el legado del hielo por shaka

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El legado del

hielo

Por Shaka

http://www.shaka-fanfiction.net

El fanfiction no persigue ningún afán lucrativo. Prohibida su venta y/o

alquiler. Todos los derechos de autor sobre los personajes pertenecen a

Masami Kurumada, creador de Saint Seiya.

Ilustración: A noble man in Siberia

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—¿Estás seguro de que eso es lo que deseas?

—Sí, Patriarca.

—Entonces, que no se diga más. Parte con cautela, caballero del Cisne,

nunca se sabe dónde puede acechar el peligro.

El cortante sonido del viento rebotaba en sus oídos, doloridos por el

brusco cambio de presión. Un viento helado, cargado de finos cristales de hielo,

se estrellaba contra su cara.

Había conseguido a lo largo de sus siete años de entrenamiento dominar

el cero absoluto. Aquella hostilidad climática era su compañera. La soledad de

Siberia sobrecogía, con sus blancas extensiones de desierto blanco y cielos

grisáceos. Estando allí, en completa soledad, reparó en que se encontraba en los

confines del mundo civilizado, una de las pocas regiones del planeta a las que

aún se las podía catalogar de vírgenes, la cual se extendía por miles de

kilómetros bordeando el océano ártico.

Pero aquel frío que ahora le envolvía no podía rivalizar con el calor que

crecía en su corazón. Al borde de sus fuerzas, tras varias jornadas de continuos

intentos lo había conseguido. Sus dedos temblaban amoratados, poniendo

resistencia a la congelación. Los dientes permanecían apretados para evitar que

castañeasen.

Ahora más que nunca, debía dominar al hielo. A su elemento.

<<¡Inepto, inconsciente! Eres igual que él, mas no soy yo quién para

impedírtelo, no eres mi alumno. Espero que tengas la madurez suficiente como

para recapacitar, por el bien de la Orden. Si cruzas el umbral de este

Santuario, da por hecho que otro guerrero se sumará a la lista de bajas.>>

Las palabras de Camus de Acuario afloraron en su mente, para ser

borradas con suavidad por una sonrisa.

Era un suicidio, era consciente de ello, pero tenía que hacerlo. Por él. Por

aquel que se convirtió en el centro de su universo, y del que no había vuelto a

tener noticias, al que había dedicado pensamientos cada uno de los cinco años

que habían pasado desde que le despidiera en el recinto sagrado del Santuario,

legándole su armadura divina.

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Entre las ruinas del recinto ateniense aprendió a formarse como

caballero. Junto a él aprendió la técnica, pero sobre todo, supo crecerse como

persona, formando una base sólida y estable sobre la que alzar el vuelo, creada

con discreción, amabilidad y secretismo.

Su mentor era un misterio. En Grecia se empapó de todo aquel

conocimiento que sus superiores y compañeros pudieran brindarle, pero,

además de ello, recopilaba datos sueltos que iba anexionando a su mente.

Indicios y anécdotas provenientes de los que fueran sus compañeros en la

batalla, e incluso de su propio instructor.

<<Shion hizo bien enviándote a Islandia para que él te entrenara. Si

hubierais recalado en Siberia, sólo te hubiera condenado a la mediocridad. Por

muchos logros que como defensor de la Diosa haya logrado, siempre tendrá

ese obstáculo que no le dejó ser quien debió.>>

Desde aquella última charla con el undécimo caballero de oro, no había

dejado de pensar en ello. Había ido trazando su plan detenidamente, paso por

paso, para alcanzar el objetivo. Pronto oscurecería, tenía que salir de aquel

desierto de nieve antes de que la noche cerrada cayera sobre su cabeza.

Sintió un pinchazo que le recorría, semejante a una corriente eléctrica.

Pese a sus esfuerzos por pasar inadvertido, alguien le observaba no a demasiada

distancia. No era una energía amenazadora, pero le inquietó que le pudieran

haber seguido hasta allí sin haberse percatado.

Sus escasos conocimientos del ruso le hicieron posible comprender las

palabras del hombre que permanecía de pie a sus espaldas.

—Será mejor que os marchéis, señor, estos parajes son sagrados.

La frase, educada aunque seca y cortante, provino de un joven de ojos

azules que no le apartaba la mirada. Dicho hombre a lo largo de aquellos años

había repetido el ritual de visitar ese lugar con frecuencia, donde el mar

permanecía congelado debido a las gélidas temperaturas que asolaban el

extremo de la antigua Unión Soviética. Su razón, vigilar que permaneciera ajeno

al transcurso del tiempo, silenciado como lo que en el fondo era: una tumba.

Comprendía una misión que ocultaba a sus allegados en la aldea, incluso

a su prometida, una tarea que le prometió llevar a cabo al que era su admirado

amigo hacía ya casi dos décadas.

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El chico de cabellos cobrizos que empapado trataba de recuperar el

aliento, le miró. Había algo en él que le intrigaba. Conocía aquella sensación, esa

aura que transmitía. Para su sorpresa le oyó hablar con algo de dificultad en su

pronunciación, haciendo gala de voz firme y concisa.

—No temáis. Si no me equivoco, ambos estamos aquí por lo mismo —dijo

Alar—. ¿Sois vos Jakov, de la aldea de Kohoutek?

La instantaneidad con la que el hombre palideció le valió como respuesta

afirmativa. Le observó, calculando que por su apariencia encajaba con la edad

que debía tener en la actualidad aquel al que el caballero de Pegaso había

nombrado en numerosas ocasiones.

—Si es así, vos conocisteis al hombre que nos une en estos momentos y

enclave. Su nombre es Hyoga.

Jakov se arrodilló, quitándose el pesado abrigo de pieles para cubrir al

joven. Éste lo agradeció, sujetándoselo por los hombros.

—¿Conocéis a Hyoga?

Alar asintió con la cabeza.

—Sí. Fue mi maestro. Me llamo Alar, y tengo un favor que pediros.

Desvió su vista unos metros a la izquierda de donde se encontraban, para

que el ruso fijara su atención en lo que quería.

El humilde aldeano dejó caer sus brazos al suelo helado, para luego, con

mano temblorosa, trazar la señal de la cruz sobre su pecho y lanzar al aire una

escueta oración.

Como dos diminutos puntos negros entre la blancura eterna de Siberia, el

destino terminó de tejer las redes que ahora unía a dos personas provenientes

de mundos distintos, con pasados totalmente inconexos, salvo en un punto de

unión común.

Y ese punto de unión se encontraba en un país remoto, ajeno a los

acontecimientos que pronto se producirían en la aldea donde se crió como

caballero de Atenea.

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La tarde era apacible, típica del caluroso verano del sur de Francia. Las

horas de luz se prolongaban, y por las tardes el tiempo refrescaba lo suficiente

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como para poder salir y pasear sin los agobios que el cielo limpio y despejado

producía.

Había abandonado el Santuario, las batallas, el sufrimiento y el dolor por

otra aventura encarnizada: la de tener una vida corriente, y ser padre.

Desde que recalara de nuevo en suelo galo, había dedicado sus días a

ayudar a Marie con el negocio y los quehaceres cotidianos, a respirar cada

segundo a su lado, y a ver crecer a su hija. Las dos mujeres de su vida eran, sin

duda, su más preciado tesoro.

Y aunque a veces sentía melancolía, no cambiaría si situación por nada

del mundo. Tenía nostalgia de sus compañeros, de las llanuras de su Rusia

natal, del misticismo de los templos… En ocasiones le parecía apabullante que el

resto del planeta pudiera vivir día a día ignorando las cruzadas divinas que se

producían entre mortales y dioses. En una era de conocimiento, tecnología y

comunicación sin fronteras, existían secretos y ritos más antiguos que la misma

humanidad que debían permanecer al margen.

Así tenía que ser, y por tanto había sellado su cosmos, construyendo el

lustro que llevaba fuera de la Orden partiendo de un pasado inexistente,

refugiándose en cada minuto de paz que ellas le regalaban.

Los años le habían tratado bien, y tal vez por haberse preocupado de no

perder el hábito físico que le había acompañado en su juventud, seguía

conservando el mismo aspecto de siempre.

Como cada día a esas horas, llevaba a la pequeña al parque del centro de

la pintoresca ciudad. Si bien al principio el que fuese el único hombre entre las

madres que llevaban a sus hijos a que jugasen levantaba más de un comentario,

pronto se ganó el respeto y la consideración de sus vecinos. A decir verdad, poco

le importaba lo que pudieran pensar. Sabía que Marie había soportado lo suyo

durante su ausencia, y más aún después de su regreso.

Pero todo eso era agua pasada.

Se arrodilló para arreglar las dos cascadas doradas en las que se dividía la

cabellera de la niña, la cual, impaciente protestaba, deseosa por entrar de una

vez al recinto de juegos.

—Espera, sólo será un segundo.

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Sonrió con dulzura mientras la veía correr, una vez terminada la tarea. Se

apoyó en la verja de madera a observarla juguetear con los demás niños que se

disputaban subir primero a los columpios.

Había dado su sangre, sudor y lágrimas por un mundo mejor. Aunque en

su momento se preguntó si su lucha de verdad había servido para algo, en ese

momento supo que sí. Si aquella tierra, con sus dificultades y problemas, seguía

siendo igual de hermosa y llena de oportunidades para Natasha, su tormento

habría valido la pena.

Tan pequeña y llena de vida… A esa edad se era poco consciente de los

crueles hilos que se mueven alrededor. Él los ignoraba en su momento y se topó

de bruces con un destino que le llevó media existencia cambiar. No dejaría que

su hija pasara por lo mismo.

Pero no quería que esos pensamientos volvieran a llenar su cabeza. No

podía fiarse de nadie, hasta el aprendiz menos aventajado sería capaz de

detectar trazas de sus imágenes mentales. Así que se concentró en nimiedades,

como el sonido del viento en las ramas de los árboles, el cambio de las

tonalidades según la posición del sol, o la energía inagotable de la cría.

Estaba abstraído y sin hacer facultades de sus poderes psíquicos y de

percepción, tanto que no se percató de que alguien le observaba a lo lejos; una

figura que poco a poco se fue acercando con soltura y naturalidad hasta quedar

a su lado, apoyado también en la verja pintada de vivos colores.

El recién llegado le miró para su asombro, antes de entonar un saludo en

la antigua y melódica lengua griega.

—Parece que no he tenido que dar demasiadas vueltas para dar con vos.

La suerte está de mi lado.

Hyoga se giró con brusquedad hacia el lugar del que venían las palabras.

Atónito, tardó en reconocerle. Por mucho que intentara borrar los

mecanismos propios de su etapa guerrera, analizó en milésimas sus rasgos, la

contracción de las pupilas, la posición del cuerpo…

Y se topó con un rostro amable y hermoso, enmarcado en los mechones

rojizos que se escapaban del resto de la melena, atada en una larga cola que

sobrepasaba los hombros. No pudo dar crédito.

—Dios mío, Alar… ¿Qué estás haciendo aquí? —susurró, asiéndole por los

hombros.

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—Pedí al Patriarca unas semanas para permanecer ajeno a Santuario.

Espero no haberos molestado al tomarme la libertad de venir a veros, maestro.

Hyoga volvió a contemplarle. Había crecido, y mucho, desde la última vez

que le viera. Con aquellas ropas informales podía hacerse pasar fácilmente por

estudiante de la cercana universidad de Paul-Valéry, en la vecina Montpellier,

los cuáles abundaban en aquella época del año.

Un ápice de tristeza contrastó con la inmensa alegría que el reencuentro

le produjo. Echó otro vistazo a Natasha, antes de acercase más a él, mirándole

profundamente a los ojos.

—Alar, que estés aquí me llena de dicha el corazón, pero… Quiero

permanecer totalmente al margen de la Orden, sólo el caballero Seiya me ha

visitado una vez. Ahora tengo una familia, no quiero involucrar a nadie,

¿comprendes?

—Sí, maestro. Por eso he trabajado el último año en dominar la técnica

necesaria para cerrar mi mente, y por lo que veo lo he conseguido, dado que si

he dado tan pronto con vos ha sido de mera casualidad.

El recién llegado posó su atención en la niña que su antaño mentor no

cesaba de vigilar.

—¿Esa pequeña es…?

—Sí. Es mi hija.

El irlandés se sorprendió por la noticia, pero a la vez le conmovió ver al

antiguo caballero del Cisne en un estado tan relajado. Derrochaba paz por cada

uno de los poros de su piel.

Se preguntó si su plan había sido egoístamente desconsiderado. El ruso

debió de leer entre líneas su duda, puesto que depositó una mano sobre las

suyas, apoyadas en la tosca madera.

—No hagas caso de lo que te he dicho. Claro que eres bienvenido, tanto mi

familia como yo te recibiremos con los brazos abiertos. Olvidémonos del

formalismo y los antiguos rangos, tú eres casi un hijo para mí. Y tienes mucho

que contarme, cinco años dan de sí.

Le sonrió, agradecido y feliz. Había dedicado mucho tiempo a planear el

viaje, necesitaba volver a ver a su maestro, pero sobre todo, cumplir con el

propósito de su desplazamiento. Quería conocerle. No a aquel que todo le

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enseñó, sino al hombre que había portado antes que él la armadura forjada en

los hielos eternos.

Alar le siguió adentrándose en el parque, agachándose en frente de la

niña para poder mirarla a los ojos. Para sorpresa de Hyoga, le habló en un

francés más que aceptable.

—¿Cómo te llamas, señorita?

—¿Desde cuándo hablas…?

Antes de que pudiera terminar la frase, el mismo Hyoga elevó las cejas,

mirando hacia el cielo en un gesto irónico.

—No me lo digas. Camus, ¿verdad?

—Sí. Aunque he de reconocer que insistí para que me enseñara —sonrió

el joven.

La niña le miraba con curiosidad. Alargó la mano hasta coger uno de los

mechones cobrizos, observándolo de cerca.

—¿Te has pintado el pelo?

Alar rió ante la ocurrencia, mientras Hyoga trataba de reprenderla.

—Oh, no os preocupéis —dijo, restándole importancia—. No, no me lo he

pintado. Pero si me dices cuántos años tienes te doy un paseo a caballo.

La mano de la niña, la cual sonreía mostrando una hielera de diminutos

dientes blancos, mostró cuatro dedos, a lo que Alar, cumplidor, la subió a sus

hombros, imitando el sonido del corcel que había prometido. Y Hyoga, todavía

algo incrédulo ante lo repentino del encuentro, cogió la maleta del chico,

indicándole que le siguiera.

Les veía a los dos como si de dos hermanos entre juegos se tratasen. No

pudo más que seguir sonriendo con algo de satisfacción personal, al poder

reunir en un mismo plano a las personas que más habían significado para él en

su pasado más inmediato y el presente. Se preguntó cuál sería la reacción de

Marie al comprobar que el alumno del que tanto le había hablado pasaría unos

días con ellos, ya en carne hueso.

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Alar entró con algo de timidez al patio trasero por el que habían accedido

al interior de la casa. La puerta conducía a una sala recubierta de madera, con

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aspecto de ser una trastienda a juzgar por el ruido que oía tras el arco que,

cubierto por una cortina, separaba la habitación de otra.

—Natasha, ve subiendo, no entres con los zapatos en el salón.

La niña no tardó en ascender por las escaleras que había a la derecha, a la

vez que Hyoga desaparecía por el cortinaje. Se limitó a esperar, no pasando más

de un par de minutos hasta que su maestro regresó, acompañado por una mujer

de penetrantes ojos esmeralda y cabello oscuro. Le sonrió, un poco intimidado

al no saber qué decir. Fue el ruso quién se encargó de encauzar la situación.

—Marie, te presento a Alar, mi alumno, del que tanto te he hablado.

Alar… ella es mi mujer.

—Encantada de conocerte, nuestra casa es tu casa, sé bienvenido. —dijo

tras besar la mejilla del joven—. Supongo que estarás cansado. Voy a ir

preparando la cena, Hyoga te indicará dónde puedes acomodarte.

Tras ello les dejó solos, subiendo con paso grácil los peldaños que

conducían a la planta de arriba. Hyoga aprovechó para indicarle a su invitado

que le acompañara a la zona de la tienda, y así cerrarla al público. Alar observó

con detenimiento el encanto pintoresco del local, y su maestro, una vez echada

la clausura, quedó justo en frente, mirándole a los ojos con expresión serena.

Recordó la primera vez que le vio, en aquel puerto del oeste de Islandia.

Le encontró allí, apartado de la gente, alto, imponente con su piel pálida y la

cabellera rubia, emanando un extraño aire de senectud pese a ser

increíblemente joven para ser su maestro.

Ahora, once años después, le había sobrepasado en estatura y, sin

embargo, seguía conservando esa aura nostálgica y misteriosa, pero no

detectaba tristeza en su mirada. Su cosmos había sido sustituido por una

inmensa sensación de calma que parecía contagiar a todos los que le rodeaban.

Amaba a su maestro como a un segundo padre al que desconocía, y nunca

se lo había podido decir con palabras. Ardió en deseos de acercarse a él, pero fue

el acto del propio Hyoga cuando le tomó entre sus brazos lo que le impidió

hacerlo.

Se limitó a corresponder a aquel abrazo conciliador e íntimo, terminando

de sellar un reencuentro al margen de la Orden con el que había estado soñando

mucho, muchísimo tiempo.

—Me alegra tanto poder volver a veros, Maestro…

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El ruso deshizo ligeramente la unión, tomándole el rostro con suavidad

entre las manos. Si en el pasado había estado orgulloso de él como guerrero,

ahora lo estaba como persona, más si cabía.

—Alar, no me llames maestro. Puede que el destino nos uniera por esa

traba, pero ahora que he quedado fuera de Santuario, trátame como a tu igual.

Aunque supiera perfectamente que los vínculos entre mentores y alumnos

eran imposibles de mitigar, quería sentirse libre de esas ataduras que un simple

trato conformaban.

Quería que su propio alumno pudiera tratarle en la confianza que se

había generado entre ellos, algo más allá de una amistad para convertirse

prácticamente en un lazo paternal.

Supuso lo difícil debía resultar para el chico, pues él mismo sería incapaz

de hacerlo con Camus, al que jamás podría dejar de ver como a su maestro.

—Debes estar cansado. Vamos, subamos a casa y comamos algo. ¿Cómo

están mis viejos compañeros de batalla? Hace mucho que no recibo noticias de

Grecia.

Subieron hacia el piso de arriba y, ya en éste, Hyoga le condujo al fondo

del estrecho pasillo, a la que fuera en su momento la habitación que él ocupó

cuando le ofrecieron poder residir allí a cambio de su trabajo.

Tras haberse instalado el recién llegado, le invitaron a tomar asiento en la

mesa de la cocina junto a la pequeña, mientras los anfitriones preparaban una

improvisada cena. Marie miraba curiosa al chico, el cual se esforzaba por seguir

la conversación en francés para no dejarla colgada.

—¿Han habido muchos cambios en la estructura interna del Santuario?

—Hará unos cinco meses el caballero Shiryu fue nombrado portador de la

Armadura de Libra, su maestro decidió entregarse al retiro y no encontró

resistencia por parte de la cúspide de la Orden. Y en cuanto a otras novedades…

la totalidad de los guerreros han sido restablecidos. La última armadura en

encontrar nuevo portador ha sido la de Andrómeda.

Hyoga calló por unos momentos. Su sonrisa se esfumó mientras sopesaba

las palabras del chico.

Aunque era lo más normal en el curso de la historia de la guerra, se le

hacía extraño y doloroso pensar que otro pudiera custodiar la armadura divina

de mortíferas cadenas nebulares.

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—¿Y cuál es el nombre del nuevo caballero de Andrómeda?

—Su nombre es Rigel. Sí, es el nuevo caballero, pero hay algo que le

distingue del resto. Es amazona, la única mujer portadora de una armadura

divina en estos momentos. Y con un gran carácter, dado que ha conseguido que

se derogue la ley de la máscara femenina…

A Hyoga le sorprendió la noticia, aunque trató de no hacer más hincapié

en ello.

—Cuéntanos, ¿cómo ha sido tu viaje desde la lejana Atenas? —preguntó,

cambiando de tema.

Charlaron discernidamente, cambiando a temas banales en los que poder

intervenir los cuatro. Alar se sintió cómodo en aquel ambiente acogedor y

relajado, como parte de una pequeña familia. Hablaron de las impresiones que

el país galo le había causado, del cambio de clima desde la costa griega al sur

francés, de las peripecias de Natasha en esa época de vacaciones estivales…

Risas, alegría y vino regaron las horas, hasta que la medianoche pasó de

largo, sorprendiéndoles las estrellas protectoras en una amena velada, ajena a

los peligros que los sirvientes mortales de los dioses afrontaban.

Marie cogió en brazos a la pequeña, quien llevaba un buen rato

dormitando en su pecho.

—Voy a acostar a la niña y me iré también a la cama, ha sido un día muy

duro —susurró a Hyoga—. Que descanses, y ya sabes, como si estuvieras en tu

casa —añadió, dirigiéndose hacia el muchacho.

El siberiano la siguió con la mirada tras desearle buenas noches, dejando

que su mano se despidiera con un suave roce de la suya. Quedaron solos en la

cocina a la luz de un viejo quinqué de aceite, con las copas medias vacías.

—¿Te apetece un poco más? Este lo guardamos para ocasiones realmente

importantes —le dijo, señalando la botella—. Y tan importantes, pues digamos

que mucho no suelo beber.

Alar agradeció el ofrecimiento, rechazándolo con educación. Llevaba

tanto tiempo planeando aquello, investigando, trazando cada parámetro en

secretismo y discreción…

No conocía prácticamente nada de su historia. Ese era uno de los motivos

que le habían impulsado a buscarle, no ya como guerrero, sino como hombre.

Quería conocerle, pues detrás de cada persona había una historia que

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configuraba la vida de dicho sujeto, y algo le decía que la vida de su antaño

maestro sería digna de ser contada y escuchada.

—Dadas las circunstancias que marcaron nuestra despedida, nunca me

dijisteis el motivo por el que decidisteis abandonar la Orden. Me gustaría que

me lo contarais, si no es intromisión.

—No, claro que no —le contestó él, pensativo.

No se oía sonido alguno en los alrededores, el pueblo estaba sumido en la

madrugada, tranquilidad rota por el replicar del campanario marcando las

fracciones de tiempo correspondientes.

Le parecía justo que el chico al que prácticamente crió conociera su

pasado, al igual que él conocía el suyo. No iba a serle fácil rememorar tantos

recuerdos que había tratado de enterrar con el paso de los años, pero que

seguían ahí, latentes, en medio de una laguna mental que las batallas habían

conformado.

—Tú has tenido la suerte de llegar a las filas como guerrero en tiempos de

paz, Alar. Yo a tu edad le comuniqué a Shion que deseaba abandonar la Orden.

¿Conoces la historia de la resurrección de la actual encarnación de Atenea y la

revolución interna que ello produjo?

—He oído rumores sueltos acerca de cómo Saga se hizo con el poder, pero

poco más.

—Lo supuse, es prácticamente un tema tabú. Cierto, Saga mató a Shion y

se hizo pasar por él durante trece años… hasta que un grupo de nuevos

guerreros consiguió devolver las aguas a su cauce, convenciendo a la totalidad

del Santuario de la autenticidad de la encarnación de la Diosa.

Alar abrió los ojos; por lo poco que sabía al respecto y las fechas de las

que hablaba, ¿acaso su maestro formaba parte de esa avanzadilla?

—Fueron cinco los guerreros, simples caballeros de Bronce, los que

derrotaron a los dorados que se negaron en aquellos momentos a ceder ante su

convicción de jurar lealtad al Patriarca. Y entre esos caballeros, junto con la

ayuda incondicional de Mu de Aries… estaba yo.

—¿Vos luchasteis contra los caballeros de Oro? —exclamó, asombrado.

—Sí. Soporté cada una de las quince agujas de Milo del Escorpión, y

recibí la última enseñanza de mi maestro a cambio de su vida, cuando respondí

a la Ejecución de la Aurora con igual gesto. Fue un día imposible de olvidar —

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pronunció con cierto dolor en el rosto que trató de borrar con una tenue

sonrisa—. Ya conoces a Seiya y Shiryu. Si si haces memoria, también a Ikki,

caballero del Fénix, aquel hombre que apareció súbitamente cuando

entrenábamos en la costa, los años antes de partir a los Glaciares.

Alar asintió. Le recordaba, aunque no hubiera tenido el privilegio de

poder verle por el recinto sagrado de la capital griega.

—Fuimos nosotros cuatro quienes encabezamos aquella revolución

interna. Nosotros y el caballero de Andrómeda. Él era el hermano de Fénix, y a

su vez… alguien muy especial para mí en el plano personal —siguió relatando,

como si no estuviera contando su propia historia, sino la de otra persona ajena—

. A los veinte años ya habíamos combatido contra nuestros ahora compañeros,

contra los guerreros divinos de Odín en tierras del norte, contra el Santuario

Marino de Poseidón, y en los Infiernos.

Se produjo una pausa que mantuvo al chico en vilo, intrigado y a la vez

compungido.

—El destino fue cruel en aquella guerra. Muchos de los caídos en la

batalla de Santuario regresaron de sus tumbas. Lo que primero se consideró

traición, fue en realidad una arriesgada estrategia para vencer al Hades en su

propio terreno. Lo que nadie nunca esperó, en especial yo, es que fuese el

mismo portador de Andrómeda el que estuviera destinado desde que nació a

acoger al dios de la muerte, y servirle de recipiente. Apenas conservo imágenes

de aquello, sólo vagos recuerdos, un calor insoportable, la angustia... Logramos

sacarle de su cuerpo, pero los efectos fueron terribles, nunca volvió a ser el

mismo. Tras aquello nos dieron un merecido paréntesis en nuestras

obligaciones con la Orden, habíamos vivido demasiadas penurias en un espacio

de tiempo sumamente corto. Y cuando todo parecía volver a cobrar sentido, él

murió dos años más tarde. Fue uno de los golpes más duros de todos los que he

recibido.

Hyoga miraba hacia la llama, absorto.

—Así que me vi con veintidós años, las manos manchadas de sangre y

ninguna motivación personal que me llevara a seguir adelante con la vida que

hasta entonces conocía. Fue cuando supe que no quería seguir portando mi

armadura. Decidí recorrer mi país de un extremo a otro y recalar en Atenas y

hacer llegar mi petición al Patriarca, el cual me la concedió con una condición.

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Hizo una suave parada, mirándole con complicidad.

—Tendría que entrenar a mi sucesor, y dejarle a cargo de la armadura

divina.

Alar se acercó aún más, con los ojos abiertos como platos.

—¿Queréis decir que teníais mi edad cuando os conocí?

—No. Desde que me marché del Santuario hasta que recibí la citación que

indicaba el inicio de mi misión transcurrieron dos años. Por azar o conjeturas

del destino, recalé aquí, en este pueblo, concretamente en esta casa, donde me

dieron trabajo y un lugar en donde cobijarme. Y para cuando me quise dar

cuenta del paso del tiempo… —suspiró— me había enamorado de Marie. No fue

nada fácil convivir con la incertidumbre de saber que tendría que marcharme en

cualquier momento.

Hyoga terminó de apurar lo poco que quedaba de su copa, apartándola

hacia un lado.

—Finalmente, la hora llegó, y me casé con ella, justo la noche en que

partí, sin conocer mi lugar exacto de destino.

El chico, ya serio, frunció el ceño.

—¿Estabais casado cuando se produjo mi entrenamiento en Islandia?

—Sí. Y lo siento si tal vez no fui todo lo objetivo que debí ser durante

aquellos años. A veces cuestiono mi labor y si en realidad cumplí con mis

funciones correctamente.

Alar apoyó la barbilla en una de sus muñecas, queriendo borrar la posible

tensión creada por el último comentario.

—Vuestra labor conmigo fue ejemplar, no lo dudéis ni un momento.

Recibí la instrucción por parte de un gran guerrero, y pude crecer bajo la

seguridad que como persona me aportasteis. Sólo lamento no haber podido

serviros de apoyo en esa época pero, como bien decís, estaba fuera de lugar el

que yo conociera vuestras circunstancias.

¿Cuántas veces había contemplado a Hyoga mirando absorto el horizonte,

tras darle las indicaciones pertinentes a quehaceres físicos? Muchas. Ahora creía

saber qué era lo que tal vez pasaba por su cabeza en esos instantes.

Camus le había hablado de cómo le formó. De su compañero de

entrenamiento. De lo ocurrido. De la debilidad de su maestro.

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Y por mucho que se esforzase, él no era capaz de sentir el reproche que

podía captar de labios del francés siempre que acababan por tocar el tema del

antiguo caballero del Cisne.

Alar no era capaz de concebir a su maestro de la forma en que Acuario

trataba de inculcarle.

—Hyoga, yo —comenzó a decir— no quiero abusar de vuestro tiempo y de

vuestra hospitalidad, más sabiendo el peligro que causo con mi presencia.

Encontraros en tan buena situación y veros tan feliz con vuestra familia hacen

que mi largo viaje haya valido la pena. Pero he de deciros que no es ese el

verdadero motivo que me ha llevado a venir aquí.

El ruso contrajo el rostro e instintivamente se acercó a él, como si entre

ellos fuera a brotar un secreto que nadie más debiera conocer.

Alar tomó una de sus manos entre las suyas. Nunca le había sido tan

franco. Nunca se había sentido tan desnudo ante alguien, tan sincero y a la vez

vulnerable por desconocer cómo sería la reacción de él. Pero a la vez, nunca

había albergado tanto amor y cariño en su interior.

Necesitaba decírselo de una vez por todas, hacerle conocedor de su logro,

el cual llevaba ocultando varias semanas.

—Veréis… antes de que prosiga, quiero pediros mis más sinceras

disculpas, espero que podáis perdonar mi atrevimiento, me tomé una gran

libertad que tal vez pudiera haber sido insultante para vos.

Supo que dar tantos rodeos no era bueno. Así que le miró a los ojos,

queriendo imprimir toda su alma en las palabras que iba a darle.

—Lo que quiero deciros es que he conseguido rescatar el cuerpo de

vuestra madre.

El joven no supo descifrar el contenido de la expresión del antaño

caballero. Estupefacción. Dolor. Incredulidad.

Notó que la presión de su mano sobre las suyas crecía. Bajo la tenue luz

ámbar de la llama de aceite, Hyoga pareció derrumbar todos los arquetipos de

sólido guerrero para transformarse en un ángel caído a los pies de la tierra, con

una humanidad tan desbordante que sobrecogería al más rudo.

No pudo decir nada, abrumado por aquella sencilla frase que Alar

acababa de decirle, y que encerraba un final para una historia, la suya, que creyó

haber enterrado en un pozo de desgracia, considerándola imposible de concluir.

Page 17: El Legado Del Hielo Por Shaka

17

Se dejó mecer por un buen espacio de tiempo por aquel repentino shock

emocional en compañía de su amado pupilo, el cual calló, construyendo el

silencio con el suyo propio, sabiendo que no debía ser él quien tuviera la última

palabra.

- 4 -

Aquella noche en que vio brotar la luz azulada de Hyoga, y sintió ese

torrente helado que le recubría, supo que el mundo del que él parecía provenir

estaba lleno de misterios y secretos demasiado grandes para su comprensión.

Nunca dudó de su palabra, por muy difícil de comprender que fuera. Lo

supo por sus ojos, incapaces de mentir, y por esa indescriptible sensación que la

embriagaba cada vez que estaba con él.

Marie nunca había creído en la percepción de las auras de los demás, pero

con él era diferente, como si pudiera transmitirle parte de sus sentidos, de sus

sentimientos, con sólo rozarle, llenándole de una nostalgia que no era capaz de

definir.

Era una sensación que había ido remitiendo conforme el paso de los años,

pero que también había percibido en Seiya en su momento cuando les visitó, y

ahora en aquel chico.

Había pasado casi una hora desde que se recostara en su cama, pero no

podía dormir. Había terminado sacando el viejo libreto de cuero que su marido

le regalase a su llegada de tierras del norte. Un diario que, según sus palabras,

no sólo había escrito para tener constancia de cada uno de los hechos que se

produjeran durante el entrenamiento de su alumno, sino para hacerla a ella

misma testigo de su aventura.

Solía repasar las hojas repletas del ágil trazo de su letra y de bocetos de

los parajes, de las dependencias, de las vistas… incluso del joven.

Cuando vio a Alar fue como si le conociera de toda la vida. Era tal y como

le había imaginado a raíz de las descripciones y los fieles dibujos, impresos por

el carbón en la celulosa.

Perdida en sus pensamientos con la mirada anclada a la pequeña luz que

todavía permanecía encendida, le oyó entrar a la habitación, cerrando la puerta

para acostarse a su lado.

Page 18: El Legado Del Hielo Por Shaka

18

—¿Estás despierta todavía? —le preguntó, abrazándola por la cintura.

—Sí. No consigo conciliar el sueño.

Hyoga se metió debajo de las mantas, entrelazando sus dedos con los de

ella.

—Marie —le susurró— Alar me ha pedido que emprenda un viaje a su

lado. Quiero que Natasha y tú vengáis con nosotros. Iremos a mi país,

concretamente a Siberia. Él… dice haber conseguido lo que yo no pude.

Ella giró ligeramente el rostro para mirarle. Sabía perfectamente a lo que

se refería.

—¿Podremos permitirnos cerrar la tienda? Nos tomará por lo menos tres

semanas.

—Sé que no estamos en un buen momento económico, pero puedo buscar

un empleo al margen en cuanto regresemos. Me gustaría tanto que pudieras

conocer el lugar del que provengo…

Ella no le dejó continuar, acariciando su mejilla suavemente.

—Ya encontraremos una forma de amortiguar las pérdidas. Además, nos

merecemos un descanso, hace dos años que no nos tomamos vacaciones. Sé que

es importante para ti. Hablaré con los vecinos, tal vez puedan hacernos el favor

de llevarnos el negocio.

Marie volvió a tomar de nuevo la postura, acomodándose con la intención

de buscar el sueño, pero su mirada continuó perdida en la diminuta luz

proveniente de la mesilla de noche.

Necesitaba decírselo.

—Estoy embarazada —anunció.

Lo había sabido aquella tarde, pero con la llegada del joven no había

encontrado tiempo para decírselo. Sentía miedo, dado que no eran las mejores

circunstancias las actuales como para tener otro hijo.

La reacción de él hizo desaparecer sus las dudas y pesares. Se dejó

estrechar entre sus brazos, cobijándose en su calor.

—Tú y la niña sois lo mejor que me ha pasado en la vida. Y nada me hace

más feliz que poder ser el padre de tus hijos —le dijo, emocionado ante el

comunicado—. Sería mejor que os quedéis aquí, el viaje será largo y austero,

debes descansar.

Page 19: El Legado Del Hielo Por Shaka

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—No. Iré ahora que me será posible. Quiero conocer tu tierra y tu pasado.

Quiero verla…

Acabó la frase en un susurro casi inaudible. No tenía razones para ello,

pero unas incontenibles ganas de llorar le invadieron. Y así lo hizo, dejando

brotar las lágrimas sobre la piel del ruso que, con infinita paciencia, cerró los

ojos mientras su larga melena azabache se deslizaba entre sus dedos,

sintiéndose dichoso por los nuevos pasajes que el destino estaba escribiendo

para él.

- 5 -

De entre todas las costumbres que había adquirido a lo largo de su

entrenamiento, Alar conservaba una de ellas como un elemento más de su vida

cotidiana: el sueño ligero.

Pese a lo cómoda y acogedora de la cama y habitación en la que había

pasado la noche, con los primeros rayos del sol no pudo volver a cerrar los ojos,

decantándose por sentarse en el reborde de la ventana, contemplando el valle.

El clima en aquella región era suave, por lo que había dormido con el

torso desnudo, sintiendo el frío del cristal al apoyarse contra él. Rememoró la

velada anterior junto a su maestro, en especial la expresión de él cuando le

confesó la verdad de su visita.

Había imaginado muchas veces cómo sería la gélida tierra del Este, pero

el encontrarse a sí mismo en medio de una extensión de hielo que se prolongaba

hasta donde la vista alcanzaba, sin más sonido que el arrollador viento

golpeando implacable contra su cara, hizo surgir congoja en el fondo de su

corazón.

No fue fácil. Localizar el punto exacto en el que se había producido el

naufragio, y detectar la posición de la fosa en cuyo interior habían quedado los

restos del navío por obra de Camus, le llevó una jornada de agotador rastreo de

trazas de energías cósmicas.

Y tras ello, siguieron peligrosas inmersiones, hasta dar al fin con lo que

buscaba. El agua helada le hería, como si miles de agujas se clavaran en su

carne. Los ojos, nublados por el frío, eran inservibles. Los pulmones sufrían, al

igual que el cuerpo por la presión y la baja temperatura.

Page 20: El Legado Del Hielo Por Shaka

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No supo si sería capaz de hacerlo, admirando el coraje mostrado por su

mentor en su día tras haberse decidido a emprender ese camino. Y sin embargo,

no pararía hasta conseguir aquello que él no pudo. Aunque había algo todavía

más importante que recuperar el cadáver: salir con vida.

Pronto supo que tendría que explotar su cosmos a límites insospechados

si realmente quería resultados.

Había la pena el esfuerzo, el rozar varias veces la muerte bajo el mar de

Siberia. Aunque le tildaran de loco en la Orden, y se ganara con ello el desprecio

de su superior más directo, no tenía alternativa.

Y mientras rememoraba aquellos momentos, a su vez Hyoga decidía salir

de su propia cama tras haber pasado la noche en vela, dándole vueltas a todo lo

sucedido. Dejó durmiendo apaciblemente a Marie, intentando no hacer ruido al

cerrar la puerta, y caminó con paso cauto por el pasillo de madera, el cual

amenazaba con crujir a la menor pisada en falso.

Al final de dicho pasillo había dos habitaciones contiguas. Se adentró en

la primera de ellas sentándose en el borde de la cama, observando cómo dormía

Natasha.

No podría olvidar el día en que la tuvo entre los brazos recién nacida,

frágil e inocente. Aquella criatura era su hija. Lo que nunca en sus días de

batalla pensó que podría llegar a tener. Y la sensación de su diminuto y cálido

cuerpo, de la mano que ansiosa apretaba sus dedos, buscando protección y

seguridad, le hizo llorar, algo que sabía que se repetiría cuando tuvieran al hijo

que ahora esperaban con ellos. No era capaz de describir lo que sentía, sólo

sabía que eran sangre de su sangre, un vínculo tan fuerte que hacía surgir en él

instintos hasta ahora desconocidos.

Donde él representaba la desesperación, el dolor y la lucha, Natasha y la

criatura que ahora crecía en el vientre de ella simbolizaban el perdón, la

esperanza, la perspectiva de un lienzo en blanco que debía de ser pintado con

los colores de sus vidas.

—Zdravstruyte… —susurró, dándole los buenos días en ruso, aunque

siguiera dormida.

Aunque él y Marie le hablaban en francés, normalmente cuanto estaban

solos solía hacerlo en su idioma, para que la niña tuviera la ventaja de haberse

criado entre dos lenguas dispares.

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La arropó dándole un beso en la frente, y tras llegar nuevamente al

pasillo, tocó a la puerta que aguardaba justo en frente de la de la habitación que

acababa de abandonar.

Aquella llamada sacó a Alar de sus cavilaciones, sonriendo con agrado

cuando vio asomarse a su maestro, indicándole que pasara.

Le saludó, dejando que tomara asiento a su lado. Éste se apoyó en el lado

opuesto de la ventana, quedando frente a frente.

—Iremos —afirmó—. En cuanto nos den los visados correspondientes

tomaremos el primer tren a París y de ahí marcharemos a Moscú. Siento que no

podamos hacerlo en otro medio de transporte, no podemos permitírnoslo.

Espero que el tiempo no juegue en tu contra.

—No, no os preocupéis. Contaba con ello. ¿Vuestra mujer e hija también

nos acompañarán? Es una noticia estupenda.

El ruso correspondió a la sonrisa. Eran muchos los asuntos que habían

impedido su sueño aquella madrugada, pero de entre todos ellos había uno que

le angustiaba sobremanera.

—Dime, Alar, —le miró, con semblante triste, pero ávido de respuestas —

¿cómo lo hiciste? ¿Cómo… pudiste…?

—Empleando una de las muchas enseñanzas teóricas sobre física que me

explicasteis —replicó—. Recordé que el agua en su estado sólido tiene…

—Mayor densidad que en estado líquido —sentenció Hyoga,

comprendiendo al instante el razonamiento de su alumno, sin dejarle acabar

con la frase—. Qué estúpido fui, cómo no se me ocurrió antes…

Los glaciares eternos flotaban sobre la mortífera plenitud del Mar de

Siberia, mostrando amenazantes icebergs que dominaban el paisaje.

Y por esa lógica, empleando la misma técnica, un bloque de hielo debía de

ser más fácilmente transportable en elemento líquido hacia la superficie.

—No debiste haberlo hecho, Alar. Alguien al que estimaba perdió la vida

por mi culpa en esas aguas. Si tú hubieras seguido el mismo camino, no me lo

hubiera perdonado —dijo, reprochándole como nunca antes había hecho.

—No me pidáis que os de un motivo razonable que me condujera a ello.

Yo sólo quería hacer algo por vos, y corresponder de alguna manera a todo lo

que hicisteis por mí.

Page 22: El Legado Del Hielo Por Shaka

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Hyoga posó una mano sobre el hombro del chico; su semblante seguía

serio.

—¿Ya has conocido el terrible peso de arrastrar muertes bajo tu

conciencia?

—Sí. En mi tercera misión me destinaron a una remota isla a repeler un

batallón que impedía que el entrenamiento de los nuevos caballeros de Bronce

se desarrollara con normalidad. Yo… — murmuró— acabé con cuatro de ellos.

—Puede que olvides los nombres —prosiguió Hyoga, como si le estuviera

dando una nueva lección, olvidando que el papel de maestro ya había caído en el

olvido—, es más, puede incluso que nunca llegues a saberlos, pero los rostros

permanecen. Los rostros de aquellos que han caído por tu causa no

desaparecen, seguirán ahí por el resto de tus días, acompañándote y no

dejándote descansar completamente en paz. Piensa en lo que te he dicho. Las

vidas es algo demasiado valioso, y aunque nosotros hayamos tenido el deber de

sesgarla para proteger otras, no debes tomarlo a la ligera. Y cuando hablo de

vidas no me refiero simplemente a las ajenas, sino también a la tuya.

Suspiró. Por mucho sermón que le diese, el muchacho estaba vivo. Había

salido airoso, superándole nuevamente en otro aspecto.

—Pero lo conseguiste, hete aquí, sano y salvo. Estoy muy orgulloso de ti,

pase lo que pase siempre podrás contar con mi apoyo incondicional. Como

guerrero ya nada puedo enseñarte, lo poco que te falta por aprender sólo la

experiencia te lo dará. Y si como persona hay algo en lo que pueda guiarte,

siempre estaré aquí para cuanto necesites.

Tras ello, callaron. El sol ya se había levantado, los cantos de los gallos

llenaban el pueblo, el cual no tardaría en desperezarse y comenzar con el ajetreo

diario.

Hyoga desvió la mirada del paisaje que desde la ventana se divisaba para

volver a posarla sobre Alar. Le sonrió con cariño, en tono confidente.

—Vamos, hoy será un día duro. Ayúdame a preparar el desayuno para las

bellas durmientes —bromeó.

—Será un placer, como solíamos hacer antes cuando convivíamos solos en

Islandia. Lástima que no contáramos con compañía femenina en aquella época.

Rieron la ocurrencia y, sin más, se encaminaron a la cocina. Además de lo

necesario para abrir el negocio al público una jornada más, tendrían que

Page 23: El Legado Del Hielo Por Shaka

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empezar con los preparativos del viaje. Un desplazamiento a lo largo de tantos

kilómetros implicaba una buena organización para que los resultados fueran

satisfactorios.

Todo había salido a pedir de boca. La última y más importante parte del

plan de Alar pronto comenzaría.

- 6 -

Angely i demony kruzhili nado mnoj

Razbivali ternii i zvyozdnye puti

Ne znaet schast'ya tol'ko tot,

Kto ego zova ponyat' ne smog...

I am calling, calling now, spirits rise and falling,

Soboj ostat'sya dol'she...

Calling calling, in the depth of longing

Soboj ostat'sya dol'she...1

1Los ángeles y los demonios volaban en círculos sobre mí,

trazando a su paso la estela de la Vía Láctea.

Ignoro de dónde proviene la felicidad,

o si hay alguien que pese a conocerla,

no pueda proporcionármela.

Y les llamo, les llamo ahora,

a los espíritus que ascienden y caen,

para que permanezca a tu lado.

Les llamo, por toda la eternidad,

para que permanezcan junto a ti.

“Inner Universe”, Origa

Durante milenios el hombre trató de unir la distancia que separaba a tres

continentes unidos físicamente, en una vasta plenitud de tierras que albergaban

a culturas y gentes tan dispares como la imaginación podía recrear.

Desde las primeras migraciones, pasando por la Ruta de la Seda, Europa

y Asia, así como el medio Oriente, dichas culturas eran unidas por los caminos

imaginarios que el ser humano se había encargado de edificar.

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Y el Transiberiano era uno más de ellos, con sus diez mil kilómetros de

vía férrea, uniendo el extremo oriental de Siberia con la capital del imperio,

dejando a su paso comunicaciones abiertas con países tan diferentes como

Mongolia o China.

Hubiera sido sencillo poder salvar la distancia que les separaba de su

destino en un único tren, como el propio Hyoga había hecho tantos años atrás,

pero el recorrido del mencionado vehículo se abría paso por el sur de Siberia,

cercano a la frontera con las repúblicas que en su día formaron parte del gigante

soviético. Recorrer el norte del país, en especial el borde del océano ártico, era

una tarea que requería de grandes dosis de paciencia, dado que en una zona tan

remota del mundo como aquella, donde raramente se podían esperar

demasiados acontecimientos que se salieran de lo habitual, la vida se tomaba

con calma.

Hasta algo de tanta necesidad como los medios de locomoción, podía

hacerse esperar horas, o días.

Así que los cuatro se tomaron con filosofía aquel viaje advertidos por el

único ruso de nacimiento, aunque Alar ya había experimentado la hospitalidad

con la que las gentes del norte del país acogían los hechos diarios de la vida, y a

los viajantes.

Trascurrían pues las jornadas entre paisajes blancos que rápidos se

sucedían desde los ventanales y el murmullo sordo de las vías. Dejaban tras de sí

cientos de pueblos perdidos en medio de la nada, estaciones, y gentes sencillas

que saludaban al paso del gigante de acero, o se limitaban a seguirlo con la

mirada, como un espejismo que, en cierta forma, pasaba por sus vidas para

desaparecer en el horizonte, como si nunca hubiera existido.

Solían pasar la noche en el vagón, aunque cada dos o tres días hacían un

alto en el camino, visitando los enclaves más importantes de la región, ahora

que en plena primavera las temperaturas lo permitían, no pasando

prácticamente de los diez grados bajo cero durante la noche.

Precisamente, esa era la temperatura que debía rondar en aquellos

momentos en el exterior, y de la que se encontraban resguardados a bordo del

compartimiento. Marie leía, mientras Hyoga, con la niña dormida entre sus

brazos, conversaba con Alar en ruso, sorprendiéndose de la fluidez que su

alumno había adquirido.

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Aquellos días estaban resultando muy preciados para él. Habían dedicado

la mañana y parte de la tarde a recorrer el último pueblo del que habían partido,

y al fin habían comprado sendos abrigos para todos, ya que según su criterio,

era mejor adquirirlos allí, donde eran un artículo de primera necesidad, y por

tanto serían de mayor calidad y precio.

Deshacerse de su viejo abrigo le había costado un disgusto, como si de un

ritual se tratase, desligándose con ello de muchos momentos de su vida de los

que aquellas pieles, raídas por el paso del tiempo, habían sido testigo.

Recordaba perfectamente aquel viaje sin rumbo en el que se embarcó tras

la muerte de Shun. Había dedicado muchísimo tiempo a pensar y reflexionar

sobre su pasado, tratando de recuperar de su memoria pequeños datos,

nombres, imágenes, cualquier cosa que creyera enterrada en el olvido.

—Mañana llegaremos a la última aldea unida por vía férrea que se

encuentra en nuestro camino. Tendremos que hacer el resto del viaje a pie, hay

una ruta hecha especialmente para ello, no deben de quedarnos más de

cincuenta kilómetros a partir de ahí. Confiemos en que las temperaturas no

bajen demasiado.

Pidieron a Alar que vigilara el sueño de la pequeña unos momentos,

mientras Marie y el propio Hyoga iban hasta el final del tren a tomar el aire. Lo

atravesaron hasta llegar al último vagón, el cual terminaba en una puerta que

daba a una especie de balcón exterior. Sin duda, se trataba de un antiguo

vestigio del imperio soviético, y aunque se apreciaba que era un aparato viejo,

resistía bien las inclemencias de aquellas tierras.

Ella salió cubierta por el abrigo hasta la cabeza, con la tosca pero efectiva

capucha que éste tenía, mientras que él, deseoso de volver a sentir el viento del

norte, lo hizo sin apenas más protección que las ropas que vestía.

La noche era hermosa, el firmamento se veía limpio en ausencia de

contaminación, y no se oía nada salvo el ruido del propio vehículo.

—¿Cómo te encuentras? —le preguntó, acariciando su rostro.

—Algo cansada, pero estoy bien —le respondió ella.

Ya había alcanzado el tercer mes de embarazo, y debido a su fina

constitución podía empezar a notarse el pequeño bulto en su cuerpo si se

prestaba atención

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—Esta tierra es sorprendente, y bella —apuntó— Hace mucho frío, ¿es

siempre así todo el año?

—En invierno es mucho peor, créeme —le sonrió él—. Para vosotros un

invierno son tres meses de lluvia y como mucho un par de heladas. Para un

siberiano son seis meses en los que no se sube de los treinta bajo cero, en el

mejor de los casos.

Ella le miró abriendo bien los ojos, torciendo la cara en un gesto al

imaginarse lo que debía suponer aquello. Él rió. No sabía cuánto había echado

de menos la tundra hasta regresar a ella.

—Nacer y vivir aquí supone una lucha diaria con el entorno. Es muy duro.

Recuerda que durante muchos años ésta fue la cárcel del resto del imperio, a los

que eran contrarios al régimen por ideología se les desterraba aquí. No hay

muchas expectativas para estas gentes salvo la de sobrevivir al hielo.

Hyoga miró hacia el cielo. Sólo había visto estrellas más hermosas en el

Santuario ateniense. Y en su paraje de entrenamiento, cuando los astros celestes

eran su única compañía.

—Recorriendo mi país en aquella ocasión, me juré que no volvería a pisar

Siberia. Pero mírame, aquí estoy. En cierto modo, creo que necesitaba hacerlo, y

reencontrarme con mi pasado. No se puede renegar lo que uno es, pues por poco

que guste, uno nunca puede olvidar de dónde proviene.

Estrechó las manos de ella entre las suyas, mientras ambos permanecían

apoyados en la barandilla.

—Si lo que Alar dice haber conseguido es cierto, y no dudo de su palabra,

no sé como reaccionaré. Estoy muerto de miedo. Recuperar su cuerpo ha sido

mi mayor frustración desde que tengo uso de razón —musitó.

—Todo saldrá bien, ya verás. Tengo tantas ganas de ver con mis ojos todo

aquello de lo que me has hablado…

—Vamos, regresemos dentro o acabarás por resfriarte, la humedad es

traicionera, te cala los huesos y no lo notas hasta que ya han pasado varias

horas.

Marie asintió. Si la climatología lo permitía, al amanecer llegarían a la

estación en donde podrían efectuar el trasbordo y cambiar el rumbo del trayecto

hacia el norte. Concretamente, a la misma costa que el océano ártico se ocupaba

de bañar con sus aguas heladas y traicioneras.

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- 7 -

Tal y como había anticipado el antiguo defensor de Atenea, aquel último

tramo del viaje requería hacerse a pie, puesto que Kohoutek se encontraba justo

en la región más septentrional de Siberia. Estaba, literalmente, en medio de la

nada.

Por fortuna las nevadas habían remitido, y aunque el aire era frío y el

avanzar penoso, el sol acariciaba con sus tenues rayos sus rostros, lo cuales

agradecían el calor, por ligero que fuera.

Cuando el cansancio hacía verdadera mella, Alar portaba a la niña, e

Hyoga hacía lo mismo con su mujer. Así avanzaban de prisa, en especial durante

la noche.

El irlandés, en una de estas horas sumidos en el silencio roto por las

gélidas ventiscas, miró con asombro al ruso al sentir una familiar conmoción de

energía proveniente de su persona.

—¿Habéis…?

—Sí, he roto el sello que había creado. Si no exploto mis energías, no

haremos más que retrasar aún más la llegada, y las circunstancias no son las

adecuadas para ello.

Alar sonrió, complacido. El propio cosmos era algo difícil de describir,

como una recreación del alma de cada guerrero elevada en su potencia según las

vivencias de éste. Denotaba poder, energía, pero también fulgor, ira, miedo; un

amplio abanico de las emociones intrínsecas al ser humano.

Sentir el cosmos de otro implicaba que el semejante abriese parte de lo

más íntimo de su ser, permitiendo penetrar en su interior a través de la mezcla

de energías que simulaban juegos de hermosas auroras boreales.

Probó a comunicarse con su maestro por esta vía, obteniendo respuesta.

El cosmos de Hyoga abrazó al suyo, conociendo el rubio una calma que aliviaba

las dudas acumuladas en aquel lustro acerca de su posible pérdida de facultades.

Aquello le llevó a pensar que por mucho que pasase, nunca dejaría de ser

lo que era. Nació para ser guerrero, y aunque adoptase un disfraz de realidad,

haciéndose pasar por un hombre corriente, seguía siendo un luchador. Un

defensor de una causa.

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Un asesino en un bando conformado y definido, pues en la hipocresía de

la justicia, aquellos que sesgaban vida por un frente poderoso parecían obtener

el perdón e incluso la consideración divina. Algo de lo que nunca estuvo del todo

satisfecho, y menos convencido.

Y es que aunque las armaduras protegieran e incrementaran el poder, la

condición de guerrero nacía del interior mismo de la persona. En cada

sensación, en cada brote de energía y cada atisbo de puja por seguir adelante.

No intercambiaron más palabras, puesto que cualquier aliento que les

quedara debía ser guardado para seguir avanzando en medio de aquel frío. Pero

sus miradas volvieron a encontrarse en nerviosismo pasados unos minutos.

—¿Lo habéis notado? —preguntó el joven, inquieto.

—Sí. Nos siguen, y desde hace rato —contestó mirando hacia los

alrededores, buscando la ubicación de esas presencias que ambos podían sentir.

Marie súbitamente sintió miedo por la situación.

—¿Qué ocurre?

Hyoga la bajó hacia la nieve, dándole a la niña.

—Marie, escúchame. Protege a Natasha y mantente alejada, pero no nos

pierdas de vista —le dijo, mirándola a los ojos—. Confía en mí.

Ella asintió, sosteniendo el cuerpo de la pequeña entre el abrigo, tratando

de calmarla. Se había alejado unos metros cuando vio aparecer a un grupo de

hombres que, amenazantes, avanzaban hacia ellos. No entendía que ocurría allí,

pero el clima de tensión que súbitamente se había formado la aterró, cayendo de

rodillas sobre la nieve, sin apartar la atención del lugar donde Hyoga y Alar,

espalda contra espalda, iban siendo rodeados por los cinco sujetos aparecidos de

la nada.

Ambos adoptaron postura de defensa mientras quedaban unidos, girando

lentamente sobre el vórtice, observando con detenimiento a los hombres que,

ataviados con extrañas armaduras, obviamente tenían una intención

amenazante para con ellos.

—Nunca antes les había visto… —susurró Alar, notando que su cosmos

vibraba, deseoso de entrar en ataque.

—Yo sí, una vez —replicó el ruso, alzando la voz para tomar partido por

medio de la palabra en aquel inminente inicio de ataque—. Guerreros azules del

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hielo, nos habéis seguido desde la lejana y perdida Sinigrado, ¿no es cierto?

¿Dónde está el que os capitanea?

—¿Sinigrado, habéis dicho?

Alar observó los evidentes rasgos nórdicos de los extraños, deduciendo

que debían de ser naturales de las tierras que pisaban. En una ocasión, Hyoga le

había contado la leyenda de la ciudad de hielo maldita y sus orígenes.

Se contaba que la estirpe de los caballeros azules fue formada por Gienah,

antiguo caballero de los hielos y desertor de la Orden de Atenea muchos siglos

atrás. El destino de dichos guerreros y la ciudadela era un misterio. Lo que el

irlandés no sabía, y de ahí su sorpresa, era que la misma persona que le había

relatado aquella historia había visto con sus ojos lo que contaba la fábula.

—Mi capitán ha ordenado llevaros ante él, ya sea por vuestra propia

voluntad o reduciendo vuestras fuerzas —dijo el cabecilla del grupo, desviando

la mirada obscena hacia donde la mujer morena observaba la escena, gesto que

provocó la cólera del antiguo guerrero divino.

—Mucho me temo que tendrá que venir él por su propio pie, no le

daremos el placer de redimirnos ante vosotros. Por Atenea que no será así —

bramó.

Alar frunció el ceño en gesto desafiante; de repente, percibió una voz

clara y cristalina en su mente.

<<Puede que esta sea la primera vez en muchas generaciones en que dos

guerreros de hielo combaten conjuntamente. Hagamos de esta anécdota un

gran episodio en la historia de nuestra Orden.>>

Asimiló las palabras que su maestro le había comunicado con su cosmos;

sonrió, y continuaron anclados en la posición de defensa, compenetrándose por

un extraño vínculo que a ambos les decía lo que debían hacer.

Hyoga elevó su cosmos azulado, entremezclándose poco a poco con el

violáceo de su joven compañero de batalla. Ambas fuerzas unidas fueron

empleadas en iniciar la base del poder de los señores del ártico, atrayendo hacia

sí los átomos de su elemento base, modulándolos hasta conseguir el efecto

deseado.

De todos los sometidos a los espartanos métodos de entrenamiento, eran

ellos, los magos del agua, los que tenían un poder distinto a los demás,

resultando a ojos de sus enemigos bellos, enigmáticos, provocándoles un cierto

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hipnotismo que debilitaba los reflejos, siendo demasiado tarde para sus víctimas

cuando los efectos de la congelación empezaban a notarse.

Marie contemplaba asombrada cómo entre los dos fueron formando

anillos concéntricos de hielo, rodeando a los guerreros presentes en un

mortífero radio de cristal. Los atrapados bramaban furiosos por verse

sorprendidos por la técnica, momento que aprovecharon para saltar por los

aires, uno en cada dirección opuesta, colocándose en lados contrapuestos del

círculo helado, frente a frente.

Con una sencilla mirada, maestro y alumno se entendieron el uno al otro.

Era un grado de compenetración que Hyoga jamás tuvo con su mentor, y supo

que aquella era una gran arma. Se sentía honrado por poder volver a luchar,

aunque detestara la idea de derramar sangre. Aún así, se sentía vivo de nuevo,

aunque en su contradicción tuviera que generar dolor y posible muerte.

Sintió la corriente energética recorrer su cuerpo de un extremo a otro, y

sus sentidos estallaron para quedar en el universo dos presencias: en un mismo

bloque la de sus adversarios, en otro, la suya misma.

Y al frente, la de Alar, complementándole.

Al frente de Alar, Hyoga. Completando su poder.

El joven guerrero del cisne fue el que dio el primer paso, adoptando la

perfecta postura que la técnica requería, y que su mentor adquirió milésimas

después.

Alzaron los brazos unidos hacia el cielo con las manos entrelazadas, y a

un grito unísono descargaron un torrente de cristales de hielo, creando una

pequeña tempestad que trataba de imitar en belleza y destrucción a las de la

madre naturaleza.

Diamond dust!

Así, cada uno atrapó a los guerreros correspondientes a su lado en finas

prisiones de cristal, reforzando los anillos anteriormente creados. Alar iba a

arremeter contra ellos y romper sus cuerpos en miles de partículas congeladas

dispersas cuando Hyoga, en un movimiento tan veloz que ni él mismo pudo

percibir, le detuvo secamente con una mano sobre su hombro.

—No, nada de víctimas innecesarias. Al fin y al cabo, sus técnicas y las

nuestras no difieren tanto.

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El que había actuado como líder de la avanzadilla había logrado

deshacerse de la película de hielo y empezar a blasfemar cuando una nueva voz

y presencia se lo impidió.

—Pedías que el capitán acudiera a tu reclamo, y así ha sido. No veo

motivos para no hacerlo, dado el ridículo en que has dejado a los bocazas de mis

soldados.

Hyoga, de espaldas a la voz, titubeó unos instantes hasta reconocer su

procedencia. Se giró, solemne, para confirmar con voz lo que su mente ya había

establecido.

—Alexer, muchos años han pasado desde la vez en que el destino nos hizo

encontrar.

—Así es, Hyoga… En aquella ocasión me sacaste de mi necedad, ni mi

hermana ni yo lo hemos olvidado. Lamento haber tenido que emplear la fuerza

para reclamar tu atención, pero debía comprobar si eras tú el hombre al que

buscaba.

—¿Qué queréis? —preguntó Alar algo más calmado, aunque reacio a

entablar una conversación en tono amigable dada las circunstancias.

—Quiero que el caballero de Atenea al que acompañas, muchacho, haga

de emisario a su diosa de parte de los Guerreros Azules.

Hyoga se relajó, bajando la actitud defensiva. Indicó con un gesto a su

mujer que se acercara, acudiendo Marie con la niña hasta quedar bajo su

protección.

—Con gusto lo haría, Alexarnder, mas temo que no será posible. No soy

yo ahora el que porta el título de defensor de Atenea, al menos activamente.

El hombre observó estupefacto cómo el misterioso joven de cabellos rojos

hincaba una rodilla entre la nieve, en respetuosa pose.

—Alar, caballero del Cisne, señor, a vuestro servicio. Haré llegar vuestro

mensaje a mi Diosa, cualesquiera que sean vuestras palabras y la de Sinigrado.

El capitán se acercó a él, mirando a sus ojos pardos.

—Entonces pide a tu Santuario, a tu Patriarca y a tu Diosa una tregua de

paz y de deseo de anexión entre ambas Órdenes. Los guerreros azules,

renegados durante siglos de su origen, quieren volver a combatir del lado de

aquella a quién sirvió nuestro fundador.

—Así será. Vuestras palabras están a salvo, y valen mi propia vida.

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32

Uno a uno, los guerreros aprisionados en las arancelas de cristal se fueron

despojando de sus ataduras para mostrar respeto a sus adversarios, habiendo

cumplido su papel de meros comprobantes de la identidad que buscaban.

Tras el acto protocolario, Alexer se acercó al antaño guerrero que en

juventud conoció, ofreciéndole la hospitalidad propia de compatriotas.

—Hyoga, si hay algo que pueda hacer por vosotros, pídelo y será

cumplido.

—Os estaremos profundamente agradecidos si nos proporcionáis un

medio por el que desplazarnos hasta Kohoutek, en el borde de estas tierras.

Con una seña marcial, el capitán ordenó que levantaran filas, invitándoles

a acompañarles.

—Venid con nosotros, os daremos refugio esta noche, y yo mismo me

encargaré de que mañana antes de que se ponga el sol estéis en vuestro destino.

Y así, los humanos que iniciaron la nueva unión entre dos ramas de la

misma Orden que un representante divino se había encargado de separar,

emprendieron camino conjunto hacia la ciudad de hielo legendaria, en cuyas

mazmorras el ruso había pasado una terrible velada, pero cuyos recuerdos

acerca del incidente quedaban ahora lejanos y difusos, sabedor de que habían

logrado iniciar una época de paz; por poca que fuera, la paz siempre era motivo

de satisfacción y alegría.

- 8 -

Había algo más fuerte que los lazos que unían a los militares, los pactos

silenciosos de honor o las obligaciones: las palabras, de hombre a hombre, los

juramentos de confianza y entrega.

Como buen ruso, Alexer cumplió con la suya, haciéndoles pasar la

primera noche realmente acogedora en muchas semanas de agotador viaje, y

poniendo al servicio de los cuatro el más veloz de sus jinetes para llevarles hasta

el destino que con tanta ansia habían perseguido.

Mientras avanzaban raudos frente al viento helado, Hyoga miraba

absorto los parajes en donde creció y compartió innumerables momentos de su

vida con su compañero de entrenamiento, con su maestro, y con su soledad.

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El corazón le cabía en un puño, invadiéndole por momentos la

melancolía. Aquel era su lugar, era su historia materializada en fría superficie.

Su Siberia, a la que odiaba y amaba, contradictoria como él mismo.

Finalmente, llegaron. Por la reacción de los aldeanos, era un

acontecimiento esperado, puesto que nada más vislumbrarse el blanco carruaje

en el horizonte la totalidad de la pequeña aldea quedo movilizada a la entrada

de aquel lugar que permanecía impasible al paso del tiempo, y en el que Hyoga

pudo recrear momentos de su niñez, cuando recaló allí tras el naufragio que le

cambió radicalmente la vida.

Alar se adelantó en la comitiva; los naturales del lugar le miraban con

respeto, como una especie de héroe, para después rendir culto a la figura del

bello y enigmático semejante que volvía a ellos tras tanto tiempo de ausencia.

Los niños de aquel entonces, jóvenes ahora, le recordaban con admiración y

sonreían, presa del recuerdo de otros tiempos. Los adultos que vieron en su

momento convertirse al huérfano que quedó bajo el cuidado del misterioso

“mago del hielo” en un ser al que respetaban y veneraban, eran ahora los

mayores que abrían el cúmulo de multitud en dos, formando un pasillo para que

el legendario Hyoga, pasara junto a sus acompañantes femeninas, y al joven que

había sido el causante de aquel encuentro entre generaciones.

Alar siguió avanzando entre el pasillo humano, llegando ante la puerta de

una pequeña cabaña donde otro joven aguardaba, y al que dio tres besos a la

usanza rusa.

La aldea quedó pendida de un hilo cuando Hyoga estuvo lo

suficientemente cerca como para reconocer en aquel hombre al niño que tantas

veces le había acompañado, ése que se convirtiera en su único confidente más

allá de su familia marcial.

—Jakov…

Fue un encuentro emotivo, cargado de añoranza, alegría y tristeza por

partes iguales. Desde que Alar marchara, las gentes habían aguardado el

momento con paciencia e ilusión, con una veneración casi religiosa.

Habían custodiado en el interior de aquella cabaña el cuerpo de la mujer

que a todos fascinaba por su belleza imperecedera, una leyenda convertida en

realidad.

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Con gesto amable y firme, Jakov invitó a su viejo amigo a que entrara,

abriendo la puerta a su paso. Hyoga respiró, sintiendo el alma rota por el

remolino de sentimientos en que se debatía. A su lado se encontraba la mujer

que había obrado en él aquel cambio tan profundo, y de mano de ésta, el fruto

del amor que se profesaban. Tras ellos, en respetuoso silencio, Alar vio al fin que

su anhelo quedaba satisfecho.

El interior de la humilde morada había sido despojado de cualquier rastro

de mobiliario; su interior, oscuro por naturaleza, quedaba inundado por cientos

de velas que centelleaban, llenándolo de luces de múltiples tonalidades

ambarinas. Se respiraba una atmósfera densa, producto de la mezcla entre cera

caliente y sándalo y demás esencias propias de un culto religioso.

El caballero del cisne quedó quieto, sin subir los peldaños que separan el

suelo del altar improvisado donde descansaba lo que con tanto esfuerzo y cariño

había conseguido rescatar. Vio a su maestro permanecer frente a la urna de

cristal, impasible durante unos minutos que le parecieron siglos.

La francesa se limpiaba las lágrimas que surcaban su piel, al ver

materializada la historia que le habían contado en múltiples ocasiones y que,

pese a lo inverosímil, había creído a pies juntillas. La niña, agarrada a sus

amplias faldas, no decía nada, y contemplaba a la hermosa mujer que estaba

encerrada en el féretro, de la cual había heredado nombre, y de la que no

alcanzaba a saber que era nada más y nada menos que su abuela.

Poco a poco la choza se llenó de personas que continuaron aguardando en

silencio, haciendo del dolor de su semejante un dolor colectivo.

Hyoga miraba una y otra vez el bello rostro de su madre, sin acabar de

asimilarlo. Estaba en tierra firme, y eso significaba que al fin podría hacer

realidad el deseo de ella.

La mujer que lo dio todo por él, sacrificando su vida, y a la que había

dedicado pensamientos todos y cada uno de sus días estaba ahí, en un sarcófago

de hielo idéntico al que él mismo conoció de manos de Camus, su maestro.

Todos quedaron expectantes cuando el antiguo caballero se giró y caminó

hacia el frente, primero para mostrar una leve sonrisa a su mujer y a la niña, y

finalmente para acercarse hasta su pupilo.

Hyoga, con el rostro surcado en lágrimas, se postró de rodillas ante Alar

para su asombro. Éste no supo qué hacer ni que decir cuando su maestro, al que

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admiraba e idolatraba, mostró el lado más humano al tomar sus manos entre las

suyas, apoyando la frente en ellas para finalmente susurrarle, desde lo más

profundo de su corazón, una sencilla palabra, la más pura y sincera que sus

jóvenes oídos había recibido hasta la fecha.

—Gracias…

- 9 -

Fue un acto sencillo, libre de adornos y florituras. Se alzaba el sol sobre el

cielo en un día limpio, frío, pero el azul de la cúpula era brillante, extrañamente

luminoso para aquella época del año.

No faltó nadie de la aldea a la ceremonia. Sobre la nieve descansaba el

ataúd de cristal, y en cada extremo del mism, velaban los dos señores del hielo:

Alar a los pies de la muerta, Hyoga, el hijo, a su cabeza.

Elevaron uno de los brazos hasta el cielo, emergiendo de él una luz

brillante y dorada que dirigieron al unísono hacia el duro cristal.

La acción de la potencia de ambos guerreros terminó por romper la

estructura molecular del elemento, dando paso a su forma líquida, derritiendo el

bloque de hielo perpetuo.

Fue así como al fin, tras más de treinta años de espera, el cuerpo de

Natasha pudo volver a la tierra para descansar en paz tal y como siempre había

querido, tal y como el propio Hyoga había anhelado por encima de las órdenes

de su maestro y de la mera lógica.

La enterraron en el recinto dedicado al descanso de los que ya no estaban

entre los vivos. Pero de entre todas las lápidas que les recordaban, destacó desde

aquel momento una en especial. No había en ella inscripciones, ni fechas, ni

siquiera una referencia que hiciera posible a las futuras generaciones conocer el

nombre de la persona que descansaba bajo ella.

Aquella lápida de cristal eterno que Hyoga creó con sus propias manos,

les hizo saber que allí descansaba el cuerpo sagrado de su madre. Tumba que,

pese a no volver a visitar nunca más, no quedó desatendida, puesto que la gente

la cuidaban como si de sus muertos se tratasen. Y en parte, así era. No dejarían

que el recuerdo de aquella mágica leyenda contemporánea se perdiera en el eco

de los años.

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Mientras emprendían el camino de regreso, Alar se sintió maduro como

persona, profundamente emocionado y humilde por haber obrado que la

persona a la que más estimaba pudiese poner un punto y final en su vida. Así

era, puesto que Hyoga supo desde el preciso momento en que se alejaban de la

aldea que ya no importaba la sangre derramada, el sufrimiento, el dolor

padecido o el que pudiera estar aún por llegar. Nada importaba, pues él ahora

estaba seguro de que podría morir con la conciencia tranquila.

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Alar regresó a Atenas tras el tiempo de ausencia que se le había

concedido, victorioso en lo personal, crecido en lo guerrero, para presentar sus

respetos primero ante el Patriarca y la Diosa, luego ante el Caballero de Acuario,

su superior más directo.

—Shion, os hago llegar el mensaje de los Guerreros Azules, los cuáles nos

envían un deseo de paz y nueva unión entre nuestras Órdenes. Por Atenea están

dispuestos a combatir como nuestros hermanos.

—Agradezco tu noble esfuerzo, Alar, y la efectividad con que has llevado

estas gratas palabras que me congratulan. Ve al encuentro del Caballero Camus,

tiene algo que comunicarte.

Bajó los peldaños gastados de mármol hasta el templo de su signo,

esperando encontrar al francés de belleza perfecta e imponente.

—¿Me llamabais, señor? Esperaba nuestro encuentro, si bien no tan

prontamente.

Camus le miró, serio.

—Lo has logrado. No lo apruebo, ni lo aprobaré, pero soy un hombre de

palabra. Y tal y como me juré a mí mismo, cumpliré con ella. Muchos años

arrastro como guardián de la Diosa… es hora de tener un sucesor y retirarme.

Alar aguardó a que Camus lanzara su cero absoluto sobre él para

responderle con igual gesto, enfrentándose ambas corrientes heladas la una

contra la otra, surgiendo de sus puños encarados.

Aguantaron austeramente la corriente del otro, hasta que el guardián de

la undécima casa desvió el potente torrente de hielo, acabando así con el

encuentro.

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Camus le miró fríamente, para después coger una de sus muñecas y hacer

un preciso corte en ellas, brotando la sangre copiosa, sin tratar Alar de parar la

hemorragia.

El francés se despojó de la armadura, y dejó que el joven la regara con el

preciado líquido, ordenándole posteriormente que cerrara la herida.

—Te has convertido en donante de Acuario. Ella te reconocerá como su

portador.

Avanzó unos pasos, y en igual y sorpresivo ataque, lanzó otro trueno

helado de polvo de diamantes sobre él, consiguiendo el efecto que buscaba. La

armadura por sí sola se ensambló sobre el cuerpo del irlandés, reconociéndole

ahora como su dueño, aislándole de cualquier daño que pudiera sufrir.

—Mis días en la Casa de Acuario llegan a su fin. Dejo a Atenea en tus

manos… Alar.

Fue así como para Alar se abrió una nueva etapa como caballero de Oro

en la Orden de Atenea, eligiendo destino en la lejana tierra de Siberia, santuario

durante milenios de los guerreros de hielo, y en donde ejerció durante largos

años como embajador de Atenas, coordinando ambas hermandades, la suya y la

de los guerreros azules, cuyo nexo cobraba forma de hermosos cristales de

formas caprichosas.

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—Papá, ¿qué constelación es esa?

Hyoga sonrió. La noche era clara y fresca para estar en pleno verano;

tendidos sobre una gran manta a la intemperie en medio de los viñedos,

contemplaban el brillante firmamento que sin contaminación lumínica podía

disfrutarse desde aquel valle, perdido en medio del sur de Francia.

—Es la constelación de Acuario, y ésa, Ganímedes, su estrella más

brillante— le contestó, señalando con el dedo.

El niño miraba ensimismado la cúpula negra salpicada de incesantes

puntos estelares, con sus enormes y brillantes ojos azules.

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No había vuelto a saber de Alar, ni de sus antiguos compañeros, ni de las

batallas, ni de los dioses. Pero no le importaba. Atrás quedó la nostalgia junto

con el tormento acarreado y las heridas sin cicatrizar. Sin embargo, agradecía

aquel milagroso cambio, pues aunque fuese un guerrero hasta el día en que le

llegara la hora de dejar este mundo, muchos habían propiciado que le fuera

posible dejar esa faceta aparcada, dándole el primer plano a las cosas, las

vivencias y detalles que él mismo consideraba de máxima prioridad: su mujer,

sus dos hijos y el futuro por delante, sin más horizontes que los que el destino

quisiera, sin sangre de por medio.

Siguió relatando al pequeño historias sobre los héroes que había

ascendido hasta los cielos para quedar inmortalizados en aquellos astros

lejanos. Era la vía de escape que su alma de guerrero necesitaba.

No podía evitar trazar una sonrisa melancólica cada vez que una estrella

fugaz recorría el cuadrante correspondiente a la constelación de su signo

zodiacal. Ello le hacía saber que los dioses le eran favorables. Que Atenea estaba

al lado de Alar, y que por mucho que los distanciase, las estrellas siempre

velarían por ellos.

Por los elegidos.

.: Fin :.

2Los Guerreros Azules, Sinigrado y el personaje de Alexer pertenece al

capítulo especial del manga de Saint Seiya “Hyoga en el País de los hielos”, por

Masami Kurumada.