el cuaderno 53

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elcuaderno 53 ISSN: 2255-5730. Mensual de cultura Segunda época. Febrero del 2014 elcuadernoculturaldelavoz.blogspot.com En el Limbo la nueva novela de Fernández Mallo Isaac Rosa Menéndez Salmón Sontag Aparicio Maydeu Bowles Luis Muñiz Chéreau Oskar Alegria Ballester David Trueba

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Portada: David Casanova Terán / Eloy Fernández Porta y Agustín Fernández Mallo. «Una poética del spoken word» / «Limbo«, de Agustín Fernández Mallo. Un fragmento / Isaac Rosa / Ricardo Menéndez Salmón. Entrevista con Jaime Priede. / Juan Pedro Aparicio / Javier Aparicio Maydeu / José Muñoz Millanes / Susan Sontag / Steven Pincus / Paul Bowles. «Los antepasados», por Jesús Martínez / «13 Limbo y asamblea», poema inédito de Luis Muñiz / María Rossell. «Más que apócrifos de Max Aub» / José Manuel Ballester / «Ciudades/Cities», de Carlos Casariego / «Patrice Chéreau / Ernesto Caballero» / David Trueba entrevistado por Javier García Rodríguez / «La casa Emak Bakia», de Oskar Alegria. Entrevista con Pablo Antón Marín Estrada / Daniela Zanzoni / María Covadonga Barreiro

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Page 1: El Cuaderno 53

elcuaderno53 ISSN: 2255-5730. Mensual de cultura

Segunda época. Febrero del 2014 elcuadernoculturaldelavoz.blogspot.com

En el Limbola nueva novela de Fernández MalloIsaac RosaMenéndez SalmónSontagAparicio MaydeuBowlesLuis MuñizChéreauOskar AlegriaBallesterDavid Trueba

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2 elcuaderno Número 53 / Febrero del 2014AFTERPOP FERNÁNDEZ & FERNÁNDEZ

David Casanova Terán › Serie Fetichistas, 185-14/16.GAMAD.2603, 600 µ 500 mm con marco › Galería Mediadvanced (Gijón) › Hasta el 13 de febrero

Eloy Fernández PortaAgustín Fernández Mallo

Desacuerdos productivos. El spoken word puede ser descrito como el géne-ro donde se fraguan de manera creati-va todos los descontentos que tienen los artistas con el medio al que perte-necen. Poetas que necesitan liberarse del formato libro o que no se sienten a gusto con el modelo tradicional de recital con atril. Actores y escenógra-fos que quieren una dramaturgia más textual, más literaria, pero no literata. Músicos que no renuncian a ser escri-tores. Insatisfechos, en fin. De entre todos ellos, el descontento que más ha contribuido a la difusión del género es el de algunas estrellas del rock que, cansadas de su estatus y de las obli-gaciones que trae consigo, buscan un modo de seguir haciendo música sin las limitaciones que comporta el pa-trón de canción rock, el papel de icono y la performance de estadio. El forma-to resultante debe ser espectacular en comparación con los protocolos habi-tuales en el mundo literario, pero en cambio es antiespectacular si se con-sidera en relación con los referentes musicales, porque introduce la litera-tura en la escena y así reconstruye de varios modos la escenografía pop. El spoken es una forma afterpop porque utiliza modos, estilos y presupuestos propios de la antigua cultura de ma-sas para proponer una reformulación de segundo grado, sacando a la luz el componente conceptual de la música y la vertiente espectacular de la teo-ría. (1) También es, como diría Nicolas Bourriaud, un arte del traslado, pues depende de la capacidad del perfor-mer para importar algunos rasgos propios de su campo a un terreno que, en principio, le es ajeno. (2)

Un género lábil. El carácter abierto de este género permite reunir y coordi-nar modalidades creativas distintas, lo cual, en nuestro caso, es necesario por la relación que mantenemos con varias disciplinas artísticas, bien sea alternando libros de narrativa, poe-sía y ensayo (en el caso de Agustín) o usando el ensayo como género central e integrando en él algunos elementos literarios (en el caso de Eloy). El tras-lado de todos estos registros al esce-nario se resuelve en un género litera-rio que tiene un componente clásico e incluso premoderno (la oralidad) y otro actual (la concepción de la obra de arte como un conjunto de vínculos y alternancias con otras produccio-nes artísticas). Hacer spoken word es recitar, pero es también escritura en directo. La escritura en tiempo real enfatiza tres rasgos de la creación li-teraria: el proceso (la escritura como curso, y no solo como resultado), la respuesta (el público reacciona en tiempo real) y el cuerpo (de pronto el escritor deja de ser una «voz na-rrativa»: su físico se convierte en un

elemento estético). En este sentido, constituye una modalidad de la litera-tura expandida, que es aquella que se ha emancipado del formato libro —o que ni siquiera lo considera como su formato idóneo—. Los proyectos que hemos desarrollado, como Personifi-cación o el más reciente La emisora primordial, se expanden hacia las ar-tes escénicas, o hacia una concepción escenográfica de la creación, y se rela-cionan, por el lado del teatro, con las lecturas dramatizadas y, por el lado del arte, con el performance art.

Transiciones. En cada actuación se combinan textos publicados e inédi-tos; algunos pertenecen a libros re-cientes, otros, a proyectos en curso. Es un puente que enlaza dos orillas. Una vez terminado un libro, en las sema-nas posteriores a su conclusión, el au-tor suele vivir la resaca de su proyecto: el proceso psicológico sobrevive al fin de la escritura, y así sigue concibiendo extensiones y apéndices de su obra.

Una buen parte de ellas aparece en las sesiones de spoken word, que en muchos casos son un apéndice signi-ficativo a la obra: algunas de las ideas más conclusivas y sintéticas aparecen entonces. El reflujo del texto termi-nado se relaciona así con las prime-ras corrientes del nuevo proyecto, que en muchos casos presentamos en directo, como un work in progress compartido con el público, lo que nos da ocasión de comprobar qué partes funcionan mejor y cuáles llaman más la atención. No hay tiempo muerto: ya señaló Gillo Dorfles que la estética de nuestra época se caracteriza por la desaparición del intervalo, del mo-mento de parón entre dos instantes productivos. (3) Si todo es producción —si la producción artística de hoy ha reunido las obsesiones creativas, que no tienen horarios, con las

(1) Es en este sentido en el que solemos argumentar que nos gusta trabajar con la basura del pop, los desechos que la sociedad de masas, a través del flujo pop, va dejando a su paso como si estos fueran un spam, re-siduos, configuraciones en apariencia inservibles. Esto cubre un amplísimo espectro que puede ir desde, por ejemplo, las plataformas petrolíferas —extractoras de puros fósiles hechos flujo—, a la guía telefónica de tu ciudad —antes, cuando las personas aún no eran móviles, cuando aún no eran red, podían ser adscritas a un territorio a fin de ser buscadas—. Pero poner en marcha desechos físicos o simbólicos de una determinada configuración social no equivale a revivirlos en sus mismas condiciones iniciales, sino a reactivarlos bajo otras ópticas que, como tales, siempre son críticas. Nada puede ser ni 100 % revivido ni 100 % transformado. Esa zona que queda en-tre ambos polos —sin duda utópicos— resulta espectacularmente rica al mis-mo tiempo que «realmente real».

(2) Hablamos de la importación de materiales, en principio ajenos al tema y al formato. En este sentido, son al fin «transformaciones topológicas» en el sentido casi matemático del tér-mino: deformaciones de los objetos en las que no importa la medida, el dato, sino el modo en que van cambiando sus formas sin que se pierda parte del original y al mismo tiempo estemos ya ante otra cosa. Al cabo, es el mecanis-mo de la traducción.

(3) Si la utopía moderna fue el humano acoplado a una máquina —en última instancia, el cíborg—, y por lo tanto conjunto cerrado, parado más allá de su maquinaria, la utopía contemporánea es el humano aco-plado a una red, disuelto en una red. Esto último imposibilita parones y cesuras. Aunque esto funcione como mito último, en los tiempos reales que manejamos en nuestra cotidianidad —al fin y al cabo, lo que importa—, tal ausencia de parones se presenta como algo realmente vivido, existente.

Una poética del spoken wordAgustín Fernández Mallo y Eloy Fernández Porta son Afterpop Fernández & Fernández. El próximo 14 de marzo presentarán su espectáculo La emisora primordial en el Centro Niemeyer (Avilés) en el marco del II Ciclo Entre Versos y Acordes, que ha contado asimismo con la participación de los duetos formados por Olvido García Valdés & Chefa Alonso y por Juan Carlos Mestre & Cuco Pérez.

[pág. 4 •]

ISSN: 2255-5730

Edita: Ediciones Trea, S. L.

Coordinador: Juan Carlos Gea y Jaime Priede

Consejo editorial: Juan Cueto, Álvaro Díaz Huici, Jordi Doce, Javier García Rodríguez, Elena de Lorenzo Álvarez, Helios Pandiella Corrección: Celeste Sánchez MartínezDiseño gráfico: Pandiella y Ocio Imprime: Gráficas ApelEdición digital: http://issuu.com/elcuadernoculturalBlog: http://elcuadernoculturaldelavoz.blogspot.com.es

www.asturias24.es

© de los textos: sus autores © Ediciones Trea, S. L.

Polígono Industrial de Somonte, c/ María González la Pondala, 98, nave D. 33393 Gijón / Tel.: 985 303 801

www.trea.es / [email protected] / [email protected]. L. : As. 02972-2012

Distribución y difusión

La edición digital de El Cuaderno se difunde gratuitamente a través de http://issuu.com/elcuadernocultural, donde están alojados además todos los números publicados.

La edición impresa, también gratuita, se difunde en los siguientes puntos de distribución:

Asturias: Librerías Casa del Libro, Casona, Cervantes, Clarín, Cornión, De Bolsillo, FNAC, La Buena Letra, La Palma, La Pilarica, Maribel, Ojanguren, Paradiso, Platero, Polledo, Roy, Santa Teresa, Sol, Toma 3 y Víctor Núñez. Galerías de Arte Alfara, Amaga, Beatriz Corredoira, Cervantes 6, El Arte de lo Imposible, Espacio Líquido, Gema Llamazares, Guillermina Caicoya, Octógono, Sala Borrón, Texu y Van Dyck. Centros: todas las bibliotecas públicas, Ateneo Obrero de Gijón, Campus de Humani-dades de la Universidad de Oviedo, Centro de Cultura Antiguo Instituto de Gijón, Centro de Interpretación del Cine (CICA), Centro Niemeyer, Laboral Centro de Arte, Museo Evaristo Valle y Valey Centro Cultural de Castrillón. Barcelona: Librerías Alibri, Companyia Cen-tral LLibretera, Documenta, Laie y Medios. Cáceres: Facultad de Filosofía y Letras. Canarias: Filología de la Universidad de la Laguna. Granada: Librerías Babel y Picasso; Facultad de Interpretación y Traducción. León: Librería Alejandría. Madrid: Del Centro, La Buena Vida, La Central, Méndez, Meta y Tipos Infames. Málaga: Librería Luces. Pamplona: Librería Auzolan. Salamanca: Facultad de Filología, Librería Hydria. Santander: Librerías Espacio Kattigara y Gil. Sevilla: Librerías La Fuga y Palas. Valencia: Facultat de Filología, Traducció i Comunicació. Valladolid: Librería Oletum y Facultad de Filosofía y Letras. Vigo: Librería Versus. Zaragoza: Facultad de Filosofía y Letras.

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elcuaderno 3Número 53 / Febrero del 2014 UN VISTAZO A «LIMBO»

Tenía 23 años de edad y corría el año 2008 cuando fui secuestrada en Ciudad de México. Cuatro años después, un amanecer de junio, él y yo despegamos del aeropuerto inter-nacional de México rumbo a Nueva York. En algún punto sobre el golfo, el avión dio un bote que nos elevó a los pasajeros con una cadencia de ola en estadio de fútbol. Saltaron las máscaras de oxígeno. Quien lo haya sufrido sabrá que se trata de un proceso extraño: de buenas a primeras la nave comienza a descender, y —como en esas cajas de broma de las que emerge un payaso— una trampilla se abre sobre tu cabeza para dejar caer la máscara.

LIMBO • 1. Matadero, ella

Crees entonces que con tal de mirar hacia arriba verás un agujero que te permitirá ver el cielo; podrías mirar, pero no lo haces. Resulta irónico que esa máscara, que viene en tu ayuda, destinada a velar por tu integri-dad, a preservarte tal como eres, resulte un método como otro cualquiera de cambiar de personalidad. Especifico: no usurpar una personalidad ajena, sino adquirir otra completamente nueva. Espero poder vol-ver a esto más adelante. El caso: él comenzó a sangrar por la boca. Yo, por la nariz. El col-gante que en mi escote reunía una colección de pequeñas bolsas de porcelana —siempre lo llevo conmigo— recibió el impacto de las gotas —no lo he limpiado, me gusta mirar esas estrellas rojas—. Contrariamente a lo que hubiera imaginado, nadie gritó ni mos-tró alteración alguna. Durante los minutos

que duró el súbito descenso experimenté un silen-cio que, pensé, debía de ser similar al que se experi-menta en el interior de una tumba. Ya el día ante-rior había tenido un pensamiento parecido cuando comencé a introducir ropa y enseres en mi maleta, una samsonite de dimensiones que —él afirmó— eran inhumanas, para a continuación especificar que nunca había visto una maleta como esa. Se reti-ró a terminar de hacer su equipaje. Cuando dos ho-

ras más tarde regresó, yo aún preparaba el mío. Me hallaba en la habitación pequeña, pieza supletoria que tengo para las visitas. Se sentó al borde de la cama. Lo cierto es que hasta entonces yo tampoco había observado con detenimiento los setenta mil centímetros cúbicos de aire de que dispone mi ma-leta, «centímetros cúbicos que, según la onu, posee el humano medio», dijo él. En ese momento pensé que, no en vano, en una ocasión yo ya había viajado dentro de esa maleta, pero no vi motivo alguno para transmitirle a él ese pensamiento. Siempre creí que meter personas en maletas era un truco de pelícu-las, una sobreactuación de los objetos —los objetos también sobreactúan—, pero pude comprobar que no es así cuando, por un hombre al que jamás vi el rostro, fui transportada de un lado a otro de la Ciudad de México dentro de la maleta a la que me vengo refiriendo. Una parte del trayecto fue a tra-vés de aceras, pero fundamentalmente en metro. Si gritaba, dijo acercando los labios a la cerradura

—noté su aliento en mi cara—, era hembra muerta. Empleó esa palabra, hembra. Recuerdo el sonido de guillotina mal engrasada de las puertas de los vago-nes, y las involuntarias patadas de los viajeros —su-pe de la inopinada cantidad de veces que la gente mueve los pies de forma errática en el metro—, y la voz que anuncia las paradas, que a través de las pa-redes se transformaba en megafonías muy lejanas; por extraño que parezca, generaban eco en el inte-rior de la maleta. Sé que jamás podré expulsar de mí ese eco. Como también sé que jamás podré olvidar el olor de aquella mano que a escasos milímetros de mi rostro agarraba el asa, un olor que si tuviera que describir solo podría decir que recuerda al de los alimentos más allá de la fecha que los caduca, pero la que los caduca realmente, no la que viene

impresa en la etiqueta. Así, pocas horas antes de partir al viaje que nos llevaría de México D. F. a Nue-va York, fui depositando toda mi ropa en la maleta, y cuando digo toda, quiero decir toda la de verano, y mientras doblaba y colocaba blusas, pantalones, zapatos, faldas y bragas pensé que, cuarteado y distribuido por zonas, mi cuerpo regresaba ahora a esos setenta mil centímetros cúbicos de aire. Me vino entonces la idea —como horas después en el avión— de que llevamos una tumba con nosotros, la llevamos al lado en todo momento, toma múltiples formas: una maleta, un avión, un tarro de comida realmente caducada, el automóvil que nada más aterrizar alquilamos en la ciudad de Nueva York, o el propio cuerpo, porque el cuerpo —creo no haber-lo dicho—, como todo aquello que podríamos

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Carlos Casariego › Volcano (Ibiza, 1996) • Carlos Casariego, Ciudades / Cities, 2013 › www.carloscasariego.com

Siempre creí que meter personas en maletas era un truco de películas, una sobreactuación de los objetos —los objetos también sobreactúan—, pero pude comprobar que no es así cuando, por un hombre al que jamás vi el rostro, fui transportada de un lado a otro de la Ciudad de México dentro de la maleta

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4 elcuaderno Número 53 / Febrero del 2014LA NUEVA NOVELA DE AGUSTÍN FERNÁNDEZ MALLO

exigencias laborales, que no tienen fin—, no podemos sino prolongar y enriquecer nuestros pro-cesos creativos por medio de un arte del intervalo.

Ritornelos del pensamiento. A prime-ra vista, el ensayo parece un género menos propicio para el recitado que la prosa o la lírica. ¿Qué hacer en un escenario con un tomo de teoría? ¿Leer el prefacio? ¿Resumir las te-sis? Una respuesta posible: explotar las cualidades literarias de las ideas. Esas potencialidades casi siempre se encuentran, latentes, tanto en los textos artísticamente trabajados co-mo en otros que parecen puramente argumentativos. Ideas tales como «un fantasma recorre Europa», «la realidad ha sido sustituida por su si-mulacro» o «bienvenidos al desierto de lo real» se han difundido y popu-larizado por su «veracidad», pero también por el efecto estético que suscitan. Ese efecto es una cualidad de la figura retórica que representan: el aforismo, con todas sus variantes. Iluminaciones, silogismos, espolo-nes, inventivas: toda una corriente del pensamiento actual está basada en la intensidad estilística y concep-tual que se concentra en una única frase terminante. Este fenómeno puede comprobarse en los libros, pero también en la música: así, en las

(4) La intención primordial es enganchar el discurso a un ritmo. En general, y de manera instintiva, las secuencias que se repiten resultan fundamentales por cuanto las dos actividades principales de la super-vivencia, el bombeo del corazón y la

calificar de vital y no obs-tante hueco, es una tumba.

El cuerpo lleva dos naturalezas dentro, la viva y la muerta. Y también los viajes comparten esa dualidad, me refiero a que, además de la natural alegría que conlleva el hecho de desplazarse, tal desplazamiento trae consigo la desquiciante idea de que no te mueves, de que en ti nada se mueve. Si el viaje es lo suficientemente prolongado, harta de ver gente, paisajes, ciudades, calles que al cabo se te presentan iguales, comienzas a experimentar la sensación de que tan solo una cosa sufre cambios, la ropa sucia, que va amontonándose en un rin-cón de la maleta. Entiendo que esa ropa que muta de limpia a sucia, con tu adn ya incorporado, es el muerto que viaja con-tigo. De modo que un amanecer de junio partimos del aeropuerto internacional de México D. F. con intención de no detener-nos al llegar a Nueva York, ni tan siquiera poner un pie en sus calles, para, desde allí, habiendo alquilado un automóvil, cruzar Estados Unidos por alguna ruta que sobre la marcha iría-mos viendo. El verdadero objetivo era llegar a Los Ángeles. En realidad, ese era el objetivo de él; lo que a mí me interesaba era el viaje en sí, el camino; para mí, Los Ángeles solo constituía el inevitable extre-mo que todas las cosas poseen. Pero él buscaba lo que desde hacía meses venía denominando como El Sonido del Fin, sonido del que, aseguró, viajeros de todas las épocas han hablado. Por motivos que no contó, albergaba la vaga idea de encontrarlo en la ciudad de Los Ángeles. En varias ocasiones, antes de partir, le había propuesto que cogiera un avión directo a esa ciudad, yo haría la ruta en automóvil y nos reuniríamos en el Pacífico. Él siempre dijo que

no, que quería entrar conmigo en Los Ángeles. De modo que nada más llegar al aeropuerto JFK, nos dirigimos sin demora a la ventanilla de alquiler y en pocos minutos contratamos el automóvil. Se produjeron momentos de tensión cuando mi ma-leta no cupo en el primer auto contratado, gama media. Por supuesto, ninguno de los dos quería un monovolumen, planeaba sobre nosotros el justifi-cado prejuicio de que esa clase de vehículos queda reservada para familias numerosas, vacaciones en el campo, chalets de zona residencial y balones de playa, así que nos ofrecieron un turismo de gama superior, en el que tampoco cabía mi maleta.

Él comenzó a desesperarse. Que una cuestión de mero cubicaje pudiera arruinar su búsqueda del Sonido del Fin, me dijo cuando el encargado se retiró un momento para responder a una llamada telefónica, era algo que su cabeza se negaba a admi-tir. Es justo decirlo, peleó con uñas y dientes a fin de convencer al tipo de que por el mismo precio nos diera el automóvil de gama superclase —hiperclass, corrigió el encargado—, en el que con toda segu-ridad hubiera cabido mi maleta. El tipo no cedió. Finalmente tuvimos que llevarnos un Toyota mo-novolumen. Recuerdo las primeras dos horas: salir del aeropuerto, entrar en Nueva York por el puente de Williamsburg, subir hasta llegar a la altura de la calle Houston, bajar de nuevo y tomar el desvío

que nos llevaría al túnel de salida de la isla de Man-hattan para, desde ahí, cruzar el río Hudson y llegar al punto en el que comenzaba el verdadero viaje, el legítimo Continente, Nueva Jersey. Y digo que lo recuerdo porque fueron dos horas en las que no abrimos la boca. La simple idea de que una pareja como nosotros cruzara Estados Unidos en un vehí-culo monovolumen se nos antojaba absurda, des-contextualizada. Cuando pasamos bajo el cartel de autopista que, en color verde pino y despidiéndo-nos del extrarradio de Nueva Jersey, decía «west, Pennsylvania», él abrió la boca por primera vez pa-ra decir: «Lo monstruoso no es necesariamente lo

feo, monstruoso es aquello que no está en su propia naturaleza». Y tenía razón. Él y yo en un vehículo monovolumen éramos monstruosos, nos hallábamos fuera de nuestro contexto, expulsados de nuestra propia naturaleza. Conducía yo, él quería tomar notas; tal era el pacto. Aquel primer día rodamos sin detenernos; mis zapatos,

abiertos, casi sandalias, de tacón bajo, hundidos en el acelerador hasta la máxima velocidad permitida. No es que tuviéramos prisa por llegar esa misma noche a parte alguna, pero, sin poder despojarnos de nuestra recién adquirida monstruosidad, la ve-locidad parecía expulsar tal frustración. Recuerdo que pensé que, secuestrada en un apartamento durante dos años, hallándome fuera de mi propia naturaleza, yo también había experimentado el es-tado de monstruo. La comida me la tiraban desde la puerta. Nunca vi a nadie. Lo peor de permanecer secuestrada es eso, no ver a nadie; te das cuenta en-tonces de lo que vale el rostro humano. ¢Agustín Fernández Mallo / LimboAlfaguara, 224 pp., 17,50 ¤

letras de algunos grupos de hardcore reconocemos versiones sintéticas y urgentes de nociones que provienen de la crítica cultural o de la biopolíti-ca. Un oyente suspicaz diría que esas canciones simplifican o banalizan las tesis de partida; diremos aquí que más bien explotan el potencial lite-rario y escénico de ciertas ideas que, desde su origen, son ya eslóganes conceptuales, estribillos teóricos y ritornelos del pensamiento. Si bien un libro de ensayo no puede —no debe— ser reducido a sus frases más resonantes, sí puede, y en algunos ca-sos debiera, probarse por medio de la puesta en escena. (4)

El marketing es otra cosa. Esta expan-sión implica el uso de algunos medios técnicos, que en el caso de Afterpop Fernández & Fernández son el vídeo y la música, empleados como tras-fondo o subrayado de los textos. Aun cuando esos medios son básicos y su función es ancilar, en las actuaciones se comprueba que la novedad técni-ca rara vez es percibida meramente como un instrumento o, como creía André Bazin, como un espejo perfec-cionado: la técnica llama la atención sobre sí misma. El público del sector arte, más acostumbrado a este tipo de prácticas, suele pasar por alto ese elemento y se centra en el contenido de los shows, mientras que el público

literario tiende a prestar más atención a ese uso, infrecuente, de nuevos recur-sos. En el debate sobre nuevos ámbitos narrativos esto ha llevado, en algunos casos, a confundir el género con otras formas expandidas que son sobre to-do promocionales, como puede ser el tráiler filmado de un libro. Esas prác-ticas son, en realidad, muy distintas: el spoken no se puede delegar en un realizador de vídeo y el autor no pue-de limitarse a asesorar a un técnico, sino que debe realizar un proceso creativo particularmente laborioso, que se concibe como una extensión del que ha realizado antes. La exten-sión de estas prácticas, aún reciente en España, al menos fuera del terreno de la poesía, no debe, en ningún caso, ser entendida como una modalidad publicitaria sino, muy al contrario, co-mo la sustitución de los viejos usos del marketing del mundo literario (la pre-sentación de libro al uso) por nuevos registros creativos y, cabe añadirlo, trabajosos, que exigen al autor mucho más de lo que se le pedía en una ronda de presentación convencional. (5)

respiración, son ritmos. En el plano que opera a fin de desatascar residuos simbólicos, el ritmo juega también su papel: solo puede darse aquello que se repite; o dicho de otro modo: lo que se da existe porque volverá a existir. Estribillos. De lo contrario, al cerebro le resulta incomprensible el evento, siendo este automáticamente desechado por incapacidad cognitiva. Introducir textos teóricos en un ritmo es, en primer lugar, un acto de vio-lencia contra las partes en juego y, en segundo lugar, reivindicar su carácter de persistencia y de actante, pero en este caso no como huella o residuo, sino como carne presente.

(5) Nos importa aquí la máxima punk en su sentido original, do it yourself, el modo en que la poética de un proyecto se va investigando siendo tocada por las propias manos; hundirlas en el barro. Esto trae como consecuencia inmediata un mostrar el camino de la obra, con todo lo que ello implica, sus expectativas, sus límites físicos y simbólicos, sus orígenes y sus materiales de construcción, y ello implica la tecnología que la hace po-sible. Solo la obra que muestra cómo ha devenido en obra es crítica consigo misma: muestra el mapa, se abre. Por el contrario, lo que se define como obra final, acabada, acotada y cerrada, expulsa toda capacidad crítica tanto de sí misma como del hábitat en el que se presenta.

Cuando pasamos bajo el cartel de autopista que, en color verde pino y despidiéndonos del extrarradio de Nueva Jersey, decía «WEST, Pennsylvania», él abrió la boca por primera vez para decir: «Lo monstruoso no es necesariamente lo feo, monstruoso es aquello que no está en su propia naturaleza»

[agustín fernández mallo •]

[espoken word •]

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elcuaderno 5Número 53 / Febrero del 2014 DENTRO DE «LA HABITACIÓN OSCURA»

Cristina Gutiérrez ValenciaLa palabra selfie ha sido escogida como palabra del año 2013 en lengua inglesa por los diccionarios Oxford. El triunfo de selfie, que es la foto que uno hace de sí mismo, especialmente aquella rea-lizada para subir a las redes sociales, no es una coronación lingüística, sino un indicador del auge de aquello que la palabra nombra y reproduce: la clásica autofoto o, como se ha traducido, el au-torretrato postureo. Estos modernos recuerdos de egotismo son a su vez reflejo —claro— de la sociedad que los produce —entendido el término con toda la malicia posible—. Si traslada-mos el asunto a la literatura, el selfie no se acercaría a la vieja expresión de la interioridad de la lírica, sino a ese terreno donde son compatibles la li-teratura del yo y la mímesis, gracias a la consciente (¿obligada?) distorsión del yo-objeto imitado que se da en el proceso de reproducción. Es el terri-torio, que ya ha sido proclamado en múltiples ocasiones —William Gass, David Shields— como característico de nuestro tiempo, de lo autobiográfico, la autoficción y otras figuraciones del yo.

Si entendemos esta literatura egoica o egódica como un signo de

egoísmo coetáneo, ¿cuál sería su contrario en esta bisagra del «yo soy todo lo que me importa»? ¿Se podría llamar altruista a la literatura del deleite, a la de suntuosidad formal, a la de evasión? Segura-mente nos situaríamos en un tercer vértice en este anguloso problema, el del compromiso y la li-teratura comprometida, que siempre ha camina-do por el filo de su propia navaja, y cuyo diagnósti-co actual es reservado. A este último grupo pertenecería, según opinión ya consuetudinaria, Isaac Rosa y su últi-ma novela, La habitación oscura. Las recientes obras de Isaac Rosa, cuya militancia en el compromiso político y social extramuros de la ficción es bien conocida, tratan de representar y criticar la realidad de un espacio-tiempo muy concreto, el de la España en paro, hipotecada y en crisis: un cro-notopo de ladrillo en ruinas. En estas novelas los personajes trabajan y se cansan y madrugan y se desesperan. Viven vidas sencillas en barrios de

¿Una novela capital?

las afueras, viajan en au-tobús urbano, discuten con sus parejas, tienen problemas económicos. Y lo hacen dentro del tex-to, explícitamente, como parte de su argumento. Son personajes con vidas realistas, es decir, nada realizadas.

Si el modelo literario imperante desde Aristóteles es el mi-mético, el de la literatura como imita-ción de las acciones de los hombres, podríamos decir que el último Isaac Rosa es un escritor netamente realis-ta. En su mercado bursátil de palabras las acciones cotidianas están en alza y los hombres, aquí personajes, en de-cadencia, en cuanto son tipos (tipos de interés muy bajo) que represen-tan a una gran colectividad, más que caracteres en toda su definición. Si en aquellos selfies literarios la voz y la pa-labra serían el «yo» —aunque tampo-co nos engañemos, en tiempos de in-

dividualismo solipsista y narcisismo ensimismado esto es otra modalidad de mímesis—, en el realismo compro-metido o crítico de Rosa estas son el capitalismo en todas sus facetas: «ca-pitalismo, capitalismo, capitalismo», dice en un momento de la novela. La peligrosidad del asunto radica en que asuma el riesgo de pendular al otro lado de la delgada línea roja de la no-vela de tesis, y, por otra parte, como ya advertía Adorno sobre el engagement sartreano, que en la concepción del compromiso literario perdure la dis-tinción forma/contenido, posando el peso del compromiso en la balanza de lo temático.

En cuanto a la línea roja, a pesar de que Isaac Rosa no incluye, como en el final de su anterior novela, una lista de autores que «han trabajado también» en su obra, asumiendo las deudas ideo-lógicas que ha contraído y destapan-do la carga teórica de su ficción, en La habitación oscura se observan algunos remanentes de aquel listado en ciertos elementos (el panóptico y el mal del capitalismo corrosivo condensado en el sistema de gestión de recursos hu-manos, por ejemplo), pero a la vez un intento de huir de la obviedad

Isaac RosaLa habitación oscuraSeix Barral, 2013256 pp., 18,00 ¤

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Si El vano ayer se desarrollaba en todo un país (España) y en un lapso de años (los del tardofran-quismo), mi siguiente novela, El país del miedo, menguaba ambas coordenadas para situar la ac-ción en una ciudad y unos pocos meses. La reduc-ción se hizo más intensa en La mano invisible, donde los personajes no salían de una nave indus-trial y su peripecia duraba semanas. Hasta llegar a La habitación oscura, donde desde el espacio es la habitación que da título, y el tiempo se limita a unas pocas horas, las que transcurren en tiempo real desde que el lector descorre la cortina y empu-ja la puerta en la primera página, hasta que vuelve a abrirse en la última.

Por supuesto, en todos los casos la reducción es-pacio-temporal es relativa. En cada novela, la me-moria y el pensamiento ensanchan esos límites, so-bre todo los temporales, hacia atrás y hacia delante en las vidas de los personajes. Pero incluso con esas salidas, reconozco ese elemento en mis novelas: el encierro. Sin adelantar demasiado, me doy cuenta de que mi próxima novela será aún más cerrada: a bordo de un barco.

El encierro. Ahí está la primera metáfora, la más obvia de esta habitación oscura. El encierro como reflejo de tiempos cada vez más asfixiantes, esta vi-da de techos bajos y paredes estrechas que a la vez es un tiempo circular, autorreferencial, estancado. El encierro ambivalente, que puede ser refugio pe-ro también trampa: el lugar donde buscar seguri-dad para acabar sintiéndose desvalidos.

La del refugio es una de las metáforas que en-cierra esta habitación oscura, y digo bien: encierra,

para ser coherente con una novela de encierro. Pero es solo una de las metáforas posibles, pues la habitación que da título a la novela es un espacio físico (una habitación real, oscura y silenciosa), pero sobre todo un espacio simbólico y un espacio metafórico. Un enorme contenedor de metáforas, que desborda mi propia capacidad de elaborar me-táforas, pues son los lectores quienes las añaden en cada lectura, en cada interpretación, a menudo lle-gando más allá de mis planteamientos de partida, a veces llegando a donde yo no creía apuntar.

Es algo que con esta novela me ocurre mucho más que con las anteriores: la pluralidad de lecturas, de interpretaciones, a veces insólitas, incluso contra-dictorias. Creo que eso se debe al carácter intuitivo y algo ambiguo de la novela, desde su origen, desde su escritura. Pero también por la potencia simbólica que una habitación oscura como esta permite.

En cuanto a lo primero, esta es mi novela más intuitiva, menos racional. Mis libros anteriores siempre arrancaban de una idea, de una voluntad re-flexiva. En todos ellos el punto de partida era un con-cepto, una reflexión en ciernes, a la que dar forma na-rrativa. Así, en La mano invisible me propuse escribir una novela sobre el mundo del trabajo, y a partir de ahí busqué cómo contarla, desde dónde, con qué ma-teriales. Para El país del miedo arranqué desde el pro-pósito de abrir una reflexión narrativa sobre cómo el miedo se había convertido en la ideología de nuestro tiempo, y a partir de esa idea germinal fui buscando los personajes, la intriga, la propia escritura.

ISAAC ROSA • Escribir a tientasMe comentaba un lector atento cómo mis novelas se van volviendo cada vez más cerradas, cómo cada nuevo libro achica más el espacio. Y no solo el espacio, también el tiempo. No lo había pensado, o al menos no es algo intencionado, ese ir comprimiendo cada vez más las historias en espacios reducidos y tiempos breves.

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La del refugio es una de las metáforas que encierra esta habitación oscura, y digo bien: encierra, para ser coherente con una novela de encierro. Pero es solo una de las metáforas posibles, pues la habitación que da título a la novela es un espacio físico (una habitación real, oscura y silenciosa), pero sobre todo un espacio simbólico y un espacio metafórico

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6 elcuaderno Número 53 / Febrero del 2014ISAAC ROSA

Con La habitación oscura no fue así. No había un propósito inicial de escribir una novela sobre la crisis aunque al final pueda serlo, ni sobre los refugios que nos construimos frente a la realidad aunque contenga también esa lectura, ni sobre mi generación aunque sea una novela con clave generacional, ni sobre el espionaje informáti-co o las formas de lucha ciudadana, aunque sean te-mas que también están en ella. Nada de eso estaba en el principio. En vez de una idea, sobre la mesa no tenía más que una intuición. Una imagen, sola pero poderosa: una habitación oscura. Un lugar cerrado, sellado, donde no entra la luz y donde no se puede hablar, donde un grupo de personas entra y sale a lo largo de los años, y se relaciona dentro.

Yo me encontré con esa habitación oscura como se la encuentra el lector en la primera página: una puerta, tras ella una cortina, y después la oscuri-dad, el silencio, o apenas el sonido de cuerpos que se mueven, respiraciones, poco más. Un lugar oscu-ro y como tal inquietante y a la vez magnético, tan

atractivo como amenazador, que invitaba a entrar y explorar. Que dejaba entrever una novela posible, pero había que entrar y buscarla. A ciegas.

La novela surge por tanto de esa imagen, como un destello: una habitación oscura. A partir de ahí, tocaba decidir qué hacer con ella. Y las posibilida-des eran muchas. Con ese mismo material podía haber escrito una comedia, tal vez otro escritor lo habría hecho. Una comedia de malentendidos, de enredos, un vodevil a partir de esas parejas que entran y a oscuras se mezclan, se confunden. Podía haber escrito una novela de intriga, con asesinato en la tiniebla, un cadáver que aparece en medio de la habitación y toca encontrar al asesino. Podía ha-ber escrito una novela de terror, pues la oscuridad es el espacio natural del miedo.

Pero no hice nada de eso. Aunque en la novela pueda haber momentos de comedia, de intriga o de terror, no es eso. Lo que acabé haciendo con la habi-tación oscura fue algo coherente con mi estado de

[isaac rosa •] ánimo en el momento de encontrar esa habitación, esa imagen. Quizás bajo otro estado de ánimo, en otras circunstancias, habría escrito esa comedia, o esa novela de terror. Pero no fue así. Lo que do-minaba mi espíritu en el momento de encontrar la habitación oscura eran los mismos sentimientos que hoy, ante el derrumbe en que vivimos, ante el paisaje de ruinas y basura que está dejando esto que llaman crisis: amargura, estupor, rabia, decepción, tristeza, incertidumbre.

Con ese estado de ánimo, seguramente compar-tido por tantos ciudadanos —y por tantos lectores que han entrado en ella—, enfrenté esa habitación oscura que había encontrado. De ahí que la novela, su resultado, sea coherente con ese estado de áni-mo, y sea también crónica de ese derrumbe.

Desde el principio me di cuenta de que la habita-ción oscura tenía un enorme potencial metafórico. Permitía mirar de otra manera al tiempo que vivi-mos, hacerlo desde la extrañeza, que para mí es un valor fundamental en literatura: la extrañeza, situar

al lector en un lugar extraño, desde una perspecti-va extraña, incómoda, sacudirlo, moverle el sillón de lectura, porque los lectores tendemos a acomo-darnos cuando leemos, incluso en las lecturas más revulsivas acabamos encontrando una postura cómoda desde la que leer. Por eso yo como escritor necesito esa extrañeza, ese elemento distorsiona-dor que hace mirar de otra manera, como un cristal deformante que se sitúa entre el lector y los perso-najes, entre el lector y la acción, entre el lector y la realidad, entre el lector y la lectura, entre el lector y su propia representación de sí mismo. Y esa extrañe-za me la daba la habitación oscura, como en La mano invisible la encontré en el teatro en que trabajan los personajes.

Pero además, como decía, la habitación oscura tiene una potencia metafórica que va más allá de mi capacidad para elaborar metáforas, que la desborda. Esto se debe a que la propia habitación, por sus ca-racterísticas, pone en juego una serie de conceptos

de gran fuerza metafórica. En la habitación se en-frentan varias parejas de contrarios: la luz frente a la oscuridad; la visibilidad contra la invisibilidad; ver y no ver; dentro y fuera —que además son re-versibles—; el interior y el exterior; el individuo y la comunidad; la identidad y el anonimato; el refugio frente a la trinchera.

Pero mi entrada en la habitación oscura no fue tan poderosa, no fue tan decidida. Al contrario: las primeras veces entré en ella como entra el lector en esas primeras páginas. Con cuidado. Asegu-rando cada paso antes de levantar el pie. Exten-diendo los brazos para buscar algún asidero. A ciegas. A tientas.

Y como le puede pasar al lector al principio, yo también me perdí. Yo también deambulé a os-curas durante un tiempo, me moví a oscuras, me desorienté. Y me golpeé. Y me caí. Y tuve que sa-lir de vuelta a la luz y volver a entrar varias veces hasta dominar el interior de la habitación oscura. Escribiendo, intentando dar forma narrativa a la habitación, me perdí en esa oscuridad varias veces hasta encontrar lo que buscaba: hasta encontrar la voz, desde la que contarla, y los personajes con que poblarla, y las imágenes con que desenredar la oscuridad, y el lenguaje violento con que contar un tiempo tan violento como este. Hasta encontrar las piezas con que levantar la novela me equivoqué varias veces, probé otras sin éxito, me desesperé va-rias veces, estuve a punto de salir de la habitación, cerrarla y no volver.

Deambulando por la habitación oscura, es-cribiendo a ciegas, me di cuenta de algo más, que también resuena en la novela: hay veces en que la oscuridad es una forma de lucidez. A oscuras puede que veamos más claro, por paradójico que parezca. En la oscuridad espesa de esta habitación se en-cienden cientos de imágenes, se pone en marcha un proyector enloquecido que avanza y rebobina la película de nuestras vidas, estalla la memoria, resuenan las palabras que en el silencio toman sen-tido. Comprendemos lo que a la luz, deslumbrados, tal vez no veíamos.

Y entonces entiendes que escribir se parece a menudo a moverse a oscuras, a avanzar con las ma-nos adelantadas por un espacio ciego, desconocido, que espera ser descubierto, iluminado, hecho visi-ble. A veces uno echa a andar, comienza a escribir, llevando una idea de partida, o al menos una in-tuición, como una linterna que alumbra pero muy poco, solo aquello que tienes más cerca, mientras más allá se extiende la oscuridad. A veces ni eso: no hay linterna, o se agota al empezar a caminar, como cerillas que vas prendiendo y que apenas te dejan ver unos segundos.

Ese fue mi caso con La habitación oscura. Des-pués de haberla escrito, todavía hay zonas de la no-vela que no he sido capaz de iluminar, de ver con cla-ridad, que solo reconozco a tientas, que me provocan esa fascinación que siempre tiene la oscuridad, una mezcla de atracción y repulsión, de deseo y miedo. ¢

Para mí es un valor fundamental en literatura: la extrañeza, situar al lector en un lugar extraño, desde una perspectiva extraña, incómoda, sacudirlo, moverle el sillón de lectura, porque los lectores tendemos a acomodarnos cuando leemos, incluso en las lecturas más revulsivas acabamos encontrando una postura cómoda desde la que leer

Daniela Zanzoni › S/T (2012) • Pasando página › Guillermina Caicoya › Hasta el 25 de febrero

JOSE

Mª L

LAM

ES

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elcuaderno 7Número 53 / Febrero del 2014 SOMBRAS Y LUCES

La voz de Jovellanos

y el maniqueís-mo absoluto (¿son sus personajes finalmente víctimas o verdugos de la corrupción sistémica?). En cuanto al peso de lo temático y el mero «uso» de las palabras y la forma como transmi-soras de un contenido, es de agrade-cer que no se haya dejado al lenguaje actuar en su supuesta transparencia, sino que se haya cuidado al menos el ritmo narrativo de las enumera-ciones, se haya medido la estructura de la trama y procurado en algunos aspectos una problematización de la forma, buscando los recursos téc-nicos al servicio del contenido. Un ejemplo sencillo de esto último, pero clave en la novela, es la utilización, frente al yo omnipresente del que hablábamos al inicio, de una primera persona del plural, un plural no ma-yestático sino real funcionalmente, pues es un «nosotros» narrador que es a la vez hombre y mujer, parado y banquero, todo en la misma voz. Ese «nosotros», que alternativamente se convierte en un «tú» que interpela al lector y es a la vez un personaje —ca-da vez uno—, plantea, al detectarse, quién está narrando la novela, lle-vándonos a la conclusión de que es la formalización de la idea de «genera-ción». «La novela de tu generación», dice la faja de la cubierta, e, indepen-dientemente de la validez general de esa afirmación, que es imposible, es

Elena de Lorenzo ÁlvarezCiertamente, no fueron pocos los que lo hicieron y precisamente por ello la imagen que hoy tenemos de Jovella-nos es una construcción cultural y po-lítica fraguada a lo largo de tres siglos por una superposición de visiones, que inciden en determinadas facetas de su vida y su pensamiento pretirien-do otras, en función de los diversos fi-nes e intereses que las motivan.

Por ceñirnos al campo literario y a aquellas obras en que su figura adquiere carácter protagónico, ca-be recordar el Jovellanos, ensayo dramático-histórico (1893), de José Rodríguez Carracido, en que Jovella-nos se convierte por vez primera en personaje literario con voz propia y encarna las cualidades del perfecto hombre de estado frente al sistema bi-partidista de la España de la Restaura-ción; el Jovellanos, poema dramático en cuatro actos de Joaquín A. Bonet (1952), puro teatro histórico en verso

orientado a la propaganda de los valores nacionales; el pro-vocador Pentecostés de Car-men Gómez Ojea (1989), en que una mujer se recluye en una casa prestada y se refugia en los diarios de Jovellanos, de modo que el lector recorre con ella la distancia que va del indiferente desapego al conoci-miento y la identificación; En busca de Xovellanos (2005), donde Ismael González Arias sigue la peripecia del bello niño de Alcmena la bella en bus-ca de su padre; o El alcalde del crimen de Francisco Balbuena (2011), nove-la histórica y negra a un tiempo, en que, acompañado de Richard Twiss y Mariana de Guzmán, el alcalde del crimen investiga la decapitación de varios sacerdotes en la Sevilla de 1776.

Como se aprecia, una vida que in-cluye activas estancias en distintas ciudades, sonados desencuentros, un destierro, un ministerio, una delación

inquisitorial, un in-tento de envenena-miento y siete años de prisión, en un siglo en que España transita desde el An-tiguo Régimen al Li-beralismo mientras vislumbra las incen-

diarias luces de la Revolución, da para mucha literatura.

En este nuevo acercamiento, Juan Pedro Aparicio elige con acierto un hilo narrativo apenas explorado: los últimos días de Jovellanos, huyendo de la última incursión de las tropas napoleónicas en Asturias en un que-chemarín vizcaíno en medio de una tempestad; y opta por un narrador arriesgado pero muy rentable lite-rariamente: es el propio Jovellanos de 1811 quien narra, lo que limita el alcance de lo que puede conocer, pe-ro permite recuperar toda una vida mediante constantes flashbacks y

transitar desde dentro por esas incóg-nitas personales que al historiador se le escapan.

La tempestuosa singladura de El Volante, que solo conocemos por el relato de Ceán Bermúdez y la do-cumentación del capitán Sertucha, tiene en Nuestros hijos volarán con el siglo mucho de la mejor literatura de viajes y de las novelas de aventuras marítimas al estilo de Patrick O’Brian, en la potencia narrativa y en su rica y exacta descripción del mundo de la navegación, la tripulación artera, la galerna y la vagamar o las escaramu-zas con el carguero inglés, cañonazos —históricos— incluidos.

Y durante esos ocho días de no-viembre, Jovellanos, progresivamen-te esperanzado, cansado y moribun-do, puede cuidar de Tufo y conversar con Petris para verbalizar hechos rea-les y ficticios del pasado, y así van des-filando ante el lector las propuestas del Informe en el expediente de Ley Agraria, el cura de Somió husmean-do en la biblioteca, Olavide, Cabarrús, Holland, Godoy, el Deseado e incluso el vitalista carpe diem de una ana-creóntica de Meléndez Valdés… «Si es, Cinaris, forzoso / morir […] /

un buen marcador de las preocupa-ciones de Rosa.

En cuanto parte implicada, vi-vencial y moralmente, Rosa parece reconocer a qué se expone narrando

de cara a la pared del presente, o des-de su interior —como su narrador, relatando siempre desde la habita-ción cerrada, anticipando a cada mo-mento el momento final, el presente desde el que narra y que, cuando llega tras todas las retrospecciones, se abre a la incertidumbre de la realidad, en un juego de espejos opacos muy bien calculado—: la falta de perspectiva hincha el discurso de apasionamien-to indignado, y las grandes palabras no dejan percibir la obra literaria. Para evitar esto, y a pesar de que no se atisban muchos signos de humor o ironía derivado de él, Rosa procura el distanciamiento: la exposición de los hechos como recuerdos del pasa-do; su presentación por momentos autoconsciente como sitcom donde los personajes se reconocen como tales y siguen un guión ante las risas enlatadas, que reaparecen resonando

a lo largo de toda la novela; la insistencia en adjudicar a la personalidad de per-sonajes concretos el len-guaje grandilocuente de la reacción anticapitalista y subversiva —aunque este se vaya infiltrando en el

resto y en el narrador, sustantivo co-lectivo—, los interludios «rec» entre capítulos —cuyo sentido juega a la clásica diseminación-recolección—, que suponen la reproducción de to-

do aquello pregrabado y que serán el punto de fuga entre el mundo exterior y el interior de la habitación oscura al final del relato, etcétera.

La habitación oscura que da títu-lo a la novela, creada por el amplio grupo de jóvenes protagonista, es motor de la trama y núcleo de la obra, la burbuja en la que los jóvenes cre-cen escondiéndose de una realidad, la exterior, que es la que se nos pre-tende contar. La habitación oscura funciona como alegoría platónica de la caverna: la algarabía orgiástica des-atada con la que comienza es metáfo-ra del crecimiento y el consumismo salvaje de un mundo feliz que se ini-cia en la utópica transición, que ahora se nos revela oscura. Toca clausurar la habitación, abrir los ojos, salir al exterior, por seguir con la metáfora. Sin embargo, lo que a veces parece símbolo es también el espacio de lo hiperreal; donde no podemos ver, todo cobra importancia, se vuelve tangible, carnal: el encuentro desen-frenado o emotivo, el descanso y el alivio, el crimen.

Lo que ocurre a ciegas, en definiti-va, se torna en la lectura más intere-sante que el exterior. Algo, presumi-mos, está fallando en la literatura de representación de la realidad: cuando los espejos están en el interior de una habitación oscura, solo queda de ellos el frío que sentimos al tocarlos. ¢

Juan Pedro AparicioNuestros hijos volarán con el sigloSalto de Página, 2013312 pp., 17,80 ¤

[cristina g. valencia •]

Si el modelo literario imperante desde Aristóteles es el mimético, el de la literatura como imitación de las acciones de los hombres, podríamos decir que el último Isaac Rosa es un escritor netamente realista

Imagina el Jovellanos de Juan Pedro Aparicio al final de sus días a «alguien que desde otros siglos pudiera verme y adivinarme y recrearme»

[•]

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8 elcuaderno Número 53 / Febrero del 2014CONVERSANDO CON RMS

histórico de la especie humana a lo largo del siglo veinte. El proceso consiste en el rastreo del enigma del mal en la inarmonía de un acontecer concreto, en los intersticios de una vida singular que, desde su anonimato, adquiere una propulsión hacia el mito. Títulos posteriores como La luz es más an-tigua que el amor (2010) y Medusa (2012) propo-nen nuevos registros al insertar en un proyecto tan calculado otras inquietudes, otros ámbitos, otras formas de mirar. Niños en el tiempo (2014) alarga esa línea evolutiva y resulta, dentro de un mundo literario en cuyo epicentro se sitúa el propio autor, incontestable como lenguaje, como experiencia y

como sentimiento del mundo. El Cuaderno apro-vecha su llegada a las librerías para conversar sobre lo divino y lo humano con su autor.

pregunta. En uno de sus diarios de rodaje, es-cribía Wim Wenders que la personalidad se forma en gran parte durante la infancia y que todo el baga-je imaginativo y sentimental también viene en su mayoría de la niñez. Mucha gente que escribe, pin-ta o hace música se alimenta de esos recursos, pero ¿cómo has accedido tú a ellos para escribir Niños en el tiempo? En tus libros de ficción anteriores se im-pone un mundo adulto sin concesiones. ¿Hasta qué

la construcción de esta novela histórica, com-plejo género literario en que la historia embrida a Pegaso y pone ciertos límites a la imaginación creadora. Consciente de ellos, acota Aparicio en la nota introductoria: «He procurado respetar en los personajes históricos lo que se entiende por verdad histórica, dejan-do que la imaginación trabajase mediante con-jeturas sobre aquellos puntos en que el historiador todavía no ha logrado poner luz definitiva».

Un 29 de junio Jovellanos anotó en el diario lo sucedido en una tertulia: «diálogo con R.: “¿Conque mañana se va usted?”… “Demasiado cierto es. ¿Puedo servir a usted en algo?… Pero usted no tiene ya intereses en Astu-rias, ni aun tendré ese gusto”… “Pues yo siento también que usted se vaya… y… no sé por qué.” “A fe que ahora me es más sensible mi partida”. Antes que la conversación se empeñase: “Vamos a jugar”, dijo, y se levantó. Creo cono-cer su carácter y cuánto vale aquella sencilla expresión, proferida con tanta nobleza como ternura; pero distamos mucho en años y propósitos». Dos años después, vuelve a verla: «… no he visto fea que más interese» (28 de

agosto de 1797), «La Ra-mona, siempre intere-sante» (11 de octubre).

Poco más sabemos de Ramona Villadangos, pero esos apuntes, esa «verdad histórica», per-mite a la imaginación de Aparicio convertir a la evasiva Majestuosa en una constante presencia que Jovellanos evoca e invoca con insistencia en

el último viaje de su vida. Y Jovellanos puede interrogarse a sí mismo sobre si alguien habrá alcanzado a vislumbrar el homenaje que oculta la plantación de los árboles en el paseo de Gijón, esos robles, araucarias, magnolios, olmos, nogales y arces…

Y puede ver esa enorme rata deam-bular por el barco y recordar que apa-reció por primera vez en la cena con Godoy, simbólica entelequia que solo él ve y encarna calumnias y rumores.

Y puede, moribundo, rememorar la sentida emoción del retorno a Gi-jón el 6 de agosto, y los paseos por el Arenal de San Lorenzo, y la mar de su infancia, y los juegos entre hermanos y sentir las voces de sus muertos lla-mándole Parín… «Voy caminando a San Pedro, ese tramo que tantas veces

recorrí de la mano de mi madre o de mi padre, o simplemente correteando en torno a ellos, pero voy solo, aunque los siento a todos conmigo y quiero verlos, pero no los veo y comprendo que eso es la muerte, una soledad que ha dejado de doler».

Esta acertada voz, tanto en cómo narra como en lo que puede narrar, que quizá solo se había logrado en El insomnio de Jovellanos (1994), donde García Montero imagina el monólogo del encerrado en Bellver («Lo sé,  / meditaciones tristes de cautivo… / no sabría negarlo. / Prisio-nero y enfermo, derrotado, / lloro la ausencia de mi patria, / de mis pocos amigos, / de todo lo que amaba el co-razón»), perdura en el lector, y quizá por eso palidece un tanto el breve epí-logo en que ella desaparece.

Y después de todo esto, bien puede ser que la fragata británica que querían tomar en Ribadeo no estuviera apare-jada para partir hacia la Isla de León de Cádiz, sede provisional de la Junta Su-prema que meses después proclama-ría la Constitución, sino que estuviera lista para zarpar con la Majestuosa a bordo y rumbo a Londres, donde bus-carían refugio en Holland House. Por-que el poeta no ha de contar las cosas como sucedieron, sino como debieron o pudieron haber sucedido, y solo las leyes aristotélicas rigen en el reino de Juan Pedro Aparicio. ¢

Ricardo

Menéndez

Salmón

«En literatura, un exceso de

pensamiento es posible que nos aleje

irremediablemente de la vida»Jaime Priede

Ricardo Menéndez Salmón (Gijón, 1971) se ha convertido en un referente de la actual narrativa española desde que la editorial Seix Barral apostara por la propuesta narrativa iniciada con La ofensa (2007) y continuada con meridiana puntualidad por Derrumbe (2008) y El corrector (2009), tres títulos agrupados bajo el membrete de Trilogía del mal. Más allá de ese convencionalismo tan chispeante como tambaleante, el proyecto narra-tivo que nos ocupa se integra en un marco y en un proceso. El marco sería la negrura primordial que el daño, el dolor y la culpa generan en el discurrir

gocemos los place-res, / los gustos y delicias / que Venus nos ofrece».

Y también su voz es la que va na-rrando el viaje, una voz potente y ve-rosímil, racional o poética, como la del propio diario: «… el mar, mi mar, se había tornado negro y feroz, tan vo-luble como una manada de cetáceos gigantes que nos aguantara sobre sus lomos». Eso es lo que parece preci-samente esta novela en sus mejores momentos: un cuaderno del diario que no fue, pues el de Jovino termina en 1810. Una voz arranca diciéndonos: «El 6 de noviembre por la mañana Montoro nos avisó de la llegada de los franceses», con esa prosa inconfun-dible que tanto valoró Juan Valera, quien afirmó que, dejando al margen a Cervantes, «… fue Jovellanos quien hasta entonces tuvo más brillante y firme estilo y escribió mejor la prosa castellana» —y convengamos que, si de algo sabía Valera, era de estilo.

Y esta voz, cansada y moribunda, también puede recordar y recuperar para nosotros, desde dentro, aque-llos significativos silencios que en el diario afectan fundamentalmente a cuestiones de Estado (durante su ministerio) y a su vida personal. Solo leves huellas permiten al historiador reconstruir esta faceta, y son precisa-mente esos mimbres apenas entrevis-tos los que dan pie a esos flashbacks en

Jovellanos retratado por Goya

[elena de lorenzo •]

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elcuaderno 9Número 53 / Febrero del 2014 SOBRE «NIÑOS EN EL TIEMPO»

«En literatura, un exceso de

pensamiento es posible que nos aleje

irremediablemente de la vida»

punto este libro es también un intento de aclarar tu propia infancia?

respuesta. Hace años redacté un texto bastan-te largo para uso propio, sin ánimo de publicarlo. Se titulaba Naturaleza muerta con familia y es la única vez que me he convertido abiertamente en diana de mi propia escritura. Allí estaba mi infan-cia desnuda y sin concesiones, un mundo tedioso e hilvanado con pequeñas mentiras. El resultado fue una crónica sentimental de mi desdicha y tam-bién de mi singularidad. En cierta medida, lo que escribí en esas páginas me dio miedo. Tanto que aún no me he sentido con fuerzas para volver sobre ello. Introduzco esta precisión para responder en forma negativa a tu pregunta. Niños en el tiempo no tiene nada que ver con mi niñez, a no ser que con-cedamos que el hecho de ser padre nos devuelve, por persona interpuesta, un atisbo de lo que pudo ser algo que solo existe como mito y como relato: nuestra propia infancia. Y hay bastantes padres en esta novela.

p. Niños en el tiempo se sustenta en un armazón más elaborado que en libros anteriores. Más sutil y, por tanto, más difícil de lograr, también. Tres partes, desde lo hondo de la herida a la luz que se adhiere a la piel, es decir, a la vida. En medio de ese tránsito, la cicatriz, una parte muy depurada esti-lísticamente, quizá por ser consciente del terreno inédito que pisas: la infancia «humana» que le otor-gas a una figura tan trascendente en el devenir de la historia como es Jesús de Nazaret. ¿Ha sido la parte más difícil de elaborar? ¿Puedes comentar cómo fue ese proceso?

r. Comencé a fabular sobre la infancia de Jesús a principios del año 2011. Moisés Mori fue el primer

cómplice de esta aventura. Por primera vez en mi trayecto como escritor, sentí la necesidad de confe-sarle a alguien cuyo criterio es para mí capital en qué andaba metido. Eso quizá arroje luz no tanto sobre las dificultades del proyecto, cuanto sobre el riesgo del que era consciente estar asumiendo. Necesita-ba una voz autorizada que me dijera: «Atrévete, es un reto a la altura de tu talento». Puedes imaginar cómo pesa escribir sobre ciertos nombres. Yo he escrito sobre Aznar, Rothko o Spinoza, pero por ra-zones obvias Jesús es otra cosa, otro signo sobre el

papel, otro sentido. Y escribo esto partiendo de un presupuesto innegociable. Mi interés por la figura de Jesús no es religioso. Y es que una de las figuras seminales de nuestro imaginario nos ha sido dada a conocer, fundamentalmente, como personaje de un relato plural, mestizo, equívoco. Jesús es un per-sonaje literario de primer orden, nacido de distin-tas plumas y sensibilidades, y cuya vida se organiza con vistas a un fin propagandístico: la transmisión de un mensaje nuevo. Que esta fascinante aventura careciera de una infancia propia, de un relato que se asomara a ese instante en el tiempo, me parecía ex-traordinariamente sugestivo.

p. El rechazo social que se ha ido ganando la Igle-sia católica como institución de poder, su derrum-

be moral a la vista de todos y, por tanto, el rechazo al cristianismo como dogma de fe puede provocar, a la larga, una laguna importante en el conocimiento de nuestro pasado, de nuestra tradición cultural. Leer «La cicatriz» desde un punto de vista pedagó-gico sería empobrecer sin remedio el relato, pero ¿te planteas esa carencia en algún momento del proceso, de una posible fase de documentación, o surge sin más como necesidad del propio relato?

r. Esa preocupación me resulta ajena. En la eco-nomía narrativa de Niños en el tiempo, «La cicatriz» puede ser muchas cosas (un elemento revelador de la trama, un mensaje de amor que un hombre lanza al mar sin esperanza de respuesta, un arte-facto metaliterario), pero no es ni pretende ser una lección de historia de las religiones o de historia de las mentalidades. Quien aquí despliega su fuerza y poder es la imaginación literaria, la aventura de soñar una infancia posible y plausible para un sím-bolo que ha cambiado el mundo.

p. Es posible que a lo largo de este siglo esa co-rrupción, ese derrumbe moral sea demoledor y afecte a otras instituciones, como puede ser la mo-narquía. Parece que vivimos el final de una época, el final de unas formas de poder que van dando paso a otras quizá no menos dañinas. ¿Qué tipo de lite-ratura te atreves a aventurar como reflejo de este porvenir?

r. Me siento incapaz de responder a esta pre-gunta. Aventurar pronósticos de este tipo en litera-tura me parece un círculo cuadrado.

p. Volvamos a tus libros, entonces. La pintura siempre ha estado muy presente en ellos, sobre todo a partir de La luz es más antigua que el

Jesús es un personaje literario de primer orden, nacido de distintas plumas y sensibilidades, y cuya vida se organiza con vistas a un fin propagandístico: la transmisión de un mensaje nuevo.

[•]

Mª Covadonga Barreiro › Cuaderno de artista (2013) • Estrada, cuadernos de viaje › Sala de exposiciones de la Escuela de Arte de Oviedo › Hasta el 20 de febrero

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10 elcuaderno Número 53 / Febrero del 2014RICARDO MENÉNDEZ SALMÓN

amor. ¿Có-mo se ve un cuadro con ojos de escri-tor? ¿Qué bagaje aporta la pintura a tu escritura a partir de esa novela? A mí me parece que a partir de su pre-sencia se produce una depuración, que tu estilo gira hacia el «ver», no tanto hacia el «pensar», como ocu-rría en los primeros libros. El mundo narrado deja de manifestarse desde la opinión de la voz narradora, desde aquel punto de vista inequívoco, y pasa a mostrarse, a dejarse «ver». ¿Te parece una lectura acertada?

r. Lo es, sin duda. El pensamiento es por definición dogmático, busca encarnarse en proposiciones apodíc-ticas, que siembren criterios incon-movibles en quien escucha; el arte, por el contrario, es esquivo, felizmen-te plural, imposible de reducir a una única interpretación. Leer un cuadro es, en ese sentido, un ejercicio fascinante, porque todo cuadro encierra la promesa de una historia, y la promesa de una historia es lo que pone en mar-cha la literatura. Ligado a este hecho, creo que tiene lugar una maduración del escritor, un fenómeno que tiene que ver con el paso del tiempo. Sencilla-mente, hoy soy mejor escritor que hace cinco o diez años, y ser mejor escritor significa, en este contex-to, ser consciente de que en literatura un exceso de pensamiento es posible que nos aleje irremediable-mente de la vida.

p. Una vez cerrada la llamada, si me permites, un tanto enfáticamente, Trilogía del mal, me da la impresión de que te has liberado, de que tu escritu-ra se suelta y abre nuevos registros menos compri-midos, sin necesidad de atender a aquella imagen creada externamente. Todo cierre es a la vez una apertura, como queda de manifiesto precisamente en Niños en el tiempo. ¿Es así? ¿Ha supuesto una liberación ese cierre?

r. Los rótulos son siempre reduccionistas. Pero tampoco hay que concederles demasiada impor-tancia. Ya he dicho otras veces que, en puridad, la Trilogía del mal es solo la confluencia en el tiem-po (2007, 2008, 2009) de tres novelas (La ofensa, Derrumbe, El corrector) en una misma editorial (Seix Barral) y con una resonancia en los medios notable. La pregunta por el mal estaba antes (en La noche feroz, por ejemplo) y ha estado después (en Medusa, por descontado). Y quizá vuelva a estarlo en el futuro, pero es obvio que existe otro Ricardo Menéndez Salmón cuyos intereses no se agotan ahí. Creo que si puedo presumir de algo en mi trayectoria como novelista es de haber buscado siempre grietas en el muro. Libros como La luz es

más antigua que el amor o Niños en el tiempo hablan claro y alto de esta búsqueda. Porque en buena medida mis libros, más allá del tema al que se asomen, siempre llevan dentro una reflexión sobre el propio hecho de la escritura, sobre la crisis que es toda creación consciente y sobre la supe-ración de esa crisis, sobre la ceguera en la que el escritor se mueve cada vez que arranca un nuevo libro y sobre su testimonio por doblegar esa oscuri-dad.

p. El personaje narrador vuel-ve a ser el hilo conductor de las tres secuencias que conforman el rela-to completo de Niños en el tiempo. Hilvana sutilmente las tres partes. La escritura le ampara, le protege y finalmente le confirma más allá de sí mismo, le confirma como «dador». La

escritura inevitable, la escritura como necesidad. Está claro que no es la única forma posible de ser-virse de ella y sobre ello te quería preguntar. ¿Qué pasa cuando no es una necesidad?, ¿desconfías de ella? ¿Podría virar tu vida hacia otra forma de ex-presión, la pintura por ejemplo, o es la palabra el único medio?

r. Para mí la pregunta por la escritura esconde una petición de principio. Si no es necesaria, qué es. Y no me importa el lugar en que esa escritura se en-carne: un dietario, una ficción, un ensayo sobre la identidad, una pieza teatral, un intercambio epis-tolar. En mi caso, desde luego, la escritura expresa una necesidad ineludible, que, como tal, excluye cualquier otra forma de manifestación artística. Con ello no pretendo defender la superioridad de la literatura frente al resto de expresiones estéti-cas. Solo intento acusar recibo de una evidencia. La palabra escrita es mi música, mi pincel y mi piedra.

p. El cuestionamiento de la tarea del escritor es-tá muy presente en anteriores libros y se percibe, ahí al fondo, como médula de Niños en el tiempo. En

tu literatura, el narrador casi siempre es un escritor que se plantea el sentido de su trabajo, su alcance, su misión como tal. En este sentido, has hablado varias veces de la literatura co-mo consuelo. ¿Sigue siendo ese tu pensamiento?

r. El consuelo opera a ni-vel biográfico, en primerísima persona, y no debe ni tiene que ser compartido por otros auto-res. En un plano más general, y seguramente más impor-tante, tengo a la literatura por un enorme mecanismo inte-rrogativo y también, en buena

medida, por un inmenso aparato de exhumación. La literatura es la encarnación por antonomasia de la memoria, del logos, del discurso. Sin literatura no hay recuerdo, no hay relato, no hay reconocimiento. Porque una ruina o un paisaje por sí solos no dicen nada. Deben ser dichos, interpretados, leídos por la literatura para que tengan algún sentido. En ese sen-tido, como quería Bataille, la literatura es lo esencial o no es nada. Es decir: o es el hueso del mundo, la pre-gunta decisiva, o es solo vanidad, aire, un fantasma.

p. Recuerdo que en una conversación que man-tuvimos en otro ámbito me comentabas tu can-sancio de la ficción, de inventar a un tipo y darle una identidad, una supuesta vida. De momento, continúas por ese camino, pero quizá tengas otros planes, no sé, puede que en la línea de un modelo como Pierre Michon, tantas veces reclamado por tu parte.

r. Es posible que exista ya algo michoniano en este Jesús de Niños en el tiempo. Dicho esto, no sé hacia dónde se dirige mi escritura hoy, lo cual me parece la mejor de las noticias. Hace unos años, cuando terminaba un libro, casi siempre tenía ya otro en perspectiva. Pero desde hace un tiempo la escritura se ha convertido cada vez más en una fuerza enigmática.

p. Además de Niños en el tiempo, La habitación oscura de Isaac Rosa, Los hemisferios de Mario Cuenca Sandoval, Técnicas de iluminación de Eloy Tizón, Una manada de ñus de Juan Bonilla, Limbo de Agustín Fernández Mallo, Autopsia de Miguel Serrano Larraz, Intemperie de Jesús Carrasco, Shakespeare y la ballena blanca de Jon Bilbao… Se suceden esta temporada muy buenos libros de narrativa española. ¿Cuál es tu valoración? Duran-te la escritura de este libro, viviste una temporada en Italia. ¿Cómo se percibe desde allí la narrativa española más actual?

r. Hay muchas poéticas en el aire y, por consi-guiente, muchas miradas distintas. El panorama de intereses, de temas y de formas de abordar el hecho literario se ha expandido enormemente con la generación de escritores nacidos en torno a los años setenta del pasado siglo. Ello solo puede redundar en beneficio de la literatura. Respecto a mi estancia en Italia, debo reconocer que, en ge-neral, el mundo literario de ese país desconoce, más allá de algún gran nombre o de algún éxito de ventas muy puntual, qué sucede y por qué moti-vos en la literatura española. Y por cierto que a la inversa pasa exactamente lo mismo. Es probable que vivamos en una aldea global, pero a efectos prácticos casi todos permanecemos ciegos res-pecto a lo que escriben nuestros contemporáneos, al menos en Europa.

p. A pesar de haberte convertido en un referente de esa narrativa española actual, sigues viviendo en Gijón, ajeno a los centros neurálgicos de la misma.

r. En los últimos años he dado un par de veces la vuelta al mundo gracias a mis libros. Pero al me-nos, cuando vuelvo de esos viajes, sé que regreso a mi mar y a mi ciudad. Me resulta difícil imaginar la vida sin Gijón. ¢

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[ricardo menéndez salmón •]

Ricardo Menéndez SalmónNiños en el tiempoSeix Barral, 2014221 pp., 17,50 ¤

Es probable que vivamos en una aldea global, pero a efectos prácticos casi todos permanecemos ciegos respecto a lo que escriben nuestros contemporáneos, al menos en Europa

La literatura es la encarnación por antonomasia de la memoria, del logos, del discurso. Sin literatura no hay recuerdo, no hay relato, no hay reconocimiento. Porque una ruina o un paisaje por sí solos no dicen nada. Deben ser dichos, interpretados, leídos por la literatura para que tengan algún sentido

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elcuaderno 11Número 53 / Febrero del 2014 CONTINUDAD/RUPTURA

Carlos Casariego › Historia (estatua, Gijón, 2010) • Carlos Casariego, Ciudades / Cities, 2013 › www.carloscasariego.com

Ricardo Baixeras BorrellAdemás de ser un estudioso del ba-rroco hispánico, especialista en Cal-derón y en la cultura del complejísi-mo xvii, el profesor Javier Aparicio Maydeu es un crítico con una clara vocación comparatista e interdisci-plinar, un ensayista que recrea sus conocimientos haciendo del lector un inexcusable y cómplice compañe-ro de viaje y de guiños. Si en Lecturas de ficción contemporánea. De Kakfa a Ishiguro se enfrentó al entramado textual, temático y narratológico de los representantes de la literatura del siglo pasado, contribuyendo también a una relectura de ficciones rabiosa-mente contemporáneas, en El des-guace de la tradición. En el taller de la narrativa del siglo xx quiso saber cómo pergeñaban sus obras Joyce, Faulkner, Proust, pero también De-Lillo, Barnes o Foster Wallace, pene-trando en el laboratorio secreto de la

imaginación donde se fraguaron sus historias. En esta búsqueda por en-contrar el «grial» artístico y literario del siglo xx, Aparicio entrega ahora un cuerpo a cuerpo con uno de los conceptos más arduos, comprometi-dos y discutidos del mundo de la cul-tura: la tradición. La tarea de construir «una gramática de la tradición con-temporánea», diseccionando con lupa «continuidad» y «ruptura», a la vez que cuestionando fronteras, disyunciones y contradicciones, se convierte en la energía primera del orden intensivo que su escritura propone.

Este ensayo trata «de reducir el abstruso concepto de tradición a una definición por lo menos permi-

sible o tolerable con la que poder adentrarse en el funcionamien-to interdisciplinar en la cultura contempo-ránea, aportar textos fundamentales sobre el concepto que alienten una reflexión fructífe-ra, y observar de cerca sus contradicciones y sus ambigüedades inevitables pero su in-contestable posición de privilegio en la creación artística y el pensamiento teórico». Y, en efecto, esta tríada se cumple a ra-jatabla durante todo el ensayo y hace las delicias del lector que se asoma, atónito, a una lectura y relectura de la tradición en tanto que cajón de sastre donde acude el creador para sumar-se o rebatir lo pensado, lo escrito, lo pintado, lo escuchado o lo filmado. Es por eso que se afirma aquí que «desde

una óptica diacrónica la continuidad de las rupturas no es más que la continuidad de las continuidades, no es sino la tradición». Este leitmotiv vertebra todo

el libro. En la experiencia de la mo-dernidad estética se agudiza, como es sabido, el problema fundamental de la legitimación de la propia subjetividad —que Hegel descubre como princi-pio de la Edad Moderna— enfrentada a la experiencia histórica. Aparicio entiende este enfrentamiento entre subjetividad e historicidad como una modernidad que, en el mejor de los casos, se convierte en lo que Haber-mas llamó «un pasado auténtico de una actualidad futura»; en el peor, en «la creación de tradiciones efímeras», como afirma el propio Aparicio de manera feliz.

Javier Aparicio MaydeuContinuidad y ruptura. Una gramática de la tradición en la cultura contemporáneaAlianza Editorial, 2013216 pp., 9,80 ¤

La FORTALEZA asediadaEn busca de «una gramática de la tradición en la cultura contemporánea»

El ensayo hace las delicias del lector que se asoma, atónito, a una lectura y relectura de la tradición en tanto que cajón de sastre donde acude el creador para sumarse o rebatir lo pensado, lo escrito, lo pintado, lo escuchado o lo filmado [•]

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12 elcuaderno Número 53 / Febrero del 2014ESCRITURA VAGABUNDA

Gabriel García-Noblejas Sánchez-CendalQué bien poder leer en español, y en una buenísima traducción, un estu-dio de la filosofía china clásica «com-prensible de verdad». No es que los estudios aparecidos hasta la fecha no lo sean; lo son, pero casi todos para quienes ya saben. El que hoy presentamos resulta profundo y general a la vez, y da la información necesaria para poder seguir bien no solo qué ideas defendían los unos y los otros, sino también cómo nació y cómo fue formándose aquel tipo de pensamiento desde el siglo vi a. C. hasta el iii a. C., que es el período normalmente llamado clásico.

Filosofía china clásica dosifica los datos históricos al exponer las ideo-logías de tal modo que el lector no se pierde, sino que va comprendiendo mejor el conjunto. Hace un repaso a las grandes ideas de las grandes co-rrientes de pensamiento, a saber, la corriente de los letrados (confuciana) con Confucio, Mencio y el maestro Xun a la cabeza; la daoísta (taoísta) del Libro del tao y del Libro del maestro

Zhuang (Chuang-Tsé); la mohísta del maestro Mo; la legista (o legalista) del maestro Han Fei y de Shang Yang, la lógica de Gongsun Long y la hedo-nista del ficticio maestro Yang Zhu.

En dicho repaso, Schleichert y Roetz tie-nen el acierto de ir mos-trándonos tanto las ideas concretas de las escuelas como su interrelación, y, así, nos permiten asistir a esa suerte de largo diálo-go que montan los pen-sadores chinos, porque sus obras no son como oradores monologando en las pardas llanuras de loes cercanas al río Ama-rillo, sino como contertulios sentados en épocas distintas, en la medida en que los unos recogían las opiniones de los otros y las contestaban, ampliaban, estribaban, retocaban o se mofaban de ellas. Pero dialogaban.

Filosofía china clásica no se limita a ofrecernos una serie de citas directas de los clásicos, sino que aporta también es-clarecedores comentarios que ayudan a conectar aquella forma de pensar con la presente. Es aquí donde radica la virtud mayor del libro: en su capacidad para

hacer comprensible al lec-tor de hoy una filosofía tan alejada cultural y tempo-ralmente. Aunque la filo-sofía china sea «muy poco filosofía» según lo que en Europa solemos consi-derar filosofía, y aunque el lector, en consecuen-cia, no deje de percibir la distancia de sus códigos mentales con los del pen-samiento chino, sucede a la vez que el lector no deja de percibir de algún modo su implicación en el mundo chino clásico. Schleichert y Roetz son capaces de exponer las cuestiones de manera que nos llevan a pensar sobre ellas desde nuestro punto de vista actual, por

un lado, y a admirar las soluciones a que llegaron los pensadores chinos de entonces, por el otro. En una palabra, a hacer una lectura participativa.

¿Cómo debe ser el gobernante de un país y qué criterios deben guiar su

Hubert Schleichert y Heiner RoetzFilosofía china clásicaTraducción del alemán de Alejandro Peñataro SánchezHerder, 2013411 pp., 32,90 ¤

El largo diálogo de la FILOSOFÍA CHINAPermanencia de un pensamiento clásico

El libro se convertirá en un texto de referencia para todos aquellos que quieran saber qué cosa es la tradición, cómo es que una obra con sentido estético entra en el canon y por qué otra, que solo buscaba formar parte de los elegidos, será expulsada para siempre del Olimpo de los dio-ses, y de qué manera Borges, T. S. Eliot, Gadamer, Claudio Guillén, Harold Bloom, John Barth, Oc-tavio Paz, Hannah Arendt y Yuri Tiniánov vieron en la tradición la piedra de toque de todo el sistema literario. El lector comprenderá de una vez —cosa nada corrien-te— por qué «la creación es re-creación [y por qué] la tradición observa siempre desde lejos, sin perder detalle, los movimientos de la originalidad». Si este mismo lector quiere saber por qué Sue-ño con mujeres que ni fu ni fa de Beckett «resulta insignificante para la “historia de la literatura” y esencial, en cambio, para la “li-teratura”», si quiere tener entre manos un libro que le facilite bue-na parte de las dudas que se plan-

tearon los pintores, los novelistas, los músicos, los arquitectos y los cineastas a la hora de enfrentarse o no a la tradición, si quiere com-prender, al fin, cómo condiciona, estimula o bloquea la tradición el proceso creativo, tendrá en este libro los argumentos más inequí-vocos. Pero sospecho que no solo eso. Porque esta «gramática de la tradición» es también, a su mane-ra, como aquellos dos libros cita-dos más arriba, muchos libros. Es un texto escrito con una potencia reflexiva inusitada en los días que corren (solo hay que ver cómo Aparicio se atreve, muy al inicio, con una definición de tradición que ustedes no se pueden perder). Es un río de corriente continua de citas impagables. Es, si se quiere, un laberinto cuyos pasillos con-ducen a notas al pie que guían en distintas direcciones, entrecru-zándose entre ellas para dibujar un mapa de lo dicho a propósito del concepto «tradición». Y, last but not least, es una escritura ale-gre que franquea un límite porque permite que el lector lea y escuche al unísono la voz de un estudioso perspicaz y sutil. ¢

El lector comprenderá de una vez —cosa nada corriente— por qué «la creación es recreación [y por qué] la tradición observa siempre desde lejos, sin perder detalle, los movimientos de la originalidad»

Ernesto BaltarDe entre todas las capitales del mun-do, París es seguramente la más lite-raria. La «ciudad literaria» por anto-nomasia. No solo por la cantidad de libros que se han escrito en ella o so-bre ella o tomándola como decorado, ni por los numerosos movimientos o corrientes literarias que ha generado, ni por la cantidad de jóvenes letrahe-ridos que han habitado sus buhardi-llas con el único propósito de conver-tirse en escritores, sino también —y sobre todo— porque, en cierto senti-do, París existe solo en la literatura. París es un libro redactado por cien-tos de escritores.

En La ciudad de los pasos lejanos, obra de José Muñoz Millanes editada por Pre-Textos, aparece en primer pla-no y de manera privilegiada el París de Azorín, a quien acompañamos en sus paseos por la ciudad del Sena durante los años de la guerra civil. No es el Pa-rís monumental y esplendoroso al que nos tienen acostumbrados las pelícu-las o las novelas, sino más bien un París apagado, humilde, escondido, en cuyos detalles mínimos refulge, sin embargo, una poderosa verdad.

Azorín se dedica a pasear la ciudad en soledad y silencio, sin rumbo fijo, divagando por las calles, observando a la gente y escuchando desde la distan-cia sus conversaciones (aunque no las entienda bien, pues no domina el fran-cés), descubriendo rincones secretos en parques e iglesias o sentándose en las estaciones del metro en medio del caos de los pasajeros. Los misterio-sos pasajes, las plazas luminosas, las tiendas evocadoras, la quietud de los jardines, los cementerios apacibles… Recibimos toda la ciudad a través de su mirada escrutadora, acompañada de las glosas descriptivas —en gran parte arquitectónicas— de su comentarista.

Se entrecruzan también en estas páginas el París de Baroja, el París de Gutiérrez-Solana y el París de To-rrente Ballester (a través de su per-sonaje Javier Mariño), así como los apuntes de Mihail Sebastian o Henri Calet, entre otros, trufados a cada rato por el París de Patrick Modiano, segu-ramente el novelista contemporáneo que más ha utilizado esta ciudad co-mo escenario de sus historias, hasta hacer de ella prácticamente su princi-pal argumento.

En su paseo por las calles y por los textos, siguiendo los dictados del azar, Muñoz Millanes va componien-do una especie de collage literario mediante la yuxtaposición de pasa-jes de estos escritores; en el caso de Azorín, los toma de su libro París, de sus Memorias inmemoriales, de los relatos de Españoles en París y de la novela María Fontán. El punto de unión entre esos retazos es la sola presencia de Millanes, su mirada, su desplazamiento; como se afirma en la primera página, «experiencia y libro son correlativos».

El texto se complementa, además, con fotografías en blanco y negro de algunos de los lugares evocados.

Los lugares son lo permanentePasa el tiempo y transcurren los si-glos y las personas van y vienen (entre ellas los escritores), pero los lugares siguen ahí, acumulando las miradas, las huellas y las experiencias de quie-nes por allí pasan. Como dice Patrick Modiano en una de las citas que abren el libro: «Yo creo que se oye todavía en las entradas de los edificios el eco de los pasos de los que acostumbraban a atravesarlas y después han desapare-cido. Algo sigue vibrando tras su paso, ondas cada vez más débiles, pero que se captan si se está atento» (Rue des boutiques obscures), y hay quien tie-ne buen oído para captar esas ondas

El París literario de AZORÍNEl collage literario de una ciudad de escritores

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elcuaderno 13Número 53 / Febrero del 2014 UN FLÂNEUR-DETECTIVE

labor en pro del bien común? ¿Qué función deben tener las leyes? ¿Aca-so es necesario, y por qué, que exis-tan? ¿Cuáles son las obligaciones hacia el pueblo de la clase dirigente, y del pueblo hacia la clase dirigente? ¿Para qué debe servir la educación? ¿Eres buena persona o no, viviendo como vives? ¿Cómo tratas a la Natu-raleza, como un depauperado en el banquillo de los acusados o como a una madre que te lo da todo y a la que debes veneración y respeto? Estas y otras cuestiones son las que preocu-paron a Confucio, al maestro Lao-Tsé o al maestro Han Fei.

Creemos que no dejará de interesar al lector saber que casi ninguna de las grandes obras de los grandes pensado-res chinos fue escrita por ningún gran pensador. Y también que existió un pensamiento capaz de levantar una microsociedad regida por las ideas de un determinado maestro, regida muy especialmente por la idea de «solida-ridad humana universal»; y que otra escuela consideró que la Naturaleza podía ser madre y modelo del com-portamiento para un ser humano cuya inclusión en la sociedad lo en-vilecía. Y también que muchas ideas chinas antiguas ofrecen factibles vías de solución para muchos de nuestros problemas actuales. Lector, seguro que algo de confuciano, taoísta o legista tienes, pero aún no lo sabes. ¢

declinantes. Obviamente, las huellas que quedan más marcadas son las de los escritores, que quedarán inmorta-lizadas en forma de citas.

Salvo que sucumban, como en el caso del centro de París por culpa del barón Haussmann, a la piqueta del Progreso (que, como decía Baudelai-re, es el paganismo de los imbéciles), los lugares son lo permanente. E in-cluso aunque desaparezcan, su espí-ritu seguirá latiendo en el aire, como residuos o fantasmas del pasado.

Como un flâneur-detective de la li-teratura, Millanes bucea en los libros en busca de pequeños detalles —a veces intrascendentes, a veces mis-teriosos— que después persigue en la realidad hasta encontrarlos y devol-verlos a la vida, como quien descubre al criminal. También nos ilustra sobre aquellos lugares que han cambiado o desapare-cido en la actualidad, transportándonos de manera instantánea al presente: «Ahora, en otra noche lluviosa de muchos años después, el blanco y el verde de un anuncio luminoso de Ali-talia se encienden en el asfalto mojado» (p. 34). La sutileza y fragilidad de estos detalles nos emo-ciona y nos envuelve.

Unas lecturas llevan a otras, unos autores siguen a otros, como en una carrera de relevos. Bajo la luz de París, «gris azulada y neutra» (de plata oxida-da), realizamos un paseo literario dis-perso y discontinuo como el tránsito del viandante por la gran ciudad.

Días tristes pero profundosSentenció bien Ramón Gómez de la Serna con su fórmula: «Días tristes, pero profundos, los de Azorín en Pa-rís», donde se encuentra «sostenido de la vida por un cordón de seda» y se le ve «desorientado, absorto, entrega-do al destino». La situación de Azorín y su mujer cuando llegan a París hu-yendo de la guerra no es precisamen-te agradable: «Perdidos en una gran ciudad […] desorientados, todo era aciago para nosotros». El triste sino

de los exiliados: el horror representándose a sus espaldas en España, bati-da en sangre, y por delan-te un futuro incierto en la ciudad desconocida.

En sus paseos, Azo-rín no trata de orientar-se, sino que lo deja todo

a la ventura. Es ese «saber perderse» del que hablaba Benjamin al comien-zo de su Infancia en Berlín hacia 1900. Va conociendo la ciudad poco a poco, a retazos. Va observando a la gente: sus gestos, sus posturas, su fi-sonomía, sus vestimentas. Y extrae sus conclusiones.

Millanes nos acerca a los distintos hospedajes y viviendas del matrimo-nio Azorín en París y nos saca a dar una vuelta alrededor de la manzana,

describiendo los espacios con una prosa exacta, contenida y minuciosa, con momentos de gran realce poéti-co: «Y en los anocheceres tempranos de invierno todavía los furtivos co-ches de caballos vuelven, fantasma-les, a estacionarse en la calle vacía, ante los vidrios esmerilados, cuya luz anaranjada delata el vapor caliente de los baños».

Seguimos a Azorín en su paseo y de repente toma el relevo otro autor, otro personaje (el padre de Modiano, el Javier Mariño de Torrente…), y acompañamos a este un rato, y des-pués a otro, hasta que vuelve Azorín a tomarnos del brazo y concluimos con él nuestro recorrido.

Tras el encuentro (y fotografía) de Azorín y Baroja en el Colegio de Es-paña de la Ciudad Universitaria, ha-cia los dos tercios del libro, toma don Pío el protagonismo en la narración, que en esa última parte resulta más variada. Por ejemplo, los dos capítu-los sobre el metro son los más filosó-ficos y los que, en su manera ejem-plar de combinar citas, se acercan más al Libro de los pasajes de Walter Benjamin, libro que parece servir de inspiración para este.

Un libro poético, extrañoLa sensación al terminar de leer este libro es curiosa: por un lado, se siente uno con ganas de coger el primer avión que salga hacia París para ponerse a pasear por sus calles a la búsqueda de los mismos lugares azorinianos que acaba de ver repro-ducidos con tanto detalle; también quiere uno lanzarse a la biblioteca más próxima para buscar los libros de Henri Calet, entre otros descu-brimientos literarios; por otro lado, le abate como una nostalgia

Millanes nos acerca a los distintos hospedajes y viviendas del matrimonio Azorín en París y nos saca a dar una vuelta alrededor de la manzana, describiendo los espacios con una prosa exacta, contenida y minuciosa, con momentos de gran realce poético

José Muñoz MillanesLa ciudad de los pasos lejanosPre-Textos, 2013324 pp., 30,00  ¤

Daniela Zanzoni › S/T (2012) • Pasando página › Guillermina Caicoya › Hasta el 25 de febrero

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14 elcuaderno Número 53 / Febrero del 2014LOS DÍAS DE SONTAG

Francisco Carantoña ÁlvarezLos ingleses «han tenido siempre in-clinación a la rebelión y a los distur-bios intestinos». La cita de Pufendorf, que recoge Pincus, demuestra la ba-nalidad de los tópicos sobre el carác-ter de los pueblos y refleja la imagen que tenían los europeos del siglo xvii de un país que vivió en esa centuria dos revoluciones y decapitó a un rey siglo y medio antes que Francia. Fue precisamente ese siglo revoluciona-rio el que allanó el camino para que la historia británica, a pesar de los levantamientos jacobitas y del largo conflicto irlandés, pudiera aparecer en los tres siglos siguientes como muy diferente a la de la Europa continen-tal, trufada de movimientos revolu-cionarios y guerras civiles.

Para las clases dirigentes británi-cas y los dos grandes partidos que do-minaron la vida política hasta entrado el siglo xx —tories y whigs primero, conservadores y liberales después—, ese pecado original pronto se tornó en incómodo, se hizo necesario rees-cribir la historia. El largo periodo re-volucionario de 1640 a 1660, aunque

tuviese cierta justificación debido al autoritarismo de los primeros Es-tuardo, habría sido un desvarío ra-dical, una anomalía explicable en el contexto de los conflictos religiosos que asolaban Europa, al que había puesto remedio la Restauración. El destronamiento de Jacobo II ni siquiera tendría el carácter de una verdadera revolución, se habría pro-ducido, de forma pacífica, por la vo-luntad prácticamente unánime de los ingleses, que habrían evitado tanto el establecimiento de un absolutismo que rompía con una tradición parla-mentaria secular, como el fin de las li-bertades individuales y la imposición del catolicismo.

Steve Pincus deja claro al lector desde la misma introducción a su extenso libro que su objetivo es de-mostrar que la de 1688 fue una verda-dera revolución, que contó con una importante participación popular y fue violenta, también que tuvo un carácter moderno —«fue la primera revolución moderna»— y sirvió para construir un nuevo Estado. Cuestio-na tanto la tradicional interpretación

INGLESES revolucionariosUn estudio de referencia sobre «la primera revolución moderna»

del tiempo que pasa, una tristeza paradójica de la vida que muere, de la nada que nos consume y que solo parece fingirse eterna en los instantes y neutra en los lugares, en los espa-cios, en los recorridos con que las cosas atraviesan nuestra mirada.

Como ha dicho José Luis Gar-cía Martín sobre La ciudad de los pasos lejanos, «… pocos libros ha-brá que reflejen mejor la secreta poesía de una ciudad, hecha de co-tidianidad y de misterio, de trivia-lidad y magia. Una magia que está en los detalles, en los pequeños de-talles exactos que unen el ayer con el hoy, la ficción con la realidad».

José Muñoz Millanes ha com-puesto un libro reposado, apa-cible, celebratorio, minucioso, erudito y poético, de una extraña belleza. ¢

whig de Burke, Macaulay y Trevelyan, que considera que lo que ocurrió fue un rechazo casi unánime de la socie-dad inglesa a la violación de la cons-titución tradicional del reino por un monarca que pretendía establecer el absolutismo; como la «revisionis-ta», que lo atribuye a una reacción contra la defensa de la tolerancia religiosa por parte de Jacobo II. Pa-ra Pincus la revolución se produjo como consecuencia de un intento de modernización del Estado por parte del rey —«modernización católica», lo llama—, que habría pretendido es-tablecer en el reino británico una ad-ministración moderna y eficaz, con la Francia de Luis XIV como modelo.

Pincus sostiene que «las revolu-ciones no son luchas para derrocar los Estados tradicionales. Solo ocu-rren después de que los regímenes decidan, por las razones que sea, ini-ciar ambiciosos programas de mo-dernización», aunque «no todos los programas de modernización han dado lugar a revoluciones populares». Afirma que «la modernización estatal necesariamente pone a una gran can-tidad de personas en contacto con el Estado. Los Estados modernizadores tienden a crear nuevas y vastas buro-cracias centralizadas. […] el contacto con el Estado en la vida cotidiana hace que aquellos para quienes la política nacional había sido anteriormente

Rafael Suárez PlácidoHay dos tipos de diarios: aquellos que el autor usa como vehículo para su lucimiento personal y aquellos en los que el autor necesita «dejar cons-tancia» (utilizo la expresión de Susan Sontag) de todo aquello importante que rodea su vida y su obra. En gene-ral, puede decirse que los primeros están escritos para ser inmediata-mente publicados y se esperan como un acontecimiento literario que ocu-rre cada cierto intervalo regular de tiempo. Pueden ser muy interesantes, por el punto de vista del autor o por su prosa o por la afinidad, ideológica o es-tética o por ambas, que el lector pueda tener con él. Pero la expectativa de la publicación más o menos inmediata está siempre presente en la voluntad creadora y dificulta la sinceridad o el atrevimiento de lo que allí se ex-pone. En general, estos diarios son meras repeticiones, con mejor o peor prosa, de las opiniones que se leen en la prensa o se escuchan en otros medios; en general, pierden todo su interés unos años después en el me-jor de los casos. Pero cuando alguien

«se encierra» de manera semiclandestina con sus fantasmas, los invoca pa-ra sí mismo y los expone, quedando la mayoría de las veces al descubierto, con el riesgo de ofender a los que más quiere, con el riesgo de quedar en evidencia él mismo an-tes que nada y poniendo en juego su vida, el do-cumento que genera es, cuando menos, intere-sante. Si el sujeto creador tiene ideas propias y se las está cuestionando continuamen-te, el texto puede marcar una época y ese interés permanece siempre. Este es el caso de los diarios de la escritora norteamericana Susan Sontag, la más universal de las escritoras de su país.

La conciencia uncida a la carne es el segundo tomo de sus diarios, los que recogen anotaciones que van de 1964 a 1980, la época no solo de madu-rez de la autora, que nació en 1933, sino también de su consagración como una de las intelectuales más importantes

del mundo. El primer volumen apa-reció en España en 2011, con el título Renacida. El editor, David Rieff, que además es su hijo, cuenta que su pu-blicación le produjo un serio dilema moral, ya que aunque el círculo ínti-mo de la escritora sabía que existían

esos cuadernos, ella nun-ca publicó ni dio a cono-cer ninguna parte de su contenido, ni tampoco hizo ninguna referencia

a qué deseaba que se hiciera con ellos. Así pues, la decisión de publicar los más de cien cuadernos que se encon-traron tras su fallecimiento fue solo suya, sin tener claro en ningún mo-mento cuál era el deseo al respecto de su madre. Una decisión difícil que se hace mayor al leerlos, porque en ellos Susan Sontag no esconde nada de lo que piensa ni de lo que siente en nin-gún momento. Me la imagino escri-biendo en esos cuadernos constante-mente: tras un desayuno en un hotel

en Karlovy Vary, anotando la lista de las películas que ha visto en el festival de cine, o en una cafetería de París, contando lo que había dicho alguien la noche anterior, o en su propia casa en Nueva York, pero siempre celosa de que nadie leyera lo que escribía en ellos. Entiendo la dificultad del hijo, pues en estos textos se ven los mo-mentos de felicidad de su madre pero, especialmente, las dudas, los temores y los complejos que la asolaban, por no hablar de las opiniones que tenía de los que la rodearon, la amaron y la traicionaron, o de los que ella amó y traicionó. Es cierto que había dos opciones: o publicarlos o quemarlos, como confiesa que alguna vez pensó hacer. Pero, tras leerlos, quemarlos habría sido un error garrafal. Estos diarios son Susan Sontag.

No es frecuente encontrarse con una niña que a los trece años ingresa-ra en la universidad y que, tan joven, tuviese tan claro a qué podía aspirar y a qué no: «A los cinco años anuncié a Ma-bel que iba a obtener el Premio Nobel. Yo sabía que sería reconocida. Y supe también —a medida que pasaban los años— que no era lo bastante inteligen-te para ser Schopenhauer o Nietzsche o Wittgenstein o Sartre o Simone Weil. Me propuse merecer su compañía, como discípula, trabajar en su rango. También, supe que tengo una buena cabeza, incluso con gran

¿Quiénes SOMOS?El documento más desnudo de una escritora universal

Susan SontagLa conciencia uncida a la carne. Diarios de madurez, 1964-1980Editado por David RieffTraducido por Aurelio MajorRandom House, 2014516 pp., 21,90 ¤

[•página 16]

[ernesto baltar •]

Tras el encuentro (y fotografía) de Azorín y Baroja en el Colegio de España de la Ciudad Universitaria, hacia los dos tercios del libro, toma don Pío el protagonismo en la narración, que en esa última parte resulta más variada

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elcuaderno 15Número 53 / Febrero del 2014 LA PRIMERA REVOLUCIÓN MODERNA

algo remoto y, en gran medida, poco importante, empiecen a preocuparse seriamente por la orientación política e ideológica del Estado».

El camino hacia la revoluciónEl problema de esta tesis es que solo puede sostenerse forzando las carac-terísticas concretas de los procesos históricos que desembocan en movi-mientos revolucionarios. Las refor-mas llevadas a la práctica por Luis XVI son muy escasas, la reacción que pro-vocan impide que se materialicen y desde luego no fue su reinado el que fortaleció el Estado francés y aumen-tó la burocracia, cambió la adminis-tración local y regional o estableció un ejército moderno. La consolida-ción del absolutismo venía de más de un siglo atrás y lo que se «moderniza» —o cambia— a lo largo del siglo xviii son la economía y la sociedad france-sas. Luis XVI intenta realizar reformas más por los problemas financieros de la corona que debido a esos cambios, pero, aunque se considere que respon-den en parte a ellos, eran claramente insuficientes. Más bien fue la timidez de la modernización del Estado y sus políticas lo que condujo a la revolu-ción. Algo parecido podría decirse de otros ejemplos que pone, como el de la Rusia zarista o China.

En el caso británico, es importan-te lo que señala sobre la significativa

transformación que habían conocido la economía y la sociedad en Inglate-rra durante el siglo xvii y especial-mente en las décadas de la Restau-ración. También es cierto que puede considerarse la política de Jacobo II como modernizadora del Estado, pe-ro el rechazo de los privilegiados, de quienes controlaban las instituciones parlamentarias y políticas, incluso a nivel local y regional, a la implanta-ción del absolutismo monárquico no es exclusivo de Inglaterra, lo conoció incluso Francia en ese mismo siglo, también España. La pregunta es por qué esa «modernización» absolutista fracasa en el reino británico.

Pincus, aunque habría sido necesa-rio que se refiriese de forma más exten-sa al periodo revolucionario anterior y sus consecuencias —en el último ca-pítulo explica por qué no lo hace, para él muchos de los grandes cambios que entonces se produjeron «se reve-laron efímeros»—, da varias pistas. Desde lue-go, la cuestión religiosa, que encubría también disidencias políticas, no fue menor, aunque en su opinión no tiene la rele-vancia que le otorgan los historiadores revisionis-tas. Que en aquella Ingla-terra el rey fomentase el

catolicismo y se rodease de católicos en los principales órganos de poder e incluso en el fortalecido ejército tenía que provocar resistencias. En cualquier caso, la fuerza del parla-mento, consolidado tras su victoria sobre Carlos I, y el ascenso de una burguesía que se implicó en el partido de Guillermo de Orange son también factores decisivos.

Salvo en Irlanda y Escocia, la in-vasión preparada desde Holanda tuvo claro apoyo popular, pero de los datos que ofrece el autor se despren-de que fueron nobles y burgueses los que movilizaron a los ciudadanos, son excepcionales los levantamientos po-pulares y no surgieron organizacio-nes populares como las que aparecen en Francia desde 1789. La violencia revolucionaria tampoco es compara-ble, las cifras de víctimas que aporta

se ven infladas por la gue-rra civil que afectó sobre todo a Irlanda y Escocia, pero no resisten com-paración con Francia si se tienen en cuenta las

provocadas por la larga guerra contra la contrarrevolución, sobre todo en la Vandea.

Todo ello no quita que la de 1688 haya sido una auténtica revolución que destronó a un rey y sentó las bases de una monarquía parlamentaria que, con el tiempo y no pocos conflictos, aunque ya sin nuevas revoluciones, acabará evolucionando hacia un sis-tema liberal a comienzos del siglo xix, especialmente tras el reconocimiento de los derechos civiles de los católicos en 1829, la reforma electoral de 1832 y la imposición al rey de la necesidad de nombrar un Gobierno acorde con la mayoría parlamentaria en 1834. En ese sentido, es acertada su afirmación de que «se justifica la comprensión de la revolución de 1688-1689 como una revolución burguesa en un sentido cultural y político». Así la veían los re-volucionarios franceses de 1789, para disgusto de Burke y la mayoría de los whigs de la época.

Aunque se pueda discrepar de al-gunas de sus tesis, el documentado libro de Pincus está destinado, sin duda, a convertirse en una obra de referencia. No solo resulta impres-cindible para conocer la revolución de 1688, a la que justificadamente ele-va a esa categoría, sino para entender los cambios que condujeron a Europa desde el Antiguo Régimen a la moderna sociedad capitalista. ¢

Steve Pincus1688. La primera revolución modernaTraducción de Agustina LuengoAcantilado, 20131216 pp., 49,00  ¤

Carlos Casariego › Cúpula (British Museum, London, 2013) • Carlos Casariego, Ciudades / Cities, 2013 › www.carloscasariego.com

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16 elcuaderno Número 53 / Febrero del 2014CRONISTAS DE UN SIGLO

Jesús Martínez¿Cómo se puede caminar por el de-sierto, bajo un sol abrasador, con una camisa de algodón de cuadros? El es-critor y miembro de la generación beat Paul Bowles (1910-1999), colaborador de innumerables revistas norteame-

ricanas, relata su calor, su inquietud y sus impresiones por tierras lejanas en Desafío a la identidad. Viajes, 1950-1993, edición cuidada y pulcrísima pa-ra una prosa desbordante de vida.

Las crónicas de Desafío a la identi-dad se centran en el éxodo en sí mismo,

no en lo que hoy se entiende por viaje, trasunto del turismo que no descubre otras costumbres ni se adentra en otras culturas; el viaje como nudo vital, co-mo depuración del alma, no tiene que ver nada con la distancia recorrida, sino con la mística, con la energía que uno recibe, con los altos en el camino. De hecho, el viaje es eso, el trayecto. Por eso Paul Bowles se cuida mucho de ponerlo en solfa: «¿Qué es un libro de viajes? Yo diría que es el relato de lo que le ocurrió a una persona en deter-

minado lugar, y nada más que eso; no contiene información acerca de hote-les y carreteras, ni listas de frases útiles, estadísticas o sugerencias acerca de la clase de ropa que el visitante podría ne-cesitar. Es posible que tales libros estén condenados a la extinción. Espero que no, porque no hay nada que yo disfru-te más que leer el relato de un escritor inteligente acerca de lo que le ocurrió lejos de casa».

Esta explicación previa casa con esta otra, la conclusión a la que llega después de cruzar los mares y de be-ber los vientos: «El propósito de los servicios oficiales para visitantes es hacer innecesaria la investigación personal». Es decir, las oficinas de turismo se aprestan a depurar de obstáculos la ruta, planifican hasta los duermevelas, organizan los pen-samientos, venden packs de emo-ciones. A pesar de la buena voluntad de los operadores, lo que hacen, en buena medida, es desmochar el viaje, pulirlo para quitarle las aristas, evi-tar que uno se vaya por los vericuetos de las poblaciones que no están seña-ladas con el puntito rojo de «lugares de interés».

Entre otras cosas, Bowles reniega del turismo porque el turista, junto con el inmigrante, es el protagonista de la globalización, y amo y señor de muchas economías locales. Al turista se le da lo que el turista pide: «Ahora

alcance. Soy buena para comprender las cosas, ordenar-las, usarlas. (Mi mente cartográfica.) Pero no soy un genio. Siempre lo he sabido». Es curioso el caso de Simone Weil, la escritora a la que más admi-ra durante estos años. Todo son elo-gios hacia su obra, hasta que lee una biografía que la presenta como una persona que ansía una pureza casi divina renunciando a su cuerpo, lo que le provoca un enorme rechazo y una serie de entradas devastadoras. Hay que entender que su vida giraba entre el doble deseo de ser recono-cida como artista e intelectual, a la vez que como persona. Su otro gran tema es ser admitida como persona, sin renunciar a su cuerpo. En ese sen-tido habría sido más comprensible que sus halagos fueran hacia la otra gran pensadora del siglo xx, Hannah Arendt, sin embargo a esta dedica muy pocos comentarios.

Sontag cede la palabra a SusanPoco antes de 1964 había publicado su primera novela, El benefactor, y en 1966 le llegó el éxito mundial con los ensayos de Contra la interpretación. En una de las primeras entradas del li-bro cita a Nietzsche: «Nada es real. To-do es interpretación». Es fácil relacio-nar el fragmento con el título. A partir de ahí comienza la vorágine de éxito que la consumiría el resto de su vida.

Sus opiniones son escuchadas en todo el mundo. Pero, aunque esto es parte de lo que pretendía desde pequeña, apenas le procuró felicidad. Y esto la atormentaba. El tomo comienza con el dolor por la separación de su pareja anterior. Constantemente analizaba las causas de esta aflicción. Reflexio-nes que iban de sus padres a su hijo, pasando por algunas de sus parejas. Asistimos en primera persona a lo que pasa por la cabeza de Susan Sontag y es cierto, como escribe su hijo, que hay momentos en que queremos avisarle de posibles errores o de de-cisiones arriesgadas. No podemos vivir la vida de otras personas y, quizá, menos la de alguien co-mo Sontag, pero durante las horas o los días que leemos sus diarios hay momentos en que sentimos que nos lo está contando a nosotros, en cierta intimidad. ¿Es esa una de las finalida-des del arte? Si es así, lo ha conseguido plena e involuntariamente con este libro que ni tan siquiera está claro que llegara a concebir como tal.

Referencias a la cultura española hay varias: desde su admiración por el teatro de Calderón, alguna lectura de Ortega y, más que nada, el arte de

Picasso y el cine de Buñuel, que sigue con interés. Supongo que en el tercer tomo aparecerá Juan Goytisolo, con quien comparte una experiencia per-sonal en Sarajevo. En este, aparece su amiga Monique Lange, y su amigo, el argentino Edgardo Cozarinsky. Uno de sus contemporáneos a quien más admiró fue Borges, a quien cita cons-

tantemente y a quien ha dedicado ensayos y alguna entrevista. Los franceses Beckett, Blan-chot y, especialmente, Sartre, Beauvoir y su amigo Barthes son otros de sus escritores de ca-becera, junto a la citada Weil. Con estas creden-ciales es fácil compren-der que siempre nadó a contracorriente. Recibió premios importantes, pero también fue censu-rada por sus opiniones

radicales, y si lo fue por sus artículos, declaraciones o ensayos, es obvio que sus diarios no publicados escondían ideas más duras aún. En este libro aparecen entradas referidas a viajes a Vietnam, justo después de la gue-rra a la que se opuso tajantemente, a Cuba y a China. Escribe también, con mezcla de fascinación y temor, como ya hizo Beauvoir, de la aparentemen-te contradictoria relación entre sus

ideas feministas y su interés por las relaciones sadomasoquistas. Fue una mujer de su tiempo. Mientras estalló el Mayo del 68 en París, ella estaba en Vietnam del Norte. En las listas que llenan páginas del libro mencio-na China como uno de los temas que siempre le han interesado más, quizá porque su padre murió allí siendo ella muy niña. Se adelantó a su tiempo, analizando su propia experiencia y cómo hubo de ser madre de su madre, para que ella la aceptase, teoría que años después desarrollaría la psicoa-nalista Alice Miller, en El drama del niño dotado, aunque Sontag escri-bió que «el psicoanálisis me parece humillante (entre otras cosas); me avergüenza mi propia trivialidad. Me siento reducida».

Es posible que más adelante esta primera edición de los diarios de Su-san Sontag se perfeccione, se com-plete la selección de los fragmentos o se añadan cuadros cronológicos que sitúen mejor al lector en el contexto de estas páginas, pero eso no quita que ya sea un libro básico y vivo, una au-téntica autobiografía de la autora, que entusiasmará a sus lectores y a los inte-resados en conocer algo más de Susan Sontag, de la literatura, de las artes, del pensamiento, en definitiva, de la his-toria de la segunda mitad del siglo xx contada por una de sus protagonistas más inquietantes. ¢

Referencias a la cultura española hay varias: desde su admiración por el teatro de Calderón, alguna lectura de Ortega y, más que nada, el arte de Picasso y el cine de Buñuel, que sigue con interés

Los ANTEPASADOSPaul Bowles, lejos de casa

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Diabolicón › Jorge Ordaz

La existencia de Dios › Miguel Barrero

La cama › Vanessa Gutiérrez

Paracaidistas › Chus Fernández

A la sombra de los abedules › Fulgencio Argüelles

La noche ancha › José Ramón González-Regueral

Las estancias provisionales › José Antonio Mases

Turno de noche › Ibrahim Aslán

Tráeme pilas cuando vengas › Pepe Monteserín

Los caballos azules › Ricardo Menéndez Salmón

El diario de Henriette Vogel › Karin Reschke

Costas perfumadas › Agustín Vidaller

Debacle › Camilo Gonsar

Hacia Times Square › Camilo Gonsar

La balada del pitbull › Pablo Rivero

Últimos ejemplares › Pablo Rivero

La llave › Ricardo Labra

Tú serás Baudelaire › Fernando Poblet

Ageón › Luis Fernández Roces

La buhardilla › Marlen Haushofer

La parranda › Eduardo Blanco Amor

Escenas de la guerra contra Sertorio › Emiliano Fernández Prado

Los actores ciegos › Gonzalo Allegue

Hyle. Ser-sueño en España › Raoul Hausmann

Ediciones Trea • C/ María González, la Pondala, 98, nave D • 33393 Somonte, Cenero, Gijón (Asturias), España • Tel.: (34) 985 303 801 • [email protected]

[suárez aparicio •]

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elcuaderno 17Número 53 / Febrero del 2014 BOWLES EN EUROPA

entrenan a las muchachas marro-quíes para que hagan la danza del vientre, algo hasta ahora inaudito en Marruecos. Pero como eso es lo que los turistas dicen querer, eso les dan».

Paul Bowles, que llegó a África por consejo de la literata y mecenas del arte Gertrude Stein, hizo de Tánger su base, a sabiendas de que el Tánger que él encontró no tenía nada que ver con el de las guerras de espías: «El Tán-ger de los bares dudosos, la maison close, los macarras y los proxenetas, los contrabandistas y los prófugos de Scotland Yard y el fbi, el viejo Tánger que intentó con valentía, aunque sin éxito, estar a la altura de su inflada re-putación de “ciudad del pecado” está muerto y enterrado».

Cultura: conocimientoY los itinerarios por el Sahel, con el equipo de grabación a cuestas tras las músicas tradicionales de los berebe-res, los «indígenas de Marruecos», los narra con tanta soltura como David Foster Wallace en Algo supuesta-mente divertido que nunca volveré a hacer. En ellos da cuenta de los trances causados por el consumo de estupefa-cientes (la palabra, de este redactor; en el original, kif, hachís); de la pereza en-démica, que tiene raíces bíblicas (no se puede organizar el día siguiente, agen-da en mano, porque sería pecaminoso además de presuntuoso, sería como

retar a Alá); y da cuenta de la esclavitud «persistente»: «Sidi Abdalah ha tenido un hijo con una de sus esclavas. El co-mercio de esclavos fue abolido por los franceses, pero la esclavitud persiste. La ley coránica no distingue entre un hijo legítimo y uno del mismo padre con una concubina, ni siquiera en lo tocante al patrimonio».

Pero aunque el desarrollo del libro transcurre en el África subsaharia-na, son las crónicas europeas las que más despiertan la atención, quizá por esa alianza inmaterial que une a los norteamericanos de las letras con las mansardas del Viejo Continente, y con su historia. Paul Bowles lo reco-noce: «La sensación de bienestar que tiene un individuo cuando siente de forma irrevocable que forma parte integral, aunque sea ínfima, de la con-tinuidad histórica». Para Bowles, cultura no es un álbum de fotos ni la lista de los presidentes esta-dounidenses, sino que es conocimiento. «Europa es la infancia perdida de los norteamericanos, la cultura que nunca tuvie-ron», objetará.

Entre los países que destaca —especialmen-te Francia, con el París de Hemingway y de Au-den—, sobresale por su

curiosidad España. Son las piezas so-bre España, de 1955, como tajines de ternera, por lo jugosos que son, aun las espinas: «Si insisto en España aquí es porque pienso que España es el país de Europa que más puede ofrecer a los norteamericanos. Como es una opi-nión, y no una tesis demostrable, so-lo puedo remitirme a mis reacciones personales ante su incomparable be-lleza para robustecer mi afirmación. Es un país que “entra” fácil, la gente es amable y hospitalaria, y, lo que tiene bastante importancia, es una gente sumamente consciente y orgullosa de su cultura hispánica. Visualmente es el país más dramático de Europa oc-cidental. Los contrastes siempre son fáciles de percibir y de recordar; casi cada aspecto de España debe su carác-ter a una contradicción. El elemento

más importante del pai-saje es que en medio de la aridez da la impresión de fertilidad…».

A pesar de los años transcurridos, y a pesar

de la situación sociopolítica que hoy vive la Península, no le falta razón a Bowles, que veía con ojos nada cons-picuos un país donde sus hombres, co-mo hoy, se miran, tradicionalmente, el ombligo. Y la pirila, para ver quién la tiene más grande. Con lo de «cul-tura hispánica», se refiere el autor, llevado por esa minuciosa objetividad de Hugh Thomas y Raymond Carr, a esa España en minúsculas, de piedra de saponita, que es la España que a todos nos une y nos conforta, no la de arriba, sino la de abajo, en pequeño: la españa del poeta Antonio Machado, con sombrero y bastón, en el Café de las Salesas, en la fotografía de Alfonso Sánchez Portela; la españa de Federi-co García Lorca, que tanto sublevó a la España con mayúsculas; la españa del actor Alfredo Landa, que es la es-paña del humor como válvula de esca-pe. «País dramático», adjetivará con razón Paul Bowles, en unas estancias memorables, que podrían constituir nuestro legado documental.

A esa España chiquitita, de rai-gambre popular, de sueldos míseros, Bowles suma estas postales: la España de los recuerdos kitsch (pop art, a pro-puesta de Bowles), de la Marbella que recuerda el Palm Beach de Florida, de los sombreros cloché y de nuestros antepasados, africanos sin ir más le-jos: «Los antepasados de los andalu-ces son marroquíes». ¢

Paul BowlesDesafío a la identidad. Viajes, 1950-1993Traducción de Nicole d’Amonville Alegría y Rodrigo Rey RosaGalaxia Gutenberg, 2013576 pp., 24,00  ¤

Carlos Casariego › Muro (Berlín, 2008) • Carlos Casariego, Ciudades / Cities, 2013 › www.carloscasariego.com

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18 elcuaderno Número 53 / Febrero del 2014POESÍA INÉDITA

Luis Muñiz(Caborana, Asturias, 1964) es autor de los poemarios Un fragor indeterminado (2008), Libro segundo (2011) y Tríptico de los Magos (2011), en colaboración con el pintor Hugo Fontela, todos ellos editados por Trea. Ha colaborado en las revistas Solaria, La hamaca de lona, 7de7 (www.7de7.net) y Las razones del aviador. Ejerce la crítica de poesía en el diario ovetense La Nueva España, y ha publicado estudios sobre Marcos Canteli en Poetas asturianos para el siglo xxi (Trea, 2009) y en Pájaros raíces, en torno a José Ángel Valente (Abada, 2010).

13 Limbo y asamblea (poema inédito)

1. No, viento hizoestos días de atrásy era como sentir otra vezdespegarse del cuerpocostras y adherencias

y como sentir otra vezdesprendido del bloqueel cuerpo suelto;

el bloque que el calorforma adhiriendocada cosa con otray todas las demásy el viento deshace;

piel y granito ypiel con pieles eideas y chuches

no obstante lo cuallos intereses privadosconviven sin tocarsey las multitudes sonconcretas y abstractas.

2. Un mapa para guiarsedentro del bloque hormigueante

cuando el mundo se adensahasta contraerseen un único puntoextendido como una ondao un entrecruzamiento de ondas.

Pasa una ancianacon un bastón y una bolsay tan encorvada—

su espalda dibujaocho ángulos rectoscon sus dos piernecitasy el bastón y la bolsa.

Ángel y su grupo de émigrésla veían pasartú la veías pasar

y las cuatro cosas colgabancomo de una tabla

con las ondas formandoeste año o aquel otroel punto extendido

pero nunca visto al mismo tiemponi visto como punto.

3. El héroe desatentovaga como al azaren busca de su heroína;

ellacon la capa extra de pielque el calor exhalay grava los cuerpos;

élperdido dentro del bloquedel que ella es tantocomo una protuberancia.

Cada uno en su ondasubido pero con la vistafija en el mismo puntoella

y élyendo a peor y yendosi supieran adóndeaún guardaban la calma.

Éldecía que estabanbien como estabansi a peor era morirse.

Ellaque morirse era biencesar de morirse bienirrumpir fuera del bloque.

Y en esas destrezasla gozaban, mientrasen las vías angostas

y bullentes del bloquelas pantallas hervíanen sustitución de las ondas.

4. Puntos y ondassuplantadosdentro del bloque

por flechase intermitenciasparpadeos y luces:

no tienen recorridosi no es en la mudez

o en la chácharatóxico-informativa

y su arriendosituacionistalos encapsula on line

con más espaciosy más opcionesde intercambio

pero cada vez menosde experimentarel shock de la multitud

el incidentela vivenciael duelo y el espanto.

5. Los viejos espacios desaparecende y entre las masasde y entre los puntosaún desplegándose como ondaspalpitaciones, perono de bites, en el recuerdo.

Desaparecen al compartirseno la carne y la saliva, sinolos intereses personalespúblicos solo graciasal blindaje de silicio.

El confort aísla y desaparecenel encuentro inesperadoy la alerta de colisión;romo, sin rocesse vuelve todo entoncesen el complejo de síntomasque es el bloqueal presentarse en las pantallaslo mecánicocomo si fuera impredecible.

6. La protección proscribetanto como libera

mentes, quizá, pero no cuerpos;

los cuerpos se quedansiempre a un paso, unode fundirse o repelerseen el azar del bloque—

en el corazón del mecanismose pierdefunción correctoray la profilaxis actúasobreestimulandopara distraer y fragmentar.

7. Él, ¿qué quiere?se pregunta ella;¿vagar sin rumbo por el bloquereferido a otrosque nos ignoran?

Yo preferiríaque él aceptaracomo dádivanuestra debilidad;que nos asentáramos

y ya puestosfijáramos una onda comúnno ese trotarde vía en víaesperando la sacudida

pidiendo perdóny devolviendo sonrisascuando chocamosy nos gustaríapegar al importuno.

Pero entoncesél diría que la vidano consistesino en ese rozarse:blando, improductivo

meramente una levedislocaciónpara que las ondasse hostiguen unas a otrascomo al desgaire.

8. Si pudiéramoscambiar la vidasin salir del bloqueella estaría satisfecha

pero si saliendola cambiáramoshablaríade un lento declinar.

El bloque, mientrassigue expandiéndosey nos es ajenocomo todo mecanismoperfeccionadodonde el azar interviene.

Cambiar la vida¿qué sería?;¿volver del revésel bloque, volcarlo

hacia qué exteriorque no siéndolodiera pistasde que estamos fuera?

¿Y qué pistasbuscaríamosqué trazas de mundovolcado en sus venasy sus enseres nos daríaque no fuera el nuestro?

¿Qué productomás que el productode nuestras propiasmentes presas?

9. Y tú dices que las pantallaspegadas al oído o a los ojosson indiscretas e invasivas

y odias esas charletasque te rozan y te incomodancuando vas por las vías del bloque.

Pero el deseo de meter todoy hablar todo y compartirtodo es la garantíade que todo esté disponiblepara ti, cuando lo busques—

para que tú lo tengasalguien debe tomarse el trabajode preservarlo, e imprimirsu huella en el mecanismodel que todos formamos parte.

Y no hay jerarquíasni se ponen límitesal deseo de notoriedad;

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elcuaderno 19Número 53 / Febrero del 2014 MEMORIA E IDENTIDAD

ni tan siquieraa la aspiración de ocuparel centro durante un instante

y desde una esquina emitirpara el dédalo del bloquecebando mentes y corazonescon la promesade una nueva agilidad:

quizá un estarpor oposición a serque anula la acción de la onday la deja convertidameramente en luz estroboscópica.

10. Ahora el vientoy no la lluvia vuelvey en pago por limpiaraquellas impurezaspide que tengamos fey nos mantengamosfirmes en el bloque.

Reconquistarlo seríanuestra sola encomiendapero nos hundimos ynos desengañamossi la ropa se quedadura como tablay ya no ondea por el pesode otras adherencias.

Otros prodigiospor así decir nos llamana descreer de sus promesas:un mono de faenapara el muerto manitasy el lector de prospectosque no sabe montarlo que ocupa su ocio.

Y si digo el bloqueo sus puntos y ondasmi mente se atascay muda en las víasya no recibe impactoninguno, ni ningúnafecto o desplante.

Así, lo que hiervecon déficit de atenciónes un caldo de ruidoy un chisporroteoque en nada se comenla cháchara inertede la joven pareja;

un cebar que nutreen alternancia azarosala nueva nociónde multitud, mudadade la plaza al muroy la pasión igualitariaque la consagraen limbo y asamblea;

limbo, no infiernoni purgatoriode la mente situaday no obstante ayunade los rocescon que el cuerpoiba y decía y conocía.

Más que apócrifos de MAX AUBFragmentarse para escribir lo complejo

Joaquín Álvarez BarrientosMuy conocida es la actividad de Max Aub como autor de apócrifos narra-tivos, en especial por su obra sobre el pintor Jusep Torres Campalans, con-temporáneo en París de Picasso, entre otras figuras del momento. No menos conocido es su apócrifo discurso de ingreso en la Real Academia Españo-la, ejemplo de ajuste de cuentas desde la cultura con una época de la historia de España. Pero menos destacada ha sido su labor como gestor de heteróni-mos y apócrifos poéticos. La literatura moderna nos enfrenta, como lectores, a la cuestión de la percepción estética desde el punto de vista de lo auténtico y lo inauténtico, pero, nece-sitados de andaderas para movernos con seguridad, hacemos que la expe-riencia estética dependa del testimonio histórico; de ahí el valor de la firma, que determina nuestra respuesta ante la obra.

Con premisas como estas, Maria Rosell —es-pecialista en las super-cherías de la modernidad

y en escritores como Ausiàs March, Eugenio d’Ors, Vicent Andrés Es-tellés y Aub— discute en su libro conceptos como «apócrifo», «hete-rónimo» y otros de carácter teórico para intentar ordenar el descaba-lado mundo de la falsificación lite-raria; da cuenta de la insatisfacción que producen los diccionarios al acercarnos a ese campo semántico, y sitúa el marco europeo de invento-res de heterónimos que sirvió a Aub para descubrir esa práctica literaria y forjar su propia tradición: Eça de Queirós, Mérimée, Pessoa, Larbaud, Gide, Unamuno, Machado, García Lorca, entre otros, con los que dis-

cuten las creaciones au-bianas, porque el libro nos proporciona mucha más información que la meramente relativa a Max Aub.

La autora da cuenta de cómo el artista, el escritor moderno, para ex-poner la complejidad de la realidad y de la propia percepción de sí mismo, ha de producir presencia; presencia que, en el caso de Max Aub y de otros, se manifiesta mediante la expresión de la fragmentación del individuo, es decir, mediante la muestra de hetero-geneidad del yo, o la sustitución de sí mismo, que es además una forma de conocimiento en esta época por algu-nos denominada poscontemporánea.

El heterónimo es cosa de hombresSobre esta base, el libro presenta la experiencia apócrifa poética de Max Aub, que se valió del formato de la an-tología para dar salida a sus críticas al canon vigente y, por tanto, para propo-ner otro, y para responder también a la guerra de los Siete Días (en realidad, la guerra como solución de un conflicto), en libros como Antología traducida e Imposible Sinaí, en los que la presen-cia de distintos autores clásicos (en el primero) y de escritores originarios de las naciones implicadas en la guerra (en el segundo) le sirven para culminar su objetivo de hacerse oír.

No fue la primera ni la única vez que un escritor se valió de la antología o del heterónimo para hablar del cam-po literario. En los setenta, por ejem-plo, diversos escritores dieron a luz el Parnasillo provincial de poetas

Maria RosellLos poetas apócrifos de Max AubPublicacions de la Universitat de València, 2012, 143 pp., 12,50 ¤ [•]

ALGUIEN quedaArturo Tendero y lo que queda del tiempo

Dionisia GarcíaArturo Tendero (Albacete, 1961), poeta y narrador, publicó su primer libro de poesía, Una senda de aldeas cotidia-nas, en 1991. Con anterioridad, formó parte del grupo poético La Confitería. Actualmente, codirige la revista de creación La Siesta del Lobo. Es autor de una versión de El mercader de Ve-necia. Centramos nuestra atención en su obra poética más cercana: Ade-lántate a toda despedida (Pre-Textos, 2005), La memoria del visionario (Vi-sor, 2006) y Cosas que apenas pasan (Hiperión, 2008).

Alguien queda (Renacimiento, 2013), el libro de nuestro comentario, nos atrae desde el primer momento por su lenguaje y variedad temática, tan acorde con el vivir, y el evidente ahondamiento en la expresión, co-mo si el poeta hubiera regresado de un viaje en el tiempo, tras una mira-da intensa del mundo y de las cosas. Dicha hondura, acompañada por la palabra clara, sitúa al autor en ese lu-gar que merece. Treinta y ocho poe-mas componen el libro. Gran parte de ellos surgen de la memoria, como si el presente precisara de aquello que fui-

mos y añorase el pasado con emoción evidente. No hay olvido en el ahora, sobre todo para formular algo signi-ficativo como es el tiempo: «El ayer y el mañana / conviven con nosotros

Arturo Tendero

esperando / que cerremos los ojos, / como si nuestros símbolos / tuviesen vida propia». Digamos que el tiempo tiene protagonismo en este poemario o, aquello que viene a ser lo mismo, nosotros a nuestro paso por el tiempo, puesto que somos los pasajeros, dado que el tiempo es inmoble.

Poesía reflexiva, de pérdida y año-ranza, también de algunos bienes,

entre ellos la amistad («…  solo cuando está intacta la amistad / nos ofrece su alivio pasaje-ro, / un tesoro que apenas presentíamos»). En otro poema, representativo de este momento poético de

Arturo Tendero, encontramos su aten-ción a los objetos, esos objetos acumu-lados y coleccionados con entusiasmo que no tendrán razón de ser cuando ya no estemos («El día que te vayas / tu colección de objetos / ya no tendrá sentido»). Nos referimos a la composi-ción «¿Qué hubiera dicho Diógenes?».

Podríamos afirmar que de nuestro pasar por el tiempo quedan los re-cuerdos y las fotografías, menciona-das en el poema «Aparecidos», [•]

Arturo TenderoAlguien quedaRenacimiento, 201380 pp., 12,00 ¤

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primero del li-bro, donde se aprecia el deterioro de los rostros que fueron, no así en el libro anterior, La memoria del visionario («Aquella luz que revoloteaba […] y estaba dentro y fuera de nosotros…»). En los dos poemas mencionados está pre-sente la pérdida, ese melancóli-co pasar que el poeta transmite a través de sus versos. No por ello deja de estar el disfrute de la vida,

de esos momentos que surgen en-grandecidos por el sentimiento. «Orillas del confín» es un poema que merece esa consideración. Se recogen en él unos versos de amor concisos, con esa carga de intensi-dad que define lo verdadero.

Arturo Tendero ha sabido ofre-cernos con Alguien queda y sus acertados versos un libro que man-tiene su voz inconfundible, con las variables que la propia vida impone y experimentamos, y lo lleva a ca-bo con la lucidez y bien hacer que le caracterizan. ¢

«El ayer y el mañana / conviven con nosotros esperando / que cerremos los ojos, / como si nuestros símbolos / tuviesen vida propia»

apócrifos y El sindicato del cri-men, en los que se criticaba la si-tuación poética institucional espa-ñola del momento. Y Lope de Vega, en los años treinta del siglo xvii, se reinventó con un heterónimo que le permitió sacar rédito al capital simbólico de su trayectoria litera-ria y descubrir nuevas vías de crea-ción poética. Pero lo llamativo, y Maria Rosell lo señala en su libro, es que en el ámbito del apócrifo y del heterónimo apenas hay mujeres que los produzcan. Y, si las ha ha-bido (añado yo), lo han hecho tan bien que aún no hemos descubierto su superchería.

El libro está escrito con efica-cia, claridad y cercanía, y da res-puesta a cuestiones fundamenta-les de nuestra historia literaria, de la que la historia de la falsifi-cación es parte básica aún por ha-cer, a pesar de las aportaciones de los últimos años. Libro, por tanto, recomendable que explica una de las respuestas a la situación de desmoronamiento de la moder-nidad, a la que se enfrentaron nu-merosos artistas, que encontra-ron en la transgresión genérica y en la sustitución de sí mismos el modo de ofrecer una respuesta a la experiencia traumática de esa modernidad. ¢

[j. a. barrientos •]

[dionisio garcía •]

Juan Carlos GeaEl territorio está encajonado entre una colosal muralla de piedra y la cos-ta rocosa de un mar de plomo, un mar fuerte. Son fronteras rigurosas, igual-mente innegociables, y nunca muy distantes entre sí, de modo que en ningún momento se deja de perder al menos uno de esos dos límites de vis-ta. Entre ellos se encastra una faja de bosques, praderías, ríos, valles, coli-nas y llanuras costeras que apenas al-canza unas decenas de kilómetros en el punto donde el perímetro del muro se aleja más del perímetro de la costa. Pero, como sucede con todo lugar ce-rrado, dentro es posible un mundo. Y de hecho, allí ha crecido un mundo.

Durante tres años el viajero ha vagabundeado por ese país estricto con los ojos bien abiertos, acarrean-

do instrumental de precisión como un explorador y levantando acta con minuciosidad extrema de todo lo que queda entre esas dos fronteras natu-rales, empezando por las fronteras mismas: la naturaleza como conte-nedor y lo que se contiene en ella sin ser, en principio, naturaleza. De un viaje de descubrimiento semejante pueden quedar documentos de mu-chas clases: un estudio antropológico, una cartografía natural, una crónica periodística, un álbum de pintores-quismos, un diario lírico… José Ma-nuel Ballester ha descartado todas esas opciones tan escrupulosamente como descarta toda figura en sus imá-genes; un vaciado de presencia huma-na —que no de señales de la presencia humana— que ha venido practicando en su fotografía, en su pintura (y en la

pintura de otros) durante años. Allu-mar es un extracto del monumental catastro de espacios, más de cinco mil instantáneas, levantado en un país de cordilleras, roquedales costeros, fac-torías, presas y centrales de energía, puertos mercantes, bosques, viaduc-tos y túneles, estructuras industriales, naves en ruinas, dependencias admi-nistrativas y vestuarios de obreros, sa-las de control, válvulas, escombreras, tuberías e imprecisos no-lugares de hormigón colonizado por la humedad y las hierbas.

Coherencia profundaCada una de esas visiones contiene por sí misma un mundo y un relato posible en virtud de su extensión, su composición —menos pictórica o arquitectónica que escenográfica e ingenieril—, su repertorio de recur-sos plásticos, magnificados mediante una tecnología de producción verda-deramente asombrosa. Pero sería in-suficiente contemplar como un mero conjunto de fragmentos fotografiados

ALLUMAR mitos del país cerrado«Las figuras del mito viven muchas vidas y muchas muertes, a diferencia de los personajes de la novela, vinculados en cada ocasión a un único gesto. Pero en cada una de estas vidas y estas muertes están presentes todas las demás, y resuenan. Podemos decir que hemos cruzado el umbral del mito solo cuando advertimos una repentina coherencia entre incompatibles.» / Roberto Calasso

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elcuaderno 21Número 53 / Febrero del 2014 «ALLUMAR»

de un modo que apabulla y deslum-bra. Por mucho que cada fotografía pueda imponernos su monumentali-dad exenta; por mucho que su fuerza estética dependa a veces precisamen-te de un encuadre que secciona y des-contextualiza (como sucede, aunque cueste llamarlos así por su tamaño, en los «detalles» de un muro de hor-migón, unas escalinatas en un dique o en el interior de un edificio, una masa de maleza o una maraña de tuberías y válvulas…); por mucho que haya foto-grafías que alcanzan por sí mismas la soberanía del símbolo o la alegoría, lo esencial en es la coherencia profunda que une los fragmentos ; esa «repenti-na coherencia entre incompatibles» que, según Calasso, es la definición del mito. En este catálogo de espacios todo está conectado inseparablemente con todo, empezando por lo más aparente-mente incompatible: la naturaleza casi primigenia que sobrevive aún en mu-chos de sus parajes y las construccio-nes humanas, a menudo monstruosas, que han ido injertándose en ella.

En esto, Ballester es escrupulo-samente fiel a lo que realmente ha visto: una compenetración orgánica entre naturaleza y artificio que ya no puede considerarse como órde-nes incompatibles; que ya no puede quebrarse sin «desnaturalizar» el paisaje o impostar en un idilio «ar-tificioso» la esencia misma de este territorio. Las proporciones tienen mucho que ver en esa extraña hibri-dación. La majestad de la naturaleza y la grandeza de las construcciones e infraestructuras conviven en pie de igualdad, se ensamblan como la pre-sa se encaja en la garganta del río, la central térmica deja brotar la roca viva a través de sus arcos o la fábrica se incrusta en el valle. Con la misma organicidad, no exenta de una vio-lenta armonía en muchos casos, el urbanismo fabril prolifera fundido con el urbanismo civil, y ambos a su vez con una naturaleza que no solo no ha desaparecido bajo la edifica-ción o la infraestructura, sino que la envuelve, la limita y, en el momento

que puede, la reocupa rápidamente, la reabsorbe. Si lo industrial aún en activo constituye aquí una «segunda naturaleza», sus sobrecogedoras rui-nas integradas en su entorno como cualquier otro accidente geológico figuran ya una «tercera naturaleza». Los cascotes y las estructuras daña-das o derruidas ofrecen a la vegeta-ción una inédita matriz para el creci-miento que en nada se diferencia, al final, de la que puede ofrecer la roca en la ladera o en el acantilado.

Pero es que esas proporciones mayúsculas se comprimen, no hay que olvidarlo, en un territorio seve-ramente limitado. No queda más re-medio que agolpar la obra del hombre en un escenario resistente, a menudo indestructible. Ese condicionante puramente geográfico es, de hecho, la determinación más fuerte para la contigüidad forzosa entre lo natural y lo humano que acaba por producir su fusión con una intimidad que rebasa con mucho la forma en que el cuerpo se funde con su prótesis. Y es también

un elemento determinante en la con-tigüidad de las fotografías de Allumar, que debería tenerse muy en cuenta al contemplarlas.

De esa coerción provienen la co-nexión y la continuidad que convier-te estos fragmentos en las colosales teselas de un mosaico, en pasajes de un único relato. Por eso incita en la sala de exposiciones a un ejercicio de ensamblaje «imaginario» de lo que sobre el terreno, en el territorio mis-mo, está «en verdad» ensamblado. O podría estarlo sin extrañeza alguna, en sus infinitas recombinaciones. Hay que recorrer estas fotografías imaginando que la marina, el paisaje montañoso, el bosque, aguardan al final de cualquiera de estos túneles; que al descender por la ladera de pie-dra podríamos entrar en la central eléctrica incrustada en la roca; que podríamos seguir las tuberías de sala de máquinas en sala de máquinas, de nave en nave, y luego hacia el exterior, donde las cintas transportadoras de mineral y los conductos de gas

José Manuel Ballester › Playa 1 [pág. anterior], Paisaje 2, Salime 2 y Aboño 12 (2013) • Allumar › Fundación María Cristina Masaveu Paterson

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o combustible unen de parte a parte las faldas del valle, cruzan sobre la ciudad dormida y se hunden entre colinas hasta explanadas portuarias en las que el mineral espera ser em-barcado; recorrer la desolada llanura de cemento sembrada de mala hierba y luego desandar la ruta por tuberías descomunales que horadan mon-tes y se cruzan con viaductos como caminos de gigantes hundidos en la niebla, el vapor de agua, el medio hú-medo y neutro que finalmente todo lo conecta y unifica, como una exha-lación mezclada del mar, los ríos y las chimeneas fabriles.

Pero no solo es eso: la honda «co-herencia entre incompatibles» se muestra en la manera que los motivos se reiteran, las cualidades de lo natu-ral y lo artificial se trastocan, las esca-las se invierten. Montañas de carbón o escombro reduplican las montañas reales en una explanada portuaria o en el interior de un almacén; las re-presas se alzan como accidentes geo-lógicos; las acumulaciones de mineral configuran valles profundos con el mar al fondo y las factorías albergan escarpas y desfiladeros. Para que eso

suceda es preciso eliminar cuidado-samente la escala humana. Ahí está la razón de esa purga de la figura en la que insiste Ballester: del mismo modo que el surrealismo exploró la reali-dad vulgar en busca de las fuentes de lo maravilloso, él busca en cualquier parte las fuentes de lo sublime. Y ahí sobramos.

Es verdad que, en el paisajismo romántico de cualquier especie, el tamaño de un cuerpo humano puede servir como patrón para expandir, por contraste, las magnitudes de la sublimidad. Pero los paisajes natu-rales o fabriles que Ballester escoge para fotografiarlos y la en que los fo-tografía no requieren en absoluto de ese énfasis. Y en todo caso, no se trata solo de paisajes. A Ballester le interesa revelar lo sublime también apoyán-dose en otros géneros. Al expulsar

el cuerpo humano del encuadre, se pueden eliminar también todas las referencias, las proporciones, las con-venciones de género: en toda su obra, las naturalezas muertas son arqui-tecturas o paisajes, dibujan su propio incluso en el interior de un armario de medicamentos o sobre una mesa; las arquitecturas y urbanizaciones se presentan con la majestuosidad de un pico o una cordillera; los interiores se ordenan tan rigurosamente como un paisaje urbano y este se aquieta y se recoge con el primor y la melancolía de un bodegón.

Esa ambigüedad genérica se ex-tiende al relato. En no resulta sencillo adivinar si se nos cuenta que la fábrica ha devastado el valle o que el valle ha estrangulado la épica expansión del ser humano. O que ambos han llega-do a un pacto que genera un nuevo

híbrido condenado a padecer por igual nostalgia del pasado y nostalgia del futuro. Es difícil precisar qué si-gue estando realmente con vida, qué podría volver a estarlo; adivinar si los moradores —dioses, héroes o simples humanos— han abandonado estos lu-gares para siempre o solo durante un instante. La única presencia explí-cita de los cuerpos, el único retrato que forma parte de la exposición, son unos desnudos femeninos colgados en los vestuarios vacíos de una explo-tación minera: naturalezas muertas, en realidad. En esa calculada indis-tinción de géneros se manifiesta la flexibilidad infinita del mito, su am-bigüedad consustancial, el modo en que se adapta a cualquier lenguaje o en cualquier recipiente genérico.

Porque de eso se trata: del mito. es un país mítico, un discurso en clave de mito, una exposición de tema mitoló-gico. Juan Manuel Ballester ha eleva-do un territorio real y bien conocido, representado innumerables veces co-mo escenario de la historia, de la épica e incluso de la leyenda, a la categoría de mitología Las fuerzas primordiales que legislan y gobiernan este mundo cerrado, sus conflictos y alianzas; las personificaciones naturales o artifi-ciales de sus dioses mayores y meno-res; los paisajes o los palacios donde habitan; los templos donde se les in-voca, se les ofrece sacrificio; a veces algún atributo o el rastro de la acción heroica o trágica de algunos seres hu-manos: todo ello se organiza en un im-presionante relato interconectado, de múltiples registros y estratos simbóli-cos, los pasajes de un canto sin princi-pio ni fin con sus y sus iteraciones; la narración impersonal, cincelada con un escrúpulo y un sentido extremo de lo estético, de un tiempo cíclico y en suspenso, un lugar real aquejado por la melancolía de algo que nunca existió desde la certeza y el peso de su edad de hierro.

El país de es, desde luego, Asturias. Pero una Asturias ya bajo la luz cenital y universal de los mitos. ¢

En el paisajismo romántico de cualquier especie, el tamaño de un cuerpo humano puede servir como patrón para expandir, por contraste, las magnitudes de lo sublime. Pero los paisajes naturales o fabriles que Ballester escoge para fotografiarlos y la en que los fotografía no requieren en absoluto de ese énfasis

José Manuel Ballester › Paisaje 6 (2013) • Allumar › Fundación María Cristina Masaveu Paterson

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elcuaderno 23Número 53 / Febrero del 2014 MEMORIA DE UN DIRECTOR

de los asistentes, para aprovechar los días libres restantes, nos incorpora-mos a las multitudinarias sesiones que impartía Eduardo Mendoza en el salón de actos de las caballerizas del Palacio de la Magdalena. Allí sus eu-trapélicas advertencias, sus comenta-rios irónicos y sus ocurrencias acerca de los escritores más indiscutibles y clásicos de la literatura universal ha-cían las delicias de los espectadores. Cualidades de gran comunicólogo —desgraciadamente al alcance de muy pocos— que iban de complemento como anillo al dedo para mejor redon-dear la idea que pudiéramos tener del Mendoza escritor. Así que de Patrice Chéreau no volví a acordarme hasta que la noticia de su muerte me sor-prendió casi dos meses después.

A finales de los años ochenta del siglo pasado el teatro español empezó a interesarse por Chéreau al descu-brir en las publicaciones de El Públi-co Combate de negro y de perros, un texto de Bernard-Marie Koltès que irrumpió en el panorama internacio-nal como una bocanada de aire puro proveniente de un lugar insólito. No es que antes Koltès no fuera conocido en España —siempre hay una avanza-dilla de exploradores catalanes allen-de los Pirineos y en Barcelona acaba-ban de montar la pieza—, pero lo era por muy pocos. La geografía exótica y los espacios no habituales que la obra retrataba se desmarcaban bastante del abotargado relieve convencional o del simbolismo «absurdista» al que, como espectadores, estábamos acos-

tumbrados. Ade-más la naturaleza del argumento era ya de por sí toda una declaración de principios: de noche, en una zo-na entre Senegal y Nigeria, un negro llamado Alboury, tras saltar la alam-brada que pro-tege el territorio de una empresa francesa encar-gada de construir un viaducto, re-clama al ingenie-ro, al capataz y a una mujer que los acompaña el ca-dáver de su «hermano», un trabajador negro desaparecido y muerto en cir-cunstancias extrañas. Casi nada. Pero no eran solo los lugares y ambientes lo que llamaba la atención (ya saben, tan lejos, tan cerca), sino también los personajes, seres fronterizos que se emancipaban con una palabra envol-vente, grapada a una acción aparen-temente estancada, para hablarnos de acontecimientos y situaciones muy personales, aunque relacionados con aspectos sociales que tienen que ver con las cosas importantes de la vida y con el momento en que vivimos. Y todo con una retórica en ocasiones densa, fruto de un peculiar lirismo —al igual que ocurre con Genet, salvando las distancias temáticas y de estilo—

que resplandece árido y desabrido para mejor señalar su identidad. ¿Quién era Koltès?, empezábamos a preguntarnos. ¿De dónde salía? Pues de Patrice Chéreau, el director más importante de Francia que había montado sus obras y lo había dado a conocer a medio mundo.

Al poco de publicarse en España Combate de negro y de perros, ese mis-mo año, en 1989, Bernard-Marie Kol-tès moría víctima del sida. Y a medida que descubríamos sus otros textos, Roberto Zucco, De noche justo antes de los bosques, Muelle Oeste, Retor-no al desierto y En la soledad de los campos de algodón, con atmósferas y claves capaces de combinar perfec-tamente la tradición y la modernidad, más atractiva se nos presentaba la fi-gura y obra de Chéreau, y más nos se-ducía la estrecha relación que los her-manaba. Una reciprocidad que venía marcada por afinidades estilísticas, en pro de la palabra como elemento in-sustituible para indagar en lo que dan de sí las relaciones interpersonales a la hora de abordar el deseo, la soledad, la muerte o el amor, siempre desde una perspectiva conectada con la rea-lidad más sombría. O sea, los temas importantes de siempre sobre los que hay que insistir sin remisión, tratados desde la cara oculta de la vida.

Patrice Chéreau fue un director sobresaliente que ha destacado en múltiples campos. Y en esto la una-nimidad de opiniones ha sido abso-luta. Restarle méritos, queriendo explicar el éxito de su trayectoria gracias a un contexto favorable, a una moda o a los prodigios y remedios del ímpetu mediático —como oí decir a un desaprensivo contertulio en la terraza de un bar— es una estupidez. Su comportamiento ha sido ejem-plar, al igual que lo ha sido el rigor y la exigencia con que emprendía sus proyectos. Habiéndose iniciado en la ópera con anterioridad, su incursión en la tetralogía wagneriana, entre 1976 y 1981, siendo aún muy joven para embarcarse en un encargo del

tal envergadura, marcó un hito que ha supuesto una nueva forma de en-carar el planteamiento escénico, en un arte que hasta entonces solo era, salvo honradas excepciones y de ma-nera anecdótica, una reproducción obsoleta de acartonados clichés para ilustrar la música. Ahora, afortuna-damente, gracias a él y a muchos de sus seguidores, las cosas han cam-biado, y ya es imposible «discutir» o «interpretar» una ópera sin aludir a su apartado escénico. Es decir, a su «contemporaneidad» implícita; a un nuevo enfoque conceptual en la lectura del libreto que hasta ha sido asumido por los profesionales del bel canto con cierta naturalidad.

Como cineasta, con una labor más modesta, Chéreau ha consegui-do que los entusiastas espectadores franceses le abrieran un huequecito en el humilde panteón que rinde cul-to al cine de autor. La reina Margot, que tiene una impecable factura en cuanto a dirección de intérpretes y a ambientación —pero que a mí me cansa debido a los sempiternos pla-nos medios en constante vaivén—, es, posiblemente junto a Intimidad, su obra más reputada. Aunque yo me quedo con Los que me aman tomarán el tren, por tratarse del film que mejor representa su pulsión vital, la de sus

coetáneos, y el que me-jor recoge las preocu-paciones en litigio de su universo tan particular. Y hasta quizá, también, porque en el reparto in-terviene un joven al que yo encuentro bastante parecido con Koltès.

Sé que muchos de los aficionados españo-les al teatro hemos lle-gado a Chéreau a través de las piezas de Koltès, aunque sería injusto reducir su obra solo a su repertorio escéni-co en este ámbito. Su pasión ha ido desviada igualmente hacia otras artes. Basta contemplar en YouTube el hilo de

sangre que cruza la cara de Waltraud Meier cuando se muere en Tristan und Isolde, en el Scala, para sobreco-gerse y darse cuenta de la trascenden-cia que ha tenido la ópera en su vida y en su carrera como director. Pero los temas sobre los que volvía una y otra vez los evocaban unos nombres recurrentes, Fedra, Shakespeare, Koltès, la tragedia griega, etcétera, indistintamente del medio con que se expresase. Lo dijo en el libro Trans-versales de Jean Cléder, Timothée Picard y Didier Plassard (Collection Arts en Paroles), que incluye un dvd con extractos del film documental de Stéphane Metge, Une autre solitude, y lo hubiera repetido en Santander si el destino lo hubiera agraciado

Robero Corte • Patrice Chéreau estuvo el verano pasado en Santander, en los cursos de la Universidad Interna-cional Menéndez Pelayo. Su aspecto no era bueno. La enfermedad empezaba a vencerlo y ofrecía un males-tar generalizado. Solo quienes desconocíamos la gra-vedad de su dolencia pensábamos que podría deberse al exceso de trabajo. Aun así hizo un esfuerzo por con-tinuar las clases, hasta que el miércoles 14 de agosto aplazó la tercera intervención para la tarde, donde, ya incapacitado, su ayudante nos confirmó la suspen-sión del curso y el urgente regreso a París. Algunos

PATRICE CHÉREAU

Apuntes cogidos al vuelo de un cursillista

desordenado

Patrice Chéreau fue un director sobresaliente que ha destacado en múltiples campos. Y en esto la unanimidad de opiniones ha sido absoluta. Restarle méritos, queriendo explicar el éxito de su trayectoria gracias a un contexto favorable, a una moda o a los prodigios y remedios del ímpetu mediático —como oí decir a un desaprensivo contertulio en la terraza de un bar— es una estupidez

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24 elcuaderno Número 53 / Febrero del 2014CHÉREAU, EN SUS PALABRAS

ocurre otro tanto. Me gustan los trajes no definidos.»

Como actor«bmk me ha marcado. Como actor he conseguido frasear su teatro. Lo hice con En la soledad de los campos de al-godón y en De noche justo antes de los bosques. Tengo muchas lecturas en mi repertorio. He aprendido mucho. Quizá no lo hago bien del todo, pero me formo. Es un ejercicio que me sir-ve también como director. El actor en el cine está para la cámara. Así que a mí, como actor, no me gusta, me sien-to desnudo, prefiero el teatro.»

Fedra«Nunca creí que la representaría porque era uno de esos textos que se estudian en el colegio. Son versos enormes, alejandrinos, con unas re-glas tan musicales que se aprenden hasta en la escuela. Y que dicen que son muy bonitos, pero que a mí me parecen horribles. Es muy difícil, porque en el recitado la rima llega al espectador antes que el sentido de la frase. A Fedra le añadí personajes que habitualmente no salen, como el hijo de Fedra y Teseo, un niño que primero tiene 12 años y después 20, para que quede claro que no se trata de Hipólito. Cuando se copia a un di-rector hay que decirlo, y yo he copia-do a Peter Stein en la escena en que Hipólito toca con la espada el pecho de Fedra.»

Los clásicos«El problema del teatro clásico, en mi opinión, radica en el coro. Yo no sé muy bien qué hacer con él. Suelo trampear los montajes. Es lo que he hecho con Fedra y con Electra. Pro-pongo el montaje como si se tratase de un ensayo. Hay disposición de gradas para los espectadores a ambos lados del espacio escénico para que estos se encuentren muy cerca de los in-térpretes, a ras de suelo y a la misma altura. Lo que hace que ya de entra-da nos alejemos del planteamiento francés neoclásico, y de la exposición frontal.»

El público«Trabajamos para el público, pero no nos preocupamos de su moralidad. Digamos que el primer espectador soy yo. El público tiene maneras de defenderse: silba, patalea —aunque ya no tanto— o incluso se desmaya o abandona la sala.»

La première«El estreno no es el día en que queda ce-rrado el proceso, sino un día cualquiera en que hemos dejado de trabajar.» ¢

era lo más importante. A los actores llegué después. Ellos, los actores, en un principio, solo formaban parte de la imagen. Más tarde descubrí la importancia de los especialistas, los escenógrafos, y me abandoné en sus manos. Fue para bien.»

La ópera«La ópera muestra la manera de hacer teatro tal como se hacía el teatro grie-go. Parece sencillo pero es complejo. Por un lado está el narcisismo de los intérpretes. Después hay que desci-frar una relación complicada, la de la obra, que no es nada evidente. Quien crea lo contrario se equivoca. Uno de los problemas que tiene la ópera es cómo hacer para que entren y salgan los actores, al igual que ocurre con el teatro antiguo.»

Los intérpretes«Todo es importante en el actor, in-cluso las torpezas que tienen los más temperamentales. Hay que dejar que el actor se equivoque, que se pierda, porque no somos nadie sin él. Traba-jar con un actor es como trabajar con el psicoanálisis, con algo que se desco-noce, con un secreto. Los secretos, las neurosis, son las cosas del actor. Los actores que trabajan conmigo dicen que soy muy observador, que no les cuento nada hasta el momento mis-mo de comenzar los ensayos.»

Los ensayos«Hay un trabajo previo a los ensa-yos. Hay que informarse de todos los montajes que se han hecho con ante-rioridad, leer lo que se ha dicho sobre los textos, sobre las asociaciones de ideas, etcétera. Y en ese tiempo, que dura unos ocho días, uno cree encon-trar claves e intenciones, pero que a veces no sirven y hay que darles otra vuelta, pasar a otra fase. Siempre hay que utilizar la duda para provocar el debate, aunque la historia parezca sencilla. A mí me ocurre que nunca sé hacia dónde ir. Le he encontrado el gusto a lo impredecible. Soy lo opues-to a Haneke, que tiene todo previsto, plano a plano, antes de rodar. A veces es necesario que en la escena no haya ni una silla. La idea es depurar lo más posible. Soy partidario del espacio vacío. Los muebles son mis enemigos. Me estorban, y con el vestuario me

con unos años más de vida. Le encantaba el teatro, la ópera y el cine.

Los deslavazados apuntes que vienen a continuación no hacen justicia a las sesiones del 12 y 13 de agosto. Para una mejor compren-sión habría que hacer hincapié en la importancia que Chéreau concedía al trabajo con los actores, y a la clari-dad de intenciones y matices con que interpretaban el texto. Quien haya visto alguno de sus montajes, aun-que sea parcialmente en dvd, com-prenderá la generosidad con que se entregaba a desgranar la verdad de la palabra para hacerla compatible con los sentimientos del intérprete. Sin trampa ni cartón y con la lucidez de un creador excepcional.

La escena«La relación existente entre el actor y su cuerpo es un tema importante. A veces la narración, o la historia que se cuenta, va por un lado y el cuerpo por otro. Por eso hay que preguntarse

constantemente acerca de la necesi-dad que tenemos de contar una histo-ria. Lo que piensa el actor, a veces, no tiene nada que ver con lo que piensa el director. Conviene tener claro dónde están los puntos de interés, cuál es el foco útil de atención que hay que exhi-bir en cada escena. Hay que conseguir que la mirada del espectador sea una, que el público mire al unísono hacia el mismo espacio del escenario. Esta es una limitación que yo he sufrido sobre todo en la ópera, aunque medie una orquesta.»

En la soledad de los campos de algodón«La pieza En la soledad de los campos de algodón, de Bernard-Marie Koltès, es un diálogo compuesto a base de mo-nólogos intercalados que van desde los ocho minutos iniciales de dura-ción hasta las dos palabras con las que finaliza el intercambio. Para Koltès la noche era un factor importante. La idea argumental la encontró —mejor dicho, «le salió al paso»— en Nueva York, en la relación de un minuto y medio que tuvo con un joven; en el cruce de palabras «protocolarias» que se establece entre el que tiene (sexo, coca, caballo, etcétera) y el que necesi-ta el servicio o el producto. La relación que se instaura entre lo que uno quiere vender y lo que otro quiere comprar es la pieza. Qué quiere vender uno y qué quiere comprar otro es donde mejor nos reconocemos porque esa es la

esencia de la vida. Uno no puede te-ner un trueque, un intercambio, si no tiene nada que vender o comprar. El trato de «usted» que bmk utiliza en su lenguaje entronca con el diálogo filosófico del siglo xviii. Hay un de-seo que uno no reconoce, y también un cruce de deseos, reconocidos o no. En la pieza se habla principal-mente de sexo, la droga puede ser un complemento. Se trata de un deseo «erotizado». El actor, a veces, no sa-be por qué el personaje se esconde en los repliegues de la retórica. El tema es el deseo erótico-sexual. bmk no lo dice, pero a través de circunloquios se intuye. La dificultad radica en encon-trar algo concreto a lo que agarrarse. Monté tres veces la obra: la primera con dos actores, después con uno so-lo, un negro que no resultó; y después tuve que hacerla yo, únicamente con el papel del Dealer. Y en esta ocasión última me encontré sin nada, despo-jado de todo. Ya solo estaba el actor y la palabra.»

La elección del texto«Leer un texto teatral es muy difí-cil, es más fácil leer una novela. Me preguntan: ¿cómo eliges los textos?, ¿cuál es el motivo de la elección? A veces es la casualidad, otras la elec-ción se impone. Suelo barajar ocho o nueve obras y después tomo una. Lo hago en un momento, ¡zas! Pero uno no sabe bien el cómo ni el porqué de la elección. Es como tirar los dados. Te seduce un trozo, un momento de la historia. Y ya es suficiente. Aunque después hay que trabajar para que todo el texto tenga sentido y seduzca igual al espectador. En el caso de bmk ha sido una sorpresa. Sus textos me fueron recomendados. Eran textos con enigmas, utilizaban el lenguaje de una manera muy personal, poética.»

El principio«Descubrí el teatro en los grupos de aficionados. Era sencillo, se trataba de subir al escenario y hablar. Y po-co más. Llegué a considerar que ha-cer teatro era algo normal. Aunque después me he dado cuenta de que se trataba de una excepción. ¿Es el teatro el medio adecuado para con-tar una historia? ¿Sigue siendo útil? Es probable. Yo soy afectuosamente autoritario. Siempre he querido ser director porque he querido contro-larlo todo. Y esto tenía que ver con la producción de imágenes, que para mí

«Descubrí el teatro en los grupos de aficionados. Era sencillo, se trataba de subir al escenario y hablar. Y poco más. Llegué a considerar que hacer teatro era algo normal. Aunque después me he dado cuenta de que se trataba de una excepción»

«El problema del teatro clásico, en mi opinión, radica en el coro. Yo no sé muy bien qué hacer con él. Suelo trampear los montajes»

«Lo que piensa el actor, a veces, no tiene nada que ver con lo que piensa el director. Conviene tener claro dónde están los puntos de interés, cuál es el foco útil de atención que hay que exhibir en cada escena»

«La ópera muestra la manera de hacer teatro tal como se hacía el teatro griego. Parece sencillo pero es complejo»

«Todo es importante en el actor, incluso las torpezas que tienen los más temperamentales. Hay que dejar que el actor se equivoque, que se pierda, porque no somos nadie sin él»

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elcuaderno 25Número 53 / Febrero del 2014 UN DRAMATURGO ANTE VALLE

En su labor al frente del Centro Dramático Nacional, Ernesto Caba-llero ha mostrado un enorme interés por aquellos textos que nos permiten viajar a nuestras raíces —especial-mente, a las zonas más oscuras donde estas se hunden— para entender, en clave literaria, el lodo de nuestro pre-sente. Y si la temporada anterior nos invitó al pueblo de Orbajosa, donde la Doña Perfecta galdosiana acababa con las ideas progresistas de su sobri-no, en esta ocasión nos sumergimos en el mundo mítico de Valle para asis-tir al final de una sociedad que se co-rrompe y animaliza conforme avanza la función.

En ambos casos, Caballero apues-ta por obras que poseen un marcado carácter simbólico —aunque se haya discutido mucho sobre el supues-to naturalismo que se observa en la crudeza de algunas escenas de las Comedias— y ha subrayado esa na-turaleza alegórica en la puesta en escena. Las dos comparten el tema de la oposición entre civilización y barbarie, y la lucha entre lo apolí-neo y lo dionisíaco que se observa en sus tramas y personajes sirve como macabra prefiguración de cuanto habrá de suceder en el siglo xx. En Montenegro, ese simbolismo se hace presente desde el puente que domi-na el escenario: la obra se contempla como la transición que ha de hacer su protagonista, el conde don Juan Ma-nuel Montenegro, desde sus instin-tos más violentos y brutales hacia esa suerte de redención final que le per-mitirá su acercamiento —a su modo, evangélico— a los desheredados. Una redención en la que su afán por des-

y la estructura de la obra, partiendo del presente —arranca desde el final, a partir de una escena de Romance de lobos— y llegando, en un amplio flash-back, a los orígenes del fin del perso-naje. Empezamos y terminamos en el mismo punto, en una circularidad que nos remite a los infiernos de Dante o al eterno retorno de Nietzsche, cuya filosofía guarda una estrecha relación con las fuerzas primarias que domi-nan a los personajes de las Comedias de Valle.

No es, en todo caso, insólita la pre-sencia del mundo valleinclanesco en la obra de Caballero: gran conocedor de nuestra tradición, muchas de sus mejores obras son —a su modo— bri-llantes ejercicios de deconstrucción de la tradición literaria española y universal. Desde sus relecturas de Calderón —fusionado con la espera beckettiana en Auto— hasta sus revi-siones —solo en apariencia comercia-les— de autores como Shaw, Ibsen o Pirandello —en Te quiero, muñeca—, el teatro como lenguaje y como expe-riencia se halla presente en muchos de sus títulos, de modo que es habitual que sus obras —y sus puestas en esce-na— gocen siempre de una polisemia

en la que a la trama se suma el hecho metateatral, invitándonos a jugar con las resonancias y evocaciones de sus personajes.

Resonancias valleinclanescas que encontramos, por ejemplo, en ¡San-tiago (de Cuba) y cierra España! o El descenso de Lenin, donde se plantean obras corales —como estas Comedias bárbaras— y en las que, de nuevo en clave simbólica, se lleva a cabo un re-corrido por una realidad —ya sea la de la crisis del 98, ya la del ocaso de las ideologías en el siglo xx— que nos re-cuerda al periplo de Max y don Latino en Luces de bohemia. Sin embargo, no encontramos en estas Comedias bárbaras las alusiones fáciles al es-perpento (estética que Valle definiría después de esta trilogía), sino más bien un concepto dramático que re-cuerda a la pintura de Solana o Darío de Regoyos, dejando que primen las

sombras y la oscuridad con un afán que, conforme avanza la obra, se vuel-ve más expresionista.

En este viaje a través del alma de su protagonista, núcleo argumental elegido por Caballero para poder sin-tetizar las tres obras, los actores son nuestros guías más destacados: como director se mantiene fiel a las ideas que ha defendido desde sus inicios en la profesión. Defensor a ultranza del actor y de su trabajo, y partidario —además— de la escritura en colabora-ción con el elenco y a pie de escenario, Caballero compone una obra coral en la que no teme, en algunos momentos clave, dejar en soledad a sus actores para que seamos partícipes, en una pavorosa intimidad, de su desgracia o de sus cambios. El elenco, con un Ramón Barea espléndido al frente, da vida a los personajes y forma a los animales y a los objetos, en un mon-taje antropomórfico donde todo se coreografía y crea desde el cuerpo y el movimiento de los intérpretes. La fisi-cidad de la propuesta nos remite a ese mundo imaginario —e imposible— de las acotaciones de Valle y constituye, además, una acción animalizadora que, unida al vestuario —en progresiva

corrupción y desnudez— nos recuerda en todo momento hacia dónde se dirigen los personajes.

El resultado final de Montenegro está lleno de hallazgos y no solo nos retrata la caída de un don Juan que acaba con-vertido en desgraciado rey Lear —no olvidemos la fascinación que sen-tía Valle por el teatro de Shakespeare—, sino que también contribuye a ese retrato de nuestro pre-sente a través del pasado: «Estáis todos marcados con el hierro de los es-clavos», nos gritan desde el escenario en un claro

mensaje contra el conformismo. «¡Hi-jos de Satanás!», exclama el conde a sus hijos, situados —de forma nada ca-sual— entre el propio público. Y es que, al igual que sus personajes en Squash (el «sainete al revés» de Caballero) disparaban contra la cuarta pared y se rebelaban contra los que les observá-bamos, aquí es Montenegro quien nos interpela convirtiéndonos en cómpli-ces de cuanto le (nos) está sucediendo: nos devuelven la culpa de ese cainismo que forma parte de nuestra historia y que, de repente, adquiere un nuevo significado. Los hijos que devoran al padre, el «pleito de veinte años» al que aluden en la escalofriante frase final, el mundo sin grandeza ni valores que se presenta al apagarse la luz del escena-rio… En definitiva, el triunfo de un nue-vo modelo de caciquismo —la circula-ridad de la estructura se corresponde con la pesimista circularidad

MontenegroDel ayer al hoy, según

ERNESTO CABALLERO

Fernando J. López • Pocos autores son tan difíciles —y, a la vez, tan atractivos— de representar como Valle-Inclán. El carácter transgresor de sus obras, la modernidad de su concepto escénico y el desbordante lirismo de sus aco-taciones convierte sus obras en un placer para el lector y en una tentación —peligrosa— para el director. Por eso es tan de agradecer el valor que ha mostrado Caballero al en-frentarse a tres de sus piezas más conocidas, las Comedias bárbaras, buscando el modo de conseguir una dramatur-gia que respetara la fuerza de los textos originales y, a la vez, tuviera forma y alma propia.

materializarse se verá interrumpida por el parricidio.

Nada hay de cos-tumbrista ni de pinto-resco en la propuesta de Caballero: todos los elementos escénicos —el espacio sonoro, el espacio visual, el de-corado, el vestuario e incluso la interpre-tación— rehúyen lo figurativo y se sumer-gen en la subjetividad de los personajes, de modo que cuanto los espectadores vemos y oímos nos evoca sus sentimientos y con-flictos, incluidas las proyecciones que se emplean a lo largo de la función. Se nos impide así una lectura plana o literal de cuanto sucede en escena. De este modo, además, se intensifica el lado más irracional del texto de Va-lle, de manera que sus almas en pena —la Santa Compaña que da inicio a la obra— o sus aquelarres y visiones de-moníacas —como el inquietante per-sonaje del Fuso Negro— cobran una relevancia excepcional que nos remi-te a otros grandes viajes de la historia de la literatura, como si Montenegro, más allá de su evidente donjuanismo, también tuviera algo de Fausto en su descenso a los infiernos.

En cuanto a su dramaturgia, re-sulta especialmente interesante la ubicación temporal de cada una de las escenas, pues si bien Caballero respeta —sin alterar una palabra— el diálogo de Valle, sí que altera el orden

En su labor al frente del Centro Dramático Nacional, Ernesto Caballero ha mostrado un enorme interés por aquellos textos que nos permiten viajar a nuestras raíces —especialmente, a las zonas más oscuras donde estas se hunden— para entender, en clave literaria, el lodo de nuestro presente

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26 elcuaderno Número 53 / Febrero del 2014CINE EN DESCUBIERTA

temática— que será el que hoy conocemos en su vertiente capita-lista. Un mundo que se sigue desha-ciendo y donde siempre hay quien teja nuestros hilos, como lo hacen las Parcas que aparecen en una de las escenas del montaje.

Montenegro, en síntesis, no es una puesta en escena fiel a Valle. No se ajusta a las directrices esperables. No responde a lo que podríamos ha-ber esperado en una interpretación más literal… Afortunadamente. Caballero nunca ha sido un copis-

ta, sino —en el mejor de los sentidos— un «traidor traductor»: un autor capaz de descubrir qué se ocul-ta tras el texto y, gracias a esa puesta en relieve de la obra, de devolvérnos-lo convertido en realidad escénica, en vida teatral,

en la materialización de lo subjeti-vo, ese afán tan complejo sobre un escenario y que solo quienes son capaces de alejarse lo bastante del texto —y de su solemne peso— son capaces de lograr. Por eso este viaje, ese paso a través del puente donde nos aguardan las ánimas de la San-ta Compaña, es tan necesario. Por-que nos devuelve a uno de nuestros grandes autores desde la lectura de un dramaturgo que conoce tan bien las letras del ayer como las sombras del hoy. ¢

Como tradición, el papel del siglo xx es demoledor a la hora de reflejar un estímulo, pues los sucesivos proyectos de esos cien años fueron, uno tras otro, enmiendas universales a las tareas de la humanidad que por ahora no somos capaces de igualar colectivamente. Todo lo que intentamos es pequeño respecto a eso. Ante su perspectiva, lo nuestro es un reflejo lejano, una última onda de la piedra en el agua. Y como modernidad, nuestra tragedia es que se da por descontado que solo puede ser heredera de los que prime-ro rompieron con todo. No estamos autorizados a reclamar que nuestras creaciones hayan nacido sin padres. El siglo xx dura a día de hoy 113 años.

En el cine, un arte que nace sin madre, fecundado in vitro por la tec-nología, el siglo comienza en 1895. En estos 118 años se ha comenzado mu-chas veces un nuevo tiempo y nueva-mente se ha abandonado. La industria ha ido exigiendo progresivamente que los autores caminasen solo un

paso por delante del público. Y si el público deseaba ir mucho más lejos, había que situarse en su retaguardia, alertando de la falta de provisiones y de las hondas trincheras excavadas por el enemigo. La velocidad de los cambios estaba íntimamente relacio-nada con la celeridad o la lentitud con la que podían fabricarse y comerciali-zarse nuevos productos. Así que, para ver realmente hasta dónde podían lle-varnos unas imágenes proyectadas en una pantalla, ha sido inevitable mirar al cine que se hacía por fuera de la in-dustria, lejos de los canales de explo-tación. Y ahí hemos pasado muchas horas asistiendo a la rémora de todos los pasados posibles e imposibles del cine, pero también hemos encontra-do obras de arte irrevocables que an-ticipaban ese siglo que está por llegar.

Un puñado de festivales de cine en Europa y América es un privilegio para los que quieren adelantarse a los tiempos que vivimos. En Vila do Con-de por ejemplo, cerca de Oporto, en 2013 el programa contuvo un ciclo de-dicado a uno de los autores esenciales del cine de vanguardia, Bill Morrison. Además, este es uno de los escasos fes-tivales de importancia en el mundo que tiene toda una sección a concurso de cine experimental. Cine experi-mental que, relegado por el proceso de condicionamiento y control al que someten al ciudadano los procesos educativos en las sociedades de con-sumo, no opera en el campo del gran público, cuando curiosamente vivi-mos en un modelo económico-cultu-ral que se reivindica como garante del progreso, de la investigación, del desa-rrollo. ¿Habría un estímulo mayor, de la economía si se quiere, que interesar a la sociedad por lo diferente en vez de por lo convencional? No parece que ese sea el objetivo excepto en lugares como esa pequeña villa portuguesa.

Allí fue premiada una muy intere-sante película de las directoras indias

Proyecto para un

NUEVO SIGLOJosé Ramón Otero Roko • Una de las tragedias de esta segun-da década del siglo en la que nos encontramos es que el pasado, el siglo xx, sigue representando doblemente el estatuto de tradición y el de modernidad. Lo «con-temporáneo» comienza en la década de los setenta del siglo anterior, incluso antes, si prestamos atención a la continua labor de arqueología de las heterodoxias y contraculturas a las que miramos casi obligados, com-pelidos a rescatar a los outsiders que se enfrentaron al sistema con más tenacidad, valor y autenticidad que la que nos proponen las revistas de tendencias actuales.

Polígono Industrial de Porceyo | c/ Galileo Galilei, 262. 33392 Gijón | 985 167 070 | [email protected]

Ramón Barea, Premio Nacional de Teatro español 2013, protagonista de Montenegro (Comedias bárbaras), Centro Nacional de Madrid

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El resultado final de Montenegro está lleno de hallazgos y no solo nos retrata la caída de un don Juan que acaba convertido en desgraciado rey Lear, sino que también contribuye a ese retrato de nuestro presente a través del pasado

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Libros editados por la Editorial de la Universidad de Cantabria

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elcuaderno 27Número 53 / Febrero del 2014 A LA ESPERA DEL XXI

Shumona Goel y Shai Heredia. I Am Micro, planteada como un homenaje y una llamada de auxilio sobre la des-aparición del cine independiente de su país. Goel y Heredia elegían como sujeto susceptible de interpretación la abandonada factoría de la empresa National Instruments Ltd. de Jadav-pur, Kolkata (fabricante de la última cámara analógica construida en ese país, la National 35). En esta película el metraje penetraba con una suce-sión de planos de los talleres de la fábrica en la interesante sugerencia de que la tarea de los formatos clási-cos del cine iba a concluir inacabada, como una muerte temprana que nos arrebatara de la vida cuando los me-jores días están por llegar. Es tan sen-cillo compartir la pena por la aniqui-lación de un proceso industrial que implicaba miles de empleos, y tam-bién un cierto componente de arraigo a las culturas locales, como celebrar la democratización de todo el proceso gracias a los forma-tos digitales y el avance tec-nológico. Pero de cualquier manera somos conscientes de que aquella forma de ha-cer cine implicaba una dura pugna entre lo perfecto y lo imperfecto, entre lo posible y lo cinematográfico, y que para bien, o para mal, la di-ficultad restaba potencias creativas pero tenía el valor añadido de convertir en realidad lo que a me-nudo era una proeza imaginada du-rante un sueño.

Montaña en sombra, del gallego Lois Patiño, que ha visto premiado hace muy poco su largometraje Costa da Morte en el Festival de Locarno, ha sido una de las piezas fundamentales del cine experimental en la produc-ción reciente en la península Ibérica. Los que recuerden algunas de las ma-ravillosas portadas de Gérald Minkoff o Daniela Nowitzki para el sello ecm (por ejemplo la de El arte de la fuga, interpretada por el Keller-Quartett o la del Unarum fidium de John Ho-lloway) tendrán en la cabeza esos paisajes nevados donde la tierra o los hombres, sus huellas o sus sombras, son elementos invasores a una pure-za que existe pese al rastro que deja lo humano en su superficie. Lo herido no es el hombre que se enfrenta con la naturaleza sino la naturaleza misma que se opone a dejarle paso. En la pe-lícula de Lois Patiño, las siluetas, to-madas desde la lejanía, pertenecen a unos esquiadores que cruzan la mon-taña en una demostración que hemos visto pocas veces en el cine, tan dado a la épica. El esfuerzo comercializado, nos viene a decir Montaña en sombra, se vuelve una rutina, la lucha corre el riesgo de convertirse en algo mecáni-co e intrascendente, el recreo es vano, casi fordista, la superación es imposi-ble y en realidad, vistos con perspec-tiva, acaso somos insignificantes. El

film funciona también como un ale-gato ecologista y no necesita para ello mostrarnos el impacto de los depor-tes de invierno en los paisajes que los acogen, es suficiente el contraste en-tre la actividad humana y la cordillera para avisarnos de la fútil dominación que pretendemos al remontarla.

Hemos mencionado a Bill Morri-son y bien vale para concluir hacerlo con una de sus obras maestras, Deca-sia (2002), que tuvimos el honor de ver en una proyección en el Festival de Cine de Vila do Conde, que contó con su presencia. Hay toda una caterva de etiquetas dedicadas al cine de Mo-rrison, quizás para sujetarle entre los muros de ese siglo xx del que hablába-mos al principio, pero la naturaleza de su concepción artística viene adelan-tando una clase de arte que, lo veremos dentro de muchos años, se transfor-mará en la única que se justifique más allá de todo en lo que se convertirá

esto, ya sea realidad virtual, imágenes interactivas o fusión con el videojuego. El eterno presente, la eterna actuali-zación, en que se muda a nuestras so-ciedades de consumo, no tendrá rival entre los artesanos, pero el futuro, si de alguna manera benigna somos ca-paces de trascender ese estadio, será de entre ellos de los que logran ofrecer un sentido colectivo a través de la memo-ria y la reinterpretación de los indicios que hemos olvidado. Porque, como en otra de las películas de Bill Morrison, todo es un movimiento circular a bor-do de una locomotora, una expedición obligada a redescubrir una y otra vez el contorno de lo que la rodea, cons-cientes de que es imposible que nos bañemos dos veces en el mismo río. Una fracción de cambio, una altera-ción en el orden que nos inscribe, y ese mundo inasible nos parece habi-table y mensurable. Cuando exista un tiempo venidero, cuando comience el siglo xxi, lo será porque nos parecerá desconocido, como en esta obra, todo lo que recorreremos en ella.

Si la repetición es síntoma, como ha enseñado el psicoanálisis a los

que han tenido el valor de aprender, en Decasia esa reincidencia tiene un valor terapéutico. Nos reiteramos en unas imágenes, las reanudamos, las utilizamos casi como una coda o un estribillo, porque hemos de dominar el secreto de esa melodía que organi-za a la memoria. El motivo es el cine o, mejor dicho, el material, porque la pe-lícula se compone exclusivamente de restos de celuloide rescatado a los ar-chivos. Fotogramas descompuestos, prácticamente ardiendo ante nues-tros ojos al ser proyectados, el nitrato que se resiste a existir o a destruirse. Y la atención circula entre el miedo y el éxtasis, gracias a la asombrosa música de Michael Gordon, que logra vincu-larnos entre aterrorizados y enamo-rados a lo que vemos en pantalla. Por-que somos testigos de un crimen que no podemos impedir, el del paso del tiempo sobre lo que fue un recuerdo, fue antes realidad y ya no será nada. Porque no hay una vida eterna más allá de la del arte, pero el hecho de que una mínima parte de lo humano no vaya a morir nunca no debe impedir que nazca algo nuevo. ¢

•• Montaña en sombra (2012), del gallego Lois Patiño. • I Am Micro (2010), de las directoras indias Shumona Goel y Shai Heredia. • Decasia (2002), de Bill Morrison

Cine experimental relegado por el proceso de condicionamiento y control al que someten al ciudadano los procesos educativos en las sociedades de consumo

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28 elcuaderno Número 53 / Febrero del 2014DOS CINEASTAS

tan sensato, en pos de John Lennon: «Porque una canción te salva la vida, que alguien haya sentido antes lo que tú estás sintiendo en ese momento, ya no estás solo…»; y un devoto de los amigos y de la amistad, a los que rei-vindica y homenajea constantemente (de manera directa en sus artículos o de manera velada en sus obras de ficción: Félix Romeo, los Casariego, Pisón, que, por cierto, forma parte de una retransmisión deportiva ficcio-nal junto a Sanchís, Baquero y Futre, tantos otros y otras, mayores y más jóvenes, a los que reconoce como maestros en el camino de la dignidad: Fernán Gómez, Azcona, Luis Cuen-ca, con sus tragedias inesperadas, sus adioses tempranos o premeditados, sus finales previstos, su búsqueda perpetua); un hombre, en definitiva, a quien imagino le gustaría que se le aplicaran las mismas palabras que él —tan declaradamente «colchonero»— dedicó a su amigo Pep Guardiola en la larga semblanza «Guardiola: el hijo del paleta»: «… pertenece a esa sociedad.

Y la dignifica, de una manera muy simple, tratando de ha-cer bien su faena, ayudando a hacer prosperar el sentido común, desde su parcela de exposición pública» (y digo que imagino porque no es fácil saber el peso —que se in-tuye importante— de la anéc-dota personal, de la historia familiar y cercana, de la «car-peta de cosas» propias que terminan siempre al final por valer para algo y por tener un valor, convenientemente ca-mufladas si es necesario, para las ficciones; como cuando un magistral José Sacristán, por boca de Miguel, el prota-gonista de Madrid, 1987, dice: «Yo solo hablo de mí. Incluso cuando hablo de otros solo hablo de mí».

Leo una entrevista que Enrique Bueres hizo a David Trueba en 1995 y que publicó el primer número de la ovetense revista literaria Clarín. Dice allí el entrevistador: «… es el es-critor menos vanidoso que uno pueda imaginarse». El mismo David Trueba matizaba su postura: «Todo el mun-do reclama vanidad para sí mismo. El guionista es alguien que sabe que no puede tener vanidad, su propia profesión está reñida con eso. Lo que regalas es una historia para que otros hagan una película». Tal vez porque él mismo ha defendido en muchas ocasiones que más allá de todo, del aplauso o del éxito, del reconocimien-to o del fracaso, están los valores de la educación y del respeto, de la soli-daridad y de la defensa de lo público, de la necesidad de una sociedad más justa en constante avance («… su hijo, uno de mis mejores amigos, era un beneficiado, como yo, de aquella ge-neración de padres que, no teniendo

gía de artículos), que escribe guiones muy reconocidos (Amo tu cama rica, Two much, La niña de tus ojos o el do-cumental Balseros) y novelas (Abier-to toda la noche, Cuatro amigos y Saber perder, por la que obtuvo el Premio Nacional de la Crítica a la me-jor novela); un director constante (La buena vida, Obra maestra, Soldados de Salamina, Bienvenido a casa, La silla de Fernando, Madrid, 1987 y Vivir es fácil con los ojos cerrados, seleccionadas las dos últimas para el festival de Sundance y para los Goya, respectivamente), que para televisión codirigió el show El peor programa de la semana (de humor algo gamberro y provocador) y creó la serie ¿Qué fue de Jorge Sanz? (un arriesgado ejer-cicio metaficcional y libérrimo, a mi juicio poco reconocido, con su actor fetiche, aquel a quien la cámara quie-re desde Conan, ese oscuro objeto del deseo femenino —un Pepe el Romano visible, palpable y bailable—, aquel que bebe una jarra de cerveza sin cor-tes en el plano). David Trueba es un

lector también, muy entusiasta; y un hombre de familia y de familias (la suya, tan humilde, pero con tantas ga-nas de que los hijos tuvieran cultura: «Crecí en una familia pobre, que ape-nas podía permitirse los lujos que hoy son casi necesidades vitales»); un de-clarado amante de la música, de la clá-sica al pop, del flamenco al jazz (a cuya ejecución en directo, tan arrinconada, dedica actualmente el programa que dirige para Canal+ Un lugar llamado mundo), la música, que no es un ador-no para la ficción, ni un mero y previ-sible recurso sentimental («En el cine la usan como señales de tráfico para los espectadores: ahora se tienen que enamorar, ahora que reír, ahora que temblar»), ni un trámite para llenar un hueco narrativo (pero todo esto, claro, ya lo sabía Aristóteles), sino un espacio para la vida: la banda sonora del remate total de existencias que es la vida; lo dice Antonio, el profesor de inglés, en su insensato viaje, siendo él

como relatos sujetos a juegos de ar-tificio, a técnicas de género, a reglas y normas casi rituales, a convenciones rigurosas, pero también sujetos a la capacidad de innovación, al acopio de una originalidad, aspectos todos ellos que garantizan el anclaje en una tradi-ción (que es palabra vieja pero concep-to siempre nuevo) y la apertura a una renovación siempre necesaria. Un periodista de formación (también, gracias al dinero ganado por el guión de Amo tu cama rica, estudió cine en el American Film Institute, «el pobre David» —es expresión casi literal e irónica de su amigo Emilio Martínez-Lázaro—, de donde se vendría con el guión de Los peores años de nuestra vida), articulista en prensa porque la realidad exige reflexión, explicación, asombro y transformación a partir de pequeños detalles y vidas minúsculas pero ejemplares (sus artículos están recogidos en libros como Artículos de ocasión o Érase una vez: antolo-

y vertiginoso de Michel Camilo y por la cadenciosa melodía del saxo alto de Pa-quito D’Rivera en una plaza abarrota-da y feliz que igual puede ser de Miami, de Bahamas o de El Campello, Alicante (que en todas estas localizaciones se rodó la película: lujos del simulacro posmoderno), Daryl Hannah, inte-lectual comedida y discreta (¡quién la vería años después ensangrentada, desenvainada la catana, sin rulos y en la roulotte, y ya con la mirada perdida, en manos de Tarantino!), abrumada y llorosa por la situación a la que ha llegado su vida amorosa por la doble personalidad fingida de Antonio Ban-deras, pregunta a este, visiblemente dolida: «¿Quién era ese? ¿Art o Bart?». «Solo yo», responde entonces el sujeto dual, dividido, diseminado, fragmenta-do, que ha jugado a ser dos a lo largo de toda la historia que configura la trama de Two much.

«¿Quién era ese?», podríamos preguntarle a David Trueba (Madrid, 1969), coguionista de Two much con su hermano Fernando a partir de una novela del también muy disociado y desdoblado Donald E. Westlake, que no solo publicó novelas con su nom-bre, sino también con el de, al menos, tres pseudónimos: Richard Stark, Tucker Coe y Samuel Holt (y que ha-bía escrito el guión de esa joyita del engaño y la mentira que se llamó Los timadores; un Cusack en cada uno de estos largometrajes, por cierto: Joan en la primera, John en la segunda). Y la respuesta a esa pregunta exigiría probablemente de David Trueba un escueto «Solo yo», aunque estaría-mos viendo al periodista, al guionis-ta de cine y televisión, al novelista (el orden no es premeditado) que se mueve entre la realidad y la ficción (¿alguien da más?), que sabe por ex-periencia que ambas se construyen

DAVID TRUEBA Vivir con los ojos

abiertos o lo fingido verdadero

Javier García Rodríguez • Poco después de fundirse, con cierta desesperación y no menos desamparo, en un beso ar-diente preludiado por la amenaza cierta de un desen-lace trágico con sabor a desengaño, a ruptura y a nos-talgia por lo que previsiblemente no va a vivirse (con-venciones indispensables del género; también del gé-nero humano, claro), y de perderse después en medio de la vorágine musical destapada por el espectacular combo de latin jazz comandado por el piano sincopado

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RUPO

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elcuaderno 29Número 53 / Febrero del 2014 DOS CINEASTAS

nada, ni dinero, ni cultura, ni esta-tus, ni ambiciones personales, no dudaron en ofrecer a sus hijos su es-fuerzo desmedido para dejarles una vida mejor», dice en la necrológica a un amigo). Con un espacio común de convivencia donde el individuo anónimo (ese al que convierte en personaje porque es el que más le atrae para contar su vida) aporta a la colectividad una vida llena de mati-ces que se perciben cuando entran en contacto (a veces en contraste, a veces en fricción, que no todo es miel sobre hojuelas: aunque a True-ba le guste mucho la gente que co-me en las películas) con los matices de los demás. Quizá por eso, por esa reivindicación de lo propio más allá de conceptos grandilocuentes, haya dejado escrito: «Por eso siempre me he rebelado contra los totalitaris-mos, contra los unifor-mes, contra la tuna y la peña, porque nunca he querido renunciar a ser un tipo solo que se junta con otros tipos solos», cosa que se concreta en la creación artística formulándose de esta manera: «Nunca he aspirado a hacer una película importante, sino particular» (donde particular signifique, probablemente, un uso propio del concepto de realismo, de las pul-siones humanas y del gusto por incorporar las cosas más absurdas a sus películas, como él mismo afirma).

La conciencia de individuali-dad no está reñida con la de traba-jo colectivo, que en el cine se hace imprescindible. Trueba habla con admiración rendida y agradeci-miento genuino de los productores, directores artísticos, operadores de cámara, técnicos de sonido, respon-sables de vestuario, en fin, de todos aquellos que, desde los variados ofi-cios del cine, han intervenido en sus películas. De todos ellos ha apren-dido, aunque (además de afirmar: «Nunca sé qué decirles a los actores para ayudarles. Soy un inútil abso-luto como director») de manera di-recta reconozca: «En realidad, mis hábitos de novelista me hacen un director intratable. Estoy acostum-brado a resolverlo todo a solas», lo cual podría ser el primer principio de una teoría de los géneros litera-rios o de literatura comparada.

David Trueba es un lector de Sa-linger, de Leopoldo María Panero (el poeta de los poemas del manicomio de Mondragón), de Javier Cercas (cuya novela Soldados de Salamina adaptó de manera personal y arries-gada), que cree en la literatura pero desconfía de los lirismos vacuos (co-mo Miguel, el carcomido periodista

deslumbrado por la adolescente es-tudiante que le admira, que afirma cínicamente: «No digas esas cosas tan poéticas, coño, que me conta-gias. Y luego me sale un artículo líri-co, de domingo. De esos que sacan la lagrimita a las viudas»). Un cineasta que quiere indagar en el interior de las personas sin que esa indagación sea un sádico hurgar en el exhibicio-nismo visceral, y en sus situaciones vitales sin hacer sociología barata ni revisionismo pseudohistórico. Sus obras adoptan la forma de un puzle, donde el encuentro y el acomodo de cada pieza no suceden a la primera, sino que exigen las idas y venidas de una mano experta pero probatoria, que exigen también forzar en oca-siones hasta convencerse de que no, de que ahí no cabe ese color, esa forma, ese corazón. Sus novelas y

sus películas asumen el riesgo de hablar de los «grandes temas» (tan manidos, sí, y tan ma-nipulados también, pe-ro siempre los mismos: los sueños, el futuro, el amor, los deseos, la muerte, esas cosas cercanas y sublimes a un tiempo) a través de la mirada, de las accio-nes, de los sentidos y los sentimientos de los seres humanos que los convierten en el pan suyo de cada día. Cuan-do la ficción amenaza con dejar sin contenido

la realidad, esta se impone a base de fórmulas infalibles («¿Y quién coño es Kafka?», «Escribir no es un traba-jo», «Anda, cómete la sopa, que eso es lo importante»). Cuando el peso de la realidad es abrumadora, la fic-ción equilibra para poner distancia —irónica, si se quiere—: la tienda de muebles del gran Agustín González se llama El País de los Sueños, David Trueba como personaje analiza pla-nos y luces de una película mientras toma nota «porque estudia cine en América», te canta una canción To-rrebruno, tu chica te besa como las grandes actrices de Hollywood. Y el humor, claro. De la ironía triste woodyallenesca a la tramoya desbo-cada de Jardiel Poncela (cuyo Amor se escribe sin hache prologó no hace mucho) y la tradición hispánica o el humor descabellado y disparatado de la comedia estadounidense. Con todos estos materiales construye David Trueba una realidad donde vivir no es fácil ni siquiera con los ojos cerrados, pero donde, como afirma, «hay que desgastar el suelo que pisamos». ¢

Ciclo PalabraEntrevista con Javier García Rodríguez Centro Niemeyer22 de febrero, 20.00 h

La casa de Emak Bakia Entrevista a

OSKAR ALEGRIA

Pablo Antón Marín Estradapregunta. Proyectada en festivales de cine independiente y en salas no comerciales, no editada en dvd ni pa-ra ser descargada en Internet, La casa de Emak Bakia ha ido cosechando un creciente coro de aplausos y elogios en-tre quienes la han visto. Premiada con una mención de honor en Montreal y celebrada por cineastas como Víctor Erice o expertos en cine de vanguardia como Jean-Michel Bouhours. ¿Cómo ha recibido un realizador debutante la acogida de esta ópera prima?

respuesta. Con un manual de astronomía en la mano. Es lo que aconsejaba mi tocayo Oscar Nieme-yer, el arquitecto. Cuando una obra suya triunfaba o recibía galardones, llamaba a un profesor de cosmología para, según decía, «volver a sentirse pequeñito en medio de la inmensi-dad». Digamos que en mi caso ha sido el año en el que más he leído sobre las supernovas, los agujeros negros y las galaxias, y es realmente fascinante lo minúsculos que somos.

p. ¿Qué ha querido contar en su filme?

r. Lo que he querido contar no sé si es lo que se cuenta, y eso me parece asombroso. La película guarda varias lecturas, es generosa en ese aspecto y así ha sido seleccionada por ejemplo en un festival de cine y ecología, por la presencia de los animales en la pelícu-la, o en otro de cine policiaco, por el

thriller que plantea. Me gusta eso. No saber ni yo mismo lo que cuento hasta oír al interlocutor, que sea el público el que realmente termine el relato. Por eso no soporto a la crítica cuando califican una película como «fallida», me parece muy prepotente arrogar-se tal autoridad, como si supieran lo que los cineastas tenemos en la cabe-za antes de empezar para poder decir que no lo hemos conseguido. Nadie sabe, ni yo mismo, lo que quise con-tar ni nadie sabe, ni yo mismo, lo que finalmente cuento.

p. «Entre tantos libros que quieren parecer películas, por fin una película que parece un libro», dijo el escritor Xuan Bello en la presentación de La casa de Emak Bakia en el Niemeyer de Avilés…

r. Y fue un lujo escucharle. Yo pen-sé que lo decía porque es una película que utiliza textos en pantalla, donde la palabra tiene mucha fuerza, incluso porque termina con una fe de erratas como hacen los libros más honestos… Pero Xuan fue más allá en su pesquisa literaria y nos habló de la fragmenta-ción como la mejor arma para retratar la realidad. Es cierto, la película avan-za a trompicones, en eso es imperfec-ta, se sale de la linealidad, es un tribu-to al meandro y una loa al desvío, trata de ser fiel así al curso de la naturaleza y avanzar como los grandes ríos que lo que buscan es posponer al máximo su final en el mar.

Sus novelas y sus películas asumen el riesgo de hablar de los «grandes temas» (tan manidos, sí, y tan manipulados también, pero siempre los mismos: los sueños, el futuro, el amor, los deseos, la muerte, esas cosas cercanas y sublimes a un tiempo)

Fotograma de La casa de Emak Bakia

No sé decir si el vaso está medio lleno o medio vacío, yo lo único que sé es bailar sobre el vaso y subirme a

él y celebrar y después beberlo»

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30 elcuaderno Número 53 / Febrero del 2014CONVERSANDO CON OSKAR ALEGRIA

p. Resulta llamativa, en cualquier caso, toda la literatura de la que es-tá impregnado el filme, no solo en la carga sutil de los textos, también en la forma de narrar y evocar…

r. Mis orígenes son más de lector que de espectador, es así. No he visto las películas de Bresson, pero he leí-do sus libros. A veces creo que es más importante. Confío más en la hoja que en la pantalla. Siempre se dice que la película jamás mejora el libro y creo que es así, aunque hablemos de ma-nuales de cine. Un consejo tan mara-villoso como «vaciar el estanque para quedarse con los peces» es algo que veo más en el libro Notas al cinema-tógrafo que en la película Les dames du Bois de Boulogne. Desde Tito Li-vio a Bruce Chatwin, si le preguntas a Werner Herzog por lecciones de cine, jamás sale de su biblioteca.

p. Si me permite una impresión personal, cuando vi la película, re-flexionando sobre esa innegable for-ma literaria que la articula y anima, me venía a la mente el juego de encua-drarla en algún género de literatura, y se me ocurrían las novelas de la mate-ria de Bretaña, la búsqueda del Santo Grial repleta de episodios maravillo-sos y sorprendentes… Y las novelas de caballerías me remitían a sus herede-ras de la época contemporánea: los relatos de serie negra…

r. Todo es thriller. Hasta ir a com-prar el pan una buena mañana. Lo único que hay que hacer es tratar de ir a la panadería sin tocar con los pies el suelo. Dejándose llevar por el aire. Sería bonito declarar a la manera de los surrealistas: «La vida será artú-rica o no será», solo por la belleza del adjetivo: ar-tú-ri-co. Es una palabra que invita al viaje, como inmiscuirse, amígdalas o tamarindo. Tienen algo extraño dentro que las hace volátiles. Y en eso está la aventura, en la capaci-dad de volar. Y en los nombres que es-conden todavía la fuerza del misterio, la gran hazaña. Como la vieja expre-sión Emak Bakia. De ahí el thriller sale solo. A mí me encantaría enrolarme en un barco solo por trabajar en ese puesto tan bello que lleva por nom-bre oficial de derrota. O meterme en la música para ser aquello tan poético que se conoce como maestro en fuga. Hoy leí en el periódico que en el Vati-cano, en los procesos de santificación, hay un apartado que se conoce como la oficina de heroicidad de las virtudes. Ya estamos mandando el currículum.

p. La poesía y la magia elevan el vuelo de cada plano de un filme en el que todo es real, hasta lo aparente-mente más inverosímil (una prince-sa rumana, excampeona olímpica de ping-pong y prima de Nabokov… por decir… la sorpresa que guarda la tum-ba de un payaso…), un documental auténtico… ¿Cómo podría explicarlo?

r. ¿Cómo explicar la vida? Difícil respuesta. Todo el mundo tiene un tesoro dentro, hace falta ser un poco zahorí para sacárselo y ya está. Creo que en el fondo todo se lo debemos a la ligereza. Hay que apostar por ella, aquí en el paisaje vasco ha quedado sepul-tada por las demostraciones de fuerza, el mito del gran vasco, la brutalidad, el tópico del Josechu. Yo en mis paseos al fondo no dejo de ver vascos menudos, de pequeña nariz y lágrima fácil, gen-tes con alas que habitan caseríos perdi-dos y que son sobre todo amigos del su-surro. Nada que ver con esa imagen de dureza que se proyecta desde fuera. El ochenta por ciento de las danzas vas-cas se desarrollan en el aire, un filólogo como el príncipe Bonaparte registró

más de cien formas de decir mariposa en nuestra lengua. Son todo demostra-ciones que hacen verdad aquel verso que decía: «La eternidad no sería eter-na sin su forma leve». Creo que avan-zaríamos mucho el día que viéramos que un levantador de piedras no nos está demostrando su fuerza sino, muy al contrario, lo que nos está dando a ver es una lección de que la piedra es ligera.

p. El azar y el viento son sus princi-pales informantes, recuerda Bernardo Atxaga elogiando su trabajo. La contri-bución del azar es algo que además se reitera a lo largo de toda la búsqueda sobre la que gira la película… Se habla en ella a la vez de las diferencias entre navegar a la deriva o a la derrota…

r. Así es, hablábamos antes del ofi-cial de derrota. Creo que es así como avanza el filme, entre el rumbo y la de-riva. Ahí está la derrota, en ese punto intermedio en el que la nave no obe-dece completamente a nuestras órde-nes pero tampoco acaba perdida a ex-pensas del mar. Me parece un punto muy interesante, más que el azar puro y duro o el descontrol absoluto, ¿por qué no aprovechar los dos? Con la derrota la nave te lleva a puntos insos-pechados pero no dejas de salirte del camino. Es eso lo que me interesa en el cine. La duda. Nicolas Philibert dice que «hacer una película es programar el azar en un marco determinado», y me parece muy acertado. También Man Ray hablaba de «la ley del azar» y los surrealistas, del «azar objetivo». Parecen paradojas, pero como decía aquel, «yo solo creo en las contradic-ciones». En euskera también las te-nemos, por ejemplo en la zona de La-purdi, donde está la casa Emak Bakia a la que acudía Man Ray, los viejos del lugar llaman al azar halabeharra, que quiere decir «como tenía que ser».

p. Usted proviene del periodismo. El método del que parte la búsqueda de una casa llamada Emak Bakia apa-renta seguir las premisas del repor-taje periodístico. Sin embargo, llega un momento en el que la historia co-mienza a volar sola, como el guante que mueve a su capricho el viento en una de las escenas más significativas…

r. Sí, ese puede ser, digamos, el momento fundacional de la película, cuando el periodista que busca una vieja casa llamada Emak Bakia, y lo hace con las armas del periodismo pre-guntando en los archivos, a las gentes del lugar, resulta que fracasa, que no encuentra ninguna pista. Para mí fue una celebración, esa derrota del repor-tero, porque lo que yo pretendía en este trabajo era ir más allá del documental periodístico, quería de alguna manera firmar la defunción del cronista que llevo dentro y entrar en un mundo nuevo que desconozco. Por eso la bús-queda de la casa continúa con otras ar-mas, persiguiendo a un guante de plás-tico que vuela por las calles de Biarritz, porque es algo que jamás admitirían como «fuente» en ninguna redacción de ningún periódico. Siempre digo que la película es un documental hasta el minuto siete, después ya no sé lo que es. De todas formas, creo que el perio-dista y su búsqueda razonada conti-núan latentes en el resto del filme, pero batallando con otra figura de perfil más poético y aéreo que hace una búsque-da más visceral. A veces digo que una de las cosas que consigue la película es meter a Tintín y Astérix en la misma viñeta, mezclar el periodismo refinado con el canto de aldea, los bombachos y las plumas.

p. La música es algo más que una banda sonora de su filme. Tiene su

Cine de viento y azarLuis Argeo

El director de cine documental recurre al guión con igual desdén que el bucanero a sus cartas de navegación. Ambos disfrutan atravesando ma-res llenos de misterios impredecibles. Oskar Alegria se lanza al mar por vez primera, y lo hace arrojando sus cartas de navegación por la borda. Él sabe dónde quiere ir: al lugar maravilloso que algunos llaman ninguna parte. Su película va más allá del documental, incluso del cine. Su pelí-cula conforma un monumento donde el azar y la improvisación sincro-nizan con el gozo optimista de quien sabe encontrar sin buscar, quien evita la sala de máquinas para navegar a toda vela cuando sopla el viento. La casa de Man Ray, Emak Bakia, cual tesoro escondido, convive durante 83 minutos con payasos, bailes, paseos de guante, postal y fantasmas, lá-pidas lloronas, cerdos dormilones, párpados que aletean tras un casting, el campo y el mar, París, una princesa, el euskera, los nazis, el golfo de Vizcaya, ambientación musical… Puro recreo.

Conocí a Oskar Alegria a través de sus artículos de prensa. Nuestra condición de periodistas de viajes seducidos por el cine de lo real tenía que llevarnos a algún punto de encuentro. Disfruté con sus Ciudades vi-sibles (su blog invita a perderse en ellas) y con un intercambio irregular de emails antes de alcanzar ese día y ese lugar en los que, por fin y tras dos años, nos pondríamos cara el uno al otro. Así es el destino de dos hombres sin destino. Fue en una acera de Gijón, seis horas antes de la presentación avilesina de su película. Oskar me dijo que ya no viaja para estimular a tu-ristas. Se acabó su etapa de periodista de ovejas. Ahora, las ruinas, los paisa-jes, el arte y las aventuras del viaje entran en su cámara para salir en modo cine. Creativo. Inspirado. Libre. ¿Que su película no tiene distribuidora? Pues la presenta como un artista ambulante. ¿Que no encuentra rumbo en la industria cinematográfica? Pues rompe esa carta de navegación y se lanza a la aventura gobernado por las leyes del azar y del viento.

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propio papel encarnada en las cancio-nes de Ruper Ordorika, Mursego o en la cobertura musical de Abel Hernán-dez (componente del desaparecido grupo Migala), de las que se nutre el mismo desarrollo narrativo de La ca-sa de Emak Bakia… La propia casa lle-ga a cantar con sus propios sonidos…

r. Es algo muy endogámico, en el buen sentido del término, si es que lo tiene. Me refiero a que la idea era que un grupo de Madrid que también se llamaba Emak Bakia viniera a la casa Emak Bakia y con los sonidos de la ca-sa hiciera la propia banda sonora de la película Emak Bakia. Todo como muy redondo, pero sí, como dices, el con-cepto de fondo era que fuera la propia casa la que hiciera su banda sonora, que sonase ella misma. Hay que decir que una mansión en una colina ven-teada y pegada al Atlántico es de una sonoridad excelsa. Eso, en manos de Abel Hernández, uno de los músicos de Emak Bakia, que es también excel-so, es como darle una flauta a Mozart. Hay un viento que silba en los robles solitarios, un sonido de fondo de la vieja madera del castillo rumano, un txistu grabado en la zona hace cien años, el mar pasado por el theremín, lluvia y laúd, gentes que repiten el Ak Ak del título, una nana rumana, mil tesoros sembrados que hacen que la película sonora sea un ente en sí mis-mo. Sin ir más lejos, en un país con tan buen oído como Brasil, en el Festival de Cine de Fortaleza, le dieron un pre-mio a la mejor banda sonora.

p. En el coloquio que siguió a la proyección en la Filmoteca Española de Madrid, alguien le preguntó cuán-to tiempo le había llevado realizar La casa de Emak Bakia, y al contestar us-ted que tres años, él replicó: «Espero que su próxima película le lleve cinco años». ¿Qué interpretación le da a es-te indudable elogio?

r. La verdad es que quien me lo di-jo tiene casi tanta importancia como lo que me dijo. Me refiero a que era un hombre mayor, de pelo blanco, que no me dijo ni su nombre ni su filiación con el cine, simplemente me hizo ese comentario al salir del cine y se mar-

chó calle abajo. Esa desaparición me parece muy mágica también, los bue-nos consejeros son los que guardan su anonimato y, si tienen pelo blanco, pues ya son más ángeles aún. Pero va-yamos al consejo. No sé qué debió ver ese hombre en la película, pero me da que la vio con buenos ojos. Es cierto que hay una dedicación y sobre todo un gran gasto de energía en la misma, y libertad, nada más que libertad. Eso era lo principal. Hacer una película sin producción y alejada del dinero, desde las tripas, no desde el bolsillo. Solo por disfrutar del viento en la cabeza o por sentir el privilegio de esperar a que lle-gue la lluvia en un cementerio.

p. Entre las múltiples claves que po-drían formularse para seguir otras tan-tas búsquedas abiertas que deja su pe-lícula, una de las más evidentes sería la

del simbolismo entre el nombre per-dido de Emak Bakia y la lengua vasca, su realidad viva y a la vez condenada a morir en la memoria de sus últimos hablantes patrimoniales (esos testi-gos que se presentan como los únicos ya que recuerdan ciertos nombres de lugar, la propia expresión «Emak Bakia» —arcaica, en desuso, cuyo significado en español sería «dejad-me en paz»—). ¿Hay una deliberada intención de rescatar ese momento en el que un artista de vanguardia como Man Ray decide titular uno de sus cortometrajes con esas viejas pa-labras de una lengua condenada a ser «misterio en quienes recuerdan esos nombres de lugar» como extraños, en el poema de Joseba Sarrionandia que canta Ruper Ordorika? ¿Es su manera de afirmar que hay futuro para las lenguas y culturas pequeñas

si son capaces de buscar en ellas lo que pueden tener de universales y atrac-tivas en la modernidad, en la cultura contemporánea?

r. Buf, yo no sé decir si el vaso está medio lleno o medio vacío, yo lo único que sé es bailar sobre el vaso y subir-me a él y celebrar y después beberlo. Pero la fiesta como siempre tiene su lado amargo. Y su resaca. Hay cal y arena. El euskera tiene cada vez más hablantes pero cada vez menos uso. Y sobre todo en la costa de Lapurdi, donde está la casa Emak Bakia, el re-troceso es muy grave. Esos tres ancia-nos que salen en el filme son vecinos del lugar y hablaban euskera y solo euskera hasta los catorce años. Hoy les cuesta recordarlo. Por eso apare-cen mudos, mirando a cámara y es la voz de su memoria, no su boca, la que recita los nombres en euskera que recuerdan de los lugares. Ese es su tesoro silencioso. Michel Echeberry, por ejemplo, es el último habitante de Bidart que recuerda los nombres que los pescadores daban a las grandes rocas sumergidas bajo el mar: Llar-guita, Chango-Ari, Biba-Siki, Alou-Kale, Ari-Gasto. Cuando él muera, todos esos nombres morirán con él y también las rocas. Decimos en vas-co: «Izena da izana», el nombre da el ser, si no hay nombres, no hay rocas. Me parece que todo esto tiene una gran carga metafórica, son palabras sumergidas bajo el mar; a nosotros lo único que nos queda es poder resca-tarlas del naufragio, sacarlas a la su-perficie y ponerlas a secar al sol, pero ¿es eso darles vida?

p. La buena acogida de su primer trabajo cinematográfico ¿le estimula a emprender nuevos proyectos? ¿Có-mo se plantea el después de La casa de Emak Bakia?

r. Hay una frase de Gaston Bache-lard en la que pienso mucho. Dice así: «Las primeras imágenes, esas que nos acompañan toda la vida, son siempre una casa, un árbol y un camino». Lo veo como una invitación a la trilogía. Ya hemos hecho la casa, nos falta seguir por el árbol y al final estará el camino. Allá vamos. ¢

A veces digo que una de las cosas que consigue la película es meter a Tintín y Astérix en la misma

viñeta, mezclar el periodismo refinado con el canto de aldea, los bombachos y las plumas»

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32 elcuaderno Número 53 / Febrero del 2014CIUDADES/CITIES

CASARIEGO EN LAS CIUDADES

UN NUEVO MODELO DE PERIODISMO www.asturias24.es

Viajar mucho, ver mucho, rastrear la presencia «del amor, la pérdida, el dolor, el tiempo, la dignidad y la pureza» en arquitecturas, calles, ciudades y ciudadanos. Exprimir la poesía de lo lejano o de lo más cercano con ayuda de una Hasselblad que es ya tanto como una prótesis indistinguible del propio ojo: fachadas, detalles arquitectónicos, luces en un muro o en un rostro y muros que se convierten en rostros o que mutan en composiciones pictóricas. Todo ello está en Ciudades/Cities, de Carlos Casariego (Oviedo, 1952), un poema en imágenes acompañado de textos del propio autor, en una complicidad de lenguajes y que despliega una poética de sencilla enunciación y ejecución difícil: «No toco, no cambio, no perturbo; solo miro, confiando en el poder transformador de la belleza, la única fuerza en la que creo».

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