el encantador

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Eran pasadas las dos de la tarde, por la ventana que daba a la calle la música de un vaivén de viento en tiempo de tres hacía que todo dentro de la casa bailara. Francisca, como era de costumbre, tras el almuerzo alzaba la cabeza por sobre la ventana metida entre los visillos para poder ver la figura del hombre que fabricaba tan bellas melodías. Le deslumbraban el par de ojos azul profundo destellantes, perdidos entre una selva de pelo blanco terminada en una barba alargada en la cara del anciano, mientras que el acordeón silbando la música del vals típico de las zonas norte de la península itálica le entretenía. El asiento del músico era una piedra milenaria, que luego de tantas décadas de ser utilizada como sillón terminó hundiéndose en el medio, lo que le hacia un lugar cómodo en las tardes de sol, que para ella eran las mejores, porque precisamente en uno de esos días, como en el que transcurre esta historia, la música entraba por la ventana, y a Francisca, la pequeña y curiosa Francisca le encantaba escucharla. Lo poco que había dentro de la sala parecía danzar al son de tres cuartos, y los pies de la niña, como encantados, tarareaban golpeando el piso de concreto, sin alfombra ni limpiabarros, y escondida en ese rincón pensaba que podría bailar toda su vida. Un grito desde el patio interior de la casa le hizo dar un salto que azoto su cabeza con el marco de la ventana y entonces fue descubierta por el hombre de ojos color cielo. Sus miradas se cruzaron y fue como si el todo tiempo del universo se hubiese detenido en solo ese instante; En el intercambio mudo parecían conocerse desde siempre, muchas generaciones atrás y tan solo en esa mirada, en ese instante paso por su cabeza, la de Francisca, las historias que a su madre le encantaba contar sobre su padre, antes de que partiera en el barco a una tierra de emperadores, filósofos y soldados.

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Cuento de Fernando Montanares

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  • Eran pasadas las dos de la tarde, por la ventana que daba a la calle la msica de un

    vaivn de viento en tiempo de tres haca que todo dentro de la casa bailara. Francisca,

    como era de costumbre, tras el almuerzo alzaba la cabeza por sobre la ventana metida

    entre los visillos para poder ver la figura del hombre que fabricaba tan bellas melodas.

    Le deslumbraban el par de ojos azul profundo destellantes, perdidos entre una selva de

    pelo blanco terminada en una barba alargada en la cara del anciano, mientras que el

    acorden silbando la msica del vals tpico de las zonas norte de la pennsula itlica le

    entretena.

    El asiento del msico era una piedra milenaria, que luego de tantas dcadas de ser

    utilizada como silln termin hundindose en el medio, lo que le hacia un lugar cmodo

    en las tardes de sol, que para ella eran las mejores, porque precisamente en uno de esos

    das, como en el que transcurre esta historia, la msica entraba por la ventana, y a

    Francisca, la pequea y curiosa Francisca le encantaba escucharla.

    Lo poco que haba dentro de la sala pareca danzar al son de tres cuartos, y los pies de la

    nia, como encantados, tarareaban golpeando el piso de concreto, sin alfombra ni

    limpiabarros, y escondida en ese rincn pensaba que podra bailar toda su vida.

    Un grito desde el patio interior de la casa le hizo dar un salto que azoto su cabeza con el

    marco de la ventana y entonces fue descubierta por el hombre de ojos color cielo. Sus

    miradas se cruzaron y fue como si el todo tiempo del universo se hubiese detenido en

    solo ese instante; En el intercambio mudo parecan conocerse desde siempre, muchas

    generaciones atrs y tan solo en esa mirada, en ese instante paso por su cabeza, la de

    Francisca, las historias que a su madre le encantaba contar sobre su padre, antes de que

    partiera en el barco a una tierra de emperadores, filsofos y soldados.

  • Un grito le hizo estremecer de sorpresa, esta vez ms cercano que antes, su abuela que

    haba terminado de lavar la ropa sucia venia con un rico arroz con leche, tal y como a

    ella le gustaba.

    -Francisca! Dnde te habas metido? Te traje el postre que te encanta. !Ya est

    nuevamente esa msica all afuera! Vente a ayudarme con la ropa, hay mucho que

    lavar.

    - Abuela, me llamo Francesca.

    Y se miraron con un silencio en los labios. La Abuela, desagrado en su semblante,

    volvi por el camino del que vino y la msica segua haciendo bailar a todas las fotos

    que estaban colgadas en la pared, donde el padre de la nia, muy bien vestido esperaba a

    su madre con un traje largo y blanco de encajes.

    Le estaba prohibido abrir la puerta de la casa, la tierra del camino entraba rpidamente y

    la Abuela se enfureca con la suciedad, adems que era muy peligroso porque las

    carretas y mercaderes pasaban rpidamente sin mirar bien y poda ser atropellada. Nada

    de eso le importaba de verdad, estaba seducida por la msica del hombre albo que se

    vea muy gentil adems, y que ella saba, miraba hacia su puerta cada da.

    Un calor bast, un chispazo que recorre desde el dedo chico de los pies hasta la cabeza

    en lo alto del cuerpo y

    en un desborde de nervios la nia abri la puerta, dejando su postre a medio comer, la

    tierra entrando a la antesala, y la msica llenando con un baile todo el comedor. Ni si

    quiera mir a los lados para cruzar el camino, no lo dud un segundo, a sus siete aos

    era una nia muy decidida. Se paro frente al hombre y lo miro a los ojos, este le hizo un

    gui, le tendi la mano y se fue junto a ella caminando mientras tocaba su acorden,

  • dejando tras de si un silencio en la calle, una sala vaca y una casa con una ausencia.

    Al desaparecer la msica, en la esquina, un grito desesperado irrumpi como un trueno

    en la sala, pero el postre a medio comer y la puerta abierta fueron las nicas seales que

    dejo Francisca, y no fueron descubiertas hasta largo tiempo despus, cuando toda la

    ropa haba sido lavada.