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EL H OM BRED E LOS DADOS

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LUKE RH INEHART

EL H OMBREDE LOS DAD OS

T R A D U CC I Ó N D E M A N U EL M A NZ A N O

T R A D U CC I Ó N D E X X X X X X X X X X X X X X

BARCE LONA MÉX ICO BUENOS A IRES NUEVA YORK

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Para A., J. y M.: sin ellos no habría libro.

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Al principio fue el azar... y el azar estaba con Dios y el azar eraDios. Estaba con Dios desde el principio. Todas las cosas fueronhechas por el azar y sin él nada de lo hecho habría sido hecho.En el azar estaba la vida y la vida era la luz de los hombres.Hubo un hombre enviado por el azar cuyo nombre era Luke.

Llegó para ser testigo, para cargar con Su testimonio y que to­dos los hombres creyesen a través de él. Él no era el azar, perofue enviado para ser el testigo del azar. Ése fue el verdadero Ac­cidente, que volvió aleatorio a cada hombre venido al mundo.Él estaba en el mundo y el mundo fue hecho por él y el mundono lo conoció. Él vino hacia sí mismo y él mismo no se recibió.Pero como unos pocos lo recibieron, a ellos les dio el poder paraconvertirse en los hijos del azar. Incluso creyeron accidental­mente que no habían nacido de sangre, ni de la herencia de lacarne, ni del legado de los hombres sino del azar. Y el azar fuehecho carne y contempló su gloria, la gloria del único engen­drado por el Gran Padre Caprichoso, y él vivió entre nosotros,lleno de caos y falsedad y antojo.

De El libro del dado

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PREFACIO

«El estilo es el hombre», dijo una vez Richard Nixon, y consa­gró su vida a aburrir a sus lectores.¿Pero qué hacer si no hay un solo hombre? ¿No hay un solo

estilo? ¿Debería variar el estilo conformevaría el hombre que estáescribiendo su autobiografía o conforme el hombre pasado es­cribe sobre la variación? Los críticos literarios insistirían en queel estilo de un capítulo debe ajustarse al hombre cuya vida estásiendo relatada: una exigencia tan sensata que debería ser porello mismo sistemáticamente desobedecida. Lo cómico plas­mado como alta tragedia, los acontecimientos diarios descritospor un loco, un románticodescrito por un científico. Así es comodebe ser. Pero no perdamosmás tiempo con el estilo. Si por ca­sualidad estilo y fondo coinciden en alguno de estos capítulos,será un feliz accidente que esperemos que no se repita con de­masiada insistencia.Un caos brillante: eso es lo que será mi autobiografía. Ob­

servaré un orden cronológico, lo que hoy en día no deja de seruna osada novedad. Peromi estilo será aleatorio, según la sabi­duría de los dados. Me enfadaré y me alegraré, me felicitaré yme despreciaré. Cambiaré de primera persona a tercera. Usaréel método del narrador omnisciente, unamanera de narrar ge­neralmente reservada para el Otro. Cuando haya distorsioneso digresiones en la historia de mi vida, me agarraré a ellas contodas mis fuerzas, porque, como se sabe, una mentira biencontada es un obsequio de los dioses. Aunque la realidad de lavida del hombre de los dados es mucho más interesante quela fantasía más inspirada: la realidad dominará por su valor dedistracción.

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Cuento la historia de mi vida por esa humilde razón que hainspirado a todo aquél que lo ha hecho: para demostrar al mun­do que soy alguien extraordinario. Fracasaré, por supuesto,como los demás. Elvis Presley dijo una vez, nadie podrá refutar­lo: «Ser grande es ser incomprendido». Hablo sobre el intentonatural de un hombre de realizarse de un modo nuevo y, poreso, me llamarán loco. Que lo hagan. Si fuera de otra manera,sabría que había fracasado.

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Nosotros no somos nosotros; de hecho, ya no hay nada que podamos llamar «uno mismo»; somos múltiples, tenemos tantas identidades como grupos a los que pertenecemos... El neurótico tiene abiertamente una enfermedad que todo el mundo padece...

j. h. van den berg

Mi propósito es conseguir un estado psíquico en el que el paciente experimente su propia naturaleza; un estado de fluidez, cambio y crecimiento en el que no haya nada más eternamente establecido y solidificado sin esperanza.

carl jung

La antorcha del caos y de la duda: ésta es la guía del sabio.

chuang tzu

Yo soy Zaratustra, el que no tiene dios:todavía cocino todas las posibilidades en mi olla.

nietzsche

Cualquiera puede ser cualquiera.

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CAPÍTULO UNO

Soy un hombre alto, con manos de carnicero, muslos como ro­bles, cabeza de grandes mandíbulas y gafas de culo de vaso.Mido unmetro noventa y tres centímetros y peso ciento cuatrokilos. Me parezco a Clark Kent, excepto por el hecho de quecuandome quito el traje apenas soy un pocomás rápido quemimujer, sólo soy un poco más fuerte que los hombres que tienenla mitad de mi tamaño y porque, dé los saltos que dé, ni de le­jos salto edificios.Como atleta soy excepcionalmente mediocre en todos los

deportes importantes y en varios que no lo son. Juego demane­ra arriesgada y funesta al póquer y, en la bolsa, soy algo asícomo prudente y competente. Me casé con unamujer bella quehabía sido animadora y también vocalista de un grupo de rocky tengo dos hijos encantadores, no­neuróticos y del todo anor­males. Soy profundamente religioso, soy el autor de Desnudoante el mundo, una novela pornográfica adorable y de primeraclase y no soy, ni nunca lo he sido, judío.Imagino que es tu trabajo como lector tratar de crear algo

mínimamente consistente de todo esto, pero mucho me temoque tengo que añadir que suelo ser ateo, he regalado miles dedólares al azar, he sido revolucionario ocasional contra el go­bierno de Estados Unidos, la ciudad de Nueva York, el Bronx yScarsdale y aún soymiembro de carné del Partido Republicano.Soy el fundador, como ya sabe la mayoría, de esos viles centrosdel dado donde a través de experimentos se estudia el compor­tamiento humano, unos centros que han sido descritos por elJournal of Abnormal Psychology como «crueles», «inmorales» e«informativos»; por el New York Times como «increíblemen­

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te desencaminados y corruptos»; por la revista Time como«cloacas», y por la Evergreen Review como «brillantes y diver­tidos». He sido marido devoto, adúltero múltiple, homosexualexperimental, psicoanalista competente y muy alabado y, a suvez, el único expulsado de la Asociación de Psiquiatras de Nue­va York (APNY) y de la AsociaciónMédica Americana (por «ac­tividades consideradas enfermizas» y «probable incompeten­cia»). Soy admirado y aplaudido por miles de personas­dado alo largo y ancho de todo el país y, por otro lado, he sido un parde veces paciente de una institución mental, he estado una vezen prisión y actualmente soy un fugitivo, condición que esperoque continúe, si es la voluntad del dado, por lomenos hasta quehaya terminado con las 573 páginas de mi autobiografía.Mi profesión principal ha sido la psiquiatría. Mi pasión, tan­

to como psiquiatra como hombre de los dados, ha sido cambiarla personalidad humana. La mía. La de los otros. La de todo elmundo. Dar al ser humano un aire de libertad, de júbilo, deregocijo. Devolver a la vida el mismo instante de experienciaque nos invade cuando sentimos por vez primera la tierra bajonuestros pies desnudos y vemos rayos de sol a través de los árbo­les de las montañas, como una iluminación horizontal; cuandouna jovencita eleva por primera vez sus labios para ser besada;cuando, de repente, una idea madura brota en nuestra cabe­za, reorganizando en un instante la experiencia de toda nues­tra vida.La vida se compone de pequeñas islas de éxtasis en un océa­

no de tedio y, después de los treinta años, rara vez se avista tie­rra. Como mucho, erramos de un banco de arena muy deterio­rado a otro y éste nos resulta pronto familiar en cada uno de losgranos de arena que vemos.Cuando les mencioné «el problema» a mis colegas, me ase­

guraron que la drástica huida de la felicidad era tan natural paraun hombre normal como la pérdida de firmeza de su físico y

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que se debía principalmente a las mismas causas que otroscambios fisiológicos. La intención de la psicología,me recorda­ron, era reducir el sufrimiento, aumentar la producción, rela­cionar al individuo con la sociedad y ayudarle a verse y acep­tarse a sí mismo. No alterar en la medida de lo posible sushábitos, valores e intereses sino verlos como son en realidad eintentar aceptarlos.Siempre me había parecido que ésa era una meta obvia y

adecuada para la terapia pero, tras haber sido analizado «conéxito» y después de haber vivido conmoderada felicidad y conmoderado éxito con una mujer moderada y una familia mode­rada durante siete años, de pronto, un buen día descubrí, apunto de cumplir treinta y dos años, que quería matarme.Y matar de paso a unos cuantos más.Di largos paseos por el puente de Queensborough y medité

melancólicamente sobre las aguas. Volví a leer a Camus defi­niendo el suicidio como opción lógica en un mundo irracional.En los andenes del metro me colocaba siempre a pocos centí­metros de las vías y me balanceaba. Los lunes por la mañanamiraba la botella de estricnina de mi botiquín. Soñaba despier­to durante horas con holocaustos nucleares chamuscando lascalles de Manhattan, con apisonadoras aplastando a mi mujerpor accidente, con taxis empujando a mi rival, el doctor Ecs­tein, al East River, con nuestra canguro adolescente gritandode angustia mientras yo me abría paso hasta su tierra virgen.Ahora bien, las ansias de suicidarse y asesinar, envenenar,

destruir o violar a otras personas suelen ser consideradas porla psiquiatría «poco sanas». Malas. Diabólicas. Más concreta­mente, pecado. Cuando tengas las ansias de quitarte de enme­dio, se supone que deberías ser capaz de darte cuenta y de«aceptarlo», pero, por amor de Dios, nada de suicidarse. Si de­seas tener conocimiento carnal de una indefensa quinceañe­ra, se supone que debes aceptar tu lujuria y no poner siquiera

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uno de tus dedos sobre su dedo gordo. Si odias a tu padre, per­fecto, está bien, pero no le des con un bate de béisbol. Entién­dete, acéptate, pero no seas tú mismo.Se trata de una doctrina conservadora destinada a ayudar al

paciente a sortear la violencia, los actos pasionales e inusita­dos y permitirle llevar una respetable y larga vida de modera­da miseria. De hecho, es una doctrina cuyo objetivo es quecada uno viva como un psicoterapeuta. Sólo pensarlo me pro­duce náuseas.Estas triviales revelaciones empezaron a cobrar forma en mi

interior las semanas que siguieron a mi primera e inexplicadainmersión en la depresión, una depresión aparentemente cau­sada por un largo bloqueo con mi «libro», pero que partía, enrealidad, de un estreñimiento general del alma, el cual ya ibaen aumento desde hace tiempo. Recuerdo estar sentado por lamañana enmi granmesa de roble después del desayuno y antesde mi primera cita, revisando mis logros pasados y mis espe­ranzas futuras con un sentimiento de desprecio. Me quitaba lasgafas y, reaccionando a mis pensamientos y al caos surrealistaque es el mundo sinmis gafas, declamaba con teatralidad «¡es­toy ciego, estoy ciego! ¡Estoy ciego!» y pegaba un dramáticopuñetazo sobre la mesa.Toda mi vida había sido siempre buen estudiante, coleccio­

naba distinciones académicas como mi hijo Larry coleccionaesos cromos de béisbol que vienen en los paquetes de chicles.Cuando aún estaba en la Facultad de Medicina publiqué mi pri­mer artículo sobre terapia, una nadería bien recibida titulada«La fisiología de la tensión neurótica». Mientras estaba senta­do en mi mesa, todos los artículos que había publicado me pa­recían tan buenos como los de los demás: blablablá. Mis triun­fos con mis pacientes también me parecieron semejantes a losde mis colegas: insignificantes. Lo máximo a lo que yo habíallegado a aspirar era a liberar a algún paciente de su angustia:

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llevarlo desde una vida de estancamiento atormentado a unavida de estancamiento indulgente. Si mis pacientes poseíancreatividad o imaginación o energía sin aprovechar, mis méto­dos de análisis no habían conseguido sacarlos a la luz. El psi­coanálisisme parecía un tranquilizante caro, lento y poco fiable.Si el LSDhubiera conseguido lo queAlpert y Leary afirmaban, lospsiquiatras delmundo entero se habrían quedado sin trabajo dela noche a la mañana. La idea me gustaba.Enmedio demi cinismo, a veces soñaba despierto conmi fu­

turo. ¿Mi sueño? Superar todo lo que había hecho en el pasado:escribir artículos y libros de éxito; criar a mis hijos de maneraque supieran evitar los errores que yo había cometido; encon­trar una mujer en tecnicolor para ser su compañero del almadurante el resto demi vida. Sin embargo, sólo con imaginar queesos sueños alguna vez pudieran hacerse realidadme invadía ladesesperación.Me encontraba en un callejón sin salida. Por un lado, me

aburría, insatisfecho conmigo mismo y con mi vida tal comohabía transcurrido la pasada década y, por otro, no parecíame­jor hacer cambio alguno. Ya era demasiado mayorcito paracreer que tumbarme a la bartola en las playas de Tahití, llegar aestrella de la televisión, estar a partir un piñón con ErichFromm, Teddy Kennedy o Bob Dylan o distraerme en la mismacama con Sophia Loren y RaquelWelch a la vez durante todo unmes o más, cambiaría nada. No importaba cómo me retorcieseo me moviese, el caso es que me daba la impresión de tener unancla en el pecho que tiraba de mí con fuerza, la larga cuerdaasomándose contra la pendiente delmar tensa y delgada, comosi estuviese fijada en la roca del inmenso núcleo de la tierra. Esome tenía atrapado y, cuando una tempestad de indiferencia yamargura empezó a soplar, caí y luché contra el áspero y apre­tado nudo de la cuerda para liberarme, para volar por delantede la tormenta, pero el nudo era cada vezmás fuerte, el ancla se

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hundía enmi pecho cada vezmás y allí me quedé. El peso demímismo parecía ser inevitable y eterno.Mis colegas, incluso yo mismo, susurrando con timidez des­

de nuestros divanes, estábamos de acuerdo en quemi problemaera del todo normal: odiaba al mundo y amímismo porque ha­bía fallado al tratar de afrontar y aceptar mis propias limitacio­nes y las de la vida. En literatura, este rechazo se llama roman­ticismo; en psicología, neurosis. La consecuencia de todo estoes que el único e inevitable camino parece ser una vida limita­da y aburrida. Empezaba a aceptarlo, después de varios mesesde recrearme en la depresión (me había procurado furtivamen­te un revólver del calibre 38 y nueve balas), cuando llegué a lascostas del zen.Durante quince años había llevado una vida bastante organi­

zada y ambiciosa; cualquiera que elija la Facultad deMedicina yla de Psiquiatría tiene que tener una bella y sana neurosis que­mándole por dentro para mantener el motor en marcha. Mipropio análisis, realizado por el doctor Timothy Mann, me ha­bía hecho comprender por quémimotor seguía enmarcha perofuncionaba con mayor lentitud. Ahora iba siempre a sesentamillas por hora en lugar de ir todo el tiempo variando erráticoentre quince y noventa y cinco. Pero si algo impedía mi rápidoavance por la autopista, me sulfuraba como un taxista esperan­do a que termine de pasar un desfile. Cuando Karen Horny medescubrió a D. T. Suzuki, AlanWatts y el zen, el mundo de la lu­cha y la competencia incesante que yo había asumido comonormal y sano para un hombre joven y ambiciosome pareció depronto un mundo de ratas.Me quedé atónito y me convertí al zen como sólo puede ha­

cerlo quien está de vuelta de todo. Viendo las planificadas, am­biciosas e intelectuales pretensiones de mis colegas como algobaladí y estúpido, estaba listo para hacer una generalizacióninusual: yo tenía también los mismos síntomas de perseguir

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ilusiones. El secreto, creí aprender, era no preocuparse y acep­tar las limitaciones, contradicciones y ambigüedades de la vidacon alegría y deleite, dejándose llevar por la fuerza de la co­rriente. Entonces, ¿la vida no tiene sentido? Y a quién le impor­ta. ¿Mis ambiciones son fútiles? Persíguelas de todos modos.¿La vida parece aburrida? Bosteza.Seguí el impulso. Me dejé llevar. No me preocupé.Desgraciadamente, la vida me pareció entonces incluso más

aburrida. Hay que reconocer que yo estaba risueño, incluso abu­rridamente alegre, cuando antes había estado deprimidamenteaburrido, pero la vida discurría para mí, en esencia, sin interés.Mi estado de aburrimiento feliz era en teoría preferible a mis an­sias de violar ymatar, pero, enmi opinión, nomuchomás prefe­rible. Fue entonces, en algún momento de mi sórdido caminohacia la verdad, cuando descubrí al hombre de los dados.

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CAPÍTULO DOS

Mi vida antes del Día D era rutinaria, monótona, repetitiva, tri­vial, compulsiva, desordenada, irritable, la típica vida de unhombre felizmente casado.Mi nueva vida empezó en un día ca­luroso de mediados de agosto de 1968.Medesperté unpoco antes de las siete,me arrimé condulzura a

Lillian,mimujer, en la cama junto amí hecha un ocho, y empecéa acariciarle con placer los pechos, losmuslos y las nalgas conmisgrandes y delicadas manazas. Me gustaba empezar así el día: deestamanera, fijabaunpatrónen funcióndel cualmedir el deterio­rogradual que sedesatabadesdeentonces. Tras cuatroocincomi­nutos retozábamos sobre la cama y ella comenzaba a acariciarmecon susmanos y luego con sus labios, su lengua, su boca.—Buueenos días, cariño —diría uno de nosotros.—Nnos —diría el otro.A partir de ese punto, el diálogo iría cuesta abajo, pero con

cálidas y lánguidas manos y labios rozando las zonas más sen­sibles del cuerpo, en unmundo tan perfecto como jamás puedellegar a ser. Freud llamó a esto un estado de perversidad poli­morfa sin ego y lo desaprobó, pero él nunca tuvo las manos deLil deslizándose sobre su cuerpo. Ni siquiera las de su propia es­posa, en lo que a este asunto se refiere. Freud fue un gran hom­bre, pero algo me dice que nunca nadie le acarició el pene deuna manera mínimamente eficaz.Lil y yo avanzábamos despacito hacia la fase en la que la pa­

sión reemplaza al juego cuando dos, tres, cuatro golpes resona­ron en el vestíbulo, la puerta de nuestro dormitorio se abrió yveintisiete kilos de energía de niño estallaron en nuestra camaen una torpe caída.

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—¡Es hora de levantarse! —gritó.Con el sonido de los golpes, Lil se había separado instintiva­

mente y, aunque arqueó su adorable trasero contra mí y se fro­tó con habilidad, supe, así me lo decía la experiencia, que eljuego había terminado. Yo había tratado de convencerla de queen una sociedad ideal, los padres harían el amor delante de sushijos con lamisma naturalidad con la que ellos comían o habla­ban y que, en una situación ideal, los hijos acariciarían, y ha­rían el amor con su padre o con sus padres, pero Lillian pensabademanera distinta a la mía. A ella le gustaba hacer el amor bajolas sábanas, a solas con su pareja y sin interrupciones. Señaléque eso demostraba vergüenza inconsciente, a lo que ella asin­tió y continuó ocultando nuestras caricias a los niños. Nuestraniña, de la variedad de veinte kilos cuatrocientos gramos, eneste momento anunciaba en un tono ligeramente más alto queel de su hermano mayor:—Quiquiriquíííííí. ¡Es hora de levantarse!A esas horas ya solemos habernos levantado, pero algunas

veces, cuando no tengo un paciente a las nueve de la mañana,animamos a Larry a que prepare algo de desayunar para él ypara su hermana. Eso suele gustarle, pero la curiosidad causadapor el sonido de la cristalería haciéndose añicos o la total au­sencia de sonidos en la cocina convierten esosminutos extra enla cama en algo poco provechoso: cuesta mucho disfrutar de laalegría de la sensualidad teniendo la certeza de que la cocinaestá ardiendo. Esamañana en concreto, Lil se levantó de inme­diato protegiendo pudorosa sus partes delanteras de la vista delos niños, se puso un camisón semitransparente que servía parataparse ante los niños pero que no dejaba nada para la imagina­ción y se alejó cabizbaja y adormilada a preparar el desayuno.Lil es, debería remarcar, una mujer alta y sustancialmente

delgada, con puntiagudos y afilados codos, orejas, nariz, dien­tes y (en sentido metafórico) lengua, pero con suaves y redon­

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deados pechos, nalgas y muslos. Todos coinciden en decir quees unamujer preciosa, con un pelo rubio natural un poco ondu­lado y una dignidad de estatua. No obstante, su adorable caratiene una extraña y particular expresión que estoy tentado adescribir como de ratoncillo, si no fuera porque entonces laimaginaríais con pequeños y brillantes ojos rojos y, al contrario,sus ojos son de un azul muy brillante. Además, los ratones raravez miden un metro setenta y siete centímetros, son esbeltos oatacan a los hombres y Lil, en cambio, es y hace todo eso. Sinembargo, su precioso rostro, según se observe, recuerda la ima­gen de un ratón, un hermoso ratón, por supuesto, pero ratón alfin y al cabo. Durante nuestro noviazgo, en una ocasión lemen­cioné ese parecido yme costó cuatro semanas de total abstinen­cia sexual. No es necesario decir nada más, amigos míos, estaanalogía ratonil es estrictamente entre vosotros y yo.Aunque la pequeña Evie salió como pudo para seguir a su

madre hasta la cocina, Larry todavía estaba tumbado tan pan­cho junto a mí en nuestra supercama extragrande de matrimo­nio. Su opinión filosófica al respecto era que nuestra cama eralo bastante grande para toda la familia y se enfadómucho cuan­do Lil le soltó el argumentomás bien hipócrita de que papaíto ymamaíta eran tan grandes tan grandes que necesitaban todala cama sólo para ellos. Su última estrategia era tirarse sobre lacama una y otra vez hasta conseguir echar de allí hasta al últi­mo adulto y sólo entonces se iba con aire triunfal.—Eshora de levantarse, Luke—dijo con la dignidaddeundoc­

tor anunciándole a su paciente que deberá amputarle la pierna.—Aún no son las ocho —le dije.—Hummm... —dijo, y señaló en silencio el reloj del estante.Yo eché un vistazo al reloj y le dije:—Son las seis menos veinticinco —yme di la vuelta.Unos segundosmás tardeme empujaba la frente con el puño.—Aquí están tus gafas —me dijo—. Míralo ahora.

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Miré.—Has cambiado la hora cuando no miraba —le dije, y me di

la vuelta en dirección contraria.Larry volvió a subirse a la cama y, seguro que sin una inten­

ción consciente, comenzó a saltar y a canturrear.Y entonces yo, con esa oleada de furia irracional tan familiar

de todo padre, le grité de pronto: «¡Fuera de aquí!».Unos trece segundos después de que Larry llegara a la cocina

a toda velocidad, yo estaba enmi camamedianamente conten­to. Podía escuchar el inacabable parloteo de Evi interrumpidocon ocasionales gritos de Lil y el interminable barullo de loscláxones de los coches de Manhattan, abajo, en la calle. Esostrece segundos absorto en el mundo de los sentidos estuvieronbien, después empecé a pensar y mi día se echó a perder.Pensé en mis dos pacientes matinales, en el almuerzo con el

doctor Ecstein y con la doctora Felloni, en el libro sobre el sadis­mo que se suponía que yo debía de estar escribiendo, en los ni­ños, en Lillian: sentí el tedio. Durante unos meses he sentido—desde unos diez o quince segundos después de acabar con laperversión polimorfa hasta caer dormido por la noche o hastacaer en otra sesión de perversión polimorfa— ese sentimientodeprimente de estar tratando de subir una escalera mecánicaque en realidad baja. «¿Adónde y por qué—según dijo una vez elgeneral Eisenhower— se han marchado todas las alegrías de lavida?» O, como preguntó una vez Burt Lancaster: «¿Por quénuestros dedos al tocar las vetas de la madera, el frío del acero,el calor del sol o la carne de lasmujeres se llenan de cicatrices?».

—¡ , !—, cariño.Me levanté, metí los pies enmis zapatillas de estar por casa de

la talla 45, me lié la sábana alrededor del cuerpo como un roma­no listo para ir al foro yme dirigí hacia lamesa del desayuno, con

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la que yo suponía una expresión de dulce alegría, pero profunda­mente obsesionado con la eterna cuestión de Burt Lancaster.Tenemos un piso de seis habitaciones en una zona ligeramen­

te elevada, ligeramente al Este, en el lado ligeramente caro, cer­ca de Central Park, cerca de los barrios negros y cerca del—aho­ra de moda— Upper East Side. Su situación es tan ambigua quenuestros amigos no saben si envidiarnos o compadecernos.Lil estaba de pie, junto a los fogones, despachurrando con

violencia unos huevos en la sartén; los niños estaban sentadosen quejicosa obediencia al otro lado de la mesa. Larry se habíapuesto a jugar con las persianas de la ventana que había tras él(desde la ventana de nuestra cocina tenemos una maravillosavista de la ventana de la cocina de enfrente que tiene unamara­villosa vista de la nuestra) y Evie era culpable de haber habladosin interrupción de irrelevancias desde que se había levantado.Lil, como no creemos en el castigo físico, les había reprendidoverbalmente. Sin embargo, los gritos de Lil son tales que si a losniños (o a los adultos) se les diera la oportunidad de poder ele­gir, estoy seguro de que preferirían, antes que recibir esos «ser­mones verbales», ser fustigados con correas claveteadas.Lil no disfruta de las primeras horas de la mañana, pero pen­

samos que tener a una asistenta a esas horas no era «práctico».Cuando, al principio de nuestra relación, la primera asistentainterna que tuvimos resultó ser una guapa, exuberante y jovenmulata cuyos ojos se la habrían puesto tiesa hasta a un eunuco,Lillian decidió, señal de inteligencia, que una asistente externapor horas nos brindaría más intimidad.Al ir dejando los platos de huevos revueltos con bacón sobre

la mesa, levantó la mirada y me preguntó:—¿A qué hora volverás de Queensborough hoy?—A las cuatro y media más o menos. ¿Por qué? —respondí

mientras deslizaba mi cuerpo con delicadeza en la pequeña si­lla de cocina que estaba frente a los niños.

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—Arlene quiere volver a hablar contigo esta tarde.—¡Larry me ha quitado la cuchara!—Larry, devuélvele a Evi su cuchara —dije.Lil le devolvió a Evie su cuchara.—Imagino que lo que quiere es hablar un poquito más de su

sueño de debo­tener­un hijo —dijo ella.—Hummm...—Podrías hablar con Jake —dijo Lil mientras se sentaba a

mi lado.—¿Y qué puedo decirle? —respondí—. Oye, Jake, tu mujer

está desesperada por tener un niño, ¿puedo ayudar en algo?—¿Hay dinosaurios en Harlem? —preguntó Evie.—Sí —respondió Lil—. Podrías decirle exactamente eso. Son

un matrimonio, ésa es una de sus responsabilidades como es­poso, Arlene tiene ya casi treinta y tres años y quiere tener unbebé desde... Evie, utiliza la cuchara.—Jake va a Filadelfia hoy —dije.—Ya lo sé, ésa es una de las razones por las que viene Arlene,

pero sigue en pie la partida de póquer esta noche, ¿no?—Hummm...—Mami, ¿quéesunavirgen?—preguntóLarry con tranquilidad.—Una virgen es una chica joven —respondió Lil.—Muy joven —añadí yo.—Qué raro —dijo él.—¿Porqué? —preguntó Lil.—Barney Goldfield me llamó estúpida virgen.—Pues Barney usómuymal la palabra—respondió Lil—. ¿Por

qué no posponemos el póquer, Luke? Es que...—¿Por qué?—Preferiría ir al teatro.—Ya hemos visto bastantes tonterías.—Ya, pero es mejor que jugar al póquer con ellas.Pausa.

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—¿Con las tonterías?—Si Tim, Renata y tú fueseis capaces de hablar de algo más

que de psicología y de la bolsa, la cosa mejoraría bastante.—¿De psicología de la bolsa?—¡No, de la bolsa! Dios mío, me gustaría que me prestaras

atención aunque sólo fuera una vez.Entonces me llevé el huevo revuelto a la boca con dignidad y

bebí a sorbitos, con imparcialidad filosófica, mi café instantá­neo. Mi iniciación en los misterios del budismo zen me habíanenseñado muchas cosas, pero sin duda la más importante erano discutir con mi mujer. «Fluye», dijo el gran sabio Oboko yeso es lo que llevaba haciendo cinco meses. Lil se volvía cadavez más loca.Después de unos veinticinco segundos de silencio (relativa­

mente hablando: Larry se había levantado de un salto para un­tarse una tostada él mismo; Evie hizo un pequeño intento deempezar a monologar sobre los dinosaurios que fue acalladocon unamirada), yo (en teoría, lamanera de evitar las discusio­nes es rendirse antes de que el ataque haya sido lanzado deltodo) dije con calma:—Lo siento, Lil.—Tú y tu maldito zen. Estoy tratando de explicarte algo. No

me gusta cómo nos divertimos. ¿Por qué no podemos hacernunca algo nuevo o diferente o, revolución de revoluciones,algo que yo quiera?—Ya lo hacemos, amor, ya lo hacemos. Las últimas tres obras

de teatro.—Tuve que llevarte a rastras. Eres tan...—Cariño, los niños.Los niños, en realidad, miraban a su alrededor tan impresio­

nados por nuestra discusión como podrían estarlo una parejade elefantes por una discusión entre dos mosquitos, pero latáctica siempre funcionaba para silenciar a Lil.

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Cuando acabamos el desayuno, ella se llevó a los niños a suhabitación para vestirlos mientras yo me lavaba y afeitaba.Sosteniendo con rigidez la brocha llena de espuma con lamano erguida como si fuera un jefe indio diciendo «jau», mequedé mirándome con tristeza al espejo. Odiaba afeitarme labarba de dos días, con aquellas oscuras sombras junto a miboca me parecía —potencialmente al menos— a Don Juan,Fausto, Mefistófeles, Charlton Heston o Jesucristo. Despuésde afeitarme, sabía que parecería un relaciones públicas deéxito, juvenil y atractivo. Como era un psiquiatra burgués yme veía obligado a llevar gafas para verme a mí mismo en losespejos, había resistido el impulso de dejarme barba. Sin em­bargo, me dejé crecer las patillas y eso me hacía parecer unpoco menos un relaciones públicas de éxito y un poco másun actor sin éxito y en paro.Después de empezar a afeitarme y cuando me estaba con­

centrando principalmente en tres pelillos de la punta de mibarbilla, apareció Lil llevando todavía su corto y obsceno cami­són y se apoyó en el marco de la puerta.—Me divorciaría de ti ahora mismo si no fuera a quedarme

colgada con los niños —dijo con un tono medio serio mediosarcástico—. Si te los quedaras tú, se convertirían en una suer­te de remedos de Buda. Lo que de verdad no entiendo es queeres psiquiatra, además se supone que bueno, pero no tienes niidea de cómo soy yo ni de cómo eres tú, no sabesmás de ti ni demí de lo que lo pueda saber el ascensorista.—Vamos, cariño...—¡No, no sabesmás! Crees que haciéndome carantoñas, dis­

culpándote antes y después de cada discusión, comprándomepinturas, medias, guitarras, discos y suscribiéndome a nue­vos clubes del libro me haces feliz. Todo esto me está volvien­do loca.—¿Y qué puedo hacer yo?

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—No lo sé. El psiquiatra eres tú. Lo deberías saber tú. Estoyharta. Soy Emma Bovary en todo salvo por no tener yo ningunailusión romántica.—Lo cual me convierte a mi en el doctor incompetente y

cornudo, ¿no?—Así es. Y me alegro de que te hayas dado cuenta. No tiene

gracia atacarte si no entiendes mis alusiones. Normalmente sa­bes tanto de literatura como el ascensorista.—Oye, ¿qué hay exactamente entre tú y el ascensorista?—He terminado con mis ejercicios de yoga.—¿Por qué?—Porque me ponían tensa.—Qué raro, porque se supone que...—¡Ya lo sé! Pero me ponen tensa... Y no puedo evitarlo.Yo había acabado de afeitarme, me había quitado las gafas y

estaba cepillándome el pelo con lo que me temía era uno de lospegajosos peines de los niños. Lil entró al baño y se sentó en elcesto de la ropa sucia. Mientras me agachaba un poco para po­der verme la coronilla en el espejo, sentí dolor de rodillas. Y, ade­más, sin mis gafas parecía un viejo, con un futuro un poco bo­rroso, desafortunadamente disoluto. Como ya casi ni bebía nifumaba, me preguntaba si los arrumacos matinales me estabansentando bien.—Quizá debería hacerme jipi —Lil seguía hablando ausente.—Eso es lo que intenta alguno demis pacientes. Y lo cierto es

que no quedan demasiado satisfechos con el resultado.—O darme a las drogas.—Oh, venga Lil, cariñito...—No me toques.—Pero...—¡He dicho que no!Lil se apoyaba contra la bañera y las cortinas de la ducha

como si fuera amenazada por un extraño en un melodrama ba­

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rato y yo, un poco asustado al advertir algo en ella semejante almiedo, retrocedí con tranquilidad.—Tengo un paciente dentro de media hora, cariño, tengo

que irme.—¡Voy a serte infiel! —gritó Lil tras de mí—. Emma Bovary lo

hizo.Me di la vuelta. Ella estaba de pie, allí plantada, con los bra­

zos cruzados sobre el pecho, los codos afilados destacando so­bre su largo y esbelto cuerpo y con una expresión desolada, deratoncito perdido, en su rostro; en ese instante parecía unasuerte de Don Quijote femenino después de que lo hubieranmanteado. Fui hacia ella y la abracé.—Pobre niña rica. ¿Con quiénme ibas a ser infiel? ¿Con el as­

censorista? [Ella sollozó.] ¿Con alguien más? ¿El sexagenariodoctor Mann, y el presuntuoso y cursi Jack Ecstein? [Ella detes­taba a Jack y él nunca se había fijado en ella.] Vamos, vamos.Pronto nos iremos a una granja y allí podrás tomarte un des­canso. Ahora...Su cabeza aún estaba apoyada en mi pecho, pero su respira­

ción ya era regular. Sólo había tenido una rabieta.—Ahora... barbilla alta... pecho fuera... estómago dentro...

—dije—. Culo duro... y ya estás lista para enfrentarte de nuevoa la vida. Puedes tener una excitante mañana: hablando conEvie, discutiendo con Ma Kettle [nuestra criada] sobre arte devanguardia, leyendo el Time, escuchando la Sinfonía InacabadadeSchubert: estimulantesyprovocativasexperiencias todasellas.—Y... [frotó su nariz contra mi pecho] deberías añadir que

puedo ponerme a dibujar con Larry cuando vuelva del cole.—Claro, por supuesto, eso también. En casa tienes infinidad

de entretenimientos. Y no te olvides de llamar al ascensoristapara un polvete rápido mientras Evie esté echándose la siesta.Rodeándola con el brazo caminamos hacia el dormitorio.

Mientras terminaba de vestirme, ella me miró despacio, de pie

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junto a la gran cama con los brazos cruzados y los codos haciafuera. Me acompañó hasta la puerta y después de intercambiarun beso de despedida casi pasional, dijo con calma, con una ex­presión entre perpleja y curiosa en el rostro.—Ya ni siquiera tengo mi yoga.

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