el colorín

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El Colorín Heriberto Soberanes Lugo Cerca de mi casa paterna vivía un peluquero de apellido Pineda. Uno de sus hijos, de nombre Jorge, le había salido artista; llegó a ser un imitador prestigiado en la región. Se le conocía como “El Colorín”. Alternaba sus números de imitador de cantantes en boga con contar chistes, ambas cosas con buena calidad. En los setentas, yo entonces veinteañero, lo escuché en un bar de Guasave hacer sus gracias artísticas. Aplaudimos a rabiar su trabajo. Otro de los hijos del peluquero había elegido la ocupación de elaborar y vender pinturitas, deliciosos postres sinaloenses. A este, que radicaba en Culiacán, donde yo estudiaba en la época, ocasionalmente lo abordaba para preguntarle por su hermano, el artista. El vendedor de delicias me ponía al tanto: hace poco se presentó en la feria de San Marcos… irá pronto a los Ángeles…” Me alegraba que nuestro artista la estuviera haciendo. Dentro de mí notaba el contraste entre aquellos dos hermanos: uno, modesto vendedor callejero; el o tro, un artista… Andando los años, yo ya casado y con hijos, mientras llevaba al menor de los dos a su colegio, sorprendí al vendedor de pinturitas, ahora en su nuevo lugar de venta: en la banqueta de la escuela de mi chamaco. Le informé a mi retoño sobre el pasado de los dos hermanos Pineda. A la hora de la salida, interesado mi hijo sobre la historia de mis paisanos, abordamos al vendedor: le presenté a mi descendiente, y le pregunté por la familia, especialmente sobre su hermano el imitador. Me contestó: Yo soy El Colorín; los años me retiraron de las candilejas y como no estudié carrera alguna, tuve que dedicarme a lo de mi familia; hacer y vender pinturitas ¿Quieren unas? Culiacán, Sinaloa, Mayo de 2014

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Breve relato de un reencuentro del narrador con un personaje admirado en su juventud.

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El Colorín

Heriberto Soberanes Lugo

Cerca de mi casa paterna vivía un peluquero de apellido Pineda. Uno de sus hijos,

de nombre Jorge, le había salido artista; llegó a ser un imitador prestigiado en la

región. Se le conocía como “El Colorín”. Alternaba sus números de imitador de

cantantes en boga con contar chistes, ambas cosas con buena calidad. En los

setentas, yo entonces veinteañero, lo escuché en un bar de Guasave hacer sus

gracias artísticas. Aplaudimos a rabiar su trabajo.

Otro de los hijos del peluquero había elegido la ocupación de elaborar y vender

pinturitas, deliciosos postres sinaloenses. A este, que radicaba en Culiacán, donde

yo estudiaba en la época, ocasionalmente lo abordaba para preguntarle por su

hermano, el artista. El vendedor de delicias me ponía al tanto: “hace poco se

presentó en la feria de San Marcos… irá pronto a los Ángeles…” Me alegraba que

nuestro artista la estuviera haciendo. Dentro de mí notaba el contraste entre

aquellos dos hermanos: uno, modesto vendedor callejero; el otro, un artista…

Andando los años, yo ya casado y con hijos, mientras llevaba al menor de los dos

a su colegio, sorprendí al vendedor de pinturitas, ahora en su nuevo lugar de

venta: en la banqueta de la escuela de mi chamaco. Le informé a mi retoño sobre

el pasado de los dos hermanos Pineda. A la hora de la salida, interesado mi hijo

sobre la historia de mis paisanos, abordamos al vendedor: le presenté a mi

descendiente, y le pregunté por la familia, especialmente sobre su hermano el

imitador. Me contestó: Yo soy El Colorín; los años me retiraron de las candilejas y

como no estudié carrera alguna, tuve que dedicarme a lo de mi familia; hacer y

vender pinturitas ¿Quieren unas?

Culiacán, Sinaloa, Mayo de 2014