el estado de la cultura
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El estado de la Cultura. Entrevista a JORGE VOLPI. México. Mayo, 2015.TRANSCRIPT
EL ESTADO DE LA CULTURA
JORGE VOLPI
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Para pensar en común la situación y las tareas del arte y la
cultura, circulamos un cuestionario entre doce escritores,
artistas, críticos, editores y académicos. Hoy responde Jorge Volpi, escritor y ensayista, autor de En busca de Klingsor
(1999), El insomnio de Bolívar (2009) y Memorial del
engaño (2014), entre otros libros.
-¿Qué debe entenderse hoy por “cultura”? ¿Qué distinguiría a los productos y prácticas culturales de otros muchos
productos y prácticas (mercancías, políticas públicas,
actividades de la vida cotidiana, etc.)?
-¿Tiene sentido todavía la dicotomía entre “alta cultura” y
“cultura de masas”? ¿Por qué?
-¿Es necesario “defender” la cultura? ¿Se debe otorgar, desde
el Estado y otras instancias, un tratamiento especial al campo
cultural y sus actores?
-En una cultura globalizada, ¿cómo conviven los circuitos
locales, nacionales y transnacionales? ¿Hay todavía un centro y una periferia? ¿Qué agentes culturales predominan y cuáles
son marginados? ¿Qué tipos de obras son favorecidas por la
lógica global y cuáles son relegadas?
-¿Cómo concebir hoy las dinámicas de la recepción cultural?
¿Cuál es el papel del público?
Frente a las definiciones académicas —antropológicas,
filosóficas, históricas, semióticas e incluso de corte
literario—, lo que distingue a nuestra época es que, en términos comunes, la palabra cultura ha perdido cualquier
especificidad y ha pasado a aplicarse casi a cualquier práctica
humana (“cultura nacional”, “cultura chilanga”, “cultura
cívica” o “cultura científica”, aunque también “cultura del agro” o “cultura de la corrupción”). Convertida en un término
comodín, ha perdido el valor que se le asignaba en el pasado,
cuando se le vinculaba fundamentalmente con las humanidades y las bellas artes, prácticas a las cuales se
incorporaron poco a poco la “cultura popular” y la “cultura
de masas”, hasta convertirla en un recipiente universal que
apenas evoca cierta superioridad, vagamente relacionada con el “alma”, el “espíritu” o la “mente”, frente a manifestaciones
más prosaicas: solo con dificultades la cocina o el deporte se
han sumado a sus contenidos, mientras que todavía hay quien se empeña en excluir de su ámbito a la tecnología y sus
últimos productos (por ejemplo, los videojuegos).
En nuestro orbe neoliberal, cuyo epítome se encuentra en
sociedades como la estadounidense o la británica, todas las
prácticas y productos culturales son susceptibles de ser
considerados bienes y servicios, y por tanto de incorporarse
al mercado en una lógica que privilegia las reglas de la oferta y la demanda, así como la desregulación y la privatización,
frente a la intervención estatal que fue la norma desde el
Romanticismo hasta los años setenta del siglo pasado. Frente
a esta tendencia, unos cuantos países se aferran a la visión anterior, en particular Francia con su “excepción cultural”,
así como las naciones que copiaron su modelo, como la
mayor parte de América Latina y en especial México, cuyo régimen revolucionario se valió de la cultura como una
herramienta fundamental para su afianzamiento ideológico.
Pero se trata de eso, de excepciones, en un mundo que, desde Reagan y Thatcher, invita a reducir al Estado a su mínima
expresión por considerar que en vez de impulsar la creación
individual tiende a restringirla.
Esta idea del mundo ha propiciado que las prácticas
culturales que logran ser autosuficientes, es decir, que se
financian por sí mismas, sean las más visibles y las únicas que se consideran “exitosas”. La cultura de masas o la cultura
popular ya no dependen tanto de su valor —un parámetro
severamente cuestionado en nuestra era “multicultural”— como de su extensión. “Popular” y “de masas” es tanto la
ópera (o, a juicio de los puristas, esa falsificación de la ópera
que se retransmite en las pantallas de cine) como el pop;
tanto una gran exposición (el reciente caso de Yayoi Kusama en el Tamayo) como un novelista (Bolaño o Murakami); y
tanto un blockbuster de Hollywood como una serie de
televisión (el nuevo paradigma de nuestra era, como lo fue la ópera en el siglo XIX y el cine en el XX). La distinción entre
alta cultura y cultura popular, tras la cual se filtraba un
baremo aristocrático de calidad o sofisticación, ha perdido su
eficacia. Alta cultura es hoy sinónimo de aquella que no llega a ser un auténtico producto comercial, o que lo es solo para
una élite muy restringida: la ópera y el ballet (en vivo), el
jazz, el rock y la novela más “experimentales” y esas dos artes que en otro momento fueron consideradas las mayores
expresiones de la humanidad y que hoy apenas sobreviven
entre los mismos que las practican: la poesía y la nuevas obras de concierto que englobamos bajo la etiqueta de
“música contemporánea”.
¿Hay que defender a la cultura? Aquellas prácticas culturales que consiguen el favor del público —otros dirán: de los
mercados— no necesitan defensa alguna. Más aún: en
ocasiones, casi necesitaríamos defendernos de ellas. Si entendemos la cultura como un “ecosistema” (para evocar la
polémica expresión de González Iñárritu), en efecto hay
especies sumamente exitosas en términos evolutivos que no solo han sabido adaptarse al ambiente, sino que no tienen
empacho en devorar a las más débiles. Baste pensar en las
majors de Hollywood y en su ansia por erradicar cualquier
competencia, así como en las estrategias comerciales de los grandes conglomerados mediáticos —de Universal o Sony a
Penguin Random House y Amazon— que buscan apoderarse
de las mayores cuotas de mercado aun si ello representa
aniquilar a sus competidores más pequeños.
¿Hay que defender la cultura? La respuesta es un decidido sí,
siempre y cuando se trate de defender aquellas prácticas
culturales que no podrían sobrevivir si dependiesen solo de las leyes del mercado. Los ideólogos neoliberales insistirán
en que se trata de una protección artificial y volverán al
argumento de que, si no pueden sobrevivir por sí mismas, lo mejor sería dejarlas morir en paz: a fin de cuentas así se
esfumaron la poesía épica o los valses de salón. El argumento
resulta doblemente tramposo: si dejáramos que las puras leyes de la oferta y la demanda determinen todas nuestras
prácticas culturales, condenaríamos a la extinción —o a la
irrelevancia— a disciplinas artísticas completas e
impediríamos que el público tuviese siquiera la capacidad de decidir y modelar sus gustos.
Se impone defender la intervención del Estado en la cultura de la misma forma que en la economía. No se trata de volver
al sueño estatista del pasado, pero los estragos de la Gran
Recesión deberían recordarnos que, si cedemos ante los designios neoliberales, bordearemos irremediablemente la
catástrofe. La lógica consiste en que el Estado recomponga
—o ayude a recomponer— las deformaciones propiciadas
por el mero juego de la oferta y la demanda.
La globalización propicia que la cultura mainstream —es
decir, aquella que se sigue produciendo en el centro o que es asimilada por este, y aquí me refiero en específico al mundo
anglosajón— inunde todas las periferias; y, en
contraposición, no solo limita, sino que impide, que las
periferias se comuniquen y tengan intercambios entre sí. Frente a esta realidad inevitable, también se impone que los
Estados periféricos creen mecanismos que contribuyan a
recomponer esta deformación auspiciada por la fuerza de los grandes mercados frente a los más débiles.
Los productos y servicios culturales no son como el resto de las mercancías o las acciones: su valor no es solo económico
—aunque también lo sea—, sino humano, puesto que es
capaz de otorgar nuevos sentidos a los individuos y las
sociedades en una medida difícilmente cuantificable. Los responsables de las políticas culturales tendrían que entender
que el arte no es un simple entretenimiento —o no solo eso—
, sino un instrumento de transformación social e individual. Y que merece, por lo tanto, auspiciarse con los impuestos por
su carácter de servicio público.
En efecto, se requieren subsidios y ayudas que, sin descuidar
la transparencia o la rendición de cuentas, permitan que
continúen existiendo la ópera y la danza; la música, el teatro
y las artes visuales y la literatura “experimentales”; y, por supuesto, la poesía y la música contemporánea, lo mismo que
los intermediarios que apuestan por ellas: editores,
distribuidores, programadores, etc. Del mismo modo, vale la
pena apoyar el trabajo de los artistas jóvenes, así como el de
quienes se arriesgan a explorar nuevos caminos en aquellas áreas que resultan comercialmente viables, como el cine, la
televisión, la creación multimedia o los juegos de video. No
se trata de que el Estado mantenga a los artistas —desde
luego no por largo tiempo y menos de manera vitalicia, como quisieran algunos—, sino de permitir que estos puedan
dedicarse, durante un tiempo razonable, a la creación obras
que de otro modo no podrían llevar a cabo.
En el otro extremo de esta operación se encuentran, por
supuesto, los “consumidores”, es decir, los públicos de la cultura. La labor del Estado debería ser, aquí, todavía más
enfática. Si la educación formal no se encarga de
proporcionar elementos a los niños y jóvenes para que
aprecien las distintas manifestaciones artísticas y culturales, de la poesía a las series televisivas y de la música clásica al
cine, jamás tendremos un “ecosistema” propicio para la
creación. Es allí, en la educación formal y en especial en la educación pública, más que en cualquier programa de
fomento a la lectura o a las demás artes, donde el Estado
tendría que valerse de todos sus recursos. Un sistema educativo pobre, en donde la cultura es vista como accesoria
o como un mero entretenimiento, jamás dará paso a
ciudadanos capaces de elegir conscientemente aquellas
manifestaciones culturales que en el futuro estarán dispuestos a sostener con sus propios recursos.
En este sentido, tampoco hay que desdeñar los sistemas de mecenazgo privado presentes en otras partes, en particular en
el mundo anglosajón: otra forma de que el Estado contribuya
a la cultura consiste en otorgar beneficios fiscales claros a
aquellos empresarios —o individuos— dispuestos a invertir en productos culturales. Las experiencias ya logradas con el
cine y el teatro en México son la prueba de que esta alianza
entre lo público y lo privado podría extenderse a otras disciplinas: pienso en áreas diversas de la música y la danza.
Por último, vale la pena señalar que los públicos que ya se interesan por la cultura son cada vez más sofisticados en sus
búsquedas y cada vez más “interactivos”. Exigen una
retroalimentación constante, auspiciada por el nuevo entorno
digital. Editores, programadores, curadores y funcionarios culturales, así como los propios artistas, tendrían que estar
más conscientes de ello y aplicar los mismos razonamientos
anteriores a la difusión y promoción de las diversas manifestaciones culturales.
-¿Cómo han transformado los medios digitales las nociones de “creación” y “autoría”?
En realidad la idea de “autoría” (y su derivado económico, la
“propiedad intelectual”) es una invención reciente: un paréntesis en la historia de la creación. Antes del siglo XIX,
los autores no tenían empacho en utilizar las ideas de otros,
incluso de modo textual, para enriquecer sus propias obras.
En un contexto en donde las élites compartían la misma
educación, estas citas implícitas se consideraban parte de un patrimonio común. No es sino hasta el advenimiento de la
Revolución industrial que las ideas —y las creaciones
artísticas— se incorporaron a una lógica de mercado, la cual
implicó que, a falta de mecenas, sus inventores o creadores se esforzasen por vivir, e incluso enriquecerse, a partir de ellas.
La revolución digital en realidad está poniendo en marcha
prácticas que ya existían en otros momentos, solo que potenciadas por los nuevos instrumentos tecnológicos. La
colaboración entre distintos autores se vuelve más sencilla, lo
mismo que la apropiación y mutación de las creaciones ajenas. Sin duda, el nuevo paradigma digital pone en cuestión
la idea misma de autoría y la lógica de mercado asociada con
ella.
No deja de ser un símbolo de las tensiones que se viven en
nuestra era que, a la par de la voluntad de disponer de
contenidos gratuitos en la Red o de la pasmosa extensión de la piratería, haya una suerte de obsesión por detectar plagios,
considerados crímenes nefandos. Se trata, sin embargo, de
tendencias que todavía se encuentran en proceso y cuyos alcances aún no alcanzamos a vislumbrar. Por lo pronto,
seguiremos viendo este choque entre la dilución de la autoría
y la fascinación por defender sus beneficios a toda costa.
-¿Cuál es la función de los agentes de mediación (críticos,
curadores, editores, gestores culturales, etc.) en la cultura
contemporánea?
Nos hallamos, aquí, frente a otra paradoja: por una parte, la
multiplicidad de contenidos y la posibilidad de acceder a
ellos con una facilidad inusitada haría pensar que los mediadores serían más necesarios que nunca para guiar al
público (a los “consumidores”) hacia las manifestaciones
culturales (los “productos”) en una oferta tan variada como caótica; pero, por otro lado, la noción misma de autoridad se
ha desvirtuado a grados extremos, de modo que ya casi nadie
hace caso a los intermediarios especializados (en particular a los críticos) y el público se deja llevar más bien por las
opiniones consensuadas que alientan las nuevas plataformas
digitales: las estrellas y reseñas en Amazon o Netflix, las
recomendaciones en blogs y redes sociales y, entre los más jóvenes, las directrices de los nuevos gurús de YouTube.
(Estudios recientes demuestran que por lo general estas
reseñas anónimas o colectivas tienden a coincidir con los juicios de los críticos profesionales.) Por desgracia, a veces
no resulta fácil distinguir la propaganda —controlada por los
dueños o distribuidores de los contenidos— de las opiniones de los usuarios. En resumen, nos enfrentamos a un momento
de transición, en el que algunos intermediarios tienden a
perder toda la influencia que les quedaba (los críticos), otros
conservan más o menos su mismo estatus (editores y programadores), y otros más se convierten en auténticas
estrellas, desplazando con frecuencia a los propios creadores
(los curadores de arte).
-¿Tiene el artista un compromiso político? ¿Qué
compromiso? ¿Tienen efectos políticos las prácticas culturales? ¿Qué efectos?
La figura del intelectual comprometido o engagé, surgida a
partir de Zola, cristalizada a mediados del siglo XX en figuras como Sartre, Camus o Foucault, y copiada desde
entonces a lo largo y ancho de América Latina —aunque casi
sin influencia en el mundo anglosajón—, ha sido otra de las víctimas del fin del socialismo real, el triunfo del
neoliberalismo y la expansión de la democracia que se
sucedieron desde los años ochenta de la centuria pasada. Durante las largas décadas en que los regímenes dictatoriales
o autoritarios fueron la regla en nuestra región, estos
cumplieron un papel necesario como portavoces de los
oprimidos y defensores de las buenas causas, a cambio de lo cual se les confirió un enorme poder simbólico —y real. En
medios dominados por la censura, sus opiniones resultaban
imprescindibles para oponerse al orden establecido. Hoy, la normalización democrática de América Latina, sumada al
auge de las redes sociales, permite que cualquiera puede
opinar sobre cualquier tema posible (aunque sin demasiada resonancia o con una resonancia efímera).
La extinción del intelectual público en América Latina, tal
como lo hemos conocido hasta ahora, se vislumbra inevitable. Por un lado, las muertes sucesivas de sus
principales figuras, de Octavio Paz a Eduardo Galeano, de
Carlos Fuentes a José Emilio Pacheco y de Carlos Montemayor a Carlos Monsiváis, hace difícil suponer que
pueda haber alguien capaz de relevarlos; y, por el otro, las
nuevas condiciones políticas y sociales de la región hacen
casi imposible que la influencia que llegaron a alcanzar pudiera ser retomada por escritores o artistas de las
generaciones sucesivas.
En el panorama actual, no se exige ya a ningún escritor,
artista o científico que se comprometa con causas sociales;
opinar sobre asuntos de interés público se ha vuelto una decisión privada. Hay, pues, quienes siguen manifestándose y
quienes, por el contrario, prefieren concentrarse en sus
propias obras (lo cual supone ya una decisión política). Pero
tampoco hay que llamarse a engaño: entre los escritores y artistas de las nuevas generaciones que celebran la muerte del
intelectual público, al tiempo que presumen su
distanciamiento de lo político, se cierne la ominosa sombra del neoliberalismo, uno de cuyos principales triunfos
ideológicos consistió en convencer a los ciudadanos de
desentenderse de lo público (de la “asquerosa política”) para concentrarse en su “trabajo individual” (expresión utilizada
una y otra vez por poetas y novelistas jóvenes). Pero, como
bien nos hizo saber Barthes, no opinar también es opinar, y
con frecuencia el silencio equivale a un tácito sostenimiento del statu quo. Ω