el espíritu de los salmos

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EL ESPIRITU DE LOS SALMOS Queridos amigos: Hoy empezamos con las consideraciones dominicales de este curso semestral; pero no queremos hacerlo sin antes rogar a Dios que bendiga nuestros esfuerzos. Pues en ellos no se trata de una verdad meramente intelectual, que haya de aclararse a la razón, sino de la palabra viva de Dios, que debe alcanzar al corazón, al fondo de nuestro ser, para que eche raíz allí y dé fruto. Que el Espíritu Santo de Dios nos conceda que así sea. En este semestre nos vamos a dedicar a un gran tema: a los Salmos. Forman un libro del Antiguo Testamento, que está ordenado entre los escritos de los Profetas y los libros sapienciales, y que consiste en ciento cincuenta poesías religiosas: cantos, oraciones, textos litúrgicos. De entre ellos elegiremos algunos –sin un orden determinado -, tratando de entenderlos con más exactitud. La consideración de hoy debe servir de introducción a todas las sucesivas, preguntando qué significan los Salmos para nosotros, si no los leemos científicamente, esto es, filológicamente, o históricamente, o de cualquier otro modo, sino asumiéndolos en nuestra vida como Palabra de Dios. Forman, como he dicho, una colección de ciento cincuenta poesías religiosas, que se han reunido a través de un largo tiempo. Las más antiguas son del Rey David, esto es, compuestas alrededor de un milenio antes de Jesucristo; las últimas en tiempo de las guerras de los Macabeos, esto es, en el siglo segundo. Los Salmos son muy diversos. Entre ellos no faltan algunos amplios; pensemos en el largo Salmo 118, casi de ciento ochenta versos. Pero poco antes está el más pequeño, llamado el “punctum psalteii”, el “punto del salterio”, que sólo tiene dos versos. Diverso es también su contenido. Hay unos que agradecen el cumplimiento de un ruego; otros, están llenos de júbilo por la gloria del mundo de Dios; otros, por su parte, en que se expresa la conciencia de una gran culpa. Algunos salmos brotan de una necesidad inmediata, tal como la opresión por los enemigos, o la desdicha padecida; otros presentan un carácter meditativo, reflexionan sobre la obra de Dios en la Naturaleza, o sobre el poder con que ha orientado la historia de su pueblo, o sobre la sabiduría de su ley, que ordena la vida de los creyentes. En ellos, pues, reina una gran diversidad, pero todo está ligado por algo común. Ante todo, está el simple hecho de la tradición, que

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Romano Guardini

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EL ESPIRITU DE LOS SALMOS

Queridos amigos:

Hoy empezamos con las consideraciones dominicales de este curso semestral; pero no queremos hacerlo sin antes rogar a Dios que bendiga nuestros esfuerzos. Pues en ellos no se trata de una verdad meramente intelectual, que haya de aclararse a la razón, sino de la palabra viva de Dios, que debe alcanzar al corazón, al fondo de nuestro ser, para que eche raíz allí y dé fruto. Que el Espíritu Santo de Dios nos conceda que así sea. En este semestre nos vamos a dedicar a un gran tema: a los Salmos. Forman un libro del Antiguo Testamento, que está ordenado entre los escritos de los Profetas y los libros sapienciales, y que consiste en ciento cincuenta poesías religiosas: cantos, oraciones, textos litúrgicos. De entre ellos elegiremos algunos –sin un orden determinado -, tratando de entenderlos con más exactitud. La consideración de hoy debe servir de introducción a todas las sucesivas, preguntando qué significan los Salmos para nosotros, si no los leemos científicamente, esto es, filológicamente, o históricamente, o de cualquier otro modo, sino asumiéndolos en nuestra vida como Palabra de Dios. Forman, como he dicho, una colección de ciento cincuenta poesías religiosas, que se han reunido a través de un largo tiempo. Las más antiguas son del Rey David, esto es, compuestas alrededor de un milenio antes de Jesucristo; las últimas en tiempo de las guerras de los Macabeos, esto es, en el siglo segundo. Los Salmos son muy diversos. Entre ellos no faltan algunos amplios; pensemos en el largo Salmo 118, casi de ciento ochenta versos. Pero poco antes está el más pequeño, llamado el “punctum psalteii”, el “punto del salterio”, que sólo tiene dos versos. Diverso es también su contenido. Hay unos que agradecen el cumplimiento de un ruego; otros, están llenos de júbilo por la gloria del mundo de Dios; otros, por su parte, en que se expresa la conciencia de una gran culpa. Algunos salmos brotan de una necesidad inmediata, tal como la opresión por los enemigos, o la desdicha padecida; otros presentan un carácter meditativo, reflexionan sobre la obra de Dios en la Naturaleza, o sobre el poder con que ha orientado la historia de su pueblo, o sobre la sabiduría de su ley, que ordena la vida de los creyentes. En ellos, pues, reina una gran diversidad, pero todo está ligado por algo común. Ante todo, está el simple hecho de la tradición, que siempre los ha considerado como una unidad. Pero además, hay otro hecho más importante: que estas poesías son oraciones: palabras que brotan de la emoción del corazón creyente, poniendo ante Dios lo que acontece en la vida. Así los Salmos han desempeñado también un gran papel en la historia de la piedad cristiana. Constituyen la materia básica para la oración de la Iglesia. La Liturgia está completamente penetrada de textos de los Salmos. Son como un torrente que atraviesa por todo. Además, sirven de base a muchos cantos religiosos; aparecen en la predicación cristiana, igual que en el uso lingüístico cotidiano; y así sucesivamente.

Y ahora preguntamos: ¿Qué significan los Salmos? ¿Qué significan para nuestra vida?. Se ha dicho que son admirables poesías. La belleza de su lenguaje, la fuerza de sus imágenes, produce esa elevación del ánimo que sólo logra causar el gran arte. Eso es cierto, pero sólo hasta cierto punto. Seguramente hay entre los Salmos piezas espléndidas –pensemos, por ejemplo, en el gran Salmo de la Creación, el 64, o en el 50, brotado de la conciencia de la culpa, el Miserere -. Pero hay también otros, que, considerados desde el punto de vista poético, sólo son de nivel medio: incluso, los hay también que son sencillamente de manufactura. Esto hay que decirlo; y es más fácil porque la importancia propia de los Salmos no reside en su calidad literaria –igual que, por ejemplo, la importancia de las Epístolas de San Pablo tampoco consiste en que contengan pensamientos atrevidos, ni la importancia del Evangelio de San Juan, en que se eleve a alturas metafísicas. -. Los Salmos son

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más bien palabra de Dios; palabra, que dice Él, en cuanto un hombre, arrebatado por Él, dice su palabra humana. Por tanto, son Revelación, que lleva a la salvación. Pero esto, en una forma particular, a saber, la de la oración. No proceden de la experiencia de un espíritu humano –por ejemplo, de un Profeta- que haya conocido la verdad divina, y diga “Así habla el Señor”, sino de la emoción de un hombre que se dirige a Dios en oración. Tal es el modo como se han de tomar propiamente los Salmos; no leyéndolos, considerándolos, estudiándolos, sino dejándose llevar por ellos hacia Dios en su movimiento. Pero con eso quizá se hará una experiencia peculiar. Se dudará si el cristiano puede tomar como propias estas oraciones; si en los Salmos lo terrenal no desempeña un papel que contradice a la mentalidad cristiana; si en ellos no irrumpen las pasiones de una manera inconciliable con el espíritu de Cristo. Algunos de ellos, los llamados Salmos de maldición, hablan, incluso, el lenguaje de un odio abierto. Concitan sobre el enemigo toda condenación, más aún, la maldición de Dios y la perdición eterna. Por eso puede ocurrir que el sentimiento cristiano se ponga en guardia contra ellos; y no faltan voces que piden que se dejen a un lado estos Salmos; pero todos pueden ofrecer escándalos de esa índole si se les examina con cuidado. Por otra parte sigue siendo cierto el hecho de que en ellos tenemos que habérnoslas con la palabra de Dios: y el hombre, por su parte, no tiene ningún derecho a enjuiciar esa palabra o a cambiar algo de ella. Si –según es requisito previo de toda reflexión válida sobre la Revelación- tomamos ese hecho como punto de partida, entonces aquello precisamente que produce escándalo, se convierte en alusión a algo esencial.

Para solventar las mencionadas dificultades, se han dicho muchas cosas agudas; y , naturalmente, hay que acoger muy bien todo cuanto pueda llevar a una compresión más profunda. Pero yo creo que hay un punto de vista adecuado para llevarnos adelante sin ningún desperdicio, con la escueta fuerza de la verdad. ¿Quién habla en los Salmos? Un hombre que ya no es ningún pagano. La Divinidad a que se dirige, ya no es la de los mitos y los misterios. Aquella era la profundidad religiosa del Universo, el poder religioso de la existencia, pero se malentendía como la divinidad del mundo mismo. Cuando el hombre se movía en los mitos paganos, tomaba el mundo como el “Uno y Todo”, se entregaba a él, se sometía a él. Con semejante piedad ya no tiene que ver nada el que reza en los Salmos. Los Salmos hablan de Dios Vivo, que está por encima de todo el mundo. No podemos estudiar aquí la difícil cuestión de qué eran en realidad “los dioses”; así, para simplificar, hablaremos como si realmente fueran algo. No habría un Zeus si no existieran la bóveda de los cielos y la ordenación de las estrellas; no habría una Gea si no existieran las profundidades oscuras y fecundas de la tierra. El Dios de los Salmos es Aquél que no necesita del mundo. Es en sí mismo, y por sí mismo. El nombre bajo el cual se reveló en la hora decisiva del monte Horeb, “Yahvé”, suele traducirse, en griego, en latín, y en nuestros idiomas modernos, por “El Señor”. Pero “Señor” no lo es Él sólo por reinar sobre el mundo, sino porque es Señor de sí mismo. Este Dios es a quien se dirige el Salmo. La fe en Él libera, a quien le reza, de ese hechizo que hay en toda exteriorización de piedad pagana, por espléndida que sea en particular. La llamada de ese Dios eleva al hombre a una libertad que no existe por parte del mundo; ni en la más atrevida metafísica, ni en la más honda contemplación natural. Todo eso es cierto. Pero cierto es también que el hombre de los Salmos no es todavía cristiano. Todavía no ha recibido el mensaje de la vida trinitaria de Dios y de Su libertad, fundada en ella. Tampoco tiene la noticia de que Dios ama al mundo, con libre amor personal; de tal modo, que Él asume sobre sí la responsabilidad por la culpa de su criatura rebelde, y que expía Él mismo esa culpa, creando así un comienzo del cual brota una nueva existencia. De todo ello todavía no sabe nada el hombre del Antiguo Testamento. Sólo está de camino desde lo pagano a lo cristiano. Ciertamente, en el camino derecho, que sigue prolongándose siempre, pero todavía no en lo auténtico.

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En la historia del Antiguo Testamento ocurrió algo que se grabó profundamente en la memoria del pueblo: más aún, que hizo la forma básica de su modo de entender la existencia; la larga emigración desde Egipto –el país en que se han desarrollado de manera más impresionante el mito y el misterio -, a través de la soledad del desierto, guiados por la presencia personal del Dios Vivo, hasta la Tierra Prometida. Tal es la imagen de la existencia que tiene el hombre del Antiguo Testamento: está de camino. De ese estar de camino hablan los Salmos. Por eso en ellos sale a luz todo cuanto vive en los hombres: las alegrías, las necesidades, los miedos, las pasiones. Pero todo queda puesto ante Dios. No de modo dionisíaco. No en un asentimiento total a la existencia. No diciendo: ¡Vive; cuanto más enérgica y ardientemente, mejor! No se dice: También el odio, la cólera, la imprecación y la maldición son vida, y por tanto buenos. Sino que se dice: Así es el hombre; lleno de voluntad terrenal, lleno de hambre vital, lleno de pasión de toda especie, de odio y de sed de venganza; pero permanece en Dios. Se presenta ante Él. Se Le muestra tal como es. Por eso el Dios Santo está por encima de todo lo que se dice en ellos, y todo recibe juicio de Él. Tomemos aquellos Salmos que producen más duro escándalo: los Salmos de maldición. Comparémoslos con formas de maldición religiosa, tal como aparecen en la magia pagana, y entonces veremos la diferencia. Esas formas manifiestan la voluntad de poner mano en Dios; de obligarle, con incitación y conjuro, a que realice la acción aniquiladora. Nada de eso se encuentra en los Salmos. La libertad de Dios permanece intacta. Siempre es el Señor y el Juez. Toda pasión y todo odio son puestos ante Él, y así precisamente se establece la diferencia; llega a ser una verdad; tiene lugar una liberación. Pero podría decir alguno: Yo ya no estoy de camino. En efecto yo soy cristiano. A éste se le responderá: ¿Lo eres realmente? ¿Te atreves a decir que has realizado el ser cristiano? Pues ¿qué significa ser cristiano? La respuesta exhaustiva la ha dado quizá San Pablo, al decir en la Epístola a los Gálatas: “Vivo yo, pero ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí” (2,20). Y entonces uno continúa así su pensamiento: “Y precisamente de ese modo es como comienzo a ser yo mismo”. ¿Ocurre eso en ti? ¿Puedes decir que has entrado en la inhabitación viva, en la santa mente de Cristo, y que a partir de ahí has llegado a ser tú mismo? No se necesita más que hacer estas preguntas para saber en qué punto se está. Lo que vive en el hombre del Antiguo Testamento, en efecto, todavía está en nosotros. No a la manera como el hombre de la época en que no estaban históricamente “cumplidas” (Juan, 19,30) las obras de la Revelación y de la Redención, sino según la manera de la realización. También nosotros estamos sólo de camino hacia el ser cristianos. Bien es verdad que hemos recibido el mensaje y estamos bautizados, y creemos; mejor dicho, nos esforzamos en creer; pero todo eso es sólo una emigración, abriéndose paso con luchas. También aquí ha dicho lo decisivo San Pablo, al hablar en la Epístola a los Romanos (8,29) de que el hombre nuevo, que “reproduce la imagen del Hijo” de Dios, debe abrirse paso a través del hombre viejo, que está en rebelión y confusión: que debemos “despojarnos” del viejo, dejarlo atrás y “revestirnos” del nuevo; que debemos pasar de una situación esclavizada y corrompida, a la libertad y verdad esencial del que renace en Cristo. Pero si alguien quiere insistir en su derecho, diciendo: Yo, sin embargo, he aprendido en la escuela de Cristo, y en mí no hay ningún odio tal como el del Salmo; entonces se podría replicar otra vez: ¿Realmente es así? ¿O es sólo porque todavía no has tenido ocasión? ¿No hay en ti las mismas disposiciones, y no despertarían su llegara la ocasión? ¿Quizá incluso peor?

Una objeción fácil y que se gusta de poner contra la realidad de la Redención, dice así: ¿Entonces, el mundo no ha mejorado después de la muerte y la Resurrección de Cristo? Prescindamos, ante todo, de cuanto ha mejorado realmente por Él y por su palabra; y más aún, de cuanto se ha hecho totalmente diverso. Admitamos honradamente la pregunta: ¿Ha mejorado el mundo en su totalidad histórica? Quizá tenemos que decir que no. Quizá su situación inmediata ha empeorado, incluso.

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La persona de Cristo ha hecho patente la distinción entre el bien y el mal. Tanto el bien como el mal, han llegado a su mayoría de edad. El hombre que vive en la situación de la conciencia mítica todavía no sabe realmente de qué se trata. Todo se juega aún en una sola cosa, como las fuerzas de la Naturaleza. La diferencia entre el bien y el mal se transforma siempre en la diferencia entre lo bello y lo feo, lo noble y no innoble, lo sano y lo enfermo. Solo en Cristo se separan los valores y los caminos. Él es, por primera vez, el juicio. Entonces, cuando el hombre quiso el bien, esto fue lo santo moral, el actuar como Él, y tuvo la seriedad de la Cruz. Del mismo modo, el mal entonces significó la contradicción al Hijo del Dios Santo, hecho hombre; la rebelión contra el que “vino a lo suyo, y los suyos no le recibieron” (Juan, 1,11); mejor dicho, contra el que mataron. Por eso el mal es desde entonces más terrible que nunca; patente, sabido y querido. Nunca han ocurrido en los tiempos paganos cosas como las que han pasado en estos últimos cuarenta años. Pero pertenecemos a nuestro tiempo y tenemos todos los motivos para suponer que lo terrible está también en nosotros. Se trata sólo de hasta qué punto Dios cumple el ruego: “No nos dejes caer en la tentación”.

Los Salmos pueden tener una gran importancia para nosotros: A saber, que al decirlos, nos hagamos patentes a nosotros mismos: que pongamos ante Dios nuestro corazón tal como es, y no solamente como lo conocemos; también lo escondido suyo, también su oscura profundidad: que aceptemos las palabras que se dicen allí: Estoy entretejido en las ligaduras de la existencia. Pienso contantemente en lo terrenal. Odio. Deseo el mal a mi enemigo. Le aniquilaría, si estuviera dentro de mis posibilidades... Pero, Señor, me pongo ante Ti, con todo lo que hay en mí. Tú lo has de ver. Tú lo has de juzgar y ¡ojalá me salves! Si consideramos las cosas así, vemos entonces qué importantes son esos textos. Se puede decir tranquilamente: Cuanto más fuertemente nos choca su palabra, mayor ocasión tenemos de pensar que en ella nos hacemos patentes: que hemos de aceptarla, pues, y en ella ir hacia Dios, rezando.

CAMINO Y FRUTO

EL SALMO PRIMERO

Queridos amigos:

El domingo pasado hemos comenzado a reflexionar sobre los Salmos. Para entenderlos mejor, nos hemos preguntado de qué interioridad han brotado estas poesías. Se recibe escándalo de los Salmos en muchos sentidos, porque son tan humanos, tan terrenales, y en ellos emergen tantas cosas oscuras; cabe preguntarse cómo pueden servir de oración al cristiano, que ha sido educado, con el Padrenuestro, para una actitud completamente diversa. Pero todo eso, hemos visto, ha de entenderse por la disposición del hombre que dice los Salmos. Ya no es pagano. Ha percibido esa liberación que da el comprender que el mundo no es totalidad divina, sino obra de Dios; que el hombre, ciertamente, es él mismo, pero que está llamado por Dios y es responsable ante Él. Sin embargo, ese hombre no es todavía cristiano y todavía no conoce el amor redentor de Dios. Por tanto, está de camino desde lo primero a lo otro.

Desde esa situación, habla en los Salmos. Tal como es, se pone ante Dios. La escritura, pues, no dice: Odiar al enemigo tal como se hace, está bien; sino que dice: el hombre es así y tú, con toda tu superioridad ética, también eres así, a pesar de tu supuesta cristiandad. Deja venir la ocasión, y ya saldrán de tu corazón los mismos sentimientos y deseos. Y hemos tenido que recordar que el hombre moderno, después de haber hecho todo lo ocurrido en estos últimos cuarenta años, ha

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perdido todo derecho a criticar la moral del Antiguo Testamento. Tiene que callarse hasta que haya comprendido un poco de qué es responsable.

Y ahora fijémonos en el primero de los Salmos. Forma el pórtico de entrada, por el cual se penetra en el rico mundo de esas ciento cincuenta poesías, y dice así:

Feliz el hombreque no sigue el consejo de los impíos,ni anda el camino de los pecadores,ni se sienta en el corro de los burlones;

sino que tiene su gozo en la Ley del Señor,meditando su Ley día y noche.

Es como un árbol,plantado en corrientes de agua,

que da fruto a su tiempo y sus hojas no se marchitan;todo lo que emprende, le sale bien.

No así los impíos, no, no así;son como el tamo, que el viento se lleva.

No aguantarán los impíos en el juicio,ni los pecadores en la compañía justa.

El Señor se cuida de los justos,pero el camino de los impíos va a la ruina. *

La poesía es muy sencilla. No hay en ella ni una gran elevación a alturas metafísicas, si un descenso a los abismos de la existencia. Pero cuanto más se penetra en ella con la reflexión, más rica y hermosa se hace. Está construía sobre tres imágenes. Imágenes procedentes de la vida del pueblo en cuyo centro ha surgido el Salmo; pero que, por debajo de estas particularidades, llegan a las profundidades de la existencia en general; imágenes prototípicas, con que cada hombre interpreta su existencia.

La primera aparece ya en el primer verso: la imagen del camino. “Camino” es algo que hacemos cada vez que vamos a alguna parte; y siempre estamos yendo a alguna parte. “Camino” significa que se avanza desde un punto de partida; se prosigue de un lugar a otro lugar, paso a paso; y sería bueno, amigos míos, que ustedes dejaran a un lado la sensación de que esto son obviedades sobre las cuales no vale la pena reflexionar, sino que más bien echasen de ver la forma prototípica que ahí se manifiesta. “Camino” significa que cada paso se une al anterior y prepara el siguiente; que el movimiento está dirigido hacia un objetivo, al que llega por fin el caminante; que es posible fatigarse, pero también descansar; ir bien o desviarse...

* N. Del T. –La traducción que aquí doy del Salmo I responde estrictamente a la versión alemana comentada por Guardini, y no es una traducción personal y directa del mismo.

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“Camino” es una forma básica, según la cual ocurre cuanto ocurre. Cuando crece una planta; primero es una semilla, luego se convierte en germen, luego sigue formándose, paso a paso; ¿no es esto también camino? ¿El camino en el crecimiento y en la transformación de la figura? También aquí lo precedente prepara lo sucesivo. Lo posterior descansa en lo primero, y es un paso hacia lo que viene luego. Nada queda por sí solo; todo es miembro de un conjunto. También hay una orientación; la orientación hacia el devenir de esa planta, y no de otra; hay riesgo y éxito, y así sucesivamente... También en un trabajo hay camino; Yo empiezo; luego voy adelantando de etapa en etapa. No puedo hacer antes lo que es algo posterior. Todo está preparado por lo precedente, y por su parte, hace que pueda realizarse lo siguiente. También hay aquí orientación hacia un objetivo, esto es, hacia la obra terminada: peligro y superación... Camino hay también en un conocimiento personal. Encuentro a una persona, y ya queda detrás un largo camino, pues yo vengo desde mi vida; la otra persona desde la suya; y cada cual ha tenido su destino. Tiene lugar el encuentro; el ánimo experimenta una impresión; se despierta un interés; surge una confianza, y se desarrolla, de ocasión en ocasión, lo que haya de ocurrir allí; una amistad, una colaboración de trabajo, un amor, junto con todo lo que hay en ello de crisis y superaciones, de cumplimiento y desengaño. El camino es una imagen prototípica: el modo como se realiza lo finito en el tiempo. Aparece por todas partes, en la sabiduría y la poesía, en el mito y el sueño. Esta imagen es usada por el Salmo como expresión de la actividad del hombre. Ante todo, habla del camino errado. Pues al haber buen camino, también lo hay torcido; al marchar le pertenece la posibilidad del errar. El hombre que aquí habla, lo sabe; habita en Palestina y está junto al desierto. Pero ¿cómo es el camino errado? Se encuentra en la conducta del hombre, “que sigue el consejo de los impíos, anda el camino de los pecadores, y se sienta en el corro de los burlones”. Cuando uno dice al que vacila: No seas tonto, aprovecha tu ventaja. Todos lo hacen, y si tú te las arreglas bien, nadie se da cuenta ya... cuando el que así es aconsejado se deja convencer, entonces va por el camino errado... Lo mismo hace quien se considera por encima de la verdad sagrada; quien cree saber más que ella porque así lo dice tal filósofo, tal poeta; quien se ríe de los prejuicios anticuados, porque él conoce la vida y es hombre práctico... ¿Hasta qué punto hay ahí un camino? Supongamos que alguien se entrega a la posibilidad de una ganancia deshonrosa. La primera vez es difícil. Debe hacer callar su conciencia; debe superar las resistencias que le presentan la buena educación y la justa moral profesional. La vez siguiente ya es más fácil, porque se ha producido un estado de cosas que implica la disminución de la resistencia; la facilidad de seguir el impulso. Se ha formado una especie de declive hacia la falta de honradez. Eso es camino. Ninguna acción mala está solamente en el instante; siempre ha transcurrido previamente algo, y algo sigue. Aun al peor estado de sujeción –al desorden y la falta de verdad, a la pasión, al odio- algo le ha procedido, y a eso a su vez, otra cosa, y a esto, algo anterior, y al principio hubo un comienzo. Luego todo fue avance; todo abrió camino; lo hizo más ancho, liso en cuenta abajo...

Pero luego el Salmo habla del buen camino; y dice que el hombre que lo recorre “tiene su gozo en la Ley del Señor”. Mis queridos amigos, hay un modo de ver lo bueno que ya contiene en sí la probabilidad de que no se haga; esto es, cuando se piensa: debo; cuando se entiende el deber sólo como obligación. Naturalmente, el bien el bien es una obligación, que se debe hacer, pero esto constituye sólo un lado de su naturaleza; el otro consiste en que lo bueno es algo grande, y se puede hacer. Los hombres hemos recibido de Dios la posibilidad de hacer el bien; el maravilloso derecho de poderlo hacer. Saber esto, es lo que quiere decir el “gozo en la Ley del Señor”. Quien entienda la voluntad de Dios sólo como un yugo que hay que sobrellevar –y como lo hacen muchas teorías morales: siempre solamente así: debes hacer esto, no puedes hacer esto otro- no ve cómo resplandece el bien. No sabe nada de ese gozo. Pero nosotros hemos de percibirlo; hemos de sentir qué hermoso, qué sagradamente preciso es el bien.

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Luego se dice que por el buen camino va el hombre que “medita su Ley día y noche”, la ley de Dios. De día y de noche; por una vez, atrevámonos a un pensamiento de examen de nosotros mismos: ¿Qué trabajo me tomo por comprender el bien? ¿Cuánto tiempo dedico a conocer lo que mi vida es justo y es errado? ¿Qué porción le aplico yo solamente de la atención que doy al periódico? ¿No hemos de decir, prácticamente, nada? ¿Y cómo es entonces nuestro camino? Aquí dice el Salmo: El camino justo no consiste en leer todas las tonterías y, sin embargo, dejar correr la verdad sagrada, sino en penetrarla con espíritu y corazón, también dejar que cueste algo realmente ese conocimiento.

Luego, las otras dos imágenes, ambas hermosas y grandes. La una dice: El que anda por el buen camino –y dejando la imagen del camino, se evoca otra- “es como un árbol, plantado en corrientes de agua”. Pensamos en Oriente, donde el sol arde y destruye cuanto crece; pero junto a un río, que ya es por sí mismo algo precioso para los hombres de esos países, se yergue un árbol; sus raíces se agarran a la húmeda profundidad, y absorben rica nutrición; el tronco crece como una columna de firmeza; las ramas se extienden, verdean, florecen y dan fruto... También ésta es una imagen prototípica. Acordémonos del árbol de la vida, que aparece en mitos y leyendas, y que significa esa existencia que tiene forma y estatura; que llega con sus raíces a donde están las fuentes; que florece y de fruto. Así es el hombre, que tiene clara forma sensible, que está sobre suelo firme y da ricos frutos de vida –“en paciencia”, como dirá el Señor, constante y sin fatigarse -.

A esta imagen se contrapone otra tercera, para el hombre que va por el mal camino: “No así los impíos, no, no así; son como el tamo, que el viento se lleva.” Cuando el labrador de Palestina ha cosechado el grano, lo lleva a la era. La era está en alto, para que el viento sople por ella. Allí se trilla el grano, se retira la paja y queda es resto, una mezcla de grano y de tamo. Entonces el labrador toma el cedazo y aventa lo trillado. Los granos, más pesados, caen en un montón cada vez mayor –en el Cantar de los Cantares, ese montón de trigo maduro es una imagen de la belleza- mientras que el tamo es arrastrado por el viento, y luego se recoge y se quema. Tal es la imagen, y este es su sentido: El que anda por el mal camino, no llega a ser algo sólido como el grano, maduro y pesado, lleno de vida, sino como el tamo, vacío y estéril, arrastrado por todo viento, y para nada bueno, sino para arder con breve llama. ¡Qué rico es este Salmo! Solo seis versículos lo componen; pero son densos de forma y llenos de sentido. Ciertamente hay que examinarlo. Hay que someterlo a preguntas. Sólo el que pregunta de veras recibe respuesta. Ciertamente hay preguntas que no reciben respuesta, cuando el preguntado no sabe darla; como tan a menudo es el caso cuando es un hombre. Pero aquí habla Dios. Si la seriedad de la conciencia realmente quiere respuesta, y el corazón está dispuesto a recibirla, entonces la hay. Siempre que se observa el Salmo, surgen recuerdos del Nuevo Testamento. Por ejemplo, de las palabras que dice Juan el Bautista sobre el Mesías: “El que viene detrás de mí, es más poderoso que yo: yo no soy digno ni de llevarle el calzado. Él bautizará en el Espíritu Santo y el fuego”. Y luego: “Tiene en la mano el bieldo y limpiará su era: el trigo lo meterá en el granero y la paja la echará al fuego que no se consume” (Mateo, 3,11-12). ¡Las imágenes del Salmo! Cristo es Aquél que separa y pesa el fruto; lo que tiene buen peso, lo mete en la eternidad, mientras que lo vano lo abandona al viento. Del propio Cristo se dice también la otra imagen; mejor dicho, es Él mismo quien la dice: “¡Yo soy el camino!” (Juan, 14,6). Eso significa, ante todo: “Yo lo señalo”, por mandato e indicación. Pero además quiere decir que El mismo es el camino; es en las cosas de la salvación lo que en las cosas de la comunicación es el camino y el sendero. Por eso todo el que se pone contra Cristo, sale de la buena dirección, de la que lleva al Padre vivo, no está en la plaza del mercado, de tal modo que todos le puedan ver y palpar. No está sencillamente a

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disposición, ni de exigencia religiosa ni del pensamiento dueño de sí mismo. Sino que es el Dios escondido; y Cristo lo ha dicho expresamente: “Nadie viene al Padre sino por mí” (Juan, 14,6) Al Padre vamos sólo mediante Aquél que el mismo Padre ha enviado hacia nosotros. El es el camino. Quien no lo quiera andar, termina en otro lugar completamente distinto. Pero San Pablo responde a la pregunta por el Dios auténtico, que es “el Dios y Padre de Jesucristo” (Rom. 15,6). No es una divinidad alcanzable por libre experimentación y meditación, sino que es Aquél a quien se refiere Jesús cuando dice: “Mi Padre.” Ese, y sólo ése. Cualquier otra cosa lleva al extravío. Así es, nos guste o no. Todos considerarían una tontería querer llegar a una ciudad que está al Sur, yendo hacia el Norte. La inexorabilidad que determina el camino hacia el Padre es de un rigor aún diverso: de un rigor absoluto.

CUIDADO PASTORAL DE DIOS

SALMO 22

Queridos amigos:

Algunos Salmos proceden de la historia del pueblo elegido; otros, en cambio, de la vida personal de un individuo. Entre éstos, es especialmente impresionante el vigésimosegundo. Pero antes de acercarnos a él, queremos hacernos presente el ambiente de que procede, el del pastor. Se nos ha vuelto extraño. Ya no sabemos de ese mundo en que el hombre vive junto con sus animales, a los que conoce y ama, y de los que obtiene alimento y vestido; casi siempre en la soledad, con su calma, sus peligros y su misterio. Entre él y sus animales se establece como una corriente de conocimiento y cuidado siempre en vela. El los lleva a los pastos y a abrevar; los cuida cuando están enfermos; defiende de los ladrones y las fieras... De esa época habla nuestro Salmo. Según la tradición, lo compuso el mismo David, que, en efecto, llegó al ejército del rey Saúl como joven pastor de los rebaños de su padre, la honda en el bolsillo y el cayado en la mano. El pueblo elegido era un pueblo de pastores. El Génesis cuenta cómo llega el mandato de Dios a Abraham, su progenitor, en Mesopotamia, y como él, obediente a la llamada, va con sus rebaños a la tierra prometida; cómo allí su familia aumenta hasta un gran número, y luego, en tiempo de una dura hambre, huye a Egipto; a partir de allí, llega a ser un pueblo, queda en larga y dura esclavitud, y por fin es liberado por Moisés; cómo, bajo su guía, se abre paso luchando a través de los desiertos, y toma posesión de la tierra prometida. El pastor con su rebaño, es una imagen familiar desde antiguo para este pueblo, y lo que acontece entre ellos se convierte inmediatamente en símbolo para las cosas de la vida. Pero el Salmo dice así:

El Señor es mi pastor, nada puede faltarme;me deja pastar en hierba verde.

Me lleva a descansar en el agua viva,concede a mi alma reanimarse.

Por el camino recto me guía,por Su nombre.

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Y si tuviera que ir por un barranco oscuro,no temería daño: Estás junto a mí.

Tu palo y tu cayadome dan confianza.

La mesa me preparasa la vista de los que me amenazan.

Unges con aceite mi cabeza,y mi copa rebosa.

La paciencia y la gracia me siguentodos los días de mi vida,y puedo habitar en la casa del Señorpor largo y largo tiempo.

Un acento entrañable atraviesa el Salmo. El hombre que en él habla se siente miembro del rebaño de Dios y tiene segura confianza en su pastor. Este es el Señor: “nada puede faltarle”. Pues ¡qué fácilmente falta algo en una tierra que en gran parte consiste en estepa pedregosa! Tiene poca vegetación, y a menudo el rebaño tiene que buscar mucho hasta que encuentra hierba. Si realmente aparece la “hierba verde” ¡qué preciosa es entonces! Quien tenga a Dios por pastor, siempre obtendrá esa abundancia verde, símbolo de todos los buenos dones. “Me lleva a descansar en el agua viva.” En la tierra de la Biblia, el agua es rara; por eso se hace símbolo de la vida y de lo precioso. Y precisamente “agua viva”, a diferencia de la cisterna, en que sólo se ha acumulado agua de lluvia, con gusto salobre; una fuente que siempre mana y extingue gratamente la sed. Para decir qué maravilloso era el Paraíso, el Génesis cuenta de sus ríos, cuatro ríos, fluyendo en fresca abundancia, que hacen fértil la tierra. Quien se confía al cuidado de Dios, será llevado a una riqueza, cuya inagotabilidad no sólo sacia una vez y otra, sino que da seguridad tranquilizadora, y ofrece rica bebida, rebose de la vida. Allí “su alma” –y esta palabra significa toda su naturaleza viva de hombre- “se reanima”.

“Por el camino recto me guía.” Volvamos a pensar en ese país, que en su mayor parte es desierto, y por el cual cruzan caminos no muy marcados. Muy fácilmente puede allí extraviarse un pastor; ir a parar a lugares sin agua, donde el ganado muere de sed, o sitios peligrosos, donde les ataquen los ladrones. Dios “guía por el camino recto”. Pero eso lo hace “por Su nombre”. El “nombre” es la Revelación en que Dios ha manifestado quién es: el poderoso, pero también el bondadoso y el cuidador. Aquél que se ha obligado con este pueblo en Alianza sagrada. No porque, como los númenes paganos, sea la poetización mítica de la vida de un pueblo, sino porque El elige, en gracia libre, a este pueblo, lo hace portador de la historia redentora. “Y si tuviera que ir por un barranco oscuro” –según otra traducción: “por el barranco de la muerte”- “no temería daño. Estás junto a mí.” En las montañas, en efecto, puede ocurrir que el sol se ponga casi de repente, como lo hace en los países tropicales, y el pastor con su rebaño tenga que pasar por la garganta de un valle. Es algo inquietante. Pueden saltar encima fieras; pueden acechar salteadores. El rebaño sigue al pastor, apretadamente: pero no tiene miedo, pues “su palo y su cayado le dan confianza”. El cayado es el del pastor, expresión de la vigilancia, la experiencia y la tranquila seguridad del hombre que se ha acostumbrado a su rebaño y conoce las señales. A él se confía el rebaño. Quizá podríamos también pensar que el pastor, al andar, va dando en el suelo, a cada dos pasos, con el bastón, para que los animales oigan el golpe y sigan estando seguros de aquella presencia

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conductora, aun en la oscuridad. Pero por lo que toca al “palo”, quiere decir el arma que lleva el pastor para la defensa, y con l cual defiende a su rebaño. Así dice a Dios el que reza: “En Ti estoy cobijado.” A la imagen del pastor se une otra, también tomada de la realidad de ese mundo: la de la hospitalidad. “La mesa me preparas.” El caminante ha hecho un largo camino: llega ahora a casa de su amigo y se encuentra bien atendido, pues el huésped es sagrado y el anfitrión le sirve con todo lo que tiene. Pero le prepara la mesa al caminante “a la vista de los que le amenazan”. Este tiene enemigos quizá le han perseguido; ahora está cobijado, y el anfitrión, seguro de su poder, presente orgulloso reto a todos los malintencionados. Estos tienen que ver qué bien se encuentra el protegido, y se sienten incapaces, no pudiendo hacerle nada... “Unges con aceite m cabeza.” Una antigua costumbre que también encontramos con Jesús, por ejemplo, cuando se cuenta cómo es invitado a casa del fariseo, y reprocha a éste su descortesía: “Cuando yo entré en tu casa, no me diste agua para los pies; y ella” –María Magdalena- con sus lágrimas me ha lavado los pies y me los ha secado con su pelo. No me diste beso; ella, en cambio, no ha dejado de besarme los pies. Tú no has ungido mi cabeza con aceites; ella, en cambio, ha ungido mis pies con perfume” (Luc. 7,44-46). El aceite lustra el pelo, que se lleva largo. Está mezclando con especias y difunde aroma a fiesta. También ésta es una costumbre de la hospitalidad. “Y mi copa está rebosante.” No medida tacañamente, dada a la mitad, sino rebosando. “Todo te lo concedo”, dice el anfitrión que hace así. “La paciencia y la gracia me siguen todos los días de mi vida.” Lo acostumbrado es que el hombre persiga a la dicha y trate de atraparla; pero huye, y se queda con las manos vacías. Aquí es diverso, de modo feliz: “La paciencia y la gracia” mismas son las que siguen al amado de Dios, le persiguen, formalmente, revelando así una bondad inagotable. “Y puedo habitar en la casa del Señor.” Con esto, ciertamente, no se alude al Templo, sino que “la casa del Señor” es el país entero, que, en efecto, pertenece a Dios, y en que es Su huésped aquél que en El confía. Donde quiera que esté el creyente, está en la casa de Dios, recibido hospitalariamente, protegido y cubierto de ricos dones.

Hay aquí una proximidad entrañable. Confianza incondicionada, que se pone en las manos del Santo y Poderoso. Para entenderlo, debemos referirnos a la experiencia religiosa fundamental del pueblo elegido: que Dios lo ha ligado consigo de manera expresa. No se alude así a la Providencia que Dios dedica a todo lo que ha creado, sino a ese acontecimiento de que nos habla los primeros capítulos del libro del Exodo: Dios ha ido a ese pueblo y lo ha relacionado consigo de un modo misterioso. El, que no necesita el mundo –y tampoco a ese pueblo, enjuiciándolo constantemente- ha hablado, y lo que ha dicho, lo ha hecho en libertad, fundándolo en fidelidad: “Quiero habitar en medio de los israelitas, y ser su Dios” (Ex. 29,45 s.). Y también: “Quiero vivir en medio de vosotros y ser vuestro Dios, y vosotros habéis de ser mi pueblo” (Lev. 26,12). De esa unión procede la conciencia que se expresa en la imagen del pastor y de su rebaño. De ella surge esa confianza que no conoce limitaciones. Los libros del Antiguo Testamento están llenos de pasajes que muestran cómo la historia de ese pueblo se realiza por el poder del establecimiento de la Alianza. No ha existido por el arte político de sus reyes, ni por la valentía de sus guerreros, ni por la diligencia de sus trabajadores –por importante que pueda ser todo eso, naturalmente- sino por la continua actuación de la gracia de Dios. Un ejemplo solamente de ello, del Libro de los Jueces. Allí se cuenta cómo Gedeón ataca a los madianitas, las hordas árabes de ladrones, que continuamente irrumpen llegando del desierto: “Yerubbal –es decir, Geduón- se levantó muy de mañana, con todo el pueblo que estaba con él, y fue a acampar a Harod... Entonces el Señor dijo a Gedeón: El pueblo que tienes contigo es demasiado numeroso para que yo entregue a los madianitas en vuestro poder: Israel podría entonces vanagloriarse a mi costa, afirmando: Nos hemos salvado por nuestra propia fuerza. Por eso, proclama ante los oídos del pueblo: El que tenga miedo y tiemble, que se vuelva. Entonces se volvieron veintidós mil hombres

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del pueblo y quedaron diez mil. Pero el Señor dijo a Gedeón: Este pueblo es todavía demasiado numeroso. Bájalos al borde del agua, y allí los examinaré; y de quien yo te diga: Ese ha de ir contigo, ése te acompañará... Gedeón entonces hizo bajar a la gente al borde del agua, y el Señor le dijo: Los que se tiendan y sorban el agua con la lengua como los perros, ponlos a un lado, y los que se arrodillen para beber (con la mano), ponlos a otro lado. El número de los que sorbieron el agua con la lengua, fue de trescientos; todos los demás se arrodillaron para beber el agua en la mano. Entonces dijo el Señor a Gedeón: Con los trescientos que han lamido el agua, os salvaré Yo, y pondré a los madianitas en vuestras manos... “(Ju. 7,1-7). No es el pueblo natural el que aquí conduce su propia historia, sino Dios. El actúa y actuando se revela. Un maravilloso eco encuentra la imagen del Salmo en el Nuevo Testamento. Aquí aparece Jesús como el auténtico Pastor. Por ejemplo, cuando se dice: “Y Jesús recorría todas las ciudades y aldeas, enseñando en sus sinagogas, anunciando la Buena Noticia del Reino, y curando todas las enfermedades y todas las desgracias. Al ver a la gente, se compadeció de ellos porque estaban extenuados y abandonados como ovejas que no tienen pastor” (Mat. 9,35 s.). O en la comparación de la oveja que se ha perdido (Mat. 12,11 s.). Y en otras muchas ocasiones. De manera especialmente penetrante habla en el capítulo décimo de San Juan: Allí dice Jesús: “El Ladrón” –el mismo ladrón que hubiera podido acechar en el barranco de la muerte- “no entra sino para robar y matar y destruir: yo vine para que tengan vida y la tengan en abundancia. Yo soy el buen pastor.” Y luego: “El buen pastor pone la vida por sus ovejas: el contratado, y que no es el pastor, y de quien no son las ovejas, ve venir al lobo, y deja las ovejas y huye... porque está a contrata y no le importan las ovejas. Yo soy el buen pastor y conozco las mías, y las mías me conocen, como el Padre me conoce y yo también conozco al Padre, y pongo mi vida por las ovejas” (10,10-15). ¡Qué profundidad adquiere aquí la imagen! Cristo ha venido en la libertad del amor, para llevarlas a la vida; a la plenitud de la vida, rica como el agua desbordada. Las conoce, las que creen en ÉL, y ellas Le conocen. Es un conocimiento desde lo más íntimo, que se establece entre el Redentor y el redimido; estrechamente, e incluso quizá por causa del amor que allí se ha amado “hasta el final” (Juan,13,1), más estrechamente que entre el Creador y la criatura. Le importan porque son suyas, se han hecho suyas unificadas en la expiación. Y entonces, una expresión inaudita: “conoce” a sus ovejas, “como el Padre eterno conoce al Hijo, y como el Hijo al Padre”, ¿Ven ustedes cómo aquí la relación entre pastor y rebaño ha quedado asumida en el abismo de Dios? Escapa al pensamiento qué resplandor brota aquí, saliendo de la interioridad de la vida de Dios, para alumbrar al hombre que se une con Él en la fe. Más aún, dice Él: “Pongo mi vida por mis ovejas”. La unión de Jesús con los suyos pasa por lo último, por la muerte; así como también la entrega que Jesús hace de sí mismo, la Eucaristía, es un Sacramento que surge de la muerte de Jesús. En la tarde antes de su Pasión quedó fundado el Sacramento: como su Cuerpo, que por nosotros es entregado, como su sangre, que por nosotros es derramada (Mat, 26,26 s.). Pero San Pablo dice: “Siempre que comáis este Pan y bebáis este Cáliz, proclamaréis la muerte del Señor” (1° Cor. 11,26). La unidad que aquí se establece, es tan profunda como puede serlo entre quien muere y aquél por quien ése muere, cuando quien tal hace es el Omnipotente. Pero la relación –como todas las relaciones- va también en sentido inverso; y la imagen del paso por el barranco oscuro, ahora es cuando alcanza su sentido último, pues el barranco de la muerte es nuestro morir. Ahí no hay nadie con nosotros, ni padre ni madre, ni hermanos ni amantes ni amigos. Ahí no sirve tampoco la ciencia, ni el arte, ni la cultura. Solos pasamos por el oscuro barranco. Pero allí está Cristo; sólo Él, porque ÉL ha muerto por nosotros, después de haber vivido por nosotros, y luego, resucitado de la tumba, ha vencido a la muerte. Allí se ha cumplido una misteriosa unificación entre Él y nosotros. Ha entrado con tan divino poderío en nuestro destino, que en todo creyente ÉL vive su vida, como dice San Pablo: “Vivo yo, pero ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí” (Gál, 2,20). Siempre que un creyente dice “Yo”, Cristo dice “Yo” en él. Siempre que un creyente experimenta se destino. Él es quien lo experimenta en él.

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Del mismo modo, pero esta vez en sagrada correspondencia inversa, el Padre otorga lo que San Pablo pide a los suyos: “que Cristo viva por la fe en vuestros corazones, y vosotros estéis arraigados y fundados en amor, para que lleguéis a tener fuerza para comprender, con todos los Santos, lo que es la Anchura, la Longitud, la Altura y la Profundidad; y conocer el amor de Cristo, que supera a todo conocimiento, para que entréis por vuestra plenitud a toda la plenitud de Dios” (Ef. 3,17-19). Quizá ustedes mis queridos amigos, alguna vez han tenido ya el presentimiento de su propia muerte; han sentido por adelantado esa hora en que habrá absoluta soledad, cuando todo cae, todo se queda atrás. Y cuanto mayores eran las palabras que antes se dijeron, más sin sustancia desaparece lo que prometían: nación, familia, progreso, cultura. Sólo una única confianza sigue conservándose, la confianza en Cristo. Él permanece. Él va con nosotros. Él muere la muerte de cada hombre que cree en Él. Y Él le “resucitará en el último día” (Juan, 6,39).

COBIJO EN DIOS

SALMO 90 Queridos amigos:

Hoy volvemos nuestra atención al Salmo Noventa. Es uno de los más bellos; si es que tiene sentido hablar de mayor o menor belleza en palabras en que habla Dios. Al entrar el lector en el Salmo, se le abre un amplio espacio, y en él se le hace perceptible una silenciosa presencia, que es enteramente fuerza y enteramente bondad. Se le toma de la mano, y se le enseña cómo puede llegar a un entendimiento con esa presencia; y si sigue adelante, entonces se encuentra cobijado. En seguida observaremos el texto. Pero antes, dos breves indicaciones que han de facilitarnos la comprensión. En el Salmo hablan tres personas, si es que se puede contar así –y en seguida veremos por qué esta reserva. Ante todo, está el que lo dice. Ha pasado una profunda experiencia, y, por ella, habla con autoridad sobre la vida, su menesterosidad y su riesgo, y sobre lo que ocurre cuando el hombre está en confianza viva con Dios. Luego hay otro: éste no habla sino que escucha. Pero sabemos que la palabra que dice uno, sólo adquiere su plenitud por el corazón y el espíritu de quien la percibe. Por tanto, aquí debería haber una escucha profunda y buena, con la cual llegaría a plenitud la palabra del otro, el primer personaje. Y si leemos bien el Salmo, entonces, quien lee dice en cada ocasión: ¡sí yo soy ese oyente! Pero por fin, en los tres últimos versos, habla otro, que es el absolutamente auténtico; aquél que por esencia tiene derecho a hablar: Dios. Confirma que lo que ha dicho el primero, es justo... Algo más todavía, El Salmo consiste en puras imágenes. La una sigue a la otra; pero, siendo muchas, dicen todas lo mismo. Todas hablan de la opresión de la vida, la confianza del que cree de veras, y de la bondad del Dios poderoso, que nunca falta. Pero las imágenes, amigos míos, no se entienden haciendo de ellas conceptos, sino que quieren ser tomadas como lo que son, esto es, precisamente como imágenes. Hay que evocarlas ante los ojos interiores, penetrar en ellas, atravesarlas tocándolas; entonces se percibe su mensaje. Pero no es posible cuando el que las lee o las dice pasa rápidamente por ellas. Así, hay que ir despacio; volver siempre a permanecer en ellas; trasladar a las imágenes las opresiones propias, y recibir también realmente esas palabras tan consoladoras, como dirigidas a una mismo, aquí y en esta hora. Y ahora el texto:

Tú que vives al amparo del Altísimo,a la sombra del Todopoderoso,

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habla al Señor: “¡Mi refugio, mi fortaleza,Dios mío, en ti confío!”

Él te salvará de la trampa del cazador,y de la peste, que trae corrupción.

Con sus alas te ampara,en el refugio de sus plumas te cobijas,su fidelidad es para ti escudo y protección.

No temerás entonces el espanto de la noche,ni la flecha, que vuela de día;

ni tampoco la peste que se arrastra por la tiniebla,ni la plaga que devasta en pleno día.

Caen miles a tu lado,y diez mil a tu derecha,pero a ti no se te acerca.

Pero has de mirar con tus propios ojosy verás cómo se les paga a los malvados.

Pues tu refugio es el Señor,al Altísimo le has elegido por fortaleza.

No te tocará ninguna desolación,ni se acercará a tu tienda ninguna plaga.

Él ha dado orden por ti a sus ángeles,para que te protejan en todos sus caminos.

En sus manos te llevaránpara que tu pie no tropiece en ninguna piedra.

Andarás sobre serpientes y víboras,pisotearás leones y dragones.

“Me ha sido fiel, por eso le libro;le defiendo porque conoce mi Nombre.

Si me llama, le escucho;estoy a su lado en su apuro; le salvo y le doy honor.

De larga vida le saciaré,y le haré ver mi salvación.”

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Ya han visto ustedes: una imagen tras otra; a cada vez, una nueva. Todas expresan el mismo mensaje. Cada cual lo recibe de la precedente, lo refuerza y lo ahonda, y lo pasa a la siguiente; Dios es tan prudente como sabedor; tan bondadoso como poderoso; tan fiel como no puede serlo ningún hombre. Por eso está verdaderamente cobijado quien se confía a Él. Empieza el Salmo, y enseguida aparece una imagen: “Tú que vives al amparo del Altísimo, a la sombra del Todopoderoso”. Es un caminante en Palestina, un país en gran parte desierto, cuyo sol quema, y en cuyos caminos acechan peligros. Ya recuerdan ustedes cómo Jesús, en su comparación sobre el verdadero prójimo, habla del camino que baja de Jerusalén a Jericó, y en que los ladrones realizan su mala acción (Luc. 10.30). Así, pues, en esa tierra ha estado de camino el hombre, ha pasado muchas dificultades y ha soportado muchos terrores. Luego llega ante un amigo que le hospeda, y se desahoga. La sombra de su techo le reanima, y el amparo de sus paredes hace que pueda conciliar tranquilo el sueño. Quien ha reconocido en Dios a Aquel que le quiere bien, haciendo lo que Él quiere, no sólo experimenta su protección de vez en cuando, sino que “habita” en ella, como en casa y hogar, y dice con profunda certidumbre: “¡mi refugio y mi fortaleza!”. Pero en la primera imagen aparece otra, evocada rápidamente mediante una palabra. En un país asolado por nómadas ladrones, hay plazas fortificadas, en una altura, rodeadas de muros, cerrados con una recia puerta, en las cuales es posible refugiarse: “¡Tú eres mi fortaleza!” Él, Dios mismo, es la fortaleza; “en” Él habita quien confía... “Él te salvará de la trampa del cazador.” El cazador pone trampas con cebos, para atrapar pájaros y pequeñas alimañas: así están puestas para todo hombre insidias y caídas ocultas; seducciones que acechan, posibilidades de caída, ocasiones para extravío y tontería, desmesura y odio, tal como están entre tejidas en las diversas situaciones de la vida. Enseguida se nombra otro peligro, especialmente terrible para el hombre de los países cálidos: la “peste, que trae corrupción”. La espantosa epidemia, que puede llegar tan rápida sobre un pueblo, y contra la cual aquellos pueblos antiguos disponían de tan escasos remedios. “Con sus alas te ampara.” La imagen del pájaro, que con fuertes alas defiende a sus pequeños, es muy familiar a la Escritura; pensemos en el águila, que se cierne protectoramente sobre el nido (Deut. 32,11); y también en la imagen que usa Jesús, en el monte frente a Jerusalén, al ver la ciudad delante diciendo: “Jerusalén, Jerusalén... ¡cuántas veces quise reunir a tus hijos, como la gallina reúne a sus pollitos bajo las alas!” (Mat. 23,37 s.). Esta imagen se aplica aquí a Dios mismo: “Con sus alas te ampara, en el refugio de sus plumas te cobijas”. Pero a su vez en esta imagen se refleja otra: Una lucha está en curso; uno amenaza sucumbir, quizá está herido, cuando viene su amigo y pone el escudo ante él, Así hace Dios: “Su fidelidad es para ti escudo y protección”.

“No temerás entonces el espanto de la noche, ni la flecha, que vuela de día.” El espanto de la noche puede ser todo aquello que hay en la tiniebla de peligroso. Puede significar también la inquietud misma de la tiniebla, que hiere el corazón del hombre. Pero para entenderlo con más exactitud, debemos fijarnos en el modo cómo están compuestos los Salmos. Sus versículos, en efecto, se componen de dos partes, cada una de las cuales dice lo mismo que la otra, sólo que vuelto de otra manera, con otro acento, otra imagen: es el llamado paralelismo, la similitud de sentido de cada dos miembros. De aquí procede el carácter de tranquilidad y de balanceo, así como la persuasión penetrante del lenguaje de los Salmos. Por razón de ese paralelismo, en circunstancias en que no está claro el significado de un miembro, se puede entender por el otro qué es lo que quiere decir. Aquí se dice: “No temerás entonces... la flecha, que vuela de día”, esto es, el ataque enemigo, que tiene lugar de día; y tampoco “el espanto de la noche”, la sorpresa que surge en la oscuridad, y que por eso es más peligrosa. “Tampoco la peste que se arrastra por la tiniebla.” Otra vez aparece el terrible enemigo que siempre acecha en el Antiguo Testamento, y que ya ha producido tales estragos en el pueblo, y que Dios promete, a través de Moisés y los Profetas, a los renegados.

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“Ni la plaga, que devasta en pleno día.” Quizá con esto se vuelve a aludir a la peste, que se hace más peligrosa cuando crece el calor, pero quizá también a los rayos del sol, que pueden herir mortalmente a los hombres durante el día. “Caen miles a tu lado, y diez mil a tu derecha.” Las dos veces se alude al lado derecho, porque en la batalla es el lado indefenso. El guerrero lleva el escudo a la izquierda, y queda cubierto por ahí; a la derecha lleva el arma, y por allí le viene el peligro. En efecto, el Salmo habla de un peligro, que es tan grande que por ese lado indefenso caen mil y diez mil, es decir, incontables; pero a él, a él solo, “no se le acerca” la perdición, pues ahí está Dios. “Pero has de mirar con tus propios ojos, y verás cómo se les paga a los malvados”; a aquellos que se entregan a su propia fuerza, que se revelan contra Dios; que le niegan. En su suerte se hará más evidente que diverso es el destino del hombre que está con Dios en la Alianza de la perfecta confianza. “Pues tu refugio es el Señor, al Altísimo le has elegido por fortaleza.” Otra vez es la imagen de la ciudad fortificada en la altura, a la que retiran todos los que viven alrededor, por el país, cuando se aproxima el enemigo; donde también puede solicitar acogida el caminante que está lejos de su patria. “No se tocará ninguna desolación, ni se acercará a tu tienda ninguna plaga”, cuando estés de camino, y cuando, por la noche, duermas en la tienda, cuyas débiles paredes no dan ninguna protección. Y luego, esa bella imagen, que ha entrado tanto en nuestra costumbre de pensamientos y lenguaje, que ya no nos damos cuenta de su procedencia: “Ha dado orden por ti a sus ángeles, para que te protejan en todos tus caminos”; los mensajeros sagrados, los guerreros, que cumplen la voluntad de Dios, dóciles y alegres protegen al hombre que confía en su Señor. Más aún, hacen otra cosa por añadidura: “En sus manos te llevarán, para que tu pie no tropiece en ninguna piedra”. En el camino mal alisado hay puntiagudos guijarros; puede ocurrir que el hombre que va descalzo o con sandalias se haga daño. No ha de ser así; los ángeles pondrán las manos bajo los pies del caminante. También pasará por encima de lo peligroso, serpientes y víboras, leones y dragones, sin saber qué letal era todo lo que amenazaba, pues está defendido. Y entonces habla Dios: “Me ha sido fiel, por eso le libro; le defiendo, porque conoce mi Nombre”. Fidelidad respecto a Dios es fidelidad respecto a Aquel que es él mismo la fidelidad. Pues ésta es verdad; y la verdad no esclaviza; libera. “Le defiendo porque conoce mi Nombre”: la palabra lleva a profundidades cada vez más hondas, si se la sigue. Al final de esta consideración, queremos volver otra vez a esto. “Si me llama, le escucho”. La llamada a Dios no se pierde en el vacío. El Todopoderoso, el principio, antes del cual nada hay; el que es Señor, como nadie puede serlo; Él, está amistosamente para el que le llama con fe, y le “oirá”; “inclina su oído y la escucha”, como se dice en los Profetas. Sentimos el misterio de la atención de Dios. Él, que lo sabe todo, lo sabe de muchas maneras; como Creador desde el origen del ser; como juez, en la insobornabilidad de su juicio. Lo sabe también como Providente, amoroso y gracioso. Su atención misma ya es ayuda. Se extiende en la proximidad, donde Dios está “junto al “ que llama. A su vez, el misterio de que el Omnipresente no sólo esté presente con su realidad universal, no sólo mantenga en el ser lo que es y lo penetre con su poder; sino que también esté como persona, donde vive su criatura; mejor dicho, que muestre a ésta su lugar, para que con su existencia finita esté “delante” y “al lado” de Aquel que es en absoluto y en sí. Dios “le salva y le da honor”... Amigos míos, ¡qué pensamiento! ¡Qué grande, pero también qué necesario, que Dios mantenga al hombre en honor! ¿Qué sería de nosotros si el Señor sólo se nos pusiera delante en su poder? Pero Él es noble, tan noble en su sentir como grande en su poder. No quiere tener que ver con esclavos. Ha puesto las cosas en su sentido, y se complace en que sean. Ha dado su vida a los animales, y cada uno de sus movimientos es regalo de Él. Él ha puesto al hombre en el ser; mejor dicho, no le ha puesto, le ha llamado, y le mantiene en perenne llamada. Así la actitud del honor ya está en la base de su creación y aparece luego por todas partes en la Providencia, para alcanzar por fin su plenitud en ese misterio que en el Nuevo Testamento se llama filialidad divina.

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“De larga vida le saciaré.” En el Antiguo Testamento, la idea de la vida eterna no desempeña un gran papel. Durante mucho tiempo no aparece en absoluto; pero tampoco luego ejerce ningún influjo decisivo. De lo que se trata, es de la vida aquí en la tierra, con Dios y para Sus cosas. Por eso la promesa dice: Larga vida tendrá: sólo morirá cuando esté harto de vivir. Y: “Le haré ver mi salvación”. La salvación es la proximidad misma de Dios; la realidad de que Dios existe, y está atento a su criatura, por la gracia. Ya han visto ustedes qué profundo y hermoso es el Salmo. Quizá han sentido alguna vez el deseo de tener para su uso personal algunos buenos textos de oración. Pues, en efecto, se querría rezar, pero no se sabe cómo. Y rezar siempre un Padrenuestro solamente, tampoco tiene mucho sentido; al contrario, pone en peligro la sagrada oración del Señor. Sería bueno que ustedes se eligieran diez o doce Salmos, que los hiciesen totalmente propios, y que los tuvieran así a su disposición para rezar. El Salmo 90, que hemos considerado hoy, podría ser uno de ellos.

Y ahora querría volver otra vez a unas palabras que están en el tercer versículo antes del final, y dicen: “Le defiendo, porque conoce mi Nombre”. Eso quiere decir ante todo que aquel de quien se habla, sabe distinguir al Dios vivo y su servicio, de los dioses de los mitos y cultos paganos. Pues Palestina estaba rodeada de gigantescas culturas paganas: Egipto, Babilonia, Persia, Siria; dioses por todas partes. En parte, grandes figuras, en parte espléndidas, en parte terribles o incluso odiosas. Todo eso rodea al hombre que habla aquí. De él dice Dios: Entre todas las formas aparentes, que, con todo, penetran tan poderosamente en el corazón humano, éste conoce al Dios vivo, auténtico. La frase puede tener todavía otra significación. El Nombre de Dios es Dios mismo. Así dice Dios del lugar sagrado en Silo, que “primero ha hecho habitar allí su Nombre” (Jer, 7,12). Y a David le dice, por la mucha sangre que éste ha derramado, que no podrá levantar “casa a Su Nombre”, esto es, templo para Dios. Es decir, a quien conoce el santo Nombre, Dios le conoce; tiene familiaridad con él. Pero por fin hay otra cosa. ¿Han pensado alguna vez ustedes en cómo se llama Dios? Al plantear esta pregunta, la mayor parte suelen quedarse sorprendidos. ¿Tiene Dios un nombre? Lo tiene; más aún, lo ha pronunciado en aquella hora en que empezó propiamente la historia del Antiguo Testamento, en el monte Horeb. Entonces envía a un hombre, Moisés, a que vaya a Egipto y libere al pueblo. Moisés dice: “Pero cuando llegue a los Israelitas y les diga: El Dios de vuestros padres me ha enviado a vosotros; y me pregunten: ¿Cómo se llama, pues?, ¿qué les contestaré? Entonces Dios dijo a Moisés: Yo soy el que soy. Y luego continuó: Así has de decir a los israelitas: “Yo Soy” me ha enviado a vosotros” (Ex. 3,13-14). Así se llama Dios, pues. “Yo Soy” es su nombre. En él se expresa ante todo la majestad que no admite ningún nombre que venga de fuera. Pero también se dice: Dios es aquel que solamente actúa por sí mismo de modo real, y que tiene todo poder. Los hombres no “somos” auténticamente. Cierto es que somos; concedidos por Él a nosotros mismos. Pero sólo somos “ante” Él y “con referencia a Él”. En Dios, es diferente. Él es aquél cuya esencia significa que es. Un abismo de nombre. Abismo para el espíritu que lo piensa. Más profundo abismo para el corazón que lo experimenta. Si esto ocurre, en el hombre mismo, ser finito, se abre una falta radical de base que ya es respuesta, y que de otro modo él no advierte. Si ustedes, mis queridos amigos, se arrodillan y elevan su oración; y la elevan como debe ser, después de haberse concentrado y quedado en silencio –pues si no, no hay oración, sino sólo una retahila de palabras-, si están así en silencio velados, y se dicen a sí mismos: “aquí está Dios”, entonces podrían sentirse tentados a proseguir: “y también yo estoy aquí”. Si lo hacen así, ya su corazón objeta: ¡No puede ser! No puedes decir “Dios está aquí; y yo también”. Sino que si Él “está aquí”, entonces tú no estás “también”, sino sólo “ante Él”. Por en medio queda la inaproximabilidad de su majestad. Entonces puede obtenerse la gracia de percibir el nombre de Dios. Pero este Dios, que es pura realidad por sí mismo y en sí mismo, es Aquel a quien nos lleva este Salmo a ponernos de acuerdo con Él. De aquí surge una gran confianza.

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CONOCIMIENTO DE DIOS

SALMO 138

Queridos amigos:

Hoy nos fijaremos en el poderoso Salmo 138, el cántico del Saber de Dios. Pero antes, como tantas veces hemos hecho en nuestras consideraciones, queremos obtener un punto de partida en nuestra propia experiencia. Concretamente, preguntándonos en qué posición está el hombre actual respecto a la verdad, al ser conocido. La Naturaleza contiene formas en una abundancia tal que se pierde de vista; cosas y acontecimientos en una muchedumbre y variedad inconmensurables. Se elevan hasta lo inalcanzable grande, y descienden hasta la imperceptiblemente pequeño. Se determinan por leyes, se sacian de sentido. Están en relaciones y ordenaciones de la índole más diversa... Todo eso ¿es sabio? El hombre actual dice: El mundo es algo que existe, pero él mismo, en cuanto conjunto, no tiene conciencia, ni está en una conciencia. No tiene nada que ver con la verdad, solamente con la realidad. Sólo se puede hablar de un conocimiento cuando el hombre conoce el mundo. Sólo el hombre aporta la verdad al mundo. ¿Cuánto tiempo hace que hay hombres? La ciencia dice: algo así como un millón de años. ¿Y cuánto tiempo estarán? La ciencia puede intentar una valoración: mientras que el enfrentamiento de la tierra no la haga congelarse. O bien, según hoy debemos decir, conforme a la marcha y la naturaleza de la historia: mientras que el hombre de saber de la investigación y el afán de poderío de la técnica no destrocen las condiciones de la vida... Mientras dura ese intervalo -¡qué corto en comparación con la duración del Universo! –brilla la luz del conocimiento, que encuentra verdad, llegando a donde llegue la existencia del hombre. Pero ¿qué es eso frente a la tiniebla espiritual que había antes, y qué habrá después? ¿Y dónde están los hombres? En el pequeño corpúsculo de la tierra, que desaparece en el Universo, y aun eso, solo en la parte habitada de su superficie. Pero ¿y en los otros cuerpos celestes? ¿Y en los espacios interestelares, inimaginablemente grandes y vacíos? ¡Y qué débil es el conocimiento, donde lo hay! Quien ha trabajado honradamente al servicio de la verdad, está en condiciones de formarse un juicio, y luego al mirar alrededor ha visto lo que en realidad se esconde atrás, cada vez que la gente declara en la conversación, en los diarios, en discursos y artículos, en informes, testimonios y juicios: esto y aquello es así; las cosas han pasado de este modo; éste ha hecho eso o lo otro; estas cuestiones están de tal o cual modo. ¿Quién, al observarlo, no ha quedado en definitiva desanimado, ofendido, incluso hastiado por la frivolidad con que se afirmaba la verdad donde no la había? ¿Qué sabe el hombre de aquél que debería serle conocido ante todo, del hombre mismo? Por un lado, demasiado; la antropología, entendiendo la palabra en su más amplio sentido, avanza incesantemente, y la abundancia de lo averiguado se pierde de vista. Pero está claro lo que es “el hombre”? A veces se diría que cuanto más antropología hay, menos se comprende de la auténtica esencia del hombre. Uno sabe del prójimo tanto como para poder tratar con él: por la calle, en la familia, en la vida de la economía o del derecho, superficialmente, aproximativamente. Pero ¿sabemos más profundamente lo que pasa con los que van por la calle, con los que están a nuestro lado en los talleres, en las oficinas, en los cargos? ¿Sabemos de su vida interior? Un poco de su superficie, algunos rasgos de carácter, algunas costumbres: por debajo se penetra en lo desconocido. Quién está más estrechamente unido a otra persona, ve más, ciertamente; el padre, la madre, el enamorado, el amigo. Pero ¿entra su mirada realmente a lo interior, hasta el sentir del corazón, hasta lo hondo del modo de ver, hasta la más íntima menesterosidad? ¿Y no ocurre que precisamente el amor muchas veces se equivoca al mirar? Pues en lo más hondo, allí donde el hombre se tiene a sí mismo entre manos, donde se anuda su destino; allí no penetra en absoluto su mirada. Nuestro conocimiento es una islita de claridad; en torno de él, hay oscuridad, hasta perderse de vista.

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¿Piensa así también la Revelación? ¿Piensa que el mundo es una interminable tiniebla espiritual de ausencia de conocimiento, en que se forma un poco de luz allí donde vive un hombre, pero apagándose al cabo de poco tiempo, y quedando todo otra vez oscuro y mudo? ¿Piensa así? No, sino que dice: El mundo es conocido. Todo él. Todo individuo, todo conjunto y la totalidad: su abundancia de ser como su abundancia de valor, su esencia como su sentido. No existe ese mundo de que habla la época moderna, que yace en la tiniebla del mero existir. Su concepto de él, es un concepto de rebelión; paganismo deliberadamente querido. Sino que el mundo es conocido por su base y desde su principio, pues ha sido creado. Conocido por Aquél que lo ha creado. Su conocimiento no llega por añadidura al ser, de tal modo que primero existiera el mundo, y luego la mirada de Dios se dirigiera a él y lo penetrara, sino que es conocido aún antes de ser. Cuando se hizo, el acto de omnipotencia que lo creó, fue a la vez acto de saber total, que lo mantuvo en la luz, Sólo existe en absoluto a partir del conocimiento creador de Dios. En el prólogo del Evangelio de San Juan se dice: “En el principio estaba la Palabra”. No la acción no el poder, sino la verdad, que se abre en la palabra. Pero “Palabra”, “Verbum”, “Logos”, no es más que otro nombre para el eterno Hijo de Dios. Es la verdad por esencia, pues en Él se hace patente el mismo Padre. “Y la palabra existía en Dios”; dicho de otro modo: el Hijo eterno estaba vuelto al Padre, nacido de la verdad y respondiendo en verdad. “Y la Palabra era Dios”, existiendo en la eternidad. “Todo”, todo lo creado, “se hizo por ella, y sin ella no se ha hecho nada en lo creado”. Inauditas frases. Insondables, inagotables. Pero toda chispa que se reciba de ellas, ilumina el espíritu y adoctrina el corazón. En ellas se dice que desde “el principio”, desde la raíz del mundo, desde su pura realidad, no hay ninguna tiniebla, porque todo está en la luz del conocimiento de Dios. Y que está en el hombre el tomar conciencia de esa luz, o dejarla en el olvido. Pero esto puede ocurrir tan completamente y de raíz que la obra del Logos se convierta en la oscura impenetrabilidad de la “Naturaleza” en el sentido moderno. Así también nosotros somos luz. También estamos creados por el poder de Dios, que es sinónimo de Su verdad. También nosotros estamos penetrados por el conocimiento de Dios hasta lo más hondo de nuestro ser, desde la base de nuestra condición creada, lo sepamos o lo hayamos olvidado: lo queremos, o nos rebelemos contra ello. ¡Qué pensamiento: Todo cuando existe, es conocido! Todo se mueve en el espacio de la luz de Dios. Todo habla. Todo expresa, por su esencia y condición, la imagen de la verdad, que Dios había puesto en ello con Su pensamiento al crearlo. Pero nuestro propio conocimiento no es una iluminación del mundo con poder independiente, sino el esfuerzo por seguir las líneas de sentido que en el principio trazó el conocimiento de Dios. Y nuestro conocimiento propio es el intento de seguir con el pensamiento lo que Dios sabe de nosotros. Mi verdad está en su saber; y sé tanto de mí mismo realmente, cuando me conozco por Él. Pero al observar más de cerca este pensamiento, da lugar a un sentimiento muy dividido. Es felicidad. Nuestro espíritu se ensancha. ¡Qué grande es que todo esté en la verdad! La falsedad es sólo una franja de sombra entre nosotros y la s cosas. En realidad, y por esencia, todo está en la verdad; las cosas, y también yo. Mi espíritu y mi cuerpo, mis potencias y facultades; todo está en la luz de Dios. Pero luego se vuelve del revés este sentimiento. En mí, ¿todo es conocido? Que lo mío esté en la claridad, sin penumbra ni malentendido, es tranquilizador, es grande, ah, ciertamente. Pero que todo se sepa, todo lo que yo soy y hago y pienso... aquí puede invadirnos el terror.

De esa lucha de sentimientos surge el Salmo a que nos referimos. Es muy largo, no podemos entrar en él entero ni en todos sus detalles. Oigamos un fragmento de él:

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Señor, Tú me examinas y me conoces;donde me siente o me levante, sabes de mí.

Mis pensamientos los conoces de lejos;lo mismo si ando o si me tiendo, lo tienes ante tus ojos,todos mis caminos te son conocidos.

Y todavía no me ha llegado a la lengua una palabracuando, mira, Señor, ya la conoces entera.

Por detrás, por delante me rodeas,y Tu mano me la has puesto encima.

Demasiado maravilloso es para mí ese saber,demasiado alto: no lo entiendo.

¿A dónde podría ir, alejándome de Tu espíritu?¿A dónde huir de Tu mirada?

Si subo al cielo, allí estás;si me meto en el abismo infernal, allí también estás.

Si tomo las alas de la aurora,si voy a hundirme al extremo del mar,

allí también me conduce Tu mano,Tu diestra me sostiene.

Pero si digo: Que me cubra la tiniebla,que me rodee la noche en lugar de la luz,

tampoco la tiniebla será oscura para Ti;igual que el día te alumbrará la noche,y la tiniebla será para Ti como luz.

Pues Tú has formado mis entrañas,me has tejido en el seno de mi madre.

Te alabo por haber sido formado tan maravillosamente,porque tus obras son tan dignas de pasmo.

Tú conoces mi alma hasta el fondo;mi ser no está oculto ante Ti,

cuando fui formado en la tiniebla,cuando fui tejido en el seno de la tierra.

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Tus ojos ya veían mis acciones;todas están señaladas en Tu libro,marcados todos los días antes de que hubiera ninguno.

Si nos hemos fijado atentamente en las palabras, hemos notado en el espacio una fuerza, un poder luminoso que todo lo penetraba. Ya hemos hablado de que sólo entendemos la piedad del Antiguo Testamento si tenemos en cuenta que en él todo está penetrado por la gran experiencia de la realidad de Dios. Para aquellos hombres Dios no era sólo una idea, una base del mundo, un vivir indeterminado, o incluso sólo una experiencia interior: para ellos era más real que el suelo que pisaban. Y no real en general, sino aquí, ahora, en cada hora de la vida porque toda su historia había de ser solamente acontecida por la presencia activa de Dios. Y ese Dios, a su vez, era conocimiento. En el Génesis hay un pasaje notable, que cuenta cómo Agar, la criada de Sara, fue echada por su señora al desierto. Allí se sentó junto a un pozo, perpleja sobre lo que haría. Entonces se le aparece Dios y le dice que tiene que volver a la casa donde servía. Pero luego se cuenta: “Al Señor que le había hablado, Agar le dio este nombre: Tú eres el Señor de la Visión; pues, dijo: ¿No he visto ciertamente a aquél que me ha visto? Por eso se llama ese sitio Pozo del que Vive y Me Ve: está entre Cades y Bared” (Gen. 16,13-14). ¿Sienten ustedes qué poder hay en las palabras “Me ve”? ¿Y qué fuerza de verdad, que no puede ser contenida por nada? ¿Y esa mirada que se dirige a los hombres, mejor dicho, en cada ocasión “a mí”?. De esto es de lo que habla el poeta de nuestro Salmo. Y ahora pueden ustedes mismos tomar el Salmo y meditarlo en el silencio de una buena hora; pueden compenetrarse interiormente con el hombre que habla en él; quizá les será otorgado entrever un poco la mirada de los grandes y tranquilos Ojos.

¿Sienten ustedes cómo esa mirada penetra cada vez más? ¿Cómo intenta el hombre si no sería posible evadirse al conocimiento de Dios? Pero Él lo atraviesa todo... O escapar a Él, subiendo quizá al cielo; pero allí está Dios desde siempre. O en lo hondo del abismo: “Mira, allí también estás”. O si tomara “las alas de la aurora”. Tan pronto como sale el sol en el claro aire de Oriente, la claridad cae sobre la tierra de un solo golpe: si el hombre pudiera huir tan de prisa como se lanza la luz de la mañana sobre la tierra, muy lejos, hasta “el extremo del mar” –no el que limita Palestina, sino el mar del mundo, que no tiene otra orilla- allí también le “conduce Tu mano”. No podría dar un paso si Él no le sostuviera. Caería en el vacío si no fuera así, pues sólo hay que caminar porque Dios da el camino y el paso. O cuando el poeta trata de medir qué que hondo penetra el conocimiento de Dios, y tiene que decirse que Dios no ve sólo los cuerpos, sino también las almas; y en las almas, el curso de los pensamientos; y estos pensamientos, ya “desde lejos”, es decir, cuando todavía están de camino desde el fondo del alma hasta la claridad de la conciencia, y todavía muy remotos: ya entonces los conoce Dios. Algo aún más atrevido: Cuando todavía no había nacido, cuando era “tejido en el seno de la tierra” –van juntas las imágenes la madre de ese hombre y la madre de todo viviente, la tierra- ya Sus ojos vieron lo que después haría el que entonces estaba haciéndose. Ninguna distancia en el espacio, ninguna lejanía del espíritu, ningún velamiento en lo que todavía no ha ocurrido, es capaz de eludir algo a la mirada de Dios.

Esta es la gran verdad del saber de Dios. Siempre, según como se ponga uno ante ella, se convertirá en consuelo, pero también en temor, pues este saber es juicio por sí mismo. Si Dios lo sabe todo, conoce también mis acciones, las buenas como las malas. Y no sólo lo que hago, sino también por qué; por cuáles intenciones y con qué finalidades, patentes y escondidas. Y no sólo lo sabe, sino que lo enjuicia; lo pone en su medida; y la medida tiene validez, sin error ni inseguridad. Ahí se hace evidente qué soy yo, cómo están los hombres respecto a mí, piense yo lo que piense de mí mismo. Ahí está la seriedad última de la existencia –y ¡qué pesadamente puede caer sobre el ánimo!

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Pero no sólo ocurre, amargamente, que estamos juzgados por el Juez en quien no cabe influir, sino que también estamos de acuerdo con el Señor de toda misericordia. Aquí habla el hombre: Señor, ya sé que no me sostengo ante Ti. Donde quiera que me mires, encuentras algo malo. Yo mismo lo veo ya: cuanto más Tú, a quien están “abiertos los corazones de los hombres”. ¡Y sin embargo! Estoy de acuerdo con que Tú me ves. Quiero estar en la luz de Tu mirada. Todo lo que haga lo hago entrando en Tu verdad. Hay un saber que es sólo saber, sólo afirmación de la verdad. En éste no hay misericordia. Pensemos en el modo cómo un investigador dirige sus aparatos al objeto que investiga; o cómo un fiscal implacable presenta lo que ha hecho el acusado. El conocimiento de Dios no es así. Es lo mismo que su amor. Adonde se dirija, Él mismo lo ha creado, y lo mantiene constantemente en el Ser. La verdad de Dios es pensamiento, pero también corazón; es luz, pero también ardor. Y el hombre que se une con Dios, el que cree –y “creer” significa “estar prometido” con Dios- el que así lo hace, dice: Tú de saberlo todo. Mi naturaleza y mi acción y mi sentido. Mi gozo y mi dolor. Lo logrado y lo fracasado. Lo que tengo, como lo que he perdido. Lo bueno y noble, pero también lo malo, lo feo, lo bajo y lo vergonzoso. ¡Todo ha de entrar en Tu luz! En ella es asumido todo; aun lo peor. La luz de Dios es amor y redención: todo lo llevará a su bien.

EL DIOS VIVO

SALMO 113

Queridos amigos:

El Salmo113 está dominado por un acontecimiento que se ha grabado profundamente en la memoria del pueblo elegido: la liberación del cautiverio en Egipto, y el largo camino a través del desierto, hasta la tierra prometida. Empieza con las palabras:

Cuando Israel salió de Egipto,la casa de Jacob, de entre el pueblo extraño,

Judá se hizo santuario de Dios,Israel fue Su reino.

Antes, Israel había sido propiedad de sus dominadores y había tenido que prestarles su trabajo; colaborar en la construcción de las ciudades y fortalezas de Egipto, en los templos de sus dioses y en las pirámides de sus dominadores. Ahora se convertía en “santuario de Dios”, en reino de dominio y residencia de Aquél que les ha elegido. La liberación y el caminar por el desierto se han grabado imborrablemente en la conciencia del pueblo; encontramos sus huellas en los escritos del Antiguo Testamento, una vez y otra. Pero ¿qué ha hecho que hayan entrado de este modo en su ánimo? Ante todo, esa época representa la época heroica del pueblo; su entrada en la Historia, rodeado tormentosamente de peligros, luchas y grandes gestas. Pero luego hay también algo más, y debemos darnos cuenta claramente de su significado, porque de otro modo no comprendemos la índole peculiar de esa existencia nacional. En el Sinaí, donde “el Señor habló cara a cara con Moisés, como uno habla con un amigo”, en la profunda conciencia de esa benignidad, el Elegido dice a Dios: “Si no vienes Tú mismo, no nos hagas abandonar este lugar. Pues ¿en qué conocerán que he encontrado gracia ante tus ojos, yo y tu pueblo? ¿No será en que Tú vendrás con nosotros de camino, por lo que se nos distinguirá, a mí y a tu pueblo, de todos los pueblos que hay en la faz de la tierra? Pero Dios contesta: Haré también lo que me has

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pedido, porque gozas de mi gracia, y te conozco por tu nombre”. (Ex. 33,11 y 15-17). Y se dirá también luego que el Señor “fue delante de ellos”, y esa marcha de Dios ante su pueblo tuvo un signo misteriosamente expresivo: la nube sagrada. En el mismo libro del Exodo se dice: “La nube cubrió la Tienda de la Reunión, y el fulgor luminoso del Señor llenó la morada. Moisés no podía penetrar en la Tienda de la Reunión, pues la nube se cernía sobre ella y el fulgor del Señor llenaba la Morada. Cuando la nube se levantaba de la Morada, entonces los israelitas se ponían en marcha. Pero si no se levantaba la nube, esperaban para seguir hasta que se volviera a levantar. Pues la nube del Señor estaba sobre la Morada del Señor durante el día; de noche, un fuego brillaba en ella, ante los ojos de toda la casa de Israel, durante todas las etapas” (Ex. 40,34-38). Dios habita entre ellos. En una tienda, como ellos mismos; ciertamente, separado de toda aproximación insolente por un mandato terminante. Pero ¿qué significa entonces que Dios camine con ese pueblo; que habite en medio de él; que, como acabamos de relatar, por boca de Moisés dé instrucciones y razones; que combata en sus batallas y cuide de sus necesidades? Si se hubiera objetado a alguien que hubiese estado entonces allí: Dios está en todas partes, ¿cómo podía habitar entre vosotros y andar delante de vosotros?. Entonces ése habría respondido: Ya sé que está en todas partes; pero estaba con nosotros, y anduvo con nosotros, y dio razón, y luchó en nuestras batallas. Eso lo hemos percibido, y fue tan real como que el sol trazaba su camino por el cielo y el suelo sostenía nuestros pies. Aquí está el misterio que se extiende por toda la historia de la Revelación: Dios, que es de modo absoluto, y que por lo tanto existe en todo lugar y todo tiempo, puede aparecer en una hora determinada de una vida humana, es decir, en la Historia, y lo ha hecho una vez y otra. Esto no sólo significa que se le hubiera percibido como cercanía, o que su auxilio se hubiera hecho eficaz; con tales explicaciones se borra lo peculiar. Más bien se dice exactamente aquello que choca a todo racionalismo: una entrada expresa de Dios en la finitud, en lugar y hora, que luego llegó a su extremo en la “plenitud del tiempo”, mediante la Encarnación del Hijo de Dios, de tal modo que se pudo decir que tubo lugar en ese sitio y no en otro; en ese año, no antes ni después; que anduvo por ese camino, y que habló a esas determinadas personas. Un gran misterio, pero que forma el núcleo esencial de la fe cristiana. Empezó cuando Dios se aproximó a su pueblo, en una venida expresa, maravillosa y terrible, al establecer su Alianza con él en el Sinaí. Se fue cumpliendo en la larga emigración por el desierto. Y cuando el pueblo llegó a su meta, se realizó en el Templo de Jerusalén. Allí habitó Dios; no sólo experimentado psicológicamente, sino de modo real, vivo, demorándose personalmente allí. Esa presencia de Dios fue la causa de que el tránsito por el desierto, y lo que ocurrió en él, quedara tan grabado en la memoria del pueblo de Israel. A partir de este hecho enorme, todo quedó rodeado de misterio y lleno de significado eterno. Ahora entendemos la atmósfera de los siguientes versos:

El mar lo vio y huyó,el Jordán volvió atrás su curso.

Las montañas saltaron, como carneros,y los cerros como corderos.

¿Qué te pasa, mar, que huyes,y a ti, Jordán, que vuelves atrás,

y a vosotras, montañas, que saltáis como carneros,y a vosotros, cerros, como cordero?

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Tiembla, tierra, ante el rostro del Señor,ante la cara del Dios de Jacob,

el que cambia las rocas en rebose de agua,y la piedra en fuente que mana.

De lo que se habla ahí, es del tránsito por el Mar Rojo al comienzo de la emigración, y del cruce del Jordán, a su final. Luego se habla de fenómenos sísmicos, quizá de la conmoción del Sinaí por la apariencia de Dios, tal como se cuenta en el capítulo 19 del libro del Exodo. Y por fin, de la sed en el desierto, para la cual Moisés, sobre promesa de Dios, sacó el agua golpeando la piedra (Ex. 17,2 sig.). Pero todo ello está rodeado de una atmósfera misteriosa: el mar “huye”; el Jordán se “vuelve atrás”; las montañas, “saltan”. No son sólo imágenes poéticas, sino expresión de lo enorme que entonces estableció su dominio. Así se eleva el cántico de alabanza:

No a nosotros, Señor, no a nosotros,no; a Tu nombre da gloria,por tu gracia, por tu fidelidad.

¿Qué dicen los paganos:Dónde está su Dios?

En el Cielo está nuestro Dios;todo lo que le agrada, lo ha hecho.

Lo que ahí ha acontecido, debe tener, sin embargo, su lugar adecuado. El autor del Salmo no quiere escribir un cántico heroico. No le interesa la grandeza nacional, ni la gloria de personalidades descollantes en la historia de Israel; un Moisés, un Saúl, un David. Lo que proclama, es la gloria de Dios; lo que se dice, es oración y confesión. Israel desempeña un papel peculiar en la historia de los pueblos. El destino que le fue deparado, era grande y a la vez duro. No se sostenía por su propia fuerza, ni tampoco por amistades o alianzas con otras naciones. Entre él y todos los demás, por más que estuvieran en relación de parentesco nacional con Israel, siempre se eleva la inexorable muralla de que Israel había sido elegido y llamado por Aquél que no era un dios de comunidades históricas, sino Aquél que había rechazado toda denominación por parte del mundo, contestando a la pregunta de Moisés “Yo soy el que soy”. Israel era su pueblo. No tenía otra determinación esencial. Todos los demás pueblos, en cambio, eran “paganos”, que para confirmar su historicidad natural se hacían sus dioses de cada ocasión; egipcios y babilonios, persas y sirios, griegos y romanos. Esos dioses estaban ligados, en su ser o no ser, a la vida de sus creadores. Si se hundía el pueblo Egipcio, se desvanecían también sus dioses. El Dios de Israel, en cambió está “en el Cielo”, más allá de la realidad terrenal, por derecho propio y con realidad eterna. Los dioses de los paganos viven y actúan como deben, porque no son sino la expresión religiosa de las fuerzas de la existencia. Él, en cambio, es el Señor: Señor de sí mismo, y por tanto, Señor de todo lo que es, y “ha hecho” todo lo que le agrada. En el tiempo de que habla el Salmo, le ha ocurrido algo especial al pueblo elegido. Ha salido físicamente de la esclavitud política; pero también ha salido espiritualmente del mundo del paganismo. Al ser alcanzado por la llamada de Dios, se desprendió del ambiente en que había vivido durante siglos, y salió a los peligros del desierto, percibiendo del modo más intenso quién era Aquél tan poderoso y misterioso, por cuyo mandato era llevado y de cuya cercanía estaba rodeado. El pueblo de Israel había tenido ocasión verdaderamente de ver lo que son los “dioses”; en Egipto, con sus antiquísimas mitologías, sus enormes templos, sus innumerables imágenes; espléndidas

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construcciones del poder humano, pero a la vez profundas degradaciones del verdadero Señor del mundo. Había recibido el poder mágico de ese mundo: ahora experimentaba la señorial realidad del que Vive, la abrasadora santidad de Su cercanía. Ahora conocía la diferencia. La existencia creyente empieza con la distinción entre los poderes de la Naturaleza y de la labor humana, y Aquél “que es”. De esa distinción depende todo. Esa distinción llega aquí a su plenitud. Tan tajante, cortando de tal modo toda ambigüedad, que encuentra expresión en palabras de grandiosa ingenuidad:

Pero sus ídolos son plata y oro,obras de mano del hombre

Tienen labios y no hablan,tienen ojos y no pueden ver;tienen oídos y no oyen,tienen nariz y no pueden oler.

Tienen manos, y no tocan,tienen pies, y no caminan,de su garganta no sale sonido.

Esas imágenes, a menudo espléndidas desde punto de vista artístico, de mágico influjo para el sentir inmediato, quedan como desnudas a los ojos del aquí habla: “obras de mano del hombre”. En los Profetas se encuentra una palabra aplicada a los dioses, que, por decirlo así, los apaga: son “nadas”; la nada en figuras. Isaías dice: “Vuestro país está lleno de ídolos: incontables son sus imágenes... Pero esos dioses se desvanecen por completo” (2,8 y 18). Y Jeremías: “¿Una nación cambia de dioses? No son dioses siquiera. Y mi pueblo ha cambiado su Gloria por una Impotencia!” (2,11). Ciertamente, no es que no sean nada por completo: en ellos adquiere forma una potencia religiosa natural, y a menudo, una profunda experiencia del mundo. Pero la mirada que da el encuentro con el Dios vivo, entra hasta la médula. Ve a través de todo lo que el hombre hace como imagen de Dios en un sentido religioso, filosófico, estético, político y como sea; y ve: Ahí no hay nada. Tan grotesca se hace la contradicción entre la Majestad auténtica y la impotencia verdadera; entre el lujo de monumentos, arte y solemnidad, por un lado, y por el otro el vacío de las imágenes de dioses, a que ese lujo sirve, que el Salmo empieza burlándose de ellos: Tienen ojos y no ven; tienen oídos y no oyen; ¡no son nada!. El hombre culto actual se rebela ante tal modo de hablar. Le parece falta de cultura y fanatismo. Cierto es que no todos pueden hablar así; pero el que aquí lo hace, has tenido la gran experiencia que no conoce el hombre culto incrédulo, y que, sin embargo, lo decide todo. Por ella tiene razón él, divinamente. La historia entera del pueblo elegido está dominada por esa experiencia fundamental. No significa que entonces todos hubieran sido piadosos y obedientes. Los unos lo fueron; otros no, quizá muchos no. Entre ellos ha habido situaciones muy malas, derecho de violencia, doblez, corrupción de costumbres, impiedad; los Profetas tiemblan de indignación ante ello. Pero para el conjunto de la conciencia de ese pueblo, Dios era realidad viviente, mientras en torno las figuras y mitos de dioses llenaban el mundo, a menudo conformados por el gran arte, interpretados por profunda sabiduría, pero en definitiva, siendo nada.

Después dice:

Como ellos se harán los que los hacen,todo el que ponga en ellos su confianza.

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Este versículo nos ocupará especialmente al final de nuestra consideración; así lo dejaremos estar por ahora.

Luego sigue el Salmo:

La Casa de Israel confía en el Señor,Él es su auxiliador y su escudo.

La casa de Aarón confía en el Señor,Él es su auxiliador y su escudo.

Todos los que temen al Señor, confían en el Señor.Él es su auxiliador y su escudo.

Frente a los vacíos dioses e ídolos, se eleva el Dios viviente, que se ha revelado al pueblo elegido en el Sinaí; “el Señor”, que no necesita de nada; el que no depende de ningún pueblo, pero que ha llamado a uno por gracia libre, para que sea Su pueblo, y Él sea su Dios, y en el transcurso de la Historia Sagrada, lleve la salvación desde él a todos los pueblos. En Él confía “la casa de Israel”, “la casa de Aarón”, dos estirpes del pueblo, nombradas por todas las demás. En Él confían “todos los que temen al Señor”. Temer a Dios no significa tener miedo de Él, sino percibir en Él al Santo; al Inaproximable, acercándose a Él sin embargo; al Unico Real, que vuelve Su terrible poder hacia los suyos en la gracia. Es, ante todos echarse atrás ante todo lo que le contradiga; pero a la vez confiar en Él, sin límites, más allá de todos los poderes finitos.

De Él viene también la “bendición”. Sólo puede bendecir quien puede crear. El bendecir es en cierto modo una continuación de la creación, a lo largo del tiempo. Hace que lo que ha llegado a ser, tenga consistencia; que prospere lo que está llegando a ser; que lo vivo se haga fértil.

El Señor se acuerda de nosotros;Él nos bendecirá.

Bendecirá a la casa de Israel,bendecirá a la casa de Aarón.

Bendecirá a aquellos que le temen,a los pequeños como a los grandes.

Esa bendición viene de la profundidad sagrada, de la interioridad de Dios, si así se puede decir; de su intención para con los suyos, de quienes “se acuerda”; a los que no olvida, sino que los tiene presentes sin alteración. Y entonces, frente a las palabras meditadoras y orantes, aparecen otras; como se tiene que suponer, nacidas de la acción. Un portador del supremo poder, quizá un sacerdote, toma, por decirlo así, la bendición de Dios en su poder, y la expresa en frases litúrgicas:

El señor os haga aumentar,a vosotros y vuestros hijos.

Y sed benditos del Señor,que ha hecho el cielo y la tierra.

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A ello responde el coro de los así bendecidos.

El cielo es el cielo del Señor,la tierra se le ha dado a los hombres.

No alaban al Señor los muertos,ni ninguno de los que bajan a la profundidad;

sino nosotros alabamos al Señor,ahora y en la eternidad.

De nuevo la alusión inalcanzable majestad de Dios; el cielo es su reino, a Él reservado. Pero también ha dado a los hombres un reino: la tierra.

Un hondo sentimiento se abre paso: el de tener derecho y poder en la tierra para vivir y trabajar. Los que hablan aquí, se penetran de las raíces de su ser. Están en la tierra; pero Dios se la ha regalado. Este sentimiento es más fuerte por lo mismo que el hombre que aquí habla, todavía no tiene conciencia auténtica de la vida eterna. La muerte, ciertamente, no es una extinción, pero significa un “descenso a la profundidad”, a un reino de sombra bajo la tierra. Así se concentra todo el sentimiento de ser, vida, captación del mundo, y trabajo en el plazo que está concedido en la tierra. Pero no hay que subrayar especialmente que esto no tiene nada que ver con el materialismo. Más bien un significado especial en e l conjunto del orden de salvación, sobre el cual, sin embargo, no podemos hablar aquí. Pero ahora hemos de volver al versículo que dejamos a un lado, y que habla de los dioses y las imágenes de dioses de los paganos:

Como ellos se harán los que los hacen,todo el que ponga en ellos su confianza.

Una frase terrible; sobre todo, con vistas al esteticismo y la frivolidad con que hoy se habla de dioses. Hemos de entenderla partiendo del fondo de esas palabras de Dios que forman la manifestación fundamental de la esencia humana. Están en el primer capítulo del Génesis, y dicen así: “Dios dijo: Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza”. Entonces Dios, que está por encima de toda imagen, creó un ser en que aparece su gloria. Traduce –si así podemos expresarnos- su infinita plenitud esencial, que no cabe describir con nada, a una imagen finita, y ésta es el hombre. El hombre es semejante a Dios; pero ¿en qué consiste esa semejanza? La Escritura la determina diciendo que Dios mismo reina, y ha concedido al hombre reinar también. Este “también” hay que entenderlo debidamente; Dios reina por esencia, porque es Dios; el hombre, en cambio, por gracia, porque Dios le concede que pueda reinar. Está en obediencia ante Dios; por eso el mundo le obedece. Conociendo, valorando, actuando, dando forma, hace que el mundo sea su reino; y como él mismo está al servicio del supremo Señor, su reino se hace reino de Dios. Esta es la semejanza. Si el hombre hubiera permanecido así, se habría hecho cada vez más semejante a Dios. Cada vez más plenamente habría tomado el mundo como propio, devolviéndolo a Dios en amor cada vez más puro. Pero se reveló: reinó por gracia propia; quiso tener el mundo para sí mismo. El resultado fue que quedó sometido al mundo. Había traicionado al verdadero Señor; por ello el mundo se hizo su Dios. De ello son expresión los dioses: representaciones del poder que alcanzó el mundo sobre el hombre, cuando éste se desgajó de Dios. Así, el hombre que debía hacerse semejante a Dios, se hizo semejante a los dioses. Pero lo que eso significa, puede hacerse más evidente si no se piensa sólo en Apolo y Atenea, sino que se mira también a tantas figuras terribles y espantosas, a las que han dado gloria divina los hombres. Entonces la mirada queda lo bastante desilusionada y fría como para ver también el helado vacío, la impersonalidad que hay aun en las más brillantes figuras del Olimpo.

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Es una verdad que debemos aplicarnos a nosotros mismos. Lo que es el hombre, no está determinado en definitiva por él mismo, sino por la divinidad en que cree. Los racionalistas suelen decir que el hombre se imagina lo divino tal como lo desea su carácter, su temperamento, sus exigencias vitales. Eso tiene cierto sentido; pero en realidad ocurre al contrario; tal como es lo divino en que cree el hombre, así se hace él mismo. Y si no cree en nada, entonces esa nada es lo que determina su interioridad. Por ejemplo, si el hombre está convencido de que Dios le ha creado por su llamada, de tal modo que es el llamado por esencia; si ve las diversas situaciones de su vida como maneras de hacerse apremiante esta llamada, y su propia acción como la respuesta que da él; entonces el núcleo de su persona se hace cada vez más firme y seguro; su esencia cada vez más rica y llena de eternidad. Pero si imagina a Dios como lo hace el panteísmo, en cuanto Espíritu universal, o el misterio prístino, o la base esencial del mundo, entonces no hay un Tú puro y que obligue, sino sólo una indeterminación borrosa. Y esa indeterminación entra también en su más íntimo ser, y pierde la capacidad de decir claramente sí o no en las cuestiones decisivas de la existencia; de decir así y no de otro modo... O si quiere regresar a lo mítico, como en los doce años de locura en que hubieron de revivir los dioses germánicos; o como en los filósofos y estetas, que afirman que los dioses griegos son para ellos verdad válida, entonces penetra en el hombre la absoluta falta de seriedad, pues los dioses son “nadas”, en cualquier forma que puedan emerger: en forma política, filosófica o estética... Y cuando lo divino es totalmente negado y desarraigado, domina el positivismo radical o el materialismo, y entonces surge en lo hondo del hombre un vacío perverso. Cierto es que queda cubierto con la violencia del poder, con el estrépito del progreso, con la apariencia del bienestar, pero está ahí, y deja inerme al hombre en lo más íntimo, y la fuerza del Estado puede aprisionarle. El Dios en quien creemos, el vivo y libre, es nuestro apoyo y defensa: no lo olvidemos. En la medida en que desaparece de la conciencia del hombre, se corrompe el ser de éste. Ya no sabe quién es. Por exacta que sea su ciencia, por progresada que esté su técnica, por refinada que sea su cultura, en realidad está en el vacío y sin apoyo, entregado a toda mentira y toda violencia. Es exactamente como dice el Salmo: el hombre llega a ser como el Dios en que cree. Esta es la enorme experiencia que se expresa en nuestro Salmo. El pueblo que estuvo en Egipto y que allí percibió lo que son los dioses, se da cuenta de quién es el Dios vivo. ¡Esto nos afecta a nosotros! La decisión básica de nuestra vida radica en que reconozcamos quién es Él, frente a las divinidades, semidivinidades y ateísmos, que hay en política, en cultura, en literatura, y en tantas cosas más. Sólo porque Dios le ha fundado en su ser, es el hombre lo que es. Sólo recibiéndose a sí mismo de Dios, sigue estando seguro de sí mismo. Sólo en cuanto es llamado por Dios puede decir de algún modo: Yo. Pues su entera existencia no es sino la respuesta a la llamada creadora: “¡Tú!”.

LA ALABANZA DEL MUNDO A DIOS

SALMO 148

Queridos amigos:

Entre los Salmos hay un grupo que tiene un carácter especialmente gozoso: los Salmos de alabanza. Su autor siente la magnificencia de la obra de Dios y, a través de ella, la grandeza de Aquél que la ha creado. Lo que le desborda el corazón, lo que dice a Dios con palabras solemnes. Los Salmos de alabanza van apareciendo a lo largo de todo el libro. En el 148, es decir, cuando va a terminar el libro, toda la Creación, las cosas y el hombre, se reúnen como en un gran acorde final, subiendo hacia Dios.

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Dice así:

Alabad al Señor desde los cielos,alabadle en las alturas.

Alabadle, todos sus ángeles,alabadle, sus ejércitos.

Alabadle, sol y luna,alabadle, todas sus estrellas centelleantes.

Alabadle, cielos más altos,aguas por encima de los cielos.

Todos deben alabar el nombre del Señor,pues Él ordenó, y ellos existieron.

Los estableció para siempre y eternamente,puso una ley que jamás se cambia.

Alabad al Señor de la tierra,monstruos y profundidades del mar.

Fuego y granizo, niebla y nieve,aullido de tormenta, que cumple su mandato,

montañas y cerros todos,árboles frutales y cedros todos;

animales salvajes y rebaños,seres reptantes, pájaros en traje de pluma;

todos los dominadores y pueblos de la tierra,todos los príncipes y jueces de la tierra,

adolescentes y muchachas,ancianos y niños.

Todo alabe el nombre del Señor,sublime es sólo su nombre.

Se eleva Su altura sobre tierra y cielo,y hace crecer la fuerza de su pueblo.

A todos los piadosos les es dado alabar, a los hijos de Israel,al pueblo, que está cerca de Él.

¿Cómo habría que hacer si se quisiera reunir la existencia entera de tal modo que se evidenciaran tanto su plenitud cuando su unidad, y se pudiera presentar todo en una única alabanza a Dios?

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Quizá buscando un punto extremo de nuestro mundo vital, desde el cual se pudiera penetrar con la vista y palpar la totalidad en su conjunto. Para eso podría servir la idea de los polos del mundo –no los polos astronómicos, ni los físicos, sino los polos de nuestro mundo vital -. Estos polos no están arriba ni abajo, sino encima y dentro; en lo sublime y en lo interior. Son los “lugares” en que se encuentra el sentido de Dios; Su majestad y Su cercanía. Así se podría –para empezar por hablar del segundo camino- sumergirse en el interior; en lo hondo del corazón, como lo hace San Agustín cuando cuenta su primera experiencia religiosa, que decidió tantas cosas; “Y exhortado por esto” –por unas palabras de San Pablo- “a volver a entrar en mí, entré, llevado por Ti, a mi interior, y pude hacerlo, porque me ayudabas Tú” (Conf. 7,10). Hasta esa última hondura, donde, si así se puede decir, nuestro ser limita con la nada por su centro; donde la mano de Dios nos sostiene. Ese sería un punto que se podría decir de él, que más allá no cabe ir. Desde ahí se podría luego salir hacia fuera, capa a capa, hacia los pensamientos, ideas, valoraciones; luego a la palabra, que sale de adentro; luego a las relaciones con los hombres, los prójimos, los cercanos, los lejanos, saliendo de un grupo a otro grupo, hasta la comunidad humana en la tierra. Luego se podría salir de la tierra, con el pensamiento, hacia el ámbito del Universo, siguiendo sus órdenes, y así, finalmente, obtener un pensamiento de la enorme totalidad que se va elevando desde el silencio del centro interior hasta lo más lejano. Esto sería un buen camino. Pero se puede proponer también otro: elevarse hasta la mayor altura alcanzable, hasta la lejanía más distante, y desde allí descender a la cercanía humana, hasta el mismo Yo y su vida cotidiana. Así lo hace este Salmo. Ya el primer versículo se precipita a lo alto: “Alabad al Señor desde los cielos, alabadle al Señor desde los cielos, alabadle en las alturas”. No pueden quedarse en simples palabras. Si queremos entenderlas, debemos sentir lo enorme de esa altura suprema. Debe tener lugar algo semejante a ese impulso que lleva al hombre desde las tierras bajas a las montañas, a escalarlas, hasta que se encuentra en la cumbre, mirando hacia lo lejano y hacia abajo. Toda cumbre a conquistar es un preparación simbólica de la última, del “techo del mundo”, que nunca se alcanza, pero que está representado en cada una de las cimas montañosas. Los que están ahí, han de alabar a Dios; pero son los ángeles –y aquí aparece una imagen que en realidad es un acorde de imágenes -; los ejércitos de Dios; los innumerables seres espirituales que ha creado Dios antes que las cosas, y que sirven a Su voluntad. Pero en la palabra “ejércitos” se hace presente otro sentido. Se refiere a los ángeles, y también a las estrellas. Tenemos que pensar que el que habla aquí vive en el Sur, donde las figuras luminosas del espacio celestial son más claras y corpóreas que en nuestros países nórdicos; y por tanto impresionan más el sentir del hombre. Tampoco hemos de olvidar que las constelaciones, para los hombres de la Antigüedad, no sólo son cuerpos astronómicos del mundo, como para nosotros, sino que son percibidos por él como poderes que tienen misteriosa majestad, que imperan y dirigen. Su imagen se une con la de los ángeles, una manera de ver que ha tenido influjo hasta en nuestra época moderna. A esos poderes centelleantes se llama: los ángeles y las estrellas han de alabar a Dios. “Alabadle, cielos más altos.” Para el hombre que habla aquí, la tierra es una gran rodaja plana, la base firme de su mundo. Sobre ella se elevan las alturas celestiales. Al que mira arriba, le dan la sensación de la inalcanzabilidad y la inagotabilidad. Esa cosa enorme se divide en partes: tal modo de ver todavía nos es familiar por la palabra “firmamento”. Bajo la bóveda, el movido mar del aire; sobre éste, el mar de las alturas, de que desciende la lluvia. Aún más arriba, se levanta el salón del trono de Dios. A todas estas regiones supremas, se les invita a alabar a Dios.

“Pues Él ordenó, y ellos existieron”; es la palabra decisiva. Lo que el Salmo entiende por “alabanza” sólo es posible si el mundo es obra de Dios. Si es “Naturaleza”, en el sentido que da a esta palabra la Edad Moderna, entonces no hay alabanza. Entonces nada se eleva del mundo hacia un origen eterno y sagrado; no manifiesta verdad, no alienta gozo, no presenta su ser ante su Creador en acción de gracias.

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Lo que dicen, en tal sentido, filósofos y poetas es credulidad derretida o retórica sin contenido. En realidad todo está ahí pesado y mudo. La alabanza brota sólo del conocer lo indecible: que “ante todo” –no en cuanto al tiempo, pues el tiempo mismo sólo existe cuando se hace el mundo; sino en cuanto al sentido- no hay nada; “por fin” se hace el mundo, y entonces, en el espíritu y el ánimo de quien sabe por la fe, se abre el asombro de poder ser, por la generosidad del Creador. Si sólo hay Naturaleza, el espíritu honrado no puede alabar, cuanto menos dar gracias o rogar. Son palabras empleadas sin razón y casi sin sentido. La Naturaleza sólo existe, y por lo demás, nada; no aguarda ninguna alabanza ni la recibe. “Los estableció para siempre y eternamente”. Dios ha creado el mundo con la abundancia de sus entidades y en la trabazón de sus órdenes. Por eso es algo lleno de sentido, que vemos y reconocemos, en que vivimos y podemos hacer nuestro trabajo. Está bien. Pensamos en las palabras del Génesis: “Dios miró todo lo que había creado, y vio que era bueno”, y “muy bueno”. Válido en sí; digno de ser. Esa fue la primera frase de la sagrada sinfonía que se desarrolla en el Salmo; la alabanza de Dios desde la altura.

Luego desciende: “Alabad al Señor de la tierra, monstruos y profundidades del mar”. Después de la primera gran impresión que el habitante de Palestina debía recibir del “rebose de estrellas”, la segunda era la que le causaba la misteriosa infinitud del mar. Para los que tenían familiaridad con él, siempre les había parecido que el mar era el prístino seno maternal de la vida. Al hablar el Génesis de la creación de los animales, nombra ante todo a los peces: una verdad confirmada por la ciencia. Ese seno maternal desciende cada vez más hondo, así como el cielo sube cada vez más alto, dos direcciones sin fin, que se envían mutuamente llamada y respuesta. A él se dirige ahora la invitación del Salmo a cantar alabanzas. Todo lo que se mueve en él, debe hablar, inconmensurable, como el número de las estrellas allá arriba. También las “montañas y cerros” deben decirlo, esas formas del espacio vivido por el hombre, en que la tierra se eleva; desde siempre símbolos del impulso del corazón, que quiere subir; concreciones en presentimiento de lo que es “altura”. ¿Y no ha tenido lugar la revelación del nombre de Dios en el monte Horeb? ¿Y la manifestación de la Ley y de la Alianza en esa misma montaña, que se llama también Sinaí? ¿Y Jesús no volvía constantemente a subir solo a una montaña, para el diálogo con el Padre? “Arboles frutales y cedros todos”: los seres misteriosos que están tan silenciosos, que crecen de lo hondo de la tierra a lo amplio del espacio, que verdean, florecen y dan fruto. Y entre esos, los que el hombre planta y cultiva, y de cuyo fruto come; pero también aquellos que crecen libremente, y entre estos se nombran especialmente los cedros, criaturas espléndidas, que aparecen en la Escritura como símbolo de la potencia vital y de la belleza. Todos ellos han de alabar al que los ha creado. Y lo mismo los animales de la tierra: los libres, “salvajes”; así como los domesticados y cercanos al hombre, los “rebaños”. Todo lo que vuela y lo que repta; todo debe alabar a Aquél por quien es todo. Pero luego el canto dirige sus pasos hacia el hombre. De nuevo se empieza por lo alto y lo importante: las grandes entidades vitales llamadas “pueblos”, que se personifican en sus “dominadores”; los “príncipes y jueces”, que dan leyes y aplican el derecho; para luego descender a los “adolescentes y muchachas, ancianos y niños”. Todos ellos, el hombre en multiplicidad de sus modos de ser y grados de rango, órdenes y organizaciones, obras y destinos, han de alabar el nombre de Dios, y, alabándolo, presentar su existencia a Dios. Sabemos: Dios tiene un nombre. Él mismo lo ha pronunciado, y es así: “El Yo-Soy” (Ex. 3,14). Hay una hermosa leyenda judía. Un discípulo había completado sus estudios, y fue lanzado a su propia vida por su maestro. Un día volvió a visitarle: era de noche y llamó a la ventana cerrada. El maestro preguntó: “¿Quién está ahí?, y él contestó: “Soy yo.” Entonces hubo un largo silencio, hasta que por fin dijo el maestro con grave seriedad: “¿Quién puede decir Soy yo, sino el Unico, Dios?” Ese hombre había comprendido lo significa el nombre de Dios.

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Nadie puede decir simplemente: “Yo soy”, ni “yo soy éste o el otro.” Sólo Él, Dios. A Él, a Su nombre, que precisamente en la forma de la palabra es Él mismo y que porque Él es el que Es, puede hacer que sea lo finito; a Ese hemos de alabar.

Se eleva su altura sobre tierra y cielo, y hace crecer la fuerza de su pueblo. Él está “sobre” todo, porque es más poderoso, más sabio, más duradero que todo; porque Él es creador y Señor de todo: Él tiene entre tantos pueblos uno que es “su pueblo”. Él lo ha elegido, lo ha llamado y hecho suyo anudando en fidelidad su Alianza. A Él le es dado alabar; poder alabar y haber de alabar, otorgados como gracia y privilegio especial. ¿Qué significa entonces “alabar”? Volvamos a la más sencilla realidad. Si alabamos a un hombre ¿qué decimos? Por ejemplo: “Has hecho bien esto”: se refiere a su obra. O “Eres juicioso”; se refiere a él mismo, Alabar significa, pues, que se reconoce como tal lo que es prudente, bueno, hermoso; que se valora y se dice así a quien lo ha hecho o a quien pertenece. Esto es un gozo para quien lo oye, así como también para quien lo dice con ánimo desinteresado. Pero ¿podemos hacer lo mismo respecto a Dios? Evidentemente, sí. Dios mismo ya lo ha hecho. En el relato de la Creación, cada vez que se acaba un día, y la obra queda delante, grande y exacta, se dice: “Dios lo vio, y era bueno.” Pero al terminar: “Y Dios miró todo lo que había creado, y vio que era bueno.” Así valora Dios lo que ha surgido de su crear; y le da derecho a ser. Declara que es bueno que exista eso; que la acción del que lo ha creado es gloriosa. El importante concepto de la gloria de Dios se hace así evidente. Es la gloria de que Él es el que Es; y ha creado lo que ha creado. Esa gloria la reclama Él mismo: “Mi gloria no se la daré a nadie” (Is. 42,8). Nunca admitirá Dios que sea verdad que otro haya creado el mundo, ni que no haya sido creado y exista por derecho propio. Nunca admitirá Dios que sea verdad que el mundo es malo; que no tenga sentido o que esté torcido en su esencia creada por Él; como asimismo pedirá cuentas a quien corrompa su obra por culpa y descuido. El hombre, cuando alaba, asume ese acto de Dios en su libertad y se compenetra con Él: reconoce la validez de la obra de Dios. Le reconoce dignidad. La presenta ante Quien la ha creado. En realidad, el mundo entero debería alabar, pero no puede. Los árboles, los animales, el mar y las estrellas son mudos. En el espíritu y el corazón del hombre han de ser conocidos y sentidos; por su boca han de ser presentados ante Dios. Pero ¿nos resulta fácil pensar estas ideas a los hombres de hoy? ¿Aparece esto con naturalidad en nuestro vivir, que hayamos de alabar por el cielo y la tierra y el mar, por el árbol y el animal? Apenas, y ¿por qué? Se pone por en medio algo que ha determinado desde hace siglos la conciencia del hombre moderno: el concepto de Naturaleza, Ésta es para el hombre moderno sencillamente lo dado; lo obvio, lo válido en sí y fundado en sí; lo que no tiene principio ni fin, y por cuyo fundamento no tiene sentido preguntar. Aquél a quien le domine el espíritu este concepto de Naturaleza, sólo puedo decir: ¡Qué hermoso es esto! Puede percibir su magnificencia, y decir: ¡Qué bueno, que exista esto! Puede elevarse al entusiasmo por la belleza... Pero todo eso no es el canto de alabanza del Salmo, porque el mundo así concebido presenta la pretensión de existir por su propia gracia. Pero el mundo no es sólo Naturaleza, sino obra. Aquí está contenido todo lo que puedan decir jamás la filosofía, la poesía y la ciencia, sobre la Naturaleza, obviamente, pero con un carácter completamente diverso. Devuelve el mundo a la mano de Dios. Pero esto no ocurre por sí mismo. Quien lo ha intentado, sabe que esto representa un opus máximum. Pero debe hacerse, porque si no, aquellos que no creen nos imponen sus ideas. Entonces vivimos con el modo de ver de todos, de la generalidad de los hombres, que no saben de Dios, y ponen sólo unos acentos cristianos en su modo de ver. Sólo en la medida en que pensemos el mundo como obra de Dios, podemos decir este Salmo en su sentido auténtico, alabando así al Creador.

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LA CREACIÓN DEL MUNDO

SALMO 103

Queridos amigos:

La primera frase de la Sagrada Escritura dice: “Al principio creó Dios el cielo y la tierra”, es decir, el mundo, todo. Esta frase nos sale fácilmente de la boca; pero ¿nos damos cuenta realmente de lo que dice? Intentemos pensar por una vez: No hay nada: nada finito. Pero Dios existe. Pero Dios es... Aquél cuyo nombre es “el ser”, como dijo Él mismo en el monte Horeb: “Yo soy el Yo-Soy” (Ex. 3,14). En pura libertad, desde la profundidad insondable de su decisión, Dios quiere que el mundo sea, y es. Este paso al ser no lo podemos captar con el pensamiento; pero si intentamos por lo menos acercarnos a tientas a él, entonces presentimos el misterio de la acción todopoderosa de Dios. Algo inaudito. Un acontecimiento sobre toda medida del acontecer. Algo para lo cual, humanamente hablando, no sólo hacen falta la verdad y el poder, sino la grandiosidad, el atrevimiento, el entusiasmo; y ¿qué significan tales palabras cuando es Dios aquél a quien se refieren? Aquí está obrando Aquél que hace posible las cosas primeras, el Señor del principio, el tempestuoso y ardiente: el Espíritu Santo. El mundo es plenitud de las cosas y los procesos; inagotabilidad de las formas; tejido de relaciones que crece y se escapa en magnitudes cada vez más poderosas, eludiéndose en pequeñeces cada vez más distintas. Todo ello está pensado, querido, realizado por Dios. Para Él no estaba nada predispuesto; ni modelos ni materiales. Todas esas formas y ordenaciones, tan llenas de verdad, que la ciencia trabaja constantemente por captar, viendo siempre que se prolongan en lo no explorado, Dios las ha creado. Todo esto no sólo no se puede pensar en la seca sobriedad de un poder, por grande que sea, sino que además es profundidad que se abre, pensamiento causante, ardor, llama, fuerza sobre toda la fuerza. Busquemos un símbolo para ello en los dominios de la producción humana, en la obra del genio. Cuando el hombre genial encuentra su hallazgo, tiene la sensación: esto viene de otra parte, de la lejanía más apartada, y sin embargo, yo mismo soy eso. Es mayor que yo; pero precisamente ahí sé yo, en dicha y apuro a la vez: ¡ahora por fin soy yo!. De Beethoven se cuenta que cuando sentía que se anunciaba una nueva obra, se asustaba hasta el fondo del corazón de lo que entonces tendría que soportar... Pero ¡cómo será esto en Dios! ¡Qué debe ser para Él: Crear! Y además crear de veras; pues el hombre no habría de emplear en realidad esa palabra, porque no está en condiciones de elevar lo más pequeño desde la nada al ser, sino sólo de trabajar en lo ya existente; de formar otra cosa con lo ya existente. Pero Dios crea. No hay nada, y Él hace que algo sea. No hay entidades, y Él da lugar a esa abundancia inconmensurable que se llama “mundo”. No lo hace con esa sobriedad. Tampoco porque quiera alcanzar objetivos. Sino que Él crea con libertad soberana; con exceso disipador y a la vez y a la vez con la más fina exactitud. Y –si hablamos al modo tonto de los hombres, como no tenemos más remedio que hacer- ¡qué tempestad de excitación debió haber en Él!... Después sin embargo, de habernos esforzados así; después de haber buscado palabras para aludir a eso tan tremendo, que ahí está imperando, nos llama al orden nuestra conciencia: ¿Qué haces ahí? ¿Crees realmente acercarte a Él con imágenes de lo grande? Y volvemos a ponerlo todo en esa total falta de esfuerzo en que se expresa la verdadera omnipotencia: en la perfecta facilidad del mandato “Hágase”, por el que todo se hizo. Pero esto también; la fácil libertad, que no sabe de lucha ni ruido, completamente situada en la perfección del poder, está también en el Espíritu Santo, para el cual tiene la palabra de la más tranquila sabiduría la secuencia de la misa de Pentecostés: “lux beatissima, luz dichosísima”. Esta cosa indecible tiene lugar en el Espíritu Santo. Él es el Creator Spiritus. Como también la Escritura, después de haber hablado del primer principio dice: “Todo estaba desierto y confuso, y el Espíritu de Dios se cernía sobre las aguas” (Gén. 1,2). Estas palabras evocan la imagen de un pájaro

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enorme, que se cierne sobre la inundación, dispuesto a captar la forma que quiere crear... Pero también puede traducirse: “El Espíritu de Dios mugía sobre las aguas”; y entonces se evoca la imagen del viento, de la tempestad, del gran aliento, que pasa por encima de lo que fermenta interminablemente lleno de fuerza inconmensurable. Pero otra vez pensemos en que lo más grande es precisamente lo más silencioso, lo totalmente sin esfuerzo, lo dichoso con gracia. Y nosotros percibimos su pura libertad en la escueta frase: “En el principio creó Dios el cielo y la tierra”. Pero esto también habla del Espíritu Santo. Todo está creado en Él. Por Él todo es “nuevo”. La obra humana, en el fondo, siempre es “vieja”; ya al surgir, porque da forma a algo ya existente. Lo que Dios crea, es nuevo, surgiendo del puro origen, sin tránsito. Los agotamientos proceden de nosotros, porque nos cansamos y nuestro sentir se apaga. De ese crear, de ese gozo de Dios en Su obra, habla el Salmo. No tanto con palabras expresas –aunque no faltan; en seguida las veremos- cuanto con la fuerza de sus imágenes, la vibración de sus frases, la movilidad interior, que lo empapa. Empieza con la proclamación de la gloria de Dios.

Alaba al Señor, alma mía:Señor, Dios mío, inmensamente grande eres Tú.

De altura y esplendor estás vestido;velado en luz como en un manto.

Tú has extendido el cielo como una tienda,sobre las aguas te has construido Tu sala.

Tú tomas las nubes por carruaje,con las alas de la tempestad viajas.

Al viento le haces Tu mensajero,Tu servidor, al fuego llameante.

Vemos la antigua imagen del mundo. Allí, la tierra es algo cimentado en lo firme, sin conocer las leyes del girar en órbita. Sobre él se eleva lo que hoy todavía llamamos “firmamento”: la bóveda alta, clara, que todo lo abarca. Aquí, en el lenguaje de este pueblo de pastores, se le llama “la tienda”. Aún más alto, brilla la sala de Dios; el ámbito inaccesible... Esta idea hace mucho que se ha superado científicamente. Pero no hemos de olvidar que es la imagen de la apariencia visual en que vivimos, si vivimos sencillamente. En el concepto del mundo en el Antiguo Testamento, debemos no perder de vista dos cosas. Por un lado, que en él no hay nada de panteísmo. El panteísmo es impureza del espíritu; donde habla el Espíritu Santo, no hay lugar para él. Dios es sólo Dios; el mundo, sólo criatura. Pero precisamente así es real, tiene esencia y sentido. Ésta es la primera aclaración, que todo lo pone en lo justo. Pero Dios está en todo. En todo se manifiesta. La mirada iluminada ve en la amplitud del espacio su magnitud; en la luz de la altura, su manto. Y qué brillante es Él, luz por encima de toda luz, si los rayos del sol y las estrellas representan para Él un “velo”. En todo acontecer está Él rigiendo. Cuando en la tempestad pasan rápidas las pesadas nubes, Él es quien las conduce, con truenos oscuros. Luego, a su vez, la tempestad es un pájaro poderoso y lleva al Señor sobre sus alas. Y entonces: “Al viento le haces Tu mensajero, Tu servidor, al fuego llameante”, al rayo: todo manifiesta Su verdad. Para nosotros, los vientos se han convertido en meras corrientes de aire, con que se compensan las diferencias de calor y frío; el rayo, una descarga eléctrica, diversa sólo en tamaño a la chispa en el juguete. La ciencia lo ha determinado todo y lo ha hecho transparente. Está muy bien; pero ¿es eso

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todo? Si no hubiera más ¿no sería entonces el mundo superficial y pobre? ¿No han sospechado siempre los hombres que en todos los fenómenos habla el misterio?

Y ahora el Salmo habla del devenir de las cosas:

Tú has cimentado la tierra en lo firme,en toda la eternidad no se conmoverá.

La has cubierto con el diluvio como con un traje,hasta que las aguas quedaron por encima de las montañas;ante tu amenaza se echan atrás,huyen temblando ante Tu trueno.

Surgen las montañas, y se hunden los valles,cada cual en el lugar que le has señalado.

Pones a las aguas sus límites;no pueden pasarlosy cubrir de nuevo la tierra habitada.

Ante todo, Dios crea el fundamento: la tierra. El mundo del Salmo, en efecto, no es el astronómico, sino el mundo de la existencia, en que se sobrelleva el destino, y se decide la salvación. Así, Él funda primero el sitio firme para todo acontecer: la tierra. En ésta, al principio hay caos, inundación, reino de los poderes primitivos. Pero estos también tienen un señor: Él. Él “amenaza” a su furia, y ellos temen su actitud. El les pone leyes y órdenes, y surge el espacio para la existencia humana. Otra vez surge la imagen de la tormenta: las aguas “huyen temblando ante su trueno”. Hay ecos de la memoria de algo pasado; quizá del Diluvio universal; quizá de algo aún anterior, primitivo... En la imagen de lo presente, que todos pueden ver –de una tormenta, de un terremoto -, resuena un oscuro antaño y lo llena de temor. Los Salmos hablan así a menudo: hay algo presente, y detrás, incorporándose, algo pasado hace mucho, o futuro. En ambos casos, profecías, para las cuales los tiempos se hacen transparentes. Luego se divide en partes la superficie de la tierra; y con qué grandeza se expresan sus formas en movimiento: las montañas “surgen”, “se hunden los valles”; cada cosa encuentra “su lugar”. El caos cede y surge el orden, en que puede vivir el hombre.

De las fuentes haces manar ríos,entre las montañas se apresuran.

Dan de beber a todos los animales del campo,los asnos salvajes calman en ellos la sed.

Las aves del cielo habitan en ellosy hacen resonar sus voces en el ramaje.

Tú eres el que desde sus estancias abrevas las montañas,la tierra se sacia con el fruto de Tus obras.

Para dar su valor a los versículos, hemos de pensar en el hombre del cálido Sur, para el cual el agua fluye es algo indeciblemente precioso. Dios la hace surgir de las fuentes, correr por los ríos, y todo lo

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vivo, vive de ella. Se crían animales de toda especie; crecen árboles; canto de pájaros, con muchas voces, llena el ramaje. De la creación de Dios viene lo que se despliega en la tierra. Otra vez hemos de acordarnos de algo: Para la antigua imagen del mundo, no hay energías naturales ni leyes naturales. Todo lo que ocurre viene directamente de la iniciativa de Dios. Esto tiene un paralelismo significativo: En antiguas inscripciones –egipcias o babilonias- se manifiesta algo que ocurrió bajo el gobierno de un dominador. Y se hace tal modo que el Rey dice: “Yo construí tal o cual ciudad. Yo hice esta guerra. Yo hice tantos o cuantos barcos.” Naturalmente, fueron sus constructores los que proyectaron, sus esclavos, los que movieron las piedras; pero se prescinde de todo eso. Él, el dominador, es el que está ahí, y la obra que él mandó hacer. El mandato inicial y la realización definitiva van juntos... Así se concibe también la relación de Dios con el mundo. Cuanto ocurre, es obra inmediata suya.

Hierbas haces crecer para el ganado,y plantas que sirven al hombre;

para que de la tierra saque el pan,y el vino, que alegra el corazón del hombre;

para que el aceite haga florecer su rostro,y el pan anime el corazón del hombre.

Los árboles del Señor también se sacian de beber,los cedros del Líbano, que Él plantó.

En ellos construye el pájaro su nido,los pinos sostienen la yacija de la cigüeña.

A las gamuzas les pertenecen las altas montañas,los tejones encuentran refugio en las rocas.

Es la vida en la tierra, en la riqueza de sus formas, de las plantas y animales. Pero detrás de todo está Él, sin embargo, y actúa para que se cumpla. Y todo está referido al hombre. La Escritura no sabe de una Naturaleza abandonada, que corra sola en sí misma. Siempre está referida la Naturaleza a los hombres; pero Dios es el que ha establecido la relación.

Tú creaste la luna para dar ley a los tiempos;el sol sabe cuándo ha de ponerse.

Mandas tiniebla, y se hace de noche,y se agitan en ella los animales del bosque.

Los cachorros de león rugen tras su presa,y reclaman a Dios su alimento.

Al levantarse el sol, se escondeny se tienden en su cobijo.

Entonces va el hombre a su trabajo diario,a su trabajo hasta el atardecer.

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Toda vida tiene sus tiempos, determinados por los grandes astros del espacio celeste. La luna domina la noche. En ella se mueven los animales, y siguen su escondida naturaleza. Al levantarse el sol, trayendo el día, desaparecen; pero el hombre, que pertenece a la luz, empieza su trabajo. Entonces el hombre siente invadido su corazón: ¡Qué grande es todo! ¡Qué lleno de vida! ¡Cuántas formas por todas partes!

¡Cuántas son tus obras, oh Señor!Con sabiduría lo has hecho todo,de tus criaturas está llena la tierra.

Mira el mar, tan grande y ancho:y el incontable agitarse, en él,de animales pequeños y grandes.

Los barcos van en él por su camino;hiciste al monstruo marino para que juegue en él.

En la primitiva traducción latina, el que habla está a la orilla del mar: Ecce mare, spatiosum manibus, dice: “Mira el mar, tan ancho para las manos”.* Sentimos el ademán que se ensancha para agarrar su anchura, pero ésta es demasiado grande. Y en el mar está la abundancia de seres, incontables formas. Pues en sus honduras empieza la vida de los animales. En el relato de la creación se dice: “Entonces habló Dios: ¡Que las aguas se agiten por todas partes con seres vivos, y los pájaros vuelen sobre la tierra hasta la bóveda del cielo! Entonces hizo Dios los grandes animales marinos y todas las clases de pequeños seres vivos que se mueven, y con los que se agitan las aguas, y además toda clase de pájaros con alas. Y Dios vio que estaba bien. Entonces Dios los bendijo con las palabras: ¡Sed fecundos, multiplicaos, llenad las aguas del mar; y también los pájaros se multipliquen en la tierra!” (Gén, 1,20-22) Este mar es también espacio para el hombre, camino para sus barcos, uniendo tierras y pueblos. Y en él, con inquietante poder, el dragón, el “monstruo marino”, el “Leviatán”. Quizá se alude aquí al mayor de todos los seres vivos, la ballena; quizá a un animal misterioso, el Leviatán; es difícil decirlo. Pero en todo caso no sería tampoco un ser del mundo de los mitos paganos, sino creado por Aquél para quien incluso este ser enorme es un designio soberano. Y qué grandiosidad de pensamiento: el alto Señor de allá arriba lo ha creado para que “juegue en el mar”; casi se siente uno tentado a pensar que sobre esta imagen gigantesca brilla algo como el humor.

Todos los seres esperan de Ti,para que Tú les des alimento en el tiempo oportuno.

Tú se lo das, y ellos lo toman,abres tu mano para saciarles de bienes.

De lo que quiera que se alimenten los animales, sea de plantas, o de las presas adecuadas, siempre es la mano del Señor la que les da la alimentación.

Pero si escondes Tu rostro, se espantan;les quitas el aliento, se hunden,y vuelven otra vez a su polvo.

* N. Del T.-Otra versión: “Mira el mar, de vastos brazos” -

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Pero si envías Tu aliento, hay otros ahí,Y así renuevas el rostro de la tierra.

Si se niega el favor; por ejemplo, porque viene una sequía, y se estropea la vegetación; una tormenta lo destroza todo, aparece la enfermedad; siempre significa eso, en realidad, que Dios ha escondido su rostro con encono, y ninguna vida puede seguir persistiendo. Pero luego las circunstancias vuelven a ser buenas; se mueven otras plantas, y jóvenes animales empiezan a vivir, pues Dios es propicio. El devenir y arruinarse y volver de la vida, no es para el que habla en ese Salmo, un acontecer natural, sino una constante disposición de Dios. Su poder lo anima y lo hace ocurrir; su poder le determina el fin y lo llama nuevo. En este contexto se oye una palabra que en cierto modo es la clave de la compresión: “aliento”. Hemos dicho al comienzo que el Salmo entero habla, en el fondo, del Espíritu Santo, el Creador, el Señor de las estructuras del sentido. Ello se hace evidente por el movimiento que vibra en todas las frases; la excitación del darse cuenta; el desborde de gloria. Con la palabra “aliento” sale a la superficie lo que se quiere decir. La historia de esa palabra muestra que en ella confluyen varios significados. Ante todo, el de la respiración; esa cosa misteriosa, que no se puede ver, pero se siente; que constantemente entra y sale, que hace posible el grito y el lenguaje, y que exista la vida. Luego, el viento, la respiración del mundo, invisible también, y sin embargo, real, desde la brisa a la tempestad; del que no se sabe “de dónde viene ni a dónde va” (Juan, 3,8). También, el alma: lo interior, lo inaprehensible y sin embargo tan intenso; que siente dolor y gozo y avidez, que tiene una naturaleza tan enigmática en el sueño; que sabe y quiere. Su concepto se convierte en el del espíritu; ante todo, de ese Espíritu que presiente y mira, que invade a los Profetas en la inspiración... Todo ello confluye en el concepto de Espíritu de Dios. Mejor dicho: Se convierte en material por el cual se expresa la experiencia de la infinita creatividad de Dios. Abrumadoramente patente en Pentecostés, cuando se hace visible la entrada del Pneuma en la Historia, por las fuerzas elementales de tormenta y llamas, con las palabras proféticas y la renovación interior. Ese aliento de Dios es lo que actúa en todo. Es también lo que se manifiesta en el movimiento interior del Salmo:

¡Para siempre la gloria del Señor,alégrese el Señor de Sus obras!

Admirable versículo, íntimamente penetrado de glorificación y de familiaridad: “La gloria del Señor” es Su creación, las “obras” de que se habla en seguida. Son “buenas” y “muy buenas”. Y no sólo en sentido de perfección natural, sino porque Dios irradia a través de ellas su propia gloria. El creyente del Antiguo Testamento no ve el mundo según las ciencias naturales, pero tampoco de modo estético. Lo ve proféticamente; como rostro desde el cual nos mira Aquél que habita en Sí en lo inaccesible. Pero nosotros hemos de preguntarnos sino deberíamos recuperar algo de eso. En el transcurso del siglo XIX, nuestros ojos se han quedado apagados. No los ojos naturales –aunque tampoco estos ven bien, pues, por ejemplo, si no, no se podrían decir cosas tan insensatas- sino los ojos de la fe. ¿No han perdido la capacidad de ver el mundo como “obra”, y, por tanto, de ver a Aquel que la ha dicho? ¿Cómo forma, que, aun velada, deja pasar sin embargo un resplandor? Pero luego, el que habla en el Salmo desea que Dios “se alegre de Sus obras”. ¡En qué profundo entendimiento con Dios está el hombre que así puede hablar! ¡Y qué cerca toca del misterio, en que el eterno Dueño de sí mismo ha querido que el mundo le importe de tal modo que se pueda alegrar con él! Y sobrellevar su culpa; más aún, tomarla en su propia responsabilidad y expiarla... ¿Quién comprende esto, que supera toda medida, y ante lo cual sólo cabe escandalizarse, perdiendo la fe, o reconocer la realidad de Dios precisamente por lo que parece inaguantable, creyendo más todavía? Pero otra vez se recuerda que el mundo está creado por el espíritu, no por mudas necesidades naturales. Nunca podría su gloria entrarnos tanto en el corazón, si fuera sólo el efecto de casualidades

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muertas. Cierto es que hay fuerzas naturales, con sus leyes; pero son algo más que lo que ven en ellas la ciencia y la cultura general. Toda forma de la Naturaleza es una escritura misteriosa, evidente para el que tiene los ojos abiertos. En todo acontecer de la Naturaleza habla al hombre de la Biblia Aquél que todo lo opera:

El mira la tierra, y ésta tiembla;toca las montañas, y humean.

Un terremoto, o la explosión de un volcán; pero todo ello, en el fondo, es disposición suya.

Quiero cantar al Señor toda mi vida,a mi Señor, tocando el arpa, mientras exista.

Ojalá mi poesía le agrade;pero yo quiero gozarme en el Señor.

Que los malvados tengan fin en la tierra,y los impíos no existan más.¡Alaba al Señor, alma mía!

Pero hay una terrible disonancia en este mundo construido por Dios: la existencia de los “malvados” e “impíos”. Los malvados son aquellos que creen poder hacer lo que quieren; mentir, robar, destruir... Pero alguien que lo ha percibido, Agar en el desierto, dijo de Dios que es “El que me ve”; y alguna vez llega el juicio. Los impíos son los que dicen: “No hay Dios” (Salmo 13,1). Afirman que el mundo existe por sí; un conjunto de energías y leyes naturales. Creen que con eso se pone claridad; en realidad dejan el mundo pelado y vacío. En una existencia así entendida, en vano trata el hombre, con su pequeña luz espiritual, de poner un poco de luz. Cuando pasen unos milenios, o centenares de milenios, la tierra quedará helada, y todo estará mudo y muerto. ¿Cómo es posible imaginar esta visión y creer que tiene el rango supremo, el rango de la ciencia? Ha salido la palabra “ciencia”. Espero, amigos míos, que no habrán sacado la idea de una falta de respeto a su labor, en estas consideraciones ni en ninguna otra cosa. Pues este servicio religioso forma parte del mundo de la Universidad; cuando se diga en él, no podría olvidar qué grande y seria es la tarea de la ciencia; conocer todo lo accesible, con la fuerza natural del entendimiento y con métodos naturales: las leyes de la Naturaleza, a marcha de la Historia, la trabazón del lenguaje, la ordenación del Derecho. Pero a pesar de la grandeza de su importancia y de la riqueza de su contenido, todo eso nunca pasa de ser solamente algo penúltimo. Detrás queda el misterio, y de él habla de fe. Es fatal que la ciencia tenga pretensiones de poder hablar sobre lo último: entonces hace algo de que no puede ser responsable. También es fatal que el que habla de la Revelación y la fe tenga la pretensión de poder enjuiciar las cosas de la ciencia natural: a él no le toca. Hay que observar los diversos órdenes. Entonces todo sirve a Dios.