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EL CANTOR DE LEYENDAS La tradición oral heredada

por Francisco Castro

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ENTREVISTAS, TRANSCRIPCIONES Y EDICIÓN: Ana María Martínez y Juan Ignacio Pérez FOTOGRAFÍAS: archivo de Francisco Castro y Juan Ignacio Pérez ILUSTRACIONES: niños participantes en el programa Pasos contados El cantor de leyendas La tradición oral heredada por Francisco Castro Para reproducir los textos es necesario el permiso de sus autores © Francisco Castro Salvatierra © De esta edición: LitOral, Asociación para la difusión de la Literatura Oral. www.weblitoral.com Edición patrocinada por la Autoridad Portuaria Bahía de Algeciras a través de la Comisión Puerto-Camarca IMPRIME: Realizaciones Gráficas (Los Barrios, Cádiz) D.L.

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EL CANTOR DE LEYENDAS La tradición oral heredada

por Francisco Castro

COLECCIÓN A ORILLAS DE LA MEMORIA

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Asociación LitOral

ALGECIRAS 2011

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Índice Introducción .......................................................... 9 Fragmentos de una vida ....................................... 13

Cuentos de encantamiento ................................... 47

Sucedidos ............................................................. 69

Cuentos de costumbres ........................................ 79

Cuentos de animales .......................................... 107

Juegos de infancia y adolescencia ..................... 117

Juegos de juventud ............................................ 127

Cancionero ........................................................ 143

Romancero ......................................................... 165

Oraciones ........................................................... 209

Vocabulario ....................................................... 213

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INTRODUCCIÓN

Francisco Castro, la dignidad del contador de cuentos

Francisco Castro Salvatierra (Tahivilla, Cádiz, 1927), agricultor, hijo y nieto de agricultores, ha dedicado su vida, casi desde que vio la luz hasta la fecha, a trabajar la tierra que pisa con el mismo desvelo con que cultiva el idioma heredado de sus mayores. Ambos espacios, huerto y lenguaje, como si de una misma cosa se tratara, le han permitido impregnarse de las emociones suficientes con las que recomponer una infancia, como tantas otras, rota por la guerra.

Fueron su padre, Francisco, y su abuela materna, Luisa, quienes noche tras noche lo alimentaban con cuentos, oraciones, romances y chascarrillos ante los que, como confiesa el propio Francisco, se quedaba “embobado, con la boca abierta”. Más tarde, durante los pocos días que fue a la escuela, buscó en el maestro rural a un nuevo donante de historias, pero el tiempo que pasó allí sólo dio para las cuatro reglas, repetir la lección y poco más. Su interés por la transmisión oral, su respeto a los mayores y su carácter meticuloso le permitieron suplir entonces la ausencia de los

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seres queridos trayendo a la memoria aquellas palabras escuchadas y renovando los afectos recibidos. Eran días oscuros para todos, pero que él recuerda con cariño porque, precisamente para compensar la penuria, “como no tenían otra cosa, eso es lo que me dieron, su amor y sus cuentos”.

Recordamos la primera vez que contactamos con Francisco. Nos recibió junto a Camila, su esposa, con un entusiasmo al que no estábamos acostumbrados, dadas las reticencias iniciales que, hoy por hoy, muestra la mayoría de informantes ante unos supuestos indagadores del pasado. Su cara se iluminó como la de un niño, la nuestra imitó a la suya y pasamos la tarde emocionados ante tantos recuerdos que tenían que ver con la literatura de transmisión oral. Nos acordamos entonces de aquel Aurelio Espinosa que quedara deslumbrado por Azcaria Prieto en 1936 y nos sentimos invadidos por una alegría que dura hasta hoy, tantas son las aportaciones que este buen hombre sigue realizando a nuestro trabajo con su portentosa memoria y su metódica forma de hablar.

Y es que Francisco Castro representa para nosotros, románticos empedernidos de la investigación folclórica, un interesantísimo paradigma del narrador tradicional, aquel que, sin más formación que su experiencia, sin más escuela que la relación con los demás, debía contar por pura necesidad de comunicarse.

Para empezar, posee un conocimiento intuitivo de ese mapa interior donde se asientan los cuentos populares y que trazó Vladimir Propp en 1928. Sólo así entendemos que, a pesar de no haber narrado determinado cuento desde mucho tiempo atrás, logre recordarlo con tanta agilidad en cuanto se le pregunta por él.

Queriéndolo o sin querer, ha desarrollado también determinadas estrategias para que su discurso se mantenga vivo y llegue fresco a los demás, a esos interlocutores que, como nosotros, se le acercan demandando todo tipo de

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manifestaciones orales ya olvidadas en su entorno y que pretenden escuchar el máximo de muestras en el menor tiempo posible. Pero él, heredero también de otros ritmos que hoy apenas disfrutamos, templa las ansias, se toma su tiempo para encarruchar el relato y comienza… Llega el momento de disfrutar.

En el aire empiezan a dibujarse personajes de carne y hueso (algunos tan cercanos que se presentan con su nombres y apellidos), paisajes que nos resultan familiares y situaciones perfectamente hilvanadas. Atraído por los detalles de la propia vida, añade datos que vienen a cuento recogidos de sus observaciones como labrador, aporta localismos y arcaísmos, describe actividades en desuso y nos acerca, en suma, a una época y un lugar ya idos donde bien pudiera haberse desarrollado su historia. Nos ayuda así a imaginar, con más claridad de la que esperamos, los hechos que relata, los rasgos de los personajes y los escenarios donde se desarrolla la acción. Con él descubrimos, en fin, que, contrariamente a lo que se cree, todavía se cuentan cuentos como los de antes.

Juan Ignacio Pérez y Ana María Martínez

LitOral, Asociación para la difusión de la literatura oral

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FRAGMENTOS DE UNA VIDA1

1 Los comentarios aportados por Francisco Castro para este capítulo proceden de sucesivas entrevistas realizadas entre 2002 y 2011, habiendo sido agrupados en pequeños bloques temáticos para facilitar al lector una mejor percepción de su vida.

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Me llamo Francisco Castro Salvatierra, aunque la gente cercana me conoce como Curro.

Nací en 1927 en la aldea tarifeña de Tahivilla, pero siendo muy pequeño mi familia se desplazó a Los Barrios y vivimos en una casita que había cerca del arroyo de la Limona. Eso fue de 1929 a 1934. Después nos fuimos a la finca Bocanegra, en Tejas Verdes, y estuvimos viviendo en una choza cubierta de palmito. Desde

que volví a Tahivilla, allá por mi juventud, mi vida ya ha estado ligada de continuo a este sitio que me vio nacer, donde aprendí mi oficio de agricultor y donde escuché tantas y tantas historias de mis mayores, unas veces contadas y otras veces cantadas.

Hemos compuesto este libro con pequeños momentos de mi vida y con aquellos cuentos, juegos y canciones que han llegado hasta mí de viva voz. Espero que el lector disfrute con su lectura.

Mi padre, Francisco Castro Moya Empezaré hablando de las personas que más influyeron en

mi vida en mis primeros años: mi padre y mi abuela. Ellos fueron, además, los que me contaron mis primeros cuentos.

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Mi padre se llamaba Francisco Castro Moya y era oriundo de la parte de la Cañada de la Jara (Cañá Jara), cerca de Tarifa, pero se colocó por aquí, por Tahivilla, y aquí tuvo a sus hijos, donde estuvimos hasta que fuimos saliendo del cobijo paterno.

Mi padre era idéntico a su madre, a mi abuela Luisa: era una persona buenísima, de unas condiciones extraordinarias, bueno con todo el mundo, que se desvivía por hacer favores a la gente. Aunque nosotros hemos sido nueve hermanos y la situación no era nada boyante porque él era trabajador por cuenta ajena, siempre estuvo dispuesto a ayudar a quien fuera, siempre, siempre, siempre.

Era un buen tocador de guitarra, todo lo que oía lo aprendía y, si iba a Algeciras o a Los Barrios y escuchaba algo de música que él no supiera tocar, se liaba con su guitarra y hasta que no lo sacaba no paraba, todas las noches estaba él allí con su guitarra. Pero de lo que era mejor tocador era de fandango clásico de Tarifa, lo que hoy hemos venido en llamar el chacarrá.

Cuando vivíamos por Tejas Verdes, en El Tiradero de Los Barrios, allí había unos cuantos vecinos que eran familia casi todos, y en primavera ponían la cruz y se hacía fiesta de fandango. Mi padre era siempre el que iba a tocarles la guitarra, y nunca supe que mi padre les cobrara una perra chica por estar toda la noche zangarreando la guitarra en la fiesta. Mi padre tenía unos pocos de hijos a su cargo, su situación no era nada boyante, y sin embargo, si le iban a dar algo lo rechazaba. Le gustaba hacer favores.

Eso era en un lugar que se llamaba La Angarilla, donde vivía una familia a la que llamaban de apodo “los pájaros”; ellos tampoco estaban nada boyantes porque eran tres o cuatro hermanos que vivían del carbón o colocados en la misma finca, así que mi padre estaba allí toda la noche y al otro día, cuando llegaba a su casa, tenía que desayunar para irse a su trabajo, pero cobrarles a sus amigos, nunca.

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Recuerdo que a nosotros nos contaba cuentos por la noche, después de cenar, en pequeñas veladas de romance que se hacían sobre todo cuando era invierno. Pero, en realidad, cada época del año se dedicaba a una actividad: desde los Santos a Navidad, a cantar coplas de Nochebuena y romances, bien en las casas o pidiendo el aguilando. Desde Navidad a mayo era momento de cuentos porque hacía frío y los cuentos ayudaban a calentarse. En mayo, la fiesta de la Cruz y de la Virgen hacía a la gente bailar en las casas o donde se pusiera el altar. Y después estaban las fiestas de los santos más señalados, que tenían sus propias celebraciones, como San Antonio, San Juan… Pero, entre fiesta y fiesta, lo que se hacía era contar cuentos, y los de mi padre los escuché tantas veces que ahora no tengo que hacer ningún esfuerzo para recordarlos.

Cuando los recuerdo, me siento feliz rememorando mi niñez. En tiempos de penuria hubo más momentos de afecto que en otras épocas y, como no tenían otra cosa, eso es lo que me dieron, su amor y sus cuentos.

Mi abuela Luisa Mi abuela Luisa era una mujer cariñosa, muy cariñosa, no

sólo con sus nietos y demás niños pequeños, sino también con todos sus familiares. Además, trataba también con muchísimo cariño a sus animales: gatos, perros, gallinas, pavos…

Vivía en el campo y, aparte de las faenas propias de la casa, tenía que acudir a sus animales.

Valga como ejemplo de su bondad que en su balcón anidaban las golondrinas y tenía que poner en su cama unas esteras de palma para que el excremento de los golondrinos no cayera encima de las ropas de la cama.

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A mí me trataba con sumo cariño, me ayudaba a jugar, me enseñaba coplas, me cantaba romances y me recitaba pequeñas poesías, casi siempre piadosas.

En fin, la recuerdo con muchísimo cariño.

Infancia y adolescencia en El Tiradero

(Los Barrios) Después de unos cinco años en el arroyo de la Limona,

cuando yo tenía siete nos fuimos a vivir a la finca de Tejas Verdes, de la que he de decir que el letrero de “San Carlos del Tiradero” que ha tenido hasta hace bien poco nunca estuvo ahí, sino en una huerta que había arriba, casi al pie de la sierra, frente al cortijo de Tejas Verdes. Era una huerta muy fértil de los mismos dueños, pero el letrero nunca estuvo en el cortijo, lo tenían en la huerta de arriba, donde estaba también la casa del guarda, que se llamaba Marín de apellido y tenía tres hijas: Antonia, María e Isabel, mayores que yo, y dos hijos, José y Antonio.

En el ranchito que está a trecientos metros de la pista en dirección a Risco Blanco también ha vivido mi familia. Allí mi padre cultivaba un huerto. Cuando él fue allí, fue a vivir a Tejas Verdes, que estaba arrendado por un señor de Algeciras que se llamaba don Manuel Valerio, de apodo “Risitas”. Con este señor fue mi padre a trabajar de lechero, eso fue después de la Guerra. Mi padre tenía que recoger leche de las cabrerizas desde El Pedregoso, Ojén, El Tiradero y llegar hasta el Ventorrillo Blanco, que está después del Puente de Hierro, en la carretera de Jerez.

Con este señor estuvo mi padre unos cuantos años hasta que empezaron a retirar las cabras porque decían que eran el azote de los montes, pero hoy día estamos lampando para que haya en el monte piaras de cabras y ovejas, porque así estaría

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el monte limpio y no habría posibilidad de que cualquier chispa fuera un incendio tremendo. Lo tenían, como decimos nosotros, ataconado.

Por ahí precisamente es por donde está la Cueva del Negrito, el relato que yo he contado alguna vez. Es una cueva pequeña situada en una piedra que está muy cerca de la pista y con la entrada hacia la pista, e inmediatamente después está el Arroyo del Negrito, que es donde se desarrolla el cuento.

Entrada de la Cueva del Negrito, en El Tiradero

El cortijo de las Tejas Verdes era de un señor que se

llamaba don Pascacio Reina, que creo que pertenecía a la nobleza. Ese fue el dueño de aquello, pero el señor Manuel Valerio era el dueño de las cabrerizas, y tuvo tan buenas relaciones con el lechero, que era mi padre, que su hija fue la madrina de una de mis hermanas.

Mi padre recogía la leche de varias cabrerizas con un mulo cargado de cántaros de lata. Hubo un tiempo en que la tenían que cocer allí en la casa, de eso se encargaba mi madre en unos calderos enormes que tenían. Y en el Ventorrillo Blanco

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dejaba toda la leche de cabra de esa zona hasta que la recogía un coche para llevarla a Algeciras.

Mi gente sólo tenía una cabra o dos para su consumo diario, así que no les daba para hacer queso.

Una tía mía sí era dueña de una cabreriza que está frente a la venta de Ojén, con un huerto y una fuente con abundante agua. Pero frente a la venta antigua, porque la venta que hay ahora es la venta nueva, la antigua Venta de Ojén es la que ahora está abandonada a cien metros de la otra. Era más grande que la de ahora y tenía un soberao para guardar la paja del ganado. La dueña de la venta, o la que llevaba aquello por lo menos, se llamaba María Canales, era bajita y mayor. Ella ponía la cruz y allí acudía toda la gente del valle de Ojén a celebrar la fiesta de fandango.

También recuerdo el caserío de Ojén, que tenía una ermita

e incluso un testimonio de los martirios de la Inquisición, una horca con la cuerda y los dos postes. Había también utensilios de martirio, como tenazas y otras cosas. Y debajo del caserío había un subterráneo en el que entraba muy poca gente y que tenía su leyenda. Había gente que había conseguido entrar, que decía que la entrada estaba en la cocina, en una losa más grande que las demás y por donde se bajaba al sótano, donde decían que también había cosas que habían utilizado para los martirios de la Inquisición. Hace muchísimos años que yo no voy por allí, pero mientras mi familia vivió allí sí que la visitaba.

Mi padre estuvo haciendo carbón muy cerca de Risco

Blanco, entre dos gargantas que hay allí, en un bujeo donde él hizo su choza para él y para su familia mientras estuvo dedicado a hacer carbón vegetal. Allí estaba el guarda, el señor Marín, y su mujer, que se llamaba Josefa. Hacía carbón de quejigo, de chaparro, de acebuche…, en fin, de los árboles que abundaban en la zona. Lo que más había era quejigo, de hecho

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una de aquellas fincas se llamaba “El quejigal”. El señor Marín, que era muy serio, recorría el monte y se dedicaba a repasar los árboles que estaban viejos para quitarlos, los jóvenes que estaban sólo para limpiarlos o para dejar solamente una vía; todo eso se lo iba diciendo al carbonero y también le hacía una marca con un sello que tenía en la parte de atrás del hacha.

Entonces había corzos, pero no tantos como ahora porque había muchas familias que para comer le tiraban al corzo. También había cerdos amontunados, pero nunca he visto jabalíes ni ciervos, los ciervos los introdujeron más tarde.

La gente joven salía por la tarde a dar un paseo, a

distraerse, a hablar y, al mismo tiempo, a picar de los frutos del monte, que podían ser zarzas de mora, majoletas de los majuelos, murtas de los arrayanes, arándanos…, en fin, frutos pequeñitos de los arbustos que hoy dicen que son muy buenos para la salud. Entonces no se iba buscando la salud, era cuestión de saborearlos porque, aunque la murta no tanto, una zarzamora en su punto es algo exquisito.

Íbamos cogiendo y comiendo y también se echaba un columpio. El columpio era el pan de cada día: había un árbol ya dedicado para eso de forma permanente o se echaba la cuerda en el momento, donde pilláramos. Ya no éramos niños, éramos grandecitos, pero el columpio era una de los juegos más usados.

Por las noches, como los vecinos estaban distanciados

unos de otros, no se solían reunir para ir a casa de nadie sino que se esperaba al día de la Cruz o a los duelos, cuando se moría alguien, que entonces se reunían todos los vecinos. Allí la gente joven, cuando ya pasaba lo fuerte del duelo, se separaba un poco de los mayores y se ponía a contar cuentos, algunas veces un poco verdes, propios de la juventud, como el de la mujer del zapatero y la piedra de batir. Eran de esa gama

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de cuentos que se decían picantes o verdes y que no eran para los niños. Los demás siempre se contaron para niños aunque tuvieran detalles escabrosos, como el de Periquito y Mariquita, en el que la madre mata y pica en un lebrillo a su hijo. El niño no tiene aún conocimiento para darse cuenta del asunto, pero a mí me da un poco de reparo contarlo porque uno cuenta para entregar amor y cariño y no para meter miedo, para mostrar a los niños que quieres ese cariño que sientes por ellos.

En El Tiradero la gente creía en brujas, pero a una

aparición le decían un espanto. Hubo un tiempo anterior a mi estancia allí en que había una señora bruja muy famosa a la que le decían “la tía Agustina”, que se presentaba a cualquier hora y en cualquier lugar.

Dicen que un señor iba un día donde se había muerto un animal y había muchísimos buitres (porque animales se morían muchos y los buitres se alimentaban de eso); iba con la idea de matar un buitre y, menos mal que iba otro con él que cuando fue a echarse la escopeta a la cara, le gritó:

-No le tires, hombre, por Dios, que es la tía Agustina. La tía Agustina se veía allí por todas partes, era ya una

bruja de mito. Y los espantos estaban allí al orden del día. Y también “las

pantasmas”, que es como llamaban allí a los fantasmas. Eran seres de otro mundo.

También estaba “el tío Cañuñas, el de las siete uñas”, alguien con el que se asustaba a los niños, que era el símbolo del mal. También estaba el coco y el tío del saco. Cuando vinieron a Tahivilla los colonos nuevos, que no eran de aquí sino de los campos cercanos a Tarifa, hablaban muchísimo del tío del saco. Era gente del Lentiscar, del Chaparral, de Punta Paloma…

Al río del Tiradero le llamábamos allí Garganta Grande

porque era el río más grande de aquel valle. Precisamente

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donde desemboca uno de los arroyos del Risco Blanco en la Garganta Grande hay una charca enorme que se llama Charco de los murciélagos, justo donde empieza La Zorrilla. Es un charco enorme porque se juntan el agua que viene de Ojén con la que viene de Risco Blanco. Hay una laja grande y allí están los murciélagos. Una persona que tenga valor y sepa nadar se mete por debajo del agua y llega allí. Y dentro hay murciélagos, por lo menos había, porque hay una entrada larga para que pasen por allí. Ahora hay dificultad para transitar por allí porque antes había muchos vecinos que necesitaban leña para hacer de comer, para los hornos de carbón…, y se andaba bastante bien porque había muchas veredas abiertas.

Recuerdo que una vez fui embestido por una vaca.

Tendría diez o doce años. Yo estaba al cuidado de unas vacas que eran de mi abuelo. Pero había una alambrada y venía una vaca toda la alambrada adelante con el becerrito detrás. Y a mí se me ocurrió (las cosas de los críos) coger al becerrito. Me acerco, me acerco, me acerco a la vaca y, claro, lo corté de la madre, lo agarré por el cuello y la madre, ni corta ni perezosa, se volvió y me embistió. Primero me tiró por alto y después en el suelo me buscó todo lo que pudo, se subió encima de mí, me pisó y me puso de barro hasta las mismas orejas. Me agarró y me enganchó una chaqueta que yo tenía y me rajó la costura de la espalda desde el falfo hasta el cuello.

Estuvo allí dándome hasta que quiso. Ya el becerrillo se retiró él solo y la madre se fue también detrás de su hijo, pero me dio una buena trilla.

Por cierto, fue en el invierno de un año que llovió muchísimo;, y es que de los años treinta y muchos al cuarenta dos fueron unos años de muchísima agua.

Otra cosa que me ocurrió, aunque algo más mayorcito y ya

en Tahivilla, fue que tuve que pasar un arroyo con la ayuda

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de un buey. Esto me pasó en el Arroyo Hondo, pero nosotros, no sé por qué, le llamamos Arroyo del Budón.

Lo cierto es que yo fui un día a recoger un buey que se había ido del arroyo para allá y crucé por el puente, por la carretera, por el kilómetro 60, y luego me entré para abajo. Luego cogí por un cerro para abajo hasta que llegué adonde estaba el buey.

Cuando llegamos al arroyo, estaba mucho más lleno que cuando yo cogí por el puente. Y yo digo: “¿Ahora voy a ir para el puente otra vez? Le digo al buey que pase el arroyo y yo paso también”.

Y me agarré a la cola del buey y el buey pasó el arroyo nadando y yo detrás, casi sin poder asentar los pies, que me llevaba el agua, pero salió el animal perfectamente conmigo agarrado a la cola. ¡Hay que ver!

Tendría yo unos catorce o quince años. Ya empezaba yo a interesarme por la lectura. En la

escuela no había habido momentos para los cuentos, sólo para aprender las cuatro reglas, dar la lección (que era leer un trocito de una página) y poco más. Pero yo no sabía leer apenas y nunca me dijeron nada de comas, ni de entonación. Eso sí, si me encontraba un trozo de periódico, hasta que no conseguía leerlo no lo tiraba, y así poco a poco lo iba encarruchando hasta conseguirlo. Más tarde, ya de mayor, fui a clases nocturnas y desde entonces siempre he intentado enmendar mi lenguaje. Luego me leía novelas por cuadernillos que traía un representante una vez al mes: El soldado desconocido, El mártir del Gólgota...

Años de juventud en Tahivilla Desde siempre he sido agricultor. Y cuando ya volví a

Tahivilla mi vida se centró en la besana. La besana era un

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lugar en el campo donde había que arar, ya fuera con caballería o con buey. Era besana desde que se empezaba el primer surco hasta que se acababa la faena, es decir, el conjunto de los surcos que se hacían allí, y se decía: “Tengo la besana en tal sitio” o “voy para la besana”. El terreno era besana mientras estuviera arado, desde el primer surco hasta el último. Si salía el trigo o lo que hubiera sembrado, ya no era la besana, era el trigal, el habal o lo que fuera.

Aparte del trabajo, del duro trabajo con la tierra,

buscábamos formas de relacionarnos y de divertirnos a nuestra manera. En mi juventud, y más adelante incluso, la forma más extendida pasárselo bien con los demás eran las reuniones que se hacían para cantar, bailar y entablar relaciones. En estas reuniones se charlaba, se hacían juegos, se escenificaban pequeñas historias y se cantaban coplas y romances.

Hay que decir que detrás de los romances (o quizás delante de los mismos) estaba el componente humano. No olvidemos que hace setenta años, por estas tierras, las mujeres

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jóvenes no podían salir de casa después de anochecido si no era acompañada de una persona mayor allegada o muy conocida. Estas reuniones servían para que hubiera cierto contacto entre sexos, aunque el contacto fuera sólo una mirada. Es cierto que en las reuniones había personas muy mayores, matrimonios jóvenes, noviazgos ya consumados y jovencitos que se gustaban y que aspiraban a ser novios. La gente, que estaba siempre al tanto de estos amores nacientes, les dedicaba entre romances esta cancioncilla que decía:

Hay una rosa encarnada que desprende mil olores, ¿quién será el jardinero

que la cuida y que la adore? ¿Quién ha de ser el galán corte ramos y deje flores?

Un muchacho de Almarchar que goza de sus amores. Ella dice que lo quiere y él dice que le va a dar

un ramito de firmeza que nunca lo olvidará.

En el campo de Los Barrios también se cantaba algo

parecido pero menos poético:

Arría la zarza que ya sale humo, que a Juanita Mari

se le quema el culo. Que se le quemaba,

que se le quemó, que vino Pepito

y se lo apagó con una escobilla

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y un aventador.

Los nombres de los enamorados y los domicilios de los pretendientes varones se cambiaban según convenían.

Los más atrevidos se lanzaban incluso a decir piropos a las jovencitas, como “Si yo fuera gato y tú sardina, no te quedaba ni la espina” o como este otro: “Tienes más salero andando que un torero toreando”.

Las coplas que se cantaban era muy diversas, pero entre todas sobresalía el fandago tarifeño, lo que hoy se conoce como chacarrá. Se ha hecho muchísimo en Tarifa por intentar mantener el fandango, pero yo creo que ya está muerto porque ya no necesita la gente aquel jaleo de la fiesta, la reunión de los jóvenes, el que estaba pendiente de una muchacha para pretenderla, que tenía la intención de acercarse a ella en la fiesta… A lo mejor, el contacto no era más que una mirada desde lejos, pero ya era algo. Allí se iba con múltiples aficiones, pero la raíz de aquellas fiestas estaba en el deseo de unirse el varón con la hembra, pero de una manera limpia: el muchacho quería pretender a una joven y el único sitio donde se podía arrimar a ella era en las fiestas: el primer día a lo mejor eran sólo tres palabras y el otro día, si ella lo aceptaba, hablaban un poco más hasta que se acercaba a la puerta de su casa y allí hablaban un rato (aquí no se llevaba hablar en las ventanas, aunque en otros sitios sí lo hacían), pero siempre con alguien presente: la hermana, el hermano, la madre… Era lo que se llamaba “pelar la pava”.

Por eso es que a las fiestas acudía todo el mundo, también quien iba a cantarle una copla que había sacado para alguien, porque había coplas para todos los menesteres: para ofender, para ensalzar, para todo. Yo recuerdo que una vez había dos muchachas que estaban mirando al mismo joven, y él, no sabiendo a quién dirigirse, se dio una pugna ahí, así que acabó cantándole a una de ellas:

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Eres una y eres dos,

eres tres y eres cuarenta y eres la iglesia de Dios,

donde todo el mundo entra.

Con eso lo dijo todo. Además del fandango tarifeño estaba el baile fino, que

llegó en los años 30, antes de la Guerra, y que se bailaba como una especie de pasodoble con letras como esta:

Tira, Pepe, tira, Juan, tira, Antonio, Nicolás,

tú caerás, tú caerás de cabeza en un zarzal.

Tengo un niño pequeñito que lo traje de Alcalá, si lo quieres conocer

sube arriba y lo verás.

Había otra letra que parecía venir de algún romance y que decía:

La pobrecita, como era coja, sabrán ustedes de qué murió.

Murió la pobre de un garrotazo que el muy canalla le propinó. -Mi amor, jamás te olvidaré.

-Tú eres un vividor, nunca me has querido bien. Él la lavaba y la peinaba,

le echaba esencias y polvos de arroz y cuando estaba muy calentita

le preparaba su biberón. -Mi amor, jamás te olvidaré.

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-Tú eres un vividor, nunca me has querido bien.

En las reuniones, que solían hacerse en casa de algún

vecino, generalmente donde hubiera muchachas que tuvieran pretendientes o novios, también se hacían juegos entre los que recuerdo el de “echarse los compadres”.

Consistía en poner en una papeleta pequeña los nombres de los asistentes y echar las de los varones en un cesto y las de las hembras en otro cesto. Luego se iban sacando:

-Fulanito de tal. Fulanita de tal. Y se decía: -Fulanito y Fulanita hoy son compadres. Luego había otra cosa que no se hacía con todos y que era

una especie de versillos que llamaban adagios; después de haber sacado los compadres, se ponía una frase en otro cesto aparte y se sacaba una tercera papeleta con lo que el compadre le decía a la comadre o lo que la comadre le decía al compadre.

Las había muy breves y también muy picantes, de pronóstico reservado, pero otras eran más normales. Por ejemplo, había alguna que decía:

Compadre que hace comadre

y no le toca en la barriga ni es compadre ni es comadre

ni se quieren con fatiga.

Y otra:

Compadre que hace comadre y no le dice dónde va

ni es compadre ni es comadre ni se tienen voluntad.

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El cantor de leyendas

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Con eso la gente se reía, se divertía y se pasaba un buen rato a plena noche.

La romería a la Silla del Papa El día de Viernes Santo, como nunca se trabajaba,

recuerdo que durante y después de la Guerra íbamos a la Silla del Papa, en la Sierra de la Plata, a buscar hierba de la sangre. Entonces no había tanto médico tan a la mano como ahora y la gente la tomaba para lo que llamaban una subida de sangre, que en verdad era un sarpullido debido, creo yo, a alguna alergia. Se le llamaba subida de sangre porque se le ponía a las personas una erupción en la piel. Había muchas personas que padecían esto, sobre todo alérgicas a la humedad. Mi abuela materna, como hubiera niebla por la mañana o taró (que decimos aquí), ya estaba asfixiándose con la alergia. Tomaba hierba de la sangre y he de decir que se cortaba bastante pronto.

Para eso se tomaba y era buenísima. La gente tenía esa creencia de que las hierbas medicinales tenían mucha más fuerza para curar precisamente en uno de los días grandes de la religión.

Como ese día se iba a aquel sitio donde había muchísima hierba, sobre todo en esa fecha de entrada de primavera, se aprovechaba la cogida de la hierba y se hacía allí la fiesta, porque había gente del Almarchal, La Zarzuela, Las Canchorreras y gente que subía del otro lado de la playa, de Bolonia y todos aquellos alrededores. Era una especie de romería, pero sin santo. Se bailaba el fandango de Tarifa, se cantaba también y, si había alguien (que siempre lo había) que supiera cantar flamenco, también se escuchaba flamenco y se pasaba un rato agradable.

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Eso fue antes y durante la Guerra Civil. Al poco de saltar el Movimiento, entró una fiebre de catolicismo y consideraron que era malo ese día de Viernes Santo celebrar fiestas paganas, hacer fiestas de fandango. Y se llevaron presas a dos señoritas que estaban bailando y creo que no las pelaron porque tenían a gente conocida que pesaba, si no las hubieran pelado, pues en aquellas fechas los pelados y los purgantes estaban a la orden del día. Las dos muchachas eran de Almarchal o de La Zarzuela, yo las he conocido después, ya un poco mayores.

En esos años yo era un crío y, si hubo algo que fuera inmoral, yo no lo vi. Yo veía a la gente divirtiéndose, moviéndose para un lado y para otro, para allá y para acá, cantando y bailando, y había algún señor que iba tocando una guitarra.

El sitio de la Silla del Papa En la Sierra de la Plata siempre hubo un agujero, una sima

por donde los nativos siempre han entrado, e incluso algunos hombres me han dicho a mí cara a cara que llegaba hasta una piedra que hay cerca de la Cueva del Moro y que se llama el Tajo de la Cuna.

Tiene que haber una razón para que allí hubiera un asentamiento humano2 porque aquello no es hospitalario ni cómodo para andar. ¿Qué sentido tiene que allí haya algo? O una razón de vigilancia tanto para la playa como para la campiña, o la mina. Otra cosa no la entiendo.Y la cruz que hay allí es muy parecida a las pinturas rupestres de por aquí, y lo

2 En el lugar que menciona existen actualmente restos de lo que pudo ser un poblado prerromano en altura (oppidum), concretamente turdetano, sosteniéndose la teoría de que aquel asentamiento es la primitiva Bailo (Baelo Claudia), más tarde refundada junto al mar por razones comerciales (v. Moret, Muñoz, García, Gallegarin y Prados, “El oppidum de la Silla del Papa y los orígenes de Baelo Claudia. Revista Aljaranda 68, pp. 2-8).

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mismo que se puede decir que es una cruz, también podría decirse que es un astado o un ser humano con los brazos levantados. Tiene toda la pinta de ser arte rupestre, pero si lo han hecho después yo no puedo decir ni que sí ni que no.

A mí me cuesta muy poco trabajo imaginar aquella leyenda que yo mismo he leído sobre los turdetanos, que cuando llegaron tuvieron que luchar con una colonia de lusitanos que estaban explotando una mina de plata. No puede haber cosas que coincidan mejor: aquella sima, aquella entrada subterránea y aquellos restos de asentamiento humano, la misma relación entre el nombre de Sierra de la Plata y la mina de plata… Y lo del nombre de Silla del Papa es cuestión de que a alguien le haya dado por llamarla así, quizás por la cruz que hay al lado de la misma piedra, que tiene forma de sillón.

También me parece que es grande la relación que hay entre la Sierra de la Plata, la mina de plata y un agua que sale por la fuente del Arrayanal o Arraijanal (porque hay muchos arrayanes), que arrastra como un mineral de plata o parecido a la plata pero que no es plata. Y pienso yo si no será un escurridero, un salir de parte del mineral de plata mezclado con el agua. No lo sé.

A mí me contaba un hombre que era mucho mayor que yo (y que había venido aquí3 muchísimas veces a la Silla del Papa casi siempre con los hijos de un señorito) que por detrás de la Silla del Papa había otra entrada subterránea a una galería en la que se podía entrar perfectamente, pero que no se atrevían ni él ni mucho menos los señoritos. Aquí se crían unas arañas con las patas muy largas con un cuerpo muy pequeño que viven en colonias a la sombra de una piedra y que se llaman “papos viejos”. Dicen que había muchas en la entrada de la galería y por eso no entraban.

3 Algunas de estas explicaciones nos la dio nuestro informante sentados sobre la misma Silla del Papa, donde hemos acudido juntos en varias ocasiones.

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Yo ahí nunca he llegado porque siempre que he venido aquí ha sido a la Silla, pero por lo que él me decía era por la parte delantera.

La laguna de La Janda La laguna de la Janda, por la que tanto he corrido desde mi

juventud, la secaron y eso ha traído mucha polémica. Y digo yo que siiempre que haya servido para dar de comer a alguien me parece bien, pero no me parece tan bien porque de alguna manera han tocado a la naturaleza.

Ahí había una vida de aves increíble, se nublaba el cielo cuando se hacía un ruido, y eso se ha perdido totalmente. Se veían muchísimas clases de pájaros y todos los patos, hasta la malvasía. La gallareta, igual que muchos patos, criaba entre un junco muy gordo llamado bayunco, que se ponía más alto que una persona.

Los patos reales o ánades reales no anidaban en la laguna, anidaban en el campo. Yo estoy harto de ver (que me encantaba) a la pata con toda su prole, que era mucha, buscando el cauce de un arroyo y por el arroyo bajaban hasta que llegaban al río Almodóvar, y luego río abajo buscando la laguna. Era una cosa preciosa, bonita de verdad, tantísimo bichillo como llevaba detrás.

Las grullas llegaban en tal cantidad que las gentes que sembraban habas, que era lo primero que se sembraba en el campo, tenían que poner un grullero para que espantara a las grullas.

Yo saco una conclusión: si en mi niñez, cuando la laguna todavía no estaba desaguada, cada vez que venía una riada (que podía durar hasta veinticuatro horas) quedaban dos o tres centímetros de limo, yo digo que a fuerza de pasar siglos, ¿cuántos centímetros habrá subido el terreno? Así que yo creo

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que Tahivilla era una de las orillas de la laguna. Yo mismo he recogido restos de poblamientos por aquí, siempre que estaba trabajando el campo he ido con mucho cuidado y se puede decir que he mirado más para abajo que para arriba.

Digo que esto estuvo siempre habitado por gente porque la

laguna era una fuente de pesca, de caza, de animales acuáticos, y la gente vivía aquí como si fuera la orilla del mar.

La vida en el campo, para el hombre que ha estado siempre en él, es algo extraordinario. Yo he visto una perdiz en mi mismo pie haciendo “pi pi pi”, y yo decía: “¿Por qué no se va?”. Yo no quería hacerle daño, pero resulta que me retiro un poco y ella siguió con su pi pi pi, y era que tenía toda la camada de hijos por allí y los estaba defendiendo, no quería que yo los viera. ¡Estaba en mis mismos pies! Los perdigones tienen la facultad de que cuando ven algo se pierden debajo de los pastos, y yo no veía ninguno, pero me retiré y la pájara siguió llamándolos hasta que vi uno por aquí, otro por allí… Y estaban en mis mismos pies. Son cosas muy bonitas, el instinto maternal está muy desarrollado en los animales.

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Nosotros íbamos a veces por la laguna a caballo con los cazadores, que tenían unos puestos hechos con bidones metidos completamente en el agua con los que conseguían no tener que estar tanto tiempo mojados mientras esperaban en su puesto. Otras veces llevaban una ropa impermeable y se metían en el agua. Esperaban a que salieran los patos y empezaban a disparar. Se puede decir que para cazar patos había que mojarse porque desde la orilla no se podían cazar tan bien.

Una vez, estos cazadores tenían una barca en Las Canteruelas para ir a los puestos de cacería. Pero resulta que un temporal rompió la cuerda y se llevó la barca y la puso en la otra orilla, en un sitio que se llama Los Pilares del Sol. Yo fui con un hermano mío a buscarla, pero como no se podía cruzar el río, le dimos la vuelta a la laguna y pasamos por un puente, luego más arriba pasamos la garganta y así por toda la orilla de la laguna. Al llegar, el guarda nos dijo que la barca la habían denunciado porque los contrabandistas de café la utilizaban para pasar la laguna, y había que ir a la Guardia Civil antes de retirarla.

Yo se lo dije a este señor (el dueño de la barca) y él se encargó de hacer las gestiones y después nosotros fuimos otra vez a por ella. Nos fuimos por el mismo trayecto que la vez anterior. Yo había preparado unos remos caseros con unos cabos de escardillo, nos embarcamos y tuvimos que cruzar toda la laguna. Y con los remos, que eran bastante largos, no se tocaba el fondo de la laguna. Así era de honda, y de ancho podría tener unos siete kilómetros, si no había más.

Ese día, embarcados en una barca con mis propios remos y con un cacharro para achicar agua (porque la barca no estaba bien y uno remaba mientras el otro tenía que ir achicando agua), fue para mí un día de alegría, disfruté de lo lindo. Con una particularidad: que se movía un viento que hacía olas de casi un metro que incluso nos echaron a un sitio de la laguna mucho más arriba de donde nosotros pensábamos llegar. Ese

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fue para mí un día grande porque siempre me ha gustado mucho el agua.

Los dueños de la barca y a la vez cazadores de patos eran un pediatra de Algeciras llamado don Jaime Font, con quien tomé cierta amistad más tarde, y otro médico llamado don José Posada. Ellos nos daban unos cohetes parecidos a los que se echan en la feria. Meterse en la laguna a caballo con el agua a los estribos y tirar un par de cohetes era ver una nube de animales que salían de la laguna, desde el pato más pequeño hasta ánades grandes. A veces también había flamencos, aunque estos estaban más bien por la parte que pegaba a la desembocadura del río Barbate.

Otros animales que había por aquí eran zorros, meloncillos y ginetas. Los corzos nunca bajaban tanto de la sierra. Había también muchísimos aguiluchos laguneros y hasta el águila imperial, la real y el quebrantahuesos. Y tengo que decir que hasta los buitres se están perdiendo: antes había muchísima comida para ellos porque todos, señoritos y colonos, teníamos ganado. Era una época en la que había muchas enfermedades en los animales, sobre todo en los cerdos, que se morían a montones de enfermedades como el mal rojo o la peste, y se morían sobre todo de beber agua contaminada, de charcos de agua estancada. ¿Qué pasaba? Que cada dos por tres había un cadáver de un animal y los buitres venían a comer. El buitre era el rey de la campiña.

Yo he visto cosas muy raras en estos animales que no me explico: yo era un muchacho y, como era un ave tan grande, poníamos lazos en los cadáveres de los animales para pillar algún que otro buitre. Bueno, pues teníamos que llegar al animal muerto y darles cachipalos a los buitres para echarlos de allí, porque se ponían a saltar y se alejaban un poco, pero no se iban por nada pero tampoco se dejaban coger. Una vez se paró un camión en una cuneta durante la Guerra porque vieron los buitres y salió un soldado con los mosquetones y los buitres se asustaron y no quedó ni uno. ¿De qué se asustaron,

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de los fusiles, del brillo de las armas? ¡Si yo los tenía que espantar a cachipalos! Pues esa vez, nada más bajarse del camión el otro, pusieron alas en polvorosa.

La castañuela de la laguna

La laguna criaba un junco triangular que se llamaba castañuela. Crecía en lo que había estado inundado durante todo el invierno. Cuando ya las aguas se retiraban en primavera, brotaba ese junco que se utilizaba muchísimo para techar las chozas.

En el monte se usaba el escobón morisco para techar y por eso las chozas del monte se llamaban moriscos. Aquí, en cambio, se techaba con castañuela.

Al recoger la castañuela, había una forma de ajustar cuánta había: la laguna pertenecía a distintos capitalistas, según por donde estaba cada finca. Cuando llegaba la hora de que la castañuela había madurado, iba un experto acompañando al dueño, al que solíamos llamar “señorito”, y le decía: “Aquí, en su laguna, puede haber tantas carretadas de castañuelas”. Eso era aforar. El dueño de la laguna, con este dato, ya se arreglaba.

Había señores, llamados laguneros, que se dedicaban a comprar la laguna en bruto (a comprar la castañuela de la laguna) y, con lo que había dicho el experto, se le decía al lagunero: “Pues mira, aquí hay tantas carretadas de castañuela, a tanto la carretada, la laguna vale tanto”. Y él metía hombres a segar, que cobraban por carretada segada y amarrada. Luego, el carretero vendía la castañuela al que la necesitaba. Así iba la laguna.

Una carretada eran cien haces, que luego fueron siendo cada vez más chicos. A mí me contaban que había que ser muy buen carretero para poder meter los cien haces de castañuela

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en la carreta. Y luego, cuando yo fui carretero, se metía carretada y media, ciento cincuenta haces, y sobraba carreta. ¿Por qué? Porque los segadores vivían de tantos haces como segaban y cada vez los iban achicando un poco más.

La castañuela era extraordinaria para techar chozas, el mejor junco que se ha conocido. Era muy abrigado y lo que quedaba visible era ese tallo triangular que tiene, que era duro y aguantaba mucho tiempo, no se mojaba nunca (si se mojaba es que no estaba bien hecha la techa).

La choza se techaba de una manera muy simple, pero también tenía su mérito: se hacía lo que se llamaba una lata, que era una andanada de juncos cogidos por dos cañas atravesadas que se cogían entre sí. Se ponían varias tandas de castañuela hasta conseguir techar la choza. Si la techumbre se ponía vieja, se le echaba otro techo encima, no se quitaba nada. Así, las casas viejas tenían dos y tres techados encima.

Un pajar para el ganado Normalmente, el pajar que preparábamos aquí, que en

realidad se llamaba almiar y que se hacía en medio del campo, se hacía con una herramienta que se llamaba bielda. Había que ir asentando la paja de tal manera hasta hacer una especie de pirámide o un prisma parecido a una casa para que la paja se mantuviera en pie por sí misma. De ahí el ganado se iría alimentando.

Ya he explicado cómo se techaban las casas de castañuela, pero el pajar no se ponía de la misma manera. ¿Qué es lo que hacían? La gente del campo se las sabía todas: ponían encima varios pares de juncos de castañuela para que no se cayera aquella “lata” y fabricaban unas agujas de pajar que se hacían con un cardo o con carrizo, dejando un lado más grueso (que es el que entraba a ley) para que agarrara más y el otro limpio

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y delgado para que entrara. Se cogían los carrizos o los cardos, se machacaban un poquito por donde se iban a doblar (porque iban dobladas estas agujas) y se doblaban con sus dos puntas. Esto se clavaba encima de la tonga o porción de castañuelas, se iba clavando y así se aguantaba la techumbre.

Luego había que abrir el pajar para coger la paja con un gancho de madera y echarla a mano a los animales. Se hacía entonces una cueva en el almiar, una especie de túnel que se paraba cuando se llegaba a las agujas de la parte opuesta, para que no se cayera aquello. Una vez sacada toda la paja de esta manera, se empezaban a cortar bancadas, que eran unos tres metros del mismo almiar que se metían dentro y se iba cogiendo paja según hiciera falta.

Un almiar venía a tener unos diez metros de largo y tres o cuatro de ancho.

Curaciones y creencias Un empacho era una afección del vientre. Y se decía: -Hay que llevarlo a Fulanito, que tiene gracia. Y la gracia era que hubiera nacido sietemesino, que

hubiera nacido de nalgas o que fuera mellizo o gemelo con su hermano. Y esa gente tenía gracia para curar. Eso, la verdad, me cuesta un poquito creerlo.

Había que curarlo dando fricciones en la barriga durante tres días seguidos; si no se quitaba, durante seis días y, si no, como máximo nueve días. Siempre nones. No había que decir ninguna oración, las oraciones eran para curar las culebrinas o la erisipela, el empacho se curaba sólo dando masajes durante esos días con aceite de oliva, que era el único que había entonces. A partir de la boca del estómago hasta el ombligo, cada uno tenía su forma: había quien curaba con las dos manos juntas y había quien curaba con una mano nada más.

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Y había otra cosa que se llamaba tabardillo, parecida al empacho pero más grave. Y un refrán que decía: “Empacho mal curao, tabardillo declarao”. Era más serio y lo curaban con plantas.

Yo, en cuanto a las plantas, no tengo ninguna duda. Lo que hace falta es conocerlas y saber para qué sirven, pero las plantas son eficaces, pero ya lo de las oraciones la verdad es que me cuesta creérmelas. También me cuesta creer lo de los sietemesinos o los gemelos para los empachos. Lo que pasa es que la persona que ya decían que tenía gracia andaba dando masajes desde que era pequeño y eso, quiera que no, le daba una práctica y unas ganas de hacerlo cada vez mejor, porque lo tenía que hacer muchísimas veces. Pero yo creo que si cualquier persona se ponía a dar un masaje en el vientre y se lo daba más o menos bien, se tenía que quitar aquello sin necesidad de ser sietemesino. ¿Qué tiene que ver un sietemesino con la cura de nada?

En cuanto a las plantas, por ejemplo, la torvisca, y el torvisco macho mejor todavía, se usaba aquí para los abortos de los animales, también por si alguna vaca paría un becerrito y le costaba echar la placenta, se le ponía un collar de torvisca o de torvisco.

Algo extraño que sí ocurría era que si se cogía una salamandra y se freía en aceite y ese aceite se echaba en el suelo o en un muro, aquel sitio se cuajaba de salamandras como si todo lo que hubiera en la sartén fuera salamandra. La creencia es que aquello se volvía salamandras por haber frito una.

Conviviendo con los vientos Aquí desde siempre hemos tenido mucho en cuenta los

cambios de viento.

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Con levante no convenía castrar a los animales, por ejemplo a los cerdos, porque se inflamaban más. Y los caracoles se agarran más fuerte cuando hace viento de levante porque aquí el levante es un viento seco, así que es más difícil cogerlos. Hay que esperar a que haya un viento más húmedo para que se ablande la mucosidad y sea más fácil cogerlos; incluso se ven andando en vez de quedarse pegados.

Cuando se ponían hacia el poniente unas nubes lejanas a cierta altura (a las que se les decía “el río de Sevilla”), era una señal de lluvia. Esas nubes debían ser la bruma del río Guadalquivir. Sobre esto también había un refrán que decía: “Morería clara y España oscura, agua segura”. Era cuando se veían esas nubes del río, que por esta parte tapaban el cielo y en la parte africana estaba claro.

Habla Camila, su compañera La vida de Curro Castro ha estado unida a Camila, que

nos deja en las siguientes líneas algunos de sus recuerdos de infancia.

Yo nací en Tarifa y mi padre se vino al Valle, a San José

del Valle. Aquello era de don José Martín, el dueño de los cochinos que mi padre guardaba, que también le daba casa a mi padre.

Del Valle se fue al Hato, que es arriba de la sierra. Yo era chiquitilla y nos dejó a todos allí, pero aquello estaba muy solo; había vecinos, pero estaban muy lejos. Y mi padre se iba a hacer el agosto con los cochinos por ahí.

Había un arroyo donde ponía mi madre su lavadero y a mí me dejaba en la cuna. Una vez pasó un hombre de Facinas, Antonio Jiménez, llamado “Pataslargas”, y le dijo a mi madre:

-Curra, que la niña está llorando mucho.

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Y es que mi madre me había dejado una sábana y yo me la eché encima y no me asfixié de milagro. Ella no se enteraba porque creía que Ana y Pedro, mis hermanos, me estaban cuidando. Ana y Pedro estarían por allí, pero haciendo una de las suyas. Se ponían a partir huevos en un plato y cuando se bosaban lo echaban en el hueco del horno. Se metían en el fogarín y de allí venían con los pies llenos de cenizas hasta donde estaban partiendo los huevos.

¡Cuando mi madre llegó y vio todos los pisotones de

cenizas en la cocina y ellos partiendo huevos! Mi madre creía que ellos estaban a mi cuidado, pero no.

Ana se llevaba dos años conmigo y los dos se llevaban dos años entre ellos.

Mi madre ha pasado mucho para criar a los niños en el campo.

Mi madre le hizo a mi hermano unas medias y, cosas de los críos, mi hermano se arrastró por una piedra y cuando llegó a la casa tenía las rodillas fuera. ¡Mi madre se quería morir! Él no quería medias, mi madre se las puso y él busco una piedra y se lió a romperlas.

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Mi tío Manuel (al que curiosamente llamaban Camilo, como su madre) tenía un primo hermano al que llamaban Juan Alforja. Mi tío iba recogiendo tablones que tiraban los barcos y llegaban a la playa de Punta Paloma; los cogía y los escondía en la breña y luego otro día iba con el burro para recogerlos. Pero el primo Juan Alforja lo veía y se los quitaba. La gente le sacó hasta una cancioncilla a aquello:

Pajalarga se tiraba como que iba a por leña,

se traía los tablones y los metía en la breña

y otro iba y se los quitaba.

Y era su primo Juan Alforja el que se lo quitaba.

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LOS TEXTOS HEREDADOS

Todo lo que tengo lo he escuchado de los mayores. Procuro contarlo como me lo contaron, aunque hace mucho tiempo que me lo contaron.

Francisco Castro Salvatierra

Para dar más veracidad a los hechos, lo haré con las mismas palabras que los interesados emplearon, pues sabéis bien que el que repite una historia contada por otra persona, debe hacerlo con la mayor veracidad posible (…); lo contrario es inventar o falsificar el cuento y aunque el autor sea el propio hermano, no debe titubearse en usar sus mismas palabras.

Geoffrey Chaucer, Cuentos de Canterbury

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CUENTOS DE ENCANTAMIENTO

Juanillo el de la porra

Dibujos de Laura Puerto, 5 años

Esto era un señor que guardaba vacas a sueldo. Como este era muy corto, el hombre se vio obligado a poner desde muy pequeño como ayudante suyo a su hijo Juan. Para que el niño estuviera contento y, como todo vaquero, pudiera presumir de su garrote, su padre le cortó uno arreglado a su fuerza y estatura.

No se cortaba de una rama, sino de una guía del arbusto y, aprovechando la cepa del mismo, se le formaba una buena porra para dar contundencia a los golpes.

Juan se encariñó tanto con su porro que no se separaba de él nada más que para dormir, y para eso lo ponía de pie junto a la cabecera de su camastro. Como le pesaba, su brazo adquirió una gran fuerza y maestría para su manejo. Por todo esto, las gentes dieron en llamarle Juanillo el de la Porra.

Un día estaba como de costumbre en el monte cumpliendo su obligación y vio cómo una zorra intentaba arrebatar a una cabra su cabritillo recién nacido. Juan le arrojó la porra con tal fuerza y acierto que dio a la alimaña en pleno costillar y le

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hizo doblar tanto su cuerpo que, juntando la cabeza con la cola, fue lanzada a varios metros de donde estaba el recién nacido. Doña Vulpeja se retiró de allí tan maltrecha que no le quedaron ganas de volver a intentarlo.

Un hada del monte contempló esta escena y le hizo tanta

gracia que confirió a la porra de Juanillo la virtud de crecer a la par de él en tamaño y peso, con que su porra nunca se le quedó pequeña.

Juan se hizo un hombre. Un día estaba en el monte buscando un ternero que se le había extraviado y, como no lo encontraba, se internó por parajes por los que no solía ir al tiempo que caía una espesa niebla que hizo que Juan se perdiera. Nuestro amigo anduvo toda la mañana en el monte sin saber por dónde lo hacía cuando a eso del mediodía levantó la niebla y Juan se encontró en un paraje totalmente desconocido para él. Vio sorprendido que a no mucha distancia de donde se encontraba, en una altura del terreno, había un viejo castillo. Muy sorprendido porque nunca había oído nada de castillos por aquellos montes y sin poder reprimir su curiosidad, Juan se acercó al mismo. La puerta estaba abierta y Juan penetró sin más. Desde el patio oyó un profundo suspiro que pareció despertar en nuestro amigo su instinto de varón. Juan pensó sin ninguna duda que aquel suspiro era de

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una mujer y que esta era muy joven y guapa. Se orientó hacia donde lo había oído, vio una puerta entreabierta, la empujó y entró sin titubeos. Allí estaba la mujer, que era aún más guapa y más joven de lo que él se había imaginado.

La muchacha estaba atada con una cadena que no era gruesa y sí lo suficientemente larga para que se pudiera mover por casi toda la estancia. Un extremo estaba sujeto al muro por medio de una argolla y el otro sujetaba el tobillo de la joven con un grillete.

La muchacha, nada más verlo, le dijo extrañadísima que cómo había llegado hasta allí, que se marchara enseguida que a ella la tenía retenida un gigante y si venía y lo veía allí lo mataría sin remedio.

Juan, para tranquilizarla, le dijo que sí que se marcharía, pero que por favor le dijera quién era y por qué estaba en aquella situación. La joven, aunque muy atropelladamente, intentó decirle que un gigante la había secuestrado mientras estaba en una montería con su padre y sus hermanos, pero no pudo decir más. Se oyeron unos pasos que parecían truenos y una respiración que más bien parecía de un animal salvaje que de persona humana, y en la puerta apareció un hombre descomunal.

Nada más ver a nuestro amigo, lo miró muy despectivamente y, con un vozarrón que causaba espanto, le dijo:

-¡¡¡Hola, gusanillo de la tierra!!! ¿Quién tan mal te quiere que por aquí te envía?

Juan, sin inmutarse, le contestó: -Mi fortuna, buena o mal, aquí me guía. El gigante tomó estas palabras como un insulto y

desenvainando su espada la emprendió a tajos con Juanillo. Juan los iba parando con su porra, y viendo el gigante que no conseguía herirle, agarró el acero con las dos manos y le tiró un tajo que de no haberlo parado Juan con su porra, lo hubiera cortado en dos.

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El golpe fue tal que casi le arranca a Juan la porra de las manos. El acero saltó por los aires hecho tres pedazos con tal mala fortuna para el gigante que uno de ellos cayó sobre una de sus orejas y se la cortó de raíz. Cayó casi a los pies de nuestro amigo y este, instintivamente, la cogió y se la guardó en el bolsillo.

Aprovechó el gigante este momento que Juan no estaba en

guardia para agarrarlo a él y a su porra, lo sacó de la estancia y, una vez fuera, los levantó a los dos tan alto como le permitieron su estatura y sus brazos.

El muchacho creyó que era su última hora, que aquel gigante lo arrojaría al suelo o contra los gruesos muros y que allí fallecería. Pero no fue así. El gigante lo llevó al centro del patio, donde había un aljibe, y allí lo tiró sin ningún escrúpulo. El golpetazo que dio Juan y su porra en el fondo enlosado de aquel pozo fue tremendo, sin embargo, Juan quedó ileso. Yo pienso que aquella hada que un día le dio a su porra poderes mágicos debió socorrerlo en este trance, de lo contrario Juan habría muerto.

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Pasó allí el resto de la tarde y cuando la luz del día dejó de entrar en el pozo, como estaba tan cansado, se durmió sobre las duras losas y no se despertó hasta que empezó a entrar otra vez la luz del nuevo día. Aunque estaba muy maltrecho, lo que más le molestaba era un hambre de lobo que tenía.

Buscó por todos los rincones de aquella mazmorra soñando con encontrar aunque fuera una espina de pescado o el esqueleto de algún batracio, pero nada. Metió entonces distraídamente la mano en su bolsillo y sus dedos tropezaron con la oreja del gigante, la sacó y, al verla, su gesto fue de repugnancia, pero tenía tanta hambre que sin mirar pelitos le arreó un buen mordisco.

Inmediatamente oyó la voz del gigante que le decía:

-¡No me comas, no me comas, te daré lo que me pidas!

Lo que te pido es que me saque s de aquí ahora mismo.

Y le arreó otra dentellada.

-¡Espera, espera, que ahora mismo te saco!

Fue hasta el pozo, le echó a Juan la soga que servía para sacar agua cuando la había y le dijo:

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-Átate por la cintura y agárrate a la cuerda con las dos manos, que te saco.

Nuestro amigo, desconfiando de las intenciones del gigante, en vez de amarrarse él amarró su porra y colgó su chaquetilla del trozo del palo que estaba por encima del nudo y le dijo al gigante que estaba listo. El gigante empezó a tirar de la cuerda y, cuando vislumbró la chaqueta de Juan, pensó que la distancia del fondo era suficiente para despachurrarlo y soltó la soga. El golpetazo fue tal que el gigante lo dio por muerto y se fue de allí sin siquiera recoger la cuerda.

Juan estuvo tentado de trepar, pero pensando que el maldito podría estar esperándolo arriba, no lo hizo. Recordó que la muchacha le había dicho cuando él entró que el gigante no estaba en aquel momento porque todos los días, después de comer, se echaba una siestecilla. Juan, cuando calculó que era mediodía, aguzó el oído y al poco llegaron hasta él unos ronquidos enormes. Pensó que era el momento y trepó por la cuerda.

Una vez arriba, tiró para sacar su porra, que aún estaba atada al extremo de la cuerda, y cuando se vio libre y en posesión de su arma reglamentaria, como él solía decir, se fue corriendo adonde estaba la muchacha. Todavía estaban en el suelo los pedazos de la espada del malvado. Sin escuchar las protestas de la joven rompió el grillete con uno de los trozo de acero y tomándola de la mano la sacó de allí a toda prisa. Un fuerte olor a amoníaco le indicó por dónde estaban las cuadras, y allí se fueron.

Había dos caballos, un percherón de mil demonios, que era el que montaba el gigante, y un caballito de raza normal, muy bien conformado. Juan lo ensilló rápidamente, con un saco de paja de la que servía para alimentar a los animales preparó una grupa, puso sobre la misma a la joven, saltó él sobre la silla y salieron del castillo a todo galope.

Algo debió oír el gigantón porque dejó su descanso, se fue hasta el aljibe y, al ver la cuerda en el suelo, pensó lo peor. Se

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fue entonces a la estancia donde estaba la prisionera y, al no verla, hecho una furia se fue a las cuadras y, al notar la falta del caballo no necesitó más: subió a su percherón y castigándolo duramente salió tras fugitivos.

No tardó en divisarlos y en pocos minutos les dio alcance. Llegar a ellos y empezar a tirarles tajos con su espada, todo fue uno. Trataba desesperadamente de herir tanto a los jóvenes como a su caballo, pero el vaivén tremendo del galope no le permitía ejecutar el golpe, y sí le dio a su caballo tal corte en la cabeza que el animal estuvo a punto de caer, con lo que nuestros amigos pudieron adelantarse un poco.

Aprovechó Juan este respiro para arrojar hacia atrás su porra y, aunque no lo pudo hacer con la precisión que él lo hacía, sí consiguió darle al gigante tal golpe en el hombro izquierdo que lo derribó del caballo. Arrastró este consigo su cabalgadura y ninguno de los dos se pudo levantar.

Sin su perseguidor, nuestros amigos pudieron caminar a una marcha más sosegada. Entraron en una hondonada boscosa y, cuando se dieron cuenta, estaban rodeados por un escuadrón de soldados a caballo. Estos dieron muestras de conocer a la muchacha y, pensando que Juanillo era su raptor, le ataron los pies a la cincha de la montura y todos emprendieron un camino para Juan desconocido.

Después de más de un día de camino llegaron a un castillo donde vivían los padres de la joven. La recibieron a ella con grandes muestras de alegría y Juanillo fue arrojado a los calabozos.

Cuando la princesa contó todo lo que le había pasado, fue el rey en persona a libertar a Juan y le ofreció que se quedara en su casa el tiempo que quisiera. Juan, después de agradecerlo, le dijo que no podría ser mucho porque tenía que ir a ver a sus padres.

No pasó mucho tiempo sin que se dieran cuenta de que los jóvenes estaban muy enamorados. El rey no dudó en conceder

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a Juanillo la mano de su hija y en decirle que cuando se celebrara la boda se haría dueño de un principado.

Juan, sin saber cómo agradecérselo, dijo que primero tenía que ir a ver a su familia. Inmediatamente fue armado caballero y, con un séquito y acompañado por la princesa, se presentó en su casa.

Sus padres, que en un principio no lo reconocieron, no cabían en sí de alegría. Inmediatamente se preparó el regreso, abandonaron la mísera choza en la que vivían y regresaron a los dominios del rey. Se celebraron las bodas y todos vivieron muy felices.

Se cuenta que, pasados muchos, muchísimos años, en la sala del trono de aquel principado, a la derecha del mismo y pendiente de un aplique de oro, había una porra de madera de acebuche. Era la porra de Juanillo.

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El mago avariento Esto era una mujer que, cuando se casó, no sabía que su

marido era un mago. En realidad, de su marido sabía muy pocas cosas porque el hombre, además de que como mago no era ningún lumbreras, como persona también dejaba mucho que desear: era muy avaricioso, tacaño, no le daba a su mujer ni una perra gorda para nada y, además, era tremendamente celoso.

Su mujer era una señora de muy buen ver, muy elegante, guapísima, quizás por eso el mago sentía celos y la maltrataba. Por todas estas cosas ella decidió abandonarle.

Adivinó el mago sus pensamientos y, para que no pudiera hacerlo, preparó un embrujo y la convirtió en un ser invisible. Entonces se dio cuenta de que, claro, estando su mujer en una dimensión diferente, en un estado invisible, y él en su estado natural, normal, de persona humana, pues no la podría vigilar, que era lo que a él más le interesaba. Así, un poco nervioso, a toda prisa, preparó unos potingues, inhaló sus vapores y se convirtió también en un ser invisible.

Las gentes del lugar, como habían dejado de verlos, pensaron que a lo mejor se habían ido a Buenos Aires, que entonces estaba muy de moda y que la casa la habían abandonado. Pero nadie se atrevió a ocuparla ya que todo el mundo sabía de las malas pulgas que gastaba el mago.

Fue corriendo el tiempo, la casa se fue deteriorando y, a la vuelta de pocos años, se convirtió en un edificio en ruinas. Surgieron entonces rumores de que en los alrededores de la casa se oían sollozos y lamentos de mujeres maltratadas y de que en aquella zona aparecían animales salvajes de una naturaleza nunca vista. Todo esto hizo que la gente rehuyera pasar por allí. Tenía que ser alguien con mucha necesidad para pasar cerca de aquella casa. Como aquel contrabandista mochilero que aprovechaba que era un lugar deshabitado para

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tomarlo de camino tanto cuando iba cargado como cuando volvía de vacío.

Cierto día, cuando pasaba este contrabandista junto a un trozo de muro del patio que aún quedaba en pie, vio una gallina seguida de muchos pollitos chicos. Todos sabemos que las gallinas son muy dadas a buscar un nido entre las matas y a poner allí sus huevos. Esto fue lo que pensó este hombre. Y como no sabía quién podría ser el dueño, pensó llevárselos y devolverlos cuando apareciera. Cogió los pollitos y, como no tenía otro sitio, los puso en el sombrero con mucho cuidado porque estaban recién nacidos. Eran muchos y estaban apretadillos, pero consiguió colocarlos todos. Después fue a coger la gallina, pero, nada más tocarla, el animal desapareció por completo, se perdió de su vista. El hombre miró el sombrero y vio que los pollitos tampoco estaban, también habían desaparecido. El hombre, lógicamente, se escamó un poco, relacionó el asunto con la historia del mago y se marchó de allí.

Desde entonces, siempre que tenía necesidad de pasar por aquella casa en sus viajes, miraba por si veía algo extraordinario, porque aquello de ver una gallina que desaparecía lo tenía algo preocupado. Y así fue como un día consiguió ver una gata en lo que había sido la puerta de la casa. Él dedujo que era una gata porque, además de que era muy lustrosa y bonita, tenía el pelaje de tres colores y había un refrán que decía que “de tres pelos, ni gato ni perro”, tenía que ser gata o perra. Era una gata blanca, negra y con un rojo lleno de matices muy bien repartidos, una gata preciosa.

Empezó la gata a maullar y a ronronear como suelen hacer cuando los gatos están contentos y el hombre se acercó para acariciarla. Pero nada más mover un pie, la gata desapareció.

-Caramba, otra vez un animal que desaparece. Pero no duró mucho su extrañeza porque donde estaba la

gata apareció una mujer de cuerpo perfecto, bellísima, una mujer como él no recordaba haber visto ninguna en su vida.

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Temeroso de que con esta aparición ocurriera como con las anteriores, que se habían esfumado, el hombre, sin moverse, le rogó que no se fuera, que él estaba muy contento de verla, que tenía necesidad de hablar con ella y de saber qué hacía en aquel lugar.

La mujer le dijo: -Soy la esposa del mago avariento, mi marido me volvió

invisible y él también está así para poder vigilarme constantemente.

-Pero… habrá alguna forma de romper este encantamiento –dijo el joven.

-Este embrujo sólo podrá romperse si aparece un hombre dispuesto a luchar con el mago y a vencerle. No tendrá que quitarle la vida, bastará con que le haga sangre.

Dicho esto, la mujer continuó: -Quien venga tendrá que hacerlo en la noche de San

Andrés a las doce y media en punto de la madrugada. Y ahora no tengo más remedio que marcharme.

Y desapareció. Nuestro hombre se quedó aún más preocupado que nunca, incluso pateaba el suelo pensando por qué le tenían que ocurrir a él aquellas cosas de seres que aparecían y desaparecían. Cuando se serenó, pensó: “Bueno, estamos a mediados de noviembre, la noche de San Andrés no tardará tanto en llegar”. Y, como él estaba decidido a ir allí a luchar con el mago, pues esperó hasta que llegara la noche de San Andrés.

A la hora que le había dicho la mujer, estaba allí nuestro hombre. No llevaba ningún arma, sólo aquella navaja que siempre le acompañaba metida en uno de los bolsillos del pantalón. Cuando el hombre llegó allí, el bosque estaba en un profundísimo silencio, algo anormal porque ni el viento hacía ruido moviendo las ramas de los árboles. Dieron las doce y media y oyó como si algo se arrastrara por entre las matas. Enseguida se presentó ante él una enorme serpiente tremendamente grande y repulsiva. Venía en un plan bastante

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agresivo, traía la cabeza y parte del cuerpo levantados del suelo, silbando constantemente y sacando una lengua roja como el fuego que terminaba en dos puntas. Llegó a nuestro hombre y empezó a darle vueltas a sus pies, a enroscarse en sus piernas hacia arriba.

Dibujo de Daniela Pérez, 7 años

Nuestro hombre, que no era persona de miedo, era

consciente de que su vida corría un gran peligro, pero pensaba también que aquella mujer a la que ya él amaba debía regresar a su estado natural. Sin embargo, no movía un solo dedo, como si una fuerza maligna y misteriosa lo tuviera totalmente paralizado. El reptil seguía enroscándose hacia arriba y tenía la cabeza a la altura de su pecho. Hubiera bastado uno de esos movimientos rápidos de estos animales para morderle la garganta o la nuca y quitarle la vida. Ante estos pensamientos, el hombre intentó reaccionar y se llevó la mano al bolsillo para sacar la navaja, pero comprobó que uno de los anillos de la serpiente se lo impedía.

Entonces ocurrió algo inesperado y rápido como el rayo: desde las matas cercanas, una criatura con una habilidad propia de los felinos, saltó sobre los anillos de la serpiente y,

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con una furia tremenda, como si fuera un animal rabioso, empezó a morder y a arañar al reptil. De las heridas, aunque no eran profundas, empezó a brotar sangre y el reptil se esfumó. No cayeron sus anillos inertes a los pies de nuestro amigo ni tampoco se fue como había venido, sino que desapareció.

En aquel momento, el bosque recobró su punto. Se oyó el grito de la corneja, el ulular del búho, el extraño ladrar de la gandana y un ejército infinito de grillos entonó su chirriante canto. El mago había sido vencido y el encanto se había roto.

En la puerta de lo que había sido la casa del mago apareció la mujer que ya conocemos, pero esta vez era más elegante, radiante y guapa y venía en carne mortal. Traía en su cuadril derecho una canasta de mimbre de tamaño grande con dos asas y en ella traía su ropa.

Se miraron con una alegría infinita, se acercaron el uno al otro y se saludaron cariñosamente. Como deseosos de abandonar pronto aquel lugar, empezaron a caminar llevando la canasta entre los dos, cada uno de un asa.

No habían andado muchos pasos cuando oyeron tras de sí un insistente “pío, pío, pío, pío”. Eran la gallina y los pollitos que les venían siguiendo. Sintieron lástima de aquellos animalillos y, para que no fueran pasto de los bichos montunos, decidieron llevárselos en la canasta. Los colocaron dentro y, para más seguridad, los cubrieron con una prenda de ropa de la mujer.

Caminaron de nuevo llevando la canasta entre los dos, pero, a poco que habían andado, se dieron cuenta de que la canasta cada vez pesaba más y más y más. Y ya, cuando habían caminado un buen trecho, llegó un momento en que casi no podían con ella. La pusieron en el suelo antes de que se rompieran sus asas, levantaron la prenda de ropa y vieron que allí de gallina y de pollitos no había nada. Lo que había eran muchas, muchísimas relucientes monedas de oro. Era todo lo

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que el mago había ido ahorrando con su tacañería y su avaricia durante toda su vida.

Como es natural, nuestros amigos no cabían en sí de contentos. El hombre dejó el contrabando y vivió muy feliz acompañado de su mujer y de aquella preciosa gata de tres pelos, que no era otra que su hada protectora. Y con esto y un cesto con pan y pimientos y rabanillos tuertos, termina este cuento.

El castillo de irás y no volverás

Era una familia de campesinos que vivían de cultivar una minúscula hacienda, tan pequeña que a duras penas les daba para comer. Tenían un hijo pequeño llamado Salvador que en lo que podía ayudaba a su padre en las faenas del campo.

Los días que no había bruma y el horizonte estaba despejado se podía divisar allá lejos, muy lejos, algo así como las almenas de una vieja fortaleza. El niño, cuando la veía, preguntaba a su padre que qué era aquello, y el padre siempre le contestaba lo mismo:

-Hijo mío, aquello es el castillo de irás y no volverás; no se te ocurra ir nunca por allí porque quien ha ido no ha vuelto jamás.

Salvador era muy respetuoso y no contestaba nada, pero para sus adentros siempre decía: “Si yo fuera algún día, sí volvería”.

Cuando se convirtió en un mozalbete, muchas veces pidió permiso a su padre para ir al castillo que tanto le intrigaba, pero nunca se lo concedieron.

Al cumplir su mayoría de edad, sus padres se tuvieron que ausentar por unos días para visitar a unos familiares que vivían muy lejos, y Salvador se quedó a cargo de su casa y de los animales.

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Pensó el muchacho que esta era su ocasión y, dejándolo todo listo para una ausencia de más de un día, se puso en camino.

Después de mucho andar y antes de llegar al castillo, tuvo que pasar por una hondonada muy profunda por cuyo fondo corría una caudalosa garganta de aguas cristalinas. Como estaba muy cansado, bebió hasta saciarse y se echó a descansar sobre la fresca hierba; se quedó amodorrado y en ese estado vio que salía del agua un ser de formas femeninas que sonreía muy dulcemente. Recordó nuestro amigo que en un viejo libro que había en su casa había leído que en las aguas de los ríos vivían unos seres fantásticos (aunque no recordaba su nombre) y que este debía ser uno de ellos, porque sus formas eran claramente femeninas.

Aquel Ser, sin perder su sonrisa, le preguntó que dónde iba y él contestó decidido:

-¡Al castillo de irás y no volverás! -Pues vuélvete ya porque incluso aquí estás en peligro. El muchacho contestó pausadamente: -Llevo muchos años soñando con esta aventura y no me

pienso volver. El personaje, mirándole fijamente, le dijo: -Porque eres valiente te voy a ayudar. Debajo de esa losa –

señaló una que estaba muy cerca de Salvador- encontrarás un pequeño bolso. Dentro hay tres envoltorios: uno contiene un puñado de afrecho; otro, un puñado de ceniza, y el último, una tela de araña. Cuando estés en peligro, arrójalos contra tus enemigos.

El joven estuvo a punto de soltar una carcajada, pero era muy educado y se contuvo.

Cuando miró al agua, el personaje había desaparecido. Muy receloso y temiendo que fuera una burla, levantó la losa y, efectivamente, allí estaba el bolso. Su primer pensamiento fue dejarlo donde estaba. “¿Para qué me puede servir?” se preguntó. Pero al final, como no le pesaba, decidió llevárselo.

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Pasó la garganta por donde pudo, subió la empinada cuesta y desde allí el castillo estaba a dos pasos.

La puerta estaba cerrada. Al rodear la muralla, nuestro amigo vio que en un punto había un árbol muy corpulento que le rebasaba en altura. Trepó por él y, una vez arriba, por el camino de rondas buscó una escalera y bajó al patio. Oyó ruido como de utensilios de cocina y hacia allí dirigió sus pasos.

Era la habitación que servía de cocina a los moradores del castillo. La que manipulaba los cacharros era una mujer muy joven y bien parecida que, al verlo, ahogó un grito poniéndose la mano en la boca. Salvador le preguntó:

-¿Quién vive en este castillo? ¿Eres tú la hija de los dueños?

La muchacha, bajando la voz y muy nerviosa, le respondió que los moradores del castillo eran unos malhechores que habían matado a su familia y que a ella le habían respetado la vida para que hiciera las faenas de la casa; el grueso de la pandilla estaba haciendo su correría diaria y ahora sólo estaban en el castillo ella y uno de los bandidos que se quedaba de guardián y que en aquel momento estaría haciendo algún menester o tal vez durmiendo.

Salvador no pensó en otra cosa que en libertar a aquella pobre mujer, por lo que le dijo:

-Si tu guardián está ausente y tú estás aquí por la fuerza, ¿a qué esperamos para escapar?

Sin escuchar los razonamientos de la joven, la obligó a salir al patio a toda prisa, descorrieron el enorme cerrojo, salieron y se fueron a todo correr.

Quizás fuera el chirrido del cerrojo lo que alertó al guardián, que fue a la puerta y, al verla abierta, corrió a la cocina, pero al no ver a la joven, cogió un turullo y subiéndose a lo más alto de la muralla lo hizo sonar repetidas veces para alertar a los demás si no estaban muy lejos.

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Dibujo de Fátima Fernández (6 años)

Efectivamente, los malhechores ya regresaban y, al oír la

llamada, vinieron a todo galope. Enterados de lo ocurrido y pensando que la muchacha había huido sola, sin bajar de los caballos salieron a perseguirla, y el que estaba de guardián, queriendo tomar parte en la persecución, cogió su caballo de la cuadra y se reunió con los demás.

Los jóvenes trataban de ocultarse entre el matorral, pero no tardaron en ser visto desde cierta distancia. Nuestro amigo se dio cuenta entonces de que lo único que podía hacer era poner en práctica el consejo de la aparición de la garganta y, como ya tenía a los forajidos encima, arrojó sobre ellos el puñado de afrecho: como por arte de encantamiento surgió una nube de polvo tan espesa que no permitía a los forajidos ver ni avanzar.

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Sin embargo, poco a poco aquella polvareda fue quedando atrás y otra vez los delincuentes se echaron encima, así que el muchacho arrojó sobre ellos el puñado de ceniza que llevaba: nueva polvareda, esta vez más densa y molesta, pues la ceniza entraba en los ojos de jinetes y caballos produciéndoles irritación y lagrimeo, por lo que era imposible el avance.

Poco a poco, el viento fue arrastrando aquella nube y otra vez nuestros amigos se vieron en peligro. Entonces arrojó sobre los bandidos la tela de araña y de repente aquellos hilos de seda apenas visibles se convirtieron en una red de fortísimas cuerdas que privó a los jinetes de todo movimiento; al mismo tiempo, surgieron de la tierra unas enormes arañas grises que empezaron a picar a caballos y a jinetes. Los que eran picados se ponían rojos como el fuego y se volatilizaban, y en pocos minutos no quedó ni rastro de aquella pandilla de criminales.

Nuestros amigos, que no podían creer lo que habían visto, se dirigieron a la casa de Salvador y contaron a sus padres todo lo ocurrido.

La muchacha, cuando tomó cierta confianza, dijo al joven (al que ya amaba con toda su alma) que ella sabía dónde los criminales escondían sus riquezas, así que allá fueron con dos asnos y las trajeron a casa de él.

Poco después se casaron y vivieron felices. Y con esto y un cesto de pan y pimientos y rabanillos

tuertos, acaba este cuento.

El tesoro de la cueva del negrito

La cueva del negrito es una pequeña oquedad que está a la izquierda de la carretera que va de Facinas al Puente de Hierro.

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Allá por los años de Maricastaña vivía en aquellos parajes una familia en la que el padre era carbonero. Tenía un niño de unos diez o doce años que cada día, acompañado de su perro, llevaba a su padre al tajo la comida del mediodía.

Un día, el niño vio cómo el perro ladraba, de una forma no habitual, hacia la cueva y pensó que alguna alimaña se habría refugiado allí, por eso le dio un poco de miedo y se fue corriendo. Pero esto fue sucediendo muy a menudo hasta que un día el niño se asomó entre unas matas para ver lo que allí había. Entonces vio que en la entrada de la cueva, en una piedra, había un hombre de raza negra sentado. El chiquillo se volvió a asustar y se marchó de allí y le contó a su padre lo que había pasado. El padre conocía muy bien la leyenda de la aparición del negrito, por lo que prohibió al niño que volviera a pasar cerca de la cueva en previsión de que se llevara un susto mayor. Pero al niño se le había pegado a la vista aquel hombre tan extraño que tenía la piel como el carbón que fabricaba su padre.

Pasados unos días, volvió a pasar por allí y miró menos asustado, viendo que el negrito le dedicaba una sonrisa amplia. Así fueron transcurriendo los días y el niño se fue acercando cada vez un poquito más picado por la curiosidad. Pero un día se acercó más de lo normal y el negrito le dijo que se acercara, que no le haría daño, que le tenía que contar una cosa muy importante para él. El chiquillo se acercó con cierto recelo y el negro le contó:

-Yo fui esclavo de un árabe muy rico. Cuando expulsaron a los moriscos tuvo que esconder todas sus riquezas aquí y a mí me dejó al cuidado de las mismas. He sido tan fiel a mi dueño que incluso después de muerto, mi espíritu sigue cuidando del tesoro.

Entonces lo llevó a un arroyo cercano que también se conoce con el nombre de regajo del negrito y allí le señaló una piedra y le dijo:

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-Ahí, junto a esa piedra, está escondido el tesoro. Yo estoy cansado, lo que quiero es que alguien lo saque y se lo lleve para poder descansar. Tú me has resultado simpático y quiero que el tesoro sea para ti, pero no le cuentes esto a nadie y cuando seas mayor puedes venir a hacer un hoyo profundo y lo encontrarás.

El negro, hablando por lo bajini, dijo: “Veremos a ver qué dice ella”. Y desapareció y ya el niño no volvió a verlo más.

El chiquillo no dijo a nadie ni media palabra de aquello y pasó el tiempo. El niño se hizo un hombre y aprendió el oficio de carbonero. Eran buenos tiempos para los hombres de este gremio porque había mucha madera, mucha leña, y el carbón se vendía bien.

Siguieron pasando los años. El hombre se casó y se cargó de hijos. Las cosas no venían ya tan fáciles. Muchos hombres que eran de otros oficios se habían ido al monte a fabricar carbón vegetal, así que la leña empezó a escasear y vino una racha muy mala. La familia del carbonero lo pasaba mal y estaba al borde de la necesidad. Entonces este hombre, que nunca había olvidado lo que le había dicho el negrito, pensó que la mejor manera de solucionar su problema económico sería buscar el tesoro y encontrarlo. Habló con un compañero de trabajo muy amigo suyo y se fueron los dos a buscarlo. Cogieron sus herramientas y aprovecharon la primera luna llena que hubo para que nadie los viera cavar de día.

Cavaron, cavaron y cavaron muchas noches de luna, incluso de más de una luna, y el hoyo llegó a ser profundo y amplio, pero del tesoro no aparecía nada. Nuestros hombres estaban aburridos, desahuciados e incluso asustados, porque algunas noches les parecía oír como un murmullo en el que dos personas de diferente sexo parecían discutir. Pero era algo que no acababan de entender.

Ante todo esto, decidieron ir a consultar con la sabia –que era el nombre que se le daba a las videntes-. Fueron a la Línea de la Concepción donde había una que tenía mucha fama y le

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contaron lo que les ocurría. La señora consultó sus cachivaches y les dijo que, efectivamente, allí había un gran tesoro escondido, pero que ellos no lo iban a encontrar.

-El tesoro lo guarda una pareja de negros, hombre y mujer. El hombre está cansado de estar eternamente guardando el tesoro y lo que quiere es que alguien se lo lleve, pero la mujer, que tiene la cabeza dura como una piedra, dice que no, que ella quiere seguir siendo fiel a quien le encargó guardar el tesoro.

A la vista de esto y dado que ellos estaban cansados y aburridos, decidieron dejarlo y no buscar más el tesoro.

Como habían ido a pie, por el camino de regreso hablaron mucho y pensaron que ya que se habían entrenado cavando bajo la luna, en vez de cavar para buscar un tesoro mejor sería dedicar esas horas de trabajo extra a cortar leña para fabricar carbón. Era menos esperanzador pero más rentable.

Así lo hicieron. Y con esto y el cesto lleno con pan y pimientos y rabanillos tuertos se acaba este cuento.

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SUCEDIDOS

El tesoro del Hoyo del Lobo4

Aquello que vemos allí es Tahivilla y una edificación más bien bajita que blanquea un poquito a la derecha es la antigua venta de Tahivilla, una venta de tiempo inmemorial que estaba al lado del camino que hoy es la Nacional 340. Primero sería de herradura y después fue camino carretero.

En los tiempos aquellos todas las mercancías viajaban a lomos de mulos o de burros (los caballos se utilizaban más para montarlos), incluso cuando había que transportar dinero.

Pues una vez llegó a la venta de Tahivilla, que vemos allí blanqueada a la derecha del pueblo, una recua compuesta por un burro y un mulo cargados de dinero y como escolta venían dos militares armados, uno era un soldado y el otro sería un mando (un sargento, un teniente…). En la puerta de la venta había un palo clavado para atar allí a los animales de los hombres que llegaban a la venta. Ataron allí al burro y al mulo y el jefe entró a concertar el hospedaje o a preguntar si había un sitio seguro donde descargar su mercancía y el soldado se 4 Narrado en la Sierra de la Plata, en el lugar conocido como Silla del Papa, desde donde se contempla el posible escenario de este hecho ya convertido en leyenda.

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quedó al cuidado de la recua. El hombre, bien porque se echara un trago o porque el ventero no estuviera a mano, se entretuvo un poquito más de la cuenta. Y qué mala suerte que al soldado que estaba al cuidado de la recua le entraron unas ganas tremendas de dar de cuerpo, y el pobre hombre estaba allí bailando, moviéndose, haciendo contorsiones, pero viendo que aquello no era posible controlarlo, había a la izquierda de la puerta de la venta una cima de ramas bastante grande que se utilizaba para caldear el horno durante el invierno y para la chimenea, y entonces el muchacho pensó que como aquello venía tan ligero, iba a echar muy poco tiempo y se fue detrás de la cima de leña a hacer sus necesidades. Pero no se había dado cuenta de que había un vaquero que estaba escondido mirándolo todo y en el momento en que el soldado se fue detrás de la cima de leña, este hombre saltó, cortó el ronzal del burro y atravesó el camino real que hoy es la carretera nacional 340.

El hombre vivía en Almarchal, en esa aldea que está ahí, y se trazó una recta Tahivilla-Almarchal para venir a su casa a dejar la mercancía, pero tenía que pasar por el Hoyo del Lobo, que es precisamente allí, donde se ve un pequeño grupo de árboles. Aquello siempre fue un trampal, que le decimos nosotros a un manantial que no tiene fuerza para producir un chorro de agua pero que sí mantiene completamente chorreando un rodal más o menos grande de terreno.

El hombre conocía el terreno perfectamente y sabía que no podía entrar allí, pero con las prisas, los nervios y la oscuridad de la noche, no se dio cuenta y se metió en el trampal y en cuanto entró allí el asno se le quedó atascado.

Entonces el hombre intentó sacarlo de allí castigándolo y no fue posible. Tuvo que quitar la carga, cosa que le costó bastante trabajo porque no sabía cómo estaba puesta, y cuando el hombre sacó de allí la carga, que eran dos sacos, quitó los aparejos del animal y todo eso, pensó que no le iba a dar tiempo a llegar a Almarchal antes de que fuera de día. Y por lo

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visto decidió enterrarlo allí mismo, cosa más fácil que en cualquier otro sitio porque en el trampal estaba la tierra mojada.

Después trazó una línea recta desde allí hasta Puerto Viejo para llevar al burro y, cuando llegó allí, se volvió andando hasta Tahivilla en línea recta. El asno se quedó en el monte y más tarde lo encontraron mostrenco, sin saber de quién era.

El hombre, cuando llegó a Tahivilla, como no había pasado allí la noche, cayó en sospecha y lo llevaron preso. No sabemos el tiempo que estaría en la cárcel o quizás no fue ni él quien vino a buscar el tesoro: podría haber sido un carcelero o algún familiar de los carceleros, que son a los que él les podía haber contado lo que había hecho.

Alrededor de los años treinta vino un hombre preguntando por el Hoyo del Lobo y los nativos de aquí le dieron norte para que fuera allí. El hombre, viendo que no encontraba el tesoro, se sinceró con alguno con los que ya había tomado alguna confianza y le dijo lo que él estaba buscando.

Por lo visto, el hombre ya se marchó y la gente estuvo cavando por allí, haciendo hoyos, buscando, pero no encontraron nada.

Y así se quedó la cosa del Hoyo del Lobo.

El rancho del tío Zapata

Había una leyenda que decía que en el rancho del tío

Zapata había un tesoro escondido, pero no se sabía dónde. Eso lo contaba mi abuelo materno porque su padre era

vaquero de profesión, pero no de ganado propio sino a sueldo, y estaba por aquí, por la Mesa de las Habas, por La Tirilla, por toda la besana de la sierra.

Total, que él sabía aquello. Cuando era un crío fueron a llevar un rebaño de vacas a invernar a Cañadahonda, donde

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está el rancho del tío Zapata. Eso pertenece a Medina o a Benalup, no lo sé bien. Dice que había allí un acebuchal tremendo y él se metió por allí para buscar una vara buena para hacerse un porro, un garrote. Y dice que encontró un pozo ciego, que ya no había tal pozo porque sólo se veía un trozo del anillo y el resto estaba totalmente cubierto de tierra. Pero decía él, que se me pegó mucho al oído, que en esa parte que se veía, pegados a la pared por fuera, había dos tallos de higuera que le llamaron muchísimo la atención porque, como estaban en una zona muy umbría, habían crecido para arriba buscando el sol. Decía que eran finos, finos, para lo larguísimos que eran. Le llamó mucho eso la atención y ahí se quedó la cosa.

Este niño se hizo un hombre, se casó, dejó el ganado vacuno porque le gustaba más la agricultura, y se vino a Tahivilla a cultivar la tierra. Entonces la finca era propiedad del Duque de Lerma, que arrendaba a un señor y ese señor subarrendaba a vecinos de aquí o que vinieran de sitios cercanos, subarrendaba y él cobraba sus rentas.

La casa de mi abuelo estaba justo al lado de la carretera (ya no queda allí nada, es donde yo tengo ahora mi huerto). Allí se practicaba muy bien aquello de dar posada al peregrino: individuo que pasaba por la carretera, individuo que llegaba allí a por agua, a por pan, buscando dónde pasar la noche. Eso siempre, y yo he conocido a montones de gentes de por aquí y de por ahí que pasaban por la carretera ambulantes.

Pues dicen que un hombre que pasaba por la carretera llegó a lo de mi abuelo a pedir algo de comer y pidió que le dejaran dormir donde no estorbara. Le dieron posada y por la mañana se levantó y se puso a hacer tareas del campo. Era una época de mucho trabajo y cayó muy bien que ayudara a las mujeres y se quedó varios días ahí. El hombre tomó cierta confianza y dijo para dónde iba, que era Cañadahonda y el rancho del tío Zapata, y le contó a mi abuelo todo lo que sabía:

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Decía él que el hijo de un presidiario vino también por aquí buscando el rancho del tío Zapata, donde había un pozo, y que quizás en ese pozo estuviera el dinero porque a lo mejor el que lo había robado lo había echado allí para que no dieran con el botín.

Entonces mi abuelo recordó: “Ah, mira, Cañadahonda, y allí había un pozo que me llamó mucho la atención con aquellos dos tallos de higuera”.

No le dijo al hombre nada, pero yo sí que le dije: -Bueno, con esas señas usted iría allí, abuelo. -Claro que sí. Fui con mi hermano Antonio, pero en treinta

y tantos años que hacía que yo había estado allí, de zagal, aquello no era el mismo terreno. El acebuchal que había cuando yo estuve de niño se había perdido por completo y, sin embargo, habían crecido una cantidad de acebuches jóvenes carrasqueños que no había manera de orientarse ni saber nada de nada, ni pozo ni quedaron restos de la higuera ni nada. Allí estuvimos dando muchísimas vueltas y nos volvimos y no encontramos nada.

Y esto es lo que yo sé. Cuando estuvo allí mi abuelo siendo casi un niño,

contaban que había venido un hombre buscando el rancho del tío Zapata y el pozo. Entonces sí estaba allí el rancho y estaba habitado.

El hombre estuvo allí unos días y una noche cuando vino a recogerse venía empapado en agua hasta los huesos, cogió una pulmonía, se lo llevaron al hospital y se murió.

Echándole imaginación a la cosa, mi abuelo mismo decía: -¿Quién sabe si el hombre sabía que el tesoro estaba en el

pozo y el pozo no estaba todavía ciego y el hombre se zambulló allí a ver si podía coger algo?

Ah, otro detalle: dicen que cuando se murió, mientras vino la curia le registraron el bolsillo y tenía unas moneditas de oro.

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Árabes que venían buscando tesoros

Venían árabes de vez en cuando preguntando por la piedra tal, por el árbol tal, traían una especie de croquis, y decían que venían buscando dinero que habían dejado enterrado por aquí. Y dejaban una cosa para señal, pero con el tiempo la señal se había perdido. Si era una piedra, no, pero los árboles, generalmente, han volado todos; habrá otro nuevo.

Yo he oído contar que cuando expulsaron a los moriscos, aquí en Tarifa vinieron a embarcar muchísimos, pero no había barcos y estuvieron por aquí muchísimo tiempo vagando por aquí.

Y, claro, como a esta gente como le quitaban también todo lo que tenían, lo que hacían era esconderlo donde podían. Y es posible que esta gente que venía buscando tesoros fueran de los que dejaron los moriscos.

De eso puede hacer 30 o 40 años o quizás un poco más. Uno venía buscando la Cuesta del carpintero y buscaba un lentisco, pero un lentisco es una señal muy mala, es un arbusto y no sé el tiempo que puede durar.

Yo tampoco le hacía mucho caso, pero traía unos papelillos, una especie de croquis de la planta o de la piedra. Hablaba un poco de español.

Naciendo durante la invasión francesa5

La bisabuela de mi abuela vivía con su familia en un lugar

que se llama Los Algarves (todavía en los tiempos de mi 5 Esta historia, valioso testimonio sobre la época de la invasión francesa, también aparece, aunque con más detalles, en Abriendo surcos, un libro que los hijos de Francisco Castro editaron con los poemas y relatos de su padre en una edición de distribución familiar. Hemos preferido publicar la versión oral, más breve pero más fiel a los objetivos de este libro.

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abuela ellos tenían una huerta en común allí). Allí vivían ellos cuando los franceses entraron, más o menos cuando el sitio de Tarifa. Allí tenían ellos a una hija, la mayor, que estaba embarazada, pero en muy avanzado estado de gestación.

Estaban todos asustaditos perdidos porque se contaba, y no era tampoco incierto, que los franceses llegaban a las casas, robaban lo que podían y se comían lo que hubiera y si podían abusar de alguna mujer lo hacían también.

Se habían ido de su casa porque sabían que los franceses estaban por allí y vivían en unas cuevas que debían de ser las cuevas de Los Algarbes que hoy conocemos. Me contaba mi abuela que allí, con unos corchos grandes, con unas cortezas de alcornoque, habían simulado las puertas para que no los vieran.

Pero resulta que la mujer se puso de parto y no tuvieron más remedio que venirse a su casa. Se vinieron desde la cueva a su casa y lo prepararon todo para recibir a lo que viniera (al niño que iba a nacer). Estando allí, la misma noche que estaban esperando el parto de esta señora, escucharon unos ruidos que no les gustaron porque los hombres estaban en guardia porque no se fiaban. Y eran los franceses, porque ese ruido que ellos oían y que no atinaban a saber qué era, no era otra cosa que el arrastrar de los sables por el camino.

Lo primero que hicieron los dos hombres fue coger unos escopetones de esos viejos que se cargaban por la boca y disponerse a defenderse. La vieja les arrebató las armas de las manos, las escondió detrás de la puerta (que era donde estaban) y les hizo subirse a un moral y les dijo:

-No os bajéis de ahí hasta que yo os lo ordene. Y se dispuso a recibir a los franceses porque ya estaban

encima, se habían desviado del camino e iban por el caminillo que iba a la casa de los hortelanos.

Entraron. Ella ya tenía su gallina preparada para el puchero para sus hijas y los franceses se comieron la gallina, terminaron de comer con queso y unas frutas que les ofreció

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ella y, cuando terminaron, se marcharon diciéndole que anduviera con mucho cuidado porque si venían otros a los mejor no eran tan comedidos y no se portaban tan bien con ellas

Y se marcharon. Cuando los franceses se marcharon, entró la mujer en la alcoba donde estaba la hija dando a luz, ya había dado a luz; mordiendo la almohada había nacido una niña a la que pusieron por nombre Leonor.

Cuando vieron que los franceses ya se habían ido, los hombres de bajaron del moral, sintieron el lloro de la niña y así quedó la cosa

La bisabuela de mi abuela nació, decía mi abuela, en medio de los franceses

Encuentros con serpientes

Siempre se ha contado que las serpientes venían, le mamaban a la mujer, le metían el rabo al niño en la boca y el niño se quedaba sin mamar.

Pero ocurrió que una serpiente tenía que pasar por la techumbre interior de la choza. Entonces, como se encendían candelas y luces de petróleo (una especie de candil que llamaban “perico” y que era una lata con una torcida), se echaba muchísimo humo. Las chozas en las que se encendía eso estaban todas negras por lo alto, por el techo de dentro.

Dicen que la culebra tuvo que andar por el techo para venir a parar a la cama, y más de una vez la madre encontró que el niño tenía la boca tiznada del rabo del reptil. Ya pusieron cuidado y consiguieron descubrirla.

Yo sé también una cosa que me habló un soldado que no era de aquí, que hablaba de un vaquero que había criado desde chica una serpiente a la que pusieron Sancha. La culebra le

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mamaba a las vacas y tenían que estar con mucho cuidado porque dejaba a los becerros sin mamar.

Pero la Sancha se empicó también en tomar la leche de una mujer y la descubrieron, pero se escapó. Y me dijo a mí el muchacho que la culebra la quiso matar el vaquero, pero se escapó y luego vino ella y mató al vaquero, lo ahorcó, lo ahogó.

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CUENTOS DE COSTUMBRES

El zurrón que cantaba Dibujos de Gloria García de la Cuadra (6 años)

Había una vez una niña que todos los días tenía que ir por,

con un cántaro apropiado a sus fuerzas, a una fuente que estaba algo lejos de su casa.

Por su cumpleaños, su padrino le había regalado un anillito de oro con el que estaba muy contenta. Un día, cuando fue a por el agua, tuvo la necesidad de lavarse las manos en la fuente y, temerosa de que se le pudiera caer su anillito, se lo quitó y lo puso sobre una piedra junto al brocal de la fuente.

Después de lavarse las manos, llenó su cántaro y se fue distraída, dejándose allí el anillo.

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Por el camino se dio cuenta de su olvido, pero como estaba cerca de su casa decidió llevar el agua y volver corriendo a la fuente. Cuando llegó se encontró que en ella había un mendigo que tenía con gran zurrón en el suelo, pero no vio su anillito donde ella lo había dejado, así que preguntó al hombre si lo había visto. El hombre le dijo:

-Sí, ahí está, en mi zurrón. Cógelo.

La niña se agachó a cogerlo pero como el zurrón era muy grande para llegar al fondo tuvo que meter casi todo su cuerpo. El mendigo aprovechó este momento para empujarla y hacerla entrar en el zurrón, cerrándolo rápidamente. Se lo echó a cuestas y abandonó aquellos parajes más que de prisa.

Cuando echaron de menos a la niña, por más que la buscaron no hallaron ni rastro.

El malvado mendigo, cuando estuvo a muchas leguas de allí, le dijo a la niña sin sacarla del zurrón:

-No pienses que yo voy a trabajar para mantenerte, serás tú la que me tendrás que mantener a mí.

Y siguiendo un plan que ya había pensado, le preguntó si sabía cantar. La niña le contestó que sí pero que no tenía ganas y el mendigo le dijo que tendría que hacerlo cuando le dijera lo siguiente:

-¡Zurrón, canta, si no te doy con esta lanza en la panza! La niña le dijo: -Pero es que no sé qué voy a cantar. -Pues piénsatelo porque en cuanto lleguemos adonde haya

gente y yo te lo pida tendrás que hacerlo, y si no te haré mucho daño. Venga, vamos a ensayar: ¡Zurrón, canta, si no te doy con esta lanza en la panza!

A la niña, muerta de miedo, se le ocurrió cantar:

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En un zurrón voy metida

y en el zurrón moriré por un anillo de oro

que en la fuente me dejé. Lo hizo con una voz tan bonita y con tanta armonía que el

mendigo quedó maravillado y le dijo que siempre que él se lo pidiera lo hiciera así.

Se fue a un pueblo donde había feria y donde quiera que había un corrillo de gente, él colocaba su zurrón en el suelo amenazándolo con una especie de jabalina que por su punta afilada le servía para defenderse y por la otra se apoyaba en el suelo. Y decía:

-¡Zurrón, canta, si no te doy con esta lanza en la panza!

La niña entonaba su canto, el hombre pasaba su sombrero y siempre recogía algunas monedas.

Una de estas veces acertó a pasar junto al corrillo un niño, hijo de un vendedor ambulante, que era de la misma aldea que la chiquilla y que se desplazaba con su carro vendiendo baratijas por

pueblos bastante lejanos. El niño reconoció en seguida la voz de su vecina y, muy sorprendido, se acercó al corrillo. El hombre hizo cantar a su zurrón dos o tres veces, pasó su sombrero y, cuando recogió algunas monedas, se echó a la espalda su zurrón y se acercó a una taberna cercana para echar un trago, porque le gustaba mucho beber vino.

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El niño fue corriendo y le contó a su padre lo que había visto, el hombre lo contó a dos amigos suyos y se fueron los tres y el niño para la taberna donde esta el mendigo, y le dijeron:

-Nos han dicho que tiene usted un zurrón que canta muy bien. Dígale que lo haga y le daremos unas monedas.

El mendigo tomó una actitud amenazante y dijo la consabida frase, pero la niña estaba llorando en silencio y no podía cantar. Entonces el mendigo hizo ademán de clavar la lanza, pero el padre del niño le detuvo el brazo, entre los tres lo redujeron, lo ataron de pies y manos y lo entregaron a la policía.

Sacaron a la niña del zurrón y la llevaron a su casa los vendedores vecinos. Los niñse hicieron muy amigos y cuando fueron mayores se hicieron novios, se casaron y fueron muy felices.

Y con un cesto de pan y pimientos y rabanillos tuertos termina este cuento.

Dos pájaros de un tiro

Esto era un señor muy adinerado que tenía una hija muy virtuosa, pulcra, hacendosa y muy diligente, pero que, debido a su físico poco atractivo, no le salía novio.

Como se iba haciendo mayor, su padre decidió abrir una especie de concurso entre todos los jóvenes de aquella comarca con la única condición de que los participantes fueran honrados y trabajadores. Se casaría con ella el que le dijera una adivinanza que la joven no pudiera acertar.

Había un muchacho que reunía con creces los requisitos exigidos y decidió presentarse, pero tenía un inconveniente, que no sabía adivinanzas. “Bueno –se dijo-, ya se me ocurrirá algo por el camino”.

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Se visitó con sus mejores trapitos y se puso en camino. Un amigo suyo que lo vio salir le preguntó:

-¿A dónde vas tan maqueado? -A ver si puedo matar dos pájaros de un tiro. -¿Y la escopeta? Nuestro hombre se encogió de hombros y siguió su

camino. No había andado mucho cuando vio a un cuco que se

estaba apareando con su hembra y se dijo: “Cuco sobre cuco” y guardó esto en su memoria.

Siguió su camino y más adelante vio una oveja que había perdido a su cordero y balaba desesperada: beee, beee; y él guardó esto en su memoria.

Más adelante se encontró un saco que habría perdido algún arriero y dentro había una horma de las que usan los zapateros, así que dijo: “Horma en saco”.

Más adelante, había cerca del camino una casa de labranza, y el agricultor estaba cortando una bancada al pajar con un gancho de madera que se llama garabato. Dijo nuestro caminante: “Garabato en pallaré”.

Siguió su camino y, entrando al pueblo, vivía una pobre mujer que tenía una casa tan pequeña que sólo podía tener dentro su cama y una mesa pequeñita para sentarse a comer, por lo que tenía que cocinar en la calle. Y estaba friendo pescado.

Nuestro caminante escuchó el chichiricheo que hace el aceite al freir y dijo él: “Chichirichaco”.

Y en lo poco que le quedaba de camino trató de hilvanar su adivinanza. Y cuando le tocó pasar por delante de la muchacha le soltó su retahíla, que decía así:

Cuco sobre cuco,

sobre cuco be, horma en saco,

garabato en pallaré

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y al entrar por el pueblo chichirichaco.

Como era natural, la mujer no pudo responder nada y

mucho menos acertar nada, por lo que el jurado encargado del caso declaró que aquel joven era el que debía casarse con la hija del rico hacendado.

Se formalizó el compromiso y, mientras hacían los preparativos de la boda, el elegido volvió a su casa para prepararla y recibir a su flamante esposa.

Cuando llegaba se encontró con el amigo que lo vio partir y, al verlo llegar con las manos vacías, le dijo:

-Conque tú eras el que iba a matar dos pájaros de un tiro y no traes ni una cogujada.

-Pues te equivocas. Incluso creo que he matado más de dos y más de tres. He sacado de la soltería a una mujer honrada y buena persona que va a ser mi esposa para toda la vida, he remediado mi problema económico, que con la racha de malas cosechas que llevamos estaba por los suelos, y le voy a regalar a una pobre mujer que vive en una casa poco más grande que un cajón una casa digna para que pueda freír pescado dentro de una cocina. Conque mira si he matado pájaros.

Y con esto y un cesto con pan y pimiento se acaba este cuento.

Los del Tajo de Ronda

Eran tres hermanos que vivía en la serranía malagueña. Los dos mayores tenían más malas ideas que un jabalí cogido en un cepo, eran perversos y malintencionados, en fin, malos, malos, malos. El menor, en cambio, era un verdadero santo, se

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desvivía por hacer favores y siempre estaba dispuesto a ayudar a todo el mundo. Y por esto sus hermanos le decían “el tonto”.

Una vez, los mayores idearon ir a la feria de Ronda y el pequeño quiso ir con ellos, pero no se lo permitían.

-¿Dónde vas a ir tú, so tonto, a dejarnos en ridículo y que la gente se ría de ti?

Los mayores, viendo que no lo podían convencer, intentaron deshacerse de él como fuera, así que idearon tirarlo por el Tajo de Ronda.

Y así lo hicieron. Se acercaron al borde de aquel profundo barranco y en un descuido le dieron un empujón y se fueron corriendo para que no los vieran.

Tuvo nuestro amigo la suerte de que pocos metros más abajo de donde lo tiraron había un saliente donde el viento había acumulado tierra y habían arraigado algunas plantas, y no se hizo mucho daño.

Como para arriba no era posible subir porque era una pared lisa y vertical, buscó salida hacia abajo, saltando de peña en peña, de árbol en árbol, y descolgándose agarrado a las jaras hasta que llegó al llano.

Allí se encontró con un hombre que estaba guardando una piara de cabras. Al verlo tan magullado, le lavó los rasguños en un arroyo y, como el muchacho dijo que no tenía prisa por irse, el hombre le pidió que se quedara un rato con las cabras, porque él tenía que ir a su casa a ver a su mujer que se había quedado indispuesta.

El hombre no volvió hasta muy tarde, por lo que invitó a nuestro amigo a dormir en su casa y le pidió que se quedara unos días para ayudarle, cosa que él aceptó encantado, y se comprometió a estar con las cabras hasta que su mujer mejorara.

En uno de esos días, sus hermanos volvían de la feria de Ronda y vieron desde lejos las cabras y les pareció conocer al cabrero.

-¡Pero si es el tonto!

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Se acercaron y le preguntaron: -Tonto, ¿tú qué haces aquí? ¿No te habías caído por el

Tajo de Ronda? -Sí –contestó él-, pero aquí estoy. -¿Y cómo pudiste bajar? -Pues miren, saltando de piedra en piedra y de risco en

risco. -¿Y estas cabras? -Son mías. -¿Tuyas? ¿Y cómo las has conseguido? -Pues bajando, cada salto y cada brinco, una cabra y un

cabrito, cada brinco, una cabra y un cabrito. Los malvados se miraron codiciosos y pensaron: “Con una

manada de cabras como esta nos podemos buscar la vida”. Y sin decir palabra se volvieron para Ronda, subieron a lo más alto del Tajo, se agarraron de la mano y ¡catapún! se arrojaron al vacío. Nunca más se supo de ellos.

Nuestro amigo se quedó en casa del cabrero hasta que mejoró su mujer y ambos lo miraban como a un hijo por su bondad. Los dueños de las cabras tenían a una hija, más o menos de la misma edad de nuestro amigo, que era muy atractiva y primorosa. Se enamoraron, se casaron y se fueron a vivir a su casita de la serranía, quedándose como dueños y señores de la misma.

Y con un cesto de pan y pimientos y rabanillos tuertos termina este cuento.

La mujer testaruda

Una mujer era tan testaruda que siempre estaba dándole la contra al marido, que no podía con ella por nada del mundo. Un día empezó a decirle:

-¡Piojoso, piojoso, piojoso!

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Y él, ya desesperado, la cogió y la tiró al río. Y cuando ya iba ahogándose con el agua al cuello, ella seguía diciendo:

-¡Piojoso, piojoso, piojoso! Y cuando ya le llegaba el agua a la misma boca, que no

podía decir nada, entonces sacó los brazos del agua y hacía el ademán de matar los piojos con los dedos.

Pico que pico

Era un hombre que tenía muchos hijos y vivía de su trabajo en una cantera picando la piedra. El matrimonio estaba tan apurado que el hombre siempre iba canturreando:

-Pico que pico, pico que pico, el que nace pa pobre nunca será rico. Todos los días, camino a la cantera y de la cantera a su

casa e incluso trabajando, siempre estaba con la misma cancioncilla entre manos.

Tenían unos compadres que, por pura caridad, les habían bautizado a varios de sus niños. Eran gentes que estaban bien de dinero y siempre que podían les ayudaban algo, pero tenía que ser con mucho tacto por no herir a la familia en su amor propio.

Un día estaban comentando los compadres: -Hay que ver, el compadre, tan buena persona y tan formal

que es, tan correcto, y el pobre no levanta cabeza, siempre está igual, no gana para nada en esa cantera. Y lo peor es que, como no sabe hacer otra cosa, no sé cómo podemos ayudarle.

Pensando, pensando, idearon: -Pues, ¿sabes lo que vamos a hacer? Que en el próximo

amasijo que hagamos le vamos a preparar una torta y le vamos a meter unas monedas de oro, que de algo le servirán; así puede que se remedien un poco.

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Prepararon la torta, que consistía en una telera de pan que, una vez cortada y amasada, se arreglaba aparte con mucho aceite o con manteca de cerdo y miel; luego se le hacían unos dibujitos por encima, se le espolvoreaba azúcar, se metía en el horno y aquello era algo exquisito.

Pues bien, hicieron su torta, le metieron sus monedas y cuando estuvo en condiciones la llevaron a casa del compadre. Cuando el hombre regresó del trabajo, la mujer estaba loca de contenta:

-Mira, mira la torta que nos han traído los compadres. Efectivamente, la torta tenía una pinta que no veas. Y le

dice la mujer: -¿Sabes que hoy he tenido que llevar al chico otra vez al

médico? -¿Sí? -Es que tiene diarreas y el médico dice que ha comido algo

que le ha caído mal, pero, vamos, que no tiene mucha importancia.

-¿Y qué te ha llevado? -No, no me ha cobrado nada, como siempre. Parece

mentira, las veces que ha atendido a los niños y nunca nos ha cobrado ni una chica. Y nosotros somos tan pobres que nunca hemos podido hacerle un regalo para demostrarle nuestro agradecimiento.

-¿Sabes lo que podríamos hacer? Regalarle la torta. -¿Y vamos a regalar la torta con lo que hubieran disfrutado

los niños con lo rica que debe estar? -Es verdad, pero ¿cuándo nos va a llegar otra ocasión de

tener una cosa tan exquisita y tan presentable para podérsela regalar a este señor?

Total, que decidieron regalarle la torta y la llevó la mujer muy contenta al médico. Lo que no sabemos es si la torta se partió en la mesa en familia o si la partió la criada en la cocina, con lo que las monedas irían al bolsillo de su delantal. Lo que sí es seguro es que al compadre no le llegaron.

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Pasaron días y comentaron los compadres otra vez: -¡Hay que ver el compadre! Le metimos una buena ración

de monedas en la torta y no le hemos visto que se le haya notado por ninguna parte, ni ella se ha comprado una hilacha de nada ni él tampoco, ni calzado para los niños. Esto es increíble. Sabe Dios las trampas que tendrían estos pobres.

Empezaron a pensar cómo podrían socorrerles y se les ocurrió hacer una cajita de madera, llenarla de monedas y ponerla en un puentecillo que salvaba el arroyo en el camino a la cantera.

Aquel día, cuando el pobre se levantó, pensó: “¡Hay que ver, Dios mío de mi alma, la de veces que he hecho este camino! Llevo treinta y tantos años haciendo este camino de mi casa a la cantera y de la cantera a mi casa. Parece mentira, pero yo creo que soy capaz de hacerlo con los ojos cerrados. ¡Digo, como que lo voy a intentar!”

Con las mismas, el hombre se echó su porrilla al hombro y salió caminando con los ojos cerrados, y así fue capaz de llegar a la cantera. Y él dijo tan contento: “Sabía yo que lo conseguía. Si es que esto me lo sé yo de memoria, vamos”.

Y lo mismo hizo al regreso. No sabemos si la caja fue encontrada por el compadre rico o si la cogió alguno de los pocos que pasaban por allí. Lo cierto es que tampoco llegó al pobre hombre.

Viendo los compadres adinerados que no había manera de que este hombre consiguiera un respiro económico, decidieron dejarlo por imposible diciendo:

-Tiene mucha razón el compadre cuando dice: “Pico que pico, el que nace pa pobre nunca llega a rico”.

Y con esto termina este cuento con pan y pimiento y rabanillos tuertos.

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Cagachitas Dibujos de Pablo Méndez (7 años)

Era un leñador que vivía con su mujer y su hijo y que se

dedicaba a ir al monte a cortar cada día una carga de leña para venderla en el pueblo. Iba su hijo con él y le ayudaba a cargar el burro.

No ganaba mucho dinero. Le pagaban tan poco por la leña que lo único que podía comprar eran unos kilos de harina para elaborar su propio pan y también para hacer gachas, porque comían muchas gachas. Al niño le gustaban tanto –porque no había comido apenas otra cosa en su vida- que su madre, cariñosamente, le decía “Cagachitas”.

Un día, estando en el monte, el niño se perdió de su padre

y por más que se buscaron no lograron encontrarse. El padre, cuando vio que ya iba a cerrar la noche, pensó que a lo mejor

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el niño se había a la casa y se marchó para allá. El niño no estaba allí y su madre su puso muy triste.

Aquella noche allí no se acostó nadie, estuvieron toda la noche con la luz encendida y en la candela pusieron una cazuela con una porción de gachas para que estuvieran calentitas cuando el niño regresara.

¿Qué le ocurrió mientras tanto a Cagachitas? Pues vamos a ver: Cagachitas, cuando se hizo de noche, al no saber qué hacer ni para dónde tirar, se subió en una piedra y desde allí divisó a lo lejos una luz. Y pensó: “Me voy a dirigir allí. Puede que incluso sea mi casa, pero si no lo fuera puede que la familia que viva allí tal vez me ayude”. Y se encaminó hacia la luz.

Estuvo andando, andando, andando, porque estaba muy lejos, hasta que llegó a aquella luz, que no era una casa, sino una hoguera, una candela que habían encendido tres hombres que estaban sentados a su alrededor. Estaban debajo de un árbol muy grueso y tenían un mulo atado a una rama. Cagachitas se acercó todo lo que pudo entre las sombras hasta que se subió al árbol. Desde allí pudo ver perfectamente que se trataba de tres ladrones que estaban repartiéndose el dinero que habían robado. Tenían dos sacos y el que hacía de jefe sacaba unas monedas y decía:

-Esta pa ti, esta pa ti y dos pa mí. Esta pa ti, esta pa ti y dos pa mí.

Cagachitas sintió deseos de tener aquel dinero pensando: “Hay que ver, mi padre y yo todo el día trabajando y mi madre en mi casa, la pobrecita, nunca tiene una perra gorda para nada, y no podemos ni alimentarnos bien, ni vestir… Y estas gentes, que son unos ladrones y unos canallas, mira todo el dinero que han conseguido. ¿Cómo podría yo quitarle a estas gentes el dinero? Pero, claro, ¿cómo voy a poder hacerlo si ellos son tres hombres y yo sólo soy un gorgojo?”.

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Pero como el jefe no paraba de decir: “Esta pa ti, esta pa ti y dos pa mí”, a Cagachitas se le ocurrió decir, imitando una voz de ultratumba:

-¿Y pa míiiiiiiiii no hay nadaaaaaa? Los ladrones se llevaron tal cerote que salieron corriendo

y abandonaron el dinero, el mulo, la lumbre y todo. Se retiraron monte abajo a doscientos y pico de metros y allí empezaron a deliberar; pero como la noche estaba tan serena, Cagachitas se estaba enterando de todo lo que decían. Había dos que tenían más miedo y decían que allí tenía que haber un fantasma o un alma en pena, algo raro, porque ellos habían andado muchos kilómetros para retirarse de donde vivía la gente. Entonces, ¿cómo era posible que hubiera aparecido aquella voz tan rara que no era una voz humana? En fin, que había dos que decían que ellos no iban hasta que no saliera el sol y el otro, en cambio, parecía que tenía menos miedo y dijo:

-Yo me voy a acercar a ver qué es lo que hay allí. El hombre se acercó con muchas precauciones,

ocultándose detrás de los arbustos, mirando…, pero como Cagachitas se había enterado de todo, cogió dos tizones de la lumbre, se retiró a un lado más oscuro y allí estuvo esperado a que el hombre estuviera más cerca. Entonces se puso a brincar y a mover en círculo los tizones, como haciendo malabarismos, y empezó a decir con la misma voz de antes:

-¡Acéeeeercate, �igüeñit a jugar con los espíritus y verás cómo te va a costar la vida!

El ladrón cogió tal pánico que se fue con los otros dos y dijo:

-Yo tampoco voy más. Cuando sea de día, entonces veremos lo que hay allí. Como los fantasmas no se interesan por el dinero, nadie se va a llevar nada.

Cagachitas pensó: “Esta es la mía”. Echó en el saco las monedas que estaban en el suelo, los volvió a atar, los cargó en el mulo y lo más de prisa que pudo se subió y se marchó. Empezó a andar a rumbo perdido, sin saber dónde iba y vio

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otra vez una luz; era una lucecilla más débil, pero era una luz. Y pensó igual: “Me voy a dirigir allí porque es posible que sea mi casa, pero si no lo es, alguien vivirá allí y me podrá ayudar”.

Ya era por la madrugada, casi se señalaban en el horizonte, por el este, las primeras luces del alba. Y él empezó a reconocer el terreno: “Esta piedra, este árbol… ¡Hay que ver, aquí es donde yo vivo, esta es mi casa!” efectivamente, llegó y era la puerta de su casa, estaba abierta y la luz encendida, y su madre lloraba diciendo:

-Pobrecito mi niño, ¿dónde estará mi Cagachitas, qué le habrá ocurrido al pobrecito? Sabe Dios si alguna alimaña se lo habrá comido.

En fin, la pobre madre hecha un mar de lágrimas y él ya no pudo resistir más y le dijo desde la puerta:

-¡Mamá, no se preocupe, no llore, que estoy aquí, que no me ha pasado nada!

Entró en la casa como una tromba, su madre le dio muchísimos besos y abrazos y se pusieron los tres locos de contentos. Su madre, inmediatamente, apartó la cazuela de la candela y la puso en la mesa:

-Anda, hijo mío, come. -No, espere, que antes de comer tengo que enseñarles una

sorpresa que les traigo. Salieron los tres, les enseñó el mulo y se sorprendieron al

ver aquel mulo cargado con dos sacos a tercios. Y, claro, Cagachitas se daba cuenta de que ellos no imaginaban el verdadero alcance de aquella sorpresa.

-Acérquense al mulo y toquen los sacos. Se acercaron y vieron que eran monedas. La sorpresa fue

mucho mayor. Descargaron los sacos, Cagachitas les explicó todo lo que le había ocurrido, ocultaron los sacos lo mejor que pudieron, le quitaron la albarda al mulo y lo dejaron que se marchara. Al día siguiente, el padre fue al pueblo a llevar la carga de leña que no había podido llevar la noche anterior,

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compró una casita en el pueblo, abandonaron la choza triste y mísera que tenían en el bosque y con aquel dinero vivieron felices toda su vida y no tuvieron que coger más leña ni pasar más malos ratos.

Y con esto termina este cuento, con pan y pimiento y rabanillos tuertos.

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El tonto y la princesa

Eran tres hermanos y uno de ellos era tonto. Por aquel entonces, el rey echó a concurso la mano de su hija: se casaría con la princesa el que le contestara a todas las preguntas que ella hiciera.

Aquellos dos hombres decidieron ir y el tonto se empeñó en que quería acompañarlos.

-Pero, tonto, ¿dónde vas a ir tú si tú eres tonto? El tonto se empeñó y fue con ellos. Por el camino iba

haciendo las cosas de un tonto: -¡Mira, mira, mira, me he encontrado un anzuelo! Les enseñaba el anzuelo a los hermanos y ellos le decían: -Déjate de tonterías. ¿Qué tiene de importancia un

anzuelo? Alguien lo habrá puesto ahí para cazar un avefría. -Sí, pero yo me lo he encontrado. -Bueno, está bien.

Dibujo de Mª Alejandra Pérez (5 años)

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Y el tonto se guardó el anzuelo. Más adelante, se encontró un nido que tenía dos huevecillos y también los cogió.

-¡Mira, mira, mira, me he encontrado un nido, mira, y tiene dos huevos!

-¡Anda ya! ¿Qué tiene eso de particular? -Pues que me los he encontrado yo. Y se guardó también los dos huevecillos. Llegaron al concurso. Iba pasando sobre todo gente noble,

de mucha categoría, pero ninguno contestaba a la princesa. La princesa lo único que decía era:

-¿En el culo tengo un fuego? Los hombres se quedaban perplejos y pensaban: “¿Qué le

contesto yo a esta señora?” Pasaron también los dos hermanos y se quedaron igual,

que no sabían qué decir. Al final le tocó al tonto. Pero al tonto, estando allí

esperando, le habían entrado unas ganas tremendas de dar de cuerpo y, como no tenía dónde hacerlo, se quitó el sombrero, lo hizo dentro y se lo volvió a poner otra vez. Llegó su turno, entró y le dice la princesa:

-¿En el culo tengo un fuego? Y él: -Para freír estos huevos. Y le enseñó los dos huevos. Y dice la princesa: -¿Y para sacarlos? -Con este anzuelo. A ella, claro, le dio muchísimo coraje que aquel tío, que se

estaba viendo que era un tonto, hubiera sabido contestarle. Y muy enfadada le dice:

-¡Mucha mierda para los caballeros! Y él contesta: -Aquí la traigo en el sombrero. Y te puedes imaginar cómo terminó el cuento.

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Periquillo de Malas

Mi abuela me contó que Pedro estaba trabajando con un señor guardándole unos cerdos.

Pasó por allí un marchante y le dijo que se los compraba y se los vendió.

-Bueno, yo se los vendo a usted, pero tiene que dejarme que les corte las orejas y el rabo.

-Bueno, de todas maneras, como son baratos, que les corte lo que quiera.

Y Pedro les cortó las orejas y el rabo y los dejó allí en un trampal, un sitio cenagoso donde los animales se quedaban atascados y no podían salir. Allí fue plantando las orejas y los rabos. Y cuando el marchante se había ido bien lejos fue Pedro a decirle al amo:

-Mire usted que los cochinos se han metido en el trampal y se han enterrado allí y ya no los veo, nada más que veo las orejas y el rabo.

-Hombre, ¿qué me está diciendo? Eso no puede ser. -¿Cómo que no puede ser? Venga usted y verá. Va el hombre y se pone a querer sacar un cerdo hasta que

sacó la oreja. Sacaron dos o tres orejas y dijo el hombre: -Eh, esto hay que dejarlo. Tenemos que ir a la casa a por

una zoleta y tenemos que cavar y sacarlos porque nos vamos a quedar sin cochinos.

Mandó a Periquillo a por la zoleta y Perico, cuando llegó allí, lo que hizo fue decirles a dos hijas que tenía el amo:

-Su padre ha dicho que se vengan conmigo. -Mi padre no ha podido decir eso. -¿Cómo que no lo ha dicho? Que lo ha dicho, que no lo ha dicho, dice: _Bueno, ustedes se ponen ahí y yo le voy a preguntar a su

padre. Y sale Periquillo allí a un lugar altito y grita:

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-Mi amo, ¿usted ha dicho una o las dos? -¡Hombre, las dos, las dos, y no te entretengas! Y se tuvieron que ir las dos muchachas con él.

La camisa de sal y vete

Era una señora que se la estaba dando al marido y tanto va el cántaro a la fuente que se rompe. Un día llegó el marido y estaba el amante en la casa. Ella lo escondió como pudo detrás de una cortina y, sin saber qué hacer, sacó del armario una camisa y empezó a decirle al marido:

-Siéntate, siéntate aquí, que te voy a enseñar una camisa que te he comprado.

Y le ponía la camisa por delante para que no viera salir al amante mientras le decía:

-Mira, mira, es una camisa de una vez, una camisa de ¡sal y vete!

El amante entendió la cosa y salió ocultándose con la camisa y se fue.

El tío Juan y el juez

Todos sabemos que en los pueblos a los hombres mayores se les da el nombre de “tíos”: el tío Fulanito o el tío Menganito. Bien, pues tenemos que decir que el señor que nos ocupa, el tío Juan el malagueño, no era malagueño. Antes de que las máquinas segadores, y luego las cosechadoras, llegaran a estos campos, las faenas de siega las hacían mayormente hombres que venían de la provincia de Málaga y que recibían el gentilicio de “guareños” porque, en verdad, muchos venían de allí, pero no todos, porque venían también de muchos pueblos de aquella provincia. Hubo un tiempo en que venían

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familias enteras: el matrimonio y todos sus hijos de ambos sexos. Con una de estas familias venía una joven, muy guapa por cierto, de la cual se enamoró nuestro personaje, que por aquellos años no era el tío Juan, sino que era un joven apuesto y lleno de vida.

La flecha de Cupido le penetró tan dentro de su corazón que cuando se terminó la siega se marchó para Málaga detrás de la �igüeñit para no separarse jamás de su amada. No registra esta historia si volvió a su tierra en temporadas sucesivas, lo cierto es que enviudó algo mayor, sin hijos, y entonces sí que regresó a su lugar de origen y sí traía ya el mote de “malagueño” y cuando se hizo aún mayor, el tío Juan el malagueño. Cuando empezó a no poder trabajar se hizo recovero, se compró un caballo y, a lomos del mismo, portaba de una aldea a otra los artículos que vendía: arroz, azúcar, fideos, café… y algún que otro cuarterón de tabaco de picadura proveniente de Gibraltar. Por la noche dormía en donde esta le cogía y llevaba su caballo a que pastara durante la noche en la finca de algún terrateniente, casi siempre a la del señor Duque de Lerma.

Tenía fama el tío Juan de ser simpático, ocurrente, y de encontrar siempre una salida airosa en situaciones comprometidas. Hemos dicho que su caballo pastaba casi siempre en la finca del señor Duque de Lerma. El guarda lo sabía, pero, dada la simpatía del tío Juan y su estado de pobreza, hacía la vista gorda. No faltó, sin embargo, un soplón que le dijera al señor duque dónde pastaba el caballo del tío Juan, por lo que el señor duque regañó al guarda y este se vio obligado a denunciarlo. Consistía esto en que el guarda denunciaba el caso al señor juez, este citaba al denunciado y, tras comprobar que el hecho era cierto, le imponía una multa por pastoreo abusivo, que se decía en aquellos tiempos y que costaría unas tres pesetas.

Cuando el tío Juan el malagueño estuvo en presencia del señor juez, este le hizo la pregunta de rigor:

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-¿Es cierto que en la noche del día tal, su caballo estaba pastando en la finca del señor duque?

Y esta fue la respuesta del tío Juan: -No se extrañe usted, señor juez, dado que el señor duque

tiene tantos terrenos y yo no tengo ninguno. -Bueno –dijo el juez. En ese caso, usted está obligado a

pagar una multa de tres pesetas. -Pues eso es lo malo, señor juez –dijo el tío Juan-, que yo

no tengo ni una sola perra gorda, contri más tres pesetas. El juez le miró y muy parsimoniosamente le dijo: -Bueno, hombre, pero no me diga usted que no tiene aquí,

en Tarifa, a un amigo al que pedirle prestadas las tres pesetas y usted se las devuelve en cuanto las tenga.

Respondió el tío Juan: -¿Y pa qué más amigo que usted, señor juez? A usted se

las debo y en cuanto las tenga se las devuelvo. Y tranquilamente se salió del despacho del juez. A este le

hizo tanta gracia la salida del tío Juan que lo dejó marcharse y le perdonó la multa.

El campero y el hombre que buscaba un burro (cuento escenificado)

Un hombre se ponía como que estaba escardando trigo

utilizando el garrote a modo de escardillo. En este momento se le acercaba otro hombre por detrás y le saludaba diciendo:

-Buenos días, amigo. -Venga usted con Dios –dijo el campero. ¿En qué le puedo

servir? El recién llegado dijo: -Pues mire usted, hombre, es que resulta que se me ha

extraviado un borriquillo y no lo encuentro por ninguna parte, y al verlo a usted aquí, dije: “Puñetas, po…”

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-¡Cómo que puñetas po! ¿No me habrá confundido usted a mí con el burro?

-No, hombre, no, por Dios, de ninguna manera. Mire usted: lo que pasa es que al verlo a usted aquí, digo: “Ahora me voy a acercar a ver si esta bella persona por casualidad hubiera visto a mi borrico”.

Y dice el campero: -¿Su borrico es platero? -Sí señor, platero es, platero. -¿Y está cojo de la pata trasera izquierda? -Sí señor, sí, sí, sí, está cojo de la pata trasera izquierda. -¿Y le falta la herradura de la pata delantera derecha? -Sí señor, le falta la herradura de la pata delantera derecha. -¡Y capao! -Sí señor, capao. Me cago en la mar, qué alegría, hombre.

Ojú, qué buena cosa he hecho yo con acercarme aquí a preguntarle a usted. ¿Dónde está mi borrico, dónde lo ha visto usted?

Y dice el campero muy serio: -No señor, yo no lo he visto. Y el otro hombre, un poco perplejo, dice: -¿Que no lo ha visto? Pero, hombre, cómo me puede usted

a mí decir que usted no ha visto a mi borrico si usted sabe dar señas de mi borrico mejor que yo.

-Pues nada, pues no lo he visto. -Que no lo ha visto, ¿verdad? Pues, ¿sabe usted lo que le

digo? Que usted ha sido el que me ha robado a mí el borrico y lo tendrá escondido por ahí para venderlo cuando llegue la feria, pero a usted le va a salir la calera cruda porque, ¿sabe lo que voy a hacer yo? Contárselo al señor juez.

Efectivamente, el hombre se fue y le contó al juez la papeleta. Cita el juez a los dos, los llamó a careo y le dice al campero:

-Vamos a ver, ¿es cierto que el día tal a tal hora usted estaba escardando un trigo que tiene sembrado y llegó este

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hombre preguntándole a usted por un borrico que se le había perdido?

-Sí señor, es cierto, señor juez. -¿Y es cierto que usted, después de darle todas las señas

del borrico, le dijo que no lo había visto? -Sí señor, se lo dije porque yo no lo he visto, yo no he

visto borrico ninguno. -Pues, amigo –dijo el juez-, usted tiene una papeleta un

poquito seria delante de la ley porque vamos a ver cómo me explica usted que conoce todas las señas de un animal sin haberlo visto. Está usted en una situación bastante comprometida.

El campero, el pobre, ya un poquito asustado, dice: -Párese usted, señor juez, párese usted, que yo se lo voy a

explicar. Mire usted, el borrico de este señor ha estado en mi trigo, de eso no cabe ninguna duda; por cierto, me ha hecho cierto daño que vamos a ver quién me lo va a pagar a mí, porque yo no había dicho nada, pero ya que las cosas se complican, el borrico me ha hecho a mí un daño y alguien me lo tendrá que pagar; pero bueno, vamos a lo que vamos: yo sé que el borrico de este señor es platero porque, como le digo, el borrico ha estado en mi trigo y se ha revolcado por lo menos tres veces y los pelos que se han quedado pegados en el suelo donde el borrico se ha revolcado son blancos, de manera que eso me dice a mí con toda claridad que el borrico es platero, ¿sabe usted, señor juez? El borrico es platero. Y yo sé que el borrico está cojo de la pata trasera izquierda porque por allí por donde ha pasado, en el suelo no quedan más que las huellas de las otras tres patas, por lo tanto, esa, si no la asienta el borrico en el suelo, es porque está coja de la misma. Y digo que le falta la herradura de la pata delantera derecha porque allí donde ha puesto la pata, la huella que deja no es de una herradura sino de un casco roto, que se lo rompería el animal cuando se arrancó la herradura en algún alcance que se daría al

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pasar algún arroyo cargado de carbón, porque este señor se dedica a cargar carbón en el borrico.

-Bueno –dijo el juez-, la verdad es que me va usted convenciendo, pero le queda una prueba bastante difícil de superar, porque vamos a ver cómo me puede usted explicar que sabe usted que un determinado burro está capado sin haberlo visto. No me irá usted a decir que deduce que sabe que está capado porque no ha visto en su trigo el arrastradero de los “cascabeles” del borrico, vamos.

-No, no es por eso, señor juez, yo se lo voy a explicar. Mire usted: en medio de mi trigo hay un trampal. ¿Usted sabe lo que es un trampal? Un trampal es un manantial de poca importancia, que no consigue sacar a flor de tierra un chorro de agua, pero sí consigue tener un rodal de terreno más o menos grande completamente chorreando todo el invierno; allí el trigo no prospera, no se cría, pero las malas hierbas que son hijas de la tierra crecen allí a sus anchas. Pues bien, yo, para aprovechar la hierba del trampal, amarro en él a mi borrica: cojo una cuerda y mido el diámetro del trampal, luego doblo la cuerda a la mitad, pongo ese doblez en el centro del trampal y allí hinco una estaca, amarro la cuerda a la estaca y en el extremo amarro a mi borrica; entonces, mi borrica da todas las vueltas que quiera por el trampal pero no se puede colar en el trigo porque la cuerda no se lo permite, ¿eh? Se lo estoy explicando a usted para que me entienda. Bueno, pues le digo: el borrico de este señor ha estado dando vueltas por alrededor del trampal, que están las huellas allí, pero no ha llegado a donde está mi borrica, entonces eso me dice a mí con toda claridad que el borrico de este señor está capado, ¿sabe usted, señor juez? Porque, vamos, ¡buenos son los borricos en esta materia, señor juez!

El juez se quedó bastante pensativo y parece que, mirando al campero con cierto respeto, dijo:

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-Hombre, la verdad es que lo que usted me está diciendo me está convenciendo y, además, es un verdadero ejercicio de filosofía. Bien, pues márchese usted sin ningún cargo.

Al otro hombre le dijo: -Siga usted buscando su borrico y no se descuide porque

ya ve usted que este hombre se ha sentido perjudicado y ni siquiera va a cobrarle el daño que el burro hizo. Váyase usted.

El campero se fue sin ningún cargo, el otro hombre se fue para seguir buscando su borrico y aquí termina este juego que se llamaba “el campero y el hombre que buscaba un burro”.

La familia beata

Había una familia muy beata y todos los días formaban una retahíla muy grande para comer, pero comían muy poco, no sé si es que eran muy miserables o qué. Y decían:

-Jesús, María y José, vamos a comer. Pero inmediatamente remataban: -Ya se ha comido gracias a Dios, se quita la mesa, bendito

sea Dios. Y tenían un sirviente que un día se hartó y dijo: -Ni aquí se ha comido ni gracias a Dios ni se quita la mesa

ni bendito sea Dios.

La piedra de batir

La mujer de un zapatero tenía cierto trato con un cura. Había una niña de una vecina que la tenían enterada de lo que tenía que hacer y pasaba todos los días por la ventana de la mujer del zapatero y la avisaba:

Baila que baila,

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siempre bailando, me ha dicho el padre que te está esperando.

Y la mujer le contestaba:

Tarará. tarará, tarará,

dile que ya voy p’allá, que estoy en la cocina terminando de fregar.

Y ya se iba inmediatamente a hablar con el cura de las

cosas de la Religión. El zapatero tenía una piedra de batir que se ponía en el muslo para batir las suelas de los zapatos. Cuando la mujer venía a la zapatería, tenían la costumbre de sentarse encima de la piedra de batir, y decía:

-Ay, qué fresquita está, qué cosa más buena con el calor que traigo.

El marido, entre eso y la pista que fue cogiendo de los cantares, se enteró muy bien de lo que había y un día cogió la piedra y la calentó con ascuas y cenizas antes de que llegara su mujer, la limpió muy bien y la puso donde su mujer solía sentarse. La pobrecita se sentó en la piedra y se chamuscó todas las piernas y todo. Y al rato pasó la niña de la vecina:

Baila que baila, siempre bailando,

me ha dicho el padre que te está esperando.

Y la mujer ya no pudo decir tarará y le salió tirirí:

Tirirí tirirí tirirí, dile que no puedo ir

porque me he quemado el �igü con la piedra de batir.

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CUENTOS DE ANIMALES

La pipitica Dibujos de Claudia Pérez (4 años)

Era una pipitica que

hizo su nido, puso tres huevecitos y le salieron tres pollitos. Ella iba todos los días a la besana a coger unos gusanos minúsculos para dárselos a sus pajaritos.

Cuando llevaba el gusanito para su nido, venía un poco cansada y se posó en un peral por el camino para descansar. Se descuidó un poco y se le cayó el gusanito en una

oquedad que tenía el peral. Intentó sacarlo, no pudo de ninguna manera y se fue en busca del hortelano.

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-Señor hortelano, se me ha caído un gusanito en la oquedad del peral. ¿Por qué no corta usted el peral, que yo mi gusanito quiero sacar?

El señor hortelano no le hizo caso y entonces se fue en busca del señor alcalde y le contó su papeleta.

-Mire usted, señor alcalde, ríñale usted al hortelano, que el hortelano no ha querido cortal el peral y yo mi gusanito quiero sacar.

El alcalde no le hizo caso y entonces la pipitica se fue a buscar al señor gobernador y le contó lo que había pasado:

-Mire usted, señor gobernador, regáñele usted al señor alcalde, que no ha querido reñir al hortelano, que no ha querido cortar el peral y yo mi gusanito lo quiero sacar.

El señor gobernador tampoco le hizo caso y entonces se fue a buscar al rey y le dijo:

-Majestad, ríñale usted al señor gobernador, que no ha querido reñir al señor alcalde, que no ha querido reñir al hortelano, que no ha querido cortar el peral y yo mi gusanito lo quiero sacar.

Pero tampoco el rey le hizo caso. Entonces se fue e intentó sacar de nuevo el gusanito y viendo que no lo podía conseguir

se posó en una ramita del peral y se puso a llorar amargamente, tanto que una de sus lágrimas cayó sobre un ratoncillo que estaba abajo, en medio de la hojarasca. Y dijo el ratón:

-¿Cómo es posible que haya llovido si está el cielo totalmente despejado?

Y miró hacia arriba y vio que estaba allí la pipitica llorando. Le preguntó que qué le pasaba y se lo contó.

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Entonces, el ratón, que era aficionado a la música y tenía una guitarra hecha con una cáscara de almendra, se puso a cantarle, y le cantó:

“Si tienes algún problema, no vayas al poderoso, que el poderoso no escucha lo que es del menesteroso”. La pipitica dejó de llorar y el ratón la ayudó, hizo un

agujero cerca del tronco del peral, excavó y encontró bajo tierra dónde empezaba la oquedad, y allí estaba el gusanito. Se lo entregó a la pipitica, que muy contenta se lo llevó a su nido y lo repartió entre sus pollitos.

Y con esto termina este cuento, con pan y pimiento y rabanillos tuertos, como decía mi abuela.

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Pico Rojo y Mala Uva

Picorrojo era una cigüeña bonachona y desgarbada que tenía su nido en lo más alto de la copa de un chaparro. Más abajo, entre las raíces del mismo tenía su madriguera una zorra que era muy mal encarada y que todos conocían como Malaúva. En el tronco del árbol había una oquedad, agujero donde tenía su nido un anciano búho.

Aunque la cigüeña y la zorra se trataban de comadres, no se llevaban nada bien porque la zorra le hacía muchas cosas desagradables a la cigüeña: le decía que se iba a comer a sus �igüeñitas, le hacía burla, en fin, le jugaba malas pasadas. Por ejemplo, un día la invitó a gachas:

-Comadre, que he hecho unas gachas y quiero que usted las coma conmigo.

Pero sirvió las gachas en una losa muy amplia y muy llanita que había cerca de su madriguera y fue una capa tan delgada la que puso de gachas que la cigüeña no picaba nada; en cambio, Malaúva, lengüetazo va, lengüetazo viene, se la zampó toda, y encima tuvo la cara dura de decir:

-Eh, comadre, valiente pechaílla se ha dao usted de comer, ahora se va a tirar unos días sin apetito.

La pobre cigüeña aguantó esa broma tan burlona y pesada y se subió a su nido con la misma hambre con que había bajado, y encima había servido de risa a la zorra.

El búho no perdía de vista estos detalles y, como era amigo de la cigüeña, siempre estaba pendiente de hacer una mala pasada a la zorra para darle un escarmiento. Bueno, pues a raíz de las gachas, el búho subió al nido de la cigüeña y le hablo muy quedamente, muy calladito, para que no se enterara Malaúva, y la cigüeña se dispuso a poner en práctica lo que le había propuesto el búho.

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Se fue al cañaveral, cortó un canuto, lo más gordo que encontró para que cupiera muy bien su pico, hizo unas migas y desde el borde del nido le dijo a la zorra:

-Eh, comadre, que he hecho hoy unas migas y quiero que usted las pruebe. Como usted no puede subir, yo voy a bajar y las comemos las dos.

La cigüeña, colocó su canuto lleno de migas entre dos piedras para que se mantuviera en pie, y a comer se ha dicho o, como se decía antes, “Jesús, María y José, vamos a comer”.

Cuando la cigüeña metía el pico cogía una buena porción de migas; en cambio, como el hocico de Malaúva no cabía, no cogía nada. Y viendo Malaúva que ella no iba a comer, cogió el canuto con la boca, lo hizo trizas y se comió las migas. La pobre cigüeña se sintió burlado y, además, habiendo comido poco. El búho se tiró toda la tarde pensando a ver qué podía urdir para dar un escarmiento a la zorra y, por la mañana, subió al nido de Picorrojo. Y, aunque Picorrojo no quería, la convenció. Y Picorrojo llamó a su comadre con mucha alegría:

-Comadre, que me han invitado a una boda en el cielo, lo que siento es que usted no va a poder venir. Y mire: hay pavo relleno, gallina en pepitoria, pollitos dorados, el queso que quiera, gorrinitos al horno… Aquello va a ser un desastre de comida. Aunque… desde luego, si usted no viene es porque no quiere: usted se sube a mis espaldas, se agarra bien a las plumas del cuello y en ayunas que está la puedo llevar.

La zorra dijo que sí, pensando en el hartón de comida. -Pues vamos a subir, porque la boda es lejos. Se subió la zorra y la cigüeña echó a volar. -Oiga, usted debe tener pulgas, pues me pica la espalda.

Agárrese, que me voy a sacudir. Y tal fue la sacudida que la zorra quedó en caída libre en

el aire. No veas la pobrecita el pánico que sentía de ver cómo la tierra subía hacia arriba y sin remedio se espachurraba. Tuvo la suerte de caer en un arbusto con la copa muy apretada y muy espesa y muchos brotes tiernos, y eso le salvó la vida.

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Pero eso no la salvó de las contusiones, de las heridas y del pánico.

La cigüeña dio un rodeo para entrar en su nido para no encontrarse con Malaúva, pero el búho la estaba esperando y, en cuanto vio venir a la zorra, le preguntó:

-¡Qué! ¿Cómo ha ido la boda? Y la zorra, imaginando que el búho sabía algo, dijo: -Bien, pero mire usted: Si de esta escapo y no muero, no

iré a más bodas en el cielo. Y con esto termina el cuento, con pan y pimiento y

rabanillos tuertos, para que no se olvide.

Dibujo de José Manuel Jiménez (8 años)

Astutos y valientes

Esto era un asno que había caído en malas manos: su dueño sólo le daba mucho trabajo, muchos palos y muy poco de comer. Más de una vez había pensado en marcharse de

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aquella casa, pero siempre lo dejaba para mañana por temor a lo desconocido.

Un día lo llevaron al monte a por leña y le pusieron una carga tan enorme que el pobre animal apenas podía con ella. Por el camino tenían que vadear un río y, al entrar en el agua, se cayó bajo la carga. Para que se levantara recibió una buena tanda de varejonazos, pero el pobre animal no se pudo levantar a pesar del duro castigo. El dueño tuvo que meterse en el agua, quitar la carga palo a palo y ponerla fuera del agua, donde lo volvió a cargar. Cuando llegó a la casa se le quitó la carga y la albarda y se le premió con un par de palos para que se fuera a comer al campo. Después de esto, el animal debió decidirse y, poniendo en unas alforjas un poco de paja, porque no encontraba otra cosa, se marchó hacia lo desconocido.

Por el camino dio alcance a un gato que llevaba el mismo rumbo:

-Hola, amigo –saludó el asno- ¿a dónde se camina? -Ni lo sé –dijo el morrongo-, me he ido de la casa de mis

amos porque no me daban nada de comer, querían que me alimentara sólo de ratones y había comido tantos que ya me daban asco, y también los niños me pisaban el rabo.

Contó el asno su triste historia y decidieron caminar juntos. a poco alcanzaron a un ganso y a un gallo que iban errantes. El gallo dijo que se había marchado de su casa porque había oído decir a su dueña que no tenía nada que echar al puchero y lo iba a echar a él. El ganso contó que su dueño se llamaba Juan y que, como era víspera de ese santo, tenía proyectado sacrificarlo para dase un buen hartón de carne.

El gallo y el ganso escucharon atentos los motivos del asno y del gato y decidieron caminar juntos. Mientras lo hacían, encontraron una cabeza de lobo que habían matado unos pastores. El asno dijo al gato que la pusiera en las alforjas y siguieron adelante.

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Al atardecer pasaron por delante de la entrada de una cueva y decidieron pasar allí la noche. Había restos de un fuego, pero sólo quedaba la ceniza y algunas pequeñas ascuas a punto de apagarse. Se acomodaron como pudieron y, a punto de oscurecer, apareció en la puerta el que debía ser el morador de la cueva. ¡Un lobo!

Por la médula de nuestros amigos debió pasar un tremendo escalofrío. El asno dijo muy quedo:

-Quietos, no hay que tener miedo, que esto lo arreglo yo. El lobo, al ver quiénes habían ocupado su morada se

relamía de placer pensando en el banquete que se iba a dar. El asno calmó como pudo los tiritones de sus amigos y los suyos propios y pidió permiso al lobo para preparar la cena, que se lo concedió con fuertes abrideros de boca.

-Saca de ahí una cabecilla de lobo –dijo el asno al gato señalando las alforjas.

Así lo hizo el felino, pero el astuto asno le dijo: -Esa no, la otra. El gato volvió a meterla y otra vez la sacó. -Esa tampoco –dijo el burro-, la última, la de aquel que

matamos cuando se quería comer al cordero. Entonces los tiritones pasaron al lobo, que muy

disimuladamente dijo que quería ver cómo estaba la noche y salió disimulando su miedo.

En cuanto salió el lobo, el asno colocó a sus amigos en diferentes sitios según su plan de defensa: situó al ganso en un saliente natural del techo de la gruta, mandó al gallo al último rincón y al gato le dijo que se echara junto a los restos del fuego y que estuviera muy vigilante y preparado. Él se colocó detrás de la entrada con su trasero hacia fuera.

Al rato de estar el lobo en la calle, sintió frío y dijo para sus adentros: “Me parece mentira que yo haya podido sentir miedo ante cuatro bichejos a los que puedo devorar en dos dentelladas; voy a entrar y encenderé un cigarrillo”.

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Entró cauteloso, se acercó a los restos del fuego y vio brillar algo que le pareció ascuita, pero que no era otra cosa que un ojo del gato. Acercó su hocico con el pitillo para encenderlo y el gato, con esa agilidad propia de los de su raza, saltó a la cabeza del lobo dándole tal cantidad de arañazos y mordiscos que le hicieron sangrar abundantemente.

El gato, antes de que el lobo pudiera reaccionar, saltó y se ocultó en un rincón. El lobo reculó buscándolo y poniéndose detrás del asno, que le propinó tal par de coces que lo mandó al último rincón donde estaba el gallo, que saltó sobre el lomo de la fiera y, en menos que canta él mismo, le arreó una buena tanda de picotazos, levantando rápidamente el vuelo antes de que el lobo pudiera atraparlo.

El lobo buscaba rabioso a alguien a quien morder, pero al pasar por debajo de donde estaba el ganso este le soltó una gran churrascada que le cayó en los ojos dejándolo casi ciego. En aquel momento, el gallo empezó a lanzar desaforados quiquiriquíes, el ganso grandes graznidos, el gato a maullar fuertemente y el asno a lanzar atolondrados rebuznos.

El lobo, herido y casi ciego, intentó ganar la salida, pero cuando estaba en ello le endiñó el burro tal par de coces que lo lanzó a varios metros fuera de la cueva.

Magullado, herido y con una pata guindando, pensó que en su cueva había entrado una fuerza sobrenatural y decidió marcharse de la comarca.

Nuestros amigos se quedaron a vivir en aquellos parajes. El capitán, el asno, sin tener que trabajar ni recibir malos tratos, tenía abundante comida en el campo: hierbas, cardos y brotes tiernos de los arbustos. El gallo tenía abundantes semillas silvestres. El ganso también se alimentaba de hierbas y semillas y disfrutaba bañándose en un riachuelo cercano de donde sacaba algunos pececillos que regalaba a su amigo el gato. Y así vivieron felices y contentos hasta que se hicieron viejos.

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Y con esto y un cesto con pan y pimientos y rabanillos tuertos termina este cuento.

El gato y la zorra

El gato y la zorra iban caminando juntos y la zorra se asustó cuando vio que el gato atrapaba un ratón y se lo comía.

Más adelante, topó la zorra con un gallinero y se lió a matar gallinas, haciendo allí la sarracina, justo después haberse escandalizado porque el gato se había comido un ratón.

Y más adelante vieron a una araña que saltaba presurosamente sobre una mosca y se la comía. Y los dos animales se llevaron las patas a la cabeza sorprendidos por aquella saña.

Moraleja: solemos asustarnos del mal que haga cualquiera y no nos damos cuenta del mal que hacemos nosotros.

Periquillo Sarmiento

Periquillo Sarmiento cagó tres pelotillas detrás del huerto

y el que habla primero se las traga todas.

Cuentecillo que contaba mi abuelo para mantenernos

callados durante un rato Si hablaba uno se suponía que se las tragaba todas, así que nos quedábamos callados.

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JUEGOS DE INFANCIA Y ADOLESCENCIA

Que te quites, que te pongas (canción de comba “tirada”)

Tres años estuve

hablando con ella, después de doncella

la vine a dejar. Comba, que te quites,

que te pongas sin perder la comba.

Al paseíto del Loro (canción de comba)

Al paseíto del Loro tres maravillas van,

la niña que va en medio, hija de un capitán,

sobrina de un alférez,

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teniente coronel, que venga la justicia

que la vamos a prender. Que una, que dos

y que tres, que salga la niña

que está en el cordel.

Al pasar la barca (canción de comba)

Al pasar la barca

me dijo el barquero, las niñas bonitas no pagan dinero. Yo no soy bonita ni lo quiero ser,

tome usted el dinero, guárdeselo usted.

Yo tengo un carro y una carreta (canción de comba)

Se añade “y olé” después de los versos impares

Yo tengo un carro

y una carreta con cuatro mulas

campanilleras. Las campanillas

son de oro y plata

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pa mi moreno, que es quien me mata.

Moreno mío, vete a servir,

que lo que ganes será pa ti.

Compra tabaco, compra papel, compra cerillas para encender. Moreno mío,

no fumes tanto que tu boquita huele a tabaco.

Soy la reina de los mares (canción de comba)

Soy la reina de los mares,

ustedes lo van a ver: tiro mi pañuelo al suelo y lo vuelvo a recoger.

“Plones” o sorteos

Pon, pica y más y pon, pon, pon,

malacachú y nenené. ···

Pinto, pinto, saramacatingo,

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tengo un buey que sabe arar,

tropicar y dar la vuelta a la redonda,

no te vale que te escondas.

··· Juan de media naranja,

lo bien que come, lo bien que habla,

tiene la barriga llena de vino blanco,

de moscatel, sálvese usted.

A Francia me voy (juego dialogado)

Una niña hacía de madre formando un pequeño grupo con

sus hijas; otra, que hacía de pretendiente, empezaba a danzar y cantando decía:

A Francia me voy muy disgustada

que las hijas del rey moro no me las quieren vender

ni por plata ni por oro ni por puntas de alfiler.

Contestaba la que hacía de madre:

Vuelva, vuelva, caballero,

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La tradición oral heredada por Francisco Castro

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no sea tan descortés, que de tres hijas que tengo coja usted la más mujer.

El pretendiente, acercándose, decía:

Esta no la quiero porque es pelona, esta me la llevo

por linda y hermosa.

Comadre, ¿vino el compadre? (juego dialogado)

Se ponían las niñas en dos grupos simulando que estaban

en la puerta de su casa y preguntaba una:

-Comadre, ¿vino el compadre? -Sí señora, que ha venido.

-¿Y qué ha traído? -Un abanico.

-¿De qué color? -Verde limón.

-¿Me lo quiere usted prestar? -¿Para qué?

-Para ir a una boda. -¿Quién se casa?

-La Pirindola. -¿Qué vestido lleva?

-Uno de cola. -Pues vamos todas, vamos todas.

Y salían corriendo muy contentas levantando los brazos.

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Jardinera

(canción de corro)

Las niñas se ponen en semicírculo y cantan a una que se coloca en el centro:

Jardinera, tú que entraste en el jardín del amor,

de las flores que regaste dime cuál era mejor.

La mejor era una rosa que se viste de color,

del color que se le antoja y verde tiene las hojas.

Tres hojitas tiene verdes y las demás encarnadas, y a ti te vengo a decir, compañera de mi alma.

Dirigiéndose a una, la tomaba de las manos diciendo:

Dame una mano,

dame la otra y dame un besito, que a ti te toca.

La niña elegida ocupa el sitio central en el semicírculo y

así hasta que salían todas a danzar.

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El matarile (juego de paseíllo con dos filas)

Forma de cantar cada verso:

Yo tengo un castillo

matarilerilerile, yo tengo un castillo

matarilerilerón.

Preguntas y respuestas que se hacen las dos filas:

-Yo tengo un castillo. -El mío es mejor que el tuyo. -¿Dónde están las llaves…?

-En el fondo del mar… -¿Qué podemos hacer? -Presentar una moza.

-¿Y esa moza quién será? -Juanita la de Josefa.

-¿Con quién la va usted a casar? -Con Pepito el de María.

-¿Qué le va usted a regalar? -Una aguja y un dedal.

Estrofa que da por finalizado el juego.

-Pa que cosa el delantal

matarilerilerile, pa que cosa el delantal y también el pantalón.

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Partihueso (juego de persecución)

Hacían los muchachos un círculo enganchados por los

codos, mirando hacia dentro y uno que se quedaba libre, con un cinturón de cuero en la mano, empezaba a dar vueltas alrededor de los otros un poco rápido, diciendo:

-Partihueso, que te parto un hueso. Partihueso, que te parto un hueso…

En un momento determinado dejaba caer el cinturón detrás de uno. Si este lo veía, lo recogía rápido y con él salía detrás del que se lo había echado, zurrándole con el mismo. Si el receptor estaba distraído y el otro daba la vuelta, al llegar a él cogía otra vez el cinturón y le iba zurrando una vuelta entera.

El zurrador ocupaba entonces el hueco del zurrado y este recibía el cinturón y empezaba a dar vueltas con la misma cantinela.

La grulla (juego de persecución)

Se hacía una fila india, poniendo a la cabeza a uno que

fuera fortachón con un buen cinturón de correa o bien una cuerda fuerte.

Se agarraban todos al cinto del que iba delante, menos uno, que quedaba de gavilán o de buitre y que intentaba robar una grulla a la bandada.

El que estaba a la cabeza tenía que tratar de defender a sus grullas arrastrándolas; esto hacía un efecto “latigazo” y muchos rodaban por el suelo. En este caso, el gavilán no podía tocarles, tenía que intentar atrapar a una de las que estaban unidas en la bandada.

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La rata (juego de persecución)

Se sentaban los jugadores en el suelo en fila con la cara

hacia el frente, con las piernas flexionadas, dejando un hueco entre las pantorrillas y los muslos para que pudiera correr la rata, que era un pañuelo de mano con uno o dos nudos para darle cierta consistencia. Los jugadores, con sus manos, se iban pasando la rata de unos a otros escondida entre las piernas, de forma que el perro (que era el jugador que se la quedaba) casi no la veía. De vez en cuando se la enseñaban un poquito, pero cuando el perro acudía, la rata ya se había alejado pasando de unos a otros. Si conseguía atraparla el perro, el que la había perdido tenía que salir como perro y el perro ocupaba su lugar.

Trabalenguas

El rey de Parangaricutirimicicuaro se quiere desemparangaricutirimicuarizar,

el desemparangaricutirimicuarizador que lo desemparangaricutirimicuarizce

buen desemparangaricutirimicuarizador será. …

Santa Rita tiene un gallo que salta del coro al caño,

del caño al coro, del coro al caño…

… El cielo está entelarañeado, ¿quién lo desentelarañeará?

El desentelarañeador que lo desentelarañeare

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El cantor de leyendas

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buen desentelarañeador será?

Adivinanzas

Con el pico pica, con el culo aprieta

y con lo que le cuelga tapa la grieta.

La aguja y el hilo

Tan chico como un ratón y guarda la casa como un león.

El candado

Es torre muy alargada sin ventanas ni postigos

y si no me lo aciertas no te lo digo.

La caña

Del tamaño de una bellota y por toda la casa trota.

El candil

¿Cuál es el bicho bichongo que come por la barriga y defeca por el lomo?

El cepillo del carpintero

Tan chico como una liendre y se da un peo y se enciende.

La cerilla

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JUEGOS DE JUVENTUD6

En cualquier momento de las fiestas, uno de los asistentes se ponía en medio del salón, generalmente con un garrote en la mano, y decía a voces:

-¡Juego, juego, al que no se quite le pego! O bien con otra fórmula que decía: -¡Bomba, bomba, si me agacho os hago comba, si me empino llego al techo, pero tengo un consuelo, que tengo una verga que me llega al suelo Era una manera de decir “ahora me toca intervenir a mí”, y

había que dejarlo.

Pascualillo el desgraciao

Hay que decir que no todo el año se cantaban romances. Después de Reyes había un paréntesis después del cual la

6 De esta época, ver también los juegos y comentarios del primer capítulo, como el juego de los compadres y los adagios.

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gente se empezaba a divertir con fiestas a base de fandangos de Tarifa, un fandango parecido al verdial malagueño. Ya no se hacía en casas de los vecinos, sino en una casa que alguien tenía preparada al efecto. Pero no todo eran fandangos, también se representaban pequeños sainetes llamados juegos y se recitaban poesías. Recitaré para ustedes “Pascualillo el desgraciao”. No penséis que es una composición de Góngora ni de ninguno de nuestros grandes poetas, pero a aquellos hombres de pocas letras, de rostro curtido por el sol y los vientos, de manos encallecidas y de ademanes toscos, seguro que les sabría a trucha.

Al pare que me engendró le dieron dos arqueás

y quedó muerto en el acto. Quedó mi madre.

Ya está, ya está, ya está, el embarazo más malo

que usted se pué imaginar. Se quedó sorda, sin vista

y sin color natural. Mientras estuve en su vientre

padecía de un vaciá, disparaba los garbanzos

con tanta velocidad que a los veinticinco pasos

mataba a las cogujás. Mi madre se iba secando,

seca, secándose ya, llegaron los siete meses y yo allí no podía estar,

yo estaba allí engurruñido y me quería estirar

y al mismo tiempo quería, yo quería retozar, retozar,

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y estando un día la probe dando del cuerpo en el corral

por el bujero contrario pillé aquel postigo abierto y yo me dije: “Allá va”,

y allí caí de cabeza envuelto en pura verdad.

Se podía dar dinero por no escucharme llorar.

Eché mano a mi madre donde me pude agarrar, por más que forcejeaba,

¿quién me hacía a mí soltar? Daba vueltas y revueltas,

qué será, qué no será, esto será un gatoclavo

o algún demonio infernal. Dio un grito y se cayó muerta

y acudió la vecindad: -Pobrecilla la Lorenza, si la acaba de palmar; mira, pero está paría, si lo acaba de largar;

mira, un niño, qué bonito, quién lo pudiera criar;

pero como da mordiscos, no se puede uno acercar.

Uno dijo de ahogarme

y otro, que me iba a matar, y otro dijo:

-Poco a poco, poco a poco,

que lo vamos a lavar.

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El cantor de leyendas

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Mira, me enrollaron por un palo como las piñas asás,

veintidós cubos de agua, como quien apaga tal, me tiraron por encima, yo emprincipié a tiritar,

qué frío manejé en el mundo, llorando cada vez más.

Me visten con unos trapos que los iban a tirar y acabao de vestir

llegó por casualidad la mujer del pregonero

y, cansada de mirar, dijo:

-Venga acá ese niño, que le voy a dar de mamar, que yo tengo un pecho malo

y este me lo va a sanar.

Mira, de postillas y diviesos y bocas engangrenás,

el olor que echaba el pecho no se podía aguantar.

Me soltó un pezón tamaño y yo emprincipié a tragar y allí me atraqué de sucia hasta que no quise más y cargó unas diarreas

que me giñé de zurrar. En esto llegó un borracho,

forastero del lugar, y dijo:

-Venga acá el muchacho,

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que lo voy a bautizar, que no es bueno que haya moros

en tierras de cristiandad.

Me agarró debajo del brazo como una capa robá

y en la puerta d ela iglesia preguntó: “¿Se pué pasar?”.

Tropezó y cayó de boca y yo emprincipié a rodar, lloré con todo mi pecho. Me recogió el sacristán y díjole al padre cura:

-Hágalo usted, por bondad, de bautizar a este niño

y póngale usted Pascual -porque ya se aproximaba

la Pascua de Navidad.

Qué bonito, qué bonito estaba el padre cura

dando en el suelo patás porque una beata vieja

le había robao un misal. Ni una vela me encendieron

ni sé si me dijo na, me agarró de los zancajos y, empujándome de atrás, me zambulló de cabeza

y dijo: “Póngote Pascual”. Yo, con el susto,

arrié la limosna por detrás, noticiado por el humo

se llegó el cura a enterar, como el que tirá un chosqué

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El cantor de leyendas

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me tiró contra el altar. De allí salió el padre cura

renegando de Pascual. Lloré con todo mi pecho

y otra vez el sacristán dijo que iba a buscarme

quien me diera de mamar. Una burra con percor que era del municipal, la cual era cosquillosa y me endiñó dos patás, si no me quitan de allí me volea las quijás.

¡Cielos, para qué nací!

Yo nací para penar, como fue mi nacimiento

así será mi final, Pascualillo el desgraciao me tengo yo que llamar.

Luego, entre muchas mujeres movidas de caridad,

me criaron a traguitos limpiándome a temporás.

Traje más moscas a cuestas que una melera colgá.

Y cuando fui grandecito oficio quise tomar;

tuve varios ministerios: barrendero, sacristán, fui mozo de tabernero. Si me tocaba despachar yo solía equivocarme poniendo algo de más,

hasta que un día un borracho

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me entendió la enfermedad y me dijo callaíto:

-Óigame usted, camará, ¿por qué me pone usted cinco

si son tres las conviás?

Sin aguardar consecuencias me endiñó una bofetá

que la cara me echó luz. Yo al punto que el tambalán, yo me creí que era un mulo que me había dao una patá.

Reniego de la taberna, no soy tabernero más, yo quiero ser zapatero,

que me gusta dar puntás. El maestro de las dos potras,

que ustedes conocerán, ese, el que trabaja en la nave,

pues yo he sío su oficial. Y me ajusté con los cargos que no me había de faltar agua, la que yo quisiera, teniendo franco el corral pa cuando me diera gana del desatraque de atrás,

que era muy de tarde en tarde porque no comía na,

pero al descuido del maestro yo solía visitar la cocina

y el puchero me gustaba destapar.

Y estando un día entregao tirando de la tajá,

el maestro, que me toca

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El cantor de leyendas

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en un hombro por detrás. Y me dijo: -Ya caíste y ahora te escaparás.

-Así fuera yo a presidio, voy a ser un ejemplar.

Mira:

Cogió el puchero de un asa y estirando un poco atrás

me lo estrelló en la cabeza, que aquí trigo la señal. Salí que no vi la puerta, me comienzan a gritar:

“A ese, al que se comió la carne, ¿te supo buena, Pascual?”

Y yo con esto me daba con los zancajos detrás.

Me fui a otro pueblo que estaba unas leguas más allá

y allí, al lao de una puerta, había una vieja sentá.

Dígole: “¡Buena señora! ¿A ónde iré yo sin errar a la casa de un barbero

que necesite un oficial?” “Mire usted, en aquella

que hace esquina el maestro Baltasar

está clamando por uno”.

Llegué diciendo: “Deo gratia”, me contestan: “A Dios van das”

“Que dios guarde a usted, maestro, ¿le hace falta un oficial?

Yo me acredito al momento

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en viéndome trabajar”. “Siéntese usted -dijo el hombre-

y del trapo se hablará”. Llega en esto un carbonero

que se venía a afeitar, el pobrecito medio en cueros

con la cara toa tizná, cada pelo como leznas acabadas de amolar,

y entra y dice: “¡Baldomero, ábrame usted en caridad

de despacharme al momento, que está la burra cargá!” Me hizo señas el maestro y lo empecé a enjabonar, bastantes chispas de agua

salieron por el corral. Echo mano a la navaja

y la comienzo a amolar, seis veces hizo tris, trist, tris,

y otras seis veces tris, tras, tris, tras. Cójola aquí, a mano muerta, y como quien monda nabos

la navaja echó a roncar... El hombre hacía mohínes con las lágrimas saltás,

yo dije al punto: “Este hombre a mí no me hace extrañar que padezca algún sentir y eso le obligue a llorar”. Y es que con mi violencia

demostré mi habilidad, en todo el lao derecho le saqué una rebaná,

desde la oreja a la barba

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El cantor de leyendas

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se le veía la quijá. Me agarró de la cintura

y tirándome p’atrás liándome en la cabeza

un agua bien topatá grité como un condenao

y acudió la vecindad. Vino el alcalde primero,

que fue el que pudo evitar el que no me rematara.

Y un cirujano (ya está, ya está), con una aguja de red y una tramilla encerá,

le hizo un culo de pollo como el que cose un costal.

Y pregunta el cirujano: “¿Usted se halla capaz?

Hay que hacer una diligencia por lo que pueda resultar.

Esta hería no es de muerte, bastante padecerá,

si la encarnadura es buena y no se llega a infectar

dentro de cincuenta meses usted podrá trabajar”.

Y yo, como puerca sorda escuchando en el portal.

A campo a través me fui sin volver la cara atrás, hice noche en un cortijo

donde llegué a preguntar: “¿A dónde está el aperador, que yo con él quiero hablar? Dis guarde a usted, aperador,

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un hombre de agilidad, yo me manejo un arao

mejor que el mismo Galván, quiero trabajar mañana,

¿me dará usted la peoná?” Me miró de arriba abajo,

pero no me dijo ná. “Vaya usted a la gañanía, que allí podrá usted cenar,

diga usted que yo lo mando y nadie le dirá na”.

Me voy pa la gañanía y encomienzan a llegar con unos palillos largos

con aguijón y rejal, diciendo: “A la voz de ‘adiós’,

el que mata a los gallegos, trae la navaja, Fulano,

mira que vas a graznar”. El último que allí entró, con pinta de mayoral, con una chivata larga

entró diciendo: “¡A cenar! Prepara ese gatuperio”, y empiezan a menear

y una música entonaron como una caja destemplá.

Luego dicen arreor: “Arrímese usted a cenar,

hartarse de gazpacho” y yo empecé a tragar. Acabando el cuchareo

y estando comiendo pan, dice un tío: “Vale, ovichi”, y al tiempo apretó de atrás

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y aquello fue igual que un trueno, hizo ese tras, tras.

Estaba allí un engreñao de este pueblo natural

recostándose un poquito se puso jorobaíto

con la pata levantá, y fue la ventosa tal

que se atolondró el cortijo. Uno dijo: “Echa y bebe,

hijo de la que salta y topa y dame aquí con la bota

por lo que me sucediere”. Y otro dijo: “Amarra corto

y afianza ese camueso, en ese tono te crujan

las cuerdas de tu pescuezo”. Y yo, oír, ver y callar y con nadie aconsejar.

Al otro día siguiente

nos vamos pa la besana, me arreataron dos bueyes, ni sé cómo se llamaban.

Antes que el sol calentara nos llamaron p’ almorzar,

yo creí que se estilaba estar comiendo y peyendo

y a mí me vino la gana del desatraque de atrás.

¡Válgame Santa Susana! De allí no pude escapar:

dos me cogen de los pies, dos de las partes de atrás, sobre el cubo de una reja

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me dieron siete vaivienes. Esto no es pa ponderar: si mi culo quedó entero fue por la casualidad.

Dicen que fue un maculillo, aquello fue mucho más. Me salí de aquella gente

con nuevo modo de andar y ahora trato de casarme

con una moza ajuntá. ¿Ustedes la quieren ver? Esta que está aquí sentá.

Se lo he dicho y está loca, loca, loquita total,

materialmente loca, la van a tener que atar.

Yo la voy a mirar en mi casa como espejo de cristal,

haré cuanto ella me mande con perfecta voluntad, solamente en una cosa me tiene que perdonar:

yo, aunque me muera de hambre, al cortijo no voy más.

Cada vez que yo me acuerdo, cuando me tiento aquí atrás, del dolor que a mí me entra

no sé ni lo que me da. Y aquí termina, señores, esta historia de Pascual.

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Piropo en verso

Este piropo se lo dije yo a Camila en una ocasión:

Buenas noches, bella Aurora, estrella de la mañana,

tú eres reina, emperadora, eres princesa y sultana.

Tus ojos son dos luceros y tus labios, dos claveles,

por eso te considero la reina de las mujeres.

Los rizos de tus cabellos están tirando de mí

para llevarme a tus brazos y yo me quisiera ir, me quisiera ir,

que ese cuerpo y ese talle me tienen loco perdido y nunca me ha de pesar

el haberte conocido. Desde que te conocí mi corazón se dilata

solamente porque seas la que planche mis corbatas.

Prenda mía y de los dos me voy a casar contigo

y que el demonio me lleve si es mentira lo que digo. Si es mentira lo que digo, zagala de mis desvelos,

que los restos de mi cuerpo los veas tirados por el suelo. Y aquí, delante de la gente, me vas a decir la verdad,

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¿te vas a casar conmigo o me lo vas a negar?

Como me digas que no, ay, como me digas que no,

Como me digas que no, pobre y triste me retiro

y como me encuentre un pozo, como yo me encuentre un pozo

te juro… que no me tiro.

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CANCIONERO

Nanas

Duérmete, niño mío, rey de los Cielos,

duerme en paz y tranquilo que yo te velo.

Reina de las Españas,

la más bonita, cierra ya las pestañas,

nana, nanita.

Duérmete, niño chiquito, duérmete, que viene el coco

y se lleva a los niñitos que son chicos y duermen poco.

Duérmete, niño chiquito, duérmete y no llores más,

que mamá está muy cansada y se tiene que acostar.

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Coplas de fandango tarifeño aprendidas en las fiestas

Qué contentita estará

la madre de esa doncella que estando el cielo tan alto tiene en su casa una estrella.

Eres más bonita, niña,

que los reales de a ocho, más blanca que las pesetas

y más tierna que un bizcocho.

Si yo supiera escribir te escribiría un papelito

para poderte decir lo que lloran mis ojitos

cuando no estoy junto a ti.

Mi estandarte y mi bandera, tú eres mi espejo y mi luz, mi estrella de norte y sur,

contigo hasta que me muera.

Eres mi estrella y mi luz, en ti puse mi bandera,

mi estrella de norte y sur, contigo hasta que me muera.

Los claveles de tus labios me tienen preso y cautivo, donde quiera que tú estés

allí estaré yo contigo.

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Mientras yo mande en ti no bailas tú el agarrao

porque se pone el cañón apuntándole a Bilbao.

Tengo una novia rulera con un vestido verdoso

y su madre no me quiere porque soy pequeño mozo.

Una niña fue a lavar

con unas medias azules y se le coló una rana

entre el domingo y el lunes y el martes por la mañana.

De las pipas de un melón salieron quince guitarras que las tocaba un ratón

y una señora cigarra bailaba el sacatapón.

Allá arribita, arribitaa, hay una fuente de oro

donde lavan las mocitas los pañuelos de los novios.

Tengo una camisa nueva, no tiene cuello ni mangas,

le falta la delantera, un pedazo por la espalda, los botones y la pechera.

Del cuerno de una ternera

salió un candil retumbando,

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El cantor de leyendas

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yo no sé de qué manera un burro que iba volando me cayó en la faltriquera.

Coplas de fandango tarifeño de su invención

El primer chacarrá que se inventó cuando niño

Siempre andaba yo con los bichos, con las cabras, y

cuando llovía me mojaba. Y mi abuela me hizo un capote, un impermeable, hecho con muselina. Para que se pusiera totalmente impermeable se metía en aceite de linaza en un lebrillo o en una vasija y allí se quedaba hasta que se impregnaba bien y se ponía a secar a la sombra. y se ponía impermeable.

En aquellos tiempos, las chiquillas de mi edad estaban aquí tratando de aprender el fandango con los palillos y todos sus cacharritos. Y fue entonces que me saqué la primera copla. Llegué del campo sequito y le canté:

A mí no me cala el agua aunque venga fuertecilla

pero me cala una niña con sus dulces palabrillas.

Y la gente se reía conmigo porque yo todavía era un

chiquillo.

Coplas inventadas en su juventud La gente del monte le decía a la de la campiña

“penqueros” y los de la campiña les decíamos a los del monte

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“canchiveros” porque estaban por los canchos, por la sierra. Ya más mayorcito fuimos una noche a una casa y el tío de Camila me cantó algo burlón sobre los penqueros.

Se llamaba Manuel Trujillo, pero le decían Pajalarga porque era alto y seco. Y yo le contesté:

Señores, qué pasa aquí,

la Virgen santa me valga, a todos les sacan coplas

en casa de Pajalarga.

Piropos en forma de chacarrá

Estas son las coplas de fandango que yo he compuesto. Seguramente habrá muchas más, lo que pasa es que la inmensa mayoría de coplas de fandango se hacían sobre la marcha viendo a las que estaban bailando. Era una cosa fugaz, no se retenían en la memoria y por eso sólo he podido recordar las que están aquí.

La escuadra de mis amores en alta mar se perdía

y el resplandor de tu cara le sirvió de faro y guía para que no naufragara.

Tus ojos son bandoleros

que han asaltado mi alma, me han hecho su prisionero y me han robado la calma.

Herido mi corazón

por las flechas de Cupido cayó rodando a tus pies y tú no lo has recogido.

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Cuando bailas, campesina, con tus brazos levantados me recuerdas a Agustina

después de haber disparado.

Cuántas cosas te diría si pudiera hablar contigo,

vente conmigo y verás como es verdad lo que digo.

Cuando pa tu casa voy soy un ave corredora

que le gana a aquel que más en kilómetros por hora.

Sin aire están mis pulmones,

sin sangre mi corazón, sólo un sí de tu boquita puede ser mi salvación.

Si me dieran a escoger

tu cara o el paraíso, yo escogería tu cara

con tus ojos y tus rizos.

Por un sí de tu boquita daría mi vida entera

y hasta la gloria daría por estar siempre a tu vera.

Tengo en mis labios deseo

y en mi pecho mucho amor, me alegro cuando te veo,

no me desprecies, por dios.

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Tengo el corazón herido y son heridas de muerte

porque por tu casa he ido y no he conseguido verte.

El puerto de Guadarrama (copla burlesca)

Estando planchando ropa

una niña en su taller yo le dije: “Porcachona, esa prenda no está bien”. Y me dijo: “Viejo chulo,

eso qué le importa a usted, no beba usted tanto vino que se puede usted caer”.

Vengo de pasar el puerto, el puerto de Guadarrama, vengo de pisar la nieve

por querer a esta serrana. Y después de haber pasado

y haber pisado la nieve ya no me quieres, serrana, serrana, ya no me quieres.

Con este nuevo gobierno hay cositas que arreglar

y adaptarlas a los tiempos que tenemos que pasar. Los reyes de la baraja los tenemos que quitar

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y ponerles un gorro fijo con una erre pintá.

Quitaremos los caballos que también son gente mal y en su lugar le pondremos: “Las niñas republicanas”. Y a la sota le pondremos una pesa y dos medidas con un letrero que diga:

“Se acabó la monarquía”.

Vengo de pasar el puerto, el puerto de Guadarrama, vengo de pisar la nieve

por querer a esta serrana. Y después de haber pasado

y haber pisado la nieve ya no me quieres, serrana, serrana, ya no me quieres.

Por la calle abajito

FORMA DE CANTAR CADA DOS VERSOS: Por la calle abajito güi, güi, güi, va un pucherete chiquitiquitín,

va un pucherete, lairón, lairón, lairón, lairón.

Por la calle abajito va un pucherete

lleno de buñuelos hasta el gollete.

Por la calle abajito

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van dos ratones, uno lleva el tocino

y otro las coles.

Por la calle abajito va quien yo quiero, no se le ve la cara con el sombrero.

Por la calle abajito

va una gallina meneando la cola la muy cochina.

Levántate, niña hermosa

ESTRIBILLO: Levántate, niña hermosa,

levántate, resalada, levántate.

Levántate y dame un beso que me voy de madrugada.

Marinero, sube al palo y dile

a la madre mía: Levántate,

que si se acuerda de un hijo que en la Marina tenía,

levántate.

ESTRIBILLO

Un marinerito, madre,

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me ha quitado los zarcillos. Levántate.

Y me ha dicho que me ponga la rueda de un molinillo.

Levántate.

ESTRIBILLO

Por allí viene mi barca, la conozco por la vela.

Levántate. En el palo mayor trae

recuerdos de mi morena. Levántate.

ESTRIBILLO

Una recién casada

FORMA DE CANTAR CADA DOS VERSOS: Una recién casada, lerén, lerén, una recién casada, lerén, lerén,

puso una olla, lerén, puso una olla, lerén, lerén, lerén,

puso una olla.

Una recién casada puso una olla

con un barril de agua y una cebolla.

A la recién casada le entraron pulsos,

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La tradición oral heredada por Francisco Castro

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qué lastima de medias, cómo las puso.

Mi marido y el tuyo

fueron por leña, se vinieron corriendo

de una cigüeña.

Mi marido y el tuyo fueron al monte,

se vinieron corriendo de un cagarrope.

Mi marido y el tuyo

se han peleao, se han puesto de cabrones

y han acertao.

Mi marido y el tuyo van por aceite

con un cuerno en la mano, dos en la frente.

Quítate de esa esquina (canción de pique cantada por dos mujeres y

un hombre)

ESTRIBILLO: -Que vengo de regar el romero a la aurora

a la Virgen María, Nuestra Señora.

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El cantor de leyendas

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-Quítate de esa esquina, galán, que llueve,

que la capa se moja y el color pierde.

-Si la capa se moja es porque quiero,

que el galán que me adora tiene dinero.

-Que si tiene dinero,

que te lo enseñe, que te compre un vestido

de seda verde.

ESTRIBILLO

-A la Virgen María le han hecho un manto de color de los cielos,

azul y blanco. De lo que le ha sobrado,

le han hecho al niño zapatillos picados

de brocalillo.

-Quítate de esa esquina de colorado,

que en los pasos conozco que eres soldado.

-Pues si yo soy soldado

tú eres muñeca, que cuando vas a misa

se pones hueca.

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La tradición oral heredada por Francisco Castro

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ESTRIBILLO

-Quítate de esa esquina,

cabrero loco, que mi padre no quiere

ni yo tampoco.

-Si tu padre no quiere ni tú tampoco,

yo tampoco por ti me vuelvo loco.

ESTRIBILLO

A la Virgen María

le han hecho un manto de color de los cielos,

azul y blanco. De lo que le ha sobrado,

le han hecho al niño zapatillos picados

de brocalillo.

-Para cuando me case me dio mi suegro

un costal, una manta y un burro negro.

-El costal está roído,

la manta rota y el demonio del burro

no ve ni jota.

Que vengo

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El cantor de leyendas

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de regar el romero a la aurora

a la Virgen María, Nuestra Señora.

Tended la barca

A la orilla del río puse que puse

puse una caña verde, se volvió dulce. Tended la barca,

tendedla, tendedla sobre la arena,

que se la lleva el río, que se la lleva

y los valencianitos venid por ella.

La barca que se ha anegado

y el barquerito con ella, que se la lleva el río,

que se la lleva y los valencianitos

venid por ella.

A la orilla del río llora un cabrero

que se le perdió un chivo de los primeros Tended la barca,

tendedla, tendedla sobre la arena,

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que se la lleva el río, que se la lleva

y los valencianitos venid por ella.

La barca que se ha anegado

y el barquerito con ella, que se la lleva el río,

que se la lleva.

Tirad de los cordeles, madama bella,

tirad de los cordeles, que son de seda.

Tirad de los cordeles, madama ingrata,

tirad de los cordeles, que son de plata.

Baile de las enganchaditas

ESTRIBILLO: Engancha, morena,

engancha, repica y anda, que las enganchaditas tú las has de bailar.

Tú mi prima, yo tu primo, tú con otra, yo contigo. Como te quiero tanto,

moreno mío, como te quiero tanto vuelvo a lo mismo.

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Yo me asomé a tu reja por darte un beso y vino la justicia, me llevó preso.

ESTRIBILLO

¿Por qué me llevan preso,

señor alcalde? Para que no se asome

a rejas de nadie.

ESTRIBILLO

¿Qué contestó la niña con prepotencia?

Si el señor se ha arrimado tenga licencia.

ESTRIBILLO

¿Qué respondió la vieja

desde allá dentro? Con razón o sin ella

llevadlo preso.

ESTRIBILLO

Canción de la hoguera de San Juan

ESTRIBILLO: Tú eres mañanita, tú eres mañana,

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tú eres mañanita, la hoguera de San Juan,

que van saltando, que van bailando, que van por ahí,

huy, que no llevan calzones, que no llevan botones, que no llevan pernil, que no llevan camisa

para dormir. ¡Huy, eh, que te calé,

te calé y te calé!

Por allí viene mi novia, ay, mírala, qué triste viene, si le habrá dicho su madre ay, que tú no me quieres.

ESTRIBILLO

Por allí viene mi novio, ay, con las orejas caídas, parece un perro pachón, ay, cuando va de cacería.

ESTRIBILLO

Si mi novia no me quiere,

ay, se me van tres caracoles, más p’arriba y más p’abajo

ay. tengo novias a montones.

ESTRIBILLO

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El cantor de leyendas

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Por las barandas del cielo

ESTRIBILLO: Qué tiene mi niña, ea,

malita en la cama, y el rey que la viene a ver,

de mi corazón la reina suprema eres,

de pena y dolor me mata tu amor, naranjitas chinas y hojas de limón, la Virgen María parió sin dolor

y después del parto doncella quedó.

Por las barandas del cielo

se pasea una doncella vestida de encarnación

porque Cristo encarnó en ella.

ESTRIBILLO

Por las barandas del cielo se pasea San Alejo,

metido en una canasta y corre más que un conejo.

Una pandereta suena (villancico)

Una pandereta suena,

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La tradición oral heredada por Francisco Castro

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no se sabe dónde irá, camino de Belén lleva en dirección al portal. Al ruido que llevaba

un pobre anciano salió: “no me despiertes al niño, que ahora poco se durmió. Me lo durmió una chavala

como los rayos del sol, tuvo sus pechos tan dulces que pudo dormir a Dios”.

María, Santa María, madre del santo varón,

que fue a misa de parida al templo de Salomón,

lleva el manto de pureza, de oro fino es la labor

con un letrero que dice: “Soy la esclava del Señor”.

En un humilde pesebre (villancico)

En un humilde pesebre, en un establo arruinado hay un niño reclinado

más bello que un serafín.

Y una mujer admirable de muy singular belleza

inclinaba su cabeza cual blanco y lindo jazmín.

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El cantor de leyendas

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Unos rústicos pastores de rodillas le adoraron,

pobres y sencillos dones de presentes le llevaron.

Tres reyes magos de Oriente

entraron humildemente en el ruinoso portal,

oro y mirra le ofrecemos si nos permite, señora, adorar al Santo Niño,

anhelar nuestro cariño, sus pies sagrados besar.

Porque el misterio es insondable

en cuna tan miserable quisiste, niño, nacer

porque aceptaste primero la ofrenda de la pobreza y ahora tú de la nobleza

su rico don a ofrecer.

Milindobaita

En San Juan de Dios en Cádiz milindobaita

milindomodo lindomodoté hay un ratón con viruela y un gato a la cabecera

milindobaita milindomodo lindomodoté

echándole sanguijuelas.

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La tradición oral heredada por Francisco Castro

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Qué es lo que tú tienes, qué es lo que tú tienes

que no se te ve. Tienes una rosa, tienes una rosa

llenita de aroma, quieres que la bese, quieres que la bese, quieres que la huela, quieres que la coma. La la ra, lará larero.

Un mico subió a un cerezo por comerse una cereza y el pobre se resbaló,

cayó al suelo de cabeza. Morena la salud,

quién entrara en tu cuarto en el que duermes tú, entraba de puntillas y apagaría la luz,

te contaría un cuento que no lo sabes tú. Morena y zumba,

Viva Isabel II, que zumba y dale,

vivan los nacionales.

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El cantor de leyendas

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ROMANCERO

Hoy día tenemos en las casas equipos de música y aparatos de radio y televisión. Cuando yo era un niño, un adolescente e incluso un hombre, por estas tierras no había nada con qué distraerse.

Desde la festividad de Todos los Santos hasta pasadas las fiestas de Reyes, la gente joven y menos joven se solía reunir en la casa de algún vecino para distraerse un rato a prima noche. Generalmente era para cantar romances, que se hacía acompañándose de zambombas, panderetas y alguna sonaja.

Los romances eran muy variados, hablaban de la crueldad de los reyes moros, de niñas cristianas cautivas de los árabes, de las consecuencias de las enemistades entre suegras y nueras...; algunas parece que nacieron en alguna de nuestras repúblicas, otros hacen referencias a carlistas e isabelinos y alguno parece proceder de alguna chirigota de carnaval de cuando se inauguró el hospital de San Juan De Dios en Cádiz. En fin, hablan de temas muy variados.

Con la ilusión de que puedan ser recordados y de que no se mueran conmigo, voy a dejarles a ustedes algunos de los que recuerdo.

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El cantor de leyendas

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Gerineldo

Bis en todos los versos

Mes de mayo, mes de mayo, cuando arrecian las calores, cuando los toritos bravos, los caballos corredores, cuando la cebá se siega, los trigos toman colores, cuando los enamorados regalan a sus amores, unos les regalan lirios

y otros les regalan flores. Y yo aquí, pobre criado,

poco menos que en prisiones sin saber cuándo es de día

tanto como cuando es de noche.

-Gerineldo, Gerineldo, no te quejes, Gerineldo, mi camarero querido, yo te quisiera tener

una noche a mi albedrío.

-Como soy vuestro criado queréis reírse conmigo.

-No son burlas, Gerineldo, que de verdad te lo digo:

a las diez se acuesta el rey, a las once se ha dormido

y a eso de las once y media puedes reunirte conmigo.

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A las diez se acostó el rey y a las once está dormido

y a las once y media en punto, Gerineldo, en el castillo. Cada escalón que subía

se le escapaba un suspiro y en el último escalón

la princesa lo ha sentido:

-¿Quién ha sido ese galán, quién ha sido el atrevido?

-El conde de Gerineldo a cumplir lo prometido.

Lo tomó de la manita

y en su cuarto lo ha metido, con caricias y halagos

en su lecho lo ha metido. Tuvieron sus más y sus menos,

los dos quedaron dormidos y al otro día siguiente el rey pidió su vestido.

No tuvo quien se lo diera y él solo lo ha cogido.

Fue al cuarto de la princesa, los dos estaban dormidos.

-¿Qué hago yo aquí solo ahora,

qué hago yo aquí ahora, Dios mío? ¿Cómo mato a Gerineldo que lo crié desde niño?

Si descubro a la princesa, ¿qué se dirá en el castillo?

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El cantor de leyendas

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Pondré mi espada por medio que me sirva de testigo.

A lo frío de la espada

la princesa la ha sentido.

-Levántate, Gerineldo, levántate, dueño mío,

que la espada dem i pader con nosotros ha dormido.

Se levantó Gerineldo

marchito y descolorido.

-Vete para esos jardines a coger rosas y lirios.

Y estando cogiendo flores, el rey se le ha venido:

-¿Qué haces aquí, Gerineldo?

Te encuentro descolorido.

-La princesa me ha mandado a coger rosas y lirios.

-La fragancia de una rosa tu color se lo ha comido.

No me negarás ahora que con mi hija has dormido.

Si las once son ahora escucha bien lo que te digo: antes de las doce y media

han de ser mujer y marido.

-Tengo un juramento echado

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por la Virgen de la Estrella, que mujer que fue mi dama

de no casarme con ella.

Él mismo inventó un viaje entre Francia y Portugal.

-Si a los dos años no he vuelto,

princesa, puedes casar.

Han pasado los dos años y el conde sin regresar.

-Padre, deme usted permiso

para salirlo a buscar.

-¿Qué permiso quieres, hija, si te lo has tomado ya?

Se vistió de peregrina y lo ha salido a buscar,

ha corrido media Francia, media España y Portugal y al conde de Gerineldo

no lo ha podido encontrar. Yendo por un caminito, cuando iba a abandonar,

se ha encontrado a un vaquerito chiquito y de poca edad.

-Vaquerito, vaquerito,

que te quiero preguntar: ¿De quién es este ganado con este hierro y señal?

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-Del conde de Gerineldo, que lo acaba de marcar.

-Vaquerito, vaquerito, por la Santa Trinidad,

que me niegues la mentira y me digas la verdad:

¿De quién es este ganado con este hierro y señal?

-Del conde de Gerineldo,

¿por qué la voy a engañar?

-Onza y media te regalo si me llevas donde está.

-Tengo las vacas paridas,

mi compañero no está, los terneritos son chicos, no los puedo abandonar.

-Onza y media te regalo si me llevas donde está.

Él la tomó de la mano

y la levó hasta el portal, le fue a dar lo prometido

como princesa cabal, y el inocente vaquero no se lo quiso tomar.

Ella pidió una limosna y el conde salió a dar.

-Eres el demonio malo,

que me has venido a tentar.

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-No soy el demonio malo ni te he venido a tentar, soy la dama que dejaste entre Francia y Portugal, y el niño que me dejaste

ya dice papá y mamá.

Se echaron los brazos al cuello y se pusieron a llorar:

-Nosotros nos casaremos

en esta misma ciudad y luego una diligencia

a casa nos llevará. Y tu zagal, el vaquero,

nos tiene que acompañar.

Las tres cautivas

A la verde verde, a la verde oliva,

donde cautivaron a mis tres cautivas.

¿Y cómo se llaman esas tres cautivas? La mayor Rosaura,

la otra Lucía y la más pequeña se llama María.

¿Y a qué se dedican

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El cantor de leyendas

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esas tres cautivas? La mayor lavaba,

la otra tendía y la más pequeña

agua les traía.

Yendo un día a por agua a la fuente fría

se ha encontrado a un hombre que en ella bebía.

¿Qué hace usted,

buen hombre, en la fuente fría? Estoy agua dando

a mis niñas cautivas.

¿Y cómo se llaman sus niñas cautivas? La mayor Rosaura,

la otra Lucía y la más pequeña se llama María.

Pues si usted es mi padre,

yo seré su hija, ya, ya voy corriendo por mis hermanitas.

¿No sabes, Rosaura, no sabes, Lucía,

como he visto a padre en la fuente fría?

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La tradición oral heredada por Francisco Castro

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Rosaura lloraba, Lucía reía

y la más pequeña esto les decía:

-No llores, Rosaura,

no rías, Lucía, si se entera el moro

nos encerraría.

Y el pícaro moro, que todo lo oía,

en una mazmorra allí las metía.

Y el pícaro moro, que todo lo oyó,

hizo una mazmorra y allí las metió.

Y a la reina mora

lástima le dio y a su mismo padre

se las entregó.

Delgadina

FORMA DE CANTAR:

Rey moro tenía tres hijas, viva el amor, hermosas como la plata, que sí, señor,

hermosas como la plata.

Rey moro tenía tres hijas,

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El cantor de leyendas

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hermosas como la plata.

La más chiquita de ellas Adelina se llamaba

y estando un día comiendo su padre bien la miraba.

-¿Qué mira usted, papá,

qué me mira usted a la cara?

-Te miro lo que te miro, que has de ser mi enamorada.

-Que no lo permita Dios,

ni su madre soberana, que tuviera que ser yo

madrastra de mis hermanas.

-Coged, mozos y criados, y encerradla en una sala

y si pide de beber, agua de la mar salada.

Y si pide de comer, carne de perros asada

y que tenga por colchón los ladrillos de la sala.

Y al otro día siguiente

se ha asomado a una ventana y vio a su hermano el más chico

jugando a guerras que estaba.

-Hermano, si eres mi hermano, tráeme una poca de agua,

que tengo más sed que hambre

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y la vida se me acaba.

-Métete, Adelina, dentro, cochina, desvergonzada,

¿por qué no has querido hacer lo que padre rey te manda?

Se metió Adelina dentro

muy triste y desconsolada con una trenza en el pelo

que hasta el suelo le arrastraba.

Y al otro día siguiente, otra vez a la ventana

y vio a su hermana que estaba bordando una rica enagua.

-Hermana, si eres mi hermana,

tráeme una poca de agua, que tengo más sed que hambre

y la vida se me acaba.

-Métete, Adelina, dentro, cochina, desvergonzada,

¿por qué no has querido hacer lo que padre rey te manda?

Se metió Adelina dentro

muy triste y desconsolada con lágrimas de sus ojos

toda la sala regaba.

Y al otro día siguiente, otra vez a la ventana

y vio a su madre que estaba

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El cantor de leyendas

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peinando sus ricas canas.

-Hermana, usted que es mi madre, tráeme una poca de agua,

que tengo más sed que hambre y la vida se me acaba.

-Hija mía, yo te la diera con el corazón y el alma y si padre rey se entera moriremos castigadas.

Se metió Adelina dentro

muy triste y desconsolada con lágrimas de sus ojos

toda la sala regaba.

Y al otro día siguiente, otra vez a la ventana

y vio a su padre que estaba sacando filo a su espada.

-Padre, si usted es mi padre, mande que me traigan agua,

que tengo más sed que hambre y la vida se me acaba.

-Corred, mozos y criados, y a Adelina traedle agua

y aquel que llegue primero con Adelina se casa.

Unos con jarros de oro

y otros con vasos de plata y cuando llegó el primero

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Adelina muerta estaba. Los angelitos del cielo preparaban su mortaja.

La cristiana cautiva

-Apártate, mora bella, apártate, mora linda,

deja beber a mi caballo de ese agua cristalina.

-No soy mora, caballero, que soy cristiana cautiva, -No soy mora, caballero, que soy cristiana cautiva.

-¿Quieres venirte conmigo

en esta caballería?

-¿Y los pañuelos que lavo, donde yo los dejaría?

-¿Y los pañuelos que lavo, donde yo los dejaría?

-Los finos, finos de Holanda

en esta grupa irían y los que no valgan nada

el río abajo los tiras.

-¿Y mi honra, caballero, dónde yo la dejaría?

-Yo juro no tocarte

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El cantor de leyendas

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hasta que no seas mía. Yo juro no tocarte

hasta que no seas mía.

La ha subido a su caballo y él lo lleva de las bridas y llegando a cierto monte la mora llora y suspira.

-¿Qué te pasa, mora bella, por qué lloras, mora linda?

-No soy mora, caballero, que soy cristiana cautiva, me cautivaron los moros

día de Pascua florida. Lloro porque aquí a estos montes

mi padre a cazar venía con mi hermano Moralejo

y toda su compañía.

-Que repiquen las campanas de todas las cercanías,

que ha aparecido mi hermana de doce años perdida.

Quitadle luto al palacio, que retumbe de alegría

pensé traerme una esposa y traigo una hermana mía.

La mala suegra

Carmela se paseaba

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por una salita alante con los dolores del parto

que el corazón se le parte.

Se ha asomado a una ventana donde solía asomarse:

-¡Ay, Dios mío, quién tuviera una sala en aquel valle y por compaña tuviera

a Jesucristo y mi madre!

La suegra, que oía eso, reventaba de coraje:

-Carmela, coge la ropa, y anda, vete con tu madre, si a la noche viene Pedro

yo le pondré de cenar, le sacaré ropa limpia

por si se quiere mudar.

A la noche vino Pedro: -¿Mi Carmela dónde está?

-Tu Carmela se te ha ido

porque aquí no quiere estar, y me ha tratado de bruja y me ha querido pegar.

Montó Pedro en su caballo

y a buscar a Carmela va y antes de llegar al palacio

le salieron a anunciar:

-Ya tenemos, señor conde, a un infante a quien mandar.

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-Del infante no sabemos, de Carmela Dios sabrá. Que se levante Carmela,

que nos vamos a marchar.

-Bájese, señor, del caballo y no peque de ignorante

que a dos horas de parida no hay mujer que se levante.

-Que se levante Carmela

y no sea replicante.

Se ha levantado Carmela y él la tomó por delante. han andado varias leguas uno y otro sin hablarse.

-Carmela, si no me hablas cómo quieres que te hable.

-Vágame Dios de los cielos, cómo quieres que yo hable.

si los pechos del caballo van bañados de mi sangre.

De no contestar Carmela

él siguió con su desplante: -Confiésate, mi Carmela,

como si yo fuera un padre, qué motivos has tenido para insultar a mi madre

No te confieses, Carmela, si no quieres confesarte,

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La tradición oral heredada por Francisco Castro

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yo detrás de aquellas peñas tengo intención de matarte.

La ha bajado del caballo, uno y otro sin hablarse. Le dio siete puñaladas, con una tenía bastante.

-Eso te pasa, Carmela,

por insultar a mi madre.

Mandó al volver al palacio que las campanas doblasen.

-¿Quién ha muerto, quién ha muerto?

-La condesa de Olivares, contestó el niño chiquito de tres horas no cabales:

-No se ha muerto, no se ha muerto, que la ha matado mi padre

por un falso testimonio que han querido levantarle.

La pícara de mi abuela reviente por los zagares y la cama donde duerme se le vuelva de alacranes.

La casadita de lejanas tierras

BIS EN LOS VERSOS PARES

Una casadita de lejanas tierras

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con la escoba barre, con los ojos riega. Sola va a la plaza, sola se pasea, sólo su marido con ella se queda.

A la media noche le ha dado un dolor, un dolor de vientre que a ella le entró.

-Maridito mío, si tú me quisieras

a llamar a tu madre ahora mismo fueras.

-Levántate, madre, del dulce dormir, que tu buena nuera tiene que parir.

-Si pare que para, que para un león que le despedace hasta el corazón.

-Consuélate, esposa, con la Virgen pura,

mi madre no viene, tiene calentura.

-Maridito mío, si tú me quisieras a llamar a tu hermana ahora mismo fueras.

-Levántate, hermana, del dulce dormir,

que tu buena cuñada tiene que parir.

-Si pare que para, fuera un elefante que hasta el corazón se le vuelva sangre.

-Consuélate, esposa, con la Virgen santa,

mi hermana no viene porque no está en casa.

-Maridito mío, si tú me quisieras a llamar a mi madre ahora mismo fueras.

Pero ve de prisa, que va a amanecer y ya nuestro hijo tiene que nacer.

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-Levántate, suegra, del dulce dormir, que tu buena hija tiene que parir.

-Espera un momento, me voy a vestir

y la luz del día nos verá de ir.

Por el caminito vieron a un pastor: -Dinos, pastorcito, dinos la verdad,

dinos por quién doblan en esta ciudad.

-Por una casada de lejanas tierras, por no acudir a tiempo cuñada ni suegra.

-No tengo más hijas, que si las tuviera

no las casaría en lejanas tierras.

Alba Niña

FORMA DE CANTAR CADA DOS VERSOS: Mañanita, mañanita, (bis)

mañana de San Simón, que con el olitín, que con el olitón,

mañana de San Simón.

Mañanita, mañanita, mañana de San Simón, se pasea un caballero

con trazas de emperador con la guitarra en la mano

y esta coplita cantó:

-Quién durmiera con ti, luna,

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quién durmiera con ti sol.

-Duerma, duerma, caballero, una nochecita o dos.

Mi marido está cazando en los montes de León. Para que no vuelva más le echaré esta maldición:

“Cuervos le saquen los ojos y águilas el corazón

y los perros con que cazan los saquen en procesión”.

Y a eso de la madrugada

el marido que llamó:

-Abre la puerta, bien mío, abre la puerta, mi amor,

que te traigo un león vivo de los montes de León.

Se ha levantado la niña

mudadita de color.

-O tú tienes calentura o tú tienes mal de amor.

-Ni yo tengo calentura

ni yo tengo mal de amor, se me han perdido las llaves

de tu rico comedor.

-Si se perdieron de plata de oro las traigo yo.

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Y estando en estas palabras un caballo relinchó.

-¿De quién es ese caballo

que en mi cuadra relinchó?

-Tuyo, tuyo, caballero, que mi padre te lo dio.

-Viva tu padre cien años,

que caballos tengo yo. Cuando yo no lo tenía tu padre no me lo dio.

Y estando ene estas palabras

pa su percha reparó:

-¿De quién aquella capa que en mi percha veo yo?

-Tuya, tuya, caballero, que mi padre te la dio.

-Viva tu padre cien años, que una capa tengo yo. Cuando yo no la tenía tu padre no me la dio.

Y entrando en su dormitorio

pa su cama reparó.

-¿De quién aquella cara que en mi cama veo yo?

-El niño de la vecina

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que jugando se durmió.

-Qué niño ni qué demonio, tiene más barba que yo.

La tomó de la manita

y a su padre la entregó.

-Aquí tiene usted a su hija, me ha jugado una traición.

-Llévatela tú, que es tuya,

que la Iglesia te la dio y si te ha salido mala

buena te la entregué yo.

La pastora y el pájaro

BIS EN LOS VERSOS IMPARES

Cantaba una pastorcita de sencillo corazón. Volaba una palomita

sin rumbo ni dirección.

Ay, qué plumas tan bonitas de tan precioso color.

Ha pegado una volada y en un árbol se posó, el árbol le mitigaba

los fuertes rayos del sol.

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Ay, qué plumas tan bonitas de tan precioso color.

En su segunda volada

en un era cayó donde había trigo y cebada

y allí muy bien lo pasó.

Ay, qué plumas tan bonitas de tan precioso color.

En su tercera volada en un balcón se posó.

En el balcón, una dama y trabaron conversación.

Ay, qué plumas tan bonitas

de tan precioso color.

Señora, si usted quisiera cambiábamos corazón.

Usted no es una paloma, que es un palomo ladrón.

Si cambiaron o no cambiaron

eso sólo lo sabe Dios. A eso de los nueve meses

un pajarito voló.

Ay, qué cara tan bonita naciera de aquel amor.

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El cebollinero

FORMA DE CANTAR CADA DOS VERSOS: Por las calles de Madrid (bis)

pasea un cebollinero (bis) Olé, olé, olé y Holanda y olé

y Holanda ya se ve, que ya se ve, que ya se ve.

Por las calles de Madrid

pasea un cebollinero vendiendo sus cebollinos para ganarse el dinero.

Llega a casa una casada, casada de poco tiempo: -Casada, dame posada

de balde o por el dinero. -Mi marido no está en casa,

darte posada no puedo. Que ella quiso, que no quiso,

adentro el cebollinero y pusieron de cenar

dos perdices y un conejo. Después de haber cenado

trataron otro misterio, discurrieron de sembrar el cebollino en el huerto.

Y a eso de los nueve meses ya el cebollino está bueno

y tuvo un niño varón más bonito que un lucero

y su abuelo le decía: -Ven acá, so puñetero,

no dejarás tú de ser

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hijo del cebollinero.

El padrino de este niño ha de ser un molinero

para que traiga la harina para amasar los buñuelos.

El padrino de este niño ha de ser un aceitero

para que traiga el aceite para freír los buñuelos. El padrino de este niño ha de ser un colmenero para que traiga la miel

para enmelar los buñuelos.

Los tres segadores

Salieron tres segadores a segar fuera de casa, uno de los segadores

lleva ropitas de Holanda: los dediles son de oro, las hoces de fina plata. Una dama en un balcón

del segador está prendada y lo ha mandado llamar con una de sus criadas: -Segador, mi segador, mi señorita lo llama.

Y el segador, obediente, ha seguido a la criada.

Lo llevó por los pasillos hasta una lujosa sala.

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El cantor de leyendas

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Y entre almohadones de raso la señora lo esperaba. -Segador, mi segador,

¿quieres segar mi cebada? -Dígame dónde la tiene

para poder ajustarla. -No está en alto ni está en bajo

ni en una honda cañada, está en medio de dos columnas,

sólo la guarda mi alma. -Esa cebada, señora,

que yo no puedo segarla, es pa duques o marqueses o p’al dueño de esta casa. -Segador, buen segador, por dinero no lo hagas. Lo tomó de la manita y se lo llevó a la cama

y a eso de la media noche la dama le preguntaba:

-Segador, buen segador, ¿cómo va usted de cebada?

-Llevo catorce gavillas sin las que están desatadas.

Y cuando rayaba el día la señora lo llamaba.

-Segador, mi segador, que el sol viene y nos delata.

Se levantó el segador marchito y con mala cara, como no sabía los pasos, daba vueltas por la casa. -Segador, buen segador,

que se va usted sin la paga. Le dio cuatro mil doblones

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La tradición oral heredada por Francisco Castro

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en un pañuelo de Holanda, que valía más el pañuelo

que el dinero que guardaba. Y al otro día siguiente

por el segador doblaban.

La dama y el mocito

ESTRIBILLO: Yo tenía una capa

y se me mojó, diga usted, mi dama,

dónde duermo yo.

-Oiga usted, mocito, duerma usted en la calle.

-Eso no señora, que hace mucho aire.

ESTRIBILLO

-Oiga usted, mocito,

duerma usted en el suelo. -Eso no, señora,

que me muerde el perro.

ESTRIBILLO

-Usted que es mocito, duerma usted en el patio.

-Eso no, señora, que me araña el gato.

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El cantor de leyendas

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ESTRIBILLO

-Oiga usted, mocita, duerma con la moza.

-Eso no, señora, que es muy cosquillosa.

ESTRIBILLO

-Usted que es mocito,

duerma usted conmigo. -Ay, qué buena idea, yo también lo digo.

Yo tenía una capa

y se me mojó, ya yo sé, mi dama, dónde duermo yo.

La patrona y el militar

ESTRIBILLO TRAS LOS VERSOS PARES: Ay, que toma la niña y toma, y ay, que toma la niña y más.

-Buenas noches, patroncita, -Ven con Dios, buen militar.

-Dígame usted, patroncita, dónde cuelgo este morral.

-En aquel clavillo viejo, allá dentro en el corral.

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La tradición oral heredada por Francisco Castro

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-Qué clavillo, qué demonios,

que aquí lo voy a colgar. Dígame usted, patroncita,

qué tenemos de cenar.

-Unas sopitas de ajo, muy buenas que nos sabrán.

-Qué sopas ni qué demonios,

quiero gallinas guisás.

-Las gallinas no son mías, que son de la vecindad.

Que ya quiso, que no quiso,

gallinas comió guisás.

-Dígame usted, patroncita, dónde me voy a acostar.

-En aquel felpudo viejo allá dentro en el corral.

-Qué felpudo, qué demonios, con usted me voy a acostar.

Que ya quiso, que no quiso,

con ella se fue a acostar. Y al subir por la escalera

le dio la media escalá. Se acostaron, se arroparon,

se pusieron a jugar. Se cayeron y se hirieron

sin poderlo remediar.

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El cantor de leyendas

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Y a eso de los nueve meses vino al mundo un militar con perilla, con bigote

y la bayoneta calá y en la puerta de La Línea

haciendo servicio está.

Las señas del esposo

FORMA DE CANTAR CADA DOS VERSOS: Soldadito veterano,

rem, rem trepetrepetrén lan larán larán, de qué guerra viene usted,

rem, rem.

-Soldadito veterano, de qué guerra viene usted.

-Señora, de la de Flandes, por qué lo pregunta usted.

-Por si ha visto a mi marido

en la guerra con usted.

-Qué quiere que yo le diga sin saber señas de él.

-Mi marido es alto y rubio, más o menos como usted, lleva un caballo alazano

calzado en los cuatro pies y en la punta de la lanza,

un pañuelo aragonés

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La tradición oral heredada por Francisco Castro

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que le bordé cuando niña, cuando niña le bordé

y otro que le estoy bordando y otro que le bordaré.

-No borde tantos pañuelos, que en la guerra muerto es

y él mismo me dio esta carta pa que case con usted.

-Eso sí que no lo hago, eso yo nunca lo haré,

siete años lo he esperado y veinte lo esperaré

y en caso que no viniere tampoco me casaré.

-Alza la vista, paloma, si me quieres conocer,

tú eres mi esposa María y yo tu marido Andrés.

Por haber guardado tu honra has sido mujer de bien.

Marinero al agua

FORMA DE CANTAR CADA DOS VERSOS: Estando un marinerito, ramiré (bis)

en su divina fragata, ramiré, pom, pom, porrompompón,

en su divina fragata.

Estando un marinerito

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El cantor de leyendas

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en su divina fragata, al extender una vela

el marinero fue al agua. Como estaba el mar muy malo

el pobrecito se ahogaba. Se le apareció el demonio diciéndole estas palabras:

-¿Cuánto me das, marinero, si te salvo de estas aguas?

-Yo te doy este navío

cargado de oro y plata.

-Yo no quiero tus riquezas que lo que quiero es tu alma.

-Mi alma es de mi Dios, que me la tiene prestada, y mi cuerpo, de los peces,

que viven en esta agua.

Y despreciando al demonio al temporal se entregaba.

Vino la Virgen María y en sus brazos lo tomaba y con un cariño inmenso

en cubierta lo dejaba.

El milagro del trigo

La Virgen va caminando huyendo del rey Herodes,

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La tradición oral heredada por Francisco Castro

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por el camino han pasado grandes fríos y calores

y al niño lo llevan con grandes cuidados porque el rey Herodes

quiere degollarlo. Por el camino adelante

a un labrador que allí vieron le ha preguntado la Virgen:

-Labrador, ¿qué andas haciendo?

Y el labrador dice: -Señora, sembrando todos estos cuernos

para el otro año.

Fue tanta la cantidad que Dios le mandó de cuernos

que parecían las hazas una maná de carneros.

Ese fue el castigo que Dios le mandó por ser mal hablado

aquel labrador.

Siguieron más adelante y a otro labrador que allí vieron

le ha preguntado la Virgen: -Labrador, ¿qué andas haciendo?

Y el labrador dice:

-Señora, sembrando todas estas piedras para el otro año.

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El cantor de leyendas

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Fue tanta la cantidad que Dios le mandó de piedras

que parecían las hazas una grandísima sierra.

Y ese fue el castigo que Dios le mandó por ser mal hablado

aquel labrador.

Siguieron más adelante y a otro labrador que allí vieron

le ha preguntado la Virgen: -Labrador, ¿qué estás haciendo?

Y el labrador dice:

-Señora, sembrando todito este trigo para el otro año.

-Pues ven mañana a segarlo

sin ninguna retención, que este favor te lo hace

el Divino Redentor. Si acaso pasaren

por mí preguntando diles que nos viste

estando sembrando.

El labrador, muy contento, a la noche fue a su casa contándole a su mujer todito lo que le pasa.

La mujer le dice que no puede ser

en tan poco tiempo

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sembrar y coger. Al otro día siguiente se levantó el labrador

en busca de tres peones, no ha encontrado más que dos.

Que arriba, que abajo, que allá arriba fueron

a segar el trigo que ya estaba bueno.

Estando segando el trigo, un escuadrón de caballos por una mujer y un niño

y un hombre van preguntando. Y el labrador dice: -Cierto es que lo vi, estando sembrando

pasó por aquí.

Se miran unos a otros, grandes reniegos se echaban

de ver que no les salía el intento que llevaban,

y el intento era de cogerlos presos y de presentarlos

al rey más soberbio.

El niño perdido se recuesta en la cruz

FORMA DE CANTAR CADA DOS VERSOS: San José era carpintero (bis)

y la Virgen, costuré

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El cantor de leyendas

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y la Virgen, costurera.

San José era carpintero y la Virgen, costurera, San José salió a paseo

y dejó al niño en la tienda. El niño, cosas de niños, jugaba con la madera,

hizo una cruz con tres clavos, testigos de su inocencia. Le dijo: “Cruz venturosa, quién te volviera de cera”. A estas palabras del niño

bajó la sagrada reina, lo tomó de la manita:

“Vamos a cumplir una promesa”. Yendo por el caminito

se le ha perdido a la reina, se ha encontrado con tres damas,

las tres mocitas y doncellas. Le preguntó a la mayor

si ha visto a Dios en la Tierra, le contestó la de en medio:

“Señora, dé usted las señas”. “Lleva zapatitos blancos y unas caladitas medias

y una túnica morada bordada con seda negra”.

Dijo entonces la más chica: “Anoche estuvo en mi puerta,

me ha pedido una limosna, la cual hice por tenerla”.

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La Virgen y el ciego

ESTRIBILLO: Ay, ay, José mío, ay, mi dulce bien, ay, qué privilegio con tanto poder, su vara dichosa llegó a florecer,

eres santo, San José.

La Virgen va caminando de Egipto para Belén,

como el camino es tan largo pidió el niño de beber.

ESTRIBILLO

No pidas agua, mi niño, no pidas agua, mi bien,

que los ríos van muy turbios y no se pueden beber.

ESTRIBILLO

Allá arriba donde vamos

hay un verde naranjel y el guardador que lo guarda

es un ciego que no ve.

ESTRIBILLO

-Ciego, dame una naranja, que mi niño tiene sed.

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El cantor de leyendas

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-Entre usted, señora, y coja las que fueren menester.

ESTRIBILLO

La Virgen, como es tan pura, no ha cogido más que tres, una le ha dado a su niño y otra a su esposo José

y otra se ha guardado ella para el niño entretener.

ESTRIBILLO

-Toma, ciego, este pañuelo,

límpiate los ojos en él, y al salir por el portillo el ciego comenzó a ver.

ESTRIBILLO

-¿Quién ha sido esa señora

que me ha hecho tanto bien? Seguro, es la Virgen pura

y el patriarca José.

ESTRIBILLO

La mujer del molinero y el cura

BIS EN LOS VERSOS IMPARES

Siéntate si vas despacio,

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La tradición oral heredada por Francisco Castro

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siéntate y te contaré la tragedia (de) un molinero

casado con su mujer.

El cura que la visita le quiere pisar el pie.

-Padre cura, padre cura, eso no va a poder ser.

-Déjame que te lo pise, te daré bien de comer. Te daré pollos dorados

con azuquita y con miel.

Y estando en estas palabras a la puerta llamó él.

-Padre cura, mi marido,

¿dónde lo meto yo a usted? Si lo meto en la tahona se le van a ver los pies.

Lo meteré en aquel saco, lo arrimaré a la pared.

Y apenas entró el marido

lo primero que se ve: -¿Qué tienes en aquel saco

arrimado a la pared?

-Fanega y media de trigo que trajeron a moler.

-Sea trigo o lo que sea mis ojos lo quieren ver.

Y apenas destapó el saco

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El cantor de leyendas

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lo primerito que ve: la sotana (d)el padre cura

y el sombrero calañés.

-Padre cura, padre cura, buenas tardes, padre cura, ha venido usted muy bien, la mula se ha puesto coja y usted tendrá que moler.

Lo amarraron a la una,

lo soltaron a las tres y apenas que lo soltaron padre cura echó a correr.

Parecía que llevaba el demonio entre los pies.

Y al otro día siguiente a misa fue la Isabel

y le dijo: Padre cura, ¿quiere usted pisarme el pie? -Que te lo pise el demonio,

acuérdate tú de ayer. Si tu marío quiere un mulo,

vaya a la feria a por él.

Las hijas de Medina [Merino]

FORMA DE CANTAR CADA DOS VERSOS: Mamá, quiere usted que vaya (bis) un ratito a la alameda tralará (bis)

un ratito a la alameda.

Mamá, ¿quiere usted que vaya

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un ratito a la alameda con las hijas de Medina

que llevan ricas meriendas? A la hora de merendar

se perdió la más pequeña. Su madre la está buscando

calle arriba, calle abajo. ¿Dónde la vino a encontrar?

En una sala de baile bailando con un galán, y el galán que le decía:

-Mi abuela tiene un peral que echa las peras azules

más finas que el cordobán.

Las tres mozuelas

FORMA DE CANTAR CADA DOS VERSOS: Estándome paseando

una tarde en la alameda, que ya por aquí, que ya por allá,

una tarde en la alameda.

Estándome paseando una tarde en la alameda

me encontré con tres chavalas no me parecieron feas.

Yo las convidé a garbanzos, dicen que no tienen muelas.

Yo las convidé a un refresco, dicen que frescas son ellas.

Yo las convidé a turrón, las tres se hicieron señas.

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El cantor de leyendas

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Una pidió cuatro libras y la otra cuatro y media

y la otra pidió cinco por no ser menos que ellas.

Tomaron paso ligero por calles y callejuelas

y al revolver de una esquina está la casa de ellas.

Las tres se metieron dentro y a mí me dejaron fuera. Por debajo de la puerta

me metieron una esquela, su único renglón dice:

Vaya el tonto a la alameda. Eso me ha pasado a mí

por ir tras de las mozuelas.

El rastro divino (recitado)

Jesús está con los doce,

con los hermanos que amaba y el Jueves Santo en la noche

los tenía convidados a una cena muy sagrada.

Y cuando estaban reunidos Jesús dijo estas palabras:

-¿Quién de vosotros, amigos, ha de venderme mañana? Jesús los miraba a todos,

Judas bajó su mirada. Todavía no era de día y ya Jesús caminaba

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La tradición oral heredada por Francisco Castro

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con una cruz en sus hombros de madera muy pesada. El peso de aquel madero lastimaba sus espaldas, las culpas de los demás le lastimaban el alma.

Sacó sus divinos paños y sus divinas toallas,

le limpió el rostro tres veces y salieron tres estampas:

una cayó en Jaén, otra cayó en Roma Santa,

la otra cayó en el mar, por eso el agua es sagrada.

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ORACIONES

A Santa Bárbara contra las tormentas

Santa Bárbara bendita que en el cielo estás descrita

con papel y agua bendita, Padre Eterno, agua limpia.

Para que se retirara una tormenta también se hacía una

cruz de sal encima de la mesa.

Cuando alguien salía de viaje o un niño iba a algún lugar donde podía haber peligro

¡Madre mía, Virgen pura, ampárame

a esa criatura!

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Arriba, pastora

Arriba, arriba, pastora, le han traído a la Señora

un niño muy rebonito que se llama Jesucristo.

El Padre Eterno es su padre, Santa María, su madre.

Los ángeles, sus hermanos, lo tomaron de la mano,

lo llevaron a Belén. En Belén hay una fuente, pusieron cruz en el frente

para que el diablo no lo encuentre ni de noche ni de día, sólo la Virgen María

que estaba siempre rezando, rezaba de noche y día y no rezaba callando

porque San Juan no sabía.

Del nacimiento a la Pasión

En Belén, en un portal, ha nacido Jesucristo. Jesucristo fue nacido

de una hija de Santa Ana y tenía doce amigos

que apóstoles se llamaban. Un jueves santo en la noche

los tenía convidados a una cena muy sagrada.

Faltaba San Juan Bautista,

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La tradición oral heredada por Francisco Castro

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que predicó en la montaña. y cuando estaban reunidos Jesús dijo estas palabras:

“¿Quién de vosotros, amigos, morirá por mí mañana?” Se miran unos a otros,

no entienden ni una palabra y Jesús sigue diciendo

con la bondad en la cara: “¿Quién de vosotros, amigos,

morirá por mí mañana?” Se miran unos a otros y ninguno dice nada. Y pasado el mediodía Jesucristo caminaba

con una cruz en sus hombros de madera muy pesada. El peso de aquel madero le lastimaba la espalda, las culpas de los demás le lastimaban el alma.

Por tres veces se ha caído y las tres se levantaba. Ha salido una mujer

que la Verónica llaman; sacó los divinos paños y sus divinas toallas,

le limpió el rostro tres veces y salieron tres estampas:

una cayó en Jaén, otra cayó en Roma Santa,

la otra cayó en el mar y el agua está consagrada.

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La tradición oral heredada por Francisco Castro

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VOCABULARIO

Francisco emplea muchas palabras antiguas que, aunque

aparecen en el diccionario, ya no suelen utilizarse y por tanto desconocemos. Aquí podemos encontrar algunas de ellas. Muchas tienen en común su gran sonoridad y la magnífica definición que el propio Curro nos ofrece.

Aceite de capote. Aceite de linaza, llamado así porque era el utilizado para impermeabilizar los capotes protectores de la lluvia.

Achisparse. Emborracharse. Aguja de pajar. Aguja realizada con tallo de cañizo o de

cardo para techar el almiar con castañuela. Almiar. Pajar realizado con paja a campo abierto para

proteger la propia paja que ha de darse a los animales a lo largo del año. (En el DRAE, montón de paja o heno formado así para conservarlo todo el año).

Amontunado. Montaraz, montuno, salvaje. Andorrias. Greba, polainas utilizadas para protegerse las

piernas. Hechas de tela impermeable, se amarraban en la pierna. Se metían en aceite de linaza para impermeabilizarlas o se hacían con la tela de un capote ya impermeabilizado.

Ataconado. Referido al monte, limpio de maleza.

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El cantor de leyendas

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Bardal. DRAE: Cubierta de sarmientos, paja, espinos o broza, que se pone, asegurada con tierra o piedras, sobre las tapias de los corrales, huertas y heredades, para su resguardo. Curro nos habla de un bardal de sauces que había en los huertos del Tiradero.

Bielda. DRAE: Instrumento agrícola que sirve para recoger, cargar y encerrar la paja, y que solo se diferencia del bieldo en tener seis o siete puntas y dos palos atravesados, que con las puntas o dientes forman como una rejilla.

Buenarate, botarate, buen arate. Arte, gracia para hacer bien algo.

Borceguí. Zapato basto hecho de piel de buey con cordones de correa de la misma piel y suela de material. Cuando se mojaban se ponían muy duros y se dejaban delante de la cama para que se secaran.¡Cualquiera metía los pies dentro!.

Cachipalo. Golpe dado con un palo. Cardumo. Cualquier agrupación de animales, ya sea una

manada de vacas o un banco de peces. Chispera. Borrachera. Cobra. Juego de cuerdas que se coloca en las caballerías

para trillar y que consta de un macho, una collera y otra tiradera que va a la mano del jinete. En el DRAE: Coyunda para uncir bueyes.

Corvillo. Garabato, herramienta de labor. Coyundas. Cuerdas para uncir la yunta al yugo. Encarruchar. Hilvanar o hilar ideas o frases en un

discurso, por ejemplo, al contar una historia. Esparpucho. Mentirijilla, palabra fea, tontería. Falfo. Dobladillo de cualquier prenda. Frontil. Almohadilla que sirve para atar la yunta a la

cornamenta de los bueyes para que no se hagan daño.

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La tradición oral heredada por Francisco Castro

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Gallareta. Focha (ave acuática de plumaje negro y pico y frente blancos, muy abundante en los humedales cercanos a Tahivilla).

Garrapito. Hojas puyosas de algunas plantas como los raspasayos y otros cardos que se agarran a la ropa.

Guzaraña. Musaraña. Jizcar (posiblemente, de jisca, carrizo). Cuerda de tres

hilos hecha para techar las casas con pasto, tejida con juncia, una planta parecida al papiro que crece junto a los ríos y en la laguna de la Janda.

Jozaúra (de hozar). Hoyo que hace un cerdo para buscar lombrices y raíces.

Llamadera. Palo con aguijón con el que el carretero llamaba a la yunta de bueyes. Parecido a la garrocha, pero más corto, de unos dos metros.

Morisquetas. Muecas, gestos extraños realizados con la cara.

Mostrenco (de mestenco). Que no tiene amo, ni hogar. Puede referirse a una persona de vagabundea por el mundo o a un animal suelto en el campo.

Pajarraquera. Laja de roca arenisca característica de la zona que es aprovechada por las rapaces para anidar.

Perico. Candil casero realizado con una lata y una torcida. Puyoso. Que tiene pinchos. Ranilla. Enfermedad intestinal de las vacas que se curaba

braceando al animal por el intestino y sacándole la sangre cuajada, quedando así el animal muy aliviado. La gente decía que se curaba recitando una oración y también había un hombre en Cañajara que no necesitaba ni acercarse al animal, sólo con decirle qué vaca estaba enferma, él ya de lejos la curaba. También he oído alguna oración como esta: “Maldita ranilla, vete de esa vaca, vete al pelo, del pelo al cuerno y del cuerno a la mar, y de esa vaca, ranilla, no vuelvas más”. A mí, no puedo evitarlo, esto no me ofrece garantías, es sólo una

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El cantor de leyendas

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superstición, porque yo sólo he visto curarse a las vacas que se braceaban.

Sao. Nombre que se le da en la zona al sauce y también al labiérnago.

Señeras, ceñeras. Prenda para proteger los pantalones que estaba hecha de loneta de capote.

Sobrao. Soberado, planta superior de las casas destinada a guardar el grano y otros alimentos con el fin de mantenerlos alejados de los animales.

Taró. Niebla persistente que se extiende sobre el Estrecho de Gibraltar.

Techa. Techada, estructura realizada para techar una casa o choza.

Tonga. Agrupación de juncos (castañuelas) listos para construir un tejado.

Zaragutear. Husmear, andar por el monte buscando algo. (El DRAE la define como embrollar, enredar, hacer cosas con impericia y atropellamiento, pero Curro la utiliza en el sentido empleado en Centroamérica: “hurgar”).

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Este libro, que contiene

materiales grabados a Francisco Castro Salvatierra

durante la primera década del siglo veintiuno,

se preparó durante dos mil once y se imprimió

en el mes de diciembre del mismo año,

justo cuando las primeras grullas iban llegando a la laguna de la Janda.

Mereció la pena.

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