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El Dios de los filósofos Por: Ángel Martínez Samperio Ateneo de Madrid 22 de febrero de 2011 Les confieso que me resultaría apasionante tratar con detalle a cada uno de los filósofos que aquí serán nombrados, en la peculiar manera que tiene cada uno de tratar este tema. Por mor del tiempo no es posible, y tendré que contentarme, como hace el montañero, con dejar marcas en el camino por si alguno quiere recorrer pausadamente esas sendas. Considerando el título, permítanme que parta de la cita de Pascal de donde lo tomo: También debo señalarles que, del mar del pensamiento, he escogido una muestra aletoria de esas voces; que hallarán ausencias o echarán de menos mayores desarrollos de lo que aquí encuentren, pero, como en todo lo humano, tiempo y selección mandan. Comencemos por el titular: Cosido al forro de su casaca, como si fuera una piel interior que realmente le abrigara, Blas Pascal llevaba un pedazo de memoria: “Año de gracia de 1654, noche del lunes 23 de noviembre, día de S. Clemente… desde las diez y media de la noche aproximadamente, hasta aproximadamente la media noche… Fuego. Dios de Abraham. Dios de Isaac. Dios de Jacob, no de los filósofos ni de los sabios. Certeza. Sentimiento. Alegría. Paz. Dios de Jesucristo”. Memoria de un pasado remoto, vivificante para él, hecha de experiencia nutriente de certezas, razones, y sentimientos vitalizantes, positivos; sentido del ser y de la historia como una zarza

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El Dios de los filósofosPor: Ángel Martínez SamperioAteneo de Madrid 22 de febrero de 2011

Les confieso que me resultaría apasionante tratar con detalle a cada uno de los filósofos que aquí serán nombrados, en la peculiar manera que tiene cada uno de tratar este tema. Por mor del tiempo no es posible, y tendré que contentarme, como hace el montañero, con dejar marcas en el camino por si alguno quiere recorrer pausadamente esas sendas. Considerando el título, permítanme que parta de la cita de Pascal de donde lo tomo: También debo señalarles que, del mar del pensamiento, he escogido una muestra aletoria de esas voces; que hallarán ausencias o echarán de menos mayores desarrollos de lo que aquí encuentren, pero, como en todo lo humano, tiempo y selección mandan.

Comencemos por el titular: Cosido al forro de su casaca, como si fuera una piel interior que realmente le abrigara, Blas Pascal llevaba un pedazo de memoria: “Año de gracia de 1654, noche del lunes 23 de noviembre, día de S. Clemente… desde las diez y media de la noche aproximadamente, hasta aproximadamente la media noche… Fuego. Dios de Abraham. Dios de Isaac. Dios de Jacob, no de los filósofos ni de los sabios. Certeza. Sentimiento. Alegría. Paz. Dios de Jesucristo”.

Memoria de un pasado remoto, vivificante para él, hecha de experiencia nutriente de certezas, razones, y sentimientos vitalizantes, positivos; sentido del ser y de la historia como una zarza que arde sin consumirse en medio de la “noche sagrada”.

“Dios no de los filósofos”, dice quien filósofo fuera. Donde él dijo no, yo quiero presentar un sí, porque acaso Sofía sea también como un Abram o un Jacob que buscan por los desiertos, ciudades y tiempos su nombre nuevo a cada paso, como lo buscaron los exiliados de Grecia en el Asia menor, en el sur de Italia y en Elea. La superpoblación y el hambre, dice Toynbee (Estudio de la Historia, Tomo I, p. 22), les arrojó de su tierra, desgarrando la placenta de su mentalidad mítica, desentrañándose de su cómoda matriz para verse desde afuera, pero llevando consigo su propia sangre. “Lo uno, el único sabio, quiere y no quiere llamarse con el nombre de Zeus”, había dicho Heráclito en su fragmento 32. Zeus quiere darse un nombre para ser dicho por los hombres. Zeus no quiere darse un nombre porque su realidad es mayor que la palabra que pretende contenerlo, y lo oculta. Para el hombre también es una dialéctica que le hace crecer al sacudirse repre-

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sentaciones como adherencias impropias. El “Deus absconditus” es un correlato de “homo absconditus”, ambos sometidos a un proceso de ocultación y hallazgo. ¿A quién le puede extrañar que en el cambio, el movimiento, el principio activo de todas las cosas sea visto por Tales en el agua? La fluidificación vivifica la materia como los conceptos establecidos por con la mente ¿A quién le sorprende que los Pitagóricos propongan la transmigración de las almas, que tan meticulosamente Platón tratara en su “Fedón”?. Yo sí creo que el alma transmigra hacia sí misma, hacia otras formas inéditas de entender que configuran hallazgos de ser y d mundo, sustituyendo o acrecentando reminiscencias, cuando confronta una nueva circunstancia.

El sabio se mueve entre lo múltiple. No rehuye la dialéctica. Dijo Heráclito (fragmento 67): “Dios es día y noche, invierno y verano, guerra y paz, hartura y hambre; pero adopta diversas formas, al igual que el fuego, cuando se mezcla con especias, que toman nombre de acuerdo a la fragancia de cada una de ellas”. En la deriva cósmica de la evolución, dos constantes declaró Teilhard: complejidad y consciencia. Y la consciencia filosófica ha cabeceado en sus consideraciones de la idea de Dios: ¿Un absoluto?; ¿el fundamento de las existencias; ¿causa primera?; ¿finalidad suprema?; ¿forma constante?; ¿forma ocasional en medio de las circunstancias?; ¿fondo de todo ser desfondado?; ¿fundamento del mundo?; ¿el propio mundo como fundamento?; ¿finalidad a la que todo tiende?; ¿orden moral del mundo?; ¿idea que hay que tener la humildad de conocer?; ¿horizonte permanente de la vida?; ¿ser infinitamente trascendente y sin embargo acontecido en la inmanencia de la consciencia humana como reino de los fines? La filosofía ha cabeceado. María Zambrano dejó dicho en “Hacia un Saber sobre el alma” (p. 33), que, en el universo en que vivimos… “Dios, la naturaleza y el hombre van tejiendo con sus órbitas un drama” en el que “también hay eclipses”. ¿Estamos en pleno eclipse de Dios? ¿O es la consciencia humana la que está eclipsada?

“Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, no de los filósofos ni de los sabios”, dijo Pascal. El Dios de los filósofos, les propongo yo, sin pretender por ello arrimar el ascua del pensar hacia la idea de Dios o acotar los significantes de Dios en la estacada filosófica. Se trata, no de argumentar, persuadir o refutar, como algunos seres de vía estrecha harían, sino de presentar una cata del pensamiento filosófico a su consideración.

Naturalmente, como si de arqueología se tratara, hay que acotar la zona para no perdernos, pues en este territorio también se han ocupado, y no

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poco, los filósofos. Debo hacerlo, de forma quizás injusta y aleatoria, dejando por el momento a un lado el pensamiento español contestatario de lo establecido, aunque hayamos planteado ya a María Zambrano, comparándola con Zubiri, y aunque, al modo impresionista, proporcione de tanto en tanto, la pincelada corta de alguna cita de españoles o extranjeros.

Para poder escarbar por capas en lo acotado, quisiera moverme entre Kant, Fichte, Scheleiermacher, Hegel, Nietzsche, Heidegger, Feuerbach, cayendo en Caputo, como en un salto del volatinero de Nietzsche, para acortar la nómina. Habré de dejar fuera ¡tantos nombres que ustedes echarán de menos!, y no sólo en la filosofía clásica, o el pensamiento medieval, sino ¡tan cercanos! como Habermas o Bloch, tan recientes como Vattimo. Entre él y Caputo he optado por este último, con una breve referencia al primero.

Comencemos por Kant (1.724-1.804) y su teología ética de la razón práctica:

En Kant escucho en marcha el ruido lejano de aquel primero motor inmóvil que todo lo mueve, sin ser movido por nada, de Aristóteles, pero “en cuanto amado”.¡Sólo el amor lo mueve todo sin que nada pueda moverlo!. “Ós èrómenon”, “en cuanto amado”. No existe, a mi juicio otro, acto mayor de entendimiento y de construcción poética de las cosas y de los seres, que aquel que engendra en la belleza, capaz de construir con el caos o con las posibilidades múltiples de toda circunstancia, que el amor. No es sólo sentimiento, emoción momentánea o intento de gozar del otro al someterle al propio deseo, sino voluntad firme y constante de contribuir a su propia construcción. Al hacer esta digresión explicativa espero que no contribuya a la confusión, sino a todo lo contrario porque, en Kant, la teología trascendental ha de transformarse en sinergia cósmica, pero es el hombre quien contribuye a ello, como una partícula en esa onda. Dios es, en Kant, un principio regulativo de la razón humana; corona todo conocimiento humano, elaborado a raíz de la práctica ética, donde acontece y se forja el ser.

La teología trascendental, especulativa, con pretensiones de permanencia, es una bella escultura de arena a orillas de un océano que la borra; una construcción de transparente hielo que nada abriga. Elabora sistemas a través de formulaciones itinerantes que pretenden demostrar la existencia de Dios a partir de conceptos, a partir del ser, a partir del cosmos, de la naturaleza o de la historia. Pero en la medida en que la historia, producto del acontecer humano en el tiempo, proporciona contradicciones en los

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derechos de Autor que la teología pretende; no tanto en su finalidad sino en su pretendida sostenibilidad de lo inmediato; si no vemos que la naturaleza, donde el hombre opera sin freno, haya una mano superior que la proteja, y en ella se anuncie y se refleje; si el cosmos nos muestra cada día su mayor inmensidad, de modo que puede decirse como Saramago dijo en esta casa: “Es demasiado grande para que interese un Dios”; si el ser, con su problematicidad en la historia, en la naturaleza y en sí mismo, no lo muestra, entonces la teología dogmática, de carácter especulativo y pretensiones de invariabilidad en el tiempo, adquiere naturaleza de artificio metafísico y pierde capacidad explicativa.

Dice Kant: “Sostengo que todas las tentativas de una razón meramente especulativa en relación con la Teología son enteramente estériles y, consideradas desde su índole interna, nulas y vacías; que los principios de su uso natural no conducen a ninguna teología; que consiguientemente, de no basarnos en principios morales o servirnos de ellos como guía, no cabe teología racional alguna”.

Es Kant quien inaugura las éticas civiles públicas, en tanto que el Dios de la teología trascendental, despojado de su dogmática estéril, resulta un ideal verificado en la realidad de la conducta humana, por cuanto le da suelo, estancia, raíz nutricia, sustantividad, finalidad y operatividad al conocimiento humano, incurso en un dinamismo cósmico constructivo:

“Obra de tal modo que la máxima de tu voluntad siempre pueda valer al mismo tiempo como principio de una legislación universal”… “Obra de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre como un fin al mismo tiempo y nunca solamente como un medio” (Crítica de la razón práctica, p. 97). “Haz aquello mediante lo cual te haces digno de ser feliz… Debes tratar de fomentar el bien supremo”. Son otras tantas propuestas del imperativo categórico

En ese contexto, ¿qué es la iglesia en su dimensión universal? Pues, en su obra “la religión dentro de los límites de la mera razón (4ª parte, secciones 3 y 4) vendría a ser la comunidad invisible, la asamblea permanente y desconocida entre sí, despojada de todo poder espurio, pero constituida bajo otra forma de poder: la de ser seres que viven bajo el imperativo categórico. “Laos theou” es la comunidad ética ordenada a promoverla bajo leyes de virtud. Lo demás, dice, son meras creencias.

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Este es el corpus filosófico de Kant reunido en cuatro conceptos, tal y como recoge Adela Cortina en su obra “Dios en la filosofía trascendental de Kant (Salamanca, 1981, pp. 331-332: 1. La idea que unifica la totalidad de formas posibles y reales.2. El concepto racional de un principio único e intencional del cosmos.3. La representación de una persona para quien la ley moral es imperativo categórico que crea comunidad y diferencia.4. El pensamiento de un sujeto de derechos y deberes, a tono con el dinamismo cósmico constructivo.

Claro que entonces se produce el problema que Carlos Díaz apunta en su Ensayo de Teodicea, “Preguntarse por Dios es razonable” (p. 386) acerca de “si Dios es necesario aquí para garantizar el cumplimiento de la moralidad humana, o si sólo acentúa su prometeísmo”, cuestión que a mi se me antoja significativa a la hora de relativizar los corralitos teológicos y hacerme sospechar que sí, que Prometeo tiene que apropiarse del fuego de los dioses fabricados para regalárselo a los hombres, pero que tal cosa sólo se produce si mantiene vivo y contagioso el fuego que lleva prendido en su interior, que el Dios otro le prendió; que si un día consigue apropiarse de tanto fuego fatuo, y entregarlo como regalo a la humanidad, todos descubrirán que tal regalo no encierra valor alguno. Acaso entonces descubran que Prometeo-Humanidad, no tiene en Dios su enemigo, sino su aliado, más allá de toda representación que le han venido fabricando.

Johann Gottlieb Fichte (1762 – 1814), en los pasos de Kant.

Para Fichte, el Absoluto se actualiza en el innatismo de la conducta ética: “El Absoluto no tiene que ser buscado fuera del absoluto, nunca podremos llegar al absoluto si no lo vivimos y actualizamos en nosotros mismos”, dice en 1804, y en su obra póstuma de 1845, “Aforimos sobre Religión”, dice que “La religión cristiana parece concebida para dar satisfacción al corazón, más que para el entendimiento… y cualquier creencia en un ser divino que contenga algo más que el concepto de orden moral no es más que imaginación y superstición”. Dios es, para Fichte, “el orden moral viviente y operante… actividad pura, vida y principio suprasensible del orden del mundo… En eso consiste la verdadera fe: en que lo divino es el orden moral”. En esta frase de Fichte, en opinión mía, podría resumirse todo Kant y su teísmo moral

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Según comenta esta cita el mencionado Carlos Díaz, “en la acción moral, constitutiva del hombre, en su momento específicamente humano, ve Fichte lo divino. La negación de Dios y de un gobierno moral del mundo, implicaría la negación del hombre. No existe ningún panenteísmo moral en Fichte, sino que, en sus propias palabras, debe admitirse “más allá de la actitud ética y de la legalidad moral, una fuerza superior, que vincula el acto moral a su finalidad intrínseca.”

Tengo que objetar a la reducción de la otredad a la finalidad de la decisión moral, entendida como costumbre o habito de los valores introyectados. A mí, al contrario de Ortega, no llega a irritarme el vocablo moral si con el término pretendemos hablar de una moral de éticas al encuentro, como un día dije en esta sala. A Ortega le irritaba porque se entendía como un ornamento añadido a la vida y ser de un hombre o de un pueblo. Un perifollo inmoral, un maquillaje afectando escándalo. Él prefería el sentido que adquiere el término cuando se dice de alguien que “está desmoralizado”, y “entonces se advierte que la moral no es una “performance” suplementaria y lejana que el hombre añade a su propio quicio y vital eficacia, sino que es el ser mismo del hombre cuando está en su propio quicio y vital importancia” (Ortega; “Por qué he escrito el hombre a la defensiva”). Claro que Ortega tenía una interpretación más amplia de la Idea de Dios, no reducido a la moral que se lleva: “Dios es el símbolo del torrente vital, en su ilimitada vitalidad recoge y armoniza todos nuestros horizontes”, dijo. Dios, como símbolo, no es sólo la síntesis de significantes del torrente vital, sino arquetipo acontecido en la consciencia. Si situamos juntos ambos términos, consciencia y moral, la moral no es ya la identificación inconsciente con los valores establecidos y, como señala Walgrave en su obra “La prueba de la existencia de Dios para la consciencia moral y la experiencia de los valores” (Existencia de Dios; ed. Casterman, París, 1961, p. 129), “la conciencia moral es la voz de Dios en mí”. Queda en pie la cuestión de si aquello a lo que atribuyo voz en mí es un símbolo introyectado, un superyo parlante, o la voz del Dios vivo que decía Pascal, la Vida que habla a la vida más allá de la moral con un sentido ético de realización humana..

Por el camino de la subjetividad, detengámonos en Schleiermacher, más allá de la ética.

A Schleiermacher se le asigna una conexión con Benito Spinoza, quien hacía de la filosofía la encargada de buscar el bien supremo, producto del conocimiento de Dios como unidad del universo, “causa de sí mismo”;

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sustancia infinita como realidad o Naturaleza. Con un cierto toque místico, Schleiermacher propugna el encuentro entre la subjetividad y la experiencia de totalidad. Como ha dicho Carlos Díaz en su Teodicea: “Quizás haya sido Schleiermacher el que de forma más sostenida haya defendido la facultad contemplativa, el tan racional como emocional sentimiento absoluto de dependencia respecto a Dios mediante el abismamiento o hundimiento en la vida total del cosmos y en la realidad de la naturaleza o de la historia, lo que podríamos llamar teísmo telúrico. El alma que así se abre, entrega y sumerge, experimenta intuiciones de algo que le excede y sobrepasa, la facultad divinatoria: el “periontologismo. El ser causa de sí, que incita a ser, nos envuelve” como APERIGRAFOS, aquel que no puede ser circunscrito (Gregorio de Nisa), como “actualmente infinito”, infinitud que acontece como infinito intensivo y extensivo, que Dijo Tomás de Aquino.

Schleiermacher pretende determinar el lugar y la autonomía de la religión, a quien ve en la estrechura entre la metafísica y la moral. Reconoce en la metafísica el quehacer propio de la filosofía trascendental que pretende clasificar el universo en su complejidad, indagando en el fundamento de todo lo existente, buscando las últimas causas, descubriendo las verdades eternas y elaborando los grandes sistemas explicativos. Pero, para él, este no es el lugar propio de la religión. Por su parte, la moral se ocupa de establecer la relación entre el hombre y el universo a partir de la propia naturaleza humana, determinando un sistema de deberes y prohibiciones. Este tampoco es el “topos” religioso. La religión tiene para él un lugar propio. Por lo tanto, querer vincular a Schleiermacher a la eticidad de Kant o de Fichte, me parece un reduccionismo. Si Fichte sostenía que el orden moral vivo venía a ser Dios, para Schleirmacher, el orden moral no es el universo, lo Absoluto o un orden divino. Como señala Arsenio Ginzo Fernández, en su estudio preliminar a “Sobre la religión”, ésta sería para Schleiermacher aquella instancia que es capaz de dar verdadera universalidad al espíritu humano frente a toda unilateralidad, incluyendo, digo yo, a toda pretensión de unilateralidad en la propia religión impuesta como metafísica o como moral.

¿Qué entiende Schleiermacher por religión?: “Una realidad autónoma que se autofundamenta”. Pero ¿es una realidad o una fantasía? Por otra parte, a partir de su pretensión de autofundamentación, ¿no puede conducir a un fundamentalismo excluyente, dado además que nuestro filósofo reclama para ella primacía?

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Caeríamos en el simplismo absolutista si no entendiéramos el alejamiento de Scheleiermacher de todo dogma. Para él, la esencia de la religión, conforme al significado del término, no consiste en el pensar ni en el obrar. Schleiermacher se sitúa entre la razón teórica y la razón práctica. La religión, al margen de formulaciones dogmáticas, descansa en la intuición y el sentimiento, de lo Infinito, del Uno y todo, por lo que la define, desde una actitud romántica, como “sentido y gusto por lo Infinito”, misterio inefable del Universo, del cual se forma parte indisoluble, y al cual se entrega con inocencia receptora.

Schleiermacher pone en duda la práctica de la enseñanza dogmática de la religión. Se pueden transmitir a los demás nuestras opiniones y principios, siempre y cuando estén sujetos al diálogo y no a la imposición condenatoria, pero lo nuclear, que para Schleiermacher son las intuiciones y los sentimientos, se trata más bien de suscitarlos empáticamente a quienes estén en esa onda, dado su carácter nouménico, originario e inefable. Schleiermacher, en sus Discursos, rebaja la importancia de las proposiciones doctrinales: “Algunas no son más que expresiones abstractas de intuiciones religiosas; otras son reflexiones libres acerca de la actividad originaria del sentido religioso, resultado de una comparación de la visión religiosa con la común”, dice.

Debo dejar aquí fuera de consideración la confrontación que se produce entre la que Schleiermacher llama “visión religiosa” y la contradicción que puede experimentar con la común, porque sólo pretendo en esta intervención mía mostrar un recorrido entre la idea de Dios entre algunos filósofos. Para otra ocasión dejo los intentos de conceptualizar lo mejor de la fe cuando se pretende sostener lo mejor de la razón, o los estudios a partir de William James, y de tantos otros, de la “experiencia religiosa”. Sí queda clara, en Schleiermacher, la proximidad entre el sentimiento religioso y el arte, con lo que se le viene reprochando un cierto esteticismo en su concepto de la religión: “la religión y el arte –dice- se encuentran uno junto al otro como dos almas amigas”, sobre todo en la música.

A mi juicio, negar en Schleiermacher la eficacia existencial por angelismo del sentimiento religioso, equivaldría a negar el impulso vital de la gratificación estética, de la sentimentalidad, o de la hoy llamada “inteligencia emocional”. Sin recurrir a la ancestral música de las esferas, para Schleiermacher “los sentimientos religiosos han de ser concebidos como una especie de música sagrada que ha de acompañar a toda actividad

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humana, y el Universo mismo ha de ser concebido como una obra de arte, reflejada en el hombre que, como en un espejo muestra su mejor parte.

La contribución fundamental de Schleirmacher a este curso filosófico es determinar el lugar propio del sentimiento religioso entre la metafísica constructora de sistemas conceptuales, con pretensión explicativa, y la moral como ordenante de conductas con pretensión de universalidad, y ese lugar propio, constructor del núcleo humano, es la subjetividad. En Schleiermacher, la religión no es una exigencia ni un deber, porque no es ni una metafísica que imponga exigencias, ni tampoco una moral que lo haga como deber. Es más bien una expresión empática de subjetividad, que puede ser argumentada conceptualmente. Quizás por ello se confiese filósofo frente al entendimiento y hombre religioso para con el sentimiento donde, con la perdurabilidad que caracteriza esa viviviscencia del ánimo, “la religión se detiene en las experiencias inmediatas de la existencia y de la actividad del Universo, en las intuiciones y sentimientos particulares”.

Aquí enlazamos con Hegel, constructor de metafísicas historicistas que sin embargo no desdeña el subjetivismo de la “religión”, la “religiosidad”, o la “piedad”, como una recatada elevación hacia lo trascendente, de naturaleza psicológica, perteneciente al espíritu finito que, en su contacto con la realidad inmediata, para imprimirle su sello psicológico, constituye una forma de saber inmediato, una forma de fe, una certeza, un contenido como representación, una construcción de subjetividad objetiva. Veremos las aportaciones de Hegel al “Dios de los filósofos”. Por el momento, citémosle: “Encuentro en mí la representación de Dios y de que Él existe”. Pero cualquier conciencia puede saber que sus representaciones de Dios, y sus saberes y certezas, devienen de ella misma y, por tanto, están sujetas a reelaboración, como todo conocimiento humano.

Citaré tan sólo dos críticas hechas a Schleiermacher: Wilhem Weischedel, en su obra “Del Dios de los filósofos”, formula un correctivo a Schleiermacher cuando señala que su concepción podría proceder de “una confianza ingenua en la experiencia inmediata en el ámbito religioso”, y que las intuiciones y sentimientos pueden ser víctimas de “falsificaciones y engaños”. Sin negarlo, basta determinar, desde la perspectiva de este filósofo de la responsabilidad, y su concepto de la duplicidad de la existencia con respecto a su futuro, si para cada existencia es de mayor valor situarse sistemáticamente en la experiencia de la sospecha, o en la “ingenuidad”, desarmando este último concepto de las adherencias despectivas que le han incorporado, recuperando su sentido etimológico de

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ser noble y generoso, que libertad, nobleza y generosidad genera como genes propios (“ingenuus”).

Más resonancia tiene para mí la crítica de Hegel cuando señala que “”la religión necesita un fundamento metafísico porque su autoridad peligra debido a la intensidad de las emociones que produce. Esas emociones prueban la existencia de una viva experiencia, pero constituyen una garantía muy pobre de la corrección de su interpretación”.

Schleiermacher reconoce que no dice nada acerca de Dios, y sí del sentimiento religioso para el que reclama un lugar propio. En su concepto de la religiosidad, han sido las invasiones metafísicas y morales, con pretensiones de totalidad exclusiva, las que han producido toda clase de violencia y derramamiento de sangre. Dirán ustedes que nada dice Schleiermacher acerca de Dios, y sí de la religión. Efectivamente, nada que no sea nominarlo como lo Infinito, lo Eterno, el Uno o el Todo experimentado en la inmediatez: “En medio de la finitud hacerse uno con lo Infinito y ser eterno en un instante, tal es la inmortalidad de la religión”, dice. Lo infinito está presente en lo finito, cualificándolo, y lo Eterno en lo temporal, pero “nadie posee una conciencia para sí, cada uno tiene a la vez la del otro”. Ya no se trata de individuos sólo, sino también de humanidad, y saliendo los individuos de sí mismos, triunfando sobre sí mismos, están en camino hacia la inmortalidad y la eternidad verdaderas. Con ello estamos puestos en camino hacia la intersubjetividad solidaria, creadora de belleza donde, para Schleiermacher, también cabe una “piedad atea”. Con esto, el camino hacia la antropologización de la teodicea, que propusiera Feuerbach, queda abierto. Pero, antes de Feuerbach, vayamos primero hacia Hegel.

Georg Wilhelm Friedrich Hegel (1770 – 1831):

¡Tremenda osadía es sacar a esta orilla tamaño océano, como el niño en una playa que a cubos tratara de trasvasarlo. Podríamos partir de su Filosofía del Espíritu Absoluto, de la marcha del pensamiento hacia su propio objeto, su ser sí mismo que integra todo lo pensado, superando momentos: Aquel primero en que la conciencia extrae saberes de la certidumbre aportada por lo sensible; el ahora y aquí; el conocimiento del mundo de los objetos, en su diversidad, de donde la conciencia desemboca en el conocimiento de sí misma, donde ya la conciencia es razón, y no sólo razón de si, sino conciencia histórica, progresivo descubrimiento de la construcción de la subjetividad en el tiempo, vida interior…Tal parece como si, en esos pasos,

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estuviéramos ante el desarrollo de una psicología evolutiva de la humanidad, desde la total dependencia, sucedida por la rabiosa independencia adolescente, que si madura, desemboca en la interdependencia, cuando el espíritu selvático llega al claro de sí mismo, donde se reencuentra con su ser verdadero, donde confluyen las metafísicas y las éticas, donde el espíritu desemboca en el culmen de sí mismo, en la plena diafanización del ser y de la historia, en la Idea absoluta.

En sus “Lecciones sobre la Filosofía de la Religión”, Hegel dejó escrito: “Cuando captamos la vida en su verdad, ella es un principio unitario, la vida orgánica una del universo, el sistema viviente unitario. Todo lo que es constituye solamente los órganos de un sujeto unitario: los planetas que giran en torno al sol no son sino miembros gigantescos de ese sistema unitario. De este modo el universo no es un agregado de muchos accidentes indiferentes sino un sistema vital” Op. Cit. Vol. 2, p. 527) Para llegar a esta síntesis prefiero proponer aquí algunas reflexiones tomadas en sus diferentes escritos, como una inducción progresiva. Por ejemplo, en su “Enciclopedia de las ciencias filosóficas (pag. 577), dice: Dios es “la Idea Eterna que existe en y para sí, la que se manifiesta, se engendra eternamente a sí misma y se goza eternamente como espíritu absoluto”; pretender definir a Dios “sería tan inútil como aprender a nadar en seco”, afirma en su Fenomenología del Espíritu”; en sus “Lecciones sobre la Filosofía de la Religión” se distancia de Kant: “Kant pretende llegar a lo incondicionado mediante condiciones… pero Él es lo incondicionado, la actividad infinita que se determina según sus fines, que organiza finalísticamente el mundo… Dios es el que propone estas condiciones finalísticas… El itinerario del espíritu es una transición a la actividad que existe en sí y para sí; éste no es sino la razón, la actividad de la Razón Eterna”. También, en “El Concepto de Religión”, su concepto de Dios engloba el mundo: “Dios no es –dice- un espíritu más allá de las estrellas, más allá del mundo, sino que Dios se encuentra presente y en cuanto espíritu se halla en el espíritu y en los espíritus. Dios no es algo falto de contenido, sino un Dios viviente y activo. Una religión es el producto del espíritu divino, no una invención del hombre”.

Esta intelección, acerca de la idea de Dios, es omniabarcante de la naturaleza, el tiempo, la historia, la razón. y la autoconciencia del hombre, pero esta es cosa también probada en sus escritos:

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Con respecto a esta vinculación, de la naturaleza, en su “Lógica” dice: “En tanto que inmediato Dios no es sino naturaleza. O la naturaleza es sólo el Dios oculto que no se manifiesta aún como espíritu, y por tanto no es el Dios verdadero… aún en el pensamiento, en el primer pensamiento, Dios no es sino el ser puro, pero también esencia, absoluto abstracto, más no el Dios en tanto que Espíritu Absoluto que sólo construye la verdadera naturaleza” (Lógica II, p. 374-376). Si la naturaleza es el Dios oculto en devenir, Dios parece ser el desarrollo total del mundo real, donde todo cuanto está en proceso es sólo un momento de Dios, que tan sólo tiene finalidad y significado en Dios. El hombre se identifica creador con el acto creador de Dios, cuando deja como espíritu finito que la causa se desarrolle en él hasta su finalidad. Dios y el mundo son inseparables: “Sin el mundo, Dios no es Dios… Dios se manifiesta en lo presente y sensible; no tiene otra forma que el modo sensible del espíritu, el del hombre individual”, deja dicho Hegel en su “Filosofía de la Religión”. Quizás tendríamos que diferenciar los conceptos de mundo y naturaleza, porque mundo puede ser también, como “cosmos”, el ordenamiento elaborado por el hombre, contrario a la naturaleza. En el decir de Hegel, en dicha obra, “El espíritu es para sí, i.e., se toma su propio objeto y, manteniéndose a sí mismo opuesto al concepto, es lo que se llama mundo, naturaleza”. Queda claro para mí que el concepto puede alzarse contra la idea, y crear por ello un mundo y un tiempo alternativos. La idea de Hegel, en la obra citada, es mantener la dialéctica entre idea y concepto, sin jamás romper la relación, cuando “el objeto retorna a su fuente; este doble movimiento es la vida divina”. Pero se trata de una vida divina infinita inseparable de la finitud. En su Historia de la Filosofía, Hegel dice: “En lo esencial, lo finito no tiene en sí su razón de ser; sólo lo infinito existe, pero en la totalidad viviente del universo lo infinito no es otra cosa que la totalidad concreta de lo finito en la totalidad de su desarrollo… Existir es poner la diferencia”

Existe, pues, una dialéctica en la marcha de la vida, que Hegel llama divina, entre lo finito y lo infinito, donde cada uno, en su calidad de existente, pone la diferencia acerca del otro. No cabe otra posibilidad razonable porque “no hay sino una razón, no existe una segunda, sobrehumana; ella es lo divino en el hombre”, eso establece Hegel en su Historia de la Filosofía (p. 113), para añadir luego: “lo divino se encuentra principalmente en la producción humana” (p. 155), y señalar en su “Filosofía de la Religión”: “Es en la Razón sobre todo donde Dios se manifiesta al hombre”.

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Dios tiene historia incardinada en la historia del mundo: “El mundo intelectual, divino, la vida divina en sí se desarrolla, pero estos círculos de la vida son los mismos que los de la vida del mundo”, dice Hegel en la misma obra (p. 119). Se trata de una historia que es también la de la autoconciencia de la idea devenida de la totalidad concreta al término de su desarrollo, que eso es para Hegel la religión: “Dios es la realidad que toma conciencia de sí”, y es en el hombre donde la toma: “La religión es el conocimiento que tiene de sí el espíritu divino por la mediación del espíritu infinito”, que en el hombre es “la determinación de universalidad; la “relación del sujeto, de la conciencia subjetiva con Dios, que es espíritu”; la religión es “el espíritu consciente de su esencia, consciente de sí mismo… espíritu verdadero, esencial” (El concepto de religión, pp. 119, 120), y el culto es la celebración de la vida como acto creador: “el acto por el cual se forman y objetivan, en las acciones humanas, la pasión dominante del todo, el amor del todo, el sentimiento de la responsabilidad personal respecto del todo, todas las posibilidades de creación, en todas sus formas “por las cuales se expresan la presencia de lo divino en el hombre y el esfuerzo del hombre para crear en él lo divino, lo humano auténtico: “La eterna historia de Dios y de la humanidad, del movimiento de Dios hacia el hombre y del hombre hacia Dios se presenta, y la conciencia la considera con la autoconciencia misma de la historia”, dice Hegel en su Filosofía de la Religión, p. 231.

El cristianismo primitivo había sostenido la subjetividad neonacida como acontecimiento transformador de su circunstancia, al tiempo que, como señala María Zambrano, “había transferido a otro mundo invisible el sentido último de la vida individual”. La transformación del cristianismo en cristiandad se hizo con la pretensión de construir aquí el poder propio como poder de Dios. El cristianismo filosófico de Hegel se abismó en el gigantesco intento de divinizar la historia, dejada en las manos del hombre emancipado, expresión de lo divino, espacio a construir cualitativamente distinto del establecido. El hombre, mayor de edad, tenía sobre su mesa todos los enigmas para ser desentrañados. Era el tiempo de la revelación del hombre. El hombre se deificaba. El individuo se externalizaba, sacando afuera su interioridad, un fuera que desde siglos le estaba aguardando para ser transformado.

Entonces Marx propone al hombre como obrero de la historia, inmerso en la creación de su propio porvenir. Comte proclama una nueva idea sin Dios desde la cumbre de un ser humano crecido sobre sí. Al abolirse lo divino, como lo trascendente del hombre, es el hombre quien ocupa la sede

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vacante. Descartes, desde la exterioridad, retorna a Dios como garante de la existencia del ser en y por la consciencia, dominio netamente humano donde lo divino no interviene; si acaso, se sugiere. Sin esa toma de conciencia, el hombre vendría a ser alimento de lo divino, del dios llamado historia, comenta María Zambrano en “El hombre y lo divino” (pp. 15-24). Dios “existe por su esencia”, sostuvo Leibniz, y luego, apoyándose en Avicena y su distinción entre esencia como posibilidad y esencia como actualidad, concluye: “No siendo la esencia de la cosa más que aquello que constituye su posibilidad en particular, es bien manifiesto que existir por su esencia es existir por su posibilidad”

¿Tiene posibilidad el hombre de hacer existir su esencia? ¿O existe más bien la dificultad de hacer coincidir su esencia con su existencia?. Como María Zambrano sostiene (Op. Cit. P. 13-14), fue Hegel quien descubrió la historia como una vicisitud necesaria, inexorable del espíritu… o como una realidad a veces resistente al espíritu creador.

Y es allí, en esa incoherencia donde se frustra el hombre y la historia, según Hegel: en “el estado de derecho, el mundo ético y su religión se han sumido en la conciencia de la comedia, y la conciencia infeliz en el saber de esta pérdida total”. Para esa conciencia “se ha perdido tanto el valor intrínseco de su personalidad inmediata como de su personalidad mediata, la personalidad pensada. Enmudeció la confianza en los oráculos que debían conocer lo particular. Las estatuas son ahora cadáveres de los que huyó el alma; los himnos son palabras que la fe ha olvidado. Las mesas de los dioses carecen de alimentos y del brebaje espiritual, y los juegos y las fiestas no devuelven ya a la conciencia la bienaventurada unidad de ella misma con la esencia. A las obras de las mudas les falta la fuerza del espíritu… Replegado en sí mismo, en su soledad moral, el hombre busca en sí mismo su Dios… El dolor y la nostalgia de la autoconciencia infeliz penetran todas esas figuras sirviéndoles de centro: constituyen el dolor común del parto en su nacimiento” (Hegel, Filosofía de la Religión II, p. 257, y Fenomenología II, 262). A mi juicio, todavía está por ver si las matrices del mundo, cansadas de parir dioses, parirán hombres o parirán monstruos.

Volvemos al punto de arranque, después de este bucle melancólico: Ludwig Feuerbach: (1.804-1.872)

Desde sectores no cristianos se utiliza a Feuerbach como arma arrojadiza contra el cristianismo y contra la idea de Dios, al citar aquello de que

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“Dios es el vampiro del hombre”. También algunos sectores que se llaman cristianos lo consideran como enemigo. Kierkegaard pone las cosas en su sitio al precisar: “”Es falso cuando la cristiandad actual dice que Feuerbach ataca al cristianismo. ¡No es verdad! Ataca a los cristianos, mostrando que su vida no se corresponde con la doctrina del cristianismo”. Si tal deriva se diera, sería un “dios” de laboratorio, elaborado por ciertos alquimistas de la idea, usado contra el hombre y opuesto al que vivió el cristianismo fundacional, el que actuaría como un vampiro de lo humano, succionándole energías vitales, pero no Dios, Padre de Jesucristo.

Ya en el prólogo de la segunda edición de su libro, “La Esencia del Cristianismo”, sostiene que “este libro me ha malquistado con Dios y con el mundo. He tenido la desvergüenza criminal de afirmar, ya desde el prólogo, que el cristianismo había tenido su época clásica, y que sólo el verdadero, el grande, el clásico, es digno de ser pensado, mientras que el mezquino y no clásico dependía del tribunal de la sátira y de lo cómico, y que yo… para hacer del cristianismo un objeto de pensamiento, debía omitir el cristianismo del mundo moderno, ese cristianismo disoluto, sin carácter, confortable, literario, afectado y epicureo, y trasladarme a los tiempos en que la esposa de Cristo era todavía una casta virgen inmaculada que no había mezclado todavía las rosas y los mirtos de la Venus pagana a la corona de espinas de su esposo celestial, en la que, pobre sin duda en tesoros terrenales, desbordaba de riqueza y de felicidad en el goce de los misterios del amor sobrenatural.”.

Queda claro que Feuerbach no descalifica el cristianismo en su fuente, sino tan sólo su deriva, para la cual no ahorra pleonasmos. Para él se ha producido, desde hora muy temprana, un proceso degenerativo en el seno mismo del cristianismo. Sobre todo, en algunas reflexiones y prácticas eclesiológicas, más que teológicas. El cristianismo, para él, en algunos aspectos, se ha paganizado en sus ideas y prácticas de diseño. Pero eso no afecta a su idea de Dios. Dios no es la negación del hombre. Cuando Feuerbach dice negar a Dios, lo que niega es la negación del hombre. El Dios que Feuerbach niega es el Dios de diseño que mantenga al hombre como a un permanente menor de edad. Pero allí donde hace llover descalificaciones contra una forma de cristianismo alejado de su origen, también descarga aproximaciones a su esencia cuando le llama “otredad en mi conciencia de reconciliación”, donde se reunifican infinito y finitud en el ser escindido porque Dios es un ser relacional, y, para Feuerbach, el misterio de la Trinidad no significa ni simboliza sino que “la verdad natural e innata al hombre de que sólo la vida comunitaria es vida verdadera, plena

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y divina”. Junto a esta motivación de otredad residente, Feuerbach destaca la singularidad de Dios al llamarle “esencia objetivada del entendimiento que tiene conciencia de sí”; “luz pura, impasible de la inteligencia”; “Dios del entendimiento, de la ley, de la necesidad y del derecho”; “Dios libre de antropomorfismos”; “esencia objetivada de la facultad del pensamiento”; “facultad o actividad por la que el hombre se hace consciente de la razón, del espíritu, de la inteligencia”; “inteligencia separada de los límites de la individualidad y de la corporeidad, porque ambas son inseparables”; “facultad del pensamiento plenamente realizado”; “pensamiento necesario, el grado máximo de la facultad de pensamiento, donde la razón no puede limitarse a las cosas y seres sensibles”; “inteligencia satisfecha en sí misma”; “Ser en el que no se pueden distinguir la existencia y la esencia, en el que las propiedades son su esencia misma, de tal modo que predicado y sujeto se identifican”. Inteligencia creadora de comunidad que al mismo tiempo, y quizás por ello, es un ser moral.

Hasta aquí, ¿qué es lo que aporta Feuerbach más allá de su denuncia de un cristianismo que a su juicio se dejó su esencia por el camino, de la cual se encuentra a años luz con su forma de existir? Pues, a mi juicio, esa aportación se encuentra en el giro antropológico que hace de la religión: “Dios fue mi primer pensamiento; la razón, el segundo, y el hombre, mi tercero y último”; de modo que “el secreto de la teología es la antropología”, porque todos los pensamientos de Dios están dirigidos hacia el hombre, como creadores de comunidad, para que descubra y practique esa manera de pensar. Por eso, frente a una religión devaluada, ajena a la vida de Dios, religión que no duda en calificar como “negocio” o “engaño sacerdotal”, levanta aquella otra que llama “primera autoconciencia del hombre”, que ha de ser practicada como resultado de considerar como real aquello hacia lo que apunta la dinámica inacabable del espíritu humano”. La imaginación se convierte en el órgano y la esencia originaria de la religión”; “sueño del espíritu humano”; “sueño de la conciencia vigilante” que se sabe no-Dios en el poder, pero no-hombre en el desear e imaginar. Dios ya no está sólo sobre el hombre, sino en el hombre. “El hombre es el principio de la religión, el centro de la religión y el fin de la religión”. Esta propuesta, que sigue los pasos de la kenosis donde Dios sale al encuentro del hombre para producir su elevación, encontró resistencias en “aquellos que consideran la religión como el más político de los medios para el avasallamiento y opresión del hombre”, dice. Esta propuesta sostiene el “vaciamiento del mundo y la planificación de la divinidad en un solo y mismo acto”. Dios está en el hombre para que el hombre llegue a ser como Dios. Deja el mundo vacío de Dios dominador para que lo domine un

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hombre plenificado. Todos los predicados que se dicen acerca del sujeto Dios, se pueden decir del hombre, obra del mismo Dios. Dios es la esencia del hombre en la tarea de ser.

Los conceptos de Dios que Feuerbach maneja en este texto son

Relación: Otredad de mi conciencia de reconciliación. Inteligencia y entendimiento: Esencia objetivada del entendimiento que tiene conciencia de sí. Conciencia de razón omniabarcante. Motivación de plenitud. Esencia y existencia coincidentes. Ser moral que acontece con sus atributos morales.

Pero nos falta otro, muy importante para nuestro filósofo, tanto que cualifica los demás, me refiero a su concepto del amor.

Feuerbach aterrizó en la Universidad de Berlín en medio de la disputa entre Hegel y Schleiermacher, cuando el primero proponía el sentimiento como vía de conocimiento, y el segundo el espíritu absoluto. Feuerbach señala su posición: “Estoy tan lejos de estar contra Schleiermacher que él me sirve más bien de auténtica confirmación de mis afirmaciones deducidas de la naturaleza del sentimiento”. “Dios no es más que la esencia del sentimiento”. Y de aquí, le enmienda la plana a Descartes: “Pienso, luego soy todos los hombres”. La construcción de coherencia entre esencia y existencia, a realizar en sí, va unida a su conciencia de reconciliación inspirada de otredad, y a la razón omniabarcante que tiene conciencia de sí, y una motivación de plenitud del todo, y todo ello acontece como ser moral como si estuviera bajo el imperativo de Kant.

¿Y el amor?: “El amor es el vínculo, el principio de mediación entre lo perfecto y lo imperfecto, entre el ser puro y el pecaminoso, entre lo general y lo individual, entre la ley y el corazón, entre lo divino y lo humano. El amor es Dios mismo y fuera de él no hay Dios. El amor convierte a hombre en Dios y a Dios en hombre. El amor fortalece lo débil y debilita lo fuerte, humilla lo altivo y eleva lo humilde, espiritualiza la materia y materializa el espíritu. El amor es la verdadera unidad de Dios y del hombre, de espíritu y naturaleza… ¿Tiene el hombre el amor o el amor tiene al hombre”?. La religión del amor, que es mucho más que sentimiento, es fundamentalmente ética: “Sólo la ética es la verdadera religión”… y la universalidad está en la esencia misma del amor”… El amor es la ley universal de la inteligencia y de la naturaleza; es la realización de la unidad del género por medio del sentimiento moral”

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Después de Feuerbach vendría Nietzsche (1844-1900) anunciando la muerte de Dios. Ante semejante acontecimiento, la única alternativa era la hora del hombre del mediodía, el superhombre. Era también un tiempo de revisión de todos los valores, tal y como propone en su “Genealogía de la Moral”. “Dios ha sido hasta ahora la gran objeción contra la existencia… Nosotros negamos a Dios, negamos la responsabilidad en Dios; sólo así redimimos el mundo”, dice en “El crepúsculo de los dioses”, (p. 76), pero ¿es pòsible su hombre del mediodía, su superhombre o su transmutación de los valores sin el referente de Dios? Sí, si lo que está en el crepúsculo son los ídolos. El Mismo Nietzsche había explicitado en su Gaya Ciencia las consecuencias de haber matado a Dios: “¿Qué hemos hecho después de desprender la tierra de su sol? ¿Dónde la conducen ahora sus movimientos? ¿Adónde la llevan ahora los nuestros? ¿Es que caemos sin cesar? ¿Vamos hacia delante, hacia atrás, hacia algún lado, erramos en todas direcciones? ¿Hay todavía un arriba y un abajo? ¿Flotamos en una nada infinita? ¿Nos persigue el vacío con su aliento? ¿No sentimos frío? ¿No veis de continuo acercarse la noche, cada vez más cerrada? ¿Necesitamos encender las linternas antes del mediodía? ¿No oís el rumor de los sepultureros que entierran a Dios? ¿No percibimos aún nada de la descomposición divina?”.

Conclusión

Iniciamos el camino desde la reducción kantiana de la religión transubstanciada en ética; en esos pasos le siguió Figte, a los que Schleiermacher puso antítesis con su propuesta de sentimentalidad como experiencia pánica y Hegel con su metafísica historicista, casi mística, entendida como vicisitud del espíritu absoluto para alcanzar sus fines. Los desastres históricos nos rompieron el espejo donde el hombre se miraba como un narciso, protagonista único de una escena a la que prendiera fuego. Y no pudo llegarnos, por mor del tiempo, la voz de Heiddeger, que en la línea de la antropologización de la teodicea nos hiciera reparar en el ser. Si perdemos el ser lo perdemos todo. Allí, en su Carta sobre el Humanismo, Heidegger dice: “Mediante la explicación de la trascendencia se gana por vez primera un concepto suficiente del Dasein con respecto al cual sí se puede preguntar en qué situación ontológica se encuentra la relación del Dasein con Dios… Sólo a partir de la verdad del ser se puede pensar la esencia de lo sagrado. Sólo a partir de la esencia de lo sagrado se puede pensar la esencia de la divinidad. Sólo a partir de la esencia de la divinidad puede ser pensado y dicho qué debe nombrar la palabra Dios… ¿Cómo va a poder preguntar el hombre de la actual historia mundial de modo serio y riguroso si el Dios se acerca o se sustrae, cuando él mismo

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omite adentrarse con su pensar en la única dimensión en que se puede preguntar esta pregunta? Pero esta es la dimensión de lo sagrado, que permanece cerrada incluso como dimensión si el espacio abierto del ser no está aclarado y, en su claro, no está próximo al hombre Tal vez lo característico de esta era mundial sea precisamente que se ha cerrado la dimensión de lo salvo. Tal vez sea este el único mal”.

Por los “Caminos del Bosque”, de Heidegger, desembocamos en los “Claros del Bosque” de María Zambrano, en cuyo centro, lo ente habita. Sin embargo, todo son malezas en el día de hoy. Roto el plano que desde Kant hasta Nietzsche dibujaran al influjo de la Ilustración; tras la violencia genocida de la historia que dejó en ridículo sangriento la visión de Hegel de la historia como autobiografía del espíritu, a menos que lo vivido y lo que aún nos quede por vivir resulte en un paréntesis, damos de patitas en la postmodernidad, donde según Caputto nos encontramos ante “la muerte de la muerte de Dios”, en un mundo postsecular devenido del secular, donde por el momento predominan el relativismo, el pensamiento débil, y se nos hace difícil la reconstrucción del ser. Sin embargo, coincido con Vattimo cuando imputa al cristianismo el aporte de ser incoador de la subjetividad, y por tanto, al orientar el ser hacia sí mismo, ser promotor de la persona. Queda cojo Vattimo cuando olvida la otra horquilla del diapasón porque, más allá de aquel “conócete a ti mismo”, y junto a aquello de “en el interior del hombre habita la verdad”, le pertenece legítimamente la construcción de la “koinonía”. Persona, humanidad y mundo son tareas para el siglo XXI. Una ilustración más ilustrada nos ronda, más fuerte y viril, cargada con todo el peso de la historia, pero dispuesta a innovar. Caputo dice que “la indecibilidad es el lugar en el que se sitúa la fe, la noche en la que la fe se concibe” donde se “abre las puertas a otro modo de pensar la fe y la razón que no se traduce en relativismo, irracionalismo o nihilismo, sino en un fuerte sentido de la contingencia y de la revisabilidad de nuestras construcciones”.

Es la hora del Búho, dijo Bloch. También es la hora del lobo, como Bergmann dijo. Es la hora de repensar lo pensado, más allá de un pensamiento agresivo, donde la verdad y la justicia broten de la tierra y no sean sin conocimiento, porque el logos, el pathos, y el ethos vayan de la mano. ¿Será la hora del hombre?