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EL MOVIMIENTO
PERPETUO
Michele Caldarelli
U na fascinación casi perversa ha alentado siempre la convicción de que se puede obtener algo a cambio de nada. Cualquier mecanismo de movimiento per
petuo presupone de hecho la obtención de un movimiento indefinido y autónomo en ausencia de ninguna aportación energética del exterior. Las mentes más disparatadas, por orden de sutileza especulativa o extravagancia endémica, se han aventurado con el problema del movimiento perpetuo sugiriendo cada vez nuevas presuntas soluciones o reinvenciones perfeccionadas de proyectos ineficaces, pero considerados así por defectos o imprecisiones constructivas.
Este es el caso, quizá el más evidente y frecuente, de la «rueda autogirante», mecanismo que por primera vez describió Villard de Homecourt, ya en la primera mitad del siglo XIII, y que luego retomó el mismo Leonardo ( en varias versiones en el Códice Forster), quien declaró imposible su funcionamiento. Incluso con su autoridad, parece que el juicio de Leonardo no impidió que la investigación siguiera adelante: entre los hechos conocidos se señala que en el siglo XVII el segundo Marqués de W orchester, prisionero en la Torre de Londres, se ganó la libertad mostrando al rey un ingenio rodante que realmente funcionaba con... un poquito de trampa.
Pero esto son sólo unos pocos ejemplos de una historia mucho más larga, aunque referida únicamente a la rueda autogirante: para hacerla rodar, y con el fin de obligar a la fuerza de la gravedad a cooperar con un ingenio ineficiente, se ha inventado de todo: bolas correderas dentro de trayectorias obligadas, brazos articulados, flujos de agua o de mercurio en partes oportunamente moldeadas, o incluso, por qué no, la caída de las prendas en la cesta de la lavandería para economizar el coste de la colada. Varias veces se ha intentado una sistematización históricoteórica, que seguramente nunca podrá ser exhaustiva, de las invenciones «perpetuas»: Atanasio Kirker fue el primero que se ocupó de ello en su De arte magnetica, de 1640; Gaspare Schaott, con el XII libro del voluminoso De tecnica curiosa (1644), suministró un corpus de
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ejemplos más amplio. Un siglo después, en 1775, la declaración de la Academia de Ciencias parisina sentenció su desinterés por el movimiento perpetuo declarando la imposibilidad de su funcionamiento; proyectos y tentativas siguieron sembrando la historia de la mecánica aunque el interés huyese de los ámbitos de la ciencia oficial para mejor estimular la fantasía y la industria ya artesanos, ya de relojeros, ya de improvisados mecánicos, ya de todo aquél que quisiera probar. Las mismas patentes han sido a menudo arruinadas por peticiones de oficialización para proyectos absurdos que de otra manera habrían caído en el olvido; textos como Perpe-
tuum mobi/e, compuesto por Henry Dirks en 1861, o Mouvements perpetue/s, publicado por J. Michel en 1927, documentan claramente períodos históricos de especial florecimiento.
Los dos principios de la termodinámica enunciados el siglo pasado sancionan la imposibilidad de funcionamiento de las máquinas de movimiento perpetuo, pero el discurso es circular porque, en conjunto, estos principios se basan en el fallido funcionamiento de las máquinas, y su demostración fáctica, aunque sea evidente desde el punto de vista empírico, no es posible. La posibilidad teórica de que algo los pueda contradecir es lo que deja siempre abierta una
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puerta a la esperanza de poder cebar demiúrgicamente el movimiento perenne. Lo de crear la vida a partir de la nada es un sueño eterno, y, por dar un curioso equivalente literario, lo encontramos enigmáticamente expresado en uno de los Scientific romances de C. H. Hinton, de 1888. Esta historia, El rey de Persia, que constituye una parábola moral adobada con interpolaciones científicas, cuenta cómo un rey que había recibido poderes especiales del viejo Demiurgos los utiliza para mantener el reino. En este reino creado ad hoc, señala el cuento, los valores literales A y B, C y D, E y F, etc., representan antitéticas y equivalentes cantidades virtuales de placer y dolor, que participan en todas las cosas y determinan su inmovilidad. Sólo un desequilibrio de estas cantidades posibilitaría una acción; y así el rey, soportando por otros parte del dolor, puede atraer la vida. En el curso del relato se lee cómo concatena todos los actos en este reino pseudomáquina, de manera extraordinariamente complicada, para reutilizar las pérdidas energéticas y, con un mínimo de sufrimiento, tendente a O, poder mover el todo. Cuando al final, cansado, abandona su papel todo vuelve a la inmovilidad. «Oh, especuladores del movimiento continuo, cuántos vanos proyectos habéis creado, andad con los buscadores del oro», fue la invectiva de Leonardo, quizá demasiado áspera pero poco alejada de la verdad. La máquina del universo, en su eterno retorno, constituye el modelo ideal tanto para los buscadores del movimiento eterno como para los alquimistas; el fuego de rueda alimenta la operación de transmutación metálica del «mercurio de los filósofos», y habría que preguntarse si el mismo Villard de Homecourt se inspira ( o interpreta a su manera) de forma singular un texto alquímico cuando concibe la rueda autogirante a flujo de mercurio. Schaott, al comentar los experimentos de movimiento perpetuo, se refiere explícitamente al continuo fluir de las fuentes, al movimiento de los océanos y de las estrellas, a la circulación de la sangre, y subraya que todo en la naturaleza está sujeto al movimiento continuo. El «así abajo como arriba», fórmula de la magia tradicional contenida en la Tabula smaragdina, sintetiza en un concepto simple el increíble laberinto de espejos que el hombre ha tejido entre el cielo y la tierra al intentar conocer, o teorizar, la infinita cadena de las causalidades que gobierna el universo y que tanta materia ha suministrado a la astrología clá- � sica, que todavía hoy permanece ex- � traordinariamente viva. �
(Traducción: Alfredo Martínez Expósito)