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EL DISCURSO DE PLATÓN EN LA REPÚBLICA:

RETÓRICA Y DIALÉCTICA DE LA INTERPRETACIÓN

Lo que aprendí del gran conversador Platón o, más exactamente, del diálogo socrático que Platón elaboró, fue que la estructura monologal de la conciencia

científica nunca permite del todo al pensamiento filosófico alcanzar sus objetivos. (Gadamer)

La reflexión en torno a La República supone presentar una breve aproximación a la comprensión de este autor y de esta obra. Para tal fin quisiéramos explorar un horizonte de discusión que nos permita realizar esta indagación, de tal forma que, siguiendo el texto, podamos ubicar los límites de esta reflexión en los parámetros de la retórica y de la dialéctica en un primer ejercicio hermenéutico. Entendemos el contexto dialógico como un escenario en el que las pretensiones del discurso se entrecruzan y se complementan. Retomar a Ricoeur con la retórica, la poética y la hermenéutica permiten argumentar, configurar y reescribir. La retórica, arte político por excelencia, en ella se estableció el estatus argumentativo del discurso y sus condiciones de realización, es decir, la acción propia de la polis debía ser regulada por la razón; la hermenéutica cumplía un papel preceptivo conforme a la debida aplicación de leyes y acciones propias de la praxis y de la poética como posibilidad de creación de mundos nuevos configuraba la emergencia de un poder.

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Podemos de esta manera considerar este diálogo como una obra literaria y filosófica. En la literatura griega el género de dialógico se desarrolla ampliamente, desde la comedia hasta la tragedia. A diferencia de los textos de Aristóteles, “los escritos de Platón estaban destinados a la publicación o a la lectura en público en Atenas” (Gadamer, 1995, p. 53), esto plantea un problema doxográfico diferente. El acercamiento a un autor tan largamente discutido requiere postular la dificultad hermenéutica en términos de distancia en el tiempo, de las diversas lecturas y de las versiones que circulan. De esta manera, el presente ensayo tiene como marco de referencia la aproximación gadameriana a Platón, cuidando el modo como se comprende esta aproximación, “en ella hay tanto una imitación de la vida como una fusión entre argumentación teórica y acción dramática” (Gadamer, 1995, p. 53). Esta indicación nos permite interpretar el texto aproximándonos a la intencionalidad introductoria y a la vez al horizonte conceptual en el que se encuentra, esto es, pensando en la dilucidación dialéctica de las preguntas y de las respuestas; en los actores y los escenarios; los tiempos y los silencios, en fin, en los elementos en que se ponen los argumentos para destacar esta inicial comprensión.

El ejercicio dialéctico y retórico va encaminado a establecer un horizonte de comprensión que nos permita entender la complejidad de la obra, de tal manera que en el proceso de interpretación podamos inicialmente acercarnos a una lectura plausible. Por ello será necesario tener una primera guía de lectura. Así entendemos que Platón no es solo un autor, sino que es un horizonte de comprensión y, particularmente, será necesario dilucidar el papel de los diálogos: “de dar cuenta o razón, de efectuar la prueba dialéctica de todas las suposiciones de un problema” (Gadamer, 1994, p. 13). En este sentido, la pretensión platónica de la dialéctica está orientada al oficio mismo del filósofo: “Platón había descubierto una tarea que sólo el filósofo, el dialéctico era capaz de resolver: la de dominar el discurso destinado a aportar luz de tal modo que se utilicen siempre los argumentos adecuados para aquellos que son sus receptores” (Gadamer, 1992, p. 227). Tarea que se

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concreta en llevar y conducir el diálogo a través de los interlocutores en tanto partícipes de las opiniones comunes para ser examinadas, en su aparición fenoménica pasando por la ignorancia hasta la dirección orientadora del discurso, esto es hasta la definición de la virtud, “se trata siempre del mismo problema a saber, que para practicar una virtud es necesario previamente estar orientados hacia ella de forma teórica” (Gadamer, 1992, p. 54).

El recurso retórico debe ser ubicado en cuanto la pobre valoración de ella, para Platón la verdadera retórica debe estar al servicio de la búsqueda de la esencia de la justicia. Por ello, la dirección que toma la interlocución va encaminada a ser visible como participación virtuosa en el ser, en comunidad con lo bello, lo justo y lo bueno. De esta manera, la organización dramática del espacio, los escenarios y los actores permiten la estructuración de los argumentos en un movimiento de acciones e irrupciones en la que el carácter de los actores se hace importante por la plasticidad de las imágenes y de los conceptos que van colocando los elementos interpretativos de la obra, así “también la ignorancia socrática es una figura literaria. Es la forma a través de la cual Sócrates lleva al interlocutor a enfrentarse con su propia ignorancia” (Gadamer, 1995, p. 54). Con estos criterios esperamos ubicarnos en una situación hermenéutica que nos permita una actualización del sentido de esta magna obra y sobre todo una perspectiva de estudio e investigación propicia para este texto.

En el libro primero, la justicia aparece como el tema central, la indagación realizada en los diálogos empieza por las preguntas que realiza Sócrates, él es quien dirige el discurrir en el ir y venir de la discusión en un proceso de exposición de las diversas definiciones sofísticas de justicia comunes en la época. Además, es en el contexto del encuentro y luego en la casa de Polemarco, el espacio propicio para la conversación. La discusión se inicia con la conversación con Céfalo padre anciano de Polemarco. En esta primera escena la vejez es el tópico de conversación y sirve de inicio al discurso sobre lo observado y lo que no se ve, es

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decir, a las razones por las cuales se puede sobrellevar la ancianidad. Este inicio pone el asunto de los mitos sobre el Hades como un recurso irónico de la conversación que permite a Sócrates poner de relieve el tema de la justicia como felicidad del justo, desvirtuando la versión de que la justicia, es decir, la verdad, y devolver lo que se ha recibido. En este sentido, el inicio del diálogo marca el tono estilístico donde los temas son referidos al contexto fenoménico y conceptual. A partir de lo perceptible en Céfalo, Sócrates dirige la conversación a los asuntos menos visibles, pero más importantes. En consecuencia, estos primeros acercamientos al tema marcan una intencionalidad retórica en cuanto la alabanza y las afirmaciones llevan el discurrir de la conversación hasta el momento en que el anciano sale de la escena y deja su reemplazo, en un marcado juego dramático, en que las obligaciones del sacrificio señalan la entrada de otro interlocutor, Polemarco. Así está descrito este primer escenario.

En un segundo escenario, la conversación con Polemarco se dirige a los efectos de las acciones. Polemarco es más accesible a los argumentos de Sócrates a pesar de la confusión en la que cae al citar a Simónides, contradicción que es aprovechada por Sócrates para desvirtuar el argumento según el cual “es propio del hombre justo hacer mal a los enemigos y ayudar a los amigos” (Platón, 335 c, 1979, p. 671). El tono de discusión pone en juego la referencia a los autores que son autoridad y con un tono polémico, se destaca la pretensión de verdad por encima de la autoridad del sabio. Confirmando así la indagación por la esencia de la justicia más allá de su apariencia fenoménica. Superación que se sigue de la forma de los argumentos, donde las preguntas guían, no solamente a quien dirige la conversación, sino a los diferentes interlocutores en un proceso dialéctico orientado a exponer y discutir la esencia misma de justicia como virtud.

En un tercer escenario irrumpe Trasímaco de manera fuerte cambiando el ambiente y la pragmática del discurso. Con el argumento ad hominem, este interlocutor desvirtúa a Sócrates tratando de develar la argucia

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de la ignorancia como una situación de poder y de sometimiento en la discusión utilizado indebidamente. Recurso que pone en franca confrontación el argumento más sofístico, en el que el drama adquiere un verdadero clímax y con fina ironía la acción de Sócrates se establece en relación con los sentimientos y las actitudes de su iracundo interlocutor. El argumento establece que el origen de la justicia está en los más fuertes que deben ser obedecidos por tener el saber y el poder. Luego, las contradicciones se hacen evidentes y es el momento en que Trasímaco aprovecha para escapar de la escena, no permitida por los demás asistentes de la discusión. A partir de allí, se doblega el impetuoso sofista y aparece el razonable y débil interlocutor. Dejando así abierta la indagación de manera introductoria, pero además planteando la dirección de los nueve libros restantes, es decir, es una obertura cuya apertura nos permite imaginar un contexto crítico del Estado y, a su vez, una necesidad dialógica que pone en juego la totalidad de la experiencia cotidiana de estos años de la Grecia antigua. Es en este marco en el que este escrito es una introducción a la indagación por el discurso platónico en su especificidad retórica y dialéctica.

Decimos a manera de conclusión porque se trata de un primer ejercicio interpretativo que pone en juego la necesidad de profundizar en las relaciones de la retórica y la dialéctica en tanto en el estilo, como en la forma de estructuración de los argumentos. De esta manera entendemos que el discurso tiene un papel preponderante en la cotidianidad griega. Para realizar esta indagación el recurso inicial a un autor contemporáneo como Gadamer nos permite un acercamiento propedéutico a una obra como la de Platón. Esta declaración indica un sentido y una apuesta a integrar la lectura de Platón a un horizonte hermenéutico, todavía por esclarecer, de tal forma que la comprensión de La República paulatinamente nos aproxime a las versiones interpretativas contemporáneas.

Esto demuestra que es posible actualizar la comprensión y el sentido de esta obra teniendo como referencia el papel retórico y dialéctico

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inaugural en la obra de Platón. Es una elección que debe ser sometida a discusión y precisión en aras de poder ampliar el horizonte de interpretación de la justicia como forma de vida individual y colectiva.

1. Discursividad y argumentación

En este apartado la pretensión de escritura está orientada a destacar la forma de la argumentación, es decir, el modo como se organiza la discursividad en el contexto del diálogo. Partimos de la afirmación de Ricoeur: “Hubo retórica porque hubo elocuencia, elocuencia pública” (2001, p. 16). La discursividad recorre el espectro de la vida cotidiana y no se reduce a la intención filosófica de búsqueda de verdad, sino a la relación con el poder en el orden de lo político, de tal manera que prueba, composición y persuasión dan cuenta del proceso de argumentación inscrito en los discursos.

Además, es necesario considerar hermenéuticamente la relación con el discurso fijado en la escritura, en la perspectiva de Paul Ricoeur, el problema del texto ubica el objeto de aplicación de la hermenéutica; es necesaria la interpretación porque existen textos escritos con específicos problemas qué resolver. A diferencia del discurso oral en el que los problemas de significación se resuelven, ya sea, o por el contexto o situación o por la clarificación hecha por el interlocutor, en el texto escrito nos hallamos sin la presencia del autor y lejos de su situación; hecho que se traduce en su autonomía: el texto debe hablar por sí mismo:

dotado de una triple autonomía (del autor, de la situación del discurso y de la audiencia original). El discurso así autonomizado, se torna en obra, que como tal lleva una doble referencia: al mundo al que apunta y a la auto comprensión (García Prada, 1985, p. 137).

La fijación del discurso oral en el texto escrito implica la operación de la distancia emancipada del texto. Este se torna por efecto de su fijación en producto elaborado, se transforma en obra y por la taxis (composición) se configura; en este nivel se realiza el análisis estructural. La tercera modalidad de la distancia es señalada por Ricoeur como la apertura de

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un mundo, en el que las referencias ostensivas quedan abolidas (propias del discurso oral), se abre un mundo nuevo para el intérprete. Por último, en la apropiación del texto como cuarta modalidad de distanciamiento opera el círculo hermenéutico, ensanchando el horizonte de comprensión de sí mismo y del mundo. En un autor como Platón esta consideración hermenéutica se hace pertinente por cuanto su obra es el referente textual para la interpretación, de esta manera, se plantea un dilema interpretativo que nos permite inicialmente afrontar la lectura de este segundo libro. Pretendemos entonces, desarrollar la trama argumentativa para luego apuntar algunos elementos discursivos de este segundo ejercicio. Así que el papel de los actores, la escenografía, la dirección de los temas y el carácter pragmático del diálogo nos permiten este acercamiento presente.

En el segundo libro de La República, la discusión iniciada con Trasímaco encuentra su continuación en Glaucón, quien pretende llevar al extremo los argumentos del primer libro. En esta situación los argumentos de Glaucón se hacen más contundentes,

repetiré las razones de Trasímaco y hablaré primero de lo que dicen que es la justicia y acerca de dónde proviene, y luego haré ver cómo cuantos la practican lo hacen contra su voluntad y necesariamente, no como si se tratase de un bien. En tercer lugar, demostraré que obran así con razón, pues, según dicen, resulta mejor la vida del injusto que la del justo (Platón, 358 c, p. 58).

Esta exposición de Glaucón permite recoger la necesidad de esclarecer el papel de lo justo en su naturaleza, como un bien que debería ser apetecible por sí mismo y los efectos de esta en el alma en un proceso de paideia, que como lo plantea Jaeger, es una necesidad de las jóvenes generaciones (Jaeger, 1993, p. 602).

Con este preámbulo se inicia el desarrollo de la prueba examinando los argumentos que en el común se expresan, de tal manera que estableciendo las razones por la que se aprecia más al injusto y los beneficios que este

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recibe. En cuanto al origen de la justicia como necesidad de establecer convenio para no sufrir la injusticia, se define en primera instancia como producto de la ley. A continuación, se dirime el asunto estableciendo el carácter del injusto en comparación con el justo, donde ser y parecer se determinan mutuamente. Esta discusión permite la intervención de Adimanto, que con nuevos ímpetus no permite que se concluya aquí la discusión, examinando la tesis contraria, es decir, los que alaban la justicia y censuran la injusticia. Pero también estos consideran el camino de la justicia como penoso y cargado de fatiga. En fin, no hay quien alabe la justicia por sí misma, por su naturaleza y por los efectos que esta produce. Se le pide entonces que Sócrates por su dedicación a este tema y por su autoridad, enuncie los argumentos a favor de la justicia como bien supremo.

Con el símil de visión se empeña Sócrates en describir el objeto mayor al individuo, esto es la ciudad y la manera como en ella se comprende la justicia. Partiendo de las necesidades, se va configurando la idea de ciudad, donde cada uno según sus aptitudes innatas se ocupará de un oficio, y en una progresión analítica las necesidades de la economía se hacen mayores y las ocupaciones reciben un mayor reconocimiento hasta llegar al papel de los militares como guardianes fieles, capaces como los perros de raza, de atacar a desconocidos y enemigos y de mostrar ser mansos con los conocidos y amigos, mansedumbre y fogosidad, serán sus características primeras. Además, será necesario discutir la educación de estos guardianes amantes del saber, si la música y la gimnástica o qué tipo de fábulas deben escuchar y cómo se deben contar los relatos de los dioses. En este sentido actúan como legisladores, procurando que las leyes impidan la impiedad. Este diálogo en síntesis dimensiona la ciudad como espacio para la justicia, donde la naturaleza de cada uno y sus capacidades se pone al servicio de esta. El diálogo transcurre como un ejercicio de proyección e imaginación construyendo con palabras la ciudad deseable, cuidando que el proceso de argumentación se realice de forma sistemática.

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En primera instancia, Galucón y Adimanto llevan el peso de la argumentación, ellos son las voces de las versiones más comunes sobre la justicia, progresivamente enuncian los argumentos y crean así un cuadro de discusión. La intervención de cada uno permite entender las contradicciones de la vida del justo y del injusto. En cada desarrollo ellos confían en la autoridad de Sócrates para resolver las aporías. Son las voces de jóvenes aristocráticos reconocidos por Sócrates. Pragmáticamente la secuencia se desarrolla con la intervención de cada uno, representando un grupo de argumentos, pero la voz que define la dirección es la de Sócrates, que alabando o preguntando genera el discurrir. En segunda instancia, el recurso de los símiles permite enunciar las voces de las leyendas y de los mitos que se realizan como cuestionamiento a la vida justa y a las normas vigentes, de esta manera, se constituye un marco de referencia para establecer la finalidad de la ciudad como mecanismo de comparación con la vida individual, y a su vez como dirección de la argumentación que queda abierto para el próximo libro. Podríamos aventurar que en este libro segundo existe una lógica discursiva eminentemente dialéctica, en donde la composición está al servicio de la prueba de los argumentos, considerando y sopesando las diferentes versiones sobre la justicia sin resolver aún la naturaleza misma de ella.

2. El conocimiento como principio

El conocimiento como principio implica indicar el sentido epistemológico y ontológico de los diálogos en La República. El principio del movimiento tanto de la naturaleza como del alma se ordenan al ser; de esta manera, se puede entender la necesidad dialéctica del conocimiento y su relación con la esencia del alma y de la ciudad, por ello “podemos comprender perfectamente qué sentido tienen la oscilación de la filosofía entre inicio entendido como principio de vida y el inicio como principio del conocer y del pensar” (Gadamer, 1995, p. 64). En el papel dialéctico de la argumentación se explicita el valor de anticipar con el pensamiento la ciudad deseada y su consistencia discursiva, que corresponde a la necesidad de establecer las leyes y las instituciones necesarias para cumplir con los requerimientos de

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una ciudad justa orientada en la virtud y confiada en la felicidad de los ciudadanos. Es explícito el papel de la inteligencia, no solo por la división de lo visible y lo inteligible, sino por la forma en que se orienta el alma desde las imágenes, como primera operación, hasta llegar a los principios que no pertenecen a lo sensible sino a lo inteligible, de cara al ser y la verdad.

La distinción inicial se encamina a distinguir la relación con el saber propio del filósofo, esta será la que se dirija a la verdad en sí. Para llegar a esta definición se hace necesario establecer las relaciones entre saber e ignorancia y su intermedio la opinión. La ignorancia será propia del no ser y no puede ser conocida, la opinión compartirá estas dos posibilidades: lo conocible y lo no conocible, es decir, pertenece al mundo de lo opinable. El saber será la más poderosa potencia dirigida al ser, es decir, a lo conocible. Se trata entonces de establecer qué saberes conducen a la inteligencia a examinar los objetos. Lo que es suficientemente examinado por los sentidos no requieren de este examen. Lo que genera contradicción, de forma que en el proceso se invita a la inteligencia a establecer distinciones entre lo múltiple y la unidad, de manera tal, que en la comparación se establezca la definición

El alma se verá en tal caso forzada a dudar y a investigar, poniendo en acción dentro de ella el pensamiento, y a preguntar qué cosa es la unidad en sí, y con ello la aprehensión de la unidad será de las que conducen y hacen volver hacia la contemplación del ser (Platon, 2006, p. 525 a).

De esta manera, se ordenan las ciencias que permiten remontar lo sensible hacia lo inteligible, la aritmética, la geometría, la astronomía y la música tendrán como finalidad preparar al alma para contemplar las ideas en sí, o esencias. Con este argumento se define, además de la verdadera educación, el verdadero conocimiento.

El cuadro se completa con el ejemplo del hijo del bien como engendrado a su semejanza permitiendo ver y ser visto en la región de lo visible;

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y en la región de lo inteligible le permite guiarse por la inteligencia y lo aprehendido por ella. De esta forma, la dirección de los ojos será clara si de por medio está la luz, pero si faltase esta, las sombras no permitirían ver. En el alma este proceso se ubica en el sentido de la dirección de lo visible y de lo inteligible. Si dirige su atención a lo que está iluminado por la verdad y el ser, se comprenderá como inteligente, pero si solo se dirige a penumbras habitará el mundo mudable de la opinión y sin inteligencia vagará por las sombras. El ser y la esencia serán producto del bien, este será mayor a la generación y producción de las cosas, es la causa. Entonces, el conocimiento será un proceso para dividir y establecer los elementos de lo visible y de lo inteligible, de forma tal, que mediante el símil de la línea sea posible distinguir los géneros de lo visible y de lo inteligible, en proporción a la carencia de verdad y a su posesión “al estabilizarse la memoria y la opinión, se genera el conocimiento” (Gadamer, 1995, p. 57). Esta dirección permite dirigir al alma en primera instancia por imágenes que guían el proceso hipotéticamente a la conclusión, esto en el mundo de lo visible. En el segmento de lo inteligible se parte de hipótesis para llegar a un principio no hipotético. En uno el procedimiento es imitativo siguiendo las imágenes, el otro es dialéctico sirviéndose de verdaderas hipótesis y elevándose hasta los principios. De aquí se sigue la clasificación de las modalidades del pensamiento, llamando inteligencia al más alto saber, cuya dirección son las ideas; el pensamiento, al segundo, cuyo fin es la geometría; el tercero será la creencia en dirección a la fe; y el cuarto y último será la imaginación en orden a las imágenes.

Para concluir, el tema de la dialéctica permite reunir lo dicho, tanto en el símil de la caverna, como del papel de la educación y las ciencias.

Cuando uno se vale de la dialéctica para intentar dirigirse, con ayuda de la razón y sin intervención de ningún sentido, hacia lo que es cada cosa en sí, y cuando no desiste en alcanzar, con solo auxilio de la inteligencia, lo que es el bien en sí, entonces llega ya al término mismo de lo inteligible, del mismo modo que aquel llegó entonces al de lo visible (532 a).

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El dialéctico tendrá visión de conjunto y estará siempre orientado a las esencias. Este punto de llegada como comprobación, revisión y anulación de hipótesis revela la intención argumental del texto de La República: partir de los fenómenos opinables y del mundo de lo visible para remontarse a los principios de lo inteligible para asegurarnos de fundar, con la necesidad de la razón, una ciudad justa en donde la sedición no sea posible y reine la armonía y la unidad del Estado. De esta manera, se establece la finalidad política del conocimiento y del carácter profundamente útil de la contemplación del bien. Se ordenan así, tanto las formas del conocimiento, como las virtudes antes estudiadas “bastará, pues –dije yo–, con llamar a la primera parte conocimiento; a la segunda, pensamiento; a la tercera, creencia y, la cuarta, imaginación. Y estas dos últimas juntas, opinión; y aquellas dos primeras juntas, inteligencia” (534 a). Así esta construcción está orientada al ser, de manera que lo bello, lo justo, lo verdadero dimanen, a través del gobernante orientados al sumo bien. El papel de la dialéctica cumple así con su cometido, orientar el alma hacia lo inteligible, superando lo sensible, examinando, distinguiendo, sopesando las contradicciones y desechando las hipótesis para asegurar el camino de lo inteligible a la verdad y al ser. “La alternativa rígida entre movimiento y quietud, su excusión recíproca, se resuelve a través de la dialéctica unitaria de idéntico y diverso y los dos términos iniciales se desarrollan pasando a ser, en cierto sentido, movimiento estable y estabilidad móvil” (Gadamer, 1995, p. 73).

La esencia de la realidad no se establece por contraposición de mundos sino en el movimiento que va de lo inteligible a lo visible y a la zona de las sombras, así, “no obstante, la separación entre matemáticas y física no significa que los números y las figuras geométricas existan en otro mundo. Asimismo, lo bello, lo justo, lo bueno, no son nunca un segundo ente” (Gadamer, 1995, p. 61). El alma como principio de unidad permite la conjunción de las diferentes partes y en armoniosa relación permite dar razón de la naturaleza de las cosas, de allí se

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sigue en el plano ontológico y epistemológico la unidad del ser y su referencia como verdad, las cosas se presentan como aspectos o ideas. Solo a través de la luz reciben su verdadera entidad. El conocimiento será un proceso de formación de ascenso y descenso para que el alma acostumbrada a las sombras sea capaz de ver a la luz, y luego obtenga la visión necesaria para establecer la verdad de los entes y se dirija así al bien, a la justicia y a la belleza.

Este proceso formativo del alma y de la ciudad se compagina dialécticamente en el discurso. La verdad como ocultamiento y desocultamiento pone en relación lo eterno y lo perecedero, lo permanente y lo cambiante, para lograrlo se requiere de un proceso educativo, que a su vez, se dirige al mundo de lo inteligible para volver y dirigir los asuntos cotidianos de la ciudad a la felicidad. Esta función dialógica de la verdad asegura el papel político del conocimiento y del pensamiento en orden a gobernar la ciudad de manera justa, en lo bello y en dirección al sumo bien, “el modelo del conocer es el diálogo y no el encuentro entre un sujeto autónomo y un objeto dominado, que es el postulado de la ciencia moderna y también, en cierto sentido, la muerte de la metafísica” (Gadamer, 1995, p. 77).

3. La dialéctica como proceso pedagógico

La dialéctica como proceso pedagógico en La República permite entender el movimiento constructivo de la ciudad en el discurso y el ascenso formativo del alma. Entendemos el contexto dialógico como un escenario en donde las pretensiones del discurso se entrecruzan y se complementan. Podemos, de esta manera, considerar este diálogo como una obra. Esta indicación nos permite interpretar el texto aproximándonos a la dialéctica como hilo conductor para entender su dimensión pedagógica.

Para Platón la verdadera retórica debe estar al servicio de la búsqueda de la esencia de la justicia. Por ello, el sentido que toma la interlocución

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va encaminado a ser visible como participación virtuosa en el ser, esta comunidad con lo bello, lo justo y lo bueno. En este sentido, la organización dramática del espacio, los escenarios y los actores permiten la estructuración de los argumentos en un movimiento de acciones e irrupciones en la que el carácter de los actores se hace importante por la plasticidad de las imágenes y de los conceptos que van colocando los elementos interpretativos de la obra, incluso “la ignorancia socrática es una figura literaria. Es la forma a través de la cual Sócrates lleva al interlocutor a enfrentarse con su propia ignorancia” (Gadamer, 1995, p. 54). Es así como en la forma y disposición del libro, como en una totalidad, se pueden encontrar sugerentes reflexiones pedagógicas que nos llevan a esclarecer la forma discursiva de la ciudad y del alma.

La discursividad recorre el espectro de la vida cotidiana griega y no se reduce a la intención filosófica de búsqueda de verdad, sino a la relación con el poder en el orden de lo político, de tal forma que prueba, composición y persuasión dan cuenta del proceso de argumentación inscrito en los discursos. En primera instancia, Galucón y Adimanto llevan el peso de la argumentación, ellos son las voces de las versiones más comunes sobre la justicia, progresivamente enuncian los argumentos y crean así un cuadro de discusión. La intervención de cada uno permite entender las contradicciones de la vida del justo y del injusto. En cada desarrollo ellos confían en la autoridad de Sócrates para resolver las aporías. Son las voces de jóvenes aristocráticos, reconocidos por Sócrates. Pragmáticamente la secuencia se desarrolla con la intervención de cada uno, representando un grupo de argumentos, pero la voz que define la dirección es la de Sócrates que alabando o preguntando genera el discurrir. En segunda instancia, el recurso de los símiles permite enunciar las voces de las leyendas y de los mitos que se realizan como cuestionamiento a la vida justa y a las normas vigentes, en otras palabras, se constituye un marco de referencia para establecer la finalidad de la ciudad como mecanismo de comparación con la vida individual, y a su vez, como dirección de la argumentación que queda abierto para el libro siguiente.

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Podemos afirmar que en el libro segundo existe una lógica discursiva eminentemente dialéctica, donde la composición está al servicio de la prueba de los argumentos, considerando y sopesando las diferentes versiones sobre la justicia, sin resolver aún la naturaleza misma de ella. Poco a poco la arquitectónica del estado se va realizando, al empezar por la educación del alma, de manera tal, que en este proceso de construcción discursiva y dialógica los elementos necesarios van apareciendo de manera inteligible en orden al bien y la verdad. Este proceso pedagógico muestra la primacía de la educación de lo invisible para pasar luego a lo visible con la finalidad del equilibrio. De esta manera, la legislación junto con la construcción discursiva, necesitan de la educación para forjar otro tipo de ciudad. Así, en este proceso de discusión dirigido por Sócrates, específicamente, por el modo de preguntar, se realiza el proceso provisional de definición de la justicia, sin olvidar las tesis antes defendidas y aún sin responder. El recurso a la metáfora y a la poética como imágenes del alma, siguiendo los dictamenes de la construcción discursiva, nos van llevando procesualmente por los argumentos y las disposiciones que permiten pasar del individuo a la ciudad. De allí que no sea posible anticipar en este punto de la discusión la orientación final o el desenlace dramatúrgico de este encuentro en el Pireo.

El discurso de las virtudes se constituye en la guía para establecer los linajes y su correspondiente naturaleza para cumplir con su respectiva función en la ciudad, “cada uno debe ser puesto a un trabajo, que ha de ser aquel para el que esté dotado; de modo que atendiendo a una sola cosa, conserve él también su unidad y no se divida, y así la ciudad entera resulte una sola, y no muchas” (423 d, p. 67). El alma será pues el indicio de unidad para establecer la correspondencia de ella conforme a lo hallado en la ciudad. Así, la discusión se traslada al ámbito del individuo, señalando de paso la ampliación de la indagación, esto es, a las virtudes le sigue el conocimiento. Al respecto, la parte final del libro tercero nos introduce en la perspectiva de los apetitos, de las acciones en la justa medida de sus efectos, no sin antes advertir el papel de la contradicción como acicate de la argumentación,

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un mismo ser no admitirá el hacer o sufrir cosas contrarias al mismo tiempo, en la misma parte de sí mismo y con relación al mismo objeto; de modo que, si hallamos que en dichos elementos ocurre esto, vendremos a saber que no son uno solo, sino varios (436 b).

De este modo, está planteado el problema de la unidad y la división del individuo. Para Sócrates la progresión de la argumentación lo lleva a plantear el papel modélico de la ficción de la ciudad que han construido en la conversación con Adimanto y Glaucón (451 c). El examen de las cuestiones planteadas son dirigidas por la construcción misma del discurso, así, la composición de la ciudad corresponde a una arquitectura del argumento y a la necesidad del mismo,

quien diserta sobre algo sobre lo cual duda e investiga todavía, ése se halla en posición peligrosa y resbaladiza, como lo es ahora la mía, no porque recele provocar vuestras risas-, sino porque temo, que no acertando con la verdad, no sólo venga yo a dar a tierra, sino que arrastre tras de mí a mis amigos (451 a).

En este sentido, desde el libro quinto con la definición de la naturaleza de los filósofos, se orienta la discusión al papel de ellos en los asuntos políticos en la ciudad que se ha construido en el discurso. De ello se desprende la necesidad de establecer la relación de estos con la idea de bien. Aunque no se defina el bien, este orientará la constitución de la labor de los filósofos en la inteligibilidad de los principios para poder gobernar y dirigir la ciudad. Asunto que no es para las multitudes sino para unos pocos, es decir, la filosofía no es asunto de las volubles opiniones sino de la justa dirección, producto de una esmerada educación que permite la orientación al ser y la verdad.

La verdadera educación será el medio para que estas naturalezas alcancen el fin deseado y argumentado hasta ahora. El proceso pedagógico de ascenso permite indagar por aquello que permite “volverse el alma desde el día nocturno hacia el verdadero; una ascensión hacia el ser, de la cual diremos que es la auténtica filosofía” (521 c). La pregunta

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entonces que emerge: ¿qué enseñanza será la necesaria para lograr semejante ascenso? La gimnástica y la música solo alcanzan disciplina en el valor y la moderación, pero no para remontarse más allá del mundo de lo visible a lo inteligible. De esta forma, se introduce el papel de las ciencias para la preparación del alma en este nivel. Se trata entonces de establecer qué saberes conducen a la inteligencia a examinar los objetos. Lo que es suficientemente examinado por los sentidos no requiere de este examen. Lo que genera contradicción sí, de forma que, en el proceso se lleva a la inteligencia a establecer distinciones entre lo múltiple y la unidad, de manera tal, que en la comparación se establezca la definición:

El alma se verá en tal caso forzada a dudar y a investigar, poniendo en acción dentro de ella el pensamiento, y a preguntar qué cosa es la unidad en sí, y con ello la aprehensión de la unidad será de las que conducen y hacen volver hacia la contemplación del ser (525 a).

En efecto, el libro sexto se adentra en los elevados argumentos para definir el bien en relación con el saber del filósofo y con el gobierno de la ciudad. Llegados a este punto, las argumentaciones se fijan como aclaraciones y conclusiones del transcurrir de los otros libros. Se afirma el carácter provisional de las anteriores conversaciones. En este libro cobra relevancia lo dicho con respecto a la ciudad deseada. La composición de esta, el papel de las mujeres, la crianza de los niños, el papel de la educación, la necesidad de un gobierno acorde, se entrelazan con las consideraciones de las cualidades del filósofo.

De otra parte, se reafirma el papel dialéctico de la argumentación, se explicita el valor de anticipar con el pensamiento la ciudad deseada y su consistencia discursiva, que corresponde a la necesidad de establecer las leyes y las instituciones necesarias para cumplir con los requerimientos de una ciudad justa orientada en la virtud y confiada en la felicidad de los ciudadanos. Este libro deja explícito el papel de la inteligencia, no solo por la división de lo visible y lo inteligible, sino por la forma en que se orienta el alma desde las imágenes, como primera operación,

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hasta llegar a los principios, que no pertenecen a lo sensible sino a lo inteligible de cara al ser y a la verdad. Así, en la construcción de este apartado es clara la forma en que se ordena la composición de la ciudad con la composición del argumento. Esto es, que siguiendo el camino de lo sensible nos elevamos al plano de lo inteligible en la construcción misma de la ciudad, como también, en la configuración del alma. El gobierno entonces pertenecerá a quienes se ocupan de los asuntos de los principios, y no se distraen en las pequeñeces de la multitud, ni buscan fama o fortuna a costa del bien mayor de la ciudad, estos son quienes se dedican a la filosofía, no como pasatiempo, sino orientada a establecer y dirigir la ciudad a través de la práctica de las virtudes a su fin: la felicidad.

En el libro séptimo el tema de la dialéctica permite reunir lo dicho, tanto en el símil de la caverna, como del papel de la educación y las ciencias.

Cuando uno se vale de la dialéctica para intentar dirigirse, con ayuda de la razón y sin intervención de ningún sentido, hacia lo que es cada cosa en sí, y cuando no desiste en alcanzar, con solo auxilio de la inteligencia, lo que es el bien en sí, entonces llega ya al término mismo de lo inteligible, del mismo modo que aquél llegó entonces al de lo visible (532 a).

El dialéctico tendrá visión de conjunto y estará siempre orientado a las esencias. Este punto de llegada como comprobación, revisión y anulación de hipótesis revela la intención argumental del texto de La República. Partir de los fenómenos opinables y del mundo de lo visible, para remontarse a los principios de lo inteligible para asegurarnos de fundar, con la necesidad de la razón, una ciudad justa en donde la sedición no sea posible y reine la armonía y la unidad del Estado. Entonces, se establece la finalidad política del conocimiento y del carácter profundamente útil de la contemplación del bien. Se ordenan así, tanto las formas del conocimiento, como las virtudes antes estudiadas “bastará, pues –dije yo–, con llamar, a la primera parte,

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conocimiento; a la segunda, pensamiento; a la tercera, creencia, e imaginación a la cuarta. Y estas dos últimas juntas, opinión; y aquellas dos primeras juntas inteligencia” (534 a). El proceso durará toda la vida de tal manera que desde niños se orienten a esta formación dialéctica, cuidando de no ser formados a la fuerza, hasta que en últimas, hacia los cincuenta años, puedan gobernar de acuerdo con la necesidad de la ciudad. La formación dialéctica permitirá cumplir con la finalidad del Estado. Tiempos que deben ser dictaminados por los legisladores y permitan a los gobernantes volver al mundo de las sombras, generando tal claridad para el bien de los ciudadanos y la felicidad del Estado. Así, esta construcción está orientada al ser, de manera que lo bello, lo justo, lo verdadero dimanen a través del gobernante encaminados al sumo bien. El papel de la dialéctica cumple así con su cometido: orientar el alma hacia lo inteligible superando lo sensible, examinando, distinguiendo, sopesando las contradicciones y desechando las hipótesis para asegurar el camino de lo inteligible a la verdad y al ser.

Al contrario del libro octavo, los argumentos descienden al ámbito de la pistis, la realidad fenomenológica se impone en esta vuelta de la contemplación del sumo bien, a las condiciones en que los regímenes inferiores representan la enfermedad del cuerpo político. La pérdida de la armonía, el exceso y la escasez, la mezcla, en fin,

La felicidad solo es posible en el marco de la ciudad imaginada en un proceso dialéctico que establece los criterios de ascenso y descenso del pensamiento. Este movimiento, camino a lo inteligible, requiere de imágenes, conceptos y ejemplos para que en su composición sea dirigible la razón en el ámbito de la experiencia, de forma tal, que sin perder la guía de la visión de lo verdadero, recorra el camino de la doxa a la episteme para juzgar el ser de las cosas visibles. Así, este libro completa el mundo de los fenómenos propios de la ciudad en términos de los aspectos políticos, psicológicos y metafísicos de los deseos, apetitos y placeres.

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En este orden de ideas, la composición de los argumentos permite establecer la utopía de la justicia como felicidad de la ciudad, en dirección a los deseos y su ordenado seguimiento. Además, este ordenamiento en el pensamiento erige a los interlocutores del diálogo como jueces que pueden dictaminar el orden y la función de cada estamento de la ciudad. La figura del juez (580 b) como criterio de definición cumple con una necesidad retórica: fundar la ciudad en la verdad y no en la conveniencia de los ciudadanos sofistas (Jaeger, p. 756). Determinar el papel de los placeres y distinguir con criterio el orden de los mismos es legislar sobre la ciudad. A las tres partes de la ciudad le corresponde un orden de placeres: lo concupiscible dirigido por la ganancia; la parte irascible a la ambición de honores; y la parte racional al disfrute de la verdad. La demostración entonces se encamina a establecer los verdaderos y falsos placeres. Es decir, se trata de explicitar todas las consecuencias de las hipótesis planteadas (Gadamer, 1995, p. 62), el contenido mismo de los conceptos debe ser examinado, garantizando el desarrollo discursivo del argumento. Por ello, en la demostración, Sócrates reclama las sucesivas victorias del hombre justo sobre el injusto.

4. El mito como forma de pensar

El mito como forma de pensar en el mundo griego permite entender su sentido e intención y su utilización en La República. “Los mitos de Platón son narraciones que, a pesar de no aspirar a la verdad completa, representan una especie de regateo con la verdad y amplían los pensamientos que buscan la verdad hasta la allendidad” (Gadamer, 1997, p. 25). Este regateo por la verdad permite recurrir a narraciones que abren y cierran la discusión en el plano de lo que solo se puede decir por imágenes. En el inicio del libro, Platón trata el asunto de los mitos sobre el Hades como un recurso de la conversación que permite a Sócrates poner de relieve el tema de la justicia como felicidad del justo, desvirtuando la versión de que la justicia, es decir, la verdad y devolver lo que se ha recibido. En este sentido, el inicio del diálogo marca el tono estilístico donde los temas son referidos al contexto fenoménico y conceptual. A partir de lo perceptible en Céfalo, Sócrates dirige la

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conversación a los asuntos menos visibles pero más importantes. Así, el texto se abre con una clara referencia al mundo ritual griego y a los mitos como recurso para ampliar la mirada de los asuntos tratados.

Sólo siglos después, en el curso de la Ilustración griega, el vocabulario épico de mythos y mythein cae en desuso y es suplantado por el campo semántico de logos y legein. Pero justamente con ello se establece el perfil que acuña el concepto de mito y resalta el mythos como un tipo particular de discurso frente al logos, frente al discurso explicativo y demostrativo. La palabra designa en tales circunstancias todo aquello que sólo puede ser narrado, las historias de los dioses y de los hijos de los dioses (Gadamer, 1997, p. 25).

En primera instancia, en la composición de la ciudad la educación tendrá un papel fundamental, la formación de los guardianes como amantes de saber. Por ello será necesario establecer si la música y la gimnástica o qué tipo de fábulas deben escuchar y como se deben contar los relatos de los dioses. En segunda instancia, el recurso de los símiles permite enunciar las voces de las leyendas y de los mitos que se realiza como cuestionamiento a la vida justa y a las normas vigentes, de esta manera, se constituye un marco de referencia para establecer la finalidad de la ciudad como mecanismo de comparación con la vida individual, y a su vez, como dirección de la argumentación que queda abierta en la discusión.

Por lo tanto, se establecen modos de narración simple y de narración imitativa. En este punto parece que se inclina la opción por la narración simple. Pero por un recurso retórico, se impone el curso de la argumentación para definir si los guardianes deben imitar más de un arte,

siendo artesanos muy eficaces de la libertad del Estado, no se dediquen a ninguna otra cosa que no sea este fin. Pero, si han de imitar, que empiecen desde niños a practicar con modelos dignos de ellos, imitando caracteres valerosos, sensatos, piadosos, magnánimos y otros semejantes (395 c).

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Así, la imitación queda restringida de acuerdo con el modelo y se privilegia la narración. Con estas observaciones queda listo lo referente al tema de los relatos y cómo deben ser dichos. Luego de legislar sobre el contenido, el diálogo nos lleva a la necesidad de la educación musical como primordial, esto es, en la formación del alma, desde la más temprana edad, se hace necesario evitar la falsedad y la imitación de vidas bajas y la atribución de condiciones sórdidas a los dioses y a los héroes. Además del domino de sí, es propicio en beneficio de la utilidad de la ciudad la enseñanza del mito y de la buena mentira. Esta fábula se concentra en convencer y persuadir a los gobernantes, estrategas y ciudadanos de educar según la naturaleza, ya sean las almas de sus hijos según el metal: de oro, de plata, de bronce o de hierro. Este mito fenicio se convierte en el elemento estructurador del orden y el equilibrio de la ciudad.

En el pensamiento griego encontramos, pues, la relación entre mito y logos no sólo en los extremos de la oposición ilustrada, sino precisamente también en el reconocimiento de un emparejamiento y de una correspondencia, la que existe entre el pensamiento que tiene que rendir cuentas y la leyenda transmitida sin discusión (Gadamer, 1997, p. 27).

La imagen de unos hombres en lo profundo de una caverna anuncia la intención de Sócrates de comparar esta escena con la naturaleza sin educación. Junto con el símil de la línea nos encontramos ante la distinción de los ámbitos de lo opinable y de lo inteligible. Distinción que permite establecer la orientación en la formación de los guardianes-filósofos para asegurar el gobierno de la ciudad. Estos hombres amarrados de tal manera que solo puedan ver las sombras de los objetos, creen que lo que ven y oyen es la realidad. Perciben gracias al fuego objetos, otros hombres, las voces, en fin, solo lo que esta deplorable condición les permite. Este inicio del libro séptimo nos ubica en un escenario que contrasta con la ciudad antes dibujada y argumentada. El tema final del libro sexto termina haciendo alusión al bien y su dirección al ser y la verdad de las cosas. De esta manera, este símil está dispuesto en esta

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discusión tratando de definir la naturaleza y la ubicación política de los filósofos, de aquí se sigue el contraste entre un espacio y otro, de manera que, el examen de uno lleve a prefigurar argumentativamente la conclusión. Así, la caverna anuncia con imágenes la necesidad del alma que asciende para contemplar la realidad, pero a su vez requiere de un proceso de acomodación para superar la exposición a la luz, y poco, a poco, distinguir las cosas en sí. Este ascenso configura la relación con el espacio de lo visible y de lo inteligible, en orden al proceso que lleva de las sombras al sumo bien; de la generación a las esencias, de lo temporal a lo eterno.

Proceso que define también la necesidad del filósofo que, después de ascender, sea capaz de regresar y guiar a los otros, en medio de las sombras, con tal claridad por haber contemplado las ideas, que garantice el ordenamiento armonioso de la ciudad, más allá del interés personal y del poder por el mismo con miras a la unificación del Estado. Es decir, que la garantía de las virtudes es la expresión ética del gobernante. Se requiere entonces un guardián-filósofo valeroso, magnánimo, dispuesto al aprendizaje y memorioso, que guardando el equilibrio, entre la finalidad gimnástica y la finalidad musical, y con todo esto, sea capaz de remontarse hasta el bien como fuente del ser y la verdad “una vez acostumbrados, veréis infinitamente mejor que los de allí, y conoceréis lo que es cada imagen y de qué lo es, porque habréis visto ya la verdad con respecto a lo bello y a lo justo y a lo bueno” (520 c).

5. La mímesis y la ciudad

La pretensión de este apartado es establecer la relación entre el arte y la ciudad a través del papel de la mímesis. El lugar de las artes en su función práctica permite determinar el papel de las ideas, las copias y los simulacros, en su respectiva jerarquía. En la antigüedad,

lo que es común a la producción del artesano y a la creación del artista, y lo que distingue a un saber semejante de la teoría o del saber y de la decisión práctico-política es el desprendimiento de la obra respecto del propio hacer” (Gadamer, 1991, p. 47).

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La tendencia de las almas humanas a lo sensible las hace proclives a la pesadez de las sombras, peligro de simulacro, en otras palabras, de no distinguir la copia del fantasma. En efecto, en La República, el papel de los poetas y, en especial, de Homero, resulta ser sospechoso por esta relación con el mundo de lo sensible, atrapado entre las apariencias sin una dirección que permita distinguir la copia del modelo. El imitador solo opera sobre las apariencias, no fabrica conforme a la idea, ni se dirige por experiencia, se encuentra lejos de las cosas en su realidad, es decir, en su esencia. La poesía pertenece a este tercer orden de realización (597 e).

Con esta inicial ubicación queda claro que la relación de la poesía es indirecta con las cosas en sí. Se relaciona más bien con la parte más baja del alma (605 b) con las pasiones múltiples y diversas, de allí, que guiándose por los sentimientos de la multitud, se dirija de manera trágica o cómica a generar simpatía o ridículo, con tal de recibir el aplauso del pueblo. El alma para preservarse debe ser dirigida por la medida y el cálculo, de forma tal, que pueda resistirse al dolor y sobrepasar las desgracias atendiendo a la parte racional y esclarecida del ella. Esta entereza ante la adversidad es más aconsejable por la parte racional, afirmando así la primacía del alma en relación con la verdad y el gobierno de sí.

En este tercer libro de La República el tema de la educación de los guardianes concentra la discusión. Adimanto y Sócrates continúan poniendo en discurso las condiciones que deben cumplir los poetas y rapsodas para educar en la ciudad de los guardianes. Luego de legislar sobre el contenido, el diálogo nos lleva a la necesidad de la educación musical como primordial, esto es, en la formación del alma desde la más temprana edad, se hace necesario evitar la falsedad y la imitación de vidas bajas y la atribución de condiciones sórdidas a los dioses y a los héroes. El qué decir precede el cómo decir, que se complementa en la combinación de imitación y narración, procurando la simplicidad, así como en la armonía y el ritmo, de manera tal, que se cuide de la verdad. Logrado este asunto la gimnasia toma su lugar, no solo como ejercicio

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del cuerpo, sino como condición para lograr el equilibrio entre virilidad y prudencia, virtudes para que el guardián adquiera toda su estatura y al cabo de los años la experiencia le permita gobernar, no para sí, sino para la ciudad.

El tema del ritmo se subordina a una vida ordenada y valerosa en una pretensión curativa de la ciudad de lujo. Además, la tendencia es a que el carácter simple se imponga por acción de la bella dicción, armonía, gracia y euritmia, para introducirse en lo más recóndito del alma. Condición para que, desde niños, los guardianes se orienten al bien. Pero además para hacer de las cosas perfectamente amables, es decir, de forma erótica. Sin mezclar con el verdadero amor la locura y la incontinencia, se hace necesario que el amor procure la orientación a la bondad, sin perder la prudencia adquirida.

La esencia de lo bello no estriba en su contraposición a la realidad, sino que la belleza, por muy inesperadamente que pueda salirnos al encuentro, es una suerte de garantía de que, en medio de todo el caos de lo real, en medio de todas sus perfecciones, sus maldades, sus finalidades y parcialidades, en medio de todos sus fatales embrollos, la verdad no está en una lejanía inalcanzable, sino que nos sale al encuentro. La función ontológica de lo bello consiste en cerrar el abismo abierto entre lo ideal y lo real (Gadamer, 1991, p. 52).

El bien es el supremo conocimiento que permite distinguir lo uno como inteligible, diferente a lo múltiple como sensible,

y que existe, por otra parte, lo bello en sí y lo bueno en sí; y del mismo modo, con respecto a todas las cosas que antes definíamos como múltiples, consideramos, por el contrario, cada una de ellas como correspondiente a una sola idea, cuya unidad suponemos (507 b).

Ahora bien, en las cosas percibidas se destacan las que son vistas, pero la condición de ver y ser visto depende de la luz. Este tercero de la relación supone la condición para conocer por ello “el más sublime

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objeto de conocimiento es la idea de bien, que es la que, asociada a la justicia y a las demás virtudes, las hace útiles y beneficiosas” (505 a). Esta relación del ojo con el sol opera como emanación que permite conocer, el sol no es la visión, es la causa de ella. Así se define al hijo del bien como engendrado a su semejanza permitiendo ver y ser visto en la región de lo visible; y en la región de lo inteligible le permite guiarse por la inteligencia y lo aprehendido por ella. De forma que la dirección de los ojos será clara si de por medio está la luz, pero si faltase esta las sombras no permitirían ver.

En el alma este proceso se define como la dirección de lo visible y de lo inteligible. Si dirige su atención a lo que está iluminado por la verdad, el ser se comprenderá como inteligente, pero si solo se dirige a penumbras habitará el mundo mudable de la opinión y sin inteligencia vagará por las sombras. El ser y la esencia serán producto del bien, este será mayor a la generación y producción de las cosas, es la causa. Para ello se precisa ordenar los saberes que conduzcan de manera ascendente al alma hacia su fin. La aritmética, la geometría plana, la astronomía y la música preparan para seguir el camino de la verdad sin ayuda de los sentidos, y la búsqueda de las esencias conforme a la verdad. Será el camino dialéctico. Se requiere entonces un guardián-filósofo valeroso, magnánimo, dispuesto al aprendizaje y memorioso, de tal manera que guardando el equilibrio, entre la finalidad gimnástica y la finalidad musical, y con todo esto, sea capaz de remontarse hasta el bien como fuente del ser y la verdad para que “una vez acostumbrados, veréis infinitamente mejor que los de allí y conoceréis lo que es cada imagen y de qué lo es, porque habréis visto ya la verdad con respecto a lo bello y a lo justo y a lo bueno” (520 c).

En última instancia, la prueba final de la posición de la poesía en el libro décimo se encamina a demostrar el papel de Homero en la política en términos de si ha servido de modelo para orientar la fundación de ciudad alguna. Este examen cumple con un propósito retórico de confrontar el argumento con los hechos y la conclusión no se hace

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esperar, la imitación poética de Homero no permite fundar ni concebir una ciudad que se ajuste a la verdad. La poesía, ni trágica, ni cómica, no permite dirigir la razón por la inexperiencia de los poetas y porque no atiende a la parte superior del alma. Por este dictamen de la razón, no es posible, ni admisible la poesía en la ciudad. No es problema de una falsa democratización, sino, de la necesidad, en el orden de los argumentos, de preservar la virtud y la justicia. Se debe apreciar la poesía en su justa medida y solo será admitida la palabra que lleve a enaltecer la areté de los héroes. De esto se sigue que por ignorancia, por no tender a la ciencia y sí al desconocimiento, los poetas no pueden dirigir los asuntos humanos.

6. El discurso de las virtudes

El cuarto libro de La República llega a la conclusión de la discusión iniciada en el libro segundo, la justicia se define por la comparación con las virtudes de las clases que conforman la ciudad, de aquí se sigue el paralelo con el alma y su específica ubicación de las virtudes en el individuo. Esta indagación define, entonces, lo justo y lo injusto, observando el ejemplo mayor de la ciudad y trasladando sus componentes al individuo. El discurso de las virtudes se constituye en la guía para establecer las clases y su correspondiente naturaleza, de manera tal que se cumpla con su respectiva función en la ciudad,

cada uno debe ser puesto a un trabajo, que ha de ser aquel para el que esté dotado; de modo que atendiendo a una sola cosa, conserve él también su unidad y no se divida, y así la ciudad entera resulte una sola, y no muchas (423 d, p. 67).

Con este diálogo Adimanto y Sócrates elaboran y completan la arquitectura inicial de la justicia. Estos bosquejos van tomando forma y como esquemas que anticipan su consecuencia indican las proporciones y las definiciones de cada virtud en relación con su ubicación, tanto en la ciudad como en el individuo. Con Glaucón parece que los desafíos y los compromisos no se pueden desatender, creando una atmósfera de

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caza y de pasión por la búsqueda y los indicios allí encontrados. En este contexto del texto se introduce así el tema del alma y de la ciencia.

En este libro cuarto se advierte la necesidad de cerrar la discusión que en el libro segundo se inició con el recurso de establecer lo más grande para llegar a lo más pequeño. Se reafirma el papel de la música como norma clave de la educación y para dirigir la vida de los guardianes desde la infancia mediante la crianza, hasta su realización conforme a su naturaleza, cosa que es definida como la felicidad de los ciudadanos. De este modo, será necesario cuidar el tipo de leyes propias para esta ciudad de acuerdo con la dirección del discurso. Cada conversación supone los argumentos anteriores y los somete a prueba, derivando las consecuencias necesarias, por ello, la primera parte del libro es una especie de síntesis de lo logrado hasta ahora.

Ya en este punto se requiere volver a la pregunta por la justicia, sin perder de vista la arquitectura anterior, la ciudad será por tanto prudente, valerosa, moderada y justa. Sócrates enuncia el procedimiento de construcción argumentativa: buscando las cuatro especies de virtudes, se procederá a reconocer una a una y sumando así, se llegará a la siguiente. Con este procedimiento se intenta mostrar si la ciudad contiene esta virtud y su ciencia. Así en los guardianes esta será una condición para gobernar, sus decisiones deben estar amparadas por la prudencia. Estos estarán ubicados en la cúspide del orden social y serán menos numerosos, pero evidentemente, siguiendo la argumentación, se hará necesaria formal y materialmente su presencia. Con esto se deja admitida la primera virtud.

Con respecto a la segunda, el valor será propio de los guardianes auxiliares que en tiempos de guerra defienden a los ciudadanos de los ataques externos, y en tiempos de paz resguardarán la ciudad con moderación. Son quienes distinguen lo que se debe temer de lo que no. Se conforma como una cierta conservación que permite con fortaleza de espíritu enfrentar lo más terrible y peligroso con fuerza y preservación. Se trata de una impronta del alma tal como con el recurso al ejemplo de

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los tintoreros, que tiñen lo blanco para impregnar de manera adecuada el color deseado, así, la educación, según lo dicho en el libro tres, debe cumplir su finalidad, hacer indeleble la opinión correcta. Dos de las virtudes han sido halladas.

Antes de llegar a la justicia se hace el examen de la templanza. El dominio de sí se define como la primacía de lo mejor sobre lo peor “si es que se ha de llamar bien templado y dueño de sí mismo a todo aquello cuya parte mejor se sobrepone a lo peor” (431 b). Se encuentra esta relación de concupiscencias y apetitos en la ciudad, pero la templanza será el dominio de estas conforme a la sensatez e inteligencia. Esta virtud no se ubica en una clase en particular sino que estará presente en todas como una cierta armonía, que pone en su justo lugar a los que mandan y a los que obedecen.

Con este recorrido ya se tienen los elementos necesarios para definir la justicia, parece ser el final del camino anticipado por los argumentos, pero que se deja en suspenso como un bosquejo de lo necesario. Así la justicia será el resultado de esta arquitectónica del discurso. Es decir, que los elementos utilizados en esta discusión ya habían sido colocados antes en la conversación. Así se define entonces la justicia:

La actuación en lo que les es propio de los linajes de los traficantes, auxiliares y guardianes, cuando cada uno haga lo suyo en la ciudad, ¿no será justicia, al contrario de aquello otro, y no hará justa a la ciudad misma? (434 c).

Entonces, se cierra la comparación con lo más extenso, de aquí se podrá trasladar el mismo ejercicio de prueba al individuo, si se encuentra esta misma relación se podrá calificar la justicia en el alma.

El alma será pues el indicio de unidad para establecer la correspondencia de ella conforme a lo hallado en la ciudad. Así, la discusión se traslada al ámbito del individuo, señalando de paso la ampliación de la indagación, esto es, a las virtudes le sigue el conocimiento. De esta forma, en esta parte final del diálogo nos introduce en la perspectiva de los apetitos de

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las acciones en la justa medida de sus efectos, no sin antes advertir el papel de la contradicción como acicate de la argumentación:

Un mismo ser no admitirá el hacer o sufrir cosas contrarias al mismo tiempo, en la misma parte de sí mismo y con relación al mismo objeto; de modo que, si hallamos que en dichos elementos ocurre esto, vendremos a saber que no son uno solo, sino varios (436 b).

De este modo, está planteado el problema de la unidad y la división del individuo. Los apetitos, el querer y el desear tienden y atraen como acciones del alma. La diversidad no está en apetecer o sufrir, ni en querer o hacer sino en los objetos que varían en tamaño o en proporción. Todo apetito y todo deseo tienden a lo bueno pero la distinción no la establece el apetecer o el querer sino la razón. Luego la disquisición permite distinguir la razón del deseo,

Juzgaremos que son dos cosas diferentes la una de la otra, llamando, a aquello con que razona, lo racional del alma, y a aquello con que desea y siente hambre y sed y queda perturbada por los demás apetitos, lo irracional y concupiscible, bien avenido con ciertos hartazgos y placeres (439 d).

Así se establecen las dos primeras especies de virtudes en el alma. En la siguiente búsqueda la pregunta se encamina a la cólera y su específica ubicación. Será definida como lo irascible, diferente a lo concupiscible, que a su vez mantiene, a pesar de los dolores o placeres, el juicio de la razón sobre lo temible o no. Lo racional, lo irascible y lo concupiscible serán las especies del alma y cuando cada una haga lo suyo la justicia se hará presente en el individuo como prudente, valeroso y temperante. La injusticia será pues una sedición de una de estas partes así como en la ciudad cambiando de naturaleza lo propiamente asignado a cada uno, sin realizar la disposición adecuada. Finaliza este cuarto libro con el ánimo de encontrar las coincidencias y las diferencias para establecer lo justo distinto de lo injusto, se introduce así el tema de las diferentes formas de gobierno.

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En este libro la discusión de Sócrates con Adimanto y Glaucón parece cerrar el circuito de lo anunciado en los otros libros. Es un aparente cierre, los elementos necesarios para continuar la discusión han sido establecidos, pero como un espiral se abren nuevamente. Por esta razón, el decurso de los argumentos se va sosteniendo uno a otro conforme a la dirección discursiva que va tomando continuidad en la forma de enunciar y en el contexto de la enunciación. Los recursos estilísticos como los ejemplos, el cuestionamiento a la tradición, los paralelos, entre otros, nos permiten seguir la trama en los límites mismos del diálogo.

7. La composición de la ciudad

En este libro quinto, Platón desarrolla una argumentación que permite seguir el tema de la constitución del mejor gobierno, planteado en el libro cuarto. Para ello, sin perder la interlocución de Glaucón, interviene nuevamente Trasímaco conminado a Sócrates a establecer las condiciones de composición de la ciudad. En ella los elementos logrados, tanto en legislación como en educación, se ven reafirmados. Este hilo conductor de la discusión dirige el discurso según la dinámica de intervenciones de los personajes; se muestra a un Adimanto un tanto exaltado, exigente e inquieto por el curso de la conversación. La situación aparentemente se sale del control, los interlocutores conversan entre ellos, y es Sócrates quien les llama la atención recobrando el protagonismo, expresando su molestia. En el inicio del libro anuncia Sócrates que su intención es examinar las formas de gobierno, así, obligado a dejar para después este examen, se dispone a tratar los temas exigidos por sus interlocutores. Llama la atención en este inicio del libro la forma de relación del auditorio y la referencia por discutir más con enemigos, como si el juicio de valor sobre ellos permitiera a Sócrates ganar el respeto en la argumentación. De esta forma, con la idea de olas que con su fuerza lo impelen a dirigirse a otros asuntos, Sócrates discute en primera instancia sobre la función y el papel de las mujeres en esta ciudad. Luego plantea el papel de la comunidad y de la cohabitación de los guardianes y de las consecuencias en la paz y en

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la guerra de esta comunidad. En última instancia, reanuda el tema del gobierno para definir el papel de los filósofos en la ciudad.

Creemos necesario, a través de los temas tratados, establecer el papel del discurso, en tanto que para Sócrates la progresión de la argumentación lo lleva a plantear el papel modélico de la ficción de la ciudad que han construido en la conversación con Adimanto y Glaucón (451 c). El examen de las cuestiones planteadas es dirigido por la construcción misma del discurso, así la composición de la ciudad corresponde a una arquitectura del argumento y a la necesidad de este,

quien diserta sobre algo sobre lo cual duda e investiga todavía, ese se halla en posición peligrosa y resbaladiza, como lo es ahora la mía, no porque recele provocar vuestras risas, sino porque temo, que no acertando con la verdad, no sólo venga yo a dar a tierra, sino que arrastre tras de mí a mis amigos (451 a).

En este apartado o primera ola, Sócrates establece la relación con las mujeres y la igualdad de funciones, sin antes advertir la contradicción de este examen. Contradicción del discurso en relación con la diferencia de naturaleza de las mujeres y la asignación de iguales funciones. Las mujeres tendrán diversas disposiciones, pero solo aquellas que coincidan con las disposiciones de los guardianes podrán cohabitar con ellos. De esta manera prevalece el argumento de la propensión natural. Así, las mujeres serán educadas en la música y en la gimnástica de acuerdo con su disposición y la ciudad gozará de los mejores guardianes y estarán revestidos de la virtud.

Legalmente las mujeres tendrán su lugar siguiendo los elementos centrales de lo dispuesto para los diferentes linajes y gozarán de las mismas prerrogativas educativas conforme a su naturaleza y oficio. Así, la argumentación no ha perdido su vigor a pesar de las contradicciones, de forma que, salvando el contenido mismo de la naturaleza femenina su función se sigue de su ubicación en esta ciudad construida y no de la realidad de la Grecia del momento “vemos, pues, que no legislábamos

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en forma irrealizable ni quimérica, puesto que la ley que instituimos está de acuerdo con la naturaleza. Más bien es el sistema contrario, que hoy se practica, el que, según parece, resulta oponerse a ella” (456 c).

Las mujeres y los hijos serán comunes, afirmación que lleva a establecer leyes y disposiciones para que la procreación sea un asunto de crianza de los mejores. La cohabitación debe ser estratégicamente dirigida para que los mejores hombres se encuentren con las mejores mujeres. Será necesario utilizar la mentira para propiciar el encuentro, haciéndoles creer que es el decurso natural de la ciudad, preservando un número adecuado de habitantes de la ciudad.

Esta composición será efectiva tanto en tiempos de paz como en tiempos de guerra. En la paz permitirá que todos se ocupen de lo necesario, protegiendo en común los intereses de todos, además de asegurar la supervivencia de los guardianes sin ambicionar riquezas. En periodos de guerra hombres y mujeres participarán por igual, y los hijos aprenderán el arte de la guerra emulando la valentía. Por otro lado, esta disposición permitirá defender las ciudades Griegas corrigiendo solo a los disidentes, por cuanto son hermanos y hermanas, respetando y temiendo a la comunidad, no se atacarán entre ellos, previendo así la sedición. Con los extranjeros el valor y la gloria dirigirán el enfrentamiento colaborando unos y otros en la defensa de la ciudad.

Esta comunidad permitirá evitar la división y dará una fuerte unidad en su composición y supervivencia, de forma tal que los guardianes alcancen la felicidad propia y de la ciudad. Así se retoma y responde Sócrates a la acusación sobre la felicidad de los guardianes en el libro tercero. Esto es, Sócrates no deja pasar oportunidad para responder cuestionamientos anteriores, solo que cada cosa se dará a su tiempo conforme a la necesidad de composición de los argumentos en el discurso.

Sin entrar a las formas de gobierno, Sócrates anuncia un tema crucial, indagar por la condición de existencia de la ciudad: la coincidencia

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entre poder político y filosofía. El argumento se inicia estableciendo la finalidad de la investigación: establecer el modelo de justicia y de hombre injusto para que en comparación indiquemos en qué se puede parecer. Así, la demostración va encaminada a mostrar quién es y qué hace un filósofo.

La distinción inicial distingue la relación con el saber propio del filósofo, esta será la que se enfoque a la verdad en sí. Para llegar a esta definición se hace necesario establecer las relaciones entre saber e ignorancia y su intermedio la opinión. La ignorancia será propia del no ser y no puede ser conocida, la opinión compartirá estas dos posibilidades: lo conocible y lo no conocible, es decir, pertenece al mundo de lo opinable. El saber será la más poderosa potencia dirigida al ser, es decir, a lo conocible.

En este argumento la definición del filósofo se dirige a establecer las condiciones del gobernante, pero todavía el examen de las formas de gobierno queda aplazado. La discusión toma un camino más largo, porque de los argumentos finales del libro quinto, se sigue la composición de la parte más importante de la ciudad. La necesidad argumental se hace característica en la forma en que se dirige la discusión en orden a establecer las funciones más importantes por las distinciones y definiciones propias, conforme a la construcción de la ciudad en el discurso.

8. La decadencia del Estado como antropología política

En el proceso argumentativo sobre la naturaleza de la justicia, el libro octavo del diálogo platónico ha derivado en el examen de los regímenes políticos y de su diferencia con el ideal de Estado, presentado hasta el momento. Este examen permite comparar la naturaleza de la ciudad justa con las diferentes condiciones de los regímenes inferiores cuyo centro es la decadencia del Estado. Esta comparación se realiza retomando la discusión dejada en el libro cuarto. De esta manera será posible determinar si Trasímaco tiene razón en cuanto la tendencia a

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elegir la injusticia, por ser la razón de la fuerza y por hacer más felices a quienes la practican, o si la justicia por sí misma y en relación con lo establecido es capaz de dirigir los destinos de la ciudad.

En primera instancia los argumentos descienden al ámbito de la pistis, la realidad fenomenológica se impone en esta vuelta de la contemplación del sumo bien, a las condiciones en que los regímenes inferiores representan la enfermedad del cuerpo político. La pérdida de la armonía, el exceso y la escasez, la mezcla, en fin, la pérdida de lo que en esencia es la ciudad, llevan a la producción de estas formas de gobierno, y a su vez, muestran la necesidad de la justicia en aras de la felicidad de la misma. Es una vuelta en el discurso después de la digresión de los libros quinto al séptimo. Se examina entonces, la mutua producción de estos regímenes con la degradación de la naturaleza de los individuos y de la pérdida de la función educativa de los gobernantes.

En los preliminares del libro octavo se deja en claro que este examen se realiza como parte fundamental de la labor de los legisladores. El respeto a las leyes de la ciudad construida en el discurso, se confronta con el proceso progresivo de degeneración del Estado desde la aristocracia hasta la tiranía. Para Jaeger este libro es una excelente demostración literaria del análisis de la naturaleza de lo político y de su relación con la formación del carácter de los individuos, de forma tal, que la correspondencia justa, moderada y armónica de la ciudad y el alma es la finalidad de la paideia y del gobernante filósofo educador (Jaeger, 1997, p. 753).

Cuando surge una discordia en el estamento gobernante se degenera y aparece la disensión. Esta división opera como acicate para que la desarmonía y la pérdida de orden generen la corrupción de los diferentes estamentos. Cambio que degenera en luchas intestinas entre las razas de hierro, de bronce, de oro y de plata (547 a, b). Así, las buenas cosechas se pierden y las malas predominan, de tal forma que se pierde el proceso educativo, y con él, la posibilidad de buen gobierno orientado por la

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contemplación del sumo bien. Esta disgregación tiene como proceso paralelo una antropología política, que da cuenta de las razones por las cuales las diferentes formas de gobierno producen y son producidas por las tendencias desordenadas de una naturaleza humana no bien dirigida a la virtud y a la descripción de los gobiernos, le sigue una necesaria figura antropológica como causa y consecuencia de la degradación de la política.

El proceso que va de la aristocracia, como la forma de gobierno deseable en el discurso, a las formas inferiores de gobierno, se convierte en una descripción de las razones por las cuales los estados se disgregan y decaen. Así, en el libro octavo se describen cuatro formas de gobierno: la timocracia, la oligarquía, la democracia y la tiranía. Cada una de ellas es derivada de la anterior, así de la mejor forma de gobierno se desprende la timocracia y de esta la oligarquía, para luego derivar en la democracia para llegar a la peor de todas y la más esclava de las forma de gobierno: la tiranía.

La timocracia será propia de Esparta. En ella la búsqueda desmedida del honor rompe el equilibrio entre la formación musical y la gimnástica, quedando sin control y orientación la parte más fogosa de la ciudad. Esta ambición es ambigua, comparte con la aristocracia el no ocuparse de los oficios propios de artesanos y labradores, además la práctica gimnástica propia de la formación de los guardianes, pero son codiciadores de riquezas como en la oligarquía (548 a). Su orientación fundamental y la razón de su pérdida de equilibrio serán la ambición y la búsqueda incesante de honores, como forma intermedia entre la aristocracia y la oligarquía. Esto será lo típico de esta forma inferior de gobierno.

La oligarquía se derivará de la anterior forma de gobierno y su orientación será la riqueza. La separación entre ricos y pobres generará la división de clases. Afirmando así su carácter discriminatorio. El dinero perderá a este gobierno (550 d). Las leyes se dictarán previendo la acumulación y generando mayor división, conforme al censo. De aquí que la dirección del Estado estará guiada por el mero interés del lucro y se profundizará

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constantemente la diferencia y la mendicidad y los malhechores serán síntoma de una ciudad enferma. Como derrochadores de la hacienda los gobernantes aparentemente lograrán el éxito y el reconocimiento. Pero será la falta de educación y de organización política la destrucción de esta forma de gobierno.

Producto de esta metábasis se profundiza la crisis y nos alejamos cada vez más y paulatinamente del Estado en su esencia ideado en el discurso. Los pobres toman revancha y se instaura la democracia como forma de gobierno que castiga a unos y proclama el sentir de la mayoría (557 a). En la democracia se permite la variedad, se encuentran en ella todos los tipos de vida y de regímenes. Esta ampliación de la libertad llevará al exceso, los que deberían gobernar se dedican a sus asuntos, el filósofo no está obligado a participar en la política (Strauss, 2006, 190). La orientación no es la virtud sino la libertad. En él las funciones se difuminan, los gobernantes se convierten en gobernados. El espíritu de la tolerancia impera aquí sobre la justicia. La exageración de la libertad generará su contrario: la esclavitud.

El punto más profundo de degradación del Estado está en la tiranía. Ella se desprende del carácter anárquico de la democracia. En ella el linaje de los zánganos disfrutando de las mieles del trabajo de otros, establecen las condiciones para que el pueblo, que es mayor en extensión, participe de algo de miel, es decir, de lo que quitan a los ricos, de tal manera que estos llevan a las luchas, en medio de las instigaciones, entonces el pueblo pone frente a esta situación a un jefe que lo defienda. La transformación de este jefe en tirano se dará bajo la sed de sangre y de la necesidad de mantener el aplauso del pueblo y de quitar del camino a sus enemigos. En este proceso el ejército del tirano será grande, multicolor y siempre cambiante (568 d), mantenidos con la hacienda de la ciudad o de los templos. Esta propensión a la belleza aparente atraerá también a los poetas que le prestarán servicio. La descripción termina cuando el mismo tirano es capaz de expulsar a su padre. Esto llevará al pueblo a la constatación de: “la esclavitud bajo esclavos” (569 c).

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En este libro octavo, además de la descripción de los regímenes inferiores, encontramos también una vibrante descripción de la naturaleza humana. En este sentido, a cada forma de gobierno, y a su transición, le corresponde una figura antropológica que es concomitante a las transformaciones del Estado. Por ello, podríamos dar forma a una descripción rica en detalles de los hombres que conforman estos regímenes inferiores. Esta antropología es compatible con la discusión ética y epistemológica de La República, es decir, en la obra de Platón encontramos una profunda descripción fenomenológica de los resortes que configuran tanto la ciudad como el alma humana. En este sentido, lo racional, lo irascible y lo concupiscible serán las especies del alma y cuando cada una haga lo suyo la justicia se hará presente en el individuo como prudente, valeroso y temperante. La injusticia será pues una sedición de una de estas partes así como en la ciudad cambiando de naturaleza lo propiamente asignado a cada uno, no realizando la disposición adecuada. Por esto a cada forma de gobierno le compete una no adecuada disposición del alma y de las virtudes propias para cada linaje.

El hombre que corresponde a la timocracia estará orientado a la parte más fogosa o colérica del alma: estará en medio de la aristocracia y la oligarquía, pero por ser educados por la fuerza y no por la persuasión primará en ellos la gimnástica a la música (548 c, 549 a). Su formación estará determinada por hacer caso a la figura razonable del padre y la figura ambiciosa de madre y sus sirvientes, entregando el gobierno de sí a la parte intermedia (550 a). El oligárquico en su afán de riqueza será dominado por la ambición, será solamente un derrocador de la hacienda. Será un zángano que se apropia de lo que no le corresponde y disfrutando del aprecio de los demás su valía está en la riqueza, la concupiscencia de los deseos dominará la parte fogosa y racional (553 d), los apetitos de zángano propios de un mendigo y un malhechor dominarán estableciendo una profunda disensión en su alma. El hombre democrático tenderá a la libertad sobre la virtud, tolerando todas las formas de vida, en las que las funciones se diluyen no obligando a

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nadie y generando así carácteres blandos y sin dirección (558 b). El hombre tiránico embriagado de poder beberá la sangre de sus hermanos y no respetará dictamen de justicia alguno, instintivo como el hombre democrático, no se detendrá por ley alguna. Será el más esclavo y solo de los humanos.

La educación y el papel del padre se repiten en cada descripción, como si de la forma de la relación y de la crianza se configura una naturaleza orientada a la justicia o a la injusticia. La forma de figurar cada hombre le permite a Sócrates establecer la desarmonía y el proceso de su formación, de manera tal que la ciudad deseada se hace realmente apetecible. Con estos elementos parece volver el filósofo al mundo de la caverna, dando cuenta de esta metábasis del Estado y de la naturaleza humana. Queda entonces una descripción de las formas típicas de regímenes inferiores, que a la manera de las contradicciones permite establecer la relación entre injusticia y justicia. Es necesario mantener el equilibrio y propender evitar tanto el exceso como la escasez (Flórez, 2010, p. 4). La naturaleza de lo político se devela en sus múltiples dimensiones, que se realizan unánime a la naturaleza del alma humana. Entonces, este libro nos permite una descripción antropológica de la decadencia del Estado y de la injusticia como centro de las formas inferiores de gobierno.

9. La felicidad de la vida justa

La discusión sobre el carácter del tirano anuncia la argumentación sobre la felicidad o desgracia de lo injusto. En primera instancia, el origen y la vida del hombre tiránico se parece al dominio, que en sueños, ejercen los deseos más concupiscibles e irascibles. Su origen se halla en un padre ahorrativo, en un Estado democrático. Este se reprime de los deseos innecesarios, pero su hijo al verse empujado por su medio, al disfrute de todos los placeres, se volverá insaciable dejando el gobierno de sí, borracho, enamoradizo y atrabiliario (573 c) estará en dirección de las mayores desgracias. El carácter tiránico se caracteriza por estar al servicio de Eros. Tiranizado él, llevará al extremo su vida, incluso ejerciendo

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violencia con los suyos, no se detendrá en este afán de procurarse por todos los apetitos. Será el más pobre y desgraciado teniendo que alabar a los más ruines para mantener su desaforada ambición. Estará solo y no disfrutará de verdadera amistad, ni de la verdadera libertad. Su injusticia lo llevará a ser el más pobre y solitario ser.

Este examen se realiza para introducir un tema que está en los primeros libros, y se sigue de la argumentación planteada por Adimanto y Glaucón como la opinión corriente de la mayor felicidad del hombre injusto. En este sentido, la conclusión de esta parte se encamina a la vida desgraciada del tirano que se hace jefe y lleva a la desgracia a la ciudad. La argumentación examina las formas de vida en los estados hasta llegar al momento de elegir con criterio cuál es la forma de vida más feliz. En esta situación, Sócrates conmina a Glaucón a convertirse en juez, estrategia que cierra las primeras discusiones sobre la justicia. El hombre feliz es el que practica el arte de la justicia (580 e). Llegados a este punto del discurso, el proceso dialéctico de ascenso y descenso del pensamiento se va cerrando paulatinamente. Sócrates se devuelve y proclama el final del recorrido estableciendo las conclusiones que le permiten dirimir el asunto de la justicia y de la felicidad de la vida justa. De este modo, en el examen de las formas de vida como organización de los asuntos comunes, va tomando forma el método de las divisiones a los análisis, y de aquí, a los asuntos esenciales de la ciudad y de los individuos que la conforman. Es decir, en la organización de la ciudad se juega la naturaleza de la política y en ella la vida justa y feliz de los individuos.

Esta introducción nos permite plantear una interpretación: la felicidad solo es posible en el marco de la ciudad imaginada en un proceso dialéctico que establezca los criterios de ascenso y descenso del pensamiento. Este movimiento, camino a lo inteligible, requiere de imágenes, conceptos y ejemplos para que en su composición sea dirigible la razón en el ámbito de la experiencia, de forma tal, que sin perder la guía de la visión de lo verdadero, recorra el camino de la doxa a la episteme para juzgar el ser de las cosas visibles. Así, este libro completa el mundo de los

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fenómenos propios de la ciudad en términos de los aspectos políticos, psicológicos y metafísicos de los deseos, apetitos y placeres.

En este orden ideas, la composición de los argumentos permite establecer la utopía de la justicia como felicidad de la ciudad, en dirección a los deseos y su ordenado seguimiento. Además, este ordenamiento en el pensamiento erige a los interlocutores del diálogo como jueces que pueden dictaminar el orden y la función de cada estamento de la ciudad. La figura del juez (580 b) como criterio de definición cumple con una necesidad retórica: fundar la ciudad en la verdad y no en la conveniencia de los ciudadanos sofistas (Jaeger, 1996 p. 756). Determinar el papel de los placeres y distinguir con criterio el orden de estos es legislar sobre la ciudad. A las tres partes de la ciudad le corresponde un orden de placeres: lo concupiscible dirigido por la ganancia; la parte irascible a la ambición de honores; y la parte racional al disfrute de la verdad. La demostración entonces se encamina a establecer los verdaderos y falsos placeres. Es decir, se trata de explicitar todas las consecuencias de las hipótesis planteadas (Gadamer, 1995, p. 62), el contenido mismo de los conceptos debe ser examinado, garantizando el desarrollo discursivo del argumento. Por ello, en la demostración, Sócrates reclama las sucesivas victorias del hombre justo sobre el injusto.

El hombre filosófico tendrá puesta su mirada en el conocimiento de la verdad más allá de riquezas o de reputación. Cuando se requiera de buen juicio será este hombre a quien la ciudad pueda dirigirse, tendrá experiencia, inteligencia y razón. En este sentido se vuelve a patentizar la necesidad de una vida justa orientada por la razón, cosa que ni el hombre ambicioso ni el avaro podrán realizar. Esta nueva victoria de la justicia será el punto de medida para establecer la pureza de los placeres. Se inicia aquí el argumento metafísico en cuanto se distingue el placer del dolor y su cercanía o lejanía con lo existente realmente. Esta disquisición, como tercera victoria del hombre justo, está orientada a discutir la pureza y plenitud de los placeres guiados por el ansia de conocimiento y verdad. Así como el hambre y la sed son carencias del cuerpo, la ignorancia y la insensatez son vacíos del alma. Lo más real

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es lo que está más lleno de existencia de lo verdadero, de esta manera el mayor placer será el que se atiene a lo igual, a lo inmortal y a lo verdadero. Siguiendo esta máxima, el alma se dirigirá a los placeres adecuados y en lo posible los más verdaderos, evitando la sedición, mantendrán el amor a la justicia. En este sentido, la vida del justo disfrutará de la felicidad y estará guiado por la razón hacia los placeres legítimos, este modo ordenará su vida conforme a la ley y el orden. Con este argumento Sócrates defiende el amor a la justicia como requisito para la felicidad.

En la última parte del libro noveno, Sócrates refuta la afirmación de que al hombre injusto le conviene cometer injusticias siempre que guarde la apariencia de hombre justo. Para controvertir este argumento recurre Sócrates a las imágenes del monstruo polimorfo, el león y el hombre. A cada parte del alma le corresponde una imagen. Al monstruo de variadas formas lo concupiscible, el ser de instintos. El león corresponde a la parte valiente y temperamental con sus sentimientos de cólera y pudor. Y, finalmente, la imagen es la del hombre en el hombre. Alabar la injusticia es dejarse dominar por este monstruo y por el león dejando morir de hambre al hombre para quedar a merced de estos seres. En cambio, quien defiende la justicia cuidará de la bestia polimorfa y domará al león procurando la conjunción y la amistad recíproca y también a sí mismo (589 b). Esconder la injusticia hace más miserable al que la práctica, el castigo lo redime. Por ello se vuelve a afirmar la necesidad de dirigir la vida según la armonía de su alma, conforme a la dirección de este hombre interior. Será este gobierno interior el que le ajuste en la adquisición de los bienes, procurando con equilibrio, sin excesos ni carencias, de seguir una norma de vida que lo haga cada vez más justo. Los honores recibirán el mismo tratamiento. De esta manera el hombre sabio fundará su ciudad interior conforme al modelo utópico que se ha desarrollado hasta aquí (592 a).

En este orden de ideas, la felicidad reside en orientar la vida de manera sabia, conforme a la armonía del alma, dirigiendo los apetitos a esta

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forma que se impone como igual, inmortal y verdadera. Aparentemente la contradicción de un hombre dirigido a su interior parece determinar la no existencia de una ciudad como la descrita. Pero se hace necesaria para dirimir el asunto de la conveniencia o no de la vida justa. Además, en las últimas líneas de este texto se reafirma la contradicción con los sofistas aduladores de los tiranos, ella consiste en que una vida en injusticia hace más miserable tanto al hombre como a la ciudad. Así, la ley que dimana de la justa armonía de las partes de la ciudad y del alma será la dirección que debe tomar la orientación de una vida cuya finalidad es la felicidad del Estado. Con esto se desvirtúa el argumento inicial de Trasímaco, cuando afirma que la justicia es plegarse a la legalidad del Estado. Es en esta composición en el discurso donde emerge el sentido y la naturaleza de las leyes que hacen justos a una ciudad y a los hombres en relación con la verdad y la esencia de lo político. De esta manera, en el libro La República se completa el circuito de la discusión retomando los argumentos iniciales, los de la legalidad y la felicidad de la injusticia.

Queda pues definido que en el orden de la composición el recurso de la dialéctica, en términos de demostración se comparan las diferentes posturas, se examina, se divide y se define buscando la razón de cada parte en la totalidad relativa del discurso (Gadamer, 1994, p. 13). Los diálogos como género literario permiten la diversidad de voces que, en un movimiento dramático, configuran una escena donde todo se hace necesario para el fin: elevar el pensamiento a lo universal, de esta manera, este libro sintetiza las diferentes posturas y define sus respuestas:

pero quizá –proseguí– haya en el cielo un modelo de ella para el que quiera mirarlo y fundar conforme a él su ciudad interior. No importa nada que exista en algún sitio o que haya que existir; sólo en esa ciudad actuará y en ninguna más (592 b).

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10. La supremacía del alma

Con este título pretendo abordar el último libro de La República. La supremacía del alma tiene como intención señalar la manera como en este diálogo, en continuidad con el libro noveno, se destaca la soberanía del hombre interior y de la felicidad de la vida justa. En este sentido, en una definitiva confrontación con los sofistas, el tema de la poesía vuelve a ser discutido. La supremacía de la parte racional ha quedado suficientemente definida en los libros anteriores. El alma en su constitución se convierte en el tema para establecer las condiciones de la ciudad justa, ella es principio de vida y de conocimiento (Gadamer, 1995, p. 66).

De esta manera, la indagación formula un interesante debate con la pretensión de considerar a Homero como el educador de Grecia. Discusión que se realiza de cara a la relación de poesía y filosofía, es decir, la relación de la poesía con la verdad. En consecuencia, la discusión no se ha alejado de su finalidad inicial: establecer la necesidad de la justicia en sí. Por ello el orden de la prueba establece, en primera instancia, el paralelo con el artífice de la cama y de la mesa, cosas que pertenecen al orden de lo múltiple y reciben su unidad de la única idea, que en cuanto forma anticipada proviene de Dios, y de forma intermedia se realiza por los artesanos y, finalmente, recibe su apariencia por los pintores. El imitador solo opera sobre las apariencias, no fabrica conforme a la idea, ni se dirige por experiencia, se encuentra lejos de las cosas en su realidad, es decir, en su esencia. La poesía pertenece a este tercer orden de realización (597 e).

Con esta inicial ubicación queda claro que la relación de la poesía es indirecta con las cosas en sí. Se relaciona más bien con la parte más baja del alma (605 b) las pasiones múltiples y diversas, de allí, que guiándose por los sentimientos de la multitud, se dirija de manera trágica o cómica a generar simpatía o ridículo, con tal de recibir el aplauso del pueblo. El alma para preservarse debe ser dirigida por la medida y el cálculo, de forma tal, que pueda resistirse al dolor y sobrepasar las desgracias atendiendo a la parte racional y esclarecida del alma. Esta entereza ante

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la adversidad es más aconsejable por la parte racional, afirmando así la primacía del alma en relación con la verdad y el gobierno de sí.

En segunda instancia, la siguiente prueba se encamina a demostrar el papel de Homero en la política en términos de si ha servido de modelo para orientar la fundación de ciudad alguna. Este examen cumple con un propósito retórico de confrontar el argumento con los hechos y la conclusión no se hace esperar, la imitación poética de Homero no permite fundar ni concebir una ciudad que se ajuste a la verdad. La poesía, ni trágica, ni cómica, no permite dirigir la razón por la inexperiencia de los poetas y porque no atiende a la parte superior del alma. Por este dictamen de la razón no es posible, ni admisible la poesía en la ciudad. No es problema de una falsa democratización, sino, de la necesidad, en el orden de los argumentos, de preservar la virtud y la justicia. Se debe apreciar la poesía en su justa medida y solo será admitida la palabra que lleve a enaltecer la areté de los héroes. De esto se sigue que por ignorancia, por no tender a la ciencia y al desconocimiento, los poetas no pueden dirigir los asuntos humanos.

Los premios y castigos del alma introducen la parte final de este diálogo. En ella, el tema del tiempo, de la brevedad y de la eternidad corresponde a establecer los argumentos que sostienen lo imperecedero sobre lo perecedero. La analogía con la enfermedad y la salud vuelven, como imágenes, a escudriñar el papel de la phisys en relación con el ser y la permanencia. La inmortalidad del alma se desprende de la discusión sobre la temporalidad y la eternidad. La maldad corresponde a la disolución y putrefacción de los cuerpos, es decir, ella es la muerte. En contraste, el alma es principio de vida, de lo imperecedero, existirá siempre (611 a). Por esto, Sócrates reclama lo admitido a la injusticia en principio, devueltos los argumentos, la justicia en sí, esencialmente es la mejor realidad para la finalidad de la ciudad: la felicidad de la vida justa (613 b, c, d, e).

El mito de Er presenta la recompensa escatológica y premiación del alma. Nuevamente el recurso al mito permite, en imágenes, presentar

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una visión de la felicidad inefable del alma. Los jueces colocados en medio establecen el tribunal que juzga la ubicación definitiva de las almas. Termina, pues, este libro con una alegoría al papel del tiempo presente, pasado y futuro, en las figuras de Láquesis, Cloto y Atropo, parcas hijas de la necesidad. Serán la guía de las decisiones: “la virtud, empero, no admite dueño; cada uno participará más o menos de ella, según la honra o el menosprecio en que la tenga. La responsabilidad es del que elige; no hay culpa alguna en la Divinidad” (617 e). Al justo le espera una vida bienaventurada, en cambio, al injusto un largo camino de dolor. La responsabilidad moral del hombre está dictaminada por esta relación del alma con la virtud y su elección (Jaeger, 2001, p. 775). Así la sabiduría para la elección será el mayor premio. Esta exhortación a la sabiduría y felicidad del alma será el cierre de este libro auspiciando una larga vida conforme a la virtud.

Este cierre y el argumento del libro décimo nos llevan a establecer que el alma en su supremacía se dirige a la justicia conforme al orden y la finalidad de una vida feliz. De esta manera, se realiza la composición de una ciudad que existe en el discurso, y en la necesidad lógica de la argumentación, se dirige a la verdad que dialécticamente se ha conformado en el diálogo. Así en este texto final el alma se constituye en la guía imperecedera de la vida individual y colectiva en la organización misma del Estado. Esta primacía de la parte racional del alma destaca el papel de la orientación filosófica de la vida, que a pesar del final del libro noveno, se presenta aquí como una exhortación a la sabiduría y la felicidad, como condición necesaria para la justicia y el ordenamiento de la ciudad. Es decir, con estos últimos argumentos se abre de manera cosmológica y metafísica la realidad de la esencia de la justicia, solo realizable en la intemporalidad de la existencia del ser “antes bien, si os atenéis a lo que os digo y creéis que el alma es inmortal y capaz de sostener todos los males y todos los bienes, iremos siempre por el camino de lo alto y practicaremos de todas formas la justicia, juntamente con

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la inteligencia, para que así seamos amigos nosotros mismos y de los dioses, tanto durante nuestra permanencia aquí como cuando hayamos recibido, a la manera de los vencedores que los van recogiendo en los juegos, los galardones de aquellas virtudes; y acá, y también en el viaje de mil años que hemos descrito, seamos felices” (621 d).

Referencias

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