el coraje de un hombre

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La lucha de un hombre por crear una empresa y dejar un patrimonio para su familia. Cómo nació IMPRESORA FERIVA un icono de la industria gráfica en el Valle del Cauca, Colombia.

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Leonor María Fernández Riva

Santiago de Cali, 2015

El coraje de unHombre

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José Fernández Morgado“Aquí donde todo me habla de amor,

aquí está mi patria" La Habana, Cuba 1897 – Cali, Colombia 1987

Su vida

Su legado

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El Coraje de un Hombre© Leonor María Fernández Riva2015

ISBN: 978-958-8696-25-6

Archivo documental:

Leonor María Fernández Riva

Archivo fotográfico:

Leonor María Fernández RivaJosé Fernández Riva

Las fotografías no fueron intervenidas con retoque digitalcon el fin conservar su aire antiguo y preservar su autenticidad.

Diagramación:

Departamento de Arte y Diseño de Impresora Feriva S.A.

Impresión:

Talleres gráficos de Impresora Feriva S.A.Calle 18 No. 3-33PBX: (57)(2) 524 90 09Santiago de Cali, Colombiawww.feriva.com

Impreso en ColombiaPrinted in Colombia

Fernández Riva, Leonor María El coraje de un hombre : José Fernández Morgado / autoraeditora Leonor María Fernández Riva. -- Cali : Leonor MaríaFernández Riva, 2015. 302 páginas : fotos ; 28 cm. Incluye índice temático. ISBN 978-958-8696-25-6 1. Fernández Riva (Familia) 2. Fernández Morgado, José3. Feriva (Impresora) - Historia I. Tít. 923.3 cd 21 ed.A1481332

CEP-Banco de la República-Biblioteca Luis Ángel Arango

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"Aquí, donde todo me habla de amor, aquí está mi patria".

A la memoria de mi padre,el inolvidable caballero cubano

José Fernández Morgado,y de mi madre,

la encantadora dama peruanaAntonieta Riva de Fernández,

fundadores de Impresora Feriva S.A.

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Para que su memoriano se pierda

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Contenido

Prólogo ..................................................................................................................................... 15

I ParteReseña del entorno de Cuba a la fechadel nacimiento de José Fernández Morgado ............................................................. 19Contexto históricoDécada de 1900 a 1909 ...................................................................................................... 23

Capítulo IDonde se da inicio a esta historia conel nacimiento, infancia y juventud de José Fernández Morgado ....................... 25

II ParteQue trata de su juventud y de su primer viaje a Colombia ................................... 35Contexto históricoDécada de 1910 a 1919 ...................................................................................................... 37

Capítulo IIDonde se narra su encuentro con la Linotipo ............................................................ 39

III ParteCartagena ................................................................................................................................ 43Contexto históricoDécada de 1920 a 1929 ...................................................................................................... 45

Capítulo IIIDonde se narra su primer viaje a Colombiay lo que en Cartagena le aconteció ............................................................................... 47

IV PartePerú ........................................................................................................................................... 53

Capítulo IVDonde se narra su viaje al Perú y el encuentro con Cupido ................................. 55

V Parte Antonieta Riva Herrera, alma de tradición .................................................................. 59

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Capítulo VDonde se narra cómo era la vida en Limaa principios del siglo pasado y cómo transcurríala infancia y la juventud de Antonieta en medio de su familia ........................... 61VI ParteDonde se da inicio a una historia de amor .................................................................. 67Contexto históricoDécada de 1930 a 1939 ...................................................................................................... 69Capítulo VIDe cómo el amor unió las vidas deAntonieta y José, y de lo que luego aconteció .......................................................... 71VII ParteSegundo y definitivo viaje a Colombia ......................................................................... 75Capítulo VIIDonde se narran algunas anécdotas de su segundoy definitivo viaje a Colombia y sus primeras experiencias en el país ............... 77Capítulo VIIIDe la decisión de volver a Cali para radicarsey de lo que allí empezó a acontecer .............................................................................. 85Capítulo IXDonde José compra su primera Linotipo y llega su primer hijo ......................... 87VIII ParteQue trata de la llegada de varios Fernández Riva..................................................... 91Contexto históricoDécada de 1940 a 1949 ...................................................................................................... 93Capítulo IXDonde la historia se alegra con el nacimientode Leonor y se cuenta cómo los Fernández Riva no paran de llegar ................ 95Capítulo XDe los días felices vividos en La Voz Católica ............................................................. 99IX PartePopayán .................................................................................................................................111Contexto históricoDécada de 1950 a 1959 ....................................................................................................113Capítulo XIDe cómo se tomó la decisión de viajara Popayán y de lo bueno y lo malo que allá aconteció ........................................115Capítulo XIIDonde se da fin a la etapa de Popayán y empieza otra en Cali .........................127X ParteRetorno a Cali .......................................................................................................................131Capítulo XIIIQue trata de las nuevas experiencias vividas en San Nicolás;un nuevo nacimiento; una grata sorpresa y un gran disgusto .........................133Capítulo XIVDe cómo fue la compra de la prensa que dio origena Feriva y de cómo los pequeños Fernández Riva tuvimos un año de vacaciones ......................................................................................137

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El coraje de un hombreJosé Fernández Morgado

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Capítulo XVDe la nueva mudanza. El nacimiento de Feriva.La explosión del 7 de agosto y otras experiencias menores ..............................141Capítulo XVIDe cómo Ricardo Astudillo llegó a Feriva; algunossustos en la familia y la vida de todos los días .........................................................145Capítulo XVIIDonde se habla un poco de Claudio;sus estudios y su partida al seminario ........................................................................153Capítulo XVIIIDonde se cuenta de los famosos paseos al río Cali;el trasteo a El Peñón y de las cosas que allí ocurrieron........................................157XI ParteDe nuestra juventud..........................................................................................................165Contexto históricoDécada de 1960 a 1969 ....................................................................................................167Capítulo XIXDe cómo era la vida en El Peñón y de la manerasencilla en que transcurría nuestra juventud ...........................................................169Capítulo XXDe cómo Claudio volvió a la casa familiary de las cosas que luego le acontecieron ..................................................................177Capítulo XXIDe mi vida en la imprenta junto a papá y de lo que allí acaecía .......................181Capítulo XXIIDe cómo el legado de una buena amiga transformó nuestras vidas .............189XII ParteLa casa de la Avenida Quinta .........................................................................................193Capítulo XXIIIDe cómo fue la vida de los Fernández Rivaen la casa de la Avenida Quinta ....................................................................................195Capítulo XXIVDe una larga estadía en Cali y de las cosas queacontecían por aquellos días .........................................................................................201Capítulo XXVDe cómo eran las cosas en 1967 y de la llegada de Carlos a Feriva .................207Capítulo XXVIDe cómo mamá se metió en un berenjenal llamado “Pesmar” y de la lección que esto le dejó ..................................................................209XIII ParteY la vida siguió su curso… ..............................................................................................211Contexto históricoDécada de 1970 a 1979 ....................................................................................................213Capítulo XXVIIDonde narro cómo y cuándo creó papá la sociedad familiar ...........................215Capítulo XXVIIIDe cómo iban pasando los años para don José y de su vida sencilla y hogareña ..................................................................................217

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Capítulo XXIXDonde se cuenta cómo Feriva se trasladó a su nuevo local y de lo que hacíamos los Fernández Riva en ese momento ...............................221XIV ParteLa nueva etapa de Feriva .................................................................................................231Contexto históricoDécada de 1980 a 1989 ....................................................................................................233Capítulo XXXDe cómo debió morir la vieja y querida Feriva para renacer a la modernidad .......................................................................................235Capítulo XXXIDe cómo se inició esta nueva etapa de Feriva .........................................................239Capítulo XXXIIDe las alegrías y pesares de los nuevos tiempos;la nacionalización de papá; la medalla al Mérito Industrial;el principio de su decaimiento ......................................................................................241Capítulo XXXIIIEn donde perdemos a dos seres queridos e inolvidables ..................................247XV ParteDe los últimos tiempos ....................................................................................................249Capítulo XXXIVDonde esta historia se impregna de pesadumbre con el fallecimiento de mi padre ..................................................................................251Parte FinalDe cómo perdimos a nuestra madre. De cómo esta historiavuelve a impregnarse de tristeza con el fallecimiento de mihermano Javier. Genealogía de mis padres. Fechas importantes.Feriva la empresa familliar. Documentos archivos y notas de interés.Algo sobre la autora .........................................................................................................253Contexto históricoPeríodo de 1990 a 2010....................................................................................................255Capítulo XXXVDe cómo perdimos a nuestra madre ...........................................................................257Capítulo XXXVIDe cómo esta historia vuelve a impregnarse de tristezacon el fallecimiento de mi hermano Javier ...............................................................261Capítulo XXXVIIGenealogía de mis padres ...............................................................................................263Capítulo XXXVIIIFechas importantes ...........................................................................................................267Capítulo XXXIXFeriva, la empresa familiar .............................................................................................. 271Capítulo XLDocumentos, archivos y notas de interés ................................................................. 275

Algo sobre la autora ......................................................................................................... 295

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Prólogo

Plasmar en toda su dimensión la figura de José Fernández Morgado, mi padre, representó para mí –cuando un hermano me lo sugirió hace ya varios años– un reto que en un principio dudé en aceptar. Si cambié de parecer fue motivada precisamente por esa profunda admiración y cariño que siempre sentí por él; porque reflexioné que era preciso contar, aunque fuera de forma fragmentada y sencilla, la vida admirable y esforzada de ese gran hombre que fue mi padre.

En estas páginas, escritas con profundo senti-miento filial, he querido imprimir la admiración since-ra y el gran amor que experimenté por José Fernández Morgado, ese maravilloso ser humano, fundador de Im-presora Feriva S. A. El hombre que lejos de su patria, con una esposa extranjera, once hijos y ningún capital económico se propuso la titánica misión de levantar de la nada un patrimonio para su familia; que inició su empresa con un inmenso bagaje de ilusiones, pero apenas un modesto medio de producción: su insepara-ble Linotipo, la maravillosa máquina de fundir tipos en lingotes de plomo, compañera suya inseparable y única herencia de su largo trasegar por muchas casas periodísticas. Un inicio doblemente admirable tanto por lo limitado del recurso como por la avanzada edad del fundador, pues José Fernández Morgado, ante el asombro y amable escepticismo de quienes lo cono-

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cieron y fueron testigos de su lucha, empezó a construir ese patrimonio a los sesenta años, una etapa de la vida en la que la mayoría de los hombres, con todo derecho, consideran rendida su jornada y aspiran al descanso. A fuerza de trabajo, de perseverancia y de coraje, y con el amor y respaldo de mi madre, Antonieta Riva Herrera, su ejemplar esposa peruana, ese sueño se hizo realidad en la pujante empresa que es hoy Impresora Feriva S. A.

Este es el relato de esa odisea, de esa lucha emprendida contra el tiempo y las circunstancias por alcanzar un ideal. Un homenaje de amor y gratitud de una hija por ese ser entrañable, sen-cillo y cálido, que fue José Fernández Morgado. El hombre por cuyas venas corría tinta de imprenta, y que con su ejemplo nos inculcó a sus hijos el amor por las artes gráficas y por la excelen-cia de la palabra impresa. El padre que yo admiraba por su prodigiosa memoria y que, como jugando, citaba el verso o el pasaje apropiado en cada circunstancia; como aquel de Ramón de Campoamor que se refiere a lo fugaz de los locos amores y al que aludió en cierta ocasión cuando observó com-placido que ya se me había pasado la aflicción por el silencio de mi novio ausente: “Te morías por él, mas es lo cierto que pasó el tiempo, el tiempo y no te has muerto”; o aquel refrán con el que me enseñó a no ser triunfalista: “Nunca cantes victoria aunque en el estribo estés, que muchos en el estri-bo he visto quedarse a pie”; o ese que

representa para todos los Fernández Riva una lección de vida: “Si los pícaros supieran las ventajas de ser honrados serían honrados por picardía”. Y así como estos, tantos, tantos otros.

El padre que era capaz de hacer un alto en su ardua y pesada labor solo para ayudarme en mis clases de inglés o de matemáticas; que me enseñó con gran sensibilidad a valorar y disfrutar la naturaleza y a cultivar el amor por la lectura, porque como siempre me decía: “Ese, hija, es un placer que per-dura cuando ya han terminado todos los demás”. Que estaba ahí, dispuesto siempre a apoyarme, como en cierta ocasión cuando de jovencita tuve una uña encarnada que constantemente se me inflamaba, y condolido de mi quebranto me dijo con cariño: “No te preocupes, hija; te la voy a curar y verás que no te volverá a molestar”. Y que en efecto, me la curó con tanta delicadeza y propiedad que nunca más en la vida volvió a fastidiarme.

Aquel padre que a pesar de no ser muy dado a los abrazos y otras ex-presiones de cariño, estaba siempre a mi lado cuando lo necesitaba con una sabia actitud para minimizar los pro-blemas y encontrarles solución. Como aquella lejana tarde cuando me vio llorando muerta de angustia porque ya habían cerrado los almacenes y no iba a poder comprar unos tenis que nos exigían al otro día en el colegio para la clase de gimnasia; todo un drama para una niña de doce años que sufría ante el temor de verse expues-

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ta a la vergüenza de ser reprendida delante de todas sus compañeras. Y él, comprendiendo mi angustia infan-til, me abrazó y me dijo con su cálida voz: “Tranquilízate, hija. No importa que ya sea de noche, te voy a llevar a comprarlos a la otra Cali, porque allá siempre está abierto”. Y yo, sin com-prender por qué esa era otra Cali, lo acompañé llena de expectativa hasta la Carrera 10 con Calle16, una zona roja de la ciudad donde efectivamente muchos locales comerciales estaban abiertos a las ocho de la noche, y allí pude comprar con alivio mis ansiados tenis. Y así, como ese, tantos y tantos otros gestos de amor que llenaron de calidez, seguridad y protección los momentos que compartí con mi padre en la infancia y en la juventud, y aun después, cuando ya casada el destino me llevó a radicarme en otro país.

Aunque para mí ha sido difícil olvidar su figura cansada al final de su vida, no es así como me gusta recordar-lo, sino con toda su vitalidad y energía; con sus ojos brillantes y su gesto entu-siasta, incansable junto a su Linotipo; haciendo proyectos en la imprenta; paseando contento por la Avenida del Río junto a mamá; llevándonos de pa-seo y asoleándose en una piedra de los charcos del Cabuyal; comiendo gustoso su ceviche semanal, o contándonos con su hermosa voz historias y anécdotas en la mesa del comedor y, ¿por qué no?, matizando alguna discusión con uno de sus enérgicos y contundentes: “¡Carajo!”

Gracias a Dios no le tocó a mi padre vivir situaciones familiares que de seguro le habrían producido mucho dolor. Mi separación, por ejemplo, pues le tenía estimación a “Miguelito”, como solía llamar a mi esposo. Y así como éste, similares sucesos familiares que le habrían provocado profundo pesar; como el vacío inmenso que dejó la pre-matura y trágica muerte de nuestro hermano Claudio, en Filipinas, o la angustiosa e incomprensible enfer-medad de nuestro hermano Javier, suspendido por más de dos años entre la vida y la muerte hasta el momento de su fallecimiento.

Las historias familiares no se de-tienen y la nuestra continúa su curso matizándose por el camino con hechos tristes y gratos, con triunfos y fracasos. Mamá, quien fue indudablemente el único y gran amor de mi padre, con-tinuó hasta sus noventa y dos años dirigiendo con su ejemplo y amor la vida de toda la familia y soportando con entereza y profundo estoicismo su deterioro físico y el cambio de ese mundo en el que un día ella, joven, alegre y despreocupada, unió su vida para siempre a la de aquel carismáti-co y atractivo caballero cubano, José Fernández Morgado, mi padre, quien la siguió amando y protegiendo a lo largo del tiempo, pues para la empresa que él fundó, hace ya sesenta años, fue un precepto sagrado velar por su bienestar económico, físico y espiritual hasta su fallecimiento. A mí, por esas cosas del destino y dadas las circuns-

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tancias que tuve que afrontar luego de mi separación, me cupo el inmenso privilegio de acompañarla en la última etapa de su vida y procurar hacer más grata y llevadera su existencia.

No es ésta, desde luego, la his-toria completa de José Fernández Morgado y mucho menos la de nuestra familia. Hay toda una vida llena de pequeños detalles que se quedarán en el tintero. De seguro muchos de mis hermanos podrían haber aportado re-cuerdos propios, gratos y originales a este relato; pero la verdad, no tuve la paciencia necesaria para recopilarlos. Esta historia es, pues, solamente la narración de los recuerdos atesora-dos por una hija que vio siempre a su padre como un ser excepcional y que profesó por él una gran admiración y muchísimo cariño.

Y es también, por supuesto, la historia de mi madre, de su innato encanto e inteligencia y de su gran amor, entrega y dedicación por mi padre y por sus hijos. Y un bosquejo muy superficial de nuestra historia, la historia de los Fernández Riva. Una familia que al cerrar este relato, en el año 2015, se ha ido multiplicando en el tiempo con la feliz llegada de nietos y bisnietos, cuyas vidas seguramente ameritarán en el futuro nuevas e in-teresantes historias.

Muchas veces, mientras escribía esta historia y con mayor fuerza al llegar a su final, me sentí asaltada por

el pensamiento de que no le estaba ha-ciendo justicia a mi padre ni logrando dibujar su figura con la grandeza que él se merecía. Creo, sin embargo, que este relato, a pesar de sus inevitables falencias, es un testimonio fidedigno de la vida ejemplar de José Fernández Morgado; de la honestidad, vitalidad, fortaleza, valor, templanza, inteli-gencia, audacia, entrega y coraje de que dio muestras incuestionables a lo largo de su vida y del profundo amor que profesó por su esposa y por sus hijos. Un cubano de nacimiento que se nacionalizó en Colombia a los ochen-ta y cinco años de edad pues quería morir siendo colombiano porque como siempre lo expresó con profundo sen-timiento: “Aquí, donde todo me habla de amor, aquí está mi patria”.

Aunque absolutamente apegada a la verdad, esta historia, más que con cifras exactas o documentos fidedignos, ha sido escrita con el corazón, y en ella está reflejado el profundo sentimiento filial de su autora. Si tengo la suerte de que sea conocida por las nuevas gene-raciones de mi familia y por aquellos de ustedes que se animen a leerla, la vida ejemplar de mis padres y también un pedazo de mi propia alma habrán logrado trascender las barreras apa-rentemente invencibles del tiempo y del olvido.

Leonor María Fernández riva

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El coraje de un hombreJosé Fernández Morgado

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I Parte

Reseña del entorno de Cuba a la fecha del nacimiento de

José Fernández Morgado

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Castillo de Los Tres Reyes del MorroLa Habana, Cuba

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El coraje de un hombreJosé Fernández Morgado

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En 1897, año del nacimiento de José Fernández Morgado, Cuba se encontraba empeñada en con-

solidar su emancipación de la Corona espa-ñola. Dos años antes, en 1895, el Ejército Libertador Cubano había triunfado sobre doscientos mil soldados españoles y conse-guido la independencia. No obstante, ésta no se hizo efectiva sino hasta 1898, fecha en la que los Estados Unidos, aliados de Cuba, ocuparon la isla e impusieron la enmienda Platt en la Constitución Republicana. La influencia directa de los Estados Unidos convirtió a la isla en una virtual colonia gringa y situó su economía y desarrollo industrial y comercial por delante de los países latinoamericanos.

Sucediéronse a continuación diversos gobiernos e insurrecciones que desembocaron en la elección como presidente, en 1940, de Fulgencio Batista, su revuelta armada en 1952 contra el presidente Carlos Prío So-carrás y su derrocamiento y exilio en 1959, esta vez provocado por el triunfo de la revolución comunista comandada por Fidel Castro, quien se mantendría en el poder como dictador durante el siguiente medio siglo.

La infancia y la vida de José Fernández Mor-gado, mi padre, estuvieron marcadas por todas estas circunstancias.

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Contexto histórico

Década de 1900 a 1909

1900: Agitación obrera en toda España. Humberto I, rey de Italia, muere víctima de un atentado. Rebelión Boxer en la China. Primer vuelo del zepelín. Sincronizan por primera vez el sonido con la ima-gen cinematográfica. Muere Oscar Wilde. 1901: Primera ceremonia de Premios Nobel. Fin de la era victoriana. Muere Giuseppe Verdi. Primera exposición en París del joven pintor español Pablo Ruiz Picasso. Asesinado el presidente norteamericano William McKin-ley. 1902: Marconi salta el Atlántico. Muere Émile Zola. Asesinato de María Goretti. 1903: Muere Paul Gauguin. Primer vuelo de los hermanos Wright. Hellen Keller obtiene doctorado. 1904: Los de-rechos sobre el Canal de Panamá son adquiridos por Estados Uni-dos por 40 millones de dólares. Se establece en España el descanso dominical. 1905: Muere Julio Verne. Motín en el “Potemkin”. 1906: Terremoto e incendios posteriores destruyen San Francisco. 1907: Nace el cubismo. Rudyard Kipling gana el Nobel de Literatura. 1908: Muere Edmundo de Amicis. IV Olimpiada en Londres. Ford pone a la venta el primer automóvil de dos plazas. El rey Carlos I y el delfín, Luis Felipe de Portugal, mueren en Lisboa víctimas de un atentado. 1909: A los 80 años muere Jerónimo, el último jefe de los apaches. El francés Louis Blériot atraviesa por primera vez en avión el Canal de la Mancha. Nueva base naval estadounidense en Pearl Harbor. Selma Lagerlöf, Premio Nobel de Literatura. La moda: comienza el siglo con la llamada silueta S, por el corsé que empuja el busto hacia arriba y estrecha la cintura. La falda, ajustada a las caderas, se

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ensancha en forma de campana al llegar al suelo. Los vestidos son largos y cubren los zapatos. Las plumas y el encaje hacen furor. Se destacan los grandes sombreros con infinidad de adornos.

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Capítulo I

Donde se da inicio a esta historiacon el nacimiento, infancia y juventud

de José Fernández Morgado

Guanabacoa, pueblo natal de José Fernández Morgado, situado a po-cos kilómetros de La Habana, era

a fines del siglo xix una villa pequeña y provinciana, rodeada por grandes hacien-das dedicadas al cultivo del tabaco y la caña de azúcar. Su población, conformada mayoritariamente por descendientes de los esclavos llevados para trabajar en las haciendas, tendría profunda influencia en la música y en las costumbres reli-giosas de la pequeña villa que más tarde sería conocida como la tierra del Babaloo. Pero existía también en Guanabacoa, en aquella época, una importante colonia de inmigrantes provenientes de la provincia de Galicia, en España. A papá siempre le escuché decir que en Cuba “quien no tenía de blanco tenía de carabalí”. Ni qué decir

Manuel Fernández Palmeiro, mi abuelo.

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que mi padre no tenía nada de carabalí, razón que probablemente influyó para que no disfrutara a plenitud los alegres ritmos afrocubanos de su tierra nativa.

Manuel Fernández Palmeiro, el abuelo, padre de José Fernández Mor-gado, era oriundo de la provincia de Lugo, en Galicia, territorio que tuvo en sus orígenes una fuerte coloniza-ción celta, de la cual son descendien-tes los gallegos. El abuelo perteneció al ejército español como escribiente de primera línea del Cuerpo Oficial de Oficinas Militares y prestó sus ser-vicios a España durante la guerra de independencia de Cuba, ocupándose de llevar la contabilidad de los víveres y pertrechos de las tropas españolas. Poco antes de terminar la guerra contrajo matrimonio con Dolores Morgado –la abuela– nacida en la ciudad de Sancti Spíritu, provincia de Santa Clara de Cuba, en el seno de una familia de origen portugués.

El 11 de febrero de 1897, cuando el mundo se aprestaba a despedir con un tanto de temor el siglo xix para entrar al impredecible siglo xx, y en momentos en que la familia Fernández Morgado se disponía a tomar decisiones trascendentales para su futuro, nació José Manuel Tomás, mi padre, pilar fundamental de la familia Fernández Riva.

A principios de 1900, Manuel Fernández Pal-meiro tomó la decisión de viajar a España con el fin de darse de baja del cargo militar que había ejercido durante la guerra. Para aquella época, el pequeño José tenía ya tres años, por lo cual él también realizó junto a sus padres y hermanos ese largo viaje en barco hasta la Madre Patria, ya que la idea de su padre era analizar también la posibilidad de volver a radicarse en la tierra nativa con toda su familia y aprovechar

Iglesia Parroquial Mayor de Guanabacoa, Cuba, cuya construcción data de 1850.

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el ofrecimiento hecho por Alfonso xiii, rey de España, de dar la nacionalidad española a todos los hijos de españoles nacidos en Cuba.

Pero Galicia, una provincia de España caracterizada hasta hacía poco tiempo por una gran pobreza, no brindaba a sus hijos por aquellos días condiciones propicias para levantar una familia numerosa. Así, el abuelo debió dejar de lado sus deseos y volver de nuevo a Cuba para radicarse allí definitivamente. Escogió una vez más Guanabacoa por ser ésta una población amable y patriarcal, que había aprendido a querer y en la que ya era conocido por los

hacendados y empresarios de la zona como correcto militar y hábil administrador.

Como algo anecdótico contaba papá que mientras duró la guerra en Cuba, los propietarios españoles de una de las empresas que el abuelo administraba de-bieron salir apresuradamente de la isla por temor a retaliaciones; al verse en la disyuntiva de perder sus propiedades, las dejaron a nombre del abuelo.

Él no se aprovechó en absoluto de esta circunstancia; antes bien, cuando años después los propietarios pudieron retornar les presentó una cabal cuenta de su administración y de los beneficios logrados durante el periodo en el que es-tuvieron ausentes y procedió a entregarles de inmediato todas sus propiedades.

Éste y otros gestos de igual honra-dez y corrección hicieron que el abuelo fuera tenido como una persona excepcional, de una rectitud a toda prueba. Por esas enseñanzas y ejemplo de vida, mi padre conservó siempre de él un profundo recuerdo, y mientras vivió encendió en cada aniversario de su muerte un cirio en su memoria. Recuerdo que cuando

Certificado original de nacimiento de José Fernández Morgado.

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de niña veía ese cirio ardiendo al lado de la Linotipo en la que él trabajaba, ya sabía que ese día se conme-moraba otro aniversario del abuelo.

Su fallecimiento aconteció cuando papá estaba ya fuera de Cuba. Según le contaron luego sus hermanas, a su sepelio, realizado en La Habana, asistió lo más granado e intelectual de esa ciudad y principalmente de Guanabacoa, pues el abuelo, ade-más de ser una persona apreciada y respetada por la sociedad, perte-neció también a un alto grado de la masonería.

El cementerio de La Habana era, según contaba papá, un lugar digno de visitarse por la originali-dad y la belleza de los panteones y por sus hermosos jardines. En la gran puerta de entrada había un letrero que no sé si todavía existirá, y que según papá decía:

Ancha es la puerta, pasajero, avanza.Y ante el misterio de la tumba adviertecómo guardan el sueño de la muerte,

la Fe, la Caridad y la Esperanza.

La familia Fernández Morgado vivía en una casa solariega, con muchos empleados negros, hijos de los antiguos esclavos. Según contaba papá, esta casa te-nía veinticuatro ventanas, como veinticuatro llegaron a ser también los Fernández Morgado. Sin embargo, en aquellos días los niños morían en su infancia por enfermedades que ahora ya ni se recuerdan o tienen medicación efectiva; varios de los pequeños Fernández Morgado fueron atacados por la difteria, la viruela, el sarampión, sufrieron apendicitis y otros males, y con los años solo sobrevivieron ocho. Una tasa de mortali-dad infantil tan alta inducía a las parejas de entonces a ser muy prolíficas; conducta a la que permaneció fiel

Gran puerta de entrada al cementerio de La Habana, que según contaba papá, era un lugar digno de visitarse por la originalidad y la belleza de los panteones y por sus hermosos jardines.

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nuestro padre, pero que desde luego, dadas las difi-cultades de los tiempos modernos, fue absolutamente descontinuada por las nuevas generaciones (al menos, eso creo).

Cuando nació papá, él, como muchos de sus hermanos, también estuvo en serio riesgo de morir, pues su madre enfermó luego del parto y en ese estado no lo pudo amamantar. De manera providencial, una de las empleadas negras de la familia dio a luz por esos días y así pudo conver-tirse en la nodriza del pequeño José, hijo de los dueños de la casa. Papá aprovechó muy bien el vital alimento de su “ama de leche negra” y creció

fuerte y saludable, jugando fraternalmente con su com-pañerito negro de lactancia. Nos contaba que cuando de mayores se encontraban, siempre era saludado por él como mi hermano “branco”.

La vida en Guanabacoa transcurría sin mayores incidentes; era una población modesta que vivía a la sombra de las haciendas y que fuera de eso no tenía otros recursos. Por épocas, la crisis se acentuaba has-ta el punto que llegó a decirse que cada mañana los perros de la población saltaban al tren que iba a La Habana para comer allá y volvían en la tarde a dormir en Guanabacoa. Papá solía recitarnos una vieja copla que retrataba las carencias de su pueblo:

De Guanabacoa la Bellacon sus murallas de guano

ya se retira un cubanoa quien el hambre atropella.

La bondad y la pureza del agua de Guanabacoa eran conocidas en toda Cuba. De sus beneficios tam-bién se hizo eco el sabio alemán Alexander von Hum-boldt quien recorrió la isla con fines investigativos.

Colegio de los padres Escolapios de

Guanabacoa, donde papá realizó sus estudios de

primaria.

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Esta característica, unida a la bondad de su clima, hizo que la “nobleza” de la isla prefiriera esta pobla-ción para residir y erigir en ella templos y mansiones. Cada una de sus calles tiene una historia que contar.

En el patio de la casa de la familia Fernández Morgado existía un pozo al que se le achacaban espe-ciales poderes curativos, razón por la cual era visitado por todos los vecinos. El agua de ese pozo tenía un delicioso sabor que papá atribuía a que en su interior crecían las raíces de un enorme árbol de níspero. Según he conocido por amigos cubanos con los que he con-versado recientemente, el agua de Guanabacoa sigue siendo muy apreciada en Cuba, y ahora se la envasa en forma comercial.

En 1905, a los ocho años de edad, José Fer-nández entró al kinder en el colegio de Los Es-colapios, una institución regida por sacerdotes de esa comunidad católica en Guanabacoa (este cole-gio aún existe y su educa-ción continúa siendo muy apreciada). Allí realizó sus estudios de primaria.

Parece que papá fue un chico bastante travie-so. Una de sus pilatunas preferidas era tomar ranas pequeñas y colocarlas en la fuente de agua bendita de la iglesia, donde las devotas solían meter la mano antes de darse la bendición. Al toparse con las ranas, que muchas veces les saltaban en pleno rostro, lanzaban gritos histéricos como si en lugar de la santificación anhelada hubieran visto al mismísimo demonio.

Su abuela materna era todo un personaje; le tenía especial cariño a su nieto “Pepito”, y siempre lo escogía para ayudarla en sus múltiples labores

La abuela Digna Morgado de Fernández, en compañía de su profesor de piano.

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hogareñas. Al lado de su abuela, papá aprendió a amar el trabajo y la natu-raleza y a tomar gusto por el cultivo de verduras y frutas, pues ella era la encargada de cuidar el jardín y la huerta casera, sembrar las plantas, podarlas, abonarlas. Juntos se ocupa-ban también de pintar la inmensa casa familiar, y ellos mismos preparaban la pintura. En alguna ocasión realizaron un mural muy hermoso en el fondo de un corredor, algo que fue muy elogiado por quienes los visitaban. La abuela era una mujer de mucha fortaleza, que no se arredraba ante nada y po-seedora de una envidiable vitalidad que la acompañó prácticamente hasta su muerte, ocurrida a avanzada edad; papá conservó siempre una gran ad-miración y cariño por ese personaje inolvidable de su infancia, que tanto tuvo que ver en su formación.

De su madre, en cambio, solía hablar poco. Parece que el hecho de no haberlo amamantado tuvo que ver con su desafecto. Siempre la recordó como una persona un tanto desape-gada de sus obligaciones hogareñas y amante de los juegos de azar, algo que por aquellos días era una costumbre generalizada en Cuba.

La abuela Digna, según contaba papá, disfrutaba entre otros con los juegos de la bolita y la charada (una especie de adivinanza en la que se tie-ne que acertar con la palabra correcta por medio de una serie de señales y gestos); estas distracciones llegaron a convertirse para ella en un hábito

hasta el punto de llevarla a perder bas-tante dinero, actitud que contrastaba con la disciplinada y severa conducta del abuelo. No debe extrañarnos, en-tonces, que estos rasgos genéticos tan disímiles, mezclados a su vez con los de la ascendencia materna, se combina-ran años más tarde de manera impre-decible y descontrolada en las nuevas generaciones de los Fernández Riva.

A pesar de esta circunstancia fa-miliar, José disfrutó cuando niño una etapa muy feliz, rodeado del cariño de su numerosa familia y viviendo en un medio en el que parecía que todavía las aventuras y los sueños eran rea-lizables.

Al crecer se convirtió en un ado-lescente muy delgado que para tratar de ganar contextura y peso practicaba mucho deporte. En sus idas a La Ha-bana se divertía patinando por el ma-lecón, actividad que aglutinaba a gran cantidad de alegres jóvenes de ambos sexos. Esta forma de diversión juvenil dejó en él recuerdos imborrables que contaría luego con añoranza. También hacía pesas y remo. Con sus amigos se reunía en las madrugadas para cruzar a remo la bahía de La Habana. Como era muy dormilón y ya algunas veces se había quedado profundo, se había ingeniado la forma de no fallarles a sus amigos: amarraba una cuerda a su pierna y el cabo lo lanzaba por la ventana hasta la calle; sus amigos al pasar por su casa jalaban la cuerda y así él se despertaba a tiempo para salir corriendo a acompañarles.

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Ya desde su infancia y adolescencia se destacaba como gran lector y chispeante y ameno conversador. Aprendió muchas páginas de El Quijote, Don Juan Tenorio completo, El Cantar del Mío Cid y muchos poemas de Antonio Machado y de otros poetas y con sus citas matizaba y ador-naba las conversaciones.

Por aquellos días era muy fluido el comercio entre los Estados Unidos y Cuba. Los barcos descargaban a dia-rio sus variopintas mercaderías en el puerto. Puede decirse que en Cuba se consumían los mismos productos ali-menticios que en los Estados Unidos. Papá, por ejemplo, tomó mucha leche condensada en su niñez y juventud y es muy probable que este fuera un factor importante en la magnífica dentadura que disfrutó casi hasta su fallecimiento. Llegaban también a bordo de los barcos las revistas y los otrora famosos moldes Mcall, con los cuales la abuela confeccionaba la ropa de su numerosa familia.

Por esa época, papá compró con otros amigos un automóvil, con el cual gozaban como enanos dándole la vuelta a la isla y de paso enamorando chicas. Pero el carrito fallaba mucho y en ocasiones se recalentaba y los dejaba en pleno camino; cuando esto pasaba y no había nadie cerca que pudiera ayudarles se orinaban por turnos en el motor para enfriarlo. Parece que el tratamiento daba buen resultado.

En los Fernández Morgado de Cuba, al igual que años después pasaría con la familia Fernández Riva en Colombia, se suscitaron muchos hechos que luego papá compartiría con nosotros.

Acostumbraba contarnos algunas anécdotas simpáticas de sus hermanas a quienes, curiosamente, recordaba mucho más que a Carlos, su único herma-no, nombre con el que bautizó años después a nuestro

El abuelo en medio de sus dos hijas, Leonor –la inspiración de mi nombre–, a su izquierda, y Lola, a la derecha.

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décimo hermano. A mí, por ejemplo, me puso Leonor por una de ellas. Esta hermana suya se quedó viuda con siete hijos y de manera sorprendente se volvió a casar con otro viudo que tenía a su vez siete hijos (¡qué tiempos aquellos!). Tuvieron que alquilar una casa grandísima para poder ubicar semejante fami-lión. Según contaba papá, se llevaban todos muy bien. Otra hermana, llamada Lola, se casó con un zapatero remendón, hijo también de españoles; parece que era una persona muy alegre y juntos cantaban y tocaban el piano. Aunque al principio llevaron una vida muy restringida, en forma providencial un gringo que los conoció y vio que trabajaban muy bien la zapatería ofreció llevárselos a Miami para poner allá una in-

dustria. Así lo hicieron y lo último que supo nuestro padre de ellos era que les había ido muy bien y que se habían convertido en prósperos empresarios.

Muchísimo tiempo después, luego del fallecimiento de mi padre, pudimos conocer en persona a Carlos Abelardo, aquel herma-no de papá y tío nuestro, quien compartió con la familia una pequeña temporada en la casa del barrio Granada. También él había emigrado años antes a Venezuela, donde se radicó y formó una familia con una venezo-lana mucho más joven que él (se casó tres veces). Era el polo opuesto de papá: alegre, rumbero y desfachatado, aun en su vejez, cuando lo conocimos. Pero con franqueza y espontaneidad manifestaba el respeto por su hermano José, tan serio y correcto, y na-rraba con añoranza, desde su perspectiva,

aquellos tiempos compartidos con él en Cuba y sus posteriores experiencias personales en variadas acti-vidades, entre ellas la santería, la rumba cubana y el embalsamamiento de cadáveres, temas en los cuales era un verdadero experto. Falleció diez años después,

En 1911, a la edad de catorce años, y luego de

terminar los estudios de primaria, papá empezó a trabajar como ayudante

de electricidad.

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sin que hubiésemos podido conocer a su familia venezolana.

En 1911, a la edad de catorce años, y luego de terminar los estudios de primaria, papá empezó a trabajar como ayudante de electricista. En aquellos tiempos no era común con-tinuar los estudios de bachillerato; la familia numerosa tampoco permitía esta erogación y por otra parte, el adolescente José estaba ansioso por comenzar a trabajar y ganarse su propio dinero. Sin embargo, con su inteligencia, capacidad y esfuerzo personal continuaría estudiando por su propia cuenta a lo largo de toda su

vida, pues papá fue esencialmente un autodidacta.

Seis años después, en 1917, y con veinte años de edad, consiguió trabajo en un ingenio azucarero. Debía controlar el combustible de las calde-ras, pero como tenía mucha iniciativa colaboraba también con otras fun-ciones del ingenio. Estas actividades industriales contribuyeron a dotarle de un gran bagaje de conocimientos útiles y también a formar su carácter. No obstante, ninguno de estos trabajos le conquistó en forma permanente; él seguía buscando una actividad que verdaderamente le atrajera y llenara su espíritu.

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II Parte

Que trata de su juventud y de su primer viaje a Colombia

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Contexto histórico

Década de 1910 a 1919

1910: Mueren Mark Twain, el bacteriólogo Robet Koch, Florence Nightingale y León Tolstói. Paso del cometa Halley. 1911: Alfred M. Bingham descubre Machu Picchu. Madero, presidente de México. El movimiento revolucionario se extiende en China con gran rapi-dez. Marie Curie recibe por segunda ocasión el Premio Nobel; esta vez de Química.1912: China: Sun Yat-sen presidente. México en armas. Descubierto en Egipto busto de Nefertiti. Hundimiento del Titanic. 1913: El caucho, sangre amazónica. Rabindranath Tagore Premio Nobel de Literatura. 1914: Magnicidio en Sarajevo contra el archiduque Francisco Fernando de Austria. Asesinado en Colombia Rafael Uribe Uribe, líder liberal. Estalla en Europa la Gran Guerra. Batalla naval en todos los mares. Inauguración del Canal de Pana-má. Muere Delmira Agustini. 1915: Un dirigible bombardea París. Los alemanes sobre Londres. Aparece en el frente occidental el gas cloro. 1916: Batallas de Verdún y Somme. Pancho Villa, presidente de México. Nueve mil serbios degollados. Aparecen en batalla los tanques de guerra. Muerte de Rubén Darío. Asesinato de Rasputín. 1917: Revolución en Rusia. Estados Unidos entra a la Gran Guerra. Mata-Hari fusilada. Revolución Roja de octubre. Apariciones de Fá-tima. Terremoto en Bogotá. 1918: Sangrienta guerra civil en Rusia. Ejecución del zar y su familia. Derrumbe total del frente alemán. Abdica el káiser Guillermo II. Termina la Gran Guerra. La Bella Otero conquista París. Revolución en el trabajo femenino. 1919: Firma del Tratado de Paz de Versalles. Muere Amado Nervo. La moda: Surgen los trajes sastre y el corte con influencia masculina

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para mujeres que empiezan a incorporarse al mundo laboral. Se arma un gran escándalo y polémica a causa del lanzamiento de una nueva prenda: la falda pantalón. “Afortunadamente se advierte una reacción contra los grandes escotes; esa moda antihigiénica e inmo-ral, contraria al buen gusto”.

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Capítulo II

Donde se narra su encuentro con la Linotipo

A los veintidós años José dejó su trabajo en el ingenio y, cambiando completamente de horizontes, en-

tró a laborar a una imprenta como aprendiz del oficio de linotipista.

Parece que aunque su inicio en esta actividad fue casual, a papá le cautivó desde el primer momen-to el arte de la imprenta y sobre todo la Linotipo, esa bellísima y compleja máquina electromecánica que de una manera tan perfecta elaboraba los lingotes de plomo con los que se formaban las líneas de texto y luego las columnas de periódicos y revistas. Papá no podía saberlo todavía, pero de una forma fortuita había encontrado la ocupación que marcaría toda su vida.

Vale acotar aquí que la Linotipo, máquina in-ventada en 1886 por Ottmar Mergenthaler, representó toda una revolución en la industria gráfica, al susti-tuir la composición manual a partir de tipos sueltos inventada por Gutenberg en el siglo xv. La profesión

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de linotipista consistía en trasladar los originales o textos escritos a máquina o a mano a líneas formadas por lingotes de plomo, con las letras en altorrelieve listas para ser trans-feridas al papel, tal como un sello metálico, mediante tinta y presión. El teclado de la Linotipo era similar al de una máquina de escribir. Al pulsar el operador una tecla determinada seleccionaba el correspondien-te carácter tipográfico y automáticamente la matriz o molde de la letra particular quedaba libre y salía del distribuidor (un depósito que estaba situado en lo alto de la máquina) y descendía a un centro común, donde dicha letra, seguida de otras, formaba las palabras y espaciados del texto. Cuando una línea formada por estas matrices se completaba, pasaba automáticamente a un crisol de plomo fundido y formaba un lingote, o sea, una línea de caracteres de im-prenta en plomo. Una vez que las matrices habían servido para este fin, volvían nuevamente al distribuidor del cual habían salido inicialmente, dis-tribuyéndose automáticamente en los cajetines que les correspondían; quedaban así dispuestas una vez más para descender al pulsar el teclado. De este modo se iban componiendo las líneas de caracteres o lingotes de plomo hasta que se terminaba el texto.

La suma de estos lingotes de plomo formaba galeras. Una galera, guardadas las proporciones, era el equivalente a la columna de un periódico. Con ellas se armaban luego las páginas de periódicos, revistas o cualquier tipo de impresos. Papá se enamoró de este arte y esto, unido a su gran pasión por la lectura, ha-ría que su habilidad y conocimiento como linotipista lo convirtieran más tarde en un artista de la pala-bra impresa, un gramático elegante y un auténtico “hacedor de libros”. Para mí constituía un verdadero deleite observar a papá sentado frente a su Linotipo.

Mi hermano Javier junto a papá y su inseparable Linotipo, artífice de su pasión.

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Las matrices al caer de forma rítmica del distribuidor al impulso del teclado producían una música especial y las manos de mi padre volaban sobre el teclado. Su mirada inteligente recorría el texto y corregía sobre la marcha los inevitables yerros, pero a la vez estaba pendiente de alimentar el crisol con una barra de plomo que se colocaba so-bre la máquina y que se iba derritiendo a medida que el plomo era consumido en los lingotes de texto.

Papá trabajó en varios periódi-cos de La Habana, siendo reconocido

en el gremio como excelente persona y diestro linotipista. A principios del siglo xx, Cuba estaba a la cabeza de América Latina en tecnología de artes gráficas, pues por su estrecha vinculación con los Estados Unidos marchaba a la par de los adelantos en el país del norte. Como consecuencia de ello, los operarios de imprenta de la isla se cotizaban en todo el continente y emigraban con frecuencia a otros países del área donde sus calificados servicios eran altamente apreciados y valorados.

La Linotipo, máquina inventada por Ottmar Mergenthaler (1854-1899), mecanizó el proceso de composición de un texto para ser impreso. Pocos inventos han tenido tanta importancia y al mismo tiempo una vida tan corta. Mergenthaler la inventó en 1886 y pasó a la historia a mediados de la década de 1970.

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Castillo de San Felipe, Murallas de Cartagena, Colombia.

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III Parte

Cartagena

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Contexto histórico

Década de 1920 a 1929

1920: Chile invade Perú. VII Juegos Olímpicos en Amberes. Euro-pa con nueva cara luego de la Gran Guerra. 1921: Anatole France, Premio Nobel de Literatura. El cubano José Raúl Capablanca, cam-peón mundial de ajedrez. Aislada la insulina. Muere Enrico Caruso. Landrú (asesino de mujeres en Francia) condenado a muerte. 1922: Se estrena en París la película Nosferatu el vampiro. El jazz triunfa en los Estados Unidos y el fox-trot en París. Tutankamón, descu-bierto por Howard Carter. Muere Marcel Proust. Albert Einstein, Premio Nobel de Física. Jacinto Benavente, Premio Nobel de Litera-tura. 1923: Fundación de la URSS. Vladimir Ilich Lenin, presidente. Mueren Pancho Villa y Julio Flórez. 1924: Mueren Lenin y Franz Kafka. 1925: Hitler reorganiza el partido nazi. Se publica en Ale-mania “Mein Kampf ”. Primer congreso del Ku Klux Klan. George Bernard Shaw, Premio Nobel de Literatura. Nace en Cali el matuti-no Diario del Pacífico. 1926: El charleston hace furor. Muere Antoni Gaudí. Hiro-Hito, emperador de Japón. 1927: Avance de Chiang Kai-chek en China. Baño de sangre en Shanghai. Charles Lindber-gh atraviesa el océano Atlántico; vuela de Nueva York a París, sin escalas. Muere Isadora Duncan, la gran renovadora de la danza. 1928: Masacre de las bananeras en Colombia. Trotski en desgracia. Debut de Carlos Gardel en España. Alexander Fleming descubre la penicilina. Fundación del Opus Dei. Primer pulmón de acero en los Estados Unidos. Cuba: Reelección de Gerardo Machado. Herbert Hoover, nuevo presidente de los Estados Unidos. Muere José Eus-

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tasio Rivera. 1929: Trotski, al exilio. Nace el dibujo animado Pope-ye. Wall Street: Se hunde la bolsa. Thomas Mann, Premio Nobel de Literatura. Primeros Óscares. La moda: La moda de los locos años veinte consagra las faldas que llegan justo debajo de la rodilla, y la lí-nea del talle a la altura de las caderas. Largos collares de perlas; corte de cabello a la garçon; labios en forma de corazón; sofisticadas bo-quillas; guantes de raso largos hasta el codo; sugerentes pieles…¡y mucho, mucho charleston!

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Capítulo III

Donde se narra su primer viaje a Colombia y lo que en Cartagena le aconteció

En 1927, el diario El Mercurio de Cartagena, que tenía vinculacio-nes con los medios periodísticos

de La Habana, solicitó al gremio de linoti-pistas de Cuba asociados en una coopera-tiva que le recomendara uno que no sólo fuera muy competente, culto y diestro en el manejo del idioma, sino que estuviese también de acuerdo en ir a trabajar de in-mediato a Cartagena de Indias. La asocia-ción eligió de manera unánime a José Fer-nández Morgado por parecerle que reunía todos los requisitos. Papá, joven, entusiasta y con muchos deseos de conocer mundo, no dudó en aceptar la propuesta. Arregló sus asuntos en Cuba, pensando estar fuera del país durante una larga temporada, pero sin presentir desde luego, que ya nunca volvería a ver su tierra natal. Ese mismo año viajó por barco a Cartagena llevando solamente sus más preciadas pertenencias.

Castillo de San Felipe en Cartagena, Colombia.

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La Cartagena que conoció mi pa-dre fue aquella provinciana y amable que tan bien dibuja en su poesía Luis Carlos, el Tuerto López. La familia Vélez Daníes, propietaria del periódi-co El Mercurio, le acogió con mucha simpatía.

En Cartagena, José Fernández Morgado se convirtió pronto en un personaje, no solo por ser cubano sino porque era muy bien plantado, muy elegante y con una gran simpatía natural. Cuando llegó a la entonces sanfranciscana ciudad le molestó que no hubiesen baños con ducha. En esto La Habana, residencia habitual de muchos norteamericanos, le llevaba mucha ventaja a la pueblerina Cartagena de aquel entonces, en la que existían muchas limitaciones. En la mayoría de las casas había que bañarse echándose baldes de agua. Pero papá, sumamente recursivo, cualidad de la que daría pruebas a lo largo de su vida, no era hombre para resignarse sin más a esta incomodidad. Se las ingenió y fabricó una ducha improvisada que seguro fue una de las primeras de la ciudad. Los pobladores negros estaban impresionados y viéndole bañarse a diario le decían que tuviera cuidado porque iba a enfermarse, cosa que, para asombro de todos ellos, no aconteció.

Una anécdota de ese tiempo fue su encuentro con el alcalde de Carta-gena, quien para su sorpresa lo recibió sin camisa y teniendo como despacho una simple hamaca. No era costumbre,

por lo demás, usar zapatos en la ciu-dad, tradición a la que hacía honor el mandatario. Eran otros tiempos, sen-cillos y provincianos. La ciudad estaba todavía lejos de convertirse en la urbe turística y cosmopolita de hoy en día.

Cartagena era un villorrio tran-quilo, en donde rara vez ocurría algo digno de mención. Luis Carlos, el Tuerto López, dibujó muy bien este ambiente provinciano en uno de sus versos:

La población parece abandonada,dormida a pleno sol.

Y, ¿qué hay de nuevo?Y uno responde bostezando: “Nada”.

Para ilustrar el ambiente apa-cible que disfrutaba por aquellos días el Corralito de Piedra, cabe aquí este aserto: un día se suicidó un taxista de la ciudad y fue tal la conmoción que este hecho produjo entre los cartage-neros, que El Mercurio imprimió una separata de cuatro páginas solo con el fin de reseñar el suceso. Ha corrido bastante tinta desde entonces y en la actualidad es notorio que no solo los suicidios sino también los asesinatos, violaciones y secuestros han dejado de ser noticia y apenas si son merecedores a un espacio en los periódicos.

En Cartagena, como en Cuba, existía una gran afición por el béisbol. Por aquellos días se jugaba en los Es-tados Unidos el partido final de una de las temporadas de las Grandes Ligas, y este hecho despertaba gran expec-tativa entre todos los cartageneros.

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Papá se ideó algo revolucionario para la época: con el personal del periódico construyó un tablero gigante que imitaba el diamante de la cancha de béisbol, y mediante un entramado de cables y luces simularon una complicada instalación electrónica que servía solamente para rodear las cosas de misterio y para mantener iluminado el tablero con un juego de bom-billos. Ante la expectativa de toda la población, este original tablero fue colocado en la plaza principal de Cartagena. Los espectadores creían que se trataba de un tablero electrónico; pero la verdad, las piezas

que representaban las jugadas estaban imantadas y algunas personas ubicadas detrás del tablero las iban moviendo y situando de acuerdo como llegaban las noticias del partido a través de la radio; una transmisión “en vivo y en directo” que aun hoy resultaría emocionante. Este fue un hecho histórico que conmocionó la tranquila ciudad de aquel entonces. La población pudo así disfrutar el partido como si lo estuviera viendo en un apara-to de televisión. De seguro Cartagena se estremeció muchas veces por el grito de ¡joon roon!, ¡home run!, coreado por miles de voces emocionadas.

Estos y otros hechos convirtieron a José Fernández Morgado en un personaje muy querido en Cartagena; su figura, casi siempre vestida de blanco con sus típicas camisas guayaberas importadas de Cuba,

despertaba admiración y simpatía. En esta ciudad vivió como soltero una temporada muy placentera. Era muy querido por sus compañeros del periódico; uno de ellos fue precisamente Luis Carlos, el Tuerto López, el famoso poeta cartagenero quien muchas veces leyó en el taller, junto a las Linotipos, los poemas que acababa de escribir en una hoja de papel; poemas que luego convertirían a su autor en uno de los poetas más

José Fernández Morgado en Cartagena.

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reconocidos y admirados de Colombia y en cuyo honor se levanta en Cartagena el monumento a Los Zapatos Viejos para representar el amor por su tierra que el poeta describió con ese timbre amorosamente socarrón de muchos de sus versos, en el poema que aquí transcribo:

A mi ciudad nativa

Noble rincón de mis abuelos,nada como evocar cruzando callejuelas

los tiempos de la cruz y de la espadadel ahumado candil y las pajuelas.

Pues ya pasó, ciudad amuralladatu edad de folletín. Las carabelas

se fueron para siempre de tu rada,ya no viene el aceite en botijuelas.

Fuiste heroica en tiempos coloniales,cuando tus hijos, águilas caudales,no eran una caterva de vencejos.

Mas hoy, plena de rancio desaliño,bien puedes inspirar ese cariño

que uno le tiene a sus zapatos viejos.

No obstante, el clima demasiado tórrido de la ciudad, con temperatu-ras que a veces alcanzaban los 40 ºC, combinado con las malas condiciones sanitarias le ocasionaron a mi padre un problema de salud que no pudo superar. En efecto, empezó a padecer de unos extraños nacidos (infeccio-nes o forúnculos bajo la piel) muy dolorosos, que a pesar de todos los remedios que le recetaban volvían a aparecer. Es paradójico que el clima de Cartagena le haya generado este problema, ya que papá provenía de una isla tropical de similares carac-terísticas, pero lo cierto es que esta afección llegó a agudizarse tanto, que al final fue la causa de que decidiera marcharse de esa ciudad a la que ha-bía tomado tanto cariño. Enfrentado a este predicamento, volvió a aflorar su espíritu aventurero y resolvió enton-ces probar fortuna en el Perú, país del que había oído hablar con admiración y cuya historia y leyendas siempre le habían cautivado.

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Monumento a Los Zapatos Viejos en Cartagena de Indias.

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Machu-Picchu, residencia de descanso de Pachacútec, noveno gobernante inca del Tahuantinsuyu entre 1438 y 1470. Una obra maestra de la

arquitectura y la ingeniería, Patrimonio de la Humanidad, considerada una de las nuevas siete maravillas del mundo moderno.

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IV Parte

Perú

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Buque pasando por una de las esclusas en el Canal de Panamá.

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Capítulo IV

Donde se narra su viaje al Perúy el encuentro con Cupido

Y así, dejando muchos amigos y un recuerdo amable de su paso por Cartagena, papá viajó al Perú en

barco realizando la travesía por el Canal de Panamá. Era el año 1929 y contaba treinta y dos años de edad. El paso por el Canal representaba en ese entonces una novedad y toda una aventura. Era una experien-cia matizada con ceremonias especiales como el bautizo que se hacía, por parte del capitán del barco, a los pasajeros que lo atravesaban por primera vez. Cuando pequeña me encantaba oír a papá descri-bir con admiración el magnífico sistema de gigantescas esclusas que se abrían y se cerraban al paso de las naves (moviendo cien mil toneladas de agua hasta cuarenta veces al día), y que permitía pasar a los barcos desde el océano Atlántico al Pacífico o viceversa.

A sus 32 años, hacia el Perú, por el Canal de

Panamá.

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Para él constituyó una experiencia inolvidable conocer una de las obras de ingeniería más grandes del mundo, que hoy, a pesar del tiempo transcurrido, continúa en funcionamiento.

Al llegar al puerto de El Callao uno de los guardias de aduana le puso reparos porque según él un cartón de cigarrillos que papá llevaba para su uso personal constituía contraban-do. José Fernández Morgado se caracterizó siempre por un genio vivo, que salía a flote cuando lo provocaban, y tal clase de estupi-dez le dejó tan mal impresionado del país donde pensaba radicar-se que en ese mismo momento resolvió marcharse del Perú. Pero el destino tenía previsto algo diferente. Mientras hacía tiempo para que el barco zarpara siguiendo su viaje hacia Chile, papá se entretuvo recorriendo las tiendecitas del puerto y en una de ellas degustó un ceviche de ostras. Fue tal su deleite, que en ese mismo instante quedó con-quistado por la comida peruana: “Un país que es capaz de preparar esta ambrosía, es un país digno de vivir en él”, pensó con entusiasmo y resolvió continuar por carro su viaje a Lima.

Al llegar a Lima, y con su carácter emprendedor de siempre, se presentó en el diario El Comercio donde de inmediato fue contratado como linotipista.

Desde el primer momento se granjeó el aprecio de la familia Miró Quesada, fundadora y directora del periódico limeño, cuyos miembros, admirados de

José Fernández Morgado frente al edificio del diario El Comercio de Lima.

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El coraje de un hombreJosé Fernández Morgado

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la cultura y experiencia en las artes gráficas del joven Fernández Mor-gado, lo ascendieron rápidamente a director de titulares, equivalente a editor en jefe del periódico. Mi padre debía seleccionar y destacar a su cri-terio las noticias según el orden de importancia.

En el ambiente de trabajo del periódico, papá se hizo muy amigo de un joven periodista peruano, Alfredo Lugo, simpático y jaranero, sabedor de todos los metederos de Lima. Lugo le hizo conocer la parte histórica y folclórica de la ciudad y le familiarizó con las costumbres culinarias perua-nas que le cautivaron para siempre. Con el paso del tiempo se convirtió en su gran amigo y compañero de farras y aventuras.

Pocos meses después de llegar a Lima, Lugo lo invitó una tarde a una velada bailable. Papá no era buen bailarín, pero acudió al evento movi-do por el carácter entusiasta y alegre de su amigo. A esa reunión asistió también mamá con su tía Marina, en ese entonces una jovencita de veinte años, que siempre llevaba a sus fies-tas y reuniones a la pequeña “Toñita”, de solo quince, pero muy despierta y alegre, y además, excelente bailarina. Desde ese día papá quedó flechado por la linda jovencita y decidió dar el paso de su vida.

Aquí esta historia hace un grato paréntesis para hablar de Antonieta Riva Herrera, Toñita, la encantadora peruana que conquistó para siempre el corazón de José Fernández Morgado.

Edificio del diario El Comercio en Lima, Perú.

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Antonieta Riva de Fernández.

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El coraje de un hombreJosé Fernández Morgado

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V Parte

Antonieta Riva Herrera,

alma de tradición

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Antonieta, soltera.

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Capítulo V

Donde se narra cómo era la vida en Lima a principios del siglo pasado y cómo transcurría

la infancia y la juventud de Antonieta en medio de su familia

Rodarico Riva, el abuelo de mamá, era un italiano, originario del sur, probablemente de Sicilia.

¿Por qué motivo viajó al Perú? Mi madre nunca se hizo muchas ilusiones al respecto; pensaba que quizá su abuelo cometió algu-na trastada en Italia y que por esa razón decidió poner mar y tierra de por medio.

El caso es que al llegar al Perú, Rodarico se diri-gió a la sierra, y en Puquio, una población muy pequeña perteneciente a la provincia de Ayacucho, conoció a Petronila, la bisabuela, quien era descendiente de indí-genas, pero que según parece tenía el mismo encanto y ese Je ne sais quoi que siempre ha distinguido a todas las Riva, a las Fernández Riva y a todas sus nietas. Rodarico se prendó de ella; y este extranjero, que tal vez pensó visitar ese pueblito de la sierra peruana “solo

Mamá y la tía Marina por las calles del Callao.

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de paso”, se unió con aquella muchacha indígena y se “aplatanó”, es decir, se hizo a las costumbres del lugar. Como buen europeo, Rodarico sólo tuvo un hijo (por lo menos con la bisabuela) al que le pusieron por nombre Uldarico. Cuando el muchacho creció estudió telegrafía en Trujillo, una pequeña ciudad peruana que se caracteriza por su buen clima y el baile de la marinera, y allí se radicó.

En unas vacaciones Uldarico viajó a El Callao, el puerto pesquero comercial más importante del Perú. Coincidió que en esa ciudad se habían radicado Hilaria Flórez y Armando Herrera, los abuelos maternos, con sus hijos Augusto, Lastenia, Laura, Mari-na y Zoraida; esta última tenía en ese entonces quince años y al conocerse con Uldarico surgió el amor. El romance siguió por correspondencia, como se acostumbraba en la época (precursores del “chateo” moderno), y un año des-pués se casaron. De esta unión nació mi madre, el 9 de julio de 1914.

En aquellos días el Perú pasaba por una situación económica tan difícil que el bisabuelo Armando tuvo que dejar a su familia en El Callao para ir como administrador a Sechura, un pequeño puerto en el Pacífico. Era bastante mujeriego; solía decirle como en broma a la bisabuela Hilaria que él “tenía varias capillitas, pero eso sí, una sola catedral”. Desde Sechura, donde atracaban los barcos con mer-caderías de Europa, continuó envián-dole a la familia muchos productos

escogidos: jamón ahumado envuelto en papel encerado que importaban desde Alemania; queso Gruyere, desde Holanda; mazapán y turrón, desde España; bacalao noruego y mantequi-lla danesa, entre otros. Mamá paladeó desde pequeña todas esas viandas que ahora conocemos como delicatesen, y su gusto gastronómico se tornó muy selectivo.

Mamá nació en El Callao, pero vivió toda su vida en Lima. Aunque se marchó muy joven del Perú, siem-pre recordaría las costumbres de su tierra natal y conservaría además un fiero nacionalismo que saldría a relucir en todas las fiestas y con-versaciones geográficas durante los próximos setenta años. Su familia, si bien de escasos recursos, era muy alegre, unida y jaranera (la palabra jarana, tan usada en Perú, equivale en Colombia a rumba, y a relajo en cualquier otra parte). Se inventaban reuniones, almuerzos, comidas y fies-tas con cualquier motivo.

La niñez de mamá fue feliz. En casa todos la querían y consentían. Era una niña muy despierta; aprendía con rapidez en el colegio y memorizaba largos poemas que siempre le pedían recitar en todas las reuniones. No tenía complejos ni vergüenza. Solía comentarnos que no fue una niña es-pecialmente bonita, pero que tenía en cambio un gran encanto natural y mu-cha picardía, características que, como a todos sus hijos nos consta, conservó durante toda su vida.

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Como Lima es una ciudad coste-ra, una de las mayores diversiones de sus habitantes durante los meses de verano (diciembre, enero, febrero y marzo) ha sido siempre ir a la playa. Mamá acudía también con su familia a bañarse en el mar. Recordaba que en esa época colocaban unas boyas en la playa con una soga de la cual se sostenían las personas mayores; era muy gracioso ver a las señoras agarradas de la soga cuando venían las olas, gritando y dando pequeños saltos para evitarlas. Los vestidos de baño de la época eran mucho más cu-biertos que cualquier vestido de calle de la actualidad y, sin embargo, para aquellos días resultaban muy atrevi-dos. No existían todavía, desde luego, restaurantes ni vendedores ambulan-tes y por este motivo generalmente la familia llevaba su fiambre. Eran paseos muy sencillos, pero sanos y divertidos.

El municipio de Lima organizaba retretas muy románticas en los par-ques, a las que también acudía Toñita en compañía de su numerosa y unida familia. La ciudad empezaba a trans-formarse en una metrópoli moderna, pero sobrevivían aún costumbres de una época que lentamente se iba con-virtiendo en recuerdo. Todavía podía verse circulando por las calles de la ciudad uno que otro carruaje de ca-ballos, y era muy familiar también el burrito cargado de frutas que recorría los barrios de Lima con su jugosa y dulce mercancía a cuestas.

Los carnavales se festejaban en Lima el domingo, lunes y martes previos al Miércoles de Ceniza. Había desfiles de flores con carrozas muy bonitas y todo el mundo jugaba con agua. Nadie se libraba de ser empa-pado si salía a la calle por esos días. Parte del festejo del carnaval consistía en que por las noches, las calles de los barrios se cerraban y todos los vecinos bailaban animadamente al compás de alegres bandas. Estos eran festejos po-pulares en los que participaban todas las personas sin distingos sociales, pero había también bailes muy lujo-sos y selectos en todos los clubes de la ciudad. Los enamorados coqueteaban entre sí rociándose con aerosoles per-fumados. El carnaval, con su alegría y fraternidad, se prestaba para el ga-lanteo y los noviazgos.

Mamá añoró siempre con gran nostalgia los mercados limeños, con su abundancia de frutas, verduras y productos importados; los bultos de aceitunas negras y verdes, de ciruelas pasas, higos y frutas secas; bacalao importado de los países nórdicos y la gran variedad de mariscos y pescados.

La colonia china siempre fue muy numerosa en Lima. Muchos chi-nos llegaron al Perú prácticamente como esclavos de familias pudientes y tomaron luego el nombre de sus patronos peruanos. Tiempo después instalaron en Lima sus característicos chifas, y así empezó esa tradición de comida china que casi va paralela con la comida tradicional peruana. Algu-

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nos de estos restaurantes eran sumamente lujosos y tenían instalados en el interior unos grandes acuarios de donde los comensales escogían el pescado o el maris-co que querían degustar.

Otra de las diversio-nes de Lima eran las corri-das de toros en la plaza de Acho. Mamá asistía con su familia durante la tempo-rada taurina. Uno de los toreros que más recorda-ba era al diestro español Rafael Gómez, "El Gallo".

La procesión del Señor de los Milagros, una tradición del Viernes Santo, suscitaba mucha devoción en Semana Santa y a ella acudía toda Lima. La multitud no cabía en las calles y avanzaba por el centro de la ciudad al grito de “¡Avancen, hermanos!”. Mamá asistía a este acontecimiento acompañada por algunas de sus primas y tías, pero contaba que tenían que llevar un alfiler porque no faltaba el atrevido que en la multitud quería dárselas de vivo apretándose más de la cuenta y entonces ellas le daban un certero chuzoncito y ¡santo remedio!

En aquellos días gobernaba en Perú el presidente Leguía, y como el tío Luis La Rosa tenía un puesto burocrático, conseguía boletos para que la familia en pleno asistiera a todas las programaciones culturales. Eran habitués a obras de teatro, presentaciones de cantantes, zarzuela, declamadores. El ambiente que se vivía en Lima era más bien frívolo, los limeños siempre han sido alegres, enamoradizos y un tanto irrespon-sables. En aquellos días no se pensaba mucho en el futuro: se vivía y se disfrutaba el presente. Ese fue el recuerdo grato que guardó mamá en su memoria a lo

Jirón de la Unión, Lima, Perú, 1905.

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largo de los años y que le ayudaría a sobrellevar las duras responsabilidades que luego le depararía la vida.

Al crecer, Antonieta se convirtió en una jovencita espigada y muy atractiva, que solía acompañar a sus tías mayores a los infaltables bailes limeños. Como ya expresé en un capítulo anterior, a su tía Marina le

encantaba llevarla a todas las reuniones porque aunque mamá era menor –Marina le llevaba más de cinco años– solía ser muy buena compañía; la pequeña Toñita era muy simpática, tenía lo que en el Perú llaman “jale”, y bailaba muy bien, por lo que siempre le resultaban pretendientes; los chicos hacían cola para sacarla a bai-lar. En una de esas ocasiones acompañó a su tía Marina a una matiné bailable, que parecía iba a ser una de tantas, pero en esta fiesta conocería a un carismático cubano que cambiaría su vida.

Y fue así como en ese baile mamá se sintió muy atraída por un personaje muy guapo, simpático y elegante que se distinguía entre todos los presentes y que llamó poderosamente su atención. Era José Fernández Morgado, mi padre, quien

a su vez quedó prendado, desde el primer momento, de la bella y simpática peruanita.

Y así, de una forma casual y en apariencia intrascendente, como suceden casi todas las cosas trascendentes en la vida, empezó esta larga historia de amor y trabajo que sólo terminaría con la muerte.

Antonieta, soltera.

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José y Antonieta, en los primeros días de su noviazgo.

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VI Parte

Donde se da inicioa una historia de amor

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Contexto histórico

Década de 1930 a 1939

1930: Muere Primo de Rivera. Se estrena en Alemania “El ángel azul” con Marlene Dietrich. Cúcuta devastada por atroz incendio. Fallece en Córdoba Julio Romero de Torres. Sandino regresa a Nicaragua para ponerse al frente de la guerrilla. Uruguay, primer campeón de fútbol del mundo. Sánchez Cerro sucede en el Perú a Leguía. Haile Selasie I, coronado rey de reyes en Etiopía. 1931: Mueren Ana Pa-vlova y Thomas Alva Edison. Destruida Managua por un terremoto. España proclama la República. Al Capone a prisión. 1932: Guerra colombo-peruana. Disolución en España de la Compañía de Jesús. El hijo de Charles Lindbergh es hallado muerto a los dos meses de su secuestro. Primer divorcio en España. 1933: Franklin D. Roose-velt, presidente en los Estados Unidos. Adolfo Hitler, canciller del Reich. Asesinato de Sánchez Cerro en Perú. Mueren Vargas Vila y Constantino Kavafis. Depuesto en Cuba el dictador Gerardo Ma-chado. El sargento Batista manda en Cuba. Ley para mejorar la raza en Alemania; los criminales y quienes padezcan enfermedades he-reditarias serán esterilizados. 1934: Sandino asesinado en Nicara-gua. Muere Marie Curie. En Río de Janeiro, Perú y Colombia firman la paz; Leticia para Colombia. Abatido en Chicago John Dillinger, “enemigo público número uno”. Asesinado en Santiago de Chile el poeta Santos Chocano. 1935: Dolor, sorpresa y conmoción por la trágica muerte del cantante de tangos Carlos Gardel en accidente aéreo ocurrido en Medellín. En todas las ciudades de Colombia se decreta luto por tan terrible tragedia. Johnny Weissmüller inter-preta un Tarzán fuera de serie. Muere Lawrence de Arabia. 1936:

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Aplastante victoria de los italianos en Abisinia. Fusilado García Lor-ca. Catástrofe en Túquerres; el volcán Cerro Bravo sigue en plena erupción. Eduardo VIII abdica por amor. El canciller Adolfo Hitler inaugura la fábrica de automóviles Volkswagen. 1937: Amelia Ear-hart perdida en el Pacífico; la flota japonesa colabora en su bús-queda. El dirigible Hindenburg se incendia en Nueva York, mueren cincuenta y nueve personas. Bombardeo de Guernica. 1938: Espan-toso siniestro en Usaquén; avión militar cae sobre muchedumbre de cien mil almas. Setenta y cinco muertos y más de ciento cincuenta heridos. Madrid bombardeada por Alemania. Muere en París Cé-sar Vallejo. Se suicida Alfonsina Storni. Terror judío en Alemania. 1939: Termina la Guerra Civil Española. Franco, J efe de Estado español. Fallece Antonio Machado. La guerra estalla en Europa. Hitler y Stalin se reparten Polonia. Se estrena “Lo que el viento se llevo”. La moda: Los corsets se dejan de usar y las mujeres empiezan a copiar los atuendos de los hombres y eligen vestirse como ellos. Se introduce un nuevo invento: el vestido-saco, una prenda que puede usarse como vestido o como abrigo, dependiendo de la ocasión. La línea es más recta, con hombros anchos, trajes de cuerpo flojo; fal-das rectas, sin vuelo. Las mujeres empezaron a practicar deportes y surge una nueva moda basada en indumentaria deportiva.

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Capítulo VI

De cómo el amor unió las vidas de Antonieta y José, y de lo que luego aconteció

Retomemos, pues, la historia de José Fernández Morgado en el momento en que, flechado por la

bella limeña, empieza a cortejarla.

La familia peruana no veía con buenos ojos que aquel atractivo cubano cortejara a Antonieta, en parte por la gran diferencia de edad y en parte porque les inspiraba desconfianza su condición de extranjero. Pero papá se los fue ganando poco a poco con su cul-tura, simpatía y gentileza.

Como era muy celoso, y para evitar que Toñita bailara con otros jóvenes en las reuniones a las que asistían con frecuencia, tomó un rápido curso de bai-le (como nos consta a todos sus hijos, no sacó mucho provecho de esas clases).

El idilio fue progresando. La abuela Zoraida veía a regañadientes este noviazgo, porque le parecían gra-ves defectos en papá su edad, mucho mayor a la de mi madre (se llevaban diecisiete años), y su temperamento irritable y celoso.

Antonieta.

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Pero no se pudo hacer nada para evitar el ro-mance. Papá se enamoró perdidamente de la linda pe-ruanita y mamá a su vez (sin importarle que fuera un pésimo bailarín) se dejó conquistar por el carismático cubano. El noviaz-go duró dos años. Se casaron en 1931. Antonieta tenía diecisiete años, José, treinta y cuatro, la doblaba en edad.

De su vida como pareja en el Perú, mis padres conservaron siem-pre muy gratos recuerdos que años más tarde compartirían con nosotros, sus hijos: el romántico ambiente del coqueto apartamento que alquilaron en el centro de Lima decorado con preciosas cortinas y muebles tapi-zados en seda azul a la usanza de la época, un lugar que se convirtió en su cálido nido de amor; las alegres y concurridas retretas (serenatas) nocturnas en los bellos parques limeños; los román-ticos paseos vespertinos por la playa disfrutando las bellísimas puestas de sol; sus visitas a los mejores res-taurantes limeños para deleitarse con un exótico cóctel y saborear algún platillo de la deliciosa gastronomía peruana, de la cual mamá pronto se convertiría en toda una experta; las agradables veladas a conciertos y dramas en teatros de la ciudad; las películas del cine mudo con sus típicos letreros y la infaltable pianista que brindaba emoción y drama a las escenas silentes; películas que a pesar de sus limitaciones, y aunque ahora nos parezca increíble, mantenían en un suspen-so continuo a toda la concurrencia; y más tarde, las primeras producciones del cine parlante, con estrellas rutilantes como Rodolfo Valentino, Greta Garbo, Mary Pifckford y muchos otros; películas que concitaban la expectativa y el delirio general, y de las que mis padres eran fieles y felices habitués.

El tiempo, no obstante, demostraría que no esta-ba del todo equivocada la abuela Zoraida, porque papá

José y Antonieta ya casados, en un parque en Lima.

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era en efecto muy celoso y no se sentía muy a gusto con el ambiente jaranero y festivo que caracterizaba, y caracteriza, a la familia del Perú. Precisamente uno de los dichos que reflejan la tónica rumbera de mis parientes peruanos es: “¡Que viva la jarana aunque no comamos mañana!” Y a papá, que no le atraían ni el baile ni el trago, las cotidianas reuniones familiares en las que se hacía derroche de estos dos elementos empezaron a fastidiarle.

En forma circunstancial, comenzaron a surgir en el periódico incidentes que precipitarían los acon-tecimientos. Papá, según he comentado antes, era el encargado de elaborar los titulares y priorizarlos. Es común en los periódicos que el responsable decida antes del cierre de la edición del día cuáles son las noticias más relevantes y les asigne su prioridad en la primera página, destacando sus títulos y el número de columnas.

Por aquellos días de 1935, Mussolini, dispuesto a emular las pasadas glorias guerreras de los ejércitos romanos, tomó la decisión de invadir a Etiopía (Abi-sinia). Se entabló entonces una cruenta lucha entre

italianos y etíopes. Estos combates tenían unas veces como ganadores a los italianos y otras, a los etíopes. Luego de uno de esos enfrentamien-tos en el que resultaron vencedores los etíopes, papá tituló en la primera página del periódico: “Ejército italia-no diezmado por las fuerzas etíopes”. Al día siguiente se presentó en el periódico el embajador italiano a re-clamar, porque: “¿Cómo era posible

que esos cafres subhumanos se dieran el lujo de diez-mar a su glorioso ejército y dar la impresión de que estaban ganándoles?” Los días pasaron y el conflicto siguió su curso. Luego de una contundente derrota del ejército etíope, papá puso el siguiente titular: “Aplas-tante victoria del poderoso ejército italiano sobre las

José Fernández –segundo de izquierda a derecha–

en una recepción en el diario El Comercio de

Lima.

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fuerzas etíopes”. Al día siguiente apareció de nuevo por El Comercio de Lima, el embajador italiano, para hablar con Miró Quesada, su director, porque: “¿Cómo es posible que con ese titular quedemos ante la opinión mundial como que somos unos asesinos?”

Mejor dicho, palo porque bogas y palo porque no. A la postre, esta guerra terminó siendo ganada por los italianos y en 1935 Mussolini proclamó la Etiopía ita-liana; no obstante, doce años después, en el Tratado de París de 1947, Italia renunciaría a sus derechos sobre esta nación africana.

Pero volviendo al caso, éstas y otras interferen-cias en su labor fueron acabando con la paciencia de mi padre (que no era por cierto, su principal virtud), y movido por estas circunstancias y por las considera-ciones de índole familiar que también le mortificaban, decidió renunciar a su cargo y probar fortuna en otras latitudes.

El matrimonio Fernández Riva en el parque de La Alameda en Lima.

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VII Parte

Segundo y definitivo viaje a Colombia

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Papá en el barco Cerigo durante su viaje a Colombia.

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Capítulo VII

Donde se narran algunas anécdotasde su segundo y definitivo viaje a Colombia y

sus primeras experiencias en el país

F ue así como tomó la decisión de probar fortuna en Colombia, país del que conservaba un grato re-

cuerdo por su corta estadía en Cartagena y en el que le parecía existía un ambiente propicio para vivir con su flamante esposa, trabajar y levantar una familia. Es de ima-ginar la conmoción que causó en la familia peruana esta noticia que confirmaba los presentimientos de la abuela. Mamá era muy joven y veía todo como una aventu-ra, pero lejos estaba de imaginar que no volvería al Perú sino luego de cuarenta y tres años y prácticamente para asistir a la agonía de su madre, la abuela Zoraida, que falleció el 10 de noviembre de 1978, víctima de cáncer de seno, a los ochenta y dos años de edad.

Mamá con unos cocos en la travesía por barco

hacia Colombia.

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En 1935 realizaron el viaje a Colombia en el barco alemán Cerigo. Según nos contaba mamá sus familiares estaban tan dolidos con esta decisión de papá que no fueron a despedirlos al puerto de El Callao, donde debían abordar el barco que los alejaría del Perú. Solo fue a despedirlos el tío Augusto. Su delgada figura, vestida impecablemente de negro, se quedó en el muelle sosteniendo en la mano levantada su sombrero hasta que el barco se perdió en lontananza. Esa fue la imagen que le quedó a mamá grabada en el corazón de su partida del Perú.

Como el barco en el que viajaban era de carga, los únicos pasajeros eran papá y mamá. Por esta razón y por la distinción y simpatía de la pareja, el capitán les demostraba mucha deferencia y les invitaba a compartir su mesa a las horas de las comidas. La tripulación también estaba prendada del encanto de mamá. En ese viaje fue donde ella aprendió a fumar. Al principio, y viendo que papá y el capitán lo hacían, ella también empe-zó a fumar casi como por juego. Todos se reían mucho cuando ella tosía por efecto del humo. Pero al final, demostró ser muy buena alumna, aprendió a fumar y continúo haciéndolo, aunque con moderación, a lo largo de toda su vida (hasta poco tiempo antes de su fallecimiento, me hizo de vez en cuando uno que otro “contrabandito”).

Como parte de la travesía, el Cerigo se detuvo dos días en el puerto ecuatoriano de Gua-yaquil para descargar mercaderías. Esa pequeña escala les brindó a mis padres la oportunidad de conocer de manera muy fugaz la ciudad. Guayaquil era en 1935 un típico puerto sudamericano que toda-vía acusaba las huellas del gran incendio que prácti-camente arrasó todas sus edificaciones coloniales, la

En el "Cerigo", los marinos enseñando el ejemplar pescado; José y Antonieta, los únicos pasajeros, observan.

Barco de carga de la época, similar al "Cerigo" en el que mis padres hicieron su travesía por mar hasta Colombia.

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mayoría construidas con estructuras de madera. La deteriorada ciudad no les dejó una grata impresión.

Continuaron el viaje a Colombia y después de diez días navegando por la costa Pacífica llegaron a Buenaven-tura, el principal puerto colombiano, ciudad que tampoco ofrecía un ambien-te agradable como para pernoctar. Sin pensarlo dos veces, tomaron inmedia-tamente el tren rumbo a Cali.

Ya en la ciudad, se alojaron en el hotel Alférez Real, un bello edificio que luego de muchos años sería de-rruido como tantas otras tradicionales y valiosas edificaciones caleñas, para dar paso a esperpentos modernos en nombre de un mal llamado “progreso”. En este hotel disfrutaron tres días de descanso en Cali; la ciudad les pareció muy apacible y acogedora. A papá le recordó mucho, por la vegetación y por el clima, a su Cuba lejana. Siguieron luego el viaje a Bogotá deteniéndose en Apulo, una pequeña población cercana a la capital. Apulo era una escala obligada para los viajeros que se desplazaban desde Buenaventura hacia Bogotá y que debían adaptarse gradualmente a la altura. El hotelito de esta población tenía un ambiente muy agradable, con sus florecidos jardines y jaulas de ca-narios; allí pasaron un día muy grato, para continuar luego su viaje a Bogotá.

Al llegar a la capital se hospe-daron en el hotel Olimpia. Papá no conocía a nadie en la ciudad, no tenía recomendaciones, ni referencias. Sin

embargo, esa misma noche le dijo con gran seguridad a mamá: “No te preo-cupes, Toña; mañana salgo a buscar trabajo y ten el convencimiento de que regreso con un empleo”. Y efectivamen-te, así fue.

En la mañana conversó con Lau-reano Gómez, director y propietario del periódico El Siglo, y éste, que en aquella época se ocupaba de manera personal de toda la administración del rotativo, quedó muy bien impresionado y lo contrató de inmediato. Laureano Gómez, uno de los más grandes políti-cos conservadores de la historia de Co-lombia, fue presidente de la República entre los años 1950-1953.

Empezó entonces a trabajar en El Siglo como linotipista y jefe de ta-lleres del diario. Corría el año 1935. Papá llegó a ser muy apreciado por Laureano Gómez, quien admiraba su excelente criterio editorial y la rectitud que siempre le caracterizó en todas sus actuaciones. Por su parte, papá conservó siempre una elevada opinión de la preclara inteligencia del político y estadista a cuyo lado compartió mu-chas horas de trabajo.

Una anécdota que ejemplifica la brillantez de la mente de Laureano Gó-mez es la forma que tenía de realizar diariamente el editorial para El Siglo. En aquellos días no existían, desde lue-go, visores, ni pantallas, ni nada que se le pareciera, Laureano Gómez dictaba el editorial a viva voz a mi padre, quien lo iba transcribiendo en la Linotipo.

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De pronto, en medio de una frase, el complicado me-canismo del sistema de distribución de la máquina se atascaba y papá debía levantarse, ir a la parte de atrás de la Linotipo, destrabar las matri-ces y solucionar el problema. Al hacer esto, las manos le quedaban engrasadas y debía lavárselas antes de sentarse de nuevo para continuar con el editorial. Todo este proceso duraba varios minutos. Laureano Gómez, que esperaba con paciencia, continuaba entonces “coma…” y de una manera natural seguía dictando el editorial en la parte de la frase que quedó inconclusa, como si no hubiera existido ninguna interrupción.

En los talleres de El Siglo se laboraba en un ambiente intelectual, cálido y familiar. Allí papá compartió muchas horas de traba-jo y de inspiración al lado de distinguidos intelectuales del país, entre los que recordó siempre con especial deferencia a Gilberto Alzate Avendaño. De su paso por El Siglo mencionaba como dato curioso que a los colaboradores intelectuales del periódico les pagaban en ese entonces por centímetro escrito.

Y algo simpático: Laureano Gómez solía poner a papá de ejemplo a su hijo Álvaro, quien en aquella época era sólo un adolescente que se ocupaba de pa-sar los originales de la redacción a los linotipistas. Mi padre le tomó simpatía al inquieto y vivaz mozalbete quien esporádicamente hacía ya sus “pininos” como periodista, y en su recuerdo le puso más tarde su nom-bre a uno de mis hermanos.

Cabe anotar aquí que Álvaro Gómez Hurtado, quien se convertiría en el gran ideólogo y jefe político del partido conservador, fue asesinado el 2 de noviem-bre de 1995 por dos sicarios que lo acribillaron al salir de la Universidad Sergio Arboleda. Los nombres de

José Fernández frente al edificio de El Siglo en Bogotá.

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sus asesinos intelectuales y materiales continúan en el misterio.

En Bogotá, la pareja se hospedó en la pensión de una señora llamada María Hernández, perteneciente a la sociedad de Cúcuta, quien luego de quedar viuda

y venida a menos económicamente decidió convertir su residencia en una pensión, pero con un toque familiar y distinguido. Los huéspedes del lugar eran seleccionados cuidadosamente. Había, por ejemplo, una señora muy mayor, descendiente del pró-cer de la independencia Antonio Nariño, quien vivía allí con su hijo; ella le enseñó a mamá a tejer con crochet; y también a dos señoras viudas, una de ellas muy graciosa y ocurrente. Cierta vez llegó al almuerzo con la noticia de que habían tenido que hacerle un arreglo al motor de su automóvil y que había descubierto con gran sorpresa que su carro “no era carro, sino carra”. Había también entre los huéspedes un sueco que decía pertenecer a la nobleza europea, y un

grupo de señoras muy agradables. Ellas se hicieron amigas de mis padres y les decían: “Ustedes son una pareja muy bonita, pero les hace falta los hijos”. Y, efectivamente, ya ellos llevaban cinco años de casados y todavía no había ningún Fernández Riva a la vista. Como en ese tiempo los modernos tratamientos de fecundidad no estaban ni siquiera en proyecto, estas comedidas señoras hicieron rogativas a fin de que To-ñita quedara por fin encinta. Tal fue su fervor y tan eficientes los resultados que ya sabemos cómo terminó todo (como se irá viendo a lo largo de esta historia, los Fernández Riva fuimos once). Parece que se les fue la mano a las señoras en alumbrar al santo.

Pero sigamos con la descripción de la pensión de la señora María Hernández: el servicio estaba organi-zado como si fuese un hotel de cinco estrellas: todo el personal tenía bonitos uniformes y la comida era muy

Antonieta, muy elegante, en el hipódromo de

Bogotá.

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rica y abundante; papá y mamá comían en una mesa individual en el comedor; la camarera servía los platos en ban-dejas de plata; los postres eran muy variados y deliciosos. Cada martes se elaboraban los que se servirían en el transcurso de la semana; el aroma que despedía su preparación les hacía la boca agua a todos los huéspedes. Al lu-gar acudían también de visita muchas personas de la sociedad de Bogotá.

Así, con todas las comodidades y la ausencia de responsabilidades que vendrían luego con los hijos, vivieron papá y mamá una temporada muy bonita y romántica en esta casa llena de tradiciones y de encanto.

En la primera mitad del siglo xx Bogotá estaba lejos de ser una ciudad tan cosmopolita como Lima; las cos-tumbres eran mucho más sencillas y austeras. Pero existía de todos modos un ambiente cultural e intelectual muy variado que la había hecho merecedora al título de “La Atenas Suramericana”. Mis padres disfrutaban mucho este entorno bohemio y acudían con fre-cuencia al teatro, al cine, a conciertos y a recitales de poesía.

Durante su estancia en Bogotá, mi madre tuvo la oportunidad de tra-bajar en el periódico El Tiempo, posi-bilidad que lamentablemente no pudo aprovechar. Si hubiera resultado, tal vez esta historia sería diferente.

Sucedió así: por aquellos días aún no se había implementado en

ningún diario del país la sección de avisos clasificados; Antonieta en cam-bio, sí conocía muy bien esa sección por cuanto los periódicos de Lima la incluían hacía mucho tiempo en sus páginas. Un día, cuando papá se fue a su trabajo, se dirigió al periódico El Tiempo y allí pidió hablar con Enrique Santos Montejo, propietario y director del rotativo. ¿Por qué fue al Tiempo y no al Siglo donde trabajaba papá? Qui-zá porque desde esa época el periódico de los Santos tenía mucha más circu-lación, requisito sine qua non para el éxito de los avisos clasificados.

Mamá era muy desenvuelta y, por otra parte, en aquellos días no había que hacer las antesalas que se requieren ahora para una entrevista similar. Así que pudo entrevistarse con el doctor Santos en persona y con un señor Lara, administrador del perió-dico, y les propuso que le permitieran ocuparse de crear y editar la sección de avisos clasificados. A ellos les lla-mó mucho la atención su propuesta; y quedaron también cautivados con el don de gentes de mamá. El doctor Santos le dijo efusivamente: “¡Señora, las puertas de este periódico están abiertas para usted!”

Esa noche, mamá le comunicó muy contenta a mi padre esta novedad, pero él, contrariamente a lo que ella creía, se puso furioso cuando supo que iba trabajar, así fuera en una empresa tan importante como El Tiempo, y de un brochazo borró todas sus esperan-zas: “¡Mientras yo viva, mi esposa no

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tendrá que trabajar!”, le dijo con esa firmeza que tan bien conoceríamos más tarde todos sus hijos; y allí mismo acabaron las ilusiones de mamá por demostrar su creatividad y su capacidad en un trabajo fuera de la casa. La crianza de los Fernández Riva y las labores hogareñas lograrían que ya más nunca volviera a surgir la posibilidad de un trabajo similar, y claro está, ella tampoco volvió a intentarlo hasta una fugaz y fallida experiencia empresarial, ocurrida muchos años des-pués. Anécdota ésta a la que dedico un capítulo especial más adelante.

Oficina del periódico El Tiempo en Bogotá, 1932.

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José y Antonieta a su llegada a Cali

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Capítulo VIII

De la decisión de volver a Cali para radicarse y de lo que allí empezó a acontecer

Aunque el ambiente de Bogotá era agradable y los esposos Fernández Riva tenían un bonito entorno

social y cultural, el cubano José nunca se acostumbró al frío y a la escasez de agua que por aquellos días sufría la capital. Por estas circunstancias, dos años después, en 1937, aprovechando una diferencia con uno de los empleados del periódico renunció a su puesto y decidió radicarse en Cali, ciudad que había conocido fugazmente en su viaje desde Lima a Bogotá y que por su clima y su ambiente le recordaba grata-mente a su Cuba lejana.

Al llegar a Cali, papá leyó un aviso en el periódico El Relator en el que se ofrecía una pieza en arriendo en una casa de familia; llamó por teléfono, pero como nadie contestaba acudió con mamá a conocer el lugar. Era la casa del capitán Juan Navarro y su esposa Cris-tina, con quienes, sin presentirlo en ese momento, en-

Antonieta posa en la casa del barrio El Peñón en

Cali.

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tablarían una entrañable amistad que duraría toda la vida. Les impresionó favorablemente el orden y la limpieza que observaron en la casa, así como también la amabilidad de la familia, y sin pensarlo dos veces tomaron la pieza. Traían como único equipaje su ropa, algunos recuerdos y los trastos de cocina.

Las hijas de los propietarios, a quienes conoceríamos después como “las Navarrito”, eran todavía muy jó-venes. Mireyita, de solo doce años, era la encargada de barrerles el cuarto. La joven pareja almorzaba y comía con la familia. Con ellos vivieron solo un año, pero en ese tiempo forjaron los lazos de una amistad fundada en el mutuo respeto, la simpatía y la delicadeza; una amistad que sería eterna. Cris-tina Navarro y luego sus hijas apoyaron a mis padres durante toda su vida; fueron sus parientes aquí en Colombia. Cristina fue como una madre para mamá y quien la rela-cionó con la sociedad caleña. Mutuamente se tenían gran admi-ración: mamá elogiaba su carácter metódico y austero, y Cristina a su vez, el espíritu luchador, abnegado y

tesonero que caracterizó a mamá toda su vida.

Una vez instalado en Cali, papá empezó a trabajar como linotipista en el Diario del Pacífico, de la familia Bo-rrero Olano. Su horario era de siete de la noche a cuatro de la mañana, hora en que se cerraba la edición que se im-primiría y saldría a circulación horas más tarde. Vale anotar aquí que en los días en que José Fernández Morgado entró a trabajar en el Diario del Pací-fico como jefe de talleres, conformó una tripleta de lujo junto a Alberto Acosta, el padre de varias generaciones de pe-riodistas, quien se desempeñaba como titulador, y Antonio Llanos, quien era jefe de redacción. Nicolás Borrero Ola-no era el director del periódico.

Pero la estadía junto a la familia Navarro sería tem-poral, ya que mis pa-dres anhelaban vivir de forma indepen-diente. Mamá estaba ya embarazada de mi hermano Claudio y por esa circunstancia deseaban tener más comodidad y priva-cidad. Así, al año si-guiente se mudaron a una casa pequeña pero muy bonita, si-tuada en el barrio El Peñón, al oeste de Cali.

Mamá en un paseo al campo durante su primer año en Cali.

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Capítulo IX

Donde José compra su primera Linotipoy llega su primer hijo

El año 1938 fue especialmente significativo: papá adquirió la Linotipo con la cual lograría in-

dependizarse, levantar su familia y crear más tarde una industria propia.

La cosa fue así: papá siempre había demostrado interés por adquirir una Linotipo. Sus compañeros del periódico, quienes conocían esta inquietud, le avisaron en cierta ocasión que en el periódico Relator, también de la ciudad de Cali, estaban vendiendo una, pero le advirtieron que se encontraba en muy mal estado. Papá la fue a ver y a pesar de que ciertamente esta-ba deteriorada les propuso compra a los directores del periódico; éstos aceptaron su oferta y así, con un préstamo que amablemente le hizo Cristina Navarro (desde luego con el respaldo de unos pagarés), pudo comprarla e instalarla en una pieza de su casa.

En el periódico la habían ido desmantelando poco a poco para usar sus partes como repuestos de otras

José con Claudio, su primer hijo

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máquinas, y para la época en que papá la adquirió era ya prácticamente un desecho. Empezó entonces la ardua labor de reconstruirla pieza por pieza, lo cual implicaba conseguir con su fabricante europeo algu-nas partes esenciales. Día tras día fue reparándola y acondicionándola, hasta que al cabo de varios meses la puso de nuevo en funcionamiento. Esa fue solo una de las muchas hazañas que realizaría mi padre a lo largo de su vida, considerando que la bella y romántica Linotipo es una de las máquinas electromecánicas más complejas que ha diseñado la genialidad humana. Tan esforzada y admirable labor lo convirtió en un experto en su maravilloso funcionamiento, hasta tal punto que en el futuro muchas veces lo contratarían de todas partes del país para encomendarle la delicada labor de armar y desarmar Linotipos que por diferentes circunstancias debían ser trasladadas o reparadas, dado que estas máquinas eran por aquellos días parte esencial de la producción de los periódi-cos y de las imprentas en general.

Continuó trabajando en el Diario del Pacífico, pero ahora, teniendo ya a punto su Linotipo, se dedicó también a levantar galeras para otras empresas tipográficas de la ciudad. La expresión “levantar ga-leras” que puede sonar desconocida para las nuevas generaciones, significaba componer por medio de ma-trices, lingotes de plomo en altorrelieve para formar con ellos galeras, equivalentes a los textos que se le-vantan en la actualidad en las computadoras. Papá era poseedor de una rapidez, precisión y energía inagota-bles. Cada día levantaba un mínimo de veinte galeras de diversos anchos de línea, sin demostrar cansancio. Esa producción equivalía –en términos aproximados– a transcribir un libro de sesenta a ochenta páginas con sus correcciones incluidas.

Suplemento literario del Diario del Pacífico en 1939.

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El 21 de mayo de 1938, en la clínica del médico chileno Ernesto Fenelón, nació mi hermano Claudio,

el primogénito de la familia Fernández Riva. El doctor Fenelón y su esposa, quien también era médica, atendieron el parto que resultó muy difícil por el tamaño del recién nacido: pesó diez libras. La atención que les brindaron en esta clínica fue sumamente cariño-sa y detallista.

Eran otros tiempos; la comida, elaborada con primor, la servían en bandeja de plata y tenían además la amabilidad (algo de lo que ya no queda

ni el recuerdo) de invitar a almorzar al editor respon-sable, o sea, a papá.

Después del parto, mamá enfermó con psicosis puerperal, una especie de demencia temporal produ-cida por las dificultades del alumbramiento y por el

hecho de encontrarse en un medio extraño y separada de su familia. Su ansiedad la hacía creer que Claudio era anormal y también que la perseguían para quitárselo, lo cual le producía una gran angustia. Tuvo que seguir un cuidado-so tratamiento prescrito por el médico. Papá, a pesar de lo ocupado que se mantenía, la llevaba a diario con gran paciencia y dedicación al río Aguacatal, un afluente del río Cali que por aquel entonces bajaba cristalino de las estribaciones de los montes Farallones de Cali, para que se diera baños, pues en aquel tiempo le atribuían a sus aguas propiedades curativas (¿qué tal ahora?). Esta circunstancia motivó a mi padre a comprar un automóvil coupé de la marca Studebaker, tanto para realizar estos viajes al río como para que mamá se distrajera dando paseos cortos por Cali. Este automóvil lo conservaron durante dos

años, porque con motivo de la Segunda Guerra Mun-dial empezaron a escasear los repuestos y se hizo muy

Mi hermano Claudio de nueve meses.

Mis padres en el río Aguacatal.

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caro y difícil su mantenimiento. Con los costos de la crianza de la numerosa familia y los altibajos económicos del trabajo, ya no volverían a tener otro automóvil sino mucho tiempo después. De más está decir que trasladar a un familión como el nuestro (trece personas) hubiera requerido dos automóviles o una buseta.

A finales de ese año mi padre empezó a trabajar horas extras en El Relator. Le pagaban treinta pesos por galera. Su jornada de trabajo se iniciaba más o menos a las diez de la maña-na: primero levantaba galeras en su Linotipo para sus propios clientes, luego iba en la tarde al Relator donde hacía horas extras, y a las siete de la noche ingresaba al Diario del Pacífico para cumplir su horario normal hasta las cuatro de la madrugada.

Entre tanto, Claudio crecía, pero era toda una historia lograr hacerlo comer; tenía lo que ahora de-nominarían algún tipo de anorexia. Mamá debía inventarse miles de truquitos para animarlo a probar bo-cado. Invitaba, por ejemplo, a Jaime y Gustavo Caicedo y también a Eddy y Eleázar Salazar, hijos de unos en-trañables amigos de mis padres, para que viéndolos comer a ellos con el gran apetito que los distinguía, él también se animara a hacerlo.

Parece que al final –como todos pudimos apreciar años después–, el tratamiento dio excelentes resultados. Todo este embeleco y toda esta atención con el primogénito durarían, sin embargo, solo cuatro años; el tiempo que demoró en llegar otro Fernández Riva y después, en serie, el resto de la familia.

Mi hermano Claudio, pequeñito, vestido de marinero.

Mi padre con mi hermano Claudio en brazos.

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VIII Parte

Que trata de la llegada de varios Fernández Riva

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Contexto histórico

Década de 1940 a 1949

1940: El Reich ocupa Dinamarca y Noruega. Europa occidental ocupada. Evacuación de los ingleses en Dunkerque. Los alemanes entran en París. Francia firma el armisticio con Alemania. Bombar-deada Londres. 1941: Muere James Joyce, autor de Ulises. Rommel en África. Virginia Wolf se suicida. Rudolf Hess aterriza en Escocia. Alemania invade la Unión Soviética. Auschwitz: empieza el exter-minio. Kiev: fusilamientos en masa de judíos y comunistas. Japón ataca Pearl Harbor. 1942: Mueren los poetas Miguel Hernández y Porfirio Barba Jacob. Se suicida Stefan Zweig. Cae Sebastopol. Co-mienza la batalla de Stalingrado. Batalla de El Alamein. Desembar-co aliado en África. La guerra es total. 1943: Los alemanes se rinden a los soviéticos en Stalingrado. Derribado por cazas norteamerica-nos el bombardero Mitsubishi en el que viajaba el almirante japonés Yamamoto, autor del bombardeo a Pearl Harbor. Los aliados des-embarcan en Sicilia. Mussolini derrocado. Roma, ciudad abierta. Imparable el avance soviético. Conferencia de los tres grandes en Te-herán: José Stalin, Franklin D. Roosevelt y Winston Churchill. 1944: Los soviéticos recuperan Odessa. Alemania bajo las bombas. Des-embarco aliado en Normandía. Desaparece con su avión en el mar Saint-Exupéry, autor de El Principito. Aliados llegan a París. Aliados entran en Alemania. Cuarto mandato para Franklin D. Roosevelt. Terremoto en Argentina: diez mil muertos. 1945: Los tres grandes se reúnen en Yalta. Alemania acorralada. Muere Franklin D. Roo-sevelt. Truman asume la presidencia. Ejecutado Mussolini. Adolfo Hitler se suicida. Rendición incondicional de Alemania. Fundación

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de la ONU. Bombardeo sobre Hiroshima y Nagasaki: se inicia la era atómica. Japón firma la rendición. Gabriela Mistral Nobel de Literatura. Alexander Fleming, Premio Nobel de Medicina.1946: Juicio de Nuremberg. Mariano Ospina Pérez elegido presidente de Colombia. Perón asume el poder en Argentina. 1947: Nace la CIA. Independencia de la India. Hawai, nuevo estado de la Unión. “Isle-ro” mata a Manolete. 1948: IX Conferencia Panamericana en Bo-gotá de la cual surge la OEA. Asesinado en Colombia el líder Jorge Eliécer Gaitán. Bogotazo. Asesinado Mahatma Gandhi. Invención del transistor. General Odría al poder en el Perú. Se crea Estado de Israel. Naufragio del gran circo Razzore. Solo sobreviven doce de los cincuenta y siete pasajeros y mueren todos sus animales amaes-trados. 1949: Se funda la OTAN. China: triunfo total de Mao. Gue-rra fría. Alemania se divide en dos. La Moda: Se alargan las faldas. Los sombreros, tanto de hombre como de mujer, empiezan a perder vigencia. El blue jean, una prenda nacida en el oeste americano, en 1873, salta a las pasarelas de la moda.

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Capítulo IX

Donde la historia se alegra con el nacimientode Leonor y se cuenta cómo

los Fernández Riva no paran de llegar

El 7 de mayo de 1942 nací yo. Me bautizaron Leonor María en recuerdo de una hermana de

papá. Fui la segunda de los Fernández Riva nacidos en la clínica del doctor Fenelón, quien tenía también el cargo de cónsul de Chile. No tuve ninguna de esas especiales características que suelen enorgullecer a los padres de sus retoños. Era una niña bastante común y corriente, a la que mamá y las niñeras trataban de embellecer con decenas de bucles o crespos que con gran paciencia elaboraban con mi pelo. Debido a esta ardua labor he lucido a partir de en-tonces una “permanente” natural. Pero si bien no han quedado anécdotas halagado-ras respecto al plano físico, contaba mamá que vine adornada de especiales cualidades en el plano espiritual. Por ejemplo, me ca-ractericé por una gran paciencia rara en otros niños.

La autora, de pocos meses de nacida. Se aprecia ya la contundencia de su futura figura y los rizos que siempre la

caracterizarían.

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Cuando me dio la tos ferina y sufría un acceso de tos no lloraba, sólo me aga-rraba fuerte de los barrotes de la cuna hasta que pasaba. Esa tendencia a no quejarme y ser aguantadora y paciente la perdí –a Dios gracias– hace ya bastante tiempo.

Al año siguiente, el 15 de julio de 1943, nacieron los mellizos Ernesto y Ja-vier. Un par de meses antes, y aunque las ecografías eran todavía ciencia ficción, el doctor Fenelón sabía ya que iban a ser dos y presentía también que serían varones, por lo cual les llevó a la clínica para su na-cimiento dos cunitas con sendos lazos azules. Al uno le pusieron por nombre Javier Antonio, Javier por el santo y Antonio por Antonio Machado, el poeta, a quien papá admiraba; al otro, Ernesto, en homenaje al doctor que había recibido a los primeros cuatro Fernández Riva.

En la misma clínica les consiguieron unas niñeras chilenas que los cuidaron durante ocho meses. Continuaron luego cuidándolos (y malcriándolos) Rosalba y Ema, dos chicas colombianas muy que-ridas que se mantenían en competencia por ver cuál de los dos iba creciendo más sanito y más lindo (¿cuál ganaría?).

Javier tuvo desde pequeño un es-píritu inquieto y observador que lo im-pulsaba a realizar “maldades con fines investigativos”, algunas de las cuales narro más adelante. Ernesto, un poco más tranquilo y pasivo, todavía no demostraba su especial inclinación por la “diplomacia” ni su muy particular interpretación de las palabras “cortesía y tolerancia” para con los demás.

La autora, jugando con un bimbo en la casa de El Peñón

Mamá con mis hermanos mellizos Ernesto y Javier.

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El 22 de diciembre de 1944, nació Rosa Stella, la segunda mujer de la familia y la quinta heredera Fernández Riva. Le pusie-ron Rosa en homenaje a la santa de Lima, pero parece que también influyó en esto algo que le ocurrió a papá en Cuba: sucede que su abuela cultivaba unas rosas preciosas y muy apreciadas por ella. Papá era en ese entonces un adolescente y tenía una novie-cita de quien estaba muy enamorado; para halagarla cortó del jardín de la abuela una de sus más preciosas rosas. Ésta, al saberlo, se puso tan furiosa por el atrevimiento de su nieto Pepito, que fue inmediatamente hasta la casa de la chica, tomó su rosa y regresó con ella a la casa. Es de imaginar el mal rato que pasaría el ardiente Romeo.

El 23 de mayo de 1946 nació Álvaro José. Como ya mencioné, le pusieron José por papá y Álvaro en

recuerdo del hijo de Laureano Gómez, de quien nuestro padre guardó siempre un amable recuer-do.

La temporada que vivieron mis padres en la Diocesana, estuvo matizada por muchas expe-riencias gratas, otras que no lo fueron tanto y una relativa tranquilidad económica. Ya con seis niños a bordo, contar con un espacio amplio y seguro donde ellos pudieran jugar y divertirse resultó una decisión excelente, como procederé a ilustrar.

Con mi padre y mi hermano Claudio.

Mi hermano Álvaro José de un año de edad.

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Casa Diocesana

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Capítulo X

De los días felices vividos en La Voz Católica

En 1947, y ya siendo conocido en el medio de la imprenta, le ofre-cieron a papá un contrato muy

beneficioso: administrar los talleres del periódico La Voz Católica y vivir con su familia en las amplias instalaciones de la Avenida del Río.

La familia Fernández Riva había crecido, ahora demandaba más gastos y más espacio. Papá aceptó la oferta, renunció a su trabajo en el Diario del Pacífico y nos trasladamos a la Diocesana, casa que era cono-cida así por ser una propiedad de la diócesis de Cali que editaba sus publicaciones en la imprenta que allí funcionaba.

En esa edificación de tres pisos funcionaba en el primero, la imprenta Diocesana, en la cual mi padre editaba La Voz Católica, y en el segundo y tercero, el Hotel del Río. Actualmente este edificio ha sido restau-rado y pertenece al patrimonio histórico de Santiago de Cali porque fue justo en ese sitio donde nació la ciudad. En la esquina se encuentra en la actualidad la Curia Diocesana.

La autora con una muñeca, en el muro de

ladrillos de la Casa Diocesana.

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El taller funcionaba en una parte del local y se-parada estaba el área destinada a nuestra vivienda, que era muy amplia y confortable. Papá aportó para este trabajo su propia Linotipo, pues la imprenta Diocesana no la tenía. El director de La Voz Católica en ese momento era un sacerdote de apellido Mendoza, que tenía unas ideas un tanto liberales aun para hoy. Cuando alguna vez le pregun-taron si era malo traer contrabando contestó: “Lo malo es permitir que te descubran”.

Este periodo fue sumamente productivo para mis padres y pla-centero para nosotros, los retoños Fernández Riva. Papá debía editar cada semana La Voz Católica, pero además, se ocupaba también de hacer por su cuenta algunos trabajos impresos, entre los que se contaban los carteles fúnebres que en la década del cuarenta era costumbre imprimir en Cali en homenaje a las personas fallecidas para invitar a sus honras. Estos carteles se pegaban por toda la ciudad y de acuerdo con su número se podía medir la prestancia del difunto o, por lo menos, la capacidad económica de sus familiares. Por lo impredecible de la agenda de los destinatarios del homenaje, en ocasiones sus familiares llegaban a contratarlos en horas de la madrugada, pero era ne-cesario hacer el esfuerzo y levantarse con entusiasmo a elaborarlos, pues representaban una buena entrada extra de dinero. Papá los componía y elaboraba en la imprenta y mamá preparaba el engrudo (pegante a base de Maizena y agua) para que un chico contratado con ese fin los pegara en los muros de la ciudad. Yo era aún muy pequeña cuando ocurrían estas cosas, pero esas levantadas en la madrugada y todo ese corre-corre suscitado por los dichosos carteles quedó impreso por siempre en mi memoria.

En la parte de atrás de la casa había un gran “mangón” que medía más de una manzana; todo un

En el patio de la casa "Diocesana", mamá con Martha Cecilia en brazos, Rosa Stella, la autora, Javier, Álvaro, Ernesto y Claudio en cuclillas.

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lujo. Ese patio enorme, a manera de una pequeña fin-ca, representó una gran fuente de entretenimiento y distracción para la familia y nos dejó a todos los que lo vivimos, recuerdos inolvidables. Grandes árboles de nísperos daban un toque muy grato al lugar y era emocionante cuando llegaba la cosecha. Éramos ex-pertos en subir a los árboles para coger los nísperos, sin importarnos que estos estuviesen todavía un tanto verdes; los enterrábamos dentro de la arena que ha-bía en varios montículos, probablemente sobrantes de alguna construcción, y en una semana ya estaban maduros y listos para comer. ¡Una delicia!

A papá, por la influencia que recibió de su abue-la, siempre le gustó la naturaleza; en cierta ocasión

seleccionó una pequeña franja de terreno, la cercó, nos compró azadones, palas y rastrillos y con la “ayuda” de todos nosotros creó una hermosa huerta casera. En ella cultivábamos hierbas aromá-ticas, repollos, lechugas, rábanos, tomates, enormes zapallos y otras verduras que mamá usaba en sus potajes. Era muy emocionante re-coger las cosechas de esos frutos que nosotros mismos habíamos cultivado y que compartíamos ge-

nerosamente con familias amigas como los Caicedo, los Salazar y las Navarrito, a quienes llamábamos así cariñosamente.

Cuando llegaba a la ciudad la cosecha de mangos, papá solía comprar cajas enteras que nos sentábamos a saborear con deleite bajo un gran árbol que había en el patio. Él siempre fue generoso y disfrutaba dándonos todos los gustos que podía. Teníamos un papagayo de vistosos colores y mamá criaba también gallinas, pavos y patos. Los patos tenían un estanque y nosotros, una pequeña piscina donde nos divertíamos muchísimo. Entre tanto, íbamos creciendo y cada uno comenzaba

La huerta familiar. Junto a los enormes repollos,

la autora y sus hermanos Javier, Rosa Stella y

Ernesto.

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a demostrar sus inclinaciones. Según contaba mamá, una de las diversiones del pequeño Javier, por aque-llos felices y despreocupados días en que los complicados cálculos económicos estaban tan lejos de su pensamiento, era botar por un sifón que había en el patio los pavitos recién nacidos. “Ingenua travesura” que de seguro le habrá oca-sionado uno que otro pescozón y desde luego la consiguiente preocupación maternal sobre sus impredecibles inclinaciones futuras.

Acerca de estos precoces instintos en los Fernández Riva, también recuerdo entre gallos y medianoche cuando Claudio, quien por esos días tendría once años, me metió a mí, de sólo siete, en un tanque lleno de papel de reciclaje de la impren-ta y no dudó en prenderlo con un fósforo; mamá llegó en el preciso momento en que el hecho ocurría y pudo impedir el fratricidio. ¿Cuáles serían los motivos de Claudio para hacer esto? Creo que por ser la víctima un personaje tan absolutamente tímido y pacífico como lo era yo (al menos por esos días), se trató de simple experimentación del futuro ingeniero. Lo cierto es que a raíz de este incidente se desarrolló en mí un temor tremendo a morir asfixiada o quemada. Aunque no me consta, supongo que el precoz investigador recibió una tunda equivalente al daño producido o deseado, pero lo cierto es que su proceder habrá hecho reflexionar tam-bién profundamente a mis padres sobre las tendencias malévolas de sus, en apariencia, angelicales retoños.

Pero estas travesuras eran acontecimientos aislados y formaban parte de la aventura de nuestro crecimiento. Lo cierto es que en la Diocesana la pasá-bamos muy bien y siempre teníamos cosas divertidas en qué ocuparnos. Recuerdo la gran emoción que ex-perimentaba al buscar por el patio el lugar donde las patas habían puesto sus huevos y descubrir también los huevos de las bimbas que eran grandes y pecosos. Muchos proyectos de patos y de bimbos quedaron trun-cados ante la inquietud investigadora de "Javiercito",

En el patio de la Casa Diocesana. De izquierda a derecha, Javier, Ernesto, la autora, Álvaro y Claudio.

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de romper los huevos para observar el crecimiento de los pequeños embriones.

Al fondo del patio, por idea de Claudio, que por su edad nos llevaba mucha ventaja en cuanto a ideas y planificación, habíamos construido con ladrillos sobrepuestos y madera una casita para juegos donde nuestra mente infantil, influenciada por los fantásti-cos cuentos que mamá nos relataba en las noches, nos hacía vivir momentos llenos de misterio y aventura.

A pesar de su arduo trabajo, papá sacaba tiem-po para colaborar en nuestros juegos. Con su ayuda elaboramos, con madera y tarros de pintura vacíos, unos prácticos zancos con los cuales nos divertíamos

muchísimo; con ellos apostábamos emo-cionantes carreras. Ese era uno de nues-tros juegos preferidos, Pero también gozá-bamos en grande saltando con garrochas improvisadas con largos palos, con las cuales dábamos saltos verdaderamente increíbles, aterrizando de manera teme-raria en los montículos de arena. Esas prácticas de salto fueron, a no dudarlo, un efectivo entrenamiento para muchas difíciles situaciones futuras.

Para ilustrar el gran tamaño del patio de la Diocesana, es bueno anotar que el edificio actual de la Cámara de Comercio de Cali se levantó en una parte de ese patio. En cierta ocasión, un circo que llegó a la ciudad arrendó la mitad del terreno para colocar allí su carpa. La Curia, a la cual pertenecía el lote, contrató varias decenas de soldados para que le-vantaran un muro provisional que dividiría el terreno de nuestra casa arrendado al circo. La presencia tan cercana de los militares en pleno patio nos llenaba de emoción; mamá colaboraba preparándoles jugos y em-paredados que ellos, en medio del calor reinante y del cansancio de su trabajo, agradecían efusivamente. El muro que construyeron los soldados era sólo provisio-

De izquierda a derecha, mis hermanos Rosa

Stella, Claudio, Javier, Álvaro, Martha Cecilia y

Ernesto.

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nal para esa situación en particular, por ese motivo se levantó sin argamasa, sobreponiendo unos sobre otros ladrillos muy grandes y huecos que se utilizaban en aquellos días en las construcciones de Cali.

Saber que un circo iba a instalarse al otro lado de nuestro patio fue para todos nosotros una experiencia única. Nuestra curiosidad de niños hacía que, ven-ciendo las dificultades y arriesgándonos a una fuerte caída, nos trepáramos hasta lo alto de los frágiles ladrillos para ver con disimulo a los artistas del circo. En esas andanzas, Ernesto se cayó varias veces de la inestable tapia, con tan mala suerte que sobre él caía el ladrillo, con la consiguiente rotura de cabeza, hemorragia y susto de todos, en especial, como es de imaginar, de mamá quien tenía que salir corriendo con mi padre a una clínica cercana para que le suturaran la herida. En total se rompió la cabeza ocho veces, circunstancia que de seguro tiene que haber contribuido a formar el carácter “apacible y ecuá-nime” que siempre ha distinguido a mi hermano.

Pero ver a los artistas del circo en sus ensayos y después con sus vestidos de gala era para nosotros algo maravi-lloso, una experiencia que justificaba todos nuestros esfuerzos y sacrificios. No nos cansábamos de observar los animales, los payasos, los trapecistas, todo el movi-miento del circo y de imaginarnos a su alrededor miles de historias. Cuando el circo terminó su temporada en Cali, recogió su carpa y se marchó, nos atrevimos a cruzar el muro y revisar el terreno donde habían estado las carpas. Con gran alborozo encontramos uno de esos garrotes planos con los cuales los payasos suelen darse sonoros planazos en sus actuaciones. Fue un hallazgo maravilloso que nos produjo gran regocijo y carcajadas. Nos divertimos como locos durante mu-cho tiempo, simulando que nos perseguíamos y nos

Otra imagen de los felices días vividos en la Casa Diocesana. En la parte superior: la autora y Claudio; abajo,de izquierda a derecha, Álvaro, Javier, Ernesto y Rosa Stella.

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pegábamos unos tremendos golpes, que en realidad no producían sino mucho ruido, con la consiguiente risa de quien los daba, de quien los recibía y de todos los

espectadores.

Aunque la Curia había alquilado el te-rreno en forma provisional para este circo en particular, parece que la cosa resultó un buen negocio y en adelante, para nuestro contento, muchos circos ocuparon ese mismo terreno. Uno de los que más recuerdo, a pesar de que lo vi muy pequeña, fue el Razzore, que tenía en su elenco jirafas, elefantes, camellos, micos, osos, caballos, perros, cebras… Rememoro en particular un acto encantador con focas amaes-tradas que jugaban con bolas de fuego. Es de imaginar nuestra fascinación al contemplar de cerca todos esos animales. Pero ese famoso circo sufrió una terrible tragedia. En uno de sus viajes por mar, el barco, en el que se diri-gía a Cartagena con todo su elenco, naufragó. Murieron todos sus animales y algunos de los artistas del circo. Esta catástrofe conmocionó

al mundo.

Papá fue siempre un enamorado de los espectá-culos circenses y nos inculcó también a todos nosotros, sus hijos, la afición por ellos; no sé cómo se las arre-glaría en lo económico, pero lo cierto es que no hubo circo que visitara la ciudad que nosotros no fuéramos a ver. Desde luego, en ese tiempo íbamos a galería, y no precisamente por razones sentimentales, pero creo que para todos los que vivimos aquellos días sigue siendo siempre más atractivo asistir a las funciones circenses desde los bulliciosos graderíos de la galería que juiciosos y alineados en las sillas de palco y luneta.

Cada uno de nosotros soñaba con llegar a ser en el futuro parte del espectáculo. Yo, por ejemplo, estaba segura –no me cabía la menor duda–, de que llegaría a ser la bastonera o “guaripola” (como se les

A la edad de siete años con la moda de aquellos

tiempos para los niños pequeños. Yo, claro,

obediente siempre no oponía ningún reparo.

Creo que desde esos tempranos años ya me

fui aficionando por los moños y perifollos.

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decía en esos días a las bastoneras que encabezaban el desfile de presentación de los artistas del circo) más aplaudida y admirada del mundo. El paso y el “peso” de los años me hicieron desistir, muy de mala gana desde luego, de ese admirable propósito. Debo aclarar, no obstante, que a juicio de mis conter-tulios mis cualidades histriónicas han perdurado y hasta se han incrementado con el tiempo.

Por aquellos días, Claudio, con diez años, estaba ya en cuarto de pri-maria y yo, de seis, asistía al kinder en el colegio de La Sagrada Familia. En aquella época los niños iniciaban ya mayorcitos sus estudios; no corría mucha prisa por empezarlos ni por terminar muy jóvenes el bachillerato; la vida se vivía despacio y con mucha tranquilidad. A pesar de que ya todos mis compañeritos de clase tenían seis años y más, es curioso recordar cómo a la hora del recreo las mamás enviaban todavía a las niñeras con el tetero para que algunos de ellos tomaran su “entredía” a las nueve de la mañana. Las empleadas se quedaban esperando en la puerta de la clase hasta que sus protegidos salieran al recreo y aguardaban con paciencia hasta que los “pequeñines” terminaran de tomar, cual bebés de hoy, su delicioso biberón. La psicología todavía no había detectado tantas fallas en la educación de la niñez y menos aún determinado que era una costumbre muy malsana y morbosa el que los niños continuaran tomando su tetero después del año. En ésta, como en otras cosas, la niñez se disfrutaba plácidamente, se prolongaba mucho y no existían re-glas rígidas.

Claudio, como mencioné antes, tenía ya diez años y recuerdo como si fuera ayer que en la Navidad de ese año le regalaron la colección El tesoro de la juventud. Cuando observé las cajas y los veinte libros quedé ex-tasiada. ¡Qué vistas tan lindas tenían y qué cantidad

Rosa Stella, Javier, Ernesto y la autora, en el amplio patio de la Casa Diocesana.

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de cuentos y de historias! Recuerdo cómo olían de deli-cioso sus páginas; ese olor tan especial es un recuerdo inolvidable de estos libros que son, sin duda alguna, los que más felicidad me han proporcionado. Claudio tiene que haberse sentido feliz como nadie con ese maravilloso regalo en esa lejana Navidad; regalo que disfrutaríamos uno a uno los Fernández Riva y que determinaría nuestra perentoria adicción a la lectura.

Con una familia cada vez más numerosa, casi todo el año nos la pasábamos de celebración en celebra-ción. Mamá siempre estaba pendiente del cumpleaños de cada uno y no dejaba de festejarlo con el delicioso pastel preparado por ella misma con los mejores ingre-dientes; decorado en forma sencilla pero amorosa, con un motivo especial para cada uno y con las infaltables velitas indicadoras del paso de aquellos primeros años. En la tarde, el cumpleañero las apagaba en medio de la algarabía general.

El 21 de julio de 1948 nació Martha Cecilia en la clínica Los Ángeles. Desde su na-cimiento fue una niña muy graciosa y simpática. Más que belleza tenía un encanto especial, una especie de “ángel” que la distinguía y que la acompañaría siempre.

Durante la estancia en la Dio-cesana, un día ocurrió algo que dejó recuerdos imborrables en el grupo de los mayores. Papá había comprado un cabrito recién nacido, con la idea inicial de criarlo en la casa y luego co-mérnoslo en alguna ocasión especial.

Pero al pasar los días, el simpático cabrito se convirtió en una mascota muy querida para nosotros. Como era todavía muy pequeño tuvimos prácticamente que acabar de criarlo; le dábamos, encantados, la leche en un tetero. Poco a poco fue creciendo y se convirtió en nuestro compañero de juegos; nos divertíamos en gran-

En la Casa Diocesana. De izquierda a derecha,

Javier, la autora, Ernesto, Claudio y

nuestra madre con Rosa Stella en brazos.

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de haciendo como que lo toreábamos. En varias ocasiones en medio de estos lances, algunos de nosotros terminába-mos en el suelo. A mamá le pareció que por la fuerza que estaba adquiriendo con su crecimiento, nuestro cabrito se tornaba cada vez más peligroso para que jugáramos con él, y retomando la idea inicial, creyó llegada la hora de sacrificarlo y hacer con él un asado.

Así lo hizo, pero a escondidas de papá quien ya para ese entonces tam-bién le había tomado mucho cariño a nuestra traviesa mascota. Cuando se enteró del hecho consumado, se puso furioso y le dijo con gran sentimiento a nuestra madre: “Has asesinado al amigo de los niños!”.

Pero la cosa, de todos modos, ya no tenía vuelta de hoja, así que mamá, con la entereza y carácter que siempre demostró, continuó con su cometido: adobó bien el chivo, lo cubrió y lo dejó sobre una alacena de la cocina.

Esa noche todos nos acostamos con pena por el amigo perdido, pero también, y de forma paradójica, con la expectativa del asado que nos co-meríamos al otro día. El destino, sin embargo, tenía dispuesta otra cosa.

En la madrugada nos levanta-mos sobresaltados por el olor a quema-do. Por los gritos de algunos huéspedes del hotel nos enteramos de que estaba saliendo mucho humo desde la ventana de nuestra cocina. Así era, en efecto, debido quizás a un cortocircuito, se

había originado allí un gran incendio. Los huéspedes del hotel, asustados, pensaban que el incendio podía pro-pagarse a los pisos altos y lanzaban agua desde sus cuartos. Papá y mamá lucharon con tenacidad por apagar las llamas y al final tuvieron éxito, pero se habían producido fuertes destrozos; la cocina se quemó completamente y con ella todas las provisiones que estaban en la alacena y que acostum-brábamos comprar para varios meses. Desde luego, el cabrito domesticado, sacrificado y adobado se carbonizó por completo. Papá atribuyó el incendio a una especie de castigo divino por haber sacrificado a la querida mascota que estando en un principio destinada a servir de sustento a nuestra familia llegó a convertirse en parte de ella.

No obstante aquel dramático episodio, el apetito y buen comer de los Fernández Riva es tan poderoso que todos continuamos saboreando en casa durante años y sin ningún mal recuer-do el infaltable “seco de cabrito”, un plato peruano preparado precisamente con carne de cabrito que mamá acos-tumbraba guisar de manera cotidiana con su incomparable y deliciosa sazón.

Otra anécdota ocurrida durante nuestra estadía en la casa Diocesana estuvo relacionada con mi hermano Álvaro; ya tenía dos años y parece que era bastante traviesito. En un descui-do de su niñera se tragó un pedazo de vidrio que encontró en el suelo. Es de imaginar el susto de nuestros padres viéndolo sangrar por la boca. Papá

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trataba con desespero de hacerle vomitar el vidrio o sacárselo con la mano, con lo que ocasionaba que él sangrara más. Angustiados, se fueron con Álvaro en los brazos, todos chorreados de sangre buscando una clínica donde pudieran ayudarlo. Por suerte llegaron a la clínica del doctor Correa Rengifo, un médico muy competente y comprensivo. Él trató de calmarlos

porque se dio cuenta de su estado de desesperación. Le tomó a Álvaro una placa de Rayos X y luego de ver el resultado los tranquilizó por com-pleto, pues les explicó que no se veía nada en el estómago y que en todo caso si se lo había tragado, como la naturaleza es muy sabia, seguro lo expulsaría sin problemas (un diag-nóstico algo temerario, pero sabio). Efectivamente, nunca se supo si Álvaro había expulsado el vidrio en el trayecto al consultorio del médico o luego en la deposición, pero sea lo que fuere, este incidente se resolvió sin más problemas. No podría asegu-rar si de este episodio se originó su

crítica aguda y su temperamento algo cortante. Con el tiempo, como buen dibujante que fue y ya con más de medio siglo a cuestas, se dedicó a elaborar cuadros artísticos con una novedosa técnica de vidrio molido y coloreado. Podríamos deducir tal vez, que esta afición tardía se originó en aquello de que “el vidrio llama”.

Como algo curioso, un mes después de este inci-dente ocurrió que Álvaro lloraba y lloraba sin consuelo; nuestros padres creían que era algo relacionado con lo del vidrio, pero como encogía la piernita, lo llevaron al médico y éste al examinarlo descubrió que tenía una fractura en la pierna y debieron enyesarlo, por lo cual mamá decía a modo de broma que a pesar de ser tan pequeño, ya empezaba a dar muestras de una marcada inclinación a “meter la pata”.

Álvaro, pequeñito, en la Casa Diocesana.

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Rosa Stella también se enfermó en la Diocesana. Parece que le dio lo que se conoce como un herpes. En aquella época los antibióticos fuertes no venían como ahora en cápsulas sino que debían ser inyectados cada ocho horas; se vieron entonces mis padres en la necesidad de contratar en el Convento de San José, contiguo a la Diocesana, a una monjita para que le aplicara este tratamiento a Rosa Stella durante el día y la noche; la monjita se quedaba a dormir al lado de su cama en un sofá que habían acondi-cionado para ese efecto, a fin de tener la jeringa lista para los tres chuzones diarios. Rosa Stella siempre tuvo una personalidad sui géneris y esto lo de-mostró también en aquella ocasión, pues como debía tomar además otras pastillas, le dieron a escoger entre tomarlas varias veces al día o ponerle inyecciones, y ella, para sorpresa de todos, escogió las inyecciones. Por lo demás, en medio de la apacible vida que llevábamos, el hecho de compartir unos días con esta monjita fue algo inusitado.

El 9 de abril de 1948, ocurrió en el país el infausto suceso del asesinato de Jorge Eliécer Gaitán. Aunque en Cali la revuelta popular no tuvo las

gravísimas consecuencias de Bogotá, aquí también se produjeron protestas y las personas debieron refugiarse en sus hogares para evitar ser víctimas de los desmanes de la turba enfurecida y vandálica. Papá, previendo dificulta-des, cerró y puso seguridades en toda la casa, ya que la chusma atacaba precisamente todo lo que tenía que ver con el Clero. Como lo había presenti-do, algunos de estos grupos pasaron gritando consignas y apedrearon el lugar, pero sin consecuencias que la-mentar. Luego de estos sucesos, el país fue volviendo de manera gradual a la normalidad. No obstante, Colombia ya nunca volvería a ser la misma.

La antes tranquila y provinciana ciudad de Cali se fue tornando peligro-sa. Surgieron los temidos “pájaros”, personajes bajo las órdenes de las diferentes facciones políticas cuya mi-sión era causar terror en la población y ajusticiar por encargo (precursores de los actuales sicarios). Era frecuente que pasara un carro por una avenida disparando a diestra y siniestra, sin importar quién saliera herido o muerto. Durante mucho tiempo los habitantes de Cali tuvieron que evitar salir, sobre todo en horas de la noche, y restringirse en lo posible al entorno familiar.

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IX Parte

Popayán

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Contexto histórico

Década de 1950 a 1959

1950: Colombia: Laureano Gómez, presidente. Ejército de EE.UU. entra en Corea. Muere Bernard Shaw. Inglaterra previene de que será probablemente en Irán donde se dará comienzo a la Tercera Guerra Mundial. Los norcoreanos avanzan arrolladores. Uruguay, nuevo campeón mundial de fútbol. 1951: Nuevo dogma: la Asun-ción de la Virgen. William Faulkner, Premio Nobel de Literatura. Primera vuelta ciclista a Colombia. Muere André Gide. Ensayo de la bomba H. Reelegido Perón. 1952: Argentina llora a Evita. Hussein, nuevo rey de Jordania. Estreno de “Candilejas”. Eisenhower, presi-dente. Colombia reconoce los derechos de Venezuela sobre “Los Monjes”. 1953: Muere José Stalin. Gustavo Rojas Pinilla asume la presidencia. Firmado armisticio en Corea. Edmund Hillary corona con éxito la cima del Everest. 1954: En Colombia, después de cua-tro años de lucha, la guerrilla liberal entrega las armas. Matanza de estudiantes en manifestación contra Rojas Pinilla. Nace el Rock and Roll. Llega a Colombia la televisión. Ernest Hemingway, Premio Nobel de Literatura. 1955: Mueren Albert Einstein, Thomas Mann y el actor de cine James Dean. 1956: Tragedia en Cali. Estallan siete camiones cargados de dinamita. Miles de muertos. Grace Kelly, rei-na de Mónaco. Mueren Papini y Pío Baroja. Tanques rusos aplastan insurrección húngara. Combates en el Canal de Suez. 1957: Mue-ren Gabriela Mistral y Pedro Infante. Colombia: cae Rojas Pinilla; espontáneamente la ciudadanía se volcó a las calles para celebrar la victoria; catorce “pájaros” que preparaban manifestación gobier-

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nista fueron muertos y dos de ellos quemados. Toque de queda en todo el país. Muere Curzio Malaparte. Ola de calor sahariano agobia España. Epidemia de gripe asiática en América. El Sputnik 1 con-mociona al mundo. Perra Laika enviada al espacio. 1958: Aprobado en Colombia el Frente Nacional. Alberto Lleras Camargo presiden-te constitucional. Albert Camus, Premio Nobel de Literatura. El-vis Presley llamado a filas. Mueren Juan Ramón Jiménez y Pío XII. Campesino de humilde origen a la gloria del pontificado: Juan XXI-II elegido nuevo Papa. Luz Marina Zuluaga elegida Miss Universo. Ramón Hoyos pentacampeón de la vuelta ciclista a Colombia. 1959: El 1o de enero triunfa la rebelión castrista. Muere Tyrone Power. De Gaulle, presidente de Francia. Arrestan en el Congo Belga a Patri-ce Lumumba. Primeras fotografías del lado oscuro de la Luna. La moda: Triunfa la línea estilo princesa, entallada en la cintura y con falda campana hasta media pierna. Los peinados son elaborados y rígidos, con enredo y mucha laca para dar volumen.

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Capítulo XI

De cómo se tomó la decisión de viajara Popayán y de lo bueno y lo malo

que allá aconteció

En medio del ambiente intran-quilo que se vivía en Cali, papá recibió la visita de los dueños del

periódico El Liberal de Popayán, quienes requerían de sus servicios de editor exper-to. Ellos le ponderaron el ambiente apaci-ble que se disfrutaba en esa ciudad, como también lo económica que era allá la vida, y abiertamente le propusieron llevar su Linotipo para que editara y administrara el periódico.

De aceptar, papá tendría además de una mejor remuneración, mucha autonomía tanto en la edición como en la distribución del diario. Era una propuesta halagadora. Con el paso del tiempo los ingresos por editar La Voz Católica habían ido quedando pequeños y no había esperanza de que mejoraran. Nuestro padre sopesó por un lado, la situación peligrosa que se vivía

Torre de la Iglesia de Santo Domingo, en

Popayán.

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en Cali, sobre todo por vivir en una casa de la Curia, y por otro, las ventajas de tener tanta autonomía en la edición y administración de un periódico y el costo de vida mucho más bajo que disfrutarían en Popayán. Después de hablar con mamá tomó la decisión de aceptar la oferta, despidiéndose en forma temporal de Cali y de una época tranquila y feliz. De nuevo hubo que hacer maletas y desarmar y empacar la Linotipo para su traslado.

En agosto de 1949 viajamos a Popayán. El trayecto lo hicimos en autoferro, pues el viaje por carretera era muy largo y pesado. Nos acompañaron Cristina Navarro, quien deseaba relacionarnos con sus amigos en esa ciudad, y Lucila, una empleada de confianza de mamá. Nosotros éramos: Claudio, los mellizos, Rosa Stella, Álvaro, Martha Cecilia, yo, y desde luego, mamá.

Papá tuvo que quedarse en Cali para organizar el trasteo de la Linotipo y de todos los enseres. Viajó llevando en un camión todos los muebles de la casa, y claro, su imprescindible compañera de tra-bajo. En aquellos días la carretera no estaba pavimentada; la vía, lle-na de huecos y cascajo, era prácticamente un camino de herradura, por el cual a pesar de que la distancia a Popayán es de solo ciento cuarenta kilómetros, en aquellos días se hacían más de seis horas; un viaje demasiado extenuante.

Mis padres debieron pasar infinidad de trabajos empacando y organizando el trasteo, pero para noso-tros, los pequeños Fernández Riva, con la cabeza llena de aventuras y con la natural despreocupación de la niñez, todos estos hechos representaban solo una gran novedad.

La Torre del Reloj en Popayán fue construida entre 1673 y 1682. En el terremoto de 1983 sufrió graves daños pero fue hábilmente restaurada. El reloj fue reparado en la misma fábrica que lo construyó y funciona con normalidad.

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Llegamos a Popayán un día de agosto, cuando ya la tarde terminaba. Para mamá ese día tuvo que

haber sido una tragedia. La casa, tal vez por estar desocupada mu-cho tiempo, no tenía energía; hacía mucho frío y no teníamos ropa apropiada ni cobijas, y para colmo, no llegaban nuestros muebles y no teníamos donde dormir. Cristina Navarro se puso entonces en con-tacto con una familia amiga y ellos nos prestaron colchones y uten-silios de cocina para solucionar esa primera noche. Mamá, con la

agilidad e inteligencia que siempre la caracterizaron, organizó todo y solo recuerdo que al final dormimos calientes y comimos sabroso. Al día siguiente nos le-vantamos expectantes y ansiosos por conocer algo de la ciudad en la que desde ese momento íbamos a vivir. Ese día llegó también papá, con el cargamento y con su entusiasmo, energía y positivismo de siempre puso manos a la tarea de dejarnos bien instalados.

En 1949, Popayán era una ciudad provinciana y apacible que prácticamente no tenía tránsito vehicular. Se veía muy limpia, con las paredes en su mayoría pintadas de blanco y las casas muy bien cuidadas. No presentíamos todavía que tras ese aparente bienestar se ocultaba una gran frugalidad y pobreza en casi toda su población.

Papá se dedicó con gran empeño a manejar y administrar El Liberal. El periódico tenía muy poca circulación y muy pocos avisos. Pero José Fernández Morgado era un hombre que se crecía ante las dificul-tades. Enfrentó con entusiasmo su labor y se propuso darle la imagen de un periódico moderno. Durante la noche oía las emisoras de onda corta para publicar en la mañana las novedades y primicias que ocurrían alrededor del mundo, creó secciones de interés y dis-

Estación del Ferrrocarril del Pacífico de Popayán.

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tracción para la población y hasta llegó a organizar varios concursos para promover la venta del matutino.

Cuando asumió la administración de El Liberal, su circulación era solo de tres-cientos ejemplares. Para aumentarla, papá se ingenió dos cosas: tomó uno de aquellos clásicos relojes despertadores de campana, le dio cuerda, lo colocó dentro de una caja de madera con candado y lo depositó en una notaría. Todos los días aparecía en el perió-dico un cupón que decía: “¿A qué horas se parará el reloj?”. Los usuarios debían llenar con la respuesta y sus datos el cupón que a diario aparecía en el periódico. Podían llenarse todos los cupones que se quisiera. A quien acertara con la hora, cosa que se constataría delante de las autoridades de la ciudad, se le ofrecía un premio en efectivo, de seguro modesto, pero que en esos días fue un gran incentivo para los habitantes de Popayán. El concurso fue un acontecimiento que rompió la casi inalterable rutina de la sanfranciscana población.

La segunda idea que tuvo papá para aumentar la circulación del periódico fue empezar a publicar por entregas la novela del momento: El Derecho de Nacer, de Félix B. Caignet.

Con esos dos artilugios logró que el periódico aumentara su circulación a mil quinientos ejempla-res. Mis dos hermanos mellizos, Javier y Ernesto, de apenas nueve años, colaboraron también con papá vendiendo El Liberal por las calles de la ciudad.

No obstante, y a pesar del entusiasmo, esfuerzo y creatividad de mi padre, las cosas en Popayán no estaban resultando tan satisfactorias como él había imaginado. Los dueños de El Liberal habían empezado la relación laboral con un gesto despótico que hablaba

Primera página del diario El Liberal, al que mi padre impulsó con novedosas estrategias de "marketing".

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de su poca sensibilidad y justicia: logrado su objetivo inicial hicieron firmar a papá un documento en el que certificaba que renunciaba a todas sus prestaciones sociales, primas, cesantías y demás derechos labora-les. Dadas las circunstancias de la familia, tuvo que firmar, pero dentro de sí sabía perfectamente que esos beneficios eran irrenunciables y que esa actitud era por demás abusiva.

Sin intuir y menos comprender los problemas que empezaban a afrontar nuestros padres en Popayán, los Fernández Riva continuábamos disfrutando intensamente nuestra niñez. Esta hermosa y apacible ciudad rodeada de campo y naturaleza se convirtió en el lugar propicio para satisfacer nuestros intensos deseos de aventura.

Claudio, quien en ese entonces tenía catorce años, organizaba unas excursiones fantásticas a las monta-ñas cercanas. Íbamos él, los mellizos,

Rosa Stella y yo, porque Martha Cecilia y Álvaro, todavía muy pequeños, se quedaban con mamá. Eran largas caminatas que realizábamos siguiendo la bo-catoma del acueducto que a su vez iba ascendiendo y bordeando los caminos e internándose en el monte. Muchas cosas nos sucedieron en esos paseos. Yo, por ejemplo, me resbalé en cierta ocasión de un puente improvisado con una gruesa tubería. Me agarré con gran desespero del tubo resbaloso, pero si Claudio no hubiera llegado a tiempo para sostenerme y alzarme, me hubiera matado ya que la distancia al suelo era muy grande y había muchas piedras en el fondo. Creo que con esta acción salvadora se rehabilitó del intento fratricida de la infancia.

Durante esos recorridos íbamos tomando de los cercos de las fincas que atravesábamos frutos como piñas, naranjas y aguacates. Esto nos producía un

Mamá con mis hermanos mellizos Javier y Ernesto.

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gran placer. Pero lo que realmente nos llenó de emo-ción fue llegar en uno de nuestros recorridos, después de adentrarnos varios kilómetros por la montaña, a un fantástico guayabal. Nos quedamos fascinados al contemplar decenas de árboles doblados por el peso de cientos de guayabas pintonas y maduras que solo con mover las ramas caían al suelo. Llenamos nuestros sacos con todas las que pudimos y con ese gran peso tomamos el camino de regreso.

Mamá se conmovió con el cargamento que le lle-vamos. Recuerdo que con las guayabas hizo de todo: dulce de cascos, mermelada, jugo. Desde aquella vez, nuestros paseos siempre terminaban en el guayabal; esto nos causaba un placer indecible, pero al regreso de-bíamos volver con la pesada carga de tantas guayabas. Era tanto el peso y tan duro caminar con esta carga (no hay que olvidar que éramos niños de menos de doce años) que Claudio, con su ingenio de siempre, ideó colocar una rejilla en la bocatoma del acueducto y echar desde lo alto por su cauce todas las guayabas para que bajaran flotando hasta ser detenidas por la rejilla, con lo cual podríamos viajar descansados durante casi todo el trayecto. Así lo hicimos. Ese primer día, cogimos cientos de guayabas, las echamos por el cauce hasta la bocatoma y realizamos el trayecto de regreso, ligeros de equipaje. Cuando llegamos ansiosos al lugar en el que habíamos colocado la rejilla, vimos con satisfacción que efectivamente, como Claudio lo había previsto, allí estaban nuestras valiosas guaya-bas amontonadas en la pequeña presa, esperándonos luego de su larga y refrescante travesía.

Colegio San José de Tarbes, en el cual la autora estudió la primaria.

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La vida en Popayán fue para nosotros una gran aventura. Hacíamos paseos de un día para otro y nos quedábamos a acampar en la montaña. También nos gustaba irnos de “comitiva” y preparar en medio de un potrero nuestro almuerzo. Gracias a Dios pudimos dis-frutar un campo sin guerrilla ni maleantes y atesorar todas esas magníficas vivencias juveniles sin ninguna mala experiencia.

Claudio y los mellizos estudiaban en el colegio Champagnat y Rosa Stella y yo, en el San José de Tarbes.

Rosa Stella, como ya lo he mencionado, era una niña muy linda; a la madre superiora le parecía primo-rosa y de vez en cuando la invitaba a tomar pastelitos en su oficina. Yo disfrutaba también de estas invita-ciones porque debía acompañarla, pues mi hermana, tímida y esquiva desde pequeña, no quería ir sola. En alguna ocasión actuamos en una representación del colegio en la que debíamos salir danzando como bailarinas de ballet. Rosa Stella también había sido escogida para este acto y cuando salió se “peló” porque se atrasó y no llevaba el ritmo; cuando todas las de-más nos retiramos, ella se quedó sola en el escenario haciendo todavía unos graciosos pasos de ballet; un verdadero tormento para la desesperada profesora que nos había entrenado con infinita paciencia durante va-rias semanas, pero como suele suceder en estos casos, donde los espectadores son los padres benévolos de las “artistas”, su personita resultaba tan primorosa que todo el mundo disfrutó con el incidente y la aplaudieron y festejaron como si hubiera hecho algo maravilloso; tenía solamente cinco años de edad.

El 22 de enero de 1951 nació Manuel Vicente, quien luego sería conocido como Manolo. Según pa-rece, nada hizo presentir ese feliz acontecimiento; no hubo eclipse, ni estrella ni nada que se le parezca y el médico certificó por su parte, que el niño había nacido “sano y bueno”.

Mi hermano Manuel Vicente, pequeñito.

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En esos días la vida infantil discurría mucho en la calle; todavía no existía la televisión, y la radio era cosa de grandes. Como la ciudad no tenía casi tránsito, nuestros juegos los hacíamos afuera. Teníamos nues-tros amiguitos en el barrio y con ellos jugábamos a saltar la soga, al trompo, a la rayuela, a la lleva, a las bolitas, a policías y ladrones, al lobo, a que pase el rey, a las ollitas y a muchos otros juegos que estaban de moda por aquellos felices días. Gozábamos infinito. Cuando llegaba la Navidad, mamá hacía un pesebre que ocupaba un cuarto entero; allí rezábamos la No-vena y colocábamos nuestras cartitas de pedidos al Niño Dios. En Popayán era costumbre visitar los pesebres que se hacían en muchas casas de familias pudientes. Toda la población hacía esa romería; no había ninguna desconfian-za ni temor de permitir la entrada a las casas de gente extraña. Eran otros tiempos. Los pesebres eran preciosos, muchos de ellos con movimiento y cas-cadas de agua natural.

El 24 de diciembre asistíamos con papá a la Misa de Gallo en la Igle-sia El Belén; una edificación preciosa a la que se llegaba por los “quingos”, unas largas gradas bordeadas de plan-tas y flores; mamá se quedaba en casa preparando la cena. Un diciembre, nos dieron a Rosa Stella y a mí unos som-breritos de paja preciosos y fuimos a la Misa de Gallo “pinchadísimas”, pues nos veíamos y sentíamos como unas niñas francesas. Parecía que todos nos

miraban. Al regreso de la misa, mamá nos esperaba con la cena deliciosa y caliente.

La Navidad en nuestra casa siempre tuvo un sabor muy especial. Muy temprano en la madrugada, papá se dirigía al mercado a comprar los choclos para hacer los tradicionales tamales peruanos; ayudaba a mamá a triturar el grano en la máquina de moler, y luego colaboraba también en el proceso de armarlos y vigilar su cocción durante parte de la noche. Las figuras de nuestros padres unidos jun-to al fogón de la cocina hacen parte de los entrañables recuerdos navideños. Pero mamá no se limitaba solo a pre-parar los tamales de su lejana tierra, sino que se desbordaba en sus habi-lidades culinarias para presentarnos una cena realmente pantagruélica y exquisita. Nosotros, pequeños aún, no podíamos apreciar todavía en su real valor el esfuerzo y amor de nuestros padres por brindarnos, a pesar de sus escasos recursos, una hermosa y cáli-da Navidad. Degustábamos felices los deliciosos manjares y nos acostábamos expectantes para esperar los regalos del Niño Dios. No sé cómo harían papá y mamá, pues la situación económica nunca fue muy boyante en casa, pero nuestras cartas al Niño Dios resul-taban bastante bien contestadas. El 25, mis hermanos y yo salíamos orgu-llosos a jugar con nuestros amigos, a mostrarles lo que nos había traído el

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Niño y a la vez a conocer qué les había traído a ellos. El alborozo de la chiquillería era general.

En mayo de 1951 los mellizos y yo hi-cimos la Primera Comunión. Mis hermanos fueron a mi lado a recibir la hostia en la ce-remonia que se realizó en mi colegio, el San José de Tarbes. Luego, nuestros padres habían organizado un festejo infantil en la casa.

Papá, quien siempre tuvo un corazón generoso, invitó a varios niños pobres de un orfanato que ese día también habían hecho la Primera Comunión, para que compartieran

nuestra alegría, por lo cual la casa se llenó de chiqui-llos.

No había ninguna preferencia con nadie, todos nos sentamos juntos. Todavía recuerdo a papá pregun-tando con su característica voz fuerte y entusiasta: “¿Quién quiere más helado?”… y el grito unánime de la chiquillería contestándole alegre: “¡Yo, yo!” Mamá había elaborado unas originales “sorpresas”, pero lo mejor de todo es que había organizado, según las cos-tumbres peruanas, una “pesca milagrosa”, en la que cada uno tenía su turno de lanzar la “vara de pescar” al interior de un gran cajón donde alguien enganchaba su “pesca”, y era de ver las caras felices de los invitados al aparecer un carro o una muñeca, y claro, la decepción del que pescaba un zapato viejo o una media rota ante el regocijo de todos, decepción que luego desaparecía por completo ante su segunda y feliz oportunidad que siempre le deparaba una gratísima sorpresa. Esa fiesta fue inolvidable para nosotros, pero seguro que también fue recordada mucho tiempo por los felices invitados.

Mamá preparó también ese día una deliciosa ensalada rusa para servir a las personas mayores. Recuerdo que yo esperaba con ansiedad que todos se fueran para servirme un gran plato. El sabor de esa deliciosa ensalada y las emociones de ese día, se mez-clan gratamente en mi recuerdo.

Iglesia El Belén, en Popayán.

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Popayán, como ya he dicho, era una ciudad que permitía que la vida infantil transcurriera en buena parte fuera de la casa. En las tardes, Claudio, los melli-zos, Rosa Stella y yo solíamos ir a una lomita que allá denominan El Morro; nos gustaba mucho deslizarnos con unos cartones por las laderas de la montaña. En aquellos días no nos dolía todavía ningún hueso y no teníamos tampoco noción del peligro. Nos divertíamos como locos deslizándonos a gran velocidad desde lo alto de la loma. A veces nos encontrábamos con otros ami-gos y armábamos unas simpáticas competencias en las que triunfaban, sobre todo, la algarabía y el regocijo. Es de anotar en esta parte, que esta costumbre de des-lizarse por una cuesta sería posteriormente replicada en Cali en las lomas de San Antonio y Belalcázar, por los demás hermanos y sus amigos, usando para esto los fuertes y grandes cartones en que venían empacadas las resmas de papel.

En cierta ocasión, nuestra mente poblada de aventuras de piratas, de misterios y tesoros perdidos nos movió a investigar una especie de cueva que ha-bíamos descubierto en una ladera del Morro. Cuál no sería nuestra sorpresa cuando al entrar descubrimos unos paquetes con decenas de las revistas argenti-nas Billiquen y Peneca, las únicas revistas infantiles publicadas en ese entonces, las cuales solo podíamos leer de vez en cuando dado su costo. Este hallazgo fue para nosotros deslumbrante, mejor que si hubiéramos encontrado un verdadero tesoro. Con la inocencia y picardía de la niñez, llenos de sigilo y con cuidado para que nadie nos viera, tomamos las revistas y bajamos felices a la casa. Tuvimos lectura para mucho tiempo. Eran unas revistas maravillosas, que estaban real-mente pensadas para la mente infantil. Siempre me he preguntado: “¿De quién serían?”

El 16 de julio de 1951 nació María Eugenia. Mi hermana tuvo siempre una cara muy bonita y fina; realmente como una virgencita.

Mi hermana María Eugenia, de un año de edad.

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La familia continuaba creciendo; ya los Fernández Riva éramos nueve. Mamá se mantenía, como es de su-poner, sumamente ocupada. En esos días era costumbre desayunar, tomar medias nueves, almuerzo, entredía a las cuatro y luego volver a comer por la noche algo distinto de lo que se había servido en el almuerzo. En la cocina y en el comedor familiar la actividad prácticamente nunca se suspendía. Mamá tenía también que sentarse por la noche, como parte de sus labores o de su “descanso”, a remendar nuestras medias mientras oía con papá en la radio un capítulo más de El derecho de nacer, una novela radial que por su contenido había despertado gran polémica en la timorata población. En aquellos días no se botaba una media porque tuviera un hueco, como ocurre hoy, no importaba qué tan grande fue-ra éste. Las medias se remendaban, re-mendaban y remendaban; no era raro ver tremendas “galletas” y enormes y elaborados zurcidos, verdaderas obras de arte, tanto entre las nuestras como entre las de nuestros compañeros de colegio.

Debía también lavar y planchar nuestros uniformes y nuestra ropa, cocinar y… ¡atender visitas! Sí, porque aunque ahora nos parezca increíble, y aunque la situación económica fuera tan difícil, papá y mamá recibían en la casa a muchos amigos de Cali que iban a pasar vacaciones “donde To-ñita y Pepe”. Recuerdo, por ejemplo, que siempre nos visitaban Cristina

Navarro y alguna de “las Navarrito”; Susana Vaccari y su hija Nubia; Jaime Caicedo; Adiela Borda y su mamá; Ro-salía Calero y sus hijas; Susana Ochoa y sus hijas, entre otras amistades.

Pero a pesar de todas estas cir-cunstancias y de tantas ocupaciones mamá encontraba siempre tiempo para rodear nuestra vida infantil de magia y tradiciones bonitas. Esto lo hacía, por ejemplo, con los cumpleaños que eran algo muy especial en nuestra familia. Ese día, nuestros padres y hermanos llegaban muy temprano por la mañana hasta nuestro cuarto y nos despertaban con el ¡Happy Birthday! y una gran bandeja con frutas y regalos. Todos sabíamos que ese día éramos “intocables”: no se nos podía contra-decir, ni regañar, y menos pelear con nosotros. Teníamos el privilegio de es-coger el menú del almuerzo a nuestro completo gusto, solo por ser cumplea-ñeros. Recuerdo que unos preferían espaguetis; otros, bistec; otros, arroz con pollo; con lo cual toda la familia co-mía feliz; pero cuando me tocaba a mí, todo el mundo protestaba, empezando por papá, porque elegía ¡lentejas! Sí. Simples lentejas, que eran y son mi plato preferido. Pero no había nada que hacer, ese era mi privilegio. Por la tarde cuando llegábamos del colegio, nos reuníamos todos alrededor de la mesa del comedor para disfrutar la cena que mamá nos tenía, apagar las velitas y comer el ponqué y los helados preparados con tanto cariño por ella. Por el hecho de ser nuestros padres ex-

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tranjeros, nunca tuvimos más familia-res en ninguna de esas reuniones, pero nunca tampoco sentimos su falta. Nos sentíamos bien en medio de nuestra numerosa familia, ya que entre nues-tros padres y hermanos colmábamos la bulliciosa y alegre mesa.

Mamá tenía una imaginación prodigiosa. Por las noches nos contaba unos cuentos maravillosos, los cuales, tal como sucede con las actuales tele-novelas, eran tan interesantes que les iba añadiendo noche tras noche más y más capítulos, y así estos relatos se prolongaban a veces durante varios días emulando con ventaja a Las mil y una noches. Fue realmente mamá quien con sus historias y aventuras nos fue inculcando el hábito de fantasear y buscar luego en los libros historias y relatos portentosos. Es una pena que nunca se animara a escribir sus asombrosas y originales narraciones.

A todas estas, la situación eco-nómica se había ido deteriorando dramáticamente. En varias ocasiones mamá debió empeñar sus más queri-das pertenencias para hacer frente a las múltiples necesidades familiares. Por la casa de empeño fueron pasando sus juegos de té de plata peruana, los servilleteros de plata marcados con sus iniciales, las bandejas, las joyas. Conservo siempre el recuerdo de un día en que mamá, desesperada, había hecho hasta lo imposible por conseguir el dinero para recobrar alguno de estos tesoros familiares a los que ya se les

cumplía el plazo para ser retirados; luego, su dolorosa impotencia ante la inevitable pérdida. Creo que ese ha sido uno de los pocos días que vi llorar a mamá. De esta manera tan dolorosa y ante la urgencia de obtener recursos económicos para mantener a su crecida familia, fue perdiendo muchas de las cosas bellas y valiosas que ella había traído desde su tierra natal.

Para nuestro padre se hizo evi-dente que esto no podía continuar; la falta de cumplimiento de los dueños de El Liberal y la difícil situación económica que esto ocasionaba, eran intolerables. Para agravar la crisis, los opositores políticos a las ideas que pregonaba el periódico colocaron un petardo en sus instalaciones, y papá, ajeno por completo a estos enfrenta-mientos, tanto por su condición de extranjero como por sus convicciones, consideró que este hecho ponía en alto riesgo no solo su integridad física sino también la de su Linotipo, su único pa-trimonio. No quedaba otra alternativa que regresar a Cali y tratar de volver a “levantar cabeza”.

Era una muy difícil decisión; papá debía en un principio trasladarse solo a Cali con su Linotipo, levantar galeras para otras imprentas y reto-mar su trabajo en el Diario del Pacífi-co. Pero no había nada más que hacer. De nuevo debió desarmar y empacar su eficiente y leal colaboradora y viajar con ella a Cali donde lo esperaba una situación incierta y solitaria.

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El coraje de un hombreJosé Fernández Morgado

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Capítulo XII

Donde se da fin a la etapa de Popayány empieza otra en Cali

Al dejar el periódico, los dueños de El Liberal, para los que papá de forma tan incondicional y entu-

siasta había trabajado, quisieron a manera de retaliación, quitarle su Linotipo. En esa ocasión lo defendió el abogado Álvaro Pío Valencia, hermano de Guillermo León Va-lencia, quien fue posteriormente presidente de Colombia. Gracias a su positiva gestión no pudieron salirse con la suya. Este mis-mo destacado abogado payanés continuó litigando durante años para lograr que le fueran reconocidos a papá los beneficios de ley a los que le habían hecho renunciar de forma por demás arbitraria y miserable cuando fue contratado. Cinco años después de iniciado este juicio (cuando ya no lo espe-raba), tuvo papá la satisfacción de ganarlo y de que le fuera reconocida la cesantía a la que tenía incuestionable derecho.

Vista de la Iglesia Parroquial de San

Nicolás.

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Leonor María Fernández Riva

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En la crónica El hombre que viajaba con su máquina a cuestas, escrita por Fico con motivo de los cin-cuenta años de El Liberal de Popayán, el periodista describe con un tinte de admiración y nostalgia lo que repre-sentó para el periódico la presencia de mi padre en su redacción. Esta crónica hace parte de los documentos que he incluido al final de esta obra.

Al llegar a Cali, papá se instaló en una pieza del barrio San Nicolás que tenía baño y una puerta a la calle. Allí armó su Linotipo y en una esquina acomodó un lugar para dormir. Incan-sable, trabajaba día y noche levantan-do metros y metros de galeras. Poco a poco, con tenacidad y con esfuerzo fue obteniendo resultados positivos. Era infatigable y obstinado; se había propuesto salir adelante y lo estaba logrando.

Pero no nos tenía abandonados. Cada sábado, sin falta, cerraba bien la puerta de su taller, colocaba un candado (en aquella época esta senci-lla precaución todavía disuadía a los ladrones) y luego de hacer algunas compras tomaba el autoferro para Po-payán. Mamá y todos nosotros íbamos a recibirlo a la estación del ferrocarril. Era muy emocionante verlo llegar. Papá fue siempre muy efusivo y era evidente que volver a vernos le causa-ba una gran alegría. Traía para todos algún regalito. Todavía recuerdo una cámara para pasar diapositivas de Dis-ney y una caja llena de paquetitos de Charms de diferentes sabores que me

produjo una indescriptible felicidad. Aunque más tarde he vuelto a saborear caramelos de la misma marca ya nunca volvieron a saberme como aquellos que me regaló papá. Resulta increíble que en medio de la estrechez económica, de su agotador trabajo, del insomnio y del cansancio, haya sacado tiempo para alegrar nuestras vidas infantiles con tan particulares detalles.

Este ir y venir de papá de Cali a Popayán y de Popayán a Cali, se man-tuvo durante poco más de un año. Pero semejante situación era muy difícil de sostener. Su vida se había convertido en trabajo y más trabajo. Comía mal y descansaba poco. Viendo que ya había adquirido clientes con su Linotipo, y que con su trabajo como jefe de talleres del Diario del Pacífico podía alquilar una casa, tomó la decisión de traernos a todos a Cali.

Y así, empezamos de nuevo a pensar en el viaje de retorno. Dijimos adiós a los amigos y a los recuerdos y nuevamente hicimos maletas. Había-mos permanecido en Popayán tres años.

Este trasteo fue aún más compli-cado. Ya éramos nueve los Fernández Riva y eran también muchos los bártu-los. Pero no había más remedio. Mamá volvió de nuevo a empacar las cosas; no sé cómo lo haría, ni cuánto trabajo le depararía, pero un día de tantos, nos embarcamos en una “chiva” que tenía dos filas de asientos adelante y la parte de atrás como un camión. En este vehículo viajamos con nuestros enseres hacia Cali.

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Fue un viaje pesadísimo. El camión levantaba una abundante polvareda en la carretera “destapa-da”. El viaje duró más o menos seis horas, pero a nosotros nos parecieron siglos. No obstante, yo tuve una gran compensación: antes de iniciar el viaje papá me regaló una increíble revista de aventuras y eso me sirvió para via-jar distraída gran parte del camino.

Llegamos a Cali hambrientos y empolvados de pies a cabeza. Todos parecíamos salidos de un derrumbe, pero nuestro físico no nos preocupaba mayormente por esos días. La casa que papá había alquilado estaba si-tuada en la Calle 17 del barrio San Nicolás, al frente del Hospital San Juan de Dios. Allí desembarcamos con un cansancio infinito y con nuestro variopinto trasteo.

Nos estaban esperando la fami-lia Caicedo: Pedro Armando, Josefina, Gustavo, Jaime, Élide, Susana Vaccari y Nubia, y también Cristina, Hilda, Graciela y Mireyita Navarro. Habían ido a darnos la bienvenida y a llevar-nos una gran olla de arroz con pollo. El mejor arroz con pollo que me he comido en la vida, ¡qué cosa tan rica! Fue éste

un gesto de sincera amistad de parte de estas familias amigas que observa-ban admiradas la increíble odisea de papá y mamá por sacar adelante a su numerosa familia.

Esta casa era bastante grande. Papá instaló la Linotipo en una pieza que tenía puerta a la calle y allí siguió levantando sus galeras. La pieza de papá y mamá tenía una ventana a la calle; luego, en la mitad, había un patio descubierto con piso de mosaico; al frente, precedido de un gran arco, el comedor que era muy amplio; a los lados los otros cuartos y atrás la coci-na, el lavadero y un pequeño patio de tierra en el cual, en algún momento, sembré una gran cantidad de girasoles. Hace poco volví a pasar por el lugar para recordar aquella casa, pero ya fue demolida y en su lugar construyeron una edificación moderna de no muy buen gusto.

De esta manera, nuestros pa-dres reanudaron junto a nosotros su vida en Cali. Ya nunca más se volvió a hablar de cambiar de residencia; la Sucursal del Cielo fue desde ese día la sede definitiva de la familia Fernán-dez Riva.

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Antigua Avenida Colombia en Cali.

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X Parte

Retorno a Cali

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Estatua en homenaje al prócer José Ignacio Herrera y Vergara, ubicada en el parque 20 de Julio del barrio San Nicolás.

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Capítulo XIII

Que trata de las nuevas experiencias vividas en San Nicolás; un nuevo nacimiento; una grata

sorpresa y un gran disgusto

Una vez instalados familia y ne-gocio en la nueva casa de San Nicolás, papá retomó su oficio

y se dedicó incansable a trabajar hasta la madrugada levantando galeras y más galeras. Sobre sus hombros estaba la nada fácil carga de su ya numerosa familia que demandaba todo tipo de gastos. Repartía su tiempo entre el Diario del Pacífico y su trabajo en casa. Recuerdo que algunas mañanas, mamá, viéndole tan agotado, le dejaba dormir unas horas más y todos de-bíamos hacer silencio y andar en puntillas, pues él tenía un sueño muy ligero y hasta el casi imperceptible ruido de una gota de agua lo despertaba, con su consiguiente disgusto apenas comprensible.

Las galeras, meticulosamente compuestas, lingo-te a lingote por papá y ordenadas para su transporte,

Vista del barrio San Nicolás de Cali.

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eran llevadas luego por Javier y Ernesto de solo diez años, y por Claudio, de quince, en una carretilla de mano hasta las imprentas que las habían ordenado, situadas varias cuadras a la redonda. Eran bastante pesadas, considerando que llevaban plomo en forma de miles de lingotes. Alguna vez se les volteó la carretilla al bajar un andén y hay que ver el drama que esto re-presentó en su momento. Papá, acosado por el ansia de entregar ese trabajo para cobrarlo, veía de pronto todo su esfuerzo perdido y las galeras “empasteladas” por completo. Para entender la dimensión del daño diga-mos que la carreta podía llevar más de dos mil lingotes, cada uno de los cuales representaba una línea de texto y por consiguiente, las galeras debían organizarse de nuevo de forma secuencial para que resultaran útiles a quien las había ordenado. Sin embargo, era tanto el trabajo que esto había representado, que papá de forma por demás tenaz trataba de rehacerlo: después de transportar de regreso su valiosa, pero estropeada carga, tomaba cada lingote o grupo de lingotes (que se leían además de manera inversa), buscaba la línea o líneas consecutivas que hacían legible el párrafo, entintaba los lingotes formando bloques de texto, sacaba pruebas y más pruebas para ve-rificar que estuvieran en orden y poco a poco iba volviendo a armar el difícil galimatías en que se había convertido su composición, has-ta rehacer las galeras por completo. Al final, en ésta como en tantas otras ocasiones, papá se salía con la suya, pues fue siempre per-severante y corajudo en la solución de todos los problemas que a menudo surgían en el sacrificado y difícil ambiente de la imprenta.

El 12 de enero de 1954 nació Carlos Guillermo. Mamá no fue a una clínica sino que lo tuvo en la misma casa, con la ayuda de una comadrona. Contaba mamá, como anécdota, que ni siquiera se había preparado para el momento y no tuvo

Mi hermano Carlos Guillermo en su primer año de edad.

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nada para brindarle de desayuno a la partera en la mañana. Nosotros, sumamente despistados y ajenos a los acontecimientos, no nos dimos cuenta de que había llegado un nuevo Fernández Riva sino cuando lo vimos al otro día en los brazos de mamá. Carlos fue un niño muy lindo al nacer; tenía el cabello rubio y los ojos claros. Sacó el tipo gallego del abuelo. Durante años fue objeto de muchos mimos por parte de toda la fami-lia. Papá le puso ese nombre por su hermano Carlos, a quien nunca volvió a ver desde su partida de Cuba.

Si bien tuvo muy pocos recuerdos que compartir con su hermano, con su hijo compartiría en cambio durante sus años de empresario en la imprenta un

mismo ideal y un sinnúmero de dificultades, trabajos y satisfacciones.

La vida continuó y ese mismo año tu-vimos una agradable sorpresa. Eran pocas las novedades que ocurrían en la rutinaria vida de aquellos días, por eso, cuando vimos hablando a mi papá con un hombre elegan-temente vestido de negro, con saco, corbata y sombrero nos quedamos un tanto sorpren-didos por el aspecto del personaje y, aso-mándonos a la pieza donde trabajaba con su Linotipo, tratábamos de oír la conversación creyendo que se trataba de algo malo. Pero al poco rato papá llamó a mamá con voz llena de emoción y le comentó: “¡Toña, ganamos el juicio!”. Y así era. Después de cinco años de haberse retirado de El Liberal papá había ganado el juicio que le siguió a los dueños del

periódico reclamándoles la cesantía y las prestaciones sociales que no quisieron reconocerle al momento de su renuncia. Álvaro Pío Valencia, hermano de Gui-llermo León Valencia, fue el abogado que defendió su caso, y el señor de traje negro que fue a ver a papá, otro abogado de la firma encargado de darle la buena noticia. Recuerdo lo contentos que se pusieron nues-tros padres y ahora comprendo que no era solo porque

Mis hermanos María Eugenia y Carlos

Guillermo en el Bosque Municipal.

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ese dinero les venía muy bien en esos momentos, sino también porque ganar ese juicio representó un triunfo sobre la arbitrariedad y la injusticia de los dueños de El Liberal.

Otro hecho, no tan agradable, vino a romper también la monotonía de trabajo, estudio y juegos en que trans-currían nuestros días. Resulta que una mañana apareció quemado con unos trapos el motor de la Linotipo. Algo que seguro hizo uno de mis hermanos en forma inconsciente; una travesura infantil, pero que causó un gran per-juicio a papá. Éste, lleno de furia, nos puso en fila y empezó a preguntarnos quién de nosotros era el culpable. Papá cuando estaba bravo era algo de miedo. De uno en uno empezamos a pasar por delante de él y a todos nos iba dando unos tremendos “fuetazos” con su co-rrea de cuero, pero a pesar de esto no se calmaba. De pronto salió Manolo y dijo: “Yo fui”. Todos nos quedamos se-cos al observar un acto que solo podía atribuirse a valentía o a demencia. Yo

todavía no estoy convencida de que él fuera el culpable de una acción tan complicada, pero con su confesión llegó la tranquilidad para todos. No sé cómo habrá sido la “fuetiza” a la que se hizo acreedor, o si tal vez, papá conmovido, por ser Manolo todavía muy pequeño, lo perdonó.

Como una anécdota relativa también a este mismo hecho, vale mencionar que un 28 de diciembre, Día de los Inocentes, mamá, quien era muy dada a hacerle bromas a nuestro padre, volvió a ponerle unos trapos con aceite humeante en el motor de la Linotipo y le hizo creer que éste se ha-bía vuelto a quemar, logrando así que papá explotara primero de rabia luego del comprensible disgusto, y sonriera después aliviado al darse cuenta de que todo era solo otra pesada broma de mamá, quien conservó ese peculiar humor negro toda la vida. Humor que como he podido comprobar, ha sido heredado también por algunas de las nuevas generaciones.

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Capítulo XIV

De cómo fue la compra de la prensa que dio origen a Feriva y de cómo los pequeños

Fernández Riva tuvimos un año de vacaciones

1955 fue un año muy difícil. Fir-me en su propósito de crear una imprenta, papá había

adquirido al Diario del Pacífico una prensa tipográfica italiana marca Nebiolo de for-mato medio pliego. La transportó a nuestra casa, la armó e instaló su mecanismo y con mucha ilusión se dispuso a probarla. No funcionó. Tenía un daño bastante serio y requería compra de costosos repuestos y asesoría de un técnico.

Papá había hecho un préstamo para comprarla, pensando cancelarlo pronto con la producción de la misma prensa. Ante esa situación fue a conversar con los Borrero Olano, dueños del periódico, reclamándoles que la prensa que les había comprado creyéndola en buen estado no funcionaba, pero ellos le contestaron: “¿Usted cree, Morgado (como llamaban en Cali a papá),

Prensa Nebiolo similar a la que adquirió mi padre

al inicio de Feriva.

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que si la prensa estuviera buena se la hubiéramos vendido?”

Es de imaginar la gran decepción que sufriría nuestro padre al recibir semejante respuesta de personas que provenían de familias de la alta socie-dad caleña, que él había considerado honestas. Sin embargo, viendo que la cosa ya no tenía remedio se retiró de su oficina, no sin antes dejar muy en claro: “Ustedes saben que abusando de mi buena voluntad han tratado de estafarme, pero pueden tener la segu-ridad, como que me llamo Fernández Morgado, de que esa prensa que me vendieron por inútil pronto volverá a funcionar”.

Y así fue. Resulta por demás irónico que precisamente esa prensa diera inicio, junto con la Linotipo, al nacimiento de la imprenta que existe hasta hoy y que, en cambio, el Diario del Pacífico haya desaparecido desde hace ya mucho tiempo de la memoria de quienes lo conocieron.

Sin embargo, de su paso por el Diario del Pacífico, papá conservó mu-chas anécdotas interesantes y gratas, compartidas con destacados hom-bres de letras como Antonio Llanos y Alberto Acosta, quienes también formaron parte en aquella época de la selecta redacción del periódico.

Con su inagotable entusiasmo y energía, papá fue adquiriendo y hasta fabricando él mismo en algunos casos las piezas que le faltaban a la prensa

para ponerla en funcionamiento. Una labor ardua que vino a incrementar el cansancio originado por el pesado tra-bajo de levantar galeras y galeras en la Linotipo. Pero papá se había fijado una meta: avanzar e independizarse; sabía que con la prensa y la Linotipo podía realizar trabajos para clientes propios, sin tener que estar supeditado a trabajar como proveedor de los textos compuestos sobre plomo para otras imprentas. Muy poco tiempo después, logró ponerla en funcionamiento y al-gunos de mis hermanos aprendieron a manejarla.

Con todas estas eventualidades, la situación económica se había tor-nado insostenible. Nuestros padres tuvieron que tomar la difícil decisión de no matricularnos ese año en el cole-gio, ya que no había dinero suficiente para sufragar ese gasto. El único que fue en el 55 al colegio fue Claudio, pues Susana Vaccari, tía de Pedro Armando Caicedo, en un gesto que sería como el preludio de la generosidad que ten-dría luego para con nuestros padres, les pidió que le permitieran pagarle cada mes la pensión del colegio, pues le parecía algo terrible que un alumno tan brillante como Claudio perdiera un año de estudio sólo por la falta de dinero. Papá, que era orgulloso, aceptó a regañadientes esta solución. Pero de parte de Susana Vaccari fue el gesto absolutamente sincero y generoso de una verdadera amiga. Gracias a ella, Claudio pudo continuar sin interrup-ción sus estudios. Los demás, con des-

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preocupada e irresponsable satisfacción, tuvimos un año de vagancia escolar y de trabajo y juegos dentro de la casa.

A propósito de nuestros estudios, hay una anéc-dota que le gustaba recordar a mamá, y es que cuando al regreso de Popayán fue al colegio Berchmans a solicitar a los padres jesuitas un descuento para ver si podía matricular allí a Claudio y a los mellizos, el Rector, al ver las libretas de calificaciones del colegio Champagnat de los hermanos maristas, le dijo: “Seño-ra, con estas calificaciones es un honor para nosotros tener a estos jovencitos en nuestro colegio. ¿Cuánto puede usted pagar?” Y de esta forma los tres entraron a estudiar al más prestigioso colegio de Cali por una mensualidad irrisoria.

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Fotografía de la iglesia de San Nicolás que data de la época en que ocurrió la tragedia del 7 de agosto

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Capítulo XV

De la nueva mudanzaEl nacimiento de Feriva

La explosión del 7 de agostoy otras experiencias menores

A principios de 1956 nos mudamos a la casa de la Calle 17 entre Carre-ras Quinta y Sexta. No sé por qué

tomaría papá esta decisión, pues aquella casa era más estrecha y pequeña que la an-terior, pero seguro le parecía que brindaba más facilidades para iniciar la imprenta.

La edificación tenía la tipología de muchas vi-viendas tradicionales de Cali: muy poco frente, un corredor largo que atravesaba toda la casa y al lado izquierdo las habitaciones; tenía adelante una pieza grande que seguramente hacía las veces de sala, en la cual papá colocó la Linotipo; en la segunda habitación instaló la prensa y en la siguiente su dormitorio. En otras dos habitaciones nos ubicamos Ernesto, Javier, Rosa Stella, Álvaro, Martha Cecilia, María Eugenia, Manolo y yo; Carlitos con solo dos años estaba aún muy pequeño y dormía con nuestros padres. Compar-

7 de agosto de 1956, trágico día para la

ciudad y el país. En la fotografía el padre

Alfonso Hurtado Galvis contempla conmovido los

escombros.

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tíamos un baño grande para nuestros dos cuartos; el comedor estaba al final del corredor, luego había una pieza pequeña que ocupó Claudio; seguían la cocina (en aquellos días las casas de alquiler aún tenían instalada en la co-cina una estufita de carbón, pues casi nadie tenía todavía estufa eléctrica, ni por supuesto, otros imprescindibles in-ventos modernos como la licuadora, la batidora, la lavadora, el horno eléctrico y ni qué decir de la cocina integral, y los muebles para colocar las cosas). La cocina era simplemente un cuarto vacío, con la estufita de carbón en una esquina y un sencillo lavaplatos. Era todo un poema ver a mamá prendiendo cada mañana el carbón para hacernos el desayuno; debo aclarar aquí, que en esa estufita tan elemental, ella nos preparaba unos arroces sabrosísimos y un sinnúmero de delicias que determi-narían –al menos en mi caso– un gusto pantagruélico por la buena comida. Retomando la distribución de la casa, al final quedaban el cuarto de mucha-chas, el lavadero, un baño y un patio de baldosas para extender la ropa.

Ya hacía un tiempo que papá había dejado de trabajar en el Diario del Pacífico; estaba dedicado en cuerpo y alma a levantar y dirigir su propia empresa. Trabajaba todo el día, y por la noche hasta la madrugada. Nuestra cama estaba recostada en una división que habían hecho en el cuarto para colocar una prensa. Las prensas pro-ducían mucho ruido, pero ese sonido (que en realidad era una secuencia

rítmica entre el motor, el ir y venir del molde con las páginas y el pasar de cada hoja de papel a través del ci-lindro de impresión) llegó a parecernos una especie de arrullo, y al contrario de ahora que cualquier cosa nos quita el sueño, en aquellos despreocupados días dormíamos plácidamente y sin ninguna interrupción en medio del estruendo y traqueteo de las prensas.

En esta casa fue donde nació ver-daderamente Feriva, pues papá empe-zó ya a realizar trabajos completos de edición, con la ayuda de la Linotipo, los tipos sueltos que había ido adqui-riendo poco a poco, y la prensa. En lo alto de la puerta de entrada colocó un letrero fluorescente en colores azul y amarillo con la figura al centro de un operario trabajando en una Linotipo y el nombre de Editora Feriva, nombre que escogió con su proverbial inteligen-cia y sensibilidad para que quedaran unidos en la empresa los dos apellidos familiares.

Papá tenía en ese momento cin-cuenta y nueve años; una edad en la que la mayoría de los hombres piensa ya en dejar de trabajar; posibilidad que desde luego, con una familia en pleno desarrollo, estaba todavía muy lejana para él, pero que además no le hacía ninguna ilusión y tenía muy lejos de su pensamiento y de sus proyectos.

El martes 7 de agosto de 1956, a la 1:05 de la madrugada, ocurrió la más grande tragedia que haya sufrido la ciudad de Santiago de Cali.

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Siete camiones pertenecientes al Ejército Nacional, cargados con cuarenta y dos toneladas de dinamita que habían salido de Buenaventura y tenían como destino las obras públicas que se adelantaban en Bogotá, explo-taron en la estación del ferrocarril. En la década de 1950, Cali contaba con doscientos cuarenta mil habitan-tes. La explosión acabó con una parte importante de la ciudad. No hay un acuerdo sobre la cantidad de muertos que causó la tragedia, la cifra oficial fue de mil trescientos decesos, pero se llegó a hablar de muchos más. Las edificaciones donde se alojaban el Ba-tallón Codazzi, la Policía Militar y la Tercera Brigada desaparecieron. Ocho manzanas de un sector residencial y comercial conocido como Zona Negra, aledaño a la estación del ferrocarril, quedaron completamente destruidas y muchas más fueron averiadas por la onda explosiva. Nuestra casa del barrio San Nicolás estaba situada a ocho cuadras del epicentro, sin em-bargo, resentimos el terrible impacto y los cielorrasos que eran de bahare-

que se desmoronaron sobre nosotros. Durante varios días anduvimos con los ojos inflamados, pues cuando nos despertamos asustados por el remezón y el estruendo abrimos los ojos y nos cayó todo ese polvo.

Esta tremenda tragedia marcó durante mucho tiempo a Cali. Llegó mucha ayuda internacional y Vene-zuela donó para los damnificados la unidad vecinal que lleva su nombre (Edificio Venezolano) y que por aque-llos días fue una novedad en la ciudad, pues todavía no era una costumbre vivir en apartamentos y menos tan pequeños como parecían aquellos.

Claudio, que ya tenía dieciocho años, formó parte de las brigadas de socorro y como nosotros también está-bamos dentro del área considerada de desastre, o sea, que éramos también damnificados, nos traía unas enormes latas de un delicioso queso holandés fundido, leche en polvo y conservas americanas donadas por la Fundación Caritas, cosas de las que dábamos bue-na cuenta con inmenso deleite.

Imagen que mi padre colocóen el primer aviso fluorescente

de Editora Feriva

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La autora, junto a su padre, en uno de los paseos al río Cali.

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Capítulo XVI

De cómo Ricardo Astudillo llegó a Feriva; algu-nos sustos en la familia y la vida de todos los

días

M i padre trabajaba con su Li-notipo en una pieza que tenía ventana a la calle; fue allí don-

de conoció a Ricardo Astudillo, un perso-naje que llegaría a ser muy importante en la vida de papá, pero que en aquellos días era solo un muchachito de trece años.

Ricardo se asomó por los barrotes de la ventana y le dijo que quería trabajar con él. Papá le preguntó qué sabía de imprenta y él respondió que nada, pero que estaba dispuesto a aprender cualquier cosa. Fue raro que a papá, que a veces no estaba de muy buen genio y que no era precisamente un seguidor de San Juan Bosco, “maestro de juventudes”, le cayera bien aquel muchacho trigueño, de ojos vivaces y cara sim-pática. Pero así fue. Lo hizo entrar y desde ese día le dio trabajo en Feriva.

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Se inició así una relación que mutuamente les depararía muchas satisfacciones. Ricardo empezó como “todero”: barría, preparaba el tinto, hacía las veces de mensajero y todo lo que se requería en la imprenta. Sin embargo, poco a poco con gran perspicacia y deseos de progresar, fue captando todo lo que papá le enseñaba y se convirtió en su mano derecha en la compo-sición, armada e impresión de las páginas, llegando a ser un verdadero jefe de taller en Feriva.

Contaba papá que desde que ingresó usó un diccionario de bolsillo y allí buscaba con afán cualquier palabra desconocida para él (con seguridad fueron cientos), la anotaba y la repetía hasta dominarla. No obstante, lo más importante que captó Ricardo de nues-tro padre fue su ética, su responsabilidad y sobre todo, su honradez a toda prueba. Con los años y ya fuera de la imprenta, Ricardo se dedicó a la fotografía (que había aprendido inicialmente por influencia de mi hermano Claudio) y al transporte.

Se casó y formó un hogar muy bonito. Cuando me lo encuentro, cosa que sucede muy de vez en cuando, siempre es grato recordar aquellos tiempos de lucha y de trabajo, pero también de proyectos y de sueños. Nunca olvida el aniversario de papá, en esa fecha me llama por teléfono y acude a las misas que se hacen en su memoria. Fue realmente como otro hijo para nuestro padre y quizá supo aprovechar, mejor que muchos de nosotros, las lecciones de vida, de ética y de esfuerzo que él le enseñó con su ejemplo. Aunque nunca se mencionó, viene ahora la remembranza del hermano de lactancia que tuvo papá, ¿sería quizá esa la razón psicológica de ese afecto tan especial que sintió por Ricardo Astudillo?

Mi padre con mis hermanos "Pepito" y Carlos Guillermo en un paseo por la ciudad.

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Otro empleado que dejó una huella en la impren-ta y se caracterizó por su controvertida personalidad y simpatía, aunque desde luego, no por su corrección como en el caso de Ricardo, fue Briceño, un prensis-ta bajito y colorado, de cabello negro y rizado, quien tenía una barba tan hirsuta y recia que solía contar que lloraba cada vez que se afeitaba. Era habilísimo como prensista, pero también borracho, mujeriego y jugador. Con él, papá tenía permanentes disgus-tos, tanto por sus problemas de faldas (su esposa se aparecía continuamente en la imprenta a contar

sus reiteradas infidelidades) como por sus guayabos e inevitables desfases económicos, representados en cobradores contumaces e inoportunos. Ómar Castrillón también formó parte de los linotipistas contratados por papá en esa época; alto y delgado, lucía siempre impecable y elegante, pero al igual que Briceño pecaba también del amor por el traguito y las mujeres.

El trabajo esforzado de mi padre empezaba poco a poco a dar sus frutos. La imprenta iba tomando fuerza. Ya se hacían varios periódicos y publicaciones semana-les y mensuales: el Boletín de la Cámara de Comercio, la boletería del Hipódromo, periódicos como Satanás y El Usurpador, folletos como Primaveradas y Barriladas, volantes, carteles, revistas y desde luego, libros, que siempre fueron el trabajo prefe-rido y consentido de papá.

Todos, en mayor o menor medida de-bíamos, obligatoriamente, aportar nuestro

esfuerzo y trabajo para sacar adelante la empresa fa-miliar: Claudio, Javier, Ernesto y Álvaro aprendieron a componer en la Linotipo, a imprimir en la prensa Nebiolo y en otra prensa más moderna adquirida posteriormente; Manolo, a imprimir en las dos; todos,

Mi padre junto a mi hermana Rosa Stella

caminando por el centro de la ciudad.

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a cortar las resmas de papel y refilar las publicaciones; los más pequeños a encarrar (insertar uno dentro de otro los cuadernillos doblados de una publicación) o encuadernar las pági-nas, coserlas y empacarlas una vez refiladas. Otros más, corregíamos pruebas y en general, cuanto oficio fuera requerido, a la par que íbamos al colegio y hacíamos nuestras tareas como todos los demás estudiantes, con más limitaciones de tiempo y útiles que la mayoría, pero a la vez con la determinación, esfuerzo e inteligencia que nos infundía el ejemplo de papá.

La vivienda familiar se fue estre-chando con la llegada de nuevas má-quinas, entre ellas la guillotina, una plegadora, una cosedora, otra máquina de composición similar denominada intertipo, una tituladora en metal y cajas y cajas de tipos para la sección de armada. Papá y mamá empezaron a pensar, entonces, que en algún mo-mento la familia tendría que mudarse a otra parte. Sin embargo, ese proyec-to era todavía un sueño irrealizable: faltaban los recursos económicos. No obstante, y con esa posibilidad en men-te, compraron unos muebles de sala muy bonitos, que vimos llegar con gran alborozo, pero que al no poder ubicar en ninguna parte, por falta de espacio debieron permanecer arrinconados y cubiertos durante varios años.

En una familia grande como la nuestra, siempre ocurrían novedades,

una de estas tuvo como protagonista a mi pequeña hermana María Eugenia. Ella, quien por esos días tenía cinco años, llegó curiosa y sin que nadie se percatara, hasta donde estaban las barras de plomo que se acababan de sacar de los moldes que recibían el plomo derretido (recién vaciado a ellos desde un crisol donde se fundía) y puso las manos sobre ellas. Es de imaginar su grito de dolor, el gran susto de to-dos y la quemadura tan tremenda que se le formó. Pero mamá, quien había desarrollado especiales conocimientos prácticos y tenía también nociones em-píricas de enfermería, dominó su im-presión y le metió inmediatamente las manos en agua con bicarbonato, lo que sirvió para aliviar el dolor y neutrali-zar la quemadura. Aunque Marujita duró varios días con sus manos infla-madas no le quedó, afortunadamente, ninguna cicatriz.

Otro día fue Carlos, de solo un año, el que nos dio a todos tremendo susto: en un descuido se atragantó con una pepa de mamoncillo que había en-contrado en el suelo. No podía respirar y se fue poniendo pálido inicialmente y poco a poco morado. Mi papá, en medio de su angustia, lo tomó por las piernas y así, con la cabeza para abajo, lo llevó corriendo hasta el hospital San Juan de Dios, que estaba a dos cuadras. Al lle-gar a Urgencias los médicos le hicieron botar la pepa. Apenas a tiempo, porque ya Carlos estaba ahogándose. Se salvó, como a todos nos consta, pero seguro debe haber perdido unas cuántas neu-

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ronas en el dichoso percance. Como ya mencioné, era un niño muy lindo del que todo el mundo se enamoraba y a quien mis papás consentían especialmente. Tenía el cabello muy rubio y lleno de rizos y los ojos grandes y de un color miel muy bonito. Gloria Ribera, una seño-

ra muy elegante que vivía al lado nuestro y cosía y diseñaba ropa para la sociedad caleña, le tenía mucho cariño y le gustaba ir a verlo cuando mamá lo bañaba en el patio en una tina de aluminio. Para regocijo y orgullo de mi ma-dre repetía emocionada: “¡Parece un Niño Dios, un Niño Dios!”

Es de admirar que a pesar de lo ocupado que se mantenía mi padre, siempre sacara tiempo para realizar otras actividades, como por ejemplo, inscribirse en el curso de Gerencia en Desarro-llo Empresarial que realizó a los setenta años en Diriventas, hoy Asociación Colombiana de Merca-deo, porque tenía ansias de saber y siempre estaba estudiando algo

nuevo. Los sábados por la noche era sagrado para él salir a cine con mamá. Se fue volviendo costumbre que en la mañana fuéramos a comprar chocolates suizos en la Casa Rosada, almacén situado en la Calle 13 con Carrera Cuarta, donde se vendían comestibles importados. Esos chocolates eran para ser disfrutados por mis padres durante la función. En ocasiones nos guardaban algunos y era una delicia saborearlos y luego conservar dentro de un libro los bellos y pesados papeles de aluminio en que venían envueltos.

A propósito, otros establecimientos tradicionales de Cali en aquellos días eran también la Salchichería Cali, en la cual mis padres compraban rutinariamente

Diriventas, hoy Asociación Colombiana

de Mercadeo, entrega a mi padre el diploma

que lo acredita como Gerente en Desarrollo

Empresarial, curso que realizó a los setenta años

de edad.

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jamones y paté de hígado, que junto con pan calentito de la panadería Sander y el delicioso té que preparaba mamá, constituían comida obligada en muchas tardes para toda la familia; Cuartas, uno de los pocos sitios donde se encontraban delicatessen impor-tados y verduras todavía exóticas para los caleños como el apio blanco, la brócoli, la cebolla puerro, las berenjenas y los zapalli-tos italianos; la Casa Java, donde también se conseguían novedades gastronómicas y el único lugar de Cali donde vendían papel sellado; Fantasías Femeninas, práctica-mente el único sitio para comprar regalos, maquillajes, perfumes y bisutería de buen gusto; la Frigo donde podían conseguirse las mejores y más selectas carnes y pescados; y el supermercado Fortuna, el único que podía tener una mediana similitud con los moder-nos y gigantescos supermercados actuales.

Cuando papá y mamá salían a cine nos quedábamos bajo el cuidado de Claudio que era mucho mayor que todos, pues solo a mí que lo seguía en edad, me llevaba cuatro años. Qué placer nos causaba ponernos a jugar con las almohadas, saltando de cama en cama y dando alegres gritos. Claudio, quien dormía en un cuarto distante de los nuestros y se la pasaba oyendo música clásica, leyendo y estu-diando, al principio no se daba cuenta de nada, pero era tanta la bullanga que al final venía lleno de rabia a ver qué pasaba; cuando lo sentíamos llegar todos nos metíamos de un brinco en la cama y nos hacíamos los santos, pero cuando se iba, inmediatamente volvía-mos a empezar el desorden. Era divertidísimo saltar y brincar por las camas, tirarnos las almohadas, y es-pecialmente, “sacarle la piedra” a Claudio, a quien le tocó soportar la pesada carga de ser el hermano mayor. Al día siguiente, daba con gran prolijidad las quejas a nuestros padres, pero la comprensión y el buen genio

Después de asistir a la misa de La Ermita junto a mi padre y mi hermana María Eugenia.

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de nuestra madre minimizaban el incidente y la cosa no pasaba de un regaño. De manera “impajaritable”, mamá “tenía” que contarnos esa noche la película que había visto en el cine. No sé cómo haría, pero lograba adaptar a nuestro entendimiento infantil todos los temas por escabrosos o difíciles que fueran. “Veíamos” la película a través del relato apasionante de nuestra madre.

Mi padre, junto a mis hermanas Rosa Stella y María Eugenia al volver de misa.

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La autora junto a su hermano Claudio y su madre.

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Capítulo XVII

Donde se habla un poco de Claudio;sus estudios y su partida al seminario

C laudio era el único de nosotros que tenía un cuarto independiente. Su dormitorio estaba situado al final

de la casa y era muy pequeño, pero a pesar de lo reducido del espacio, poco a poco le fue dando su toque personal. Tenía una estantería para guardar sus libros que per-maneció con nosotros muchos años y que él, desde muy pequeño, fue atiborrando de volúmenes y volúmenes.

Uno de mis más caros placeres era entrar en su cuarto y, si había dejado la biblioteca sin llave, apro-vechar para tomar uno de sus preciados libros y leerlo a escondidas. La mayoría de las veces dejaba todo con llave, pero los mellizos y yo nos dábamos mañas para meter la mano entre las junturas de la puerta, y ras-pándonos y magullándonos lográbamos apoderarnos de Tarzán de los monos, de Edgar Rice Burroughs; de las increíbles Aventuras de Guillermo, de Richmal Cromp-ton; de algunos de Salgari; de Los Tres Mosqueteros y

Claudio, jovencito

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de muchos, muchos más. A pesar de nuestro cuidado por devolver los libros a su lugar, a veces Claudio se daba cuenta de que habíamos estado husmeando en sus cosas y se formaba el problema, pero allí estaba siempre mamá para apaciguar los ánimos y quitarle gravedad al asunto.

Desde aquellos días Claudio fue dando muestras de su inteligencia y de su espíri-tu creativo. Inventó un mecanismo por el cual un reloj conectado a la Radio Musical lo despertaba con música clásica. También inventó un tocadiscos con unos parlantes que colocó en diferentes partes de la casa, mucho antes que empezaran a importarse los tocadiscos y bafles del Japón. Ya estaba en sexto año de bachillerato y sus compañeros del Berchmans, muchos de la alta sociedad caleña, atravesaban la imprenta y llegaban respetuosos hasta su modesto cuarto para preparar con él los exámenes de fin de año.

Papá había forjado muchas esperan-zas en ese hijo tan inteligente que no solo le ayudaba en su diaria labor, sino también a resolver, gracias a su preclara inteligencia y creatividad, muchos de los frecuentes pro-blemas eléctricos y mecánicos del naciente taller. Nada le hacía presagiar lo que suce-dería más adelante.

Poco antes de que terminara el sexto año de ba-chillerato, Claudio asistió a unos retiros espirituales patrocinados por el colegio Berchmans en la casa de ejercicios Manresa dirigida por los padres jesuitas. Al regreso había cambiado de manera radical y le comuni-có a nuestro padre que había tomado la determinación de volverse jesuita. Papá, por aquellos días no era muy religioso y con la pesada carga de su familia espera-ba que su hijo mayor pudiera algún día apoyarlo en algo; es de imaginar la frustración que la noticia de

Desde muy pequeño mi hermano Claudio dio muestra de su inteligencia y espíritu creativo.

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su vocación de jesuita le produjo. Prácticamente no le volvió a hablar hasta el día de su grado.

Claudio, por su parte, fue deshaciéndose poco a poco de todo lo que consideraba satánico: en los

días siguientes hizo una gran pira y quemó en el patio de la casa una cantidad de libros que según él estaban en el “Índice” y debían ser destruidos, entre ellos, la Historia de los Papas, una colección de bellísimos libros, un verdadero incunable que había comprado al padre Zawadsky en la Biblioteca del Cen-tenario, cuando este folclórico y enérgico cura caleño, al hacer

un inventario de su biblioteca encontró con sorpresa, entre los miles de textos que ofrecía diariamente a sus contertulios, la colección prohibida de estos libros. Es de imaginar cómo sería el remordimiento de mi her-mano Claudio al recordar, años después y ya pasado el fervor religioso, esta acción obtusa e irremediable.

A su graduación como bachiller asistieron sólo mis padres. El disgusto que sentía papá por la decisión que Claudio había tomado de ingresar a los jesuitas, no pudo opacar la brillantez de su grado. Prácticamente los premios se dividieron entre él y Jorge Ernesto Holguín. En una foto de archivo se ve a papá asistiendo al acto con cara adusta y a mamá colocándole orgullosa en la solapa una de las muchas medallas que recibió aquel día. A la semana siguiente, Claudio partió para Me-dellín a iniciar su formación religiosa en el seminario jesuita de La Ceja.

Mamá, coloca a mi hermano Claudio una de las medallas que recibió el día de su graduación

de bachiller en el colegio Berchmans.

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La autora.

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Capítulo XVIII

Donde se cuenta de los famosos paseosal río Cali; el trasteo a El Peñón

y de las cosas que allí ocurrieron

La vida continuó y papá y mamá tomaron la costumbre de ir con nosotros al río todos los domin-

gos. A papá le convenía tomar sol y pasar momentos al aire libre, pues esto servía como antídoto para el terrible problema del saturnismo, una intoxicación grave que sufrían casi todos los linotipistas cuya labor se desenvolvía forzosamente en medio de lingotes y barras de plomo (algo que hoy se estimaría de alta peligrosidad por ser considerado el plomo como un agente can-cerígeno). Así que, para nuestro contento, cada domingo salíamos todos de paseo. No sé cómo haría mamá para trasladar toda esa familia, pero el caso es que nos íbamos en bus con ollas, mercado, trajes de baño, toallas, hamaca, balones e ilusiones.

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Los primeros paseos los reali-zábamos al río Aguacatal, cuya agua era tibia y muy rica, pero poco a poco y dada su cercanía con el área poblada, el lugar empezó a llenarse de vagos y entonces papá prefirió que cambiá-ramos nuestros paseos al sector del Bosque Municipal, un parque bordea-do por el río Cali, pero situado más al oeste. Era un sitio mucho más amplio y con unos charcos sabrosísimos; cuando llegábamos al charco escogido, papá primero seleccionaba un árbol para poner el columpio (un columpio muy elemental compuesto por una soga y una tabla para sentarse) y luego otros dos para colocar la hamaca. Recogía-mos leña de los alrededores y en un rústico fogón, con piedras del mismo río, hacíamos una fogata. Por lo gene-ral mamá cocinaba papas enteras con sal, arroz con pato o espaguetis y el infaltable ceviche de corvina. Corríamos jugando a la lleva, volábamos en el columpio, saltábamos por las piedras y nos bañábamos felices en los grandes char-cos del río, incontaminados todavía por aquellos días. Luego, con un hambre feroz, devorábamos las deliciosas vian-das que mamá nos había preparado y que de seguro habrán sido la envidia de quienes se encontraban cerca nuestro.

Papá nos enseñó a todos a na-dar: nos colocaba su correa alrededor de la cintura y nos sostenía en el agua haciendo que moviéramos los brazos y las piernas; un método muy bueno de aprendizaje que no le he visto nunca a nadie más. También nos enseñó a hacer “plancha” para que le perdiéramos el miedo a ahogarnos, al observar que el

Mi padre enseñando a nadar a mi hermano Carlos Guillermo.

Mis hermanos Rosa Stella y Claudio, junto a mis padres en el río Aguacatal.

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cuerpo es más liviano que el agua y que si nos quedá-bamos quietos, flotábamos. Cuando comíamos frutas, hacía que guardáramos las semillas y después del al-muerzo nos íbamos con él a sembrarlas por las orillas del río. Nos decía: “En este río no hay ahora ningún árbol frutal, pero tal vez estas semillas se conviertan mañana en árboles y quienes vengan luego podrán disfrutar de sus frutos”. Seguramente, si volviera a

recorrer los mismos lugares, vería a la orilla del río árboles de mango, naranja, mandarina, mamoncillo, chirimoya, níspero… fruto de aque-llas inolvidables andanzas.

En esa época, los lugares de recreo de Cali como Santa Rita, no se congestionaban tanto de gente, como sucede ahora en Pance y otros sitios semejantes, por eso, a pesar de ser éste de libre ingreso, cada familia podía gozar de cierta privacidad y de un espacio propicio, tranquilo y seguro para disfrutar con los suyos.

Cada domingo realizábamos este paseo, pero llegó un momento en que todo este trajín acabó siendo demasiado para mamá. Un buen día habló con papá y él, a regañadientes, accedió a que ella no nos acom-pañara más y se quedara en la casa preparándonos el almuerzo que disfrutaríamos al regreso del paseo. Esta fue una muy buena solución, pues a mamá no le atraía mucho el campo y, como es fácil comprender, tenía razones para ello. Así que continuamos yendo al río, pero sin ella. Muy temprano en la mañana tomábamos un bus de la flota Rojo y Crema que hacía el trayecto hasta el Bosque Municipal; caminábamos a veces lar-gos trechos hasta los charcos del Cabuyal situados río arriba (a papá le gustaba adentrarse por el cauce del río para encontrar charcos más grandes y privados), y más o menos a las dos de la tarde regresábamos a casa. Mamá nos esperaba con un festín: ceviche, chupe de

Mi hermana Martha Cecilia junto a mis hermanos Carlos Guillermo, "Pepito" y unos amigos, disfrutando un paseo en el Bosque Municipal.

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pescado, (sopa de la cocina peruana), espaguetis, pastel y helado. En aque-llos felices días ninguno de nosotros se preocupaba todavía por el colesterol ni por los triglicéridos y mucho menos por la dieta o por conservar la línea; sin pensarlo dos veces, dábamos buena cuenta de todo.

Otra de las remembranzas de la época vivida en San Nicolás está rela-cionada con un personaje muy carac-terístico que siempre era portador de cosas ricas. Resulta que de tiempo en tiempo y sin previo aviso, aparecía por nuestra casa un señor de nombre Gre-gorio. Creo que nadie nunca supo cuál era su apellido. Pues bien, Gregorio era todo un personaje: un español muy blanco y colorado, siempre con boina y con un marcado acento de la Madre Pa-tria. Era una dicha verlo llegar porque ya sabíamos que su presencia significa-ba que íbamos a degustar durante una buena temporada deliciosos jamones y chorizos españoles que él mismo prepa-raba en Nariño. Cuando se marchaba, papá le hacía un nuevo encargo que nunca se sabía con precisión cuándo iba a llegar, porque el hombre no te-nía ni agenda ni calendarios. Pero sus jamones, chorizos y sobreasadas son los más ricos que me he comido en la vida, incluidos los que probé años más tarde en Galicia, Madrid y Barcelona. Durante muchos años degustamos en nuestra casa estas delicias realmente exclusivas, pues todavía no se conse-guían estos productos en ningún lugar de Cali. Gregorio aparecía y desapare-

cía siempre en forma imprevista, pero de un momento a otro, dejó de venir. Cuánto me hubiera gustado conocer más de su vida. Siempre me he pre-guntado: “¿Qué habrá sido de él?”

Ya Manolo había crecido y asis-tía a clases donde “Las Urresta”, una escuelita muy buena que había al voltear de la casa de la Calle 17. Los mellizos y Álvaro iban al Berchmans, y Rosa Stella, Martha Cecilia, María Eugenia y yo, a la Sagrada Familia, situada en el barrio El Peñón. Tomá-bamos el bus del colegio en la esquina de la casa.

Pero San Nicolás, todavía fami-liar y tranquilo cuando nos mudamos al barrio, había ido cambiando de forma paulatina. Ahora se veían más bares y negocios y empezaba a ser peligroso salir por las noches. Por otra parte, Ernesto y Javier ya eran unos mozalbetes y el ambiente no era propicio para ellos. A Rosa Stella y a mí no nos afectaba esta circunstancia, pues prácticamente no salíamos de la casa y cuando lo hacíamos para ir a visitar alguna compañera de colegio como, por ejemplo, a Diana Larrarte, mi amiga de tantos años que también vivía en San Nicolás, debíamos ir acompañadas por una empleada. Mis padres comprendieron, entonces, que había llegado el momento de mudar-nos a otro barrio.

Siempre les había gustado El Peñón por la frescura que le brindaba al barrio el cauce del río Cali y el so-

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nido arrullador de sus aguas, por su tranquilidad y por el recuerdo de una época muy feliz vivida por ellos años antes, recién llegados a la ciudad. Por ese motivo, tomaron la decisión de alquilar una casita muy agradable, si-tuada detrás del colegio de La Sagrada Familia.

Para quienes no conozcan la ciu-dad de Cali, tal vez sea útil explicar que El Peñón ha sido siempre uno de sus barrios más tradicionales y uno de los lugares más frescos y agrada-bles de la ciudad. En la actualidad se ha convertido en un exclusivo sector bohemio con galerías, exposiciones y pintorescos restaurantes internaciona-les donde se pueden degustar platillos de cualquier parte del mundo. En el parque, situado enfrente del colegio, se realizan los domingos exposiciones de pinturas de artistas noveles y de todo tipo de artesanías. En un futuro próxi-mo, el edificio del colegio se convertirá en un hotel cinco estrellas.

Retomando la historia, quiero anotar aquí que el ser humano es re-nuente a los cambios y nosotros ya nos habíamos acostumbrado a vivir en San Nicolás, cerca de su bullicioso parque, con su alquiler de cómics y revistas; de la iglesia de La Ermita, adonde íbamos a misa los domingos; del supermercado Fortuna; de la Casa Rosada; de Cuar-tas; del teatro Cervantes y de todas las cosas que por aquellos días hacían grata nuestra vida, y por esos apegos costumbristas, al parecer insustitui-bles, nos daba pena dejar el barrio y

la casa donde habíamos vivido durante casi tres años.

Pero la decisión estaba tomada y un día llegó el momento de realizar el trasteo a la nueva casa. Una vez más, mis padres debieron empacar, volver a desempacar, acomodarnos a todos (no sé cómo) y afrontar los complejos problemas que conlleva un cambio de re-sidencia con una familia tan numerosa.

Poco después de la mudanza, Rosa Stella, Martha Cecilia, María Eugenia y yo empezamos a saborear las ventajas de nuestra nueva casa, pues como estaba situada exactamen-te enfrente del colegio de La Sagrada Familia, ya no nos tocaba madrugar, ahora podíamos ir caminando al cole-gio y además, salir a montar bicicleta sin peligro ya que por sus tranquilas calles no había mucho tránsito vehicu-lar. Carlos también ingresó al kinder de La Sagrada Familia, dado que para ese nivel admitían varones; una vez más, recibió la especial atención de las monjas de origen belga que dirigían el colegio y quienes celebraban con mamá sus travesuras: “¡No es sino ojos, ojos!”, solían decirle.

Para papá, la nueva situación representó más sacrificios: al no es-tar ya la imprenta en la misma casa y como a él no le gustaba tomar bus, todos los días se iba caminando hasta su empresa. Este recorrido lo siguió haciendo cuatro veces al día pues a pesar de la distancia no abandonó su costumbre de almorzar con la familia.

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Aunque al principio extrañábamos nuestro antiguo barrio de San Nicolás, poco a poco fuimos adaptándonos a vivir en El Peñón. La casa era, desde luego, mucho más agradable; en un principio nos pa-reció inmensa, además de silenciosa, al no existir la maquinaria de Feriva ni su familiar traqueteo con el que habíamos convivido durante tantos años. Mamá la decoró con ilusión y buen gusto; colocó muchas plantas en un patio interior, y los muebles de sala que durante tanto tiempo permanecieron empacados esperando ese día, lucieron ahora muy bonitos en la acogedora sala.

Por esta misma época, mamá quedó embara-zada de Pepito, el benjamín de la familia. Para mí, que ya tenía dieciséis años, este hecho representó un motivo de bochorno ante mis compañeras de colegio que me pre-guntaban con una sonrisa maliciosa: “¿Oye, tu mamá está esperando?” Eran, ciertamente, otros tiempos y cosas como estas no se tomaban con tanta naturalidad como ahora; sufríamos por tonterías.

A pesar de nuestros prejuicios, del todo infundados, nuestra nueva casa nos deparó a todos muchas satis-facciones. Era una construcción con poco frente, pero mucho fondo y muy bien distribuida. Tenía un garaje y unas gradas que daban a un pequeño hall de entrada. Al ingresar había una habitación que se convirtió en la sala; al frente, la alcoba de nuestros padres; luego, un patio central con una parte techada donde mamá instaló una sali-ta de estar; al frente, el comedor con unos arcos; a la derecha, un baño grande y varios cuartos donde nos acomodábamos todos. Al fondo del corredor estaba la cocina, un pequeño patio para lavadero y tendedero de ropa, un baño y el cuarto de la empleada.

Mi padre feliz con José Enrique, "Pepito", el menor de mis hermanos.

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El 2 de noviembre de 1958 nació José Enrique en la Clínica Los Ángeles. Pesó muy poco al nacer y el doctor que atendió a mamá (por aquellos días todavía no era costumbre que acompañara el parto un pedia-tra), le dijo que tenían que colocarlo en una incubadora, pero debido al alto costo de este servicio mamá prefirió darle ella misma calor con su cuerpo porque como le dijo al médico: “No hay mejor incubadora que su propia madre”, y desde luego, en esta como en tantas otras cosas, mi madre tenía razón. Hoy se denomina Método de Madre Canguro y consiste en tener al bebé prema-turo en constante contacto con la piel de su madre.

Desde el primer momento le llamamos a este nuevo hermano “Pepito” y así se quedó para siempre. Era el consentido de todos y le celebrábamos todas

sus gracias y travesuras. Le encantaba la música; recuerdo todavía que nos decía “quiticá, quiticá” señalando la radio y ya entendíamos que lo que quería era que se lo prendiéramos para bailar; una afición que continuó cultivando en su edad adulta, a diferencia de prácticamente todos mis hermanos varones, y en la que ha demostrado ser por demás excelente.

Esta casa fue también tes-tigo, varios años después, de la Primera Comunión de Carlos Guillermo, para la cual se organizó una gran fiesta infantil con espectáculo de títeres, bombas, los tradicionales juegos, la pesca milagrosa, los helados, las sorpresas y una gran torta. Las fotos de la época muestran la distinción que ya caracterizaba a mi hermano desde esa temprana edad, en la cual, según contaba mamá, le sobraban también admiradoras (las cuales, como es de suponer, estarán a la fecha un tanto “jamoncitas”).

Carlos Guillermo en su Primera Comunión.

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XI Parte

De nuestra juventud

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Contexto histórico

Década de 1960 a 1969

1960: John F. Kennedy, presidente electo de los Estados Unidos. Cuba, estado comunista. Estados Unidos rompe relaciones con Cuba. Ejecución de Caryl Chessman. La píldora anticonceptiva ya está a la venta. Muere Clark Gable. 1961: Asesinado Patricio Lu-mumba. Yuri Gagarin, primer hombre lanzado al espacio exterior. Fracasa invasión norteamericana a Bahía de Cochinos. Se suici-da Hemingway. Aparece ETA en España. Con centenares de fieles como testigos en la catedral de Medellín, los “nadaistas” se apode-ran de hostias consagradas y las pisotean frente al altar. Se inicia la “Alianza para el Progreso”. Berlín: se levanta el muro de la vergüen-za. Adenauer, reelegido canciller alemán. Eichmann condenado a muerte. 1962: Copa Mundial de Fútbol en Chile; en inolvidable partido, jugado en Arica, Colombia logra increíble empate ante Ru-sia. Guillermo León Valencia, presidente electo de Colombia. Según la empresa musical DECCA, The Beatles, un conjunto nuevo nacido en Liverpool “no tiene la menor probabilidad de triunfar en el ne-gocio de la música popular”. Talidomida, un riesgo monstruoso. In-dependencia de Argel. Boda de Juan Carlos y Sofía en España. Mue-ren William Faulkner y Herman Hesse. Se suicida Marilyn Monroe. 1963: Riesgo de guerra mundial por bases rusas en Cuba. Nikita Kruschev ordena desmontarlas. Muere Juan XXIII; le sucede Pablo VI. Caso Profumo en Inglaterra. Asesinado en Dallas, Texas, el pre-sidente John F. Kennedy. 1964: Cassius Clay, campeón mundial de los pesos pesados. Los melenudos de Liverpool llegan a la cumbre

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de la celebridad. Muere Nehru. Se inaugura la represa de Asuán. El Cordobés triunfa en Las Ventas. Kruschev cae en desgracia. Sartre renuncia al Nobel. 1965: Muere Winston Churchill. Escalada nor-teamericana en Vietnam. Mueren: Nat King Cole, La Bella Otero a los 97 años, el oftalmólogo Ignacio Barraquer, Le Corbusier y el escritor Somerset Maugham. 1966: Carlos Lleras Restrepo asume la presidencia de Colombia. El sacerdote y guerrillero Camilo Torres dado de baja en combate. Nacen los hippies, otro modo de vivir. 1967: Mueren Walt Disney y Azorín. Guerra de los Seis Días. Mos-he Dayan, ministro de Defensa israelí, convertido en héroe nacio-nal. Asesinado el Che en selvático paraje boliviano. Coronado el sha de Irán. El profesor Christian Barnard realiza el primer transplante de corazón. Miguel Ángel Asturias, Nobel de Literatura. 1968: Ase-sinado Martin Luther King. Descontento estudiantil en París. La mayor revuelta estudiantil y la mayor huelga general de la historia de Francia, y posiblemente de Europa occidental, secundada por más de nueve millones de trabajadores. Asesinado Robert Kennedy. ETA inicia atentados. Invasión soviética a Praga. Pablo VI visita Co-lombia. 1969: Festival de Woodstock, tres días de música y amor. Golda Meir, primera ministra de Israel. Muere Dwight Eisenhower. Dimite Charles De Gaulle. Papillon, récord de ventas. El hombre pone por fin el pie en la Luna. La Moda: El modisto André Courrè-ges, en París, y la diseñadora Mary Quant, en Londres, presentan en la colección de primavera-verano las primeras minifaldas, una re-volución festiva. La mujer adopta el pantalón como prenda de vestir en su vida diaria.

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Capítulo XIX

De cómo era la vida en El Peñón y de la manera sencilla en que transcurría nuestra juventud

La estadía en el barrio El Peñón mar-caría cambios fundamentales en la vida de los Fernández Riva. Hacía

ya dos años Claudio se había marchado con los jesuitas con el propósito de tomar la ca-rrera del sacerdocio; no habíamos vuelto a saber nada de él. Papá continuaba su lucha incansable por mantenernos y formar su empresa gráfica; mamá, ocupándose de su extensa familia y haciendo prodigios con el exiguo presupuesto y las necesidades siempre in crescendo, y nosotros, todavía inmersos en nuestros juegos infantiles, pero poco a poco convirtiéndonos en ado-lescentes.

Puede decirse que mi juventud y la de mis her-manos se caracterizó por una pasión desbordante por la lectura; por la deliciosa comida que preparaba nuestra madre; por la ayuda que debíamos prestar a papá en la imprenta; por los gratísimos paseos que

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hacíamos con él al Bosque Municipal y posteriormente a los sabrosísimos charcos del Cabuyal; y por una vida muy sencilla, carente por completo de lujos y aun de las cosas más necesa-rias. Los Fernández Riva tuvimos en verdad una adolescencia muy austera, aunque tengo que reconocer que en aquellos días la pobreza era mucho más llevadera que ahora. Todavía, ¡a Dios gracias!, no se habían inventado las “marcas”. Uno solo ansiaba estre-nar un blue jean nuevo, no importaba la marca, para poder dejar a un lado “el blue jean”, porque solo teníamos uno raído y desteñido, características que lamentablemente todavía no se habían puesto de moda por aquellos días. Igual cosa ocurría con los tenis, solo ansiábamos tener unos nuevos, que no estuvieran curtidos y molidos. ¡Y qué felicidad cuando estrenábamos nuestros flamantes Croydon! En el colegio pasaba lo mismo, nuestros uniformes estaban brillantes de tanto lavarlos y plancharlos y las medias con unas tremendas “galletas” que ya habían sido remendadas una y otra vez con gran tenacidad por nuestra madre; obra artística de la que no nos sentíamos orgullosos y que dada nues-tra falta de criterio no valorábamos en su real dimensión.

Pero a lo que sí fue verdadera-mente difícil acostumbrarse, al menos a mí me ocurría, era a sortear las difi-cultades que nos producía en el colegio nuestra difícil situación económica. ¡Qué “jartera”, por ejemplo, no poder

adquirir todos los útiles que nos pedían a principio de año! ¡Qué envidia de aquellas compañeras que a la semana de haber ingresado llevaban ya todos los libros y cuadernos perfectamente forrados y marcados, la caja de lápi-ces de colores, la escuadra, el compás, la tinta, el empate, el estilógrafo…! En nuestro caso, íbamos adquiriendo los cuadernos gota a gota, y los libros casi siempre de segunda; en algunos casos nunca llegábamos a comprarlos debido a su elevado costo, y para hacer las tareas o aprender las lecciones de-bíamos pedirlos prestados a nuestras compañeras o copiarlos, pero copiarlos a mano, porque en esa época todavía ni se escuchaba hablar de las indis-pensables fotocopiadoras modernas. Aunque ahora parezca mentira, esto me ocurrió con algunos libros durante toda la secundaria.

Otro martirio que debimos afron-tar Rosa Stella y yo en La Sagrada Familia era el cobro de la mensualidad del colegio; la madre Carolina, la ecó-noma del colegio, se paraba a la salida y buscaba, inquisidora, a quienes ya sabía que estábamos morosas. ¡Cómo tratábamos de camuflarnos para que no nos hiciera avergonzar delante de nuestras compañeras cobrándonos la mensualidad o mensualidades atra-sadas! Inútil empeño: casi siempre lograba divisarnos; nos alcanzaba antes que saliéramos y poniéndonos la mano en el hombro nos recordaba, sin la menor discreción, que estábamos atrasadas en la mensualidad y que te-

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níamos que pagar de inmediato porque de lo contrario no podríamos presentarnos a los exámenes. Era un momento amarguísimo. Ahora, con mucha más cancha, y desde luego, con mucha más desvergüenza, habría-

mos tomado la cosa en broma, diciéndole por ejemplo: “Madre, no se preocupe por la plata, porque plata no hay”, pero por aquellos días esa situación era un verda-dero tormento chino. Es obvio que estas li-mitaciones y similares experiencias deben haber sufrido también mis otros hermanos, especialmente el grupo de los mayores, cuando confluían de forma dramática los gastos estudiantiles y familiares y la esca-sez de recursos para hacerles frente.

Pero todas estas cosas no pasaban de ser nubecillas pasajeras en una adoles-cencia muy despreocupada que encontraba gran distracción en la lectura y mucho placer todavía en los juegos. Éramos, a pesar de todas estas circunstancias, unos chicos felices. Como ya he referido antes, El Peñón era por esa época un barrio muy tranquilo y el tránsito de vehículos toda-vía muy escaso; por las noches salíamos a jugar en la calle con algunos vecinos de nuestra edad y nos divertíamos como lo-

cos montando en bicicleta, saltando la soga y jugando rayuela. Mis hermanos varones practicaban fútbol en plena calle y los menores jugaban a las escondidas o a policías y ladrones por toda la cuadra. Durante estos años, mi padre nos cultivó también el amor al teatro, a la poesía, a las zarzuelas. Cuando llegaba alguna compañía al Teatro Municipal, allí estábamos siempre presentes en la segunda fila de platea disfrutando ma-ravillados las representaciones. A pesar de su limitado presupuesto a papá le gustaba que asistiéramos al teatro en los mejores lugares. Era algo que él amaba y quería que nosotros también lo apreciáramos.

Mi hermana Martha Cecilia junto a María Eugenia en su

grado de bachiller.

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De nuestro paso por El Peñón hay una anécdota que pone de manifiesto la generosidad y energía de nuestra madre. Resulta que algún día a mamá se le ocurrió dar de comer semanalmente un almuerzo sabroso y abundante a unos pocos mendigos que deambulaban de for-ma regular por el barrio pidiendo limosna. Así lo hizo: preparó fríjo-les con garra, arroz, mazamorra, pan y jugo para el pequeño grupo de invitados, a los que ella misma atendió con solicitud. La cosa re-sultó bastante exitosa; lo malo fue que se convirtió en un éxito pare-cido al que cuenta Vargas Llosa en su Pantaleón y las visitadoras: el grupo de comensales de los jueves fue creciendo y creciendo, hasta convertirse en una verdadera muchedumbre. Cuando llegábamos del colegio, era realmente difícil abrirse paso a través del gentío para subir las gradas hasta el hall de la casa. Por lo demás, no existía el menor asomo de discriminación o de asco; se les servía a los mendigos en los mismos platos en los que luego nos servían a nosotros. Este gesto de caridad cristiana de mamá se fue convirtiendo con el tiempo en una pesada obligación semanal de la que solo pudo rele-varse años después cuando nos mudamos al barrio Granada. Un dato anecdótico que puede servir tam-bién de moraleja de esta historia es el hecho de que los mismos mendigos que disfrutaron por tan largo tiempo la sazón de nuestra madre, apedrearon nues-tra casa cuando se enteraron de que nos habíamos mudado a otro barrio sin dejarles la nueva dirección.

El tiempo seguía su curso y poco a poco fuimos convirtiéndonos en adolescentes, perfilando nuestra personalidad y viviendo los acontecimientos que luego determinarían el curso de nuestras vidas.

Mi hermana Rosa Stella brinda junto a Martha Cecilia en la animada celebración de sus quince años.

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El coraje de un hombreJosé Fernández Morgado

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Un diciembre, en una Novena del Niño Dios de las que se acostumbraban realizar por aquellos años en algunas casas de El Peñón, conocí a Miguel Ángel Hernández Castaño, un joven manizalita que en un primer momento no llamó mi atención. Él, en cambio, quedó “flechado”. Empezó a “molestarme” asiduamen-te, como decíamos en ese entonces a los enamora-mientos, y gracias a sus reiteradas serenatas y a su pertinaz empeño acabé aceptándolo e inicié entonces

un noviazgo complicado que tendría como principal característica mantenerse por correspondencia durante cinco años hasta mi casamiento.

Javier y Ernesto ayudaban a papá en la imprenta, pero por esa época, ya convertidos en unos mozalbetes, empeza-ron a tener sus novias y sus líos. Algunas noches salían hasta bien tarde con sus amigos, lo que en no pocas ocasiones les produjo problemas, ya que en las cosas de educación y disciplina nuestro padre era completamente chapado a la antigua.

Rosa Stella comenzaba a destacarse en el colegio y a dar muestras de su gran inteligencia. Siempre fue muy buena alum-na; tenía una memoria prodigiosa.

Álvaro era todavía muy joven, pero ya el ambiente del barrio San Nicolás lo había marcado. Su vida y sus actuaciones futuras responderían a esa realidad. Pa-rece que en el colegio daba muestras de

mucha inteligencia, pero ya empezaba a dar también una que otra señal del carácter conflictivo que siempre lo ha caracterizado y que influiría decisivamente para que no terminara el bachillerato.

Martha Cecilia era una niña bonita y traviesa. Parecía que iba a ser muy alta, pues tenía las piernas

Mis hermanos Javier y Ernesto en su feliz

y despreocupada adolescencia.

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largas y delgadas, pero no fue así. Mon-taba mucho en bicicleta, a mí también me gustaba hacerlo, pero tengo que reconocer que ella era una verdadera maromera de circo. Hacía cosas increí-bles: se venía a todo pedal, parada en el manubrio y con los brazos abiertos, desde una ligera cuesta que había arriba de nuestra casa. Varias veces se cayó y sus piernas raspadas y llenas de rasguños hablaban de sus proezas. Era muy amiguera, pero mala estudiante. Sus notas dejaban mucho que desear. Durante unos años estuvo interna en un colegio de Bogotá. Recuerdo que de un momento a otro empezamos a no-tar que se iba poniendo rubia. Mamá le preguntó: “¿Qué te ha pasado en el cabello?” A lo que ella respondió con picardía: “Es el agua del internado”. Lo que sucedía realmente era que la muy coqueta se estaba enjuagando su cabello con agua oxigenada para acla-rarlo. Era demasiado inquieta, no llegó a graduarse de bachiller, pero poseía una bondad, una nobleza y una simpa-tía arrolladoras que la acompañarían siempre en su corta, pero riquísima existencia.

Por aquella época empezaron los problemas con Manolo. Sucedió que un día llamaron a mi mamá del colegio Berchmans, en donde él tam-bién estudiaba la primaria (tenía solo seis años), pues su profesora estaba alarmada al descubrir que había inten-tado, infructuosamente, desde luego, falsificar su firma en la libreta de califi-caciones. La impresión fue mayúscula.

A la pregunta de mamá de por qué lo había hecho, Manolo contestaba con cara de inocente que no sabía. Si ella hubiese visto con mayor detenimiento las calificaciones habría obtenido la evidente respuesta. Hoy en día quizá lo habrían llevado a un psicólogo y se habría tratado de investigar el porqué de ese comportamiento tan insensato en un niño de tan corta edad, pero aquellos eran otros tiempos, y además, con tantos hijos y tantas dificultades no había cómo detenerse mucho en las particulares necesidades de formación de cada uno. Así que se le dio una tun-da y se olvidó el problema.

María Eugenia era todavía pe-queña; una niña muy bonita y muy formalita. Sin embargo, también tenía su carácter. Algunas veces cuando lle-vaba a pasear al parque a mis herma-nos menores, ella se me “ranchaba” en medio de la calle, se tiraba al suelo y no había poder humano que la hiciera levantar para seguir adelante. ¿Cuál era el motivo de su pataleta? Eso ya se me ha olvidado, pero las vergüenzas que me hizo pasar no tienen nombre. No deja de ser éste un hecho anecdótico que habla de una faceta infantil com-pletamente contraria a la personalidad serena, ecuánime y conciliadora que derrocha en su vida adulta mi querida hermana Marujita.

Carlos y José Enrique, “Pepito”, estaban muy chicos todavía; eran los benjamines de la casa y mimados por todos. Rosa Stella y yo debíamos cui-darlos, ayudarles a hacer sus tareas y

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El coraje de un hombreJosé Fernández Morgado

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también vigilarlos para que nada malo les pasara y no hicieran travesuras, labores que hacíamos con gusto porque siempre tuvimos para con ellos, por su corta edad, especial preferencia. Ernesto y Javier tenían fama de bravos entre los amiguitos de Carlos y Pepito, pero esta característica que les infundía respeto y has-

ta miedo se convertía en una tabla de salvación para ellos cuando apa-recía algún bravucón en la cuadra o cuando afrontaban dificultades por alguna travesura infantil. La casa de El Peñón resultó un sitio espe-cialmente grato para la niñez de este par, porque aprendieron a disfrutar sus alrededores: a solo dos cuadras quedaba el río Cali y el famoso Char-co del Burro cerca de El Obelisco; en la esquina, un lote inmenso con un frondoso árbol de mango que era la sede de la “barra” y el sitio de juegos y reuniones con los amigos; a unas cuadras el cerro de Belalcázar y allí mismo la estatua del fundador de

la ciudad, desde la cual elevaban cometas; la bonita avenida Circunvalar llena de árboles de mango, que era lugar obligado de paseo; el increíble Parque del Acueducto, donde se purificaba el agua tomada del río Cali que abastecía la ciudad, un hermoso lugar al que muchas tardes llevé a mis hermanos pequeños para enseñarles a apreciar y admirar los tornasolados atardeceres; la colina de San Antonio, con su capilla emblemática donde eran frecuentes las festividades con fuegos artificiales y vaca loca; el parque de El Pe-ñón, con sus árboles y bancas frente a la entrada del colegio de La Sagrada Familia; a muy pocas cuadras, el barrio San Antonio, con sus coquetas casitas y sus calles estrechas que podían recorrerse sin peligro, y muy cerca, el río Aguacatal y el sector del Bosque Municipal, adonde continuábamos acudiendo con papá cada domingo.

Mi inolvidable hermana Martha Cecilia con el

encanto y la coquetería que siempre la

caracterizarían.

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En un entorno como este eran muchas las aventuras que vivían mis hermanos pequeños, pero claro, sus andanzas no estaban exentas de pe-ligros. En un brillante día de verano ocurrió un grave percance que bien pudo terminar en tragedia. Sucedió que, como era habitual cuando llega-ban los vientos de agosto, Carlos Gui-llermo, Manolo y varios de sus amigos subieron a la colina de Belalcázar a elevar cometas. Y aconteció que a Carlitos –quien siempre tuvo una es-pecial habilidad para desarrollar ideas originales–, se le ocurrió treparse precisamente encima del famoso brazo extendido de la estatua para obtener el punto más alto para su cometa, pero en medio de esas maromas infantiles se cayó (esto del brazo de Belalcázar lo volvería a recordar Carlos años después, cuando realizó con esa mis-ma estatua y su brazo extendido, la campaña política de Gustavo Álvarez Gardeazábal a la gobernación del Valle del Cauca). Logró, sin embargo, sujetarse como pudo por los bordes de la estatua de más de cuatro metros de

alto. Al llegar al suelo se golpeó fuer-temente en pleno mentón y empezaron a brotarle incontenibles chorros de sangre. Manolo y sus amigos, llenos de angustia, lo cargaron y lo bajaron en ese estado por casi cinco cuadras hasta la casa. Un tremendo susto para nues-tra madre, que lo vio llegar cubierto de sangre. Un episodio que pudo tener consecuencias impredecibles, pero que se superó felizmente con la sutura de unos cuantos puntos y sin dejar más secuelas que una pequeña cicatriz casi invisible y un vínculo premonitorio con la famosa estatua.

Pepito también, como casi to-dos nosotros, tuvo su oportunidad de dar un terrible susto a mamá: uno de tantos días se le ocurrió meterse las pepitas de colores de un ábaco por los orificios de su entonces muy pequeña nariz, quedando completamente con-gestionado y a punto de asfixiarse. Resultado: carreras, médicos, pinzas, llanto y al final, retorno feliz al hogar con un Fernández Riva recobrado y en perfecto estado.

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Capítulo XX

De cómo Claudio volvió a la casa familiar y de las cosas que luego le acontecieron

L a rutina en la que se desenvolvía nuestra sanfranciscana vida se rompió un día en que papá llegó

muy excitado y alegre a la casa, nos reunió a todos y nos dijo: “Su hermano Claudio se fue hace dos años, pero hoy va a volver. Voy a ir a recibirlo al aeropuerto y luego vendré con él a casa. Seguramente habrá cambiado y hablará diferente, pero, mucho cuidado con burlarse de él. Hoy es un día muy feliz y quiero que todos estemos muy contentos”.

La noticia era realmente sorprendente y todos nos quedamos aguardando su llegada con gran ex-pectativa. Cuando Claudio hizo su entrada se veía diferente: pantalón y saco de paño, corbata y sombrero de fieltro. Además, hablaba con marcado acento paisa: “¡Eh, Ave María, hombre! ¡Cómo han crecido todos!” Rosa Stella y yo nos miramos con ojos cómplices y estuvimos a punto de soltarnos a reír al oírlo, pero la

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cara de papá nos recordó que debíamos guardar compostura. Para mi padre la llegada de Claudio fue algo muy grato; se le notaba en la cara que estaba muy contento. Nunca supimos qué fue lo que pasó y por qué Claudio se salió del seminario jesuita. Parece que hasta alcanzó a predicar en algunas pobla-ciones de Antioquia, como La Ceja, El Retiro y Rionegro. Alguna vez comentó que había meditado mucho en la difícil situación económica de papá y en la responsabilidad que tenía para con él, y que por eso había tomado la decisión de regresar para ayudarlo, pero ese motivo no parecía tener fundamento porque esa misma razón no lo detuvo al momento de marcharse.

Con todo, al principio Claudio se veía muy devoto; iba a misa varias veces en la semana y rezaba el rosario todos los días. Papá tenía la costumbre de comprar cada semana la lotería con la ilusión de ganársela y superar así tantas dificultades económicas. Clau-dio, al observar esto, se le acercó un día y le dijo: “Papi, si se quiere ganar la lotería, yo tengo la fórmula”. Papá, que tenía mucha fe en su inteligencia y en su razonamiento matemático, le preguntó: “¿Cuál es esa fórmula?”, a lo que Claudio contestó: “Tenemos que pedírselo a Dios y rezar todos con mucha fe”. José Fernández, que no era por aquellos días tan creyente como se tornó al final de su vida, se quedó callado, pero su mirada de desapro-bación hablaba de lo ridícula que le había parecido la propuesta. De más

está decir que nunca rezamos, ni con poca ni con mucha fe, por esa causa y así, la fórmula de Claudio se quedó inédita.

Poco después ingresó en la Uni-versidad del Valle a estudiar inge-niería electromecánica. De manera paulatina fue olvidándose de sus años en el seminario y perdiendo su fervor religioso. De hecho, en la universidad se tornó izquierdista y empezó a reci-bir revistas de la Unión Soviética y de China. Iba a la universidad en bici-cleta. Al salir de clases por las tardes se trasladaba en ella a la imprenta y allí se dedicaba a levantar galeras en la Linotipo hasta bien entrada la ma-drugada; cuando el cansancio lo rendía se acostaba en un camastro que había en un rincón. Este periodo de la vida de Claudio fue difícil y muy agobiante. Tenía que ayudar a papá en la impren-ta y buscar como fuera un tiempo para estudiar. Tropezaba con el problema que nos aquejaba a todos en los estu-dios: la falta de recursos para adquirir los materiales que requeríamos; por lo cual su carrera debió hacerla a costa de sacrificio, esfuerzo y estudio. En esa época conoció a Beatriz Royo Mesa, quien tiempo después se convertiría en su esposa. Ella, quien en aquel en-tonces era también una jovencita que empezaba su carrera de enfermería, supo apreciar en aquel joven tímido e introvertido, pero inteligente y esfor-zado, las cualidades que harían de él en el futuro un profesional brillante y destacado. Se hicieron novios y com-

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independientes para cada máquina; un volante y una polea para la guillotina que por aquellos días funcionaba de manera manual; mantenimiento para los motores de las máquinas, e infini-dad de inventos originales y prácticos para mejorar y agilizar la producción.

partieron desde ese momento su vida universitaria.

Ya como estudiante de ingenie-ría, Claudio aportó a mi padre y a la imprenta todos sus conocimientos e implementó en el taller muchas me-joras: una red eléctrica con circuitos

Mi hermano Claudio en una vibrante partida de ajedrez durante sus años universitarios. El ajedrez es una de las aficiones que

hemos disfrutado todos los Fernández Riva pero en la que Claudio fue especialmente destacado logrando sobresalir en

varios campeonatos.

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Papá junto a su Linotipo.

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Capítulo XXI

De mi vida en la imprenta junto a papá y de lo que allí acaecía

P or esos días me gradué en el co-legio de La Sagrada Familia. No recuerdo exactamente por qué no

continué estudiando, creo que pensaba que me iba a casar pronto y preferí ayudar por un tiempo a papá en la imprenta. Mi labor allá tenía obligaciones variadas: lle-vaba la contabilidad y el archivo, en forma elemental, desde luego; iba a pie hasta la Cámara de Comercio, nuestro principal cliente, a recibir de manos de don Alfonso De Francisco, el presidente de esa institu-ción, en aquel entonces, el ansiado cheque correspondiente a la impresión semanal del boletín de la Cámara; “falsificaba” luego por atrás la firma de papá (como es obvio, con su consentimiento) y lo cobraba de in-mediato porque se necesitaba con urgencia para pagar la nómina.

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A propósito de estos “endosos”, he notado que poseo una gran habilidad para este tipo de escritura, habilidad que todavía no he tenido oportunidad de explotar. Pero como suele suceder, cuando se copia regularmente una fir-ma con el tiempo se le va añadiendo o quitando algo. Lo gracioso es que alguna vez papá firmó personalmen-te un cheque para cobrarlo y se lo devolvieron por “inconsistencia en la firma”, cosa que como es de imaginar le produjo bastante irritación. Gestio-nes similares hacía también con otros clientes y algunas veces me tocaba hablar con el gerente del banco para pedirle (algo que luego se volvió endé-mico en Feriva) un sobregiro. Atendía también a los clientes y proveedores, compraba el papel para algunos tra-bajos, plegaba y encarraba cuando era del caso (o sea, casi siempre), y cuando había que barrer, organizar la oficina y servir los tintos porque no había ido Carlotita, otra empleada emblemática de la Feriva de ese entonces, hacía también con gusto todos esos oficios. La imprenta era todavía muy pequeña y nadie tenía funciones determinadas ni de privilegio; a todos nos tocaba hacer de todo.

Durante los años que trabajé jun-to a papá pude observar y admirar de cerca su lucha y su coraje. Era incan-sable para trabajar. Se levantaba de la Linotipo solo para atender a un cliente o un proveedor, o para retirar la capa superficial de escoria del plomo que se fundía en un crisol cerca a su máquina

y con el cual formaba luego las barras alimentadoras que, colgadas de una cadena, se derretirían en el crisol de la Linotipo y formarían los lingotes uno a uno. En el taller no había ven-tiladores ni nada que se le pareciera, y a ratos hacía un calor endemoniado, pero papá nunca se quejaba y con su fortaleza y energía nos daba la pauta a todos los que trabajábamos junto a él. Con Ricardo Astudillo, el más fiel de sus empleados, armaba luego los va-riados trabajos que se producían ya en aquella época, cuya calidad, obtenida con base en la gran capacidad editorial de nuestro padre, rebasaba con mucho el elemental taller del que disponía en ese entonces. La mística podía más que lo obsoleto de las máquinas y José Fernández Morgado iba ganando fama de editor impecable.

Era muy raro que un trabajo se dañara o que generara algún reclamo, pero cuando esto pasaba papá tenía gestos verdaderamente grandes. En una ocasión un cliente le reclamó con enojo por algún error cometido en un trabajo, y aunque ya se había llevado la publicación en cuestión, mi papá le dijo con entereza: “Si usted no ha que-dado satisfecho con nuestro trabajo, yo no puedo aceptar este pago” y en seguida rompió delante del cliente el cheque con el que le habían cancelado el trabajo cuestionado. Este y muchos otros gestos por el estilo, fueron ha-ciendo que la corrección a toda prueba “del cubano Morgado”, como todo el mundo lo conocía, se fuera volviendo

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proverbial. En un medio como el de los imprenteros, en el que era común la bebida, la disipación y la irrespon-sabilidad, la figura sobria, honesta y esforzada de nuestro padre despertaba respeto y admiración, pero también rechazo y hasta burla ante lo que se consideraba una estupidez: trabajar y matarse tanto por sacar adelante a su familia.

Papá fue siempre muy organiza-do; a pesar de sus múltiples ocupacio-nes, se daba tiempo para llevar una relación pormenorizada de los trabajos que producía en la imprenta. Todavía conservo un cuaderno donde anotaba con su clara y bella letra, que no cam-bió con el paso de los años, los trabajos de cada semana. Era también el único abogado de la empresa. Conocía de memoria el Código de Trabajo y cuan-do excepcionalmente algún empleado quería buscar problema, él le citaba el artículo y el parágrafo correspondien-te. Fue un patrón justo que cumplió al pie de la letra todas las leyes laborales y que, en la medida de sus exiguos ingresos, trató de estimular a quienes laboraban con él. Hay una anécdota que ilustra su absoluta honestidad en cuanto a impuestos y leyes laborales. En cierto día de septiembre, se apare-ció por la imprenta un delegado de la oficina del trabajo indagando por qué todavía no había pagado la prima a los empleados. “Es cierto, aún no la he pagado –le explicó papá– porque no he tenido con qué. Sin embargo, estoy trabajando arduamente para

pagarles lo más pronto posible”. El pe-queño burócrata se quedó viéndolo con mirada ladina y con aire cómplice le insinuó: “Caramba, don José, y ahora ¿qué vamos a hacer?”. No lo hubiera dicho. Papá le refutó con voz de trueno: “¿Cómo, que qué vamos a hacer? ¡Cum-pla con su deber!” Es decir, “póngame la multa que corresponde, pero no crea que voy a pagarle para que no lo haga”.

Y es que la gran simpatía y don de gentes que distinguían a José Fer-nández Morgado dejaban paso a una gran furia cuando observaba algo inco-rrecto. Esto pasaba sobre todo, cuando iban a venderle material de imprenta (tipos, matrices, papeles) que sabía era robado de otras impresoras. En cierta ocasión fueron a venderle unas cajas de matrices, y todavía recuerdo la furia con la que despachó al vendedorcito aquel que de seguro lo habrá pensado bien antes de ofrecerle su “atractiva” mercadería a otro impresor: “¡Yo no compro cosas robadas! ¡Carajo!”. Pala-bras dichas con esa tremenda “ira san-ta” que afloraba en mi padre cuando las circunstancias lo imponían. Y no es que fuera mal hablado, todo lo contra-rio, se expresaba con gran propiedad en un hermoso y fluido castellano, pero solía decir que no había como un “buen Carajo a tiempo”; y cuando era del caso lo ponía en práctica con genio y volu-men de gallego, e indefectiblemente, con bastante efectividad.

Pero, por otra parte, su don de gentes y un innato sentido de las rela-ciones públicas le hacían tener gestos

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delicados y agradecidos hacia quienes estaban relacionados con la empresa, tanto en el ramo de proveedores como con los bancos y clientes. Una de sus primeras preocupaciones al llegar la Navidad era comprar las botellas de vino o whisky que obsequiaba a los gerentes y encargados de las cuentas corrientes de los bancos, al igual que a algunos proveedores que habían teni-do gestos de paciencia y comprensión durante el año. Yo era la encargada de llevar tan grata encomienda y no puedo negar que sentía un especial orgullo y satisfacción al recibir los agradecimientos efusivos de quienes no esperaban este tipo de detalles de una empresa tan pequeña. El obsequio de fin de año para sus leales clientes era también motivo de especial medi-tación y se traducía siempre en algo original y práctico.

A pesar de que por aquellos días, papá debía todavía ocuparse de levantar personalmente los textos en la Linotipo, supervisar la armada e impresión de los trabajos y atender a proveedores y clientes, siempre en-contraba tiempo para recibir con gran calidez y amabilidad a quienes acudían a su taller en busca de asesoría en algún trabajo gráfico. Experimentaba sobre todo un sincero deseo de apoyar el talento literario y artístico de las jó-venes promesas que llegaban hasta él en busca de soporte para promocionar sus obras. Muchos son los escritores y artistas que guardan en su memoria un recuerdo grato de su paso por la pe-

queña, pero amable Feriva de aquellos años, y de la cálida atención que reci-bieron del cubano Fernández Morgado. La anécdota que narro a continuación hace parte de esas vivencias.

Estamos en 1963. En el mes de julio de ese año llega a Cali, procedente de Italia, el joven Pedro Alcántara lue-go de realizar sus estudios de pintura en la Academia de Bellas Artes en Roma. De inmediato empieza a orga-nizar su primera exposición de pintu-ra, pero como no conoce a nadie en el medio gráfico, consulta en La Tertulia quién puede asesorarle en la impresión de unos volantes promocionales. Allá le recomiendan a José Fernández Morga-do: “Es un señor cubano muy amable, le dicen, apoya a los autores jóvenes”.

Vale acotar aquí que nueve años antes, Alfonso Bonilla Aragón, connotado periodista, hombre de gran influencia y líder en múltiples ámbi-tos conducentes al progreso de Cali y de la región, y quien observaba con buenos ojos las reuniones de señoras realizadas en sus residencias por Ma-ritza Uribe de Urdinola y Clara Inés Suárez con el fin de departir sobre temas culturales y literarios, tomó la decisión de alquilar una casa en la Carrera Quinta No. 4-10 en las faldas del barrio San Antonio, con el firme propósito de “refundar el pensamien-to y el espíritu de opinión disidente y de avanzada en la ciudad”. Así nació “La Tertulia”, como se la empezó a conocer popularmente, donde se de-batía en un principio de política y de

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literatura, y donde asistían personalidades como Jorge Zalamea Borda, poeta insigne, Alfonso López Michelsen, en sus primeros atisbos de liderazgo social, el excelso poeta Rafael Alberti y Gonzalo Arango y el grupo fundador del célebre y polémico movimien-to literario Nadaista, entre otros.

J. Mario Valencia, quien junto con Gonzalo Arango, Elmo Valencia y otros miembros del grupo Nadaísta habían hecho excelente amistad con Alcántara, tuvo tam-bién halagüeñas expresiones al referirse al cubano: “ Es un gran tipo, le comentó, le gusta todo lo de vanguardia, todo lo nuevo. Conoce mucho sobre la historia del arte y las vanguardias europeas. Se puede charlar muy sabroso con él”.

A Pedro Alcántara, la industria gráfi-ca no le era desconocida. Su abuelo, Teófilo Martínez, fue también propietario de una imprenta importante: Editorial América, y a su lado aprendió a querer las artes gráficas. Al conocer a don José simpatizó con él desde el primer instante. Se dio cuenta de que el cu-bano no solo tenía un gran conocimiento de todo lo relativo a la imprenta, sino que poseía

una amplia cultura personal. Junto con J. Mario Valen-cia tomaron la costumbre de llegar hasta el pequeño taller que por aquellos días no tenía oficina de recibo ni nada que se le pareciera, sino solamente un viejo sofá en mal estado con algunos resortes a la vista, en el cual se recibía a clientes y proveedores. Alcántara y sus jóvenes amigos nadaístas se sentaban sin ningún protocolo en el suelo y papá por simpatía hacia ellos, hacía lo mismo.

–¿Qué quieren muchachos? ¿Qué necesitan? –les decía apenas los veía llegar.

Recorte del periódico El País anunciando la primera exposición del

maestro Pedro Alcántara, a quien mi padre ayudó en el inicio de su exitoso

camino por las artes plásticas.

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— No, mire don José –le contes-taban ellos, con timidez, sin atreverse a pedirle ayuda–, es que tenemos un evento y necesitamos unos volantes.

— A ver, muchachos –les decía con la calidez que lo caracterizaba–, ¿cuánto tienen para esos volantes?

Al final, acababa completándoles lo que les faltaba. Su apoyo era com-pletamente desinteresado. A pesar de que su situación económica era por aquellos años muy complicada, nunca les pidió a los jóvenes artistas una de sus obras en pago o en canje por los trabajos editoriales que les hacía. Ex-perimentaba sincero entusiasmo con la naciente carrera de esas jóvenes promesas del arte y procuraba no solo apoyarlos con sus trabajos sino acudir, a pesar de sus múltiples ocupaciones, a los eventos que organizaban. Le gusta-ba compartir con ellos los trabajos que hacía en su taller y hasta les permitía colaborar con él en pequeñas tareas. A

su lado aprendieron muchos secretos del arte tipográfico. A Pedro Alcántara, el más conocedor de las artes gráficas por la herencia de su abuelo, le ense-ñó a sacar pruebas en la rústica, pero hermosa sacapruebas de aquellos días, y según recuerda ahora, lo hacía de manera muy eficiente.

Hoy, el maestro Pedro Alcántara, cuya obra pictórica es reconocida na-cional e internacionalmente, rememo-ra con emoción y nostalgia esos prime-ros tiempos de su carrera artística y de manera especial esas gratas tertulias improvisadas en el pequeño taller del cubano José Fernández Morgado.

Entre las anécdotas de esa época recuerdo un día singular en el que el norteamericano gerente de la Mer-genthaler, empresa a la que mi padre compraba por correo los repuestos y matrices para su Linotipo, lo visitó en su modesto taller. Esa fue una muy

Placa original, distintivo de las máquinas componedoras en caliente Linotype. El esmero de papá por mantener su máquina en perfecto estado le mereció la visita del gerente general de la Mergenthaler.

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grata sorpresa para papá. No se han borrado de mi mente la calidez y la simpatía con la que los dos estuvieron conversando durante casi una hora. Papá había estudiado el inglés por su cuenta, materia en la que siempre me ayudó durante mis estudios, y se de-fendió muy bien en su conversación con el gringo. Fue un momento muy emo-tivo para mi padre el recibir a este im-portante personaje a quien no conocía sino a través de una correspondencia mantenida a lo largo de varios años. El gerente general de Mergenthaler, por su parte, había cobrado también una gran simpatía por el modesto, pero inteligente y carismático impresor cu-bano a quien conocía desde hacía años solo por sus correos y por eso no quiso irse de Colombia sin conocerlo perso-nalmente y presentarle su saludo.

Aún hoy, después del falleci-miento de mi padre y a pesar del tiempo transcurrido, Feriva continúa disfrutando de ese sello indeleble de corrección, caballerosidad e hidalguía

que José Fernández Morgado im-primió vigorosamente a su empresa editorial.

Mi padre fue también un correc-tor de estilo inigualable que se daba tiempo para corregir en vivo y en di-recto los originales que transcribía, y entre galera y galera revisar de manera prolija los trabajos. Amaba los libros y era un orgullo para él editarlos com-pletamente pulcros y libres de errores. Ahora que han llegado a mis manos algunas obras producidas por la Feriva de aquellos días, he podido observar su admirable corrección de estilo.

Desde luego, Editora Feriva era en los años sesenta una empresa gráfica todavía pequeña que iba cre-ciendo muy lentamente. A pesar de sus esfuerzos, mi padre no lograba proyectarla como ansiaba ni tampoco aumentar en forma significativa los ingresos para mantener a su vasta familia. Sin embargo, una circuns-tancia providencial estaba por llegar a nuestras vidas.

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Doña Susana de Vaccari, nuestra querida amigae inolvidable benefactora.

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Capítulo XXII

De cómo el legado de una buena amiga transformó nuestras vidas

Desde los primeros días de su llegada a Colombia, mis padres conocieron a quien habría de ser

una de sus más entrañables amigas, la distinguida y bella dama caleña Susana Caicedo, casada con el caballero italiano Armando Vaccari. La suya fue una amis-tad que nació sincera y espontánea y que fue creciendo fraternal y sólida a lo largo de los años.

Doña Susana –como siempre la conocimos todos en casa–, admiraba profundamente la vida honesta de trabajo y entrega de mis padres. Sus ojos conmo-vidos observaban con inteligencia la lucha desigual que libraba papá contra la edad y contra el tiempo, tratando de producir con sus envejecidas herramien-tas los recursos para mantener a su crecida familia. Para esta gran mujer, resultaban mucho más dignos de su admiración y de su aprecio el inteligente amigo cubano y su bella esposa peruana porque nunca, ni

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en sus momentos de mayor necesidad, acudieron a la amiga pudiente en bus-ca de ayuda. ¡Qué distintos a tantos que se acercaron a ella solo con el fin de sacar provecho! Y entonces, al final de su vida, con ese corazón profun-damente cristiano que la distinguió siempre, tomó la decisión de hacerles un regalo maravilloso a sus amigos del alma.

No todos los recuerdos se “esca-nean” en el alma con la misma “reso-lución”. El recuerdo de los días en que doña Susana enfermó y murió quedó grabado con tinta indeleble entre mis vivencias del pasado. Desde hacía ya un tiempo mis padres comentaban con pena el crítico estado de salud de su buena amiga. Una noche en que con motivo del aniversario de su matri-monio mis padres salieron a comer al restaurante Don Carlos, un sitio muy distinguido y lugar de encuentro de la sociedad caleña, nos avisaron de su fallecimiento. Fue grande la tristeza que este hecho doloroso les produjo, porque habían llegado a quererla como si fuera su pariente. Con inmensa pena acompañaron a la querida amiga has-ta su última morada y guardaron su preciado recuerdo en el corazón.

Pasaron más o menos quince días y cuál no sería la sorpresa cuan-do recibieron una llamada de Pedro Armando Caicedo, sobrino de doña Susana, quien les avisó que debían presentarse a la apertura del testa-mento, pues habían sido incluidos en él. Esto era algo realmente extraordi-

nario; llenos de expectativa acudieron a la convocatoria y, entonces, se en-teraron de algo en verdad prodigioso: Susana Vaccari les había legado nada menos que una casa.

¡Una casa! Nuestros padres no cabían en sí de la alegría. Era un regalo maravilloso de una verdadera amiga. Al volver, papá nos reunió a todos, nos contó lo que había sucedido y en ese mismo instante improvisó una oración en homenaje y agradecimiento a la amiga ausente. Nunca observé a papá tan contento y a la vez tan con-movido.

Y desde ese momento empezó a cultivarse en nuestra casa la devo-ción y la gratitud por doña Susana de Vaccari, la amiga ausente. Durante años se realizó en la iglesia de San Judas una misa para honrarla en su aniversario. Luego el estado de salud de mamá hizo difícil continuar con este acto de gratitud. Sin embargo, su memoria permanece viva en el recuer-do agradecido de todos los Fernández Riva que jamás podremos olvidar su gran generosidad.

Al día siguiente de este acon-tecimiento, mis padres fueron a co-nocer emocionados y expectantes su casa, ubicada en la Avenida Quinta Norte No. 16N-87, que desde ese momento quedó bautizada como La Casa de Granada. Regresaron en-cantados, era mucho mejor de lo que imaginaban. Luego fuimos todos a conocerla. Sin alcanzar a valorar la

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trascendencia que este legado tenía para mis padres, mis hermanos y yo nos dedicamos curiosos a recorrerla. Entrábamos y salíamos desde el lar-go corredor a los amplios cuartos, al comedor con sus arcos decorados, a la cocina situada en la parte de atrás, a los inmensos baños y al abandonado mezzanine con ventanas a la calle. Para nosotros era una casa grande en no muy buen estado, pero para papá

y mamá era “su casa”, dos palabras que dejaban atrás todo un pasado de frustraciones, de agotadoras mu-danzas, de arriendos onerosos, para convertirse ahora en la embriagadora realidad de tener por fin una casa pro-pia. Luego de dos semanas, y a pesar de nuestro natural apego a la casa de El Peñón, en la que habíamos vivido durante cuatro años, nos trasladamos a nuestro nuevo hogar.

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XII Parte

La casa de la Avenida Quinta

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Capítulo XXIII

De cómo fue la vida de los Fernández Rivaen la casa de la Avenida Quinta

P uede decirse que a partir de 1962 nuestra historia tiene un antes y un después, porque ya nada volvió

a ser igual para José Fernández Morgado luego de recibir esa herencia. La casa de Granada marcó una nueva era no sólo en nuestras vidas, sino también en el futuro y el progreso de la imprenta. Mi padre siempre había tenido que trabajar con una gran presión económica. Su carencia de patrimonio le obligó muchas veces a acudir a prestamistas particulares y pagar intereses de agio.

Fui testigo del esfuerzo que tuvo que realizar en varias ocasiones para cumplir con los inhumanos intereses que prácticamente anulaban las precarias ganancias de los trabajos realizados. Pero ahora, con-tando ya con un patrimonio como respaldo, papá pudo acudir a los bancos para realizar préstamos mucho más equitativos. Tuvo entonces más solvencia para comprar

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materiales, pagar nómina y servicios y para ir adquiriendo la maquinaria que le permitiría realizar mejores trabajos en menor tiempo. Desde ese momento, Feriva empezó a crecer de forma pla-nificada y organizada.

Con el tiempo, nuestra casa de Granada fue cambiando y hermoseán-dose, tornándose más acogedora y con-fortable; el buen gusto de mi hermana Rosa Stella, quien ya cursaba varios semestres de arquitectura, fue dejando su huella por toda la casa; se cambiaron las baldosas amarillas y rojas por piso de granito pulido y retales de mármol; se modernizaron los inmensos baños y la cocina, y en las habitaciones se colo-caron amplios closets. Luego de algunos años, Rosa Stella construyó en el mez-zanine un bello apartamento para que papá y mamá tuvieran en él cierta in-dependencia y se sintieran más a gusto. En el corredor se colocó una jardinera llena de plantas, y allí papá sembró un día con gran ilusión una pequeña palma real que le recordaba a las de su lejana Cuba; una palma que al crecer llegó a destacarse entre los tejados ve-cinos y se convirtió, gracias al abanico de sus grandes hojas flexibles, en la mayor fuente de frescura de nuestra casa. Pero lo más agradable de todo fue que, a pesar de todas estas reformas, la casa de Granada conservó siempre ese encanto de las casas del Cali Viejo, con sus techos altos, sus alcobas espaciosas y frescas y el amplio y alegre corredor lleno de plantas que disfrutábamos desde el comedor.

Ya era más fácil para papá tras-ladarse a la imprenta, pues ahora la empresa quedaba mucho más cerca, a unas seis cuadras de distancia. Podía ir caminando en la mañana y volver a la hora de almuerzo. Los Fernández Riva habíamos crecido, éramos ya jóvenes y disfrutábamos mucho esos momentos de encuentro gastronómico matizados por los deliciosos manjares que preparaba nuestra madre y por la conversación amena, documentada y chispeante de nuestro padre. ¡Qué grato escucharle hablar de tantas co-sas! De su Cuba lejana; de la Primera y Segunda Guerra Mundial y de tan-tos acontecimientos internacionales que él había vivido de cerca desde los teletipos de los periódicos en donde había prestado sus servicios. A él le oí hablar por primera vez del Mensaje a García, cuya lectura nos ponía siem-pre de ejemplo para resaltar el valor de la iniciativa. Fue el primero que lo imprimió en Cali, para obsequiarlo a sus clientes. A veces se formaban en estos almuerzos grandes polémicas, pues cada uno de nosotros tenía opinio-nes diferentes acerca de los variados temas. Eran discusiones vibrantes y emocionadas en las que siempre sa-lía a relucir la gran erudición de mi padre, que matizaba sus exposiciones con frases de hombres famosos, con versos y hasta con chistes cuando era del caso. Siempre he pensado que es una verdadera pena que no haya quedado un testimonio grabado de las intervenciones de papá, porque solo quienes estuvimos presentes podemos

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realmente valorar lo que eran esos emotivos y enriquecedores encuentros.

Como las opiniones se polariza-ban por momentos, las discusiones a veces se salían de tono, para satisfac-ción de los vecinos de un edificio cer-cano que llegaban incluso a sentarse en las gradas a presenciar los alegatos de tan singular familia.

En una de tantas discusiones familiares, al ver casi derrotados sus argumentos, uno de los mayores me lanzó un objeto con tanta furia que me partió el labio, con la “carajeada” inmediata de papá para el ofensor y la intervención conciliadora de mamá para curar el llanto, tratar de reparar el daño y apaciguar los ánimos. ¿De qué discutíamos? A lo mejor del sexo de los ángeles, porque más o menos de ese calibre eran nuestras cotidianas polémicas. Lo cierto es que aunque me quedó una huella física evidente, no guardé nunca rencor por ese inciden-te y el motivo causante del problema se ha borrado absolutamente de mi memoria.

Al producirse la partida de Clau-dio al seminario años atrás, papá tuvo un periodo de alejamiento de la reli-gión, motivado en parte por el disgusto que este hecho le produjo, pero luego, de forma gradual, retomó su costum-bre de asistir a misa. Semanalmente lo acompañábamos los domingos a la misa de siete y media de la mañana en La Ermita, oficiada por monseñor Julio Rengifo Romero, un admirable y

santo sacerdote con quien le unió una sincera amistad. No obstante, al ser trasladado Monseñor a la Catedral de Cali, en plena plaza de Caycedo, papá optó por continuar asistiendo a la misa en San Judas Tadeo, pues pertenecía-mos a esa parroquia, situada sobre la Avenida Sexta, a solo tres cuadras de nuestra casa.

Claudio fue siempre una especie de guía en nuestras lecturas; todo ma-terial literario que él llevaba a casa lo leíamos con avidez. Por eso disfrutába-mos mucho unas bellas revistas sovié-ticas y chinas, cuya suscripción había comprado, y en las que se mostraban imágenes idílicas de esos países una vez instaurado el régimen comunista. Sin embargo, mi padre discrepaba profundamente de esas ideas, pues despreciaba esos sistemas totalitarios de gobierno, incluyendo por supuesto, el de la Cuba de Fidel. Más de una so-bremesa vibrante giró acerca de estos temas. Como era de suponer, el apa-sionamiento de Claudio por el sistema socialista se apaciguó con el paso de los años y desapareció sin dejar rastro al fijar su residencia en Estados Unidos para trabajar con el Banco Mundial.

Al graduarse de bachiller, Javier tomó la decisión de estudiar Economía. Recuerdo que durante un almuerzo les comunicó a nuestros padres que iba a seguir esa carrera. Al principio no entendíamos bien de qué se trataba. Yo, ignorante supina al respecto, creía que era algo así como ser contador. A papá creo que tampoco le encantó

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su decisión, pero Javier se mantuvo firme. Siempre tuvo clara cuál era su vocación. Durante su cuarto año de es-tudios, se casó en secreto con Graciela Chois a quien había conocido durante nuestra permanencia en San Nicolás y seguidamente se marchó a Chile a continuar allí sus estudios.

Por esa misma época, Ernesto se había involucrado en un romance prematuro con Ruby Giraldo, varios años mayor que él. Enredado en estos problemas sentimentales abandonó los estudios. Se marchó a Bogotá, y duran-te un tiempo no volvimos a saber de su vida. Fruto de este romance nacieron dos hijos, Claudio y Diego. Todas las cosas tienen su lado positivo y una de ellas relacionada con este hecho amo-roso tan prematuro en la vida de mi hermano Ernesto, es que mamá tuvo el privilegio de llegar a conocer a la hija de Claudio, su biznieta, a quien se bautizó con el nombre de Antonieta en su honor, y quien a su vez tuvo un hijo llamado Isaac, su tataranieto.

Rosa Stella, venciendo algu-nos problemas de salud, terminó su carrera de arquitectura. De manera simultánea había estudiado pintura en el Conservatorio; en un principio parecía que la pintura representaba para ella solamente un hobby, pero la verdad es que ésta sería a la postre su verdadera vocación. Poco a poco, en sus años de estudio nos fuimos acostumbrando a verla preparar con paciencia sus lienzos, que luego salían convertidos en cuadros inmensos de

ceibas frondosas y fecundas de donde emergían senos protuberantes (quizá como una premonición de la silicona que años después reinaría en las calles de Cali), garras y multitud de figuras inquietantes que poco a poco fueron cubriendo todas las paredes de la casa. Recuerdo también la belleza y limpidez de una serie de dibujos de judo reali-zados con tinta china; figuras precisas y perfectas en las que supo transmitir la agilidad y fuerza de un deporte que tanto la atraía y que practicó con mu-cha dedicación. Durante años no pude evitar juzgar su pintura con una críti-ca superficial basada sobre todo en la cercanía del parentesco que nos motiva a menospreciar el talento de quienes viven junto a nosotros, pero al pasar el tiempo aprendí a apreciar en todo su valor la gran maestría e inspiración de Rosa Stella y la genialidad obsesiva de su obra.

Álvaro ayudaba de manera ocasional a papá en la imprenta, pero varias veces tuvo enfrentamientos con él a causa de su comportamiento. No había nada que hacer, era conflictivo. Mamá vio los cielos abiertos cuando por la edad tuvo que ir a prestar servi-cio militar. Contaba ella que mientras las demás madres lloraban al despedir a sus hijos que iban al Ejército, ella es-taba feliz porque sabía que esa era tal vez la única forma de hacerlo cambiar. Su esperanza estaba bien fundada por-que un año después Álvaro regresó con mejor actitud gracias a los consejos de un sargento muy correcto con el que

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hizo buena amistad durante su periodo de conscripción. De todos los Fernández Riva fue el único que pasó por el Ejército, en una época en que ya se combatía a la violenta guerrilla comunista que se enquistó en el país desde la década del sesenta hasta el presente.

En el año 1963 ocurrió mi casamiento y a conti-nuación viajé a Quito para fijar allá mi residencia. Fui

la primera de la familia que contrajo matrimo-nio. Organizar mi boda fue algo verdaderamente extenuante para mis pa-dres. Por eso y porque es la boda, como es lógico su-poner, en la que he estado más involucrada, voy a detenerme un poco en los detalles que rodearon este gran acontecimiento en la vida de nuestra fami-lia. A pesar de tornarme repetitiva, debo subrayar

que en aquellos momentos la situación económica era terrible. Pero a pesar de esta realidad, papá quería que su hija mayor tuviera una boda bonita, que se casara de blanco y que, dentro de su reducido presupuesto, todo fuera muy decoroso y elegante.

Se fijó la fecha y, entonces, empezaron a surgir los gastos: el vestido de novia; los vestidos de todos mis hermanos, el de mamá, el sacoleva alquilado por papá; las flores para decorar la capilla de La Ermita; la cantante Carolina Soto de Junca, para amenizar la misa; la recepción en el hotel Alférez Real, con todo lo que esto involucraba. Recuerdo que personalmente debí hacer el contrato en el hotel y cuando me hablaron del descorche de la champaña, algo que encarecía mucho el festejo, yo, que por aquellos felices días era una completa montañera (un poco más que ahora), le pregunté al encargado

El día de mi compromiso matrimonial el sacerdote

bendice los aros. De izquierda a derecha mis padres, Miguel

Hernández mi prometido, su madre, el sacerdote

y Jaime Abel Sanín portando los aros.

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de los banquetes si “nosotros mismos no podíamos destapar las botellas” a fin de abaratar los costos.

Pero al final todo salió bien; bueno, al menos la ceremonia. Mi matrimonio fue una de las bodas más bonitas que hubo en la familia; las fo-tos que han quedado de recuerdo son un testimonio. Papá hizo lo posible en ese momento, como en otros a lo largo de mi vida, por lograr mi felicidad; si las expectativas no se cumplieron, no fue desde luego por su culpa. Siempre recordaré las palabras que me dijo con sentimiento al abrazarme antes de marcharme a Ecuador: “Hija, hoy te vas feliz a empezar una nueva vida. Todos queremos que lo seas, pero si las cosas no salen como esperas, no olvides que aquí siempre estará la casa de tu padre”. Muchas veces durante mi vida de casada, estuve tentada de hacer realidad ese ofrecimiento, pero una y

otra vez fui postergando una decisión que no tuve el valor de tomar sino años después de su fallecimiento.

En los años siguientes, papá continuó su ardua lucha por cimentar su empresa gráfica. Tenía unas dotes empresariales innatas. De forma gra-dual, pero inteligente y planificada fue organizando su taller, y lo que empezó siendo un pequeño “chuzo”, se fue transformando en una verda-dera imprenta que podía ya realizar trabajos elaborados y complejos. Su prestigio crecía como resultado no solo de su capacidad sino, y de manera muy especial, por su absoluta corrección y cumplimiento. Durante estos años lo acompañaban en la imprenta mis hermanos Ernesto, Álvaro y Manolo, quienes de forma esporádica dejaban el trabajo por largos o cortos periodos a causa más que nada de sus desave-nencias.

Mi matrimonio. De izquierda a derecha: mis padres, mi novio Miguel Hernández

Castaño, doña Clementina Castaño viuda de Hernández mi suegra, y mi cuñado Jorge

Hernández Castaño.

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Capítulo XXIV

De una larga estadía en Cali y de las cosas que acontecían por aquellos días

El 25 de mayo de 1965 nació en Quito mi hija Denise. Al poco tiempo de su nacimiento fueron

a visitarme mis hermanas María Eugenia y Martha Cecilia, convertidas ya en unas jovencitas muy atractivas. Su presencia produjo un gran revuelo en la colonia es-tudiantil colombiana residente en Quito, entre la cual dejaron muchos corazones partidos. Con ellas, mi esposo y mi peque-ña hijita retorné luego a Cali por tierra. Los viajes a Ecuador eran en aquellos días sumamente agotadores. El trayecto en bus de Quito a Tulcán duraba doce horas, y por lo menos diecisiete más, de Ipiales a Cali; pero por un lado, la fortaleza de la juven-tud, y por otro, la ilusión de volver a ver a mis padres, hacían que esos pesadísimos viajes se realizaran con mucha alegría y entusiasmo.

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En aquella ocasión permanecí en Cali durante seis meses, pues Mi-guel, mi esposo, recién graduado de ingeniero químico, realizó una gira de tres meses por Europa y luego se quedó en Quito otros tres meses de-dicado a terminar su tesis de grado. Durante esa larga estadía en Cali con mi hija Denise pequeñita, volví a vivir el ambiente familiar como cuando era todavía soltera. La casa de Granada se había tornado muy confortable y acogedora. Con Rosa Stella, Martha y María Eugenia convertidas en lindas jovencitas, la sala siempre estaba llena de amigas, amigos y pretendientes. Mamá era además una excelente an-fitriona: nadie se iba de casa sin sabo-rear sus deliciosos bocaditos, almorzar o merendar.

En nuestra familia las noveda-des y sorpresas eran por aquel tiempo cosa de todos los días. Las salidas a la Avenida Sexta, con sus alegres, pero aún tranquilos sitios de diversión, eran frecuentes.

Martha Cecilia ya estaba de novia con Giussepe Barioni, un gentil italiano que había sido contratado como técnico en producción de cables por la compañía Ceat General. Beppe, como todos lo conocimos, llegaba a buscarla en un vetusto, pero simpático automóvil color crema, y en él salían furtivamente cada vez que podían. Muchos amigos recuerdan todavía lo típico que era ver el familiar automóvil parqueado por las calles de Granada

con la enamorada pareja haciéndose arrumacos.

Claudio, después de graduarse en ingeniería electromecánica se casó con Beatriz, su novia de varios años, y luego de su matrimonio viajaron juntos a Ítaca, en los Estados Unidos, donde Beatriz trabajó en un hospital como enfermera y Claudio continuó sus estudios de especialización en la Universidad de Cornell, gracias a una beca otorgada por la Fundación Ford.

Mi padre hizo una muy buena amistad con Antonio Royo, el padre de Beatriz. Desde un primer momento les unió su ascendencia española, la corrección y sobriedad de su compor-tamiento y el hecho de ser hombres luchadores que habían formado con empuje, inteligencia y gran capacidad, empresas familiares. Por su parte, mamá y Ligia de Royo, admirables amas de casa y excelentes cocineras, simpatizaron desde un principio y se hicieron entrañables amigas.

A partir del matrimonio de Clau-dio con Beatriz se hizo costumbre que la familia Royo participara en los al-muerzos de los sábados o en cualquier festejo familiar. Santiago, el “benja-mín” de la familia Royo, muy amigo de Martha Cecilia, se convirtió también en una figura familiar en nuestra casa. Su admiración por papá y por la palabra impresa le llevarían, años más tarde, a formar su propio taller tipográfico. Lejos estaba entonces de

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pasar por mi mente que en un futuro nos uniríamos sentimentalmente.

Poco tiempo después, Martha Cecilia unió su vida a la de Beppe en una ceremonia sencilla, pero bonita, realizada también en La Ermita, y formó con él un hogar sólido. Rosa Ste-lla fue la encargada de diseñar y construir su acogedora casa del barrio El Bosque, al norte de la ciudad. Su vida conyugal estuvo matizada por continuos y gratos viajes a Italia donde además de pasear visitaban a la familia italiana que llegó a quererla entrañablemente. Su

vida se vio signada por el gran amor que les unió, pero también por la frustración que le causaba a Martha Cecilia no lograr la descendencia tan anhelada. Mi hermana era una persona que unía a su belleza y

“sex appeal”, una bondad y una simpatía arrolladoras; su hogar siempre estuvo iluminado por esa gracia tan especial con la que ella impregnaba todas sus cosas. Le gustaba unir a la familia y su casa se constituyó en un lugar de reunión incom-parable para celebrar, en medio de gran alegría, los cumpleaños y fechas familiares.

Álvaro se marchó a Ve-nezuela y durante varios años no volvimos a saber nada de él.

Entre tanto, María Eugenia terminó su bachi-llerato y empezó a estudiar Filosofía y Letras en la Universidad del Valle. Un poco antes de graduarse se

Mi padre en la recepción de la boda de mi hermana

Martha Cecilia, junto a Margarita Ayala, Eleázar

Salazar y Barbarita de Ruiz.

Boda de mi hermana Martha Cecilia. Mis

padres junto a los novios.

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casó con Elmer Manzano, un amor juvenil fruto de ese periodo romántico y un tanto hippie que le tocó vivir a mi hermana durante su etapa universitaria. Luego de su matrimonio instalaron un taller de confecciones llamado Cronopio. Elmer diseñaba unos blue jeans muy originales, que se armaban al cuerpo de maravilla. A mí me confeccionó varios que eran una verdadera sensación.

Carlos estudiaba todavía el bachillerato, primero en un paso fugaz por un colegio cercano y después en el Colegio Hispanoamericano. Se había convertido en un joven apuesto y era, como es de imaginar, asediado por las chicas. Tomaba a la vez clases de guitarra y de tenis, las que serían sus grandes aficiones de toda la vida. Papá, ya mayor, tuvo ges-tos realmente excepcionales con sus hijos más pequeños (quizá porque la relación en edad era más que de padre a hijo, como de abuelo a nieto y de abuelo muy consentidor cabe decir), pero pienso que en este tipo de comportamiento también influyó el hecho de que al disfrutar de cierta holgura econó-mica, nuestro padre quiso hacerles vivir a sus hijos pequeños lo que le fue imposible conceder a los mayores.

A todas estas, compró exclusiva-mente para Carlos una acción del Centro Español, un club de la colonia española en Cali que tenía en esos días su sede social a pocas cuadras de la casa. Allí, Carlos se volvió un experto nadador y aprendió también a jugar tenis, deporte un tanto exótico para los hasta entonces austeros, sencillos y, ¿por qué no decirlo?, un poco montañeros Fernández Riva.

José Enrique, más conocido como “Pepito”, cursa-ba todavía la primaria en un pequeño colegio cercano, el Espíritu Santo. Era un excelente estudiante y objeto

Mi hermano Carlos Guillermo.

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de especiales cuidados y mimos por ser el “benjamín” de la familia. Todavía se conserva un retrato al óleo que or-denó papá cuando él hizo su Primera Comunión. Fue siempre un niño muy sentimental; cuando mamá le leía un cuento como por ejemplo, el de Pinocho, lloraba a lágrima viva al escuchar sus desventuras. Por otra parte, no tuvo ningún empacho en jugar indiferente-mente con muñecas, carritos o pistolas. Su niñez no estuvo marcada por ningún tabú. Mi hermana Rosa Stella colaboró

mucho en su formación y a la vez que lo introdujo al mundo maravilloso de la lectura, le formó también el corazón, le inculcó una manera correcta de com-portamiento y cultivó en él, con gran éxito, los nobles sentimientos.

Puede decirse que ella fue para mi hermano menor una segunda ma-dre. Ese sentimiento tan especial que los unió hace tantos años, ha perdu-rado y se ha fortalecido con el tiempo, la distancia y las circunstancias.

Reunión familiar en la casa de la Avenida Quinta. De izquierda a derecha Beatriz Royo, mi padre, mi hermano Claudio y atrás mamá y mi hermana

Martha Cecilia.

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Hermosa fotografía de mis padres, unidos por un amor que trascendió el tiempo y las dificultades de la vida.

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Capítulo XXV

De cómo eran las cosas en 1967 y de la llegada de Carlos a Feriva

M ientras sus hijos se iban encarrilando por la vida, papá continuaba luchando para sa-

car adelante su empresa.

La otrora pequeña Editora Feriva, era ya una empresa dinámica con dos Linotipos y un magnífico intertipo; dos prensas tipográficas Nebiolo italianas y una Mercedes alemana de medio pliego, la cual duran-te un tiempo manejó Manolo, quien también colaboró con papá en la imprenta cuando la vida y su compor-tamiento errático no le habían marginado todavía del entorno familiar; una guillotina marca Polar alemana muy moderna; una plegadora Poligraph también ale-mana que manejaba Carlotita; una cosedora eléctrica de pedal que manejaba María Eugenia, cuando como todos los Fernández Riva, colaboraba en la empresa familiar; varios comodines o armarios con gran diver-sidad de tipos y la inolvidable máquina sacapruebas, testigo silencioso de la historia de Feriva. En este taller se hacían ya trabajos muy variados, pero sobre todo

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libros, el eterno amor de nuestro padre. La lucha no daba tregua y la entrega de papá a su trabajo era tan constante y tan agotadora como en años pasados.

Aunque el destino me llevó al Ecuador donde aparentemente estaba alejada de muchos acontecimientos fa-miliares, la correspondencia con mamá me mantenía enterada del diario de-venir, y luego, durante las vacaciones que tomaba en Cali cada año, volvía a ponerme al corriente de todo lo que pasaba por la casa y por la empresa familiar.

El tiempo continuaba su mar-cha, ya éramos varios los Fernández Riva que habíamos tomado el camino del matrimonio. Y como es lógico, los nietos comenzaron a llegar.

Mi familia también crecía: el 27 de febrero de 1967 nació mi hija Leonor Elizabeth, una personita encantadora de cabello rubio, casi blanco y piel son-rosada; el 11 de enero de 1969 nació mi pequeña Luz Myriam, de cabello ensortijado y una expresión dulce y tierna que la acompañaría durante su corta existencia.

Era un tiempo de realizaciones y alegrías: grados, matrimonios y nacimientos. A pesar de la edad de

mi padre, ya más de setenta años, los Fernández Riva éramos una familia joven que todavía no había tenido en-cuentros dolorosos con la enfermedad, con el desamor o con la muerte.

Por aquellos días, mi hermano Carlos, quien ya era un jovencito e iniciaba sus estudios de Ingeniería Sanitaria en la Universidad del Valle, empezó a ayudar a papá en la impren-ta; poco tiempo después se unió en matrimonio con Pilar Castilla, y su hogar pronto se vio alegrado con dos bellas hijas. A pesar de su juventud, Carlos tenía ideas originales y nove-dosas para mejorar la producción en la imprenta. De todos los Fernández Riva, creo que fue el que más heredó las cualidades de empresario de nues-tro padre. Su presencia en la imprenta además de su sensibilidad para las artes (estudió también Artes Plásticas en el Conservatorio de Cali) le brindó a ésta una nueva concepción del di-seño editorial y de la forma moderna de realizar los trabajos editoriales. Carlos se convirtió en la mano derecha de papá, aprendió de él y de Ricardo Astudillo todo lo que significaba la producción de impresos en el sistema tipográfico, y le acompañó con gran vocación editorial y empresarial hasta el fin de su vida.

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Capítulo XXVI

De cómo mamá se metió en un berenjenal llamado “Pesmar” y de la lección que esto le dejó

C reo que fue por esos mismos años que mamá se puso a administrar una pequeña pescadería llamada

Pesmar. Quién sabe quién le metería a mamá en la cabeza la loca idea de poner un negocio. Quizá fue una forma de desqui-tarse de su frustrado intento de trabajar en Bogotá cuando estaba recién casada y aún sin hijos.

Recuerdo con cuánta ilusión abrió su pequeña pescadería. Vendía pescados de todas clases, mariscos, algunas conservas, enlatados y un poco de artículos de granero. “Pesmar” estaba situado en la Avenida Sexta entre Calles 16 N y 17 N; era una tiendecita peque-ña, pero agradable. Nosotros la ayudábamos a pesar las libras de arroz y de granos que tenía para surtir su “bodeguita”, y cuando lo hacíamos, prácticamente no podíamos cerrar las bolsas de papel de lo llenas que las dejábamos. No teníamos sangre de tenderos. Pesábamos exacto y hasta con “ñapa”. Las amigas de

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mamá iban a visitarla y ella les enci-maba por cualquier compra una libra de uvas u otro producto, casi siempre de igual o más valor que lo que habían comprado. ¿Cómo podía mamá tener un negocio si siempre fue generosa y estuvo acostumbrada a obsequiar y atender a quienes iban a visitarla y ahora quería hacer lo mismo con cada cliente?

Al poco tiempo, Pesmar empezó a dejar pérdidas y al final, a pesar del esfuerzo y trabajo de mamá, fue imposible seguir manteniendo abierto un establecimiento que sólo producía dolores de cabeza. La quiebra fue to-tal. A papá, quien era el fiador, hasta lo embargaron, algo completamente insólito.

Todavía recuerdo la rabia que le produjo esta situación. En medio de una de sus más frenéticas explosiones de ira, ocurrida precisamente en los días de Navidad, se dirigió a la impren-ta, tomó una contundente porra y con ella al hombro volvió a la casa. Con la fuerza que le brindaban el coraje y la rabia de ver embargado su taller por culpa de tan tremendo desatino, sacó la pesada caja registradora del cuarto en donde se habían arrumado todos los trastos del malhadado negocio, la colocó en medio del patio y con la porra la hizo añicos, en medio de gran estrépito, la expectativa de los vecinos y el silencio consternado de mamá y de quienes presenciaron tan impac-tante escena. Fue la primera y última vez que mi madre intentó meterse en algún negocio propio.

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XIII Parte

Y la vida siguió su curso…

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Contexto histórico

Década de 1970 a 1979

1970: Muere Charles de Gaulle en Francia. Martín “Cochise” Ro-dríguez, rompe el record mundial de la hora. Terremoto en Perú; cincuenta mil muertos. Fallecen tres grandes escritores: John Dos Passos, Erich María Remarque y Francois Mauriac. Septiembre negro en Jordania. Allende elegido presidente en Chile. 1971: Idi Amín presidente de Uganda. Condenado Charles Manson, autor del asesinato de la actriz Sharon Tate. Muhammad Ali (Cassius Clay) vencido por Joe Frazier. Catástrofe en la nave espacial Soyuz 11; fallecen tres astronautas soviéticos. Muere Nikita Kruschev. Pa-blo Neruda, Premio Nobel de Literatura. 1972: Encuentro de Nixon y Mao en China. Nave norteamericana Pioneer 10 lanzada desde Cabo Kennedy con rumbo a Júpiter. Bobby Fischer, nuevo campeón mundial de ajedrez. Septiembre negro en Munich; dieciséis muer-tos. Rescatados sobrevivientes de catástrofe aérea en los Andes; se revelan actos de canibalismo. 1973: Muere la escritora Pearl Buck Premio Pulitzer en 1938 y en el mismo año Nobel de Literatura. Muere Pablo Picasso. Leonid Brézhnev, jefe de gobierno de Rusia, visita Estados Unidos. Kissinger secretario de Estado. Golpe mili-tar en Chile; muerte de Allende. Misteriosa muerte de Bruce Lee. Muere Pablo Neruda. 1974: El M-19 roba la espada del Libertador de la Quinta de Bolívar. López Michelsen triunfa en las elecciones presidenciales. Derrumbe sepulta treinta vehículos, entre ellos seis buses repletos de pasajeros en la carretera entre Bogotá y los Lla-nos; más de trescientos muertos. Muere Perón. Watergate: dimi-te Nixon. Haile Selassie derrocado en Etiopía. 1975: Muere Chang

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Kai-chek en Taiwán. Cae Saigón. Capitula Vietnam del Sur. Uri Geller, poderes paranormales. Muere Francisco Franco; Juan Car-los, rey de los españoles. 1976: Incursión israelí en Entebbe. Fallece Mao Tsé-tung. Elegido en EE.UU. Jimmy Carter. Muere el poeta León de Greiff. Asesinado por el M-19 José Raquel Mercado, pre-sidente de la CTC. Vikingo I se posa sobre el “Planeta rojo”. 1977: Mueren el físico alemán Werner von Braun, Elvis Presley y Char-les Chaplin. 1978: Nace el primer bebé probeta. Suicidio colectivo en Guyana. Muere Salvador de Madariaga. Asesinado Aldo Moro. Isaac Bashevis Singer, Premio Nobel de Literatura. Fallece el papa Paulo VI; un polaco gobernará a 700 millones de católicos. 1979: Cae Idi Amín Dada. Margaret Thatcher, Primer Ministro de Gran Bretaña. Tropas soviéticas invaden Afganistán. Nobel de Paz para la Madre Teresa de Calcuta. Khomeini, jefe de gobierno en Irán. La moda: Pantalones campana, prendas hippies y étnicas, materiales brillantes y plastificados, plataformas y una gran combinación de espectaculares colores chispeantes eran las prendas clave para los más fashion. La diversidad fue muy importante en esta época. Lo mismo se llevaba la moda punk, que la disco, continuando con la locura de los sesenta. El caso es que marcó tendencia, pues muchos diseñadores aún hoy se basan en los setenta a la hora de elegir su estilo, por lo que podemos decir que se trató de una era dorada en cuanto a ropa y vestidos.

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Capítulo XXVII

Donde narro cómo y cuándo creó papála sociedad familiar

M i padre era un hombre enér-gico, que infundía mucho respe-to y hasta temor cuando estaba

de mal genio, pero era también un hombre justo que amaba de manera entrañable a su familia. Siempre tuvo hacia nosotros, sus hijos, una actitud desprendida y previsora que yo admiré profundamente.

Había creado, gracias a su sacrificio y esfuerzo, un patrimonio para su familia. Su ideal era que todos pudiésemos trabajar algún día en esa empresa fami-liar; que ella se convirtiera en un respaldo para todos sus hijos. No quería de ninguna manera que a su muer-te el Estado se apropiara de gran parte del capital; por este motivo tomó la decisión de formar una sociedad con su esposa y todos sus hijos. Si alguna duda nos quedara del gran amor que le profesó papá a nuestra

Mi padre en la sala de la casa, con su elegancia y

pulcritud características.

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madre y a todos nosotros, este gesto la despejaría absolutamente.

Como todas las cosas que él ha-cía, ésta la realizó también de acuerdo con las leyes y requisitos legales. Así, en el año 1973 conformó una sociedad que tenía como capital todos los activos de Feriva y su patrimonio, incluida la casa de la Avenida Quinta. En ella nuestra madre era poseedora de la mitad de las acciones y nosotros, sus once hijos, de la otra mitad. Con gran generosidad y sin ninguna prevención, papá no reservó para él más que una simbólica acción.

De esta manera nos legó a sus hijos en vida el patrimonio que había formado con sudor y sangre durante tantos años de trabajo y esfuerzo.

1973, fecha en la que nuestro padre constituyó la sociedad por medio de la cual mamá y nosotros, sus once hijos, pasamos a ser socios “capitalis-tas” de Impresora Feriva Ltda., ha sido tomada como la fecha de su nacimien-to, pero esto resulta completamente desacertado si se reflexiona que papá empezó a producir libros, revistas y material gráfico en Editora Feriva, más o menos, a partir de 1956, es decir, hace sesenta años.

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Capítulo XXVIII

De cómo iban pasando los añospara don José, y de su vida

sencilla y hogareña

M ientras sus hijos íbamos formando familias, escalan-do posiciones o forjando para

bien o para mal nuestra vida futura, José Fernández Morgado acumulaba años y no pocas decepciones. Envejecía.

No obstante, conservaba de forma asombrosa el mismo vigor y la misma fortaleza. Dirigía aún la im-prenta y aunque ya había dejado de levantar galeras en la Linotipo, corregía con maestría los variados tra-bajos editoriales de Feriva. Era un hombre hogareño que disfrutaba sus horas de descanso oyendo música y leyendo. Le agradaba realizar diariamente largas caminatas por la Avenida del Río, que siempre apreció como el mayor atractivo de Cali, o por la Avenida Sexta, y en estos paseos era costumbre que lo acompañara mamá. Muchos amigos los recuerdan todavía en estos recorridos tomados de la mano. Se preocupaba porque la casa estuviera bonita y en perfecto estado y siem-pre estaba haciendo mejoras o innovaciones. Un día,

Papá con su buen amigo Jaime Sanín.

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por ejemplo, se apareció con un reloj para el comedor que daba las horas con música; él mismo se preocupaba por darle cuerda y en las fechas patrias colombianas lo programaba para que diera las horas con las notas del himno nacional. En otras ocasiones adqui-ría con ilusión una nueva enciclopedia o una atractiva colección literaria o de arte para el placer de su familia. Le gustaba ir hasta el centro, recorrer el comercio y descubrir artículos originales. Recuerdo que en una de esas ocasiones me trajo un exprimidor de limón, tan efectivo que ya no pude pres-cindir de él. Acompañado por lo general de mi hermano Carlos, compraba cada semana en la Casa Gordon, una distribuidora musical, las más actualizadas e impac-tantes interpretaciones de música clásica y brillante, zarzuelas y operetas a las que era muy aficionado; las disfrutaba en un tocadiscos estéreo instalado en la sala de su apartamento de Granada, sentado cómodamente en una muy confortable silla reclinomática de cuero. Siempre estaba leyendo un nuevo libro bien en esa silla o en el balcón y luego comentaba su contenido en los almuerzos diarios. Leía también mucho la Biblia, de la cual citaba con frecuencia frases o pasajes; solía decir que la lectura del Viejo Testamento era apasionante; algo en lo que coincidía con muchos escritores famosos, y que he podido comprobar personalmente.

En dos ocasiones fue con mamá, mi hermana Martha Cecilia y su esposo Beppe a visitarme a Ecuador. Fue un excelente viajero que disfrutó con gran fruición los paisajes y la vida serena del altiplano. Aunque no muy a menudo, mantuve con él una muy cariñosa comu-nicación epistolar.

Con los años, papá se convirtió en un ferviente católico; era un hombre de corazón cristiano y carita-

Papá en una piscina con mi hija Leonor.

Mis padres en una reunión social junto a unas amigas.

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tivo que se condolía del dolor ajeno y que mantenía a varios indigentes, los cuales semanalmente pasaban por la imprenta a recoger sus “honorarios”. Cuando cambiaron los horarios de la misa dominical, continuó asistiendo al oficio de los sábados a las seis de la tarde en San Judas Tadeo. Cola-boraba cada semana con la parroquia imprimiéndole sin ningún costo la hoja parroquial que servía de guía en la liturgia para todos los fieles; una tradición que mantiene Feriva hasta hoy a pedido expreso de nuestro padre.

Respecto a este pedido de mi padre hay una anécdota que sucedió en Feriva después de su fallecimiento: según testimonio no sólo de mi her-mano Ernesto, sino de todos los que lo

En esta fotografía, tomada en la sala de la casa de la Avenida Quinta aparecen junto a mis padres, durante una animada conversación: Santiago Royo, amigo entrañable de la familia y

de la autora y Giuseppe Barioni, esposo de mi hermana Martha Cecilia.

presenciaron. En una ocasión en que estaban sumamente congestionados de trabajo se detuvieron de manera misteriosa todas las prensas y hasta las computadoras se volvieron locas. Por más que intentaban averiguar qué pasaba no podían dar con el daño. Y entonces Ernesto tuvo un extraño pálpito y le preguntó al jefe de taller: “¿Qué pasó con la hoja parroquial?”, a lo que el operario contestó: “La de-jamos a un lado porque estamos con mucho trabajo” Mi hermano, exaltado, exclamó: “¡Pónganse a imprimirla de inmediato!”. Así se hizo y en ese ins-tante, tan inexplicablemente, como todo había empezado, las cosas volvie-ron a la normalidad. Desde ese día, la hoja parroquial tiene prioridad Uno A en Feriva.

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Capítulo XXIX

Donde se cuenta cómo Feriva se trasladó a su nuevo local y de lo que hacíamos

los Fernández Riva en ese momento

En 1976, papá, con la gestión de Carlos para presentar el respec-tivo proyecto, obtuvo un primer

crédito empresarial con la Corporación Financiera Popular y adquirió el terreno de la Calle 18 entre Carreras Tercera y Cuarta del barrio San Nicolás, donde ac-tualmente se encuentra Feriva. La casa de la Calle 17 entre Quinta y Sexta resultaba ya muy estrecha para una empresa que ha-bía ido creciendo y desarrollándose. Lleno de ilusión, nuestro padre dejó en manos de mi hermana Rosa Stella el diseño y la construcción de una estructura de tipo in-dustrial, en la que sería la nueva sede de la empresa.

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Con mucha voluntad y empeño mi hermana puso manos a la obra. Pronto el nuevo local estuvo dispo-nible y dio comienzo el complicado trasteo del taller con todos los problemas, tensiones y disgustos que implica una obra de esa magnitud. De nuevo, como lo hizo tantas veces en el pasado, mi padre volvió a des-baratar y armar sus amadas Linotipos (aunque esta vez solo parcialmente por la cercanía del trasteo y la disponibilidad de modernas grúas que podían alzar las máquinas enteras), pero en esta ocasión había una gran diferencia: lo hizo para trasladarse por fin a un local propio. Eso era algo digno de celebrarse.

Como ya sabemos, el hombre es un animal de costumbres y lógicamente costó esfuerzo la adapta-ción a los nuevos espacios y distancias. Pero no había nada que hacer. El nuevo local no tenía punto de com-paración con la antigua y vieja casa de San Nicolás. El lugar era inmenso y las máquinas bailaban. En un mezzanine diseñado sin ninguna coquetería, estaban las oficinas. Mamá empezó a ir a diario, pues era la representante legal y debía firmar cheques y documen-tos. Carlos Guillermo continuaba ayudando a papá; en ese momento era el único de mis hermanos que lo acompañaba. Todos, de una u otra forma, habíamos ido tomando nuestros caminos y estábamos lejos.

Claudio realizó una brillante carrera univer-sitaria y un laureado posgrado en la Universidad de Cornell en los Estados Unidos. Fue fundador y primer decano de la Facultad de Ingeniería Mecánica de la Universidad del Valle y llevó a cabo la planificación de todos sus laboratorios. Fue también director de Incolda y a su vez asesor de los préstamos del Banco Mundial para las Empresas Municipales de Cali. Al poco tiempo de casado, adquirió con su esposa Beatriz una moder-na y muy agradable casa en el barrio Tequendama, en cuya deliciosa piscina disfrutamos con papá, que desde hacía unos años había dejado de ir al río Cali, muchos gratos momentos. Era también muy agradable visitarlos en una coqueta casaquinta que compraron

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en la carretera al mar. Pero su destino estaba escrito. Tanto a Beatriz como a Claudio les gustaba mucho el sistema de vida norteamericano, así que no tuvieron inconveniente en aceptar la atractiva propuesta formulada a Clau-dio para que trabajara como asesor en el Banco Mundial. Con la consiguiente pena de nuestros padres y de toda la familia, se radicaron desde ese momen-to en Washington.

Javier realizó también una so-bresaliente carrera como economista. Después de sus estudios en Chile y su posgrado en Minessota, Estados Unidos, recibió el Premio Nacional de Economía otorgado por el Banco de la República, e inició una brillante trayectoria que lo llevaría a desempe-ñarse como viceministro de Hacienda en la administración del presidente Turbay Ayala, y en otros altos cargos como secretario general del Fondo An-dino de Reservas, asesor de la Junta Monetaria del Banco de la República y presidente de ANIF, para convertirse con el paso del tiempo en el más re-conocido analista y asesor económico de Colombia. Después de separarse de su primera esposa, Javier unió su vida a la también economista María Teresa Motta, con quien compartió además del amor, su gran interés por el complicado mundo de la economía y las finanzas.

Ernesto se dedicó durante todos estos años a estudiar Derecho y a las que serían sus principales aficiones: la cocina y las mujeres. Es complicado y

desde ya renuncio al esfuerzo agota-dor de hacer la lista de sus diferentes affaires, pero lo cierto es que en varios de sus entusiastas enamoramientos, unió la cocina a la compañía femenina y así pudimos verlo en algunas oportu-nidades dedicado a guisar y vender en simpáticos negocios de comida rápida, papas rellenas, empanadas, arepas, al lado de su “Dulcinea” de turno. La Linotipo y la imprenta habían sido mo-mentáneamente relegadas de su vida.

Rosa Stella tuvo una vida pro-fesional muy activa, pero no exenta de decepciones. Durante un tiempo incursionó en la política, pero a una persona tan honesta y de tan firmes principios, como ella, esta actividad no podía depararle gratas experiencias. Con el mismo valor y determinación con los que nuestro padre dejó un día su patria nativa, ella tomó también un día la decisión de ir a perfeccionar su pintura a Francia. No lo sabíamos to-davía en ese entonces, pero su partida sería definitiva.

A su retorno de Venezuela, don-de Álvaro trabajó como linotipista (país que no le aportó mayores expe-riencias positivas a no ser, tal vez, su inagotable afición a realizar proyectos fantásticos), colaboró de manera oca-sional en la imprenta, de donde, dado su carácter complicado, salía por lo general peleado con papá y con quie-nes le rodeaban. No conocía todavía la nueva tecnología gráfica, pero Carlos Guillermo se ofreció a enseñarle las modernas tecnologías de fotocompo-

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sición que había adquirido para Feriva en las cuales él ya era un experto. Con su innegable inteligencia, Álvaro se actualizó en poco tiempo. Años después contrajo matrimonio con Patri-cia, una simpática empleada de Feriva con la que tuvo un hijo. Este hecho aportó durante algún tiempo cierto sosiego a su vida; llegó a tener un taller de compo-sición en el que laboraba junto a su esposa, pero tras su separación volvió a caer en la vida solitaria que siempre le ha caracterizado.

Por mi parte, continuaba mi vida en Quito; las niñas crecían, estudiaban y ya iban a una que otra fiestecita juvenil. Una aparente tranquilidad atenuaba por el momento las diferencias insalvables que se iban acumulando en mi difícil vida de casada. No obstante, aún no podía presentir que algún día tendría el valor de romper tan opresivas ataduras.

Martha Cecilia continuaba feliz su vida junto a su esposo Beppe. La única sombra en su matrimonio era la falta de hijos. Pero esto no la convirtió en una persona amargada o retraí-da. Martha iluminaba las vidas de todos quienes la rodeaban. A veces, el número de años vividos parece tener límites indefinidos en nuestra memoria y el tiempo compartido cobra todo su valor al recordar momentos que jamás podrán repetirse. Martha Cecilia fue siempre un ser muy especial que irradiaba dicha y alegría y que prodigó ese gran amor de su maternidad fallida en sus padres, en sus amigos y en la familia toda.

Alegre reunión familiar en casa de mi hermano Claudio y su esposa Beatriz.

Mis padres con la tía Hilda, llegada del Perú.

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Claudio proseguía su carrera ascendente en el Banco Mundial. Periódicamente venía con toda su familia a Cali; era interesantísimo oírlo hablar de sus experiencias alrededor del mundo. Con gran genero-

sidad, y con el carácter de hermano mayor del que nunca pudo ni quiso desprenderse, en cada visita pro-curaba hacernos pasar momentos felices invitándonos a los mejores restaurantes de la ciudad. Genero-so y fraterno, le gustaba compartir con nosotros el buen momento por el que estaba pasando tanto en su carrera profesional como en su vida personal. Como analista financiero e ingeniero en los proyectos de in-fraestructura del Banco Mundial, realizó importantes proyectos en Brasil, Perú, Chile, Ecuador, Nica-

ragua, Bolivia, Bahamas, México y Jamaica. Fue tam-bién el principal analista financiero en los proyectos del banco para Asia. Los Gobiernos de Corea del Sur, Tailandia, Filipinas y China reconocieron ampliamen-te su importante labor y le concedieron destacadas condecoraciones. Sería muy largo hablar de los logros y méritos de mi hermano Claudio alrededor del mundo como funcionario del Banco Mundial. Sin embargo, y a pesar de tan brillante trayectoria, conservó siem-pre su afabilidad y sencillez. Fue, por sobre todo, un hombre bueno, un hombre hogareño que disfrutaba de manera especial su vida de familia junto a su esposa Beatriz y sus hijos, y que profesó un entrañable amor por nuestros padres.

En sus visitas a Colombia, Claudio traía siempre a sus simpáticos hijos: Daniel, aún muy pequeño y las lindas Ilse y Andrea, quienes se divertían muchísimo con sus primas, pues crearon un famoso club cuya sede fue un pequeño desván sobre el cuarto de empleadas de la casa de Granada, bautizado por ellas como El Club de las Fernández.

Mis padres con sus consuegros italianos y su

entrañable amiga Ligia Royo.

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Después del orgullo que produjo a toda la familia su rutilante carrera de éxitos, el destino nos depararía una pena inmensa con este her-mano que fue a la vez ejemplo, guía y maestro para todos.

El primer matrimonio de María Eugenia duró muy poco tiempo. Ella tuvo la inteligencia de cortar por lo sano algo que desde un principio se veía que no iba a funcionar. Poco tiempo después unió felizmente su vida a Walter Dávila. Durante una temporada fue profesora en un colegio de Cali, pero después se dedicó a trabajar en la pu-blicidad y en la edición de variadas publicaciones. Siempre inquieta y polifacética, aprendía con rapidez los más variados cursos y artesanías; manejaba con gran habilidad los títeres; hacía deliciosas variedades de pan y tortas y decoraba en forma muy original y artística los ponqués de cumpleaños. Continuamente nos sorprendía con nuevas habilidades. Ya se veía también que iba a ser una estupenda decoradora; la bella casita que tuvo en Colseguros al principio de su matrimonio, la tenía decorada con mucha coquetería. Allí pasamos con papá, mamá, Martha y su esposo Beppe muy agradables momentos. En su paso por Feriva, luego de la partida de papá, aportó su innato buen gusto para remodelar las oficinas y para solu-cionar un problema del techo de la construcción que se había ido convirtiendo en una “espada de Damo-cles” que amenazaba las máquinas y operarios del taller. Dio todo de sí, pero su gestión no fue apreciada ni obtuvo los resultados esperados. Al retirarse de nuevo a su hogar, disfrutó junto a Walter, su esposo, una vida tranquila, matizada por frecuentes viajes al exterior y a las playas colombianas.

Amigos y familiares en uno de los almuerzos sabatinos preparados por mi madre en la casa de la Avenida Quinta.

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Carlos interrumpió sus estudios de ingeniería y se entregó durante muchos años al desarrollo de la Fe-riva moderna. Tiempo después de la muerte de papá, y ya retirado de Feriva, y por su vocación de empresa-rio, incursionó en negocios propios en los que obtuvo grandes éxitos, pero también grandes descalabros empresariales. Después de un largo matrimonio junto a Pilar Castilla, se divorció para muy rápidamente unirse a Janneth Restrepo, una joven profesional en la Administración de Empresas, con quien tuvo tres hermosas niñas, María José, Valeria y Orianna, con-virtiéndose así en el mejor émulo de nuestro padre y en el más prolífico de los Fernández Riva.

Desde su tiempo en Feriva, Carlos Guillermo se preocupó por estudiar de manera continua múl-tiples áreas especializadas de admi-nistración y dirección de empresas, a nivel nacional e internacional. Su especial habilidad para asumir grandes desafíos quedó plasmada al acompañar como asesor de mercadeo en su campaña a la Gobernación del Valle del Cauca al escritor Gustavo Álvarez Gardeazábal y convertirse en un hábil negociador y la persona

de toda su confianza; gerenciar una empresa pública de telecomunicaciones y con posterioridad ocupar con gran éxito una alta posición en una multinacional alemana.

Al graduarse de ingeniero electrónico, José Enrique formó un matrimonio muy sólido junto a Amelia, su novia de la universidad, quien también había estudiado ingeniería. Poco tiempo después su hogar se vio alegrado con la presencia de sus dos hi-jos: José David y Javier Leonardo. Luego de vivir una temporada en Cali, colaborando también con Feriva, José Enrique aceptó un alto cargo en una empresa de tecnología y desde entonces, con algún paso fugaz

Alegre reunión en casa de mi hermana Martha Cecilia quien aparece al

centro, al lado de mamá.

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por los Estados Unidos, fijaron su residencia en Bo-gotá. Con los años, y mientras sus hijos crecían, fue destacándose en varias empresas multinacionales de telecomunicaciones. No creo exagerar, si digo que es el más centrado, alegre, sentimental y cariñoso de todos los Fernández Riva.

Cada uno de noso-tros, desde ese, nuestro pa-sado común, habíamos ido tomando nuestro rumbo; unos en forma más acer-tada que otros, pero en ge-neral llevábamos, y podía decirse que llevamos hasta ahora, vidas más o menos organizadas. No obstante, Manolo fue la excepción. Un sinnúmero de equivo-caciones, tanto de parte de nuestros padres como de él mismo, convertirían su vida en un verdadero descalabro. Como estaba aún muy chico cuando me casé, lo perdí de vista durante mucho tiempo. A la distancia me enteraba con asom-bro de sus trastadas; de la forma en que se le estaba tratando de corregir; de las veces que había pasado en la calle, en esa calle que se fue volviendo su amiga y que le fue introduciendo en un submundo de drogas y de vicio, de donde parecía que nunca iba a lograr salir. Esporádicamente, sin embargo, volvía a trabajar por un tiempo con papá o se ocupaba de cuidar una finquita que tenían Martha y Beppe en la carretera al mar, pero, de manera indefectible, siempre volvía a las andadas. ¿Cómo terminó en Buenaventura? Ese es un misterio para mí. Pero el caso es que allí, en un medio inhóspito para cualquiera de nosotros encontró una manera de vivir que no era desde luego, aquella burguesa y organizada de la que disfrutábamos los demás Fernández Riva. Y entonces, todos nos fuimos

Otro de los encuentros familiares alrededor de la mesa del comedor, en la casa de la Avenida Quinta.

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acostumbrando a que el Puerto fuese su sitio de “residencia” y a que de manera periódica acudiera a mamá en busca de ayuda. Al verlo hoy, enve-jecido y acabado, no he podido menos que sentirme agobiada por su vida des-perdiciada. Pero claro, ese es el punto de vista de una pequeña burguesa que cree en el bienestar y en el confort que aporta la civilización. Quién sabe si él, entre sus negros, su mar y sus éxtasis viajeros, no habrá alcanzado a divisar una realidad que está vedada para nosotros. Por lo demás, pienso que hay algo que reconocerle: en sus momentos de dedicación y equilibrio fue un tenaz trabajador y siempre guardó respeto y admiración por papá. Durante un tiempo colaboró con él en la imprenta y cuando enfermó, lo acompañó y lo ayudó en todo lo que pudo.

Gracias a Dios esta historia no termina con esas reflexiones. Con in-menso gusto, y ya casi al término de esta historia, me he dado cuenta de que al fin parece que mi hermano Ma-nolo ha sentado cabeza. Actualmente, comercializa las algas que extrae de su famosa Isla Morgado y se ha converti-do en un reconocido y muy solicitado pintor de vallas y pequeños murales en Buenaventura y poblaciones adyacen-tes. “El biólogo”, como es conocido allá por todos, es un personaje muy querido en toda esa región. A pesar de que su comportamiento errático fue uno de los grandes dolores de mis padres, creo sin temor a equivocarme, que mi hermano Manuel Vicente es un hombre de buen corazón y de innata inteligencia. Y es, también, qué duda cabe, la figura más garciamarquiana de toda esta historia.

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Reunión familiar con motivo del cumpleañosnúmero 80 de papá.

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XIV Parte

La nueva etapa de Feriva

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Contexto histórico

Década de 1980 a 1989

1980: El sha Mohammad Reza Pahlevi muere en el exilio. Asesina-do Anastasio Somoza. Guerra en el Golfo Pérsico entre Iraq e Irán. Ronald Reagan vence a Carter en Estados Unidos. Asesinado John Lennon. 1981: Muere en atentado Anwar Sadat. Adolfo Suárez di-mite en España. Colombia rompe con Cuba. Éxito del transborda-dor espacial Columbia. Francois Mitterrand, presidente en Francia. Gravemente herido el Papa en un atentado. Boda de Carlos de Gales y Lady Di. Muere en accidente aéreo Ómar Torrijos. Muere Mos-he Dayan, el héroe de la Guerra de los Seis Días. 1982: Guerra de las Malvinas. Italia gana el mundial 82. Belisario Betancur asume la presidencia de Colombia. Fallece en accidente automovilístico Gra-ce Kelly. Gabriel García Márquez, Premio Nobel de Literatura. 1983: Semidestruida Popayán por terremoto. Los “marines” en Granada. Lech Walesa, Premio Nobel de Paz. 1984: Asesinado el ministro de justicia, Rodrigo Lara Bonilla; estado de sitio en todo el país. Falle-cen Julio Cortázar, Truman Capote y Jorge Guillén. Muere Richard Burton. Misil soviético destruye avión coreano con 269 personas a bordo. Paquirri fallece luego de grave cornada. Asesinada Indira Gandhi. Desmond Tutu, Premio Nobel de Paz. 1985: El M-19 se toma el Palacio de Justicia; las Fuerzas Armadas penetran al edificio en medio de explosiones y fuego cruzado; decenas de muertos. Ava-lancha borra a Armero del mapa. Primer trasplante de corazón en Colombia. Mueren Simone Signoret, el actor de cine Rock Hudson, víctima del sida, y Orson Welles. Kasparov, campeón mundial de

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ajedrez. Gorbachov, nuevo líder en la URSS. 1986: Estalla el trans-bordador Challenger con sus siete tripulantes a bordo. Accidente nuclear en Chernobil. Virgilio Barco, presidente de Colombia. Esta-dos Unidos bombardea Libia. El Papa en Armero. Asesinado Gui-llermo Cano, director de El Espectador. Mueren Jorge Luis Borges y Juan Rulfo. 1987: Extraditado el narcotraficante Carlos Lehder a Estados Unidos; Colombia conquista España: Lucho Herrera, cam-peón de la vuelta ibérica. Venezuela moviliza tropas en frontera con Colombia. Asesinado Jaime Pardo Leal. Cataclismo en Wall Street; más de 500 millones de dólares en pérdidas deja el “lunes negro”. 1988: Medellín estremecida por atentado; bombas contra el perió-dico El Colombiano. Adoptado estatuto antiterrorista. Secuestro de Álvaro Gómez impacta al país. Asesinado Carlos Mauro Hoyos Ji-ménez, procurador general de la nación. Chile dijo NO a Pinochet. George Bush, presidente de EE.UU. 1989: Mueren el emperador Hirohito y Salvador Dalí. Más de quinientos muertos en masacre de la Plaza Tiananmen. Se desmoviliza el M-19. Asesinado el pre-candidato Luis Carlos Galán. Semidestruida sede de El Espectador. Asesinado Pablo Peláez González, exalcalde de Medellín. Muerte y destrucción: bus cargado con quinientos kilos de dinamita destruye el edificio del DAS en Bogotá. Abatido Rodríguez Gacha y cinco de sus guardaespaldas. Se estrella jet de Avianca con 158 personas a bordo. La moda: Hasta los años setenta, la moda evolucionó si-guiendo ciertas convenciones. Pero en los ochenta sufrió cambios drásticos. En el pasado, las transparencias no eran aceptadas y hasta los tirantes de los corpiños debían esconderse debajo de la ropa. En los ochenta, la mujer se reveló y quiso expresar su sexualidad libre-mente. La lencería se puso de moda. Surgieron los pantaloncitos calientes. Por esta misma época, los hombres usaron pantalones de terlenka ajustados, con bota ancha y zapatos de suelas muy altas.

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Capítulo XXX

De cómo debió morir la vieja y querida Feriva para renacer a la modernidad

L a historia de José Fernández Morgado es, qué duda cabe, la his-toria de Feriva. En el nuevo local

que Rosa Stella construyó en la Calle 18 entre Carreras Tercera y Cuarta, continuó trabajando al lado de mi hermano Carlos quien desde hacía ya unos años compartía con él las fatigas y las alegrías de la brega editorial.

Carlos Guillermo tuvo desde muy joven el mismo espíritu emprendedor y pionero de mi padre. Después de haber aprendido todo sobre los diferentes procesos de impresión, con gran visión decidió que había lle-gado el momento de cambiar la tecnología de Feriva antes que los equipos se tornaran obsoletos, pues los mercados demandaban nuevas exigencias técnicas. Sorprendentemente, aquellas bellas Linotipos de mu-sical composición, aquellos complicados y maravillosos mecanismos de impresión tipográfica que parecían invencibles, perdían la batalla ante el desarrollo de

Mi padre con la barba que lució un corto

período.

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la industria gráfica. Carlos se dio cuenta de que, en poco tiempo, si la imprenta no se acogía a la nueva tecnología quedaría obsoleta frente al mercado. Así se lo comunicó a nuestro padre. Él, un hombre que ya contaba ochenta y tres años, no podía enfrentar esa realidad; se negaba a aceptar que sus entrañables Linotipos, las queridas compañeras de toda una vida, cuyos mecanismos conocía a la perfección, y todo el sistema de impresión tipográfico gracias al cual se había ido fortaleciendo Feriva, conocido como sistema de impresión “en caliente” (en razón a la fundición de los tipos), estaba destinado a ser reemplazado por un nuevo sistema para él incomprensible.

Fue difícil para Carlos convencer a mi padre de cambiar. No era fácil tampoco realizar este cambio: significaba terminar con el pasado y volver a empezar. Se hizo un consejo de familia en el que participamos todos, Claudio incluido, donde Carlos expuso uno a uno sus argumentos y allí se aprobó la decisión de cambiar de tecnología. Ante la contundencia de los hechos, mi padre aceptó y comenzó entonces algo que hasta sólo unos pocos años antes, hubiera parecido inimaginable. Se puso en venta la antigua imprenta, es decir, todas las máquinas, y se consiguió un cliente para ellas. De forma paralela, Carlos había gestionado un nuevo crédito con la Corporación Financiera del Valle, esta vez destinado a la modernización de Feriva.

Las queridas Linotipos, las prensas, los comodi-nes llenos de tipos, las cajas de matrices, el plomo, las herramientas y hasta la simpática sacapruebas salie-ron de la imprenta con destino a los talleres gráficos del periódico El Quindiano de la ciudad de Armenia, un cliente de Feriva que llegó a contratar su edición diaria en la empresa, que conocía el funcionamiento de toda la maquinaria y que la necesitaba para continuar editando el matutino.

A la vez que partían las máquinas, decían tam-bién adiós Ricardo Astudillo, Carlotita, y como ellos,

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todos los trabajadores que habían colaborado en Feriva con la vieja y familiar tecnología. Se terminaba así la era del plomo y de la impresión en caliente para iniciar una nueva era.

Durante un breve espacio de tiempo dejaron de escucharse en Feriva los heterogéneos y vibrantes so-nidos de su fecunda producción tipográfica. Era sobre-cogedor contemplar ese local vacío y silencioso, donde sólo estaba la antigua plegadora, que se conservó en el cambio. Papá observaba todo con profunda nostalgia. Sentía que al despedirse de su vieja Feriva, se estaba despidiendo también de la actividad a la que había dedicado toda su vida. Esa transición fue tan dolorosa para él, que siempre he pensado que a partir de ese momento empezó a morir un poco.

La legendaria "sacapruebas", máquina

indispensable en las labores de la "Vieja

Feriva".

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Capítulo XXXI

De cómo se inició esta nueva etapa de Feriva

P ara Carlos Guillermo, aún muy joven, dar este paso representaba una gran responsabilidad. ¿Qué

tal si estuviera equivocado? ¿Qué tal que las máquinas no respondieran? Pero al contrario de todos los que lo rodeaban, él no dudaba; estaba seguro de lo que hacía. En los años anteriores había viajado una y otra vez a los Estados Unidos a cursos, seminarios y ferias internacionales es-pecializadas en diseño gráfico y procesos de impresión, para documentarse acerca de estas nuevas tecnologías, y luego, con profunda responsabilidad, seleccionó la maquinaria que, dentro de las inevitables limitaciones económicas, haría posible el nacimiento de Feriva al moderno sistema de impresión en frío.

Y así, las máquinas, importadas directamente de los Estados Unidos, empezaron a llegar: tres prensas Offset ATF Davinson, dos Chief 25” y una Chief 17”;

Papá en la Gerencia de la Empresa.

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las modernas fotocom-ponedoras que reem-plazarían a las viejas y queridas Linotipos; las cámaras para la repro-ducción fotomecánica de las páginas; la quema-dora de planchas lito-gráficas; una nueva gui-llotina y con ellas todo el material necesario para su funcionamiento. Carlos, personalmente, seleccionó y entrenó a los nuevos operarios. Todo ahora era nuevo, no existían referentes históricos, ni empleados expertos, ni clientes, pero él actuaba con la audacia del empresario y la seguridad y el valor de quien sabe el terreno que está pisando.

Empezó entonces para Feriva la era del color y la litografía, en la cual la suave mezcla de tramas permitía perfeccionar al máximo la belleza de la ima-gen, superando indudablemente las posibilidades del viejo sistema de tipos y clichés. No sólo se modernizó la tecnología: Carlos desarrolló ahora su gran habilidad creativa con nuevos diseños y bellísimas ilustraciones, planificó la distribución técnica de los procesos del taller y del movimiento del papel antes y después de la impresión y se ocupó de supervisar personalmente el proceso de producción desde el original hasta la entrega de los trabajos. A partir de ese momento, Fe-riva ingresó por la puerta grande del club de la alta litografía y empezó a rodar con paso fuerte en la era moderna, compitiendo con gran calidad en sus impre-sos. La semilla plantada por mi padre crecía fuerte y fecunda en esta nueva etapa de su vida. Corría el año 1980.

Mi padre en una reunión de trabajo en la Empresa. De izquierda a derecha, mi hermano Álvaro, Aníbal Correa, mi hermano Ernesto, Andrés Crovo y el contador de la empresa.

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Capítulo XXXII

De las alegrías y pesares de los nuevos tiempos;la nacionalización de papá;

la medalla al Mérito Industrial;el principio de su decaimiento

Este nuevo comienzo de Feriva des-concertaba a mi padre. Asumió con pesar el hecho de que esta

nueva tecnología, desconocida para él, era la que regía ahora la imprenta, y entonces, resignado, continuó realizando desde su escritorio sus impecables correcciones de estilo. Me parece verlo, con las gafas que usaba para leer, una regla de metal con la que seguía el texto y el infaltable bolígrafo de tinta roja para marcar las erratas.

Con el paso de los días, la difícil realidad del cambio total producido en Feriva y las dificultades de adaptación a las nuevas circunstancias empezaron a originar problemas entre papá y Carlos, y así, por consejo de mi hermano Claudio, se consideró oportuno que Ernesto, a quien se le reconocía su honestidad y

Papá rodeado por sus nietos: Paola, Ana Isabel,

Andrea, Mónica, Ilse y Daniel.

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capacidad de trabajo, pero alejado de la imprenta hacía varios años y para ese entonces dedicado a administrar una cafetería en el centro de la ciudad, ocupara el cargo de gerente y se creara así una figura neutral que ayudara a mantener la armonía familiar.

La nueva tecnología era tan des-conocida para él como para mi padre; lo suyo había sido también la impresión en caliente: la Linotipo, las galeras, el plomo; en ese momento estaba com-pletamente desubicado y debió hacer un gran esfuerzo para adaptarse a la nueva realidad. Pero Ernesto le lle-vaba ventaja a mi padre en el proceso de adaptación a la nueva tecnología: era joven y tenía toda una vida por delante. El nuevo aprendizaje junto a Carlos, tomado de forma casi acciden-tal, sería providencial al capacitarlo para asumir más tarde la conducción editorial de la empresa, sin olvidar desde luego que por sus venas, como por las de todos los Fernández Riva, circula tinta de imprenta. Carlos Gui-llermo, quien era el único conocedor de los modernos procesos, aceptó echarse encima toda la responsabilidad de la producción de la empresa, además de continuar su trabajo como creativo y diseñador de las publicaciones.

En 1982, con mi hermana Mar-tha Cecilia acompañamos a nuestro padre a la Gobernación a recibir el certificado que lo acreditaba como ciu-dadano colombiano. Papá se vistió ese día impecablemente de blanco, estaba muy conmovido; era algo que deseaba

hacer de corazón. Fue un acto sencillo, pero muy emocionante. Con él, refren-daba su amor y agradecimiento por una tierra en la que había luchado y pasado momentos difíciles, pero que le había brindado también la posibilidad de fundar una empresa y levantar una familia. En una frase muy bella ilus-tró su pertenencia a este terruño y la importancia que tenía para él tomar la decisión de nacionalizarse colombiano a la edad de ochenta y cinco años:

Aquí, donde todas las cosas me hablan de amor, aquí está mi Patria.

Desde hacía ya algún tiempo, mis padres disfrutaban las ventajas de disponer de un automóvil propio y de los servicios de un chofer particular. No obstante, una de las aficiones que papá conservó casi hasta el final de su vida fue la de realizar largas camina-tas. Otros deportes que practicó en su juventud, como el patinaje, las pesas y la natación, tuvieron que ser dejados de lado ante la rigidez y exigencia del diario vivir. Pero prácticamente hasta el final de su vida continuó siendo un entusiasta convencido de las bondades del diario caminar. En cierta ocasión en la que alguien le preguntó si practi-caba algún deporte, él contestó: “Sí. Ir caminando al entierro de mis amigos deportistas”.

En uno de esos paseos por la Avenida Sexta un ladrón lo tiró con violencia al suelo al intentar robarle el reloj; el golpe lo dejó muy maltratado y representó un hecho sorprendente en

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una ciudad que no tenía todavía la peligrosidad que nadie ignora en la actualidad. A pesar de este mal mo-mento, papá continuó con su rutina de dirigirse a pie a la imprenta hasta que el peso de los años, tal como en

la canción de Piero, hizo más lento su andar, y esta circuns-tancia, unida al congestionado tráfico de la Carrera Primera hicieron que fuera demasiado arriesgado su tránsito por esa vía. Algunos de sus nietos y personas como Santiago Royo o Miguel Hernández, recordarían siempre aquellos recorridos desde la casa de Granada hasta San Nicolás, el paso seguro y enérgico de José Fernández y lo interesante y variado de su conversación.

Pero poco a poco, su vitalidad disminuía. Siempre gozó de excelente salud, sin embargo, en determina-do momento comenzó a sufrir de unos mareos que el médico diagnosticó como debidos a la aterosclerosis. Esta circunstancia empezó a menguar su calidad de vida; no obstante, seguía siendo fiel a su ceviche se-manal y a su copita de coñac en las noches. Siempre había sido amante de la naturaleza, pero en esa etapa de su existencia se tornó mucho más sensible; amaba el árbol que crecía junto a su ventana y no permitió que fuera cortado por unos empleados municipales que tenían la orden de hacerlo dado su aparente mal estado. Les pidió que le concedieran un plazo para revivirlo; y con decisión se propuso reanimarlo. Con gran dedicación lo rociaba desde su balcón con abono foliar, lo regaba todos los días y hasta le hablaba. Un día el árbol, agradecido, comenzó a cubrirse de abun-dante follaje. Papá era feliz contando luego cómo se volvió de frondoso con sus cuidados. Algunas de sus ramas pobladas de brillantes hojas llegaban hasta el

Papá y mamá unidos y felices como siempre.

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balcón de papá como brindándole frescura y gratitud a su salvador. Realmente, se convirtió en un árbol muy bonito que todavía existe a la entrada de la casa de la Avenida Quinta.

Hacía un tiempo había adquirido una mirla y junto a ella, en el balcón, pasaba largas horas enfrascado en sus pensamientos. La quería y decía que si supiera que iba a lograr sobrevivir en libertad, la dejaría ir. Reflexionaba en lo poco que la mirla necesitaba para vivir y cantar de forma tan maravillosa. Solía decirme que era una paradoja que ella solo pudiera comer su papaya y su agua, que él querría darle algo más sabroso, pero que si algún día le cambiaba el menú y le daba algo que equivocadamente creía iba a disfrutar más, se enfermaría y moriría. “Esa vida aus-tera, quién lo creyera, hija –me comentó una vez– es la que le conserva la vida; mi vida y la suya son similares en ese sentido”. No obstante, y a pesar de sus cuidados, papá experimentó la pena de perder ese ser que tanto le alegraba con sus cantos. Un día encontró la jaula abierta y no se supo nunca adónde fue la cantarina ave o quién se la había llevado. Lo cierto es que nunca volvió a aparecer. Ese fue un motivo de gran tristeza para papá, que vino a unirse a esa serie de frustraciones y decepciones que se generan frecuentemente en la edad avanzada.

Uno de los sinsabores que acompañan a quienes tienen la “suerte” de ser longevos es, qué duda cabe, el adiós definitivo a los ami-gos con los que se han compartido parecidas vivencias e inquietudes a lo largo de la vida. Mi padre nunca fue muy amiguero; su vida se desen-volvió casi completamente en el núcleo familiar. No obstante, una gran simpatía le unió a algunas personas como Manuel Lahera y su señora Ernestina, cubanos

Presentación de pinturas de mi hermana Rosa Stella en el Instituto Lahera. Mi padre al lado de su buen amigo Manuel Lahera.

Con el querido periodista y poeta Andrés Crovo fallecido prematura y trágicamente en un accidente de tránsito.

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que fundaron en Cali el Instituto Lahera y que se convirtieron en unos de sus mejores amigos desde el momento en que llegaron de Cuba; el exalcalde de Cali Julio Riascos y sobre todo, el periodista chileno Andrés Crovo, fallecido de manera trágica en un ab-surdo accidente en la plaza de Cayzedo en Cali y con el cual compartió muchos momentos de sabrosa y amena intelectualidad. El adiós definitivo a estos y

otros queridos amigos, le produjeron profunda desazón.

Uno de los últimos actos públicos a los que acudió José Fernández Morgado fue a la entrega de la Medalla al Mérito Indus-trial, acto realizado en el año 1986. Una ceremonia muy emotiva donde el Gobier-no Nacional por conducto del Ministerio de Desarrollo premió a Impresora Feriva por su trayectoria y por ser la empresa más pujante del Valle del Cauca y la que había creado más empleos en Santiago de Cali durante ese año. Mi hermano Ernes-to pronunció allí unas hermosas palabras en las que hablaba del esfuerzo y de la lucha de mi padre a través de la historia de Feriva; de seguro a papá le habrán

emocionado mucho y llegado al corazón. Es apenas justo que su esforzada, inteligente y visionaria labor haya obtenido tan merecido reconocimiento.

El día en que el Gobierno Nacional condecoró a Impresora Feriva con la Medalla al Mérito Industrial. En la fotografía, mis padres, el periodista José Pardo Llada y mis hermanos María Eugenia y Ernesto.

Imposición de la Medalla al Mérito que el Gobierno Nacional otorgó a Impresora Feriva

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Mi hija Luz Myriam.

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Capítulo XXXIII

En donde perdemos a dos seres queridose inolvidables

El 10 de diciembre de 1983 murió mi hija Luz Myriam, un mes an-tes de cumplir los quince años de

edad, a consecuencia de un cáncer maligno en la glándula suprarrenal. Un dolor que nunca pude imaginar. Papá me escribió una sentida y bella carta en la que me decía que era como si hubiera muerto una de sus hijas. Como siempre, papá estuvo cerca de mí espiritualmente, brindándome su apoyo en uno de los momentos más dolorosos de mi vida.

En esa ocasión, fue también muy consoladora la presencia de mi hermana Martha Cecilia que viajó a Ecuador una semana antes del fallecimiento de mi hija para acompañarme en tan difíciles momentos. ¡Quién iba a decirme que dos años después ella también nos dejaría y perdería la presencia maravillosa de una hermana que siempre me brindó su cariño y su apoyo incondicional en todos los momentos de mi vida!

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El fallecimiento de mi hija le produjo a mi padre un gran dolor; de verdad quería a esa pequeña traviesa y juguetona que tan cariñosa y espon-tánea se portaba con él. Pero cuando falleció mi hermana Martha Cecilia, el 11 de noviembre de 1985, a los treinta y siete años de edad, víctima de fibrosis pulmonar, papá se sumió en una gran tristeza. Ella era como un sol para mis padres, siempre estaba pendiente de ellos. Cuando papá sufría uno de esos desvanecimientos que le afectaron al final de su vida debido a la ateroscle-rosis, Martha Cecilia perdía el juicio y no le importaba meterse en contravía

por una calle con tal de llegar pronto a casa para llevarlo a una clínica. Po-díamos fallar todos a los almuerzos de los sábados, pero ella y su esposo Beppe eran infaltables. Entre sema-na siempre se preocupaba por llevar a mamá de paseo a alguna parte, ya fuera al Kilómetro 18 o a Jamundí, el hecho era que pasara distraída. Era feliz visitando a mis padres. Fue una hija, una hermana, una esposa y un ser excepcional. Cuando partió, con ella también se fue parte de nuestra alegría y todos nos sentimos un poco huérfanos. A partir de su muerte papá empezó a decaer rápidamente.

Mi inolvidable hermana Martha Cecilia cuya partida nos llenó a todos de desolación.

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XV Parte

De los últimos tiempos

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Capítulo XXXIV

Donde esta historia se impregna de pesadumbre con el fallecimiento de mi padre

Al poco tiempo papá dejó de ir a la imprenta. Su avanzada edad y las nuevas tecnologías lo presionaron

a tomar tan difícil decisión. Durante más de cuarenta años Feriva había sido su ra-zón de vivir; cuando perdió ese incentivo perdió también los deseos de seguir vivien-do. Un día en que me encontraba junto a él en la sala viendo la televisión, se levantó y me trajo una foto suya en la que aparecía con barba y con mucha energía en su ex-presión, y me dijo: “Esta foto la enmarqué para que la colocaran en la imprenta, pero he decidido regalártela a ti porque sé que la sabrás apreciar mejor”. Una gran pesa-dumbre atribulaba su alma.

Paulatinamente, dejó de hablar en la mesa del comedor y solo nos observaba en silencio cuando entablábamos alguna polémica. Dejó también de in-teresarle escuchar su música. Fue muy doloroso para

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mí cuando un día me llamó y me dijo que escogiera los discos que me gus-taran porque a él ya no le llamaba la atención escuchar nada. Me resistía a hacerlo, pero él insistió; escogí enton-ces, varias zarzuelas y algunas piezas clásicas. Estas cosas me afectaban mucho, veía a mi padre hundirse día tras día en la pesadumbre, el mutismo y el aislamiento, y no podía hacer nada para ayudarlo ni para hacer más gra-ta su vida. A veces, en las tardes, me quedaba junto a él viendo en silencio la televisión, pues ya casi no hablaba ni expresaba ningún comentario. Yo le contaba cosas intentando sacarlo de ese marasmo, pero era como si hu-biera perdido el deseo de enterarse o comentar lo que pasaba a su alrededor. En una de esas ocasiones le pregunté por qué, él que había sido tan buen conversador y que siempre nos había deleitado con sus historias, estaba ahora tan encerrado en sí mismo, y me contestó: “Hija, ya estoy cansado

de vivir, creo que allá arriba se han olvidado de mí. Quisiera que uno de estos días, San Pedro abriera las nubes y dijera: ¡Cómo! ¿Todavía está don José por allá? ¡Tráiganmelo pronto!”

Poco tiempo después se cumpli-ría su deseo. Papá se fue apagando len-tamente y falleció de muerte natural el 24 de mayo de 1987. Tenía noventa años de edad.

Murió tan sencilla y austeramen-te como había vivido. Todo lo que tenía nos lo había legado catorce años atrás cuando con mamá y con nosotros, sus once hijos, fundó la sociedad Impresora Feriva S.A.

El invalorable ejemplo de su ho-nestidad, de su esfuerzo, de su lucha y coraje es en verdad el mejor legado que los Fernández Riva recibimos de ese hombre polifacético y excepcional que fue don José Fernández Morgado, nuestro padre.

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Parte Final

De cómo perdimos a nuestra madre

De cómo esta historia vuelve a impregnarsede tristeza con el fallecimiento

de mi hermano Javier

Genealogía de mis padres

Fechas importantes

Feriva, la empresa familiar

Documentos, archivos y notas de interés

Algo sobre la autora

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Contexto histórico

Período de 1990 a 2010

1990: Asesinados Bernardo Jaramillo Ossa, candidato presidencial de la Unión Patriótica, Carlos Pizarro candidato presidencial del M-19 y el senador liberal Federico Estrada Vélez. Manuel Antonio Noriega se rinde ante Estados Unidos. Nelson Mandela sale de la cárcel después de veintisiete años. Patricio Aylwin, nuevo presiden-te de Chile; culmina la dictadura de Augusto Pinochet. Octavio Paz, Premio Nobel de Literatura. Guerra del Golfo. 1991: Boris Yeltsin, presidente de Rusia. 1992: Atentado en la embajada de Israel en Buenos Aires. Hugo Chávez intenta golpe de Estado contra Carlos Andrés Pérez. Chávez encarcelado. Rigoberta Menchú, Premio No-bel de Paz. Juegos Olímpicos de Barcelona. 1993: William Jefferson Clinton, presidente de los Estados Unidos. Rafael Caldera, presiden-te de Venezuela. 1994: En México, el comandante Marcos del EZLN se alza en armas contra el Gobierno Federal. Caldera indulta a Chá-vez en Venezuela. Muere en el circuito de Imola el piloto brasileño Ayrton Senna da Silva. 1995: Alberto Fujimori reelegido en Perú. Saddan Hussein reelegido en Irak. Europa acuerda una moneda co-mún: el Euro. 1996: Fernando de la Rúa, presidente de Argentina. Aznar gana las elecciones en España. Juan Pablo II visita Venezuela. 1997: Tony Blair, primer ministro de Gran Bretaña. Científicos es-coceses clonan la oveja Dolly. El ejército peruano rescata a sangre y fuego los rehenes de Sendero Luminoso en la embajada de Japón en Lima. 1998: Juan Pablo II visita Cuba. Andrés Pastrana asume la presidencia de Colombia. En Chile, Augusto Pinochet es nombrado

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en medio de protestas, comandante en jefe benemérito del Ejército. 1999: Toma posesión como presidente electo de Venezuela, Hugo Chávez Frías. Empieza en EE.UU. juicio por perjurio contra Bill Clinton. 2000: Revuelta popular en Ecuador derroca el gobierno de Jamil Mahuad. Ricardo Lagos, presidente de Chile. Vladimir Pu-tin elegido presidente de Rusia. Vicente Fox elegido presidente de México. 2001: Rebelión popular derroca a Fernando de la Rúa en Argentina. G.W. Bush toma posesión como presidente de EE.UU. El análisis del Genoma confirma que el ser humano tiene poco más de treinta mil genes. 11 de septiembre: atentado contra las Torres Gemelas de Nueva York. 2002: Crisis en Argentina. En circulación el Euro. En Colombia son secuestradas por las Farc Ingrid Betan-court y Clara Rojas. Álvaro Uribe Vélez, elegido presidente de Co-lombia. 2003: Asume la presidencia en Argentina Néstor Kirchner. Luiz Inácio Lula da Silva, elegido presidente de Brasil. Comienza invasión a Irak. Arnold Schwarzenegger, electo gobernador del Es-tado de California. El 13 de diciembre es detenido Saddan Hussein. 2004: José Luis Rodríguez Zapatero triunfa en España. G.W. Bush reelegido presidente de los Estados Unidos. 2005: Príncipe Carlos de Inglaterra anuncia su boda con Camila Parker. Muere Juan Pablo II. 2006: Michelle Bachelet, primera presidenta mujer en Chile. Evo Morales toma posesión como presidente de Bolivia. Saddan Hus-sein ejecutado en la horca. 2007: Cristina Fernández de Kirchner asume la presidencia de Argentina. Hugo Chávez reelecto en Ve-nezuela. Rafael Correa asume presidencia en Ecuador. Nicolas Sar-kozy, nuevo presidente de Francia. 2008: Raúl Castro elegido por el Parlamento presidente de Cuba para reemplazar a Fidel Castro. Raúl Reyes y dieciséis guerrilleros de las Farc son dados de baja en territorio de Ecuador. 2009: Barak Obama, primer presidente ne-gro de los EE. UU. Suiza legaliza el matrimonio entre personas del mismo sexo. General Motors, segundo fabricante de automóviles del mundo se declara en bancarrota. 2010: Devastador terremoto en Haití. Fuerte terremoto en Chile. La moda: Después de años de modas definidas, la década de los noventa se presentó como una de múltiples variaciones de estilo. La moda dejó de ser rígida y admitió variedad de expresiones. Igual puede llevarse falda larga que corta, minifalda o pantalón. El estilo se escoge de acuerdo a la ocasión y al físico de quien lo lleva. No existe una tendencia definida y distin-guible sino una serie de modas distintas que le dan al periodo una identidad. Por ejemplo, cuando el piercing en el ombligo se puso de moda, se introdujeron blusas cortas que dejaban libre el ombligo. Se impusieron las marcas de prestigio internacional en los accesorios y atuendos deportivos.

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Capítulo XXXV

De cómo perdimos a nuestra madre

Lunes 2 de abril del 2007

M amá sobrevivió veinte años a mi padre. Con inmenso valor continuó siendo durante dos

décadas el pilar fundamental en el que se cimentaba nuestra familia. Su vida se es-cribió en páginas signadas por la entrega, la abnegación y el amor. Con gran fortaleza y amor maternal nos crió, nos educó, y con-tinuó apoyándonos a lo largo de los años. Los Fernández Riva tuvimos una madre realmente excepcional. A su dedicación y tiernísimos cuidados, debemos nuestra pro-verbial buena salud; a su gran inteligencia y pedagogía: el amor a los libros y a la lectura y ese incesante deseo de estudiar y supe-rarnos; y a su espíritu indomable y altivo: la fuerza para continuar siempre adelante a pesar de las dificultades, decepciones y dolores que se presentan en la vida.

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Mi madre

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Olvidando con absoluto desprendimiento la vida familiar, amable y cálida en que se desenvolvió su infancia y juventud en el Perú, se dedicó por entero, lejos de su patria, a levantar y formar su familia colom-biana. Desde el primer momento quiso conocer profun-damente esta nueva tierra. En mi recuerdo me parece verla todavía, en ratos robados a sus muchas labores, inclinada sobre libros de historia patria estudiando los acontecimientos que marcaron y formaron la historia de Colombia, o aprendiendo en libros de geografía, la descripción de sus ciudades, sus características y sus pueblos. Me sorprendía siempre cuando me corregía algún error respecto a estos temas y a otros muchos que dominó gracias a la lectura que cultivó toda su vida.

Durante muchos años luchó hombro a hombro junto a nuestro padre para criarnos y edu-carnos, y para formar junto a él Feriva, la empresa familiar. Algunos amigos la recuer-dan todavía cuando recién dada a luz en alguno de sus once partos sentada sobre la cama y teniendo a su lado al nuevo retoño Fernández Riva ayudaba a nuestro padre a plegar o terminar algún trabajo editorial que debía ser entregado con premura.

Fueron muchas las penas y las amar-guras que mamá acumuló durante el largo trayecto de su existencia. El 19 de junio de 1995, diez años después de perder a mi inol-vidable hermana Martha Cecilia, y ocho años después del fallecimiento de mi padre, murió en Filipinas, en un accidente de tránsito, mi hermano Claudio. Tenía solamente cincuen-ta y siete años de edad. Un dolor inmenso para mi madre, para su esposa Beatriz, para

sus hijos y para toda nuestra familia. Claudio fue un hijo ejemplar que a pesar de la distancia a donde lo llevaban sus diferentes misiones en el Banco Mundial, estaba siempre pendiente de mi madre. Por lejos que estuviera procuraba llamarla por teléfono para saber

Mi hermano Claudio

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cómo estaba. Días después de su trági-co fallecimiento, le llegó a mamá una carta conmovedora en la que mi her-mano le decía, cuánto la quería y que todo lo que había logrado en la vida se lo debía a ella, y le incluía un cheque por valor de mil dólares, un obsequio por su cumpleaños a celebrarse el 9 de julio. Claudio fue un ser realmente excepcional. Todos albergábamos por él un gran cariño y nos sentíamos orgu-llosos de su talento, de su honestidad a toda prueba y de su gran calidez hu-mana. Cualquier problema que surgía en la familia él tenía la capacidad de analizarlo y solucionarlo con singular sabiduría. En su brillante carrera ocu-pó destacadas posiciones en diferentes entidades, y en su última labor como asesor del Banco Mundial recibió las más altas condecoraciones de muchos países, entre ellos, China y las Coreas del Norte y del Sur. Al momento de su muerte se encontraba realizando una asesoría para el sistema de agua potable en Filipinas. Su deceso produjo inmensa consternación en el Banco Mundial y en nuestra familia, y sincero dolor en propios y extraños. Para mi madre fue una pérdida irreparable.

No obstante, y a pesar de estos grandes dolores, mamá siempre se mostró positiva, alegre y entusiasta; nunca la vimos disgustada, demos-trando cansancio o llorando. Prodigó su amor entre todos los que la rodea-ban. Con su gran sensibilidad e inteli-gencia intuía lo que le agradaba a cada persona y trataba de complacerla. Sus

nueras y yernos la quisieron y admira-ron; sus nietos y nietas, la adoraron; los amigos conservaron siempre de ella un recuerdo maravilloso, y nosotros, sus hijos, no pudimos menos que que-rerla con todo el corazón y apreciar y agradecer el amor y los sacrificios que a través de su vida nos entregó a cada uno con inmenso desprendimiento.

A principios del año 2007, con noventa y dos años de edad, su cuerpo cansado y su espíritu contrito anhela-ban el reposo. La inmensa pena produ-cida por el estado de coma de nuestro hermano Javier llenaba su vida de pesadumbre. Conservaba lúcida su mente, pero de forma paulatina perdía el deseo por las cosas de esta vida. Solo el cariño de sus hijos y de sus nietos podía brindarle ya un poco de alegría.

Su vida, tan llena de amor fue apagándose, y así, serenamente, como se extingue una vela, falleció en la Clí-nica Nuestra Señora de Los Remedios, el lunes 2 de abril del 2007 a las seis de la mañana. Fue para mí un gran consuelo acompañarla en sus últimos años y sobre todo en esa última sema-na de su agonía. Murió en mis brazos.

Su sepelio fue muy emotivo y concurrido, con profusión de flores. Todo el que la conoció la admiró y la quiso. Su vida fue rica de mil maneras, y su ejemplo, al igual que el de nuestro padre, es legado precioso para nuestra familia. Sin duda alguna, todo lo bueno que los Fernández Riva logramos en la vida se lo debemos a nuestros padres.

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Capítulo XXXVI

 De cómo esta historia vuelvea impregnarse de tristeza

con el fallecimiento de mi hermano Javier

A pesar de su importancia en los me-dios económicos del país: subdirec-tor de Planeación Nacional entre

1978 y 1980; Viceministro de Hacienda en 1981 y 1982 y asesor de la antigua Junta Monetaria del Banco de la República; co-lumnista de Semana, Dinero y Diario La Repùblica; Presidente durante seis años de aniF a principios de la década de los no-venta, institución de la cual se retiró para fundar su propia empresa de consultoría: Prospectiva Económica, una de las voces más autorizadas y polémicas en materia de política macroeconómica en el país, mi her-mano Javier se conservó sencillo y familiar.

En él tuvimos siempre un hermano comprensi-vo y solidario, preocupado por la buena marcha de la empresa familiar, por el bienestar de nuestra madre y por la unión de la familia. En el mes de octubre del

Mi hermano Javier.

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2006 padeció repentinamente un derrame cerebral y a raíz de este accidente vascular permaneció en estado de coma durante varios meses. Una pena inmensa para toda la familia, que se vio luego atenuada y confortada por su sorprendente recuperación.

En efecto, contra todos los pro-nósticos volvió a estar consciente y a través de los meses continuó pro-gresando gracias a su gran energía, a los abnegados y amorosos cuida-dos de su esposa María Teresa, y al amor de quienes lo queríamos. Nunca perdimos la fe en su mejoría y guardábamos la esperanza de su completo restablecimiento, pero la Providencia había dispuesto otra cosa. El miércoles 25 de marzo de 2009 sufrió un ataque cardíaco. Su corazón cansado ya no pudo resistir.

El país se conmovió por su fa-llecimiento y a sus exequias acudie-ron importantes personalidades del mundo social, político y económico. Su muerte sacudió las fibras más sensibles de mi alma. Javier fue un hermano entrañable que siempre estuvo muy cerca de mi corazón. Para toda nuestra familia fue una irreparable pérdida. Su ejemplo de superación, esfuerzo, inteligencia y honestidad y la gran sencillez y calidez que caracterizaron su vida guiarán e iluminarán por siempre el camino de los Fernández Riva.

La autora junto a su entrañable hermano Javier.

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Capítulo XXXVII

Genealogía de mis padres

José Fernández Morgado

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Árbol genealógico

Abuelos paternos:Francisco Fernández y Dolores Palmeiro

Abuelos maternos:José Manuel Morgado y Ramona Ferreira

Padre:Manuel Fernández Palmeiro

(Natural de la Villa de Lugo en Galicia – España)

Madre:Digna de las Mercedes Morgado

(Natural de la ciudad de Sancti Spíritu,en la provincia de Santa Clara, Cuba)

Hermanos:Carlos Alberto, Abelardo, Leonor, Dolores,

Digna, Margot, Eloisa, Lucía, Zoyla

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Antonieta Riva Herrera de Fernández

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Árbol genealógico

Abuelo paterno:Rodarico Riva

(italiano que llegó al Perú a fines del siglo xixy se estableció en un pueblo de pescadores

de la provincia de Ayacucho,llamado Puquio).

Abuela paterna: Petronila Luna

(Natural de la provincia de Ayacucho).

Abuelos maternos:Armando Herrera e Hilaria Flórez

Padre:Uldarico Riva

(natural de Huacho – Perú)

Madre:Zoraida Herrera Flórez, natural de Trujillo- Perú

Hermana:Luisa

(ya fallecida)

De la familia peruana sobrevivenal momento de terminar este relato (2015):

Carlos Zelaya con su esposa Aditay sus hijas Milagritos, Mónica y Pamela;

César (Pocholo) Zelaya y siete hermanos másresidentes en los EE.UU.;

Florcita La Rosa con su esposo Juan Larrea,su hija “Pelusa” y sus nietos;

Pilar y Piruca Erausquincon sus respectivas familias;

Barbarita, hija de mi inolvidable prima Pochita Erausquin,quien vive actualmente con su esposo y su hija en los Estados Unidos.

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Capítulo XXXVIII

Fechas importantesFamilia Fernández Riva

1897- 11 de febrero: Nace José Ma-nuel Tomás Fernández Morga-do en Guanabacoa, provincia de La Habana, Cuba. Se inscribe su nacimiento el 13 de febrero de 1897; consta este registro en el Tomo 17 Folio 276 del Regis-tro Civil de Guanabacoa.

1905: José Fernández Morgado em-pieza sus estudios de primaria en el colegio de los sacerdotes Escolapios de Guanabacoa.

1911: José Fernández Morgado culmi-na sus estudios primarios y em-pieza a trabajar como ayudante de electricista.

1914: A los diecisiete años José Fer-nández Morgado trabaja en un ingenio azucarero supervisando los tanques de almacenamiento.

1914 - 9 de julio: Nace en la ciudad de Lima, Perú, una simpática niña a la que bautizan con el nombre de Antonieta.

1917: A los veinte años José Fernán-dez Morgado ingresa a una im-prenta como aprendiz del oficio de linotipista, ocupación que marcaría toda su vida.

1927: José Fernández Morgado viaja a Colombia para trabajar en el periódico El Mercurio de la ciudad de Cartagena.

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1929: Por motivos de salud José Fer-nández Morgado deja Cartage-na y viaja a Lima, Perú.

1931: José Fernández Morgado y An-tonieta Riva Herrera unen sus vidas para siempre.

1935: La pareja Fernández-Riva viaja a Colombia.

1935: José Fernández Morgado empie-za a trabajar en el periódico El Siglo, de Bogotá, dirigido por Laureano Gómez.

1937: José y Antonieta viajan a Cali y establecen allí su residencia.

1938: José Fernández Morgado com-pra su primera Linotipo.

1938 - 21 de mayo: Nacimiento de Claudio.

1942 - 7 de mayo: Nacimiento de Leo-nor María.

1943 - 15 de julio: Nacimiento de los mellizos Javier y Ernesto.

1944 - 22 de diciembre: Nacimiento de Rosa Stella.

1945: Contratan a José Fernández en el periódico La Voz Católica.

1946 - 23 de mayo: Nacimiento de Álvaro.

1948 - 21 de julio: Nacimiento de Martha Cecilia.

1949: Viaje de la familia Fernández Riva a Popayán.

1950 - 22 de enero: Nacimiento de Manuel Vicente (más conocido como “Manolo”).

1951: Primera Comunión conjunta de Ernesto, Javier y Leonor.

1951 - 16 de julio: Nacimiento de María Eugenia.

1953: Retorno de la familia Fernández Riva a Cali.

1954 - 12 de enero: Nacimiento de Carlos Guillermo.

1956: Inicio de Editora Feriva, la em-presa de artes gráficas fundada por José Fernández Morgado, en la Calle 17 No. 5-49 del ba-rrio San Nicolás.

1958 - 1 de noviembre: Nacimiento de José Enrique.

1962: Legado de la casa del barrio Gra-nada por nuestra inolvidable amiga doña Susana Caicedo de Vaccari.

1973: Constitución de la Sociedad Im-presora Feriva Ltda.

1976: Construcción del nuevo local de Impresora Feriva en la Calle 18 No. 3-33 del barrio San Nicolás de Santiago de Cali.

1980: Impresora Feriva reemplaza su producción tipográfica en caliente con la edición de textos en Linotipo y adopta el nuevo sistema de impresión en frío

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basado en la litografía y el sis-tema Offset.

1982: José Fernández Morgado ad-quiere por adopción la ciudada-nía colombiana.

1983 - 10 de diciembre: Fallecimien-to de mi pequeña hija Luz Mir-yam a la edad de quince años.

1985 - 11 de noviembre: Fallecimien-to de mi inolvidable hermana Martha Cecilia.

1986: El Gobierno Nacional otorga a Feriva la Medalla al Mérito Industrial.

1987 - 24 de mayo: Fallecimiento de José Fernández Morgado, mi adorado padre; pilar fun-damental de nuestra familia y fundador junto con mi madre de Impresora Feriva.

1995 - 19 de junio: Fallecimiento de mi hermano Claudio en Fili-pinas en trágico accidente de tránsito.

2006 - 4 de julio: Fallecimiento de Santiago Royo Mesa, hermano menor de Beatriz Royo, alguien profundamente querido e inol-vidable para la autora de esta biografía.

2006 - 30 de octubre: Mi hermano Ja-vier sufre un derrame cerebral que le deja en coma.

2007 - 2 de abril: Fallece en Cali, en la Clínica Nuestra Señora de los Remedios, mi adorada madre, Antonieta Riva de Fernández.

2007 - 2 de diciembre: Muere en Cali, en la Clínica del Valle del Lili, Walter Dávila Lorza, esposo de mi hermana María Eugenia.

2009 - 25 de marzo: Fallecimiento en Bogotá de nuestro inolvida-ble hermano Javier Fernández Riva, después de dos años de difíciles quebrantos de salud.

2012 - 1 de agosto: Asumo la Gerencia General de Impresora Feriva

S. A., la empresa fundada por mi padre sesenta años atrás.

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Capítulo XXXIX

Feriva, la empresa familiar

I mpresora Feriva S. A., la empresa familiar fundada por mi padre hace sesenta años, es hoy una recono-

cida empresa editorial que se distingue tanto por la calidad de sus publicaciones e impresos como por su excelente criterio en materia de edición de textos y corrección gramatical y de estilo, pero, sobre todo, por su honestidad, cumplimiento y gran calidez humana.

Con el advenimiento del libro electrónico, de la impresión digital y de las nuevas tecnologías, mu-chas expectativas y retos se presentan a la industria gráfica. Feriva asume este nuevo desafío con gran responsabilidad y con el convencimiento de que los sorprendentes avances logrados en la comunicación gráfica representan no una amenaza sino una mag-nífica oportunidad para alcanzar la excelencia y para llegar con el pensamiento y la palabra hasta nuevas y gratificantes fronteras.

Todos los Fernández Riva aportamos en diferen-tes épocas algo de nuestras vidas y de nuestra propia

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alma a esta querida empresa familiar. En sus primeros tiempos acompaña-mos a nuestro padre, Claudio, Javier, Ernesto, Rosa Stella, Álvaro y yo. Nuestro hermano Manuel Vicente también colaboró mucho con papá en su momento. Luego, vinieron Martha Cecilia, María Eugenia, Carlos Gui-llermo y José Enrique. Cada uno de nosotros conserva recuerdos propios de su respectiva época; experiencias vividas entre el plomo, las prensas, la tinta y el papel.

Por las venas de los Fernández Riva corre tinta de imprenta, pero por Feriva (¡qué duda cabe!) corre también algo de la sangre y de la vida de todos los Fernández Riva.

Feriva ha tenido a lo largo de su vida la conducción, primero de nuestro padre y fundador, y luego, de varios hermanos:

Carlos Guillermo, si bien no tuvo durante su periodo en Feriva el cargo representativo de gerente, fue quien gestó la planificación, adaptación, ejecución y administración de la nue-va tecnología adoptada por Feriva en 1976: él fue quien la introdujo a la era moderna y quien organizó y delineó los procesos que han hecho a la em-presa líder en la industria gráfica del Valle del Cauca.

Ernesto ocupó la Gerencia de la empresa en un primer periodo que fue de 1976 a 1991.

María Eugenia, asumió la Ge-rencia General a partir de 1991 hasta 1993.

Ernesto, ocupó por segunda vez la Gerencia desde 1993 hasta octubre de 2011.

Leonor María, autora de esta obra: asumió la Gerencia General en agosto de 2012 hasta la fecha.

Es penoso para mí tener que re-ferirme al final de esta historia a una circunstancia negativa que ha afectado grandemente el desenvolvimiento de la empresa familiar y que en aras de la veracidad que he dejado plasmada en estas páginas, debo dejar reseñada.

En marzo de 2011 y por sugeren-cia de mi hermano Ernesto, gerente en ese entonces de la empresa, la Junta Directiva inició un seguimiento a las funciones del gerente administrativo. A partir de ese momento empezaron a destaparse infinidad de irregulari-dades: una situación desconocida por los socios quienes habíamos deposita-do nuestra absoluta confianza en los miembros de la familia que dirigían la empresa; fiabilidad que fue com-pletamente defraudada. Algo de culpa teníamos sin embargo, pues debido al parentesco familiar les habíamos dejado a quienes la administraban completa libertad sin hacer ningún tipo de control a lo largo de veinte años.

En mayo del 2011 en vista de las graves anomalías detectadas, la Junta Directiva asumió el control de la

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empresa. Luego de una breve gerencia ejercida por un profesional ajeno a la familia, en agosto del 2012 me fue en-cargada la Gerencia General.

Con el paso de los días y a través de varias auditorías fueron develán-dose múltiples arbitrariedades que tenían a las finanzas de la empresa en estado crítico. Las anomalías eran graves y numerosas: endeudamiento desmedido y no aprobado por junta directiva; contabilidad caótica y sin soportes; sobrevaloración de activos; contratos leoninos altamente perju-diciales para la empresa; adquisición equivocada de un costoso equipo chino de impresión convertido en chatarra a los pocos meses de comprado, el cual representó para la empresa una pér-dida de más de mil millones de pesos; grave detrimento patrimonial; cartera millonaria incobrable; actuaciones deshonestas y abusivas por parte de los directivos hacia el personal, al cual le eran concedidos préstamos perso-nales con intereses de agio de cinco y diez por ciento aprovechando que se pagaban con atraso las nóminas; boni-ficaciones millonarias para los admi-nistradores, negligencia criminal en el mantenimiento de los costosos equipos de producción; peligrosas fallas en la planta de producción -muchas de cuyas paredes amenazaban con caerse-, y muchas, muchas anomalías más que sería largo detallar. La empresa se venía manejando como un feudo per-sonal. Aparentemente gozaba de una buena situación financiera, pero eso

era solo una fachada. La realidad era otra y muy grave.

Con los cupos llenos en los ban-cos, la inminencia y cuantía de los compromisos de pago y la carencia de recursos económicos para afrontarlos, no nos quedó más camino que acoger-nos a la Ley 1116 de Reestructuración Empresarial con el fin de obtener un periodo de gracia que nos permitie-ra cumplirle a nuestros acreedores, reestructurar la empresa y sacarla adelante.

A partir de ese momento nos dedicamos a corregir las graves fa-lencias encontradas y cumplir con las duras y exigentes cláusulas a que nos veíamos comprometidos al estar sujetos a dicha ley. No era una tarea fácil, pero la emprendimos con coraje y responsabilidad.

Gracias a una labor tesonera y exhaustiva logramos encauzar y poner al día una contabilidad caótica, carente de soportes y plagada de operaciones oscuras e irregulares; organizamos el archivo contable; dimos de baja la incobrable cartera heredada que as-cendía a más de cuatrocientos millones de pesos; realizamos los perfiles de los diferentes cargos y de sus funciones; iniciamos el proceso de certificación ISO; levantamos el mapa de costos inexistente en la empresa; produjimos e instalamos el programa Litoplan para efectuar de manera profesional las cotizaciones que se venían reali-zando en forma manual y autónoma

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por un empleado; se investigaron y trabajaron otras líneas productivas; se diversificaron las ventas y se abrie-ron otros mercados dentro y fuera del país; se instaló el magnífico software Gprint para apoyar la producción y la labor comercial; se estructuró en for-ma planificada el abandonado archivo en donde se deterioraban y destruían las publicaciones producidas en la empresa; realizamos la valorización real de los sobrevalorados equipos de producción y de la planta física; inver-timos más de quinientos millones de pesos en mantenimiento y repuestos de los desgastados equipos; realizamos las adecuaciones necesarias en las paredes de la planta- cuyo precario estado representaba un peligro inmi-nente para los operarios- y adecua-mos las oficinas, la sala de juntas y las deficientes baterías sanitarias, pero, sobre todo, nos preocupamos porque todos los procesos administrativos y operativos se realizaran con total transparencia, a fin de que la empresa recobrara la corrección, el amor por las artes gráficas y la honestidad legadas a ella por su fundador.

La miseria humana es infinita: desde afuera, las personas resentidas por haber perdido sus cargos empren-dieron incansablemente una campa-ña de desprestigio en contra de la empresa, esparciendo rumores de su quiebra y distribuyendo además, entre los medios financieros y comerciales y entre la misma industria gráfica,

panfletos difamatorios y viscerales en contra de nuestra administración con el único fin de hacerle daño a la empresa y lograr su liquidación. Esa campaña, debo reconocerlo, afectó significativamente nuestras ventas y por ende nuestra situación financiera, ya de por sí seriamente menoscabada.

Durante tres años he dirigido la empresa en condiciones muy difíciles: sin capital de trabajo, sin préstamos bancarios, y sin aportes económicos de ningún tipo. Es inmenso el pasivo heredado y muchos los compromisos.

Tal parece que hoy se nos cerra-rán todos los caminos. El futuro de la empresa, debo reconocerlo, es incierto. Me queda sin embargo la satisfacción del deber cumplido, de haber entre-gado el alma a esta labor; de haber luchado sin descanso, día tras día para tratar de sacar adelante la empresa que fundó mi padre hace ya sesenta años y para rescatar en ella los gran-des valores que él le imprimió. Y lo he hecho con alegría, con positivismo, con coraje y con profundo sentido de perte-nencia porque Impresora Feriva, no solo tiene para mi un inmenso signifi-cado sentimental sino que es también un icono de la industria gráfica de la región; una dinámica empresa del Valle del Cauca que ha contribuido a su cultura, progreso y desarrollo y que con auténtico sentido social procura el bienestar y crecimiento de los más de ciento treinta trabajadores que labo-ran en ella.

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Capítulo XL

Documentos, archivosy notas de interés

Los documentos que anexo a conti-nuación son algunos de los que, con más preponderancia, corroboran

los sucesos de esta historia. Todos ellos denotan la importancia que tuvo la familia para mi padre y la relevancia que él alcanzó en su entorno comercial y social. Testi-monios recopilados y guardados con celo; unos, de homenajes que le hicieran en vida; otros, póstumos, pero sin duda, reveladores de la calidad humana de José Fernández Morgado: El Coraje de un Hombre.

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Adjunto aquí un documento de profundo significado para la familia Fernández Riva, expedido por el Minis-terio de la Guerra de España, que data del veinticinco de enero de mil novecientos dos por el cual se asciende a escribiente de primera clase del Cuerpo del Ejército español a don Manuel Fernández, padre de José Fer-nández Morgado Palmeiro.

Título de Escribiente de primera clase del Cuerpo Auxiliar de Oficinas Militares a favor de Don Manuel Fernández Palmeiro.

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Primera hoja del pasaporte de José Fernández Morga-do y Antonieta Riva a su llegada a Colombia.

El Encargado de Negocios de la República de Cuba en Bogotá, Colombia

Certifica que José M. Fernández Morgado y su esposa María A. Riva natural de Cuba y Perú, respectivamente de 39 y 26 años de edad; de estado casado - profesión Periodista, con residencia en Bogotá se halla inscrito con el número 13 ..(ilegible).

Para que conste expido la presente en Bogotá (Colom-bia) a diez y nueve de febrero de mil novecientos treinta y seis.

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Resolución No. 1363 de 1981El Ministerio de Relaciones Exteriores

de la República de Colombia

En ejercicio de la delegación presidencial que le fue con-ferida por virtud del Decreto No. 2637 del 21 de octubre de 1966, aclarado por el Decreto No. 99 del 24 de enero de 1967, y

Considerando:

Que el señor José Fernández Morgado, de nacionalidad cubana, ha solicitado al Ministerio de Relaciones Exteriores se autorice a la Alcaldía de Cali, para que lo inscriba como colombiano por adopción, de acuerdo con lo establecido en el Artículo 8 de la Constitución Nacional y en la Ley 22 Bis de 1936,

Que se han cumplido todos los requisitos establecidos en el Artículo 8 de la Constitución Nacional y en la Ley 22Bis de 1936, relativa a la inscripción como colombianos por adopción a hispanoamericanos y brasileños por nacimiento.

RESUELVE

Artículo Primero.- Autorizar a la Alcaldía de Cali, para que inscriba como colombiano por adopción al señor JOSÉ FERNÁNDEZ MORGADO, previo cumplimiento del trá-mite legal correspondiente.

Artículo segundo.- La presente Resolución rige desde la fecha de su expedición y será publicada en el Diario Oficial.

Comuníquese y publíquese

Dada en Bogotá, D.E., a 10 de junio de 1981

Carlos Lemos Simmonds

Ministro de Relaciones Exteriores

Resolución No. 1363 de 1981 por medio de la cual el Ministerio de Relaciones Exteriores concede la

ciudadanía colombiana a mi padre

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Comunicado emitido por Impresora Feriva con motivo de la Medalla al Mérito Industrial que le fue otorgada por el Gobierno Nacional

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Artículo aparecido en la revista FENALCO No. 41 de mayo de 1987, luego del fallecimiento de mi padre.

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Artículo aparecido en la columna Mirador de José Pardo Llada en el diario Occidente de fecha mayo de 1987, luego del fallecimiento de mi padre.

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"Al hablar de los cubanos en Cali tendré que mencionar, entre los primeros y más honrosamente recordados a José Fernández Morgado que falleció hace pocos días, el creador de la importante Impresora Feriva".

Hace pocas semanas asistí en el Club de Ejecu-tivos, a un acto de reconocimiento a don José Fernán-dez Morgado. Lo que allí expresaron personalidades oficiales, ya lo sabía de amigos, como el negro Ezequiel Velásquez, que me hablaban con admiración del "que-rido don José".

Anotaba Velásquez cómo el fundador de Feriva que pudo acogerse a la jubilación desde hace años, seguía acudiendo, día a día, puntualmente, a su traba-jo, que sus hijos se veían obligados a respetar. Siguió siendo el corrector de pruebas de Impresora Feriva, y en esa función nunca tuvo competidor ni sustituto.

Quizá don José vivió tantos años precisamente por no haber cedido a la invitación de jubilarse. El tra-bajo era su ilusión y su vida y trabajó hasta el mismo día de su muerte.

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Artículo aparecido en la revista Occidental dirigida por el inolvidable caballero y periodista caleño don Jaime Fernández de Soto, en la edición No. 127 de junio 1987 con motivo del fallecimiento de mi padre.

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Testimonio de un acontecimiento que marcó la historia de Impresora Feriva

El siguiente es el texto aparecido en El Quin-diano, el día 15 de abril de 1978, semanario impreso hasta esa fecha en los talleres de Impresora Feriva.

"La maquinaria y equipos de Impresora Feriva, de Cali, una de las empresas gráficas más completas en su género en el occidente colombiano, fueron adqui-ridos por El Quindiano, con el fin de ser trasladados a este departamento.

La millonaria transacción que fue iniciada hace algunos días, tuvo su feliz culminación el sábado an-terior cuando se llegó a un pleno acuerdo entre don José Fernández Morgado, gerente de Impresora Feriva y Alberto Duque Ochoa, gerente de este semanario.

Debido a la gran cantidad de maquinaria y acce-sorios, su traslado se hará en dos etapas. La primera el tres de agosto y la segunda, el tres de septiembre del presente año. Lo anterior, con el fin de que pueda hacerse la adecuación del local correspondiente para que, una vez trasladada la maquinaria se pueda em-pezar a trabajar de inmediato.

La nueva empresa impresora que tendrá el Quindío podrá editar desde una tarjeta de visita hasta un libro, además de folletos, revistas y naturalmente, periódicos. Máquinas tales como: intertipos, linotipos, prensas, guillotinas, fundidoras, tituladora, cosedoras, etc., además de completísimos accesorios, hacen parte de esta industria editorial que por su gran capacidad de producción nos permite atender las necesidades no solo del Quindío sino de otros departamentos vecinos.

La calidad de los trabajos queda más que demos-trada con este semanario, ya que es en esos mismos talleres donde actualmente se elabora El Quindiano”.

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El hombre que viajabacon su máquina a cuestas

Crónica especial por FICO en los cincuenta añosde El Liberal de Popayán

"Desde mayo de 1951 hasta agosto del año siguiente, El Liberal vivió una temporada que podríamos denominar de “los Fernández” y del paso obligado a la era del Linotipo. El periódico, debido a una depresión económica aupada por su persecución en difíciles tiempos de la política, fue cedido en arrendamiento al doctor Próspero Calvache Ruiz (q.d.D.g.) y para mejorarlo en presentación y tratando de introducirle mejoras vino contratado el ciudadano cubano José Fernández Morgado, trayendo consigo una Linotipo, máquina que además de moldear lingotes de texto lo hacía tam-bién para titulares, paso que permitió aligerar trabajos de levantada y arma-da, garantizando así la salida diaria, sin excepción, del rotativo. Fernández

Morgado armó su máquina con la cual vino desde Cali luego de haber hecho tránsito en otras ciudades de América y Colombia.

"El periódico cambió su impre-sión y presentación, y fuera de sus secciones habituales sostuvo una pá-gina con el encabezado “La Nación y el Mundo” que fue surtida con noticias tomadas de los radionoticieros más prestigiosos que se emitían en el país. Estuvo encargado de este trabajo nues-tro común amigo y periodista Eduardo Hurtado Gómez, quien lo hacía en su domicilio en horas nocturnas, entre-gaba las notas a un emisario después de media noche, manuscritas, y los originales pasaban al editor-maqui-nista Fernández Morgado. Fue desde

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esta época que se le introdujeron seis páginas al periódico en su tamaño ha-bitual de medio pliego; tuvo especial importancia el registro social de la ciudad; se lanzó un original “Concurso del Reloj” y se publicó por entregas la novela de Félix B. Cainet “El Derecho de Nacer”, que estaba haciendo furor en la radio, cuyos impresos aparecían en tamaño cuaderno en la última pá-gina, caras anterior y posterior, para facilitar su colección, todo con el pro-pósito de incrementar las ventas en el sector popular.

"Fuera de los reducidos servicios de taller y de la acertada dirección del doctor Calvache Ruiz, la aparición del periódico bajo estas modificaciones era posible con la colaboración entusiasta de Gerardo Cifuentes, como jefe de Re-dacción, de José Fernández Morgado, como editor-linotipista, y de Rafael Fernández Torres como administrador y redactor de planta. Recordamos que en los talleres el editor cubano implan-tó una disciplina tal que en ninguno de los días obligados, a excepción del lunes, dejó de aparecer la publicación. Le aseguró una vigilancia tan celosa al personal de manualidad, que todo se cumplía bajo un horario inalterable en las distintas dependencias.

"Pero pese a las buenas inten-ciones y voluntad de todos, la empresa arrendada no pudo sostener la vincu-lación del linotipista-editor debido a

los altos costos de producción y sos-tenimiento de la máquina. Fernán-dez Morgado emigró con su aparato mecánico, pero su paso por El Liberal dejó enseñanzas y experiencias que sirvieron para su continuidad, ya de-jando atrás, por obsoleta, la labor de tipo suelto.

"Como hecho recordatorio y anecdótico podemos anotar que en esta etapa de “los Fernández”, en las mu-chas jornadas de trasnocho y cuando nos sorprendía el amanecer, solíamos ver a don José armado de un enorme pan francés y un monumental termo de café enviados de su casa, con el rostro y los brazos entintados porque había pasado angustiosos momentos reparando desperfectos de la máquina, a la cual únicamente él conocía sus defectos y secretos, como ser el único patrimonio en su vida de gitanería. Con él compartíamos la frugal comida para mitigar la fatiga y despistar el frío haciendo una pausa en la labor de plegada del periódico en que todos in-terveníamos para acelerar la entrega a los voceadores que ansiosos esperaban su turno en corro de pregoneros.

"Dios sabe dónde estará a estas horas, con su máquina, el simpático cubano Fernández Morgado, pero como quiera que sea, es a él a quien estamos recordando con afecto en esta croniqui-lla y en esta efemérides con casi medio siglo de existencia de la amada casa editorial de la Carrera 3ª.

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Algo sobre la autora

Leonor María Fernández Riva

A la fecha: 2015

Evocar en estas páginas la vida de mis padres ha sido para mí un privilegio, algo que he hecho con

profundo amor y sentimiento de gratitud, pero, también, con absoluto apego a la verdad.

Hace algún tiempo uno de mis hermanos al leer un borrador de esta historia me preguntó: “¿Cómo has hecho para recordar tantas vivencias de nuestros pa-dres?” Tuve que responderle que no me había costado ningún esfuerzo. Todos esos acontecimientos y circuns-tancias se grabaron indelebles en mi memoria a través de los años. Siempre tuve la percepción de que la vida me había premiado con unos padres excepcionales y de que estaba siendo testigo de una apasionante y singular aventura que era preciso recordar.

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A partir de mi matrimonio celebrado a los veinte años de edad, me radiqué en Ecuador. Dios me bendijo con tres hermosas hijas, una de las cuales ya está en la presencia del Señor. Tengo cuatro encantadores nietos varones. To-dos residen en Quito, Ecuador. Durante más de tres décadas solo fugazmente visitaba a mis padres en vacaciones. Dios me concedió, sin embargo, el privilegio de regresar a vivir a Cali junto a mi madre, ya anciana, y acompañarla y cuidarla durante la última etapa de su vida; esa fue mi principal labor durante ocho años.

Mi madre resistió con gran estoicismo la muerte de mi padre y de dos hijos, su viudez, su deterioro físico y los sufrimientos que depara la vida y continuó valientemente uniendo con su amor a toda la familia. Pero a partir de enero del 2007 su cuerpo, ya debilitado por el trabajo, las penas y los años, se resistió a continuar. Entonces, con todo mi amor filial y dedicación, me empeñé en hacerle menos dolorosa su par-tida de este mundo.

Luego de su fallecimiento la vida cambió de manera radical para mí. De nuevo estaba sola. Pero una vez más, como en otras etapas difíciles de mi vida, volvieron también en mi ayuda mi profunda fe en Dios, mi carácter opti-mista y positivo, y esa pasión que me acompaña desde niña: el amor por la literatura y por la poesía.

He abierto en internet varios blogs sobre temas variados: poesía, resúmenes, opinión, cuentos; colaboro en algunas publicaciones; redacto una columna semanal en un periódico virtual, y tengo en producción una novela y varios libros de cuentos y poesías.

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En el año 2004, con motivo del cumpleaños número noventa de mi madre, realicé la compilación de sus recetas de cocina en el libro titulado El Legado de Toña. Desde el 2006 publico anualmente el Almanaque Imprescin-dible Leonor, una réplica muy personal del popular Almanaque Bristol, cuya prodigiosa longevidad y popularidad anhelo reproducir con absoluta fideli-dad. En noviembre del 2007 publiqué el libro de poesías Cristal, poemas sencillos, pero llenos de sentimiento y de pasión.

El Coraje de un Hombre, testi-monia en sus páginas el esfuerzo y el coraje que representó para José Fer-nández Morgado fundar y levantar una empresa en medio de las dificultades, y el inmenso amor que demostró por su esposa y por sus hijos a lo largo de su existencia.

Desde agosto de 2012, hasta la fecha de edición de este libro, he ocu-pado la Gerencia General de Impresora

Feriva. Me siento afortunada de que la vida me haya brindado la oportunidad de dirigir la empresa familiar en uno de los momentos más difíciles y complejos de su historia. No ha sido esta una labor sencilla. Día tras día he debido enfrentar nuevos retos y un sinnú-mero de dificultades, pero lo he hecho con alegría, con coraje, con profundo sentido de pertenencia. Tampoco he escatimado ningún esfuerzo para tra-tar de sacar adelante la empresa que fundó mi padre hace ya sesenta años ni para rescatar en ella el precioso legado moral e intelectual que él le imprimió. Hoy, al volver la vista atrás, siento la satisfacción del deber cumplido.

Sé que nada es para siempre y por eso me apresto ya a recorrer nue-vos e impredecibles caminos, pero soy una persona esencialmente positiva y al igual que mi padre, creo poseer el coraje suficiente para escribir todavía páginas interesantes en el diario de mi vida y para seguir adelante cualesquie-ra sean las circunstancias.

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GraciasAl llegar a la última página de esta obra quiero expresar mis sinceros

agradecimientos a quienes en diferentes etapas de su edición me brindaron su valioso aporte y sugerencias:

A mi hermano Carlos Guillermoquien me motivó y animó a escribir esta historia.

A mi hermano José Enriquequien aportó a la misma valiosas fotografías e ideas.

A mi hermano Ernestoquien sugirió en su inicio detalles que la enriquecieron.

A mi querida amiga Gladys Francoquien se tomó el trabajo de leerla varias veces

y corrigió con gran propiedad pasajes y fechas.

A Amparito Ramírezquien realizó una prolija y responsable

corrección de estilo.

A Javier Buitrago,director del Departamento de Arte y Diseño

de Impresora Feriva quien vivió conmigodía a día esta emocionante aventura.

Y a todos aquellos que de una u otra manerame animaron a editarla.

Gracias de todo corazón

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Esta historia fue escrita porLeonor María Fernández Riva

y se imprimió en los talleres gráficos deImpresora Feriva S. A.

Santiago de Cali- Colombia2015.

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