el ángel de mahler

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¿Qué repercusiones tendría que un manuscrito perdido en el tiempo revelara la historia nunca contada de Mahler? ¿Y si, en realidad, sus sinfonías no estuvieran inspiradas en lo que todo el mundo cree? Gustav Mahler está considerado uno de los mayores compositores de todos los tiempos. Numerosas personas en el mundo conocen su música y su vida personal. O eso parecía. Hasta que las memorias de Elisabeth Mahler cayeron en manos de la escritora Núria L. de Santiago, que las investigó durante años y contrastó la información que contenían rigurosamente. En este polémico y rompedor testimonio histórico, Elisabeth nos desvela, con sorprendente naturalidad y sin pudor alguno, la otra cara de la biografía de Gustav Mahler y los profundos dramas personales de quienes poblaron su vida desde su huérfana niñez.

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Diseño de la cubierta: Pere Celma

© Núria L. de Santiago, 2014

© Edicions Bellaterra, S.L., 2014Navas de Tolosa, 289 bis. 08026 Barcelona

www.ed-bellaterra.com

Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento,

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(Centro Español de Derechos Reprográfi cos, http://www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Impreso en EspañaPrinted in Spain

ISBN: 978-84-7290-656-3Depósito Legal: B. 8.562-2014

Impreso por Romanyà Valls. Capellades (Barcelona)

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En memoria de M.ª Rosa Santiago Amador y Josefina M. Santiago.

A Antonia, mi madre, y a María y Tisa, mis abuelas.Sin su amor y sacrificio no hubiera sido posible mi existencia ni este libro.

A Juan Claudio Álvarez, gran poeta e inmejorable amigo.Por estar a mi lado desde el inicio de esta aventura.

A Beatriz del Pozo y a todos aquellos a los que molesté para resolver algunas de mis dudas.

A Guri Scottfort, la gran dama inglesa. Mi mecenas y aliada.

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Mi bienvenida

Este libro es un relato minucioso. El relato de un corazón que se sor-prende a sí mismo y va hacia otro corazón, que también se sorprende al sentirlo llegar. Como si todo estuviera escrito desde antes, y los personajes, moviéndose a ciegas, cumplieran su destino de personas reales. A pesar de casi todo, porque el destino es un lazarillo ciego cuando se convierte en amor.

Aquí la narradora cumple su propio destino también de la mejor forma posible: la de la sencillez, la naturalidad, la sumisión a lo que tiene que decirse. Ella es hija de La Chana, una bailaora de Cataluña, con sangre gitana que transmite, suave e insistente, a su hija.

Mahler es un pretexto para contar, con infinito cuidado, mimosa-mente, una historia de amor que a él mismo le sorprende. Lo que tiene que ser es imposible de evitar. A veces, en apariencia, alguien se opone, se disfraza el sino; pero es inútil alargar la tarea: lo que está escrito aparece sin apelación. La docilidad al destino se alcanza con belleza en este libro. Escrito por una gitana sabia e implicada. Por eso yo me implico también en esta bienvenida: porque fui el primer payo honrado con el Premio Hidalgo que los gitanos otorgan, entre espigas y rosas, a alguien que, no llevando su sangre, los quiera, los admire, los sienta como suyos, se sienta como suyo. Porque, cuando se ama, la raza es sólo un apellido. Y puede, sin embargo, si se la malentiende, separar irremediablemente los caminos. En esta novela así sucede.

La autora es minuciosa, atareada, bordadora de un extenso tapiz. Y lo hace en nombre de Elisabeth, la niña que aparece, huérfana y sola, con el pretexto de una naranja huérfana como ella, a los ojos de Gustav Mahler, judío con un previo destino musical. Amante ciego como ella, hasta que, antes ella que él, abren los ojos al amor imposi-ble, eterno dominante de almas y cuerpos.

Una larga historia de desvíos y encuentros, de obediencias al co-razón costosas y sangrantes, de desobediencias por los convenciona-

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les trayectos de quienes rodean a los protagonistas. Ella escribe su larga historia de un amor que cambió de nombre sin querer: filial, sexual, maternal: siempre el mismo interminablemente. Ni la muerte podrá nada contra él.

De ahí que la literatura aquí esté siempre al servicio de un relato complicado que debe ser escrito con tanta sencillez que a veces re-cuerda a los grandes ingleses que, hace siglos, escribieron hechos inol-vidables que no necesitaron más que simples palabras comunes para ser relatados. Desde el primer capítulo nos pone a su servicio. No somos ya lectores sino practicantes en este largo sudor de gozos y de heridas, de felicidad honda –la única que merece tal nombre– a otra felicidad enmascarada, que se complace en oponérsele para que al fin brille más su poderío… Hasta llegar ese final verdadero, que es el que nunca acaba, y la autora del libro queda predestinada a escribirlo, cumpliendo a su vez un destino poético de transformar en público lo íntimo y en cierto lo dudoso y en natural lo aparente imposible.

El resto no importa. Ante lo que ha de suceder sin remedio ni ayudas, nada que se oponga se realizará sino temporalmente. Ni las enfermedades, ni los éxitos, ni las envidias ajenas, ni las leves aspira-ciones de los otros. Elisabeth nació para amar a Mahler, y él para ser amado y amarla, cuando comprende que su música es ella. Y él, como todo buen amante, alguien que transcribe, con obediente do-cilidad, a semejanza de la voluntariedad de ella, la hermosa historia de su linaje y de su amor.

La vida, luego, se dedicará a colocar cada cosa en su sitio. Porque los corazones, aun muertos (o mejor aún, muertos) ganarían siempre la batalla, a veces tan cruel, de los seres humanos.

Leed este libro, en que aparecen la fe, la ética, la lírica, la épica como sumisas esclavas de la gran verdad del amor imposible. Y por tanto ha de ser leído con pasión y humildad. Así será seguro su triun-fo y nuestro gozo. Porque, para llegar a eso, un camino hay en exclu-siva: contar humilde y llanamente lo que es nuestra verdad. Es decir, ser por fin los que somos y fuimos desde el primer momento. Vivir de veras es aceptar lo que ya estaba escrito. Este libro es la prueba mejor. Ni el dolor ni la felicidad auténtica tienen otro camino. Aprendamos la lección que él nos da.

Porque se escribió no para el lucimiento o el placer y el triunfo de quien lo escribió, sino precisamente, con generosidad, para ser leído y disfrutado.

Antonio Gala

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Nota de Núria L. de Santiago

Las presentes memorias de Elisabeth Mahler (Hamburgo, 1882-Wei-mar, 1971) fueron halladas por Aurore Montoya en 1972 al adquirir Sentiments Perdus, casa solariega situada en Le Havre, ciudad de la Alta Normandía francesa.

Aurore fue amiga de infancia de mi madre. Ambas trabaron amis-tad durante las vacaciones de sus respectivos padres en París en agos-to de 1958. Aunque después la vida las alejó, jamás perdieron el con-tacto y mantuvieron una estupenda relación hasta el fallecimiento de Aurore, en el año 2000.

Poco después recibí su inesperado legado, que marcó un punto de inflexión en mi existencia. Todavía desconozco las razones que pudo tener para hacerme este importantísimo presente, pero mi in-tuición, exacerbada por los recientes acontecimientos, comienza ya a reconocer que la enigmática mujer era una verdadera nigromante, que conocía por anticipado lo que yo haría con su herencia tarde o temprano.

De cualquier modo, no fue hasta 2008 que me sumergí en aquel cofre de madera y metal de medianas dimensiones, último y polvo-riento reducto de los recuerdos de una desconocida Elisabeth Mahler. Jamás había oído hablar de ella. Y ese apellido solo era un vago recuer-do de un músico austríaco del siglo xix. Reconozco que estuve ten-tada de devolverlo todo al desván para que siguiera acumulando polvo.

Pero no lo hice.Poco a poco comprendí la magnitud de lo que tenía entre manos.

Y mi estupefacción fue creciendo hasta convertirse en algo parecido a una explosión interna, al advertir que la narración desvelaba, pági-na a página, una apasionante historia completamente inédita sobre el compositor Gustav Mahler, de la que ni siquiera sus biógrafos más acreditados tienen constancia alguna.

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Pese a las dudas que puedan suscitar, los documentos que contie-ne este libro existen. Y, hasta donde se ha podido verificar, lo que la señorita Mahler narra concuerda con la vida pública y privada del compositor casi con milimétrico detalle. Las preguntas, pues, fueron muchas, e inevitables. ¿Podría alguien que no lo hubiese vivido, que no hubiese estado allí realmente, inventar una vida paralela y com-pletamente desconocida con tal minuciosidad?

Acuciada por estas comprometedoras e importantísimas revela-ciones, inicié una investigación que duró alrededor de cuatro años, y que contrasté rigurosamente. Los resultados no fueron concluyentes.

Aun así, son muchas las personas que me han preguntado si todo esto es cierto. La respuesta es sencilla: lo ignoro. Y tal vez sea bueno, porque la certeza suele malograr la belleza de los misterios al ser des-velados. Desde el comienzo, Elisabeth reconoce que omite su verda-dero apellido con la única –y a mi entender equivocada intención– de no perjudicar la figura de Mahler. Pero no es la primera vez que al-guien oculta parte de su identidad para poner de manifiesto verdades que han permanecido ocultas durante mucho tiempo.

Admito que no creí poder identificarme con lo que una mujer nacida en pleno siglo xix pudiera decir. Poco o nada hay que tengamos en común con seres que vivieron entonces. Pero no existe nada publica-do sobre el compositor que se asemeje a lo que Elisabeth relata. Nada que sea tan honesto y sincero. Nada que, lejos de ser un sesudo trata-do musical solo para entendidos, conmueva por la intemporalidad de los valores humanos que describe, por la fe, por la lealtad, por la no-bleza, por el amor o por el desamor. Algo que expone con sorpren-dente sencillez, con frescura, y con el más que probable propósito de hacerlo accesible a cualquier tipo de lectores.

Junto al abultado manuscrito en alemán, de casi dos mil páginas de que constan sus memorias, hallé unos diarios –veintitrés cuader-nos en total– que corresponden a la etapa comprendida entre 1891, momento en el que la señorita Mahler afirma haber conocido al mú-sico, y 1911, cuando tuvo lugar el fallecimiento de éste. Veinte años contados en primerísima persona. También descubrí cartas, fotogra-fías, reflexiones y notas sueltas de las personas que formaron parte de su vida. Pero los de mayor relevancia, sin duda, fueron el diario de Justine Mahler, hermana del compositor, que lleva el título Elisabeth en la sobrecubierta, y dos cuadernos del propio Gustav Mahler con el

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enunciado Blumine, que nada tienen que ver con la pieza musical homónima que compuso, sino con la propia Elisabeth. Como es ob-vio, no he desaprovechado la ocasión de incluir extractos de esta tras-cendental y valiosísima información, vital para conocer los puntos de vista que los propios personajes de esta historia, escribieron de su puño y letra.

Debo confesar que me enamoré de la proverbial sinceridad de Elisabeth cuando escribió: «Es necesario que lo cuente con el corazón abierto al amor, a la verdad, a la pureza, y que rescate el inestimable recuerdo de ese ser sublime que fue mi adorado Gustav, del negro pozo de imprecisiones absurdamente vertidas sobre él». Me enamoré de la tremenda belleza que descubrí en el trazo fino, sutil y, al final, conmovedoramente inseguro, de su delicada pluma. Me enamoré de su modo de amar, tan hondo como el alma, que, en ocasiones, se oculta en los más recónditos rincones de nuestro ser. Es posible, in-cluso, que comenzase a creer que ésta existía cuando, con el aliento entrecortado y lágrimas en los ojos, terminé de leer sus apasionados recuerdos.

Elisabeth inició sus memorias en 1970 y las concluyó apresura-damente en 1971, al descubrir que, en breve, una grave afección pul-monar acabaría con su vida. Y aunque entonces vaticinó que sus afir-maciones levantarían una tormentosa polvareda, no pudo imaginar las tremendas repercusiones que tendrían para los millones de mahle-rianos de todo el mundo, y para cualquiera que desee conocer en profundidad una –más que probable– verdad histórica.

Después de trabajar durante años con su legado, estoy en dispo-sición de asegurar que he llevado a cabo lo que deseaba. Ella cumplió su misión al terminar su relato casi en el último instante de su vida. Aurore lo hizo al entregármelo. Y yo cumplo la mía al trasladarles lo que esta mujer profundamente apasionada, y tremendamente hones-ta, confiesa desde la primera hasta la última página. Creo que, de un modo incomprensible, las tres fuimos convocadas por el destino en el que ella confiaba ciegamente, y, certeramente guiadas por él, cada una en su tiempo y a su manera, realizamos lo que estábamos llama-das a hacer.

Para mí, ha sido un enorme privilegio y un inmenso honor cono-cerla. Y –por qué no decirlo– una tremenda responsabilidad conver-tirme en su mensajera.

Espero que, tal como me sucedió, sus sentidos se impregnen de la asombrosa –y aparente– sencillez narrativa de El ángel de Mahler,

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que es lo que le imprime la devastadora potencia de la naturalidad. De su desgarrador modo de contar la terrible desolación y la arrolla-dora belleza que poblaron su vida con inusitada intensidad.

Que el lector juzgue sobre la veracidad de lo está por descubrir.

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El ángel de Mahler

Weimar, 1970

Como todo lo ocurrido en mi vida, me guío por lo que me inspiran los sentimientos, esos que por más que procuremos evitar son, a fin de cuentas, el motor que origina nuestros actos. Por eso, sin explica-ción razonable alguna, comenzaré estas memorias precisamente con una de las más traumáticas experiencias que el destino me deparó cuando me arrebató los recuerdos. Sin embargo, pese a lo que podría deducirse por lo que relataré a continuación, a partir del momento en que la recobré, y hasta el día de hoy, mi memoria ha sido implaca-ble e inmisericordemente clara y letal.

Con posterioridad, en muchas ocasiones deseé seguir en la nebu-losa de aquella amnésica incertidumbre. Pero la vida me enseñó que nada ocurre como hemos previsto, que no se enmarca dentro de pau-ta alguna y que, por más que intentemos encasillarla, nos sorprende conduciéndonos por caminos asombrosos, infinitamente alejados de lo que jamás podríamos haber llegado a sospechar.

No soy escritora, y si alguna vez algún literato llega a leer estos re-cuerdos de mi vida, seguramente así lo comprenderá. Humildemente pido disculpas anticipadas. Pero no me interesa lo más mínimo lo que opinen los entendidos sobre la calidad de mi escritura, porque no es reconocimiento lo que busco. Y aunque desconozco las fórmulas litera-rias, escribo desde la verdad, con el convencimiento de que, si estas pá-ginas finalmente ven la luz, serán leídas con el alma abierta, y los senti-dos despiertos, a lo que nos caracteriza como seres humanos: el amor.

Es posible que mis afirmaciones causen cierto revuelo en los círculos académicos, pero, con todos mis respetos, me dirigiré a todo aquel que desee conocer, tal como sucedió, la parte de mi vida que compartí con Gustav Mahler, el gran compositor.

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No escribiré una biografía sobre él. Creo que existen demasiadas. Unas, distorsionadas; otras, estúpidas; algunas, incongruentes, y la mayoría, simplemente, maliciosas. Tras sesenta años de guardar silen-cio viendo aparecer cientos de publicaciones y oyendo hablar sobre su vida, he llegado a la conclusión de que solo unos pocos han sido verdaderamente honestos al exponer parte de la realidad.

Tampoco estoy interesada en hablar sobre mí. No creo que a na-die pudiese interesar la vida de una mujer desconocida de no ser porque el destino me unió a él de esta extraña manera. Y, a estas altu-ras, no pretendo beneficiarme de su nombre para conseguir prestigio alguno. Por eso he decidido ocultar mi apellido real.

Pero mis ochenta y ocho años me anuncian ya el fin de mis días en este mundo, y temo que el silencio del olvido devore la verdad profunda de un ser que no dejó indiferente a nadie que le conoció. Su verdad como ser humano, no como músico. Él fue uno de los precursores de la era moderna: el último compositor de lo que, des-pués, se denominó Romanticismo, con una sólida formación aca-démica y musical, que consiguió refinar los gustos de Viena, la ca-pital mundial de la música a finales del siglo xix. Pero ésta es solo mi opinión, y no pretendo realizar un estudio sobre su talento como director de orquesta y compositor, además de director de tea-tro. Lo dejo para los especialistas en ese tema. Confío en que el futuro pueda hacerle justicia y colocarle en el privilegiado lugar que merece.

Será prácticamente imposible que cualquier historiador encuen-tre alguna alusión a mi persona en la vida de Gustav Mahler, sencilla-mente, porque yo me encargué de que así fuese. Y hoy en día solo dos seres en este mundo podrían dar testimonio de la absoluta reali-dad de lo que afirmo aquí: mis dos queridísimos niños, Alfred,* y Anna.** Sin embargo, cuando tuvieron edad suficiente, ellos juraron que jamás hablarían sobre esto, y estoy segura de que, aun después de mi muerte, seguirán cumpliendo la promesa que me hicieron.

Cualquier situación reflejada aquí, en la que yo no estuve presen-te, me ha sido relatada por una o varias de las personas que intervi-nieron directamente en ella o, en su defecto, por terceros, de los cua-

* Alfred Edward Rosé (Viena, 11 de diciembre de 1902-Londres, Ontario, Canadá, 7 de mayo de 1975). Compositor y director de orquesta austríaco, sobrino de Gustav Mahler.

** Anna Justine Mahler (Viena, 15 de junio de 1904-Hampstead, Londres, Inglaterra, 3 de junio de 1988). Escultora, hija de Gustav Mahler.

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les no tengo razón alguna para desconfiar. De cualquier modo, solo a ellos corresponde la responsabilidad de la veracidad de estas situacio-nes. En mi caso, únicamente me limito a explicar lo que sucedió del mismo modo que me fue contado.

¿Cómo plasmar en este frío papel vacío la serena belleza de aque-llos ojos? ¿Cómo describirlos? Debería ser capaz de encontrar las pa-labras, y, sin embargo, me resulta imposible hacerlo. A pesar de los años transcurridos desde que no está a mi lado, puedo describir a la perfección sus labios marcados, como dibujados en el rostro; su nariz con levísimo caballete; los delicados pómulos; el mentón alargado, y el surco de su barbilla. Pero sus ojos se me resisten. Solo se me ocurre decir que eran como su música: felices, sombríos, tristes, intranqui-los, serenos, iracundos. A menudo, llenos de curiosidad, con un ina-gotable deseo de compartir, de enseñar y aprender. Casi siempre tris-tes, melancólicos.

Y la mayor parte del tiempo, de una u otra manera, me amaba con ellos.

No ha sido fácil llegar hasta aquí sin su presencia. Sin advertirlo, la enorme ausencia que envuelve todo a mi alrededor cobró vida, sorprendiéndome, cuando un día la vi corporizarse y sentarse, son-riendo, frente a mí. Volvieron a aflorar así, los instantes vividos a su lado: sus risas y sus llantos, los paseos por el bosque o los baños de mar de los que tanto gustaba.

Presentes están todavía en mi piel sus manos, sus labios, su cuer-po tomando el mío.

Desde aquí, quiero rendir homenaje al Mahler humano, a ese ser sublime y algo excéntrico, de difícil trato, imperturbable para alcan-zar las metas que se proponía, distraído, despeinado y con las corba-tas mal puestas casi siempre. Y también casi siempre, genial.

Una nostálgica sonrisa asoma a mi rostro al ver a Justine* acer-carse al escritorio donde me encuentro, al tiempo que su profecía, surcando la distancia de treinta años desde su muerte, acude a mi memoria: «Aunque te empeñes en ocultarlo, llegará el momento en que lo quieras desvelar».

Eso es lo que ahora hago. Aquí permanecerán estos recuerdos, aun más allá del punto en que yo haya dejado de existir. Estoy segu-ra que Dios ya tiene preparado en su memoria a alguien que descu-

* Justine Mahler (Jihlava, actual República Checa, 15 de diciembre de 1868-Viena, 22 de agosto de 1938). Hermana predilecta de Gustav Mahler.

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brirá, y seguirá, el rastro de inmensa belleza que contienen estas pá ginas.

A esa persona, y a Él, dejo encargados de ello.Al destino.A la vida.Si así lo quieren.

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26 de noviembre de 1906

De pronto me pregunté qué hacía en aquel desolador paraje bosco-so y solitario, bajo una terrible tempestad con truenos y relámpagos tan tremendamente fuertes que hacían temblar a los árboles en me-dio del huracanado aire que arrastraba arbustos y maleza, raíces incluidas. En un incontrolado impulso miré mis pies, que, cubier-tos de barro al igual que mi vestido, caminaban incansablemente tropezando con las ramas que sobresalían del suelo, sin que yo acer-tase a adivinar hacia dónde se dirigían. Asombrada, intenté recor-dar la razón de mi presencia allí, pero mis indagaciones no dieron resultado.

Desde muy lejos, flotando en el embravecido aire, llegó hasta mis oídos el melancólico y fúnebre tañido de una campana. Agucé el oído procurando identificar de dónde provenía, pero desapareció entre el fragor de la tormenta dejándome oír tan solo mis jadeos y los irregu-lares latidos de mi corazón. Sin detenerse en ningún momento, aquellos rebeldes pies que parecían haberse convertido en mis enemi-gos continuaron trastabillando una y otra vez, obligándome a guar-dar el equilibrio para no caer al suelo.

De nuevo oí el imperceptible lamento desgarrado. Pero esta vez consiguió infundirme un indefinible terror cuando comprendí que, en realidad, la supuesta resonancia fúnebre eran gritos de dolor de una desconocida. Profería una sola palabra rítmicamente, que el viento arrastró lejos de mí antes de que lograse comprenderla.

Tuve la certeza de que había llegado hasta allí precisamente para impedir que siguieran haciéndole daño. Por alguna razón supe que era vital que consiguiera llegar hasta ella. Tenía que ayudarla, pero ¿qué dirección debía tomar? ¿Qué estaba diciendo? Mis pies se detu-vieron abruptamente. Inmóvil bajo el intenso aguacero, los gritos de la mujer y mi urgencia por tranquilizarla aumentaron.

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Un tremendo rayo iluminó la tarde y partió en dos la oscuridad que amenazaba con hacerse dueña de la campiña alcanzando un enorme árbol, que cayó destrozado con un fenomenal estrépito de madera envuelta en llamas.

Entonces, tras un inmenso trueno que retumbó en mi caja torá-cica, comprendí que desconocía mi propio nombre.

Parpadeé repetidamente para extraer la lluvia de mis ojos y me esforcé por recordarlo, pero no lo conseguí. Extendí mis manos y las observé con atención.

No había anillos.Nada que pudiera desvelar algún detalle de mi identidad.Rocé mi rostro con la punta de los dedos. Ningún relieve logró

hacerme recordar absolutamente nada.No conocía mi aspecto, ni mi edad, ni siquiera el color de mis

ojos o de mi cabello.¿Existía realmente?Intenté invocar algún recuerdo, lugar o persona que me ayudasen

a descubrirlo. Pero esa parte de mi cerebro parecía un negro e inmen-so muro de piedra imposible de sortear.

¿Estaba casada? ¿Tenía hijos? ¿Cómo era posible que pudiera re-cordar una escala musical escrita en una partitura, y no algo tan sen-cillo como mi aspecto o mi nombre?

Mi corazón, como impulsado por una inyección de horrorizada adrenalina, redobló la cadencia de sus latidos y me obligó a depositar una mano sobre mi pecho.

Repentinamente, una desconocida y joven voz femenina extraña-mente serena se abrió paso desde un rincón de mi mente: «¿Para qué quieres saberlo? Ahora no importa; nada de eso es importante en realidad».

El viento, preñado de los gritos de la mujer, remolineó con furia a mi alrededor haciéndome olvidar la angustiosa incógnita.

Repetía algo cadenciosamente. Pero todavía me hallaba lejos de comprenderlo.

En el punto en que la tormenta arreciaba, vislumbré una luz a lo lejos, en medio de la oscuridad que se adueñaba del lugar. Un nuevo relámpago iluminó durante un instante una diminuta casa, de la cual provenían los gritos. Sin duda, allí estaban torturando a la mujer. Tropezando una y otra vez, cayendo y volviendo a incorporarme a punto de desvanecerme, caminé hacia el lugar resuelta a impedirlo, aunque con ello arriesgase mi propia vida.

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Cuando atravesé la verja de entrada volví a derrumbarme sobre el camino que conducía a la casa.

Permanecí inmóvil. No estaba segura de conservar la consciencia si intentaba incorporarme. Y no debía desmayarme bajo la tromba de agua helada si deseaba continuar viva. Deslumbrantes luces rojas de advertencia se encendieron en mi cerebro conminándome a bus-car refugio de inmediato, pero el agotamiento cerró mis ojos. Nece-sitaba descansar.

Los gritos de la mujer se recrudecieron, eran tan fuertes y claros, que casi lograron ensordecerme y me infundieron las fuerzas necesa-rias para arrastrarme unos metros más por el camino de barro, hasta la puerta de la vivienda.

Un instante antes de caer desvanecida ante el sorprendido caba-llero que la abrió con una lámpara en la mano, comprendí que la persona que había gritado durante todo el tiempo era yo y que la pa-labra que había articulado insistentemente, y que no había podido entender hasta ese momento, no era otra que Gustav.

En los pocos segundos de lucidez que mi cerebro pudo arrancarle a la benéfica inconsciencia, la extraña voz serena, musitó de nuevo: «Ahora debes morir, porque ya nada importa».

Desperté en una habitación desconocida en la que la luz se filtraba a través del postigo de una ventana. Una mujer de mediana edad y pelo canoso, sentada junto a la cama en la cual yacía yo, bordaba sobre un bastidor situado frente a ella. Cuando advirtió que había despertado, puso la mano sobre mi frente.

–Gracias a Dios que la fiebre ha bajado –murmuró–. ¿Cómo se encuentra, señorita?

Intenté responder, pero la tremenda aridez de mi garganta me lo impidió.

–¿Dónde estoy? –susurré al fin.–Se encuentra en Haselau, a unos treinta kilómetros al noroeste

de Hamburgo.Jamás había oído hablar de aquel lugar.–¿Cómo he llegado hasta aquí?Se levantó.–El médico está a punto de llegar; entretanto, iré a avisar a mi

marido.Mientras mi mente se convertía en un hervidero de preguntas,

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paseé la mirada por la habitación. La cómoda y el armario de madera sencilla y oscura, la pequeña cama con dosel donde me encontraba, y la mesilla de noche junto a ella, constituían todo el mobiliario del limpio y bien ventilado cuarto. Los bonitos visillos en tonos claros con volantes infundían más luminosidad a la estancia, que, de no ser porque tenía las contraventanas medio echadas, seguramente estaría completamente iluminada por el sol. Agradecí la tibieza que daba al lugar pese al frío que, estaba segura, reinaba en el exterior.

Instantes más tarde, la mujer entró en la alcoba seguida de dos caballeros de mediana edad. Uno de ellos, el que identifiqué como el médico por el desgastado maletín de cuero negro, se acercó al lecho y comenzó a examinarme.

–Me alegro de que haya recobrado por fin la consciencia, querida –dijo amablemente–. ¿Por qué no nos dice su nombre? Será más sen-cillo dirigirme a usted.

Frunciendo el ceño, me esforcé por recordarlo.–No lo sé.El doctor me observó en silencio durante un momento, intuí que

intentando dilucidar si decía la verdad. Finalmente pareció conven-cerse.

–Si es así no debe inquietarse, jovencita –añadió, tomándome el pulso–. Antes de continuar con las preguntas, será mejor que la in-forme de que está en casa de Josef y Helma Westermeier. Soy Ber-trand Kittel, aunque todos me llaman matasanos. –Apareció una va-cilante sonrisa en la comisura de sus labios–. Hace dos días llegó a esta casa en medio de la noche. Al oír unos gritos en la entrada, Westermeier salió con la intención de ver qué ocurría y la encontró al borde del desmayo en su misma puerta. Hasta aquí lo que conoce-mos; por eso nos gustaría que pudiera informarnos de lo demás.

Intenté evocar qué había sucedido.–Yo… no sé –murmuré turbada–. Solo recuerdo un nombre.

Nada más.–¿Y cuál es ese nombre, querida?–Gustav –musité.Un irracional estremecimiento hizo rodar lágrimas por mis me-

jillas.–¿Y recuerda quién es?Negué con un movimiento de cabeza.Los tres cruzaron miradas preocupadas. Kittel volvió a centrar su

atención en mí.

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–Debe saber que lleva inconsciente dos días. Nadie en estos con-tornos ha informado de ninguna desaparición, de modo que nos he-mos tomado la libertad de poner un aviso en el periódico de la co-marca, por si estuvieran buscándola –explicó–. No se inquiete; estoy seguro de que todo se solucionará enseguida. Mientras tanto, procu-re descansar en la seguridad de que se encuentra en una casa decente, donde no le ocurrirá ningún percance que deba lamentar.

–Yo… siento todas las molestias que estoy causando –dije al ma-trimonio–. Les aseguro que, sea como sea, pagaré cualquier gasto que les pueda ocasionar.

–No diga eso, niña –repuso la señora Westermeier acercándose al lecho–. Como luteranos, no podemos, ni queremos, permitir que un enfermo carezca de los cuidados que necesita. La hospitalidad y la piedad son dos grandes virtudes premiadas por nuestro Señor.

–Gracias de todos modos. Procuraré molestarles lo menos po-sible.

–Es muy importante que me diga exactamente qué recuerda has-ta el momento que llegó aquí –insistió Kittel.

Exprimí mi mente.–Nada, doctor –musité–. No recuerdo absolutamente nada.

Kittel venía a verme dos veces al día, siempre se mostraba amable y solícito. Con la genuina cordialidad que le caracterizaba, me asegura-ba que, tarde o temprano, los recuerdos volverían a instalarse en mi cerebro. Pero llevaba una semana allí y no había rastro de ellos.

–No sé si, en su estado, recordar sea conveniente –murmuró guardando el estetoscopio en su viejo maletín.

Le observé en silencio. El pelo, completamente blanco, le otorga-ba un aspecto más envejecido de lo que sus cuarenta y tantos años deberían. La elevada estatura, el porte elegante y los ojos, de un bri-llante gris oscuro, le conferían la apariencia de un amable filántropo salido de una cabaña situada en un nevado bosque escandinavo.

–¿Por qué dice eso?Percibí su vacilación con absoluta claridad. Pero guardó silencio.–¿Hay algo que debería saber sobre mi estado de salud? –insistí.–No se trata de eso. Por fortuna, se ha recuperado bastante rápi-

damente de lo que podría haberle costado la vida, a juzgar por el esta-do en que llegó a esta casa –dijo al fin–. Pero me preocupa esa tos persistente y el sonido de sus pulmones. Sin embargo, casi puedo

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asegurar que su dolencia viene de antiguo. Hemos de agradecer que no se haya complicado con el enfriamiento que atrapó hace unos días. De todos modos –continuó tras otro titubeo–, hay dos cosas que sin duda ignora y que me plantean serios interrogantes sobre usted.

–¿De qué se trata?–Al reconocerla descubrí en su mano derecha numerosas cicatri-

ces, que ascienden hasta el antebrazo. Aunque son antiguas, todavía conserva señales de las suturas que se le practicaron –dijo ante mi estupor.

Alcé la mano. Las cicatrices estaban ahí.–Sin embargo –continuó–, me preocupan más las de su seno, el

tórax y el muslo derecho. Doce en total, producidas por un objeto cortante. Cicatrizaron bien, pese a que ninguna de ellas fue suturada, por lo que sospecho que se trata de dos lesiones diferentes, que se produjeron en distintos momentos de su vida.

–¿Lesiones di… diferentes? –tartamudeé–. ¿Qué quiere decir?Un espeso silencio se adueñó de la estancia.–Las de su brazo fueron producto de un accidente. Las otras se

hicieron a propósito.Con creciente inquietud, levanté mi camisón y comprobé que,

en efecto, mi muslo estaba surcado por varias cicatrices feas.Kittel tomó una de mis manos entre las suyas.–Bajo mi experiencia, puedo asegurar que se las infligieron hace

alrededor de un año.–¿Cómo…? ¿Quién haría algo así…?–Usted no es responsable del atroz padecimiento que delatan sus

heridas y sus pulmones enfermos. No soy admirador de las extrañas teorías de Freud, pero estoy seguro de que su cerebro debe tener bue-nas razones para huir de una realidad que le resulta profundamente intolerable. Es mejor que no se inquiete si su memoria permanece dormida; lo más probable es que lo necesite para que su cuerpo y, sobre todo su alma, logren curarse.

Sus serenas palabras lograron infundirme cierto aliento, pero no consiguieron ahuyentar de mi cabeza la terrible imagen del cuchillo hiriéndome con crueldad.

–¿Cree que quienquiera que lo hiciese quería… matarme?Una profunda preocupación se instaló en sus ojos grises.–Lo más probable es que quisiera torturarla.

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Pasaron varios días. Kittel se disponía a examinarme de nuevo.–Su presencia hace que me sienta más segura en medio de la in-

certidumbre que me produce desconocer mi pasado –lo miré con afecto–. ¿Quién sabe? Tal vez haya escapado de una granja de algún pueblo cercano –conjeturé, encogiéndome de hombros.

–En absoluto creo que sea así –negó con un movimiento de ca-beza, al mismo tiempo que regresaba a su silla junto a mi cama–. A pesar del estado en que llegó, su cuidado aspecto, la forma en que se expresa y la suavidad de sus manos revelan claramente su refina-miento y cultura. De modo que deje de imaginar algo que no es cierto. Si en verdad ha huido de algún sitio, seguramente habrá sido de un palacio donde era usted la reina –bromeó.

–Ahora es usted el que imagina cosas –mi rostro amagó un mo-hín indeciso–. Esta mañana, al contemplarme en el espejo, comprendí que debo de tener más de veinte años; no debería llamarme niña.

–No creo que pase de veintitrés o veinticuatro –sonrió él pater-nalmente–; podría ser mi hija. Hay algo más –de nuevo su rostro adquirió un matiz serio–. He estado dudando antes de decírselo, pero creo que, dadas las circunstancias, es mejor que lo sepa cuanto antes. Quizás esto la ayude a recordar.

–¿Qué sucede?–Está embarazada –dijo con la mayor suavidad posible.–¿Cómo dice?–Cuando me avisaron, la prioridad era su vida, de manera que

no pude entretenerme demasiado en comprobarlo. Con posteriori-dad, y mientras usted seguía inconsciente, me aseguré de que era así. Creo no equivocarme al decir que su tiempo de gestación oscila entre tres y tres meses y medio. En realidad, es un auténtico milagro que no perdiese a la criatura debido a las caídas y golpes que sufrió cuan-do se dirigía a esta casa.

Dos garras de acero oprimieron mi pecho impidiéndome respi-rar. Y mi garganta profirió un sonido grave, parecido a un gemido.

–¿Mi mente también rechaza a mi propio hijo? –murmuré lle-vando las manos a mi vientre en actitud protectora–. ¡No recuerdo absolutamente nada!

–Tenía la esperanza de que la noticia pudiera ayudarla a recobrar-se. Vamos, intente serenarse –repuso volviendo a mi lado.

–¡Una mujer no olvidaría algo así, a no ser que haya sucedido un auténtico desastre!

–Escúcheme: su situación es muy delicada en estos momentos.

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Y aunque su estado es imperceptible todavía, será evidente a lo sumo en mes y medio. Lo cierto es que considero poco oportuno informar de ello a los Westermeier.

–¿Por qué?–Son muy amables, pero un poco… chismosos –dijo avergon-

zado.–Agradezco su consideración ante una completa desconocida

como yo –lo miré con afecto–. No sé qué decir… todo esto es tan… tan… inesperado. ¡Todavía no puedo creerlo!

–Ahora sabe que hay un hombre vinculado a su vida, aunque aún desconozca cuál es el lazo que le une a él, a excepción de su bebé. Si no recuerdo mal, mencionó un nombre cuando recobró el conoci-miento, ¿no es así?

La sola sugerencia hizo que una profunda aflicción se adueñara de mí, casi me impedía respirar.

–Gustav –musité.–Lo más probable es que sea alguien importante en su vida. Tal

vez su padre, su hermano o su marido.–Es posible. Aunque ignoro si era de boda, mi dedo anular con-

serva señal de haber llevado anillo durante mucho tiempo.–Lamentablemente, no llevaba encima nada más que su vestido.

Nada. Ni siquiera un papel en alguno de sus bolsillos, que pudiera darnos una pista sobre su identidad.

Llamaron a la puerta. El señor Westermeier asomó la cabeza.–Hace un momento llegó un joven que desea ver a la señorita.

Dice que viene desde Heist por la reseña del periódico y que cree saber quién es.

Kittel me miró interrogativamente.–¿Desea verle?–Sí, por favor. Cuanto antes.–Es mejor que no se ilusione imaginando que lo recordará todo

cuando le vea –advirtió–. De modo que procure no desesperarse, ¿de acuerdo?

Asentí sin dejar de mirar la puerta.Westermeier regresó con un joven alto, de complexión media,

pelo rubio y grandes ojos azules, que agarraba con ambas manos su gorra de lana con visera. Una expresión de inmensa alegría invadió su rostro en cuanto me vio. Inmediatamente se acercó a mi lecho.

–¡Doy gracias a Dios por haberte encontrado! ¡Estábamos locos de angustia desde que desapareciste! ¿Qué te ha pasado? ¿Estás enfer-

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ma? ¿Por qué no les dijiste a estos señores que te trajeran a casa para poder cuidarte?

Aterrada, guardé silencio. El doctor observó mi reacción con ges-to preocupado.

–Disculpe, joven, pero me temo que la señorita no está en dispo-sición de responder a preguntas, sino más bien de hacerlas, ya que no recuerda absolutamente nada –repuso adelantándose.

–¿Cómo? –preguntó el desconcertado muchacho, mirándonos a los dos alternativamente.

–¿Puede decirme quién es usted y qué relación tiene con ella?–Mi nombre es Alden Wäshenfelder, y somos amigos desde la

infancia. ¿Es cierto que no me reconoces? –me preguntó, acercándo-se a mí.

Mirándole fijamente, negué con un movimiento de cabeza.–¿El Wäshenfelder de Heist? –intervino Westermeier–. ¿Usted es

el joven que abona los pimientos con otros pimientos machacados?–No sabía que fuese tan famoso –respondió confuso volviéndose

hacia él–. La esperaba hace cuatro días, pero no se presentó –dijo a Kittel–. Debía recogerla en Rosengarten.

–¿Te refieres al Rosengarten de Nuendrich, el que está aquí arri-ba? –le interrumpió Westermeier.

–Sí. Pero cuando llegué a la estación no la hallé.–Sin embargo, ella no le recuerda –vaciló Kittel.–Repito que soy Alden Wäshenfelder y afirmo que ella es la se-

ñorita Elisabeth Mahler –me señaló.Pese a la seguridad que mostró al manifestar mi identidad categó-

ricamente, el doctor exigió pruebas. Wäshenfelder lo invitó a viajar con él a Hamburgo, donde se hallaba su madre, que poseía toda la información. Ambos convinieron en que sería lo más acertado y se dispusieron a tomar el tren de primera hora de la tarde. Después sa-lió un rato con el doctor.

Más tarde regresó solo a mi habitación. Una sombra de inquie-tud velaba su mirada.

–¿Qué es lo que ha pasado, Elisabeth? –preguntó sentándose en una silla al lado de mi cama–. ¿Cómo es posible que no recuerdes nada?

–¿Por qué me tutea? –pregunté a mi vez, extrañada ante su fami-liaridad.

–Porque lo hacíamos cuando éramos niños. Nos conocimos cuando tu padre te trajo a la pensión que mi madre tiene en Ham-burgo. Creo recordar que tenías ocho años entonces.

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–¿Mi padre? –pregunté agitada–. ¿Él sabe lo que ha pasado? ¿Dónde está?

De repente, su animada expresión desapareció.–Pocos meses después de llegar os marchasteis y entonces falle-

ció. Siento darte esta mala noticia –añadió ante mi gesto afligido–, pero solo puedo contarte la verdad. No volví a verte hasta hace un año, precisamente cuando me diste permiso para volver a tutearte.

–Yo… no recuerdo nada de lo que dice –musité confusa–. En-tonces, mi padre está muerto. ¿Y mi madre? –pregunté esperan zada.

–No pude conocer a tu madre, porque cuando llegaste a Ham-burgo, hacía años que había muerto –murmuró.

Fui incapaz de proferir una sola palabra. ¿Había quedado huérfa-na tan pronto?

–No sabes cuánto lo siento –se apresuró a decir cada vez más apurado–. Pero cuando te volví a ver parecías inmensamente feliz, por eso me alegré tanto por ti. Aunque pasamos mucho tiempo sin vernos, jamás olvidé nuestros juegos, y tú tampoco, a juzgar por la tremenda alegría que sentiste cuando nos encontramos en Viena.

–¿Viena? ¿Yo vivía en esa ciudad?–Viviste en Hamburgo hasta los quince años. Después, te trasla-

daste a Viena.–Pero… ¿cómo, con quién?De pronto, se levantó y se dirigió a la ventana.–Creo que tus preguntas deberán esperar un poco más para ser

contestadas.–¿Por qué? Yo creí que era todo lo contrario.–Porque no tengo todas las respuestas, y tal vez no sea el más in-

dicado para dártelas –dijo escuetamente–. Ten un poco de paciencia, verás cómo al final consigues encajar todas las piezas.

Estuve a punto de protestar pero desistí al ver el destello de de sam-paro en sus ojos. En ese instante supe que Alden decía la verdad y que sentía gran estima por mí.

–¿Me dirá, al menos, cuantos años tengo exactamente?–Cumpliste veinticuatro el dieciocho de mayo. Lo recuerdo con

claridad porque yo nací ese mismo año y siempre cacareabas como una gallina que cumplirías nueve en seguida y serías una niña muy mayor…

Avergonzado, guardó silencio.–Quería decir que lo decías a menudo –se disculpó mirando el

suelo.

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–Querría saber si estoy casada o si hay alguien… especial.–No solo no lo estás, sino que ni siquiera tienes prometido –afir-

mó–. Aunque no podría jurar que no exista alguien especial, como tú dices.

Al quedarme sola, me sentí más perdida que nunca. Alden había asegurado que era Elisabeth Mahler, sin embargo, ese nombre no significaba nada para mí. Aun así, mi confusión fue en aumento al recordar la expresión de asombro en Kittel cuando Alden lo declaró. A menudo me invadía un miedo atroz a conocer la verdad. No tenía esposo ni prometido. ¿Quién era el padre de mi hijo? ¿Quién era yo en realidad?

Agotada por los acontecimientos, me sumí en un intranquilo sueño.

Flotaba en un inmenso vacío oscuro en el que reinaba un silencio sepul-cral. Con creciente inquietud, intenté vislumbrar cualquier cosa que di-sipara la impresión de haberme quedado ciega. De pronto oí una bellísi-ma melodía que, por alguna razón, me hizo sentir inmensamente triste. Un punto de luz blanca brilló a mi derecha y, a medida que se hacía más intensa, advertí que la música provenía de ella. La luz varió de forma, tornándose rectangular. Como si de una ventana se tratase, me permitió acercarme y vislumbrar una escena en su luminoso interior. Sintiendo cómo se humedecían mis ojos, me agarré con fuerza al filo inferior. Me hallaba a un metro escaso de la espalda del caballero delga-do y elegantemente vestido, de cabello negro como el ébano y manos sua-ves que lograban extraer una armoniosa y taciturna melodía del bello piano de madera oscura y brillante.

De pronto oí una voz grave e intensamente masculina:–¡Elisabeth!En aquel momento se detuvo, hundió los hombros, e inclinó la cabe-

za sobre el teclado.–¡Regresa, Blumine! * –murmuró desolado.Llevada por la tremenda compasión que me produjo su lamento,

intenté tocar su hombro, pero la luz que me mostraba la imagen se deshizo alrededor de mi mano, como si se tratase de un reflejo en una superficie acuática. Al retirarla, apareció de nuevo. Con creciente angus-

* Hace referencia a una colección de flores de otoño, o bouquet de flores de otoño de los textos del escritor alemán Johann Paul Friedrich Richter, más conocido como Jean Paul (Wunsiedel, 21 de marzo de 1763-Bayreuth, 14 de noviembre de 1825).

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tia, intenté mostrarle mi presencia varias veces, con el mismo resultado. Cuando me disponía a gritar que estaba allí, me sentí retroceder rápida-mente flotando por la negra inmensidad, hasta que desperté completa-mente sobresaltada.

–¡No! –grité agitándome en la cama–. ¡Él me necesita, me nece-sita desesperadamente!

–¡Tranquilícese, señorita! –Helma trató de sujetarme–. Solo ha sido una pesadilla.

–¡Oh, Dios mío, qué sensación tan descorazonadora, qué terrible angustia! –sollocé, sentándome en la cama.

–¿Qué tiene? –preguntó acercándome un vaso de agua–. ¿Quién la necesita?

–No lo sé, ¡no lo sé! ¡Solo sé que él me llamaba y que yo no podía soportar no correr a su lado! Todavía siento ganas de hacerlo, y ¡ni siquiera sé quién es, ni lo que ha sucedido!

–Vamos, beba un poco. Verá como todo se arregla enseguida.Tomé un sorbo.–Ahora sé que lo que ha dicho Wäshenfelder es cierto –deposité

el vaso sobre la mesilla–. No me cabe ninguna duda de que mi nom-bre es Elisabeth. ¡Si supiera lo que ha pasado!

–Seguro que lo sabrá muy pronto. –Tomó mi mano–. En cuanto el doctor y el joven vengan de Hamburgo se sentirá mucho mejor, ya lo verá.

–¿Cuándo cree que llegarán? No podré soportar esta incertidum-bre mucho más tiempo.

–El doctor indicó que regresarían hoy mismo si les daba tiempo a tomar el último tren de la noche. Si no fuese así, tomarán el prime-ro que salga mañana. Ahora voy a salir un momento y le traeré la cena –añadió dirigiéndose a la puerta.

Aquella noche el doctor y Alden no regresaron. La señora Wester-meier se vio obligada a administrarme un poco más de láudano para que pudiese conciliar un sueño prácticamente inexistente y poblado de pesadillas. Por fortuna, estuvo a mi lado hasta la madru gada.

Eran aproximadamente las diez de la mañana cuando desperté. Una joven de no más de quince años a quien no conocía, que dijo llamar-se Frida y ser hija de Westermeier, estaba a mi lado relevando a su madre.

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–Estoy encantada de conocerla, señorita Mahler –dijo tímida-mente–. El doctor y el señor Wäshenfelder regresaron hace un rato, pero decidieron esperar a que despertara. Mi madre dice que no ha pasado usted muy buena noche.

–Yo también me alegro de conocerla, Frida –dije con dificultad debido al embotamiento que me había causado el láudano–. ¿Podría hacerles pasar, por favor?

–Primero he de ayudarla a asearse –dijo la muchacha–, y tiene que desayunar –añadió señalando la mesilla de noche, donde había dejado una bandeja con las viandas.

–Hágales pasar ahora; yo misma me asearé –insistí pasando las manos por mi enmarañado cabello–. Desayunaré más tarde.

–Por favor, señorita, déjeme que la peine –insistió–. Jamás he visto un cabello como el suyo. Debe llegarle por las rodillas.

Lo toqué instintivamente y comprobé que se perdía bajo las sá-banas que me cubrían. Inmediatamente le pedí que me ayudase a levantarme. En efecto, una salvaje y frondosa mata de pelo intensa-mente negro, y graciosamente ondulado, caía hasta mis rodillas.

–Ahora puede volver a la cama –dijo cuando terminó de cambiar las sábanas.

–Creo que no lo haré. Me encuentro mucho mejor y preferiría permanecer levantada. ¿Dónde está mi vestido?

–Quedó tan maltrecho que no hubo modo de arreglarlo. Pero le traje uno mío a primera hora, ¿quiere verlo?

Sin esperar, me enseñó un sencillo vestido oscuro de una sola pieza que había sido depositado cuidadosamente en el respaldo de la única silla de la estancia.

–¿Podría ayudarme a vestirme, por favor?–Claro que sí. Deje que le quite esa enagua.–¡No! –Me rodeé con los brazos.Mientras permanecí a solas, tuve tiempo de comprobar cuán

ciertas eran las afirmaciones del doctor acerca de mis cicatrices, y no tenía ninguna intención de permitir que nadie las viese.

–Pero he traído otra limpia –replicó desconcertada, mostrándo-mela.

–Me la pondré yo. Vuélvase.Cuando me la hube colocado, comenzó a vestirme en silencio.

Pero, desafortunadamente, éste no duró demasiado.–Mi madre y yo pensamos que sería mejor prestarle uno mío, ya

que está usted tan delgada. ¡Ya está! –añadió alejándose unos pasos

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para mirarme–. Es una pena que le esté corto, pero ya me lo imagi-naba, porque es usted muy alta. Siéntese –insistió, indicándome la silla con un gesto de la mano.

Me resigné. Tras el aseo, tomó el peine con tal expresión de ale-gría, que no pude evitar sonreír. En poco tiempo logró hacerme una gruesa trenza que dejó caer por mi espalda, y que, al menos, desayu-nase una manzana.

–¿Les avisará ahora?Ella me miró un momento, con una radiante sonrisa en los la-

bios.–Me alegro mucho de que ya esté curada. Mi madre dice que tie-

ne veinticuatro años, pero, así vestida, no parece tener más de diecio-cho. Ojalá pudiera quedarse aquí conmigo; sería mi hermana mayor.

–¿No tiene hermanos?–Dos varones que ya están casados. Además, son mucho mayores

que yo, y muy huraños –añadió haciendo un mohín de disgusto–. ¡Qué bonita es usted! ¡Madre mía, qué ojos más verdes tiene cuando se acerca a la luz! –exclamó encantada, cubriéndose los labios con una de sus manos–. ¡Si se quedase aquí vendrían a pedirla en matri-monio todos los hombres solteros de la región!

–Con todos esos piropos no me costaría nada llegar a ser su her-mana –sonreí a mi vez–. Es una jovencita encantadora, querida, gra-cias por su ayuda. Por cierto, ¿no sería mejor que nos tuteásemos?

–Claro que sí –asintió tímidamente ensanchando la sonrisa.–De acuerdo, Frida, desde ahora seremos amigas… tal vez algún

día podamos ser verdaderas hermanas. Y ahora…–Sí, sí; iré a avisarles –me interrumpió, dirigiéndose a la puerta a

toda prisa. Sin embargo, se detuvo a medio camino–. ¿No deseas sa-lir? Están en el salón con mi madre.

–No querría interrumpir los quehaceres de esta casa –vacilé–, ya he molestado demasiado.

–Mi padre está en el campo con mis hermanos –repuso–, y hace rato que mi madre y yo terminamos las labores de la casa. Vamos, acompáñame; se alegrarán de verte en pie.

Apoyándome en su brazo, logré caminar hasta lo que me pareció un diminuto salón. El fuego crepitaba en una gran chimenea que casi ocupaba toda la pared izquierda. La mesa cuadrada de madera rústica y seis sillas, y la alacena en la que se veían los bonitos platos de loza blanca colocados sobre ella cuidadosamente, que relucían al reflejarse en ellos el sol que se colaba por una de las dos grandes ventanas.

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Los caballeros, que permanecían sentados alrededor de la mesa ante sendas tazas de humeante café, se levantaron rápidamente al verme.

–No imagina cuánto me alegra que haya decidido levantarse –dijo Kittel ayudándome a sentarme en una de las sillas–. Eso signi-fica que ya se encuentra mejor.

–Gracias, doctor. ¿Qué ha descubierto?Me pareció que Alden, que permanecía en silencio, me observa-

ba con un brillo extraño en la mirada. Su expresión contrariada ma-nifestó que no era muy dado a ocultar sus sentimientos, lo que me hizo confiar más en él. Sea lo que fuere lo que ocurría, incluso si su disgusto estaba dirigido contra mí, prefería que lo mostrara abierta-mente.

Sin embargo, ninguno de los dos respondió.–¿Qué sucede, Alden? –pregunté de nuevo.–Como el joven Wäshenfelder dijo, no cabe ninguna duda de

que usted es, en efecto, Elisabeth Mahler –informó Kittel.–¿Y? –proferí, mirándoles a los dos alternativamente.–Hace unos días telefoneaste a mi madre a su pensión de Ham-

burgo –dijo Alden– y le pediste que yo fuese a buscarte al apeadero de Rosengarten. Me envió un telegrama pidiéndome que te acompa-ñase a casa de su hermana en Vologda. Pero llegué con retraso a cau-sa del mal estado del camino y no te encontré.

–¿Vologda? –pregunté–. ¿Dónde está eso?–En Rusia; aproximadamente a unos quinientos kilómetros al

norte de Moscú.Lo miré desconcertada.–No entiendo nada.–Imagino que en estos momentos muy pocas cosas tienen senti-

do para usted –intervino Kittel–. Pero debe tener paciencia, querida.–¿Se puede saber qué iba a hacer yo en Vologda? –me impacien-

té–. ¿He estado siquiera allí una vez? Creí que regresarían con res-puestas, sin embargo no han surgido más que nuevas preguntas. –Me volví hacia Alden–. ¿Conozco a su tía al menos?

–No. Pero ella te quiere tanto como mi madre, y te ha abierto las puertas de su casa para acogerte el tiempo que necesites, como si fueras una hija más.

–Quizá sería conveniente que hablaran a solas –indicó el médi-co–. ¿Por qué no salen fuera? El jardín es muy bonito y hoy hace un día especialmente cálido, muy raro en esta época del año.

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Frida me cubrió con un grueso manto de lana antes de salir apo-yándome en Alden.

Kittel estaba en lo cierto. Pese a la época invernal, el jardín de unos cien metros cuadrados, era precioso. La casa, situada en medio, había sido pintada de un sorprendente color amarillo. Y las ventanas, blanquísimas, le otorgaban un aspecto vivaracho y muy acogedor. Dos enormes abedules flanqueaban el sendero de tierra roja de la entrada, y unos lustrosos arbustos verdes crecían junto a la pequeña valla que bordeaba la parcela. El césped, que sin duda requería mu-chos cuidados, y varios parterres con robustas plantas verdes que lo salpicaban aquí y allá le conferían un agradable aspecto.

Le pedí a Alden que me guiara hasta el final del camino, donde nos apoyamos en la valla de madera.

–¿Me dirá ahora lo que sabe?–No es tan sencillo, Elisabeth.–Por favor, sáqueme de esta incertidumbre que me ahoga.Muy disgustado al parecer, permaneció en silencio unos ins-

tantes.–La única pariente que tenías no quiso hacerse cargo de ti al que-

dar huérfana, y ninguno de los amigos de tu padre podía hacerlo, de modo que decidieron internarte en un orfanato –comenzó–. Mi ma-dre fue a buscarte en cuanto lo supo, pero ya habías sido acogida por unas personas de nivel. Estabas muy bien atendida, y vivías holgada-mente. A partir de ese momento, permanecimos alejados de ti du-rante dieciséis años, precisamente hasta que nos reencontramos en Viena hace un año –añadió–. Entonces volviste a estrechar tus lazos con nosotros a través de cartas, alguna llamada telefónica y de la úni-ca visita que hiciste a mi madre, en marzo. Hace unos días telefo-neaste a la pensión y le pediste que te ayudara a alejarte de Viena; por lo visto, habías decidido marcharte de allí y no tenías medios econó-micos para hacerlo.

Aturdida por toda aquella información hice un gesto con la mano para que se detuviera.

–Quizá decidí marcharme de Viena a causa de… –callé de pron-to. No sabía si debía informarle de mi estado.

Él me miró con una extraña mezcla de complacencia y enojo.–Mi madre me contó que estás embarazada –dijo serenamente–.

Pero no decidiste marcharte de Viena por esa razón. Tú eres mucho más valiente que todo eso y jamás huirías de una situación compli-cada.

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De pronto, una idea cruzó mi mente, aumentando mi confusión.–¿Es usted el padre de mi hijo? –pregunté, enrojeciendo de ver-

güenza.Alden me miró tan confuso y sorprendido como yo.–De haber sido así, lo habría dicho desde el primer momento y

te hubiera llevado conmigo quisieras o no, hasta que lo recordaras. Nunca te habría hecho tanto daño, Elisabeth –murmuró, mirando al horizonte–, pero no todos los hombres somos iguales. Existen alima-ñas insensibles que abusan de personas inocentes como tú…

De pronto enmudeció bajando la mirada, con el rostro violenta-mente rojo de indignación.

–¿Quién ha abusado de mí, Alden?–No me hagas caso. A veces digo tonterías sin sentido.–Tal vez debería regresar a Viena y preguntar a las personas que

ha mencionado lo que ha pasado en realidad.–Mi madre te pidió que te quedaras con ella el tiempo que con-

siderases oportuno, pero preferiste que yo te condujera a una ciudad situada a más de dos mil quinientos kilómetros de Viena, Elisabeth. No creo que sea una buena idea que regreses en estos momentos.

–Pero necesito respuestas. No sé quién es el padre de mi hijo, no sé qué hacía en Viena; tan solo puedo hacer conjeturas intentando hilvanar mi vida con los retazos que me cuenta.

–Estoy de acuerdo en que necesitas respuestas –asintió–. Pero también creo que precisas un poco de tiempo para volver a ser la que fuiste.

–¿Y cómo conseguirlo, si mi cerebro se niega a devolverme mi pasado? ¿Por qué no es buena idea que regrese junto a las personas que se ocuparon de mí después de la muerte de mi padre?

–Porque decidiste alejarte de ellas. Hace un año que te carteas conmigo, y te conozco más de lo que supones. Siempre fuiste inteli-gente, sincera y valerosa –continuó–, por eso te pido que tengas un poco de paciencia. Cuando estés curada, podrás decidir si quieres ir a Viena o continuar con tu plan original de marcharte a Vo logda.

–¿Y si nunca vuelvo a recordar? –murmuré con temor.–Kittel no puede asegurar el tiempo que tardarás en colocar las

cosas en su sitio. Pero está convencido de que la causa que ha provo-cado tu pérdida de memoria es pasajera –afirmó–. También cree que sería muy beneficioso que dejes que los recuerdos vuelvan a ti poco a poco. Me explicó que, al igual que no podemos forzar a curar una herida en el cuerpo antes de tiempo, no se debe apremiar al cerebro

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a recobrar unos recuerdos que ha rechazado violentamente. Aunque yo no entiendo mucho de esas cosas, sus explicaciones me hicieron recordar cierta vez que a mi hija Berit, que solo tiene tres años, tuvie-ron que coserle unos puntos en la mano que se lastimó con el arado. Me moría deseando que se curase, pero la herida requirió el tiempo necesario para que la carne cicatrizase y saliese la costra. Solo enton-ces estuvo recuperada. Supongo que el doctor podrá explicártelo mu-cho mejor que yo, pero, de alguna manera, intuyo que tiene razón y que no debes obligarte a recordar algo que, en lo más profundo de ti, no deseas. Por eso mismo espero que aceptes la propuesta que voy a hacerte.

–¿De qué se trata?–Aunque los Westermeier insisten en que te quedes con ellos el

tiempo que sea necesario, creo que ya han hecho suficiente por ti. Gracias a Dios, casi te has curado del tremendo catarro que atrapaste, y creo que sería conveniente que vivieras en casa con mi esposa y con-migo hasta que te repongas completamente. ¿Qué te pa rece?

–Si no he entendido mal, trabaja usted la tierra duramente. ¿Cómo va a alimentar una boca más? –vacilé–. Además, si no logro recordar antes de que se haga evidente mi estado, le pondré en un aprieto ante los vecinos de toda la comarca.

–Sería inútil mentir diciendo que eres viuda o algo así, ya que tus anfitriones saben cuál es tu identidad y que no estás casada. ¡Ojalá hubiera sabido todo esto antes de informarles de quién eres! –se la-mentó–. Es verdad que si este desaguisado no se resuelve antes de que se te note, tendrás que enfrentarte al ostracismo de estas gentes, que parecen salidas de pleno siglo quince. Pero no debes preocuparte; el doctor me ha dicho que guardará el secreto hasta que se haga eviden-te. Y lo más importante de todo es que nosotros te queremos, y que no te dejaremos sola jamás.

–Déjeme pensarlo. Me siento abrumada por la generosidad que todos están mostrando y no sé si deseo causarle más complicaciones.

–Para mí no supone ningún problema –aseguró–. Pero no puedes quedarte aquí mucho más y, por el momento, no tienes adónde ir.

–¿Su tía de Vologda desea que vaya a su casa conociendo mi esta-do? –pregunté, acariciando mi vientre–. ¿Qué dice su marido?

–Mi madre y tía Ebbe son mujeres con carácter –sonrió–. Su marido no puso ninguna pega. No temas; todos te queremos y desea-mos ayudarte –insistió, posando delicadamente una de sus rudas ma-nos en mi hombro.

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–No imagina cómo se lo agradezco a todos –mis ojos se humede-cieron.

–No necesitas hacerlo –declaró suavemente–. Si quieres pensarlo, adelante, pero no tardes demasiado.

–En realidad, no tengo nada que pensar –me encogí de hom-bros–. Iré a su casa con una sola condición.

–¿Cuál?–Que me permita ayudar en lo que pueda para ganarme el sus-

tento.Al día siguiente, después de despedirme afectuosamente de los

Westermeier, partí hacia Heist en una carreta tirada por un bonito caballo negro, propiedad de Alden. El lugar distaba tan solo dos ki-lómetros de Haselau, donde había permanecido hasta entonces. Por ese motivo Frida, que se sintió muy triste por mi marcha, hizo pro-meter a su padre que le permitiría venir a visitarme cuando pudiera.

El pequeño pueblo, de pintorescas y bonitas casas pintadas de vivos colores, con techos en punta y estructuras de madera y ladrillo típicas de la región, se sostenía de la agricultura y la ganadería. Cuando nos acercamos al centro observé que los lugareños que saludaban a Alden me miraban con mal disimulada curiosidad. En poco tiempo se arre-molinaron a nuestro alrededor y le obligaron a detenerse.

Me presentó diciendo que era una amiga de la ciudad que había ido a visitarles y que me quedaría algún tiempo. Comprobé cuánta razón tenía Alden al ver la anticuada indumentaria de aquella buena gente y el respeto que parecía causarles mi presencia.

–¿Por qué me miraban así? –pregunté cuando por fin salimos por el otro lado del pueblo.

–Pareces un miembro de la realeza. La mayoría de ellos no han visto jamás a nadie como tú.

–Pero no llevo joyas y este vestido de Frida es como los que sue-len usar las mujeres de la región.

–Pareces una princesa de cuento de hadas disfrazada de campesi-na –sonrió, asintiendo– y, como suele decirse, el hábito no hace al monje: acabas de enamorar a todos los hombres del pueblo.

Su casa, situada unos cientos de metros a las afueras, estaba pin-tada de un bellísimo color teja que contrastaba muy bien con los so-portes de madera oscura. Él me informó de que poseía un acre de terreno, que cultivaba diferentes frutas y hortalizas, y criaba gallinas.

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También poseía ovejas y un par de vacas que les proporcionaban le-che para vender y alimentarse.

Su esposa Kiersten, con la pequeña Berit en brazos, nos esperaba en la puerta cuando entramos por el camino de tierra que llevaba a la casa. De mi edad aproximadamente, no demasiado alta y algo entra-da en carnes, destacaban su bonito pelo liso y brillante, tan rubio que parecía albino, recogido en un sencillo moño, y unos magníficos ojos azules, tan claros que refulgían en medio de sus agraciadas facciones. El delantal sobre su sencillo vestido verde oscuro estaba manchado de lo que me pareció chocolate, y, aun así, sin adornos superfluos, sin ningún tipo de artificio, me pareció una mujer muy bonita.

Al llegar se acercó al carro y, después de saludar a su marido, me miró con curiosidad y algo de timidez.

–Me alegro de conocerla –dijo con voz suave, ayudándome a des-cender–. Hemos estado esperándola muchos días. Por favor, entre en casa –depositó un sonoro beso en mi mejilla–. Espero que se sienta a gusto entre nosotros.

–Estoy segura de que no me resultará difícil sentirme cómoda con tan caluroso recibimiento –sonreí–. Aunque creo que si vamos a pasar tiempo juntas, sería mejor que nos tuteáramos, ¿qué te parece?

–¿Eso también va por mí? –intervino Alden, alzando las cejas–. Creo que ya va siendo hora, ¿no?

Durante los días posteriores a mi llegada, supe que los del lugar llamaban jocosamente «Haus der zercketschten Paprika»,* a la casa de Alden a causa de su empeño en fertilizar los pimientos con otros pimientos triturados. Y éste, sin inmutarse, seguía probando un año tras otro, con la esperanza de conseguir que pudieran crecer grandes y fuertes con tan inaudito abono.

Aunque insistí con denuedo, sus pretextos sobre mi estado fue-ron la causa de que no me permitieran ayudarles en los quehaceres de la granja. Kiersten se reía de los residentes de Heist, que en señal de buena vecindad se apresuraron a obsequiarnos con toda clase de pre-sentes, con la intención de verme más de cerca.

–¡Ya ves que levantas los más encendidos elogios! –decía Alden–. A este paso, tendré que colocar cerrojos en todas las puertas para que no te rapten.

Unos días más tarde, me despertó muy temprano una intensa sensación de frío. Unas risas infantiles llegaron hasta mí amortigua-

* En alemán, «Casa de los pimientos machacados». (N. de N. L. de Santiago.)

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das por la ventana cerrada. Me acerqué envolviéndome en las man-tas. Sonreí encantada. Una intensa nevada había caído durante la noche y lo cubría todo con su blanco manto. Kiersten vigilaba a Berit y a otros niños, que se lanzaban bolas de nieve y gritaban de placer.

De pronto, me pareció que otras voces infantiles se superponían a éstas. Como invocada por algún hechicero con malas artes, una imagen intensamente vívida se desplegó ante mis ojos borrando lo que estaba viendo.

Un chiquillo de cabellos rubios y ojos azules, y una pálida niña de pelo negro recogido en una larguísima y gruesa trenza que sujetaba en la mano para que no se deshiciera, corrían en un pequeño parque rodeado por edificios y casas de una ciudad que desconocía. Atardecía, y la brisa, helada, movía sus cabellos sin que ninguno le prestara la menor aten-ción. Él, soltando ruidosas carcajadas, no estaba dispuesto a dejarse atra-par por ella. Ambos debían rondar los ocho o nueve años y vestían con ropas muy humildes.

–¡Dame mi lazo, dámelo! –gritó la pequeña intentando alcanzarle–. Mi padre se enfadará mucho si me ve despeinada, ¡vamos, dámelo!

–Ni hablar; le regalaré este lazo a mi hermana. –Rió él sin detener-se, alzando la cinta carmesí como si se tratase de un trofeo–. Tú debes atarte el pelo con un tirajo de esparto.

Muy disgustada, intentó arrebatárselo en varias ocasiones, pero él era más rápido, por lo que, al cabo de unos minutos de intensa carrera, se sentó en el único y desvencijado banco de madera del parquecillo, que, sin duda, había conocido tiempos mejores.

–¡Eres malo! –exclamó disgustada–. Tu hermana tiene tres y yo solo tengo ése. Devuélvemelo, por favor.

De pronto prorrumpió en llanto, frotándose los ojos con los puños.Al verla en aquel estado, el niño se apresuró a sentarse a su lado y se

la entregó.–Solo estaba bromeando, Elisabeth –dijo compungido–. Te lo he

quitado porque a ti no te queda bien.–¿Qué?–Tu pelo es demasiado bonito para atarlo con esto –explicó–. Esta

cinta le va mucho mejor a mi hermana, que tiene el pelo de un gato despeinado. El tuyo es de princesa; ¡qué digo de princesa!, de reina, y tendrías que sujetarlo con cintas repletas de brillantes.

–¡Qué tonto! –Sonrió a través de las lágrimas.

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–Vamos, deja de llorar –dijo secándoselas con un sucio pañuelo que sacó del bolsillo de su pantalón corto–. Te saldrán churretes y se te pondrá la nariz colorada como un tomate. ¿Qué dirá tu padre entonces, eh?

–No le diré que me has hecho llorar, te lo juro –afirmó, aplicando un sonoro beso sobre los índices cruzados de ambas manos.

Al sacar la mano del bolsillo donde había vuelto a introducir el pa-ñuelo, la expresión del muchacho se animó.

–¡Se me había olvidado que esta mañana antes de ir a la escuela, mi madre me dio dinero! –exclamó mostrando unas pocas monedas–. ¿Quie-res que vayamos a handgefertigte Schokoladedelikatessen* y te compre unos dulces?

La pequeña asintió fuerte y rápidamente.De pronto me encontré sentada en el banco que los niños habían

ocupado. Y sentí cómo la brisa helada me mordía el corazón. No pude precisar la razón, pero el sonido delicado y seco de las hojas marrones de los árboles arremolinándose a mis pies me indicó que mi pasado, de algu-na manera, deseaba abrirse paso en mi mente a través de aquellos dos niños del parquecillo invernal.

Contemplé las dos exiguas figuras que se alejaban lentamente y son-reí con tristeza al comprobar que él, en inequívoca actitud cariñosa, apoyaba el brazo sobre los hombros de la chiquilla de pelo azabache y, acercando su cabeza a la de ella, la hacía reír rebosante de alegría.

Unos días más tarde, muy temprano en la mañana, Kiersten llamó a la puerta de mi habitación y entró sin esperar respuesta, con un pa-quete envuelto en un papel marrón.

–Buenos días. –Sonrió sentándose en el lecho–. Anoche bajó muchísimo la temperatura. Espero que no hayas sentido frío. ¿Tienes suficientes mantas?

–Por supuesto que sí. ¿Qué llevas ahí?–Esta mañana a primera hora fui con Alden al mercado, y no

pude resistir la tentación de comprar esto –dijo ilusionada rasgando el papel.

Me enseñó un corte de batista blanca como la nieve, bordada primorosamente con pequeños motivos florales de un bellísimo tono azul claro.

–Es preciosa. –Alargué la mano para tocarla.–Es para ti.

* En alemán, «Artesanías de Chocolate». (N. de N. L. de Santiago.)

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–¿Cómo?–Para hacerle ropita a tu bebé. ¿De verdad te gusta?Emocionada, la miré con gratitud.–Sí, mucho. Yo… –tartamudeé– no sé cómo agradecerte…–No digas bobadas. –Hizo un gesto desdeñoso con la mano–.

Aunque parezca mentira por tu delgadez, ya casi estás de cuatro me-ses y hay que ir pensando en lo que el bebé va a necesitar. Guardo bastantes cosas de Berit, pero no van a servirte.

–¿Por qué dices eso?–Porque estás esperando un varón –dijo como si fuese lo más

natural del mundo–. Vamos, no me mires así. –Rió al ver mi expre-sión asombrada–. Desde que era pequeña he acertado si una mujer embarazada iba a tener un varón o una niña. Puedes preguntárselo a cualquiera, verás cómo te confirman lo que digo. Las mujeres de los pueblos de la comarca que se saben encinta vienen a verme para que lo adivine, y nunca me he equivocado.

–¿En serio?–Reconozco que es una tremenda ayuda para la casa –afirmó,

dando vueltas a la tela–. Me traen trigo, pollos, verduras, huevos; en fin, cosas necesarias.

–¿Y cómo puedes saberlo?–Me lo han preguntado muchas veces, pero no tengo una res-

puesta concreta. –Sonrió, encogiéndose de hombros–. Supongo que todo tiene que ver: me fijo en el brillo del pelo, en el de los ojos, in-cluso en el color y la textura de la piel de la futura madre. A veces, para terminar de convencerme, observo su manera de caminar, o de sentarse, o la forma de sus pechos. Todo ayuda. Y te puedo asegurar que llevas un varón bien sano en tu seno.

–Acabo de notar cómo se movía. –Sonreí a mi vez.–¿Ya te está dando que hacer? –Depositó una mano sobre mi

vientre–. ¡Cuánto me alegro! ¿Y cómo te has sentido?–Como si tuviera un alma de más dentro de la sangre, un alma

pequeñita dentro de la mía, que besa mi corazón dulcemente –mur-muré.

–¡Dios nos ha hecho grandes a las mujeres! –dijo emocionada–. Ellos jamás podrán saber lo que es tener vida dentro de sí.

Durante un momento, las dos callamos y nos miramos con cari-ño, sintiéndonos más unidas todavía.

–No sabes la cara de susto que puso Alden al ver que compraba ropita para bebé. ¡Pensó que era yo la que estaba encinta otra vez!

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–Rió–. Y como soy así de mala, dejé que sufriera un poco. Permane-ció mudo un buen rato, después solo decía: «pero… pero…» –volvió a reír con más fuerza.

–¡Dios santo! ¿Por qué lo hiciste?–¡Mira que eres inocente! De vez en cuando hay que asustarlos,

Elisabeth. Ellos creen que llevan las riendas, pero solo usan las de los bueyes del arado con más o menos intensidad, dependiendo de los hijos que las mujeres parimos. Eso, si son buenos hombres, porque los hay que, cuando todo les supera, abandonan mujer e hijo, y dejan que una se las componga como pueda. He visto a más de una en si-tuaciones peores.

–¿Quieres decir que Alden…?–No. Alden no lo haría. Pero mi madre me enseñó a desconfiar

de los hombres. Por eso, además del trabajo en la granja, me gano la vida como «adivina del sexo de los bebés». –Hizo un gracioso mohín.

–¿Le sacaste del error finalmente?–Cuando le dije que era para ti, se puso muy contento. Dentro

de todo, temía que perdieras a la criatura a causa de lo que has tenido que soportar –añadió poniéndose seria.

–Solo Dios sabe por qué no la perdí. ¿Está en casa?–Esta mañana fue al campo norte –respondió–. Pero poco tiene

que hacer con la nevada. Solo ver cómo se estropean sus famosos pi-mientos, que se empeña en sembrar cuando no es el tiempo, y en abonar de forma inadecuada, ¡qué cabezota es! –Rió–. Gracias a Dios, tuvimos una buena cosecha de hortalizas y frutas este año, y he he-cho conservas de todas clases. No se nos ha muerto ningún animal y tenemos al menos veinte gallinas más.

–No podemos quedarnos aquí hablando todo el día –me levan-té–. Me adecentaré un poco y te ayudaré con la casa. Después saldré a buscar a Alden; tengo que hablar con él.

–Como quieras. –Pareció que dudara por un instante–. ¿Crees que sabes coser? –dijo al fin.

–No lo sé. Pero puedo intentarlo.–Si no te acuerdas, yo te haré unas toquillas para el bebé, y una

mantilla para el bautizo.Un par de horas más tarde, salí bien abrigada en la dirección

que Kiersten me indicó. Pero antes me obligó a usar las típicas galo-chas de madera y unas polainas de lana gruesa, para evitar que me enfriara.

Tras unos minutos de caminar por el bello paraje nevado, oí a

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Alden vociferar a lo lejos. Alarmada, me acerqué a él con rapidez. Estaba increpando a Wohlstand,* su bonito caballo negro.

–¡Vamos, no seas zafio y sal de ahí! ¿Cómo se te ha ocurrido en-trar en el sembrado de rábanos y pisotearlo con esas patazas, eh? ¡No tienes ni idea del trabajo que me ha costado sacarlo adelante!

Pero Wohlstand seguía impertérrito en el pequeño huerto, masti-cando tranquilamente unos cuantos rábanos congelados.

–¡He dicho que salgas de una vez! –gritó tirando con todas sus fuerzas de las riendas, sin conseguir que el rocín se moviese un milí-metro–. ¡Endemoniado animal! ¡Permanecerás una semana entera sin comer zanahorias por tu mal comportamiento! –dijo regresando a la entrada del sembrado.

Riendo, me puse a su lado.–Vamos, Wohlstand, no hagas enfadar a tu dueño –dije dulce-

mente–. ¿No te gustaría estar calentito en tu cuadra, comiendo esas suculentas zanahorias todos los días y el estupendo forraje que te tienen preparado?

Boquiabierto, Alden me contempló en silencio.El caballo por su parte, levantó la cabeza y enderezó las orejas,

prestándome toda su atención.–Si es así, deberás salir de ahí lo antes posible, querido. –Insistí–.

Porque, de lo contrario, tendrás que continuar trabajando bajo este frío espantoso, sin probar un solo bocado de lo que tanto te gusta. Vamos, ven, caballo bonito.

Tras un momento de duda, Wohlstand salió del huerto perezosa-mente y se puso a mi lado con total docilidad.

–¿Cómo lo has hecho? –preguntó Alden sin salir de su asombro.–Imaginé que resultaría más sencillo razonar con él. –Me encogí

de hombros.–¿Razonar con un caballo? ¡Repámpanos, nunca lo habría creído

de no haberlo visto! Acabas de enamorarle también a él –bromeó, atando las riendas al tronco del árbol más cercano.

–Hablas como si tuviese la habilidad de cautivar a todo ser vi-viente con mis encantos.

–No te has mirado bien, ¿verdad? –preguntó con extrañeza–. Pero no debería sorprenderme. Tú no te envaneces como esas señori-tas de la ciudad, y eso que les das mil vueltas. Ninguna de ellas tiene el pelo tan negro como una noche sin luna, ni tan largo y frondoso.

* En alemán, «Prosperidad». (N. de N. L. de Santiago.)

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Ni esos enormes ojos verdes –añadió mirándome cálidamente–. Tampoco te has fijado en la perfección de tu cara o en tu figura de duquesa, que no puedes disimular bajo los harapos que llevas. Eso por no hablar de tu estatura: eres tan alta como yo, y mido un metro ochenta centímetros. Lo sé porque Kittel me midió en su consulta el año pasado. Pero, lo más importante de todo es que tienes tanta clase como ser humano que podrías tener a tus pies al hombre que te pro-pusieras, ya fuera un rey o un simple campesino como yo.

Me sentí profundamente turbada. ¿Era aquello una declaración?–No. No pienses nada extraño –dijo como si me hubiera leído el

pensamiento–. Todo habría sido diferente si hubiera tenido oportuni-dad de ofrecerte lo que necesitas y mereces. No estás hecha para cul-tivar patatas en el campo, al igual que yo no lo estoy para codearme con gente culta y bien educada como tú. Hasta tu lenguaje es distin-to, ¿no lo has notado? Hablas a la perfección alemán, húngaro y fran-cés, además de ese vienés enrevesado que chapurrean en aquella ciu-dad. Por eso no fui en tu busca cuando me hice mayor –continuó, sentándose en una gruesa rama que sobresalía del suelo–. Existían demasiadas cosas que nos separaban. Pero no debes temer nada ina-propiado de mí; si no te molesté entonces, con mucha menos razón lo haría ahora que estoy casado. A diferencia de otros, sería incapaz de traicionarte, enamorándote para abandonarte a tu suerte después, mientras vuelvo cómodamente con mi esposa lamiéndome las heridas –dijo con expresión sombría–. No pienses que busco en ti nada más que una sincera amistad, en honor a la que tuvimos siendo niños.

–Me alegro de oírlo. Porque sería imposible que yo…–Lo sé, lo sé. –Sonrió–. Si te he dicho todo esto, es para que no

te menosprecies; ya te dije que no puedes ocultar que eres una seño-rita aunque te disfraces. ¿Damos por zanjado el asunto?

Con un suspiro de alivio, asentí.–¿Y cómo te ha dado por venir hasta aquí con el frío que hace?–Tengo que hablarte de varios asuntos y no quería hacerlo delan-

te de tu esposa. La pobre ya tiene suficiente con el trabajo extra que le doy, como para andar preocupándola con mis cosas.

–¿De qué se trata?–¿Por qué no damos un paseo? Si nos quedamos aquí acabaremos

congelándonos.Enseguida lo tomé por un brazo y comenzamos a caminar sobre

aquel bellísimo manto blanco. Él se mantuvo en silencio, a la espera de mis palabras.

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–Quisiera averiguar si alguna vez hemos jugado en un pequeño parque rodeado de edificios de varios pisos y casas de una o dos plan-tas a lo sumo. Es importante que lo pienses bien antes de responder.

–¿Has recordado algo?–No ha sido solo un recuerdo. Lo vi como te estoy viendo a ti en

estos momentos.–¿Cómo era ese parque?Le expliqué la visión con todo lujo de detalles.De pronto sonrió, mostrando una hilera de dientes blancos y sa-

nos.–No puedes imaginar cuánto me alegro de que por fin hayas em-

pezado a recordar –dijo con alegría–. Artesanías de Chocolate era una pastelería en la que solíamos comprar dulces cuando teníamos algo de dinero. Desgraciadamente, ya no existe. La dueña murió. El parque que mencionas se encuentra a poca distancia de la pensión de mi madre, aunque lo restauraron hace poco y ahora tiene mejor as-pecto. Si no recuerdo mal, aquella vez lloraste porque pensaste que le daría tu lazo rojo a mi hermana.

–¡Es cierto, así es como lo he recordado!–Menuda sorpresa se llevará Kittel cuando venga a verte mañana

–dijo sin poder contener la emoción. Sin embargo, su alegre expre-sión se tornó más sombría en unos pocos segundos.

–¿Qué ocurre?–Me preocupas. Eso es todo.–Tengo la impresión de que evades mis preguntas.–Algún día comprenderás mis silencios, Elisabeth –dijo claván-

dome la mirada–, y por qué algunas veces estoy enojado. Ya es hora del almuerzo –añadió, atisbando el sol oculto entre las nubes–. Cuando lleguemos a casa le preguntaré a Kiersten por qué ha permi-tido que vengas con este frío cortante.

–Por favor, no la regañes; yo insistí en salir.–Ya veremos. –Sonrió.Kittel mostró una cautelosa satisfacción cuando conoció lo ocu-

rrido al día siguiente.–Ya ve que estaba en lo cierto al decirle que iría recobrando los

recuerdos paulatinamente. En algunos casos, no regresan hasta pasados varios meses o, a veces, lo hacen de forma escalonada durante años. De todos modos, debo seguir recomendándole paciencia, querida.

–Es increíble la precisión de sus recuerdos, doctor –declaró Al-den, paseando arriba y abajo por mi pequeña habitación–. Tuve que

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hacer memoria para recordar lo de la cinta roja, y aun así no creo que lo haga tan claramente como ella.

–Es comprensible. Para usted hace muchos años de eso –indicó Kittel desconcertado, observando sus idas y venidas– y para Elisa-beth sucedió justo cuando lo recordó. ¿Se siente bien?

–Sí. ¿Por qué?–Debe caer en la cama completamente agotado, si despliega esa

actividad constante sin razón alguna. Quédese quieto de una vez o salga –dijo disgustado–. Me ponen muy nervioso las personas que se mueven sin cesar.

Alden se sentó en la silla rápidamente.–Es que… estoy muy contento.–Todos los estamos. Pero le recomendaría que tomase alguna in-

fusión tranquilizante. Seguro que Kiersten puede ayudarle. Ahora, si me disculpa, quisiera ver cómo va el embarazo de la señorita.

Me reconoció durante largo tiempo. Me extrañó que se detuviese especialmente en auscultar mis pulmones haciéndome decir números y palabras en voz alta, y aspirar y espirar de diferentes maneras. Des-pués, con expresión taciturna, me palpó el vientre.

–¿Sucede algo con el bebé?–No es eso lo que me preocupa –dijo una vez acabado el recono-

cimiento–. Tengo algo que decirle. Pero me gustaría que sus anfitrio-nes estuvieran presentes.

Asentí en silencio esperando que el médico abriese la puerta e invitase a entrar a Alden y Kiersten.

–Estoy preocupado por sus pulmones desde que la reconocí por primera vez. Por eso creo oportuno que venga a verla un buen neu-mólogo amigo mío, que vive en Hamburgo. Le he pedido este favor y se ha mostrado dispuesto a hacerlo en seguida.

–¿Tan mal me encuentra? –pregunté.–No soy más que un humilde médico de provincias, pero no me

gustan las crepitaciones que he oído. Tal vez no estaría preocupado si no estuviese embarazada, querida. Pero no es el caso. Debe exami-narla un buen especialista.

–No me opondré si lo cree necesario.–Mañana por la mañana estará aquí.

El doctor Bauman llegó sobre las diez acompañado de Kittel. A pesar de su elevada estatura y de su elegante atuendo, Kiersten se sintió

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poderosamente atraída por su gracioso y largo bigote engominado que, no sé por qué razón, le pareció anticuado. Casi sin poder conte-ner la risa, me hizo señas a sus espaldas emulando caricaturescamente su total seriedad y circunspección.

Después de examinarme exhaustivamente, Bauman me extrajo sangre, la puso en un tubo de ensayo que colocó en una pequeña y cuadrada fresquera automatizada que necesitaba luz. En la casa nos apañábamos con lámparas de parafina o queroseno. Al ver mi confusa expresión dijo que podría analizarla en seguida con el equipo portátil que dejó en el domicilio de Kittel, quien disfrutaba de ese servicio en el vecino pueblo de Haselau, donde había llegado el cableado eléctrico.

Los dos médicos hablaron a solas durante un rato y poco después Bauman se despidió amablemente alegando que la sangre no podía esperar para ser analizada. Por suerte, el resultado, del que Kittel me informó semanas después, fue normal.

Tras acompañarle a la puerta, Kittel se volvió hacia nosotros tres, que permanecíamos sentados en el pequeño salón.

–¿Y bien? –preguntó Alden con impaciencia.–Bauman está seguro de que, en el pasado, padeció una pulmo-

nía grave –me dijo–. Pero no tendría importancia si no hubiera des-cubierto que una pequeñísima parte del tejido pulmonar está cicatri-zado; es decir, se ha vuelto duro e inservible para respirar. De ahí los mareos y la sensación de asfixia que ha padecido últimamente.

–¿Qué va a ocurrirme?–Bauman asegura que la supervivencia a largo plazo es frecuente,

siempre y cuando la cicatrización no avance. De todos modos, lo que de verdad nos intranquiliza, es el parto.

–¿Qué quiere decir?–Una mujer ha de estar completamente sana para traer al mundo

un bebé con cierta garantía de éxito –dijo con suavidad–. Pero usted no lo está. Lo había sospechado todo el tiempo, por eso quise que Bauman la viera cuanto antes. Así tendrá tiempo de decidir.

–No le entiendo. ¿Decidir qué?–Intento explicarle que está demasiado enferma para pensar en

continuar con su embarazo, Elisabeth –dijo serenamente–. Su cora-zón, al que obligaría a trabajar al máximo debido a su insuficiencia respiratoria, probablemente no soportaría el esfuerzo de un parto. Los dos, el niño y usted, corren un elevadísimo riesgo de morir, ¿me ha comprendido ahora? Por eso es vital, completamente perentorio, que se someta cuanto antes a un aborto.

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Enmudecida, solo podía mirarlo con cara de asombro. Kiersten, con lágrimas en los ojos, cubrió su boca con una de sus manos.

–¡Oh, Dios mío! –murmuró.–No –dije.Durante un momento, todos me observaron en silencio.–Comprendo su actitud, por eso dejaré que lo piense hasta ma-

ñana –concedió Kittel–. No hay tiempo que perder, ya que hace unas semanas que rebasó el tercer mes de gestación. De todos modos, es infinitamente menos arriesgado un aborto.

–No tiene por qué esperar a mañana. Si tengo que morir con mi hijo, lo haré, pero no espere que le dé licencia para matarle.

Se sentó a mi lado y tomó una de mis manos entre las suyas.–Es una mujer inteligente y sensata, Elisabeth. Y estoy seguro de

que tomará la decisión adecuada.–Ignoro quién es ese médico. ¿Por qué habría de tomar lo que

dice como una sentencia inapelable? –pregunté encolerizada–. Solo le he visto durante media hora, ¿y pretende que destruya a mi hijo por una estúpida conjetura? Todo el tiempo lo siento sano y fuerte dentro de mí, y me anuncia su presencia llena de vida. No permitiré que lo toquen.

–Pero no se trata de una teoría sin fundamento. La vida de la criatura corre serio peligro. Sin embargo, es usted quien, con toda probabilidad, no logre salir adelante. ¿Cuánto tiempo cree que su hijo sobreviviría? Es un hecho que los recién nacidos que pierden a sus madres mueren en un elevadísimo porcentaje. ¿No ha pensado en esa posibilidad?

–Miles de ideas han pasado por mi mente desde que le oído decir que debo abortar –declaré sombríamente–. Dígame cuáles son las probabilidades de que todo salga bien.

–Aunque lo ponga en duda, Bauman es uno de los mejores neu-mólogos de Alemania. Cuando le he formulado esa pregunta me ha asegurado que, siendo optimistas, tiene usted menos del diez por ciento de posibilidades de conseguirlo. Y yo estoy de acuerdo con él.

–Entonces, déjeme ofrecerle a mi hijo esa ínfima oportunidad de vivir, en vez de pedirme que lo mate, doctor –dije mirándole de frente.

Un enorme silencio se adueñó de la pequeña sala, mientras los tres se cruzaban miradas preocupadas.

–Comprendo su postura pero creo que debería pensar algo más en usted. ¿Tan poco le importa su vida?

–Sé que no entiende mi proceder, ¿cómo podría hacerlo? –pre-

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gunté a mi vez, reflexionando intensamente–. Hace solo unos días fui consciente de la realidad de mi situación y vi claramente que no poseo nada en absoluto, ni siquiera mis propios recuerdos. Solo soy dueña de mí misma, y del incipiente y frágil hálito del ser que llevo en las entrañas. No deseo morir. Sin embargo, no podría continuar viviendo si le niego a mi hijo la oportunidad de nacer. No me juzgue con severidad, querido doctor, si considero infinitamente más valiosa la posibilidad de que mi pequeño me sobreviva, porque, para cual-quier madre, valdría mucho más que su propia existencia.

Con inusitada rapidez, Kiersten se arrojó a mis pies, a la vez que los dos hombres me miraban sobrecogidos con una mezcla de asom-bro e inquietud.

–¡Bendito sea Dios, que te ha hecho como eres! –sollozó Kiersten abrazada a mis rodillas–. ¡Que Dios te bendiga por amar tanto a tu hijo y te conceda la vida que pones en tan grave peligro!

Durante las siguientes semanas me sumergí en la vida de la granja. Y me adapté con facilidad a las gentes del lugar que, pese a su rude-za, era franca y decía las cosas a la cara, sin remilgos ni tapujos. Mientras Alden permanecía en los campos, durante la mayor parte del día, cultivando o recogiendo las cosechas de invierno, Kiersten y yo compartíamos las tareas de la casa, lo que nos dio oportunidad de conocernos mejor, y llegar a sentir un mutuo y entrañable afecto. Lamentablemente, en ese momento solo me permitía alimentar a las gallinas, y reservaba para sí los trabajos más pesados. Ordeñaba, cor-taba leña, acarreaba agua del pozo, hacía la colada. Tras mis insisten-tes protestas, conseguí que accediese a que yo cuidara de Berit cuan-do ella estaba ocupada.

Las tardes eran las mejores horas para nosotras, pues, por lo gene-ral, los trabajos más pesados ya habían terminado y podíamos sola-zarnos en la pequeña estancia que hacía las veces de comedor y sala de estar.

–Falta solo una semana para la Navidad –dijo, mientras sacaba un bizcocho de chocolate del horno de carbón y lo depositaba sobre la mesa–. Anda, coge un cuchillo y corta un trozo. Éste se come tem-plado.

–Vamos a ver cómo ha salido. –Corté un buen pedazo.Al olerlo, Berit se agarró a la mesa con ambas manos y atisbó lo

que, sin duda, consideraba una auténtica exquisitez. Al verla, le di un