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El derrotero del cerro El Plomo www.librosmaravillosos.com Jean Arondeau Gentileza de Flavio Briones 1 Preparado por Patricio Barros

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El derrotero del cerro El Plomo www.librosmaravillosos.com Jean Arondeau

Gentileza de Flavio Briones 1 Preparado por Patricio Barros

El derrotero del cerro El Plomo www.librosmaravillosos.com Jean Arondeau

Gentileza de Flavio Briones 2 Preparado por Patricio Barros

Introducción

Diversos motivos, entre los cuales no era el menor mi deseo de “rodar tierras”, me

hicieron llegar por primera vez al puerto de Antofagasta en un luminoso día del mes

de Enero de 192…

Gracias a un amigo de mi padre, pude emplearme, casi inmediatamente, en una

firma extranjera, y así empiezan los acontecimientos que han dado vida a este libro.

Se desempeñaba como Mayordomo de la Casa, un simpático setentón a quien

denominaremos Apolónides Ulloa, que era muy estimado de cuantos trataban con él

por su carácter afable y servicial y por sus dotes de corrección y honradez. Ulloa era

sobreviviente de la campaña de 1879 y también había tomado parte en la

revolución de 1891. Aparte de estos títulos, que de por sí encierran la idea de

aventuras, Ulloa había sido un incansable viajador y era agradable oírlo contar sus

anécdotas que salpimentaba con interesantes experiencias.

Como él residía de firme en Antofagasta, se había hecho de una casita situada en

los alrededores del puerto y que había convertido pacientemente en un pedazo de

nuestro florido Sur. Vivían con él, su esposa y su hija, casada ésta con Moisés

Aguayo, a quien también veremos figurar en los acontecimientos.

Dos o tres meses después de mi llegada, me había hecho un buen amigo de Ulloa,

llegando por último a vivir en su casa, donde prácticamente, encontré un segundo

hogar.

Durante un feriado y con objeto de conocer las oficinas salitreras, me dirigí a la

pampa, portando una carta de Ulloa para uno de sus amigos, que fue muy atento y

servicial.

Pocos días antes de mi regreso a Antofagasta, un accidental conocido que se

jactaba de ser el mejor “baqueano” de la provincia, me invitó a que lo acompañara

al “cateo” de unos valiosos yacimientos de plata, cuya ubicación sólo él y su mozo

conocían.

No vacilé en aceptar y esa misma noche partimos hacia el interior en una caravana

compuesta por seis personas.

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Gentileza de Flavio Briones 3 Preparado por Patricio Barros

Largo sería imponer a los lectores de las innumerables incidencias del viaje, pero,

en honor de la verdad, debo declarar que si salí con vida, fue por razones que

jamás he podido ni podré explicarme.

El mozo que iba a cargo del rumbo, declaró haberlo perdido, después de cinco o seis

horas de andar. Mi ocasional amigo, o sea el otro “conocedor”, después de algunos

aparatosos reconocimientos del terreno (en plena oscuridad), se declaró

incompetente para enmendar lo hecho por su ayudante, debido a lo cual tuvimos

que detenernos en espera del nuevo día.

El resto de la noche fue interminable: ateridos de frío a pesar de nuestros abrigos,

desalentados, envueltos en una mojadora neblina (camanchaca), sufrí, por mi

parte, un cruel malestar como lo fue una neuralgia facial provocada sin duda por el

hielo.

Al amanecer continuamos la marcha, pero el mozo que había pasado la noche

probando el contenido de unas botellas de pisco, terminó por extraviarse y

extraviarnos más de lo que estábamos, a tal punto que, a mediodía, mi flamante y

“baqueano” amigo confesó, visiblemente alterado, que no había conocido jamás

personalmente el buscado yacimiento sino de oídas y que, a pesar de sus

conocimientos de la pampa, no sabía dónde nos encontrábamos.

Ante esta situación, iniciamos el regreso guiándonos por las huellas recientes de

nuestros animales, pero esta única referencia había sido borrada en una enorme

pampilla muy barrida por el viento.

Tratando de encontrar por lo menos nuestro campamento de la noche anterior, nos

vimos a las tres de la tarde encerrados en una especie de callejón de cerros bajo un

sol abrasador. El agua se terminó. Al tratar de poner en práctica el sistema de que

los animales buscaran por sí mismos el camino de regreso, no se movieron.

Afortunadamente, alguien logró captar el lejano pitazo de una invisible locomotora

y, después de una odisea de pesadilla, logramos encontrar una línea férrea.

La expedición se dividió en dos grupos: uno que seguiría por la línea en

determinada dirección, y el otro grupo hacia la opuesta.

La partida que encontrase recursos, mandaría avisar a la otra, para lo cual nadie

debía separarse de los rieles.

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Gentileza de Flavio Briones 4 Preparado por Patricio Barros

Mi grupo fue alcanzado casi al anochecer por una volanda enviada por los otros

compañeros desde una pequeña estación o paradero al que habían llegado a las

pocas horas.

En Antofagasta debí hacer cama con alta fiebre, y en estas circunstancias fue

cuando escuché de Ulloa el apasionante relato que, con toda fidelidad, se transcribe

en la primera parte de este libro.

Así mismo, con toda exactitud y extractados de mi Diario de Viaje he vertido en la

Segunda Parte los sucesos en los que, por una misteriosa decisión del Destino, debí

actuar personalmente después en el mismo escenario donde corrieron sus extrañas

aventuras Ulloa y su acompañante.

Dedicatoria y aclaración

Dedico esta narración a mi buen amigo Daniel de la Vega, escritor chileno quien, a

mi juicio, ha sabido interpretar al través de sus obras, el sentido de la vida en forma

profundamente humana.

El autor.

“... y así la muerte nos irá llevando uno a uno y cuando pase un

tiempo se olvidarán todos de que siquiera hemos existido, porque

así es la vida. Ud. que tiene condiciones, ¿por qué no escribe un

libro donde figuren nuestras sufridas y tristes aventuras?

Cuando ya no estemos en esta tierra, servirá como un recuerdo

para mis hijos y también para los suyos...”

(De la última carta que recibí de Ulloa.)

El relato que se hace en estas páginas tiene un fondo absolutamente verídico. Sin

embargo, por razones de carácter personal, se han substituido los verdaderos

nombres de los protagonistas, como así mismo se han omitido las denominaciones

de ciertos parajes donde se desarrollaron los hechos.

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Primera Parte

La expedición Ulloa – Miolati en 1892

§1

La narración de Ulloa

Terminada la revolución de 1891, Ulloa regresó a su pueblo natal (Coquimbo),

donde obtuvo un puesto en una firma de embarques marítimos.

En sus frecuentes visitas a los barcos, Ulloa trabó conocimiento con un francés de

apellido Mertiel, ya algo entrado en años, que negociaba tabacos y cigarrillos a

bordo para revenderlos en tierra.

El trato entre ambos fue estrechándose hasta llegar a ser muy buenos amigos. Es

de advertir que de parte de Ulloa había hacia el francés mucho de lástima, pues se

dio cuenta de que éste llevaba en su alma una constante tragedia causada por una

dama con la cual convivía y la que lo trataba en forma por demás despectiva, a

pesar de la adoración que Mertiel demostraba hacia ella. La mujer era, al decir de

Ulloa, muy hermosa y más joven que su amigo Mertiel, pero a pesar de esto, le

inspiraba una profunda animadversión (a Ulloa) debido a que, al serle presentada

por Mertiel, ella le hizo visibles desaires y le dio a entender indirectamente que no

visitara más su casa. Veremos más adelante, cómo obró este sentimiento de Ulloa,

en el desarrollo de los acontecimientos.

Cierta vez que Ulloa y Mertiel comían juntos en uno de los barcos, este último se

puso expansivo y en tono confidencial dijo a su amigo que era dueño de una mina

de oro muy rica en los alrededores de Antofagasta, cerca de la costa, pero que sus

escasos medios económicos le habían impedido llegar hasta allá para trabajarla y

que esperaba la respuesta de un compatriota residente en ese puerto a quien le

había remitido importantes documentos relacionados con el asunto.

Ulloa, que alentaba desde hacía tiempo el deseo de ir a probar suerte a las

salitreras, le propuso a Mertiel irse juntos, pagándole los gastos del viaje y en el

entendido de que recibiría participación en las utilidades que obtuvieran en la

explotación de la mina.

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Mertiel aprobó entusiasmado la propuesta y, tras breve discusión de los planes,

sellaron el compromiso del viaje, el que se efectuaría en cuanto Ulloa redujera a

dinero un pequeño bien raíz que poseía en Coquimbo. Mientras tanto, ambos

guardarían un absoluto secreto a fin de que la mujer de Mertiel no interviniera en el

negocio.

A los pocos días y cuando ya Ulloa estaba por finiquitar la venta de su terreno, se

encontró con una desagradable sorpresa: Mertiel había desistido del viaje...

Después de una prolongada conferencia, Ulloa descubrió que su socio había violado

el pacto contándoselo todo a su mujer. Esta, que temió y con razón, ser

abandonada por Mertiel, tomó medidas violentas y en compañía de un hombre que

debía ser probablemente su amante, acometió contra el francés hiriéndole un ojo

con un trozo de vidrio y produciéndole otras lesiones.

Este hecho influyó hondamente en el ánimo de Mertiel, que de por sí era tímido, y

optó decididamente quedarse en Coquimbo.

Como de nada valieran las sugerencias y palabras de valor que le dijera Ulloa, éste

optó, de acuerdo con él, partir solo a Antofagasta para entrevistarse con el

compatriota a quien Mertiel le había enviado los documentos. Este personaje se

apellidaba Babiú. Ulloa comunicaría a Mertiel el resultado de sus gestiones apenas

se viera con este nuevo personaje, usando para ello el telégrafo. Entre las

instrucciones que Mertiel dio a Ulloa, estaba la de no remitir las comunicaciones a

su casa, sino al Correo de Coquimbo. Mertiel, a su vez, enviaría la correspondencia

a Ulloa, al Consulado de Francia en Antofagasta.

Pocos días después, el día 4 de Marzo de 1892, ambos socios se despedían a bordo

del barco que se llevaba a Ulloa. Mertiel aún llevaba vendado su ojo herido y

demostraba un profundo abatimiento que contrastaba con el entusiasta y optimista

ánimo de su amigo.

El vapor, como era costumbre en esos años, hizo un largo viaje de caleteos en casi

todos los puertos del litoral, y en ese lapso Ulloa enfermó de una violenta infección

intestinal, producida, según creía, por haber comido huevos añejos. La dolencia fue

tan grave que se vio obligado a desembarcar en Taltal y hospitalizarse. Desde su

lecho de enfermo, Ulloa envió a Mertiel su primera carta imponiéndolo de su

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contratiempo, pero esta comunicación, como pudo comprobar después, no llegó al

destinatario.

Apenas estuvo en condiciones de hacer viaje, Ulloa siguió a Antofagasta, donde se

informó que el señor Babiú había cambiado su residencia a Tocopilla. Sin pérdida de

tiempo, llegó a este puerto, no sin antes remitir desde Antofagasta una nueva y

larga carta a Mertiel dándole detallada cuenta de sus actividades.

En Tocopilla le fue fácil dar con el señor Babiú, quien era un viejo irascible, de

modales groseros, que lo trató en forma ofensiva. Babiú, después de leer la carta de

Mertiel que le presentó Ulloa, se desató en improperios, calificando a Mertiel de

“chantajista”. Acto seguido trajo un sobre grande de color azul y cuyos cierres

estaban lacrados, entregándoselo rudamente a Ulloa y conminándolo a que saliera

inmediatamente de su presencia.

Ulloa se hizo cargo del sobre y con voz amenazante “echó a buena parte” a su

interlocutor, retirándose rápidamente, pues temió acriminarse.

Como nada le quedaba por hacer en el Norte, resolvió regresar a Coquimbo a fin de

entregar a Mertiel el sobre que, por estar lacrado, no se atrevió a abrir. Por lo

demás, Ulloa pensó que Mertiel una vez en posesión de sus documentos se

encontraría más dispuesto a volver con él a Antofagasta para iniciar los trabajos de

explotación de la mina. Al día siguiente se embarcó, enviando un telegrama a

Mertiel anunciándole su regreso.

Desgraciadamente, el Destino le había fraguado una dolorosa sorpresa: al

desembarcar en Coquimbo se impuso de que su pobre amigo Mertiel había fallecido

de pulmonía, precisamente en la fecha en que él (Ulloa) se encontraba en Tocopilla.

Al averiguar en el Correo sobre sus comunicaciones a Mertiel, comprobó que

solamente había llegado a poder del fallecido la carta que le enviara desde

Antofagasta. La remitida desde Taltal no había llegado. El telegrama, anunciando su

regreso, se encontraba entre los sobrantes.

Por intuición Ulloa dedujo que Mertiel había contestado la carta que le había enviado

desde Antofagasta, lo que era efectivo. Más adelante se da a conocer la extraña

influencia que esta carta tuvo sobre Ulloa.

Venciendo su natural repulsión, Ulloa fue a visitar a la compañera de su

desaparecido amigo, pero ésta lo recibió desde una ventana de la casa. Tal actitud y

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el hecho de que ella no vistiera de luto, decidió a Ulloa el dejarse para sí el sobre

azul cuyo contenido deseaba vivamente conocer.

El sobre contenía varias cartas y un tosco y antiguo croquis, que es el mismo cuya

copia fotográfica se reproduce en estas páginas.

Las cartas eran: una proveniente de un punto de España cuyo nombre había sido

olvidado por Ulloa, pero que estaba fechada en 1860 o 1870, dirigida a un señor

Miolati y firmada por un tal Astola; cinco o seis cartas de Mertiel a Babiú. (Algunas

de estas cartas estaban desgarradas, tal vez por Babiú.)

La comunicación de España constaba de varias hojas y aun cuando estaba trunca,

pues le faltaban carillas, se refería a un entierro de oro pero en forma poco precisa.

Tampoco mencionaba el croquis, pero Ulloa estimaba, dada su antigüedad, que este

documento venía adjunto. Al ser efectiva esta suposición, es probable que el croquis

haya sido aludido en algunas de las hojas que faltaban en la carta.

Las cartas de Mertiel a Babiú, se referían todas al mismo “leit motif”: ayuda para ir

a sacar el entierro y, cronológicamente desde la segunda carta, pidiendo respuesta

a sus anteriores, lo que parece que Babiú no hizo nunca.

Según Ulloa, la última carta de Mertiel a Babiú era la más importante: desde la

primera hasta la última letra era toda una imploración para que Babiú le

respondiera. En un rasgo de desesperación le incluía el croquis y se refería en forma

ya definida al asunto, pues mencionaba “los corrales del cerro plomo con manchas

blancas” como el sitio exacto de la ubicación del entierro.

Como puede verse, el pobre Mertiel entregaba en esta forma su última y más

valiosa arma que tan celosa y justamente había conservado hasta donde le había

sido posible.

A la altura de estos acontecimientos, Ulloa se vio obligado a abandonar Coquimbo

con motivo de una partición de bienes en que salía favorecido y que él estimó como

un favorable augurio en el asunto del tesoro.

§2

Continuación del relato de Ulloa

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Poseedor de cinco mil pesos, producto de la partición, Ulloa regresó a Coquimbo,

donde se puso a pensar con calma en la realización de su nuevo plan.

Como primera medida consultó a una adivina, la que le pronosticó grandes peligros

y dificultades si se lanzaba solo a la aventura, pero sin decirle palabra de las

posibilidades de éxito.

Ante esta profecía, Ulloa decidió hacerse acompañar por alguien de confianza.

Después de pasar revista mental a su gente, eligió a un sobrino que tenía en La

Serena, llamado Próspero, joven de veinte años y muy experimentado, desde

pequeño, en viajes por el interior, donde su padre era dueño de pertenencias

mineras.

Al amor de un buen almuerzo Ulloa confió a su sobrino el proyecto de la expedición,

sin omitir ningún detalle. Próspero aceptó entusiasmado, sobre todo que los gastos

de viaje iban a ser costeados por su tío, aparte de las utilidades que obtuviesen y

de las cuales le correspondería la tercera parte.

Desgraciadamente, Próspero, cuyo nombre predisponía desde luego a pensar en la

futura prosperidad, no fue capaz de guardar el secreto y a consecuencia de esta

infidencia, Ulloa se vio asediado de parientes y amigos que le solicitaron

participación en la empresa.

Esta desagradable circunstancia agregada a la natural impaciencia de iniciar cuanto

antes su viaje, obligó a Ulloa a “esfumarse” entre gallos y medianoche en un vapor

que lo dejó en Antofagasta precisamente el día de su cumpleaños, lo que él

interpretó favorablemente.

Sin embargo, dentro del halagüeño cuadro que le presentaba la vida en esos

momentos, había permanentemente una sombra en su alma: el remordimiento de

no haber hecho un tiempo en Coquimbo para ir a visitar la tumba de su pobre

amigo Mertiel. Como compensación, Ulloa se había hecho la promesa de que a su

regreso, le haría erigir un mausoleo en el sitio de más valor del Camposanto.

El primer acto de Ulloa en Antofagasta fue ir al Consulado de Francia a buscar la

carta que suponía le hubiese escrito Mertiel desde Coquimbo. Esa carta estaba allí y

correspondía a la que Ulloa le había enviado desde Antofagasta al partir a Tocopilla

en busca de Babiú.

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Gentileza de Flavio Briones 10 Preparado por Patricio Barros

El texto de la carta tenía la apariencia de haber sido escrita bajo el dominio de un

extremo desasosiego espiritual: Mertiel dudaba que Ulloa no hubiese encontrado a

Babiú en Antofagasta y estimaba, que ambos se habían concertado para robarle el

tesoro. (Nótese que ya Mertiel no se refiere a la mina.) Se basaba en esta

apreciación calculando el largo tiempo en que Ulloa, a pesar de su convenio no le

había escrito. (Ya vimos que la carta que Ulloa le envió desde Taltal, no había

llegado a poder de Mertiel.) La carta continuaba tratando a Ulloa de traidor y lo

emplazaba a sufrir el remordimiento de su cercana muerte (la de Mertiel). Después

de otros muchos cargos, Mertiel terminaba en forma por demás inesperada:

renunciaba a toda participación en el tesoro, cediendo este derecho a un señor

Miolati que se encontraba en Iquique.

La impresión de Ulloa fue enorme y se aferró a la constante idea de que su amigo

Mertiel había muerto mal diciéndolo como traidor.

Después de hondas meditaciones, Ulloa tomó una resolución muy propia de él: se

fue a Iquique, puerto al que llegaba también por primera vez y no descansó hasta

encontrar a Miolati. Es de advertir que Iquique en esos años estaba en pleno auge

salitrero y por lo tanto mantenía una enorme población tanto estable como flotante.

Hay que imaginarse el trabajo que debió desarrollar Ulloa para lograr su cometido.

Rudo desencanto sufrió al conocer al tal Miolati, pues éste era un perfecto atorrante

de veinte a veintidós años de edad, que pasaba borracho día y noche. Servía

malamente como ayudante de un fletero y era muy hábil en desplumar incautos con

el juego de azar denominado “Pepito paga doble”. Ulloa dice que trató con Miolati

cuando obtuvo la certeza de que en Iquique no existía ningún otro personaje de ese

apellido.

Como puede verse, Miolati estaba muy lejos de ser el compañero ideal de una

expedición, pero Ulloa que tuvo siempre por norma el estricto cumplimiento de sus

compromisos, se acercó a él hasta hacerse su amigo y lo acompañó muchas veces

en sus correrías por las cantinas en espera del momento oportuno para poder

plantearle la finalidad de sus propósitos. Cuando esta circunstancia se presentó,

Ulloa en forma muy velada (pues no olvidaba su experiencia con Próspero) le

propuso que lo acompañara a trabajar una mina cerca de Antofagasta.

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Miolati se negó terminantemente, manifestando que se encontraba muy bien donde

estaba y que no tenía el menor interés en ir a pasar sed en otra parte.

Ulloa recurrió entonces al poderoso argumento del dinero: le ofreció quinientos

pesos de inmediato y doscientos cincuenta pesos semanales mientras durase el

trabajo. Miolati, que ni en sueños había visto tanto dinero, aceptó, pero impuso dos

ingenuas condiciones: un traje nuevo y además la libertad de remojar su garganta a

las horas libres.

El trato fue cerrado, pero Ulloa se dejó un margen de seguridad, pues los cinco

billetes de cien pesos que correspondían a la primera cuota del acuerdo, los

seccionó en dos partes, dándole una de ellas a su nuevo socio y guardándose las

otras cinco mitades, las que serían entregadas a Miolati una vez que el barco

hubiera zarpado. También Ulloa guardó en su baúl un traje nuevo que compró a

medida para aquél, y por último se fijó la partida por el primer vapor que pasara.

Miolati, que se sintió un magnate, abandonó su trabajo y se entregó a beber más

copiosamente que nunca, contándole a quien quería oírle, que era dueño de una

mina.

Al momento de embarcarse, Miolati exigió a Ulloa la entrega de la otra parte de los

billetes, y una vez recibidos, fue a instalarse beatíficamente junto a un bien provisto

saco con botellas de licor que había traído desde tierra.

El punto inicial de la expedición iba a ser el puerto de Gatico que, de acuerdo con el

croquis, era el que quedaba más próximo al objetivo y donde, como de costumbre,

haría escala el vapor que los llevaba.

Hasta aquí existen ciertos “cabos sueltos” que no me ha sido posible coordinarlos

debidamente:

¿Qué circunstancias especiales existían entre Mertiel y Miolati de Iquique para que

aquél le cediera sus derechos? ¿Qué afinidad o parentesco existía entre Miolati

mencionado en la carta de España y Miolati de Iquique? Respecto a esto último, la

carta de España fue escrita cuando Miolati de Iquique era un niño de pocos años, y

no es creíble que Astola le hablara del entierro.

Por otra parte, Ulloa dice que Mertiel jamás le habló de Miolati de Iquique durante

los prolegómenos de la expedición y que al preguntarle a éste sobre Mertiel, había

obtenido la respuesta de que no sabía quién era.

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Gentileza de Flavio Briones 12 Preparado por Patricio Barros

Estos cabos sueltos se presentan en todos los sucesos de nuestras insignificantes y

misteriosas vidas, por lo que no nos ocuparemos más de ellos en el curso de esta

historia.

§3

Continuación del relato de Ulloa

El triste y desolado aspecto de Gatico, que contrastaba con el bullicioso y alegre de

Iquique, impresionó muy mal a Miolati, manifestándole a Ulloa que no deseaba

seguir adelante y que le permitiera hacer entrega del dinero y la ropa para

regresarse cuanto antes a Iquique.

Ulloa recurrió a cuanto medio persuasivo estuvo a su alcance para evitar la

deserción del su socio, que representaba para él la segunda persona de Mertiel en la

tierra y sin cuyo concurso no podía hacer nada, según se lo había recomendado no

sólo su fallecido amigo, sino también la adivina.

Como los métodos empleados no dieran resultado, Ulloa decidió quemar sus naves.

Mostró a su desalentado ayudante el croquis y con vivas palabras le representó la

sencillez que significaba recorrer unos pocos kilómetros, sacar el tesoro y volver

quizás si en menos de veinticuatro horas en calidad de millonarios. No es extraño

que Ulloa en la nerviosidad del momento pudiera haber exagerado mucho a Miolati,

pero el hecho es que éste quedó deslumbrado y no solamente volvió atrás en sus

propósitos, sino que exigió que el viaje se realizara de inmediato.

En Gatico no fue posible completar los elementos necesarios, sino solamente dos

mulas ensilladas, por lo que se trasladaron a Cobija, situada pocos kilómetros más

al Sur. En este punto obtuvieron los víveres y herramientas, como asimismo dos

animales más, destinados a llevar el agua y el forraje. Ulloa, siempre previsor,

obtuvo también las indicaciones precisas de las aguadas a que sería preciso recurrir

en caso de emergencia.

Todo quedó listo un día doce, pero la fecha de partida fue el catorce, debido a que

Ulloa no le tenía mucha fe al número trece. En la noche del día doce, Ulloa se acostó

temprano y era ya pasada la medianoche cuando llegó Miolati acompañado de un

personaje que carecía de los dos antebrazos y del cual nos ocuparemos con más

detalle en adelante, pues ocupa un lugar preferente en los acontecimientos.

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Miolati venía tan ebrio, que se quedó profundamente dormido a los pocos instantes

de entrar a la habitación de Ulloa. El “sunco” estaba perfectamente lúcido y grande

fue la sorpresa de Ulloa cuando aquél le ofreció de sopetón su concurso para ir a

sacar el tesoro, proponiendo descartar a Miolati, dejándolo detenido en el puesto de

policía cuyos funcionarios eran sus amigos.

—Este desgraciado —dijo el sunco— no va a llegar ni a la mitad del camino y va a

ser un estorbo. Yo, en cambio, aunque no tengo brazos, conozco la pampa al revés

y al derecho y sé cómo arreglármelas cuando falta el agua.

Ulloa sintió en carne viva la traición de Miolati, pero supo dominarse.

Diplomáticamente le encontró toda la razón y pidió un plazo para decidirlo

definitivamente, manifestándole, además, que en todo caso el viaje no lo realizaría

sino hasta unos días después.

El candil que llevó Ulloa en su expedición de 1891

Apenas se retiró el inesperado visitante, Ulloa despertó al dueño de la pensión y

canceló su cuenta. A la luz de un candil de aceite que había adquirido entre los

elementos de la expedición, ensilló y cargó los animales como mejor pudo y acto

seguido, dando suelta a su reconcentrada ira, alzó a Miolati a puntapiés y poco

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Gentileza de Flavio Briones 14 Preparado por Patricio Barros

menos que arrastrándolo lo condujo hasta su mula, donde lo encaramó, partiendo

de inmediato hacia la salida Sur del puerto rumbo al sitio que señalaba el croquis.

Dice Ulloa que esta partida fue tan precipitada, que en la pensión se le quedaron

una cantidad de cosas.

Con el alma en turbulencia, temeroso del sunco y de sus amigos policiales, Ulloa

taloneó sin descanso su animal, llevando de tiro la cabalgadura de Miolati con las

otras mulas.

La dificultad de avanzar por terreno desconocido en la obscuridad decidieron a Ulloa

a hacer un alto más o menos a las tres horas de marcha. Para precaverse de una

posible persecución, se salió de la huella y rumbeó hacia la playa guiado por el

rumor de la resaca.

En un punto apartado del camino se desmontó, hizo bajarse también a Miolati,

quien se tiró pesadamente a tierra, maneó los animales, que quedaron sin

descargar, y se sentó sin poder pegar los ojos.

Aun no aclaraba del todo cuando Ulloa, después de violentas interjecciones, ordenó

seguir el avance, entrando poco después a la huella que habían abandonado.

Los primeros rayos del sol iluminaron la estéril región, desde la cual ya no se

divisaba Cobija por estar envuelta en las brumas matinales. Ante los viajeros se

extendía la estrecha y pesada pampa que va en subida hacia un siniestro roquerío

denominado Chungungo.

La pampa en esa región ofrece a los ojos del observador una constante y monótona

sucesión de lomajes de arena de diferentes tonalidades, en las que predomina el

color blanco que la luz solar hace destellar en forma por demás molesta para la

vista. Hay, como en todo desierto, un silencio aplastante que sólo altera el isócrono

rumor del mar y los graznidos de las aves marinas. En un viaje prolongado, la

mente del viajero se afiebra y llega a imaginar seres vivientes en las rocas o piedras

que, lenta o rápidamente, según la velocidad de la marcha, van aparentemente

caminando en sentido opuesto al rumbo que se lleva. No hay árboles ni plantas que

alegren con sus verdes colores, ni menos aguas corrientes. Sin embargo, la

refracción de la luz en las superficies planas del desierto, producen espejismos

donde se ven enormes superficies de agua, casas, árboles y personas, visiones que

se van esfumando a medida que el observador cambia de posición.

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Gentileza de Flavio Briones 15 Preparado por Patricio Barros

Durante el día el calor es abrasador, pero al caer la tarde el frío es intenso y tiene la

particularidad de hacer sentir sus efectos aun al través de los más gruesos tejidos

de abrigo. Este frió va generalmente acompañado de un viento que es denominado

“penetro”, expresión que da a entender su sutileza.

A las pocas horas de marcha, el calor y el aire enrarecido empezaron a hacer sus

efectos en los viajeros, por lo que Ulloa, después de constatar de que no eran

seguidos, se apartó con la recua de la huella e hizo alto en el fondo de una

quebradilla a fin de consumir una ligera colación y dar de beber a los animales.

Miolati, a quien el calor, la reacción de su borrachera y su falta de costumbre de

cabalgar habían convertido en un guiñapo, se tendió a lo largo pidiéndole a su

compañero que le alcanzara un poco de agua.

Estaba Ulloa tratando de sacar uno de los barriles, cuando advirtió que las mulas

simultáneamente volvían sus cabezas en dirección al Este, “orejeando”

nerviosamente.

Ulloa trepó al borde de la quebradilla tratando de escrutar la pampa, pero la

visibilidad estaba limitada por los muchos cerrillos y lomajes que se alzaban en

ondulaciones hacia los cerros de la costa.

—Parece que nos siguen, perro desagradecido —dijo Ulloa dirigiéndose a Miolati—;

pero no me tomarán así no más, y tú vas a ser el primero al que le voy a meter una

bala.

En seguida eligió como observatorio un lomaje más alto y con toda precaución

ascendió hasta su cumbre desde la cual pudo observar la huella en gran extensión

sin divisar nada sospechoso. Después de algunos minutos, Ulloa volvió a la

quebradilla, constatando que los animales parecían nerviosos y aún permanecían

con sus cabezas vueltas hacía, la misma dirección.

Sumamente preocupado Ulloa verificó su plano, llegando a la conclusión de que

hacia el lado donde miraban las mulas, no existía otro camino que el que acababa

de abandonar.

Esta circunstancia movió a Ulloa a creer que podía haber alguien extraviado en esas

soledades y así se lo manifestó a Miolati.

—Por favorcito, don Apolo —dijo éste—, no se vaya de aquí, mire que puede ser

gente mala que anda por esos lados.

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Gentileza de Flavio Briones 16 Preparado por Patricio Barros

—Más malo que tú, traidor, no puede haber —lo interrumpió Ulloa y se dispuso a

montar en su mula para ir a reconocer personalmente.

Sin embargo, cuando trató de hacer andar la cabalgadura, ésta se resistió

enérgicamente. Mientras tanto, Miolati que se había acercado trabajosamente para

impedir que Ulloa lo dejara solo, cayó como víctima de una fatiga.

En vista de esto, Ulloa cuyos nervios estaban al máximo de tensión, se desmontó y

trepó rápidamente las laderas de la quebradilla, y se dirigió hacia la dirección ya

indicada llevando su revólver en la mano.

El histórico revolver (Mauser, modelo 1878)

Dice Ulloa que no recuerda la distancia que recorrió por la abrasada arena.

Jadeando avanzó por un terreno que se presentaba cada vez más accidentado,

cuando al transmontar una pequeña altura de consistencia dunosa, encontró

cortado el paso por una profunda quebradilla de escarpadas laderas donde su

mirada se encontró con la de un anciano de alta talla, a quien acompañaba un niño

de largos cabellos rubios. El anciano llevaba también el cabello largo y ambos

vestían túnicas de un color blanco tan luminoso, que Ulloa se vió obligado a

entornar sus párpados.

Dice Ulloa que nítidamente oyó, no en sus oídos, sino que dentro de su alma, una

voz imponente que le dijo:

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Gentileza de Flavio Briones 17 Preparado por Patricio Barros

—Malos son tus pasos y más malos los de tu acompañante. Sólo la suerte te dará el

éxito o el fracaso. Vuelve donde partiste. (Textual.)

Ulloa, sin atreverse a mirar nuevamente al anciano y como impulsado por una

fuerza extraña, deshizo en rápida carrera su anterior recorrido para llegar donde

Miolati que, sentado en el fondo de la quebradilla, estaba pálido como muerto y

sollozando entrecortadamente. Antes de bajar, Ulloa escrutó desde el borde de la

quebradilla hacia el sitio de la aparición, pero sin divisar más que la cambiante y

cegadora reverberación del sol en las arenas.

Sentándose al lado de Miolati, Ulloa esperó que se tranquilizara su agitado corazón

mientras trataba de coordinar sus pensamientos, pues en su alterado cerebro se

destacaban claras y precisas dos situaciones: la probable maldición de Mertiel y la

prevención del anciano que, según él, no podía ser otro que San José y el Niño

Jesús su acompañante, de los cuales era ferviente devoto.

Largo debe haber sido el tiempo que Ulloa estuvo sumergido en sus pensamientos,

pues, cuando se levantó con su determinación elegida, el sol declinaba del cénit.

Miolati que roncaba en la misma posición primitiva, fue despertado por Ulloa con un

enérgico puntapié.

Oye bien, perro traidor, lo que te voy a decir. Me ha pasado algo que no puedo

revelarte, pero que es directamente contra ti. Voy a echar una moneda a la suerte y

lo que salga, lo cumpliré estrictamente.

Miolati creyó entender que Ulloa iba a echar a la suerte su vida a causa de su

infidencia con el sunco, por lo que se arrodilló ante él balbuceando misericordia:

—Don Apolo, mire que yo nunca le he hecho mal a nadie, ni menos a usted. Si se

me salió algo delante del sunco fue porque estaba con traguito en la cabeza, pero

no por jugársela a usted. Vea que soy un pobre curadito no más, don Apolo.

Ulloa abrió su cortaplumas y grabó con él en un peso fuerte una marca en una de

sus caras. En seguida, invocando en voz alta el nombre de San José y el Niño Jesús,

lo lanzó al aire.

La moneda cayó con la parte marcada hacia arriba.

Ulloa quedó un momento vacilante, en seguida se precipitó hacia la alforja de los

víveres, extrajo una botella de “Mallorca” (licor espirituoso de esa época) y la vació

hasta la mitad de un trago, pasándosela después a Miolati, que la recibió atónito.

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Gentileza de Flavio Briones 18 Preparado por Patricio Barros

—Hermano —exclamó Ulloa, emocionado—, la suerte está con nosotros, así es que

partimos con el favor de mis santos patronos.

Minutos después, la pequeña caravana de los expedicionarios iba rumbo

nuevamente al Sur, no sin que Ulloa diera frecuentes y temerosas miradas en

dirección al sitio de la extraña aparición, cuyas serranías iban ya distanciando.

La marcha se hizo sin otras incidencias que los frecuentes lamentos de Miolati, que

no encontraba manera de ponerse cómodo en su montura y el optimismo de Ulloa,

a quien la reciente aventura parecía haberle infundido una locuacidad

extraordinaria.

A poco, la huella que hasta ese momento se había presentado fácil de recorrer, se

tornó fragosa y pesada, pues estaban ascendiendo el roquerío de Chungungo. Este

inconveniente que afectó visiblemente a los animales, decidió a los viajeros a hacer

un nuevo alto al pie del roquerío. Prepararon un refrigerio, abrevaron y dieron de

comer a las mulas y se dispusieron a pasar allí la noche, con la confianza de que el

nuevo día les mostraría a la vista el Cerro Plomo, como asimismo, según los datos

obtenidos, la ubicación de la primera aguada donde debían rellenar los barriles.

Antes de dormirse, Ulloa hizo a Miolati la advertencia de no beber alcohol sin su

expreso consentimiento. Este, a su Vez, le suplicó a su compañero que no lo dejara

solo mientras durara la expedición.

La noche fue pésima, pues estaban próximos a una reventazón de olas que parecían

chocar con inusitada furia en alguna parte muy próxima a ellos. A este molesto

ruido se agregó horas después una enorme bandada de murciélagos que rozaban en

su vuelo las caras de los viajeros, provocando en Miolati nuevos sobresaltos.

Cabe aquí una reflexión: ¿qué visos de verdad tuvo esa extraña aparición? A mi

juicio, es probable que Ulloa fuese poseedor de ciertas facultades psíquicas, pues

descarto toda posibilidad de una invención en él, que siempre fue exacto y verídico

en todo.

Además, por los sucesos que se relatan en el curso de esta historia, más adelante,

es posible que Miolati también tuviera tales facultades de percepción.

Queda aún cierto punto que aclarar: yo pregunté a Ulloa cómo se había atrevido a

continuar su viaje después de la prevención que el anciano le había hecho, a lo que

repuso que la frase “Sólo la suerte te dará el éxito o el fracaso”, la había

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Gentileza de Flavio Briones 19 Preparado por Patricio Barros

interpretado como que debía echarlo a la suerte del “cara o sello”. Sí el peso fuerte

hubiera caído con la marca hacia abajo, se hubiera devuelto inmediatamente a

Cobija.

Respecto a la frase “Vuelve donde partiste”, estimó que significaba regresar

sencillamente donde estaba Miolati esperándolo”

Aun cuando el procedimiento de Ulloa está ajustado lógicamente al momento de

confusión que precedió a su encuentro con el anciano, es este otro punto que podrá

quedar a las conjeturas de los lectores.

§4

Continuación del anterior

Las luces del nuevo día mostraron a nuestros viajeros el siniestro paraje donde

habían pernoctado: un conglomerado de rocas negras de diferentes formas que

surgían entre profundas depresiones. El roquerío terminaba hacia el lado del océano

en un acantilado vertical de más o menos veinte o más metros de altura, donde el

mar se estrellaba en forma imponente, produciendo el atronador estrépito que

habían escuchado los exploradores durante la noche. Este acantilado presentaba

profundas rajaduras en la roca viva, que se prolongaba hacia donde estaban ellos y

por las que entraba el agua con sonoridades impresionantes.

Dice Ulloa que el paraje era tan tétrico que producía terror el sólo imaginarse que

podía alguien precipitarse en alguna de las hendiduras tan hondas como

inaccesibles.

Pasado el momento de contemplación, treparon ambos cuidadosamente a la parte

más dominante del roquerío, pudiendo observar con intenso júbilo que hacia el

Sureste, medio velado aún por cendales de bruma, se destacaba nítidamente un

cerro color plomizo con dos grandes manchones blandos a media falda y que

contrastaba notablemente con los colores de los cerros inmediatos y que era, sin

lugar a dudas, el sitio señalado en el croquis de Mertiel. La distancia a que se

encontraba, la apreció Ulloa en medio día de marcha, aproximadamente.

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Después de un breve desayuno que fue amenizado por la incontenible alegría de

Ulloa, prosiguieron la marcha, notando que la huella aparentemente seguía rumbo

directo hacia el Cerro Plomo.

Según el croquis citado, debía encontrarse a la vista también el puerto de

Mejillones, pero la visibilidad era nula debido a la evaporación que se forma en las

orillas de las playas donde hay fuerte reventazón de olas.

Si hasta el día anterior Ulloa había mantenido ciertas dudas respecto a la exactitud

del croquis, ya no tenía ninguna. Ulloa cotejó el croquis con la topografía del

terreno, deduciendo que se encontraban precisamente en el punto que en el croquis

estaba señalado por las palabras “Estas son alturas a la vista, etc.”

Sin embargo, debido a la refracción del aire, no les fue posible ubicar cierta roca

agujereada que indicaba el croquis, pues la pampa se veía titilante y en ciertas

partes cubierta de ilusorias capas de agua.

De acuerdo con las indicaciones obtenidas en Cobija antes de salir, pudo Ulloa

localizar la primera aguada que contenía un líquido semisalobre, con el cual

repusieron el agua consumida hasta ese momento.

Al cabo de un lapso en la marcha, la huella varió de dirección, acercándose hacia la

orilla del mar, lo que aportó una duda: ¿seguirían avanzando por la huella o se

saldrían de ella para cortar pampa traviesa rumbo directo hacia el Cerro Plomo?

Conocedores de los accidentes del terreno que habían observado a ambos lados del

camino, los dos viajeros estuvieron de acuerdo en continuar por la huella, y si ésta

no llegaba hasta el mismo cerro, harían la cortada hacia él en cuanto estuvieran lo

más próximo posible.

Pero, a poco de continuar la marcha, divisaron de pronto una especie de mástil que

emergía solitario a la izquierda del camino y a varias cuadras de distancia, lo que

les hizo creer que era la roca agujereada, por lo que, saliéndose de la huella

seguida, tomaron rumbo hacia ella en la esperanza de que desde ese punto partiera

algún sendero en línea recta hacia el Cerro Plomo, evitando así el camino que

parecía acercarse cada vez más hacia la orilla del mar.

La aproximación fue lenta y trabajosa debido a frecuentes sectores de arena suelta,

en la que se hundían profundamente las patas de los animales. A esta contrariedad

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Gentileza de Flavio Briones 21 Preparado por Patricio Barros

se agregó que cuando se acercaron al objeto, después de apreciable pérdida de

tiempo, pudieron constatar que era un cactus gigante.

En este punto esperaron que pasara el calor un poco y siguieron directamente

rumbo hacia el Cerro Plomo, por decisión de Ulloa, quién, en la impaciencia de

llegar luego, consideró que volver a tomar la huella era sencillamente otra pérdida

de tiempo. Por lo demás, la llegada al Cerro Plomo era, según su cálculo, cuestión

de unas dos horas, máximo.

Esta disposición fue afortunada, pues a los pocos minutos, los viajeros se

encontraron al borde de un ancho cauce que parecía haber sido el lecho de un

antiguo río torrentera, cuyas pendientes bajaban suavemente hasta el fondo.

Cerca de uno de los bordes del cauce, divisaron la roca agujereada, la que era

imposible ver desde otro punto a causa del bajo nivel en que ella se encontraba.

Como quedara ya poca tarde, se dispusieron a pasar la noche ahí.

Mientras Miolati disponía el improvisado campamento, Ulloa se sentó a descansar

apoyando su espalda en la roca y en breve el cansancio lo dejó dormido. De pronto,

fue despertado bruscamente por el estallido de una botella que acababa de reventar

contra la roca a pocos centímetros de su cabeza.

Al abrir los ojos vio a Miolati frente a él en actitud desafiante, con evidente aspecto

de estar ebrio, pues vociferaba groserías que jamás le había escuchado.

Ulloa, que consideró inútil hacerse respetar con palabras, se levantó y de dos

bofetadas tendió a su compañero semiaturdido y manando sangre por boca y

narices.

Lo sucedido fue que Miolati, desesperado por la falta de bebidas alcohólicas,

aprovechó el sueño de Ulloa para sacar del equipaje una botella de aguardiente y

bebérsela íntegra. El alcohol hizo un rápido efecto en su débil y acalorado cerebro,

lo que lo tornó agresivo. Por fortuna, la botella lanzada contra la cara de Ulloa,

desvió su trayectoria.

La noche transcurrió sin otros incidentes, y al amanecer estuvieron listos para

seguir la marcha. Ulloa, como medida de precaución, cavó un hoyo al pie de la roca

y enterró todas las bebidas espirituosas, a excepción de dos botellas de coñac y dos

de vino “Zavala” que llevó consigo.

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Gentileza de Flavio Briones 22 Preparado por Patricio Barros

Miolati, que recordaba muy vagamente lo sucedido, parecía alegre por la proximidad

del objetivo, y antes de partir colocó ceremoniosamente, en el agujero de la roca,

los tarros de las conservas que habían consumido, adornándolos con los pedazos de

la botella que había lanzado contra Ulloa.

Llevaban recorridos algunos kilómetros cuando Ulloa notó que la mula de Miolati se

había quedado muy atrás, destacándose su jinete echado sobre el cuello del animal

y balanceándose peligrosamente a cada tranco de la cabalgadura. Al acercarse, vio

Ulloa que Miolati venía profundamente dormido. Esto lo sacó de quicio. De un fuerte

empujón echó a tierra al durmiente y haciéndose cargo de las mulas obligó a éste a

seguir a pie.

Miolati, con resignación musulmana y en vista del calor que empezaba a hacerse

sentir, se desnudó, dejándose puestos los zapatos, el sombrero y el poncho. Hizo un

atado con la demás ropa, lo aseguró en una de las mulas y siguió tras de Ulloa sin

decir palabra.

Una o dos veces alcanzó al trote a su compañero para pedirle agua, y dice Ulloa que

transpiraba en tal forma que sus piernas parecían surtidores.

Durante una hora justa fue Miolati sancionado en esa forma, al cabo de la cual Ulloa

le permitió volver a montar.

Más o menos a las cinco de la tarde los viajeros se desmontaron a pocos metros del

pie del Cerro Plomo, en cuya laida se destacaban como aves gigantescas dos

grandes manchones blancos. Sin embargo, la quebrada que señalaba el croquis

estaba obstruida por una larga aunque no muy alta cadena de dunas que era

necesario trasmontar para entrar en ella.

Ante la imposibilidad de hacer trepar los animales cargados por las arenosas

pendientes de las dunas, procedieron a descargarlos, lo que realizaron febrilmente.

Manearon y acollararon las mulas y sin darse un respiro, escalaron rápidamente las

dunas en demanda de los corrales que, según el plano, debían encontrarse cerca de

la boca de la quebrada.

Después de cruzar dificultosamente varios cordones sucesivos de dunas, llegaron a

la cima del último, cuyas pendientes morían en la quebrada.

Desde este punto pudieron ver el nuevo paraje en todo su ancho y extensión, pero

sin encontrar los corrales ni nada que se le pareciese.

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Gentileza de Flavio Briones 23 Preparado por Patricio Barros

Como el fondo de la quebrada parecía interrumpido por otro saliente de cerro,

bajaron a reconocerlo, con la esperanza de que los corrales se encontraran tras de

él.

Con enormes dificultades debidas a los rodados y piedras sueltas de que estaba

sembrado el fondo, llegaron al fin al saliente del cerro que parecía tapar el fondo. La

quebrada, sin embargo, no terminaba ahí sino que seguía hacia la derecha en un

brusco ángulo casi recto y transformada en una angosta garganta de paredes casi

verticales y que estaba obstruida a cierta distancia de nuestros exploradores por un

enorme derrumbe de rocas procedentes de una de las laderas. Los corrales no se

veían en parte alguna.

Aun cuando el derrumbe parecía fácil de escalar, Ulloa no quiso hacerlo y resolvió

regresar a su campamento, pues estaba inquieto por las mulas, decidiendo efectuar

un reconocimiento en forma al siguiente día a primera hora. Por lo demás, era del

todo necesario instalarse dentro de la quebrada con animales y todo a fin de no

dejar el campamento tan apartado de su vista y sobre todo con la dificultad del

cruce por sobre las cadenas de dunas. Dice Ulloa que al tomar esta decisión,

también pensó en la persecución del sunco.

La comida fue alegre. A las siete, más o menos, tuvieron luna y aprovechando su

resplandor estuvieron cambiando opiniones hasta las nueve, hora en que Ulloa

decidió irse a dormir. Al mirar hacia la costa, Miolati divisó que estaba cubierta de

camanchaca que parecía acercarse lentamente hacia ellos.

También desde el Sur se veían acercarse pesadas nubes negras y poco después

oyeron retumbar a lo lejos sobre las cumbres de la cordillera el fragor de un trueno.

Ulloa, en su improvisado lecho estuvo largo rato contemplando el lento avance de la

camanchaca, sin poder quedarse dormido, pues sentía un hormigueo extraño en su

cuerpo, que atribuyó a la saturación de electricidad de la atmósfera.

En esta ocasión Miolati le preguntó el monto del tesoro y la ubicación exacta. Como

Ulloa no podía, en realidad, responder exactamente a estas preguntas, pues sabía

tanto como Miolati, le dijo airadamente:

—Aparte de ser un intruso, eres un hablador que te vas dejado querer sin ayudarme

en lo menor. Acuérdate que lo que comes y el trago que te has llevado “mamando”,

son productos de mi dinero. Si te he traído es por algo que no lo comprenderías, así

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Gentileza de Flavio Briones 24 Preparado por Patricio Barros

es que quédate calladito y no vengas a preguntarme nada si es que no quieres que

te deje botado en la pampa. Conténtate con saber que te daré tu parte de lo que se

saque, pero te advierto que te voy a descontar hasta el último cobre de lo que he

gastado en ti.

Parece que Miolati quedó atemorizado, pues no volvió a abrir la boca.

Dice Ulloa que ya se había quedado medio traspuesto cuando lo despertó un

inusitado ruido de coces y resoplidos de las mulas.

Encendió el candil y se dirigió a los animales pensando que podían haberse

enredado en las amarras, pero que nada anormal encontró, a excepción de que

estaban todos vueltos hacia la quebrada y muy sobresaltados. Ulloa, después de

una ligera inspección por los alrededores, los tranquilizó palmoteándolos y

llevándoles agua que no quisieron beber.

§5

Continuación del anterior

Miolati, semiincorporado, estaba esperándolo, acometido de un intenso pavor,

diciéndole con voz apagada, que apenas se había alejado sintió que alguien le tiraba

de la manta desde los pies y que también habían caído varios pedruscos cerca de

donde él estaba acostado. Ulloa pudo constatar que, efectivamente, había varias

piedras de regular tamaño rodeando el sitio donde dormían, piedras que no estaban

antes, pues habían tenido cuidado de revisar muy bien el suelo antes de tender las

mantas que les servían de camas.

Ulloa trató de tranquilizar a su compañero, manifestándole que la nerviosidad de las

mulas se debía, probablemente, a algún animal de la pampa que habría cruzado

entre ellos y que en cuanto a lo de la manta, lo achacó a una ilusión. Nada quiso

decir de las piedras porque este hecho lo preocupó extraordinariamente.

Como Miolati demostrara que su terror lejos de disminuir iba aumentando, Ulloa

habló de los buscados corrales exponiendo su modo de pensar en el sentido de que

creía que estaban seguramente sepultados bajo el derrumbe que habían visto en la

garganta. Le habló sobre los trabajos que tendrían que efectuar al día siguiente y se

dispuso a dormir. Miolati le imploró:

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Gentileza de Flavio Briones 25 Preparado por Patricio Barros

—Por lo que más quiera, don Apolo, no se duerma todavía, mire que presiento que

anda gente por la quebrada.

—Déjese de tonterías, so leso, y durmamos, será mejor —le respondió

enérgicamente Ulloa, y arrebujándose en su manta completamente, le volvió la

espalda.

Dice Ulloa que no recuerda cuánto tiempo transcurrió, pero que dormía

profundamente cuando se sintió remecido violentamente por Miolati, que le dijo con

voz que parecía un hilo:

—Don Apolo, escuche.

Ulloa se incorporó, viendo que se encontraban rodeados de una densísima

camanchaca, al través de la cual se sentía que los animales parecían estar bajo el

influjo de un enorme terror, pues se revolvían, bufaban y coceaban, como haciendo

desesperados esfuerzos para huir, tironeando sus amarras.

Ulloa, medio adormilado aún, se levantó y se dirigió donde ellos dando diente con

diente, por efecto del intenso frío y llevando como precaución el revólver en la

mano. Se acercaba ya al sitio, cuando experimentó la súbita impresión de que en lo

alto de las dunas había gente.

Fue tan real esta impresión que detuvo su marcha y trató de penetrar con su vista

el lechoso manto de bruma que lo circundaba.

Estaba en esta situación, cuando un atronador estrépito resonó proveniente de la

quebrada. Al decir de Ulloa, el ruido fue como si la quebrada entera se hubiese

derrumbado súbitamente.

Junto con esto, una de las mulas arrancó, pasando por sobre el depósito de víveres,

pues se sintió un ruido de tarros y el de vidrios rotos, que correspondía,

seguramente, a uno de los sacos con provisiones.

Ulloa se abalanzó sobre otra de las mulas, logrando tomarla del jaquimón y gritó a

Miolati que lo ayudara, pues vio que la cuerda que unía a los tres animales había

sido cortada por la mula fugitiva, con lo cual, como no estaban maneados, habían

quedado prácticamente en libertad.

Miolati no acudió al llamado, pues al sentir el estrépito, había perdido el

conocimiento. Ulloa dice que, en su desesperación, no recuerda de qué modo

aseguró las mulas, logrando manear a dos y teniendo del jaquimón a la restante. Y

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Gentileza de Flavio Briones 26 Preparado por Patricio Barros

ahí quedó, tembloroso, esperando que alguien apareciera entre la camanchaca para

dispararle.

En vista de transcurrir un tiempo sin oírse más que los bufidos de las mulas, Ulloa

achacó el estrépito a un derrumbe de piedras, sintiéndose más animoso, por lo que

procedió a manear la tercera mula.

Terminada esta operación, se disponía a ver a Miolati, cuando sintió otra vez la

definida sensación de que había otras personas en la cima de la cadena de dunas y

frente a él. Esta impresión coincidió con otra repentina intranquilidad de los

animales que culminó con el sorpresivo relincho de una de ellas. Ulloa no pudo

resistir más y, requiriendo su arma, disparó sucesivamente cinco tiros hacia la

quebrada.

— ¡Nunca debí haberlo hecho! —dice Ulloa—. Como al conjuro de una mágica orden,

aún no se apagaba el eco de la última detonación, cuando desde todos los ámbitos

de la invisible quebrada brotaron miles de voces e imprecaciones, tal como si un

tropel de locos furiosos se abalanzara “chivateando” sobre nuestros viajeros. El

ensordecedor griterío fue acompañado por un nuevo siniestro desmoronamiento de

piedras, esta vez casi inmediato a la boca de la quebrada.

Ulloa, helado de terror, corrió hacia donde había dejado a Miolati, y haciendo acopio

de fuerzas, lo levantó tratando de arrastrarlo, pero como su esfuerzo fuera inútil,

resolvió defenderse donde estaba. Mientras cargaba nerviosamente su revólver,

sintió que en torno al campamento algo que debió ser como una gigantesca

serpiente, daba vueltas vertiginosamente, azotando la arena con su potente cola.

Dominando este ruido con sus manos en forma de portavoz, Ulloa increpó recia y

groseramente a la invisible turba, desafiándolos a que “se acercaran a comérselo”.

Por ensalmo, tal como si de lo alto hubiese caído un muro de silencio, éste se hizo

por todas partes y los animales cesaron en su afán de huir.

La camanchaca empezó a desplazarse lentamente impulsada por la brisa de

amanecida. Aparecieron refulgentes las últimas estrellas y momentos más tarde la

incierta claridad del día se anunció sobre las más altas cumbres.

Cuando los primeros rayos del sol alumbraron el tétrico paraje, Ulloa estaba sentado

sobre uno de los sacos de víveres en la actitud del pensador de Rodin. Miolati

permanecía tendido, envuelto completamente en su poncho e inmóvil. Una

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tranquilidad admirable reinaba en torno a ellos y a ratos, traído por el viento

suroeste matutino, se escuchaba el lejano rumor del océano.

El resultado de los sucesos de la noche, era desastroso: una de las barricas

portadoras de agua —la más llena— había sido destrozada por las coces de los

animales; uno de éstos, el que huyó, parecía haber regresado a su querencia de

Cobija, pues no se divisaba; parte del equipo también había sido averiado. El estado

moral de los expedicionarios era tan malo, que no se podía pensar siquiera en pasar

otra nueva noche en ese sitio. Iniciar la búsqueda de los corrales era peligroso,

pues prácticamente no tenían agua suficiente para abrevar las tres mulas que

quedaban y el aprovisionamiento del líquido representaba medio día de viaje, por lo

menos, hasta la aguada más cercana.

Estos razonamientos impulsaron a Ulloa a regresar. Después de un mísero y

desganado desayuno, reunieron los restos del barril destrozado y junto con algunos

otros enseres no indispensables, los enterraron al pie del cerrillo de dunas, dejando

como seña una gran piedra morada. Una vez cargados los animales, Ulloa, antes de

partir, trepó nuevamente a lo alto de las dunas y observó detenidamente la

quebrada, alentando la esperanza de encontrar los corrales, pero su ilusión fue

vana. También observó las arenas para constatar las huellas que podían haber

dejado los bulliciosos, y como no viera sino las marcas de sus propias pisadas, Ulloa

tuvo la convicción de que lo sucedido en la noche era obra de fantasmas.

Con este convencimiento descendió tristemente a juntarse con Miolati, pensando

que quizás era el ánima de Mertiel la que había capitaneado el grupo de

alborotadores.

Con los primeros trancos de las mulas, ya en retomo a Cobija, se dejaron oír desde

el fondo de la quebrada extraños ecos que semejaban risas lúgubres. Al

escucharlas, Miolati lanzó un entrecortado gemido y, si no es por Ulloa que lo sujeta

a tiempo, hubiera caído desmayado.

Dice Ulloa que también los animales fueron afectados por este nuevo fenómeno,

pues apuraron el paso con las colas entre las patas y con sus orejas echadas hacia

atrás.

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Estaba el sol alto, cuando llegaron nuevamente a la roca agujereada, que ostentaba

aún, como una burla cruel, el adorno de los tarros y vidrios colocados por Miolati en

momentos de placenteras esperanzas.

Ulloa desenterró las botellas de licor que había dejado anteriormente y enterró en

su lugar parte de la carga y herramientas que pertenecían a la mula fugitiva.

Antes de dejar ese sitio, ambos compañeros bebieron largos tragos, que harta falta

les hacía. Miolati, al calor de ellos, asumió uno de sus gestos habituales: de un

certero peñascazo derrumbó ruidosamente el adorno que había colocado en la roca.

Minutos después, iniciaban la marcha de regreso, habiendo decidido Ulloa marchar

de noche, dejando en libertad a las mulas del uso de las riendas, ya que podían

conocer mejor que ellos el camino hacia sus “querencias”.

§6

Terminación del relato de Ulloa

Por temor al sunco, los viajeros cruzaron las afueras de Cobija hasta llegar a Gatico.

Al llegar a este punto constataron, no sin satisfacción, que se les había anticipado la

llegada de una antigua conocida: la mula fugitiva.

Una de las primeras diligencias de Ulloa fue ir de incógnito a Cobija a noticiarse del

sunco, imponiéndose de que éste había abandonado el puerto hacía pocos días, lo

que no tenía nada de extraño, pues se llevaba en continuos viajes.

Atormentado por el deseo de llevar a efecto una nueva expedición, Ulloa resolvió

quedarse en Gatico. Miolati, por su parte, manifestó sus deseos de regresar cuanto

antes a Iquique, junto a su chalupa fletera y a la vida placentera que le ofrecía su

ambiente de tantos años.

Y aquí un rasgo propio de Ulloa: se dirigió con Miolati a Cobija y ante el cura le dijo,

más o menos, lo siguiente:

—Hermano Miolati: por voluntad de mi pobre amigo Mertiel, que está ante Dios en

estos momentos, lo busqué a usted en Iquique y lo traje a estas serranías deseoso

de hacerle un bien. Dios no lo ha querido, y ante este padre le pido que me diga si

le debo algo como también le pido que me perdone por todo lo que lo he hecho

sufrir.

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Gentileza de Flavio Briones 29 Preparado por Patricio Barros

Miolati, emocionado, le contestó que nada le debía y que nada tenía que perdonarle,

porque el causante de todo lo malo había sido él.

—Yo fui el “chuncho”, don Apolo, porque con mi conducta le empañé su suerte;

pero, por Dios Santo le juro que voy a cambiar y no va a pasar mucho tiempo para

que llegue a ser un hombre tan bueno y tan honrado como es usted. También

prometo que llegando a Iquique, prenderé siempre una vela para San José y otra

para el Niño, como manda, para que sea todo un éxito su nueva expedición.

Además, tengo que declarar que el sunco no supo el rumbo que íbamos a tomar

para buscar el entierro, porque le di una dirección completamente distinta, y si

cometí la indiscreción de hablar del entierro fue por culpa de mi curadera; pero,

como le digo, ni el sunco ni nadie sabe ni sabrá la situación verdadera.

Ulloa obsequió una cantidad de dinero al cura y otra parte a Miolati para sus gastos

de viaje.

Al día siguiente, una triste despedida tenía lugar a bordo del barco en que Miolati

regresaba a Iquique. Ulloa no cesó de recomendar a su compañero la necesidad de

cambiar de vida, dejando su vicio alcohólico y prometiéndole que si la suerte lo

acompañaba en su futura expedición, no se olvidaría de él.

El repiqueteo de la campana del barco, anunciando el zarpe, los unió en un estrecho

abrazo en el que no faltaron las lágrimas por ambas partes.

Desde la embarcación que lentamente lo condujo a tierra, Ulloa emocionado, miró

hasta donde le fue posible la mísera figura de su pobre compañero de aventuras,

quién no cesó de agitar su pañuelo desde la popa, donde había tendido su

inseparable poncho que le serviría de cama.

Esta fue la última vez en su vida que Ulloa vio a Miolati.

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Gentileza de Flavio Briones 30 Preparado por Patricio Barros

Epilogo del relato de Ulloa

Ulloa tomó en Gatico un empleo en una firma metalera, pero, a pesar de sus

deseos, no tuvo ocasión de encontrar un hombre de su absoluta confianza que le

sirviese de socio en una nueva búsqueda.

En 1895 fue a tentar suerte a la pampa salitrera de Tarapacá en una oficina cercana

a Huara. Varias veces bajó a Iquique, pero no encontró a Miolati.

Años después, poseedor de algunas economías, regresó a Coquimbo para ver a sus

familiares y aquí se casó, permaneciendo hasta el año 1915, en que, aceptando una

ventajosa situación, se trasladó a Antofagasta con su familia.

Recién llegado a este puerto, Ulloa inició sus planes para el proyectado viaje al

Cerro Plomo, pero los ruegos de su esposa, quién estaba en antecedentes de la

primera aventura, lo hizo desistir muy en contra de sus deseos. Factores de orden

familiar fueron poco a poco dejando correr los años sin lograr una ocasión para la

realización del viaje. Dice Ulloa que una vez fue expresamente hasta Mejillones,

desde donde pudo divisar, no sin impresión, el famoso Cerro Plomo, “que parecía

llamarlo”.

Aquí termina el relato de Ulloa.

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Segunda Parte

La expedición Ulloa - Arondeau

§7

El profundo interés que despertó en mí esta aventura, fue poco a poco cobrando

mayor forma, hasta llegar a ser una obsesión.

Debidamente autorizado por Ulloa, copié el croquis lo más exactamente que me fue

posible, incluyendo sus dobleces, manchas, tipo de letra, etc., a, excepción del color

de la tinta, que en el documento original era morado y mi copia con tinta china, en

beneficio de su mayor duración.

Ante esta copia (pues el original estaba ya bastante deteriorado) estuve largas

horas meditando y tratando de coordinar posibilidades. Como una curiosidad

transcribo parte de un Memorándum que hice en esa fecha:

a. “El croquis no está completo. En el borde inferior izquierdo se notan rasgos

de letras que necesariamente han correspondido a la continuación del papel,

trozo que ya no existe. Ulloa dice que en esa misma forma lo recibió de

Babiú, salvo pequeños desgastes en los bordes, pero que en nada afectan el

documento en general.

b. “La escritura demuestra que la persona que lo confeccionó no tenía sino

conocimientos rudimentarios de ortografía y de caligrafía, aunque tal vez

cierta práctica en signos topográficos.

c. “Mejillones (megilone) y Punta Gualaguala (Puntiya Gualaguala)

corresponden en el croquis a la situación geográfica general de los puntos.

d. “No existe en el croquis indicación precisa que establezca taxativamente la

ubicación de un tesoro o entierro.

e. “Ulloa dice a este respecto, que el tesoro está en el punto del croquis

marcado con una cruz, seguida de las palabras AQUÍ ESTÁN (parte superior

izquierda). Basa su creencia en la última carta de Mertiel donde sustituye la

mina por el tesoro.

f. “A mi entender, la frase AQUÍ ESTÁN correspondería más bien a la

continuación de las palabras: “L0S CORRALES”, O sea que el autor del croquis

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Gentileza de Flavio Briones 32 Preparado por Patricio Barros

quiso tal vez poner: LOS CORRALES AQUÍ ESTÁN. La cruz sólo se ha puesto

para indicar con más precisión el punto.

g. “¿Corresponderá en realidad este croquis al mismo que le mandó Mertiel a

Babiú? ¿Acaso pudo ser sustituido por Babiú y haber este guardado el

original? ¿Por qué Babiú aparece en esta historia rechazando cerrada y

obstinadamente las proposiciones de Mertiel? Me inclino a suponer que

cualquiera otra persona en tales condiciones hubiera por lo menos intentado

una ligera expedición, suposición que es tanto más aceptable en Babiú dada

su proximidad al sitio en referencia.

h. “En el croquis existen también dos trazos más en forma de cruz, uno al lado

de RROCA AGUJERIA y el otro inmediato a PUNTIYA GUALAGUALA. Por otra

parte, debajo de RROCA AGUJERIA hay una mancha circular que, o indica un

punto determinado o ha sido un borrón casual del dibujante.

Siguen varios considerandos más, pero sin importancia. Poco a poco fue tomando

cuerpo en mí la idea de llevar a cabo una nueva expedición. Planteado el proyecto a

Ulloa, éste se manifestó jubiloso, pero con la exigencia de llevar a Moisés Aguayo,

su yerno, de quién ya se ha hecho mención.

Los preparativos se iniciaron desde luego, después de salvar la más grande de las

dificultades, que fue la aquiescencia de la esposa de Ulloa. El itinerario establecía el

viaje por tren desde Antofagasta a Mejillones y desde aquí al Cerro Plomo a caballo.

Con la experiencia que me había aportado la “expedición” al famoso cateo de triste

memoria, hice con el concurso de Ulloa y Aguayo una completa relación de víveres y

elementos que fueron en su mayor parte adquiridos en Antofagasta, dejando cierta

parte, tal como los víveres frescos, que serían comprados en Mejillones. También

los animales serían contratados en este último punto, para lo cual Aguayo hizo un

viaje rápido hasta allá.

Entre los puntos consultados en nuestro plan de operaciones, se acordaron tres muy

importantes:

1. Absoluto secreto sobre el verdadero objetivo del viaje. Aparentemente,

iríamos a visitar algunas de las minas que existían al interior de la costa.

2. No beber alcohol en compañía de extraños.

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Gentileza de Flavio Briones 33 Preparado por Patricio Barros

3. No incluir ningún acompañante más.

El día lunes 3 de Marzo, partíamos desde Antofagasta a Mejillones en el pequeño e

incómodo tren que cruza 69 kilómetros de árido y caluroso desierto que no presenta

otros recursos que los muy escasos que ofrecen los paraderos de Cerro Gordo y

Estación Pampa, donde la locomotora hace agua.

Un acompañante de última hora formaba parte de la esperanzada y jubilosa

caravana: el perro que tenía Aguayo y que respondía al nombre de “Yalú”.

Durante el viaje, al mirar el océano de arena que cruzábamos bajo un sol a plomo,

muchas veces pensé en las penalidades que nos esperaban, pero todo lo

compensaba con la certeza de que nuestro regreso sería ya en posesión de quizás

qué fabulosa riqueza.

Gracias a esa espontaneidad que ofrecen los viajes largos, conocimos a un antiguo

vecino de Mejillones, el señor M. T., que nos ofreció su concurso para los últimos

preparativos del viaje, concurso que, como se verá más adelante, fue inapreciable.

Más o menos a las 19 horas llegábamos por fin a Mejillones y paramos en la casa de

nuestro nuevo amigo, donde depositamos nuestro equipo consistente en sacos con

leche condensada, charqui, conservas, harina tostada, vino, cerveza, agua mineral,

herramientas y abrigos.

Aprovechando que aún quedaba luz, Ulloa nos invitó a Aguayo y a mí a salir a las

afueras del puerto, por el lado Norte, a fin de contemplar cuanto antes el nombrado

Cerro Plomo. En efecto, al final de una calle, donde terminaban las casas y se abría

la amplia pampa, se divisaba nítidamente una falda de cerro color plomizo orleada

con dos o tres manchones blanquizcos, al parecer de sal.

Inmediatamente hacia el Norte de este cerro se destacaba una mancha oscura que

Ulloa designó como la boca de la quebrada.

El cálculo de distancia la apreciamos más o menos en diez kilómetros en línea recta

desde donde nos encontrábamos.

Ulloa habló sobre los caminos que habían para llegar allá, pero estos datos eran

desde el tiempo de su primera expedición, por lo que resolvimos consultar este

punto con nuestro amigo M. T.

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Gentileza de Flavio Briones 34 Preparado por Patricio Barros

El croquis de Mertiel

Regresamos alegres y dicharacheros a la casa de éste cuando se encendían las

primeras luces de parafina del pueblo. Nuestro anfitrión nos tenía preparada una

suculenta comida en el hotel, en la cual, previo acuerdo, violamos el pacto de no

beber alcohol con extraños, pero manteniendo el juramento de no hacer mención

del tesoro, lo que fue escrupulosamente cumplido.

§8

De la conversación mantenida con nuestro amigo, que era un buen conocedor de la

región, sacamos en limpio que el camino de la playa, aun cuando era el más largo y

estaba limitado por el lado Este por acantilados de arena, era el más conveniente

para viajar, pues, además de disponerse de un terreno más o menos firme en la

línea de las rompientes, tendríamos el mar para refrescar el ganado, mitigando en

esta forma el insoportable calor que se dejaba sentir desde las primeras horas de la

mañana, en el supuesto caso de que debiéramos hacer las jornadas durante el día.

Aparte de estas ventajas, nuestro amigo nos indicó que las aguadas naturales se

encontraban más cerca de la playa que del interior y que en los acantilados de la

costa existían algunos pasos por los que era más o menos fácil subir a la pampa.

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Gentileza de Flavio Briones 35 Preparado por Patricio Barros

El otro camino, bordeaba los cerros del interior; su consistencia arenosa, el intenso

calor y el hecho de cruzar muchas hoyadas, eran inconvenientes que nos hicieron

desecharlo.

Respecto a las aguadas de la costa, nuestro amigo nos advirtió que la mayoría de

ellas vertían agua salobre que no era tolerada por muchos animales, por lo que nos

recomendó una estricta economía en el líquido que iba con nosotros. Esta

prevención fue valiosa, pues nuestros animales representaban el papel principal por

el equipo y víveres y eran, además, los mayores consumidores del precioso

elemento.

Los animales fueron cuatro mulas y tres caballos (por no haber encontrado mayor

número de mulas) y se dedicaron éstas para la carga y los caballos para nosotros.

El cálculo del racionamiento de agua fue a razón de 2 litros diarios máximo por

persona —incluyendo al perro— y de 10 litros diarios máximo por animal.

Posteriormente y por indicación de nuestro amigo, esta cuota fue alzada en

consideración a los factores imprevistos del viaje; pero, como se verá, este

aumento no fue suficiente.

Como medida precautoria se confeccionó un itinerario gráfico de marcha, en el cual

se marcaron aproximadamente las ubicaciones de las aguadas cercanas a nuestro

recorrido y a las cuales debíamos recurrir en caso de apuro.

Desgraciadamente, este desarrollo del plan que se llevaba tan bien coordinado, fue

interrumpido por la ausencia de M. T., quién debía ir a Antofagasta por asuntos de

negocios. Por este motivo, la discusión y detalles fue seguido entre nosotros,

aunque más bien dicho, fue dispuesto por mí, que en esas circunstancias, lleno de

pedantería, me creí con los derechos suficientes para imponer mi ley, sin consultar

a mis compañeros.

Los resultados de este desatino, debimos sufrirlos en forma lamentable.

He aquí cómo aprecié la situación (transcripción de mis apuntes de esa época):

“Según se ha deducido del reconocimiento de visu efectuado en la

tarde de ayer, el Cerro Plomo debe encontrarse más o menos a 10

kilómetros de distancia en línea recta desde nuestro punto de

observación.

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Gentileza de Flavio Briones 36 Preparado por Patricio Barros

“Luego, yéndonos por la ruta de la playa, que es la más

recomendable, y a razón de 10 kilómetros por hora, más o menos

(marcha tranquila, al paso de los caballos por la arena dura de la

línea de la marea), deberemos encontrarnos necesariamente a la

altura del Cerro Plomo en una hora máxima de marcha.

“En este punto dejaremos la ruta de la playa para trepar los

acantilados y entrar a cruzar la pampa rumbo directo hacia el Cerro

Plomo, travesía que demorará más o menos dos horas, pues parece

tener aproximadamente 20 kilómetros de ancho. Total tres horas de

viaje, o sea que partiendo de Mejillones a las 12 de la noche,

podremos llegar al Cerro a las 3 de la mañana, hora por demás

propicia para descansar lo suficiente e iniciar la exploración de la

quebrada a las primeras luces, lo que nos permitiría explorar

detenidamente el terreno en todos sus rincones hasta encontrar los

corrales.

“Ubicados éstos, será fácil la tarea de remover el suelo hasta sacar

el tesoro. Aun nos sobrará tiempo para excavar en torno a la roca

agujereada y en Punta Gualaguala, donde también hay cruces que

muy bien pueden indicar otro entierro.”

Todos estos considerandos, que fueron descabellados y ridículos, los estimaba

realizables dentro de los dos o tres días que duraría nuestra ración de agua.

La partida la fijamos para las doce de la noche del día siguiente, a fin de evitar

durante el día el calor y aprovechar también el tiempo suficiente para dar término a

los preparativos, pues hasta esos momentos no disponíamos ni de los barriles ni del

pan que había que mandar hacer. Además, los animales debían ser herrados con

material nuevo.

Al día siguiente obtuvimos el pan fresco. Barriles solamente encontramos seis con

capacidad parcial de 50 litros, por lo que se hubo de adquirir chuicos.

Antes de almuerzo pasamos una minuciosa revista a nuestra caravana,

subsanándose los pequeños detalles que aún faltaban, entre los que se contó un

irrigador, a solicitud de Aguayo.

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Gentileza de Flavio Briones 37 Preparado por Patricio Barros

En ausencia de M. T., almorzamos los tres expedicionarios y “Yalú” en el hotel,

reunión que fue por demás alegre. Ulloa contó varios chistes modelo 1890. Aguayo,

que era muy aficionado a la música, cantó varias composiciones, entre las cuales

recuerdo una denominada “Estefanía”. Todo esto sin disminuir un momento el

desfile de botellas.

Ulloa habló del sunco. Según sus informaciones y que él había obtenido durante su

permanencia en Gatico y Cobija después de la partida de Miolati, el sunco era un

fornido cargador del puerto, cuyo nombre era Guillermo. Por su carácter

pendenciero y amatonado, era muy odiado y sus cualidades boxeriles lo hacían

destacarse entre sus compañeros. Sus performances de fuerza eran tales, que podía

llevar sobre un hombro el extremo de un riel de ferrocarril, en circunstancias que

esta faena era hecha por lo general entre dos hombres.

En cierta ocasión, al levantar un saco de salitre de una ruma, estalló una carga de

dinamita que le destrozó los dos antebrazos y lo azotó contra una muralla,

dejándolo entre la vida y la muerte durante mucho tiempo.

Este accidente que pudo ser obra de sus muchos enemigos, le produjo cierto

trastorno mental que se traducía en un extraño mutismo, sobre todo cuando bebía.

Apenas fue dado de alta, siguió el sunco en su faena de cargar sacos y también

volvió a aporrear a sus contrincantes, quienes decían que ahora pegaba más fuerte

con los “chongos”. Además, corrían de él la versión de que había hecho pacto con el

diablo, quien le había obsequiado, a trueque de su alma, un amuleto que lo hacía

invencible. Este amuleto decían que era llevado por el sunco amarrado a la cintura y

en contacto con sus órganos viriles.

Después del abundante almuerzo y en vista de la trasnochada que me esperaba, me

retiré a dormir hasta las 16 horas. Al levantarme encontré a mis dos compañeros

que me esperaban para imponerme de un extraño acontecimiento: después de

recorrer ambos el puerto en busca de algunos elementos de uso personal, llegaron

al alojamiento, donde encontraron un obsequio que había traído destinado a Ulloa

un individuo de nacionalidad oriental, de los muchos que vivían en Mejillones en esa

época.

El obsequio consistía en una larga y pesada barreta que tenía grabadas en su parte

media las iniciales FCAB (ferrocarril de Antofagasta a Bolivia). El portador de ella

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Gentileza de Flavio Briones 38 Preparado por Patricio Barros

había manifestado a la persona que lo recibió, que la birreta se la mandaba don

Guillermo.

La noticia, por supuesto, había caído como bomba en Ulloa, que no tenía duda

alguna que era el famoso sunco de quien habíamos estado conversando hacía poco.

Después de variados comentarios decidimos ir a inquirir datos sobre éste a

Carabineros. No nos costó mucho trabajo imponernos de que, efectivamente, el

sunco vivía en Mejillones desde hacía algunos años, que tenía probados

antecedentes como contrabandista, oficio que llevaba a cabo en una chalupa de su

propiedad con un ayudante asiático llamado Benito Lun.

Obtenidos estos informes, Ulloa, cuya desmoralización era notoria, nos pidió casi

llorando que lo acompañáramos a buscar al sunco hasta que lo encontráramos, aun

cuando tuviéramos que aplazar la fecha de partida. Como no era posible esto

último, dedicamos solamente parte de la tarde en ubicarlo en varias direcciones que

nos proporcionaron; pero, ni el sunco ni Benito dieron señales de vida, por lo que

supusimos que se habían escondido deliberadamente.

—Ya no hay nada que hacer —refunfuñaba Ulloa— Este hijo de perra del sunco ha

venido a Mejillones nada más que a sacar el tesoro. Sabe Dios si le ha sacado el

secreto a Miolati, pero si esto es así, voy a tener que acriminarme.

Mucho nos costó tranquilizarlo y hacerle ver las posibilidades de que el sunco

hubiera tenido el mismo fracaso que él en su búsqueda; pero nuestra mayor tarea

fue hacerlo desistir de su regreso a Antofagasta, que había resuelto

terminantemente en un principio.

Sin posteriores incidentes, a excepción de las continuas disgresiones de Ulloa

partimos esa noche, poco después de las 24 horas, por el camino de la playa,

rumbo al tesoro.

Olvidaba decir que antes de partir mis compañeros me habían honrado como jefe de

la expedición.

§9

A poco andar, la playa se encontró envuelta en una ligera camanchaca cuyo frío y

humedad hicieron bajar de tono nuestras animadas conversaciones y comentarios

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hasta anularse completamente. Llegó un momento en que se oía solamente el

ocasional chapoteo que hacían las patas de alguno de los animales al pisar el agua y

el enorme rumor del océano en forma permanente. Este ruido monótono, agregado

al mecedor movimiento de las cabalgaduras, nos trajo una invencible tendencia al

sueño, el que, afortunadamente, no llegaba a dominarnos por completo, pues a

cada cuarto de hora nos turnábamos para llevar los animales de tiro.

Como pasa generalmente, innumerables veces hubimos de hacer alto para corregir

defectos de las cargas. Lo que dio más que hacer fue la famosa barreta obsequio

del sunco, la que no había forma de acomodar para que fuese firme, ya que por el

temor de herir a otro animal, no podía llevarse sino amarrada a lo largo. Por fin

Aguayo la envolvió en pedazos de gangochos, la embarriló con un cordel y la

aseguró sobre un fardo de pasto.

Ulloa, cuyos miembros empezaban a resentirse por falta de “training” para andar a

caballo, aprovechaba toda paradilla para bajarse del animal y estirarse a su gusto.

Dos o tres veces también lo sorprendimos escrutando atentamente el camino ya

recorrido.

A la una y minutos de la mañana, estimé que ya debíamos estar a la altura del

Cerro Plomo; sin embargo, tomando en cuenta las detenciones, avanzamos aún

media hora más y en este punto desmontamos con objeto de localizar una de las

“pasadas” al través de los acantilados hacia la pampa. Al dejar de avanzar

escuchamos a distancia y a intervalos un fuerte reventar de oleaje. Alumbrando con

nuestras linternas fui con Aguayo hacia los acantilados y desde un punto

determinado nos separamos en direcciones contrarias, alumbrando los escarpes en

busca de un sendero; pero este trabajo fue infructuoso, pues, a pesar de recorrer

entre ambos más o menos quinientos metros, no encontramos sino la uniforme

muralla, casi vertical.

Desalentados regresamos donde Ulloa, encontrando una nueva alarma: la marea

empezaba a subir y, dada la escasa distancia que existía entre la orilla del mar y los

acantilados, corríamos el riesgo de quedar en pocos momentos más dentro del

agua, quien sabe si expuestos a ser arrastrados por las olas que ahí debían chocar

con violencia contra los acantilados.

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Gentileza de Flavio Briones 40 Preparado por Patricio Barros

Rápidamente desanduvimos el camino en busca de un espacio más amplio y que

Aguayo .recordaba haber entrevisto en la oscuridad durante el avance. Profiriendo

el mayor número de maldiciones que han podido resonar en esos apartados parajes,

pudimos por fin hacer alto en el sitio designado por Aguayo, después de más de un

cuarto de hora de marcha.

Un nuevo reconocimiento de los acantilados en ese sector, fue también adverso.

Intentamos labrar un sendero con ayuda de las herramientas, pero a las pocas

paladas se nos vino encima un enorme derrumbe de arena suelta y piedras que por

poco nos sepulta. Ante esta serie de fracasos, no quedó otra solución que esperar

que aclarara el nuevo día.

Profundamente afectado, me tendí envuelto en la manta y a la luz de uno de los

faroles a vela que llevábamos, escribí en mi Diario de Viaje mi primera autocrítica:

“... Estamos en una situación por demás molesta debido

exclusivamente a mi precipitación. Nadie nos apuraba, así es que

antes de iniciar esta marcha, debí haber efectuado un

reconocimiento personal y no visual desde lejos como lo hice. El

reconocimiento personal me hubiera dado la oportunidad de

localizar exactamente las famosas “pasadas”, tomar el tiempo por

reloj y haber observado detenidamente el trayecto. En esta forma,

la marcha definitiva, aun cuando se hubiese hecho en la más

profunda oscuridad, habría resultado más exacta y no a ciegas como

estamos ahora. Olvidé averiguar las horas de la alta marea en

previsión de los sitios que quedan intransitables en la playa por este

motivo. También el plan de atravesar la pampa a las dos de la

mañana (en el supuesto que hubiéramos encontrado la “pasada”),

es un disparate, pues habría sido otra marcha a ciegas, sin puntos

de referencia, expuestos a desbarrancarnos o a meternos en quizás

qué arenales con los consiguientes retrasos, peligros y molestias.

Olvidé que Ulloa en su expedición con Miolati, cuando se apartó del

camino para cortar trecho a la roca agujereada, encontró grandes

dificultades, que sin duda serán las mismas o peores en nuestro

avance.”

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Gentileza de Flavio Briones 41 Preparado por Patricio Barros

Antes de dormirme, estuve escuchando parte del relato del viaje con Miolati que

hacía Ulloa a Aguayo, entre otras cosas, del terror que le inspiraba la pampa de

noche.

Aclaraba cuando nos dispusimos a partir, pero esto no pudo hacerse de inmediato

debido a la espesa camanchaca que no permitía observación alguna, ni siquiera a

pocos metros de distancia.

Poco antes de las ocho horas, reiniciábamos la marcha hacia el Norte, aun cuando la

niebla siempre subsistía. Al trasmontar un pequeño roquerío divisamos claro el mar,

pudiendo verificar por mi plano que estábamos en la Punta Chacaya. En ese punto

se alzaba una pirámide, la que, según supe posteriormente, indicaba el antiguo

límite Norte de nuestro territorio y fue erigida por los marinos chilenos de la corbeta

“Esmeralda” en el año 1858.

Pocos momentos después apareció el sol y con el júbilo que es de suponer,

divisamos casi inmediato a la Punta de Hiornos (según mi plano) un sendero

blanquizco que trepaba en zigzag el acantilado.

Desde la cima de éste descubrí que desde el punto en que me encontraba, partía

hacia el Este un polvoriento sendero que parecía ser una prolongación de la

“pasada”. Por el rumbo que llevaba, me dio la impresión de que se dirigía hacia el

Cerro Plomo. Este no se divisaba aún, debido a la bruma.

Antes de subir a la pampa con todos los elementos, resolví y en mérito de la

experiencia reciente, que Aguayo partiera a reconocer el sendero hasta donde le

fuera posible. Nosotros esperaríamos en la playa.

Apenas partió nuestro compañero, improvisamos un pequeño campamento y dimos

forraje y agua a los animales, preparándonos para lo que creía yo fuese ya la última

jornada del viaje.

A las 9 horas se levantó por completo la camanchaca de la pampa y pude observar

con los anteojos, desde la cima del acantilado, el Cerro Plomo, cuya distancia la

calculé en no superior a 15 kilómetros. El calor fue acentuándose poco a poco y ya a

las 9.30 horas (según mi Diario) transpirábamos con Ulloa en tal forma, que

recordamos a Miolati y sus piernas como surtidores. Quizás si por la alta

temperatura, el sitio había sido bautizado con el nombre de Hornos.

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Gentileza de Flavio Briones 42 Preparado por Patricio Barros

Varias veces llevamos los animales a la orilla del mar para refrescarlos,

aprovechando también nosotros para dejarnos mojar por las heladas y agradables

rompientes, momentos que dilatamos lo más que pudimos.

A las 11 horas volví a subir a la cima para divisar a Aguayo, pero la refracción del

aire había transformado la pampa en una extensa aunque ilusoria sábana de agua,

en la que se veían ondear extrañas sombras que daban la impresión de árboles

agitados por el viento.

Ulloa me reemplazó en la observación, instalándose en la cima bajo un toldo y en

posesión de mis anteojos.

Más o menos a las 12 del día me gritó comunicándome que alguien se acercaba

desde lejos, pudiendo constatar que era Aguayo, pues se veía un bulto cambiante

de forma y de sitio, pero destacándose el color blanco de su camisa.

Aguayo nos dio optimistas informes: había llegado hasta cuatro o cinco kilómetros

del Cerro Plomo sin salirse del sendero, cuya vialidad era muy buena, pero que para

llegar a él era necesario subir un cerro arenoso, en cuya cumbre y faldas se

destacaban grandes cactus. Por no cansar su cabalgadura, no había trepado esta

elevación.

En vista de este informe, por demás alentador, decidimos la travesía de la pampa

en cuanto empezara a refrescar. Según Aguayo, no había inconvenientes para

avanzar aún de noche, pues el sendero estaba perfectamente delineado.

A las 16.20 horas, estuvimos sobre la pampa, habiéndose sufrido solamente el

volcamiento de una parte del saco del azúcar, que nos privó de dos kilos, más o

menos, de este elemento.

A las 17 horas enfrentábamos la esperada travesía de la pampa, dejando no sin

pesar el mar a nuestras espaldas.

Durante mucho rato de marcha, estuvimos escuchando su rumor, hasta que lo

reemplazó el sordo retumbar de las pisadas de nuestros animales en la arena

suelta, el constante resoplar de los mismos y uno que otro chasquido de sus

herraduras contra algún guijarro. A nuestro rededor se extendía el imponente

desierto con sus extrañas coloraciones.

Sobre el animal de Ulloa iba acomodado el “Yalú”, al que la marcha por la playa lo

había aspeado.

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Gentileza de Flavio Briones 43 Preparado por Patricio Barros

§10

Poco a poco, el terreno fue presentándose más difícil para el avance debido a que

ascendía pesadamente, ofreciendo de trecho en trecho molestas quebradillas de

bordes escarpados. Ulloa se quejaba a cada batida brusca de su cabalgadura, y

hubo partes en que los animales se enterraban hasta más arriba de los cascos; sin

embargo, la parte más accidentada fue un sector de más de dos cuadras que se

encontraba prácticamente acribillado de hoyos construidos, según Ulloa, por una

especie de ratón llamado “cururo”. El cruce de esta “cururera” dio origen a una serie

de barquinazos que descontrapesaron las cargas, por lo que hubo de hacerse alto

para arreglarlas.

Poco después, observamos que el sendero, hasta ese momento nítidamente

marcado, desaparecía completamente en una loma, para volver a reaparecer

algunas decenas de metros más allá. Este detalle nos preocupó, pues si sucedía en

la noche, iba a provocar si no un extravío, por lo menos una pérdida de tiempo para

volverlo a encontrar.

Nuestros temores se vieron confirmados, pues en otro faldeo muy abierto hacia el

Sur, se presentó una enorme extensión de arena donde no se veía la menor señal

de la huella. Esto nos determinó a hacer alto a la puesta del sol.

Poco antes de las 19 horas, llegamos a la bifurcación de que nos había hablado

Aguayo, pero no era una bifurcación, sino un cruce que sobre nuestro sendero de

marcha hacía otro que parecía provenir desde el Suroeste hacia el Noroeste, para ir

a caer aparentemente en un punto lejano de la playa, que no nos fue posible

precisar.

A las 19 horas y minutos detuvimos la marcha y nos arreglamos para pasar la

noche en ese sitio, mejor dicho, la última noche, ya que la llegada al Cerro Plomo

era cuestión de pocas horas al siguiente día.

Como aún quedara claridad, me adelanté a reconocer personalmente el sendero en

dirección a la quebrada. A la media hora exacta me detuve en una parte alta y

dominante, desde donde podía ver claramente la boca de la quebrada, la que, tal

como la había descrito Ulloa en Antofagasta, estaba obstruida por largas lenguas de

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Gentileza de Flavio Briones 44 Preparado por Patricio Barros

dunas color amarillento y que la disposición de la luz solar en esos momentos, las

hacía aparecer como doradas. La distancia no pude apreciarla exactamente, pero

calculé cuatro horas de marcha. El sendero continuaba, indudablemente, hacia el

Cerro Plomo, pero aún quedaba por ascender el cerro con cactus que había

mencionado Aguayo y que se encontraba a poca distancia de mi sitio de

observación. El referido cerro era de poca altura, con lomajes suaves de arena

blanquizca y los cactus, que eran de gran tamaño, semejaban hombres de pie.

Cuando regresé donde mis compañeros, me esperaba una desagradable sorpresa:

al descargar los animales, uno de los chuicos con agua se había quebrado

fortuitamente, derramándose todo su contenido.

La existencia del precioso líquido con este accidente, quedaba reducida a:

3 chuicos llenos 45 litros aprox.

1 barril 30

En cantimploras 5

Botellas 5

Total 85

Si se considera que solamente nuestros animales, a ración reducida, debían

consumir por lo menos 70 litros diarios, quedaba en claro que sólo disponíamos de

un día de agua, o sea el tiempo escaso para llegar a instalarnos al pie del Cerro

Plomo.

En el primer momento pensamos recurrir a la aguada más cercana que figuraba en

el croquis hecho antes de salir de Mejillones, pero vimos que esta aguada se

encontraba situada a mitad de camino entre Punta Hornos y Punta Yayes, lo que

representaba un viaje pesadísimo y, lo que es peor, sin probabilidades seguras, ya

que ignorábamos si el agua era salobre.

Después de un largo cambio de opiniones, llegamos a la conclusión de que no

quedaba sino un recurso: ir a traer el agua a Mejillones, llevando para este objeto

todos los animales. Se echó en suerte el que debía ir, tocándole a Aguayo, el que se

dispuso a partir de inmediato, con objeto de poder encontrarse de regreso a las

primeras horas del día siguiente entre nosotros.

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Dejándose solamente un caballo en el campamento, Aguayo partió poco antes de

las 20 horas con su recua. Lo acompañé hasta los acantilados de la costa para

ayudarle a descender los animales. “Yalú” quedó acompañando a Ulloa en el

campamento.

El descenso a la playa no tuvo inconvenientes y después de convenir en que yo lo

esperaría en ese mismo punto al día siguiente, desde las 7 horas, Aguayo se perdió

a los pocos momentos entre los tentáculos de la camanchaca que empezaban a

arañar la costa.

Mi caballo, que hasta ese momento había sido un modelo de docilidad, perdió la

calma; quiso violentamente seguir a sus hermanos, pero, como se sintiese

contenido por mí, se detuvo firmemente asentado sobre sus cuartos con su mirada

clavada hacia Mejillones, sus orejas enhiestas, temblando nerviosamente y lanzando

agudos relinchos que resonaban extrañamente en la soledad, cuyo silencio sólo era

interrumpido por el rumor de la resaca.

Después de hablarle y palmear afectuosamente su cuello, lo hice trepar al

acantilado, lo que efectuó tranquilamente, pero al llegar arriba, se detuvo,

volviéndose bruscamente hacia el Sur, como escuchando. A los pocos instantes vino

desde lejos, como una señal de adiós, el relincho de uno de los caballos de la

caravana de Aguayo, el que fue contestado por el mío en un tono profundamente

lastimero. Hecho esto, continuó su marcha hacia el campamento.

Quien ha conocido de cerca a estos nobles animales, tiene que reconocer que en

muchos de sus actos no obra el llamado “instinto”, sino mucho de inteligencia, de

ese destello divino que el Supremo Hacedor ha donado a todas las creaturas

inferiores.

A poco andar solté las riendas para dejar en libertad de marcha al animal. Las

sombras habían caído completamente. El silencio y el cansancio de la jornada del

día, me fueron sumiendo en una invencible modorra. El sordo retumbar de las

pisadas del caballo en la arena suelta fue isocronándose en mis oídos hasta llegar a

imaginarme ilusoriamente que en pos de mí seguía un tropel de gente armada. Los

ocasionales chasquidos de las herraduras en uno que otro guijarro semejaban el

choque de las armas y, a tal punto llegó esta alucinación, que varias veces volví la

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Gentileza de Flavio Briones 46 Preparado por Patricio Barros

cabeza, no viendo, lógicamente, sino la blanca cortina de bruma que ya había

trepado los acantilados y se preparaba para echarse sobre la pampa.

Ignoro el tiempo exacto que llevaba de marcha, cuando de pronto a la izquierda

mía, o sea en lo que creí la dirección del Cerro Plomo, vi parpadear una pequeña y

lejana luz. Alarmado, detuve bruscamente el andar y traté de explicarme la

presencia de esa extraña señal de vida que aparecía precisamente en el punto

objetivo de nuestro viaje. La luz se divisaba muy vaga y su color era amarillento.

Intranquilizadoras conjeturas me invadieron en pocos instantes. ¿Sería el sunco que

se había adelantado en espera de nuestra llegada para atacarnos? ¿Habría ya

extraído el tesoro? ¿Sería Ulloa que en su impaciencia había llegado solo al sitio

buscado? Con una sensación muy cercana a la angustia reinicié el avance en un aire

más rápido y pude notar indistintamente que la luz iba desplazándose poco a poco,

hasta quedar casi a mi frente. De pronto me estremeció un ladrido de “Yalú” cerca

de mí y a poco vi que éste se acercaba rengueando. En un segundo de tiempo creí

comprender una tragedia: que Ulloa había sido asaltado por el sunco y que “Yalú”

había sido herido. Sin detener la marcha llamé a toda voz a Ulloa, mientras

desenfundaba mi revólver. Aun no lo sacaba del todo, cuando me di cuenta que

estaba entrando al campamento, divisando a Ulloa sentado en un saco de víveres,

envuelto en su poncho y bajo la luz de un farol a vela que había asegurado en el

extremo superior de la barreta del sunco.

La luz que había causado mis sobresaltos, era la del farol del campamento. Sin

darme cuenta de la distancia recorrida desde la playa, me había acercado

insensiblemente hasta él, y la que creí una luz lejana, estaba en realidad a pocas

cuadras de distancia. Si había apreciado la luz como situada en la dirección del

Cerro Plomo, era porque el camino estaba en esos momentos orientado en ese

rumbo. Poco después, el sendero oblicuaba, lo que me hizo creer que era la luz la

que se desplazaba, cuando en realidad era yo.

En cuanto a la cojera de “Yalú”, no era sino la consecuencia de sus aspeaduras que

aún duraban.

Vuelta la tranquilidad, comenté alegremente con Ulloa la incidencia, cayendo

después en un profundo sueño, del que vine a despertar con, fuertes exclamaciones

proferidas por Ulloa.

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Gentileza de Flavio Briones 47 Preparado por Patricio Barros

Eran las 5 horas del nuevo día.

§11

Estas exclamaciones se debían a que Ulloa cuando se levantó para preparar el

desayuno, constató que los víveres habían sido saqueados por una partida de

“cururos”. Un recuento arrojó la pérdida de todo el queso, una porción de harina

tostada, cuyo saco había sido roído, vertiéndose gran parte del contenido en la

arena del suelo y, además, cinco panes grandes, de los cuales no quedaban sino

pequeñas migas esparcidas en un trecho.

Afortunadamente, Ulloa había colocado en lo alto de la barreta del sunco toda la

carne y el charqui para que se airearan, lo que nos libró de una pérdida que hubiese

sido irremediable.

Posteriormente encontramos un trozo de queso de más o menos medio kilo, que se

había quedado en una de las vizcacheras de Aguayo, lo que nos consoló algo de la

pérdida.

Este suceso me produjo tal impaciencia que, siguiendo mi pésima costumbre de ese

entonces, me largué a proferir una larga serie de interjecciones de distintos calibres

y de las cuales poseía un variado repertorio. Aun no terminaba, cuando se dejó oír

un sordo y retumbante ruido seguido de un violento aunque corto remezón de tierra

que espantó a mi caballo y me hizo levantarme más que rápido de un saco donde

estaba sentado. Ulloa se santiguó con todo respeto, diciéndome a continuación:

—La pampa responde así a los que profieren herejías. Aquí no estamos en la playa.

Como el calor fuera acentuándose, construimos una amplia sombra con las mantas

que debía servir a Ulloa, y partí poco después hacia la playa para esperar a Aguayo.

Bajé sin dificultad los acantilados, aseguré mi caballo y armé otra pequeña sombra

asegurándola a una roca vertical que se alzaba a pocos metros de la orilla.

Antes de instalarme en espera del viajero, me di el placer de bañarme en una poza

de más o menos un metro y medio de profundidad, pero sufrí fuertes clavaduras en

las plantas de los pies, debido a que el fondo estaba lleno de erizos. Estos

equinodermos eran de los llamados negros, o sea de los no comestibles.

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Gentileza de Flavio Briones 48 Preparado por Patricio Barros

Hecho esto, me instalé bajo la sombra y procedí a completar mi Diario de Viaje. El

sol era bastante fuerte y el mar, que estaba muy agitado, rompía con furia en las

orillas, levantando una verdadera cortina de evaporación que hacía nula toda

posibilidad de observación a pocos kilómetros de distancia.

Eran las 10 horas cuando vi pasar a corta distancia de la costa un barco de la

Compañía Sud Americana, reconocible por su característica chimenea. Este, que iba

en demanda de Mejillones, llevaba tal “cabeceo”, que su proa se perdía casi

completamente en el mar en cada balance.

Tratando de observar la llegada de Aguayo desde otro punto, subí a pie los

acantilados, llegando hasta una roca alta que parecía dominar el paraje, pero mi

oteo fue estéril, pues la cortina de evaporación era igualmente densa. Al descender

de la roca hice un hallazgo: en un hueco de ella encontré un manojo de siete flechas

liadas por un cuero. Su antigüedad era bastante respetable, pues el cuero se

deshizo al tocarlo y las flechas se desmenuzaron. Seguramente pertenecieron a los

antiguos indios “changos”, que vivieron en esos parajes.

Pasado el mediodía, la visibilidad fue mejorando, pero aun cuando recorrí

detenidamente hacia el Sur con mis anteojos, no divisé la aproximación de Aguayo.

Pensé volver al campamento para comer algo y forrajear también a mi caballo, pero

desistí de ello debido a que en ese lapso podía llegar el viajero y encontrarse sin

ayuda para hacer subir los animales al acantilado.

En esta molesta espera, llegaron las primeras sombras de la tarde y las avanzadas

de la niebla.

Recordé a Ulloa y lo imaginé en la soledad del campamento, sentado junto a la

barreta con el farol en lo alto, su carabina en las manos y avizorando las sombras.

A las dos de la mañana, mi caballo empezó a relinchar y a inquietarse, por lo que

estimé que era Aguayo que regresaba. Para orientarlo disparé hacia el mar tres

tiros, los que fueron contestados por otros tres distantes y que procedían del Sur.

Momentos después, Aguayo se aproximaba llevando cuatro animales y acompañado

de otro jinete que llevaba a la zaga tres caballos más. Este personaje venía tocado

con una especie de pasamontañas que no le dejaba ver sino su nariz.

La explicación del atraso de Aguayo era por demás fundada: había llegado a

Mejillones a horas que era imposible obtener ni la remuda de animales ni los

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Gentileza de Flavio Briones 49 Preparado por Patricio Barros

elementos de agua. Además, dos animales habían perdido herraduras. Sólo vino a

estar listo después de las trece horas. Aguayo me manifestó traer consigo un

documento muy importante relacionado con la exacta ubicación de las aguadas en

el sector donde operábamos. (El citado documento se reproduce en estas páginas.)

Respecto al personaje del pasamontañas, lo había “conseguido” de los carabineros

de Mejillones, donde se encontraba detenido por haber sido sorprendido viajando

“de pavo” en un barco, lo que le había valido una paliza a bordo. Ya volveré y con

más detalles a ocuparme de este nuevo compañero de aventuras que el Destino nos

deparó.

Con grandes dificultades debido a la oscuridad y a la neblina, logramos subir los

animales al acantilado, debiendo llevar nosotros, a brazo, parte de la carga.

Después de las 3 horas, iniciamos la marcha hacia el campamento sin otros

obstáculos que dos paradillas para contrapesar cargas. Durante el avance, no cesé

de observar al nuevo compañero que iba a mi lado montado a horcajadas y

balanceándose como mono de trapo, con un gran estrépito de dos cacerolas que

llevaba colgando de su montura.

Cuando calculamos que estábamos a corta distancia de Ulloa, señalé nuestra

presencia con dos tiros al aire. La imprevista detonación hizo dar un bote al caballo

del referido personaje, quién cayó al suelo de espaldas, pero sin mayores

consecuencias. A poco oímos cercanos, y a intervalos, cinco disparos de carabina.

Era Ulloa que, probablemente, estaba muy alterado, ya que había gastado un

cargador completo sin motivo.

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Gentileza de Flavio Briones 50 Preparado por Patricio Barros

El informe de Aguayo

Pronto llegamos al campamento, donde ardía una alegre fogata, mientras en el

ambiente flotaba una enorme y acogedora tranquilidad.

Tal como me lo había imaginado, Ulloa estaba sentado al lado de la barreta,

envuelto en su poncho y con un gorro de lana color lacre en la cabeza. Una de sus

manos sujetaba la carabina.

Cuando nos acercamos a él, descubrí con pena que nuestro buen compañero estaba

profundamente afectado. Pesados lagrimones rodaban por sus mejillas, para caer

como cristalinas perlas en la frisuda manta.

Reseña aclaratoria del informe de Aguayo

Las aguadas solamente se encuentran en las quebradas (no en los

terrenos llanos).

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Gentileza de Flavio Briones 51 Preparado por Patricio Barros

Entre la playa de Punta Hornos y la Punta Yayes se encuentra la

aguada llamada “Los Panizos”. Para llegar a ella hay que subir desde

la playa a la pampa. Esta aguada está a media hora del paso de un

caballo, en donde hay un… grande, con excrementos de aves.

A esta aguada no hay necesidad de excavarla, porque el agua está

fluyendo constantemente a la superficie del suelo.

Más al Norte se encuentra la aguada llamada “Chicoco” y queda

frente a la caleta Yayes. Para llegar a ella se toma el camino desde

la misma Punta, pues hay un sendero marcado. La distancia es de

más o menos una hora al paso del caballo.

Siguiendo al Norte está la aguada de “El Leoncito”, en la primera

quebrada al fondo de ella y a media hora al paso del caballo, pero el

acceso debe hacerse por el lado de la playa, por ser inaccesible

desde la pampa. Esta aguada hay que limpiarla a pala, para excavar

y también para eliminar los musgos que se forman. Estos musgos

producen “lepidia”.

A continuación está la aguada de “El Mulato”, un poco a la derecha

de la aguada anterior y al Sur de la situación del islote más grande

que aflora frente a la Punta Tamira.

Ya no se encuentran más aguadas hasta llegar a Cobija, donde

existen dos que están próximas y son muy conocidas de los

pescadores.

NOTA: Este informe no corresponde sino en líneas generales a la

exactitud. Parece que fue dictado por alguien, y el que lo escribió

(Aguayo), omitió muchos datos. También hay errores como el del

párrafo seis, por ejemplo, en que sitúa la aguada de “El Mulato” un

poco a la derecha de la aguada de “El Leoncito”, o sea al Sur de

ésta, lo que está en contraposición de la descripción general del

informe, que va de Sur a Norte.

Los puntos suspensivos del párrafo dos, corresponden a una palabra

ilegible que se ha borrado del original, parece que debido al uso del

documento.

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Gentileza de Flavio Briones 52 Preparado por Patricio Barros

§12

Decidimos continuar nuestra última etapa en cuanto se diera un descanso al ganado

y para nosotros un rato de sueño, que bastante falta nos bacía.

A las 6 horas estuvimos listos para partir, pero Ulloa nos llamó a Aguayo y a mí en

un conciliábulo aparte, para fijar la conducta a seguir con el nuevo “allegado”.

Todos estuvimos de acuerdo en no decirle el verdadero objeto de la expedición y

mantenerlo al margen de toda posterior actividad en el asunto.

El recién llegado se llamaba José Agustín Rojas, alias “Rojitas el Overo”, mote que

correspondía a su tipo físico, pues era albino. Su aspecto era grotesco y movía a

risa: enjuto, de cuello sumamente delgado, largo y lleno de profundas arrugas; su

color era el de un ladrillo cocido, poseedor de una increíblemente larga melena

blanquizca - amarillenta y con los ojos enrojecidos. Se movía balanceándose

exageradamente hacia adelante, con largas zancadas, con los ojos entronados,

tratando de “ver” al través de una espesa maraña de cejas y tropezando a cada

paso que daba.

Su historia, como la de todos los pobres errantes, era triste: vagabundo desde

pequeño, había peregrinado por todo el Norte, hasta llegar a formar parte de la

dotación de un mísero circo, donde cuidaba los animales de la dotación. Durante

una reyerta entre dos de los artistas, uno de ellos quebró en la cabeza del otro un

violín, el que recogió Rojas, y después de refaccionarlo pacientemente, se dedicó a

practicar su modo de tocarlo, realizando en esta forma un anhelo que sentía desde

muy niño, aun cuando no conocía nada de música.

Poco a poco fue dominando el instrumento, hasta el punto de que el empresario del

circo le concedió un número en las funciones. Su primer estreno fue un fracaso,

pues aun cuando ejecutó una pieza con toda su alma, el público protestó, desde la

primera nota.

En vista de esto, se le relevó del número del violín y se le dio el papel de borracho,

para lo cual debía salir a la pista con la nariz pintarrajeada de rojo diciendo chistes

groseros y palabras de doble sentido, terminando en una pelea simulada con el

payaso y el tony, de quienes debía dejarse vapulear, también simuladamente.

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El payaso, que, con o sin motivo, había fomentado una gran animadversión para

Rojas, en varias ocasiones del número citado le cargó tanto la mano en los golpes,

que una vez lo dejó sin sentido, lo que provocó un indescriptible entusiasmo en el

público, que era compuesto en su mayor parte de mineros, los que pidieron un bis.

En vista de esto, Rojitas se fue del circo. Con sus escasas economías y su violín, se

embarcó “de pavo” en un barco y dio con su cansada humanidad en un puerto del

Norte, donde se dedicó a tocar su violín en la vía pública, pero fue prohibido por las

autoridades debido a que el público se aglomeraba para observar su facha

calamitosa, más que por el interés de oír las tocatas, provocándose así incidentes

en los que debió intervenir la policía.

Obligado por la necesidad, subió a las oficinas salitreras, pero no fue aceptado en

parte alguna por la escualidez de sus formas, por lo que se vio obligado a volver al

puerto. Aquí tuvo la mala ocurrencia de sobornar al tripulante de un barco

extranjero con el fin de irse “de pavo” hacia el Sur, como anteriormente lo había

hecho, pero al llegar a Mejillones fue sorprendido, despojado del poco dinero que

llevaba consigo y apaleado brutalmente antes de ser entregado a la policía del

puerto.

Sus lágrimas y súplicas lograron enternecer a un oficial del buque, que le permitió

llevarse consigo el violín y una armónica que le habían obsequiado a bordo. En

estas circunstancias fue encontrado por Aguayo, quién, compadecido, se lo pidió a

los carabineros como ayudante para llevar la recua.

Esta fue la historia que contó el pobre aventurero. El famoso violín, por otra parte,

no desmerecía en nada con el aspecto de su dueño, pues era un instrumento lleno

de parchaduras y costurones y cubierto con una capa de mugre que demostraba

gráficamente las andanzas de su poseedor.

Cuando estábamos por llegar al pie del cerro de los cactus, Ulloa se quejó de un

fuerte malestar, por lo que tuvimos que detenernos. En efecto, nuestro compañero

tenía fiebre y estaba completamente decaído. Después de algunas conjeturas,

llegamos a la conclusión de que la causa de su enfermedad era el desayuno, en el

cual se había preparado un consistente caldo a base de mariscos y de jugo

concentrado de carne que había traído Aguayo desde Mejillones. Este sustancioso

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Gentileza de Flavio Briones 54 Preparado por Patricio Barros

alimento produjo, naturalmente, una brusca reacción en el organismo de Ulloa, cuyo

estómago hacía días que se nutría frugalmente.

A las 17 horas estuvimos en la cumbre, donde nos detuvimos para refrescarnos con

una agradable brisa que venía desde la costa. Desde ese punto admiramos la

imponente perspectiva que dominaba hasta Mejillones por el Sur y hasta las alturas

de Chungungo por el Norte, nombre que ya hemos visto figurar en la primera parte

de este libro. Ulloa, que había permanecido largo rato contemplando en silencio sus

antiguos teatros de operaciones, nos formuló una extraña solicitud que tenía

relación con las palabras que había pronunciado a raíz del temblor: que por ningún

motivo profiriéramos maldiciones ni herejías hasta dar término a nuestro cometido,

pues nos encontrábamos en suelo sagrado.

—Ustedes sabrán lo que hacen —terminó—, que por mi parte desde éste momento

quedo en las santas manos de San José y el Niño. (Textual)

Estos momentos han quedado impresos fuertemente en mi memoria: Ulloa,

reverente, con su gorro lacre en las manos y sus blancos cabellos revoloteando a

impulsos de la fuerte brisa que sacudía! nuestras ropas y las colas de los animales.

Cada vez que yo orientaba la cara al viento, éste producía un agudo silbido al

chocar con el ala del sombrero. Aguayo y Rojas, mirando hacia Mejillones. “Yalú”

echado a los pies de Ulloa y acesando fuertemente, con la lengua afuera. Como

telón de fondo, las fantásticas coloraciones de la pampa y por el lado del mar una

inmensa extensión de agua color azul intenso, ribeteada de orlas blancas en la orilla

de las rompientes.

Hacia el lado de nuestro objetivo, se destacaban las laderas plomizas de la

quebrada y tapando la boca de entrada de ésta, las dunas, que se veían como

desprendiendo destellos.

Después de las 19 horas llegábamos por fin al mismo sitio donde otrora acampara

Ulloa con Miolati. No sin emoción contemplé detenidamente el paraje. Una vez

dispuesto el campamento, todos trepamos a la cima de las dunas para contemplar

la famosa quebrada donde, al decir de Ulloa, habían actuado los aparecidos, hacía

ya más de treinta años.

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Las dunas estaban constituidas por varios cordones de arena muy suelta y fina,

constantemente en movimiento debido al viento. De aquí se desprende la razón del

por qué no se conservan las pisadas.

Al llegar a lo alto del último cordón, quedamos de pronto con vista a la quebrada,

que era un cajón estrecho y de aspecto sombrío a causa del color oscuro de las

laderas. Su piso estaba constituido por millares de piedras de todas formas,

tamaños y coloridos y que procedían de las laderas. Un mayor conglomerado de

estos rodados estaba incrustado en la vertiente de la duna, lo que daba la idea de

algún poderoso aluvión al cual la duna sirvió de dique natural.

Al fondo de la quebrada se alzaba un cerro de arena blanquizca y que, desde donde

estábamos, parecía tapar u obstruir completamente el curso de la quebrada.

Durante largo rato permanecimos en muda contemplación. Mi imaginación veía a

Ulloa y a Miolati en busca de los corrales y me aprontaba para escuchar en la noche

el bullicioso aparecer de los invisibles cuidadores del tesoro. Por una coincidencia,

nosotros habíamos llegado a ese punto casi a la misma hora en que habían llegado

Ulloa y Miolati en la primera expedición.

Al descender las dunas para volver al campamento, Ulloa propuso sacar el barril que

había dejado enterrado al pie de ellas en la fecha de su huida y que, como se

recordará, dejó señalado con una piedra color morado. Sin embargo, nuestras

búsquedas resultaron infructuosas. Probablemente, la piedra y el barril estarían

quizás a cuántos metros al interior de las dunas, tapados paulatinamente por las

movedizas y cambiantes arenas.

A la hora del rancho, Rojas nos pidió licencia para tocar su violín, lo que fue

accedido. No sin cierto desgano me apronté para oír una tanda de chillidos, pero mi

sorpresa fue grande: el ejecutante, con el cuerpo inclinado y sus ojos cerrados, hizo

brotar de las cuerdas del viejo violín un raudal de armónicos sonidos que

correspondían a un trozo musical muy en boga en ese tiempo, titulado

“Susurrando”. Lo más notable es que Rojas tocaba, como hemos dicho, sólo de

oído. ¡Quizás qué espíritu de artista había llegado a reencarnarse en tan mísero

cuerpo físico!

Los aplausos con que fue premiada esta ejecución, fueron devueltos por el eco

nítidamente desde el fondo de la quebrada. Este fenómeno acústico me llamó

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profundamente la atención y me hice el propósito de hacer nuevas investigaciones

al respecto, lo que llevé a cabo como relato más adelante.

Como lo avanzado de la hora no era propicio a reconocimientos del terreno,

dispusimos hacerlo con las primeras luces del nuevo día, que debía ser el del

triunfo.

Después de la comida, Rojas nos brindó otras melodías; En tanto yo me separé del

corro para contemplar el fantástico panorama que ostentaba la costa. Aun cuando

había ya oscurecido, el horizonte del océano mostraba franjas de diversos colores

en los que dominaba el púrpura, en tanto que la línea de la orilla ya se veía cubierta

por la plomiza bruma. Sobre mí brillaban, como jamás las había visto ni he vuelto a

ver, enormes grupos de constelaciones que aparente y majestuosamente se

desplazaban hacia el mar. La luminosidad de los astros era tan intensa, que

cansaba la vista al mirarlos detenidamente. En torno había una calma tan grande,

que me daba la impresión de encontrarme en un sueño.

De la maravillosa contemplación del desconocido infinito de los otros mundos, me

distrajo el espejear de algo que debió ser un trozo de cuarzo incrustado en alguna

piedra a cierta distancia de donde me encontraba. Quedé absorto mirando esos

destellos y recordé al pobre Miolati, quién, quizás, estuvo en ese mismo sitio y

contemplando también las luminosas señas.

Antes de entregarme al sueño, contemplé el vertiginoso resbalar de algunas

estrellas fugaces que perdieron su trayectoria tras los cerros de la costa cuyos

perfiles se destacaban como delineados con tinta china sobre la luminosidad del

cielo.

A las cuatro de la mañana, sonoros ladridos de “Yalú” pusieron en conmoción el

campamento. El perro se mostraba agresivo y alerta en dirección a la costa. De

común acuerdo no hicimos señales y el inteligente animal fue instado a callarse, lo

que hizo obediente, pero siguió gruñendo sordamente y siguiendo con su vista la

dirección que seguían los invisibles viajeros, quienes, sin lugar a dudas, cruzaban la

pampa hacia el Norte. ¿Quiénes eran ellos? ¡Nunca lo supimos!

Este incidente nos dejó en pie. El desayuno se sirvió a las cinco y quedamos en

condiciones de partir a la exploración de la quebrada. A Rojas se le comunicó que

quedaría a cargo del campamento mientras nosotros íbamos a internarnos en la

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quebrada en demanda de una mina. Por lo que pudiera suceder, se le hizo entrega

de una carabina cargada con cinco tiros, de la que podía hacer uso solamente en

caso de extrema necesidad. Antes de partir, Aguayo le hizo instrucción sobre su

manejo, del modo de quitar el seguro y de la dirección en que debía disparar; de

todo esto hizo correctamente varios ensayos.

Premunidos de la barreta del sunco de una barretilla liviana, de dos palas, de dos

cantimploras con agua por persona y de un saco vacío que Aguayo se echó al

hombro con misteriosos ademanes, cruzamos las dunas y pusimos por fin nuestros

pies en la quebrada.

Al atravesar las dunas nos llamó la atención de que nuestras pisadas de la tarde

anterior ya no existían.

No habíamos recorrido más de una cuadra por la áspera quebrada, cuando oímos

que en el campamento resonaban furiosos ladridos de “Yalú” y poco después varios

desesperados gritos de Rojas, cuya significación no era posible definir.

Pedimos a Ulloa que nos esperara en ese mismo sitio y corrimos con Aguayo.

Resbalando y cayendo entre las endiabladas piedras, llegamos jadeantes a las

dunas hasta quedar a la vista del campamento, donde ya había cesado el bullicio.

Rojas estaba sentado en el suelo, completamente revolcado, sangrando de la nariz

y de una mano. A dos o tres cuadras de distancia se veía la polvareda que

levantaba uno de nuestros caballos perseguido de cerca por “Yalú”. Varios

elementos del rancho habían sido pisoteados y dispersados por el caballo en fuga,

librándose por una casualidad un chuico con agua que fue derribado pero sin

romperse.

Rojas explicó que apenas habíamos partido, dos animales se habían empezado a

cocear y que “Yalú” había aumentado el desorden al precipitarse sobre ellos, por lo

que uno de los caballos dio violentos tirones a su amarra, hasta cortarla. Rojas

alcanzó a tomar el cordel, pero el caballo escapó, arrastrándolo. En esta arrastrada,

Rojas se golpeó la nariz contra un saco lleno de tarros de conserva y, además, el

cordel le había rebanado la palma de la mano.

Mientras Aguayo le hacía una curación de emergencia al herido, no pude

contenerme y lancé unos cuantos “garabatos” en contra de la mala suerte que nos

perseguía.

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Gentileza de Flavio Briones 58 Preparado por Patricio Barros

Como el animal prófugo regresara solo, invité a Aguayo a volver a la quebrada, pero

éste me contestó de mal modo. Al interrogarlo sobre su actitud, me enrostró mi

falta de cumplimiento al pedido de su suegro referente a nuestro comportamiento

en el suelo sagrado.

No tuve sino que reconocer hidalgamente mi falta y le pedí que no contara a Ulloa

este incidente.

Poco después reanudábamos la marcha por el interior de la quebrada observando a

Ulloa, que iba muy pensativo desde que le contamos lo sucedido a Rojas

recientemente.

Cuando llegamos al cerro de arena blanquizca que parecía obstruir el curso de la

quebrada, el sol quemaba las cumbres cercanas. Tal como había referido Ulloa con

anterioridad, este cerro no tapaba el curso, sino que daba paso a una nueva y

estrecha garganta que se abría casi en ángulo recto a la derecha nuestra y que

presentaba a poca distancia un gran desprendimiento de rocas con una altura de

más de diez metros.

Hasta ese momento, a pesar de la minuciosidad de nuestras observaciones, no

encontramos nada que se pareciese a corrales, pues el recorrido había presentado

uniformemente el mismo aspecto de piedras y rodados que constituían, como se ha

dicho, el piso natural de la quebrada.

§13

Con extremadas precauciones para no provocar otro derrumbe, que debía caer

sobre mi persona, escalé el rodado, confiando poder ver desde su parte más alta, la

prolongación de la quebrada. Después de un lento escalamiento, llegué a la cima,

pudiendo constatar que el callejón terminaba más o menos a 50 metros de donde

yo estaba, formando una especie de rincón color verdoso - amarillento. En este

nuevo sector no había corrales tampoco.

De todos modos y con el fin de saber a qué se debía la coloración mencionada,

descendí hacia ese punto, observando el terreno que era de arena suelta y parecía

no haber sido hollada quizás cuánto tiempo, si es que alguien lo hubiera hecho

alguna vez.

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Gentileza de Flavio Briones 59 Preparado por Patricio Barros

La mancha verde se debía a una ancha veta mineral, tal vez de cobre u otro metal.

Cuando regresé donde mis compañeros, los encontré contemplando un hallazgo: un

botón de hueso muy quebradizo ya por los años. Ulloa, muy afectado, aseguraba

que había pertenecido a Miolati, pues éste había estado en ese punto escarbando

unas piedras.

Contemplamos en silencio durante un rato ese recuerdo de otros tiempos,

respetando la justificada emoción de Ulloa.

Como el tiempo avanzara, discutimos largamente la ubicación de los corrales,

llegando a la conclusión de que no había base alguna para suponer que se

encontraran en esa quebrada, sino en otra vecina, ya que el croquis de Miolati no

indicaba con exactitud sino a grandes rasgos la probable situación. Como el regreso

sobre nuestros pasos significaba una apreciable pérdida de tiempo y de esfuerzos,

resolvimos trepar a los cerros en el mismo punto donde estábamos para divisar

desde sus partes más altas la probable existencia de otras quebradas cercanas.

Aguayo eligió las laderas Norte y yo las del Sur. Ulloa debía esperarnos donde se

encontraba.

Antes de iniciar la ascensión, Ulloa nos hizo presente que, como los corrales servían

para albergar animales, debían necesariamente encontrarse al lado de los caminos,

por lo que nos recomendó ubicar especialmente éstos, que eran visibles por su

característica blanquecina. Esta advertencia, aunque tardía, me confirmó la idea de

que los corrales no podían estar en la quebrada, ya que en ella no existía ni la más

remota huella de tránsito, pues ésta era prácticamente una “bolsa” sin salida.

La subida fue difícil por lo empinado de las laderas y la enormidad de piedras

sueltas. Había que hacer intensos esfuerzos para no caer con los desprendimientos

y rodados que se producían en cualquier parte donde apoyaba las manos o los pies.

El estrépito de piedras fue tan grande, que llegó hasta oírlo Rojitas desde el

campamento.

Cuando llegué a la cumbre me encontré en una amplia meseta, tal vez devastada a

ciertas horas por fuertes vientos, pues mostraba una limpieza absoluta. Después de

un breve descanso atravesé la meseta en dirección Sur, hasta una parte que creí

sería el borde de otra quebrada, pero que en realidad era una especie de embudo

de paredes casi verticales, de más de treinta metros de profundidad y de cien o más

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Gentileza de Flavio Briones 60 Preparado por Patricio Barros

de diámetro. Este hoyo, que probablemente fue hecho por la caída de un aerolito,

significaba la muerte para quien resbalara a su fondo.

Quebrada Miolati

Bordeando esta depresión llegué a una pequeña altura, desde donde pude divisar

que el terreno mostraba una ininterrumpida sucesión de lomajes hasta donde

alcanzaba la vista. Siempre en la esperanza de encontrar otra quebrada, seguí

caminando hacia el Sur, hasta completar quince minutos. Como los lomajes se

sucedían sin interrupción y considerando que el Cerro Plomo quedaba muy atrás,

volví nuevamente hasta el borde del embudo.

El sol a esa hora caía a plomo irradiando un calor infernal. La reverberación de las

capas de aire era tan pronunciada, que el cerro al cual había trepado Aguayo se

veía titilar violentamente y su cumbre aparecía como flotando en el aire,

desprendida aparentemente del resto de la mole.

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Gentileza de Flavio Briones 61 Preparado por Patricio Barros

Este fenómeno de refracción, que abarcaba también a los otros contornos, me

impidió absolutamente poder ubicar el macizo del Cerro Plomo. Sin embargo, como

sabía su dirección, caminé hacia ella, pero antes de un kilómetro, mi camino se vio

interrumpido por un conglomerado de altas rocas color violeta que se alzaban

verticalmente y cuya ascensión era impracticable. Desde este punto marché

nuevamente rumbo al Sur, pero sin ver otra cosa que la misma continuidad de

lomajes de arena hasta donde lo permitía la refracción.

Considerando que había fracasado en mi búsqueda de la quebrada, regresé al punto

donde había subido para disponerme a descender. Esta maniobra fue peor que la

subida: alcancé a bajar “decentemente”, aunque con continuas patinadas, más o

menos hasta la mitad del cerro. Aquí, una falsa pisada me arrastró en deslizada

hasta el mismo pie entre una nube de tierra y un estrépito que ya hubieran querido

imitarlo los invisibles cuidadores del tesoro.

Al levantarme semiaturdido, sentí los cosquilleos de varias heridas en los codos,

espalda y la palma de la mano derecha. Aparte de esto destrocé el asiento de los

pantalones y perdí una espuela que no pudo ser encontrada.

Conversaba con Ulloa sobre mi reconocimiento, cuando otro estrépito y los

consiguientes rodados anunciaron la llegada de Aguayo, quién, con más suerte que

yo, pudo llegar con sus pies. Su informe fue también adverso, pues la cumbre de su

cerro que era cónica, estaba flanqueada como el que yo había encontrado, por un

muro vertical de rocas inaccesibles.

Desmoralizados y virtualmente cocinados por el calor, resolvimos escalar

directamente el Cerro Plomo desde la boca de la quebrada, ya que este cerro era el

más alto y parecía no ofrecer muchas dificultades para el ascenso.

Pronto estuvimos a la vista del campamento, que se presentaba en orden. Rojitas y

“Yalú” estaban echados bajo una sombra. Los animales comían su ración y una

alegre columna de humo se alzaba en el rancho. “Yalú” fue el primero que se

percató de nuestra presencia, precipitándose sobre nosotros con alegres ladridos

que despertaron a Rojitas, alarmado, que con una mano tomo pantalla sobre sus

inútiles ojos, trataba de “ver”, sentado en el suelo, mientras sus temblorosas manos

tanteaban la carabina que se encontraba a más de dos metros de distancia de su

persona.

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Gentileza de Flavio Briones 62 Preparado por Patricio Barros

Cuando se dio cuenta de que éramos nosotros, resonó su voz en falsete:

—¿Qu’iubo con la mina? ¿Qué anduvieron botando los cerros que hasta aquí se oía

la tremenda bulla de pieiras?

Eran las 13 horas. Un par de bocados, nuevo aprovisionamiento de agua y

enfrentamos la subida al Cerro Plomo frente al campamento, donde las pendientes

eran más suaves. Ulloa, que estaba muy agotado, se quedó con Rojitas.

A los pocos metros de ascensión mis dolores de las heridas habían agudizado. A

esto se sumaba un incipiente dolor en un tobillo, provocado, seguramente, por

alguna mala pisada y que vino a hacerse presente una vez que estuve en descanso.

Más de cincuenta minutos demoramos en llegar, no a la cumbre, sino un poco más

arriba de media falda. Para llegar a la cima nos restaban quizás cuántos metros,

imposibles de apreciar desde donde nos hallábamos.

Al primer golpe de vista, constatamos con júbilo que, inmediatamente más al Norte,

se abría otra quebrada, cuyo curso general se inclinaba hacia el Noreste. Esta

quebrada estaba separada de la que recién habíamos recorrido, por el cerro que

había reconocido Aguayo y que en esos momentos veíamos con sus inaccesibles

rocas de la cumbre como a treinta metros bajo nuestro punto de observación. La

entrada de la nueva quebrada se veía claramente y calculamos que se encontraba

muy próxima a nuestro campamento, hacia el Norte.

Empleando nuestras manos como portavoces y al unísono comunicamos el

descubrimiento a Ulloa, a quién vimos, instantes después, lanzar al aire su gorro

lacre y que abrazaba a Rojitas. Poco después llegaban a nuestros oídos los ladridos

de “Yalú”, que se asociaba a la general alegría. Como nada más había que hacer,

resolvimos bajar, pero antes trepamos unos cuantos metros más, logrando

descubrir, con la emoción que es de imaginar, un irregular sendero color blanquizco

calcinado, que se internaba por la nueva quebrada descubierta.

En nuestra alegría no nos cabía duda de que ella ocultaba los corrales. Pocos

momentos después estábamos con Ulloa, a quién dimos rápidamente cuenta en

detalle de nuestros descubrimientos, y sin darnos más tiempo que el necesario para

beber un sorbo de café, partimos con nuestras herramientas y el chuico con agua,

esta vez acompañados de Ulloa, que resoplaba fuertemente. Nuestro rumbo fue

bordeando las dunas hacia el Norte, pero al poco andar estábamos sobre un

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Gentileza de Flavio Briones 63 Preparado por Patricio Barros

sendero que, sin duda, era la continuación del que habíamos seguido para llegar al

último campamento.

Un imprevisto nos obligó a detenernos: una de las suelas de los zapatos de Aguayo

se le despegó completamente. Como no disponía de elementos de arreglo, partió de

carrera hacia el campamento, cojeando cómicamente, pues llevaba el zapato en una

mano. Con Ulloa seguí caminando lentamente, riéndome de las exclamaciones y

dicharachos de mi compañero, que parecía un chiquillo.

Cuando nos alcanzó Aguayo, llegábamos ya con Ulloa a una parte donde el sendero

se perdía al pie de las dunas. No nos cupo la menor duda que el sendero las

remontaba para reaparecer al otro lado, ya que sabíamos que la consistencia

arenosa de éstas impide la mantención de las huellas. Una breve exploración desde

lo alto, así nos lo confirmó. Efectivamente, vimos abrirse la boca de la nueva

quebrada y, cargado hacia la ladera Sur de ella, el sendero.

Eran las 15.35 horas cuando pisamos éste. El ambiente estaba tan caldeado, que a

los pocos minutos estábamos casi achicharrados. El aspecto general de la nueva

quebrada no difería en mucho a la anterior, pues su suelo estaba también lleno de

rodados que en algunas partes interrumpían el camino, lo que demostraba que éste

estaba fuera de uso quizás cuántos años. Además, no presentaba huellas de

pisadas.

A las 17 horas, nuestra situación era al comienzo de una gran curva que el sendero

hacía en dirección Norte. Teníamos exactamente a nuestra derecha el Cerro Plomo,

por lo que dedujimos que nos encontrábamos en el sector del camino que habíamos

divisado desde aquél.

El nivel del suelo iba presentando poco a poco mayor gradiente y el aire enrarecido

nos hacía trabajar violentamente los pulmones, por lo que hubimos de hacer

numerosas paradillas. Poco después, el calor sofocante nos obligó a aligerarnos de

las ropas y cada cierto trecho nos intercambiamos los elementos de trabajo y el

chuico, cuyo contenido se había respetado cuidadosamente.

Al terminar de cruzar un estrecho desfiladero, donde el calor era agobiante, Ulloa,

cuya respiración era muy agitada desde hacía algunos momentos, se dejó caer al

suelo, intensamente pálido y con los síntomas de una fatiga.

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Gentileza de Flavio Briones 64 Preparado por Patricio Barros

§14

Rápidamente procedimos a colocar al caído bajo un improvisado toldo hecho con

nuestras blusas y camisas que afirmamos en las herramientas.

Después de algunos momentos en que aplicamos al enfermo todos los recursos de

urgencia que conocíamos, Ulloa volvió en sí, pero con evidentes demostraciones de

encontrarse mal. El desfallecimiento de nuestro amigo no podía ser causado sino

por un exceso de esfuerzos que no guardaban relación con el escaso alimento

ingerido, pues hay que recordar que, aparte del desayuno al amanecer y de los

ligeros bocados antes de partir, no había comido otros.

La nueva situación nos determinó a detener la exploración en ese punto. Un ligero

cálculo nos dio la evidencia de que llevábamos recorridos más de 8 kilómetros por la

nueva quebrada, y si debíamos guiarnos por el croquis de Mertiel, era de todo punto

imposible que los buscados corrales estuviesen en el terreno tan distanciados del

Cerro Plomo, que habíamos dejado bastante atrás.

Por otra parte, las horas corrían y la noche no tardaría en llegar, en circunstancias

de no tener abrigos ni elementos para el enfermo.

Aguayo dio su opinión de regresar al campamento apenas Ulloa estuviese en

condiciones de caminar. Como éste se encontraba en un profundo sopor, decidimos

esperar que despertara para darle a conocer nuestro modo de pensar.

Y ahí permanecimos en silencio, que era interrumpido a intervalos por fuertes

ráfagas de viento que parecían producirse sobre nuestras cabezas en las cumbres

de los cerros que nos rodeaban. Estos golpes los denominó Aguayo “sabanazos”,

debido a que resonaban, efectivamente, como si alguien agitara violentamente una

sábana en el aire.

Más o menos a las 18 horas, Ulloa pidió agua. Después que hubo bebido un largo

trago, manifestó que entre sueños había oído nuestra conversación y que también

era de opinión de regresar al campamento.

Iniciamos el retorno lentamente. Ulloa se quejaba de un fuerte dolor al cerebro y a

los ojos, dolor que se hacía más agudo con las pisadas que, según él, resonaban

como martillazos en su cabeza.

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Gentileza de Flavio Briones 65 Preparado por Patricio Barros

A medida que fue cayendo la tarde, la marcha se hizo más difícil para el enfermo,

que iba con los ojos semientornados y tropezando continuamente. Poco más tarde

notamos que una manga de niebla se desprendía lenta y pesadamente desde las

cumbres hacia el fondo de la quebrada, llegando a espesarse momentos después en

tal forma, que tuvimos que hacer alto por prudencia, lo que aprovechó el pobre

Ulloa para tenderse boca abajo y comprimiéndose la frente con las manos.

Un cálculo a base de la hora y del probable recorrido, me dio la evidencia de que el

campamento no podía encontrarse a más de una hora de distancia desde el punto

donde nos encontrábamos, pero como seguir andando era exponerse a un extravío

o a la torcedura de un pie en la oscuridad, discutí con Aguayo la posibilidad de que

uno do nosotros tratara de llegar hasta donde Rojitas en busca de auxilio. En esos

momentos la camanchaca nos había empapado como si nos hubiésemos sumergido

en agua.

La inactividad nos provocó un intenso frío, pesé a los violentos ejercicios

gimnásticos que Aguayo y yo debimos hacer.

Ulloa, a pesar de haberse arropado con nuestras blusas, daba diente con diente, y

al examinarlo descubrí que tenía alta fiebre.

Como la situación no podía ser más grave, volví a insistir con Aguayo en la

posibilidad de llegar al campamento a traer aunque fuese abrigos y algo caliente

para el enfermo. Ulloa intervino con cansada voz, haciéndonos ver que era mejor

que fuéramos los dos y a él se le dejara en ese mismo sitio. Yendo dos, habría

menos posibilidades de extraviarnos, pues “lo que veía uno, mejor lo verían dos”.

(Textual)

Sin pérdida de tiempo, dejamos el chuico a su lado, lo arropamos lo mejor que

pudimos y después de unas palabras de aliento, partimos, “buceando”

prácticamente en la espesa bruma, husmeando el invisible sendero,

estremeciéndonos de frío y destilando agua por todo el cuerpo.

No soy capaz de transportar al papel la amarga odisea que sufrimos para poder

llegar a la boca de la quebrada, trepar las dunas y encontrar el nuevo trazo del

sendero que, como ya se ha dicho, desaparecía al llegar al sector arenoso del pie

occidental de ellas.

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Gentileza de Flavio Briones 66 Preparado por Patricio Barros

Sin embargo, tuvimos una sorpresa: la camanchaca no había afectado a la pampa,

debido, seguramente, a un cambio de viento.

Después de algunas vacilaciones producidas por la confusión que hicimos de

nuestras recientes pisadas, con las que creíamos haber impreso en la tarde anterior,

Aguayo pudo encontrar el sendero que conducía al campamento. Como el terreno se

presentara más despejado y más firme, tomamos el trote largo.

Cuando calculamos estar cerca, Aguayo lanzó dos o tres estentóreos gritos que

resonaron extrañamente en las soledades. Casi instantáneamente se oyeron los

ladridos de “Yalú”, pero que tenían una inflexión como de aullido, lo que nunca,

habíamos notado en él.

Nos aprestábamos para cruzar la entrada del campamento, cuando un cercano

fogonazo, la detonación y el silbido de un proyectil que pasó a alguna distancia de

nosotros nos hizo lanzarnos violentamente a tierra.

—¡No dispares, imbécil, que somos nosotros! —grité a toda boca, dirigiéndome al

invisible tirador que no podía ser sino Rojitas.

Apenas nos habíamos incorporado para seguir, cuando sentimos el característico

chasquido de una nueva carga en el arma, que nos hizo tendernos nuevamente, en

tanto que Aguayo, haciendo uso de sus manos como portavoz, gritaba, exaltado:

“—¡Overo, hijo de p., soy Aguayo!”, exclamación que fue seguida de un nuevo

fogonazo y del silbido del proyectil que al chocar, probablemente, contra una piedra,

sonó como un maullido de gato, siempre a alguna distancia nuestra. Nuevo ruido de

carga, otro disparo, y así el tercero, cuarto y por fin el último del cargador, por lo

que nos precipitamos en carrera hacia el campamento. Con un violentísimo agarrón

a la carabina, Aguayo desarmó a Rojitas, quién cayó a tierra sin decir palabra. Al

inclinarnos sobre él nos impusimos que se encontraba pasado a alcohol.

—A este perro hay que amarrarlo —dijo, jadeante, Aguayo.

Entre ambos lo arrastramos hasta los sacos de víveres, y Aguayo, con un cordel de

los animales, le ato fuertemente las piernas y los tobillos.

Rápidamente se calentó café y se llenó un termo, en otro termo se echó caldo que

quedaba del almuerzo, y al ir a buscar coñac, encontramos cuatro botellas vaciadas

por Rojitas. A “Yalú”, que seguía aullando, lo encontramos amarrado a una estaca.

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Gentileza de Flavio Briones 67 Preparado por Patricio Barros

Este era el motivo de su extraño modo de protestar, pues el noble animal nunca

había sido tratado en esa forma.

—Señor Arondeau —me dijo Aguayo—, el campamento no puede quedar a cargo de

este condenado tonto. Quédese usted, que yo regresaré donde el viejo. Ya rastreé

el camino y no tengo cómo perderme.

Con la agilidad que le era peculiar, cargó con los termos, se terció dos frazadas y

partió al trote largo, sin haberse siquiera cambiado su empapada vestimenta.

Por mi parte, después de beber un largo trago de café con coñac, me tendí envuelto

en una manta, habiéndome antes despojado de la ropa, cerca del albino, que hipaba

su borrachera entre sonoros ronquidos. Al fijarme con más detención en el

durmiente, observé que tenía un hilo de sangre en la frente, herida provocada por

el cañón de la carabina al ser desarmado por Aguayo.

No me fue posible dormir. Miles de tumultuosos pensamientos contribuían a una

nerviosidad muy justificada por cierto, después de las largas horas de ansiedad y

los últimos acontecimientos pasados, en los que veía claramente una intervención

misteriosa que parecía querer impedir por todos los medios nuestro acercamiento al

sitio del tesoro.

§15

Clareaba el nuevo día cuando me levanté. Rojitas estaba de espaldas con las manos

cruzadas detrás de su cabeza y con los ojos entreabiertos e intensamente pálido.

Sin dirigirle la palabra, me dediqué a calentar café. Hecho esto, procedí a esconder,

lejos de la observación del albino, toda la munición, llevando después un jarro de

café a éste. Al acercarme empezó a gimotear, explicando que su actitud de la noche

había sido producto del miedo, pues apenas oscureció, el perro empezó a gruñir y a

tratar de cargar contra alguien hacia el lado de la quebrada, que los caballos se

espantaban a cada momento y que después habían sonado ruidos extraños en lo

alto de las dunas.

Su ceguera y habitual timidez habían estado en pugna con la obligación de vigilante

del campamento, por lo que había buscado valor en el trago. Con esto se sintió

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Gentileza de Flavio Briones 68 Preparado por Patricio Barros

animoso, y cuando escuchó los gritos de Aguayo, imaginó que atacaban el

campamento, por lo que creyó de su obligación emprenderlas a tiros.

Terminó pidiéndome que lo desamarrara para irse, no pidiendo ni agua ni víveres.

Asumiendo un aire de enojo que estaba muy lejos de experimentar, le notifiqué que

quedaba perdonado, pero que la más mínima falta, posterior significaría para él

dejarlo atado en plena pampa, para que fuera pasto de “los pitigualles”. (Este

nombre lo inventé al vuelo y quedó tan grabado en el pobre Rojitas, que

posteriormente le oí contar a Aguayo una mentirosa y escalofriante aventura en la

que figuraba un ataque de “pitigualles” hambrientos en la pampa, aunque sin definir

si los pretendidos “pitigualles” eran aves o animales feroces.)

Procedí a desatarlo bajo su promesa formal de no beber alcohol (se repetía el

episodio de Ulloa y Miolati) enviándolo a atender el forraje de los animales.

El relincho de uno de estos y que fue devuelto por la quebrada en alas del eco

semejando una lúgubre carcajada, me hizo recordar el extraño rumor que había

oído, proveniente también del fondo de la quebrada, inmediatamente después de

los aplausos prodigados al primer concierto de Rojitas. Con el fin de comprobar la

similitud que estos fenómenos físicos pudieran tener con los fenómenos psíquicos

que había relatado Ulloa, me dediqué a escuchar desde distintos puntos y ángulos

otros relinchos como, asimismo, el eco producido por algunos disparos de mi

revólver. Esta última prueba devolvió desde el interior de la quebrada un rumor que

perduró algunos segundos y que dio la impresión de que el eco iba dando tumbos

por los cerros.

Analizando el relato de Ulloa, debemos recordar que la primera demostración había

sido el ruido de un derrumbe cuyo estrépito fue tan grande, cual si la quebrada

entera se hubiera venido abajo. Como he dicho, los desprendimientos de piedras

desde las laderas no eran raros, pues, además de estar aquellas semicalcinadas,

había partes cortadas a pique. Un golpe de viento que hacía rodar una pequeña

piedra, podía en cortos instantes provocar un verdadero aluvión. Ahora, si durante

el día este ruido podía apreciarse notablemente, es de imaginar que en la quietud

de la noche debía sentirse sumamente ampliado.

Por lo que respecta a los tiros de revólver, he dicho que el ruido persistía durante

algunos instantes, dando la impresión de que el rumor iba chocando de cerro en

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Gentileza de Flavio Briones 69 Preparado por Patricio Barros

cerro, basta perderse a lo lejos. Esta persistencia estaba, naturalmente, en relación

directa con el número de disparos y del intervalo dado entre ellos. Así fue que pude

verificar que tres disparos consecutivos dieron la sensación acústica de “un vocerío”

que duró algunos segundos. Cinco disparos en la misma forma, prolongaron el

rumor mucho más acentuado.

Por otra parte, si el relincho de un animal fue devuelto por la quebrada como una

carcajada de extraña modulación, es de pensar que durante la huida de Ulloa con

Miolati, pudo haber sido el relincho de una de las mulas, lo que hizo oír a ambos

viajeros aquellas risas lúgubres e irónicas desde el fondo de la quebrada.

Dejo a los lectores de esta historia la deducción de las circunstancias que he

relatado.

Cerca de las 8 horas, tomé colocación en lo alto de las dunas, a fin de divisar la

aproximación de Ulloa y Aguayo, para salir en su encuentro. En este punto

permanecí más de una hora, sin ver otra cosa que el fuerte reverberar del sol en la

árida y dilatada pampa. En vista de esto y sintiendo justos temores por los

compañeros, resolví ir en su busca.

Nuevos pensamientos alarmistas me asaltaron mientras efectuaba el recorrido,

siendo el más dominante el que Aguayo hubiese extraviado el rumbo.

Sin embargo, al llegar al punto de entrada a la nueva quebrada, descubrí con

satisfacción las huellas recientes de Aguayo. Las pisadas nuestras de la noche

anterior estaban marcadas un poco más distantes y ya empezaban a borrarse.

Antes de internarme en la quebrada y desde lo alto de la duna hice un

reconocimiento visual con mis anteojos hacia el Noroeste, aprovechando la buena

visibilidad, pues el sol iluminaba nítidamente la pampa. No sin impresión descubrí

como a cinco kilómetros, aproximadamente, una especie de obelisco o aguja que

emergía de un lecho seco de río o torrentera y que no podía ser otra cosa que la

famosa Roca Agujereada, que figuraba en el plano de Mertiel y en cuya base Ulloa

manifestaba haber enterrado parte de su impedimenta al día siguiente de su fuga

con Miolati.

Llevaba poco más de hora y media de avance por la quebrada, cuando vi aparecer a

Aguayo al trote largo. Al llegar al alcance de la voz, me gritó:

—¡Señor Arondeau! ¡Encontramos los corrales!

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Al acercarse me manifestó que venía a pedirme el traslado inmediato del

campamento al sitio del hallazgo, pues el terreno era difícil de cavar y se

encontraba algo distante. Ulloa estaba ya repuesto de su mal. Regresamos

rápidamente al campamento y poco antes de las 11 horas estuvimos en condiciones

de partir con todos los elementos.

La "taza" de los corrales

Después de un largo trabajo pudimos trazar un sendero al través de las dunas hasta

la boca de la nueva quebrada, por el cual pasamos las bestias descargadas.

Probablemente, años anteriores, cuando el tráfico era continuo, debió existir algún

sendero que ahora estaba cubierto por las arenas. Una vez en la quebrada,

volvimos a cargar los animales y enfilamos directamente al punto donde habían,

encontrado los corrales. Esta noticia había bastado para disiparme como por

encanto todos mis malestares físicos y morales. Recuerdo que mientras

avanzábamos le dije a Aguayo:

—¡Mañana, a más tardar, pasaremos de regreso por aquí mismo hechos millonarios!

Durante el trayecto, Aguayo me relató lo ocurrido: después de su penosa marcha

hasta donde había quedado Ulloa, lo encontró más repuesto, mejoría, que se

completó con las bebidas calientes y un tranquilo sueño que duró hasta las 6 horas.

A esta hora emprendieron el regreso hacia el campamento. Llevaban más o menos

una hora de recorrido, cuando descubrieron al lado Sur de la quebrada una entrada

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o rincón que había escapado a nuestra observación la tarde anterior, por cuanto

estaba tapada por una larga puntilla o lengua de cerro que llevaba la misma

dirección de nuestra marcha. Al ir a reconocer esta entrada se encontraron en una

especie de frontón o saco sin salida, en cuyo fondo se hallaban los buscados

corrales. Inmediatamente se pusieron a remover el terreno, faena que les resultó

muy pesada por la consistencia del suelo. Ante esta eventualidad fue cuando partió

Aguayo a avisarme.

A las 11.30 horas llegamos al sitio. En realidad, para quienes, como nosotros,

marchábamos rumbo al Este, era difícil descubrir el “saco”, que estaba formado por

el largo espolón descrito por Aguayo y la ladera Sur de la quebrada. Esta dificultad

desaparecía para el que venía en dirección opuesta. El “saco” tenía forma

semitriangular y abarcaba más o menos doscientos metros de perímetro. Al fondo

se alzaba un cuadrilátero de piedras superpuestas, dividido al centro por otro muro,

constituyendo dos corrales cuyas entradas estaban por el lado del cerro y cuyo piso

lo formaba una espesa y endurecida capa de guano animal.

Ulloa, que otra vez parecía haber perdido veinte años, picaba el terreno sin

descansar e inundado de transpiración, con la barreta del sunco, en busca de alguna

capa más blanda que dejara traslucir la posibilidad de una anterior remoción.

Mientras se instalaba el nuevo campamento, una breve exploración hecha al lado

afuera del ensanche, nos dio la evidencia de que ese era el punto que indicaba el

croquis de Mertiel, pues el Cerro Plomo quedaba casi encima de nosotros y

separado únicamente por el cerro inaccesible que había reconocido Aguayo.

Como notáramos a Ulloa algo agotado, le pedimos que cesara en su trabajo y

contribuyera a preparar un buen rancho, que debía proporcionarnos, aparte de las

energías necesarias, un ánimo más tranquilo para dar fin a la empresa, cuyo

término debía ser cuestión de pocas horas.

Mientras Ulloa con Rojitas se dedicaban al rancho, con Aguayo iniciamos los

preliminares del trabajo de búsqueda, marcando con pala un trazado que

circundaba los corrales hasta cuatro pasos hacia afuera de sus muros. Todo éste

sería profundizado hasta cinco metros o más si fuese necesario, aunque nuestro

optimismo nos hacía pensar que el tesoro debía encontrarse a menos profundidad.

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Gentileza de Flavio Briones 72 Preparado por Patricio Barros

Terminábamos nuestro trabajo cuando oímos una exclamación de Ulloa, que nos

dejó helados:

—¡Buena cosa, señor! El agua de los chuicos está toda podrida y con mal olor.

§16

Efectivamente, el contenido de los chuicos estaba descompuesto y despedía un olor

nauseabundo y penetrante, debido al excesivo calor y al ningún aireamiento. Como

experimento hicimos hervir una cantidad de agua, pero, aun cuando el olor

desapareció en parte, el sabor era sumamente desagradable. De inmediato

procedimos a trasvasijar todo el líquido en cuanto recipiente teníamos. Después de

efectuar esta operación varias veces, la volvimos a poner en los chuicos, que habían

sido lavados prolijamente con agua y arena, dejándolos destapados para mejor

ventilación.

La justificada duda de que el ganado no quisiese bebería, quedó pronto disipada, y

esto era lo más importante. En cuanto a nosotros, cada vez que hubiéramos de

usarla, se haría hervida y mezclada con vino o coñac, para lo cual el rancho debía

tener permanentemente una olla lista.

Aun cuando almorzamos con bastante buen humor, al final llegó algo inesperado.

Aguayo hizo inadvertidamente un comentario a los varios días que llevábamos de

andanzas y fatigas, observando que ya era hora de dar un término a la expedición.

En efecto, todos habíamos enflaquecido, nos sentíamos agotados y añorábamos las

comodidades que habíamos dejado atrás. En lo que respecta a la moral, aun cuando

nada decíamos, estábamos en general sin otro entusiasmo que el de cavar cuanto

antes el suelo de los corrales, para desengañamos de una vez. Todas estas

circunstancias convergían claramente a una sola finalidad: regresar cuanto antes.

Apenas terminamos el almuerzo, se inició el trabajo de excavación por Aguayo y

Rojitas. Ulloa y yo debíamos reemplazarlos a los veinte minutos de faena. En este

lapso trepé por la ladera Norte a fin de localizar desde este punto más elevado esas

inequívocas marcas o señales que quedan en la superficie del terreno que ha sufrido

excavaciones, pero mi observación fue inútil, pues el suelo presentaba una pareja

uniformidad.

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No obstante, hice otro descubrimiento: sobre los corrales, más o menos a dos

metros de altura sobre la ladera Sur, sobresalía un reborde o cornisa de roca

formando una plataforma de unos dos metros de ancho, que ya habíamos divisado

al entrar al “saco”, pero que no le dimos importancia por encontrarse cubierta de

piedras grandes como rodados, pero que desde la altura en que me encontraba vi

claramente que no eran tales, sino una espacie de muro semidestruído.

Con la consiguiente curiosidad bajé desde mi punto de observación y subí hasta la

plataforma y observé el muro que no tenía más de cincuenta centímetros de alto

por otros tantos de fondo y de frente todo el largo de la plataforma. Este nuevo

corralillo estaba lleno de piedras de todos tamaños y que correspondían al

conglomerado que habíamos visto al llegar. No dejó de llamarme la atención de que

estas piedras parecían haber sido colocadas exprofeso, pues no existía ni

remotamente la posibilidad de que hubieran caído de lo alto del cerro.

También deseché la idea de que la plataforma pudiera ocultar el buscado “entierro”,

debido a que el piso de la plataforma era uniformemente rocoso y compacto. Quedé

pensando qué objeto pudo haber tenido ese muro, llegando a la deducción que

podía haber sido utilizado como refugio para los hombres a cargo del ganado, el

cual alojaba en los corrales inferiores. Observando con más detalle, logré encontrar

una estrecha y ya casi completamente borrada senda que unía la plataforma con el

suelo, lo que me dio la evidencia de mi deducción anterior. Informé de lo

encontrado a mis compañeros, quienes, después de examinar el sitio, estuvieron

también de acuerdo en mi modo de pensar.

A las 17 horas teníamos excavado todo el contorno de los corrales hasta más o

menos dos metros de hondura, operación que fue facilitada por la consistencia

arenosa que encontramos en las capas inferiores del piso. Más abajo de la

profundidad alcanzada apareció el piso rocoso. Después de la última palada, nos

miramos en silencio.

Aguayo dio por fracasada la búsqueda. Ulloa, aferrado aún a la esperanza, propuso

excavar las laderas, lo que se hizo de inmediato.

Pasadas las 19 horas, el “saco” estaba excavado totalmente, por lo que decidimos

dar término definitivo a la expedición y regresar a Mejillones con las primeras luces

del día siguiente.

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A la hora del rancho, Ulloa, que se encontraba visiblemente afectado, nos pidió que

nos quedáramos un día más, para hacer cateos en la parte exterior del “saco”. Con

este motivo se produjo una agria discusión entre él y su yerno, pues éste hizo

presente que dada la escasa cantidad de agua que quedaba, era un verdadero

suicidio el permanecer en ese punto sin haber para qué. Ulloa se excitó hasta tal

punto, que nos invitó a irnos, dejándolo a él solo para proseguir la búsqueda.

Por fin se llegó a un acuerdo, que fue el de quedarnos hasta medio día del

siguiente. Después de asegurar los animales dentro de los corrales, nos acostamos.

Al querer ver la hora para mis anotaciones en el Diario de Viaje, pude constatar que

mi reloj se había detenido por falta de cuerda. Con este hecho, la expedición

quedaba sin hora, pues Aguayo tenía su reloj con la cuerda cortada.

Serían más o menos las dos dé la mañana, cuando fui despertado por Aguayo para

comunicarme que los animales estaban cubiertos de zancudos.

Al acercarnos al ganado vimos que los molestos dípteros en enormes cantidades

envolvían prácticamente los corrales, provocando un estado de desesperada

intranquilidad en los animales. Rojitas procedió entonces a hacer un gran cono de

huano seco procedente del piso de los corrales y después de prenderle fuego por la

parte inferior, pudo aclarar en parte la nube de los importunos visitantes. Este

incidente puso fuera de sí a Ulloa, quién a grandes voces no se cansaba de repetir:

— ¡Si hay zancudos hay agua!

No dejó de impresionarnos esta justa observación, pues, al haber agua cerca del

campamento, podíamos, desde luego, prolongar las exploraciones, ya que

disponíamos de víveres y forraje en cantidad suficiente.

Con ansias nos reunimos esperando el nuevo día, mientras trazábamos planes para

ubicar la aguada. Ulloa propuso utilizar un caballo al cual debía dejársele sin agua, a

fin de que cooperara a la búsqueda, pues es sabido que los animales sedientos

escarban donde ella existe. Rojitas, cuyo buen humor había vuelto a su ánimo,

agregó que era mejor pillar un zancudo, amarrarlo de la cintura y después soltarlo

sin aflojar el cordel y seguirlo por donde volara.

Aun no aclaraba del todo cuando nos disgregamos en diferentes partes en busca del

preciado líquido. Ulloa llevaba uno de los caballos, de acuerdo con su idea, pero, sea

porque la experiencia no fue suficiente o sea porque el animal no tenía sed, no dio

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señales de querer encontrar el agua. A las 9 horas dimos por terminado el

reconocimiento después de haber explorado minuciosamente todos los contornos de

nuestro campamento hasta una distancia superior a cinco cuadras, incluso las

laderas de ambos lados de la quebrada. No se exploró más lejos, pues se sabía que

los zancudos no vuelan muy extensamente de noche y de día permanecen en las

proximidades del agua.

Profundamente desalentados, dispusimos todo para partir a medio día, conforme a

lo acordado. Ulloa, con su yerno y Rojitas, siguieron excavando hasta poco antes de

las 11 horas la parte exterior del “saco”, en busca del tesoro. En una parte,

inmediata a la ladera Norte, Aguayo encontró una blanda capa de arena que pudo

excavar hasta más arriba de su cintura, hasta encontrar el fondo rocoso. De esa

excavación salieron algunos trozos de porcelana antigua con hermosos dibujos

coloreados y que debieron pertenecer a una fuente o plato grande, los restos de un

choapino o sudadero de cabalgadura y una extraña bola de caoba que daba la

impresión de ser una bola de palitroque o base de algún mueble antiguo. Este

hallazgo nos decidió a cavar en torno al hoyo hecho por Aguayo hasta un diámetro

de tres metros, más o menos, impidiendo aumentarlo la roca del fondo. Según

opinión general, ese punto debió haber sido utilizado como rancho o fogata en otros

tiempos, pues también salieron algunos restos de maderos carbonizados.

A las 11.30 horas nos preparábamos para comer algo, cuando “Yalú” empezó a

ladrar furiosamente, adelantándose hacia la boca del “saco”.

Casi de inmediato oímos distintamente que desde el fondo de la quebrada se dejaba

oír un silbido cuyo tono era el que se emplea generalmente para llamar a los perros.

Requiriendo nuestras armas salimos rápidamente al exterior, a excepción de

Rojitas, que se escabulló.

Nuestros ojos puestos en la quebrada, vieron por fin aparecer un ser humano con

camiseta rayada de blanco y de rojo. En este momento oí a Aguayo que exclamaba

enérgicamente:

— ¡Baje su carabina, viejo, que no es el sunco!

Al volver la vista, pude darme cuenta que Ulloa le estaba haciendo la puntería al

desconocido.

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Al acercarse, el personaje nos hizo un gran saludo con una mano y avanzó a

grandes zancadas sin dejar de silbar al “Yalú”, que no cesaba de ladrar. Al

aproximarse más, notamos que usaba una barba cerrada y grandes bigotes color

castaño claro. A sus espaldas portaba dos tarros parafineros muy bruñidos y un

abultado saco harinero. Su talla era alta y su contextura muy fuerte.

Antes de llegar a nuestro lado, nos dijo con voz sonora y franca:

—Muy buenos días, amigos. ¿En que andan por lados?

§17

Se iniciaron las preguntas de rigor:

— ¿Quién eres?

— Zacarías Salas, para servirle —contestó el visitante, mirando con recelo nuestras

armas.

— ¿Andas solo o acompañado?

— Solo.

— ¿De dónde vienes?

— De unas minas en los cerros Vireira.

— ¿Para dónde vas?

— A Gatico.

— ¿Y qué andas haciendo por aquí?

— Siempre corto camino por aquí. ¿No ve que así me queda más a la mano el agua?

— ¿Qué agua?

— ¡La de la poza, pues, señor! —exclamó entre sonriente y dubitativo y señalando

hacia el fondo del “saco”.

— ¿Estás bromeando?

— No bromeo, señor; pero ¿que no saben que ahí hay dos pozas? Déjeme

enseñárselas.

Le abrimos paso y Salas con rápidas miradas de desconfianza e incredulidad, se

dirigió al fondo del “saco”, trepó a la plataforma y después de retirar algunas de las

piedras, escarbó con un cuchillo en dos puntos distantes, como a metro uno de otro,

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Gentileza de Flavio Briones 77 Preparado por Patricio Barros

y ante el asombro de todos nosotros, el suelo empezó a humedecerse hasta formar

dos pequeños charcos de agua turbia.

Pocos momentos después, Salas había ganado nuestra confianza. Manifestó ser un

experto conocedor de la región, debido a su ocupación, que era la de “correo”

particular.

Su residencia estaba en Gatico, desde donde salía a recorrer los numerosos

establecimientos mineros del interior, llevando y trayendo encargos, cuya mayor

parte los adquiría en Mejillones, cada cierto tiempo.

Como dato interesante, debo hacer presente que todos sus recorridos los efectuaba

a pie. En otro tiempo había tenido una mula, pero, al decir de él, los viajes le

resultaban sumamente “latosos”, amén de que consumía más agua que la escasa

que acostumbraba a beber.

Los dos tarros que llevaba, los tenía dedicados a transportar dicho elemento,

aunque uno de ellos tenía todas las demostraciones de contener alcohol... El saco

contenía un surtido tan heterogéneo, que sería muy largo detallarlo. Entre éstos

figuraba un reloj despertador lleno de herrumbre, pero que funcionaba

perfectamente, y una serie de tarros vacíos cuyo objeto no pudo explicar

satisfactoriamente.

Salas calzaba chalas hechas con gomas de neumáticos y su sombrero era un amplio

chupallón en bastante mal estado y que él denominaba, no sin razón, “el colador”.

En la conversación nos detalló de corrido todas las aguadas existentes en la costa y

en el interior, y gracias a él pudo “traducirse” el informe traído por Aguayo en su

viaje a Mejillones. En este informe, no figuraba la Aguada del Chicoco, pero

confrontando las explicaciones de Salas con el citado documento, encontramos que

en el noveno renglón se encuentran las palabras:

… del chico, so … o sea, “Chicoco”, tal vez mal dictado y peor escrito.

También nos hizo presente que las aguadas que quedan a pleno sol, hay

conveniencia de taparlas después de ser usadas, debido a que se cubren, poco a

poco, de líquenes que echan a perder el agua, produciendo malestares gástricos.

Esta advertencia está en el informe en el renglón dieciocho, que dice:

... limpiarla de los buscos (musgos) que son liperientos ...

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Gentileza de Flavio Briones 78 Preparado por Patricio Barros

El buen humor de Zacarías, que por todo se traducía en francas y estentóreas

carcajadas, nos movió a relatarle el verdadero objeto de nuestra expedición. Salas

se manifestó dudoso y expresó que jamás había oído decir que en esa quebrada

hubiera un entierro, y eso que su abuelo y su padre habían sido, como él, activos

viajeros de ese sector.

—Este fue un sitio muy traficado hace años —dijo— y el punto obligado de parada

era, precisamente, en esta aguada. No creo —continuó— que hubiera alguien tan

tonto que fuera a enterrar un tesoro encontrándose tan cerca, relativamente, de

Cobija y de Mejillones, a donde se puede llegar en pocas horas.

Al manifestarle que teníamos un plano, lo pidió para examinarlo cuidadosamente.

—No —dijo—, no puede ser entierro y creo que las palabras “AQUÍ ESTÁN”

corresponden a las aguadas, más bien, porque, ¿dónde enterrar algo aquí que no

fuera descubierto con tantísima gente que alojaba y abría hoyos por todas partes?

Además —continuó—, no hay entierro, por secreto que sea, del cual no se llegue a

saber algo. A mi padre le he oído muchos derrotaros pero nunca por esta quebrada,

que era el camino obligado de tantos mineros y comerciantes que llegaban a formar

“nata” en los tiempos de embarques por Cobija.

Esta dilatada y lógica explicación de Salas —aunque no fue dicha con las mismas

palabras— nos convenció, incluso a Ulloa, que permaneció en un hosco silencio.

La llegada de Salas y el encuentro del agua, aunque un poco salobre, nos decidió a

partir con las primeras luces del nuevo día, a fin de permanecer un día más

descansando a los animales.

Ulloa me pidió que le hiciera un plano de la quebrada y en forma bien amplia en el

cual saliera también la indicación de nuestro recorrido desde la Punta Hornos.

Accedí a ello, y una vez terminado, Aguayo propuso ponerles nombres históricos a

los puntos más importantes:

La primera quebrada se denominó Miolati, para rendir un homenaje al pobre

desaparecido. El camino desde Punta Hornos se llamó Del Sacrificio. El cordón de

dunas, Mertiel. La nueva quebrada, Ulloa. La aguada, Zacarías Salas; el

campamento primitivo, Rojitas. Los cerros que habíamos trepado con Aguayo,

llevaron nuestros respectivos apellidos y, por fin, el Cerro Plomo, Cerro Quimera. No

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Gentileza de Flavio Briones 79 Preparado por Patricio Barros

recuerdo a qué sitio pusimos el nombre de “Yalú”, como un recuerdo al noble

compañero de aventuras.

Después de caída la tarde, Rojitas dio rienda suelta a su arte musical, mientras yo

me di a meditar.

Como un galardón de la naturaleza, esa noche no hubo neblina y una: luna

enormemente grande que molestaba la vista con su plateado fulgor, vino a

asomarse por encima de los cerros sobre nuestro campamento, haciendo resaltar

los escombros de las excavaciones como en un paisaje de otro mundo.

Desde donde me encontraba tendido, podía divisarse la cinta blanquizca del

sendero, que se perdía quebrada adentro. Mi imaginación se dio a pensar en

cuántos seres habrían cruzado esas arenas durante años, desde mucho antes que

yo llegara a esta vida, seres que iban algunos con las esperanzas en sus corazones,

y los más, tal vez, con la amargura y el fracaso. Cuántos de ellos, ya convertidos en

amarillentos huesos, estuvieron, como yo, en ese mismo sitio, a la luz de la misma

luna que alumbraba, indiferente, las misteriosas y extensas soledades, mientras en

las cumbres resonaban los extraños “sabanazos” del viento.

Si existía la otra vida, quizás en qué rondó misterioso estarían los invisibles

cuidadores del tesoro en torno a la música de Rojitas y quizás también si los

espíritus de Miolati y Mertiel contemplaban al noble Ulloa, cuyo aspecto era muy

distinto de aquel temerario joven que conocieron en sus vidas.

Desde temprano, procedimos a completar una ración de agua fresca para nuestra

primera jornada, que sería hasta la costa.

A las 8 en punto dimos una última mirada al paraje que nunca quizás habríamos de

volver a ver, y emprendimos la marcha. Zacarías iba al lado de mi caballo,

marchando a largos trancos, como era su costumbre.

Sin mayores dificultades cruzamos las dunas y pasamos sin detenernos por el

primer campamento. Ulloa, en este punto, profundamente emocionado, retenía

visiblemente sus lágrimas.

Cuando descendimos el cerro de los cactus, Ulloa se acercó y me pidió que en vez

de dirigirnos a Mejillones, acompañáramos a Zacarías hasta Gatico, a fin de volver a

ver sus antiguas “canchas”.

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Gentileza de Flavio Briones 80 Preparado por Patricio Barros

Me agregó que así tendríamos ocasión de pasar por la Roca Agujereada y sacar las

herramientas que había dejado con Miolati en su primera expedición.

Dibujo panorámico de la Roca Agujereada, desde el norte

Como con la compañía de Zacarías estábamos a cubierto de cualquier falta de agua

y yo tenía interés en conocer esos parajes, no hubo inconveniente en acceder,

previa consulta a Aguayo.

Variamos, pues, la dirección de marcha, dirigiéndonos hacia el Norte, guiados por

Zacarías, que eligió una cortada. Al poco rato estuvimos sobre una antigua y

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Gentileza de Flavio Briones 81 Preparado por Patricio Barros

polvorienta huella, que era la misma que había utilizado Ulloa con Miolati al dejar la

Roca Agujereada rumbo al Cerro Plomo en su primera y fantástica expedición.

§18

A las 14 horas, echamos pie a tierra junto a la roca, y quiero ahorrar la descripción

de ella, remitiéndome al dibujo que se presenta en estas páginas.

Ulloa, apenas desmontó, atacó vigorosamente con una pala cierto punto, dejando al

descubierto, a los pocos momentos, los restos semicarcomidos de varios tarros de

conservas, una pequeña barretilla, algunas botellas y una pala, de la cual sólo

quedaba la cuchara metálica.

Hecho esto, se irguió con su frente perlada de transpiración y sin decirnos palabra,

nos miró de uno en uno. Ahí estaban los mudos testigos de su viaje con Miolati.

Después de explicar a Zacarías y a Rojitas el significado de esa faena, me dediqué a

buscar alguno de los tarros que había apilado Miolati en el hueco de la roca y los

que había derribado después de un certero peñascazo. Desgraciadamente, no

encontré nada.

El tiempo se había encargado de hacer desaparecer esos recuerdos.

Sin embargo, Ulloa, buscando cerca de la piedra contra la cual Miolati había

estrellado la botella mientras aquél dormía, pudo encontrar algunos trozos de vidrio

que el tiempo había tornado de un color morado muy hermoso. (Estos trozos se

encuentran en mi colección junto con los otros recuerdos de esa aventura.)

La noche fue apacible y tranquila para todos, menos para Ulloa, que después de

estar acostado, se levantó y empezó a pasearse. Fumaba cigarrillo tras cigarrillo y

varias veces se acercó a darle un “tanteo” al trago fuerte. No supe a qué horas se

tendió, pero Aguayo, que dormía a su lado, me informó que toda la noche había

estado muy agitado.

Al día siguiente, antes de partir, volvimos a enterrar los viejos recuerdos en el

mismo sitio, dejando también una botella vacía de agua mineral conteniendo el

siguiente documento:

“En pos de la eterna quimera del oro, tres hombres llegamos hasta

un paraje de esta pampa, guiados por un antiguo plano del

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Gentileza de Flavio Briones 82 Preparado por Patricio Barros

derrotero de un probable tesoro. Dos hombres más llegaron después

a juntarse con nosotros y que venían traídos por el Destino. Este

mismo Destino nos aleja para siempre de estas soledades sin haber

podido realizar nuestras esperanzas. Si alguien encuentra este

documento, le rogamos que nos busque en el mundo.

Roca Agujereada, Marzo de 1926”.

Jean Arondeau, Santiago de Chile; Apolonides Ulloa, Antofagasta; Moisés Aguayo,

Antofagasta; Zacarías 2° Salas, Gatico; José Agustín Rojas, Carabineros de Chile

Rojitas insistió en poner su dirección en Carabineros, alegando que si lo dejábamos

solo, esa iba a ser la dirección más segura.

La botella se tapó herméticamente, envolviéndose, además, en una camisa y en un

saco. A su lado se depositó la barreta del sunco y todas las botellas y tarros vacíos

que quedaron.

No sin pena dimos ahora un mudo adiós a la Roca Agujereada y pocos momentos

después nos sorprendía el sol sobre el camino a Cobija y que era el mismo seguido

en 1892 por Ulloa y Miolati. Ulloa iba a la cabeza de la columna observando

detenidamente el paisaje.

Recordando el episodio de la aparición, me acerqué a Ulloa para pedirle que no

olvidara indicarme el sitio donde había ocurrido; pero mi pobre amigo no pudo

entenderme, pues estaba ebrio, lo que me causó una profunda pena.

Poco antes de las 12 horas bordeábamos por el Este unas alturas que quedan frente

a la Punta Yayes y entrábamos en una amplia rada denominada Caleta Gualaguala.

Aquí nos manifestó Salas que existía una aguada descubierta por su padre.

Efectivamente, internándonos hacia el Este como un kilómetro, echamos pie a tierra

ante un roquerío color blanquizco, al pie del cual Zacarías dejó al descubierto un

charco donde hicimos alto para un breve almuerzo.

Como soplara un fuerte viento que hacía más soportable el calor, decidimos seguir

la marcha inmediatamente.

Y así siguió la caravana, entre el ruido discordante de ollas y tarros que llevaba

Rojitas, los alegres dichos de Zacarías y la honda preocupación de Ulloa, cuyas

arrugas en la frente parecían haberse profundizado.

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Por mi parte, sentía también un profundo desencanto, pues el fracaso del entierro

había derrumbado muchos nobles y desinteresados proyectos que sólo Dios pudo

comprender, en mi corazón.

§19

A las 18 horas hicimos alto frente a una amplia bahía que no figuraba en mi plano y

donde acordamos pernoctar, para dar un nuevo descanso a los animales, que

demostraban cansancio. Además, uno de los caballos que llevaba de tiro Rojitas,

cojeaba. Al examinarlo se comprobó que llevaba incrustado un pequeño guijarro en

la ranilla de la pata izquierda. Este cuerpo, que era muy puntudo, se le había

hundido y costó algún trabajo extraérselo.

Este accidente era bastante importante, pues debíamos dejarlo por lo menos una

tarde en reposo después de la curación con yodo que le hicimos.

Después de instalado el campamento, Aguayo y Salas se alejaron hacia un roquerío

a mariscar. Ulloa quedó durmiendo.

Yo me dediqué a explorar los alrededores, sin encontrar novedades de importancia,

a excepción de un camino que se veía en parte y que parecía internarse hacia una

quebrada situada a más de 10 kilómetros de distancia hacia el Noreste.

Cuando regresé al campamento, ya habían vuelto los mariscadores con una gran

cantidad de erizos y mariscos. Nos disponíamos a comer, cuando se acercó Ulloa,

sumamente desfigurado, manifestando que se sentía muy mal, asaltado por

preocupaciones que jamás había experimentado y que cada trecho que avanzaba

hacia sus antiguos caminos, le producía incontenibles deseos de llorar, por lo que

creía estaba enfermo del corazón.

—En estos momentos —terminó—, no tengo valor para seguir viaje, pues, con lo

mal que me siento, creo que debo volver rápidamente al lado de mi familia, pues

mis días están contados.

Aguayo participó también de mi opinión en el sentido de regresar definitivamente,

en cuanto el caballo estuviera en condiciones de andar sin molestias.

Rojitas, que había escuchado atentamente esta conversación, se retiró

profundamente entristecido a alguna distancia de nosotros, donde se sentó

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dándonos la espalda. Al interrogarlo, nos expresó, con sus ojos llenos de tristeza,

que no quería separarse de nosotros y que lo lleváramos aunque fuera de humilde

“limpiaollas” (textual).

—¿Qué irá a ser de mi si ustedes me dejan? Yo les juro que nunca les daré motivo

para que se enojen conmigo, pero no me abandonen, por favor.

Quedamos de consultar el caso con Ulloa, y desde ese momento el campamento se

ensombreció con esa invencible tristeza que produce toda separación.

Al día siguiente el caballo, enfermo aún, cojeaba un poco, por lo que resolvimos

irnos en la tarde. Mientras tanto, yo aprovecharía para reconocer las Caletas Michilla

y Tames, puntos que figuraban en mi plano. Como Salas llevaba la misma dirección,

ofrecí llevarlo a caballo hasta donde alcanzara, pero no aceptó, manifestando que

deseaba estar con nosotros hasta que partiéramos hacia el Sur.

Cuando me alistaba para partir, Aguayo, que había ido a la playa con su suegro,

regresó precipitadamente a avisarme que éste había sufrido un ataque, pues

hablaba incoherencias y no conocía a nadie. Justamente alarmado, me dirigí a la

playa, donde pude ver a Ulloa completamente desnudo y acurrucado en un rincón

de una roca inmediata a la orilla del mar. Cada flujo del agua, lo cubría hasta la

cintura, llegando a salpicar su rostro, que tenía una expresión dura y con sus ojos

clavados fijamente en un punto lejano.

Después de inútiles palabras, procedimos a sacarlo a la fuerza, vestirlo y conducirlo

a la rastra al campamento, donde quedó tendido y casi inconsciente.

Variadas conjeturas hicimos sobre el hecho, llegando a la conclusión de que las

muchas emociones sufridas podían haberle afectado el cerebro. Poco después, el

enfermo se levantó aparentemente bien, pero siempre con su mirada extraña y sin

hablarnos, aún cuando todos le dirigimos la palabra afectuosamente. No quiso

comer nada y solamente se dedicó a beber agua en grandes cantidades.

Se terminaban ya los preparativos para partir, cuando Ulloa, dirigiéndose a su

yerno, le dijo en voz alta:

—Moisés, anda a dejar al mar estos pobres animalitos, para que no sufran como

estoy sufriendo yo.

Al principio no le entendimos, pero como hiciera el amago de recoger una cantidad

de mariscos que estaban al lado del rancho, se adelantó Aguayo y los fue a botar al

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mar. En realidad, estos mariscos no podríamos llevarlos, pues se hubieran echado a

perder. Cuando nos alistábamos para despedirnos de Zacarías, tuvimos una

sorpresa: Rojitas se acercó y con voz quebrada por la emoción nos manifestó que

había decidido irse con Salas, a requerimiento de éste. Gatico se lo había descrito

como un sitio de eterna tranquilidad y donde nadie lo molestaría. Por el contrario,

sus dotes musicales podrían hacerlo figurar a corto plazo como uno de los vecinos

más destacados del pueblo, tal como había sido otro personaje, ya fallecido, que

durante largos años había dirigido con brillo la parte musical de las festividades

religiosas de ese puerto.

Después de obsequiar a Rojitas y a Zacarías con algunos víveres y dinero, les dimos

por turno un estrecho abrazo a cada uno, expresándoles nuestros mejores deseos

de éxito y felicidad. El pobre Rojitas, sollozando, abrazó y besó al “Yalú” varias

veces, repitiendo con su voz gutural y entrecortadamente: “Adiós, Yalucito”...

Después, equipándose rápidamente, se alejaron por la desolada pampa, volviéndose

cada cierto trecho para hacernos señales de despedida. Poco a poco sus figuras

fueron empequeñeciéndose, desapareciendo y amaneciendo en las ondulaciones,

hasta llegar a lo que debe haber sido alguna bajada, pues los vimos detenerse

algunos momentos agitando los brazos. Quise mirarlos con mis anteojos, pero,

mientras sacaba éstos de su estuche, desaparecieron.

Aún permanecimos algunos momentos tratando de verlos aparecer nuevamente,

pero como no lo obtuviéramos, iniciamos lenta y tristemente nuestro retorno hacia

el Sur; esta vez por la ruta de la playa, dejando cada vez más distante el camino

que habíamos seguido anteriormente.

Mientras avanzábamos cara al viento por la blanda arena, muchas veces volvimos

nuestras miradas con la esperanza de ver a nuestros amigos. Nos habíamos

acostumbrado tanto a sus personas, que puede decirse que sin ellos parecía

faltarnos algo. Quizás si en estos sentimientos influyera el carácter alegre y

animoso de Salas, que nos contagió su buen humor y optimismo.

Si alguna vez estas líneas llegan a Zacarías y a Rojitas, vaya hasta ellos el profundo

afecto que supieron inspirarnos.

§20

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A las dos horas de avance, hicimos alto en una parte donde los acantilados dejaban

su corte brusco para caer en suaves laderas hacia la playa. Como se divisaran más

o menos a dos kilómetros hacia el Este algunas construcciones y además un

cementerio, torcimos nuestro rumbo hacia esa parte, a fin de reconocer lo que

creímos un pequeño poblado.

Al llegar nos dimos cuenta de que las construcciones estaban en ruinas, pues las

techumbres casi no existían y la arena había invadido hasta los interiores. El

cementerio nos causó una profunda y amarga impresión, pues el terreno había sido

enteramente revuelto y excavado, mostrando ataúdes destapados y muchos

cadáveres semimomificados fuera, de ellos. Llenos de horror nos alejamos hacia la

playa sin mirar atrás.

Este vandalismo, según me he informado posteriormente, se llevó a efecto en casi

todos los abandonados camposantos de la pampa, quizás con el objeto de encontrar

dinero o joyas dentro de los ataúdes.

Cuando nos disponíamos a enderezar el rumbo hacia el Sur, Aguayo divisó a lo

lejos, en dirección a las alturas de Chungungo, un vivo destello que podía haber

sido producido por los tarros de Zacarías a los reflejos del sol. ¿Fue éste acto

involuntario o premeditado, como postrer despedida de nuestros compañeros?

Al caer la tarde hicimos alto para descansar, inmediatos a un espolón de la costa

que se internaba en el mar, pero que mostraba un sendero que lo faldeaba en

dirección al otro lado de la playa. Toda la noche acompañó nuestro sueño un

ininterrumpido coro de mugidos de lobos marinos, que, en gran cantidad, deben

haberse encontrado a corta distancia.

Apenas empezó a disiparse la camanchaca al día siguiente, continuamos la marcha,

reconociendo desde la cima del espolón, que la playa que seguía a continuación, era

la correspondiente a la Punta Hornos, cuya característica forma se destacaba a lo

lejos.

Si oportunamente hubiéramos tenido conocimiento de que caminando un poco más

desde Punta Hornos hacia el Norte, los acantilados se transformaban en caídas

suaves como habíamos visto, nos habríamos ahorrado la penosa travesía de la

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pampa y la no menos dificultosa subida a los acantilados en el sitio en que lo

habíamos hecho.

A mitad de camino, entre el espolón ya nombrado y la Punta Hornos, Ulloa, que iba

recobrando sus ánimos, nos señaló a corta distancia de la playa hacia el Oriente,

unas enormes excavaciones que tendrían no menos de quince metros de diámetro y

cinco de profundidad. Estos hoyos eran cuatro y estaban alineados de Norte a Sur,

separados entre uno y otro a diez metros, aproximadamente. Si se toma en

consideración que el terreno es arenoso y por lo tanto escurridizo, ¿qué

dimensiones primitivas tuvieron esos hoyos?

Posteriormente, conversando este punto con un conocedor de esa región, me dijo

que esas excavaciones fueron hechas hace muchos años por ciertas personas que

andaban buscando un famoso entierro denominado “El Naranjo”. A este respecto

me dio a conocer un largo e interesante relato, que omito por no corresponder al

libro.

Poco antes de llegar a Punta Hornos, nos alcanzó una gigantesca bandada de aves

marinas que, prácticamente, tapó la luz del sol. Algunas de ellas cayeron

pesadamente a tierra, sin poder reemprender el vuelo, imponiéndonos que estaban

atragantadas con sardinas. El buen corazón de Ulloa lo impulsó a desmontarse y

auxiliar a muchas de ellas, librándolas, tal vez, de la muerte.

El paso de las aves demoró más de diez minutos, produciendo un rumor que apagó

el del océano inmediato.

Cuando estuvimos a la vista de Mejillones, Ulloa había recobrado su estado de

ánimo habitual y se mostró locuaz. Contó que, cuando trabajaba en Gatico o en

Cobija (después de la separación de Miolati), había oído hablar de la presencia de

cierto animal marino que echaba humo por el hocico (¿?). Este hecho le daba la

convicción de que esa parte del litoral era muy abundante en fenómenos

sobrenaturales. Como nos burláramos un poco de su caso, mencionó otro: en cierta

ocasión y que coincidía también con su estada en Cobija, en circunstancias que

venía desde el interior con una tropilla, se encontró de pronto ante un extraño

jinete sobre una mula muy gorda, lustrosa y de color negro. El caballero vestía una

larga levita color verde y portaba botines amarillos con espuelas de oro. Su rostro

era color fuego, al igual que los cabellos. Cuando este personaje apareció, lo hizo

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súbitamente, al punto de espantarse los animales que arreaba Ulloa. Este sólo atinó

a hacer la señal de la cruz, con lo cual el jinete desapareció a la vuelta de una

puntilla, dejando tras sí un fuerte olor a azufre.

Como Ulloa era verídico, es de suponer que el tal jinete pudo haber sido alguno de

los tantos extranjeros que llegaron a las minas, lo que está de acuerdo en su color

de pelo y de cara. Respecto al olor, no está de más advertir que todo animal sudado

y sin bañar, despide, por cierto, algo muy parecido o peor que el hedor del abono

mencionado por Ulloa.

Observando una bandada de gallinazos que volaba en círculo a cierta distancia,

Ulloa manifestó que era esa la referencia más segura para encontrar hombres

perdidos en la pampa, pues al caer estos, fatigados, los gallinazos llegan para

comérselos. Respecto a ello, agregó que todo ser humano que se “empampa”, tiene

la involuntaria tendencia a caminar haciendo círculos concéntricos sobre su punto de

partida, círculos que va poco a poco aumentando hasta perder las fuerzas.

Poco después del mediodía, entrábamos por fin a Mejillones. Como una evocación,

la primera casa ante la cual pasamos, era un almacén que ostentaba el rótulo

“Iquique”.

Terminada la desmovilización de la caravana, regresamos definitivamente a

Antofagasta, poniendo así término a la más interesante de las muchas aventuras

que me ha deparado el Destino en mi existencia.

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Epílogo

Aparte de las conjeturas que someramente se han hecho respecto a las actuaciones

de Mertiel, Babiú y los dos Miolati, quedaría algo todavía sobre el famoso “sunco”.

Estimo que la permanencia de este personaje en Mejillones, fue exclusivamente por

el pretendido “tesoro”. No debemos olvidar que Ulloa había mostrado el croquis a

Miolati en Gatico, cuando trató de convencerlo de que no se regresara, lo que da

margen a suponer que durante su reunión con el “sunco” en Cobija, Miolati le

confiara a aquél la ubicación señalada en el documento.

Por otra parte, si el “sunco” supo que Miolati procedía de Iquique, es muy probable

que posteriormente haya ido hasta ese puerto para obtener de él mayores

informaciones.

Es probable también que mucho antes de nuestro arribo a Mejillones, el “sunco”

llevara a cabo algunos reconocimientos del sitio del tesoro, para lo cual contaba con

la valiosa ayuda de su propia embarcación y con la de su ayudante. Esto le habría

permitido recorrer con calma y comodidad la costa y saltar a tierra en los muchos

desembarcaderos abandonados que existen, para dirigirse después por tierra hacia

el Cerro Plomo.

¿Encontró el “sunco” el entierro? ¿No es sugestivo el obsequio de la barreta? ¿De

dónde obtuvo los medios económicos para ser propietario de la chalupa y aun

mantener al oriental?

Como todas las preguntas anteriores, quedan a las conjeturas del lector estos

hechos que no fueron a su tiempo debidamente averiguados y que hoy se presentan

sin solución lógica.

De la novelesca expedición al Cerro Plomo, tengo como recuerdos materiales los

trozos de vidrio que encontré en la Roca Agujereada, el candil y el revólver de Ulloa

que lo acompañaron en su expedición con Miolati en 1892. Además, algunas cartas

que Ulloa me escribió cuando regresé a Santiago.

De una de esas cartas y que fue la última que recibí, he transcrito el párrafo que

aparece en una de las hojas preliminares de este libro.

A Zacarías Salas y a Rojas le escribimos varias cartas con Ulloa, desde Antofagasta,

pero nunca obtuvimos respuesta.

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Algunos años después de mi regreso al Sur, hice un viaje a Valparaíso y en la

estación de Llay - Llay mi tren se detuvo, como era costumbre, junto a otro que iba

en dirección inversa. Este tren partió primero y vi, sin lugar a dudas, a Zacarías

Salas que iba de pie en la plataforma del último carro. El no me vio.

El Destino quiso que esto sucediera cuando todo hacía imposible ni siquiera hacerle

una señal de saludo.

Nunca he tenido ocasión, pese a mis deseos, de poder volver al Cerro Plomo, pero

muchas veces en sueños me he transportado a esos lejanos parajes, he vuelto a

convivir con mis desaparecidos compañeros y con ellos he estado nuevamente

recorriendo como otrora esos desolados escenarios. Estos sueños que han traído

consigo una sensación de marcada realidad, me han dejado, al despertar, ese

profundo sentimiento de congoja que todos experimentamos cuando se van de

nuestro lado los seres queridos.

La tranquilidad actual que me brinda mi hogar, no pocas veces se ha visto alterada

por la nostalgia de esa aventura: mi pensamiento se dirige a la inmensidad de la

pampa, a sus “mangas” de camanchaca, a sus límpidas noches que ostentan la

majestad incomparable del cielo con sus mundos distantes, al rumor del océano y

también a los pavorosos derrumbes de las milenarias cumbres azotadas por los

“sabanazos” del viento nocturno.

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Algo del repertorio musical de rojitas

· “Antofagasta”

· “Dreaming”

· “Destino”

· “Smiles”

· “Susurrando”

· “Gardenia”

· “Llanto y risa”.

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Gentileza de Flavio Briones 92 Preparado por Patricio Barros

In memoriam

· Moisés Aguayo murió en Antofagasta en 1933

· Apolonides Ulloa murió en Arica en 1935

· “Yalú” murió en Santiago en 1934