el existencialismo, la provincia, el · 2019-06-17 · el existencialismo atrajese, viéndolo desde...
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Los Cuadernos del Pensamiento
EL EXISTENCIALISMO, LA PROVINCIA, EL REVIVAL Vidal Peña
Afinales de 1957, el recién ingresado en la Universidad de Oviedo que inspeccionaba respetuoso, por primera vez, los anaqueles de la biblioteca académica, se
sorprendía ante ciertos rectángulos de papel muy rojo llamativamente pegados, un poco más arriba del tejuelo, sobre el canto de algunos libros. Pronto le informaban: «ésos son los que están en el Indice». Teóricamente -se rumoreaba- no podían ser solicitados sin permiso especial; la escéptica desidia del personal subalterno suprimía el obstáculo.
L'etre et le néant, así rubricado, aumentaba su oscuro prestigio. Allí estaba, ofrecida a la avidez del neófito, la clave abstracta de lo que las tertulias ovetenses -aún pujantes entonces- evocaban como desaliño, galbana, disimulada lujuria. No faltaban contertulios que se escandalizasen ante esa «superficial reducción»; severamente, contribuían a perfeccionar la esencia de la tertulia recordando a la concurrencia que lo del existencialismo era algo más que mozas despeinadas, jerseys negros, alcohol y vagancia por los rincones de Saint-Germain, y que se trataba de una filosofía seria; pero es que, amigo, el Sartre filósofo es muy difícil, y no te digo nada Heidegger. Y tan difíciles: como que sus ocasionales panegiristas tertulianos tampoco los leían. Pero la vindicación de la seriedad del existencialismo era discriminadora: frustrados cineastas, curas inquietos, literatos in pectare se distinguían socialmente, mediante ella, de los frívolos ignorantes. Los frívolos cumplían su necesario papel conservador diagnosticando, ante tal o cual amargura crítica: «a ési lo que i pasa ye que tién angustia vital»; acompañaba a la sobada broma esa risa de autocomplaciente mediocridad no siempre incompatible con el fino humor local. Los no-frívolos torcían críticamente el gesto; a algunos se les quedaba torcido una temporada, y los paseos y cafés de la ciudad conocían ciertos desajustes faciales -junto con ciertas provocadoras subidas de cuellos de gabardinas-, especialmente entre jóvenes de la intelligentsia, que podían valer por una lectura de Sartre o Heidegger, acontecimiento que, como queda dicho, era infrecuente.
La información doctrinal acerca del tema solía ser sumaria; a menudo, se limitaba a la mención del párrafo de la raíz del castaño en La náusea: al
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citarlo, no era raro que alguien dijera «sí, el ma-rronnier », como indicando la intimidad de su trato· con la cuestión. Incluso entre los universitarios más perspicuos, servían como fuentes de conocimiento casi exclusivas el teatro y la novela sartreanos: en cierto modo -y como tantas veces se dijo de la de Schopenhauer- también aquélla parecía ser una «filosofía de artistas». El ser y la nada, en efecto, abandonaba rara vez su prestigioso estante. A Heidegger y a Ser y Tiempo muy pocos llegaban, y aún ésos -creo recordar- clérigos casi siempre, empeñados en ilustrar la tesis de que «hay en nuestro tiempo un desfase» (mucho decían «desfase» los curas jóvenes de entonces) «entre progreso técnico y situación moral: de ahí la angustia». La angustia del hombre sin Dios, por supuesto; en las discusiones de cine-clubs salía bastante el tema.
Estas amenidades no impiden, creo, que aquel existencialismo tuviera una realidad, si bien circunscrita al ámbito universitario y aledaños. Pero realidad «mundana», socialmente significativa, aunque se halle expuesta a una descripción en términos -digamos- de betise flaubertiana, tan adaptada siempre a las moeurs de province (y ello hasta el punto de ser también esa descripción, por contagio, provinciana). Por mutilada y simplificada que fuera su recepción, alguna huella dejó aquel existencialismo según creo, y quizá valga la pena evocarla en el momento en que se habla de su posible rebrote.
Los que sabíamos un poco más del existencia
lismo que otros contertulios (y no éramos muchos
ni sabíamos gran cosa, pero sí el mínimo sufi
ciente, espero, como para poder hablar de una
presencia efectiva del tema) contribuíamos a la
discusión «mundana» con algún que otro dato;
pronto se supo que, en Francia, existencialismo y
marxismo se habían peleado y que, de las resultas,
el propio existencialismo de Sartre andaba en vías
de modificación. Aquello sembraba la duda; en el
departamento de Filosofía podía encontrarse un
librito de edición sudamericana, donde venía tra
ducida la polémica Sartre-Camus de Les temps
modernes, que fue muy solicitado; muy poco des
pués de la aparición de la Critique de la raison
dialectique -antes de que Losada la tradujera
Gustavo Bueno informaba de su contenido, y de
sus analogías y diferencias con El ser y la nada,
en una conferencia a la que asistió un número de
personas que sigue pareciéndome increíble. Em
pezaba a entrar el marxismo en nuestra Universi
dad, y el existencialismo tuvo que confrontar su
influencia con esa otra, ya sabemos que desventa
josamente (al menos hasta un muy próximo pa
sado). Mi recuerdo de «aquel» existencialismo de
provincias está unido, por ello, al de dicha con
frontación en el mismo escenario; durante cierto
tiempo, todo fue debatir si el existencialismo, el
marxismo, o los dos, o uno más que otro, eran o
·no «humanismos» (aún no había llegado el estruc
turalismo filosofante a cuestionar si de «huma-
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Sartre
nismo» valía la pena hablar siquiera, aunque tengo la impresión -dicho sea de pasada- de que el arraigo «mundano» del estructuralismo en nuestra Universidad nunca fue muy grande, aceptándose con relativa unanimidad el diagnóstico -ideología burguesa, muy «eleática» ella, como decía Henri Lefebvre- que precisamente el marxismo dirigió contra él).
Hubo una temporada -insisto- en que el existencialismo y el marxismo coexistieron, nada pacíficamente; creo que la gente de mi edad fue la última que discutió algo de eso en la Universidad
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de Oviedo antes de que el marxismo se impusiera (con sus variedades, por supuesto, y muy pronto en polémica bien conocida con las nuevas formas de anarquismo). Aquellas cuestiones me resuenan ahora no como debates académicos en torno -pongamos- a la mayor o menor pertinencia teórica de la analítica del Dasein frente a, por ejemplo, la noción de «modo de producción» o cosasasí, sino más bien como genéricas disputas deWeltanschauungen: se trataba sin duda, también,de «filosofemas », pero asimismo de manifestaciones literarias, gustos musicales, quizá modelos
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eróticos, y no sé si incluso paisajes y curvas de entonación ... No recuerdo que la discusión filosófica «técnica» fuera predominante. Quizá eso, a fin de cuentas, ocurra siempre.
Y recuerdo que precisamente aquello que constituía, para unos, el mayor atractivo del existencialismo, era lo que resultaba ser su pecado capital para los otros; si quisiera entresacar lo más decisivo de aquellas disputas (y lo que acaso
Camus
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cuenta más a la hora de su hipotético' reviva/), creo que no sería descaminado apuntar a la idea de individualidad. El existencialismo pareció durante un tiempo la única filosofía posible para quien abandonaba la matriz religiosa en que habíamos sido gestados. Por mucho que ironizásemos sobre el tema, resultaba que los curas no dejaban de tener razón: el que «perdía a Dios» se encontraba con el absurdo, «condenado a la libertad». Ahora bien, esa condena tenía algo de halagadoramente «trágico», por su mismo respeto a la individualidad al garete, y creo que de ahí provenía su encanto. Acaso ciertos sucesos presentes sigan teniendo que ver, al menos parcialmente, con lo que entonces pensábamos que estaba en juego.
Aquello de que la conciencia quedara abandonada en medio de las tormentas de la decisión tenía el posible inconveniente del desamparo (y en ello insistían los del «desfase»), pero esa trágica autonomía de la voluntad, constructora tan vaci-
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lante como forzosa del mundo ético, suscitaba el grato cosquilleo del mismo «espléndido aislamiento» que conllevaba. Tan kierkegaardiana como hegeliana era la imagen de tirarse al agua para aprender a nadar; además, para quienes teníamos noticia de que partes muy importantes de Hegel habían sido traducidas a términos existencialistas -Hyppolite era en eso un nombre importante-, y de que la «lucha de conciencias» hegeliana podía interpretarse en un sentido dramático estrictamente individual ( como hacía Simone de Beauvoir en sus novelas filosóficas), y no necesariamente en versión «socializada» ( como hacía el marxismo), las relaciones personales se coloreaban prestigiosamente. La inevitable sociabilidad ofrecía conflictos sin número; cada vida individual podía ser una compleja novela: el «infierno» que eran «los otros» (según Huis clos) se convertía, a la vez, en un interesante teatro, y la construcción del propio destino en medio de la inutilidad global y el permanente conflicto interpersonal dignificaba cualquier biografía, por triste que ésta fuera. El desgarramiento del individuo, la inevitable dominación de unas conciencias por otras (no llamada a «superarse» en escatología alguna), motivaban una interesante autocontemplación, prácticamente de índole estética: el individuo tenía importancia, aunque fuera la importancia del sufrimiento. Sin duda, la filosofía existencialista -al fin y al cabo, filosofía- trataba la individualidad de un modo genérico (analizaba sus condiciones, describía sus figuras), pero eso no impedía que uno pudiera reconocerse en esas descripciones, no tanto como el que se anula en el seno de una «ley general» cuanto como el que está posibilitando la existencia de la descripción misma: uno podía darse cuenta de que hablar de un tema alambicadamente intelectual con una mujer mientras se cogía su mano era, siguiendo a L' etrf et le néant, un caso particular de la noción genérica de mauvaise foi, pero, de todas formas, la experiencia personal de tal acontecimiento -o de otros similares- no necesitaba ser considerada humillantemente como algo escrito por otro, sino como un episodio de la novela personal, donde incluso -podría decirse- el trivial «hacer manitas» (tan provinciano, tan de la época, por cierto) quedaba realzado al poder ser descrito como «mala fe» ... En cierto modo, quizá el existencialismo atrajese, viéndolo desde esta perspectiva, por motivos no muy disímiles de los que fundaron el poder de atracción del psicoanálisis (por el que Sartre, como ya sabíamos entonces, estaba influido), y no encuentro mejor manera de referirme a esa atracción que como ese halago a la «importancia biográfica» de cada cual. Me refiero, por descontado, muy especialmente a Sartre y su círculo, pues Heidegger estaba, me temo, a demasiada distancia lingüística de la mayoría de nosotros.
Será ocioso aclarar que, para el interlocutor marxista (y más en aquella época, cuando el marxista granítico era la norma), cuanto acabamos de
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Simone de Beauvoir
decir pertenecía al mundo de las delicuescencias pequeño-burguesas: pura ilusión, falsa conciencia, intento desesperado (y se decía a veces, aunque no por última vez, que «último») por dignificar una risible individualidad que no era la realidad
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auténtica ni, por consiguiente, el lugar donde se decidían los problemas, incluido el de la angustia y la construcción ética. El mundo «ético» del existencialismo era mera -y blanda- ideología, frente a la cual el marxismo alzaba su duro y robusto mundo «moral» (huelga decir que, aunque ese par axiológico duro/blando funcionase de hecho en las valoraciones marxistas mundanas, quienes lo usaban jamás habrían consentido en ser reducidos, en términos psicosociales -los de un Eysenck entonces, por ejempl0-- tan parecidos a los pronto popularizados antropológico-culturales, de manera que ellos fuesen sólo casos psicológicos de «dureza»: habrían dicho que eso era «abstracto»).
No creo equivocarme al recordar que la discusión del existencialismo, para unos cuantos al menos, era entonces la discusión de la individualidad como «realidad radical», si se me permite mencionar la expresión que hoy no emplea ya nadie. Si el marxismo significaba una «reforma del entendimiento» de quienes habíamos sentido la tentación de interesarnos por ideologías pequeñoburguesas, como el existencialismo, hallábamos que esa emendatio incluía, como primer paso, la crítica de la conciencia subjetiva. El problema estaba implícito en toda discusión, pero también se explicitaba: el insistente tono reprobatorio con que la posterior obra escrita de Gustavo Bueno ha tratado la categoría del «espíritu subjetivo» parece confirmar que no debe de andar muy descaminado mi recuerdo, según el cual la crítica de la individualidad debía de ocupar un puesto importante entre las incitaciones del ambiente intelectual ovetense de aquellos años, cuando se trataba del «recambio» del existencialismo. Circunstancias ambientales a un lado, lo cierto es que la discusión «existencialismo-marxismo» no podía por menos de incluir ese tema; no era la primera vez que la filosofía transitaba una oposición entre un pensamiento centrado en la consideración de la individualidad como realidad auténtica y otro que la consideraba, más o menos, como un epifenómeno (aunque se dijese que «reinfluía» bajo la forma, por ejemplo, de «condiciones subjetivas»: esa reinfluencia carecía de significación decisiva, pues lo decisivo era lo que estaba «por encima de las voluntades individuales»). Así, quien se había sentido halagado por la importancia de su drama personal debería sacrificar su subjetividad incluso desde el modesto propósito psicológico de evitar la angustia: sólo perdiendo esa vida, precisamente, la salvaría. Ya en aquel momento algunos encontraban ese proyecto demasiado parecido al de la religión recién abandonada: sacrificio, disciplina, ascesis, olvido de sí. La contrapartida no era desdeñable, con todo: se ofrecía una salvación, sin duda no trascendente, pero sí poderosa contra la dispersión de propósito, la incoherencia, el desamparo; se ofrecía, como bien se sabe, una comunión.
El mero hecho de plantear esta opción como si fuera «psicológica» ( «preferencia» por una filoso-
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fía más o menos consoladora que otra) ya será, sin duda, descalificador para quien de antemano piense que la condición de la filosofía es el desprendimiento de la subjetividad. Precisamente por ello, la crítica al espíritu subjetivo -que vara en seco al interlocutor impidiéndole utilizar, precisamente, argumentaciones psicológicas- era cuestión muy importante en aquellas discusiones de entonces. Como se sabe, el existencialismo pareció, al cabo de algún tiempo, desaparecido para siempre. Las apelaciones a la responsabilidad de la conciencia individual ante sí misma llegaron a parecer meras escapatorias a los problemas políticos, o, más en general, deseos de evadirse de una interpretación objetiva de la realidad que, desde la lucha de clases, la oposición base-supraestructura, o la idea de alienación (interpretada en sentidoestrictamente histórico-social), daba cuenta detodo, incluido el propio individualismo, la desesencialización, la angustia. Y así, aquel otro temaclásico del existencialismo, la «opacidad de la realidad» como dato inmediato, quedaba anuladomediante su reinserción en un sistema de ideasque operaban desde instancias superiores a la escala individual de percepción (al modo como elpropio Kierkegaard había quedado «anulado» miteel concepto hegeliano de «conciencia desventurada», que lo reducía). Por consiguiente, negarsea ser reducido, desde la experiencia individual,por tal sistema de ideas, podría ser, a lo sumo,empecinamiento (meramente psicológico) de claras raíces ideológicas: nunca más ya una soluciónfilosófica.
Cuando se habla hoy de reviva/ existencialista, acaso se hace porque algunos de los valores implícitamente apreciados por el existencialismo (a los que acabamos de referirnos muy someramente) se resisten a declararse reducidos. Pero ya he advertido antes que las discusiones acerca del existencialismo -desde la óptica «mundana» y provinciana que no deseo abandonar tampoco al hablar de su posible renacer- incluían un clima espiritual, aisladas del cual, ciertas tesis particulares sólo muy dudosamente podrán ser llamadas «existencialistas». Aparte de que acaso no lo sean tampoco como estrictos «filosofemas», o, por lo menos, que acaso no sean exclusivamente existencialistas.
Ciertamente, son bien actuales las posiciones que intentan, apartadas del marxismo, reencontrar en la construcción de un destino individual las ilusiones perdidas ante los resultados políticos prácticos de la aplicación de la moral marxista. Pero, ¿sería lícito decir que esa insistencia -o, si se quiere, empecinamiento- en la individualidad como valor tiene que ver con ese mismo tema en el existencialismo (en aquél que hemos evocado)? Me parece dudoso, al menos si tomamos la referencia «existencialista» a la que hasta aquí hemos aludido (es decir, el existencialismo tal como me parece que fue mundanamente vivido en el ámbito
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Sartre
universitario de finales de los cincuenta y primeros sesenta). Los neoanarquismos insisten en la crítica al estatalismo desde un entendimiento de la
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individualidad más bien solidario que «trágico»; por eso, aunque hay en ellos una preocupación eticista frente al «moralismo» del Estado, esa eti-
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cidad proyecta su construcción más bien sobre el fondo -en definitiva, optimista- de la utopía que en el desolado panorama del absurdo (y eso los distinguiría de los también solidarios, pero a la postre desesperanzados, «humanismos» más o menos existencialistas, como el de Camus).
Podría decirse que entre los actuales anhelos de «vuelta a la naturaleza» -que implican algo así como una crítica al «error industrial»- y el empeño heideggeriano en curarse del «olvido del ser» y volver a las fuentes -a una suerte de inocencia filosófica «auroral»- pudiera haber concomitancias. Pero, aparte la clásica dificultad de llamar con propiedad «existencialista» a Heidegger (en el sentido de que su vocación última habría sido la de establecer una ontología, más que la de atenerse a lo puramente «óntico», y, por tanto, la de sobrepasar aquel plano que lo que mundanamente hemos llamado «existencialismo» reconoce no poder sobrepasar), ¿no sería esa coincidencia excesivamente genérica como para poder hablar de «vuelta a Heidegger»? ¿No coincidiría esta pretensión repristinadora con muchas más cosas, sinos movemos en este plano de generalidad? Nos parece muy probable, así como muy improbable que hayan leído siquiera a Heidegger nuestros actuales ecologistas y asimilados.
Con todo, a veces da la impresión de que otros fenómenos actuales, como por ejemplo el espíritu del «desencanto de mayo del 68» recorren vías no muy lejanas de la existencialista, en algunos de sus representantes. Una vez más, parece reproducirse la experiencia' del «desamparo» -aunque ahora no sea religiosa, sino filosófico-política, la matriz de donde se sienten arrojados- y, por ende, la actitud crítica semeja huérfana de criterio, implantada frente a la «opacidad», una vez más. Como éstas son observaciones provincianamente implantadas, a su vez, debo decir que mi última objeción contra la asimilación al «existencialismo» de tales actitudes descansa en lo que un amigo mío llamaría «una cuestión de tono». Ya queda dicho que «aquel» existencialismo envolvía más cosas que filosofemas. En el recuerdo de las vivencias que conllevaba, cuentan quizá tanto las músicas de Ferré o Brassens como ciertos textos de Sartre. Con Juan Cueto he hablado varias veces del «sonido francés» de aquellos años, al que algunos hemos permanecido relativamente fieles y que nos ha provocado una curiosa semiindiferencia ante el ulterior y avasallador «sonido anglosajón». ¿Está aquí, en realidad, la diferencia? ¿Es aquella modalidad de lirismo lo irrecuperable? Al hablar del reviva/ existencialista no puedo por menos que pensar que lo de ahora es otra cosa. En todo caso, aquella música no suena, y apenas es posible pensar -sin sonreír- en que las artes amandi provincianas de entonces puedan ejemplificar ahora la doctrina de la mauvaise foi ... Aunque quizá todo sea una burdaequivocación; quizá, en efecto, todo se repita, sólo que uno no es ya joven.