susaguas tranquilas, ninguna ola se levanta, ningún rumor seescucha fuera del ruido acompasado al henderlas el barco.El horizonte, detrás de la popa, se despliega soberbiamenteilimitado, trazando sobre la gris y tersa superficie del golfouna línea curva de uniformidad sorprendente, como un atis-bo de la eternidad, que no rompe ni mancha la más mínimaondulación del espacio; hacia proa, parece delinear el mar-co oval de una concha de abulón, donde efervece la bahíaespléndida con la multiplicidad de los colores y maticescrepusculares. El cielo se arrebola en el poniente con lamagnificencia de las noches boreales. Celajes tenuísimos dedorados flancos dilatan sus puntas de rosa hacia los gironesde bruma que se agrupan en el zenit, y el amarillo prímulade la alta bóveda se diluye suavemente en las franjasverdegayes en que se resuelve el violáceo obscuro del le-vante. Las níveas gaviotas se encumbran sobre los mástilesostentando en las alas cambiantes de púrpura, o se dirigen

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a las riberas en parvadas que semejan cintas de cirros querasgan los aquilones. La costa california se encorva en anfi-teatro inconmensurable: aquí la rada e isla de Pichilingue,enrojecidas sus tierras calizas con la flama del sol expirante,allí el cerro de la Calavera, con la cumbre erizada de choyasrastreras y de mutilados troncos, como la conciencia de unmal viejo, escarpada de malos recuerdos y de ilusiones ro-tas: y allá, muy lejos, la blanquisca cima de la Puerta de laVieja, bruñida y brillante como una calva enormísima.

La bahía es un espejo: refleja los tintes del cielo y los tintesde las montañas, y se retratan en sus aguas nubes y cum-bres. Los bajos arenosos se señalan por tonos color de tie-rra, los canales y las corrientes por fajas liláceas. Losmanchones movibles de plomo obscuro son cardúmenesde toninas, y los sucesivos copos de algodón purísimo sonla espuma de la resaca en los bajíos…

Tripulantes y pasajeros habíamos subido sobre cubierta ynos agrupábamos contra la borda. El despejado espacio depopa nos permite mirar libremente hacia todos los rumbos.El óvalo inmenso de la bahía, abigarrado y luminoso comogigantesca tela de iris, o como la indescriptible paleta don-de se combinasen todos los colores del universo para unlienzo del paraíso, resplandece con llamas de ópalo dentrodel obscuro marco que le circunda de montes sombríos, decolinas escuetas y de abruptos cantiles. La poca distancia aque pasa el barco de la costa oriental del Territorio, dejaobservar detalladamente la conglobación caprichosa de lostorrentes, médanos y cerros en que ondula el espinazo dellitoral, ora con la curvatura de un lomo de tejón, empinadohacia la rabadilla y caído y agobiado hacia las vértebrascervicales, ora con la suave inclinación de un carapacho decahuama, ora con las simétricas sinuosidades de una colo-sal serpiente. En los álbeos secos de los ríos y en los áridosarenales de la ribera solitaria, se destacan fúnebremente

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manchones opacos de plantas rastreras y marañas de cactusennegrecidos, al paso que en las vertientes de un azul tene-broso pardean los acervos y pedregales de ya mudas y ex-tintas cataratas, y las deslumbrantes rocas de los criaderosde yeso, arreboladas con la luz moribunda. Detrás de esanaturaleza silenciosa y casi muerta, más allá de esas monta-ñas peladas, de esos médanos interminables y de esos co-llados tristísimos, se adivina el desierto, y mi espíritu vuelahacia la morada futura de sus meditaciones, como hacia elcáliz de una flor mustia una mariposa aterida.

El vapor enfila por el canal de San Lorenzo, único que daacceso al puerto, y que se señala delante de proa por unalista clara y ancha, como la estela de un gran navío. Elandar es lento, como que se corre el riesgo de dar con elbajo rocalloso por los costados, y como que se vence unacorriente que el impulso inverso de la marea hace más im-petuosa. Nos cerca a babor una playa desierta, una angostapenínsula, llamada del Mogote, orlada de silvestres frutales;y a estribor se descubre el puerto de La Paz, a donde sedirigen todas las miradas y todas las sonrisas de a bordo.

El caserío no se abarca en su totalidad porque se arrebujaen un bosque de alegre verdura. Sobre los enjalbes de ri-sueños tonos, en el bermejo de los tejados, en el amarillorubicela de los cercos de estípites, en el suelo pajizo de loscorrales y yeguacerías, en el gris rosado de las playas, arro-jan los platanares su tumultuoso oleaje verde, y en las armó-nicas copas de los naranjos chispean sus frutos de oro. Laspalmeras de dátiles enarbolan sobre su mástil flexible susdesfallecidas estrellas, y sobre el alto caballete de la iglesia,de terrosa y cenicienta herrumbre, languidece el surco defuego que traza un rayo del oeste. En arremolinada confu-sión de agujas, aspas y torrecillas enredadas de hiedras, al-zan los molinos de viento de las huertas sus flechas hori-zontales, como flámulas de procesión triunfal, y dibujan sus

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discos movibles, o pequeños segmentos de ellos, sobre elcielo esplendente, sobre el follaje espeso de las arboledas,o sobre la lóbrega y negruzca pizarra de los montes lejanos.

El tardo paso del Newbern nos descubre suavemente y entoda su extensión las callejuelas, empinadas hacia el centrode la ciudad, que desembocan en la playa: sus corralizas deempalizadas, sus andenes de madera, como resonantes ta-blados de feria, sus vivaces frontis multicolores, sus tejadosesbeltos y aéreos como jaulas de pájaros, sus patios, donderíe tendida al aire la ropa limpia, y sus huertos de bananos,mangos, acacias y palmeras.

En el puerto es raro que se encuentren a la vez fondeadosdos o más barcos de alto porte, pero tiene constantementesurtos multitud de pequeños pailebotes, balandras, lanchasde cabotaje y canoas y botes pescadores, por entre cuyasfilas avanzamos hasta el muelle. Éste se prolonga muy pocomar adentro, y su ancha calle se halla coronada de gente.Una multitud de chiquillos y de mujeres acostados a lo largode la playa, encaramados en los balconcillos de madera, odesde los corredores y azotehuelas de las calles altas, agitansus pañuelos saludando la embarcación; y los tripulantesdel viejo y cariñoso barco, corresponden con igual agasajola simpatía de los porteños. A cierta distancia del muellesuenan en el escobén las cadenas del ancla, y en medio deun silencio a que prestan majestad el océano, las riberas ylas montañas, entona el Newbern por tres veces su saludotriunfante.

A su ronco silbato contestan dos o tres vaporcitos remolcado-res; y la gente de la ciudad, en profusa aglomeración de botesy falúas, acude a bordo con expectación de nuevas felices.

Las lucecillas del muelle, de las calles, de los hogares y delos barcos anuncian la noche en derredor de nosotros: las

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estrellas de lucidez deslumbradora en esta latitud, a causade la cristalina trasparencia de la atmósfera, acompañan delejos con su fulgor eterno, los escasos y pasajeros fulgoresde este bajo mundo; y con estas ideas, y con las emocionesque son de suponerse en quien hace un mes apenas noconocía el mar, ni las bahías, ni los puertos; después detransbordarme por un minuto a un bote de la Capitanía,puse los pies en la escala del muelle.

- II -- II -- II -- II -- II -

Un paseo matutino por la ciudad es mi primera operacióndel día siguiente… Pero ruego a los lectores para quienessea desconocida la región en que me encuentro, que noesperen de este libro la narración de cosas extraordinarias,ni simplemente notables. Cabalmente el atractivo que tienepara mí el escribirle, es que casi nada hay que decir, sino laexposición de un viaje en que no he visto nada…

Aquí no hay edificios que describir, ni antigüedades quedesenterrar, ni monumentos que descubrir, ni apenas histo-ria que recordar... Un territorio inmenso, más grande queInglaterra y poco menos que la mitad de España, dondeviven, dispersos en villas humildes, en aldehuelas desola-das y en campos incultos algunos poquísimos miles dealmas; montañas desnudas, playas ardientes y arenosas,desiertos perennemente secos, mares agitados de procelas yvientos; días de radiosa blancura y noches de soledad en-cantadora: esto es todo. Y así, a la buena de Dios, comoquien entra de una ruidosa feria al claustro de un conventode capuchinos, contaré con la simplicidad misma de las cosascomunes y ordinarias de la vida, lo que se desliza a mirededor, abandonando de buen grado lo gigantesco y mara-villoso, a aquellas plumas que para menearse sobre el papelnecesitan estruendos, auroras boreales, erupciones volcáni-

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cas; o bien sabias curiosidades, nebulosos logogrifos y ate-rradoras historias…

Cogido del brazo de mi cicerone, abogado ilustrado de lametrópoli, nacido en las playas meridionales de México yhuésped de pocos meses en la península, doblo difícilmen-te, por la arena que cubre el piso, la cuestecita que conducede mi alojamiento a la loma en que está la plaza…

Porque ha de saberse que La Paz está fundada sobre doslomas, que no han recibido el bautismo. Los de la plaza ycalles contiguas llaman al conjunto de casas del lado opues-to, la otra loma; y los de este rumbo designan a los otros dela misma manera. Es el cuento de aquel buen hombre quepreguntaba:

-¿Dónde es la acera de enfrente?

-Allá -le respondían indicándosela.

Y luego se iba allá y volvía a preguntar:

-¿Aquí es la acera de enfrente?

-No, allá, tornaban a decirle… Y no se daba modo decomprender el pobre palurdo.

La Paz resulta para su población de tres mil almas, unaciudad inmensa, pues ocupa su caserío cosa de cuatro kiló-metros cuadrados. Mi cicerone le llama la ciudad de los pa-réntesis, porque del frontis de cada casa sigue un solar; desuerte que las casas son pocas y se levantan en grandesextensiones de terreno.

En la plaza de Velasco, única del puerto, me siento en unbanco de madera, frente a la iglesia. ¿Pero dónde está la

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población? pregunto con deseos de ver gente. Miro a todoslados: de la iglesia no sale un alma, ni entra ninguna tampo-co; los andenes del jardín están solitarios; de las calles adya-centes nadie desemboca en la plaza, y a lo lejos, en lasaceras de palo, no se oyen pasos de transeúntes. Desde lassiete, que salí del hotel, hasta ahora, las nueve y cuarto, nohe visto un ser viviente: ni un hombre, ni una criada, ni unperro. El silencio del sepulcro en torno mío: porque tampo-co se escucha ruido ninguno, fuera del lejano y escaso ru-mor del agua en los bajos de la playa. Echamos a andar a laventura por las calles sin nombre, aunque numeradas enserie ordinal, primera, segunda, etc. Las puertas están cerra-das, las ventanas tienen corridas las persianas o celosías; nose ve nada para adentro. Atisbo por los cercos de estípites:sólo se percibe la vida de la población por el humo que salede las cocinas, por uno que otro cerdo que gruñe y porgallináceas que pican desperdicios en las corralizas. He oídotres o cuatro veces cantar los gallos y ladrar los perros; a misoídos llega un sonoro mugido, y a poco distingo el relin-char de caballerías…

Y nada más. Con estas novedades me vuelvo a mi aloja-miento. Hago tranquilamente lo que hacía Cadalso todaslas mañanas con un huevo.

“… pasado por agua, blando y caliente.”

Salgo enseguida a hacer mis visitas y a entregar mis cartas.Por la tarde verifico otro paseo urbano, y por la noche meencierro, como todo el mundo, casi antes de concluir elcrepúsculo, porque la obscuridad, los arenales, las callesempinadas y el desconocimiento de esta topografía, exigenque poco a poco, y por ensayos y tanteos progresivos mevaya separando de las modalidades que por ahora me im-pone mi nueva residencia. Así transcurrió un día, y muchosdías; enteramente lo mismo que en todos los lugares donde

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no hay coches de sitio, ni tranvías, ni luz eléctrica, ni días defiesta…

Las casas de La Paz y las de toda la Península, para norepetirlo, por lo común de un solo piso, se componen gene-ralmente de tres partes: el pasadizo con la sala de recibo ylos cuartos de dormir, el corredor, alegre, alto, lleno de luzy bien ventilado, que sirve también de comedor; y el patiocon la cocina, la caballeriza, la zahurda, el molino, a vecesel huerto y el baño. Sus colores, amarillo en las barandas detiras de madera, de un metro de altura, que circundan lospatios, azul o verde claro en los frontis, rosa y blanco en loscorredores y rojo en los tejados, les dan un aspecto alegre,realzado por una limpieza que no se encuentra en muchoslugares del interior de la república, sin ir más lejos, en algu-nos villorrios y poblachos nauseabundos que rodean a Méxi-co. Esta cualidad de los californios se advierte no sólo ensus habitaciones, sino en sus personas y hasta en sus ani-males. No he visto aquí los hombres con calzón de manta,mugrosa camisa y sombrero infumable de la capital, ni lasmujeres desgreñadas y haraposas que pululan en la metró-poli llevando a las espaldas a sus hijos y en la cabeza lascosas que venden. Los buzos y marineros más humildesportan blusa de lienzo, camisa planchada de lustre y panta-lón de casimir en invierno, y de una tela llamada mezclilla olona marina en verano; sus hijos y esposas cubren las espal-das con un chal de lana o seda, desdeñando el nada elegan-te rebozo, calzan sus pies con zapatos de la tienda,abominando la horripilante chancla, y se visten en cuantoes posible rumbo a la moda, con gracia, si bien sea pobre-mente. Aunque las más de ellas ofician de criadas en lascasas grandes, no tienen su dormitorio en el hogar de susamos, sino en casa de sus padres o parientes.

Estas humildes familias, que se sostienen de la pesca, de lamarinería fiscal y particular, de la carga y descarga en el

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muelle de los servicios domésticos, encierran en sus llanas ymodestas residencias cuantas comodidades puedenadquirirse en proporción equitativa a las clases más eleva-das.

Sus casas tienen la misma distribución y dependencias quelas otras, con las salvedades de los techos de palma, lospilares de horcones y las paredes de madera. Poseen má-quinas de Singer para coser, comen en mesa enmantelada,usan vajilla de losa y cubiertos y duermen en catres de cam-paña, de lona, cuerdas o tiras de cuero. Así, una civilizaciónmás adelantada que en los Estados interiores de la Nación,se nota sin esfuerzo en las familias pobres de esta costa,donde jamás se ven los repugnantes cuadros de comer encuclillas, con los dedos, y acostarse en el suelo pelado, comolos cerdos. Viviendo estas gentes en un plácido confort, pro-longan sus días, tienen constantemente el humor alegre, yse procrean y se multiplican que es un contento: casi todaslas mujeres llegan a parir diez o más hijos; algunas, todavíabuenas mozas, cuentan hasta diez y seis alumbramientos, yno es raro que en una misma casa habiten rebozando saludy felicidad los bisnietos, los padres, los abuelos y los bis-abuelos.

La longevidad de los ancianos es comunísima: de cientocuatro a ciento diez y siete años conocí en la Península másde veinte ejemplares.

De las antiguas tribus indígenas que poblaron primitiva-mente esta gran región, no queda ningún descendiente abo-rigen: todos los actuales son criollos, oriundos de españolesen su mayoría, aunque son numerosísimas las familias deotros pueblos de Europa que tomaron aquí asiento desdetiempo casi inmemorial. La desaparición de la raza primitivase debió primeramente a su escasez y al gran número deemigrantes de España, y enseguida a la persecución de los

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indios que abandonando el suelo nativo se dispersaron porSinaloa y Sonora. Este último Estado ha contribuido, desdelas sublevaciones de los yaquis, a un pequeño aumento depoblación de La Paz, pues diversos grupos de aquellos in-dios, huyendo la reyerta y sometidos al Gobierno se hanestablecido aquí, donde forman una barriada numerosa, lla-mada del Esterito, que cuenta como unas cien familias: Susjefes se ocupan en el buceo de perlas, en la pesquería y entripular buques de cabotaje; y las mujeres y los niños enservir en las casas como doncellas y pajes. Es de notarse queesta antigua designación española de los mozos de servicio,que señalamos con bastardilla, se conserva entre loscalifornios en uso constante y general.

Uno de los renglones indispensables de la vida en la Pe-nínsula es el molino de viento, no para utilizarle en moliendasde granos, sino para sacar agua. Siendo ésta muy escasa,pues el municipio no cuenta con ningún manantial para elsurtimiento de la ciudad; y siendo los salarios muy crecidos,el molino, cuya torre se coloca sobre el pozo, ahorra elestipendio de un jornalero y el comprar el agua a algúnvecino. La escasez de lluvias y los fuertes calores han hechode ésta una tierra muy sedienta, si bien fertilísima; de aquí lanecesidad de regar constantemente las huertas y pequeñosplantíos. La profundidad del agua en el subsuelo varía entredoce y veinticuatro metros, siendo generalmente delgada ydulcísima y raro que se halle a mayor profundidad, aun enlos puntos más lejanos de la playa…

La canoa es otro artículo de rigurosa necesidad entre estasfamilias: las acomodadas poseen embarcaciones de regularporte, en que hacen el cabotaje entre los puertos vecinos, ocon que allegan a sus almacenes los víveres de sus marinoso buzos. Para los pobres cuando están de vagancia, pues notodo el año tienen ocupación en las expediciones de buceo,la canoa pescadora provee copiosamente sus mesas de ma-

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riscos sabrosos, y vendiendo el resto en el mercado, ayudaa suplir el salario en las periódicas cesantías. Cuando el jefede la casa ha partido a una expedición, no por esto la canoaqueda improductiva, pues la utilizan los muchachos yendoa los esteros y marismas a coger careyes y cahuamas, dosespecies de tortuga abundantísimas en todo el litoral, obien se alquila la embarcación a los vecinos…

La parte del solar que no ocupan la cocina, el pozo y losanimales, se destina al cultivo de frutales, hortalizas y flores.Se dan en increíble abundancia y de suprema calidad y ta-maño todas las frutas de las tierras calientes y templadas,como aguacates, mangos, dátiles, naranjos, huamúchiles,guayabas, limones, ciruelas, toronjas, limas, chirimoyas, plá-tanos, higos, etc.; pero lo que marca de un carácter de ubé-rrima a esta producción, es la exquisita uva de sus vides, detanta dulzura que empalaga como la miel de colmenas. Elvino que se hace de tan magníficas cepas es de lo más gene-roso y puro que puede imaginarse.

La cosecha de hortalizas es muy escasa, o bien me le pare-ce porque es carísima aquí la verdura, y pocas veces seconsiguen frescos algunos de estos renglones, que los culti-vadores conservan en tarros de ingrata salmuera.

Los pastos de las cercanías, de lozanísimo desarrollo elaño entero, producen en las vacadas sabrosa y fresca leche,que da fama universal a los quesos y a las mantecas de BajaCalifornia; y a la carne de las reses hace justicia la estima-ción de que gozan los ganados del Territorio… Así, entrelas peripecias de la pesca, el cuidado de las gallinas, el or-deñar las vacas, el salar el pescado y otros menesteres de ladespensa y la familia, la existencia de estas gentes sobrias,morigeradas y trabajadoras, se desliza sin pesares, sin con-mociones de lucha, sin contratiempos ni derrotas. Para elcalifornio todas las cosas y todos los acontecimientos giran

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en torno de un centro, el hogar, fuera del cual nada supo-nen ni nada valen el mar, la playa, las tierras, las riquezas niel mundo entero.

Así, esta concepción de la felicidad doméstica como elnúcleo sagrado de los esfuerzos y aspiraciones de la vida,prestan a estas pequeñas agrupaciones de familias unióninvencible, y las precisa a usar con los extraños de un dis-creto provincialismo que, sin excluirlos de sus satisfaccio-nes ni escatimarles la hospitalidad, los mantiene en delica-do y cortés apartamiento, que les permite observar sin pre-juicios su carácter y sus costumbres, les fuerza a amar latierra y los hace al cabo participantes, a poco tiempo deresidencia, de la suavidad y dulzura de aquel medio am-biente…

- III -- III -- III -- III -- III -

A los dos días de mi llegada la ciudad sintió reanimarse por lafiesta oficial del centenario. Era una oportunidad para ver decerca el conjunto de sus habitantes, y acudí al lugar de cita.

En la loma sur, o que ve al rancho del Palo -y así la distin-guiremos en lo sucesivo, en contraposición a la del norte oque se extiende hacia el barrio del Esterito- se levanta unaplataforma en el centro del lugar en que va a fundarse laprimera piedra de un edificio destinado a escuelas, y dondese formará una nueva plaza. Los empleados y los oradoresocupan el templete, abajo se coloca la orquesta; el resto de laconcurrencia se distribuye en los asientos que se han preve-nido bajo un extenso toldo formado de velas de buque.

Yo no estoy con que nadie, así sea el mismísimo Flauberten Madame Bouvary, haga punto de escarnio de la gentede los centros populosos las fiestas de los lugares cortos,

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aunque sean oficiales y se les imponga el obligado carácterde patriotería trasnochada, que entre las nuestras es de rigortradicional. Precisamente cuando la alegría se pinta en to-dos los rostros, cuando todos los corazones en un latidounísono, sienten que la vida vale la pena de vivirse al alegrefuego de los recuerdos gloriosos, aunque fuesen despertadosen nuestras almas por evocación de oradores y vates analfa-betas, la más superficial atención es suficiente para entreverun interés de insigne solemnidad que no tiene más objetoque recordar una fecha en común, una fecha en aras de lacual el mundo antiguo derramó sus tesoros, sacrificó a sushijos y ennobleció los blasones de la raza latina, con máslegítima grandeza que los habían ennoblecido sus fundado-res inmortales en la defensa de Troya y en la constituciónde Roma.

Así, las emociones que justamente puede uno admitir seenseñoreen a intervalos de su espíritu, no radican exclusi-vamente en la sorprendente exterioridad de los adminículos,sino que se afianzan en la profunda y jamás sondeada re-gión donde se asientan la tradición ya aceptada o la creen-cia ya inconmovible. Porque esta multitud de señores re-cién afeitados, acicaladas sus levitas con la plancha y elcepillo, cubiertas las cabezas con flamantes y vistosossombrerillos de paja, relucientes las botas y las camisas ypegado el rígido brazo a una gruesa caña; y esta reunión deseñoras y muchachas vestidas de gasas y colores suavísi-mos, ondeantes las cabelleras sobre las espaldas, ceñidoslos corpiños sobre las opulentas caderas, de mirada fulgu-rante los ojos y de clásica hermosura criolla los rostros; yeste grupo de pueblo, endomingados unos con blanquísi-ma blusa, arriscado sombrero guaymeño y zapato negro devaqueta, autorizados otros con el uniforme azul marino y laboina de reglamento; este puñado de descendientes deguaycuras y españoles, no son si bien se mira, más que unfragmento de historia contemporánea que tiene sus prece-

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dentes en la data de hace cuatrocientos años, o para decirlocon una imagen, un racimo que cuelga de la lozana vid queplantó en América el Descubrimiento…

Pero tras la serie de piezas de música y trozos de oratoria;tras la ceremonia de colocar en sus cimientos el bloqueangular del futuro edificio, una alegría fragante se disuelvepor el ambiente y un bienestar embriagador se esparce porlas almas. Sobre el gran solar donde acaba de efectuarse lafiesta y por las calles adyacentes la concurrencia se disemi-na en corros bulliciosos. La orquesta se dirige al muelle,cuyos faroles ya encendidos iluminan el ancho andén demadera, y se prolonga el festejo en agradable serenata.

He permanecido en el templete hasta que acabaron dedesfilar los grupos, y luego he bajado también al muelle,donde la garrulería de las conversaciones y la animación delpaseo tornaba en aquellos momentos la ciudad en trafagosay bullanguera feria. Las californias no son locuaces, aunqueestán muy lejos de la taciturnidad. Platican acompasada yexpresivamente, y poseen la cualidad de recorrer varias ve-ces, con magistral dulzura de voz, las notas del pentagramaen la grácil modulación de sus frases. Seguro estoy de queno ha venido aquí jamás un filólogo, ni puestose ad hoc aescribir estudios de fonetismo, a lo cual se debe sin duda elque yo no haya visto, leído, en cuanto a mis manos havenido acerca de esta península, consignada esta singularexcelencia de la expresión verbal en California, y afirmoque si alguien me la hubiese contado con la ponderación ygracia que la he escuchado yo mismo, la habría tenido porhipérbole increíble.

Lejos de eso está la realidad, y tanto, que no sé si llegue aexplicarlo a quien por sí propio no lo haya observado. Haréun pobre esfuerzo, que desde luego califico de enteramenteinútil para aquel de mis lectores que no haya vivido en

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climas ardientes ni en países costaneros. No hay idioma enla tierra que al producirse en sonidos por la voz humana, noreciba las tonalidades de la inflexión a que le amolda cadapueblo, cada familia y cada individuo; y no hay nadie queal hablar, por monótono, fastidioso y desnudo de graciaque sea en estilo de conversar, y por bronca, desgarbada ypastosa que sea su voz, que no emplee siquiera tres o cua-tro tonos fundamentales a que se ajusta forzosamente todaserie de sonidos de diversa emisión, y digámoslo así, dealternadas embocaduras, como son en conjunto las letrasdel más corto alfabeto.

De suerte que, si algunos animales, que por muy extensa ymeliflua que sea su escala, no suelen dar en sus gritos -aexcepción de las aves cantoras- sino con dos o tres tonali-dades precisas, el hombre, cuya voz se asemeja a la de losmás melodiosos instrumentos, cuya nariz, cuya garganta ycuyo pecho sirven a su órgano vocal de compresores,aductores y reguladores acústicos, y cuya lengua, paladar ydentadura modifican a voluntad el paso de la onda como amanera de las válvulas o llaves de una flauta; que usa nomenos de diez y seis sonidos distintos, y que combina hastael infinito las sílabas o grupos de sonidos o sonidos com-puestos; que aprecia el valor de las emisiones con la exacti-tud de intensidad, de duración y belleza con que aprecia elvalor de los otros fenómenos, y que ha inventado por fin elarte de la música y la ciencia de la acústica, tiene que serpor fuerza, sin que le cueste ninguna educación, ningúntrabajo, ningún estudio, por lo menos un diapasón elemen-tal. Así, todos hablamos recorriendo escala arriba y abajo,insinuando pases o series diatónicas y cromáticas y pun-teando medios tonos y comas; sino que la costumbre deoírnos y de oír a los demás nos hace inadvertidos a estascadencias e insensibles a estas apreciaciones. Un sencilloejemplo simplificará lo que quiero decir: cuando nos ausen-tamos algún tiempo de una persona que hemos tratado

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mucho, al volver a oír su voz, sus peculiares inflexiones ysu individual manera de expresarse, nos sorprendemos conagrado, y hacemos sensacionalmente un trabajo reflejo: noes que su voz y su estilo hayan cambiado, es que habíamosechado en olvido aquella particular y antes acostumbradamelodía, y ahora la recordamos emocionados, como cuan-do volvemos a escuchar después de muchos años las cam-panas de nuestra tierra.

Pues bien, así como hay idiomas diversísimos, cuya ento-nación nos parece muy sonora o muy áspera, aunque sehayan derivado del mismo tronco, debiendo aquella suavi-dad o dureza a las modificaciones que el clima, el modo devivir y el carácter marcan en el lenguaje del hombre, así unmismo idioma hablado en una región muy extensa va mos-trando de sí modalidades análogas a las que las distintasagrupaciones de familias van sufriendo conforme a la posi-ción geográfica, a las ocupaciones y al genio de la raza. Losidiomas nacidos en climas ardientes, formados por pueblosnavegantes y trasmitidos a generaciones de marinos y pes-cadores, impregnados de la alegría del mar, de la libertad dela vida errante y acostumbrados a los frecuentes goces delpeligro superado, de la ausencia acabada, de la fortuna sor-prendida y vencida, informan su sonoridad en una serie deinefables cadencias que riman, por decirlo así, el idilio desu vida dentro de la curitamia de su poético medio ambien-te. Si estos idiomas suben a las cordilleras y se dilatan porlos continentes, su expresión dulcísima se va engrosandode asperezas y de escarpas, hasta diferenciarse tanto de laprimitiva como el manipular del remo y de la red del mane-jo del arado y de la barreta minera. De contrario modo, unalengua originada en las serranías, al extenderse a los cam-pos y a las tierras bajas, pierde paulatinamente su rigurosamonotonía primera y adquiere elasticidad y soltura cuandomás se aproxima a las playas. El montañés y, en general, elhabitante de tierra firme amolda la expresión de su habla al

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compás del paso firme de la bestia en que cruza los cam-pos; el morador de las costas y de las islas modula en len-guaje el capricho de las ondas que le llevan y de la inestablebarquilla que le sustenta. De esta manera el latín, en lascostas de Italia por los errabundos nautas troyanos, suma-mente expresivo y sonoro de suyo en sus principios, fuetornándose rudo cuando los romanos habían invadido elcontinente viejo, hasta degenerar en bárbaro hacia la deca-dencia del imperio; y de esta manera el castellano, oriundode esta baja latinidad en las montañas de la antigua Castilla,no recobró la elegantísima extensión de la lengua madre,sino al perder su agreste simplicismo, cuando la secular re-yerta morisca lanzó a los mares la población de España, ycuando el Nuevo Mundo la atrajo hacia sus playas risue-ñas...

No sé si quedará satisfecho el lector con esta teoría encroquis de la sonoridad y belleza de las lenguas; pero leruego, si se le ofrece la ocasión y recuerda estas páginas,trabe conversación a la vez con un madrileño y unsantanderino, o bien con un extremeño y un sevillano, o,para no salirnos de nuestra tierra, con un guanajuatense yun mazatleco…

Decía, pues, que las californias tienen una tesitura de vozcomo si les hubiesen educado el habla ex profeso. Comien-zan una frase generalmente por la nota más alta, y despuésde recorrer arriba y abajo una serie de sonidos con que vandando singular expresión a sus pensamientos y singulardulzura a sus palabras, vienen a concluir en la nota bajainmediata a la en que comenzaron, o un semitono junto aella. Semejante modulación, unida a la gracia natural y nadaafectada de su acción y gesto, y al timbre sonoro de la vozllena, madura, flexible, resonante y poderosa, presta a susconversaciones tal encanto que deleita y no se quisiera de-jar de escucharlas. No está de sobra hacer notar que a este

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encanto contribuye copiosamente la facilidad que de con-versar adquieren desde niñas, pues las familias no tienenaquí por lo común otra distracción que visitarse las unas alas otras en las horas de descanso, ni otro recreo queplaticarse mutuamente sus asuntos domésticos, sus alegrías,sus pesares o sus amores. Tampoco está de sobra observarque hablan el idioma con bastante propiedad, debido sinduda a que el aislamiento del Territorio no ha consentidocomo en los demás centros poblados de México, la intro-ducción de neologismos y barbarismos en que tanto abun-da por desgracia la lengua en que hablamos los mejicanos.Provincialismos cuentan muy pocos, verbigracia: de una florque se marchita, dicen que está churida; a los centavos lesdicen jolas; de una falda rabona, de un bastón pequeño ode cualquiera otra cosa inusitadamente chica, dicen que espoche; a un perro pelado, a una persona desnuda, a todo loque le falta el pelo, la corteza, el vestido, la funda o lacubierta le llaman biche; al que le falta las pestañas, pipisque;al que tiene hambre lángaro; al que está loco, lurio; al ma-rrano, coche; a las curiosidades, curias; y algunos otros másque no pasan de una docena…

Tienen también algunos giros no muy castizos, y entre ellosme llama particularmente la atención el siguiente, cuya tex-tura no puedo explicarme, por que no tiene ilación grama-tical ni lógica, y menos puedo imaginarme por qué lo usanhasta las personas más ilustradas. Cuando uno lleva a otroun recado o le da una razón de otro que le manda a deciralgo, principalmente si tiene una duda, le dice, por ejemplo,¿Que si cómo sigue Ud. de males? Este si, que me da cienpatadas, por que no es allí ni pronombre, ni partícula condi-cional, ni afirmativa, ni nada más que un disparate, lo heoído, repito, a los hombres y mujeres más distinguidos…

Algunas de sus interjecciones, aunque no muy elegantes,son muy enérgicas: así, cuando se dan una broma o se di-

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cen una chanza, exclama el chanceado o bromeado -¡Ande,que…!

-Cuando alguno rehusa el crédito a lo que le están refi-riendo, para manifestar su duda o su incredulidad, pro-rrumpe admirado -¡Ah, sí!- Por el contrario, cuando no lecreen a él y le muestran su no creencia negándole el asen-timiento, responde con la contraria exclamación: -¡Ah, no...!-Estas interjecciones y otras semejantes las pronuncian al-zando la voz en la primera sílaba, haciendo una largapuntuación de suspensivos enseguida, y luego bajándola ala segunda en tono muy grave. Cuando se admiran de al-guna cosa inesperada, o que no se la explican al punto,expresan su admiración -¡Pu...ros! qué malo estuvo eso!-La primera sílaba es un gritito agudo, prolongado, como elchiflo de una caldera, y caen luego a la segunda, brevísi-ma, opaca y que apenas suena... Entre el pueblo bajo noescasean los barbarismos. Incurren como los habitantesde todas nuestras costas y aun los de las de España, en lasupresión de las eses finales, substituyéndolas con una li-gera y casi imperceptible aspiración gutural, parecida a lah de los ingleses, principalmente si la palabra que siguecomienza con letra consonante, que de lo contrario la as-piración es más tenue todavía. -Pongo por caso: -Todaj lajcosah están así:- en las dos primeras finales la aspiraciónfigurada con jotas, es más perceptible que en la tercerafigurada con hache. El que haya oído a un andaluz puedehacer cuenta de que ha oído, punto más punto menos,esta manera de pronunciar de los californios… Incurrentambién, sin duda llevados de predisposición innata a laeufonía, en la costumbre de desunir las vocales cuandotermina una palabra en dos de ellas no formando diptongo,y esta desunión la efectúan intercalando una i entre lasdichas vocales y pronunciándola con la última en diptongosonoro.

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De suerte que las palabras mío, río, veo, caos, duo, etc.,vienen a ser entre ellos miio, riio, veio, caios, duio, de loque resulta una confusión y un fraseio de pésimo gusto.

Pero no dejaré de consignar, para honor de los marine-ros californios, y, en general, para de los demás de lacosta del Pacífico -que de la del Atlántico no sé una pala-bra- que no obstante las rudezas, incorrecciones y demásdesperfectos de su leguaje tosco e inculto, no se ha co-rrompido aún en este litoral el tecnicismo de marina, esdecir, que se conserva entre todos ellos al igual, constan-temente y sin excepción, con la misma pulcritud y pro-piedad con que se haya escrito en los libros. No sé si lapureza del lenguaje técnico de nuestra gente de mar tie-ne por causa el que los patrones hacen sus estudios enbuenos libros técnicos españoles, y con la misma purezatransmiten sus conocimientos a los aprendices que hacensu práctica con ellos: sea cual fuere su origen, consignoel hecho, tanto más notable cuanto que entre nosotrosno hay oficio en que no se hayan introducido corruptelasy solecismos enteramente desconocidos en castellano, sinir más lejos, en el lenguaje forense que a punto está dedegenerar en galimatías.

Y cierro este artículo porque el velón a cuya luz escribo seestá quedando poche, y yo corro el riesgo de quedarmepipisque.

- IV -- IV -- IV -- IV -- IV -

He alquilado una casa frente al mar. Desde su corredoramplio y fresco abarco hacia la bahía un horizonte esplén-dido de sesenta millas. Sus confines son la isla del EspírituSanto, que distingo claramente como una manchita de mus-go, y las cumbres occidentales de la cordillera que atraviesa

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por su centro la Península, y entre las cuales se yergue lacuesta de la Vieja…

Cuando se ha cumplido un deseo, nada más grato quepaladear la dicha que nos ha traído con el mismo deleiteque un muchacho acaricia el juguete soñado, o saborea laconfitura cuya pasta sacarina le hace agua la boca. Parasaborear, pues, el placer de vivir junto al mar, he instaladomi mesa de trabajo en el corredor mismo: me figuro que nodebo escatimar a mi golfo querido ni una sola mirada, niuna sola página, ni un solo pensamiento… Mi alma es comoflorecilla recién abierta a la luz de una alegre mañana, yaspiro a plenos pulmones la brisa, y no me canso de ver lasondas, y me extasío pensado en las excursiones que harépor la costa california y por el desierto, cuyo perpetuo sue-ño arrullan dos mares con eternas y tristes endechas.

He adornado mi corredor con carapachos de carey -unode ellos mide cerca de un metro, y me ha costado ochoduros-, he colgado de las paredes pieles de tamborillos di-secadas, conchas de abulón del tamaño de un palmo, debrillantísimos y chillones colores.

En el pasadizo de la puerta de entrada he mandado colo-car a guisa de escaños dos enormes vértebras de ballena enlas cuales puede sentarse un hombre a la altura de una silla.De una pesadísima aleta del mismo cetáceo, tan larga comomi bastón, tan ancha como mi espalda y tan gruesa comomi muslo, he formado un trofeo en mi sala, colgándola jun-to a dos espantosas mandíbulas de tintorera, por donde ca-bría yo mismo sin rozarme los hombros. En mi escritorio lospisapapeles son conchas burras, colmillos de cachalote ovalvas de Venus. Mis portaplumas, mi navaja, mi fosforera,mi peine, mis mancuernas, mi cortapapel, mi portalápiz, micajita de obleas y la vaina de mis anteojos son de careypuro.

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A mi cabecera he puesto una pequeña jábega de cáñamo,un anzuelo con gruesa piola enrollada, un par de diminutoshipogrifos marinos, un tonelete en miniatura y un pailebotde cuarenta centímetros con todos sus aparejos de jarcia yvelas…!

He comprado una hamaca: la tiendo de largo a largo depilar a pilar, y he aquí que cuando pruebo a acostarme enella, me mareo como en un mal balandro, siento náuseas, yme apresuro a saltar en tierra, acogiéndome a mi confortan-te sillón de mimbres y muy convencido de que todas miscuriosidades marinas, todos mis trofeos de huesos mons-truosos y todos mis aperos de pesca, no me han de hacermás marino que los desfiladeros y escarpas de mis monta-ñas natales, donde apenas vi más agua en mi adolescenciaque la que se despeña en borbotones azules de la cuencade la Cebada o de la cumbrecilla de Malanoche... He mira-do hacia la pared, aún no bien repuesto de mi mareo en lahamaca, y me parece que las mandíbulas de la tintorera mehacen una mueca burlesca, como diciéndome:

-¿Qué tal?… ¿Te atreverás tú conmigo? Y un ligero escalo-frío me hace estremecer y exclamar cómicamente:

¡Aprieta!…

Vaya ¡no me importa! Diga lo que diga la tintorera y aun-que no llegue jamás a lograr tenerme en un pie en chalupónde ancha quilla, ni a descabezar un sueño en mi hamaca,marino soy ¡vive Dios! y tan marino como si hubiese nacidojunto a los vados del más resonante oleaje.

Vamos e verlo…

Lector, cuando oigas hablar de la cocina california, y prin-cipalmente cuando te invite un californio a su mesa, haz

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favor de desplegar de par en par las alas del espíritu, de izarde lo más alto del deseo las velas del apetito, y de dejarteconducir sin reserva y sin miedo a todas y cada una de lassuculentas salsas y sabrosos platillos que voy a presentar atus ojos…

Se abre el banquete -hablemos en estilo militar, porquetoda la comida es una marcha de triunfo-, se abre con unadescubierta de ostiones frescos, servidos en sus propias valvasy nadando en su deliciosa agua salina. En una escudilla haylimones partidos para rociar el marisco, o bien según elgusto de cada comensal, brilla en otra salsera polvillo depan tostado y pimienta molida, del cual se pringa el ostióncon una cucharilla y se le acompañan algunas gotas de salsade Ravachol, que, como su nombre lo explica, esfuriosamente picante, fue inventada y bautizada por uncalifornio, uno de esos hombres sin hiel, encarnados en laquinta esencia del buen humor, de excelente gusto culina-rio y de corazón mucho más excelente todavía, a quien meplace consagrar este recuerdo en honor de su salsa…

Después de los ostiones, que no son más que el aperitivo,no obstante que se reparten a veinticinco por cabeza, sesigue la sopa de almejas cocidas en leche. Pescadas en laplaya el mismo día, blandas y suavísimas, se las cubre conuna ligera capa de yema de huevo, y enseguida se las su-merge un poco en puré de papa, lanzándose las pelotillas ala leche condimentada por el estilo del consomé ruso, conpedacillos de zanahoria, apio y queso rayado. Este platoprepara y fortalece el estómago para recibir el jubiloso eimponderable manjar siguiente: los cayos, son la ostra de lamadre perla que, destripada de su preciosa carga, se adere-za con salsa de tomates y especias. Como es uno de losmanjares más apetitosos y positivamente agradables de lacosta, se consume de ellos una gran fuente y es necesariopara continuar comiendo sin peligro de indigestión, desta-

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par una botella de vino del país, de uva pura, fabricado enla misma península. Vienen ahora los huevos fritos, quenada tienen de particular, sino que se comen con delgadastortillas de harina tamañas como cuatro de las usuales demaíz. El beafsteak frito en manteca de leche, adornado depimientillos y guindillos en salmuera, conservados así du-rante la larga sequía; las aceitunas y los rabanitos autorizan-do un bonito lomo de cerdo, medio sumergido en salsanegra de vino tinto y abrumado bajo una montaña de papasfritas en crudo. En su compañía, la ensalada de lechugasfrescas, aromadas de rico vinagre y lustrosas de aceite finísi-mo, abren el corazón a la segunda copa, y disponen alegre-mente el ánimo para recibir con festejosa alegría el verdade-ro plato favorito, la suculenta especialidad california, la dis-tinción clásica de esta mesa, sin la cual toda la convivialidadresulta triste y el mayor derroche culinario parece pobre ymezquino.

En ancho platón de porcelana, que semeja más bien porsus dimensiones una bandeja o una sartén de panadería, esconducido a la mesa el ideal gastronómico: es el pecho dela tortuga cahuama, especie sabrosa del golfo, cuya carnesupera a la de la gallina y es tan suave y sabrosa como la dela perdiz. La colosal pieza recuerda los rellenos de Lúculo,repletos de omni re digestibile, porque dentro del pecho dela cahuama ha puesto el cocinero picadillo, papas rebana-das, trocitos de almendras y nueces, menuzas de legum-bres y manzanas, uvas mondadas, pedazos de jamón,caracolillos… y no pude saber cuántas cosas, porque el ape-tito propio y la alegría de mis anfitriones no me permitióhacer una enumeración más minuciosa.

Creí que la ración de mi plato, si le daba fin y postre, seríacapaz de llevarme a la cama por muchos días; pero al irviendo que se me agotaba de muy buena gana de mi parte,tentado estuve de hacer lo que aquel buen jesuita alemán,

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que llegando peregrino a una casa profesa de España, yviendo que ponían en la mesa junto a él un gran pavo relle-no, se le apropió todo para sí diciendo, «Optima portio! inmea povintia tantum dimidiam dabatur. Magnífica ración!en mi provincia solamente nos daban la mitad» y se engullóel pavo tranquilamente…

La alegría de vivir, que nunca se siente tan sensualmente,digámoslo así, y en el sentido honesto de la palabra, comoen una mesa en que reinan la franqueza y la cordialidad,hizo que poco a poco, de trocito en trocito, el platón de lacahuama fuese quedando vacío, y que destapásemos unatras otra hasta tres botellas de generoso vino. Hemos apura-do el café soltando irreverentemente la balumba de frutas,pastelillos, cakes americanos, pudings y postres de todogénero que seguían en decoroso cortejo al pecho de tortu-ga.

¿Quién era capaz de apurarlo todo? Y he omitido, pero loconsignaré por fin en gracia de la veracidad, que hubo tam-bién su cabrito asado, un hermoso adobo de queso añejo,sesos tatemados de vaca y otras curiosidades de esta espe-cial cocina, que no consumimos por dar la preferencia alfabuloso pecho y a los otros mariscos…

Un veguero veracruzano dio término a nuestro festín. Hellegado a mi casa aún fumándolo; y al arrellanarme en misillón de mimbres sin acordarme para nada de mi hamaca,he alzado la vista a las horribles mandíbulas de la tintorera,y entonces yo he sido quien ha preguntado.

-¿Qué tal?

Y creo que me han respondido:-Sí, sí te atreverías con una de nosotras!…

CUENTOSCUENTOSCUENTOSCUENTOSCUENTOSCALIFORNIOSCALIFORNIOSCALIFORNIOSCALIFORNIOSCALIFORNIOS

LLLLLOSOSOSOSOS P P P P PESCADORESESCADORESESCADORESESCADORESESCADORES

El tío Julepe soltó la amarra y en tres brincos se puso de-lante del timón del esquife.

Gerardo y Melquiades habían cogido los remos. Empuja-ron la embarcación mar adentro, después de virar en redon-do y a la voz de mando del timonel, que con un grito pare-cido más al relincho que a la voz humana, les ordenó conestridencia: Salid avante!

Surcaron la pequeña rada. Doblando entonces el monteci-llo de la Gariña, que al dilatar su falda sobre las aguas formaun cabo peñascoso y blanquecino, llamado por esta últimacircunstancia Cabo Calizo, se perdieron lentamente en elhorizonte, hasta semejar el velacho del esquife un ala degaviota, y hasta desaparecer por fin, del radio visual de losojos de más alcance.

En el momento en que doblaron el Cabo Calizo, se poníael sol espléndidamente de cara al promontorio…

La gira de los pescadores estaba proyectada no más lejosque a la isla Negrita, en cuyas ensenadas y esteros solía

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cogerse abundante pesca de totoabas, cabrillas, lisas y pargos,amén de algunas mojarras y una que otra tortuga.

De ocho millas era la faena, y los tres se prometían, sisoplaba buen viento, arribar a la Negrita antes de las nueve.Aprovecharían la obscuridad cerrada de la noche, pues essabido que las tinieblas favorecen la abundancia de la pes-ca, y antes del amanecer retornarían al puerto.

La tranquilidad augusta del océano y la limpidez intacha-ble del firmamento, daban confianza a los pescadores; y así,sin hablar palabra, batían los remos poderosamente. No seoía a bordo otro ruido en medio del silencio majestuoso,que el roce de los leños en las chumaceras y el sonorochapotear de las ondas.

El tío Julepe, con la seguridad de su larga experiencia poraquella ruta que acostumbraba a surcar desde los seis años-y a la sazón se afeitaba ya setenta y cinco- no cuidó delrumbo de la Negrita tanto como tuvo que lamentarlo al si-guiente día. Sólo una vez, cuando la obscuridad de la nocheborró del horizonte la silueta de la Gariña, y al propio tiem-po un vientecillo hinchó el velacho, indicando el descansoa los remeros, alzó el patrón los ojos al cielo para orientarsecon las estrellas.

No lucía ninguna en el firmamento. La transparencia de laatmósfera, de nitidez profunda y casi inalterable en las prima-veras del occidente de México, habíase empañado poco a pocoy a escasa altura del mar con un inmenso toldo de niebla que,sin amenazar muy sensiblemente la tenue claridad de la no-che, hacía debajo de los astros el mismo efecto que una panta-lla de vidrio delustrado delante de una lámpara.

Para consuelo de Julepe y sus hermanos, el viento, que,según opinaron por unanimidad, les soplaba de popa, era

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bastante segura indicación, para el más novel nauta, delderrotero hacia la Negrita.

Para reforzar la andadura, pues el viento no era recio nicon mucho, discurrieron presentarle una superficie más di-latada, izando al propósito del mismo débil mastilejo quesostenía la vela, otra que servía a maravilla para figurar ladisposición llamada de oreja de burro en los aparejos dealgunos pailebotes, y que consiste en abrir obtusamente dosalas del velamen a babor y estribor.

Podía decirse que el esquife se deslizaba ligero. Los remerosse frotaron las manos, sin decir chus ni mus, y se echaronindolentemente en el fondo del bajel. El tío Julepe sin soltarel timón, se hizo un lío en la manta, y ojeando por los cuatrovientos cardinales, como si sintiese que alguien le acechase,satisfecho de su escrutinio empujó dos veces sobre los labiosuna botella que de seguro no contenía agua, y aguardó tran-quilamente a notar la proximidad de los bajos de la Negrita,por la reventazón de olas que nunca falta en sus orillas.

Media hora después el vientecillo soplaba muy quedamen-te. A los cinco minutos las velas cerraron la oreja de burro,y a los otros cinco sonaban los rizos, como en un tamborflojo y roto, sobre las lonas rugosas y colgantes, parecidas alos músculos de un rostro viejo. La calma era completa y laniebla más baja y espesa. Gerardo y Melquiades estabanotra vez en sus puestos.

El patrón dijo de pronto:

-Hoy es el veintitrés: vapor seguro en el puerto dentro depocas horas.

Si no hemos perdido el rumbo, a poca distancia estará laNegrita. De todos modos con la niebla no se podrá arribar;

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pero evitaríamos que el vapor nos hiciese pedazos, pues nopasa a dos millas de la isla. Si no me equivoco, dentro deuna hora, a todo alargar, estaríamos dentro del radio a queno se atreven los grandes barcos…

Aquellos tres hombres curtidos en los peligros de la vidadel mar, no disimulaban el terror que les infundía la posiblecolisión de un gigante con un enano. Las olas y el viento,con el brío y la pujanza de todos sus ímpetus, son algo al fincontra que se puede luchar, y sus embates casi siempre sonde preverse, de prevenirse y de esquivarse; pero ¿quién puedecontra los horrores de la tiniebla? ¿Quién es capaz de pre-venir las catástrofes con que amenaza una bruma encapotada?

Gerardo y Melquiades se santiguaron, parando los canaletesuna bregada, en tanto que el anciano mayor reverenciabapor tercera vez la botella.

No se distinguía la superficie del mar por nuestros viajerosa cinco metros del batelillo.

-Mucho remo, muchas luces y muchos gritos es lo queconviene, observó el menor de los intrépidos.

-Y mucho aplomo! añadió Gerardo.

-Y mucho vino! concluyó el tío Julepe, haciendo en aque-lla escena trágica el obligado gracioso de los dramas anti-guos.

Encendieron a más del farolillo de proa izado a mediomástil, hasta tres candilejas de petróleo que distribuyeron aiguales distancias, y un hachón grueso de resina y sebo,cuya flama irregular y enorme rompía más espacio en latenebrosa bruma que las modestas candilejas.

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Julepe ordenó a sus hermanos que lanzaran con él un gritosimultáneo, agudo y prolongado, repitiéndole cada medio minu-to, y no descansasen de remar hasta sentir el bajo al pie del remo.

Arriadas las velas, el esquife corría sobre las aguas comodebió de correr sobre el Leteo la barca fatídica de Carón enel infierno de los paganos. Las luces rojizas, las siluetas delos pescadores y del esquife insinuándose apenas entre losabismos del mar y del cielo; y el triple grito agudo y luengo,al que el temor de aquellos infelices prestaba las inflexionesde la desesperación de los condenados, hubieran hechorecordar las escenas de Alighieri y de Wagner.

Dos horas de remar incesantemente, cansa a los másesforzados. Y como la fatiga suele mitigar el miedo, puessucede en las batallas que la bravura se enardece en el ins-tante de más riña y encarnizamiento, confiaban nuestroshombres, casi sin recelo, en que habían entrado en el radioque no traspasan las embarcaciones mayores alrededor dela isla Negrita. Redoblando su pujanza, si es que cabía es-fuerzo mayor, prosiguieron con entusiasmo, como quien estápróximo al remate de una empresa que ha costado mucho.

De pronto el tío Julepe ordenó el alto. Iba a lanzar la se-gunda bomba. Pero era preciso fortalecerse con un trago,convidando esta vez a sus hermanos.

-¿Qué sabéis de cierto si no habremos extraviado el rum-bo? Y en este caso, ¿si estamos a salvo de una inminentecolisión con un barco grande, ni dejamos de exponernos ano orientarnos en muchos días si la niebla persiste?

Gerardo, pensando en los víveres y el agua, dijo resuelta-mente:

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-Soy de parecer que nos mantengamos en este punto, su-ceda lo que quiera. En dos días, en tres, si somos parcos, notendremos hambre ni sed; y de aquí a tres días es posibleque sepamos cuál es nuestra posición en el océano. Quizálo sabremos esta aurora misma.

Melquiades, apoyando la opinión de su hermano, observóque una corriente pudiera muy bien llevarlos más lejos sinque lo sintiesen, y así era necesario sostenerse en aquellacalma y en aquel punto hasta rayar el día…

Un pitazo lejano, en do grave, parecido al lamento de unagran bestia, hizo estremecer a los pescadores, y sintieronque un frío de muerte caía en lo más hondo de sus huesos.El barco de vapor, teniendo en cuenta la conductibilidaddel sonido a través de la bruma, debía de estar a mediamilla a lo sumo. Tras este silbido escucharon otro, y otro yotro, y cada vez más cercanos.

Los tres hermanos esperaron impávidos. Era inútil todaescaramuza.

El foco de luz más potente del barco no podría ser visto,para evitar su choque, sino a muy corta distancia, por loque, supuesto su andar mínimo de cinco millas, nada podíasalvarlos.

Abrieron mucho los ojos y apercibieron más los oídos,mirando y escuchando a través de la sombra.

Las pitadas se oyeron más y más lejanas, luego casi no sesintieron, y luego ni un rumor siquiera; la lobreguez y elsilencio en torno de la barquilla.

En consecuencia, el barco había pasado cerca de ellos. Elchiflo ronco y grave era el del Sydney, de la “Pacific Mail

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Co.” como la reconocieron los pescadores. Luego estabansobre la ruta de la isla; muy cerca del estero. Un esfuerzomás y tocarían el bajo arenoso.

Volvieron a la carga con la tranquilidad de quien torna asentir el alma en el cuerpo. Un cuarto de hora más y trope-zaron los canaletes con la arena de la playa.

Aquello era hecho. Vararon la embarcación con facilidad.Comieron de lo lindo. Difirieron la pesca para la noche si-guiente. Las emociones, el cansancio y la digestión les brin-daron con una copiosa ración de sueño.

Cuando la temprana aurora del veinticuatro de mayo disi-pó la neblina e iluminó la costa y el mar, tres alegres carca-jadas la saludaron desde el esquife. Se hallaban los pesca-dores al pie de la Gariña bajo los cantiles del Cabo Calizo, ya cien brazas del “Sydney” fondeado en el puerto!

EEEEELLLLL A A A A AMIGOMIGOMIGOMIGOMIGO DEDEDEDEDE LALALALALA I I I I INFNFNFNFNFANCIAANCIAANCIAANCIAANCIA

Cabalgaban por una arenosa carretera de la Baja California,en tibia tarde primaveral y jinetes en flacos rocines de alqui-ler, tres abogados.

El más joven acababa de sustentar su examen académicoel otoño anterior en Guadalajara. Llamábase Berto Maya, yera aquel viaje el prólogo de su primer pleito: iba a embar-gar al dueño de un cortijo cercano a La Paz, por adeudoscon una casa fuerte. El que se le seguía en edad sólo acom-pañaba a los otros dos, sin que le llamase ningún interés alcortijo más que el de esparcimiento y paseo. El tercero erael escribano de diligencias, que se dirigía a practicar el em-bargo en nombre del juez.

Sin particularidad digna de mención, que pocas veces laofrecen aquellos caminos destartalados, solitarios y ardien-tes, apeáronse a poco andar los tres caballeros a la puertade una casucha, en el cortijo de La Huerta. Preguntaron alhuésped por el señor Chico Ventana, que era el deudor. Eldueño de la casa, antes de contestar, ordenó a un mozo queatendiera a los caballos, desenjaezándolos y dándoles aguay pastos, e indicó después cortésmente a los viajeros la di-rección de la casa de Ventana, ofreciéndoles él mismo su

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compañía para encaminarlos, lo que fue aceptado unánime-mente.

Después de una caminata a pie, como de unos cuatrocien-tos pasos, los cuatro sujetos llamaban a la puerta de ChicoVentana.

Una señora de facciones nada vulgares, de aspecto simpá-tico y de maneras afables y exquisitas, hizo penetrar a losvisitantes en un saloncito aseado y risueño, si bien pobre demuebles y éstos muy antiguos.

-¿Es esta la casa del señor Ventana? preguntó inclinándoserespetuosamente el de Maya.

-La misma… Pero tomen ustedes asiento –dijo la damaindicando el confortable estrado de cerda y dos o tres sillasa medio desvencijar.

-Estos señores -dijo el guía sentándose en el corro y des-pués que todos lo hubieron hecho- me han preguntado portu casa y he venido a acompañarlos.

El tuteo del guía indicaba bien claro su parentesco con laseñora de Ventana: era nada menos su hermano.

-Estamos a sus órdenes: ¿A quiénes tenemos el honor derecibir?

-Abás Cano -dijo éste presentándose y sucesivamente se-ñalando a los otros dos-, el señor Cortina; el señor Maya…Mis compañeros traen un asunto con el señor don Chico.

La dama pareció no haber oído esto último, pues tenía losojos fijos en Maya, y casi lo escudriñó un instante de pies acabeza.

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-Mi marido -advirtió al cabo de dos segundos- se halla enel campo y su regreso no tardará media hora… Y dispéns-enme ustedes -prosiguió dirigiéndose a Maya- ¿no es ustedhijo del señor don Fabián? ¿No es usted de La Paz?

-Sí, señora; soy de La Paz y mi padre es Fabián Maya…

-¿Quién de los Mayas es usted? prorrumpió la señora enademán de arrojarse al cuello de su interlocutor.

-Berto…

-¿Berto? ¿es posible? con que tú… con que usted es Berto?... Síno me cabe duda. Bendito sea Dios, dijo echándole al fin losbrazos y estableciendo el tuteo sin escrúpulo y con cierta auto-ridad de madre o de nodriza: Y qué grande estás, muchacho-te! ¿No te acuerdas de mí? ¿No te acuerdas de mis hijas, quejugabais juntos? Señores, créanlo ustedes: Berto se ha criadoaquí, a mis pechos, aquí creció en el cortijo hasta los cuatroaños… Jesús! Qué gusto le va a dar a Chico de verte!… Dolo-res! Ana!… con permiso de ustedes… muchachas, albricias!…

El abogado Maya, haciendo recuerdos, halló que efectiva-mente había pasado su infancia en el campo… allí debía deser. Su posición de ejecutor de los bienes de aquella familiaera por lo tanto delicadísima, casi vergonzosa. No sabía quédecir y se limitaba a sonreírse y a aprobarlo todo con lacabeza. Tenía el rostro encendido. El asombro de los otrosdos no era menos cómico.

-Efectivamente -murmuró Cano por sacar de apuros a suamigo, y dirigiéndose al hermano de la esposa de Ventana,que también se había colgado con entusiasmo del cuello deBerto- efectivamente, nuestro amigo ha venido a visitar austedes; nos hemos unido los tres en la carretera; pero nuestroobjeto… venimos…

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No pudo concluir porque la de Ventana volvía del corredortrayendo a remolque a dos muchachas lozanísimas, altas ygarbosas, que sin tapujos ningunos se abalanzaron al contristadoMaya, tuteándolo y haciéndole mil preguntas y mimos.

El escribano, apenadísimo, metió con disimulo el expe-diente en que Maya pedía y fundaba la diligencia, debajo desu ancho sombrero colocado en una mesita.

Ana y Dolores trajeron sillas de dentro y se instalaron aentrambos lados de su amigo de infancia y hermano deleche comiéndoselo a miradas. La señora levantando la vozdesenfadadamente, ponderaba ante el escribano lo enormede su gusto…

… Un gusto piramidal, como nunca lo hemos experimen-tado en este desierto -decía recalcando desierto con imper-ceptible dejo de tristeza, que tan bien delataban lo desman-telado de la estancia como el pobre vestir de las niñas.

El tío de Ana y Dolores comentaba asimismo junto a Canoel crecimiento rápido de Berto, sus estudios fuera del país ysu repentina aparición en el lugar de su niñez. La conversa-ción era animadísima aunque sólo la gastaban los del corti-jo: las exclamaciones, preguntas, asombros y agasajos al in-esperado mancebo rayaban en algarabía.

Maya, educado desde muy joven, casi niño, fuera de sucasa, y no habiendo regresado sino después de la conclu-sión total de sus estudios, no tuvo quien le recordara a aquellafamilia, a la cual había echado en olvido, si bien en laspresentes circunstancias revivían muy claras en su imagina-ción las memorias de sus primeros años; las siestas bajo losárboles, las toronjas hurtadas, el escondite y mil juegos ytravesuras que patéticamente y con indubitable exactitud lerelataban las niñas.

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-Pero Dolores, mujer, obsequia a Tebis con un trago delblanco de La Purísima, exclamó la de Ventana.

Tebis era el nombre de cariño que daban a Berto en suniñez, y el blanco de La Purísima el mejor vino de vid de laBaja California, el cual toma su nombre del de la aldea enque se produce la riquísima uva de que procede.

El delicioso vinillo fue traído en sendos y harto capacesvasos, y su ingestión contribuyó felizmente a laxar un tantola seriedad adusta del escribano, el embarazoso disgusto deTebis y la natural mortificación del otro abogado.

Los ánimos de los interlocutores estaban con todo muylejos de equilibrarse, y la presencia del Señor Ventana vinoa arrojar un jarro de agua fría en el corazón de los tresabogados, que apenas comenzaban a sentirse calientes.

Verle venir la esposa, dar un brinco, salirle al encuentro,asirle de la muñeca derecha, introducirle en la sala y gritarlea voz en cuello: Aquí está Tebis! Albricias! ¿Te acuerdas deTebis? -todo fue uno.

El señor Chico abrazó al presentado con franca alegría;pero al echar una mirada en torno suyo, y al encontrarse susojos con los del escribano a quien ya conocía, y con los delotro personaje, quien por las gafas, el aire y las maneras lepareció asimismo gente de curia: al advertir que bajo el som-brero del escribano asomaba indiscretamente la esquina deun grueso legajo, bien comprendió, supuesto también elmal estado de sus negocios y sus muchas deudas, que se leiba a hacer saber una determinación judicial que sería suruina, la que se temía de tiempo atrás; y que su esposa, nosabedora de todos los compromisos de su cónyuge, no po-día conjeturar tan próxima.

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Sentóse el anciano grave y tristemente, no sin fingir unasonrisilla que acabó de helar a los contertulios…

Pero la consorte y las muchachas, no mirando sino el gus-to de tener y obsequiar en su casa a su amigo, escanciaronsegunda vez los vasos, repartiéndolos entre los concurren-tes. Cano y el notario rehusaron; pero fue inútil su repulsa,por demás cortés, ante la invitación de que bebieran porTebis y “por el honor que nos hacen ustedes”, añadió la deVentana.

-No extrañes -prosiguió dirigiéndose al santo de aquellafiesta, con insinuante y abierta naturalidad- que nuestra casano sea la misma de aquellos tiempos… Quiero decir, todocambia a su vez; nosotros, Chico y yo, nos hemos hechoviejos, la casa está casi en ruinas. Ha habido tantos añosmalos!…Ven, verás, sólo los graneros intactos, pero vacíos…

…Pasen ustedes, señores. Ustedes me dispensarán la con-fianza…

Y los hizo recorrer aquel caserón viejísimo, el solariego delos Ventanas, único resto de la fortuna de la familia, y quetambién caería, aquella tarde misma, en garras de los acree-dores.

Vuelta al saloncito y vuelta a escanciar, pero esta vez larepulsa de Cano y el notario fue definitiva. Tebis empinó elcodo de nuevo, a pesar suyo, pues su resistencia fuetenacísima.

-No faltaba más -dijo la señora- estás en tu casa, lo mismoahora que cuando te dormía en estos brazos. Hoy comescon nosotros sin excusa ninguna. Y ustedes señores tam-bién acompañarán a Tebis…

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Aquella situación era ya intolerable. El pobre Maya estabahecho una lástima, su rostro revelaba con ansiedad el deseode que sus amigos le librasen de aquella escena humillan-te…

-No nos es posible -balbuceó entre dientes…

-Nos es preciso retirarnos -dijo resueltamente Cano. Si nues-tro amigo Maya desea quedarse, nosotros prescindiremosde su amable compañía, muy contentos de que ustedes loagasajen, como es justo. Pero el señor secretario y yo hemosvenido a practicar con el señor de Ventana una diligenciajudicial que nos mortifica, créanlo ustedes, con más razóndesde que hemos recibido su obsequiosa hospitalidad y suamabilísimo trato…

El escribano, alentado con esta salida, sacó el expedientesin miramiento alguno. Berto Maya respiró satisfecho. Almenos no se creería que él, ingrato, había aceptado impasi-ble llevar a aquella pobre familia el funesto exequendum.

EEEEELLLLL B B B B BUQUEUQUEUQUEUQUEUQUE N N N N NEGROEGROEGROEGROEGRO

Corría el año de gracia de 1716. Era el mes de octubre, ylos padres de la misión de Nuestra Señora de Loreto norecibían cartas ni víveres desde enero.

La carestía era inmensa. Todas las tardes se sentaban, des-pués de las preces públicas, a vigilar tristemente el golfo deCortés, con la esperanza de avistar el barco protector queaguardaban hacía luengos meses.

Una de esas tardes, teniendo el reverendo padre Juan Ma-ría Salvatierra su largo rosario entre las manos, interrumpióla piadosa devoción, para señalar con el dedo a sus compa-ñeros, que no lejos de allí rezaban, un punto negro y lejanoque se percibía en el horizonte.

Este pecadillo de distracción, que el santo jesuita lloró comoun niño el resto de su vida, escandalizó a los otros padres,los cuales no haciendo caso de la señal del P. Superior,continuaron su rezo impasiblemente.

Cuando todos hubieron concluido, les pidió perdón de sufalta y que rogaran a Dios no fuese a hacer sentir su justiciasobre la misión en castigo de aquel pecado, cometido por el

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pastor de aquellas ovejas, en quien ellas sólo debían mirarejemplos de exactitud, perseverancia y santidad en las bue-nas obras.

El punto avistado se acercaba a toda prisa. Indudablemen-te debía de ser una embarcación: así lo pensaban los padresy la gente que había acudido a la playa al saber la buenanueva.

Pero el caso es que aquello no tenía velas, ni al parecermástiles. Veíase sólo una masa negra que avanzaba rápida-mente. ¿Sería un cetáceo? Inverosímilmente podía pensarseesto: la historia natural de aquel tiempo era bastante com-pleta en lo relativo a monstruos marinos, pues todos losmares del mundo habían sido ya explorados…

Fuese lo que fuese, en las buenas almas de Loreto domina-ba universal regocijo: sólo el P. Salvatierra parecía contristadocomo si temiese en el arribo del barco enigmático la caídade una maldición a su santa obra.

Acercóse por fin la grandiosa mole, redonda como el dor-so de la ballena, menos en la proa, donde, estrechándose yreentrando las convexidades opuestas, degeneraban en dosplanos verticales que unían las líneas de sus extremos en unángulo de setenta.

Carecía de arboladura y velamen. Desde la línea de flota-ción podía medir de altura o puntal hasta siete metros, y sulargo o eslora vendría a ser como de unos treinta y seis, conmanga proporcionada a estas dimensiones. Por las lucanaso los ventanillos salía un fulgor verdoso y vivísimo. Su coloro pintura era negra, sin brillo ninguno, y su cubierta estabacoronada por tripulantes negros también. Eran las seis me-nos cuarto cuando fondeó sin ruido ninguno, a cincuentabrazadas de la playa.

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El asombro hizo enmudecer a la colonia. Esta se componíaentonces de algunas tres mil almas, y la piedad que losmisioneros habían inculcado en todas, no menos que lafrecuente escasez en que vivían hasta de lo indispensablepara la vida, las habían acostumbrado a recurrir a la ora-ción, en los casos apurados y a confiar sus destinos tranqui-lamente a la Providencia. Los más de los presentes a estaescena pensaban que Dios había escuchado las preces pú-blicas que a la sazón habían ordenado los padres, así que, sibien no se explicaban aquella embarcación nunca vista,hallándola del todo diferente del pequeño bastimento SanJaime, único barquillo que por entonces los proveía, espe-raban no obstante que la llegada del buque sería el fin de lacarestía. Recibieron, pues, al desconocido barco entonan-do desde la playa regocijadas alabanzas, levantando lasmanos al cielo y saludando a la tripulación negra con víto-res y honores de bienvenida…

Los jesuitas no las tenían todas consigo. Su superior ilus-tración les hacía rechazar de plano cualquiera teoría de na-vegación no fundada en los aparejos veleros, único sistemaconocido hasta entonces; y no teniendo noticia de que sehubiese ensayado siquiera otro medio de locomoción porel mar, distinto del viento y del remo, a punto estuvieron decalificar de diabólico artificio la aparición del Buque Ne-gro…

Su asombro no tuvo límites cuando vieron que cuatronegrazos horribles descolgaban desde la borda un batelillocolor de ollín, y que por una escala de cuerda se deslizabaun hombre blanco, vestido a la usanza de los hijodalgosespañoles, y que parecía ser el jefe de aquellos atezadostripulantes…

Sentóse el caballero en el largo escaño de madera queflanqueaba el esquife, a su voz hicieron lo mismo los cuatro

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negrazos y se dirigieron al puerto a todo remo. El blancollamábase Don Veremundo de la Garza y Contreras, naturalde Villamadera, en el reino de Navarra: tenía veinticincoaños y era hermano menor del duque de Torre la Mora. Estorezaba un pasaporte en toda regla que presentó al P. Supe-rior, simultáneamente pastor espiritual y representante delvirrey en la colonia. La estatura mediana, la barba finísima,bien poblada y lustrosa, la nariz grande y graciosamentecorva, la boca plegada en dos leves arrugas hacia lascomisuras de los labios ternísimos, buena la sonrisa y astutala mirada, despedida por dos ojos de un verde espléndido,como la barba y el pelo; tal es, en pocas palabras, el retratodel héroe de mi historia…

Con aire señoril, aunque realzado por una convenientemodestia, con palabra fácil y persuasiva y con maneras deuna cortesanía nada afectada, habló el personaje con lospadres y los colonos de cuanto fue oportuno en aquellaocasión: del mar, de España, del rey, del Nuevo Mundo, delos largos viajes, de la temperatura, de las misiones…

Pero con prudentes reticencias y salvedades discretamentediplomáticas, se dejó en el coleto la explicación del enigmadel barco negro, dando a entender que aplazaba la revela-ción del misterio para otro día; día que -sea dicho de unasola vez- no llegó jamás; porque ni en las crónicas, ni en elarchivo de la misión, ni en los papeles particulares de losjesuitas, se ha encontrado la clave de este singularísimo su-ceso…

Y como para abreviar a sus interlocutores del prurito deinquisición y examen a que parecía comenzaban a someter-le, se apresuró a ponderar el inmenso cargamento de víve-res y socorros que traía para la colonia, pidiendo el auxiliode gente y canoas a fin de abreviar la descarga. Esta noticiadespertó en la misión el más extraordinario entusiasmo: ca-

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noas iban, canoas venían, y sobre la playa se apilaba encolosales balumbas enorme porción de sacos, valijas, cajas,barriles y fardos y bultos de toda clase. Semillas, frutas, car-nes saladas, mantas, sombreros, muebles, útiles de labran-za, cerdos, ovejas, toros y vacas… de todo ello quedaba lamisión abastecida para muy largo tiempo. La descarga durócerca de tres días, durante los cuales a los colonos los tuvosin cuidado el problema náutico del barco sin velamen niarboladura, ateniéndose prácticamente a la solución en altogrado gastronómica, indumentaria y agrícola que les depa-raba el botín enorme. Concluida la descarga, a las primerassombras de la noche del diez y ocho de octubre, se alejó elBuque Negro, sin viento ni remos, con el mismo silencio desu arribo, y dejándose en la misión al hijodalgo D. Veremundode la Garza y Contreras, muy agasajado de la colonia, en lacual había adquirido una popularidad que rayaba en vene-ración: cosa que nada tiene de extraordinario ni en Loretoni en el resto del mundo.

Al Padre Salvatierra le supo muy amargo todo aquello aun-que fuese su huésped Navarro y hermano de un duque dela corte de España.

El recién llegado no traía entre los infinitos artículos de sucargamento, ni un solo paquete de rosarios, ni un lote decatecismos, ni un mal ornamento para iglesia, ni siquierauna estampa de santos; su devoción por otra parte, era untanto problemática, pues desde su venida no había visitadoni una sola vez el templo de la misión, para dar gracias porel buen suceso de su viaje… A efecto de tentar el corazónde aquel impío, ordenó el padre un Te Deum solemne, enacción de gracias por los socorros recibidos en el BuqueNegro. El señor D. Veremundo concurrió al acto como todohijo de vecino, sin distinguirse de los demás por otra parti-cularidad, sino porque no hizo la señal de la cruz ni antes nidespués del piadoso ejercicio; en lo cual nadie paró mien-

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tes… Pero he aquí que, al concluir el cántico religioso y alvolverse de frente a sus neófitos el buen padre para bende-cirlos, sintió tan grande inmovilidad en el brazo derecho,que apenas pudo levantarlo, y sin poder trazar en el aire lasacrosanta enseña, dejó caer la mano sobre el muslo con lapesantez del plomo y sin poder evitarlo…

Lleváronle de allí en brazos; porque era presa de tenacísimafiebre. Algunos días después, convaleciente y siempre triste,embarcóse para la Nueva Galicia en busca de salud y repo-so, y no pasó mucho tiempo sin que exhalase en Guadalajarael último suspiro. En las supremas ansias de la agonía, diri-giendo la mortecina vista hacia el occidente, intentó bende-cir de nuevo, aunque fuese desde tan lejos, la misión deLoreto, y sintió esta vez rebeldes sus nervios y pesada lamano, falleciendo sin derramar sobre sus catecúmenos elpostrer sentimiento de su vida…

Pero volvamos a Loreto. Don Veremundo, con las simpa-tías que le había conquistado su desmedida generosidad,con su despejado y siempre listo cacumen y con la fortunaque le acariciaba notoriamente desde su llegada a aquellasplayas, comenzó a prosperar en grande en todas las empre-sas que acometía su audaz y nunca dormido carácter. Expe-diciones de buceo, plantíos de cereales, cabotaje por sucuenta en el golfo, exportación de vinos y frutas: cuantointentaba le colmaba de riquezas, al inaudito extremo deque a fines de 1718, sus tesoros eran incalculables. De cadavalva sacaba una perla, de cada semilla un mundo de semi-llas…

No sé si mis lectores estarán de acuerdo conmigo en queno hay en este asendereado planeta cosa alguna que másdespierte la envidia de los mortales, que ver que el prójimose hace rico… Lo cierto es que las gentes de la misión co-menzaron a murmurar de D. Veremundo, cosas maravillo-

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sas y nunca oídas. Decíase que su riqueza era dádivademoníaca. Que un papel trazado de gruesas líneas negras,que a nadie había dado a leer D. Veremundo, pero que ésteojeaba de vez en cuando sentado en la playa, contenía elconvenio, firmado de puño y letra de ambos contratantes,mediante el cual D. Veremundo transfería a Satanás el domi-nio de su alma, con exclusión de los derechos de Dios y acambio de riquezas; y para confirmar este dicho añadíanque a la fin o a la postre, el Buque Negro se le había dellevar en cuerpo y alma. Finalmente, que la decadencia dela misión no tenía otra data que el arribo de Garza, a quiendebía atribuirse asimismo la parálisis aguda del brazo del P.Salvatierra, así como su inesperada y prematura muerte… Yen estas y otras semejantes pláticas, esparcidas primero sotto-voce y trasmitidas después de padres a hijos ya con mayorlibertad y garrulería, porque D. Veremundo se iba enveje-ciendo y tornando en débil estantigua, transcurrieron hastacincuenta años, sin que por lo demás, en el lapso de estetiempo dejasen, los buenos feligreses de Loreto, de solicitary percibir en pingües demostraciones contantes y sonantes,los desbordamientos de la liberalidad siempre inexhaustadel hijodalgo. Y esto prueba otra sencillísima observaciónque me ocurre, si a mis lectores no incomoda, y digo meocurre, no porque sea nueva, sino porque viene a cuento, yes que nada hay en este bajo mundo que armonice mejorlas voluntades y trueque en servidores obsequiosos a losmalquerientes, como la generosidad y largueza en las dádi-vas; y así, don Veremundo, aunque visto con desconfianzay antipatía, no tuvo en torno suyo más que atenciones, ser-vicios y alabanzas. Sólo le abandonaron sus convecinoscuando cayó en cama, atacado de extraña dolencia que na-die diagnosticó ni pudo curar en la colonia.

A pocos días de estar enfermo don Veremundo, volvió aavistarse el Buque Negro desde las playas de Loreto. Conrapidez inusitada en embarcaciones comunes se acercó al

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puerto silenciosamente, sin velamen, ni arboladura, ni jar-cias, lleno de una intensa luz rojiza que se veía a través delos vidrios de las lucanas y lumbreras, y movido por no sesupo qué fuerza misteriosa. Salieron a cubierta cuatronegrazos, descolgaron un esquife, se metieron en él, rema-ron hasta atracar en el desembarcadero, saltaron tres de ellosen tierra, y se dirigieron a la casa de Garza y Contreras, lolevantaron en brazos y envuelto en sus ropas de cama loembarcaron en el batel negruzco, volvieron a remar hacia elBuque Negro, a donde subieron con el moribundo, y zarpa-ron sin rumor y con rapidez; perdiéndose bien pronto devista el barco maravilloso en las lejanías ensombrecidas dela mar, que ya empezaba a obscurecerse con el capuz de lanoche.

LLLLLAAAAA C C C C CUEVUEVUEVUEVUEVAAAAA DEDEDEDEDE LOSLOSLOSLOSLOS M M M M MURCIÉLAGOSURCIÉLAGOSURCIÉLAGOSURCIÉLAGOSURCIÉLAGOS

Viniendo de San José del Cabo por tierra, camino de LaPaz, se llega al atardecer del primer día al puertecito deBuena Vista. En este Buena Vista hay un rancho, y en esterancho un dueño o administrador, no lo supe a derechas,que es lo que se llama a boca llena una excelente persona,de cuya franca y agradable hospitalidad se hacen lenguaslos viajeros que por allí han pasado.

-Le llevaré a usted, me dijo una noche, a ver la curiosidadúnica de este rancho, si usted gusta. Es La Cueva de losMurciélagos, que enseño a cuantos pasan, y que me imagi-no que debe de tener una historia interesante, aunque yono la sepa.

Y echó a andar delante de mí, en dirección de un cerritoque no lejos de la casa verdeguea de matas silvestres.

Llegamos a la falda, en la que se abre un agujero cosa detres varas de alto y poco más de una de anchura. Detúvoseel guía a corta distancia de la gruta, hizo ruido con una tirade hojalata chocándola contra las piedras, encendió unamecha de resina y salieron por la negra boca de la cavernaen pavorosa bandada infinidad de murciélagos, entre atur-

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didos y alborotados, como protestando contra la invasiónde su sleeping room.

Cuando los habitantes de La Cueva hubieron desfilado dis-persándose por el cerro sombrío, penetramos en el agrieta-do y sucio agujero; y como no viese yo nada de notable nide agradable en aquel recinto, no creyendo que mi obse-quioso huésped me hubiese llevado allí sólo para presen-ciar una revista de ratones alados, se apresuró a decir comocontestando a mi actitud interrogativa.

-Allí en esa pared e hincaba la punta de su largo bastón dealeta de ballena en el muro del fondo de la Cueva -allí estu-vo enterrada Marcelina Ponce Terriquez… Pobre mucha-cha!

Yo le contaré a Ud….

Y salió sin hablar más, camino de la playa. Sentados en laribera del golfo tranquilo, sobre cuyas levísimas ondas rielabael astro de la noche en vísperas del plenilunio, reanudó suplática mi huésped con estas o parecidas razones:

-Hace diez años, entrando yo una tarde en La Cueva parasacar unos aperos que allí tenía guardados, di un barretazoa la buena ventura y como una acción nada más ociosa ycasual, en la pared que sirve de fondo, y la barra de hierrose deslizó de mis manos hacia adentro de la roca, como sihubiera picado en tierra floja y recién removida.

Instigado por la curiosidad, participé el suceso a un her-mano mío, y entre los dos excavamos el muro con esperan-za de encontrar un tesoro. Habíamos oído contar muchasleyendas sobre hallazgos de dinero, y confieso que al prac-ticar la excavación me hallaba convencido de que la fortuname había trocado, de ganadero pobre y lleno de afanes, en

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un Creso californio. Lo que sacamos mi hermano y yo nofue dinero ni cosa que lo valga, sino un esqueleto de mujer,bajo cuyas ropas, en una tira bastante ancha de lino perfec-tamente ajustada a la cintura a guisa de ceñidor, y mediocarcomida y deshilachada, pudimos descubrir algunas le-tras, después de limpiarla cuidadosamente y remendar unoscon otros los raídos pingajos. La inscripción no pudo reve-larnos una frase, una sola palabra completa. Era nuestrodeber avisar a la justicia de tal hallazgo, en que forzosamen-te mirábamos la huella de un crimen, y así, el juzgado sehizo cargo de los restos de la víctima, llevándolos a La Pazjuntamente con lo demás que se encontró, inclusive la faja ocinta de lino. Yo reservé de ésta un facsímile exacto quesacó mi hermano, y podemos ver aquí mismo a la luz de laluna…

Y extendió mi huésped sobre mis rodillas una cinta blan-ca, en la cual aparecían marcadas con tinta negra las si-guientes enigmáticas letras, bastante mal trazadas, pero deun notable parecido con las del original, según afirmó el deBuena Vista:

A MI MAC TERRI MOR N EL C D M P M

Y nada más. Los espacios que debieran de ocupar lasrestantes letras estaban ilegibles en la inscripción original.Todo lo que el juzgado de La Paz había sacado en limpioera que la difunta había sido hija de Clara Terriquez More-no, aún viva; que había sido casada y había dejado al morirunas tiernas criaturas; y estos únicos datos del proceso ha-bían proporcionado al letrado la satisfacción de reconstruirla inscripción de esta manera, no sé si más poética queingeniosa:

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A MI MADRECLARA TERRIQUEZ MORENOCON EL CARIÑO DE MIS POSTREROSMOMENTOS:

a lo que uno de los curiales objetó que habiendo la muertadejado huérfanos chiquitines, era natural que en sus últi-mos instantes los encomendase a su abuela; de modo quela segunda parte del letrero podía haber sido escrita enestos términos:

CON EL CUIDADO DE MIS PEQUEÑOSMUCHACHITOS:

Esta nueva interpretación agradó muchísimo al público,cuya curiosidad quedó, si no del todo satisfecha en cuantoal hecho criminal, contenta al menos y bien pagada de lasabia hermenéutica de los curiales. Y como la averiguaciónestaba agotada, y como el desgarbo de las letras temblonasy asimétricas y la desigualdad de sus tamaños y espaciosfacilitaba el ascenso a una u otra conjetura indistintamente,el asunto quedó de ese tamaño; y poco a poco la polilla delolvido, que todo lo carcome y aniquila en esta pícara exis-tencia, fue cayendo sobre la muy efímera de Marcelina Ponce,sobre su misteriosa muerte y sobre su clandestino enterra-miento en La Cueva, y sólo quedó flotando en el aire, comolos tenues vaporcillos que se elevan de los pantanos, lairremediable conseja con que la imaginación popular subs-tituye ordinariamente la realidad terrible de las cosas quequedan ocultas: se la había llevado el diablo, y la cavernade Buena Vista estaba encantada…

-Desengáñese usted -dije a mi interlocutor cuando huboterminado el relato que acabo de condensar en pocas pala-bras-, la inscripción de Marcelina no puede ser un testamen-to de cariño. Aunque alabo la diligencia de las autoridades

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en este proceso, pero la reconstrucción de las frases de lamuerta no pueden admitirla como el hasta aquí de la perspi-cacia. Esos recados de familia pueden dejarse y se dejanpor lo común en cualquiera parte, donde se pueden ver aprimera busca o al primer paso dar con ellos de manos aboca. Una recomendación en favor de sus hijos, en tan sen-cillos y perentorios términos, nada hubiera importado almatador de Marcelina que ésta la hubiera hecho, ni a ella sele habría ocurrido ocultarla pegándosela alrededor de la cin-tura. A mi entender, lo que ella quiso expresar en esa cinta,no iba dirigido a sus parientes, que no habían de venir adesenterrarla, sino a la justicia que más tarde o más tempra-no pondría las manos en la investigación, y sacaría el cadá-ver de donde estuviese; y lo disparejas y saltarinas de lasletras inducen a creer que fueron trazadas en un estado deexcitación que precedió al acometimiento del asesino, quela ofendida estuvo amenazada y se dio tiempo de denunciarde este modo a su verdugo, que la firmeza y energía de lostrazos, si bien de intermitente potencia muscular, no denun-cian la mano debilitada por el dolor o por la agonía, sinosobreexcitada por el temor y por la indignación y, en suma,que en el rótulo de la cinta debió de constar sin remedio elnombre del matador y quizás algunas de sus señas…

Y al decir esto trazaba yo en mi cartera, en pequeño y lomejor que pude, un nuevo facsímile de aquel siniestro logo-grifo…

Dos años habían transcurrido desde esta sesión de paleo-grafía a la intemperie, cuando me desperté una mañanaalegrísima, a bordo de una balandra pescadora, llamada ElTinglado. Me había embarcado la víspera en la isla Magda-lena, y después de bogar toda la noche por la silenciosa einmensa bahía de su nombre, miraba con regocijo la tierra,no por la incomodidad de la travesía, sino porque en elrancho de la Salada me aguardaba el almuerzo. Un ruido

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bronco y lejano, de inflexiones formadas al parecer de vo-ces de animales, de caídas de cataratas y de zumbidos devientos; un ruido que jamás había oído en mi vida me hizopreguntar con extrañeza qué era aquello.

-Es una bandada de aves marinas, dijo el patrón; a vecesson tantas que obscurecen la luz del día por un rato, y me-ten tal bulla que ensordecen el aire en mucho espacio.

Pasó la bandada, a poco andar, sobre nuestras cabezas; ycelebrando la algarabía y multitud de tanto volátil, uno demis compañeros de viaje, a quienes de sobremesa en la islahabía contado yo el día anterior el caso de La Cueva de losMurciélagos, exclamó guasonamente:

-Si creía Ud. que nos iba a llevar el diablo como a la PonceTerriquez…!

Estas frases de mi amigo produjeron una conmoción pro-fundísima en un boga sentado enfrente de mí; un hombre-cillo rechoncho, paliducho, picado de viruelas, casi lampi-ño, a cuyo labio superior tres o cuatro pelos disparadoshacia el horizonte le servían de mostachos, y en cuyos ojos,de un gris ceniciento que tiraba a vidrio deslustrado, relam-pagueaba en aquel instante, como nube azotada por el aqui-lón, una pupila satánica. Lanzó una mirada sobre mi amigo,luego la revolvió sobre mí con ferocidad tan espantosa, queme estremecí sin poder remediarlo, como si me hubieseasomado de pronto a los abismos de dos cráteres ígneos.

Pero allá muy adentro, en el fondo de aquellos cráteres,bien advertí que al desplomarse las frases de mi amigo ha-bían turbado una conciencia con tan impetuoso desasosie-go, como si sobre un lago dormido se hubiese derrumbadode repente toda la masa de pórfido de la montaña de LasTres Vírgenes…

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El hombrecillo bajó los ojos, y disimulando su turbación lomejor que pudo, se apresuró a enredar en el cuello un pa-ñuelo rojo, para ocultar sin duda una lista amoratada decicatrices que le cogía medio pescuezo, como si le hubieranatarazado, y se encaminó hacia la proa del barco huyendode nuestra compañía. Una idea súbita y radiosa, como zig-zag coruscante, me hizo recobrar en aquel punto mismo elimperio sobre mi espíritu, y llevé instintivamente la mano albolsillo en que traía mi cartera de viaje.

-Oh! sí, sí; me decía interiormente a mí mismo y repasandoel facsímile… Había reconstruido la primera parte de la ins-cripción misteriosa.

Media hora después atracaba El Tinglado en una puntade La Salada: allí estaba el guía que debía conducirnos através del desierto. Vino a bordo a saludarnos y a trasla-dar a tierra nuestras provisiones y equipajes, y cuandomás entretenidos estábamos con su plática y bienvenida,he aquí que en medio del asombro y la estupefacción detodos el hombrecillo de las cicatrices salta en la playa yecha a correr como un gamo, perdiéndose de nuestra vis-ta entre la maleza y los paloadanes que recubren aque-llos parajes.

Pregunté al patrón por su nombre. En el rol traía asentadoel de Dimas Velarde, y en un lío de trapillos que se dejó abordo al saltar en tierra encontramos un documento: era unpasaporte autorizado por el departamento de Marina de Chile,en virtud del que, habiendo concluido Dimas Velarde eltérmino de su enganche en la armada de aquella república,se le permitía pasar a las costas de México.

La inscripción de Marcelina quedaba, pues, exactamentedescifrada, si bien resultaba evidente que la infeliz no supoo no se acordó del apellido de su verdugo. Con plena segu-

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ridad podía afirmarse que la víctima de Velarde había traza-do sobre la cinta las siguientes palabras:

A MI MATADOR CAUSÉ TERRIBLESMORDIDAS EN EL CUELLO.DIMAS,PASAPORTE MARÍTIMO

Y me apresuré a comunicar por carta mi descubrimiento ami huésped de Buena Vista, al desilusionado excavador deLa Cueva de los Murciélagos, la cual debe de tener unainteresantísima historia, aunque yo no la sepa.

LLLLLOSOSOSOSOS G G G G GAMBUSINOSAMBUSINOSAMBUSINOSAMBUSINOSAMBUSINOS

La tristeza de las tardes grises, desteñidas de luz, húmedasy azotadas de viento, es más insoportable en los lugaresdonde la mayor parte de los días del año son todo ambienteclaro, profusión de colores alegres, caricias de sol y perfu-mes de brisa. Calcule el lector, si gusta acompañarme porun breve rato al bullicioso campamento de Calamahí, cuálsería el mal humor de los gambusinos cuando vieron ama-necer el catorce de febrero de 18… arrebujado en torvaneblina y bañado en pertinaz llovizna, después de losesplendorosos días de enero y diciembre, que lejos de pare-cer invernales, habían traído en sus alas tibios efluvios deprimavera. Hubo de cesar el tráfago, el afán de los codicio-sos exploradores, el manipuleo de las máquinas de lavar eloro: el viento zumbaba golpeando las tiendas de lona y laschozas de madera, la lluvia se arremolinaba alrededor delos cuerpos y clavaba como alfilerillos punzantes sus gotasmenudas y frías en los rostros, en los cuellos, en las manosy en las orejas, y el centígrado había descendido hasta 2º,cosa extraordinaria en la climatología de la Península.

Un comerciante de la costa había traído el día anterior alcampamento buena cantidad de provisiones y, entre ellas,algunas barricas de aguardiente y vino del país, cuyo exor-

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bitante precio no arredró a los buscadores de oro, antesbien se apresuraron a cambiar las gruesas y riquísimas pepi-tas de ese metal por tarros y botellas de tan preciosos líqui-dos; de modo que a la hora en que el lector y yo penetra-mos por una estrecha garganta de basalto asperísimo y descu-brimos el inmenso campo en que se benefician los placeres,un clamor de fiesta regocija nuestros oídos, y los cantares,las vihuelas y los gritos de entusiasta locura, nos hacen olvi-dar la inclemencia del tiempo y nos fuerzan a perder eltemor de quedarnos yertos y helados en las cordilleras delvalle de San Ignacio.

A la puerta de una caseta, de las más bien parecidas de lapoblación, sentados en cómodas sillas de campaña,Victoriano y Mateo Argüelles echaban agradablemente unpalique. Padre e hijo habían llegado tres meses antes, sien-do los primeros en recoger los frutos del ruidoso descubri-miento de Calamahí, frutos bien escasos para las esperanzasque forjó de ellos la codicia; pero que aun hoy día, tras eldesengaño y desastre de la empresa, hacen suspirar a nopocas almas:

La plática de los Argüelles dio fin con este breve diálogo.

-Ve como quieras; pero vuelve temprano, y cuídate de al-guna asechanza de Andrés Peñaloza, que según dicen se hatornado en una fierecilla y trae acoquinados a todos losmozos.

-Ya me guardaré de encontrarle, y si le encuentro he dehuirle el cuerpo, diga lo que quiera.

-Y no olvides mis saludos a Rosa y a su madre. Lleva algu-na cosa de fiambre y galleta por si se te ofreciere. En elpueblo siempre están escasos de todo.

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Mateo abrazó a su padre, dio vuelta hacia el corral a espal-das de la caseta, montó a caballo y arrebujándose en sugruesa manta listada de rojo y negro, partió al galope hastadesaparecer tras el lomerío. Victoriano se encaminó hasta elcentro del campamento, y formando parte de un grupo dealegres decidores, sentóse tranquilamente con ellos a matarel tiempo y a saborear el riquísimo vino de uva que entransparente vaso le alargó un contertulio.

El caserío de San Ignacio, sombreado de gallardas palme-ras, diseminado alrededor de la antigua iglesia de los jesui-tas, y recostado al pie de la loma en donde se abre y serpen-tea el camino de Calamahí, presentaba un aspecto de sole-dad y tristeza que contrastaba con el bullicio del campa-mento de los gambusinos.

Parecía que las buenas gentes aún se estaban en la cama.Las puertas y ventanas permanecían cerradas; las jaulas delos pajarillos no colgaban de las alcayatas clavadas bajo losaleros; los gallos guardaban silencio aún encaramados pe-rezosamente en las ramas de los torotes amarillentos, y has-ta los asnos y mulas encerrados en las corralizas se inclina-ban melancólicos sobre las pesebreras con la inmovilidadde las momias.

Los resonantes cascos del caballo de Mateo repercutieronen roncos ecos contra las paredes de las casuchas; rechinóuna cerradura en una de las más próximas a la iglesia, y unrostro hermosísimo de muchacha asomó sonriente y alegrecomo un destello de sol que rompiese con tenue efluvio deátomos luminosos la lóbrega brusquedad del paisaje.

Mateo se apeó ante la puerta y dejando el caballo fuera, ala buena de Dios, penetró en la casa de su amada. Rosatendió efusivamente la mano a su novio, estrechando lassuyas contra su pecho. Mateo besó la frente de la niña y

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abrazó a su madre, la que no pudo a su vez abrazar a supresunto yerno, porque tenía los dedos untados de amasijo.

Jesús! Qué manos… Te aguardábamos y estoy haciendo lasopa fresca de harina. Voy a darme prisa. Siéntate… ¿Cómoencuentras a Rosa?… Sólo cuando vienes se pone como laPascua. ¿Qué hace tu padre?… Ya platicaremos…

Y salió intempestivamente en dirección de la cocina.

Rosa y Mateo se sentaron a la puerta. Ya se imaginará ellector de qué hablaría este par de pichones teniendo comotenían concertadas sus bodas para abril siguiente, y amándosecon la pasión, Mateo, de los veintitrés años, y Rosa con laternura y el encanto casi infantil de los diez y siete.

No tardó mucho en estar pronta la mesa. En el comedorcitocontiguo a la sala, vaciada en ancho platón de limpia y relu-ciente porcelana, y pringada de queso rayado, la sopa frescainvitaba los apetitos a una expansión suculenta. Igual conviteparecía proclamar desde un transparente tarro de vidrio ver-de claro el negro vino del país, no menos incitante que unarica torta de huevos y un oloroso asado de ternera, de quepulcramente rebosaban dos cazolones de barro cocido.

Los amantes más se miraron que comieron. La buena deDoña Gertrudis, que así se llamaba la madre de Rosa, se dioun atracón del gusto de ver a su hija contenta, y hubierareventado de fijo, si no es que a los postres se le atragantóen mitad del cogote un hueso de ciruela silvestre, que lahizo toser violentamente y la puso color de grana, con loque suspendió la faena y no intentó más ingerir ciruelas nicosa alguna en el buche…

Hacia el final de la comida, e interrumpiendo la agradablecharla en que departían sabrosamente los tres comensales,

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se oyó una voz fuera que entre burlona e iracunda decía agrito herido:

¡Hola! el caballo de Mateo Argüelles! Yo le contaré muyalto su precio a ese gambusino de lindas mozas.

Y tras estas palabras se oyó rápido galopar en dirección dela salida del pueblo.

-Andrés Peñaloza! exclamó despavorida la novia de Mateo.¿Le has oído tú? ¿Le ha oído Ud., madre?

-Peñaloza, sí, él es -gruñó doña Gertrudis dando dientecon diente. No sé porqué le tengo tanto miedo a ese hom-bre…! Rosa, mujer, echa el aldabón grande a la puerta, yenciéndete aquí la vela de las Angustias… Jesús mil veces…!

-Nada tema Ud., señora, observó el futuro yerno. Peñalozano se atreverá a entrar en esta casa, y si se atreviese, aquíestoy para lo que suceda; tranquilícese Ud.… Además, él hapasado a caballo y ya va lejos: no hay nada que temer.

-Si te querrá sorprender en el camino a tu regreso a losplaceres y obligarte a un lance, a una riña a solas, sin mástestigos que Dios. Qué horror…! prorrumpió Rosa derra-mando lágrimas.

-No te marches, Mateo; suplicó afligidísima doña Gertrudis:Mira, pasa aquí la noche; mañana temprano regresarás alcampamento; no expongas tu vida a manos de un malvadoque rabia de celos y de despecho contra ti, y que será ca-paz…

-Imposible quedarme -se apresuró a decir el gambusino: -mi padre me espera antes de las siete, y no quiero obligarlea que venga a buscarme. Si me tardase un minuto, de segu-

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ro que me saldría al encuentro; y deseo evitarle esa molestiay esa congoja…

Las siete menos cuarto serían cuando se despidió Mateode Rosa y doña Gertrudis, sin que fuesen parte los ruegosde la buena señora y las lágrimas de la niña, a retardar suvuelta a Calamahí hasta el día siguiente. Metió la cabeza enla abertura central de su poncho a rayas rojas y negras,arrebujóse lo mejor que pudo porque hacía un fríomolestísimo y dobló al galope el recodo que hace el caminoal pie de la cumbresilla de San Ignacio. Al trasponer la coli-na, y antes de dar vuelta a una aglomeración de pitahayosque en el acervo de un arroyo seco interrumpen y quiebranla línea recta del sendero torciéndolo hacia Calamahí, lesalió al encuentro Andrés Peñaloza, diciéndole:

-Aquí vienes, por fin. Se conoce que no eres miedoso: creíque te quedabas en el pueblo bajo las faldas de doñaGertrudis -y al mismo tiempo le apuntaba con el cañón dela carabina.

-No sabía -replicó Mateo previniendo la suya y amartillán-dola- no sabía que eras salteador de caminos.

-Por lo mismo te hubieras guardado de mí con las hem-bras. Yo no hubiese trocado las caricias de Rosa, vamos, elcalorcito de su alcoba, por que me mataran como a un pe-rro, que es lo que voy a hacer contigo.

-Cállate o te arranco el alma -rugió el gambusino apuntan-do a su vez al pecho del insolente.

Peñaloza hizo el disparo sin éxito, pues la bala rozó ape-nas el hombro de Mateo sin hacerle daño. Un segundo des-pués disparó Mateo, echando por tierra a su contrario.

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Andrés cayó de bruces caballo abajo, y clavada la frente enla capa gruesa de arena del arroyo. El gambusino, con unmovimiento de compasión instintivo, a que le impulsó sucorazón generoso, saltó pié a tierra, mirando si no seríamortal la herida y a ver si podía salvar a aquel miserable.

El pulso de Peñaloza aún latía. Despojóse Mateo de suponcho, quitóle al herido el suyo bien empapado en san-gre, pues la bala le había abierto una gran boca en la mitaddel pecho, y después de envolverle muy bien le pusobocarriba, para contener de este modo la abundante hemo-rragia.

El moribundo clavó entonces la vista en los ojos de Mateo,con expresión de indefinible angustia.

-Perdóname, Andrés; murmuró el de Argüelles al oído dePeñaloza.

-Perdóname tú a mí -respondió éste con voz desfallecida yentiesándose para siempre.

-Te perdono con toda mi alma- dijo el gambusino con vozclara y fuerte, y a tiempo que su infeliz rival daba la últimaboqueada.

Un cuarto de hora hacía que el padre de Mateo no podíasufrir la impaciencia que le causaba la tardanza de su hijo,en el campamento de los placeres.

-¿Qué había pasado?, se preguntaba repetidas veces conangustia. Y como si un presentimiento cruelísimo le embar-gase decidióse a montar a caballo y salir camino del puebloen busca de su hijo. La noche era clarísima; la luna casi ensu plenilunio había disipado en parte la espesa neblina, y

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brillaba su argentino disco tenuemente empañado por lige-ros y delgados vapores.

Mateo, en guardia contra cualquier suceso inesperado,empuñaba nerviosamente un magnífico revólver de mangode nácar. Al acercarse al grupo de pitahayos, le pareció oírvoces del otro lado del álveo seco. Paróse un instante aescuchar, y muy clara y distintamente llegó a sus oídos lavoz de Mateo:

-¡Te perdono con toda mi alma!

Dio el anciano prontamente la vuelta alrededor de lospitahayos; apercibióse al punto, frente a frente de aquellaescena de sangre, de que el caído debía ser Mateo, puesestaba envuelto en el poncho a rayas rojas y negras, y elque se inclinaba sobre él, su matador Andrés Peñaloza: ysin dudarlo un momento exclamó en el paroxismo de lacólera:

Pero yo no te perdono a ti, perro asesino!…

Y al decir esto disparó sobre Mateo dejándolo tendido so-bre el cuerpo inanimado de su rival.

Al caer el gambusino sólo pudo proferir ciertas palabras,con acento de infinita amargura.

-Padre! ¿qué has hecho? ¡Me has matado!…

El imprudente anciano, de pie junto a los cadáveres, alcomprender toda la temeridad de su insensata cólera, que-dó como petrificado, sin poder hablar ni moverse. Parecía laestatua del supremo infortunio.

UUUUUNANANANANA E E E E ESTROFSTROFSTROFSTROFSTROFAAAAA B B B B BECQUERIANAECQUERIANAECQUERIANAECQUERIANAECQUERIANA

Elisa, la risueña Elisa, la encantadora niña que aun no cum-ple diez y ocho abriles, ha caído en cama; los vecinos seagolpan ante su casita blanca de la playa, y le abren paso alcura del pueblo, porque la enferma ha pedido confesión, ysegún el médico no tarda en morirse… A nadie se le permi-te la entrada, sus parientes han cerrado las puertas por den-tro; y para ver de abrir al sacerdote, la madre de Elisa seasoma por un postigo, y luego que le reconoce le grita so-llozando:

-Venga usted, padre mío; entre usted y su bendición santaconsuele esta casa. Mi Elisa se nos muere: sánela usted consus oraciones…

Se abrió la puerta a los pocos segundos y penetró el viejocura… Con él penetraremos el lector y yo -invisiblemente,por supuesto- y escucharemos atentamente la confesión dela moribunda. Y nadie nos tachará de indiscretos ni de cu-riosos, puesto que ni ella ni su confesor han advertido nuestrapresencia. La novela permite, a Dios gracias, todas estasestratagemas, y a bien que otros se imponen de otras cosasque les importan mucho menos, y a sabiendas de que losven enterarse…

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“Me muero padre mío; y la relación de mi culpa, de miremordimiento y de mi enfermedad ¡ay! sin remedio os incli-nará a compadecerme y a perdonarme… ¿Ud. ha amado al-guna vez, padre mío? Ah! qué necia soy, que hago tal pregun-ta a un ministro de Dios, que jamás habrá amado terrenalmentea ninguna criatura… Y bien, padre mío, usted conoce a Basilio,el hijo del pescador Leonides… Nos amábamos. Mi madre lehabía ya concedido mi mano. Nuestras bodas debían verifi-carse en mayo entrante, a la vuelta de las armadas del bu-ceo... Hace un mes y diez días -lo tengo muy presente por-que los he contado uno a uno- Basilio se ausentó de mi lado,requerido por sus patrones, a fin de que armara una lancha yfuese en busca y auxilio de una balandra de cuya tripulaciónno se tenía noticia alguna hacía dos semanas; pero que setemía hubiese encallado en los bajos de alguna isla desier-ta… El tiempo estaba bueno, mi madre y yo habíamos ido aacompañar al pobrecillo hasta el muelle. La tripulación de lalancha cantaba en coro aquella preciosa canción marina quellaman La Gloria, aquella que tiene estrofas de Becquer:

“Así los barqueros pasaban cantandola eterna canción,y al golpe de remo saltaba la espumay heríala el sol”.

Al son de esta copla y abrazándome al despedirse, me dijoBasilio: “No llores niña mía: cuando yo vuelva -una semanaa lo más-, y pase la lancha al frente de tu casita, entonaréesa estrofa; y como tú me estarás aguardando, bien mío, meayudarás a cantarla desde tu corredorcito de enredaderas.Adiós, que no tardaré”… Y se alejó en un bote hasta lalancha; y luego partió ésta, y poco a poco se fue apagandola voz de los marineros que repetían:

“¿Te embarcas? gritaban; y yo sonriendo les dije al pasar:

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Ya tiempo lo hice, por cierto y aun tengo la ropa en la playa tendida a secar…”

“No le referiré a usted mis angustias, mis noches en veladesde que se cumplió la semana primera de nuestra ausen-cia. Ni ojos tenía ya con qué llorar, y sentía que me faltabael corazón para sentir, como me va faltando por momen-tos… Una tarde, hace hoy veinticinco días, amenazaba re-cio chubasco. Nubes negras se encrespaban sobre las cum-bres que rodean la bahía, frente al puerto. Soplaba el vientocada vez más fresco, las olas en las rompientes se levanta-ban más a menudo. Todo anunciaba un serio temporal…Un grupo de marineros vio desde la playa una vela en elhorizonte; la vi yo también, y todos conjeturamos que laembarcación avistada era la lancha en que había partidoBasilio. Pero como el viento les era contrario, la aproxima-ción del barco se tardaba mucho tiempo, pues venía entran-do de bordejada. Al ponerse el sol la lancha estaba muycerca, tanto que se percibía todo el velamen, al cual habíantomado rizos por miedo a la ráfaga. Al obscurecer vimosque arriaban velas y sólo dejaban la mayor bastante encogi-da. Mi corazón no me engañaba, porque el viento, que co-menzaba a arremolinarse cambiando de rumbo, traía a misoídos el canto bien perceptible de los marineros, que canta-ban la estrofa:

«¿Te embarcas? gritaban…..»

Mi alegría no tuvo límites, y me puse a cantar con todasmis fuerzas invitando a los marineros a que me acompaña-ran. De pronto nos pareció que el barco suspirado se aleja-ba otra vez: creímos que sería para comenzar retrogradandoun nuevo zigzag de la bordada. Las luces se encendieron abordo: en la playa encendimos también algunos hachos deresina: ellos agitaban una luz de arriba abajo, como salu-dándonos: nosotros respondíamos desde tierra con las pa-

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recidas señales… Sopló súbitamente una racha fresquísima:un relámpago azulino cruzó las nubes, y a su luz vimosinclinarse tanto la lancha a sus costados, que casi bañaba enlas olas el mastilejo. Y la lancha retrocedía a todo viento; luegose apagaron las luces de a bordo, la lluvia torrencial acabó deennegrecer la noche. A cada relámpago veíamos la embarca-ción más lejos, y sólo llegaban a nuestros oídos algunas vocesimperiosas que ordenaban la maniobra. La tempestad tronabacada vez más furiosa, y las olas comenzaron a retumbar en laplaya. Nos refugiamos los presentes a esta terrible escena enmi casa, y desde el corredor rezábamos llorando y levantába-mos al cielo los brazos. Era cuanto podíamos hacer por lospobres náufragos: todo socorro humano era imposible. Asípasamos esa noche terrible. La tempestad no era ya un chubas-co, era un ciclón espantoso. Los truenos y los relámpagos ha-bían cesado por completo: sólo bramaba el viento implacable,la lluvia era la caída de una inmensa catarata y las olas sedeshacían contra los cantiles y rebasaban las calles. Usted seacuerda de esa noche, usted que a tantos pobres amparó y dioabrigo en el curato; noche inolvidable: presas de espanto lasgentes salían de sus casas que el huracán dejaba al descubier-to, volando los techados; la lluvia anegaba las habitaciones ypatios, y las olas invadían aun las calles más altas y apartadasde la playa, reventando contra los edificios. Entre los bramidosensordecedores del viento y del mar, se oían por todas partesel estruendo de paredes que se desplomaban, los lamentos depersonas aplastadas por los derrumbes y el llanto de los quebuscaban a algún niño, a la madre o a la hija arrebatados porla formidable corriente de la marejada y de los torrentes que seprecipitaban de las lomas cercanas y de la sierra distante: ¡Quénoche, por Dios! ¡Qué tinieblas, qué tormenta interminable,qué alboroto del mar, qué terror, qué angustia de todos losmoradores del puerto!

Amaneció el día siguiente anubarrado, obscurecido, la tem-pestad más recia, la inundación más alarmante, los vecinos

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más aterrorizados, lamentando la ruina de sus hogares, lamuerte de algunos parientes, y las familias de marinerosllorando ya de antemano el naufragio de las lanchasbuceadoras y la desaparición de sus tripulantes. Yo sufrítanto, lloré tanto, desesperando de volver a ver a Basilio,mirando frustrado nuestro enlace y columbrando en un de-solado porvenir mi soledad y mi desgracia, que rendida,agotada, no pude ya levantarme de la cama.

Lloraba amargamente Elisa al recordarlo, cuando una ra-cha de coromuel abrió repentinamente la ventana de su al-coba que daba al mar, y llevó hasta su oído los lejanosacentos de una canción, y aun palabras finales de algunosversos de esta estrofa:

«Las ondas tienen vaga armonía,las violetas suave olor,nubes de plata la noche fría,luz de oro el día,yo tengo amor.»

Cantábanla a muchas voces, entre las cuales Elisa no dis-tinguía ninguna, y al concluir la estrofa se oía algazara se-mejante a la que arman los marineros cuando se entusias-man por su próximo arribo. Cesaba la regocijada grita, yvolvían a cantar. Elisa suspensa, inmóvil, con la vista fija enel cielo de su alcoba, arrobada, muda, escuchaba el cantaralegre de los marineros. El buen cura esperaba, la miraba.Sonreía Elisa, se componía su semblante, se reanimaba, des-apareciendo su languidez mortal.

A poco rato llegaron más claras las voces de los marinerosque cantaban, y oyó Elisa esta estrofa:

«Así los barqueros pasaban cantandola eterna canción,

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y al golpe del remo saltaba la espumay heríala el sol.»

-¡Oh! -exclamó la enferma- Basilio, él, él es, llega ¡Diosmío! vive, me canta la estrofa que oímos al despedirnos!¡Virgen bendita! Incorporóse luego en su lecho.

El cura salió entonces a llamar a la madre de Elisa, que enotra pieza esperaba a que terminase la confesión. Acudióprontamente la anciana, y temerosa de que esa reacciónfuera una crisis mortal, hizo llamar al médico.

-¡Pronto -dijo a la criada-, ve presto; que venga en el acto.Elisa puede morir, que se apresure! Elisa tan débil, y con estaemoción tan fuerte y repentina, por Dios! -Y dirigiéndose aella, añadió -¿Qué tienes hija? Espera, no te desabrigues.

-Sí, madre; -contéstole- Dios ha de haber salvado a lostripulantes por quienes tanto le pedimos. Ha de ser Basilioel que llega. Siento que vuelve la vida a mis miembros des-fallecidos; siento deseos de levantarme, de salir a su en-cuentro, que no me halle encamada; sufriría grande pena,cuando espera la inmensa alegría de verme. Madre, demosgracias al cielo ¡Nuestro Señor lo trae con felicidad!

Basilio, en efecto, había regresado. Elisa convalecientepasaba las tardes en su compañía, sentados fuera de su ca-sita blanca, frente al mar, oyendo el relato interminable delas vicisitudes de los náufragos de la balandra perdida quefuera a buscar Basilio, y que encontrara encallada en lassirtes vecinas a un islote, a donde llegaron a nado los tripu-lantes; y una hermosa mañana la gente se agrupaba a lapuerta de la casita blanca, como aquel día en que esperabaver a Elisa muerta, para contemplar a los novios a su salidapara el templo. Salieron acompañados de sus padrinos, y laturba de curiosos les abrió paso.

QQQQQUIEBRAUIEBRAUIEBRAUIEBRAUIEBRA F F F F FORORORORORTUITTUITTUITTUITTUITAAAAA

Los saltos artísticos de Clotilde le daban una renta conside-rable.

Oriunda de La Paz, Baja California, donde pasó su infan-cia, no sé qué vicisitudes la hicieron emigrar y emprender lacarrera de las tablas. Era bailarina de los teatros de La Haba-na.

Y, contra la generalidad de sus compañeras, era tambiénhonesta, con cuanta honestidad cabe en ese oficio.

Esto dicen al menos los que la conocieron, y vale máscreerlo así que meterse en averiguarlo.

Dos niñas como dos luceros fueron el fruto del matrimo-nio de Clotilde con un tenor cómico, fallecido una nocheque se representaba El Planeta Venus, y en que se le cayóen la cabeza el armazón del caballo de bronce, por descui-do del maquinista.

Desde entonces no consentía Clotilde bailar en cuatro defebrero, fecha del apachurramiento de su marido, ni en no-che en que se cantase aquella zarzuela.

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Tenía miedo a los derrumbes y jamás pasaba cerca de pos-tes ni debajo de balcones.

Su viudedad sólo le parecía triste por la falta de su consorte:ella se sabía muy bien que los duelos con pan son menos.Contratada por temporadas de ocho a diez meses, sus cortascesantías se subsanaban con los ahorros de más de medio año.

Aquellas criaturas, “mis ángeles,” como llamaba Clotilde asus niñas, parecían dos retratos de su madre.

Limpiecitas y bien criadas, graciosas e inteligentes, Clotildecifraba en ellas su felicidad. Los aplausos del teatro no lecontentaban tanto como un par de besos de aquellas suspreciosas miniaturas.

En su alegre casita de tres balcones, aislada en el centro deun jardinillo poblado de geranios y enredaderas, vivía unavida casi conventual. No recibía a nadie, no daba qué decir.Se la veía en la escena donde más de una vez encendiópasiones que no fomentó y a las que dio muerte con francoy noble recato.

Bailaba porque a eso la habían dedicado: su matrimoniocon un cómico había sido resultado de mutua e irresistiblesimpatía, pero frecuentemente ambicionaba poder dedicar-se a otra carrera, o a otra ocupación más segura que laligereza de sus pies.

Algo debía de presentir que la obligaba a no confiar deltodo en sus aptitudes coreográficas.

No es menester agregar que su vocación no corría parejascon sus talentos ¡Aberraciones de la naturaleza que suelencausar antagonismos profundos: la voluntad que siente aver-sión a los ideales de la inteligencia!

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Así, no dejaba de plantearse Clotilde el problema de uncambio absoluto de ocupaciones profesionales. Dentrode dos o tres años apretando mucho en sus gastos logra-ría abrir una casa de modas en una calle céntrica, y pocoa poco a fuerza de actividad y desvelos, se atraería nume-rosa y escogida clientela.

No gastaba lujo; pero nada faltaba en su casita. Los suel-dos de Clotilde se invertían en la reposición de uno queotro mueble, la compra de telas, pájaros y macetas, el culti-vo del jardín y el alquiler de la habitación que no era ungrano de anís. Algo ahorraba como se ha dicho, para queno careciese de nada en cesantías.

-Cuando yo muera -se decía- ya éstas habrán crecido; sa-brán cuanto necesiten, yo les habré enseñado a ganarse lavida con medios menos expuestos a peligros morales quelos que a mí me han tocado. Y quizá, quizá tengan la suertede desposarse ventajosamente con hombres que les labrenuna posición decente y bienquista.

Clotilde no contaba con la huéspeda, no obstante que te-nía un vago presentimiento que la impulsaba a odiar el bai-le como a la cosa más aborrecible.

Una tarde de un día cuatro nada menos, aunque no defebrero, estaba citada al ensayo general de Quiebra For-tuita, comedión abominable de un dramaturgo, en queprecisamente debía bailarse en lo alto de un tablado eri-gido en el centro de una plaza, en noche de fiestas rea-les.

Clotilde concurrió, como siempre, a la hora exacta y encompañía de sus dos ángeles, a quienes a donde quierallevaba cosidos a su lado.

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El carpintero hacía retumbar el teatro dando los últimosmartillazos en los clavos que unían los pies derechos y lastablas del andamio.

Dos lucecillas alumbraban el foro y el salón con escasaclaridad.

La orquesta preludió la polka y Clotilde subió al templetepor una escalerilla de mano, puesta ad hoc detrás del apara-to. Con ella subieron otras dos bailarinas y comenzó el bai-le.

Los primeros compases esperaron las tres. Al tempo di polkalas tres desataron el vuelo. Dos daban una vuelta alrededordel tablado, se paraban inclinando difícilmente medio cuer-po adelante y volvían a dar la vuelta mientras Clotilde gira-ba en el centro sobre sí misma con una rapidez de remoli-no, o repetía varios juegos de gimnasia teatral. Cuando laorquesta anunció la coda los ejercicios de Clotilde eran tanrápidos que tenían alelados al director de escena, al apunta-dor, al utilero y demás comparsa que presenciaba el ensayo.Las niñas iban de unos brazos en otros recibiendo besos ycaricias.

En una de sus suertes Clotilde tuvo la desgracia de intro-ducir uno de sus altos y esbeltos tacones en la abertura dedos tablas mal unidas: la velosísima vuelta bruscamente cor-tada por el obstáculo de la tabla, hizo caer a Clotilde debruces y sin sentido en medio de la plataforma.

La niña mayor, de tres años apenas, dio un largo chillidoen la agudo sobresaliendo al rumor de la orquesta. Siguiólasu hermana que en viéndola llorar se creía siempre compro-metida a acompañarla a dúo. Interrumpióse el ensayo. Labailarina lastimada fue conducida a su cuarto.

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Se hizo que la reconociese un facultativo, y, concluida laprimera curación, consistente en sobas y apretado vendaje,se trajo un coche que condujo a su casa a Clotilde y a suspimpollos.

Pasaban días y más días, sobas y más sobas: las esperanzasde Clotilde menguaban a medida que se hacía más rebeldeel tendón roto…

No volvió a bailar más y regresó a su costa nativa. Enseñaa sus ángeles a coser y a bordar, y no les permite el uso dela aguja y del bastidor en día cuatro.

Las niñas son muy juiciosas; pero cuando resuena en labuhardilla el golpe seco de la muleta de Clotilde, la mayorcillasuele acordarse del fatal ensayo de Quiebra Fortuita y rom-pe a llorar.

Su hermana la acompaña a dúo.

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MMMMMANILARGOANILARGOANILARGOANILARGOANILARGO

Nació en un pueblecillo del Ecuador el año de 1852, deLuis Beltrán y María Cleofas Zapata, labradores. Vivió consus padres hasta la edad de doce años en que emigró alPerú, en cuya capital se hizo vendedor de periódicos. A losquince tomó pasaje en Callao para Panamá, donde viviótranquilamente hasta los veinticinco. No se registra en estetiempo ninguna hazañería de Beltrán; pero a partir de finesde 1877 comienza a ser víctima de una gran perturbaciónque le inclina con facilidad a los robos rateros.

Cuando su última caída (1892), tenía cuarenta años. Sucolor es bronceado obscuro, su tez áspera y manchada, sucabello lacio, delgado y caído con indolencia sobre unafrente chica y deprimida, como si le hubiesen dado un mar-tillazo entre ceja y ceja. La circunferencia de su cráneo seestrecha hasta cuarenta y tres centímetros. Su mirada le tra-duce indiferente a lo que le rodea, y, si bien en el fondo desus pupilas hay algo de estúpida resignación, la base de sucarácter es una audacia automática, limitada y casi total-mente neutralizada por la imbecilidad. La barbilla puntiagu-da, la nariz anchísima, de la esfericidad de una pera, unapulgada bien medida de la ternilla divisoria de las fosasnasales, al delgadísimo extremo del labio superior, los ojos

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diminutos, agrisados, las pestañas rabonas y escasas, lospómulos abultados, como si llevase oculto por la piel encada uno un melocotón. Por estas facciones su rostro notiene el zumbel de un facineroso, sino la ridiculez de unatruhanado. Su estatura, un metro y cuatrocientos sesentamilímetros. Soltero, leñador. Hijo de matrimonio. Su nom-bre Manuel Beltrán.

De sus padres poco pudo saberse. Labraban una heredadpropia. Fueron muy honrados; y se llevaron bien mutua-mente. Tuvieron siete hijos; dos mujeres y cinco varones,de los cuales era Manuel el tercero. Ninguno fue a la escue-la; pero éste aprendió en Lima a medio deletrear de molde,cuando vendía periódicos. Sus dos hermanas se casaron yviven en su pueblo nativo, El Morro, donde sus cuatro her-manos, menos el último, que siguió la suerte de marinero,son labrantines, los dos mayores casados. Ellos y ellas tie-nen muchos hijos. Del menor no ha vuelto a saberse. Suspadres murieron de viruela casi al mismo tiempo.

El medio de la niñez de Manuel Beltrán fue muy pobre;desde niño fue dedicado por sus padres a acarrear leña: noconoce ninguna otra ocupación del campo. Incapaz y pere-zoso, huyó de la casa paterna, a la que no ha vuelto jamás.Conserva reminiscencias de su exigua educación religiosa:cree en Dios y en la vida futura, ignorando todas las demásideas intermedias del espiritualismo. No se explica ningúnfenómeno de la naturaleza física: posee confusamente lasideas elementales ontológicas, ser, causa, efecto, nada, ver-dad, error. Las nociones psicológicas que alcanza son las depensar, querer, vivir; con la rudeza de un salvaje. Es másextensa su comprensión de los conceptos morales, bien,mal, virtud, vicio, delito, amor al prójimo; penas, ley, fami-lia, mandar, son sus únicos vislumbres sociológicos. En es-tética es una tábula rasa.

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Desde su salida del Perú hasta su primer robo de Pana-má, nada absolutamente se sabe. Estando en el Istmorobó a un marinero un pedazo de tela embreada: fuecogido infraganti y entregado a la policía. A partir deeste suceso está comprobada su historia que él mismova a referirnos.

-¿Cuántas veces ha cometido Ud. este delito?

-Varias veces.

-¿Ha robado Ud. alguna vez fuerte cantidad de dinero, unaalhaja de valor, un caballo de gran costo?

-Nunca, señor; mi más cuantioso hurto ha sido un par deplanchas que extraje de un hospital en Guatemala, y ahorael metate de una casa del barrio del Esterito.

-¿El metate por que lo acusan a Ud.?

-Sí, señor.

-¿Qué otros objetos ha robado Ud., y cómo lo ha hecho?

-Siempre que he encontrado cosas mal puestas o ropatendida en las habitaciones, no he podido menos. Laprimera vez, en Panamá, un marinero me admitió a dor-mir sobre la cubierta de un bote grande. Tenía muchofrío y para abrigarme me prestó un pedazo de lona. Dormítan bien y tan caliente, que me decidí a pedírsela, puescreo ya no le hacía gran falta. Pero como me despertéalgo temprano y él no aparecía, me la llevé en el hom-bro y al saltar en tierra me alcanzó y entregó a la policía.Estuve encerrado, y como vi algunos clavos, una estaquitay un martillo puestos al descuido, y que iban a servirpara reparar la puerta de un calabozo, los escondí, y

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cuando obtuve mi libertad los llevé conmigo en recuer-do de mi prisión.

-Y no temió Ud. efectuar ese robo en la cárcel misma?

-De temor sí he tenido siempre; pero ahí verá Ud., siempreme he escapado, porque después de este encierro de Pana-má, hace quince años, no he vuelto a caer sino hasta ahora.Se me olvidaba decir que esa misma vez, al ser calificado deratero por el comisario de policía, me llevé de su mesa unpequeño tintero y un portaplumas que vendí en la cárcel aun preso que sabía escribir y me hizo mis defensas. Cuandollegué a Guatemala me encontraba muy pobre y miserable,y al pasar por una casa advertí en su grande y hermosopatio dos jarrones finísimos sobre una mesita: noté muchosilencio, penetré en el zaguán con precaución y me apoderéde los jarrones saliendo precipitadamente. Mas es induda-ble que hice algún ruido, porque antes de traspasar el um-bral sentí tras de mí unos pasos muy marcados y una vozque me dijo: <<¿Qué se ofrece?>> -Volví el rostro y encon-tré a una joven, que era la que me interpelaba. <<¿No com-prará Ud., señorita, estos jarrones?>> -Después de mirarlosatentamente, y temblando yo por mi atrevimiento, respon-dió -“Aquí en casa tenemos dos iguales a los que Ud. ven-de. Vaya Ud. con Dios a otra parte.” Respiré y salí apresura-do antes que notara que los jarrones procedían de su casamisma.

-Me dijo Ud. hace poco que lo más que Ud. había hurtado,es decir, lo más costoso eran unas planchas: ¿valían muchomenos esos jarrones?

No, señor, valían mucho más; pero no los cuento entre mishurtos, porque luego me los hurtaron a mí. Me senté en unaplaza muy concurrida a pregonarlos, y no pude venderlosaquel mismo día. Volví al siguiente y a poco de empezar mi

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pregón, oí a treinta pasos de mí una voz que decía: “Mira,¿no es ese el hombre de los jarrones?” Era la joven a quien lavíspera los había robado. Antes de acercarse le dije a unindividuo que estaba a mi lado vendiendo castañas: <<Ahíle encargo eso, amigo, que pronto vuelvo.>> La joven, alverme poner en pie apretó el paso, no ya en dirección delhombre en cuyo poder habían quedado los hurtos, sino enmi seguimiento y con la sombrilla amenazándome. No eraposible que me alcanzara, y cuando me creí salvo en unextremo de la plaza, me puse a mirar hacia donde estaba elde las castañas, a quien ya no vi ni he vuelto a ver en mivida.

El País de las Perlas

Se terminó de imprimir en febrero de 2001,en los talleres de Grafo Print Editores, S.A.,

Avenida Insurgentes 4274,Colinas de San jerónimo 64630,Monterrey, Nuevo León, México.

Se utilizó tipografía Times en 12 puntos.

Cuidado de dición:Laura Guillén

Diseño:Ma. Luisa Soler A.