el día de mi vida i capítulo soraya jiménez por antonio rosique y juan carlos vázquez

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129 Juegos Olímpicos Soraya Jiménez Mendívil Halterolia 58 kilogramos DOMINGO 17 DE SEPTIEMBRE DE 2000 La noche del 17 de Septiembre, era húmeda y calurosa. Es- taba intranquila. Pero no con síntomas de nerviosismo, su- doración en las manos o mariposas en el estómago. Nada de eso. Lo que sentía era una intranquilidad terrible, como si algo fuera a ocurrir, como si fuera un presentimiento. Eran mis primeros Juegos Olímpicos, de hecho, eran los primeros de todas las levantadoras de pesas del mundo, porque era una disciplina para hombres, pero en Sydney, las mujeres tuvimos nuestro debut. Esa noche, mi entrenador Georgy Koev me mandó a dor- mir, después que otro búlgaro, éste nacionalizado croata, Nikolay Peshalov y compañero de entrenamiento, me pre- sumió su medalla de oro, cosa que me puso feliz por él y por el equipo que habíamos formado. Al tiempo que Peshalov se perdió entre el pasillo de las habitaciones de la villa, Koev, con su implacable disciplina, su inseparable cigarro entre los dedos y su cabello castaño sobre su piel blanca, asemeja- ba a un misterioso detective de la policía del Este de Europa, similitud que se acentuaba con sus ojos pequeños, que lo ha- cían ver más rudo y misterioso. Me dijo que no quería que caminara mucho, que mejor me pusiera a escuchar música o algo, pero que no caminara. Él se dio la media vuelta y enló rumbo a su habitación. Compartía mi habitación en la Villa Olímpica con una de

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Relato de las 24 horas del día en que Soraya Jiménez ganó el oro olímpico en Sidney 2000. Este capítulo es parte del libro "El Día de mi Vida I" de Antonio Rosique y Juan Carlos Vázquez. www.eldiademivida.com.mx

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Juegos Olímpicos

Soraya Jiménez Mendívil

Halterofilia� -‐58� kilogramos� �

DOMINGO 17 DE SEPTIEMBRE DE 2000

La noche del 17 de Septiembre, era húmeda y calurosa. Es-taba intranquila. Pero no con síntomas de nerviosismo, su-doración en las manos o mariposas en el estómago. Nada de eso. Lo que sentía era una intranquilidad terrible, como si algo fuera a ocurrir, como si fuera un presentimiento. Eran mis primeros Juegos Olímpicos, de hecho, eran los primeros de todas las levantadoras de pesas del mundo, porque era una disciplina para hombres, pero en Sydney, las mujeres tuvimos nuestro debut.

Esa noche, mi entrenador Georgy Koev me mandó a dor-mir, después que otro búlgaro, éste nacionalizado croata, Nikolay Peshalov y compañero de entrenamiento, me pre-sumió su medalla de oro, cosa que me puso feliz por él y por el equipo que habíamos formado. Al tiempo que Peshalov se perdió entre el pasillo de las habitaciones de la villa, Koev, con su implacable disciplina, su inseparable cigarro entre los dedos y su cabello castaño sobre su piel blanca, asemeja-ba a un misterioso detective de la policía del Este de Europa, similitud que se acentuaba con sus ojos pequeños, que lo ha-cían ver más rudo y misterioso. Me dijo que no quería que caminara mucho, que mejor me pusiera a escuchar música o algo, pero que no caminara. Él se dio la media vuelta y en!ló rumbo a su habitación.

Compartía mi habitación en la Villa Olímpica con una de

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las doctoras de la delegación. Mi intranquilidad no me per-mitía dormir, pero estaba segura que si salía del cuarto, me toparía con Koev afuera, fumando. Tenía que idear cómo hacerlo, así que pensé rápido y abrí lentamente la puerta de mi habitación, asomé primero un ojo, y luego, cuando no vi a nadie en el pasillo y mi nariz tampoco notó el humo del cigarro, entonces me dispuse a asomar toda la cabeza. Miré para ambos lados, salí y cerré la puerta sigilosamente aunque no pude evitar el último ruido del picaporte al pa-sar el seguro. Me aseguré de poder llegar hasta la escalera de emergencia que se encontraba en sentido opuesto a las principales. Escapé a hurtadillas por la parte de atrás, hacia el sótano del edi!cio, donde se encontraba el servicio médi-co y donde afortunadamente mi !siatra aún se encontraba, alistando todo para el día siguiente.

No tuve que bajar mucho. Yo estaba en el primer piso y una vez que superé la planta baja, ya tenía el recorrido li-bre. La sorprendí. Dio un pequeño brinco cuando le hablé, porque era demasiado tarde. Luego de ver el reloj intentó convencerme de volver a mi cuarto: “nena, ya vete a dormir, ya tienes que descansar”, a lo que yo contesté: “no, si nada más estoy aquí sentadita, sólo quiero aire y en mi cuarto no me da la impresión de tenerlo”.

El reloj marcaba cinco minutos antes de la media noche, pero la plática se puso muy buena. Estábamos junto con “Chaviano”, un cubano que nos contó muchas anécdotas de sus viajes y platicamos de lo precioso que era Australia. Sin duda, el país más bonito de todos los que habíamos visitado, además del bondadoso clima y de la amabilidad de la gente local. Luego de tres horas de charla, decidieron correrme y “Chaviano” me llevó a la habitación y no se fue del pasillo hasta que vio que cerré de igual manera, sigilosa, la puerta, porque aún podía ser descubierta por Koev.

Aún no estaba dispuesta al sueño, así que me puse a es-cuchar música, elegí Bond, un trío de mujeres que tocan el violín. Las escuché hasta pasadas las cuatro y media de la

mañana, para que !nalmente, el cansancio me venciera y me fuera a dormir, no sin antes meditar unos minutos acerca de lo que debía hacer en la competencia y visualizar mis levan-tamientos. Me vi obteniendo una medalla, porque me había preparado a conciencia durante seis años y esa era la última noche después de los dos mil días anteriores de sufrimiento, dolor y operaciones. Tenía que dormir placenteramente.

Me levanté sin necesidad de un despertador, pero como había dormido pocas horas, se me hizo tarde, porque a las ocho de la mañana debía estar bañada y lista para desayu-nar con mi entrenador, que ya me gritaba desde abajo “¡apu-rrrrate gorda, ya vamos a desayunarrrr!”, con su inconfun-dible acento europeo. Yo lo exasperaba al contestar cada vez “ya voy, ya casi salgo”.

Por las prisas, sólo alcancé a ponerme un short rojo, una playera blanca y unas sandalias y bajé rápidamente. Mi peso siempre era el óptimo, pero como en todo día de com-petencia, antes de desayunar nos fuimos a la báscula. Pesé 56 kilogramos, dos menos del límite, así que Koev me dijo, “perfecto, desayuna bien, desayuna hasta que llegues a 58 kilos”. Platicamos de cómo habíamos pasado la noche, le dije inocentemente que había dormido de manera especta-cular y me creyó. No quiso tocar el tema de la competencia, simplemente, se dedicó a comer, tal vez sentía que era dema-siado temprano.

No había dormido mucho, pero para mí fue su!ciente. No me sentía cansada ni desvelada, así que nos sentamos con sus compatriotas, los búlgaros, quienes eran muy ale-gres. Me serví un plato con salchichas, un sándwich de pavo, café y un poco de leche. Tomamos nuestro tiempo y después salimos a caminar por la Villa Olímpica.

Sin relajarse completamente para hablarme de la compe-tencia, indagó un par de cosas que eran importantes para él. Saber cómo me sentía psicológica y físicamente. Había teni-do tres operaciones en mi rodilla izquierda y Georgy quería asegurarse que no tuviera molestia alguna.

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No des!lé en la inauguración de los Juegos la noche del 15 de septiembre, porque era prácticamente una de las pri-meras en competir de toda la delegación y los des!les son agotadores. Koev y yo platicamos durante nuestro cami-no hasta un parque gigantesco, donde nos sentamos unos minutos para recordar los momentos buenos y malos que habíamos pasado para llegar hasta ahí, hasta ese frondoso sitio, a unas horas de la competencia olímpica.

Los buenos resultados previos nos hicieron ilusionarnos en ocasiones con una medalla de oro, pero cuando uno vo-laba, el otro lo detenía y lo aterrizaba, “tranquilo, no he-mos ganado nada, aún no nos enfrentamos a las rivales más fuertes: las asiáticas”.

Los últimos seis meses no vi a mi familia, me fui a Bulga-ria donde competí internamente un par de ocasiones, pero no tuve mayor contacto con el mundo. No fui a ninguna competencia en otros países y los últimos tres meses fueron de entrenamiento puro, no competí para nada.

Teníamos programadas ciertas progresiones de pesos con determinadas repeticiones que no resultaron en los tiempos que teníamos marcados en un principio. El primero de los seis meses fue terrible, no nos salió nada y hubo momentos de desesperación, enojos y demasiadas fricciones, situación normal cuando las cosas no salen bien. Sin embargo, tuve que entrenar tres veces diarias, con un régimen casi militar, im-puesto por Koev y con reglamentos inquebrantables, incluso, exagerados. Me sometía a duras sesiones que en ocasiones yo las sentía como si fueran un castigo. Lloré mucho en ese lapso, aunque después comencé a disfrutar de mi progresión, que se empezó a notar gradualmente a partir del segundo mes.

El tercer entrenamiento de cada día iniciaba a las 9:30 de la noche y se prolongaba hasta las 0:30 o una de la mañana. No había domingos ni días festivos, así fueron los últimos seis meses de preparación, un dulce martirio diario.

Eso provocó que entre Koev, mi !siatra y yo, tuviéramos rencillas, que ocasionalmente se convertían en gritos e in-

sultos. Estábamos prácticamente todo el día juntos, de sol a sol, y cuando algo no salía, era fácil explotar.

Le recordé afablemente y con una sonrisa el día más di-fícil que tuvimos en ese periodo. Terminé a las dos de la mañana sin poder cargar lo que debía. Nos gritamos y yo le recordé a su familia y de paso le grité, “mañana me voy a la goma, no veo resultados y no voy a ir a Sydney para ha-cer el ridículo”. Como dormía en la habitación contigua a la mía, entró, me tomó por los hombros y de dijo de frente y mirándome con unos ojos más cerrados que de costumbre, pero irradiando fuego: “ahí está tu boleto para cuando te quieras ir”.

Salió de mi habitación y aventó la puerta que crujió cual madera vieja. Me quedé furiosa ahí parada y luego me lancé de sentón sobre la cama, con mucho enojo e impotencia. Mi cara se frunció y mi corazón envió las señales adecuadas para que mis ojos derramaran lágrimas. Apreté todos los músculos de mi cara para que no me oyeran, y de reojo, vol-teé a ver el boleto de avión dispuesta a tomarlo e irme, pero después de unos minutos, cuando la adrenalina comenzó a bajar, dude en agarrarlo y decidí dormirme, entre sollozos. Al otro día, cuando desperté, pensé que no valía la pena irme por un día o un mes malo, que a veces las rachas son así, pero el esfuerzo debía premiarme resultados buenos y me quedaría para cosechar el fruto de mi esfuerzo. Al otro día me fui a desayunar y Koev ya me esperaba como si nada. Así volvimos al trabajo.

Esa mañana en el parque, me preguntó ¿de verdad te hubieras ido? A lo que contesté honestamente: “te odiaba tanto a ti, a tu in"exible disciplina y a la situación, que si no me hubiera dormido y enfriado, seguro me hubiera ido, pero fue cuando pensé que había hecho demasiado esfuer-zo, que no podía tirarlo a la basura por un berrinche. Debía aprovechar el sacri!cio y el entrenamiento, al menos para llegar hasta aquí, donde estamos ahora, en el parque de los sueños”.

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Terminamos la charla porque Koev tenía que irse para hacer unas llamadas y me recomendó: “panzona, no cami-nes mucho, nos vemos a las 3:30 para comer e irnos. Te veo ya con tus cosas arregladas. Mientras medita y concéntrate ya para la prueba”.

Seguí su consejo y me quedé en el pasto, recostada y es-cuchando música con mis audífonos. La verdad es que no escuché nada, simplemente bloqueé mis sentidos y empecé a pensar en la competencia, pero fue un intento vano, porque mi mente se inundó de recuerdos.

Tenía 12 años dedicándome al deporte de forma organi-zada y recordé el día de mi último cumpleaños antes de los Juegos, el número 22, que pasé con todos los que entrenába-mos en Bulgaria.

Me levanté por la mañana y pensé que Koev me daría el día libre, pero como todos los días, llegué al entrenamiento y ni siquiera me felicitó. Entonces me dije: “seguro por la tarde me va a dar descanso”, porque al término de la prime-ra sesión llegó mi !siatra con su familia y la esposa de mi entrenador, me llevaron regalos, pero después de eso, todo siguió como si nada hubiera ocurrido, volví para el segundo entrenamiento y cuando había perdido toda esperanza, al término de la sesión vespertina, tocó en mi habitación y me dijo: ¿qué haces, no te has bañado?, ¿qué no ves que la reser-vación para la cena es a las ocho?

Me llevó a cenar a un lugar precioso en la ciudad de Tsa-revo, a la orilla del Mar Negro, donde me dijo: “gorda, sólo porque es tu cumpleaños te invito un vodka y no más”. Nos fuimos temprano a dormir y a partir del siguiente día, las cosas empezaron a funcionar mágicamente.

Cumplía cada marca que me ponía. Empecé a entrenar con Peshalov, aquel que curiosamente un día antes de mi competencia ganó la medalla de oro. Él nació en Bulgaria, y era un joven con 62 kilos de músculo puro. Después fue “comprado” y se nacionalizó croata, porque estaban ávidos de buenos atletas tras su separación de la extinta Yugoslavia.

Recordé varios momentos que pasé con él, como un día que lo encontré en un pequeño bar cerca de mi lugar de entre-namiento:

- Mira qué cualidades tienes a pesar de lo borracho y mu-jeriego que eres.

- Ja, pero tú tienes más cualidades que yo, ¿te acuerdas cuando en los entrenamientos te hacíamos trampa y te po-níamos más peso sin que te dieras cuenta?

- Sí, condenados…Me tapaban el peso con el strap y no me decían nada hasta que terminaba de cargar,

- Ja, ja, que divertido era, porque además tu cara de “no lo puedo creer, cuánto levanté”. Era muy gracioso ver tu ex-presión.

- ¿Recuerdas cuando nos reíamos de los pleitos tontos y de que me sentía muy triste porque estaba incomunicada?

- Sí. El Koev no te dejaba comunicarte con tu familia más que cinco minutos a la semana, y eso cuando estaba de buenas, o sea, casi nunca. Pero se ponía divertido cuando me preguntabas dónde podías conseguir una computadora con Internet. Eso sí que era chistoso en un pueblo como ese, donde apenas había línea telefónica y tú querías Internet para mandarle mensajes a tu familia

Comprendí que la amistad que tenía con Nikolay era para toda la vida, porque esa noche cuando me presumió su medalla, me dijo: “es tu turno, eres mejor que yo y estoy seguro que vas a ganar, eres muy buena y para que veas, mañana voy a estar en primera !la viéndote y apoyándo-te”. Habíamos trabajado muy fuerte para ganar, esa era la razón principal y por ello lo habíamos hecho. Su seguridad alimentó mi alma. Él sabía que yo competiría a muerte en busca del oro, porque me gustaban los retos.

El sol me pegó en la cara directamente, mientras perma-necía recostada en el pasto del parque pero lo sentí agrada-blemente cálido y el viento que sopló ligeramente frío acari-ció mi rostro. El ruido de un ave interrumpió mis recuerdos, pero sólo de manera fugaz, porque volví a los momentos de

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dos días antes, cuando mi hermana gemela, Magali, y mi mamá, María Dolores, llegaron a Sydney. El camarógrafo de TV Azteca, José Manuel Nieto, con su barriga y su bigote de revolucionario, pero con un corazón que no le cabía en el pecho, me ayudó para salirme de la Villa y me llevó con ellas porque tenía seis meses sin verlas.

Les di un fuerte abrazo y platiqué cinco minutos con las dos. Fue un momento muy emotivo, pero también muy apresurado porque yo estaba nerviosa de haberme escapado y tuve que volver rápido para que Koev no se diera cuenta de lo que había hecho. Hubiera sido terrible. Mi padre y mi hermano mayor José Luis, no hicieron el viaje, ellos se que-daron en casa, en Lomas Verdes, Estado de México.

Me levanté del pasto cuando faltaban 45 minutos para la cita y volví a mi habitación para preparar mi maleta. Llegué a mi recamara y empecé a ver qué cosas iba a dejar y cuá-les me llevaría. Por cábala, nunca estrenaba nada el día de la competencia. No quería que se rompieran algunas cosas en pleno levantamiento, así que preferí irme a la segura. Ya había entrenado con la butarga que me tocaba, y le aclaré al Jefe de Misión, a don Fernando Corona, que si no me aco-modaba con la que me habían dado, entonces competiría con la mía que ya estaba probada. Meticulosamente puse todo en la maleta, las dos butargas, las rodilleras, las ven-das, las muñequeras. Lo acomodé todo junto a mi pasaporte de doping y a mi pasaporte personal. Revisé una y otra vez todo lo que había metido y Koev pasó por mí, puntal para irnos a comer.

El trayecto era corto, de apenas unos metros de caminata para el comedor, pero entonces se me hizo eterno. Estaba muy irritable y mi entrenador sabía qué decirme para ha-cerme enojar: “¿segura que no dejas nada?” Odiaba que me preguntara eso, porque me hacía dudar.

En el camino me encontré con Felipe Muñoz, ganador de la que es probablemente la medalla de oro más emotiva en la historia de México, y en ese momento, !amante direc-

tivo del Comité Olímpico Mexicano. Me deseó suerte en la competencia. También me encontré a Fernando Platas que iba llegando para insalarse en la Villa. La verdad es que ellos no me veían como favorita. Cali"qué un año antes como la octava del mundo y la prensa me había dado poca difusión ese año.

Llegamos, y mientras comía en silencio, recordé lo que me ocurrió el día que izaron la bandera en la Villa. Estaba grabando con la cámara de Georgy, y con mi 1.54 de estatu-ra era fácil que me taparan, así que subí a una silla de plásti-co, pero como no veía bien desde ahí, brinqué para otra que estaba a un lado, está se venció y se rompió. Caí con toda mi humanidad y la cámara dio hasta el piso armando un tremendo escándalo. Los que estaban ahí, se acercaron para ayudarme, excepto Koev, quien fue directo a ver que su cá-mara estuviera bien. Ni siquiera por ese detalle, la prensa se acercó a entrevistarme, y eso que había hecho mucho ruido. Sólo un español me entrevistó ese día, porque una revis-ta europea me había puesto entre las cinco favoritas. Yo les contesté que no sabía nada de eso, pero en la lista estaba en primero, la china Chen Tanqing, de quien estuve pendiente de sus resultados todo el año, igual que de mis otras rivales, sobre todo de la coreana Ri Song Hui, quien era la poseedo-ra del récord mundial de envión y de Maryse Turcotte, la canadiense, medallista mundial y que me había derrotado en los Juegos Panamericanos de un año antes. Pero la pren-sa nacional, no me entrevistó en toda la estancia previa.

Terminé de comer mi carne asada, y a las cuatro en pun-to, nos salimos del comedor. Recogí mis cosas en la habita-ción, me lavé los dientes y salí directo al autobús, porque el trayecto era de 40 minutos y el pesaje era a las seis de la tar-de. Llegamos al estacionamiento y me encontré con varias competidoras. Entre ellas, Turcotte, la argelina Leila Fran-coise Lassouani y la seychellense Sophia Vandagne.

La china extrañamente no llegó a Sydney. El hecho coinci-dió con la información que retumbó en todos los medios del

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mundo, al descubrirse una nueva sustancia dopante: la eri-tropoyetina, mejor conocida como EPO. Ella había cali!cado siendo la mejor del mundo, pero misteriosamente renunció a participar en los Juegos, lo cual nos hizo suponer que estaba dopada y que probablemente lo supo en un control inter-no. De cualquier forma, los chinos siempre esconden todo y nunca se supo qué había ocurrido, pero sí nos bene!ció a todas, porque ahora no había una favorita, tal vez Turcotte, que era la más fuerte, pero cualquiera podía ganar.

Nos subimos todos al autobús y Koev me sentó entre él y la ventanilla. Tenía dos opciones, platicar con él, o dis-frutar el recorrido de 40 minutos hasta la arena. Opté por la segunda. Antes de iniciar la marcha del autobús, pasó el entrenador japonés de Yuriko Takahashi, con quien me lle-vaba muy bien y siempre que me veía me regalaba un de-talle, un reloj, una pulsera, cualquier cosa, y me caía muy bien, pero a Koev le daba mucha risa que me llevara con él y me preguntaba cómo le hacía para comunicarme, porque no hablaba inglés y yo, por supuesto, no hablaba japonés.

El recorrido transcurrió sin contratiempos, disfruté de la vista en una de las ciudades más limpias que conocí en el mundo. Sus edi!cios modernos y su perfecta combinación de parques y urbanización. Llegamos al Centro de Conven-ciones ubicado en Darling Harbour, que lucía imponente desde mi ventanilla. Nos bajamos y entramos por sus am-plios pasillos, prácticamente nuevos. Antes de instalarnos, pasamos a una cafetería que había a un costado del pesaje.

Era fácil que mi equipo multidisciplinario me transmi-tiera su sentir e incluso me contagiara. Normalmente de tranquilidad, pero esa tarde, vi a mi entrenador extremada-mente calmado, incluso temerariamente con!ado. Eso me extrañó, porque normalmente se le veía intentando !ngir para relajarme, pero esta vez, era diferente. Nos sentamos y decidió salirse a fumar un cigarro.

Pasé al sorteo y ahí vi a todas mis rivales. Estaban 16. Conmigo se completó el total de 17 competidoras. Yo iba

en pants y en mi maleta estaba mi uniforme verde, con las letras de México en el pecho en letras blancas y costados blancos. Abajo, rojo en la parte frontal y posterior. Koev es-taba sentado junto a mí y de manera súbita, en medio de esa espesa nube de tensión que se sentía me tomó de la mano y me dijo: “gorda necesitamos hacer una competencia perfec-ta, completar los seis levantamientos, seis de seis, si quieres hacer algo importante, si quieres ganar una medalla”. Su apretón fue !rme y yo repliqué con toda seguridad: “vine a hacer seis de seis, no vine por menos”.

“Me gusta tu actitud”, concluyó antes de darme un tosco abrazo, como de un oso gigantesco. Nos dirigimos al pesaje y de ahí a las últimas indicaciones antes de iniciar la com-petencia. Yo era muy disciplinada y no replicaba cuál era el peso con el que arrancaríamos, así que esperé paciente a que me dijera. Varias de las competidoras discuten los pesos con los entrenadores. Yo simplemente me limitaba a escu-char y decía que sí a cualquier número que él dijera. Koev ya había estado en unos Juegos Olímpicos a diferencia mía, pero tampoco había ganado nada, así que en ese rubro, es-tábamos parejos.

Me transmitió toda la tranquilidad y la con!anza que él traía y eso evitó que yo notara el tamaño y el físico de la coreana, que enfundada en su uniforme rojo con vivos azu-les, parecía hombre. Lucía espectacularmente fuerte, mucho más que yo, pero no me percaté de ello al principio.

Pasamos a la báscula de una en una y cuando tocó mi turno, se detuvo en 56 kilos y 800 gramos. Era la octava más pesada. Estaba exactamente a la mitad de todas y es que en caso de empatar en el peso levantado, ganaría la que menos hubiera marcado en la báscula. Así que estaba tranquila. La coreana Ri Song Hui pesó 53.90, y era la segunda más ligera de todas.

Dos horas exactas nos dieron para descansar, recuperar-nos o incluso comer algo luego del pesaje. Para varias había sido un verdadero suplicio dar el peso. Sabíamos que todas

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podíamos perder en la competencia, pero a nadie le hubiera gustado perder en la báscula. Koev me mandó a descansar mientras él bajó a fumar otra vez, pero cómo debía hacer-lo fuera de las instalaciones, tenía que caminar casi medio kilómetro. Cada vez que terminaba un cigarro, subía y en-traba a verme. Me preguntaba cómo estaba y a los cinco mi-nutos se volvía a bajar. Cumplió ese ciclo metódicamente hasta que completó un cuarto de cajetilla y entonces llegó conmigo para quedarse el resto de la competencia. Sin em-bargo, en una de las ocasiones que tardó en subir, aproveché para hacer una llamada hasta Bulgaria, con el !siatra que me atendió allá durante todos esos meses, un ex levantador japonés, Shakiro, quien me contestó sorprendido: “qué ha-ces, estoy viendo la televisión porque la competencia está a media hora de empezar y ¿tu hablándome?, ¿estás bien?, ¿te puedo ayudar en algo? Le dije que estuviera tranquilo, que estaba bien y sólo quería agradecerle todas sus atenciones, porque sus masajes me permitieron entrenar fuerte y recu-perarme pronto. El !deicomiso CIMA, no quiso pagarle el viaje a Bulgaria a Shakiro, tuve que pagarlo todo yo, de mi bolsa, porque a él no lo conocían y no quisieron llevarlo. Me cambié y me metí a la zona de calentamiento, pero, para mi sorpresa, me encontré con la belga Ingeborg Marx, quien estaba a punto de terminar. La vi y me saludó muy tran-quila, como si no estuviera en unos Juegos Olímpicos, pero pensé sin hablar, “qué rara, calentó con mucho tiempo de anticipación”.

Terminé de calentar y me sentí tan bien, que tuve la sen-sación de nunca haberme sentido de esa manera. Me men-talicé a levantar lo que me pusieran en la barra, trabajé el levantamiento, y visualicé mis movimientos. Me concentré en ellos. Koev entró y me dijo con voz !rme: “vamos a em-pezar la competencia con 92 kilogramos en Arranque, así que ponle 90 para calentar, a ver qué tal andas”.

Me amarré a las pesas, tomé mi tiempo y me concentré, pero no pude realizar el levantamiento. El entrenador de la

tailandesa Khassaraporn Suta, una de las favoritas, se paró frente a mí, con los brazos cruzados, tratando de intimidar-me y viéndome retadoramente, invitándome con su mirada de ma!a asiática a volver a intentarlo, y eso me llenó de una descon!anza terrible, pero fue pasajera.

Traté de olvidar el hecho rápido, porque sabía que el arranque era mi talón de Aquiles, sin embargo, me fui a sen-tar, ligeramente decepcionada con la cabeza gacha y la toalla sobre mis hombros. Koev se acercó de inmediato: “gorda no pasa nada, tranquila”. Me quedé callada y repasé lo qué ha-bía hecho mal. Entonces me dijo: “mejor empezamos con 90 para que no te presiones”, a lo que contesté de inmediato: “déjame hacer otro aquí”. Asintió con la cabeza y me levanté impulsada por un resorte, me motivé otra vez, pensé en las palabras de mi abuelo Tomás quien había fallecido un año antes, quien siempre me empujaba para ver hacia adelan-te, nunca hacia atrás. Lo hice perfecto y entonces le metí la duda si subía o bajaba el peso, hasta que !nalmente sus pe-queños ojos se quedaron !jos viéndome y me dijo: “vamos a quedarnos en 90 y ya de ahí nos subimos por los 92”.

Terminé de calentar y me fui a la presentación, donde nos nombraron a todas, de una en una, pero cuando salí y vi a todo el público que había, sentí que el escenario era de-masiado grande y la gente era poca para las localidades. Las butacas eran similares a las de un teatro, con un segundo piso muy bonito, una tribuna triangular, angosta al míni-mo en el lado izquierdo y se ensanchaba conforme recorría la mirada hacia el lado derecho hasta llegar al techo. Sin embargo, cuando mencionaron mi nombre, se escuchó un gran escándalo, el hecho se me hizo imposible dado el poco público que se veía, pero era un efecto óptico, además de la poca iluminación que había hacia el fondo de las butacas.

Reconocí la cara de un amigo en la tribuna, que sonrió tierno y feliz de que lo viera, agitó su mano para saludarme y me provocó una sonrisa, era Peshalov, quien había cum-plido su promesa de estar en primera !la.

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Al término de la presentación, me fui a la zona de atrás, donde Koev y yo, esperaríamos juntos el momento de ir a la tarima. Él se quedó viendo a las primeras competidoras, pero antes mandó a sentarme y acomodarme tranquila, y recordé en silencio mi infancia, aquellos primeros días cuando me escondía para practicar este deporte, que en principio no era mucho del agrado de mi padre, y lo difícil que la pasé para decidirme a decirle que esto era lo que yo quería practicar. Ingenuamente pensé que mi padre lo re-chazaría, pero fue mejor de lo que esperaba. Lo aceptó de muy buena forma.

No vi a mis rivales mientras estaba sentada. Me dividía una mampara que tapaba la visibilidad hacia los lados, pero sabía que estaban ahí, muy cerca, sabía que si existiera una cámara que nos viera desde arriba, estaríamos todas, cada una en nuestro cubículo, con los colores de nuestros países y pensando cada una en sus problemas, algunas inclina-das, otras recargadas perfectamente en la pared, otras con las manos en la cara, pero todas, deseando tener la compe-tencia de nuestras vidas. Se levantaban a calentar y las veía cuando pasaban a sus levantamientos, pero no más.

De pronto, Koev se acercó y me dijo: “faltan cinco mi-nutos, ¿quieres hacer un levantamiento o ya te quieres ir a la banca que se encuentra antes de salir?”, a lo que contes-té: “mejor hago un levantamiento para no sentirme fría”. Lo hice bien en 90 y me alisté para subir a la tarima de competencia.

Primer levantamiento. Me acomodé frente a las pesas de 90 kilogramos. Me concentré y lo realicé sin problemas, aunque mi técnica de arranque era espantosa, caminaba y me movía tanto hasta quedarme chueca, pero no soltaba la pesa. Cuando lo bajé, me miró fríamente y aplaudió seca-mente, sin grandes aspavientos.

Volví a mi banca y me di cuenta que los cubículos pa-recían pequeñas caballerizas. Me senté para esperar, vien-do al frente, sin voltear, sin observar nada, completamente

concentrada para la próxima ejecución. Esperé 10 minutos, antes de mi siguiente turno.

Las únicas que empezamos con 90 o más kilogramos en el primer intento fuimos la tailandesa Khassaraporn Suta, la nigeriana Evelyn Ebhomien, la coreana del norte Ri Song Hui y yo. De hecho, Khassaraporn y Evelyn fallaron el pri-mer intento en 90 y para su segundo levantamiento, ya no podían ir por menos peso, así que tuvieron que repetir en 90 kilogramos y !nalmente lo hicieron.

Fui llamada otra vez, ahora con 92.5 kilogramos. Hice mi ritual acostumbrado, la magnesia en las manos, en la suela de los zapatos, me acomodé para sentirme a gusto con las pesas y !nalmente inicié mi movimiento y aunque me fui un poco de lado, conseguí mantener la pesa arriba el tiempo su!ciente para que el levantamiento fuera válido.

Esta vez, Koev tampoco arrugó la comisura de sus labios en señal de una sonrisa, simplemente se limitó a aplaudir y me dijo sin dudar: “perrrrfecto, ¿vamos por 95?”. Contesté de inmediato, “si, lo que tú digas”. Ri Song Hui ya había pasado con 92.5 kilogramos en su primer intento y con 95 en el segundo.

Nadie más intentó superar los 92.5 en la segunda ejecu-ción, sin embargo, para el tercer levantamiento, Khassara-porn y Evelyn fueron por 92.5, yo no vi nada, sólo escuché la reacción del público y los típicos ¡ahhhhh! que inundaban el Centro de Convenciones de una terrible decepción al mo-mento de fallar ambas el intento.

Fui llamada por tercera vez a la tarima, esta vez esperé el doble de tiempo, porque las rivales fallaron mucho más su se-gundo intento y algunas pasaron por el tercero antes que yo.

Escuché mi nombre, y me fui con mucha con!anza a la tarima por los 95 kilogramos. Me acomodé frente a la barra y me amarré, me incliné sobre ella tanto que los que esta-ban frente a mi, veían que le daba besitos a la barra, porque mi cabeza estaba hasta abajo. La competencia se la había dedicado a mi abuelo, así que pensé en él, en que estaría

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conmigo viéndome, también pensé en mi padre, y deseé que estuviera viendo en mi casa la televisión, aunque sabía que no le gustaba ver mis competencias porque se ponía muy nervioso.

Mi abuelo murió en México seis meses antes y no asistí al funeral porque me convenció de no hacerlo. La última con-versación que tuve con él fue vía telefónica, cuando ya esta-ba muy grave y yo entrenaba en Bulgaria. Aún retumbaban en mi mente sus tiernas y entrecortadas palabras que me quebraban cada vez que pensaba en ellas, pero me daba una fuerza inusitada al mismo tiempo: “no vengas hija, estoy en-fermo pero me voy a recuperar, no quiero que vengas, mejor dedícate y enfócate en lo que estás haciendo”. Sufrí mucho por escucharlo así, pero no quería que se diera cuenta de mi llanto, no quería ponerlo triste, así que !ngí dentro de lo posible, aunque siempre supe que no lo engañé. Él sabía que estaba sufriendo. Su muerte me pesó mucho, sobre todo, porque sentí que le había fallado al no ir, así que le dediqué toda la competencia, esa por la que me había quedado lejos y que me hizo no estar con él.

Ejecuté mi levantamiento, pero al momento de subir la pesa, mi pie izquierdo se movió hacia adelante, indicándo-me que debía equilibrar la pesa sobre mí. Estuvo a punto de irse al frente y escapar de mis manos, pero afortunada-mente, algo o tal vez, alguien la detuvo y conseguí mi tercer levantamiento limpio: 95 kilogramos.

No vi la gigantesca pizarra, no vi los resultados al térmi-no de la primera ronda, tampoco me enteré de lo que estaba ocurriendo ni quise preguntar, no sabía en qué lugar iba, yo estaba concentrada en mi competencia de seis levanta-mientos y los iba a hacer, tal como Koev me lo había pedido. El resultado !nal sería consecuencia de mi preparación, mi concentración y ejecución.

Terminó la sesión de arranque, que era mi debilidad. Era el turno de iniciar la verdadera competencia para mí. Me fui a la zona de calentamiento, porque entre una y otra había 10

minutos de receso, en el que todas las competidoras aprove-chaban para calentar un poco los movimientos del envión, que técnicamente se hace en dos pasos, primero la pesa se lleva a los hombros y luego el levantamiento completo por encima de la cabeza, a diferencia del arranque, en el que la pesa se lleva directamente del piso hasta lo más alto, donde los brazos deben quedar completamente estirados.

Me quedé un rato en las bancas de la zona de descanso y un reportero mexicano del periódico Reforma, pasó por fuera, pero la zona a la que tenían acceso estaba cerca de la nuestra, así que se le hizo fácil, al verme ahí, decirme gus-toso e incluso en tono de pregunta, como esperando poder iniciar una entrevista informal en ese momento: “vas en pla-ta”. Su siguiente frase inmediata sería ¿qué te parece? Pero de inmediato le contesté con indiferencia: “no sé”.

Yo lo tomé tranquila, pero mi entrenador, se prendió como una lámpara de alcohol y se le fue encima, le gritó que no tenía nada que hacer ahí y que se fuera, que no hablara conmigo. Lo sacó, porque tenía sus razones, no quería que nada me afectara y mucho menos que me pre-dispusiera a tratar de cargar con el peso de pensar en una medalla olímpica.

Después del incidente, Koev hizo su propio ritual, sa-lió a fumar un cigarro, cosa que lo mantenía tranquilo por momentos. Mi !siatra aprovechó para acercarse a mí: “la competencia no se ha acabado, vayas en plata o no vayas en plata acuérdate que aquí es ir por tres levantamientos más. Ya terminó el arranque y ahora vas por el envión. Concén-trate en tus levantamientos.”

Me fui a la zona de calentamiento, pero pronto me di cuenta que el receso no era de diez minutos. Pasó media hora y Koev había subido en cuatro ocasiones con sus res-pectivas bajadas a fumar y aún no empezaba la segunda parte de la competencia. Cuarenta minutos, mismos que es-tuve sentada en la zona de calentamiento, cuando el sonido local anunció en un inglés británico, el inicio de la segunda

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etapa: la competencia de envión. Anteriormente, en Juegos Olímpicos se daban medallas por competencia, es decir, ter-minaba la de arranque y había medallistas, luego la de en-vión con sus medallistas y la tercera, que era la del peso.

No me cambié, no me puse nuevas vendas, simplemente me quedé en la zona de calentamiento, sin hacer nada. Pero ese tiempo me sirvió para darme cuenta de lo bien que me sentía. No estaba cansada, no me dolía nada, me sentía có-moda y eso ayudó mucho porque no me tenía que preocu-par de nada, excepto, de levantar los pesos.

El quinto viaje de Koev fue para quedarse. Me mandó a calentar, así que me coloqué las vendas de nuevo y me fui a la tarima para iniciar los levantamientos. El tiempo que mi entrenador utilizó para fumar, también lo hizo para pensar con cuál peso debíamos iniciar la competencia de envión. Llegó decidido y me dijo: “arrancamos con 117 kilogramos”.

Como siempre, disciplinadamente le dije que sí, pero me quedé pensando ¿por qué habrá tomado esa decisión?

En los meses previos, habíamos platicado la posibilidad de ir por el récord mundial en envión que era de 131 kilo-gramos. Así que decidió iniciar con un peso muy bajo, tra-tando de ser conservador, pero eso yo no lo iba a discutir. Él sabía por qué, él mandaba, él decidía y yo lo iba a seguir.

Fui a mi banca y la competencia arrancó. Me volví a quedar sola con mis pensamientos y sentimientos, porque Koev se fue a la entrada a la zona de competencia, para es-tar viendo al resto de las competidoras y la pizarra. No vol-teaba a verme, no venía, no me decía nada. Estaba cruzado de brazos, con el uniforme de México. Observé que estaba increíblemente tranquilo. Nunca lo había visto así. Seguía sorprendida por ese hecho y me dije, “si él está tan tranqui-lo, pues entonces yo lo estaré más”.

Tocó mi turno para los 117 kilogramos y subí a la tarima tranquila. Además del re!ejo de mi entrenador, tenía mu-cha calma, porque ese peso era prácticamente con lo que calentaba, así que me preparé, me concentré en no con"ar-

me, tomé mi tiempo y le di seriedad a la ejecución y lo hice tranquila, sin problemas.

Bajé y Koev me dijo: “bien gorda, muy bien”. Pero yo seguí sin saber cuánto estaban cargando mis competido-ras, dejé toda esa presión, toda la táctica en los hombros de Koev. A los diez minutos, llegó a mi lugar y me dijo: “gorda, échate dos repeticiones con 120 y te sientas, porque vamos a ir por 122.5 kilos”.

Hice mis repeticiones bien, sin problemas pero cuando iba a sentarme a mi lugar me dijo: “acércate a la puerta, si-gues después de la de Manmyar”, así que ya no me senté en mi lugar, si no en la banca de espera en la antesala de la zona de competencia.

Me senté a visualizar y las manos me empezaron a sudar por primera vez, me di cuenta que estaba nerviosa, que de-bía seguir concentrada en el levantamiento, así que empecé a anticipar todos los movimientos de mi siguiente ejecu-ción, repasando la toma de la pesa, mis pies, perfectamente colocados, con el compás abierto en la posición exacta, de pronto, entró Koev, apresurado y me dijo, vete a calentar otra vez, en dos minutos has 15 repeticiones y luego te vas a tu banca a sentar.

Yo no pregunté nada, pero me di cuenta que la com-petencia se detuvo. No sabía porque, estaba ciega, sorda y muda. No veía la competencia, no escuchaba a la gente, sólo murmullos y yo no hablaba nada que no fuera un discipli-nado “sí”.

No esperé mucho, unos cinco minutos más después de los levantamientos que me mandó a hacer, entró por mí y me dijo: “es tu turno, adelante, vamos”, y volvió a darme una palmada fuerte en la espalda, que se empezó a convertir en una especie de ritual.

Me enfrenté a la barra por quinta vez, con 122.5 kilos, me paré en esa tarima que esta un par de metros por enci-ma del resto del público y los jueces. Después, el escenario, como un gran teatro crecía hacia el fondo. El reloj, ni lo vi,

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simplemente tomé mi tiempo, lo calculé perfecto desde el momento que el silbato sonó para indicar que había inicia-do el periodo de mi levantamiento. Lo hice muy bien, no me precipité a pesar de sentir un impulso de apresuramiento, pero me contuve y respiré profundo hasta conseguirlo. ¡Ha-bía levantado 122.5 kilogramos!

Aventé las pesas y me sentí grande, aplaudí eufórica por-que iba perfecta en la competencia. Lo que me habían pues-to, lo había conseguido. Bajé y Koev me recibió con aplausos, pero también muy efusivos, ya empezaba a perder el estilo y también mostraba una sonrisa pícara en el rostro.

La coreana pasó después de mí, para su penúltimo levan-tamiento. Pero yo seguía sin saber nada, no supe qué ocurrió con su ejecución y tampoco me preocupaba, incluso, ni me ocupaba. Fueron diez minutos más los que tuve que esperar en mi lugar. Hasta ese momento me percaté que el clima arti-!cial, era perfecto. Estaba fresco pero no era un refrigerador como en muchos lugares del mundo, que bajan la temperatu-ra y lo dejan demasiado frío. En Australia era el !n del invier-no, esa noche arrancaba la primavera y con ella, el calor que se había dejado sentir ya desde hacía un par de semanas.

De súbito llegó George y me llamó a sentarme a la orilla de la puerta, una vez que me ubiqué ahí, Koev se agachó, se puso en cuclillas y me puso las manos en las rodillas, me miró a los ojos y noté que quería preguntarme algo impor-tante. No me equivoqué: “gorda, tenemos marcados 125, ¿le subimos a 127? No pensé nada, mi respuesta fue inmediata, “pues a ver, tú decide, tú eres el que maneja los pesos”, apre-tó los labios hacia adentro y me dijo: “te lo pregunto porque es la oportunidad de tu vida, esto se presenta sólo una vez en la vida” y contesté: “si es así, entonces claro que puedo levantarlo, yo puedo hacerlo”.

Yo seguía sin saber qué me quería decir, no me angustia-ba no saber nada, prefería estar en mi competencia, pero él se incorporó, fue a la mesa y ordenó cambiar al peso a 127.5 kilogramos.

Había hecho 117, 122 y en mi último levantamiento iba por 127.5. En mis entrenamientos sí había cargado ese peso, más de 10 veces y menos de 20, así que no era del todo ex-traño para mí, pero tampoco estaba fácil porque no era lo mismo en entrenamiento que en competencia, y mucho me-nos en Juegos Olímpicos.

Con ese peso, me acercaba mucho al récord del mun-do, así que antes de subir, me dio un pequeño masaje en la espalda y me subí a la tarima. Las luces del escenario se agrandaron ante mis ojos, me cegué por completo. No veía nada a más de un metro de distancia, así que tomé la barra, me incliné sobre ella, como si le diera un beso, recordé a mi abuelo en los cielos, a mi padre y mi hermano en México, a mi madre y mi hermana en Sydney, me moví de un lado a otro, !jando correctamente mis manos sobre la barra, me acomodé. Pensé que no había fallado un solo levantamien-to y que ese no era el momento de fallarlo. En el primer movimiento, llevé bien el peso hacia mi pecho y me quedé en cuclillas, pero cuando intenté el segundo, es decir, llevar las pesas hacia arriba, me costó mucho trabajo, me quedé pasmada. En el argot de la haltero!lia se llama “el punto cero”. Le exigí a mis piernas que hicieran un segundo es-fuerzo, sentí como se descompuso mi cara con un rictus de esfuerzo y en mi mente no entró otra cosa que no fuera el mismo pensamiento: “tengo que subir, tengo que levantar-me, lo debo hacer”.

Inicié el arranque, me impulsé, abrí mi compás con un pie adelante y otro atrás, subí las pesas, pero era demasiado pesado, así que tuve que caminar unos pasitos antes de que-darme !ja. Me fui de lado, pero !nalmente logré controlar el peso y me quedé el tiempo requerido, pero no oía el silba-to ni veía la luz, así que tuve que aguantarme el festejo otro segundo más hasta escuché y vi que ya era un levantamien-to válido.

Aventé las pesas y pegué tremendo brinco, grité de la emoción con el puño derecho en lo más alto. Lo había con-

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seguido, había terminado mi competencia con seis intentos limpios. Eufórica, me quité el cinturón y corrí con Koev, me aventé en sus brazos y me recibió con otro fuerte abrazo. Todo sin saber que había ganado la medalla de oro. Con una gran sonrisa volteó a verme:

- ¡Gorda eres oro…!Me le quedé viendo a la cara, estupefacta sentí que mis

ojos se abrieron demás y le dije: - ¡No, no es cierto! ¿de verdad? no te creo…- ¡Sí, eres de oro! - ¿Cómo? y la coreana ¿qué onda?- Ya terminó. Tú eras la última. - Pero ¿qué pasó con ella, qué onda?- Al rato te cuento, ¡ahora disfrútalo!Le hice caso y me abracé con todo el equipo, busqué a

mi mamá, mi hermana y mi mejor amiga, Karla, pero es-taban muy arriba en la tribuna, así que tardaron en llegar. Mientras yo pensaba en ellas fui interrumpida por el fuerte abrazo de un hombre que me sorprendió por el cariño con el que lo hizo: era Peshalov, quien me gritó, “ya ves, te dije que eras mejor que yo, ya estamos iguales”. Mi familia llegó hasta mí, dando de gritos junto conmigo, irradiaban felici-dad, igual que yo. A mi mamá sólo atiné a darle las gracias, pero como estaban del otro lado de la reja, no pude platicar mucho, sólo me dieron la bandera de México, pero no podía traspasar la reja porque no había hecho el doping, y si la cruzaba, me descali!caban.

Les dije que iba al doping y las veía a la salida de la pre-miación. Los voluntarios me invitaron y guiaron al antido-ping. En el camino, Koev se me acercó y me contó la terrible historia de la coreana, que había ganado plata para mi bene-plácito y el de un país entero.

-Al término del levantamiento de la sesión de arranque, apareció la gigantesca pizarra con Ri Song Hui en la prime-ra posición con 97.5, tú estabas en segundo con 95 y Evelyn en tercer sitio, con 90 kilogramos. La coreana se con!ó. Pri-

mero, se quedó con 97.5 de arranque que la dejaba delante de todas. Luego en el envión, dejó pasar el primero de tres levantamientos y después, en su segundo intento, que en realidad era el primero, sus entrenadores no se pusieron de acuerdo en cuánto peso debía levantar. Tenía cargados 122.5 kilogramos y uno de ellos se arrepintió de último momento y pidió 125. Pero el tiempo ya estaba por expirar, así que le cambiaron rápido el peso, pero ella nunca se dio cuenta que el tiempo había pasado y ya no pudo hacer su levantamien-to. No se arriesgaron para el último intento en mandarla por 125, porque si no lo conseguía quedaría eliminada y vol-vería a casa sin medalla. Así que fueron por 122.5 kilogra-mos y lo consiguió fácil, sin inmutarse. Culminó con 220 kilogramos totales y tú tenías 217.5, porque habías cargado 122.5 kilogramos en envión y 95 de arranque, así que sólo tenías 2.5 de desventaja con respecto a ella, por los que te sacó en el arranque. No te servía de nada cargar 125 en tu último intento porque habrías empatado con ella y perdido por peso corporal, así que, aunque me hubieras contestado que no querías ir por 127.5, te lo hubiera puesto de cualquier modo, porque era el único que te servía para ganar el oro.

Yo iba fascinada con la historia, no podía creer que todo eso hubiera ocurrido en mi cara, o al menos, en mi compe-tencia, porque nunca me di cuenta, ni intenté pensar en ello.

Antes del antidoping, tenía que salir por la zona mixta, donde estaba toda la prensa. Me impresioné mucho, porque se encimaban unos con otros, estaba completamente lleno. Casi todos mexicanos. Me acerqué al pasillo y de inmediato se abalanzaron con micrófonos, cámaras, grabadoras para entrevistarme. Sólo estaban separados por una valla metá-lica, que por momentos sentí que se vencería por los empu-jones y el peso.

Estuve cerca de 15 minutos contestando preguntas, pero los voluntarios ya estaban ansiosos por llevarme al antido-ping, porque el programa es muy meticuloso y tenía que pasar a la premiación a una hora determinada. Dejé a los

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medios ahí, y me fui a la zona de calentamiento, donde me llamó la atención que estuviera Don Mario Vázquez Raña y también estaban los coreanos del norte, pero ellos estaban alegando ante miembros del Comité Olímpico Internacio-nal algo que no entendía muy bien, incluso, estaba el presi-dente del Comité Olímpico de Corea del Norte.

Me imaginé, por la historia que Koev me contó, que es-taban reclamando el levantamiento que perdieron y me dio más con!anza ver a Don Mario, que le dijo a su asistente, Jimena, que por reglamento, no podían cambiar nada.

No pude quedarme más tiempo, porque necesitaba pasar urgentemente al baño y al antidoping. La protesta de los co-reanos ya estaba en trámite, pero a Don Mario no le impor-tó y me dijo: vete rápido porque ya viene la premiación.

Salí rápido del antidoping y me fui a cambiar, a ponerme mis pants de gala. Todo había ocurrido demasiado rápido, aún no podía abrazar, como se lo merecían, a mi madre y mi hermana. Aún no había podido hablar con mi padre ni con mi hermano.

Caminamos el pasillo de los improvisados vestidores ha-cia la zona de competencia, donde estaba el podio. Ahí des!-lamos las tres, pero al momento de escuchar el llamado para subir a lo más alto, me sentí muy orgullosa, sentí que todo el sufrimiento había valido la pena. Habían sido años de lá-grimas, de dolor, de lesiones, de operaciones y todo, absolu-tamente todo lo había cambiado por ese pedazo de oro, que dentro de unos minutos colgaría de mi cuello para siempre.

Antes de tocar el himno, nos tomaron fotos a las tres jun-tas, pero yo volteé a ver a la coreana para darle la mano y me ignoró, me dejó con la mano extendida. Ni modo, no me iba a preocupar por algo que no fue mi culpa. Lo que sí noté es que su cuerpo, además de bien marcado, era extre-madamente fuerte y se acentuaba más su varonil apariencia al mostrarse sumamente enojada, estaba “trabada”, incluso, me dio la impresión de que si hubiera podido, me hubiera golpeado.

Comencé a disfrutar del éxito, escuché mi nombre y subí al pódium ante los gritos de toda la gente, vi varias banderas incluso en medio de los re"ectores, estaba feliz por mi triunfo pero cuando realmente me sentí extraña, con una gran satis-facción imposible de explicar, fue cuando izaron la bandera de México y tocaron el himno nacional. “Mexicanos al grito de Guerra...” se escuchó en el centro de convenciones de voz de los mexicanos que estaban ahí. Mi corazón se agrandó y mi respiración también se agitó, mi piel se erizó tanto, que sentí los vellos de mis brazos rosar con la chamarra de los pants. Sentí ganas de llorar, ganas de reír y de gritar al mismo tiempo, sentí ganas de explotar en júbilo y gritarle a mi país que esa medalla les pertenecía, y la había ganado en nombre de todos los mexicanos.

Terminó la premiación y me llevaron de inmediato a la sala de prensa para una conferencia, delante de mí iba Ro-salinda Coronado del periódico Esto, con su inmensa cabelle-ra negra y su característica personalidad seria y fuerte, pasó su brazo mi cuello, como hacen los niños con sus amigos, y me susurró: “güey, ya hiciste historia”, de inmediato repliqué sin voltearla a ver, “¿de qué hablas?”, a lo que contestó pero ya de forma normal y no en susurro, “eres la primera mujer en la historia que gana una medalla de oro para México y además, lo hiciste el segundo día de los Juegos”. Estaba tratando de asimilar sus palabras cuando la puerta de una sala se abrió ante mí, y un centenar de personas me esperaban adentro, es-taba abarrotada y el 90% de los medios que había en ese lugar eran mexicanos. Prácticamente todas las preguntas fueron las mismas que contesté en la zona mixta. Contesté una por una y prácticamente no me dejaban respirar, al terminar una respuesta, ya tenía la siguiente pregunta encima. Ri Song Hui y Suta fueron espectadoras de primera línea en la conferencia, hasta que la mujer que dirigía la sala, dio por terminada la misma. Entonces comenzó el problema.

Televisa me invitó a su estudio, pero yo ya había pactado con TV Azteca por el simple hecho de que ellos me siguie-

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ron durante todo mi ciclo olímpico. No me iba a ir con al-guien al que jamás le importó saber quién era. De pronto, vi a David Faitelson con toda su humanidad, erigido como un gigante cansado, ahí parado, esperando a que saliera de la conferencia, y de Televisa, a un tipo que yo no conocía. Am-bos discutieron, pero me quedé parada en medio de los dos y prácticamente me tuve que zafar de los brazos de ambos, porque me querían llevar como si fuera un objeto, razón por la cual tuve que subir la voz y los aplaqué con un !rme: “tranquilos”.

Salí corriendo de ahí, me metí a un pasillo corto pero que al !nal tenía una salida de emergencia, prácticamente co-rriendo, y todos hicieron lo mismo atrás de mí, sin embargo, al llegar a la puerta, esta no cedió ante el empujón que le di. Volví a intentar y nada, estaba cerrada y yo acorralada. Me empezó a dar pánico no poder escapar, además de querer ver a mi familia.

La gente de Televisa manejó de mala leche que la produc-ción de TV Azteca había secuestrado a mi familia, cosa que no fue cierta, realmente yo lo había hablado y estaba más que amarrado que me iría con la gente de TV Azteca a su estudio. Rosalinda se me acercó y me apartó de la turba que me acosaba, y me convenció que le diera la entrevista ahí mismo a Televisa y que fuera al estudio de TV Azteca, así le daría gusto a los dos. Entonces fue lo que hice.

Terminé la entrevista con Televisa y me fui con David Faitelson al estudio de TV Azteca en el Centro Internacio-nal de Prensa. En el trayecto le pregunté por mi familia y me dijo que Leopoldo Díaz de León, reportero de TV Azteca, estaba camino al estudio con ellas, y que se habían adelan-tado porque Televisa se las quería llevar, e incluso, por el tiempo que tardé en salir del Centro de Convenciones, ya debían estar allá.

Entré al Centro y vi que estaban todos los estudios de televisión del mundo concentrados en un lugar, separados por unas paredes prefabricadas y que los estudios de Tele-

visa y TV Azteca estaban juntos. La gente de Televisa se me acercó de inmediato, en cuanto me vieron en el pasillo y me invitaron a pasar a su foro, prácticamente se me pusieron enfrente, pero ahí ya fui más contundente: “no gracias, voy con José Ramón”.

No había cenado, ni siquiera comido, y llegué al estudio con mucha hambre, pero ahí me tenían preparada una sor-presa que hasta el hambre se me olvidó. La gente de produc-ción de José Ramón Fernández, me sentó en el estudio y el conductor me dijo, después de un rato de entrevista y de fe-licitarme, que teníamos a alguien que me quería saludar. En pantalla, apareció Juan Carlos Vázquez, reportero que estaba sentado en una sala que parecía ¡mi casa!, en Lomas Verdes, reconocí de inmediato los muebles de atrás y me pasó a mi papá, que estaba feliz, luego me puso las imágenes de mi pa-dre y mi hermano, que estuvieron viendo la competencia de madrugada en la casa, junto con Juan Carlos, y esta vez, mi papá vio toda la competencia, muy nervioso y gritando: “a huevo, a huevo, ya ganaste mija, ya ganaste, esa es mija”.

Con sus lentes empañados por el nerviosismo, los lim-piaba a cada momento y luego volteaba la cara, como no queriendo ver. Se paraba y volvía a sentar en un instante, vi-vió la competencia como un verdadero manojo de nervios, perdió el estilo por completo, pero disfrutó cada instante de mis levantamientos.

Tuve ganas de llorar por ver a mi papá así, sufriendo por mí y conmigo, alegrándose de la misma forma. En la ima-ginación, no me acerqué ni tantito a lo que realmente había ocurrido en casa, a cómo me había visto mi familia y cómo se habían emocionado con mi competencia. Sin duda, esta-ban orgullosos de mí, y yo de ellos.

José Ramón le dio su crédito a Koev, a quien le interrum-pieron la !esta para llevarlo conmigo, porque la estrategia que utilizó fue ideal y siempre pendiente de la competencia, para saber qué debíamos hacer en nuestro siguiente levanta-miento. También le dio el crédito a Leopoldo Díaz de León,

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que fue el reportero que me siguió a sol y sombra hasta lle-varme al estudio y también a David Faitelson.

Nos dieron las cuatro de la mañana en el estudio, pero estaba muy divertida, con el “Güiri Güiri”. Andrés Busta-mante casi me hizo llorar de risa con su caracterización de “Ponchito”, y con otras más.

Terminó el programa a esa hora y los comentaristas, me cargaron en hombros, todos estaban muy felices. Llegó mi tío, quien fue medallista en equitación en Moscú 1980 y casi le da un infarto de la emoción. Nos fundimos en un gran abrazo, muy fuerte, muy simbólico, familiar y olímpico, porque ahora pertenecíamos al mismo grupo.

Me preguntaron qué quería hacer en ese momento y rau-da contesté: “quiero comer, denme algo por favor, porque me voy a morir de hambre”. José Ramón le dijo a Polo, que a ver cómo le hacía para encontrar algo a esa hora, pero que nos tenía que llevar a comer. Eran casi las cinco de la maña-na. Koev ya no quiso seguir con nosotros y se fue a dormir a la Villa, o al menos eso me dijo.

Polo encontró un restaurante de comida casual, de los que están abiertos 24 horas y me comí la carne más rica que he probado en mi vida, devoré también unas verduras a la mantequilla. Ese fue mi primer alimento como Campeona Olímpica.

A las 6:30 de la mañana, me llevaron al departamento donde estaba mi mamá, pero Víctor Trujillo, me citó al cuarto para las siete, para una entrevista con “Brozo”, en el zoológico, que habían conseguido abrir a esa hora, única-mente por mí. Le dije que no iba a dormir nada, pero acepté gustosa, comprendí que era mi momento y que mucha gen-te querría estar conmigo o hacerme entrevistas. Ya tendría tiempo para dormir después. Le pedí a mi amiga, “el po-llo”, que me acompañara, pero se puso media berrinchuda porque era muy dormilona y me dijo que no iba a dormir nada, así que me metí a bañar, pero cuando salí, ahí estaba: “vámonos, te acompaño para que veas que buena amiga soy,

y ya no me baño para que no se nos haga tarde, al !n que a la que van a tomar es a ti, no a mí”.

Me vestí y fui muy cuidadosa con mi medalla. La dejé en el estuche que me dieron y la guardé perfecto. Decidí no lle-vármela, porque en el ajetreó y los jaloneos la podía perder, así que mejor la dejé, pero antes de eso, la disfruté un par de minutos, dorada, reluciente, espléndida, con los símbolos australianos de los Juegos. Salí del departamento ubicado en Darling Harbour, disfrutando del olor a amanecer, de la luz del día, de un azul tenue, que ya empezaba a pintar el cielo, pero pronto desperté del gozo, cuando en la puerta del edi!-cio, había una gran cantidad de reporteros esperándome.

Habían investigado todo, así que tuve que abrirme paso entre ellos y les dije que tenía un compromiso y que ya iba tarde. Fue la única opción para escapar y llegar al zoológico. Me esperó “Brozo” con un café expreso triple.

Concluí la entrevista y me fui a buscar a los búlgaros a la Villa, porque habíamos quedado que el ganador de meda-llas de oro, invitaba las botellas de whisky o de vodka. Así que me fui a conseguirlas y las metí de contrabando hasta las habitaciones de los búlgaros. Se armó tremenda !esta a medio día. No molestamos a la gente porque no estaba dor-mida y al contrario, muchos atletas escucharon el ruido y se unieron a la !esta. Ahí, “el pollo” cayó rendida y no pudo más. Se durmió un par de horas mientras yo seguía en el huateque. Pero sólo me quedé dos horas porque había hecho citas para otras entrevistas, y así, sin dormir ni nada, me aventé una tras otra hasta las siete de la noche.

La vida me cambió a partir de ese momento, porque me di cuenta lo que había hecho y las responsabilidades que ha-bía adquirido. Sabía que de ahora en adelante las cosas eran distintas. Los años de entrenar como desconocida habían terminado. Ahora era la primera mujer mexicana en ganar el oro olímpico. Ahora era Soraya Jímenez, y mi nombre pa-saría a la historia y se quedaría ahí para siempre.

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