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Introducción Allan Stewart Konigsberg, conocido artística- mente como Woody Allen, acudió por vez primera a la consulta de un psiquiatra en 1959. Apenas había cum- plido los 24 años y su febril y precoz actividad creativa parecía condenarle a unos conflictos interiores que se veía incapaz de afrontar en solitario. Su corta edad no había sido un obstáculo para vender chistes a importan- tes columnistas de prensa de la época, hacer sus pinitos en el ámbito radiofónico y trabajar como guionista pro- fesional en programas de televisión y espectáculos de variedades. Por si fuera poco, ya le había dado tiempo a casarse con Harlene Rosen, una estudiante de filosofía que mejoró la formación cultural de su amado, quien en realidad fue un autodidacta. Sin duda, el joven Woody Allen vivía muy deprisa una etapa decisiva para su maduración personal. De pronto empezó a sentirse infeliz sin que existiera una motivación concreta, “una sensación que le resultaba, según dice, «terrible y aterra- dora» y que era incapaz de superar” 1 . Así, y según sus biógrafos, las visitas al psiquiatra se hicieron regulares a partir de 1963, cuando pasaron a ser una costumbre que no abandonaría para, entre otros objetivos, poder hablar con alguien totalmente ajeno al mundo del espectáculo. No es de extrañar, pues, que en un cine de marcado carácter autobiográfico como el practicado por el autor neoyorquino se filtraran desde el comienzo continuas alusiones a la psiquiatría, en general, y al psi- coanálisis, en particular. Ya en una producción tan extravagante como Woody Allen, el número uno/ What’s up, Tiger Lily? (1966) –que consistió en modificar y doblar de forma delirante una película japonesa de artes mar- ciales y muy bajo presupuesto– salteó el metraje con algunas escenas donde se le podía ver a él charlando con un terapeuta. Poco después, en la que verdadera- mente se considera como su ópera prima, Toma el dinero y corre/ Take the Money and Run (1969), incluiría en el montaje final –que asume una apariencia de falso docu- mental– las declaraciones del psiquiatra que trata en la cárcel a Virgil Starkwell, el cleptómano protagonista incorporado por el propio Allen. El cine como terapia: el psicoanálisis en la obra de Woody Allen Miguel Ángel Huerta Floriano Facultad de Comunicación. Universidad Pontificia de Salamanca (España). Correspondencia: Miguel Ángel Huerta Floriano. Facultad de Comunicación. Universidad Pontificia de Salamanca. Henry Collet, 90-98. 37007 Salamanca (España). e-mail: [email protected] Recibido el 6 de noviembre de 2007; aceptado el 29 de noviembre de 2007 Resumen Con toda seguridad, no existe en el panorama cinematográfico una filmografía que haya dedicado tanta atención al psicoanálisis y a los psicoanalistas como la de Woody Allen. La obra del cineasta neoyorquino se sostiene sobre una serie de constantes formales, narrativas y temáticas en las que participan con gran peso asuntos como la inestabilidad emocional y su tratamiento psicoterapéutico, normalmente abor- dados con un prisma cómico. Además, algunas de las películas más representativas del universo de Allen pueden entenderse, en el fondo, como ejercicios de liberación psicológica por las peculiares estructuras que manejan. En ellas suele representarse la figura del psiquiatra con una inten- ción crítica que, sin embargo, no oculta la necesidad de su existencia en un mundo contemporáneo y urbano en el que reina la confusión y la falta de sentido. Por todo ello, Woody Allen es considerado como uno de los grandes referentes en el tratamiento cinematográfico de las obse- siones de nuestro tiempo. Palabras clave: cine, psicoanálisis, obsesión, psiquiatra, psicoterapia. 17 © Ediciones Universidad de Salamanca RMC Miguel Ángel Huerta Floriano. Rev Med Cine 4 (2008): 17-26

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Introducción

Allan Stewart Konigsberg, conocido artística-mente como Woody Allen, acudió por vez primera a laconsulta de un psiquiatra en 1959. Apenas había cum-plido los 24 años y su febril y precoz actividad creativaparecía condenarle a unos conflictos interiores que seveía incapaz de afrontar en solitario. Su corta edad nohabía sido un obstáculo para vender chistes a importan-tes columnistas de prensa de la época, hacer sus pinitosen el ámbito radiofónico y trabajar como guionista pro-fesional en programas de televisión y espectáculos devariedades. Por si fuera poco, ya le había dado tiempo acasarse con Harlene Rosen, una estudiante de filosofíaque mejoró la formación cultural de su amado, quien enrealidad fue un autodidacta. Sin duda, el joven WoodyAllen vivía muy deprisa una etapa decisiva para sumaduración personal. De pronto empezó a sentirseinfeliz sin que existiera una motivación concreta, “unasensación que le resultaba, según dice, «terrible y aterra-dora» y que era incapaz de superar”1. Así, y según susbiógrafos, las visitas al psiquiatra se hicieron regulares a

partir de 1963, cuando pasaron a ser una costumbre queno abandonaría para, entre otros objetivos, poderhablar con alguien totalmente ajeno al mundo delespectáculo.

No es de extrañar, pues, que en un cine demarcado carácter autobiográfico como el practicadopor el autor neoyorquino se filtraran desde el comienzocontinuas alusiones a la psiquiatría, en general, y al psi-coanálisis, en particular. Ya en una producción tanextravagante como Woody Allen, el número uno/ What’s up,Tiger Lily? (1966) –que consistió en modificar y doblarde forma delirante una película japonesa de artes mar-ciales y muy bajo presupuesto– salteó el metraje conalgunas escenas donde se le podía ver a él charlandocon un terapeuta. Poco después, en la que verdadera-mente se considera como su ópera prima, Toma el dineroy corre/ Take the Money and Run (1969), incluiría en elmontaje final –que asume una apariencia de falso docu-mental– las declaraciones del psiquiatra que trata en lacárcel a Virgil Starkwell, el cleptómano protagonistaincorporado por el propio Allen.

El cine como terapia: el psicoanálisis en la obra deWoody Allen

Miguel Ángel Huerta FlorianoFacultad de Comunicación. Universidad Pontificia de Salamanca (España).

Correspondencia: Miguel Ángel Huerta Floriano. Facultad de Comunicación. Universidad Pontificia de Salamanca. Henry Collet, 90-98. 37007Salamanca (España).

e-mail: [email protected]

Recibido el 6 de noviembre de 2007; aceptado el 29 de noviembre de 2007

Resumen

Con toda seguridad, no existe en el panorama cinematográfico una filmografía que haya dedicado tanta atención al psicoanálisis y alos psicoanalistas como la de Woody Allen. La obra del cineasta neoyorquino se sostiene sobre una serie de constantes formales, narrativas ytemáticas en las que participan con gran peso asuntos como la inestabilidad emocional y su tratamiento psicoterapéutico, normalmente abor-dados con un prisma cómico. Además, algunas de las películas más representativas del universo de Allen pueden entenderse, en el fondo, comoejercicios de liberación psicológica por las peculiares estructuras que manejan. En ellas suele representarse la figura del psiquiatra con una inten-ción crítica que, sin embargo, no oculta la necesidad de su existencia en un mundo contemporáneo y urbano en el que reina la confusión y lafalta de sentido. Por todo ello, Woody Allen es considerado como uno de los grandes referentes en el tratamiento cinematográfico de las obse-siones de nuestro tiempo.

Palabras clave: cine, psicoanálisis, obsesión, psiquiatra, psicoterapia.

17© Ediciones Universidad de Salamanca

RMCMiguel Ángel Huerta Floriano. Rev Med Cine 4 (2008): 17-26

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Con todo, es a partir de la decisiva Annie Hall(1977) cuando las referencias a la psiquiatría y al psi-coanálisis se tornan más regulares pero, sobre todo,más engarzadas en una praxis fílmica que maduradesde entonces hasta el punto de erigir al cineasta enuna figura clave del panorama mundial del últimocuarto del siglo XX y comienzos del XXI. Una prácticaque, por otro lado, es tan prolífica que roza lo obsesi-vo, como si dirigir películas se hubiera convertido, almismo tiempo, en una forma alternativa de terapia.Así, Allen se coloca con asiduidad detrás –y enmuchos casos también delante– de las cámaras para,entre otros fines, reducir sus visitas al psiquiatra. Y esaactitud influye en su esfera creativa en una doble direc-ción para lo que aquí nos interesa: por un lado, losrelatos adquieren una fuerte impronta personal, unasinceridad liberadora de traumas muy personales quese materializan con operaciones estéticas tan comple-jas como reveladoras de una psique inquieta; por otro,los filmes se pueblan de profesionales y de pacientesque responden a un asunto clave dentro del abanicode cuestiones que le interesan, de forma recurrente, alartista.

El sufrimiento como diversión y desahogo: dispo-sitivos cinematográficos para la representacióndel inconsciente

En Maridos y mujeres/ Husbands and Wives(1992), la joven Rain (Juliette Lewis) le da la siguienteimpresión a su profesor Gabe Roth (Woody Allen)sobre el manuscrito de una novela que acaba de termi-nar: “Haces divertido el sufrimiento”. Su juicio bienpuede extenderse a la filmografía de Allen, destacadorepresentante de la comedia americana de tradiciónjudía (Lubitsch, Wilder, Groucho Marx, etcétera). Desobra es conocida la importancia del autor para elgénero cómico, tan popularmente aceptado comoescapista o gozoso, pero tan vinculado, en sus mani-festaciones más perdurables, al padecimiento e inclusoa una visión pesimista de la existencia humana2. Unaconsideración que Lester (Alan Alda), el exitoso pro-ductor televisivo de Delitos y faltas/ Crimes andMisdemeanors (1989), explica así: “La comedia es trage-dia más distancia” y “si se dobla es divertido; si serompe no lo es”.

En términos generales, las películas de Allenposeen un sustrato existencialista que se concreta enuna manipulación de las preocupaciones humanas másgraves como material humorístico. El sentido de lavida, la falta de consistencia de los referentes moralesy/o teológicos, la imprevisibilidad y la intervencióndel capricho –a veces del azar– en las relaciones inter-personales son algunos de los puntales sobre los quegravita, incansablemente, su cine. Estos temas reper-cuten sobre sus personajes, especialmente los interpre-tados por él mismo, que están prisioneros de sus obse-siones, para arrancar del espectador carcajadas que enel fondo duelen porque nacen del sufrimiento. La risa,como tantas veces ha sucedido en la historia de lacomunicación, funciona como una suerte de catarsisliberadora con beneficios en el equilibrio individual ysocial. Pero su basamento está hecho de dolor, para-doja de la que el director parte para, mediante la explo-ración de las herramientas específicas del lenguaje fíl-mico, representar estados psicológicos turbulentos.

Ésa es, sin duda, una de las más importantescualidades de Allen como creador, pues tiende a mos-trarse como un explorador de la mente a partir de loque, en esencia, es propio de la naturaleza estética ynarrativa del cine. En consecuencia –tal y comoadvierte Girgus– “en la mayoría de sus películas, laconciencia psicoanalítica funciona como una especiede fuerza generadora de la narración, que proporcionamedios tentativos para organizar el caos de la vida

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moderna”3. En este sentido, lo que hace el director noes sino emplear los rudimentos formales del séptimoarte para representar estados confusos e inestables dela mente humana. Hasta tal punto es así que él mismoha reconocido en alguna ocasión su voluntad de rodaralgún filme sobre el inconsciente y en el cual haría deéste el escenario principal donde desarrollar la acción4.

Sin llegar tan lejos, lo cierto es que buenaparte de sus obras se conciben y organizan como si, enel fondo, fueran una sesión con fines psicoterapéuti-cos. De este modo, los protagonistas suelen apareceren los relatos con ansias de exteriorizar sus temores,fantasmas y preocupaciones más profundas, a menudoinscritas en una vertiente sentimental y, en bastantesocasiones, de hondo corte filosófico. Se da, por lotanto, una especie de confesión que queda patente enlas habituales miradas que los personajes dirigen deforma directa a la cámara, interpelando así a un espec-tador que percibe entonces su invocación desde eltexto fílmico. Ese recurso –tan alejado de las conven-ciones de la narrativa clásica y definitorio de las estéti-cas metalingüísticas del cine moderno– supone unaruptura con la transparencia del relato e incita a quiense encuentra al otro lado de la pantalla a vestirse con

los ropajes de un confesor ante el que se desnudaemocional y psicológicamente el protagonista, tal ycomo hacen, por señalar dos casos distantes en eltiempo, Alvy Singer (Woody Allen) en el comienzo deAnnie Hall o Jerry Falk (Jason Biggs) en varios pasajesde Todo lo demás/ Anything Else (2003). Sus apelacionesal público lo convierten en interlocutor de mensajesmuy similares a los que mantienen los habitantes de laficción en los gabinetes de sus psiquiatras, erigiéndoseasí en un trasunto “extradiegético” de esos mismosanalistas.

Complementariamente, el director acude a lavoz over –que permite escuchar pensamientos interio-res de los personajes o sus recuerdos del pasadoexpresados verbalmente– como una marca de estilomuy reconocible. Se trata, sin duda, de otro recursoque redunda en la misma intención de desahogo parael personaje a través del dispositivo cinematográfico,pues por medio de él se vehicula lo que es, en el fondo,una relación en la que el receptor se entiende como unconfidente.

Sin embargo, la utilización más radical y lla-mativa en el empleo de lo que es propio del lenguaje

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del cine para la representación de estados mentales seda en el terreno de la visualización de los sueños, laelección de estructuras narrativas desordenadas, lasuperposición temporal y la interacción entre persona-jes «reales» y personajes «ficticios». La narración sehace progresivamente más compleja en el cine deAllen, especialmente a partir de Annie Hall, toda unadeclaración de principios acerca de los distintos nive-les y fracturas espacio-temporales sobre los que selevantan muchos de sus relatos. De este modo, elandamiaje narrativo se torna más complejo y rico, apa-rentemente caótico y libérrimo.

Su filmografía está plagada de ejemplos. Yaen Bananas (1971) el patoso Fielding Mellish (WoodyAllen), le relata a su psicoanalista un sueño recurrenteen el que unos cofrades portan una cruz sobre la queél va clavado en plena procesión por una céntrica calleneoyorquina. Pero la representación de aires oníricosse torna más interesante en la citada Annie Hall, pelícu-la en la que se ofrece una deconstrucción del protago-nista en la que es admisible, incluso, su materializaciónen el pasado para verse a sí mismo cuando era niño encompañía de sus padres o de sus compañeros de cole-gio. Esa operación llega todavía a extremos mayores enalgunos filmes en los que, como Recuerdos/ StardustMemories (1980) y Desmontando a Harry/ Deconstructing

Harry (1997), Allen interpreta a sendos artistas –undirector de cine y un escritor, respectivamente– queentran en contacto con los personajes que ellos mis-mos crearon, mezclándose de esta forma en el discur-so la supuesta realidad con la ficción. Un mecanismoque, por si fuera poco, se complica más por los cons-tantes saltos que se establecen en el orden de los rela-tos, produciéndose así fracturas temporales que, engeneral, son muy del gusto del autor de Hannah y sushermanas/ Hannah and Her Sisters (1986) y Delitos y faltas/Crimes and misdemeanors (1989), por mencionar dos delos variados casos en los que deja claro que el flashbackes una de sus operaciones retóricas predilectas.

Gracias a las peculiaridades del lenguaje delcine resulta más fácil comprender el entramado que elcineasta teje en sus obras más significativas, en las quesuelen combinarse distintos niveles de realidad. Enellas, además, se suele percibir un deseo por radiogra-fiar los dilemas y traumas psicológicos de los persona-jes, donde tienen una importancia capital los recuerdosy la interacción no realista entre individuos que perte-necen a esferas distintas aunque complementarias de la

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narración. Un buen ejemplo lo encontramos en laescena de Annie Hall en la que el protagonista recuer-da sus experiencias en el colegio. La voz over nosintroduce en el aula, donde el Alvy niño es reprendi-do por la profesora ante las quejas de una compañe-ra a la que ha besado de forma inesperada. De pron-to, aparece sentado en la silla el Alvy adulto, que sequeja airadamente: “Sólo expresaba una sana curiosi-dad sexual”. La profesora le advierte entonces de que“los niños de seis años no piensan en niñas”, mien-tras que la cría besada le espeta: “¡Por el amor deDios, Alvy! Hasta Freud habla de un periodo de laten-cia”. Y el Alvy cuarentón, en un intercambio de tintessurreales, le discute: “Pues yo no nunca tuve un perio-do de latencia. No puedo evitarlo”.

Evidentemente, escenas como ésta no sedecodifican, por imposibles, en una clave realista, loque obliga a entender que suceden sólo en la mentedel protagonista, que se desnuda emocionalmente enel texto fílmico a través de la presencia de la memo-ria en el tiempo presente. Se trata, además, de unalógica narrativa habitual, ya que el propio autor reco-noce que en Recuerdos todo lo que sucede desde quela empleada doméstica de Sandy Bates (Woody Allen)coloca ante sus ojos un conejo muerto no es más queuna proyección de su psique, “de tal manera que todolo que ocurre a continuación en la película ocurre yaen su mente”5. Así, adaptadas en cierto modo a lateoría freudiana –para la que los sueños se caracteri-zan por la dislocación temporal y un desorden catali-zado desde el inconsciente–, las apuestas formales ynarrativas de Allen asumen una apariencia caótica yfracturada, como si el contenido de sus discursos nofueran más que expresiones de los demonios interio-res de un artista dispuesto a explorarse desde lasentrañas de los fotogramas, por medio de una libreasociación entre sucesos «reales» y las evocacionesque remiten a la semilla de sus traumas y preocupa-ciones. Unas obsesiones atribuibles a los personajesque pueblan los relatos pero, al mismo tiempo, a unautor que impregna sus creaciones de un marcadoespíritu autobiográfico.

El psicoanalista: figura recurrente en la galería deAllen

Toma el dinero y corre, la que debe considerarsecomo ópera prima de Woody Allen, ya incluye todauna declaración de principios sobre la visión que elcineasta tiene de la figura del psicoanalista, una de lascategorías más habituales de entre las que pueblan suobra. El filme cuenta en forma de falso documental la

historia de Virgil, un ladrón muy poco dotado para suprofesión. En un momento dado aparece el doctorEpstein (Don Frazier), psiquiatra que le trató durantesu estancia en la cárcel, haciendo unas declaracionessobre el paciente y la relación que mantuvo con suenamorada Louise (Janet Margolin): “Louise significa-ba mucho para Virgil. Su amor por ella era lo más sanode su vida. Genuino, limpio… no como algunospacientes que conozco”. En ese instante, el doctordirige una mirada inquisitorial a un preso que estátumbado en un diván con un gesto de culpabilidad tra-zado en el rostro.

Sin duda, el artista mantiene una especie derelación de amor-odio con este tipo de personaje. Entérminos generales, su filmografía manifiesta una mira-da bastante crítica, ya que los terapeutas son incapacesa la hora de «curar» a sus muchos pacientes. Desde estepunto de vista, parece que Allen –quien, paradójica-mente, ha recibido tratamiento de forma ininterrumpi-da desde joven– pretende afirmar que, en la práctica,acudir a sus consultas no es más que una pérdida detiempo y dinero. Sin embargo, y simultáneamente, seintuye que la presencia de los galenos forma parte de un

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paisanaje urbano del que el autor no puede prescindir,aceptando implícitamente un papel relevante y naturalen un mundo en el que las cuestiones esenciales noadmiten respuestas tajantes. Ante la pérdida de sentidoy la falta de certezas en la vida contemporánea, Allenelige el consuelo de la ciencia antes que el bálsamo teo-lógico, por mucho que ambos se muestren casi igual deinoperantes. De este modo, en el fondo hace suyas laspalabras de Harry Block, el literato de Desmontando aHarry, cuando sentencia: “Entre el Papa y el aire acon-dicionado, elijo el aire acondicionado”.

Por otro lado, los psiquiatras tienen, salvoexcepciones, una presencia tangencial –aunque de unainfluencia notable– en el desarrollo de las narraciones.Los personajes que desempeñan este rol lo hacen deforma secundaria, e incluso en ocasiones sólo se aludea ellos en off, como cuando en la parodia futurista El dor-milón/ Sleeper (1973) termina reconociendo Miles(Woody Allen): “No he visto a mi psicoanalista en dos-cientos años. Era un freudiano estricto y, si le hubiesevisto durante todo este tiempo, ahora estaría casi cura-do”. Además, en los casos en que aparecen en pantallalo hacen con atuendos grises, recostados sobre un sillónen actitud de escucha, mientras sus pacientes desatanuna verborrea incontenible. Pero ¿qué reproches sededucen de la ácida visión del director?

En primer lugar, una inoperancia que res-ponde a las propias debilidades humanas de la quehacen gala los doctores, circunstancias que les iguala asus pacientes. En algunos de sus filmes, Allen juega enun sentido cómico con la paradoja que representa quelos psiquiatras sean incapaces, siquiera, de ponerorden en sus propias existencias. Así, por ejemplo,Mary Wilkie (Diane Keaton) se queja en Manhattan deque su analista ya no puede aconsejarla en sus dilemasamorosos: “Donny está en coma. Tuvo una malaexperiencia con un ácido”. Pero, sin duda, es enDesmontando a Harry donde el cineasta se expresa conuna mayor crudeza a este respecto. En una de sussecuencias más memorables –y nos referimos tanto ala película como a todo el tratamiento que Allen hacede los psiquiatras–, se ve discutir a Joan (Kirstie Alley)con su marido Harry porque éste se ha acostado conuna paciente veinteañera de ella que lo ha confesadotodo durante una consulta. La despechada esposa leestá agarrando por el cuello y gritando de forma his-térica que lo va a matar cuando entra en la casa unenfermo que tenía concertada una cita. Joan intentarecomponerse y le hace pasar. Él entra en el gabinete,se tumba en el diván y empieza a relatar su caso mien-tras la doctora se remueve inquieta y sollozante sobresu silla. De pronto, pide disculpas y se levanta. Lacámara se queda con el paciente que, con gesto deterror, escucha fuera de campo unas voces ensordece-doras: “¡Jodido chiflado! ¿Cómo has podido hacérme-lo? ¡Jodido imbécil! ¡Te has jodido a mi paciente! ¡Esono se hace! ¡Que te jodan!” Entonces, regresa al des-pacho, toma asiento y se dispone a escribir en su cua-derno de notas. Le pide al pobre señor Farber querecupere el hilo, pero mientras éste lo intenta ella luchapor abrir un bote de pastillas. De nuevo se levantasobresaltada y continúa la discusión a un volumenensordecedor: “¡Y con mis pacientes! ¡Una responsa-bilidad sagrada! ¡Mi paciente!” Harry intenta defender-se: “Pero ¿a quién más veo?” Otra vez, Joan se sientay le ruega al señor Farber que prosiga, pero antes deque pueda hacerlo grita al otro extremo de la casa: “¡Yvete esta misma noche, cabronazo!” El señor Farberrompe entonces a llorar como un niño.

El pasaje extrema el tono vitriólico con queel director aborda habitualmente la cuestión de los tra-tamientos psicoanalíticos. En él nos topamos con unapsiquiatra que evidencia la debilidad de su carácterpara gestionar una situación límite tanto emocionalcomo psicológicamente. La efectividad cómica de lasituación, se potencia, además, mediante la adopcióndel punto de vista del desvalido señor Farber, que des-cubre espantado que sus problemas son irresolubles

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porque incluso su terapeuta está condenada a un sufri-miento descontrolado en las relaciones humanas. Eltratamiento humorístico de la desesperanza y el sufri-miento adquiere, pues, un trasfondo pesimista que enotras ocasiones sugiere el talante restrictivo y represordel doctor. Los ejemplos también son cuantiosos,como cuando Isaac (Woody Allen) se sorprende enManhattan de que Mary llame Donny a su terapeuta:“Yo le llamo al mío doctor Chomsky… me pega conuna regla”. En Recuerdos, por su parte, aparece un gale-no de rostro cadavérico iluminado con unos contras-tes que subrayan su aire siniestro y hablando con seve-ridad a la cámara sobre su paciente: “Falló a la hora deatajar las terribles verdades de la existencia y, al final,su incapacidad para apartar los horribles hechos pro-pios de la estancia en este mundo, convirtió su vida enalgo sin sentido”. Y en Hannah y sus hermanas, la espo-sa de un amigo al que Mickey Sachs (Woody Allen) hapedido que insemine artificialmente a su esposa ponefreno a su entusiasmo inicial: “Es un tema a tratar contu psicoanalista y con el mío”.

El exceso de gravedad y control no es el únicoreproche que los personajes y/o el autor formulan con-tra los especialistas que dispensan tratamientos basadosen el psicoanálisis. La percepción de que ponerse en susmanos no sirve de demasiada ayuda puede deberse,también, a la ausencia de respuestas para los dilemasplanteados. De nuevo con un tono cáustico, Allen sitúaen varias ocasiones a Jerry Falk –protagonista de Todo lodemás– en un gabinete de donde no saca nada en claro.Obsesionado con su incapacidad para abandonar a sunovia por una atractiva chica a la que acaba de conocer,el joven le pide consejo a su psiquiatra. Éste, sin embar-go, no deja de preguntarle por un sueño recurrente quesu paciente tiene y en el que los Indians –un equipodeportivo– compran juguetes en una tienda de la com-pañía Toys ‘R Us. Desesperado, Jerry mira a cámara y sequeja: “Este tío no habla. Ya llevo tres años con él… lepido un plan de acción y él me sale con que diga qué mesugieren los Indians”.

Queda claro, pues, que aunque los hombres ymujeres que pueblan los filmes necesitan saber quesiempre pueden contar con sus terapeutas, éstos norepresentan una solución definitiva a sus desequilibrios.La circunstancia humorística se hace todavía más paten-te, pues, aun sabiendo que se trata de una práctica inefi-caz en un sentido utilitario, los personajes siguen acu-diendo a ellos una y otra vez. De esta forma, el especta-dor sabe que cuando Alvy le confiesa a Annie Hall que,después de quince años de tratamiento, le va a dar a suanalista “un año más y después me voy a Lourdes” no

está sino reconociendo implícitamente que seguirá sien-do carne de psiquiatras. De no ser así, en todo casonecesitará interrelacionarse con alguna figura que repre-sente una esperanza, desahogo o mecanismo de defensaen un mundo caracterizado por el sinsentido, razón porla que el director Sandy Bates admite en Recuerdos que“creo que necesito algo más que un libro de zen.Necesito un rabino, un psicoanalista o un genio interpla-netario” y por la que Harry Block asume en Desmontandoa Harry que “he derrochado todo en psiquiatras, aboga-dos y putas… síndrome de fatigas”. No es de extrañar,en este sentido, que aquello que representa el psiquiatradentro de la ficción es suplantado a veces por sujetoscomo el entrañable doctor Yang (Keye Luke), un médi-co chino que trata a una anodina esposa en Alice (1990)con unas hierbas maravillosas que, entre otros efectos, lepermite ser invisible para enfrentarse a la verdad delmundo que la rodea. Otras veces, ese rol lo desempeñaalguien más prosaico como David Dobel (WoodyAllen), que sí es capaz de ofrecerle al dubitativo Jerry deTodo lo demás las respuestas que no le da su analista, con-tra quien arremete a la menor oportunidad: “Desde elprincipio de los tiempos, la gente ha estado asustada,amargada, ha temido a la muerte y a la vejez. Y siemprehubo sacerdotes, chamanes y ahora psiquiatras diciéndo-les: «Sé que tienes miedo, pero yo puedo ayudarte.Aunque te costará una pasta»”.

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En general, es difícil encontrar ejemplos deretratos más amables de la figura del psiquiatra. Sinduda, el más llamativo es el de la doctora EudoraNesbitt Fletcher (Mia Farrow), la profesional quearriesga toda su carrera por solucionar el problema deLeonard Zelig (Woody Allen), a quien la prensa llamael camaleón humano por su propensión a transformar supersonalidad según las personas que tiene al lado. Ladoctora aplica las técnicas psicoanalíticas en contra dela opinión de sus colegas, que defienden la proceden-cia orgánica de su dolencia hasta el punto de atribuir-la a una “indigestión de comida mexicana o a untumor cerebral”. Ella, sin embargo, utiliza la hipnosisen unas sesiones que se harán famosas bajo la deno-minación de “el cuarto blanco”, que, según el falsodocumental en que consiste Zelig (1983), se converti-rán en un documento de gran importancia para la his-toria de la psicoterapia. No obstante, el éxito de su tra-tamiento se deberá, según la voz en off que narra eldocumental, a un ataque doble conforme al cual “enestado hipnótico, explorará su personalidad y luego lareconstruirá, y en estado consciente, le mostrará cari-ño, ternura y atención incondicional”.

De este modo, Allen humaniza por una vezal terapeuta en una doble instancia: por un lado, apa-rece reflejado como un profesional inteligente, audaz

e intuitivo mientras que, por otro, está decidido aimplicarse emocionalmente en la resolución del pro-blema que plantea su paciente. Se trata de un casoexcepcional en una filmografía que tiende a situarse enlos presupuestos de la comedia corrosiva, pero tam-bién es indiciario de la naturalidad con que el cineastahace participar a los psiquiatras en su universo habi-tual, del que forman parte inexcusable como si fueranun mal menor y necesario dentro de la atmósfera deneurosis urbana que envuelve a sus relatos.

Los pacientes: los trastornos del urbanita contem-poráneo

En el fondo, el personaje de Leonard Zeligno es más que una exageración extrema que Allen rea-liza de lo que comúnmente se considera como uncomplejo de personalidad múltiple. De nuevo, la altera-da condición del sujeto se emplea para obtener dividen-dos humorísticos a partir de lo que suele ser motivo desufrimiento y dolor. La operación del cineasta es insis-tente y su carrera está repleta de individuos que seautocalifican como neuróticos –si bien el concepto“neurosis” fue abandonado en su día por la psicologíacientífica y la psiquiatría– y que, en realidad, se sometena la psicoterapia para combatir trastornos de muy diver-sa índole: depresivos, somatoformes, sexuales, disociati-vos, de ansiedad, del control de impulsos, etcétera.

De este modo, ha popularizado un persona-je tipo caracterizado por la inquietud y la fragilidad, yal que normalmente ha encarnado él mismo parareforzar el talante autobiográfico de sus creaciones6.En realidad, el dispositivo fílmico gira alrededor de losdilemas que atañen al protagonista, por lo que la figu-ra del terapeuta puede tomarse como un reflejo queproyecta hacia fuera sus conflictos más importantes.Por eso, en cierto modo, la caracterización del psiquia-tra también ayuda a trazar su personalidad, con la quesuele ser coherente. Una buena prueba la encontramosen la secuencia de Annie Hall en la que se divide lapantalla en dos partes mientras Annie y Alvy dialogancon sus respectivos doctores. Ella lo hace en una con-sulta cuya escenografía es bastante moderna gracias auna decoración sofisticada. Él, por su parte, seencuentra en un lugar más clásico y solemne en el quereinan los tonos ocres. Las preguntas que se les for-mulan son bien parecidas, aunque sus respuestasrefuerzan el contraste entre sus dos personalidades,que en ese punto supone una amenaza de ruptura dela relación sentimental que mantienen. En concreto, einterrogados acerca de la periodicidad con la que tie-nen encuentros sexuales, las respuestas del uno y de la

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otra son: “Casi nunca, tres veces por semana” y “cons-tantemente, tres veces por semana”.

Pero, aun por encima del juego que se esta-blece con sus médicos, los filmes ofrecen una serieamplia pero constante de rasgos que ayudan a trazarel retrato robot del antihéroe alleniano: un hombreurbano, tímido, casi siempre insatisfecho, muy gesticu-lante, estresado y maniático, muchas veces hipocondrí-aco, enamoradizo, inteligente y voluble. Su filosofía,bastante bipolar por cuanto que expresa conviccionespesimistas de la existencia acompañadas de un talanteepicúreo que actúa como antídoto, queda expresadaen la legendaria escena de Manhattan en la que Isaacimprovisa un listado de las cosas que hacen que la vidamerezca la pena, aunque sólo lo haga para paliar lanegrura de la idea que acaba de tener para una histo-ria “sobre gente de Manhattan que está creando cons-tantemente problemas reales, innecesarios, neuróticospara ellos mismos porque les evita tratar otros proble-mas más insolubles, aterradores sobre… el universo”.

La predisposición del personaje a tomarsecualquier suceso como un síntoma del absurdo de lavida o como una excusa para estar angustiado es fuen-te inagotable para el ejercicio de la comedia. El espec-tador sabe que en los defectos y debilidades de lascriaturas de ficción reside parte de su encanto. Esmás, podría decirse que hasta los protagonistas sesienten en cierta manera cómodos con su inestabili-dad y sus trastornos, que asumen con la naturalidadcon la que pueden aceptar el color de su pelo. Esacombinación depara pasajes tan hilarantes como el dela localización de un cuerpo inerte en un ascensor enel último tercio de Misterioso asesinato enManhattan/Manhattan Murder Mystery (1993), lo quearranca un quejido –en el fondo entrañable– de LarryLipton (Woody Allen): “¡Claustrofobia y un cadáver!¡El colmo de un neurótico!” De esta forma, Allennaturaliza en la pantalla ciertos trastornos psicológi-cos que, gracias al margen de deformación que abre elgénero cómico, permite la humanización del cleptó-mano, el esquizofrénico o el adicto a la prostitución,por sólo señalar tres.

Asimismo, la influencia de la teoría psicoanalí-tica se filtra en la construcción del personaje tipo quetanto se repite en la obra del cineasta. Concretamente, lainfancia y la educación recibida en el hogar a través delos padres se exponen con frecuencia como el origentraumático de la inestabilidad emocional que se sufre enla edad adulta. Ya en Toma el dinero y corre, los progenito-res de Virgil tapan sus rostros con unas gafas de plásti-

co y un bigote postizo porque se avergüenzan de su hijodesde hace muchos años. En Bananas, Fielding recuerdasu niñez y le confiesa a su analista: “Supongo que me lle-vaba bien con mis padres. No me pegaban mucho. Creoque durante mi niñez me pegaron una sola vez. Meempezaron a pegar el 23 de diciembre de 1942 y para-ron a finales de la primavera del 44”. Pero, sobre todo,es en Edipo reprimido/Oedipus Wrecks –el capítulo que diri-gió Allen para el filme colectivo Historias de NuevaYork/New York Stories (1989)– donde el director llevamás lejos la aplicación del «complejo de Edipo» en cual-quiera de sus historias mediante el control exacerbado alque se ve sometido Sheldon (Woody Allen) por sumadre (Mae Questel), hasta el extremo de que ella acabavigilándolo desde el cielo de Nueva York y sólo bajacuando él se empareja con una chica muy parecida a ella.

Es un secreto a voces que, aunque sometido alas obligaciones ficcionales, Woody Allen no ha hechomás que exponerse y desnudarse a sí mismo durantecuarenta años a través de sus creaciones, tan influidaspor el psicoanálisis que casi funcionan como un sustitu-tivo. No es de extrañar, por ello, que en el documentalWild Man Blues (1997) –que la directora Barbara Kopplededicó a la gira musical que realizó el artista con subanda de jazz– se retrate a sí mismo al confesarle a su

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esposa: “Yo tengo una forma de ser especial. Cuandoestoy en Europa, echo de menos Nueva York, y allíecho de menos Europa. No quiero estar donde estoy encada momento. Siempre quiero estar en otra parte. Y noveo la forma de solucionar el problema. Da igual dóndeesté, es una insatisfacción crónica”. Una insatisfacciónterrible que, sin embargo, ha sabido trasformar en ener-gía humorística como bálsamo para sí mismo y para supúblico, haciendo suyas las palabras expresadas por unode los creadores que, en Melinda y Melinda/Melinda andMelinda (2004), discuten sobre la naturaleza cómica o

trágica de la existencia: “Nos reímos para ocultar nues-tro terror a la mortalidad”.

Referencias

1.- Lax E. Woody Allen: la biografía. Barcelona: Ediciones B; 1991. p. 141. 2.- Hösle V. Woody Allen. Filosofía del humor. Barcelona: Tusquets; 2006. 3.- Girgus SB. El cine de Woody Allen. Madrid: Akal Ediciones; 2005. p. 38. 4.- Frodon JM. Conversaciones con Woody Allen. Barcelona: Paidós;2002. p. 59. 5.- Schickel R. Woody Allen por sí mismo. Barcelona: Ma Non Troppo;2005. p. 108. 6.- Fonte J. Woody Allen. Madrid: Cátedra; 1998. p. 69.

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