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El lector de Bernhard Schlink Una historia sobre la pasión y la culpa La generación alemana nacida después de la Segunda Guerra Mundial ha tenido que asumir la responsabilidad de responder por el exterminio de los judíos en los campos de concentración nazi El lector, Bernhard Schlink. Anagrama, Barcelona, 2007, 203 págs. Por Marco Herrera Campos Docente UVM Un amigo alemán, medio en serio medio en broma, me dijo que la afamada eficiencia teutona había quedado demostrada incluso durante el nazismo con los campos de concentración, esas verdaderas “fábricas de muerte” donde perecieron más de tres millones de judíos, gitanos y prisioneros políticos. La organización de esa maquinaria asesina fue de una precisión y “limpieza” que la mayoría de los alemanes, a pesar de tener el olor de las cenizas humanas en sus narices, nunca se enteraron de lo que ocurría a pocos metros de sus casas, o tal vez lo supieron pero prefirieron el silencio cómplice. Los más tristemente conocidos recintos de trabajo forzado y exterminio fueron Birkenau, Bergen-Belsen, Dachau y Auschwitz, éste último destacó porque en su puerta principal tenía la macabra inscripción “El trabajo os hará libres”. Muchos libros se han escrito para dejar testimonio de esa locura colectiva que fue el nacional-socialismo de Hitler. Por ejemplo, Eichmann en Jerusalén de Hanna Arendt; El gueto lucha de Mark Edelman; Diario de Ana Frank de Anne Frank; Cuando llega el recuerdo de Saul Frienländer; La noche. El alba. El día de Elie Wiesel, entre otros. Además tenemos la serie de televisión Holocausto y las películas La decisión de Sophie y La lista de Schindler. Son tantos los libros y las películas, que el mundo de los campos de exterminio ya forma parte del imaginario colectivo que complementa nuestro mundo real. En este tema, sin embargo, por mucho que se intente, la ficción nunca podrá superar a la realidad. UNICA SALIDA

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El lector de Bernhard Schlink

Una historia sobre la pasión y la culpa

La generación alemana nacida después de la Segunda Guerra Mundial ha tenido que asumir la responsabilidad de responder por el exterminio de los judíos en los campos de concentración nazi

El lector, Bernhard Schlink. Anagrama, Barcelona, 2007, 203 págs.

Por Marco Herrera CamposDocente UVM

Un amigo alemán, medio en serio medio en broma, me dijo que la afamada eficiencia teutona había quedado demostrada incluso durante el nazismo con los campos de concentración, esas verdaderas “fábricas de muerte” donde perecieron más de tres millones de judíos, gitanos y prisioneros políticos. La organización de esa maquinaria asesina fue de una precisión y “limpieza” que la mayoría de los alemanes, a pesar de tener el olor de las cenizas humanas en sus narices, nunca se enteraron de lo que ocurría a pocos metros de sus casas, o tal vez lo supieron pero prefirieron el silencio cómplice. Los más tristemente conocidos recintos de trabajo forzado y exterminio fueron Birkenau, Bergen-Belsen, Dachau y Auschwitz, éste último destacó porque en su puerta principal tenía la macabra inscripción “El trabajo os hará libres”.

Muchos libros se han escrito para dejar testimonio de esa locura colectiva que fue el nacional-socialismo de Hitler. Por ejemplo, Eichmann en Jerusalén de Hanna Arendt; El gueto lucha de Mark Edelman; Diario de Ana Frank de Anne Frank; Cuando llega el recuerdo de Saul Frienländer; La noche. El alba. El día de Elie Wiesel, entre otros. Además tenemos la serie de televisión Holocausto y las películas La decisión de Sophie y La lista de Schindler. Son tantos los libros y las películas, que el mundo de los campos de exterminio ya forma parte del imaginario colectivo que complementa nuestro mundo real. En este tema, sin embargo, por mucho que se intente, la ficción nunca podrá superar a la realidad.UNICA SALIDA

Bernhard Schlink (Bielefeld, 1944) escribió El Lector como una única salida para poder comprender el sentimiento de culpa que pesa en la sociedad alemana, sobre todo en la generación posterior a la Segunda Guerra Mundial, que si bien nada tuvo que ver con el auge y caída del nazismo, sí ha tenido que asumir la responsabilidad de responder por las atrocidades cometidas, por acción u omisión, por sus antecesores.

Michael Berg es un adolescente de 15 años que se enamora de Hanna, una misteriosa mujer de treinta seis años, con la cual establece una relación erótica que se sustenta en las continuas lecturas en voz alta de fragmentos de las obras de Schiller, Goethe, Tolstoi y Dickens. Hanna no puede hacerse cargo de esas lecturas. Es una historia del primer amor llena de inocencia y expectativas que se verá frustrada la tarde en que la mujer desaparece de la ciudad sin dejar rastro. Siete años después, Michael, estudiante de Derecho, se involucrará en los juicios contra los criminales de guerra nazi, siendo testigo de las acusaciones que pesan sobre Hanna por haber sido la guardiana de un centro de exterminio para mujeres situado cerca de Cracovia.

A partir del juicio, Michael Berg no sólo deberá asumir que estuvo enamorado de una agente de las SS, sino que también tendrá que enfrentar el conflicto generacional provocado por la revisión crítica del pasado nazi. Por un lado, la generación que había

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cometido los crímenes o los había contemplado, haciendo oídos sordos ante ellos, o que después de 1945 había tolerado o incluso aceptado en su seno a los criminales. Y su propia generación, la de los hijos que no podían o no querían reprocharles nada a sus padres, con lo cual también se volvían cómplices de ese pasado criminal.ESPANTO Y VERGÜENZA

Mientras intenta develar quién es de verdad la mujer a la que amó, Berg se dará cuenta de que la revisión crítica del pasado no sólo afecta a los criminales y las víctimas, sino que también a los espectadores, a los nacidos más tarde. Y sin querer relativizar la diferencia entre haber sido forzado a entrar en el mundo de los campos de exterminio o haber entrado en él voluntariamente, entre haber sufrido o haber hecho sufrir, se preguntará si el destino debe ser así: unos pocos condenados y castigados, y otros, la generación siguiente, enmudecida por el espanto, la vergüenza y la culpabilidad.

El Lector es un libro inquietante y conmovedor porque nos sitúa en esa zona fronteriza donde el ser humano debe elegir entre el amor o la justicia, la felicidad o la dignidad. Porque también nos plantea que no podemos aspirar a comprender lo que en sí es incomprensible, ni tenemos derecho a comparar lo que en sí es incomparable, ni a hacer preguntas, porque el que pregunta, aunque no lo quiera, pone en duda el horror, en lugar de asumirlo como algo ante lo que sólo se puede enmudecer. La angustia de Michael Berg es a su vez la angustia de una sociedad que ha tenido que enfrentarse a la crueldad del ser humano.

La historia de Hanna y Berg para nada es ajena a nuestro pasado. Porque aún nos falta esa necesaria revisión crítica que plantea el libro, esa mirada hacia atrás donde nada ni nadie es inocente. Porque hasta el día de hoy, a pesar de las innegables evidencias, existen individuos que niegan el genocidio, y lo que es peor, siguen defendiendo una ideología de la muerte. Conozco a varios y no son precisamente de sectores marginados por la sociedad. Cuando escucho sus peroratas, se me revela la estupidez humana con toda su soberbia e ignorancia.

Culpabilidad colectiva

“La culpabilidad colectiva, se la acepte o no desde el punto de vista moral y jurídico, fue de hecho una realidad para mi generación de estudiantes. No sólo se alimentaba de la historia del Tercer Reich. Había otras cosas que también nos llenaban de vergüenza, por más que pudiéramos señalar con el dedo a los culpables: las pintadas de esvásticas en cementerios judíos; la multitud de antiguos nazis apoltronada en los puestos más altos de la judicatura, la Administración y las universidades; la negativa de la República Federal Alemana a reconocer el Estado de Israel; la evidencia de que, durante el nazismo, el exilio y la resistencia habían sido puramente testimoniales, en comparación con el conformismo al que se había entregado la nación entera. Señalar a otros con el dedo no nos eximía de nuestra vergüenza. Pero sí la hacía más soportable, ya que permitía transformar el sufrimiento pasivo en descargas de energía, acción y agresividad. Y el enfrentamiento con la generación de los culpables estaba preñado de energía… Sin embargo, yo no podía señalar con el dedo a nadie. Desde luego, no a mis padres; a ellos no podía reprocharles nada”. (Págs. 161-162)