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El improbable viajede

Jonás Nada

Wieland Freund

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Título original: Die unwahrscheinliche Reise des Jonas Nichts

1.ª edición: septiembre 2009

© Beltz & Gelberg in der Verlagsgruppe Beltz, Weinheim, Basel, 2009© De la traducción: Carmen Bas, 2009© Grupo Anaya, S.A., Madrid, 2009

Juan Ignacio Luca de Tena, 15. 28027 Madridwww.anayainfantilyjuvenil.com

e-mail: [email protected]

Cubierta: init, estudio de diseño

ISBN: 978-84-667-8507-5 Depósito legal: M-32256-2009

Impreso en Anzos, S.L.C/ La Zarzuela, 6

Polígono Industrial Cordel de la Carrera28940 Fuenlabrada (Madrid)

Impreso en España - Printed in Spain

Las normas ortográficas seguidas en este libro son las establecidas por la Real Academia Española en su última edición de la Ortografía, del año 1999.

Reservados todos los derechos. El contenido de esta obra está protegido por la Ley, que establece penas de prisión y/o multas, además de las

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Desde el palacio de las arañaspara Luzie y Nano.

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Lista dE pErsoNaJEs

Jonás nada, un muchacho de doce añosPeregrin aber, abogado, su tutorTabbi, cocinera de Wunderlichrubén, criado mudo de WunderlichClara Fink de WunderliCh, baronesa, ya fallecidaalma Fink de WunderliCh, baronesa, su primairmingasT, guía espiritual de Almaarnon blau, secretario de Clara, desaparecidobrand, posaderoelsa, su criadaWerk, secretario de Peregrin Aber

ole mond, amigo de Jonás

el marqués de luneTTe el PrínCiPe heredero leoPold

el general grimberT

el monJe Faramund

FieT Finger

suleman mond

Core

Los Siete

{}

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Wieland Freund

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la emPeraTriz de kanaria

el PasTor, señor de la Ciudad de los Susurroshermes, satélite y criado del marqués de Lunette

Tilla kolman

arne

bror

Tanger, monóculo, amigo de Fiet Fingerlubbe, fauno, el más famoso actor de CallamaarkremPel, duende, rebeldeTruT, elfo, prisionero del pastorWalrider, su hijo, rebelde

Satélites de una aldea junto al lago{}

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el CaPÍTulO 1,en el que todo cambia porque llega un carruaje

p or la noChe había helado de nuevo. El hielo cubría los campos, la tierra se apelmazaba en duros terrones sobre el

suelo, y en los surcos y rodadas del patio los charcos seguían congelados. Eran como diminutos glaciares entre las escarpadas cumbres que las ruedas de los carros habían labrado. Solo había que ser lo suficientemente pequeño para poder contemplarlo.

Los cerdos esperaban en la pocilga. Sus gruesos cuerpos despedían vaho con el frío de la mañana, y se agolpaban gru-ñendo alrededor del comedero. Ya habían visto a Jonás Nada. Había salido dando traspiés por la puerta trasera de la casa, precedido de una nube de vapor producida por su propia res-piración. Sus zuecos de madera hacían crujir el hielo de los charcos al romperse y derrumbaban las cumbres sobre los va-lles de las rodadas. El cubo iba lleno a rebosar: pieles de pata-ta, restos de comida, verduras poco frescas o demasiado coci-das... ¡La cocina de Elsa daba mucho de sí!

Los cerdos se peleaban ya por los mejores puestos. Un ga-llo cantó indiferente desde lo alto del montón de estiércol. Cuando hacía tanto frío, el estiércol viejo no olía, pero pron-to, cuando Brand hubiera empezado a abonar, el calor húme-

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do del estiércol nuevo se elevaría como una neblina. Pero Brand seguía echado sobre su saco de paja con la boca abierta y empapado en cerveza.

Jonás vació el cubo en el comedero y los gruñidos y chas-quidos de las lenguas de los cerdos le acompañaron en su vuelta a la casa. Se apartó el pelo de la frente, se quitó los zue-cos y se dirigió a la taberna mostrando los calcetines llenos de zurcidos. Hacía ya muchos días que nadie se perdía por esas tierras solitarias. A pesar de todo, Jonás limpió las mesas y los bancos de la taberna y esparció paja sobre el suelo apisonado. Luego entró furtivamente en la cocina.

Elsa estaba ya inclinada sobre el fuego, en una fuente re-posaba la masa para el pan. Sus miradas se cruzaron por un momento en silencio. Los ojos de Elsa todavía estaban medio cerrados, los de Jonás, en cambio, tan abiertos y despiertos como siempre. Su ojo izquierdo era verde, el derecho de un azul brillante, muy claro. A Elsa no dejaban nunca de sor-prenderla, apenas transcurría un día sin que lo comentara, pero a esas horas tan tempranas de la mañana no tenía tiempo para esos «ojos de fantasma». Le deslizó a Jonás un trozo de pan del día anterior por la superficie arañada de la mesa. También le sirvió un cuenco de leche, y Jonás comió y bebió. Cuando hubo acabado, sacó el papel.

Estaba ya muy estropeado, pues Jonás lo llevaba siempre consigo, y aunque habría sido más razonable guardarlo en el banco de la cocina, no se atrevía a hacerlo. Esa hoja de papel y la historia que encerraba eran todo lo que poseía. La alisó con delicadeza, evitando como siempre tocar las escasas letras que podían leerse en ella. Estaban escritas con lápiz y Jonás tenía miedo de que se borraran. Las letras estaban ya muy pálidas, un gris cada vez más claro sobre un papel cada vez más oscuro.

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J O N Á SN A D A

Eso era lo que ponía en el papel, una palabra debajo de otra, como si no tuvieran nada que ver la una con la otra. Pero las dos juntas eran el nombre de Jonás. Esa hoja era el documento que probaba su nacimiento y su bautismo, y era lo único que había recibido en herencia. Se la había entregado Brand, y Jonás no se cansaba de escuchar la historia que iba ligada a ella. A veces se agachaba a los pies de Brand, cerca del fuego de la taberna vacía, y le acribillaba a preguntas, como si de ese modo pudiera hacerle recordar mejor, a pesar de su mal humor.

Había detalles en la historia de Jonás que Brand no cam-biaba nunca: el frío de esa noche de doce años atrás, el viento que soplaba sobre las colinas, la piel de cordero en la que el diminuto Jonás estaba envuelto y que hacía tiempo que había desaparecido. Tampoco variaba la elegante vestimenta del ca-ballero que le había llevado hasta allí, su largo abrigo, las bo-tas de piel, el sombrero bien calado en la frente. Jonás había llegado a pensar que Brand conocía al caballero y sabía de dónde había venido, pero Brand jamás había mencionado nada al respecto. Otros detalles, en cambio, variaban. Unas veces el caballero llegaba en un caballo blanco; otras veces, en uno marrón de gran tamaño, y cuando Brand estaba enfada-do o no estaba lo bastante borracho, el caballo ni siquiera te-nía color y la historia se terminaba enseguida.

Si esta era larga, Brand dejaba escapar de vez en cuando, entre dos tragos de cerveza, un eructo que hacía temblar los postigos de las ventanas. Solo en una ocasión contó que el ca-ballero le había entregado dinero a cambio de que se quedara

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con Jonás. Pero no volvió a mencionarlo jamás, y Jonás tam-poco le preguntó nunca nada. Brand no le había tratado nun-ca mal, pero siempre estaba de mal humor, y aunque el dine-ro que supuestamente había recibido debía estar destinado a que Jonás fuera un huésped en lugar de un sirviente, Brand no lo había considerado oportuno.

—¿Más? —preguntó Elsa, y cuando Jonás asintió, le sir-vió más leche. Jonás se la bebió a pequeños sorbos.

Podría haber imitado en cualquier momento lo escrito en la hoja. Conocía perfectamente los trazos, las letras, la curva-tura de la O y el zigzagueo de la N. Incluso con los ojos cerra-dos podía ver la inclinación hacia abajo de las dos palabras. Jonás había oído un montón de veces que el hombre que las había escrito estaba de pie, con muy poca luz. No había pro-nunciado una sola palabra, había permanecido mudo, según le había contado Brand. El hombre había respondido a las preguntas de Brand con simples movimientos de cabeza o ni siquiera había contestado, hasta que Brand le preguntó cómo se llamaba el bebé. Entonces el personaje mudo había sacado una hoja y un lápiz del bolsillo de su abrigo y había escrito la primera palabra:

J O N Á S—¿Y qué más? —le había preguntado Brand, pero no re-

cibió respuesta alguna. El mudo parecía cansado, exhausto después de un largo viaje, desesperado. Tal vez, pensaba Jonás a menudo, no quería entregarme a nadie. ¡A lo mejor se sentía desgraciado por ello! Quizás fuera el mudo su padre y sintiera lo mismo que todos los padres.

Pero Brand no había desistido, había agarrado al hombre por la muñeca y, según había contado en una ocasión, le ha-

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bía mirado fijamente a los ojos. Jonás se imaginaba entonces a Brand, con sus ojos siempre rojos bien abiertos sobre las pro-fundas ojeras.

—¿Qué debo decirle al chico cuando sea mayor y me pre-gunte de dónde procede? —había dicho Brand.

Y entonces el mudo había escrito la segunda palabra, que era simplemente la respuesta a esa pregunta:

N A D AEra evidente que ambas palabras no formaban un nom-

bre, pero Brand tenía un humor muy especial y las había uti-lizado para llamar así al niño.

—Todo el mundo necesita un nombre —había refunfu-ñado—, igual vale uno que otro.

Cuando Jonás oyó a Brand hacer ruido detrás de la casa, apuró la leche de un trago y salió al patio. Jamás había visto otra cosa que ese pedazo de tierra, los campos de alrededor y las casas del pueblo de la colina, que bordeaban las estrechas calles en torno a la iglesia. A veces, cuando contemplaba el paisaje desde las peladas colinas y veía cómo el viento mecía la hierba, le invadía la nostalgia y se imaginaba que el hombre mudo regresaba para llevarle con él a un país lejano. Aunque cuando lo pensaba bien, le entraba miedo y corría a refugiarse en su querido establo con las paredes manchadas de estiércol. Tocaba la nariz húmeda de la vaca, se acercaba a la pocilga y pasaba la mano por el lomo de los cerdos o desmenuzaba pan duro para echarlo en el gallinero. Las gallinas también pare-cían mirar siempre a lo lejos con sus inexpresivos ojos negros y solo salían del corral cuando las capturaba un zorro.

Jonás se sintió feliz cuando vio a Brand cruzar el patio arrastrando los pies, con el pelo gris enmarañado y la espal-

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da encorvada. Iban a empezar a extender el estiércol. Como cada día.

Pero ese no fue un día como los demás. A mediodía Brand estaba tumbado en el banco de la cocina con sus pantalones sucios y Jonás jugaba en el patio. Había colocado en el suelo helado unas piñas que Brand había sacado un día de su bolsillo. Formaban el bosque donde habitaba un bandido, Wieflinger. En realidad este era solo una piedra, pero para Jonás esa pie-dra tenía un rostro, y si alguien hubiera mostrado interés, Jo-nás le habría podido contar una larga historia sobre el tal Wieflinger, una interminable serie de historias. Cómo el ban-dido había asaltado en cierta ocasión al correo del rey, cómo otra vez había escapado de la cárcel del gallinero, cómo estuvo a punto de ahogarse en el océano de un charco y se salvó gra-cias a que le rescató una balsa que por allí pasaba y que había sido construida por Jonás con pequeñas ramas y un cordón. A veces Jonás incluso soñaba con Wieflinger. El bandido era su amigo invisible.

Justo cuando llegaba a un claro en el bosque de piñas, observó a lo lejos, sobre la colina, el carruaje. Wieflinger car-gó su mosquetón, Jonás chasqueó la lengua. El carruaje no era todavía mayor que la uña del dedo gordo de Jonás, una mancha negra en el inmenso gris del cielo, el tamaño justo para el bandido. Wieflinger se puso a cubierto detrás de una piña y se apartó el sombrero de la frente. Pero el carruaje se acercaba cada vez más, y se dirigía directamente hacia la posa-da. Enseguida tuvo el mismo tamaño que la mano de Jonás, demasiado grande para el bandido, y Jonás se puso de pie para avisar a Brand. Wieflinger se quedó solo en su bosque de pi-ñas. Quien no le conociera pensaría que era una piedra.

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Brand adelantó las caderas, cruzó los brazos delante del pecho y levantó la barbilla, como hacía siempre que llegaba alguien. Jamás decía la primera palabra, siempre se quedaba observan-do con desconfianza, con las cejas y los labios fruncidos. Por lo general Jonás se situaba tras él, a un paso de distancia, con curiosidad y algo de miedo, como ahora. Oyó el ruido sordo de los cascos de los caballos sobre el suelo helado, vio las rue-das girar tanto que no se apreciaban los radios, percibió el olor ácido de los animales. Por fin, el carruaje se detuvo. Esta-ba lacado en un negro brillante y llevaba dos elegantes faroles que seguramente estaban encendidos desde el amanecer. En el pescante iba sentado un hombre alto que llevaba un abrigo con doble fila de botones y bajo cuyo sombrero asomaba una media melena negra. Una sonrisa cruzó el rostro del hombre cuando vio a Jonás, y este apartó la mirada enseguida. No obstante, pudo apreciar cómo el cochero inclinaba la cabeza para saludar a Brand. Fue un gesto silencioso, como si se vie-ran todos los días o al menos se hubieran visto el día anterior. Brand le devolvió el mismo saludo. Ninguno de los dos pro-nunció una sola palabra.

El cochero saltó del pescante y abrió la portezuela. La copa redonda de un sombrero de fieltro asomó por ella, una bota pequeña cubierta por una ajustada polaina buscó el estri-bo, y luego apareció un hombre que iba envuelto en una cos-tosa capa negra y que apenas mediría un metro y medio sin sombrero. Apoyó en el suelo su bastón de puño de plata, se pasó la mano por la abultada barriga, que no se correspondía con las delgadas piernas que lo sostenían, y se atusó la larga barba. Por fin, carraspeó ligeramente.

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—El señor Brand, supongo. —Jonás no había oído nun-ca a nadie hablar así, pronunciando cada sílaba de forma clara y tajante. Ni siquiera el maestro del pueblo hablaba de ese modo.

Brand asintió. Pero no hizo ningún otro movimiento.—¿Puedo presentarme? Peregrin Aber, abogado. —El

hombre se inclinó con suavidad y alzó un poco el sombrero. Al hacerlo, dejó al descubierto una pequeña calva sobre la que se había peinado unos largos mechones de pelo color ceni-za—. Al caballero —añadió Peregrin Aber, señalando esta vez al cochero, que le sacaba al menos dos cabezas— ya lo cono-ce. Por tanto, ya podrá imaginar el motivo de nuestra visita.

Jonás miró al cochero, luego volvió la mirada hacia Brand. El cochero esbozó una palabra con los labios, y Jonás sintió un escalofrío cuando se dio cuenta de todo. El cochero solo podía mover los labios. ¡Era mudo!

Brand tragó saliva.—Sí —dijo Brand casi sin fuerzas.—¿Es este el chico? —Peregrin Aber señaló a Jonás con el

bastón y lo observó con curiosidad. Un brillo inundó su mi-rada—. ¿Tú eres el joven Jonás? —preguntó sonriendo a tra-vés de su espesa barba.

Jonás se acercó más a Brand. No dijo una sola palabra. Sabía lo que era un abogado. Un picapleitos. Un charlatán. Eso es lo que decía siempre Brand con desprecio.

—¿Podríamos entrar, señor Brand? El asunto es bastante complicado. Además, aquí fuera hace mucho frío. No se está muy bien. —Peregrin Aber miró al cielo—. Parece que va a nevar —añadió, como si temiera quedar cubierto por la nieve allí mismo, delante de la puerta.

Brand se inclinó hacia Jonás.

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—Vete al patio, ¿de acuerdo? Yo iré enseguida. —Su voz sonaba quebrada.

Jonás vaciló, pero al final obedeció, como siempre. Se re-tiró despacio, no sin antes ver por encima del hombro a los tres hombres entrar en la casa. Brand delante, algo encorvado; detrás, Peregrin Aber, sosteniendo su bastón; y, por último, a dos pasos de distancia, el cochero mudo. Jonás tocó de forma instintiva el papel que llevaba en el bolsillo. ¡Habían venido para llevárselo con ellos! No era una sospecha, estaba seguro. De pronto Jonás se dio cuenta de que esa mañana había ali-mentado a los cerdos por última vez. Sintió deseos de volver a tocarlos, de susurrarles algo a la vaca y a cada una de las galli-nas, de contemplar otra vez el establo y despedirse de cada rincón de la casa. No se atrevió a pensar en Brand y Elsa. Miró hacia las colinas, hasta que la vista se le nubló porque las lágrimas inundaron sus ojos. Casi cegado por el llanto se diri-gió tropezando hasta el diminuto bosque de piñas para buscar al malvado Wieflinger. Al menos quería conservarlo a él. Se guardó la piedra en el bolsillo.

Brand lo encontró en el establo, junto a la vaca. Jonás no sa-bía qué decir, y Brand tampoco. ¡El viejo Brand, con sus ojos cansados! Se quedó mucho tiempo parado delante de él.

Jonás cogió una paja y la aplastó entre los dedos.—Vas a ser un muchacho distinguido —dijo al fin Brand.Jonás arrugó la nariz. Le parecía que todos, Brand, el abo-

gado y el mudo, cumplían una vieja promesa y que solo él la desconocía.

—No quiero marcharme —dijo Jonás sin levantar la mi-rada.

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—Es mejor así, créeme —respondió Brand con voz triste. Se apartó el pelo rebelde de la frente—. Saldréis inmediatamen-te. El picapleitos te lo explicará todo. Elsa te está guardando tus cosas. Aunque, cuando estés allí, lo tirarán todo. ¡Todos tus ha-rapos! Seguro que tienen cosas mucho más bonitas para ti. Así que estate contento, si puedes. —Le falló la voz por unos ins-tantes—. Y si no, ya estarás contento después.

Jonás miraba con fijeza las patas de la vaca.—¿Adónde me llevan? —preguntó. Todo aquello le pa-

recía un castigo inmerecido.—Has recibido una herencia, Jonás. Has heredado una

mansión elegante. Serás un hombre distinguido.Jonás dejó caer los restos de paja entre sus dedos. Quería

seguir siendo quien era. El chico que vivía con Brand, el posa-dero.

—No quiero heredar nada —dijo con tristeza.Entonces Brand se echó a reír.—¡Claro que quieres! No sabes lo que dices. ¡Por aquí

solo se pierde el viento, muchacho! ¿Qué podrías hacer aquí? ¿Acaso quieres acabar siendo como yo? —Brand nunca le ha-bía hablado así.

—¿Me trajo ese hombre? ¿El cochero? ¿Es mudo?Realmente, Jonás ya conocía la respuesta.—Sí.—¿Ya le conocías? ¿Sabías ya entonces quién era?Brand no contestó enseguida.—Se llama Rubén. Hace mucho tiempo que le conozco.

Trabaja de criado allá donde vas. Es un buen hombre. No es tu padre, si es eso a lo que te refieres.

—¿Sabes quién es mi padre?—No.

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Jonás guardó silencio. ¿Qué motivo había ahora para creer a Brand?

—En realidad no lo sé.—¿Te dijo entonces ese tal Rubén que regresaría?—Sí.Jonás cogió otra pajita. Esa misma mañana había esparci-

do la paja por el suelo. Al fin y al cabo, ese era su establo, aun-que perteneciera a Brand.

—¿Por qué no me has dicho nunca que iban a venir a por mí?

Brand parecía triste. Esa noche estaría solo en la fría ta-berna, bebiendo sin compañía; Jonás lo sabía.

—No tenía ni idea de cuándo vendría Rubén —musitó Brand—. No quería que estuvieras esperándole.

Brand estaba muy serio cuando se despidieron, Elsa llora-ba a moco tendido. Le entregó a Jonás su pequeña maleta de cartón marrón sin dejar de sollozar, le puso el gorro bueno y le limpió la nariz como a un niño pequeño.

—Pensarás en nosotros, ¿verdad? —gimió, y prometió rezar por Jonás, y eso empeoró aún más las cosas. ¡Elsa y sus estampitas de santos, de las que Brand tanto se reía!

—Buena mujer, seguro que le escribirá —dijo Peregrin Aber mientras iba de un lado para otro, daba la mano a Brand y acariciaba fugazmente el hombro de Elsa, sin darse cuenta de que esta ni siquiera sabía leer. Por fin empujó a Jonás hacia el carruaje—. ¡Escribirá, escribirá! ¡Largas cartas, buena mu-jer! —gritó, y Rubén le abrió la portezuela. El viento había empezado a soplar y sacudía la chaqueta de Brand.

Jonás tenía las mejillas heladas. Las lágrimas corrían por su cara sin que él las sintiera, y cuando Rubén le cogió la ma-leta y mantuvo su mano sujeta durante unos instantes, el mu-

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chacho se quedó desconcertado. ¡Rubén le había escondido algo en la mano! Era un trozo de papel que ya estaba muy suave, porque el criado lo había guardado un buen rato en su puño cerrado. Jonás alzó la mirada, pero Rubén se limitó a apretar un dedo contra los labios.

El viento revolvió el pelo de Rubén, un mechón le tapó los ojos. Jonás intentó en vano imaginar cómo le había lleva-do aquel hombre hasta allí años atrás. Luego subió al carruaje y se limpió la cara con la manga.

—¡Adiós! —gritó Peregrin Aber con satisfacción, y Elsa sollozó lastimosamente.

—¡Adiós! —susurró Jonás, mientras el abogado subía tras él, y solo pudo mirar el suelo de madera del carruaje. Cuando este se puso en marcha y Peregrin Aber alzó ligeramente el sombrero en señal de despedida, Jonás leyó el papel que guar-daba en la mano. Era la misma letra con la que habían escrito su nombre doce años antes.

DA IGUAL QUIÉN TE PREGUNTE.NO TIENES 12 AÑOS. ¡TIENES 13!