el hotel quisisana un hito en el turismo isleÑo

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DÍA del domingo E N 1908, la Compañía Tra- satlántica Española editó un libro —que no un folleto— sobre las líneas regula- res y servicios que servían los trasatlánticos y cargueros de la antes A. López y Compañía. Este «Libro de Información para pasajeros» fue impreso por «El Siglo XX», tipografía insta- lada en la calle del Retiro, 12 a 18, Sans, teléfono 3218, de Bar- celona. Cargado de años e historia, el viejo libro —más de ochenta años sobre sus páginas— me lle- ga cargado de historia sencilla y profunda y, en una de sus pági- nas, la vieja imagen que ilustra esta página. Arriba, en la suave ladera que con canto de agua por las atar- jeas era —es— fondo de Santa Cruz, la estampa elegante del ho- tel Quisisana que, en años idos y siempre bien recordados, cons- truyó don Enrique Wolfson, el ruso que, naturalizado británico, tanto y tan bien luchó por la agri- cultura isleña, por la expansión del turismo, las relaciones ban- carias con el Reino Unido y el tráfico marítino interinsular. El hotel Quisisana fue un hito en el desarrollo turístico de Santa Cruz y, con él, el Batenberg, que se alzaba en la Rambla —el vie- jo Camino de los Coches— y que, en un pasado reciente, de- sapareció para siempre. En «Nueve horas en Santa Cruz de Tenerife», de Benito Pé- rez Galdós, Alejandro Cioranes- cu escribió sobre aquellos años anteriores al turismo en Santa Cruz, años antes del estableci- miento de hoteles especialmen- te diseñados para atender debi- damente: «La fonda a la que se dirigía el grupo de amigos supo- ne, al regreso, la travesía de la plaza y un doblar la esquina que los deja en la calle de La Mari- na. Esto significa que habían co- mido en la fonda del inglés, si- tuada en la calle de los Balcones, que formaba la parte alta de la plaza y llevaba el número 11 de la calle de San Francisco. La re- gentaba un inglés, Robertson, a quien le sucedió más tarde el portugués Camacho, casado con una irlandesa. Era por aquel en- tonces el hotel más caro que ha- bía en Santa Cruz; la pensión completa costaba dos duros, y tres duros si la habitación tenía balcón a la calle. El almuerzo se servía a partir de las diez de la mañana y comprendía un plato de huevos, pescado, carne, fru- ta, con vino y café incluidos en el precio». En el libro citado —el buen li- bro editado por la Compañía Trasatlántica Española, tan liga- da al puerto de Santa Cruz— las fotos de los Quisisana y Baten- berg, el paseo de ronda, o de los Coches, una panorámica del puerto y, desde luego, otra de la calle de La Marina. Con ellas, la plaza de la Constitución antes de la Pila y Real— y pano- rámicas de Santa Cruz desde la torre de la Concepción y la mon- taña de La Altura. «A las Islas Canarias —dice el texto— puede llegarse por cual- quiera de las líneas de la Com- pañía de Buenos Aires, Cana- rias, Cuba y Méjico y Fernando Póo, pero se recomienda espe- cialmente al viajero utilice la lí- nea de Canarias, porque dedica- da especialmente a este trayecto, el viajero tendrá mejores condi- ciones para realizar el viaje, ya que en las otras líneas es más fre- cuente la aglomeración de pasa- jes por embarcar éste en la Pe- nínsula para otros destinos tam- bién». Luego, con fotos del Teide y el del hotel Humboldt, continúa el antiguo e interesante libro de la Trasatlántica Española: «Co- nocidas son las excelentes con- diciones de clima y naturaleza de estas islas, escala hoy día de la mayor parte de los buques que atraviesan el Atlántico, donde el viajero encontrará uno de los países más bellos y privilegiados En la ladera, el hotel Quisisana alzaba su elegante estampa sobre y ante las huertas que bordeaban la Rambla, o Camino de los Coches, si se prefiere. El hotel Quisisana, un hito en el turismo isleño del mundo con todo el confort moderno en hoteles, y facilida- des para realizar excursiones por el interior de las mismas». En la imagen —reproducida del citado libro de la Trasatlán- tica Española— el hotel Quisisa- na, alto en la ladera que, con cantar de agua, era fondo de San- ta Cruz. Frente, surcos de tierra luciente y las palmeras que con sus penachos verdes —todos val- seantes de alegría— bordeaban el antiguo Camino de los Coches. LA ANTIGUA ESTAMPA En su obra «Los argonautas», Vicente Blasco Ibáñez bien supo recoger —y mantener para siempre— la estampa del hotel Quisisana, hermano del que en Capri, y volvemos al doctor sue- co Axel Munthe en su «Historia de St. Michele», se alzaba como buena señal de salud plena y se- gura. En su obra magistral «Teneri- fe visto por los grandes escrito- res», don Leoncio Rodríguez bien recogió para siempre todo lo que sobre nuestra Isla escri- bieron por los que por estas aguas pasaron. El autor de «Los argonautas» —el de «Arroz y tar- tana», «En busca del gran Kan», «La barraca», «A los pies de Ve- nus», «El militarismo mejicano», etc.—, bien supo plasmar en su prosa la visión de la ciudad, nuestra ciudad, vista desde la mar. «Alzaba la isla —escribió Blasco Ibáñez— su escalona- miento de montañas volcánicas, con cuadriláteros de tierra culti- vada moteados de blancas casi- tas. En la parte inferior, junto a la masa azul del mar, extendían las fortificaciones españolas sus viejos baluartes, rematados en los ángulos por garitas salientes de piedra. La ciudad era de co- lor rosa y sobre ella se erguían los cornpanarios de varias igle- sias con cúpulas de azulejos. Cuatro torres radiográficas mar- caban en el espacio las líneas de su cuerpo casi inmaterial, dejan- do ver el cielo a través del férreo tramaje». Mientras Blasco Ibáñez estu- vo en Santa Cruz de Tenerife, se le ofreció una cena en los salo- nes del hotel Quisisana. Don Francisco Martínez Viera —años más tarde buen alcalde de la ciudad— me contó que, a la mi- tad del homenaje que se ofrecía, el señor Blasco Ibáñez se levan- tó de la mesa y, tras disculpar- se, fue al balcón del Quisisana para, durante bastante tiempo, disfrutar del espectáculo que Santa Cruz de Tenerife ofrecía bañado por la luz de la Luna. Siempre vista desde la mar, luego escribió Blasco Ibáñez so- bre nuestra vieja y muy querida ciudad: «Más arriba de la ciu- dad, en una arruga de las món- talas, ondeaba la bandera de un castillo moderno: de un hotel elegante al que venían a respirar los tísicos septentrionales. Y en- tre el muelle y el trasatlántico un anchuroso espacio de bahía con gabarras chatas para el transporte del carbón abandonadas sobre su amarre y cabeceando en la sole- dad». Y arriba, siempre arriba —en la pina ladera— la estampa sen- cilla del moderno hotel que don Enrique Wolfson, el ruso natu- ralizado inglés, construyó para Santa Cruz de Tenerife para la Isla toda. El señor Wolfson fue, además, naviero, exportador de fruta —uno de los que introdujo en Canarias el cultivo del tomate— y banquero con ofici- nas en la calle de la Marina. Su nombre lo dio la Corporación Municipal de Santa Cruz a la ca- lle que, desde la de Horacio Nel- son, llega a la del 25 de Julio. Calle tranquila en la ciudad tran- quila que bien recuerda Blasco Ibáñez, paralela a la Rambla cre- ció y se extendió y, en la antigua imagen —de muchos años ante- riores a su planificación— pare- ce adivinamos su actual realidad. Así era Santa Cruz cuando, como escribía Vicente Blasco Ibáñez en la obra recopilada por don Leoncio Rodríguez, en aguas de Santa Cruz estaban «los vapores de diversas banderas en torno de cuyos flancos agitába- se el movimiento de la carga con chirridos de grúas y hormigue- ro de embarcaciones menores; veleros de carena verde, que pa- recían muertos, sin un hombre en la cubierta, tendiendo en el espacio los brazos esqueléticos de sus arboladuras; rugidos de sirena anunciando una partida próxima, y otros rugidos avisan- do desde el fondo del horizonte la inmediata llegada; banderas belgas en lo alto de un mástil iban a la desembocadura del Congo; proas inglesas que ve- nían del Cabo o torcían el rum- bo hacia las antillas y el golfo de Méjico; buques de todas las na- cionalidades que marchaban en línea recta hacia el Sur en busca de la costas del Brasil y las re- públicas del Plata; cascos de cin- co palos descansando en espera de órdenes, de vuelta de la Chi- na, el Indostán o Australia; va- pores de pabellón tricolor en ruta hacia los puertos africanos de la Francia colonial; goletas españo- las dedicadas al cabotaje del ar- chipiélago canario y las escalas de Marruecos». En la ladera de tierra tibia y riente, la gracia del hotel Quisi- sana que, por la Rambla, casi se hermanaba con el Batenberg. Ambos señalaron un hito impor- tante en el desarrollo del turis- mo que, a lomos de vapores de navieras bien conocidas —Forwood, Yeoward, Thoresen, etc.— y, también, en los de es- cala regular, trasatlánticos de las Unión y Castle Line, Mala Real, Hamburg-Sudamerikanische, La Veloce, Hapag, Trasatlántica Es- pañola, Pinillos, Cosulich, etc., que con toda regularidad llega- bab al puerto de la isla del Teide. En la antigua imagen, todo nuestro sentir y todo nuestro so- ñar. Campo —verdadero campo— abierto a todos los so- les y todos los vientos y, tam- bién, visiones, evocaciones que sacan la niñez y pequenez —toda una juventud— a flor de alma. Por donde luego se construyó la Rambla XI de Febrero, el alma blanca y fresca de la infancia en- tre los hoteles Quisisana y Baten- berg. Estaban —se alzaban— en la zona en la que de todas partes afluía paz de vida, el aire lavado de las altura y el espíritu respi- raba la paz de aquella soledad. Así era la ciudad de paz case- ra y dormida, ciudad que en su litoral tenía y bien mantenía la pureza rizada de las olas de fres- cura. Entre los dos azules del cielo y de la mar, rocas cho- rreantes, manchadas por la nie- ve blanca de la sal. En la imagen del Quisisana, toda la alegre claridad de los campos santacruceros. En la montaña, que casi daba sombra a los dos hoteles, la tímida pri- mavera siempre apuntaba flores leves, de moderados tonos; tenía muros de piedra con las esqui- nas muertas para el viento pero, eso sí, por la pina ladera caía todo el ruido fresco y blanco del agua bendita de la siembra. Entonces parecía que con el agua, con el verde intenso y ex- tenso, Santa Cruz de Tenerife dialogaba con la aurora que rom- pía la línea lejana del horizonte. Ahí está la imagen que tiene olor a edad —la que ha tocado el Tiempo que roe, pule y mata— y, sin embargo, siempre nos pa- rece nueva. Esta es la ciudad —nuestra vieja y muy querida ciudad— de toda la mar y el comercio y que, al mismo tiempo, por esta zona tenía hombres de corazón senci- llo, campos expertos en dar ma- duros trigos amarillos, rojez de tomateras y la gracia verde de las plataneras. En aquellos años, todo reía de luz e ilusión. En el silencio cre- cía todo el viento de la mar y, tie- rra adentro, las amapolas —sangre de la tierra— ponían todo su encanto y sencillez. Así era la tierra que, muchos, mu- chos años antes, los hombres rompieron con sus manos; así era la tierra en la que, en la alta y pina ladera, se alzó el hotel Quisisana que, con sed de espe- ranzas, mucho y bien significó en el desarrollo turístico de Santa Cruz, de la Isla toda. El hotel Quisisana estaba en- vuelto por el aroma sereno de la tierra mojada. Los cerros de pie- dra, el agua quieta y por para- doja cantarina eran cortejo de aquella soledad, casi pura, en la que apenas cantaba el susurro verde de la primavera. Por la ladera, siempre la san- gre morada de las buganvillas, luz intacta —casi sonora, fresca y pura— dorada en el tiempo que envejece, Abajo, en las playas que ya no son, destellos de sal violenta y, todos los días, nuevas nubes en el cielo. Ahora, cuando el corazón no tiene risas ni sonrisas, el antiguo hotel —el colegio de los Escola- pios de nuestros años de juventud— nos llama con voz muda y fuerte. Allí tocamos la realidad de la vida con toda el alma y, una y otra vez, siempre, recordamos y recordaremos a los Padres —Turiel, Rufino, Julián, Antonio, Desiderio, Jesús, Suá- rez, etc.— tanto y tan bien nos guiaron por la vida. Y, con ellos, el bueno de don Salvador Quin- tero, el buen garachiquense cuyo nombre aún está en una de las calles de la Villa y Puerto en que nació. Así era la ciudad cantada por Luis de Zulueta, José María de Sagarra, Rusiñol, Ortega Muni- lla, Zamacois —el eterno anda- riego que, en los años 20, quiso vivir aquí para siempre— Sasso- ne, Viílaespesa, Julio Camba, Romanones, González Díaz y tantos y tantos otros cuyos escri- tos bien supo seleccionar don Leoncio Rodríguez en su «Tene- rife visto por los grandes escri- tores» . Santa Cruz ha crecido, crece y crecerá. Pero, corno en años idos, desde la ladera el antiguo Quisisana —que siempre nos re- cuerda a don Enrique Wolfson— mira hacia las aguas en siesta, hacia la ciudad tendida y desple- gada como un vuelo de gaviotas. En el pasaje desnudo y viole- ta —región áspera— se alzó el antiguo Quisisana. En la ladera, alto y orgulloso, estaba abierto al sol y la mar con toda su hu- mana calma. Ahora lo evocamos en aquellas tardes de cristales, tardes con un silencio de oro y en las que todo era claro y calla- do en la casi soledad de unas an- tiguas calles. Y en los patios, que eran verdaderos corazones de sol y verdor. Juan A. Padrón Albornoz VENTA DE NAVES INDUSTRIALES POLÍGONO INDUSTRIAL EL GORO GRAN CANARIA Situación: Km. 12 Autovía Las Palmas-Aeropuerío. Superficie mínima por nave: 2.300 m . Módulo oficinas en cada nave: 460 m ? . Portón acceso para contenedores: Basculante. Fecha de entrega: Diciembre 1989. Financiación: 12 años. PROMUEVE SOLINCA, S.L Q Aícaíde Feo. Hdez. Glez., 4 35001-Las Palmas de G. C. Teléf. (928) 31 18 22

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Artículo de Juan Antonio Padrón Albornoz, periódico El Día, sección "Santa Cruz de ayer y hoy", 1989/04/16

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Page 1: EL HOTEL QUISISANA UN HITO EN EL TURISMO ISLEÑO

DÍA del domingo

EN 1908, la Compañía Tra-satlántica Española editóun libro —que no un

folleto— sobre las líneas regula-res y servicios que servían lostrasatlánticos y cargueros de laantes A. López y Compañía.

Este «Libro de Informaciónpara pasajeros» fue impreso por«El Siglo XX», tipografía insta-lada en la calle del Retiro, 12 a18, Sans, teléfono 3218, de Bar-celona.

Cargado de años e historia, elviejo libro —más de ochentaaños sobre sus páginas— me lle-ga cargado de historia sencilla yprofunda y, en una de sus pági-nas, la vieja imagen que ilustraesta página.

Arriba, en la suave ladera quecon canto de agua por las atar-jeas era —es— fondo de SantaCruz, la estampa elegante del ho-tel Quisisana que, en años idosy siempre bien recordados, cons-truyó don Enrique Wolfson, elruso que, naturalizado británico,tanto y tan bien luchó por la agri-cultura isleña, por la expansióndel turismo, las relaciones ban-carias con el Reino Unido y eltráfico marítino interinsular.

El hotel Quisisana fue un hitoen el desarrollo turístico de SantaCruz y, con él, el Batenberg, quese alzaba en la Rambla —el vie-jo Camino de los Coches— yque, en un pasado reciente, de-sapareció para siempre.

En «Nueve horas en SantaCruz de Tenerife», de Benito Pé-rez Galdós, Alejandro Cioranes-cu escribió sobre aquellos añosanteriores al turismo en SantaCruz, años antes del estableci-miento de hoteles especialmen-te diseñados para atender debi-damente: «La fonda a la que sedirigía el grupo de amigos supo-ne, al regreso, la travesía de laplaza y un doblar la esquina quelos deja en la calle de La Mari-na. Esto significa que habían co-mido en la fonda del inglés, si-tuada en la calle de los Balcones,que formaba la parte alta de laplaza y llevaba el número 11 dela calle de San Francisco. La re-gentaba un inglés, Robertson, aquien le sucedió más tarde elportugués Camacho, casado conuna irlandesa. Era por aquel en-tonces el hotel más caro que ha-bía en Santa Cruz; la pensióncompleta costaba dos duros, ytres duros si la habitación teníabalcón a la calle. El almuerzo seservía a partir de las diez de lamañana y comprendía un platode huevos, pescado, carne, fru-ta, con vino y café incluidos enel precio».

En el libro citado —el buen li-bro editado por la CompañíaTrasatlántica Española, tan liga-da al puerto de Santa Cruz— lasfotos de los Quisisana y Baten-berg, el paseo de ronda, o de losCoches, una panorámica delpuerto y, desde luego, otra de lacalle de La Marina. Con ellas,la plaza de la Constitución —antes de la Pila y Real— y pano-rámicas de Santa Cruz desde latorre de la Concepción y la mon-taña de La Altura.

«A las Islas Canarias —dice eltexto— puede llegarse por cual-quiera de las líneas de la Com-pañía de Buenos Aires, Cana-rias, Cuba y Méjico y FernandoPóo, pero se recomienda espe-cialmente al viajero utilice la lí-nea de Canarias, porque dedica-da especialmente a este trayecto,el viajero tendrá mejores condi-ciones para realizar el viaje, yaque en las otras líneas es más fre-cuente la aglomeración de pasa-jes por embarcar éste en la Pe-nínsula para otros destinos tam-bién».

Luego, con fotos del Teide yel del hotel Humboldt, continúael antiguo e interesante libro dela Trasatlántica Española: «Co-nocidas son las excelentes con-diciones de clima y naturaleza deestas islas, escala hoy día de lamayor parte de los buques queatraviesan el Atlántico, donde elviajero encontrará uno de lospaíses más bellos y privilegiados

En la ladera, el hotel Quisisana alzaba su elegante estampa sobre y ante las huertas que bordeaban la Rambla, o Camino de losCoches, si se prefiere.

El hotel Quisisana, un hito en elturismo isleño

del mundo con todo el confortmoderno en hoteles, y facilida-des para realizar excursiones porel interior de las mismas».

En la imagen —reproducidadel citado libro de la Trasatlán-tica Española— el hotel Quisisa-na, alto en la ladera que, concantar de agua, era fondo de San-ta Cruz. Frente, surcos de tierraluciente y las palmeras que consus penachos verdes —todos val-seantes de alegría— bordeaban elantiguo Camino de los Coches.

LA ANTIGUA ESTAMPA

En su obra «Los argonautas»,Vicente Blasco Ibáñez bien suporecoger —y mantener parasiempre— la estampa del hotelQuisisana, hermano del que enCapri, y volvemos al doctor sue-co Axel Munthe en su «Historiade St. Michele», se alzaba comobuena señal de salud plena y se-gura.

En su obra magistral «Teneri-fe visto por los grandes escrito-res», don Leoncio Rodríguezbien recogió para siempre todolo que sobre nuestra Isla escri-bieron por los que por estasaguas pasaron. El autor de «Losargonautas» —el de «Arroz y tar-tana», «En busca del gran Kan»,«La barraca», «A los pies de Ve-nus», «El militarismo mejicano»,etc.—, bien supo plasmar en suprosa la visión de la ciudad,nuestra ciudad, vista desde lamar.

«Alzaba la isla —escribióBlasco Ibáñez— su escalona-miento de montañas volcánicas,con cuadriláteros de tierra culti-vada moteados de blancas casi-tas. En la parte inferior, junto ala masa azul del mar, extendíanlas fortificaciones españolas susviejos baluartes, rematados enlos ángulos por garitas salientesde piedra. La ciudad era de co-lor rosa y sobre ella se erguíanlos cornpanarios de varias igle-sias con cúpulas de azulejos.Cuatro torres radiográficas mar-caban en el espacio las líneas desu cuerpo casi inmaterial, dejan-do ver el cielo a través del férreotramaje».

Mientras Blasco Ibáñez estu-vo en Santa Cruz de Tenerife, sele ofreció una cena en los salo-nes del hotel Quisisana. DonFrancisco Martínez Viera —años

más tarde buen alcalde de laciudad— me contó que, a la mi-tad del homenaje que se ofrecía,el señor Blasco Ibáñez se levan-tó de la mesa y, tras disculpar-se, fue al balcón del Quisisanapara, durante bastante tiempo,disfrutar del espectáculo queSanta Cruz de Tenerife ofrecíabañado por la luz de la Luna.

Siempre vista desde la mar,luego escribió Blasco Ibáñez so-bre nuestra vieja y muy queridaciudad: «Más arriba de la ciu-dad, en una arruga de las món-talas, ondeaba la bandera de uncastillo moderno: de un hotelelegante al que venían a respirarlos tísicos septentrionales. Y en-tre el muelle y el trasatlántico unanchuroso espacio de bahía congabarras chatas para el transportedel carbón abandonadas sobre suamarre y cabeceando en la sole-dad».

Y arriba, siempre arriba —enla pina ladera— la estampa sen-cilla del moderno hotel que donEnrique Wolfson, el ruso natu-ralizado inglés, construyó paraSanta Cruz de Tenerife para laIsla toda. El señor Wolfson fue,además, naviero, exportador defruta —uno de los que introdujoen Canarias el cultivo deltomate— y banquero con ofici-nas en la calle de la Marina. Sunombre lo dio la CorporaciónMunicipal de Santa Cruz a la ca-lle que, desde la de Horacio Nel-son, llega a la del 25 de Julio.Calle tranquila en la ciudad tran-quila que bien recuerda BlascoIbáñez, paralela a la Rambla cre-ció y se extendió y, en la antiguaimagen —de muchos años ante-riores a su planificación— pare-ce adivinamos su actual realidad.

Así era Santa Cruz cuando,como escribía Vicente BlascoIbáñez en la obra recopilada pordon Leoncio Rodríguez, enaguas de Santa Cruz estaban «losvapores de diversas banderas entorno de cuyos flancos agitába-se el movimiento de la carga conchirridos de grúas y hormigue-ro de embarcaciones menores;veleros de carena verde, que pa-recían muertos, sin un hombreen la cubierta, tendiendo en elespacio los brazos esqueléticosde sus arboladuras; rugidos desirena anunciando una partidapróxima, y otros rugidos avisan-do desde el fondo del horizonte

la inmediata llegada; banderasbelgas en lo alto de un mástiliban a la desembocadura delCongo; proas inglesas que ve-nían del Cabo o torcían el rum-bo hacia las antillas y el golfo deMéjico; buques de todas las na-cionalidades que marchaban enlínea recta hacia el Sur en buscade la costas del Brasil y las re-públicas del Plata; cascos de cin-co palos descansando en esperade órdenes, de vuelta de la Chi-na, el Indostán o Australia; va-pores de pabellón tricolor en rutahacia los puertos africanos de laFrancia colonial; goletas españo-las dedicadas al cabotaje del ar-chipiélago canario y las escalasde Marruecos».

En la ladera de tierra tibia yriente, la gracia del hotel Quisi-sana que, por la Rambla, casi sehermanaba con el Batenberg.Ambos señalaron un hito impor-tante en el desarrollo del turis-mo que, a lomos de vapores denavieras bien conocidas—Forwood, Yeoward, Thoresen,etc.— y, también, en los de es-cala regular, trasatlánticos de lasUnión y Castle Line, Mala Real,Hamburg-Sudamerikanische, LaVeloce, Hapag, Trasatlántica Es-pañola, Pinillos, Cosulich, etc.,que con toda regularidad llega-bab al puerto de la isla del Teide.

En la antigua imagen, todonuestro sentir y todo nuestro so-ñar. Campo —verdaderocampo— abierto a todos los so-les y todos los vientos y, tam-bién, visiones, evocaciones quesacan la niñez y pequenez —todauna juventud— a flor de alma.

Por donde luego se construyóla Rambla XI de Febrero, el almablanca y fresca de la infancia en-tre los hoteles Quisisana y Baten-berg. Estaban —se alzaban— enla zona en la que de todas partesafluía paz de vida, el aire lavadode las altura y el espíritu respi-raba la paz de aquella soledad.

Así era la ciudad de paz case-ra y dormida, ciudad que en sulitoral tenía y bien mantenía lapureza rizada de las olas de fres-cura. Entre los dos azules delcielo y de la mar, rocas cho-rreantes, manchadas por la nie-ve blanca de la sal.

En la imagen del Quisisana,toda la alegre claridad de loscampos santacruceros. En lamontaña, que casi daba sombra

a los dos hoteles, la tímida pri-mavera siempre apuntaba floresleves, de moderados tonos; teníamuros de piedra con las esqui-nas muertas para el viento pero,eso sí, por la pina ladera caíatodo el ruido fresco y blanco delagua bendita de la siembra.

Entonces parecía que con elagua, con el verde intenso y ex-tenso, Santa Cruz de Tenerifedialogaba con la aurora que rom-pía la línea lejana del horizonte.Ahí está la imagen que tiene olora edad —la que ha tocado elTiempo que roe, pule y mata—y, sin embargo, siempre nos pa-rece nueva.

Esta es la ciudad —nuestravieja y muy querida ciudad— detoda la mar y el comercio y que,al mismo tiempo, por esta zonatenía hombres de corazón senci-llo, campos expertos en dar ma-duros trigos amarillos, rojez detomateras y la gracia verde de lasplataneras.

En aquellos años, todo reía deluz e ilusión. En el silencio cre-cía todo el viento de la mar y, tie-

• rra adentro, las amapolas—sangre de la tierra— poníantodo su encanto y sencillez. Así

era la tierra que, muchos, mu-chos años antes, los hombresrompieron con sus manos; asíera la tierra en la que, en la altay pina ladera, se alzó el hotelQuisisana que, con sed de espe-ranzas, mucho y bien significóen el desarrollo turístico de SantaCruz, de la Isla toda.

El hotel Quisisana estaba en-vuelto por el aroma sereno de latierra mojada. Los cerros de pie-dra, el agua quieta y por para-doja cantarina eran cortejo deaquella soledad, casi pura, en laque apenas cantaba el susurroverde de la primavera.

Por la ladera, siempre la san-gre morada de las buganvillas,luz intacta —casi sonora, frescay pura— dorada en el tiempo queenvejece, Abajo, en las playasque ya no son, destellos de salviolenta y, todos los días, nuevasnubes en el cielo.

Ahora, cuando el corazón notiene risas ni sonrisas, el antiguohotel —el colegio de los Escola-pios de nuestros años dejuventud— nos llama con vozmuda y fuerte. Allí tocamos larealidad de la vida con toda elalma y, una y otra vez, siempre,recordamos y recordaremos a losPadres —Turiel, Rufino, Julián,Antonio, Desiderio, Jesús, Suá-rez, etc.— tanto y tan bien nosguiaron por la vida. Y, con ellos,el bueno de don Salvador Quin-tero, el buen garachiquense cuyonombre aún está en una de lascalles de la Villa y Puerto en quenació.

Así era la ciudad cantada porLuis de Zulueta, José María deSagarra, Rusiñol, Ortega Muni-lla, Zamacois —el eterno anda-riego que, en los años 20, quisovivir aquí para siempre— Sasso-ne, Viílaespesa, Julio Camba,Romanones, González Díaz ytantos y tantos otros cuyos escri-tos bien supo seleccionar donLeoncio Rodríguez en su «Tene-rife visto por los grandes escri-tores» .

Santa Cruz ha crecido, crecey crecerá. Pero, corno en añosidos, desde la ladera el antiguoQuisisana —que siempre nos re-cuerda a don Enrique Wolfson—mira hacia las aguas en siesta,hacia la ciudad tendida y desple-gada como un vuelo de gaviotas.

En el pasaje desnudo y viole-ta —región áspera— se alzó elantiguo Quisisana. En la ladera,alto y orgulloso, estaba abiertoal sol y la mar con toda su hu-mana calma. Ahora lo evocamosen aquellas tardes de cristales,tardes con un silencio de oro yen las que todo era claro y calla-do en la casi soledad de unas an-tiguas calles. Y en los patios, queeran verdaderos corazones de soly verdor.

Juan A. PadrónAlbornoz

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POLÍGONO INDUSTRIALEL GORO • GRAN CANARIA

Situación: Km. 12 Autovía Las Palmas-Aeropuerío.

Superficie mínima por nave: 2.300 m .

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Fecha de entrega: Diciembre 1989.

Financiación: 12 años.

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