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EL CIELO GOZADO EN LA TIERRA RAFAEL MIELGO Misionero Redentorista PRESENTACIÓN Hace pocos años publicamos nuestro libro “El cielo la fiesta del amor” que tuvo muy buena acogida en el pueblo católico. El presente quiere ser una continuación de nuestro libro anterior, profundizando en el tema apasionante del cielo. ¿Por qué hablar del cielo? Porque casi nadie habla de él. La cultura moderna pretende cerrar los ojos ante las últimas realidades de la vida. La gente prefiere vivir en la mentira. Como si fuéramos inmortales sobre la tierra. En realidad todo ser humano aspira a vivir para siempre. El hombre es hambre de inmortalidad. Nacemos en este mundo para morir, pero morimos para vivir por siempre en el cielo. Todo ser humano está diseñado para gozar la felicidad y las alegrías que durarán para siempre. Tenemos que hablar del cielo porque así elevamos el nivel espiritual y moral de nuestro pueblo. Queremos desenmascarar el miedo al “más allá”. Para el católico la hora de la muerte es el momento feliz de abordar el avión que nos traslada al país del amor y la alegría. Lamentablemente la gente de hoy prefiere vivir totalmente alienadas en ese momento decisivo. Con frecuencia se da “el juego de los espejos”: Las personas que asisten al enfermo fingen no saber en qué condiciones de gravedad se encuentra el enfermo el cual sí las conoce. Y por su parte el enfermo finge no saber lo precario de su estado que los otros sí conocen. No nos agrada esta actitud, de fingimiento a la hora de atravesar el puente que nos introduce en la alegría y la felicidad perfectas. Si es bello lo que dejamos aquí: la familia, la casa, la patria, nos vamos a encontrar con algo mil veces más fascinante. El católico puede decir: Yo soy ciudadano del cielo. En este mundo vivo como turista, como extranjero (y no por eso le tengo menos cariño a mi familia, a mi casa, a mi patria…) Desde luego que hace falta gran madurez espiritual para pensar y actuar de esa forma. En realidad nuestra vida es un proceso que tendrá su culminación en el cielo. Al ir ascendiendo en la vida, el ser humano siente más su soledad. Es verdad que con el progreso moderno se ha mejorado la calidad de vida. Hoy más que nunca podemos “gozar de la vida”. Todo se nos hace más placentero y alegre.

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EL CIELO GOZADO EN LA TIERRA

RAFAEL MIELGO

Misionero Redentorista

PRESENTACIÓN

Hace pocos años publicamos nuestro libro “El cielo la fiesta del amor” que tuvo muy buena acogida en el pueblo católico. El presente quiere ser una continuación de nuestro libro anterior, profundizando en el tema apasionante del cielo.

¿Por qué hablar del cielo? Porque casi nadie habla de él. La cultura moderna pretende cerrar los ojos ante las últimas realidades de la vida. La gente prefiere vivir en la mentira. Como si fuéramos inmortales sobre la tierra.

En realidad todo ser humano aspira a vivir para siempre. El hombre es hambre de inmortalidad. Nacemos en este mundo para morir, pero morimos para vivir por siempre en el cielo. Todo ser humano está diseñado para gozar la felicidad y las alegrías que durarán para siempre.

Tenemos que hablar del cielo porque así elevamos el nivel espiritual y moral de nuestro pueblo. Queremos desenmascarar el miedo al “más allá”. Para el católico la hora de la muerte es el momento feliz de abordar el avión que nos traslada al país del amor y la alegría.

Lamentablemente la gente de hoy prefiere vivir totalmente alienadas en ese momento decisivo. Con frecuencia se da “el juego de los espejos”: Las personas que asisten al enfermo fingen no saber en qué condiciones de gravedad se encuentra el enfermo el cual sí las conoce. Y por su parte el enfermo finge no saber lo precario de su estado que los otros sí conocen.

No nos agrada esta actitud, de fingimiento a la hora de atravesar el puente que nos introduce en la alegría y la felicidad perfectas. Si es bello lo que dejamos aquí: la familia, la casa, la patria, nos vamos a encontrar con algo mil veces más fascinante.

El católico puede decir: Yo soy ciudadano del cielo. En este mundo vivo como turista, como extranjero (y no por eso le tengo menos cariño a mi familia, a mi casa, a mi patria…) Desde luego que hace falta gran madurez espiritual para pensar y actuar de esa forma. En realidad nuestra vida es un proceso que tendrá su culminación en el cielo.

Al ir ascendiendo en la vida, el ser humano siente más su soledad. Es verdad que con el progreso moderno se ha mejorado la calidad de vida. Hoy más que nunca podemos “gozar de la vida”. Todo se nos hace más placentero y alegre.

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Con el avance espectacular de la medicina moderna se ha logrado aumentar en varios años el promedio de la esperanza de vida. Pero no tarda en llegar el desenlace final. Nuestra vida siempre está orientada hacia la muerte. Pero esto no nos entristece. Más bien nos inunda de alegría.

Cuando vemos que el sol se oculta en el horizonte, sumiendo en tinieblas a la tierra, nos alegramos al pensar que luego resurgirá en un amanecer glorioso. Estamos diseñados para gozar por siempre en el cielo. Para alcanzarlo no valen tarjetas de crédito, ni prestigio, ni títulos honoríficos, ni la buena posición económica o social. Solo valdrá el amor a Dios y a la gente.

Todo este lenguaje no goza de la simpatía de la cultura moderna. El secularismo actual, materialista y ateo, no cree en la inmortalidad del alma ni del cuerpo y ni siquiera del mundo. Según los cálculos científicos, con el correr de los siglos la vida de la tierra desaparecerá. Llegará un día en que la superficie terrestre quedará cubierta del inerte “polvo astral”, tal como están actualmente otros planetas.

Sobre este panorama desolador resplandece la alegre esperanza cristiana. Todos resucitaremos como Cristo y con Cristo al fin del mundo. También nuestra tierra será glorificada. Habrá “tierra nueva y cielo nuevo” Apoc. 21

Nuestro Dios no es un Dios de muertos sino de vivos. Mat. 22, 30 y los que creemos en Dios viviremos para siempre con Él.

LUCHANDO POR LA MEDALLA DE ORO

Para el católico la hora de la muerte es la hora de la cosecha como en la parábola de Marcos 26 la mata de trigo que es nuestra vida crece en forma como automática hasta dar su fruto.

El cardenal Wiseman se encontraba enfermo de gravedad. Los médicos, después de examinarlo, dijeron: “Ya no hay nada que hacer”. Entonces el cardenal le preguntó a la enfermera: ¿Ha oído lo que dicen los médicos? –No, Padre, pero me lo sospecho. –Han dicho que volveré a mi casa. ¿No es esto bello? –Para Usted sí, pero para nosotros… -¡Al fin me voy al abrazo con mi Padre!

¡Qué maravilloso es para el católico tener un Padre tierno que le espera con los brazos abiertos! Esto nos hace recordar las palabras de despedida que Jesús dirige a sus apóstoles: “Si me aman deben alegrarse de mi partida, porque yo voy al Padre. Les conviene a Ustedes que yo me vaya” Juan 16, 7 También los familiares que se nos van, nos dirigen estas palabras con su mudo lenguaje. Por eso no podemos amar de verdad a una persona hasta que la perdemos.

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Al morir el católico se eleva, se auto posee y hace de su vida una ofrenda para Dios. Entonces es cuando alza el vuelo para caer en los brazos de Dios y recibir el beso del mismo Dios, ahora ya a cara descubierta, eliminando definitivamente el velo de la fe.

Para todo ser humano la muerte representa el momento decisivo. Toda la vida confluye a ese instante en el que se resuelve el ser o no ser: para siempre con Dios o contra Dios. No habrá prórroga. Llegó la hora de elegir: libertad total con Cristo o esclavitud con Satán.

Para los católicos la muerte no es algo que nos ocurre sino alguien que llega a nosotros; es Dios que viene a llevarnos para siempre con Él, respetado, desde luego, nuestra libertad.

¿Cómo será la actitud del católico que atravesó la puerta del “más allá”? Nosotros nos imaginamos su grito de alegría y de triunfo, al estilo del atleta olímpico que llegó el primero a la meta conquistando su medalla de oro. Llegó por fin al abrazo directo y cara a cara con Dios.

Desapareció para siempre la oscuridad de la fe. Todo católico tiene derecho a imaginarse el rostro sonriente de Dios. ¿Cómo será? Ciertamente que nadie quedará defraudado ante Dios.

Dios es amor. Él se complace en perdonarnos nuestros errores por grandes que sean. Él está a nuestra puerta, con el rostro cubierto del rocío helado de la noche, en larga espera, y nos dice a cada uno, en el momento supremo: “Hoy estarás conmigo en el paraíso”. Lucas 23, 43.

Dios viene a nosotros por amor. Lamentablemente algunos lo rechazan: “Dios vino a los suyos y los suyos no lo recibieron” Juan 1, 11 Sabemos que Dios no rechaza a nadie, pero el que no cree, por sí mismo se excluye. Juan 12, 47.

EL ENCUENTRO CON DIOS

Es un hecho que, al morir el ser querido, la gente busca más a Dios. Esperan encontrar en Dios a la mamá, al hijito… a los cuales Dios se llevó y que están ahora en la casa de Dios.

Para el católico, amar a los que partieron para el “más allá” es un acto de fe y también una obligación moral. En realidad no son ellos los que se alejaron. Somos nosotros los que estamos lejos. Ellos gozan ya una realidad alegre y fabulosa, porque viven ya en toda su belleza el amor y la alegría de Dios.

La imaginación nos pinta los años de nuestra vida futura perdidos en la lejanía interminable, de la misma forma que en un cuadro de pintura el artista presenta las cosas

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próximas de gran tamaño y las lejanas chiquiticas: por ejemplo, una ciudad junto al mar y en el mar un barco, tan diminuto que apenas se ve a simple vista.

Por una ilusión de la perspectiva nos imaginamos a ese barco distante muchos kilómetros, cuando en realidad tal vez no dista ni un palmo en la tela del cuadro. De igual forma nos representamos a la muerte en la lejanía. Aun los enfermos graves se hacen esa ilusión. Pero en realidad estamos en la vida como los soldados que han llegado a casa con permiso y que en cualquier momento pueden ser llamados por su jefe. Dios es el jefe de nosotros.

<<Nuestra vida es como una sombra fugitiva que desaparece. Como una nave cuya huella es imposible hallar en los mares. Como saeta que pasa veloz, como humo que se disipa en el aire. Como relámpago que brilla en el cielo, ofusca un momento los ojos y desaparece. Como un sueño que se desvanece al despertarnos>>.

Lo grande y lo bello de la vida es concientizarnos del sentido de la muerte, la cual, repetimos, no es algo que nos sucede, sino alguien que nos llega para recibirnos: Jesús.

No es lo más correcto decir que al morir “Vamos al abrazo con Dios”. Porque es más bien Dios el que viene a nosotros, ya que nosotros no podemos llegar a Él si Él no viene a nosotros. Él es quien ha de tomar la iniciativa, porque “ni la hoja del árbol se mueve sin la intervención de Dios”.

Sin embargo es la persona humana la que ha de tomar la decisión de aceptar a Jesucristo. Por eso se puede afirmar que “vamos a Él” y aunque “volamos a Él” cuando se trata de almas generosas, enamoradas de Dios.

Tampoco es lo más correcto afirmar: “Yo estaré frente a Dios”, porque Dios nos envuelve lo mismo que el mar infinito envuelve al pescadito. Lo más lógico es decir que nos hallamos en Dios, no frente a Dios. Sin embargo preferimos seguir al antiguo lenguaje de “nos presentamos ante Dios” porque refleja nuestra condición de persona frente a otra Persona que es Dios.

Es de verdad sublime el que Dios se abaje hasta nosotros para que podamos entablar diálogo directo, de tu a tu con Él. Como decía el Señor a Santa Ángela de Foligno: “No dejaré a los ángeles ni a los santos el cuidado de traerte hacia mí. Iré yo mismo en persona y te traeré conmigo”. El amor y la ternura del corazón de Cristo no conocen límites.

Hay una puerta falsa que no nos lleva al encuentro con Dios: el atentar contra la propia vida. “El soldado que abandona cobardemente el puesto que le señaló el jefe y no espera la orden de ser revelado, merece el mayor castigo”. Dios nos ha señalado a todos un puesto de guardia, una misión que cumplir en este mundo y la orden de relevo solo puede venir de Él. Por eso el suicidio es una cobardía y una rebelión contra Dios. Solo Dios es Señor de la vida y muerte.

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LA LUCHA DE SATÁN

El diablo vive y actúa hoy más que nunca. La Biblia lo llama “el dios de este mundo”. 2 Cor. 4, 4 Y Jesús dice que es el rey de este mundo. Juan 12, 31 y 14, 30 Acerca de este título que le da Jesús “el rey de este mundo” no podemos pensar que se trata de una ironía, de una exageración o de un adjetivo engañoso. Es una realidad auténtica.

Entre Dios y Satán existe una lucha sin tregua. Pero solamente a través de los seres humanos es como Dios se ha hecho vulnerable. Solo a través de la gente puede el diablo sabotear la obra de Dios a cuya imagen y semejanza fuimos todos creados.

En nuestro tiempo de modo especial procede el diablo por la vía de la soberbia, reproduciendo la tentación que empleó en el paraíso: “Serán Ustedes como dioses” Génesis 3, 5 El diablo enseña a la gente que pueden prescindir por completo de Dios. Que no necesitan de Él para nada. De hecho el ateísmo ha invadido ya grandes sectores de nuestro mundo.

Fue la soberbia la destruyó los ángeles rebeldes. Dios los creó bellos, maravillosos, pero no autómatas sino libres, igual que los humanos. Varios de ellos, llevados de esa soberbia, se alzaron contra Dios. Así fue como se convirtieron en diablos.

Al ser enemigos de Dios el diablo es nuestro enemigo. Por eso Dios está siempre de nuestra parte en la lucha. Él es nuestro aliado. Dios nos ha creado a su imagen y semejanza y el diablo pretende borrar esa imagen y toda huella de Dios en nosotros.

San Agustín nos cuenta que tenía un gran amigo el cual se le murió, dejándolo a él destrozado por el dolor. Alguien le aconsejó: “Refúgiese Usted en Dios”. Pero Agustín se decía: “No. Aquel amigo era muy real para mí. En cambio Dios era como un fantasma en el que no podía refugiarme”. (Más tarde cambió su modo de pensar, cuando se convirtió)

Lamentablemente para muchos católicos de hoy también Dios es como un fantasma, porque nunca han experimentado el amor y la ternura del Padre querido.

Para el católico y para todo ser humano la muerte será el momento de la decisión. En realidad toda la vida no tiene otro sentido que preparar esa decisión la cual será libre, bien meditada y sobre todo, definitiva. No podemos quedar neutrales frente a Cristo.

La decisión final que cada ser humano adopte al terminar su vida será muy similar a la de los ángeles. Dios no los hizo autómatas, como tampoco a nosotros. Ellos decidieron libremente su destino de una vez para siempre: los ángeles buenos para siempre con Dios. Y los ángeles rebeldes, los demonios, para siempre lejos de Dios. Su decisión fue perfectamente consciente y libre, por lo cual ya nunca tendrán una oportunidad de rectificar.

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En forma similar para los humanos la vida tiene como objeto preparar la elección final. La alternativa será tremenda: por siempre el amor o el odio. El abrazo con Dios o su rechazo. Para los humanos, igual que para los ángeles su decisión quedará por siempre inalterable. Para Usted, lectora-lector, que tiene en sus manos este libro, será entonces el comienzo de la felicidad total y definitiva.

AMOR MISERICORDIOSO

Los católicos estamos llamados a compartir el abrazo y la sonrisa acariciante de Dios cuando sea el momento de presentarnos ante Él. Y ya desde ahora nos entregamos por completo a su amor misericordioso, reconociendo que por nosotros mismos somos pura nada y pecado; pero Él nos eleva a alturas increíbles.

No nos alegra tanto el saber que amamos a Dios como el saber que Él nos ama a nosotros. Para nosotros el amor a Dios consiste sobre todo en dejarnos amar por Él. Lo que más le ofende a Dios es la falta de confianza en Él. La mayor maldad que puede cometer una persona ¿cuál será?: Creer que su pecado es mayor que la Divina Misericordia.

Ese fue en realidad el pecado de Judas. En cierta ocasión, cuando estaban leyendo y meditando el relato de la pasión de Cristo un hombre sencillo del pueblo exclamó: “Si yo hubiera sido Judas, en lugar de ir a colgarme del árbol, me hubiera colgado del cuello de Jesús”. Este hombre había captado la grandeza de la misericordia divina.

Uno puede muy bien decir: Yo soy indigno del amor de Dios, pero al mismo tiempo debe añadir: “Pero Dios sí es perfectamente digno del amor infinito que tiene por mí, aunque ese su amor gratuito sea tan mal correspondido por mí.

Un hombre fue a confesarse con San Antonio, cargado de pecados, pero con gran arrepentimiento. Llevaba escrita en un papel la confesión y al darle el santo la absolución, el papel quedó totalmente blanco, sin la más pequeña huella de haber sido escrito. De esta forma quiso el Señor premiar su arrepentimiento sincero y manifestar que sus pecados quedaban totalmente borrados.

Dios es amor. Hace salir el sol sobre el campo del blasfemo y llueve incluso sobre el campo del homicida. Mat. 5, 45 Nada ni nadie puede inducirlo a la venganza. Así debemos ser también nosotros.

Los santos llegaron a serlo, no tanto por haber tenido un comportamiento heroico, sino por haber creído en el amor de Dios para ellos. No eran gigantes altivos sino niños humildes y sencillos. Por eso les fue revelado a ellos el secreto del amor de Dios, que permanece oculto para los sabios soberbios y altaneros. Luc. 10, 21.

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Dios es amor, el manantial de todo amor. El amor no es uno de los atributos o propiedades de Dios: es su ser entero, su definición exhaustiva. En cambio la justicia o la majestad de Dios si son en realidad dos modalidades o atributos de su amor. Para nosotros Dios es de verdad una madre tierna que cuida de cada uno de nosotros y está siempre dispuesta a perdonarnos.

Naturalmente que no podemos abusar del amor y la misericordia de Dios. Si Dios es tan bueno, no por eso vamos nosotros a portarnos mal. Un muchacho no puede decir: “Como mi papá es tan bueno yo voy a ser un sinvergüenza”. No. La lógica auténtica es ésta: Porque Dios es tan bueno conmigo, así voy yo también a ser.

El amor de Dios tiene siempre la última palabra, igual que tiene la primera. “Porque Él nos amó primero”. 1 Juan 4, 10 Antes de que nosotros existiéramos ya Él nos amaba. Porque Él es amor. Impulsado de ese amor fue que nos creó a nosotros para que libremente compartiéramos su amor.

Por encima de todo Dios es amor… Lo trágico para nosotros sería rechazar ese amor, abusando de nuestra libertad. ¡Que Dios nos tenga de su mano!

PARA SIEMPRE FELIZ

Todos morimos y todos aspiramos, de una forma o de otra, a vivir para siempre. Aún los que no tienen fe ambicionan la inmortalidad. Sueñan con sobrevivir ya sea en la memoria de sus seres queridos, o de su descendencia o bien a través de sus propias obras.

Lo que no dura no vale nada. Un animalito muere y todo acaba para él. Pero muere un hombre o una mujer y sabemos que es distinto. Cristo murió y resucitó y abrió para nosotros una puerta que ya no se cerrará jamás.

Todo el que ama de verdad desea eternizar su amor. Por eso Dios, que nos ama con delirio, como auténticos hijos suyos, quiere la inmortalidad para nosotros.

Los católicos rezamos: “Creo en la resurrección de la carne”. Llegará un día en que nuestro cuerpo, destrozado por la muerte, se levantará del polvo y se unirá de nuevo con nuestra alma, con nosotros, para ir al encuentro de Cristo resucitado.

Esta es la grandeza de nosotros. La fe en Cristo es el mayor tesoro que poseemos. Pero ese tesoro tiene muchos enemigos. Son muchos los que intentan arrebatárnoslo. Sobre todo los jóvenes son los más vulnerables ante el ataque del enemigo.

Uno de esos jóvenes fue educado por su mamá como un ángel de Dios. Era piadoso, simpático, querido de toda la comunidad católica. Pero un día asistió a una

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fiesta de amigos. Y a la hora de los brindis, un señor dice: “A la salud, amigos, gocemos de la vida porque en el otro mundo no tendremos tanta alegría”. Uno de los presentes le contestó: “Nadie sabe si existe el otro mundo”.

Estas palabras cayeron como un rayo sobre nuestro joven. Primero le asaltó la duda. Luego la indiferencia y el alejamiento. Afortunadamente a los pocos años pudo rectificar y entonces decía: “Ahora comprendo por qué Jesús clama con tanta furia contra los escándalos. El que perdió la fe en Dios lo ha perdido todo, por muchas riquezas y poderío que tenga. El que no cree en Dios no cree en nada ni en nadie”.

La fe es un regalo de Dios pero requiere colaboración por nuestra parte. Si recurrimos a Dios por la oración, Él nos da el coraje y la alegría de la fe. Todo el que busca a Cristo siempre lo encuentra.

En esta gran obra de amor a los hermanos todos debemos colaborar San Alfonso María de Ligorio decía: “Si yo tuviera ya un pie en el cielo, pero aún pudiera salvar un alma en la tierra, no dudaría ni un momento en venir al mundo para salvar a esa persona. Si Jesucristo hubiera muerto en la cruz solo por salvar su alma, justo sería que también nosotros nos sacrificáramos por salvar un alma para Dios”.

Cristo es la razón de nuestra existencia. El que se aleja de Cristo no comprende lo que es la vida ni lo que significa la muerte, ni lo que es Dios ni lo que somos nosotros.

El tiempo de nuestra vida es maravilloso, pero por Dios. La gente del mundo dice: “el tiempo es oro”. Ciertamente que lo es. El tiempo vale tanto como el cielo, porque empleando bien el tiempo de nuestra vida, podemos ganar el cielo. El tiempo vale tanto como Dios, ya que empleándolo bien, llegamos a la posesión de Dios.

LOS DEL CIELO NOS AYUDAN

Los moradores del cielo gozan en contemplar a Dios y también en ayudarnos a nosotros. Igualmente en nosotros es compatible el amor a Dios y el amor a los que son nuestros familiares y amigos o lo fueron.

El recordar a nuestros queridos difuntos de ninguna manera paraliza nuestra vida o la hace amargada o quejumbrosa… Al contrario, la ennoblece o la alegra.

Los muertos escuchan nuestra oración a través de Dios mediante el celular del corazón. Ellos conocen nuestras necesidades y nos aman con amor intenso. Ellos quieren que nuestra vida sea una ofrenda para Dios. Es decir, que los muertos están a nuestro lado y se interesan por nosotros.

¡Señor, que yo vuelva a ver a mis familiares en el gozo de la luz eterna! (Oración de la misa por los papás del sacerdote). Es dolorosa la soledad de los que mueren. Pero

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luego pasan a reunirse con el pueblo de Dios, en el compartir de “la Comunión de los Santos”, en el cielo.

Una pregunta: ¿Dónde está el cielo? –El cielo no está aquí o allá, ni dista poco o mucho de nosotros. Nuestras categorías del tiempo y del espacio no tienen su valor equivalente en “el más allá”. Nuestra alma, al partir de este mundo, no sigue una trayectoria definible.

De la misma forma al resucitar nuestros cuerpos, bellos y gloriosos, comenzarán a vivir siendo los mismos que fueron, ciertamente, pero de otra forma misteriosa para nosotros. De modo que dejamos de existir en la tierra y “pasamos al gozo de nuestro Señor”.

Pero existe comunicación entre los bienaventurados del cielo y los que peregrinamos por este mundo. Santa Teresita del Niño Jesús, Doctora de la Iglesia, nos dice en su autobiografía: “Cuando María entró en el Carmelo ya no podía yo confiarle mis problemas… Me dirigí entonces al cielo, a las cuatro hermanitas que me precedieron, ya difuntas, tan buenecitas como eran”.

“Les hablaba con la confianza de un niño, diciéndoles: que ya que me habían querido tanto cuando vivían, por ser yo la más pequeña, en el cielo no iban a olvidarme, sino que iban a demostrar que allá se sabe también amar”.

La respuesta no se hacía esperar y una paz grande embargaba mi corazón. No solo me amaban en la tierra, sino también en el cielo. Desde entonces aumentó mi devoción a mis hermanitas del paraíso. Conversaba con ellas, les decía mis problemas y mi deseo de ir a verlas”.

Los moradores del cielo se complacen en ayudarnos a los terrestres, siempre a través de Dios (no de espaldas a Dios que es como llegarían los errores del espiritismo y siempre a través de la oración: el arma de eficacia poderosa e instantánea).

También con los moradores del purgatorio podemos tener intercambio de amor. El libro bíblico de los Macabeos nos cuenta que en la batalla contra Gorgias murieron muchos judíos. Al ir a recoger los cadáveres, les encontraron debajo de sus túnicas estatuitas de oro y souverirs de los ídolos de Yamnia, que prohíbe la Biblia. Por eso murieron como castigo de Dios. 2 Macabeos 39, 40.

Hoy día existen otros ídolos como el dinero, el placer, el sexo, la bebida, el deporte… Al idolatrarlos, usurpamos el honor debido a solo Dios. Nuestro Dios es celoso porque su amor es auténtico, no ficticio, y espera que nosotros le correspondamos con todo nuestro amor.

“entonces Judas hizo una colecta y recogió 2000 dracmas de plata que mandó a Jerusalén para ofrecer un sacrificio a favor de los fallecidos”. En estas palabras se apoyan los maestros católicos para enseñar que con nuestras oraciones podemos ayudar a los difuntos para que se purifiquen de sus pecados, es decir, que existe el purgatorio,

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del cual hablaremos más adelante. La Iglesia nos enseña a orar por todos, tanto los vivos como los difuntos, para que todos se salven.

UN CIELO MUY HUMANO

Llegar a la gloria del cielo debe ser la aspiración de todo católico y constituye el objetivo principal de este libro. Los teólogos enseñan que “la gracia de Dios no destruye la naturaleza humana”. Por eso las personas santas, arrebatadas por el amor de Dios, no por eso pierden sus cualidades y características humanas.

Esto se cumple de manera especial en la gloria del Cielo. Allí nadie perderá su personalidad. Como el ser humano es por naturaleza cuerpo y espíritu (al contrario de los ángeles que son puro espíritu) en el cielo nuestro cuerpo participará también de la gloria. Y como el ser humano es además eminentemente social, compartirá su gloria eterna con los otros bienaventurados.

Por eso el cielo será una gran ciudad: la nueva Jerusalén, Apoc. 21, 2 la comunidad de todos los hijos de Dios. Toda mujer y todo hombre se verán perfectamente realizados en el cielo y verán cumplidas todas sus aspiraciones.

Todo amor que floreció en la tierra tendrá su realización perfecta en el cielo. “El amor nunca muere”. 1 Cor. 13, 8 Los esposos vivirán como esposos. El mismo amor que se tuvieron en la tierra perdurará en el cielo, aunque purificado y elevado a la máxima potencia, excluyendo sus actividades carnales por lo que éstas implican de limitación o imperfección. Por eso dice Jesús: “En el cielo no se casarán, serán como los ángeles. Lucas 20, 36.

El amor humano tendrá allí su realización y su gloria, la cual suplirá con ventaja y sublimará las actividades carnales propias de este mundo material. Porque allí nuestro cuerpo será luminoso y radiante, como nuestra alma, capaz de dar amor y de recibirlo en forma perfecta.

Desaparecerá todo cuanto en este mundo hay de indigencia y de oscuridad. Allí el amor será perfecto, porque deberá directamente de la fuente del amor que es Dios. “En el cielo Yavé tu Dios te desposará con Él” Oseas 2, 16 En toda vida humana hay “momentos de cielo” que según los maestros católicos tendrán su réplica en el cielo.

Pero insistimos de nuevo en que ese amor divino requiere de nuestra parte colaboración y entrega. Tal como sea nuestro amor aquí en la tierra será también grado de gloria en el cielo.

Podemos valernos de esta comparación: Un emigrante español hizo en pocos años una gran fortuna de Méjico, por medio de sus negocios de cerveza. Quiso de nuevo regresar a su tierra de origen y compartir con su familia que se hallaba en gran necesidad.

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Pero antes decidió ponerlos a prueba: se presentó ante ellos como pobre y careciendo de recursos.

Sus papás y algunos de sus hermanos lo recibieron con gran cariño pero otros de la familia se mostraron indiferentes con él y aún hostiles. Entonces él se desenmascaró y les dio grandes regalos a los que se le mostraron fieles, según el grado de simpatía que expresaron por él.

De igual forma en el cielo Dios será generoso con todos los que en esta vida se entregaron a Él por amor, aún con los que le fueron infieles pero luego rectificaron. Dios se mostrará generoso y súper espléndido con todos. La mezquindad no tiene nada que ver con Dios. Nadie quedará defraudado. Pero habrá diversidad en las recompensas, tal como aparece en las parábolas de los servidores fieles. Marc. 4, 60.

LA FIESTA COMUNITARIA

Lo maestros católicos enseñan que nuestro amor a Dios y a la gente aquí en la tierra es una fuente de merecimientos para el cielo. Pero además es un entrenamiento y preparación para la vida futura del cielo donde reinará de verdad la fraternidad universal.

Algunos se preguntan: Si el ver a Dios cara a cara y abrazarlo directamente hace a cada ser humano totalmente feliz ¿Puede acaso aumentar esa felicidad el hecho de ser acompañado y compartir con los otros bienaventurados del cielo?

Ciertamente que sí. Ese compartir con los otros moradores del cielo les reporta una inmensa felicidad “secundaria” que no puede compararse con la alegría inimaginable de ver a Dios directamente, sin el velo de la fe, y recibir su abrazo y su sonrisa.

“Todo ser humano es por naturaleza un ser social y la compañía de sus familiares y amigos en el cielo es un complemento y perfeccionamiento de su felicidad”. Sto. Tomás de Aquino.

Tampoco en el cielo podemos prescindir de la gente. Perderíamos incluso nuestra identidad humana porque, como enseñan los sicólogos, nuestro “yo” está siempre orientado al “nosotros”. Todo ser humano es social. La Iglesia es la sociedad de los hijos de Dios.

Por eso San Buenaventura dice: “Contempla, hermano, la reunión de todos los bienaventurados, congregados para llenarte a ti de felicidad por la bondad de Dios. Porque no es alegre la posesión de un bien cuando se goza de él a solas”.

El ser humano necesita de los demás para ser plenamente feliz. De modo que no es una felicidad tan “secundaria”, como enseñan los teólogos, esa alegría compartida del cielo. Será de verdad maravillosa la convivencia y hermandad de todos los moradores del

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cielo. Ellos unidos a Dios y a través de Dios gozan los unos de los otros. En el cielo habrá de todo menos soledad. El cielo es fiesta y hermandad de todos.

San Alonso Rodríguez nos refiere en sus memorias que, por un regalo especialísimo de Dios, pudo visitar la gloria del cielo. Y en los pocos minutos que allí permaneció, mediante la visión, entró en comunicación directa con todos y cada uno de los moradores del cielo que son millones de millones como si todos ellos fueran amigos íntimos de toda la vida.

Esta compenetración de todos los bienaventurados humanamente no podría darse, pero Dios, con su infinito poder, la realizará. Vio también el santo el recibimiento clamoroso y alegre que tributaban a los nuevos moradores que iban llegando al cielo.

En este mundo la salvación eterna es un asunto estrictamente personal. El ser humano se salva libremente, como persona. Él solo es responsable de sus acciones. (Aunque se salva siempre dentro de la Iglesia, unido a los demás hermanos).

El cielo es una fiesta comunitaria. Por eso en la misa rezamos: “Ten misericordia de todos nosotros, y así con María y con todos cuantos vivieron en tu amistad a través de los tiempos, merezcamos compartir la vida eterna y cantar tus alabanzas”.

Todos aspiramos a esa gloria corporativa en la que compartiremos las alegrías de Dios y donde todos seremos hermanos de todos, no de pura palabrita, como sucede aquí en la tierra, sino de verdad y para siempre en la fiesta del amor.

LA NUEVA JERUSALEN

Dios bajó del cielo a la tierra no para “salvar almas” como a veces se escucha, sino para salvar a las personas humanas que constan de alma y cuerpo. Al morir el ser humano, el cuerpo va para la tumba, pero el alma no muere nunca sino que pasa al abrazo con Dios.

Santa Catalina de Siena vio una vez, por concesión especial de Dios, un alma en gracia de Dios. Y decía la Santa Doctora: “Señor, si yo no supiera que no hay más que un solo Dios, creería que esta alma es Dios” Tan impresionada quedó por su belleza inimaginable y su dignidad.

Jesús dijo al Buen Ladrón: “Hoy estarás conmigo en el paraíso” Lucas 23, 43. Esto mismo le dice al hombre o la mujer al momento de morir. El alma separada del cuerpo, ya antes de la resurrección del mismo cuerpo, (la cual tendrá lugar al fin del mundo) gozará la gloria eterna. Esta debe ser nuestra suprema aspiración:

Al morir mi santa madre,

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Me repitió este consejo:

“Pierde mil veces la vida

antes que perder el cielo”.

Pero la enseñanza de los maestros católicos es que la felicidad de los moradores del cielo no será perfecta mientras no sea glorificada el ser humano completo, en su alma y en su cuerpo, y mientras no lo sean igualmente todas las demás gentes, y mientras no lo sean igualmente todas las demás gentes, y mientras no lleguen a reunirse todos sus familiares y amigos y todos los hermanos y compañeros que han de vivir por siempre con ellos.

Por eso el Apocalipsis nos presenta al cielo como la Nueva Jerusalén, la ciudad santa donde “los ciento cuarenta y cuatro mil redimidos” es decir, las innumerables gentes de toda raza y de toda lengua entonan su eterno aleluya, donde toda ilusión y esperanza se harán realidad y donde la alegría no conoce ocaso. Apocalipsis 14, 1.

Sabemos de alguna gente que no encuentra gusto en vivir en la ciudad por el alboroto, los atascos de tráfico, la contaminación… Pero será muy distinta “la ciudad de arriba” que nos describe el Apocalipsis, donde todo sueño se convertirá en realidad y donde toda alegría brillará para siempre. Será ciudad con “calles de oro y mar de cristal” en un alarde de riqueza y hermosura. Apoc. 21, 18.

El solo pensamiento del cielo enardecía a los santos. El apóstol San Pablo nos cuenta que varias veces lo apalearon y lo apedrearon. Una vez lo dieron ya por muerto pero luego logró recuperarse. El jamás se desalentó penando en el cielo y nos dice: “Por muchas pruebas hay que pasar para entrar en el reino de Dios”… “No merecen tenerse en cuenta los sufrimientos de este mundo en comparación del cielo que nos espera… lo momentáneo y leve de nuestro sufrimiento nos depara un peso inmenso de gloria” Romanos 8, 18.

Igualmente San Agustín escuchó en una visión la voz de Dios que le decía: “Agustín, ¿Qué pretendes hacer? ¿Eres capaz de contar las estrellas del cielo, las arenas de la playa o las gotas del mar? Pues más difícil aún es para ti explicar la gloria del cielo. Sin embargo San Agustín siguió escribiendo páginas bellísimas sobre el cielo.

Tampoco el autor del presente libro va a quedar paralizado a lo difícil que resulta describir el cielo. Seguiremos adelante.

Así como el cielo es el lugar de la convivencia en la alegría de los bienaventurados, el infierno será la ciudad en la que reinará la soledad y la amargura de todos sus habitantes. Y la línea divisoria entre ambas ciudades es el amor. El amor a Dios y a la gente es el camino a seguir y es también la meta final.

Lo vamos repitiendo de diversas formas: el cielo es la fiesta del amor. El amor nos abre las puertas del cielo y el amor es la vida que allí florecerá para siempre. El amor es

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la fuente inagotable de la felicidad. Amar y ser amado, eso es lo grande de toda persona. Si existiera alguien que nunca amó ni fue amado por nadie, sería más bien un monstruo. El cielo consiste ante todo en zambullidos para siempre en ese mar de amor y felicidad que es Dios.

CADA PERSONA ES ÚNICA

La personalidad de cada cual no se perderá en el cielo. Al contrario, cada ciudadana o ciudadano del cielo será distinto, determinado e inconfundible, como un astro en la noche, aunque insertado en su constelación y galaxia. Cada mujer y cada hombre recibirá “una piedrita blanca y escrito en la piedra un nombre nuevo que no conoce nadie sino quien lo recibe” Apoc. 2, 17.

En esta simbólica piedrita, al estilo de la piedrita pulimentada que otorgaban a los jerarcas del imperio romano en aquellos tiempos, estará escrito “el nombre” del bienaventurado, es decir, su currículo, como un secreto conocido exclusivamente por Dios y por cada hombre o mujer. Esa piedrita será su cédula de identidad intransferible.

El cielo será ante todo un romance entre Dios y cada hija o hijo suyo. Cada persona en el cielo para Dios será única. Una sola persona para el único Esposo. Ese Esposo divino se gozará a solas con cada una y cada uno de sus elegidos y le colmará de sus regalos. El amor nupcial de cada alma estará reservado para solo Dios y vinculará a cada persona con el Esposo Divino el cual la obsequiará sin cesar.

En el matrimonio humano, al cariño mutuo y exclusivo de los esposos, no les impide que vivan abiertos a otros amores. También en la Santísima Trinidad, el amor esencial, eterno, exclusivo que vincula a las tres Divinas Personas no les impide que al mismo tiempo se derramen en ternura y generosidad para todos nosotros, sus hijas e hijos.

En esa misma línea, la persona humana en el cielo, engolfada en Dios, mantendrá con Él su “yo” reservado, pero por otra parte será transparente para todos. Permaneciendo embebida en Dios, se entregará a toda la gente, compartiendo con ellas sus riquezas y su amor.

Cada bienaventurado será ciudadano de la Jerusalén celestial, pero al mismo tiempo gozará de fabulosos regalos particulares, personalísimos. Cada bienaventurado puede poseerse de verdad a sí mismo.

Todos gozarán de una capacidad permanente de donación, sin perder la “piedrita blanca” y “el nombre nuevo” que guardará cada cual para sí, es decir, su personalidad inalienable. Ante los otros bienaventurados, su relación secreta con Dios será el título de su dignidad intransferible de persona.

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Dios es amor. Cada bienaventurado quedará inmerso en ese mar sin fronteras de amor que es la Santísima Trinidad. El mismo Espíritu Santo que realiza la compenetración perfecta entre el Padre y el Hijo efectuará también la comunión de los bienaventurados entre si y con Dios.

En conclusión, cada ciudadana o ciudadano del cielo conservará para siempre su “piedrita blanca”, su personalidad intransferible, en medio de la diversidad variopinta y armoniosa del pueblo de Dios.

También en la tierra las almas nobles luchan por mantener su personalidad, rehuyendo toda ostentación y el aparentar lo que no son. Benedicto XIII salió elegido papa el año 1303. Su madre era una pobre cocinera de Roma. Todos iban a felicitar al nuevo papa y la madre no podía faltar.

Varias damas de la alta sociedad le consiguieron un traje de gran gala. Pero al verla el papa de aquella forma la rechazó diciendo: “Esta señora de alto linaje no es mi madre. La verdadera madre mía es una pobre cocinera y viuda”. Salió muy avergonzada la pobre señora, se puso sus propios vestidos, y entonces sí la abrazó con gran ternura.

El secreto para conservar la propia personalidad es vivir no de cara al mundo, sino de cara a Dios. Hoy día la gente vive esclavizada por el “qué dirán”. No era así el santo Cura de Ars. Un día en su prédica desde el púlpito dijo: “Miren Ustedes estas dos cartas que acabo de recibir por el correo. En una me dicen que soy un hombre de Dios, que soy un santo. En la otra que soy un charlatán y un estafador. Pero yo ni porque me alaben soy mejor ni porque me critiquen soy peor. Tanto soy cuanto soy delante de Dios”.

Este hombre sí vivía de cara a Dios. Los hijos de Dios no nos guiamos por los criterios del mundo, pero tratamos de adaptarnos al plan de Dios. Cada católico es para Dios hija-hijo único, como si no existiera ninguna otra persona. Así es como nos considera y nos ama Dios.

En el cielo, el secreto de los enamorados estará siempre vigente entre Dios y cada persona. Allí sabrá valorarse la dignidad inalienable de cada persona, que aquí en la tierra con frecuencia aparece postergada por el suelo. Para Dios cada hija y cada hijo es un tesoro.

EN EL CIELO NO HABRÁ ENVIDIA

En el cielo Dios será todo para todos. 1 Cor. 15, 28 Pero no habrá dos bienaventurados iguales. Cada una y cada uno tendrá su rango propio y gozará de Dios en una forma distinta.

Cada estrella difiere de la otra en claridad. 1 Cor. 15, 30. Pero esta diversidad en los grados de gloria servirá para enriquecerlos a todos. Ese pluralismo no causará

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división ninguna entre ellos, al contrario, servirá para colmarlos de nuevos regalos y alegrías cada día mayores.

Los maestros católicos afirman que a pesar de los grados tan diversos de felicidad y de gloria entre los bienaventurados, en el cielo no existe ni la más pequeña sombra de envidia.

Y aportan esta comparación: Los bienaventurados son como vasos o recipientes de muy diversa capacidad, pero todos completamente llenos de agua, sin que les quepa ni una gotica más. De modo que todos ellos tendrán colmada a tope su capacidad de alegría y felicidad, y no les quedará ningún espacio para la envidia.

Otra comparación: Una madre hace un vestido a sus hijos, a cada uno según su estatura y su tamaño, y todos quedan contentos. Ninguno envidia al mayor por llevar un vestido más grande, porque a él no le servirá.

Todo esto es cierto. Pero existe algo más bello que excluye toda envidia: el amor. El cielo es la fiesta del amor. Y lo característico del amor es que hace compartir sus bienes y riquezas a todos los que se aman. En el cielo no habrá envidia sino todo lo contrario. Una madre no puede tener envidia, sino alegría desbordante, por los éxitos y el triunfo apoteósico de su hija idolatrada.

Cada estrella difiere de la otra en claridad, pero cada una brillará con los reflejos y fulgores de las otras… En el cielo cada cual considera la gloria de los otros como suya propia y se alegra por ella. De modo que cada bienaventurado, mediante el amor sincero, se apropia de los bienes y la felicidad de los otros.

San Agustín dice: “Cada cual tiene, sin tenerlo, aquello que ama en los otros”. En el cielo los mártires se alegran por la sabiduría de los doctores y los doctores alaban la fe de los patriarcas. Estos se gozan con la felicidad de los apóstoles y los apóstoles participan de la riqueza de las vírgenes…

Todos comparten con todos. Solo será exclusiva de cada cual la piedrita blanca y el nombre nuevo, es decir, su “yo” y su persona, lo peculiar de su amor y su donación a Dios.

También los que vivimos en la tierra compartimos los méritos y los carismas de los demás hermanos, siempre por la vía del amor. Para eso necesitamos liberarnos del egoísmo y revestirnos de la recta intención de agradar a Dios en todo.

Un humilde campesino le decía a un gran teólogo que había escrito muchos libros bellísimos sobre Dios: “¡Qué premio tan grande va a tener Usted por escribir esos libros!” Y el teólogo le contestó: “Ante Dios tendrán igual valor mis libros que la escardilla con la que Usted labra la tierra. Y si Usted ha trabajado solo por agradar a Dios y yo he escrito mis libros por vanagloria, para ganar honores y utilidades, en el cielo Usted tendrá un premio más grande que yo”.

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Estas palabras me cuestionan a mí, que estoy escribiendo este libro sobre el cielo. Que no sea la vanidad o el éxito editorial el que me motive, sino el amor. ¡Señor, quiero compartir el amor divino con todos los hermanos! Señor, que todos nosotros, con María la Madre de Dios, San José, los apóstoles y cuantos vivieron en tu amistad a través de los tiempos, merezcamos compartir la gloria eterna y cantar tus alabanzas. (De la oración de la misa).

UN TUNEL OSCURO QUE CONDUCE A LA LUZ

Para compartir ese enriquecimiento fabuloso de los tesoros del cielo, que sobrepasa toda fantasía, hay una puerta de entrada que es la muerte.

Como una gran depredadora, la muerte despoja a toda persona de todo lo que tiene para hacerla dueña de una inmensa fortuna. La desnuda de su vestido mortal para vestirla con su traje de gloria. Sus labios se quedan mudos para luego, al ser encendidos por el amor divino, cantar las alabanzas de Dios.

Sus manos quedan paralizadas para llenarlas después de regalos maravillosos. El corazón es vaciado de todo amor terreno para llenarse de amor divino, para que goce, por siglos sin fin, el abrazo de ese Dios que es amor y alegría.

La muerte despoja al ser humano de todo cuanto tiene para encaminarlo a lo que de verdad es: hija o hijo de Dios y como tal, heredero del cielo. Romanos 8, 16 A la hora de la muerte cada persona debe dar su respuesta. Lo grande de la vida es aceptar la muerte como venida de las manos de Dios y decirle a Dios: AMÉN. Este es el acto más noble y transforma la muerte en una ofrenda de adoración y alabanza a Dios.

Nos hemos encontrado con varios casos de personas que se negaban a aceptar la muerte. Aceptaban solo el hecho de morir como algo irremediable, pero se alzaban rebeldes contra Dios, criticándole que se complace en destruir a la gente y todos sus proyectos.

Uno de esos decía con lenguaje blasfemo: “Se mata a un hombre y es un asesino. Se mata a un millón y es un conquistador. Se mata a todos y es Dios” Son corazones llenos del odio de Satán. Por su soberbia diabólica no pueden comprender al Dios-Amor y por eso lo tachan de injusto y cruel. En ellos solo la ignorancia es más grande que el orgullo. Solo la estupidez puede mover a un hombre a desafiar al Rey de cielos y tierra.

De esa forma desafiaba a Dios el emperador Napoleón. Cuando invadió Rusia mandó acuñar una medalla con esta insolente inscripción: “¡Dios, el cielo es tuyo, pero la tierra es mía!” y se la mandó a los jefes rusos. Estos se la devolvieron pero cambiándole la inscripción por esta otra: “Las espaldas son tuyas pero el látigo es mío”.

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Poco después, el que se parangonaba con Dios, mordía el polvo de la derrota. Por cierto que cuando el Papa Pio IX lanzó la excomunión contra Napoleón, este se burlaba diciendo: “¿Cree el papa que por su excomunión se le van a caer de las manos los fusiles a mis soldados?” Pues sí se les cayeron, a causa del frío intenso de Rusia, marcando el final de su imperio. Todo el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado. Lucas 14, 11.

Frente a esa actitud orgullosa y absurda de tantos ateos, el católico acepta la muerte como venida de las manos de Dios. Se abraza al Dios-Amor y proclama la soberanía divina sobre toda persona humana y sobre el universo: Tanto si vivimos como si morimos, somos del Señor.

El Santo Cura de Ars decía: “Veo que la gente necesita mucho coraje para resignarse a morir. Yo, al contrario, lo necesito para resignarme a vivir. Ambiciono con toda mi alma llegar al abrazo con Dios que es padre y madre para mí”.

El católico consecuente no sufre la muerte, más bien triunfa sobre ella. Cuando siente que se le acerca, se dirige a Dios en oración y le dice: “Señor, si muero es porque tú me llamas. Y si me llamas es porque me amas y me quieres en tu casa. Yo estoy a tus órdenes. Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”.

Abrazar la muerte es abrazar al Dios-Amor. La muerte es el ticket de entrada a la fiesta del amor: el cielo. “Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos”. 1 Juan 4, 2.

EL SACRIFICIO SUPREMO

Es maravilloso para el católico cerrar su vida terrestre con un vibrante aleluya, alabando al Rey de cielos y tierra, frente al cual el ser humano es nada y menos que nada. El católico une su propia muerte a la muerte de Cristo y la ofrece al Padre como su propio sacrificio, su propia misa. El cirio que arde y se consume para la gloria de Dios. El incienso que se quema y se eleva al cielo en olor agradable.

Santa Catalina, Doctora de la Iglesia, escuchó a Dios que le decía: “El sacrificio de Ustedes tiene que ser corporal y espiritual, al mismo tiempo, del mismo modo que la copa de vino que se ofrece a un amigo. No se le podría dar el vino sin la copa. Y tampoco le agradaría la copa sin vino”.

Por medio de la muerte el católico ofrece a Dios el vino de su amor y la copa que lo contiene, o sea, su cuerpo. Solo la muerte nos permite ofrecer una misa, ese sacrificio perfecto a Dios. Porque con ella le ofrecemos de verdad a Dios todo cuanto somos y poseemos.

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Santa Teresita del Niño Jesús, Doctora de la Iglesia, cuando era pequeñita, paseaba tomada de la mano de su papá y en cierta ocasión le dijo: “¡Ay! Cuánto me gustaría que te murieras, pobre papaíto mío” Al reprenderla el papá por tan extrañas palabras, ella contestó con aire sorprendido: “¡Pero si lo digo para que vayas al cielo, ya que dices que para ir al cielo necesita uno morirse!” Ya desde pequeñita intuía las maravillas del salto a la eternidad.

Unos años más tarde, desde su ventana en el Carmelo de Lisieux, quedaba absorbida contemplando el cielo estrellado y decía a su hermana: “Mira, Celina, todo lo que aquí abajo me fatiga, solo lo eterno puede saciarme”.

También a San Ignacio, el fundador de los Jesuitas, lo llamaban “el caballero que siempre mira al cielo”. Y hacia el final de su vida, en Roma, desde la azotea contemplaba las estrellas y decía: “¡Qué baja me parece la tierra cuando miro al cielo!” Naturalmente que el cielo estrellado no es el cielo de nosotros, pero es un símbolo muy bello.

Lo grande del católico, cuando llega la hora de partir, es poder mirar cara a cara a la muerte y ofrecerla en sacrificio al Padre en unión del sacrificio de Cristo en el Calvario (y en la misa).

Esta visión de la muerte como sacrificio ofrecido a Dios y todo este lenguaje pudiera tal vez parecerle a alguien un panorama triste. Pero es todo lo contrario. Aquí resuena ya el gran estallido de alegría: “¡No he de morir! ¡Viviré para cantar las alabanzas del Señor!” Salmo 117.

El sacrificio del católico nunca queda estéril, ya que es aceptado por Dios y Él se goza en transformar la muerte en vida, el dolor en fiesta, y las lágrimas en alabanzas que resonarán para siempre. El católico al morir cambia de domicilio, pero no cambia de dueño. Sigue por siempre abrazado a Dios.

San Juan Crisóstomo le decía a una viuda inconsolable por la muerte de su esposo: “Piense que él ha emprendido un largo viaje del cual regresará no tardando mucho. Y entonces Ustedes ya no volverán a separase nunca”. Estas palabras llenaron de consuelo a aquella viuda, la cual efectivamente algún tiempo después se reunió, ya para siempre, con Dios y con su esposo.

El amor es más fuerte que la muerte. Cantar de los Cantares 8, 6. Porque el amor sobrevive a la muerte. La muerte es la coronación del amor. Cuando la mujer o el hombre muere lleno de amor a Dios es cuando más se identifica con ese Dios que murió por amor a él. Y entonces la muerte se convierte en donación de si mismo a Dios. El católico puede decir con Jesús: “Si el Padre me ama es porque yo entrego mi vida” Juan 10, 17.

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EL CIELO REGALO DE DIOS

“Sabemos bien que fue Dios quien nos amó primero”. 1 Juan 4, 10 Nuestro amor y nuestra ofrenda es la respuesta al amor divino y al mismo tiempo es un regalo de Dios.

Cuando un muchachito quiere hacerle un regalo a papá en su cumpleaños le pide plata al propio papá. ¿De dónde va a sacar él los recursos? Compra entonces en una tienda tal vez una corbata que acomoda en vistosa envoltura y se siente muy feliz de decirle al papá: “Este es mi regalo en tu cumpleaños, papá. ¡Mucha felicidad!”

El papá se pone aquella corbata, tal vez de baja calidad, pero con inmensa ternura y alegría. En forma similar es Dios quien nos ha regalado la vida y quien ha encendido en nosotros el amor, para que nosotros podamos hacerle a Él la ofrenda y entregarle lo mismo que Él nos dio. Y Él se siente sumamente complacido.

Más aún: nos otorga cierto derecho a considerar el cielo como un premio merecido por nosotros, cuando en realidad todo es regalo suyo gratuito. Dios quiere labrarnos la corona eterna como de oro refulgente sirviéndose de las arenitas y pajitas que nosotros le llevamos. Así será maravillosa, como obra de Dios, sin dejar de ser corona y sin dejar de ser nuestra.

Un campesino de la montaña le decía a un hijo suyo muy peleón: “Si en el día de hoy no peleas con tus hermanos, te regalo un fuerte. (5 Bs. de plata)” Por la noche el muchacho se le presenta: “Papá, dame lo prometido”. El papá le dice: “¡Si por una moneda de plata ha sido complaciente con todos, piensa en la gran recompensa del cielo si logras dominar tu carácter soberbio!” El muchacho logró cambiar de conducta. Si nosotros miramos al cielo, toda nuestra vida se transforma y lo que parecía un fracaso, la muerte, se convierte en el triunfo más apoteósico.

La muerte es el traslado a “la casa de Dios con los hombres”. Así define S. Juan el cielo. Es maravilloso lo que nos dice el Apocalipsis: que en el cielo Dios y la gente viviremos en la misma casa. Apoc. 21, 3 Por templo, habitación común para Dios y la gente. Dios no “está” en el cielo. Dios “es” el cielo.

No podemos comprender ese cielo por lo mismo que no podemos comprender al Dios Infinito. “Ni el ojo vio, ni pasó a nadie por la mente la felicidad y las maravillas que Dios ha preparado para los que le aman. 1 Cor. 2, 9.

EL BANQUETE CELESTIAL

Nosotros tenemos deseos de encontrarnos con el Señor. Pero más desea Él encontrarse con nosotros. Por eso Jesús, en la última cena, cuando fundó la Eucaristía,

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dice estas palabras: En verdad he deseado muchísimo comer esta Pascua con Ustedes, antes de padecer”. Lucas 22, 15.

La Eucaristía es ya un anticipo de la Pascua eterna, del eterno banquete en la gloria celestial. “Porque yo les aseguro (les dice a los apóstoles) que ya no volveré a festejarla hasta que sea la nueva y perfecta Pascua en el reino de Dios”. Lucas 22, 16.

Jesús quiere gozarse con nosotros en la Pascua del cielo y esa es también nuestra aspiración suprema. La Eucaristía está orientada hacia el definitivo abrazo con Dios en el cielo.

En la antigüedad un banquete era el símbolo de la mayor felicidad. Jesús enseña que el cielo es una gran banquete al que son invitados hombres y mujeres de los cuatro puntos de la tierra. Lucas 14, 16.

El banquete eucarístico, con el Cuerpo y la Sangre de Cristo, es ya el anticipo de ese banquete celestial. Jesús dice: “Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre vive en mí y yo en él”. Juan 6, 55.

Los otros alimentos los asimilamos. Pero en el banquete eucarístico es Jesús el que nos asimila a nosotros y nos hace auténticas hijas e hijos de Dios. Por eso termina diciendo Jesús “El que me come a mí tendrá de mi la vida”. Juan 6, 57 “¡Señor! Que cuantos nos hemos alimentado con este pan y este vino, lleguemos un día a participar en el banquete de la gloria. (Oración de la misa)”.

La Eucaristía es el alimento que necesitamos en nuestro viaje a la casa del Padre. De modo especial la comunión por viático es un derecho sagrado que tiene todo católico. Porque “el que come este pan vivirá para siempre”. Juan 6, 51.

La Eucaristía o fracción del pan era el centro de la vida y la oración en las primeras comunidades cristianas. De ella recibían la fortaleza en los duros combates para mantenerse firmes en la fe. San Marcelo, capitán de la legión troyana, cuando iba a ser decapitado por su fe en Cristo, le decía a su verdugo: “El Dios todopoderoso a quien adoro le colme a Usted de sus bendiciones” Y el Santo mártir de Alejandría, cuando el populacho pagano le reclamaba: “¿Qué milagros hace el Cristo a quien tú adoras?” Él contestaba: “El milagro lo está haciendo en este momento al darme valor a mí para perdonarles y amarles a Ustedes”.

Nos da también a nosotros coraje y amor en las luchas y problemas diarios. No nos gusta la frase que a veces se oye: “Dios, a los que ama, los castiga”. No. Para los que aman a Dios los sufrimientos no son castigos sino favores. El comerciante no se entristece por lo duro de su trabajo en las muchas ventas, sino que se alegra mirando a las jugosas ganancias. Nosotros cada día vamos almacenando nuevos tesoros de gloria para el cielo. Mat. 6, 19.

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La Eucaristía da unidad a la Iglesia: “El cáliz de bendición que bendecimos ¿No es la comunión de la sangre de Cristo? Y el pan que partimos ¿No es la participación del cuerpo de Cristo? Porque todos los que participamos del mismo pan, aunque somos muchos, venimos a ser un solo pan, un solo cuerpo”. 1 Cor. 16.

Con este alimento celestial podemos emprender seguros el viaje a la eternidad. La eternidad no tiene principio ni tendrá fin. La eternidad es el no tiempo. Ser eterno es lo característico de Dios. Nosotros somos eternos en cuanto que participamos de la eternidad de Dios y de la vida de Dios, mediante la gracia divina. Por eso, aunque somos seres temporales, perecederos, estamos involucrados en la eternidad. Viviremos para siempre en Dios.

Cristo nos ofrece la eternidad feliz y nos dice a cada uno: “Hoy estarás conmigo en el paraíso”. La realidad de la gloria está ya inserta en nuestra alma igual que en la semilla vive ya el árbol.

El Dios eterno vive en nuestro corazón aunque permanecemos con los ojos vendados por la fe. A la hora de la muerte se desprende esa venda y nos presentamos cara a cara ante Dios.

TODOS HERMANOS

Santa Catalina de Génova le dijo un día al Señor: “Tu me mandas que ame al prójimo como a mí mismo. Pero yo no puedo amar sino a ti solo”. Y el Señor le respondió: “Hija mía, el que me ama a mí, ama igualmente a los hijos míos, por quienes yo derramé mi sangre, toda la gente”.

Debemos irradiar el amor divino a todo el mundo. Hoy día, con el progreso tecnológico espectacular, el mundo se ha convertido en “la aldea global”. Todos los hombres y mujeres son hermanos nuestros. Pero el amor empieza siempre por la propia casa. El amor de una madre ha de proyectarse primeramente a su hijito y orientarlo hacia Dios.

En un grupo de mujeres preguntaban cuál era la mejor pose para hacer una fotografía. Un gran periodista les contestó: “La mejor foto es la actitud de la mamá que junta las manos del bebé para orar a papá Dios”. ¡Qué belleza enseñar a los niños a dialogar con Dios por la oración!

Jesús nos dice: “Ámense unos a otros como yo le he amado” El católico entregado a Cristo, ama como Cristo, porque ama con el corazón de Cristo. Cristo tenía un corazón tierno, derramándose en amor para todos. Pero también Él comenzó por la casa.

Es significativo este rasgo que nos dan los evangelios apócrifos: “Yo tuve (habla Jesús) las manos de José, mi padre adoptivo, entre las mías por espacio de una hora

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cuando él murió”. Por eso la muerte de San José fue la más santa y él es el patrono de la buena muerte.

Cristo es el primogénito entre muchos hermanos. Rom. 8, 29. Todos formamos con Cristo un solo cuerpo. Por eso no podemos desentendernos de nuestros hermanos, toda la gente. “Sabemos que hemos sido trasladados de la muerte a la vida porque amamos a nuestros hermanos”. 1 Juan 3, 14.

No podemos tolerar que se aleje para siempre de Dios uno solo de nuestros hermanos. Por eso podemos y debemos forzar el corazón de Dios, mediante la alarma de la oración, a través del amor, como para obligarlo a rectificar, tal como actuaba Abrahán con Dios. Gen. 18, 24. Deberíamos decir con San Pablo: “Señor, quisiera ser un rechazado de Dios si es que así pudiera salvar a mis hermanos” Rom. 9, 3.

En una entrevista que le hacían a un sacerdote, el periodista le preguntaba: ¿Fue Usted muy feliz el día de su primera misa? –Sí, pero no del todo. -¿Fue Usted muy feliz cuando supo que todo el pueblo lo estimaba y lo quería? –Sí, pero no del todo. -¿Cuándo fue Usted del todo feliz? –Un día en que me llamaron para asistir a un viejito de 70 años muy enfermo, que siempre había rechazado las cosas de Dios. Él rectificó. Se confesó, y allí mismo murió. Ese día me sentí el hombre más feliz del mundo, por colaborar a salvar un alma.

¡Oh Jesús! ¡Perdona nuestros pecados, líbranos del fuego del infierno, lleva al cielo a todas las almas, especialmente las más necesitadas de tu divina misericordia!

MI CUERPO Y MI ALMA

Jesús bajó del cielo a la tierra para salvar a toda la gente. Jesús ama al ser humano completo: alma y cuerpo. “Habitar en este cuerpo es vivir en el destierro, lejos del Señor”. 2 Cor. 5, 6. La gente del mundo no puede comprender que el católico maduro es ya ciudadano del cielo: la patria eterna por la que luchamos.

El ser humano es cuerpo y alma. Nuestra alma se realiza en nuestro cuerpo. Alma y cuerpo son distintos, ya que ni el alma hace inmortal al cuerpo ni el cuerpo hace inmortal al alma. Pero los dos son tan unidos que, por una parte la muerte del cuerpo clausura la historia del alma. Pero al mismo tiempo la inmortalidad del alma reclama fuertemente la resurrección del cuerpo.

Por tanto el cuerpo no es una cárcel ni una casa alquilada, como a veces se oye. Uno no puede decir: “tengo un cuerpo” como quien dice: “tengo un carro”. Mi cuerpo no es un objeto sino la dimensión de mí mismo.

Santa Mónica se enfermó gravemente en Italia, poco después de la conversión de su hijo Agustín. Este manifestó su angustia, afirmando que su mamá no podía morir lejos

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de su patria (en el norte de África) lo escuchó Santa Mónica y dijo: <<No se preocupen por mí. La única ambición de mi vida era que Agustín encontrara al Señor. Ahora me siento del todo feliz de verlo entregado al amor de Dios.

En cuanto a mi cuerpo, no importa que lo entierren en cualquier parte, lejos de mi patria. Nada queda lejos de Dios. No hay miedo de que en el día de la “resurrección de la carne” no se me reconozca dondequiera que esté y allí mismo he de resucitar. Solo les pido que oren por mí ante el altar del Señor>> ¡Qué grandeza de alma la de Santa Mónica!

Debemos tener gran respeto y veneración por el cuerpo. El sacerdote católico unge con los santos óleos el cuerpo en peligro de muerte, y en el funeral lo inciensa. Igualmente los musulmanes hacen siete unciones a los cadáveres con alcanfor, para honrar las siete partes que se postraron en tierra para adorar a Alá: la frente, las dos manos, las dos rodillas y los dos pies.

Para el católico el morir no es como el caer del árbol la hoja que se seca. Al contrario, es como caer en tierra la semilla que luego renace. El cuerpo envejece lo mismo que la fruta que se pone madura: con la esperanza de la resurrección final.

CUALIDADES DEL CUERPO RESUCITADO

El cuerpo humano es la obra más admirable y bella de toda la creación. Pero es como una rosa deslumbrante que luego se marchita y se convierte en un puñado de polvo anónimo. Pero ese cuerpo ha de resucitar. Al fin del mundo mi alma vendrá a buscar a mi cuerpo enamorada de él.

La resurrección de nuestro cuerpo es algo muy justo. Si por varios años colaboró de lleno con el alma, es natural que goce también con ella en el cielo. Además “sabemos que nuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo” 1Cor. 6, 19. La muerte se lo derribó por tierra, pero es de justicia que al Espíritu Santo se le reconstruya ese templo del cuerpo humano, aunque inmensamente más bello que antes.

Por eso dice San Pablo: “El Señor Jesucristo transformará nuestro cuerpo mezquino asemejándolo a su cuerpo glorioso”. Filip. 3, 2 Por los Evangelios sabemos que el cuerpo resucitado de Jesús aparece y desaparece repentinamente. Atraviesa las paredes de la casa con las puertas trancadas. No es reconocido inmediatamente por los apóstoles al caminar con ellos, come en compañía de ellos, presenta sus llagas al incrédulo Tomás…

En forma similar también nuestro cuerpo resucitado será el mismo nuestro, el que tuvimos en este mundo, pero en una forma distinta. Será un cuerpo glorioso y espiritual.

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Nunca será absorbido por nuestra alma. Permanecerá distinto de ella. Será un cuerpo “espiritual” porque el Espíritu Santo habitará de nuevo en él, como en un templo.

Dios lo puede todo. Y puede extraer del polvo en el que se evaporaron todas sus moléculas, nuestro mismo cuerpo. Se refiere del gran sabio Newton que para demostrar esta verdad a sus alumnos, depositó una copa de plata en un tobo que contenía unos ácidos muy fuertes. La copa en poco tiempo se disolvió y desapareció.

Luego les dijo: ¿Quién podrá reunir ese metal, evaporado por completo? Entonces introdujo en el agua varios imanes a los cuales se fueron pegando todas las moléculas de la plata, las cuales recogió él y con ellas pudo después reconstruir la copa, afirmando por fin: “El que dio ese poder a la materia, puede muy bien hacer que los átomos evaporados de nuestro cuerpo se junten de nuevo para ser revestidos por nuestra alma”.

A nuestro cuerpo le aguarda un destino maravilloso. Será luminoso y potente. Al llegar al cielo será recibido con todos los honores, igual que al hijo pródigo, al regresar a la casa del Padre, le vistieron con lujosa túnica, sandalias elegantes, anillo Luc. 15 Así nuestro cuerpo será engalanado con todos los adornos que solo la fantasía inagotable de Dios será capaz de diseñar.

Actualmente los seres humanos, con nuestro cuerpo frágil y nuestra alma inmortal, asentados en nuestra bella tierra, vamos viajando hacia la patria eterna. La tentación peor para un viajero sería detener su marcha e instalarse en una casita al borde del camino. Procediendo así nunca alcanzaría la meta final. Nosotros no descansaremos hasta que conquistemos el cielo.

VISLUMBRANDO YA LA PATRIA

Fuimos diseñados por Dios y para Dios. Nuestro Dios es Yavé, “el que es”, Exodo 3, 14 el infinito y vive en nuestro corazón por el amor. Dios es el ser increado, inexpresable, eterno: que no tuvo principio ni tendrá fin. Y nosotros, que participamos del ser de Dios, viviremos también con Él eternamente. Actualmente peregrinamos en este mundo, pero somos ya ciudadanos del cielo. Filip. 3, 20.

Las realidades y maravillas de la gloria celestial ya están presentes en nosotros, aunque ocultas a nuestra vista por el velo de la fe. San Juan en Apocalipsis 21 vislumbró ya “el cielo nuevo y la tierra nueva donde vamos a vivir”.

Nos refiere la Biblia que cuando Jacob vio a su hijo José lloró de alegría, pues ya lo creía muerto. Génesis 46, 9 En el cielo veremos nuevamente a nuestros padres y hermanos. Será una alegría fabulosa que ahora casi no podemos imaginárnosla. Creíamos que los habíamos “perdido” pero resulta que los perdidos éramos nosotros. Al fin volvemos a encontrarnos todos en la casa de Dios.

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El amor no muere. 1 Cor. 13, 8 El amor a Dios y a “los seres queridos” que arde ya aquí en la tierra, será el mismo que disfrutaremos en la eternidad, aunque elevado a cumbres inimaginables. El amor será el premio del amor.

Aquí en la tierra es amor en la esperanza. Allá será amor en la posesión de la felicidad. Por eso no nos gusta la frase que muchas veces hemos escuchado: “Aquí en la tierra todo es sufrir, allá será gozar, y cuanto mayor sea el sufrimiento, mayor será la gloria”. No. El amor de Dios es fuente de alegría ya desde ahora.

Dios es amor y alegría. El cielo es el gran regalo del amor de Dios aunque exige aceptación y colaboración de nuestra parte. Nosotros no somos dignos de entrar en la casa de Dios, porque somos pecadores. Pero sí es digno de perdonarnos y recibirnos a todos, porque Él es puro amor y misericordia.

Necesitamos reconocernos indignos y pecadores, lo cual no es tan fácil, a causa de nuestra congénita soberbia. Se refiere de un rey que en cierta ocasión visitaba la cárcel y dialogando con los presos preguntó a muchos de ellos: ¿Tu por qué estás aquí? La respuesta de todos era esta: “Yo soy inocente. Nunca hice nada malo. No sé por qué estoy aquí”.

Solo uno de los presos declaró que estaba en la cárcel por criminal y ladrón. Entonces el rey exclamó: “¡Saquen luego a ese sinvergüenza de aquí! Un criminal no puede estar dentro de tanta gente honrada”. Nosotros ante Dios nos declaramos pecadores. Pero Él nos ama no por la bondad de nosotros. Él es el único bueno que no solo nos perdona, sino que nos eleva como hijos suyos hasta Él.

Ya desde ahora comienza nuestra alegría con el Padre. La hora de la muerte es la hora del regreso al Padre. El cielo conservará para nosotros su perfume de “casa natal”. Allí se realizarán todos los sueños que acariciamos en este mundo. Allí recibiremos sorpresa tras sorpresa.

En el cielo reinará una alegría que será la coronación de todas las alegrías terrenas. Necesitaremos toda la eternidad para poder admirar la sabiduría, la riqueza, y la hermosura de ese Dios que con una sola palabra creó y organizó las galaxias: el mundo de lo grande y de lo pequeño.

TRASPLANTADOS AL CIELO

La resurrección de nuestro cuerpo al fin del mundo nos garantiza que en el cielo recuperaremos toda nuestra historia personal, toda nuestra vida en este mundo, lo cual motivará que cada quien pueda “cantar las misericordias de Dios eternamente”. Salmo 117.

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Así como una mata que es arrancada del suelo se lleva consigo la tierra pegada a sus raíces, en forma similar nuestro cuerpo trasplantado al cielo se llevará su memoria, sus gustos, sus oficios… La eternidad proporcionará a nuestro cuerpo una alegría desbordante.

El cielo es el regreso a la casa del Padre. Ya la flor se transformó en fruto. Habrá descanso, paz y libertad para todos los que en la tierra lucharon y se fatigaron. Toda alegría de la tierra tendrá su réplica en el cielo. Habrá una línea de continuidad entre la tierra y el cielo.

Cuando la Iglesia manda incensar el cadáver y rociarlo con agua bendita, honra y venera toda una vida, toda nuestra historia humana que ha sido por una parte “fruto del trabajo del hombre” y por otra, fruto del amor de Dios. Con la resurrección de nuestro cuerpo recuperaremos toda nuestra breve o larga vida, como archivada y grabada en nuestro cuerpo.

Tal como vamos diciendo, el cielo será para cantar las misericordias del Señor. Esto supone que allí no estaremos desmemoriados de lo que vivimos en la tierra, ni como alienados de lo que aquí nos sucedió.

La Iglesia de la tierra se transformará en la Nueva Jerusalén. San Juan la vio en una visión bajando “como una novia engalanada para su Esposo”. Apoc. 21, 2 Llega “bajada del cielo” indicando que todo es puro regalo de Dios aunque sin excluir nuestra colaboración humana. Sin la donación misericordiosa de Dios, nadie podría elevarse, por sus propias fuerzas ni entrar en el reino de la gloria.

Esa gloria será desigual. Cada bienaventurado tendrá su rango propio, según el grado de amor que cada cual tuvo en la tierra. Un Señor católico le preguntaba a un banquero riquísimo: “¿Cuánta plata posee Usted? El banquero respondió: “Doscientos dólares”. –“¡Todos conocemos su gran fortuna!”. –“Lo único que poseo de verdad son los doscientos dólares que doné a una viuda pobre. Esa es mi única riqueza. El resto de mi capital lo perderé en cualquier momento”. Este hombre captó la realidad de que “el amor no muere nunca”.

Conocimos a unos esposos católicos que no tenían esos millones pero eran de verdad millonarios en el amor. El esposo se decía: “Voy a olvidarme de mí mismo para hacerla feliz a ella”. Y la esposa a su vez luchaba para hacer feliz al esposo por todos los medios. Ambos vivían como quiere el Dios-Amor. Eran plenamente felices y lo serán mucho más en el cielo.

La Iglesia, peregrina en la tierra, pasa a ser la Iglesia celeste, igual que cada hombre o mujer es ya en la tierra imagen y semejanza de Dios, aunque solo en el cielo seremos transformados en Dios, pero sin perder nuestro ser personal.

En el cielo todos los bienaventurados serán unos para otros más transparentes que el cristal. El mismo amor de Dios los abrazará a todos, en sus respectivos grados. Allí todas las lenguas del mundo serán ya lenguas nuestras. Todos nos uniremos en una

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coral gigantesca para proclamar la gloria de Dios. Todos seremos hermanos y amigos de toda la vida.

Allí desaparecerán la fe y la esperanza. Solo el amor de Dios florecerá cada día más apasionado y feliz. La vida del cielo será un banquete de bodas que durará mientras dure Dios, es decir, siempre.

¡Mi Padre del cielo! Yo te deseo ya desde ahora como la esposa que cuenta las horas que faltan para la llegada del esposo. Yo te deseo como el hijo al padre más querido. ¡Como el preso que ambiciona su libertad!

EL CIELO LA FIESTA DEL AMOR

Mil veces nos habla de la Biblia de “el Dios del cielo”; Dios habita en el cielo, habla desde el cielo, mira desde el cielo… nos invita a nosotros a vivir en la tierra mirando al cielo.

Dios ha querido unirse en un abrazo de amor con nosotros, los humanos. Por eso “establece su morada en medio de la gente; secará toda lágrima de sus ojos, y ya no existirá ni muerte ni duelo, ni gemidos, ni penas, porque todo lo anterior ha pasado”. Apoc. 21, 3.

Dios es para todos una fuente inagotable de alegría y felicidad. Él se goza en hacer para siempre felices a sus hijos, hombres y mujeres. El cielo será la apoteosis del amor que ahora poseemos. Al llegar al cielo caen los velos y las vendas de los ojos. La muerte será el paso para esta fiesta.

En realidad el cielo lo llevamos ya en el corazón. Porque “Dios es el cielo y Dios está en nuestro corazón… pero con los ojos tapados. Ese es el plan de Dios para los humanos: que lleguemos a Él caminando en fe.”

Si actualmente viéramos a Dios directamente, cara a cara, nos veríamos como forzados a amarle y no tendríamos el mérito de la fe. Dios nos ha hecho libres para que libremente lo amemos. Pero la muerte hará caer la venda de nuestros ojos para poder mirarlo “cara a cara”, tal como Él es. 1 Juan 3, 2.

Pero ya desde ahora, aunque no vemos a Dios, sentimos que su luz ilumina nuestro corazón. Saboreamos el perfume del cielo como de nuestra casa natal. “El amor nunca muere”. Nuestro actual amor a Dios será galardonado en el cielo con más amor. El amor será el premio del amor, porque Dios es amor.

Ya en este mundo “El amor da la paz a los hombres, el silencio a los vientos, consuelo y sueño al dolor. El amor es rayo de luz que pone en los ojos la alegría de vivir”. (Platón).

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Aún en el plano humano, la fe y el amor divino son garantía de seguridad y honradez. Un señor católico de los Andes en un viaje alquiló el hotel y pagó por adelantado 100 Bs. El hotelero le preguntó: “¿Le doy recibo?” Y el señor le contestó: “¿Para qué? Dios nos ve”. –¿Usted cree en Dios? –Yo sí. ¿Y Usted? –El hotelero contesta: “Yo no creo en esos cuentos”. –¡Ah! Entonces fírmeme el recibo. Si no cree en Dios, menos creerá en mí. “Yo no creo en los que no creen en Dios”.

El pensamiento de Dios y del cielo nos obliga a caminar por rutas de honradez. Y nos aleja del pecado y del vicio. Cuando un ave se eleva en las alturas se aleja de los depredadores. Cuando un avión vuela a gran altura se libera de los antiaéreos.

El amor del cielo nos introduce en un nuevo mundo, porque “quien ama pasó de la muerte a la vida”. 1 Juan 3, 14 El amor a Dios y a la gente convierte ya nuestra vida en una fiesta. Pero sobre todo será en el cielo la fiesta del amor.

Allí gozaremos “la eterna juventud” insensible al paso del tiempo. Será para siempre “cielo nuevo y tierra nueva”. Cada día será para nosotros nuevo porque participamos de la novedad del Hijo de Dios el cual cada día es engendrado por el Padre.

Dios es belleza y felicidad siempre antigua y siempre nueva. Y Dios empleará todos los recursos de su poder, de su riqueza, y su sabiduría para hacernos felices a sus hijos y sus hijas: toda la gente.

¿CÓMO SERÁ EL CIELO?

Podemos decir que el cielo es patrimonio de la humanidad, porque todos los pueblos de la tierra, desde los más primitivos hasta los más cultos, han creído en el cielo, donde Dios da el premio a los que se comportaron bien.

Todas las religiones emiten sus creencias y explicaciones sobre el cielo. Una religión muy extendida actualmente enseña que en el cielo gozaremos de comidas y bebidas ultra refinadas, y de orgías, fiestas y parrandas: Nosotros no compartimos esa creencia.

Los católicos comenzamos por afirmar que el cielo es inimaginable. Porque fundamentalmente consiste en el abrazo directo a Dios, a cara descubierta. Pero Dios es el infinito, inasequible por completo a nuestra mente.

La alegría del cielo será siempre superior a toda palabra y toda descripción. Como dice San Anselmo “el cielo es más fácil ganarlo que explicarlo”. Describir el cielo sería como pretender dar una idea de lo grandioso que es el sol por medio de un fósforo o una lamparita. “Ni el ojo vio, ni pasó a nadie por la mente lo que Dios tiene preparado para sus hijos”. 1 Cor. 2, 9.

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Pero no por eso vamos a paralizarnos. Seguiremos con nuestras explicaciones sobre el cielo. Y Usted, lectora o lector, siga adelante con la lectura de nuestro libro. Le aseguramos que en toda la literatura universal no encontrará nada tan apasionante como el tema del cielo.

El cielo consiste en participar la vida y la felicidad de Dios. Cuando se dice que los buenos van para el cielo se entiende que son llevados por Dios para compartir con ellos su propia vida y felicidad, por tanto no es propiamente el cielo un lugar sino una forma especial de ser, la que conviene al Dios infinito.

Vivir en el cielo significa nada más y nada menos que convivir con Dios. Por eso dirá Jesús a los que ganan la vida eterna: “¡Vengan conmigo, benditos de mi Padre!” Y dirá también a los que son rechazados de ella: “¡Apártense de mí!” Mat. 25, 34.

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Pero Jesús nos enseña que el reino de Dios no consiste en comer y beber, sino en justicia y paz y gozo del Espíritu Santo… Sin embargo esos placeres sensuales están implícitos e incluidos en las alegrías mil veces más elevadas y nobles de la gloria.

La gente siempre ha imaginado la gloria de Dios arriba, en lo alto. Nuestras oraciones siempre descienden de lo alto. Cuando Jesús dice: “Ustedes son de abajo, yo soy de arriba” Juan 8, 23 no se refiere a dos categorías especiales, sino a dos formas diferentes de vida.

Los antípodas nuestros, allá en Oceanía, también señalan “para arriba” aunque respecto de nosotros sea “para abajo”, por la redondez de la tierra. El cielo, repetimos, no es un espacio material sino una forma especial de vida propia de Dios. Pero aunque el cielo atmosférico no es el cielo de los católicos, constituye para nosotros un bello símbolo.

Por eso nos hizo reír el astronauta ruso hace unos años cuando declaraba: “Estuve dando vueltas por el espacio y no vi el cielo por ninguna parte”. La soberbia que suponen estas palabras solo es superada por la ignorancia.

Al decir que los buenos suben para el cielo queremos afirmar que son asumidos por Dios de tal forma que los hace participar de su propia vida. Hace unos años se dio en los Estados Unidos el caso de una muchacha que siendo hija de unos grandes millonarios no católicos, ella se hizo católica e ingresó en el convento como hermanita de la caridad.

Sus papás le pasaron una nota, avisándole: “Si no renuncias al catolicismo, renuncia a la herencia” Pero ella contestó públicamente: “No renuncio a mi fe. Mi Padre Celestial es mucho más rico que mi Padre terreno y su herencia será mucho mayor”.

El cielo no es vivir “cerquita de Dios” y liberarnos de la muerte. También en este mundo vivimos cerquita de Dios Lo llevamos en nuestro corazón, más cerca imposible. Pero, repetimos, con los ojos tapados: eso precisamente es la fe. Solo en el cielo cae esa venda y llega la visión de Dios.

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VER A DIOS

Hemos llegado al punto culminante de este libro: ver a Dios. Esta es la aspiración suprema del corazón humano. Por eso el apóstol S. Felipe le pide a Jesús: “Muéstranos al Padre y esto nos basta”. Juan 14, 8 Y el Santo Job está dispuesto a soportar toda enfermedad con tal de ver Dios. Job 19, 26.

La gente de todos los tiempos ambicionaron ver el rostro de Dios. Sin embargo San Pablo nos advierte que esto es imposible, “porque Dios habita en luz inaccesible y ningún hombre lo vio ni lo puede ver”…

¿Veremos o no veremos a Dios? En este mundo naturalmente que no, pero en el cielo sí. En esto precisamente consiste el cielo, en ver a Dios: “Seremos semejantes a Dios porque lo veremos tal como es”. 1 Juan 3, 12 Veremos a Dios cuando “seamos semejantes a Él”, solo entonces.

Cuando la muerte nos haya transformado por completo y nos haya purificado. Por si mismo el ser humano jamás podrá ver a Dios. Por eso la visión de Dios será siempre un regalo gratuito del mismo Dios.

No solo veremos y abrazaremos directamente a Dios sino que nos fundiremos en el amor con Él, aunque sin perder jamás nuestra propia personalidad. San Bernardo dice: “Como una gota de agua echada en una gran cantidad de vino; como el hierro encendido y hecho ascua no parece ya hierro sino fuego, así nosotros en el cielo perderemos del todo nuestros resabios y quedaremos transformados en Dios, deificados.

El amor igual a los que se aman. Aún en este mundo pero sobre todo en el cielo. Igual que la poquita agua que el sacerdote echa en el vino se convierte también en la sangre de Cristo, en Dios, así nosotros en el cielo nos convertimos en Dios, aunque sin perder nuestra identidad propia.

Dios es la fuente de la alegría y la felicidad. Y al beber nosotros en esa fuente seremos totalmente felices y alegres. Un cieguito de muchos años, gracias a la moderna tecnología espectacular, recobró la vista; y el impacto que recibió fue tan grande que cayó desmayado. ¿Cómo será cuando nosotros veamos a Dios “cara a cara” el cual nos sonríe y nos abraza con grandísimo amor?

Los bienaventurados, por la visión de Dios, quedan inmersos en ese mar de felicidad y de amor que es Dios. Pero los que permanecemos en este mundo jamás podemos ver a Dios, porque esa visión está fuera del alcance del ojo humano. Igual que no podemos meter el océano inmenso en un vaso pequeñito, la grandeza infinita de Dios sobrepasa por completo la capacidad de nuestra naturaleza humana.

En la Biblia se nos dice que Moisés rogó a Yavé que le permitiera contemplar su rostro, pero tuvo que contentarse con oír tan solo su voz. Por cierto que la audición de la

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Palabra de Dios sí es propia de los que peregrinamos por este mundo, así como la visión directa, cara a cara de Dios es lo característico de los bienaventurados como un regalo único e inimaginable de Dios.

No vamos a confundir esta visión “beatífica”, directa, de Dios con la contemplación indirecta y oscura que los humanos podemos tener de Dios. En este mundo vemos a Dios “como un espejo” 1 Cor. 13, 12 en el cual se refleja el rostro del Artista Divino que realizó las bellezas y maravillas del cosmos. “Los cielos pregonan la gloria de Dios”. Salmo 19.

En toda obra de arte se refleja el rostro del artista que la realizó. Pero aún en el cielo, para poder ver directamente a Dios, tal como es Él, necesitamos una ayuda especialísima del mismo Dios, un milagro extra, como veremos a continuación.

EL LUMEN GLORIAE

La Iglesia nos enseña que para que podamos ver a Dios en el cielo es imprescindible un regalo especial de Dios al cual se el llama el “lumen gloriae”, la luz de la gloria. Sin esa extraordinaria intervención divina nuestra vista, o sea, nuestro entendimiento quedaría cegado, abrasado, ante la luz vivísima del rostro de Dios.

Dios es el infinito y nuestra visión, como humana, es muy limitada. Para que podamos ver a Dios cara a cara necesitamos ser elevados a un nivel superior. Dios lo puede todo y puede por tanto ensanchar nuestra visión humana, tan estrecha, para adecuarla al infinito.

Mediante la elevación del lumen gloriae que Dios nos concede en el cielo, podemos ver a Dios directamente, cara a cara, por nosotros mismos. ¿En qué consistirá concretamente el lumen gloriae? Esto no nos explica la Santa Iglesia, pero algunos grandes teólogos enseñan que el mismo Jesucristo será para nosotros esa luz de la gloria.

O sea que de alguna forma, con los ojos de Jesús, al que estamos incorporados por el bautismo, es como podremos nosotros ver directamente al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, nuestro único Dios, cara a cara y abrazarlo como se abraza a la mamá o al papá más querido. De esta forma también en el cielo Jesús es nuestro camino al Padre.

¡Qué grandeza la del ser humano! ¡Poder ver a Dios y recibir sobre nosotros su sonrisa acariciante! ¡De verdad el hombre y la mujer solo son grandes cuando se entregan al amor de Dios! Entonces se hacen de verdad rey o reina del universo. Sin Dios, el personaje humano más célebre es como una hormiguita que luego desaparece. Pero con Dios jamás cambia el panorama.

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La noche de Navidad ya no es oscura para nosotros. Ella nos aclara el enigma del ser humano. Cristo el hijo de Dios igual al Padre y al Espíritu Santo se hace hermanito nuestro para que nosotros nos hagamos junto a Él hijos de Dios y herederos del cielo. La cruz de Jesús es la llave de oro que nos abre a nosotros las puertas del cielo.

Hay que aclarar que aún en el cielo jamás llegaremos a abarcar a Dios en forma exhaustiva. El ser humano limitado no puede dominar al ser ilimitado, infinito. Solo hay una persona que ve y conoce al Padre en forma plena y total: el Hijo jesús (y también el Espíritu Santo). Solo Dios puede conocer exhaustivamente a Dios.

Aunque Dios quisiera entregarse en forma total al ser humano, jamás podría lograr que nuestra visión agotara los secretos de Dios hasta el último límite, simplemente porque Dios no tiene límites. Dios es infinito.

Veremos a Dios cara a cara pero jamás llegaremos a abarcarlo plenamente. Ni siquiera la Virgen María, que es la Reina de cielos y tierra. Desde la Virgen hasta Dios hay una distancia infinita. En el cielo veremos a Dios "todo entero pero no enteramente”. Porque lo finito no puede abarcar al infinito.

Pero esa dimensión infinita e inabarcable de Dios, no producirá ninguna frustración en los bienaventurados, al contrario, los motivará para la alabanza continua a Dios. Nunca llegarán al límite final de todas las maravillas de Dios, porque Dios no tiene término ni fin. Es como un mar sin riveras. Por toda la eternidad los bienaventurados estarán recibiendo sorpresa tras sorpresa conociendo las bellezas de Dios.

Al ver a Dios y a través de Él, veremos también y abrazaremos a nuestros familiares y amigos y a todos los moradores del cielo. Todos los amigos de Dios serán también amigos íntimos de nosotros.

Una comparación: “Así como el que se mira en el espejo, ve desde luego el espejo y se ve a sí mismo en el espejo y ve las otras cosas o personas que están delante del espejo, de la misma forma, cuando poseamos aquel espejo sin mancha de la Majestad de Dios, lo veremos a Él y nos veremos a nosotros en Él y luego veremos todo lo que está fuera de Él”. (San Fulgencio).

Ver a ese Dios que con una sola palabra creó y organizó las galaxias y que nos abraza a cada una y cada uno de nosotros y nos sonríe con ternura maternal motivará nuestro diálogo directo con Él, de tu a tu, en medio de una alegría inimaginable, que se renovará día tras día.

La fantasía de Dios, siempre novedosa, inventará nuevos recursos, cada vez más sorprendentes, para colmar a sus hijos e hijas de felicidad. Veremos los mundos lejanos y conoceremos todos los secretos del universo. Todo lo noble, todo lo bello de la gente y del cosmos lo veremos en Dios como en su fuente. Todos los secretos de la humanidad serán descubiertos para nosotros.

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El Dios inabarcable y sin fronteras no se nos hará de ninguna forma opresivo, ni abrumador, ni distante. Al contrario, será para nosotros una madre tierna, resplandeciente de alegría y de amor. Podremos dialogar con Él con toda familiaridad. Recibiremos su abrazo sonriente y cariñoso. De verdad “veremos a Dios cara a cara”. 1 Cor. 13, 12.

¡Señor, que comience ya desde hoy a ver tu rostro! Que oiga tu voz en el ruido de las quebradas y en las olas del mar. Que me lleve a ti el suave roce de las hojas de los árboles agitados por el viento. Que los ardientes rayos del sol del Caribe me abrasen a mí en tu amor. ¡Que todo el cosmos me grite tu amor hacia mí! ¡Quiero ver tu rostro, mi Dios!

DIOS ES PERSONA

Debemos tener bien claro que ver a Dios no es ver algo, sino a alguien. Dios no es materia, no es energía, no es luz, como enseña la Nueva Era. Dios es Persona llena de amor. Es triplemente persona.

Lamentablemente los errores del panteísmo van llenando de oscuridad a mucha gente, las cuales por esa vía no pueden comprender las alegrías del cielo. La materia no nos puede sonreír. Nadie va a enamorarse de un rayo cósmico. De Dios sí podemos enamorarnos. El está enamorado de nosotros, porque Él es amor y espera que nosotros le correspondamos con nuestro amor.

Hoy día el error y la mentira van invadiendo amplios sectores de la humanidad. La manera más bella y diabólica de negar y rechazar a Dios es diciendo que todo es Dios (panteísmo): que el árbol es Dios, que la estrella es Dios que el hombre es Dios. Dios no es cosa, es persona enamorada de nosotros.

Afortunadamente la verdad se va abriendo nuevos caminos. Un gran intelectual ateo enseñaba a su hijo que todo acaba con la muerte, mientras que la mamá, fervorosa católica, le hablaba de las alegrías del cielo. El muchacho se enfermó a punto de morir.

Y entonces le preguntó a su papá: ¿A quién debo hacer caso, a ti o a mamá que me habla de Dios y del cielo? El papá le contestó: “Haz solo caso a tu mamá. Lo que ella te enseña es mucho más seguro”. Y el muchacho actuó ya siempre como buen católico. El camino de Dios y del cielo es el único seguro.

Ver a Dios cara a cara implica abrazarlo y dialogar directamente con Él. Ese diálogo nos da acceso al diálogo que desde siempre mantienen las tres Divinas Personas. Contemplar el rostro de Dios nos lleva a zambullirnos en el Espíritu Santo, el cual “sondea las profundidades de Dios”. 1 Cor. 15, 28.

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En el cielo Dios es para nosotros la madre cariñosa que nos cuida; el Esposo que nos ama con delirio; el Amigo apasionante que nos acompaña a toda hora.

“Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a quien enviaste: Jesucristo”. Juan 17, 3 “Conocer a una persona” en el lenguaje bíblico es entrar en amistad íntima con ella. Dios no “está” en el cielo. Dios “es” el cielo.

Dios es la casa en la que habitan los bienaventurados. Dios es el vestido que los engalana. La alegría que va siempre en aumento. La llave de oro que los hace propietarios de los tesoros divinos. Dios es la fuente inagotable de luz, de amor y felicidad.

Cuando Santo Tomás de Aquino, el maestro de los maestros católicos, terminó de escribir su obra cumbre: “La suma teológica”, estaba un día orando en la Iglesia de Santo Domingo de Napoli y fue elevado en éxtasis varios palmos sobre el pavimento.

Entonces oyó que de la boca del Crucificado ante el cual oraba, le decía: “Tomás, has escrito bien de mí. ¿Qué premio quieres que te dé? Y el Santo Doctor contestó: “¡No quiero que me des nada, Señor! Quiero que te me des tu mismo” Sabía que al tener a Dios tenía todos los premios imaginables.

Cuando uno va a ver una obra de arte, una joya o una exposición, recrea su vista por un tiempo, pero luego se cansa y desea pasar a otra cosa. En cambio los enamorados, cuando se han visto mil veces, desean seguir y seguir mirándose y no puede vivir el uno sin el otro.

Dios es el gran enamorado de nosotros. Así como el sol no puede dejar de dar luz y calor, de igual forma tampoco Dios puede quedar sin derramarse a nosotros en amor y alegría. Dios es amor. Y nosotros nos vemos como forzados a corresponder a ese amor. Por eso el cielo es la fiesta de los enamorados.

Mirado desde este mundo, el cielo es la gran aventura: la aventura de la fe. Un gran explorador escocés relataba sus aventuras: él vio un amanecer desde lo alto del Himalaya, cazó leones en el centro de África, cruzó los mares en su propia embarcación… y acababa diciendo: “ahora me queda la aventura más grande… ¿Cuál será? Estoy pensando lo que viviré un minuto después de mi muerte”. Él era un hombre creyente.

CON JESÚS EN EL CIELO

El cielo es la visión de Dios. Pero esa visión se realiza bajo la luz de Cristo “Con su luz veremos la luz” Salmo 36 La Iglesia nos enseña que en el cielo veremos a Dios “fortalecidos con el lumen gloriae” tal como vimos.

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Esta luz de la gloria, en opinión de los mejores doctores, es el mismo Jesús. O sea que, con los ojos de Jesús es como nosotros podremos ver al Padre, al hijo y al Espíritu Santo. Por eso dice San Juan que “la única lámpara en la Jerusalén celestial es el Cordero-Cristo” Apoc. 21, 23.

Tenemos bien claro que la única puerta de entrada para toda felicidad y alegría es solo y siempre Jesús. ¿Por qué? Porque así lo quiso Él mismo cuando oró: “Padre, yo quiero que aquellos que me has dado, allí donde yo esté, que estén ellos también”. Juan 17, 24 “Cuando yo vaya y les prepare sitio (en el cielo) vendré otra vez y los llevaré conmigo, para que donde yo estoy, estén Ustedes también” Esto es algo muy lógico, porque “si somos Hijos, somos también herederos, herederos de Dios y coherederos con Cristo”. Rom. 8, 17.

Nos da dolor ver a gente que se aleja de Cristo. Sin Él llega siempre inevitablemente el vacío y la derrota. Un ejemplo a este respecto que hizo gran impacto en la antigüedad fue el de Juliano el Apóstata. Él, después que se convirtió y se bautizó, regresó al paganismo y llegó a ser emperador.

Solía burlarse de Jesús a quien llamaba “el carpintero galileo”. Un día preguntó a un cristiano: “¿Qué está haciendo el carpintero de Ustedes?” El cristiano le contestó: “Está labrando las tablas de la urna mortuoria para sus enemigos”. Así fue. Porque al poco tiempo marchó a la guerra y en la batalla un dardo enemigo se le clavó en el corazón. Al caer en la tierra herido de muerte lanzó este grito blasfemo: “¡Venciste, Galileo!” Así suelen terminar todos los enemigos de Jesús, tanto los antiguos como los modernos, mientras Jesús es el mismo hoy, ayer y siempre.

Nadie puede entrar en el cielo si no es por Jesús y con Jesús. Por este motivo los santos que vivieron antes de Jesús, como Abrahán, Moisés, Elías, no pudieron entrar en el cielo hasta que Jesús “descendió a los infiernos” (no el infierno de Satán sino el “seno de Abrahán”) donde esos santos estaban retenidos y con ellos “subió a los cielos” abriéndoles a ellos y a nosotros las puertas de la mansión celeste. Ameritaba la muerte de todo un Dios en la cruz para que nosotros pudiéramos llegar a ver a Dios.

Ante estas grandiosas realidades divinas necesitamos la luz de la fe. Esta es la única luz que nos guía. Fe en el amor de Dios. Como Él mismo nos dice en la Biblia: “¿Puede una madre olvidarse del hijo de sus entrañas? Pues si la madre se olvidara, yo no me olvidaré. Entre mis brazos te tengo”. Isaías 49, 15 Dios es amor.

En realidad vivimos de la fe, aún en lo humano. Hasta nuestra propia mamá, creemos que es ella porque nos lo han dicho. ¡Cuánto más las cosas de Dios! Decía alguien que lo más oscuro que existe es el sol, ya que no podemos mirarlo de frente, precisamente por ser demasiado luminoso. Así pasa también con Dios. No es que sean oscuras las cosas de Dios: es nuestra cortedad de vista.

El universo es como un libro abierto. Cada una de sus páginas pregona la sabiduría y el poder de Dios. Quien sepa leer este libro saldrá lleno del amor de Dios. En realidad todos los pueblos de la historia han creído en el cielo, aunque entendiéndolo a su

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manera. El cielo es patrimonio de la humanidad. Todos han creído siempre que Dios premia a los buenos después de esta vida.

A cada uno nosotros nos dice también Cristo: “Hoy (en el día que sea su voluntad) estarás conmigo en el Paraíso”. Cristo es nuestro mejor Amigo, y más que amigo, en este mundo. Pero sobre todo lo será en el cielo.

CADA PERSONA ESPOSA DE CRISTO

El cielo es un eterno banquete de bodas y los comensales se sientan alrededor de Cristo “para que coman y beban en mi mesa”. Lucas 22, 30 La Iglesia es la esposa de Cristo. Y todos somos Iglesia. Cada persona entregada al amor divino es esposa de Cristo. Cada católico, mientras vive en la tierra, sueña ya con ese día en que consumará su desposorio con Cristo en el cielo.

San Felipe Neri le decía al Señor: “No puedo ya soportar el torrente de tus consuelos y alegrías. ¿Por qué tengo yo un corazón tan pequeño para amarte a ti, mi Dios tan grande y tan bello?

A Santa Catalina, Doctora de la Iglesia, le permitió Dios, como regalo especialísimo, ver la gloria del cielo. Cuando terminó aquella visión Ella no hacía sino llorar y llorar. Y le decía a la gente: “No se admiren de que llore. Más bien admírense de que no se parta de dolor mi corazón pensando en la gloria de que gocé y viéndome de nuevo en este valle de lágrimas”. Cuando se acordaba de aquella visión se ponía de nuevo a llorar. Solo conformándose a la voluntad divina se calmaba.

Igualmente Santa Teresa dice: “El Señor ha querido mostrarme algo de lo que allí hay, feliz sobre toda comparación. A veces me parece, y me consuela mucho, que mis padres y aquellos a los que yo tanto quise, los veo allí vivos y felices: los muertos somos los de acá”

Los buenos católicos suspiran de corazón y dicen: “Ven, Señor Jesús”. Maranatha. Ya en la tierra del desposorio con Cristo conlleva una comunicación auténtica de bienes entre el Esposo-Cristo y su esposa, la persona. Ella presenta como dote sus alabanzas, sus trabajos, y sus luchas. Y Jesús le infunde su propio amor, para que pueda querer con amor divino. Y los nombres de Cristo el Esposo y la persona, su esposa, justamente con sus bienes, se hacen intercambiables.

Cada católica-católico recibe el regalo de la unión nupcial con Cristo. Y a la hora de la muerte se le da el sublime anuncio: “Llegó la hora del enlace nupcial. Para siempre quedas desposada-desposado con Cristo”.

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¿MERECEMOS EL CIELO?

La Biblia nos enseña que la persona fiel a Dios tendrá su recompensa, su premio, su salario. De modo especial les garantiza a los apóstoles que tendrán su retribución y su premio por sufrir persecución por el reino de Dios.

Vemos en el Evangelio que Jesús no intenta eliminar de los corazones la ambición por enriquecerse, pero sí trata de orientar esa ambición hacia metas más elevadas: “No se hagan tesoros en la tierra donde el comején y el óxido los destruyen y los ladrones abren boquetes para robarlos. Almacenen más bien tesoros en el cielo. Mat. 6, 19.

Igualmente recriminan la actitud de quienes al hacer la oración, el ayuno o la limosna buscan su premio en el aplauso de la gente. Les enseña que deben actuar solamente de cara a Dios, no a la gente, y entonces “el Padre que ve en lo secreto les pagará” Mat. 6, 4 Y les dará otro premio mil veces superior, el del cielo. De igual forma el administrador fiel será retribuido en el día de las cuentas.

En esta misma línea se ubica siempre San Pablo. Cuando le dice a los corintios: “Los atletas corren en el estadio para ganarse una corona de laurel que se marchita. Pero Ustedes han de luchar por conseguir una corona que no se marchita. 1 Cor. 9, 25.

Vemos que el cielo conserva siempre su carácter de retribución, y además en el grado proporcionado al fruto cosechado: bien sea el cien por cien, el sesenta o el treinta por ciento, según el rendimiento de cada cual.

Se nos indica además que habrá un suplemento de gloria correspondiente a la aureola de los mártires, de los doctores, de las vírgenes, a modo de sobresuelo: un trofeo muy especial con el que se coronan ciertas victorias muy especiales: la victoria de los mártires sobre el odio y la tiranía. La victoria de los doctores que, con las armas de la verdad, derrotaron al padre de la mentira: Satán. La victoria de las vírgenes sobre la tentación de la carne.

Nadie puede negar que la Biblia otorga al cielo un carácter de retribución. Y Dios no puede andar con mentiras. Si promete el cielo al que cumple su ley, debe ser fiel a su palabra. Lo prometido es deuda.

Todo es verdad. Pero no nos gusta esta visión del cielo. No podemos representar al Dios-Amor como un patrón complaciente, repartiendo el salario merecido a sus obreros, aunque sea esta una enseñanza muy conforme con la verdad.

Nos parece infravalorar el amor sin fronteras de Dios y como meterlo en tratos un tanto rastreros. Como si Dios fuera acreedor de los seres humanos creados por Él. No. Por encima de todo, el cielo es un regalo fabuloso y gratuito de la misericordia divina.

Primeramente porque es un premio inmensamente superior a cuanto podemos no ya merecer, pero ni siquiera imaginar ni soñar. El poder recibir directamente y cara a cara

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la sonrisa y el abrazo de Dios es algo que jamás podríamos nosotros merecer. Pero Jesucristo nos lo mereció para nosotros al precio de su propia sangre. En segundo lugar, además de regalarnos el cielo, nos regala las fuerzas que necesitamos para trabajar y merecerlo.

Para los hijos de Dios el cielo, más que una remuneración o salario, constituye una herencia. El trabajo que realizamos en “la viña del Señor” es una labor cumplida dentro de la hacienda paterna. No somos jornaleros, somos hijos que heredan las riquezas del Padre.

Tanto el cielo como el mismo trabajo nuestro para ganarlo, todo es un puro regalo de Dios. Ciertamente que no comprenden el cielo los que no captan su carácter de regalo gratuito. Toda nuestra vida es un puro regalo de Dios.

¡Alabado seas, Señor, por otorgarnos el regalo fabuloso y gratuito del cielo! ¡Alabado seas también por esa tu finura y delicadeza de otorgarnos el derecho a considerar el cielo como una recompensa conquistada por nosotros y merecida con toda justicia! Nosotros, como personas libres y fieles a tu amor, ganamos el cielo por ti prometido. Pero en realidad Tu nos lo ganaste para nosotros. ¡Aleluya!

DIOS ES MI FELICIDAD

Conocemos a algunas personas que no aceptan el que podamos amar a Dios por el premio del cielo. Les parece esa una actitud mercenaria y servil frente a Dios. Afirman que ellos quieren actuar por puro amor a Dios, desechando todo egoísmo.

Les respondemos que no es egoísmo luchar para ganar el cielo, ya que, como vamos enseñando, el cielo es Dios mismo: verlo a Él cara a cara, dialogar directamente con Él y abrazarlo para siempre. Esta es la cumbre de la sabiduría y del amor para todo ser humano, sin que implique nada de egoísmo.

Dios ha querido que cada ser humano busque en todo su propia felicidad, su propio bien. Lo mismo la persona más santa que el más abyecto criminal, buscan ante todo su propio interés, su propia felicidad. Aún el suicida que atenta contra su propia vida va buscando su felicidad por caminos equivocados, pensando que con la muerte encontrará la liberación y la paz.

Buscar el cielo no es egoísmo. Es que Dios nos programó así. Todo hombre es hambre de felicidad. De suerte que si, por una suposición, Dios no constituyera toda la felicidad para nosotros, no podríamos amarlo.

Santa Teresita, después de escalar las cumbres de la santidad, decía: “Para yo ser feliz me bastará con ver a mi Dios feliz”. La felicidad de Dios era toda la felicidad para ella. Sabía muy bien que Dios es amor y felicidad para todo.

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Los santos son quienes descubrieron que toda su felicidad radica en Dios. Este es el amor propio sano, no egoísmo, que Dios ha puesto en el corazón de todo ser humano. Dios nos ha programado para que busquemos nuestra propia felicidad por encima de todo.

De esta forma la buscaba un humilde ermitaño, consagrado por completo para Dios. Él, antes de ejecutar cualquier obra, se quedaba unos momentos en silencio, en oración. Le preguntaron para qué hacia aquello y contestó: “Trato de no equivocar el tiro. Igual que el que dispara la saeta o la jabalina mira fijamente al blanco, así miro yo a Dios, para complacerle en la obra que hago”. Al complacer a Dios sabía que conseguía su felicidad.

Siempre que pensamos en Dios, pensamos en “nuestro Dios”. Y nos apoya la Biblia, la cual nunca habla de Dios como es en sí. Siempre lo presenta en relación a nosotros. La Biblia no habla tanto de Dios como de las maravillas y la salvación que realiza a favor de los humanos.

Nuestro Dios es Dios-Amor “cuyas delicias son estar con los hijos de los hombres”. Proverbios 8, 3 Por eso afirmaos, aunque a algunos les pueda chocar, que si Dios no constituyera la felicidad para nosotros, no lo amaríamos, no podríamos amarlo.

Porque el ser humano primordialmente está orientado a su propia felicidad, aunque luego descubrimos que esa felicidad se identifica con Dios. En realidad nunca podemos tener hacia Dios un amor químicamente puro. Siempre va ligado con algo de amor a nosotros mismos.

Aunque queramos, no podemos actuar por puro amor a Dios. Pero Dios sí actúa por puro amor a nosotros. Él es infinitamente feliz. Se basta a sí mismo. Nosotros no podemos darle nada nuestro a Él. Lo que le damos, Él nos lo ha dado para que podamos dárselo, como anteriormente explicamos.

Cada uno de nosotros puede decirle a Dios: “Te doy gracias, Señor, porque me regalas la gloria del cielo y porque me das el derecho a considerarla como merecida y conquistada por mí. Alabado seas por tu infinito amor y misericordia.

DESCANSE EN PAZ

La imagen del cielo que ha prevalecido más entre la gente de nuestro pueblo es la de “descanso”. “¡Dales, Señor, el descanso eterno!” Y no se equivoca nuestro pueblo. El cielo es descanso porque la persona consiguió lo que tanto deseaba y buscaba: la felicidad plena.

Mientras vive en la tierra, la gente se fatiga mucho y desea el reposo. En el cielo consigue el descanso perfecto. En realidad Jesús no nos prometió el descanso eterno

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sino la vida eterna. La eternidad es el tiempo sin tiempo. Esa eternidad a alguno tal vez podría traerle la imagen de un aburrimiento eterno. Pero es todo lo contrario.

El cielo es plenitud de vida dinámica, sin nada de somnolencia o cansancio. Diremos que el cielo es una vida bulliciosa y alegre, dentro del más profundo descanso. Pero ese descanso no implica la menor sombra de inmovilidad o hastió. Gozaremos por siempre de Dios con una alegría cada día más desbordante.

Un soldado quedó herido en la guerra y lo llevaron al hospital. Después de varios días le quitan las vendas y él exclama: “Quítenme ya las vendas de los ojos”. Todos sintieron un escalofrío. El mismo soldado se llevó las manos a los ojos y vio que no tenía vendas. ¡Dios mío! ¡Estoy ciego y ciego para siempre. Ya no podré ver a mi mamá ni mi hermana! Una enfermera católica le dijo: La virgen te ayudará a cumplir la voluntad de Dios. Un día tu verás a tu mamá y a tu hermana en el cielo. –“¡Esa es mi única alegría!”

En el cielo gozaremos la compañía de los seres queridos. En el cielo tendremos siempre “sed de Dios”, pero gozaremos al mismo tiempo del agua que sacia esa sed. Tendremos cada día más deseo de conocer las maravillas de Dios y cada día gozaremos de nuevas sorpresas.

Ya en esta vida, el premio de los que “encuentran a Dios” es un deseo nuevo de encontrarlo y un aumento de fuerzas para seguir buscándolo más y más. En el cielo seguiremos buscando a Dios eternamente. No porque no lo hayamos encontrado, sino porque no podemos abarcarlo exhaustivamente ni agotarlo jamás, porque Él es inagotable e infinito.

Dios con una sola palabra creó estos mundos nuestros tan maravillosos y podía haber creado otros millones de mundos, distintos del nuestro y tal vez más bellos y admirables. Pero optó por nuestro mundo y por nosotros. Los bienaventurados navegarán felices por ese mar divino sin encontrar nunca límites ni fronteras, porque no las tiene.

Al participar de la vida del Dios Infinito también nuestra alma gozará de cierta infinitud. Es decir, que nuestra alma gozará de una progresiva dilatación para albergar mejor a Dios. Somos muy limitados, pero Dios puede dilatar más y más nuestra capacidad para que gocemos de sus riquezas inagotables y de su amor.

Si el mundo nos promete mucho, Dios siempre nos da más. Una señora tenía una empleada a la cual quería mucho y le decía: “No te dejes sobornar. Trabaja siempre para mí. Si otros te pagan 1000 Bs. yo te daré 2000. Si otros te dan regalos y comodidades, yo te daré el doble.

Así precisamente nos habla Jesús: No te dejes sobornar por los bienes de este mundo. Pues aunque el mundo te prometa placeres, riqueza, diversiones, aunque de verdad te los diera, nunca te dará la felicidad. En cambio yo sí te la daré, aún en la tierra, pero sobre todo en el cielo.

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Siempre seguirá en aumento nuestro deseo de unirnos más profundamente con el Dios-Amor. Nuestro amor quedará saciado, pero solo para lanzarse cada vez a nuevas conquistas de amor, como un fuego voraz que jamás se extinguirá. De alguna forma seremos siempre “peregrinos del infinito”.

La mejor manera de explicar el cielo es diciendo que es inexplicable. San Pablo, después que fue llevado a contemplar “el tercer cielo” declaró que ni el ojo vio, ni el oído oyó jamás lo que Dios regala a sus hijos. No pudo explicar nada de lo que él vio y oyó, porque no puede expresarse en palabras.

Los santos vivían inmersos en esas realidades eternas. A San Martín, en su última enfermedad, los compañeros querían cambiarlo de habitación para que estuviera más cómodo. Pero él dijo: “No. Déjenme aquí junto a la ventana para que pueda mirar al cielo”. Aquel cielo atmosférico le anunciaba ya el cielo del abrazo con Dios.

San Francisco se animaba a la lucha por el amor de Dios con la esperanza del cielo y decía: “Tanto es el bien que me espera que me endulza toda pena. No importa que padezcas, cuerpo mío, porque llegará un día en que te verás inundado de placer y más brillante que el sol. Ojos míos, no se ofusquen mirando vanidades terrenas. Pronto verán la belleza embriagante del Gran Rey.

Oídos míos, no les importe que oigan injurias e insultos. Pronto le alegrará aquella música celestial de los ángeles, una sola de cuyas notas basta para arrebatar los corazones. No te intimide ninguna penalidad. ¡Pronto te sentarás a la mesa celestial por medio de la visión beatífica!”

ESCALANDO LA CUMBRE

El cielo es el abrazo eterno con Dios. La convivencia con Él. Ya sabemos que Dios supera por completo nuestra inteligencia Él es el Infinito, el inabarcable.

Y esta distancia de Dios frente a nosotros se profundiza más todavía por el pecado que todos llevamos dentro y que motiva en la gente del mundo actual una creciente indiferencia ante el asunto del cielo.

La gente de hoy no ambiciona ese encuentro personal con Dios que constituye el cielo, ya que, como vamos repitiendo, el cielo no es “algo” sino “alguien”: Dios. Esa indiferencia de muchos ante Dios, revela inmadurez en la fe y el amor. Para motivarnos a ese amor recurrimos nuevamente al ejemplo de los enamorados de Dios: los santos.

San Macedonio era ermitaño y se encontraba orando en su chocita. El rey, que andaba de cacería por aquella zona, llegó a donde él y le preguntó: ¿Qué hace Usted aquí, tan solito? El santo le contestó: “Estoy haciendo lo mismo que Usted” –“Yo ando de

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caza, que tanto me gusta”. –“Pues yo también ando de caza, no de los bienes de la tierra, como Usted, sino de los del cielo”.

Donde está nuestro tesoro, allí está nuestro corazón. Mat. 6, 21 Por eso sentimos una curiosidad muy legítima de conocer el cielo. Pero sabiendo que esa curiosidad solo quedará plenamente satisfecha medio minuto después que nos muramos.

Sabemos que el cielo será algo grande, ya que en él se volcará toda la omnipotencia del Padre, la sabiduría del Hijo y el amor del Espíritu Santo. Para abrirnos ese cielo donde se manifestará la gloria de Dios y la felicidad de todos los bienaventurados, Dios Padre pagó un precio muy elevador; fue nada más y nada menos que la sangre de su propio Hijo. Ameritaba la muerte de todo un Dios en la cruz para que nosotros pudiéramos llegar a ver y abrazar directamente a Dios.

Ese cielo nos compensará ampliamente de cargar a diario nuestra cruz e incluso de arrancarnos un ojo o contarnos un pie que tal vez nos sirvieran de tranca para llegar al cielo. Mat. 5, 29 En realidad “todos los sufrimientos del tiempo presente son menos que nada en comparación de la gloria que ha de manifestarse en nosotros”. Rom. 8, 18.

En tiempos de Santa Teresa, una señora muy religiosa, de 84 años deseaba una larga vida para más padecer por el Señor. Ella entabló una pequeña discusión con Santa Teresa. Esta le dijo que ardía en deseos de partir cuanto antes al abrazo con el Esposo Divino.

La señora le contestó: “Pues yo deseo que se me prolongue el destierro, porque en esta vida puedo yo dar algo al Señor, sufriendo y trabajando por su amor, mientras que en el cielo, todo será recibir de Dios el premio por lo sufrido y trabajado”.

Entonces le preguntaron a un teólogo amigo de ambas para que le dijera, según su opinión, cual de las dos estaba en la verdad. El teólogo respondió: “Las dos van bien encaminadas. En las dos brilla la sabiduría y la verdad del Espíritu Santo. Pero yo considero la actitud de la señora viejita más segura, por apoyarse no en sus fuerzas sino en las de Dios”.

Sabemos que en el cielo Dios saciará todo deseo, todo sueño, toda ilusión de felicidad, aunque no sabemos cómo lo realizará. Dios tiene fantasía, poder y amor infinito y lo pone al servicio de sus hijos idolatrados. El creo con una sola palabra estos mundos inmensamente bellos y pudo crear millones de otros mundos distintos del nuestro.

En realidad nada de lo creado por Él puede satisfacernos por completo. Nosotros no podemos contentarnos con nada que no sea Él. El cielo es Dios mismo en cuanto se entrega a nosotros para hacernos felices.

San Agustín dice: “En el cielo habrá cuanto quieras. Solo dejará de haber lo que no quieras”. En realidad todos hemos tenido en la vida experiencias alegres que al menos por unos minutos, nos han hecho presentir las alegrías del cielo. Destellos

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fugaces que nos transportaban a un mundo de ensueño y nos hacían pensar: “Estoy ya saboreando el cielo”.

Por eso ya desde ahora vamos a fijar la mirada en la meta final: la gloria eterna, y encaminar hacia ella toda nuestra vida. El plan de Dios para nosotros es conducirnos a la felicidad del cielo. Un muchacho conoce el plan que su papá tiene para él y se lanza con alegría y amor a realizarlo. Ese es el programa para nosotros, dirigidos por Dios mediante la oración.

El mundo alejado de Dios no valora los tesoros del cielo y pone todo su corazón en los bienes de este mundo. Una señora poseía un hermoso jarrón de porcelana de 300 años de antigüedad, valorado en varios miles de dólares. Un día se le quebró en cien pedazos, y lloraba inconsolable sin poder comer ni dormir.

Pero de pronto Dios le iluminó el corazón y reflexionó: “Yo pensaba que poseía el jarrón el que me poseía a mi. Yo soy libre, soy hija de Dios” y terminó su llanto. Vemos a mucha gente esclavas de sus bienes perecederos de la tierra y por eso viven alineadas, al olvidarse del cielo, la patria eterna.

San Juan Limosnero, Patriarca de Alejandría, socorría a muchos necesitados y obraba sanaciones y prodigios. Un comerciante rico estaba muy nervioso porque su hijo se embarcó en una nave con valiosa mercancía y no acababa de llegar a casa.

Por eso se presentó ante el santo y le regaló ocho libras de oro para que ayudara a los pobres, a condición de que orara por él. El Patriarca ofreció la misa por esa intención. Pero al poco tiempo llega la noticia triste de que el hijo naufragó y se ahogó en una tempestad.

Aquel papá se puso fúrico contra Dios y contra el obispo. Pero a la noche siguiente tuvo una visión: Se le apareció en sueños el santo obispo y le dijo: “¿No pedías que Dios librara a tu hijo de todo peligro? Pues te notifico que se ha salvado y ya goza del cielo. Pero en cambio, si hubiera vivido largos años, hubiera caído en el vicio y se alejaría de Dios para siempre”. Los seres humanos estamos diseñados para ser felices por siempre en el cielo y nada ni nadie nos puede apartar de esa trayectoria.

BELLOS SÍMBOLOS DEL CIELO

La Biblia aplica al cielo diversas imágenes, metáforas, alegorías… varias de ellas ya nos son conocidas y nos invitan a poner en juego nuestra fantasía. Allí se admiran los árboles de flores y frutos perennes. Allí fulgura la estrella de la mañana, emblema de una vida festiva y satisfecha. Apoc. 2, 28 El cielo será el maná escondido, la corona, el paraíso. Esta palabra, de origen persa, significa: “Parque con jardines de ensueño y setos floridos”.

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También la Biblia nos enseña lo que no habrá en el cielo. Allí no hay lugar para la angustia, la inestabilidad, la vejez. Nuestro amor no será traicionado. Nuestra vida no conocerá la enfermedad ni la muerte. Nuestra alegría no tendrá fin.

El cielo es “la casa de Dios”, o mejor dicho, “Dios como casa”. Las hijas y los hijos de Dios vivirán allí, no como invitados de honor, sino como auténticos hijos, con la alegría de encontrarse en la propia casa.

Un señor muy rico quiso recompensar a un viejo amigo suyo que era constructor regalándole una casa y le dijo: “Quiero que me construya una casa muy buena. Yo le pagaré todos los materiales y la mano de obra. Hágalo a todo lujo”.

Pero el constructor, por mezquindad, para ganarse unos reales, empleó materiales de ínfima calidad y obreros de segunda categoría. Cuando la casa estuvo terminada, el amigo rico le dijo al constructor: “La casa es tuya. He querido que la fabricaras tú mismo para ti. Es un regalo que yo te hago. Que seas feliz”.

El constructor se instaló en aquella casa. Pero como estaba mal construida, luego llegaron los problemas: goteras por todas partes, puertas que no cierran… El constructor entonces se decía: “¡Y yo tengo que vivir aquí toda la vida! ¡Qué loco he sido por no construir una casa sólida y confortable!”

Pedimos a Dios que Usted, lectora-lector, vaya desde ya fabricándose su casa eterna del cielo con todo lujo y confort. Su casa de la tierra es alquilada, pasajera. Somos todos turistas. Vivimos en este mundo para construir nuestra propia morada celestial, eterna y hemos de procurar que sea lo más bella y confortable. Dejando y la metáfora, hemos de aspirar a un grado elevado de gloria.

La Biblia nos presenta igualmente el cielo como un alegre banquete de bodas. Esto nos hace pensar que la felicidad del cielo será compartida con todos los demás invitados. El cielo será la fiesta del amor.

También leemos con frecuencia en la Biblia que nuestra vida es una lucha. Y todo luchador sueña con el triunfo de la victoria. En consecuencia, en el cielo no ha de faltarnos toda clase de premios y riquezas.

Un gran luchador de Cristo fue “el Apóstol de los negros”: San Pedro Claver, que bautizó más de trescientos mil negros. Algunos se admiraban de lo sacrificado de su trabajo apostólico y él les dijo: “La gente del mundo trabajan más duro para ganar unas monedas de plata que yo para ganar la gloria eterna del cielo”.

También nuestro cuerpo gozará, juntamente con el alma, la alegría indescriptible del cielo. Por eso sabemos que nuestro hábitat, la tierra en que vivimos, durará para siempre y de una forma maravillosa, de modo que tendremos una “tierra nueva” donde viviremos para siempre. San Juan Crisóstomo dice: “Si tan bello es el mundo ¿Cómo será el cielo? La fantasía de Dios puede producir y producirá una tierra nueva infinitamente más bella que la actual.

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Pero por encima de toda fantasía y de toda belleza, el cielo será para nosotros la sonrisa de Dios. O como decía Dante: “El Dios-Amor que se viste de sonrisa”. No podemos imaginar nada tan maravilloso como esa sonrisa de Dios, embriagándonos a todos de felicidad.

LA ALEGRÍA DE DIOS

El cielo consiste en participar de la vida de Dios. Como Dios es infinito, también de alguna forma el ser humano tiende a hacerse infinito en el sentido de que la casa de nuestra alma, donde mora Dios como en un templo 1 Cor. 6, 9 se va embelleciendo progresivamente y cada día nos sentiremos más felices de zambullirnos en ese mar infinito de felicidad. La sed de Dios que sienten los bienaventurados será para ellos alegre y gratificante, porque pueden satisfacerla en cada momento.

Nuestro cuerpo glorificado carecerá en el cielo por completo de las necesidades y trabajos que tenía mientras vivía en la tierra. San Agustín escribe a este propósito un comentario muy acorde con la gente, no de nuestro mundo de hoy, sino del suyo de aquellos tiempos: Arar la tierra, sembrar, plantar viñas, viajar en barco y todas las operaciones similares, nacen de la necesidad.

Suprime el hambre y la desnudez ¿Para qué quieres sembrar trigo y tejer lana? Ofrece tu casa al peregrino: ¿A quién ofreces tu casa, si todos viven en la casa de Dios? ¿Qué pleiteantes vas a reconciliar donde impera una paz imperturbable? ¿Qué muertos vas a enterrar allí donde hay vida eterna?

Dime, pues, ¿Qué harán allí? Pues no veo necesidad alguna que les impulse a actuar. Para ellos el único programa de vida será alabar a Dios. Ellos llegaron al descanso eterno de Dios, descanso que es actividad desbordante, para alabar al Padre.

Diremos que el cielo es también descanso para el mismo Dios, el Buen Pastor que al fin ha recogido a todas sus ovejitas en el corral. El general victorioso que, después de derrotar a su enemigo el diablo, se posesiona del rico botín. El descanso de la madre que al fin reúne feliz en el hogar a todos sus hijos.

Nunca podremos imaginar, ni siquiera sospechar, la felicidad del cielo, ya que en realidad el cielo es Dios mismo abrazado y poseído. Pero no hay dos bienaventurados que gocen el mismo grado de gloria. Cada una y cada uno de los moradores del cielo tendrá su propio rango.

Por eso las almas nobles de todos los tiempos han luchado por acumular tesoros en el cielo y tener un grado lo más elevado posible de gloria. En la vieja literatura católica de Oriente se cuenta que un ermitaño tenía su vivienda algo lejos de la quebrada.

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Un día, cuando se encaminaba para transportar agua se dijo: Me voy haciendo muy viejo. Voy a poner mi ermita cerca de la quebrada para no cansarme tanto. En ese momento oyó que alguien a su espalda le iba contando los pasos. Volteó la cabeza pero no vio a nadie.

Siguió adelante y escuchó la misma voz que le iba contando uno a uno todos sus pasos. Y al llegar a la quebrada se le apareció el ángel y le dijo: “Soy tu ángel de la guarda. Vengo contando tus pasos para premiarlos en el cielo”. Entonces el ermitaño se dijo: “Ya no quiero más cambiar mi ranchito”. Cualquier paso o trabajo, cualquier obra buena que hacemos, tendrá su premio en el cielo. Hasta dar un vaso de agua al que la necesita. Mat. 10, 47.

El pensamiento del cielo alegra siempre a la gente de buen corazón. Pero aquí tropezamos con la principal dificultad para comprender el cielo: el materialismo rastrero que se va apoderando de grandes sectores de la humanidad.

Creen que ya son felices porque tienen una nevera bien abastecida de alimentos o una cuenta bancaria de muchos dígitos. ¡Como si vivieran para comer! ¡Como si fueran inmortales en este mundo! Él presente libro quiere motivar a todos los lectores para que trabajen y vivan felices en este mundo, pero teniendo ya el corazón en el cielo.

El cielo es ante todo el encuentro personal con el Dios-Amor. Solo por la vía del amor llegaremos al abrazo con el Dios-Amor. Por eso no vamos a quejarnos como alguien que decía: “¿Es que voy a pasar toda mi vida dando y dando? ¿Cuándo es que me darán a mí? ¿Cuándo terminaré de dar? Y oyó una voz que le decía: “Terminarás de dar solo cuando Dios deje de darse a ti”

Mientras vivimos en este mundo solo podemos formarnos ideas aproximadas del cielo, como fruto del amor y del poder de nuestro Dios. Si el cielo es obra de Dios no puede por menos de ser algo grandioso y bello. El cielo es el gran invento del amor y del poder de Dios para hacer felices a sus hijos y manifestarles su gloria.

Por cierto que este “invento” tuvo un costo muy elevado: la sangre de su propio Hijo Jesús en quien el Padre tiene toda su alegría. Fue la muerte de Cristo la que nos abrió las puertas del cielo. Para llegar a ese cielo bien vale la pena cargar con la cruz de Cristo.

Dios es amor y alegría. Del cielo queda eliminado todo lo que es doloroso y triste. Apoc. 7, 16. Allí nunca será traicionado nuestro amor y será imperturbable nuestra felicidad. Y aunque es una vida sin término, allí no tendrá cabida el aburrimiento ni la monotonía.

Ya en esta vida los amigos de Dios se sienten seguros. No le tienen miedo a nada ni a nadie. San Hilarión vivía como ermitaño en una chocita de ramas y juncos. Un día le llegan los ladrones con intención de robarle.

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Simulando que venían como amigos le dijeron: “¿Qué haría Usted, tan solito, si vinieran los ladrones a robarle?” El santo ermitaño contestó: “El que nada posee no tiene por qué tenerle miedo a los ladrones”. Uno de ellos le dijo: “¿Y si le matan?” El santo respondió: “¡Qué felicidad tan grande, llegar por fin al abrazo con mi Padre Dios en el cielo!” Impresionados por estas palabras se retiraron sin hacerle ningún daño. Mientras peregrinamos por esta vida, la esperanza del cielo nos llena de paz y seguridad.

Aquí en la tierra todo llega a causarnos fastidio, cuando se sobrepasan ciertos límites: la comida, la música, la conversación, un espectáculo que se prolonga más de lo debido. Pero en el cielo la alegría es nueva cada día y más embriagante.

Nosotros llegaremos a la cumbre de la felicidad cuando Dios, con dulce sonrisa, nos dé el abrazo de bienvenida y nos diga: “Ven hija, hijo mío. Cumpliste tu misión donde yo te ubiqué, sirviendo a tu familia y a toda la gente, ¡Ven ya para siempre conmigo!” Y junto a la sonrisa de Dios, nos gozaremos también con la sonrisa de nuestra Madre la Virgen María. ¡Aleluya!

EL PURGATORIO, LA SALA DE ESPERA

Dios ama a todos sus hijos e hijas y desea darles el abrazo de bienvenida a la gloria del cielo. El cielo es la patria del amor. Pero resulta que muchos de esos hijos de Dios no han madurado todavía en el amor.

Si entraran de esa forma inmadura en el cielo, sus ojos quedarían deslumbrados, cegados, sin poder adaptarse a la nueva luz. Serían como extranjeros en un país extraño. En una palabra, no están todavía acomodados para la visión de Dios. Si entraran así en la vida eterna, les daría una vergüenza tan grande que preferirían el mismo infierno.

Para solucionar este problema, la misericordia de Dios “inventó” esa antesala del cielo que es el purgatorio. Es como una alcabala en la que la mayoría de los católicos son retenidos para que se desprendan de lo que obstaculiza su entrada en el cielo.

En otras palabras, el purgatorio es como un salón de bellaza donde las almas se ponen bonitas para pasar a la gran fiesta del cielo. Necesitan purificarse hasta de la más pequeña manchita, ya que, como dice el Apocalipsis Nada manchado entrará en el cielo. Tampoco en la tierra a nadie le gustaría ir a una fiesta de gala con el vestido manchado.

Algunos preguntan: ¿Es que no fueron ya perdonados sus pecados? –Cierto que sí. Pero siempre les queda “la pena temporal debida por los pecados”, a causa de los cuales quedó algo contaminado su amor, dejando como una cicatriz en el alma. También esa cicatriz debe ser eliminada pero además de los pecados que conocemos y confesamos son muchos más los que no vemos o no queremos ver.

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El purgatorio fue inventado por la misericordia divina para limpiarnos de esa cizaña oculta que brota en el corazón. Las penas allí sufridas son proporcionadas a la mayor o menor gravedad de los pecados. Como dice Jesús: “No saldrán de esa cárcel (el purgatorio, decimos nosotros) hasta que paguen el último centavo. Lucas 12, 58-59.

Allí se les presenta, como en un video, toda la vida con sus errores, los cuales les causarán gran vergüenza. La devoción popular habla siempre de “el fuego del purgatorio”. Es el sentimiento doloroso de no haber correspondido como debían al amor de Dios. El purgatorio es ante todo un chance que Dios ofrece a sus hijas e hijos para madurar en el amor.

Este es el aspecto que diremos “negativo”, aunque muy cierto, del purgatorio. Es la enseñanza tradicional de la Iglesia. Pero nosotros queremos poner el énfasis en lo que tiene de “positivo” y alegre el purgatorio. Los maestros católicos enseñan que las benditas almas son ya inmensamente felices. Su alegría es superior a todas las alegrías de la tierra. Ellas gozan ya una felicidad muy similar a la del cielo.

Ellas conocen ya de verdad a Dios y sabe cómo es de amable y seductor. Lo ven más cerca que nunca y ambicionan locamente caer en sus brazos. Podemos compararlas con la gente que está ante una sala de fiestas, esperando a que se les abra la puerta. Saben que su felicidad es ya irreversible. La puerta del cielo se les abrirá indefectiblemente y esto las llena de alegría.

Algunos preguntan: ¿Dónde está el purgatorio? ¿Cuánto tiempo ha de durar? Les diremos que nuestras medidas del tiempo y del espacio no son homologables con las de la eternidad. Como dice San Agustín: “Después de esta vida Dios mismo será el hábitat para todos. Dios que nos sonríe con amor: el cielo. Dios que nos purifica antes de recibirnos en sus brazos: el purgatorio. Dios que no se mira ni se quiere mirar: el infierno.

EL INFIERNO

Dios es amor. Abrirse a ese amor es el cielo. Cerrarse al amor es el infierno. No es fácil entender la realidad del infierno y menos aún aceptarla. Son muchos los que cuestionan que el ser humano pueda ser condenado a castigos eternos.

Pero nosotros seguimos las enseñanzas de Jesús quien, a lo largo del Evangelio, más de treinta veces y con toda contundencia, nos habla de este castigo. Y la Iglesia, fiel a Jesucristo, nos confirma la existencia del infierno.

Ante todo tenemos claro que Dios no condena a nadie. Jesús bajó del cielo a la tierra para salvarnos a todos. Pero son no pocos los que rechazan a Jesucristo. Quienes se alejan de Dios, en su mismo pecado llevan incluido el castigo.

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Durante la revolución francesa se desató una persecución diabólica contra los católicos. Una monjita Carmelita, por no renunciar a su fe, en un tribunal popular recibió la sentencia: Ciudadana, Usted tendrá que ir a la guillotina. –“Me importa poco, porque de ahí me iré para el cielo”. –¿Cree Usted en el cielo? –“¿Cómo no voy a creer en él? Jesucristo me lo ganó para mí. Y nosotros pronto llegaremos allá”. –¿Y también cree en el infierno? –“Sí creo. Siempre he creído, pero ahora más. Al verles a Ustedes no me cabe duda que existe el infierno, porque veo la maldad de Ustedes, muy propia de Satanás”.

Dios invita a todos al banquete de bodas que es el cielo. Pero igual que en la parábola evangélica, son no pocos los que rechazan esa invitación. No la rechazan con las palabras tal vez, pero sí con su vida y con sus hechos.

Dios, que nos dio la libertad, es el primero en respetarla. Podemos aceptar a Dios o rechazarlo para siempre. Si no tuviéramos esta alternativa, si necesariamente todos tuviéramos que ir con Dios, ese cielo ya no sería cielo, al ser algo forzado. Más bien sería para nosotros una cárcel, aunque con rejas de oro y con todo el lujo y las comodidades, pero al fin una cárcel.

Los humanos fuimos diseñados por Dios para ser libres, para ir al cielo libremente. Dios pudo morir en una cruz para “obligarnos” a amarle. Pero no puede atropellar la libertad que Él nos dio. El amor o es libre o no es amor.

Ese alejamiento para siempre de Dios es lo más característico y terrible del infierno. Es lo que se llama “la pena de daño”. Pero existe también “la pena de sentido” la cual puede concretarse en “el fuego” del que habla la Biblia el cual los atormenta día y noche. Apoc. 20, 10. Mat. 25, 41.

No es un fuego material, como el nuestro, es una amargura terrible, un odio y una rabia que los tortura a toda hora. Ese fuego hemos podido constatarlo (permítasenos la experiencia personal) varios sacerdotes que como exorcistas, hemos tenido que enfrentarnos muchas veces a los espíritus malos. Hemos comprobado que los demonios se manifiestan siempre bajo el signo del odio, la rabia, la amargura.

Esto nos hace pensar, por analogía, que ese es el fuego torturante del que nos habla la Biblia. Hemos comprobado además que son innumerables los demonios: los ángeles rebeldes enemigos de Dios. Y esto nos hace sospechar que son muchos también los hombres y mujeres que corren la misma suerte de los demonios.

Es terrible la desesperación en la que han caído. Los devora la envidia de ver a los bienaventurados gozar la felicidad del cielo, mientras ellos han perdido toda esperanza. Así como el cielo es la fiesta del amor, el infierno es el triunfo del odio. Los condenados ni quieren ni pueden amar.

Si un condenado pudiera decir: “¡Mi Dios, yo te amo!” Ya no habría más infierno para él. Pero ha perdido su facultad de amar que desaprovechó cuando vivía en la tierra.

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Su mayor tormento es saber que el infierno no cesará jamás. Las puertas del infierno están trancadas, pero están trancadas por dentro, por ellos mismos. Esta es una afirmación que sorprende a muchos: son los mismos réprobos los que se niegan a salir del infierno. Cada persona, obstinada en su pecado, dio carácter irrevocable a su ruptura con Dios. Y permanecerá para siempre en el infierno porque él quiere.

Este endurecimiento de los réprobos y su rechazo contra Dios es para nosotros un misterio impenetrable y nos obliga a cuestionarnos con San Pablo: “¿Quién eres tu para pedirle cuentas a Dios? Rom. 9, 20.

Dios actúa siempre por amor, no por venganza. Para librarnos derramó su propia sangre. Por eso a la puerta del infierno podría ponerse este letrero: “Aquí está la oveja perdida que el Buen Pastor no logró rescatar”.

Hoy día casi nadie habla del infierno, aunque para todos los católicos es una verdad incuestionable, definida por la Iglesia. En realidad todos los pueblos de la historia han creído que Dios castiga a los malos y premia a los buenos. La Iglesia ha condenado la herejía de la “amnistía general” o rehabilitación de los condenados tras un período de expiación de sus pecados. El castigo del infierno durará para siempre.

Conocemos a varios católicos que se sienten inseguros para abrazar esta verdad. Y naturalmente el mundo moderno la rechaza de plano. La sola palabra “infierno” choca contra el “humanismo” actual, tolerante y permisivo. Pero no podemos quedarnos callados, aunque se trate de una verdad molesta, dentro del campo católico.

No podemos esconder como el avestruz nuestra cabeza debajo de la arena. Tenemos que hablar del infierno con valentía, como lo hacía Jesús, aunque siempre apoyados en la oración. Hoy día tal vez nos dé mejores dividendos hablar a Dios de la gente y del infierno que hablar a la gente del infierno y de Dios.

EL JUICIO FINAL

Toda la historia de la humanidad está orientada a la Parusía o venida del Señor al fin del mundo. Todo el cosmos, incluyendo a la humanidad, estamos a la espera de ese evento trascendental y decisivo: “Entonces vendrá el Hijo del Hombre con poder y gloria sobre las nubes del cielo”. Mateo 24, 30 “Vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos”.

La historia de la humanidad se cerrará con el juicio final. Será la victoria total de Cristo. El triunfo del amor. Todo favor y ayuda que se le hizo al más pequeño de los seres humanos se le ha hecho al mismo Cristo. Mat. 25, 44.

Resonará entonces imponente el aplauso a Cristo de la humanidad. Será el “Amen” de la historia, orquestado por mil trompetas que harán estremecer al mundo con su “¡Gloria a Dios!”

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Cristo se presentará ante toda la humanidad. Nos imaginamos al Señor transfigurado por la alegría del Buen Pastor que congrega a sus ovejas queridas. La alegría del Padre que abraza a sus hijos, aún los pródigos y rebeldes que rectificaron. La ternura del Esposo divino que da el abrazo apasionado a sus enamorados.

Algo será imposible para los creyentes: que Dios pueda defraudar a alguno. Todo Él es amor y solo puede dar de si alegría y paz. Ciertamente que será nuestro Juez, pero por encima de todo seguirá siendo el Amigo, el Padre, el Esposo enamorado.

Tanto en el cielo como en la tierra, todo viene del Padre y todo regresará al Padre. Jesús mismo es quien le hace la ofrenda de todo al Padre. Toda la humanidad y el universo en pleno, impregnado del perfume que irradia el Cuerpo de Cristo, será entregado al Padre por el mismo Cristo. 1 Cor. Y el Padre se complacerá en su propia obra y dirá como en el séptimo día de la creación: “Todo está bien hecho” Génesis 1.

Pero entonces aparecerá también la otra cara de la moneda. Dios es amor. Pero el amor no se impone, es libre. Dios puede ser aceptado o rechazado. Por eso la venida de Cristo implica necesariamente un “juicio universal”: la separación del trigo y la cizaña, de los buenos y los malos.

Algunos preguntan: ¿No basta con el juicio a cada persona a la hora de su muerte? ¿Por qué el juicio a toda la humanidad? La respuesta es esta: todo ser humano, además de su responsabilidad individual, se ve involucrado en la solidaridad con toda la gente.

La humanidad será juzgada en forma colectiva. Entonces brillará el triunfo de los que fueron víctimas de la injusticia, la violencia y la opresión. Llegará entonces la derrota de los tiranos, de los potentados explotadores y de los diversos grupos opresores.

El mundo vive polarizado entre las fuerzas del bien y las del mal. El trigo y la cizaña están mezclados a todos los niveles. Esta situación mundial exige un final justo. Solo Cristo, como Juez universal, está capacitado para desenmascarar todas las injusticias.

Son muchos los que actualmente intentan marginar a Cristo. Pero Él es el origen y la explicación de todo hombre y mujer y aún de todo el cosmos. Cristo es “la piedra desechada como inservible por los constructores”: los líderes del mundo, pero Él llegará a ser la piedra fundamental del edificio de la historia. Hechos 4, 11.

Cristo es el centro del universo, incluyendo a toda la humanidad. Toda la gente y todo ser creado no tiene otra razón de ser que formarle un pedestal a Jesucristo. Todo fue creado por Él y para Él. Colosenses 1, 16.

Lógicamente Cristo tiene que regresar a la historia, ante toda la humanidad, con majestad y gloria. Cristo es el alfa y la omega, el principio y el fin de todo. Op. 1, 8.

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Desde el primer momento de la creación hasta este día final habrán transcurrido algunos o muchos milenios, pero en el reloj de Dios, de cara a la eternidad, será como unos instantes. Por eso podemos decir………………… “El Señor viene pronto”. Lo que no podemos es precisar la fecha de su llegada como hacen algunos grupos no católicos y siempre se equivocan.

Será entonces cuando “Cristo entregará al Padre el reino”… “Y cuando todo esté sometido a Cristo, El mismo se someterá a Aquel que le sometió todas las cosas” (el Padre) y en adelante Dios será todo en todos”. 1 Cor. 15,28 comenzará entonces la fiesta eterna, en el abrazo de la humanidad salvada con el Dios Trinitario.

El cielo consistirá no solo en “ver a Dios cara a cara” sino en fundirnos con El. “Dios será para todos nosotros” porque compartiremos su misma alegría, su mismo amor, su mismo ser.

Ignoramos cuándo y cómo será esta “parusia” o venida de Cristo “para manifestar la gloria del Padre”. “Todos nosotros estaremos al lado de Cristo, sonará entonces la hora del fin del mundo.

Llega también el punto final de este humilde librito. Querida lectora, lector, sacúdalo. Por encima de los errores de Usted, muy ciertos, está la misericordia infinita de Dios, que se abrasa en amor a Usted. Dios es amor y le ama a Usted más de lo que usted se ama a si mismo. La mayor alegría de Dios es el perdonarnos, por horribles que sean nuestros pecados.

Dios tiene un corazón infinitamente más noble y generoso que el nuestro, El cree en nosotros mucho mas de lo que nosotros creemos en El. ¡Alabado seas Señor, por tu amor y misericordia!. Ven pronto, Señor! Maranatha. Ambicionamos caer en tus brazos y gozamos con tu sonrisa divina. ¡Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven Señor Jesús! Amén Aleluya!