el estado de la cultura

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EL ESTADO DE LA CULTURA JORGE VOLPI http://horizontal.mx/el-estado-de-la-cultura-11-jorge-volpi/#more-2325 Para pensar en común la situación y las tareas del arte y la cultura, circulamos un cuestionario entre doce escritores, artistas, críticos, editores y académicos. Hoy responde Jorge Volpi, escritor y ensayista, autor de En busca de Klingsor (1999), El insomnio de Bolívar (2009) y Memorial del engaño (2014), entre otros libros. -¿Qué debe entenderse hoy por “cultura”? ¿Qué distinguiría a los productos y prácticas culturales de otros muchos productos y prácticas (mercancías, políticas públicas, actividades de la vida cotidiana, etc.)? -¿Tiene sentido todavía la dicotomía entre “alta cultura” y “cultura de masas”? ¿Por qué? -¿Es necesario “defender” la cultura? ¿Se debe otorgar, desde el Estado y otras instancias, un tratamiento especial al campo cultural y sus actores? -En una cultura globalizada, ¿cómo conviven los circuitos locales, nacionales y transnacionales? ¿Hay todavía un centro y una periferia? ¿Qué agentes culturales predominan y cuáles son marginados? ¿Qué tipos de obras son favorecidas por la lógica global y cuáles son relegadas? -¿Cómo concebir hoy las dinámicas de la recepción cultural? ¿Cuál es el papel del público? Frente a las definiciones académicas antropológicas, filosóficas, históricas, semióticas e incluso de corte literario, lo que distingue a nuestra época es que, en términos comunes, la palabra cultura ha perdido cualquier especificidad y ha pasado a aplicarse casi a cualquier práctica humana (“cultura nacional”, “cultura chilanga”, “cultura cívica” o “cultura científica”, aunque también “cultura del agro” o “cultura de la corrupción”). Convertida en un término comodín, ha perdido el valor que se le asignaba en el pasado, cuando se le vinculaba fundamentalmente con las humanidades y las bellas artes, prácticas a las cuales se incorporaron poco a poco la “cultura popular” y la “cultura de masas”, hasta convertirla en un recipiente universal que apenas evoca cierta superioridad, vagamente relacionada con el “alma”, el “espíritu” o la “mente”, frente a manifestaciones más prosaicas: solo con dificultades la cocina o el deporte se han sumado a sus contenidos, mientras que todavía hay quien se empeña en excluir de su ámbito a la tecnología y sus últimos productos (por ejemplo, los videojuegos). En nuestro orbe neoliberal, cuyo epítome se encuentra en sociedades como la estadounidense o la británica, todas las prácticas y productos culturales son susceptibles de ser considerados bienes y servicios, y por tanto de incorporarse al mercado en una lógica que privilegia las reglas de la oferta y la demanda, así como la desregulación y la privatización, frente a la intervención estatal que fue la norma desde el Romanticismo hasta los años setenta del siglo pasado. Frente a esta tendencia, unos cuantos países se aferran a la visión anterior, en particular Francia con su “excepción cultural”, así como las naciones que copiaron su modelo, como la mayor parte de América Latina y en especial México, cuyo régimen revolucionario se valió de la cultura como una herramienta fundamental para su afianzamiento ideológico. Pero se trata de eso, de excepciones, en un mundo que, desde Reagan y Thatcher, invita a reducir al Estado a su mínima expresión por considerar que en vez de impulsar la creación individual tiende a restringirla. Esta idea del mundo ha propiciado que las prácticas culturales que logran ser autosuficientes, es decir, que se financian por sí mismas, sean las más visibles y las únicas que se consideran “exitosas”. La cultura de masas o la cultura popular ya no dependen tanto de su valor un parámetro severamente cuestionado en nuestra era “multicultural”— como de su extensión. “Popular” y “de masas” es tanto la ópera (o, a juicio de los puristas, esa falsificación de la ópera que se retransmite en las pantallas de cine) como el pop; tanto una gran exposición (el reciente caso de Yayoi Kusama en el Tamayo) como un novelista (Bolaño o Murakami); y tanto un blockbuster de Hollywood como una serie de televisión (el nuevo paradigma de nuestra era, como lo fue la ópera en el siglo XIX y el cine en el XX). La distinción entre alta cultura y cultura popular, tras la cual se filtraba un baremo aristocrático de calidad o sofisticación, ha perdido su eficacia. Alta cultura es hoy sinónimo de aquella que no llega a ser un auténtico producto comercial, o que lo es solo para una élite muy restringida: la ópera y el ballet (en vivo), el jazz, el rock y la novela más “experimentales” y esas dos artes que en otro momento fueron consideradas las mayores expresiones de la humanidad y que hoy apenas sobreviven entre los mismos que las practican: la poesía y la nuevas obras de concierto que englobamos bajo la etiqueta de “música contemporánea”. ¿Hay que defender a la cultura? Aquellas prácticas culturales que consiguen el favor del público otros dirán: de los mercadosno necesitan defensa alguna. Más aún: en ocasiones, casi necesitaríamos defendernos de ellas. Si entendemos la cultura como un “ecosistema” (para evocar la polémica expresión de González Iñárritu), en efecto hay especies sumamente exitosas en términos evolutivos que no solo han sabido adaptarse al ambiente, sino que no tienen empacho en devorar a las más débiles. Baste pensar en las majors de Hollywood y en su ansia por erradicar cualquier competencia, así como en las estrategias comerciales de los grandes conglomerados mediáticos de Universal o Sony a Penguin Random House y Amazonque buscan apoderarse

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El estado de la Cultura. Entrevista a JORGE VOLPI. México. Mayo, 2015.

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Page 1: El Estado de La Cultura

EL ESTADO DE LA CULTURA

JORGE VOLPI

http://horizontal.mx/el-estado-de-la-cultura-11-jorge-volpi/#more-2325

Para pensar en común la situación y las tareas del arte y la

cultura, circulamos un cuestionario entre doce escritores,

artistas, críticos, editores y académicos. Hoy responde Jorge Volpi, escritor y ensayista, autor de En busca de Klingsor

(1999), El insomnio de Bolívar (2009) y Memorial del

engaño (2014), entre otros libros.

-¿Qué debe entenderse hoy por “cultura”? ¿Qué distinguiría a los productos y prácticas culturales de otros muchos

productos y prácticas (mercancías, políticas públicas,

actividades de la vida cotidiana, etc.)?

-¿Tiene sentido todavía la dicotomía entre “alta cultura” y

“cultura de masas”? ¿Por qué?

-¿Es necesario “defender” la cultura? ¿Se debe otorgar, desde

el Estado y otras instancias, un tratamiento especial al campo

cultural y sus actores?

-En una cultura globalizada, ¿cómo conviven los circuitos

locales, nacionales y transnacionales? ¿Hay todavía un centro y una periferia? ¿Qué agentes culturales predominan y cuáles

son marginados? ¿Qué tipos de obras son favorecidas por la

lógica global y cuáles son relegadas?

-¿Cómo concebir hoy las dinámicas de la recepción cultural?

¿Cuál es el papel del público?

Frente a las definiciones académicas —antropológicas,

filosóficas, históricas, semióticas e incluso de corte

literario—, lo que distingue a nuestra época es que, en términos comunes, la palabra cultura ha perdido cualquier

especificidad y ha pasado a aplicarse casi a cualquier práctica

humana (“cultura nacional”, “cultura chilanga”, “cultura

cívica” o “cultura científica”, aunque también “cultura del agro” o “cultura de la corrupción”). Convertida en un término

comodín, ha perdido el valor que se le asignaba en el pasado,

cuando se le vinculaba fundamentalmente con las humanidades y las bellas artes, prácticas a las cuales se

incorporaron poco a poco la “cultura popular” y la “cultura

de masas”, hasta convertirla en un recipiente universal que

apenas evoca cierta superioridad, vagamente relacionada con el “alma”, el “espíritu” o la “mente”, frente a manifestaciones

más prosaicas: solo con dificultades la cocina o el deporte se

han sumado a sus contenidos, mientras que todavía hay quien se empeña en excluir de su ámbito a la tecnología y sus

últimos productos (por ejemplo, los videojuegos).

En nuestro orbe neoliberal, cuyo epítome se encuentra en

sociedades como la estadounidense o la británica, todas las

prácticas y productos culturales son susceptibles de ser

considerados bienes y servicios, y por tanto de incorporarse

al mercado en una lógica que privilegia las reglas de la oferta y la demanda, así como la desregulación y la privatización,

frente a la intervención estatal que fue la norma desde el

Romanticismo hasta los años setenta del siglo pasado. Frente

a esta tendencia, unos cuantos países se aferran a la visión anterior, en particular Francia con su “excepción cultural”,

así como las naciones que copiaron su modelo, como la

mayor parte de América Latina y en especial México, cuyo régimen revolucionario se valió de la cultura como una

herramienta fundamental para su afianzamiento ideológico.

Pero se trata de eso, de excepciones, en un mundo que, desde Reagan y Thatcher, invita a reducir al Estado a su mínima

expresión por considerar que en vez de impulsar la creación

individual tiende a restringirla.

Esta idea del mundo ha propiciado que las prácticas

culturales que logran ser autosuficientes, es decir, que se

financian por sí mismas, sean las más visibles y las únicas que se consideran “exitosas”. La cultura de masas o la cultura

popular ya no dependen tanto de su valor —un parámetro

severamente cuestionado en nuestra era “multicultural”— como de su extensión. “Popular” y “de masas” es tanto la

ópera (o, a juicio de los puristas, esa falsificación de la ópera

que se retransmite en las pantallas de cine) como el pop;

tanto una gran exposición (el reciente caso de Yayoi Kusama en el Tamayo) como un novelista (Bolaño o Murakami); y

tanto un blockbuster de Hollywood como una serie de

televisión (el nuevo paradigma de nuestra era, como lo fue la ópera en el siglo XIX y el cine en el XX). La distinción entre

alta cultura y cultura popular, tras la cual se filtraba un

baremo aristocrático de calidad o sofisticación, ha perdido su

eficacia. Alta cultura es hoy sinónimo de aquella que no llega a ser un auténtico producto comercial, o que lo es solo para

una élite muy restringida: la ópera y el ballet (en vivo), el

jazz, el rock y la novela más “experimentales” y esas dos artes que en otro momento fueron consideradas las mayores

expresiones de la humanidad y que hoy apenas sobreviven

entre los mismos que las practican: la poesía y la nuevas obras de concierto que englobamos bajo la etiqueta de

“música contemporánea”.

¿Hay que defender a la cultura? Aquellas prácticas culturales que consiguen el favor del público —otros dirán: de los

mercados— no necesitan defensa alguna. Más aún: en

ocasiones, casi necesitaríamos defendernos de ellas. Si entendemos la cultura como un “ecosistema” (para evocar la

polémica expresión de González Iñárritu), en efecto hay

especies sumamente exitosas en términos evolutivos que no solo han sabido adaptarse al ambiente, sino que no tienen

empacho en devorar a las más débiles. Baste pensar en las

majors de Hollywood y en su ansia por erradicar cualquier

competencia, así como en las estrategias comerciales de los grandes conglomerados mediáticos —de Universal o Sony a

Penguin Random House y Amazon— que buscan apoderarse

Page 2: El Estado de La Cultura

de las mayores cuotas de mercado aun si ello representa

aniquilar a sus competidores más pequeños.

¿Hay que defender la cultura? La respuesta es un decidido sí,

siempre y cuando se trate de defender aquellas prácticas

culturales que no podrían sobrevivir si dependiesen solo de las leyes del mercado. Los ideólogos neoliberales insistirán

en que se trata de una protección artificial y volverán al

argumento de que, si no pueden sobrevivir por sí mismas, lo mejor sería dejarlas morir en paz: a fin de cuentas así se

esfumaron la poesía épica o los valses de salón. El argumento

resulta doblemente tramposo: si dejáramos que las puras leyes de la oferta y la demanda determinen todas nuestras

prácticas culturales, condenaríamos a la extinción —o a la

irrelevancia— a disciplinas artísticas completas e

impediríamos que el público tuviese siquiera la capacidad de decidir y modelar sus gustos.

Se impone defender la intervención del Estado en la cultura de la misma forma que en la economía. No se trata de volver

al sueño estatista del pasado, pero los estragos de la Gran

Recesión deberían recordarnos que, si cedemos ante los designios neoliberales, bordearemos irremediablemente la

catástrofe. La lógica consiste en que el Estado recomponga

—o ayude a recomponer— las deformaciones propiciadas

por el mero juego de la oferta y la demanda.

La globalización propicia que la cultura mainstream —es

decir, aquella que se sigue produciendo en el centro o que es asimilada por este, y aquí me refiero en específico al mundo

anglosajón— inunde todas las periferias; y, en

contraposición, no solo limita, sino que impide, que las

periferias se comuniquen y tengan intercambios entre sí. Frente a esta realidad inevitable, también se impone que los

Estados periféricos creen mecanismos que contribuyan a

recomponer esta deformación auspiciada por la fuerza de los grandes mercados frente a los más débiles.

Los productos y servicios culturales no son como el resto de las mercancías o las acciones: su valor no es solo económico

—aunque también lo sea—, sino humano, puesto que es

capaz de otorgar nuevos sentidos a los individuos y las

sociedades en una medida difícilmente cuantificable. Los responsables de las políticas culturales tendrían que entender

que el arte no es un simple entretenimiento —o no solo eso—

, sino un instrumento de transformación social e individual. Y que merece, por lo tanto, auspiciarse con los impuestos por

su carácter de servicio público.

En efecto, se requieren subsidios y ayudas que, sin descuidar

la transparencia o la rendición de cuentas, permitan que

continúen existiendo la ópera y la danza; la música, el teatro

y las artes visuales y la literatura “experimentales”; y, por supuesto, la poesía y la música contemporánea, lo mismo que

los intermediarios que apuestan por ellas: editores,

distribuidores, programadores, etc. Del mismo modo, vale la

pena apoyar el trabajo de los artistas jóvenes, así como el de

quienes se arriesgan a explorar nuevos caminos en aquellas áreas que resultan comercialmente viables, como el cine, la

televisión, la creación multimedia o los juegos de video. No

se trata de que el Estado mantenga a los artistas —desde

luego no por largo tiempo y menos de manera vitalicia, como quisieran algunos—, sino de permitir que estos puedan

dedicarse, durante un tiempo razonable, a la creación obras

que de otro modo no podrían llevar a cabo.

En el otro extremo de esta operación se encuentran, por

supuesto, los “consumidores”, es decir, los públicos de la cultura. La labor del Estado debería ser, aquí, todavía más

enfática. Si la educación formal no se encarga de

proporcionar elementos a los niños y jóvenes para que

aprecien las distintas manifestaciones artísticas y culturales, de la poesía a las series televisivas y de la música clásica al

cine, jamás tendremos un “ecosistema” propicio para la

creación. Es allí, en la educación formal y en especial en la educación pública, más que en cualquier programa de

fomento a la lectura o a las demás artes, donde el Estado

tendría que valerse de todos sus recursos. Un sistema educativo pobre, en donde la cultura es vista como accesoria

o como un mero entretenimiento, jamás dará paso a

ciudadanos capaces de elegir conscientemente aquellas

manifestaciones culturales que en el futuro estarán dispuestos a sostener con sus propios recursos.

En este sentido, tampoco hay que desdeñar los sistemas de mecenazgo privado presentes en otras partes, en particular en

el mundo anglosajón: otra forma de que el Estado contribuya

a la cultura consiste en otorgar beneficios fiscales claros a

aquellos empresarios —o individuos— dispuestos a invertir en productos culturales. Las experiencias ya logradas con el

cine y el teatro en México son la prueba de que esta alianza

entre lo público y lo privado podría extenderse a otras disciplinas: pienso en áreas diversas de la música y la danza.

Por último, vale la pena señalar que los públicos que ya se interesan por la cultura son cada vez más sofisticados en sus

búsquedas y cada vez más “interactivos”. Exigen una

retroalimentación constante, auspiciada por el nuevo entorno

digital. Editores, programadores, curadores y funcionarios culturales, así como los propios artistas, tendrían que estar

más conscientes de ello y aplicar los mismos razonamientos

anteriores a la difusión y promoción de las diversas manifestaciones culturales.

-¿Cómo han transformado los medios digitales las nociones de “creación” y “autoría”?

En realidad la idea de “autoría” (y su derivado económico, la

“propiedad intelectual”) es una invención reciente: un paréntesis en la historia de la creación. Antes del siglo XIX,

los autores no tenían empacho en utilizar las ideas de otros,

incluso de modo textual, para enriquecer sus propias obras.

Page 3: El Estado de La Cultura

En un contexto en donde las élites compartían la misma

educación, estas citas implícitas se consideraban parte de un patrimonio común. No es sino hasta el advenimiento de la

Revolución industrial que las ideas —y las creaciones

artísticas— se incorporaron a una lógica de mercado, la cual

implicó que, a falta de mecenas, sus inventores o creadores se esforzasen por vivir, e incluso enriquecerse, a partir de ellas.

La revolución digital en realidad está poniendo en marcha

prácticas que ya existían en otros momentos, solo que potenciadas por los nuevos instrumentos tecnológicos. La

colaboración entre distintos autores se vuelve más sencilla, lo

mismo que la apropiación y mutación de las creaciones ajenas. Sin duda, el nuevo paradigma digital pone en cuestión

la idea misma de autoría y la lógica de mercado asociada con

ella.

No deja de ser un símbolo de las tensiones que se viven en

nuestra era que, a la par de la voluntad de disponer de

contenidos gratuitos en la Red o de la pasmosa extensión de la piratería, haya una suerte de obsesión por detectar plagios,

considerados crímenes nefandos. Se trata, sin embargo, de

tendencias que todavía se encuentran en proceso y cuyos alcances aún no alcanzamos a vislumbrar. Por lo pronto,

seguiremos viendo este choque entre la dilución de la autoría

y la fascinación por defender sus beneficios a toda costa.

-¿Cuál es la función de los agentes de mediación (críticos,

curadores, editores, gestores culturales, etc.) en la cultura

contemporánea?

Nos hallamos, aquí, frente a otra paradoja: por una parte, la

multiplicidad de contenidos y la posibilidad de acceder a

ellos con una facilidad inusitada haría pensar que los mediadores serían más necesarios que nunca para guiar al

público (a los “consumidores”) hacia las manifestaciones

culturales (los “productos”) en una oferta tan variada como caótica; pero, por otro lado, la noción misma de autoridad se

ha desvirtuado a grados extremos, de modo que ya casi nadie

hace caso a los intermediarios especializados (en particular a los críticos) y el público se deja llevar más bien por las

opiniones consensuadas que alientan las nuevas plataformas

digitales: las estrellas y reseñas en Amazon o Netflix, las

recomendaciones en blogs y redes sociales y, entre los más jóvenes, las directrices de los nuevos gurús de YouTube.

(Estudios recientes demuestran que por lo general estas

reseñas anónimas o colectivas tienden a coincidir con los juicios de los críticos profesionales.) Por desgracia, a veces

no resulta fácil distinguir la propaganda —controlada por los

dueños o distribuidores de los contenidos— de las opiniones de los usuarios. En resumen, nos enfrentamos a un momento

de transición, en el que algunos intermediarios tienden a

perder toda la influencia que les quedaba (los críticos), otros

conservan más o menos su mismo estatus (editores y programadores), y otros más se convierten en auténticas

estrellas, desplazando con frecuencia a los propios creadores

(los curadores de arte).

-¿Tiene el artista un compromiso político? ¿Qué

compromiso? ¿Tienen efectos políticos las prácticas culturales? ¿Qué efectos?

La figura del intelectual comprometido o engagé, surgida a

partir de Zola, cristalizada a mediados del siglo XX en figuras como Sartre, Camus o Foucault, y copiada desde

entonces a lo largo y ancho de América Latina —aunque casi

sin influencia en el mundo anglosajón—, ha sido otra de las víctimas del fin del socialismo real, el triunfo del

neoliberalismo y la expansión de la democracia que se

sucedieron desde los años ochenta de la centuria pasada. Durante las largas décadas en que los regímenes dictatoriales

o autoritarios fueron la regla en nuestra región, estos

cumplieron un papel necesario como portavoces de los

oprimidos y defensores de las buenas causas, a cambio de lo cual se les confirió un enorme poder simbólico —y real. En

medios dominados por la censura, sus opiniones resultaban

imprescindibles para oponerse al orden establecido. Hoy, la normalización democrática de América Latina, sumada al

auge de las redes sociales, permite que cualquiera puede

opinar sobre cualquier tema posible (aunque sin demasiada resonancia o con una resonancia efímera).

La extinción del intelectual público en América Latina, tal

como lo hemos conocido hasta ahora, se vislumbra inevitable. Por un lado, las muertes sucesivas de sus

principales figuras, de Octavio Paz a Eduardo Galeano, de

Carlos Fuentes a José Emilio Pacheco y de Carlos Montemayor a Carlos Monsiváis, hace difícil suponer que

pueda haber alguien capaz de relevarlos; y, por el otro, las

nuevas condiciones políticas y sociales de la región hacen

casi imposible que la influencia que llegaron a alcanzar pudiera ser retomada por escritores o artistas de las

generaciones sucesivas.

En el panorama actual, no se exige ya a ningún escritor,

artista o científico que se comprometa con causas sociales;

opinar sobre asuntos de interés público se ha vuelto una decisión privada. Hay, pues, quienes siguen manifestándose y

quienes, por el contrario, prefieren concentrarse en sus

propias obras (lo cual supone ya una decisión política). Pero

tampoco hay que llamarse a engaño: entre los escritores y artistas de las nuevas generaciones que celebran la muerte del

intelectual público, al tiempo que presumen su

distanciamiento de lo político, se cierne la ominosa sombra del neoliberalismo, uno de cuyos principales triunfos

ideológicos consistió en convencer a los ciudadanos de

desentenderse de lo público (de la “asquerosa política”) para concentrarse en su “trabajo individual” (expresión utilizada

una y otra vez por poetas y novelistas jóvenes). Pero, como

bien nos hizo saber Barthes, no opinar también es opinar, y

con frecuencia el silencio equivale a un tácito sostenimiento del statu quo. Ω