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Alberto Zurrón EL MITO DE LA FEALDAD

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Alberto Zurrón

EL MITO DE LA FEALDAD

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Cuadro de la Portada: “Omnis philosophiae loci” Autora: Blanca de Nicolás

Primera edición: febrero 2006

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, ni su préstamo, alquiler o cualquier otra forma de cesión de uso del ejemplar, sin permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright.

© Alberto Zurrón / email: [email protected]

Edita: Fundación Méjica

C/ Azcárraga, 19-21, 3º H. 33010 – Oviedo

Telfs.: 985 21 25 88 / 985 36 19 15 - 606 616 729

Fax.: 985 21 25 88 / email: [email protected]

Depósito Legal: AS-997/2006 ISBN (13): 978-84-609-9567-8 ISBN (10): 84-609-9567-4 Fotocomposición e impresión: Hifer Artes Gráficas / www.hifer.com

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A mi hermana.Y a Nicolás, su mejor obra.

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PRIMERA PARTE

FEALDAD Y BELLEZA: UN FORCEJEO HISTÓRICO

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“Pero si alguno tiene dicha y en su belleza a los demássupera,

y cual primero mostró en certámenes su fuerza, recuerde que envuelto va en mortales miembros,

y que al final de todo se vestirá de tierra”.

(PÍNDARO, Nemea XI)

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Capítulo Primero

EL DON NO TAN AMARGO DE LA FEALDAD

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1. LA DESESTABILIZACIÓN DE UN SISTEMA

El propósito de la presente obra tiene la anatomía deun despropósito: la suplantación escénica de la fealdad, suardua progresión desde las bambalinas al escenario, donde,liberada de su pesada significación histórica, pueda inter-pretar ese papel larga y secretamente aprendido en los en-treactos de tantas funciones celebradas en loor de la belleza.Es hora de comprobar su autonomía de dicción, su memoriaacorazada, su amplitud de movimientos y su aptitud parasorprendernos.

Por lo pronto, resulta paradójico que este mundonuestro, presto a convertirse desde no pocos frentes en unsumidero moral, persista en su glorificación estética comocontrapunto lúdico de lo que en tiempos pasados, sin sernecesariamente mejores, supuso un apogeo ético, el papeltimbrado que revelaba, legalizándola, la intención oculta dedos contratantes unidos por algo más que la inicial: la belle-za y la bondad, los mismos que hoy rivalizan espalda contraespalda esperando la señal de sus padrinos para echar aandar sin volverse, hasta el agotamiento. Conclusión: elmundo de las ideas no es una prueba de puntería, sino deresistencia.

La fealdad tiene algo de crudeza autodestructiva, por-que sólo se afirma por colisión contra aquello que la niega,erigiéndola como subproducto de un contraste que, lejos derealzar la virtud autónoma de la belleza, ya indisputable,devasta sus intentos por reformular la estética actual en suprovecho exclusivo, aspirando a sacudirse la milenaria ser-vidumbre en un interregno que se ha extendido desde lanada genésica a esta nada escatológica erróneamente profe-tizada, pero que no pocos gurús ideológicos aprovechan pa-ra reclamar ante la ventanilla única aquella “transvaloraciónde todos los valores”. Si es tiempo de dar a la fealdad sucuarto de hora no hace falta advertir que su exposición, deconvencernos, contendrá ya la demanda de permanencia, yésta, a su vez, nuestra oferta de acogida.

Bajo un prisma eminentemente estético, la rupturacon la tradición platónica en pro de lo feo como fenómeno, sibien aún no despolarizado en su relación troncal con la be-

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lleza, no se produjo hasta mediados del s. XIX, donde vocesautorizadas (por todas, Rosenkranz) reivindicaron su sin-gularidad. Ya un siglo antes Kant había descongestionado lacuestión al contraponer lo bello y lo sublime, abriendo deforma inconsciente un tragaluz para lo grotesco (por deriva-ción de lo informe e inconcreto) en el hasta entonces petrifi-cado templo de la estética, inhabituado a tales impostores.

De la colisión anteriormente apuntada, belleza y feal-dad han salido indemnes, pero nada estorba para pensarque sólo la primera ha sufrido la humillante calcificaciónescénica, al seguir tal cual estaba, sin quitar ni añadir nadaa una realidad que puja por alterar la fisonomía de sus pie-zas y los usos de su léxico, tentado de llamar a la belleza yano por su nombre, sino por su tedio. Tal categoría estéticacomo argumento teleológico de la conducta o como funciónhermenéutica de la virtud nos suena hoy a ensueño anacró-nico, a desgastada estrategia moral, a fatiga ideológica queaprovecha la fealdad para arrancarle el testigo y, tomandosu mismo camino, decide desandar lo andado, explicandolos acontecimientos biográficos e históricos con un sesgobipolar en un ejercicio de arrastre, exhumando en su reco-rrido las cuestiones que la belleza dejó planteadas y no pudoresolver más allá de unas andanadas artificiosas retributi-vas de su nula capacidad de profundización. La fealdadauspicia su correcto tratamiento: no es usuaria de corsésformales, se ha mostrado paciente observadora desde elprincipio de los tiempos, es verborreica, malhumorada, bri-llante, ingeniosa, y la falta de prejuicios le proporciona laversatilidad y espontaneidad siempre negadas a su antóni-ma.

Cuando Tolstoi ridiculizaba en Anna Karenina la uni-formidad de la felicidad familiar en contraposición a la ri-queza de recursos psicológicos que atesoraban las familiasinfelices no estaba sino realizando una transposición intra-social de la dicotomía estética que, en muy similar asocia-ción, ya había sentado Victor Hugo en su manifiesto román-tico con el Prefacio a Cromwell: <<Lo bello no tiene más queun tipo; lo feo, mil. Y es que lo bello, hablando humana-mente, no es sino la forma considerada en su relación mássimple, en su simetría más absoluta, en su armonía más

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íntimamente vinculada a nuestra organización: por ello nosofrece siempre un conjunto completo, pero limitado comonosotros mismos. Por el contrario, lo que denominamos lofeo es un detalle de un gran conjunto que nos escapa y quearmoniza, no ya con el hombre, sino con la creación ente-ra>>. Nadie antes había inoculado en el organismo de laastringente Estética semejante dosis de sinrazón evacuado-ra, la cual no podía tener asiento más mullido que el movi-miento romántico en su expansionismo lateral. Muerto elneoplatonismo, la fealdad reclamó su legítima estricta de laherencia yacente estética, y esta aspiración hereditaria se hahecho patente en el s. XX como en ningún otro ciclo históri-co. Nunca la belleza ha necesitado tanto de la fealdad paraexplicar la etiología del mundo que sustenta; por contra,ésta ha podido restañar sus heridas prescindiendo de lobello porque penetra en el hontanar de lo sublime y acom-pasa a él su respiración estética, logrando así duplicar sucapacidad pulmonar en sus más hondos entresijos, en sumás asfixiante necesidad de imponerse.

La belleza sólo puede ser tomada en serio como alter-nativa a la moral. Y de hecho lo es, pero en desuso. Justifi-cado su atractivo en un marcado relativismo léxico y en unafrustrada autodefinición, no resiste un mínimo análisis si hade ser confrontada con la concreción que preside y asiste ala naturaleza. La gracia ambivalente de lo inconcreto ha sidotrasvasada a la fealdad por acción de lo sublime, y aquellafuerza motriz generada por la idea de perfección formal en elcumplimiento de unos cánones arrolla hoy en hilillos, comovía muerta o pista falsa que acompaña a la falta de so-breesfuerzo más allá del nirvana axiomático, más allá dellímite del desinterés en pujas por el sentido final de las co-sas, pues si materia appetit formam, la belleza nunca hasabido explicarse su inapetencia de contenido una vez ahítade la forma ya conquistada. Ahí radica su falta de peso, o,también, todo el peso de su impersonalidad.

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2. EL FILÓN DE LA FEALDAD COMO DOTACIÓN PSI-COLÓGICA

No es éste un tratado de estética, por mucho que a lolargo de la obra manipulemos con profusión sus clavijas yefectuemos numerosas remisiones a este campo, amparadosen la irrupción que por esa puerta hizo nuestra correosaprotagonista, huyendo del humillante rol histórico que letocó desempeñar, sin cortes ni censuras. Pero es que lafealdad como categoría estética no ostenta un plus de anti-güedad tal que le permita jactancia alguna frente a su cate-goría rival, cuya acta de nacimiento se remonta al mundogriego, pionero en la sobrevaloración otorgada a lo bello co-mo trasunto de perfección espiritual y, correlativamente, enla hermenéutica fatalista de la imperfección física comocondena divina por los pecados cometidos en vidas anterio-res, teoría tributaria de la defensa que los pitagóricos hacíande la metempsícosis.

Pero ni aún este ceniciento horizonte de sangradosmitológico, antropológico y estético ha logrado desalentar ala fealdad en su iniciático camino de vuelta, resuelta comoestá a demostrar que su descrédito es el resultado propio deun error del entendimiento (como toda inspiración falsaria) yque sus constantes vitales no justifican el vilipendio sufridoen el camino de ida a ninguna parte. Se sabe fuerte porquela domina una voluntad de exploración y conquista. El itine-rario, las coordenadas y las cartas de navegación hacia elquiste psicológico de la forma son las mismas, pero en otrasmanos cuyos dedos, impacientes, no dejan de tamborilear.La belleza necesitó de dioses olímpicos y sofisterías filosófi-cas para elaborar su estatuto fundacional; pero la herra-mienta de la fealdad, en este mundo de temporada dondelos dioses se hacinan descatalogados y las sofisterías seagitan asoladas por la ineptitud replicante, no puede serotra que la virtud de la humildad agitada por un ser huma-no cansado de las relumbrantes y tediosas programacionesde la estética en su acaparación histórica.

La tendencia inflacionista del hombre sobreviene pordos mecanismos: uno recompensador, extrospectivo, res-trictivo, arbitrario, de signo lineal y basado en la sobredi-

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mensión de los recursos (facultades) que le son conscientes;otro sobrecompensador, introspectivo, expansivo, reglado,de signo ascendente, basado en la carencia (déficit) asumidacomo tribulación y que, a falta de aquel prius consciente,pone en juego las potencias ocultas hasta situarlas a nivelde la voluntad, donde rebrotan en forma de sobreestímulo.Este esfuerzo de asimilación por lo consciente viene prede-terminado por un sentimiento de inferioridad enervante, deforma que sólo si metaboliza tal sentimiento en forma decomplejo logrará quebrar todos los obstáculos y revertir enun afán de superación que resitúe al hombre en una regióndeslumbrante, la del ser ideal, que ya difícilmente abando-nará. Por lo tanto, sólo en la psicología, y dentro de ésta enla dimensión ontogénica del ser humano rebelado desde suinferioridad, hallará la fealdad su pulso y fundamento.

Mostraremos en los capítulos siguientes no pocos yapasionantes ejemplos acerca de cómo se operaron en exi-mios acomplejados estas modificaciones de la conducta yhasta qué punto fructificaron en valerosas hazañas de so-porte diverso. El sentimiento de desdicha, el descalabro dela autoestima y la resolución del conflicto por mediación deuna voluntad-que-se-empeña son factores comunes a tantosreprimidos como saturan los cocederos geniales de la histo-ria. No se nos pasa inadvertido que la propugnada tensiónentre realidad e idealidad soporta un límite de peso, presióndirectamente proporcional a la integración por el sujeto de loreal en lo ideal hasta obtener su completa asimilación. Peroel resultado a menudo deviene desequilibrador para aquél,siendo su cuadro más característico el trastorno neurótico,donde se asume como necesaria aquella distorsión y se re-niega de cualquier operación tendente al deslinde psíquico,convencido de que la personalidad primaria (que no necesa-riamente la auténtica) sólo podrá eclosionar desde entoncescomo parodia amarga de la personalidad adquirida (no sur-gida necesariamente como falsificación de la originaria). Dehecho, estudios pormenorizados realizados desde principiosde siglo han detectado importantes cuadros neuróticos en elrastreo biográfico de las personalidades más tenaces, enten-diendo por éstas las apresadas por la fuerza centrífuga de la

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voluntad en la realización apremiante de sus objetivos comoincoercible satisfacción en la diferencia.

Pero donde hubo un complejo de inferioridad ya re-suelto quedó también un fondo residual de resentimiento,como secuela de la personalidad violentada. El control exito-so de la personalidad resultante ejerce tal fascinación sobreel sí-mismo que termina por recusar al prójimo (el otro) ale-gando desarmonía con el estado de cosas que ha llegado aalcanzar y proyecta su esfuerzo como punición contra loselementos fedatarios de su mundo superado. El resultadopersonal es la autocracia en la experiencia de su dolor, ter-minándose por imputar a los demás un delito continuado defalta de celo en la erección de sus ideales, la renuncia aarriesgar un yoicidio para instaurar un nuevo modo de seren la vida sin sujeción a los diezmos de la debilidad. La so-ledad de la partida y el aislamiento impuesto a la llegadahacen el resto en este severo escorzo que representa el re-sentimiento, culminante en un complejo de superioridadque frisa la personalidad megalomaníaca, absolutista y ex-cluyente de la colectividad más allá de unos mínimos deconveniencia como papel revisor de la diferencia adquirida.

Esa forma de autocontemplación, dependiente muy asu pesar de una cierta correspondencia colectiva, poco tieneque ver con el narcisismo en su génesis mitológica, basadoen la abstracción del entorno y en la asimilación de lo propiocomo único pronunciamiento real, si bien este fenómeno haperdido su indefensión originaria en la medida que ha sidoabsorbida por la ciencia psicológica. Ésta descubrió en lafábula de Narciso un símil inmejorable para catalogar a untipo de individuo brillantemente improductivo, de reflexiónestéril y aquejado de inadaptación social. La caricatura mo-ral del narcisismo es el dandismo, surgido como tendenciasocial en la Francia del s. XIX, aunque ambos tipos comul-guen, especialmente el narcisista, de una pretensión sobre-compensadora, limitándose el dandée a dar satisfacciónpública y notoria de aquella expresión de su singularidad,rayana en lo grotesco.

En el presente libro se analizan el haz y el envés detantas personalidades jánicas -reales, legendarias y mitoló-gicas- como emboscan y engalanan la historia ultra dimi-

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dium de la acción y el pensamiento. Queremos rastrear elorigen de las motivaciones, diagnosticar la etiología de lasconductas en atención a sus prioridades vitales, cartografiarlas direcciones seguidas y las renunciadas, diseccionar losinstintos doblegados y los fustigados, las ansias de eterni-dad acuclilladas en cada uno de sus actos, la debilidadacometida como oportunidad existencial, la gloria persegui-da y la triste rendición de cuentas al final de una vidaarriesgada como “negocio que no cubre gastos”. Pero no esnuestra intención copar todo un platillo de la balanza conegregios fracasados, apilados como sacas de detrito, a no serque se les conceda arribar al otro platillo en un momentodado, por estar viéndolo vacío y más alto. De ese trance persaltum tratan estas páginas, que se erigen como homenaje aaquellas voluntades fénicas, renacidas entre las cenizas devoluntades anteriores, sucesivamente desventradas en labúsqueda del molde definitivo, hecho a la medida del ser enel que habían de convertirse, con todas sus miserias y notodas sus grandezas.

3. DE LA FEALDAD Y OTRAS VIRTUDES AFINES

Más que la fealdad como singularidad facial, es la co-lumna vertebral de nuestra obra toda forma de incorrecciónfísica, defecto orgánico, minusvalía o enfermedad que, porno ser digeridas con naturalidad, se quedan atascadas entrelos pliegues de la personalidad hasta formar una costra, demodo que lo que un espíritu débil siente como merma, losiente el fuerte como blindaje, produciéndose en este últimouna relegación o dejación funcional de principios en favor delas motivaciones, a fin de que no sea la moral, sino la vo-luntad (y una voluntad cazadora) la guía y directora de lasconductas, llamadas a la sobrecompensación. Con una mi-rada retrospectiva que lancemos sobre la historia del pen-samiento se comprueba que sus colofones a menudo sólo seexplican por la vía paradójica: actitudes audaces en cuerposinoperantes, espíritus arquitectónicos en físicos arruinados,veloces pensamientos no precisamente sull’ali dorate, sinosobre lenguas atrabilladas y zancas contrahechas... Todos

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conocemos sus arquetípicos ejemplos y no dejamos de admi-rarnos, pero hay muchos otros apenas mentados y que en-garzan con mayor precisión dos anhelos tan antiguos comoel edén: el deseo de vivir y el deseo de agradar. Razón lleva-ba Byron cuando describió la belleza como amargo don,probada su inutilidad como herramienta para seguir cavan-do allí donde el rostro que sufre y el rostro que piensa sedetuvieron un instante a enjugarse el sudor y transfundie-ron sus fisonomías, porque el aspecto de lo recién acabadolleva también el sello de lo recién nacido, con todas sus mu-cosidades y sanguinolencias.

Al lado de esa pujante realidad, lo que queda por des-mitificar es bien poco. Si Demóstenes se convirtió en el mássólido orador de la Antigüedad no fue a base de masticarguijarros, sino de engendrar ideas preclaras dentro de unabsoluto dominio de la retórica, una de cuyas partes eraprecisamente la oratoria, donde exhibió una facilidad expo-sitiva más propia de una sumisión léxico-mental que de unalengua bien articulada y cruzada de avales cicatriciales.Asimismo, damos por hecho que la fealdad de Sócrates nofue tan proverbial como su talento reflexivo y la persuasiónadscrita al mensaje vital que debía transmitir a la juventudateniense. Mucho más acá, Schiller escribió sus obras ca-pitales en los quince últimos años de su vida, acosado porenfermedades que no le otorgaron respiro un solo día, peroesta exhibición de facultades no hubiera pasado de unasmeras notas a pie de página si sus quehaceres líricos dejuventud no le hubieran apuntado ya como cimera expre-sión de las letras alemanas. Edison padecía una especie decefalomegalia de molesta notoriedad, a lo que hubo de aña-dir una debilidad corporal que le impidió asistir a la escueladurante años; pero si al final de sus días logró registrar másde mil patentes habrá que adjudicarlo no a una redistribu-ción de fuerzas sobrantes azotadas por el malestar, sino asu innata fecundidad imaginativa y a una capacidad de aso-ciación cognitiva que ya hubo de desarrollar en su infanciaen forma de inmensa curiosidad por el funcionamiento delas cosas, apoyada en una memoria inexpugnable. La cortaestatura y el ridículo aspecto de Toulouse-Lautrec cierto esque le confinaron a un mundo sórdido y nocturno donde

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podían quedar confundidas sus vicisitudes físicas y disi-mulados los colores de la vergüenza, pero este azar genéticoen quien una vez confesó que con una estatura normal nose habría dedicado a la pintura no menoscabó su naturaltalento, impuesto ya desde la infancia, ni su aptitud con-temporizadora con un ambiente hecho decurso donde faci-litar los alumbramientos de su arte. Milton, de personalidadbipolar y ciclotímica, no era precisamente un enclave cons-tante para la inspiración, la cual le impuso, caprichosa eincompasiva, unos determinados periodos de visita, en con-creto de otoño a primavera, que no tuvo a bien variar ni aúncuando el poeta más la reclamó en otros intervalos comoantídoto edificante contra su ceguera. Nosotros nos resisti-mos a creer que la simple nostalgia de la luz, si no va acom-pañada del talento, sea suficiente y consistente andamiajepara erigir un poema arquitectónico con el diseño de Thelost paradise…

Este rasgo de la producción creadora sometida a ciclospuntuales es tributario de muchos otros hombres geniales,en los que el determinismo biológico se impone al apremiopsicológico, concebido éste como emplasto sobre la hemo-rragia emocional, cortocircuitando la transmisión de la im-presión (vía sensible) a la experiencia de la emoción comocoartada psicológica de un impulso eternizador siempre pre-sente, quizás como superprotección del organismo contra laprogresiva emancipación de la mente. Mens liberta in corporemisero. El Goethe que en su trastornada juventud se subíaal rosetón de la catedral a fin de experimentar las dentella-das del vértigo y la colindancia de la muerte (media vita inmorte sumus, dijo el monje Notker Balbulus) poco tiene quever con el venerable anciano que conversó con Eckermann,y, sin embargo, la sinrazón cíclica antes apuntada recorriótodo su arco literario en forma de gloriosos septenios, aun-que no pueda decirse que sus obras de transición fueranprecisamente amables piezas de entreacto. De la mismaimpostura se quejaba Leopardi, que debía esperar largosmeses al siguiente acceso de inspiración, reconociendo que,en tanto velaba su llegada, era más fácil sacar agua de unleño que un solo verso de su cerebro. Pero cuando el con-trahecho poeta italiano renegaba de su sensibilidad hipe-

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restésica y de sus asimetrías corporales como ejes auténti-cos de su obra (una obra que, a su decir, era deudora exclu-siva de su aventajado entendimiento), estaba desacreditandouna corriente psicológica en la que no deseaba verse mez-clado, a riesgo de nivelar sus pretendidas opiniones filosófi-cas con el dictado imperativo de la razón curtida en la insu-ficiencia, detalle de altivez éste que casi siempre delata unafán de superioridad acrisolado en la inferioridad tan des-mentida como vencida, un afán cuyo estrecho conducto sólopuede resultar accesible a una realidad personal necesaria-mente mutilada. De hecho, algunas conclusiones que elpoeta italiano alcanza en su Zibaldone de pensamientosdesmienten la cuna intelectual de sus teorías y, promovidaspor un infinito anhelo de belleza, enarbolan esa inferioridadde la que al final, por un pudor de antiguo hiriente, se re-niega:

El hombre de imaginación, sentimiento y entusiasmo, priva-do de la belleza física es ante la naturaleza poco más o menos loque para la amada un enamorado ardiente y sincero no corres-pondido en su amor (...) Al considerar y sentir la naturaleza y lahermosura, la idea de sí mismo le resulta siempre penosa (...).Se ve, en suma, y se reconoce como excluido sin esperanza y nopartícipe de los favores de esa divinidad (...) tan próxima a élque la siente como algo interno y una sola cosa con su ser, digola belleza abstracta, la naturaleza.

La inquietante comprobación estadística invocada porel médico-poeta Gottfried Benn, respecto a la mayoritariaproducción artística de las últimas cinco centurias por psi-cópatas, alcohólicos, anormales, vagabundos, degenerados,expósitos, neuróticos, deformes y tuberculosos, nos pone enla tesitura de invocar contra la aparente degeneración de laraza la maleabilidad del arte, apoyada en la propia y <<ex-traordinaria maleabilidad de la naturaleza humana>> (Car-lyle). El arte está llamado a extraer del hombre conclusionessucesivas, cada una sobre la anterior, sin solución de conti-nuidad, ensanchando sus límites al tiempo que sus clavesde asimilación resultan modificadas por esquemas mentalesdonde ya no prevalece el orden aparejado a lo eterno, sino lavelocidad como fedataria de lo efímero. De ahí la confusión

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de linderos entre la obra de arte, como entidad autónoma delas motivaciones creadoras, y las singularidades psicológicasque determinan su concreción, hasta el punto de dudarse sies la obra la horma del artista o éste la horma de aquélla, ysi el hombre se resiente del arte o si es que al arte le duele elhombre.

El lóbrego listado ofrecido por el dr. Benn repueblacon fantasmas los cielos homéricos vacíos de dioses con eltiempo, y a ello no podemos oponer objeción alguna, impe-didos como estamos por una ruptura silogística: de unarealidad deformada no se genera una obra malformada, sinola misma realidad, pero reformada. Esta virtud alquímicapara convertir en noble lo basto es el cabo biográfico quehabremos de asir de continuo para no desorientarnos en elrecorrido de unas vidas que hicieron de la inferioridad sufructífera contracorriente. Llegados a este punto, y habiendode asignar a la presente obra una contraseña cuya formula-ción nos permita detener e inquirir a sus protagonistas, nohallaremos otra más exacta que la máxima de Rathenau:<<El secreto de la personalidad es: fuerza de la debilidad>>.Sólo este teórico podía, en revelación de tal secreto, diseñarcon muy pocas palabras la estrategia exitosa de la inferiori-dad: <<Un hombre debe ser lo bastante fuerte para forjarcon la peculiaridad de sus imperfecciones la perfección desus peculiaridades>>. Nietzsche, del que aquí mucho aúndebemos hablar, habría reeditado a su costa su Humano,demasiado humano por dar cabida a una sentencia comoésa, más convincente y menos ambigua que su taxativa ypseudopericlea “haceos fuertes”, lanzada como consigna aprender en la generalidad de los hombres e incendiar a muypocos, sólo aquellos capaces de restaurar para la condiciónhumana la prístina participación en la esencia divina, pa-sando al cobro el diezmo sobrehumano y adjudicando a Za-ratrusta una demagogia de la antropología que bien podríaacotarse en “todo para el hombre, pero sin el hombre”.

Vivimos actualmente una correosa dictadura de la be-lleza cuyos cánones, al extralimitarse de la pura complacen-cia estética y adentrarse en la autopromoción social, hanpasado de ser reglas a rangos, de recipientes contenedores atamices desfondados, soliviantando en el hombre su tarea

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preferente de llegar-a-ser-humano, al arrancar sus singula-ridades físicas como protuberancias inútiles y recomendarsu uso exclusivamente eufemístico, cauterizando lo feo comosi de una herida se tratara y hubiérase de suprimir en aten-ción a un concepto galénico de la cruzada social, oscilanteentre el apremio de agradar y la necesidad de no ofender.Esta obra surge, pues, como correctivo contra el absolutis-mo estético de lo bello, y, delatando su eunuquismo en elintento de someter las motivaciones, pretende fundamentara varios niveles la paternidad de lo feo (entendiéndose portal cuanto por su irregularidad no tiene cabida en el sistemaarmónico de lo bello) allí donde la historia inclina la cabezaante el hombre y le canta las virtudes.

Los más ofensivos –que no peligrosos- enemigos denuestro estudio resultan ser esos vulgares manuales de ar-tificial resignación que, por razones de estrategia editorial,llaman de autoayuda. Estos cuadernos de deberes estivalesyerran por completo la montura: buscando sentar al frus-trado en un caballo árabe lo sientan del revés en un perche-rón, y en lugar de gritar “¡adelante!” sólo llegan a susurrarun desvaído “sustine et abstine”. Especialmente dirigidos aun estrato poblacional insatisfecho y desmotivado, al que sesupone en proceso de aniquilación psicológica, estos trata-ditos (Sappington -1989- cita los estudios realizados en1978 por Glasgow y Rosen, donde se indicaba que un 20%de las técnicas de auto-ayuda sugeridas en los manuales nisiquiera habían sido ensayadas antes de su impresión edito-rial, y que aún un 27% de ellas necesitaba la vigilancia deun profesional de la psicología, dato éste de frecuente omi-sión por obvias razones de estrategia comercial), que sólopodían tener su cuna en la sociedad urbana norteamerica-na, yugulan las posibilidades psíquicas del hombre, y, cons-cientes de su ineptitud para hablar de voluntad al sufrientede a pie, lo idiotizan a base de sofistería ramplona y apodíc-ticos decálogos de conducta, basados en una moral al usovecinal, en los que sus nueve últimas reglas sólo sirven deserrín a la primera, “Inspira y expira” (formularia, inmuta-ble, ¡irrefutable!), para evitar sus muy pertinentes resbalo-nes. Como astutos oportunistas en el mercado del desaso-siego, interpretan con trinos de esparto estas delicuescentes

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partituras musicales barridas de bemoles, que sustituyenpor las cuerdas rotas del hombre crédulo, y, localizando susdisonancias, ya dan por concluida la brevísima tarea, yén-dose con la música a otra parte, dejando sumido a aquél enel mayor estupor no bien ha terminado su tabla de flexionespseudoestoicas e intuye la falacia, descorchando la simplesuperación de la vicisitud para celebrar algo que ni siquieraha sido abordado: el crecimiento en la vicisitud. Lo que dis-tingue precisamente a nuestros protagonistas de los serescomunes y los convierte en trapecistas excepcionales es quepisaron su dolor para subir más alto y no para tapar elhormiguero de turno antes de tumbarse a la sombra de unaencina con el aplomo de quienes sienten tenerlo todo en unmundo que no les ha dado nada.

4. LA INEVITABILIDAD DE LA BELLEZA

Viendo cómo Wordsworth reprochaba a Goethe el quesu poesía no fuera “suficientemente inevitable”, no quere-mos exponernos a semejante censura privando a la belleza,con nuestro silencio, de esa misma inevitabilidad. La autori-dad de que goza hoy aquélla es una realidad tan abrumado-ra que viene su abordaje exigido tanto por un feraz interéshistórico como por su conveniencia cartográfica de trazar elavance de líneas paralelas (si bien tan distanciadas) quesiguió con la fealdad en sus respectivas evoluciones ytransferencias.

En su libro Origen y meta de la historia, Karl Jaspersdenomina tiempo-eje a ese momento histórico que supone lacristalización del ser humano como tal, dotado definitiva-mente de sus armazones espiritual e intelectual, mensuradoa escala universal en una dimensión suprahistórica, situan-do tal eclosión hacia el año 500 a.C. Pues bien, si hubiéra-mos de fijar nosotros un acto-eje simbólico a partir del cualse pudiera considerar surgida la belleza como categoría deinterés humano, no hallaríamos otro más apropiado que esegesto de la diosa Atenea arrojando con ira su flauta al des-cubrir reflejada en las aguas la deformación que en su ros-tro provocaba. Pocos actos tienen la trascendencia y signifi-

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cación de éste en la simbología mitológica, y ello por cuatrorazones:

Primera. Se pulveriza la suposición de que los dioses,omnipotentes, omniscentes e incólumes, son refractarios alas frívolas preocupaciones que agitan y apesadumbran alos hombres.

Segunda. Nacida por partenogénesis de la cabeza deZeus, la diosa Atenea encarna la inteligencia, y, sin embar-go, con aquel gesto de profundo aborrecimiento ya adjudicaa la razón el estatuto generador de la verdad, sentando lasbases de ésta como virtud, y, en cierto modo, de la corres-pondencia entre bondad y belleza que posteriormente desa-rrollará Platón. Del mismo modo, ataja de raíz cualquiervestigio de irregularidad en el ámbito de la razón en sutransposición objetiva, atribuyéndola propiedades de perfec-ción y liberándola de las dobleces interpretadoras. La razónaprueba o reprueba guiada por la instantaneidad del fenó-meno: la sensación de agrado o desagrado.

Tercera. Se erige la belleza en cualidad sublimada yatributo exclusivo de los dioses, al tiempo que, correlativa-mente, se implanta el gran hiato estético con el despreciopor lo grotesco (en su ilación con la deformidad), ya aventu-rado desde la defenestración olímpica de Hefestos a la islade Lemnos.

Cuarta. La violencia e inmediatez con que Atenea sedesprende del instrumento musical revela un estado de an-gustia más consonante con los arrebatos humanos que conuna hija de Zeus. Conmocionada por el descubrimiento desu propia fealdad, aun en estado potencial, sufre Ateneauna doble degradación, por su condición de mujer y de dio-sa, intuyendo aterrada con este sentimiento propiamentehumano la híbrida ascendencia antropodivina de estirpeplatónica, y aún anterior, cuando hombres y dioses estable-cieron en Mecona su foro para debatir y acordar su separa-ción definitiva, según cuenta Hesíodo en la Teogonía.

Nacida la belleza en ese acto-eje como sincretismo es-tético-moral, conocerá este binomio (bello/bueno) su disec-ción -pero al solo objeto de su mejor estudio- en tiempos dePlatón, con quien alcanzará su cimero desarrollo filosófico,trazando su acompañamiento histórico Heródoto, Pausanias

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y Tácito, cuyas crónicas, sazonadas con ritos, derrocamien-tos, luchas intestinas y costumbrismo antropológico, anun-cian el fin de aquella simbiosis. De ello resulta que, sin lacobertura protectora de la moral, el concepto de belleza ibaa adquirir otra filiación, de tipo civil y pagano, arraigada enel valor guerrero y en una actitud de soberbia como decan-tación de la dignidad patriótica que envolvía la vida pública.El movimiento religioso posterior, de corte eminentementecristiano, pretenderá la recuperación de la moral como ele-mento esencial de la belleza, pero sin poder ocultar sus con-dicionamientos metafísicos y eternos, ni la recurrencia almito judeocristiano del pecado original y la concepción delhombre como heredero y depositario de lo vil, lo caduco y lopecaminoso, de manera que el contrapeso del lastre antro-porreligioso sólo podrá consistir en el cultivo de las virtudesinteriores, auténtica sede de la salvación humana.

Paradójicamente, sólo la filosofía (y sólo alguna filoso-fía) ha sido capaz de calcular, con todos sus decimales, elcoste estético de una moral emancipada de lo bello, invo-cando la restitución de esas categorías sensitivas como in-formadoras de una ética por primera vez necesitada de jus-tificación. Tal es la misión que se encomienda Santayana,quien, fuertemente asido al lomo kantiano, aboga por sus-traer los juicios estético-morales a los del intelecto, sin otor-gar primacía a unos sobre otros, sólo una equidistancia: losprimeros son juicios de valor; los segundos juicios de ser; demanera que únicamente mediante la transfusión operadaentre lo estético y lo moral adquirirá esta bicefalia su inmu-nidad contra la insuficiencia intelectual, despejado el cami-no de lícitos pudores con el fin de que el filósofo no empren-da la huida al definir la belleza como <<una manifestaciónde Dios a los sentidos>> (El sentido de la belleza), amparadoen una idea de perfección y suficiencia que asuma de formanatural y objetiva la propia fisonomía del Creador.

Pero retomemos aquí la ira de nuestra sufrida Atenea.La contrapartida mitológica de esta aspereza estética fuevivida por un personaje que encarna como ninguno el fenó-meno del autoenamoramiento a través de la belleza pura-mente contemplativa. Nos referimos a Narciso, la petrifica-ción del gesto en su máxima consecución, ese jovencito

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cuadrangulado en el espejo acuático desde el que absorto secontempla sin poder arrancarse, sin desear ya otra cosamás que esa expectación en la que todo y nada sucede almismo tiempo, abolido en la reproducción incesante deaquella autoalimentación. El etéreo Narciso sucumbe a unproblema de inanición vital1, dejando perecer de hambre sussentimientos hacia lo ajeno, sus recuerdos de lo ajeno yhasta de lo propio cuando el mundo aún era para él unaestancia rebosante de luz. Todo su pasado se diluye comoun mal sueño en el que la elasticidad de la conciencia tran-se lo exterior como nutrición elemental y ya el futuro es paraél la promesa de felicidad arrancada a la belleza en el hechi-zo de su sostenimiento, llegándole redoblada a fuerza decumplirse en esa suspensión de los sentidos donde cual-quier subjetividad radial queda anulada. Si la verdad erapara Narciso una cuestión de identidades, al contemplar suimagen en las aguas culmina para él su proceso de búsque-da de la verdad. Poco han tenido que ver la noción-de-sí-mismo y la conciencia-de-sí-mismo, que, adquirida a modode epifanía, abarca a la anterior y la agiganta, porque hacede la piel concepto y espíritu, continente y contenido.

Tendremos ocasión de profundizar más adelante enlas palabras de Narciso según el sesgo ovidiano contenidoen las Metamorfosis, que marcan un hito en la percepción dela belleza como garantía de sufrimiento y transpersonaliza-ción, presentándose desarmada con doble filo, pues al tiem-po que siega la maleza del camino hacia dentro, amputatambién la otredad, tan necesaria para la buena salud dia-léctica. La abolición de sentidos que sufre Narciso en la fá-bula ovidiana no es sino el anticipo de la suspensión deljuicio kantiana, en forma de pasividad reflexionante quefacilita la irrupción de la belleza libre en una contemplacióncontinuada alejada de la frivolidad autofílica, y que sólo de-fiende su eficacia mediante una operación desvalorizadorade la finalidad. Parece estar pensando en nuestro abisagra- 1 El mito de Narciso lo adjudica James Frazer probablemente a unatradición de la India y de la Grecia antigua consistente en no mi-rarse en el agua a riesgo de que el espíritu pudiera arrastrar a lasprofundidades la imagen de la persona (La rama dorada).

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do protagonista el filósofo de Königsberg cuando afirma ensu capítulo dedicado a la Analítica de lo bello: <<Dilatamosla contemplación de lo bello porque esa contemplación serefuerza y reproduce a sí misma, lo cual es análogo (pero noidéntico, sin embargo) a la larga duración del estado deánimo, producida cuando un encanto en la representacióndel objeto despierta repetidamente la atención, en lo cual elespíritu es pasivo>>.

Más actualmente, también Gadamer define lo bello enclave narcisista, al nimbar sus referentes externos y conce-birlo como <<una suerte de autodeterminación que transpi-ra el gozo de representarse a sí mismo>>. Caracteriza a estarepresentación una intransitividad, la gratuidad a ultranza,negadora por tanto del ser como contraprestación de latransacción, esa finalidad sin fin kantiana secundaria a lapropia sinrazón etiológica de la belleza, que jamás ha resis-tido el más inofensivo cuestionario acerca de sus pretensio-nes y acopia indecorosamente cuantos equivalentes osten-ten el prefijo auto-, quedando así tan abolida como el sufijoque anuncia, pues si sus más honrosos antecedentes laapuntan como vivencia interior autenticada, nunca tantocomo hoy ha deseado reparar su estrabismo, ejercitandouna extracontemplación que ya no sólo la ha llevado a refor-zar sus cimientos, sino también a trabar el mayor númerode asociaciones compensadoras con lo feo, inaugurando ladictadura estética (carente de principios fundamentales,como toda dictadura) y el victimismo indeseable que laacompaña, para los unos y los otros, porque comulgan be-lleza y fealdad de la misma crisis de valores sociales cadavez que nos vemos obligados a reconocer el protagonismo desu dualidad, la cédula de habitabilidad excluyente que cadauna exhibe como promesa de comodidad al individuo capa-citado para el hecho estético.

En su recorrido histórico la belleza ha hecho noche encuantas postas le han salido al paso: la moral, la fuerza, elequilibrio, la gracia, la armonía de proporciones, el refina-miento, el hieratismo, la saturación ornamental..., lo que yanos alerta sobre sus constantes de mutabilidad y su escasacapacidad de autoafirmación si no es a costa de negarse conuna cierta periodicidad. Este transfuguismo histórico de su

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esencia conceptual ha desembocado en un desprestigio desus propiedades originales como fruto de aquellos añadidosacumulativos, sin prescisión progresiva de sus posos resi-duales, hasta escamotear el buen uso de lo bello en unaformulación de mínimos que jamás debió rebasar. Hizo bienMalraux al matizar (sin proponérselo) a Shakespeare con su“ser moral o no ser”, que, lejos de constituir una opción, noes sino el imperativo categórico de la ética como refugioexistencial contra las apoteosis demonizadoras del leviathánmoderno, la invocación de urgente retorno a lo bello repris-tinado con la exigencia emasculadora de esto que hoy se nosvende como turgente instrumento de propaganda erótica,hasta el punto de haberse convertido la belleza en un agentesecreto del sexo, valiéndose de la apariencia deiforme comorecurso eufemístico para lanzar su llamada grotesca supe-rando la censura de falsos pudores, tan propicios a una ci-vilización esclavizadora y esclavizada donde la norma socialprohíbe en mayúsculas y alienta la trangresión en letra pe-queña, que en este caso siempre se lee.

El hambre de belleza es el rayo que no cesa, la eternadistancia que nos separa de nuestro yo más colmado y, porprofundo, más desconocido. Los brazos de la Venus milesialos tenía el hambriento Tántalo y de nada le sirvieron, salvopara implorar. Y aún cuando se acalla aquel hambre, ligadocomo se halla el hombre a la insaciabilidad, le descoyunta lapsicosis de belleza, los renglones inescritos de la demasía, ydeja de ser ésta una cuestión de apetito para serlo de confu-sa inspiración ante la vasta obra del hartazgo, que jamásredime al pensador insoslayable. Los cien años de soledadno se hacen soportables arrodillados ante las camas viendoparir generaciones sucesivas como sinalefas de la Providen-cia, sino arrodillados con naturalidad junto a Narciso. He-chizados ante nuestra propia imagen todo se tiene a la vista,y, condenados a morir de aburrimiento, evitamos al menosotras condenas más drásticas.