el historicón

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Extracto del cuento conenido en el libro "El horror está aquí".

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El historicón

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- Flores –confirmó Pablo-. Mal barrio para empezar esa aventura. Hizo una pausa. - No es que te crea toda esta historia, o que crea que es posible. Pero si fuera posible

-hablaba como separando bien los tantos para que quedara en claro su cordura-, Flores es un mal barrio para empezar esa aventura.

En vano fue tratar de explicarle que eso era lo de menos y que los grandes momentos de la historia lo esperaban.

Martín percibía una vez más el desdén de Pablo y, lo que le dolía más, sabía que era un desdén fundado, porque para él Pablo era superior. Sin embargo, por primera vez le importaba un rábano, porque Pablo no había sido capaz de la empresa que él estaba por culminar; no había sido capaz siquiera de creerla posible. Mañana a esa hora Pablo sería sólo una sombra en su recuerdo. No había mucho más de qué hablar. Pablo apuró el último trago de café y hurgó en el interior de la campera que no había juzgado necesario quitarse. A Martín había que tratarlo así, cortito y a las apuradas.

Sacó un sobre. - Igual, somos amigos. Acá tenés lo que me pediste. Martín agarró el sobre pero Pablo no lo soltó. - Sólo prometéme una cosa -Martín lo miraba fijo-: no vayas a leerlo, bajo ningún

concepto, hasta que hayas llegado. Martín miraba ahora el sobre blanco. - ¿Prometido? - Prometido. Pablo soltó el sobre y Martín lo guardó en el interior de su campera, mirando por la

ventana las gotas que seguían mojando la noche. Se despidieron en la puerta del bar. Martín lo vio a Pablo perderse en la esquina, casi

despidiéndolo con sorna y pena, antes de emprender el regreso. Caminó despacio. Era de noche y llovía un poco. Alcanzó el último 53 de Constitución. Después de todo no tenía ningún apuro. Como quien comienza unas larguísimas vacaciones y dispone de un auto para salir cuando quiera, lo mismo le daba demorarse cinco minutos, tres horas o dos días. Contaba literalmente con todo el tiempo del mundo. Dentro suyo había ya cortado amarras con su mundo cotidiano, con su trabajo, con su jefe, hasta con sus escasos familiares y amigos. A todos los veía ahora como a esa gente que pasaba fugazmente por la ventanilla del colectivo, con la misma sensación de indiferente familiaridad. Pensó especialmente en su jefe. Mañana, a las ocho, ese hombre estaría, como lo estuvo cada día de su vida, gastando su tiempo y su energía como siempre; ocho y diez empezaría a gritar, como siempre; le estaría gritando a él, si lo tuviera delante, y Martín se dio cuenta que desde hacía mucho no sentía tanta paz como al pensar estas cosas; ocho y quince estaría sin duda insultándolo a él, a Martín, diciendo que una vez más llegaba tarde, que era un irresponsable, que con él no se podía contar, que yo no sé cómo lo aguantan en la empresa todavía. Pero él estaría ya tan lejos... Su jefe, para entonces, sería sólo el recuerdo de algo que sería. Como si estuviera a punto de morir, todo le era ajeno.

Bajó en Gaona y Helguera, se encogió de hombros con las manos en los bolsillos, casi sintiéndole el gusto a la lluvia que le mojaba la cara, tal vez su última lluvia del

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siglo veinte. Lo saludó a Tito, que dormitaba la ginebra de la noche hasta la primera copita de la mañana. Asió el picaporte de la puerta de calle y hurgó las llaves en el bolsillo. Las encontró, fieles y frías. Abrió. Al fondo de cinco metros de pasillo una pantalla de televisor oculto pero encendido cambiaba continuamente matices sobre el gris de las paredes. Lo mismo daba: su madre y Roberto seguro dormían. A mitad del pasillo entró al baño a orinar; a oscuras, como siempre que se acercaba algún momento especial. Salió y escuchó los ronquidos del tío Esteban. Avanzó hacia el televisor encendido. Un metro antes de la puerta se detuvo, sacó de su bolsillo trasero otra llave y abrió una puerta a su derecha. Entró y cerró con llave tras de sí. Se recostó de espaldas contra la puerta y recién entonces encendió la luz.

Ante sí apareció su cuarto, su enorme cuarto devenido en taller, con sus cobijas revueltas desde ya no sabía cuánto tiempo atrás, con el piso de pinotea vieja lleno de rajaduras, con el altísimo techo blanco ahora negro por la sombra de la lámpara, esa lámpara que colgaba, en el centro del cuarto, justo encima de la lona. Se estuvo así un rato, hasta que pudo aquietar la respiración. Caminó hasta la vieja cobertura de camión juntada en alguna esquina. La lona había tomado la altura de lo que tapaba, evidentemente algo grande, como de dos metros y con aspecto de motocicleta gigante, o de helicóptero pequeño. No podía evitar sonreír. Estaba emocionado. Dio un rodeo al gran bulto, se sentó en la cama, volvió a levantarse, encendió el calentador, lo apagó. Volvió a acercarse y en un momento de valor excesivo o de inocencia, tomó la lona por el borde con las dos manos y la retiró con fuerza. Ante él apareció, listo al fin, el HISTORICÓN, la máquina del tiempo.

Martín ya no temblaba. Producto de años de esfuerzos secretos, de proyectos, de lecturas y más lecturas, de noches recogiendo cosas en la basura, de burlas soportadas estoicamente y de un inquebrantable espíritu de revancha, ahí estaba el negro reluciente del enchapado externo, el acolchado púrpura del asiento del navegante, la base de treinta centímetros de telgopor tensado, el alto techo acrílico y las góticas letras amarillas anunciando el nombre del vehículo: HISTORICÓN. En un relato de infancia había leído acerca de un libro, llamado “Necronomicon”, que conducía a quien lo leyera al tenebroso mundo de ultratumba. Martín había creado un medio que lo conduciría a la historia. A la Historia, con sus nudos, sus fragores, sus rencillas, sus intrigas y heroísmos. Conocería lo que ni los mismísimos protagonistas de cada época habían conocido, porque vería todo sabiendo el después, y el antes.

Se tomó del travesaño de bronce que cruzaba de la poderosa memoria electrónica posterior hasta el frente de la cabina y, dándose un impulso, trepó hasta lo alto y se sentó en el sillón.

Acarició cada centímetro de aparato al alcance de su mano y se hubiera estado así durante horas. Era dueño del tiempo y podía esperar o no, pero ese era el momento. Lo había fijado con tanta anticipación como arbitrariedad, ya que por más que buscó la posibilidad de que tal o cual mes, o tal o cual estación, o tal o cual condición meteorológica fueran más propicios, no logró demostrarse que un cambio en alguna de esas variables modificara sustancialmente el resultado de su experiencia. Por otro lado no estaba del todo seguro que las demoras que se impusiese, aunque pareciesen razonables, como esperar hasta el día en que tantos años atrás hubiera ocurrido algo, no

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fuesen sino excusas de sus temores de emprender de una vez la mayor aventura humana de todos los tiempos. Mayor sin duda que la conquista de las alturas y los abismos. Mayor que la conquista del espacio. Del espacio.

La pantalla del televisor había hecho madurar en Martín la idea del viaje desde temprana edad, a través de dos factores. Uno fue la vieja película con Rod Taylor, “La máquina del tiempo”. El otro, sin dudas, la serie “El túnel del tiempo”. Pero en la primera Rod Taylor podía viajar hacia delante y hacia atrás en el tiempo, pero siempre en el mismo lugar. Finalmente, además, elige viajar para adelante. En la serie, los protagonistas viajaban en el tiempo y en el espacio, pero sin un hilo conductor, al menos claro, entre un viaje y otro. Podían pasar de la China antigua y aislada al ejército Mc Kenzie, y de ahí a los incas, y de ahí, incluso, a contactarse con futuras civilizaciones extraterrestres. Lo de Martín era nuevo. Él había decidido viajar siguiendo el orden lógico que imaginaba en los acontecimientos, no siendo todos ellos más que causas y efectos. Para ello –y en esto el aporte de Pablo en computación fue fundamental- debió dotar a la máquina, además de atiborrarla de una cantidad demencial de datos, de la capacidad de indicarle la “dirección de influencia” correcta de los hechos hacia los que viajara para saber a cuáles otros dirigirse, lo cual no lo dejaba atado a un sólo lugar, y le permitía cierta predectibilidad a su epopeya, cosa que jugaba también a favor de su integridad física pues, pensaba Martín, mala cosa sería caer en Abisinia en 1936 armado con hacha de piedra por haber supuesto que caería al lado de trogloditas. Podría sí, por ejemplo, estando en Londres en los albores de la revolución industrial, viajar luego a los campos esclavistas de Virginia, donde los negros juntaban el algodón para las hilanderías inglesas. Había incluso dotado al HISTORICÓN con la posibilidad de viajar hacia las causas o los efectos de un momento determinado. Con la historia por delante, Martín había decidido empezar con algo que le sonaba como casi propio: sentado en el púrpura sillón de cuero, prefijó las coordenadas correspondientes a los campos cercanos a Castilla, y, con lentitud religiosa, escogió una fecha: 25 de diciembre. 1491. ¿Cómo empezar un viaje por la historia si no era por los preparativos para hacer a la mar las carabelas de Colón?

Cerró los ojos sintiendo su propia respiración y la frialdad de la pequeña bocha de baquelita negra que en algún momento, sin darse cuenta, había tomado con su mano derecha. La bocha era una vieja bola 8 de pool, e iba unida a la palanca que activaba el inicio del viaje al ser empujada hacia delante. El HISTORICÓN sólo funcionaba si la bocha estaba unida a la palanca y si ésta, soporte vertical de un ventilador de techo, encajaba por el otro extremo, finamente torneado, en la caja del “crónex”, verdadero corazón del artefacto.

- Es un pequeño paso para un hombre... -se dijo. Empujó hacia abajo la baquelita, alcanzó a recordar a su madre, giró la bocha hacia la izquierda, notó que tenía sudor en las cejas, y abrió los ojos. Lo último que vio en 1995 fue el brillo de la lámpara del cuarto redondeado sobre la baquelita. Cerró los ojos, hundió la cabeza en el respaldo y llevó hacia delante la palanca.

Nada de lo que creyó que ocurriría ocurrió…