el Ángel de la sombras

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E E l l Á Á n n g g e e l l d d e e l l a a s s o o m m b b r r a a Leopoldo Lugones Digitalizado por http://www.librodot.com PDF created with pdfFactory trial version www.pdffactory.com

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Libro "El ángel de la sombra" de Leopoldo Lugones

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  • EEll nnggeell ddee llaa ssoommbbrraa Leopoldo Lugones

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    Entre los asuntos de sobremesa que podamos tocar sin desentono a los postres de una co-

    mida elegante: la poltica, el saln de otoo y la inmortalidad del alma, habamos preferido el l-timo, bajo la impresin, muy viva en ese momento, de un suicidio sentimental.

    Muchas personas deben recordar todava aquel episodio que trunc una de nuestras ms gloriosas carreras artsticas: el caso del malogrado D. F., que al pie del nicho donde haban sepul-tado por la maana una muchacha con la cual no se le conoca relaciones, se mat al anochecer de un balazo en el parietal. Lo que ms interesaba a las seoras de nuestro grupo, era la singularidad de haber conservado D. F. en su mano izquierda, seguramente a modo de ofrenda pstuma, dos tulipanes rojos: extrao recuerdo cuyo sentido deba quedar para siempre incomprensible.

    -Los smbolos del amor -haba filosofado con sensatez uno de los comensales- no tienen importancia ms que para los interesados. Aquellas flores significaban, probablemente, bien poca cosa.

    -Poca cosa el misterio de una vida, el secreto de una tragedia...! -exclam la ms joven de las damas presentes.

    -Misterio y secreto vulgarsimos, quiz... -Vulgar D. F., un artista de tanto espritu! -intervino a su vez la duea de casa. Y dirigindose a m con encantadora vivacidad: -Defienda usted, Lugones, que como

    poeta lo har mejor, el honor de su gremio ante este monumento de prosa. El "monumento" era demasiado respetable por su parentesco con la dama y por su

    ancianidad para no imponerme la evasiva de una sonrisa silenciosa. Cosas de artistas! -aadi, justificndola, con la tranquilidad satisfecha de una excelente

    digestin. Entonces uno de los convidados, un caballero que habanme presentado al entrar y en

    cuyo nombre no repar, opin suavemente: -Morir de amor, nunca es vulgar... Intil aadir que obtuvo, al acto, el sufragio de las mujeres. Pero advirtiendo, tal vez, que su afirmacin era demasiado romntica, la atenu con un

    poco de impertinencia psicolgica: -La gente incapaz de amar, que es la inmensa mayora, desde luego, se caracteriza por dos

    creencias falsas: la vulgaridad del amor y el egosmo de la mujer. Es infalible. -Cuestin de experiencia -objet un soltern elegante. -"Cada uno habla de la feria..." Y

    siendo as, me parece muy respetable el pesimismo de la mayora. -Es que ah falta la experiencia, precisamente. Tanto valdra la opinin de un milln de

    ciegos sobre la luz. En cambio, aquellos grandes videntes, que con los iniciados del mundo oculto, consideran los dos mayores obstculos para alcanzar las puertas de oro de la inmortalidad, al orgullo en el hombre y al amor en la mujer. Porque la mujer no ama sino en la eternidad: victo-riosa de la muerte y del olvido.

    Aquellas seoras, inclinadas de seguro al ocultismo cuya literatura empezaba a difundirse en sociedad, concentraron visiblemente sobre el defensor su inters y su simpata.

    -Dolorosamente victoriosa -complet l con la desapasionada seguridad de una

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    enseanza. Porque el verdadero amor encierra este imperativo terrible: podr no...hallar correspondencia en la dicha, pero siempre la impondr en el dolor. Y esto basta para explicarse por qu son tan escasos los seres dignos de amar.

    -Y el poder de las lgrimas femeninas concluy irnico, el anciano caballero. -Y el poder de las lgrimas femeninas en que tantas veces, seor, se desangra un alma

    asesinada. El tono de aquel hombre mantena su perfecta discrecin. Y acaso por su misma

    naturalidad, comunic a la frase un vigor extrao. Su rostro de ntida palidez, sus ojos obscuros, no delataban la menor emocin. Pero al

    fijarme en ellos por primera vez, me sorprendi lo impenetrable de su negrura. Al propio tiempo, la joven dama exaltada, poniendo en l los suyos, pregunt con el

    desenfado audaz que autorizaba su belleza: -Jugara usted su inmortalidad al amor o al orgullo...? El interpelado frunci ligeramente las cejas. -Carezco de orgullo -dijo -como no sea el nacional que oficialmente debo a la representa-

    cin de mi pas. El orgullo personal es un error. Y si no temiera pasar por jactancioso, lo definira como un estado de desconfianza en nosotros mismos, que concluye cuando ya no abrigamos nin-gn temor de morir.

    -...Entonces...? -apoy la interlocutora, insistiendo en su desafo. -...Slo queda el amor -acept el otro con lisura corts. Pero la inmortalidad a que se refie-

    ren los maestros de la sabidura, prosigui, no es la bienaventuranza o la condenacin de nuestros telogos, sino el agotamiento de la necesidad que nos obliga a renacer y a morir otras tantas veces, mientras no logremos extinguir toda pasin.

    Y para cortar, seguramente, aquel dilogo, generalizando la conversacin, aadi con su mismo tono discreto, en el cual insinubase, no obstante, una gravedad de advertencia:

    -Porque en el amor est el secreto del infierno. O para decirlo con lenguaje ms feliz, el secreto de Francesca. El infierno es la pasin insatisfecha que a la otra vida nos llevamos...

    Todos habamos callado alrededor de aquel original. Entonces, como l lo notara: -Pero yo no soy -dijo riendo -un propagandista de la Doctrina Secreta. Recuerdo lo que

    afirman sus afiliados, y nada ms. Sin contar, agreg, dirigindose a la duea de casa, aquel Nocturno de Chopin que se nos haba prometido...

    Acabado el Nocturno, la conversacin particularizse en cuatro o cinco grupos. En el mo, formado de hombres solamente, alguien comentaba, con cierto despecho a mi

    entender, la provocativa insinuacin del dilema de amor y orgullo que Clotilde Molina haba planteado poco antes al "ocultista".

    -Quin es? -aprovech para preguntar en voz baja a mi vecino. -Un diplomtico, embajador de no s dnde. En ese momento el hombre dirigase a m. Conoca algo de mi obra, por trascripcin de

    revistas literarias, e invocaba la amistad comn de Jos Juan Tablada y de Sanin Cano. La verdad es que no me fue simptico; pero la cortesa mediante, dado su carcter de

    forastero mal conocedor de la ciudad por la noche, llevme en su compaa hasta el hotel donde se alojaba.

    -Seguramente va usted a extraar mi pretensin -djome de pronto, cuando estbamos a pocos pasos de la puerta. Pero le ruego que suba hasta mi aposento. Tengo que hacerle una comu-nicacin de importancia; pues, no obstante mi propsito de permanecer algn tiempo ac, debo

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    partir dentro de dos das. Ms, ante mi indecisin asaz displicente: -Un mandato -afirm con acento apremiante y sordo. Y estrechndome confidencialmente

    la mano: -En nombre de Al-Aziz Bil'lah! Vacil como ante un abismo de misterio y de duda. Todo un mundo inmemorial, absurdo

    y trgico a la vez, pas ante m con este recuerdo: Al-Aziz Bil'lah, el ltimo Imn de los Asesinos! II Con todo, mi interlocutor deba resultar ms sorprendente que su mensaje, por otra parte

    incomunicable hasta hoy; aunque el lector habr comprendido que se refiere a la famosa secta maldita del Oriente, sobre la cual dije todo cuanto puedo publicar sin felona, en la narracin ti-tulada El pual.

    Empezar, pues, a referir lo pertinente de la entrevista, desde que habindonos instalado en la habitacin de mi interlocutor, ste me dijo:

    -Aunque estuve, algunos aos ha, designado en el Japn, que fue donde conoc a Tablada, el encargo que acabo de cumplir me lo dieron para usted en Londres. Vengo de all directamente, acreditado tambin ante otros dos pases limtrofes. Pensaba establecerme ac, pero una amenaza fatal acaba de intervenir en mi destino. Aquella seora de... -cmo es? -aquella hermosa mujer que se empeaba en filosofar conmigo...

    -Clotilde Molina? -La misma -record con tranquilidad. Y luego, sin variar de tono: -Esa dama se enamorara de m. No pude reprimir un movimiento de disgusto ante tan cnica impertinencia. Pero l,

    comprendindolo: -Cuando sepa usted quin soy repuso- ver que, adems de imposible, eso no tiene para

    m ninguna importancia. Slo me propongo evitar una desgracia que puede ser irreparable. Por lo dems, convendr usted en que mi fuga, decidida as, no resulta un acto de tenorio.

    Permanec, como es de suponer, impasible ante esa afirmacin que no me interesaba discutir ni esclarecer.

    -El inters de la historia que va a or -explic l entonces- hllase para usted en su vin-culacin con el mensaje que le he trado. No s si usted llegar a entender por completo, ahora; aunque sabe muy bien que el destino de los seres contemporneos, principalmente si son del mis-mo pas y del mismo grupo social o profesional, suele hallarse ligado por antecedentes misterio-sos que el instinto revela bajo el nombre de simpata, o que armonizan desde la sombra ciertas entidades llamadas "ngeles de compasin". Pero lo que usted ignora, quiz, es que dichas criatu-ras encarnan a veces, o para ser amadas, y entonces trucanse en los "ngeles de adoracin" cuyo tipo fue Beatriz, o para amar con amor humano, bajo la noble designacin de "ngeles de sacrificio". Y estos seres vienen siempre a la tierra bajo forma de mujer.

    -De suerte -insinu- que los ngeles de la guarda... -Provienen de una confusa generalizacin teolgica. La vinculacin humana de aquellos

    seres, no es comn, y su encarnacin constituye un caso extraordinario. Asimismo, no todas las

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    mujeres son ngeles. Pero la condicin angelical slo existe en la mujer. -Con lo que viene a ser exacta la interpretacin, teolgicamente hertica, de Boticelli. -Sin duda, porque los ngeles no se hacen visibles sino en figura femenina. "ngeles o demonios", record, vulgarizando con desacierto. -Triste lugar comn! -refut como apenado. Hasta para el telogo ms feroz, todo

    demonio es, al fin, un ngel cado. Su palidez hablase aclarado con una especie de lejano trasluz, mientras los ojos

    ahondbansele, ms sombros que nunca. Sent que en torno suyo formbase una como depresin area, o lento desnivel, que sin ser visible, tenda a atraerme con vaga impresin de vrtigo. Y esta sensacin fue tan ntida, que resist, asindome instintivamente a los brazos del silln.

    Pero mi interlocutor distrjome a tiempo, agregando sin alterar la mesura de su tono: -La concepcin femenina del ngel, pertenece a la ms pura alma de artista que haya

    existido nunca: es del beato Anglico, quien, seguramente, "vio" en un xtasis, lo que Sandro no hara ms que imitar despus.

    Reaccionando entonces contra aquella situacin, tan absurda como el dilogo que la sugera, conclu no sin sarcasmo:

    -Fcil era inferirlo por el ttulo popular de "pintor de los ngeles" que daban al dominico. -Es posible. Pero advierta usted que la creencia en los ngeles es comn a todos los pue-

    blos: hecho singular, puesto que no se trata de seres vinculados a ningn inters capital, como la vida y la muerte, la bienaventuranza o la salvacin, sino puramente de entidades de belleza. Por lo dems...

    -Por lo dems, qu? -interrump con descortesa, bajo el incontenible sobresalto de una inminencia fatal.

    -Yo he visto un ngel, seor, y asist a su sacrificio. Fue as, claro, sencillo, sin un ademn, sin un gesto, sin una frase. En el silencio de la noche pareci que se acercaba la eternidad... Pero aqu, para evitar la monotona de un relato en primera persona, contar a usanza co-

    rriente lo que el protagonista de la historia me refiri: III Carlos Surez Vallejo debi a la notoriedad de algunos romancillos filosficos elogiados

    por la prensa de su ciudad natal, el puesto de ayudante en el archivo de Relaciones Exteriores y la amistad de los Almeidas, familia distinguida, en cuyo saln era tradicional el culto de la buena literatura.

    Si el dueo de casa, don Tristn, a quien por su estampa seoril solan llamar don Tristn de Almeida, era mejor letrado de bufete que

    cultor de las bellas letras, sin perjuicio de estimarlas en su justo valor, doa Irene Larrondo, su esposa, de los Larrondos de Mauleon, como ella adverta siempre, jugueteando con su guardapelo decorado por el blasn alusivo -un len de su color, rampante en oro- amaba la literatura y la aris-tocracia con verdadera devocin, remachndole al apellido marital aquel de que su propio dueo no usaba, y conservando una enternecida predileccin por los nombres romnticos que desde luego llevaban sus dos hijos, aun cuando nada satisficiera dicha ocurrencia el gusto ya menos exuberante de ambos jvenes.

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    Es as que el primognito, Efran, para eludir su afiliacin novelesca, firmaba con la inicial de su nombre, a gran despecho de la sensible mam, quien atribua esa resolucin, por darle en cara, a imitacin de la extravagancia pueril con que su hermana hiciera lo propio, desdeando el nombre de Eulalia que inmortalizaba en ella a la marquesa de Rubn Daro.

    Capricho infantil, en efecto, aunque sostenido con genialidad precoz, la chicuela de ocho aos salile un da con que su nombre no le gustaba, por lo cual resolva llamarse Luisa desde entonces.

    Vanas las reflexiones y las rdenes, nunca se consigui que diera el motivo de aquel cambio.

    -Pero, vamos -haba concluido cien veces la desconcertada seora- por qu no quieres llevar tu nombre?

    -Porque no me gusta, mam. Y nunca variaba de respuesta ni de tono. Don Tristn que, naturalmente, no daba importancia a la nimiedad, intervino una vez por

    condescendencia con su esposa. Mas, como sus apelaciones a la obediencia y al cario, slo obtuvieran pertinaz silencio,

    pregunt con ligera incomodidad: -Por qu diantre quieres llamarte Luisa? Entonces la criatura afirm dulcemente, alzando sin pestaar sus ojos serenos: -Porque ese es mi nombre, pap. Lo curioso era que ni entre las relaciones, los parientes o la servidumbre, haba ninguna

    Luisa. Durante algn tiempo, los ms allegados de la familia y de la amistad, entretuvironse en

    procurar sorprenderla, llamndola de repente Eulalia, cuando se hallaba de espaldas o distrada. Nunca respondi ni dio seal de que oyera.

    Cuatro aos despus, habiendo impuesto ya su nombre adoptivo, Efran que le llevaba cuatro tambin, decida firmarse con la inicial solamente, para disimular as, dijo, la cursilera novelesca del homnimo. Su apodo escolar de Toto generalizse con ello; y por consentimiento o por ignorancia, viejos y jvenes olvidaron al fin la realidad nominativa y romntica...

    Slo la desolada doa Irene obstinbase en su fiasco literario. Y precisamente una tarde, a la tercera o cuarta visita de Surez Vallejo, que no obstante su

    pobreza y su insignificancia social, entr de confianza, por ser literato, haba sacado la con-versacin con buena maa.

    Surez Vallejo supo as el verdadero nombre de Luisa, que consider, a su vez, insignificante, fuera de los versos donde corresponda sin duda al "aire suave" de la meloda evocada; y aquel capricho de nia, que le caus cierto inters.

    -El nombre adoptado as -concluy- deja a m ver de ser vulgar. -Pero cllese, Surez -insisti la seora con risita sarcstica- si es la vulgaridad misma. Ni

    las lavanderas se acuerdan ya de semejante nombre. Lo ms ridculo es que esta chica insista en esa tontera de la niez.

    Luisa sonri vagamente, como alejndose en la larga mirada que atard sobre la puerta del saln, donde la vislumbre crepuscular encuadraba su estaadura de espejo.

    Casi enteramente de espaldas a la gran lmpara familiar puesta sobre el piano, en cuya banqueta haba girado al entrar el visitante, la luz vaporizaba con ambarina fluidez su crencha castaa, aclaraba en gota rosa el lbulo de la oreja, enterneca con transparencia de lirio el largo

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    cuello y la delicada mejilla que una leve enjutez excavaba con lbrega profundidad en la rbita, palpitada misteriosamente por pestaas largusimas. Su blusa de seda blanca cobraba un tono de sonrosado marfil; y soslayada as en esa vislumbre que de ella misma pareca emanar, confirm a Surez Vallejo la impresin de una hermosa muchacha.

    No pudo menos de compararla entre s a la madre, tan distinta en su belleza criolla, esplndida todava y de mucha raza tambin, aunque con ese tipo de ojos aterciopelados y tez morena que parece traslucir el oro rosa de la granada. Slo se asemejan por el perfil, particularmente en el corte de la boca.

    -Entonces nunca pudieron averiguar por qu no le gustaba su nombre... -concluy l bro-meando a Luisa

    Hubo un breve silencio de conversacin decada... Desde el inmenso patio solariego, que tena algo de plaza y de jardn, pareci suspirar la ya entrada noche... Oyse en el zagun el paso de alguien que volva.

    -Efran... -murmur la seora. Cuando, inesperadamente, la joven, dirigindose a ella, contest la pregunta en que se

    haba interrumpido la conversacin: -Por eufona, mam: Eulalia Almeida es un verdadero trabalenguas. Parece, aadi con

    irnica suavidad, el cloqueo de un pavo sorprendido. -Ah tiene usted, repuso doa Irene dirigindose al visitante; la comparacin, la eterna

    comparacin de mal gusto. Pero -aadi por Luisa- si quisieras llevar tu nombre como es, veras qu armonioso resulta: Eulalia de Almeida... Si es todo un verso!...

    Y acto continuo, con ternura orgullosa de madre: -No es verdad, Surez, que parece una marquesita? -Una marquesita de raza y de poema, contest aqul con cierta extraeza, al no haberle

    odo la consabida protesta: Por Dios, mam... -de todas las muchachas alabadas en tal forma. Lejos de eso, la joven iba a sorprenderlo, recitando con cierto mimo impertinente en su

    propia gracia natural: Mahaud est aujourd'hui marquise de Lusace. Dame, elle a la couronne, et, femme, elle

    a la grce. -De quin son esos versos? -pregunt Surez Vallejo, complacido por el acierto de la

    cita. -Pero de Vctor Hugo... en Eviradnus. -Es que esta seorita, dijo riendo Efran que en ese momento entraba, no lee sino poemas

    formidables. -Lo que yo admiro es la memoria para retenerlos, afirm el otro. Eso andar por los mil

    alejandrinos. -Pero yo no me lo s de memoria. No retengo de lo que leo sino algunos versos, que se me

    quedan como si los hubiera sabido. En sos habr sido, tal vez, por lo curioso del nombre, aadi dirigiendo a doa Irene una sonrisa intencionada.

    -Cmo se dir Mahaud en castellano? - pregunt la aludida. -Creo que Mafalda, dijo Surez Vallejo. O Matilde, que es lo usual. -Pero Toto, insisti Luisa, es injusto con eso de los poemas formidables. De leer, claro,

    me gusta elegir lo mejor... -En el gnero heroico. -No, Toto, no exageres. Ayer, no ms, me viste entusiasmada con aquellos preciosos

    versos de Francis Jammes...

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    -Es verdad; pero porque hablaban de la muerte: el otro tema preferido: ...la mort.aux paleurs d aube,

    Qui dans ses mains de cire a des lgers lilas. Sin saber por qu, Surez Vallejo not repentinamente que las manos de Luisa, cruzadas

    sobre la falda oscura, eran de una palidez extraordinaria... Pero su amigo interpelbalo en eso: -A propsito: la te de "mort" se liga o no con la palabra que sigue? Ayer discutamos eso

    con Luisa. -Nunca se liga, salvo en la frase mort ou vif, contest Surez Vallejo levantndose. -Pero usted posee admirablemente el francs, coment la seora. -Tanto como admirablemente... Lo perfeccion un poco cuando fui escribiente del jefe de

    ingenieros en el ferrocarril de la compaa francesa. Y estuvo ya en Francia? -Todava no, aunque pienso ir, como es natural. -Pronto? -interrog Luisa. -Ni pronto ni tarde. Es un proyecto en postergacin permanente, aadi Surez Vallejo

    chanceando. Y se despidi. Mas, apenas hubo salido, cuando Efran salt con brusco reproche; -Qu tienes t que interesarte porque un conocido se vaya o no? Qu puede pensar se

    de tu pregunta? -Tienes razn, Toto, acat la joven. -Tienes razn..., tienes razn... Ya sabemos tu costumbre de no contrariar jams de pa-

    labra. Pero conviene pensar ms lo que se dice. A qu vino ese "pronto"?... Te aseguro que me dio una rabia! Porque, veamos: a ti te importa?

    -Pero nada, por Dios! Lo dije pensando en algo que est a mil leguas de tus escrpulos... -Pensando en algo?... Y en qu?

    -En que Surez Vallejo podra quizs ensearme, ensearnos, si te parece, la diccin que nos falta.

    -Lo dices porque sabes que suele ocuparse en preparar alumnos reprobados? -No, no lo saba; pero tanto mejor, entonces. As no te mortificar ya mi proyecto. -Como proyecto, no; aunque el profesor no me gusta. Es demasiado joven. -Pero qu edad tendr? -intervino la seora. -No s, mam... Veintiocho a treinta aos? -Treinta aos no es decir un jovencito, Efran. Y Surez Vallejo me parece, adems, un

    mozo serio, instruido. -Como serio y culto, lo es. Ya te he dicho que pasa francs a varios alumnos libres, para

    ayudarse. Porque es muy pobre. Y muy altivo. -Eso se le advierte. Con lo que me parece ms oportuna la idea de tu hermana. Siempre le

    convendr a ese joven una leccin cmoda y bien retribuida. -No s si aceptar; porque es muy distinto, siendo amigo de la casa. Adems, no me

    encargara yo de verlo. Y francamente preferira a M. Dubard... -Pero si el pobre M. Dubard, compadeci la seora, no tiene ya da sano. Es ms que un

    hombre un catarro de ochenta aos cumplidos. -M. Dubard... u otro as.

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    -Pero qu tirana con tu hermana! -Djalo, mam, dijo Luisa con jocosa displicencia, echando los brazos atrs para apoyar la

    cabeza en las manos. Quiere condenarme a vejestorio perpetuo. -No hagas la vctima, hermanita. Claro que no dudo de ti. Pero a veces eres demasiado

    franca. -Sin embargo, nadie hay ms dcil para dejarse gobernar. -De palabra, vuelvo a decirte; y tal vez por evitarte la molestia de discutir; pero acabando

    siempre por hacer lo que quieres. Mujercita al fin... -Plagio de pap, seor hermano, como siempre que te pones cargoso. -En suma, interrumpi la seora por avenencia, ser mejor consultarlo con tu padre. As se hizo, en la mesa que presidan a la antigua, es decir desde ambas las cabeceras, don

    Tristn y su esposa; si bien por impedimento de esta ltima, siempre dolorida de su brazo neurl-gico, serva su hermana mayor, la ta Marta, una solterona agregada a la familia, aun cuando dis-frutaba de renta propia.

    Consejera de doa Irene, quien se cas muy joven, y hurfanas ambas, form desde luego parte del nuevo hogar, donde su prudencia ganle a poco la estimacin del marido, predispuesta por la piedad ante el contraste sentimental que haba malogrado su existencia: el vulgar episodio del prometido infiel, que para mayor pena no mereci el sacrificio de su belleza y su juventud.

    Porque, hermosa, lo fue realmente, hasta constituir un tipo, como su sobrina, que se le pa-reca mucho, segn era de ver cuando estaban juntas; pues, ms que por las facciones, de mayor finura en ella, asemejbanse por la expresin casi fatal, que pareca sombrear la frente y los ojos con una leve cargazn de entrecejo.

    Era, al decir de doa Irene, el rasgo caracterstico de los seores d Mauleon, que para grima suya no haba ella sacado, aunque legara, por su parte, a Luisa, la nariz casi griega y la boca de palpitante frescura: una boca grande, vvida, en que la juventud reventaba su generosa flor.

    Precisamente, la gracia singular de la joven provena del contraste entre esa boca y los ojos castaos, de claridad tan ntida, que sin ser melanclica, pareca llorada; pues acentuando as la lnea mstica del rostro un poco largo, definan aquella oposicin en que reside el misterioso imperio del encanto, superior muchas veces a la misma belleza.

    Ta y sobrina profesbanse gran cario, al cual no eran, respectivamente, ajenos, el pareci-do en que reviva para aquella lo ms hermoso de su noble dolor, y la admiracin que ste impona a la otra, con una especie de trgica superioridad.

    Fue as la ta, quien al advertir el inters muy natural, aunque quiz indefinido an, de la joven, por aquella provechosa ocupacin, allan la dificultad que el consultado no resolva, disi-mulando segn costumbre su indecisin tras la impasibilidad realmente marmrea de su lozano rostro y de su calva tan lmpida como sus lentes.

    -Lo que pueden hacer, dijo, es organizar una clase de conjunto con Adelita Foncueva que tambin quiere perfeccionar su diccin, segn me parece habrselo odo a Luisa.

    Todo qued as arreglado al instante. Don Tristn se inclin sobre el plato, dando con el cuchillo en el borde los tres golpecitos que constituan su modo de celebrar cualquier acierto; doa Irene dilat en una sonrisa como jugosa de bondad, su boca siempre bella; y Efran despojse de su gravedad un poco hostil al proyecto.

    Su frente ms bien angosta, de una suave obstinacin femenina, pareci iluminrsele bajo los cabellos, castaos como los de su hermana, pero abandonados en apolneo desorden; porque

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    no haba rostro ms sensible a cualquier emocin, hasta volverse, conforme ella fuera, desa-gradable y simptico en extremo. Una verdadera claridad juvenil irradi sobre todos su expresin serena; y la fuerte mandbula, apretada con firmeza casi brusca, desafil como bajo una caricia su corte seco.

    "Los mismos ojos de Luisa", pens cariosamente la ta Marta, al ver abismarse en su fondo aquella liquida claridad.

    -As estudiaran los tres, dijo en alta voz, aludiendo a la amiga de su ocurrencia. Y cuando sea menester, yo har de rodrign con el mayor gusto.

    Luisa que haba permanecido como ajena, bajo aquella abstraccin remota que le era peculiar, pareci envolverla en la suavidad silenciosa de sus pestaas.

    -Si mandramos por Adelita... para saber... -propuso. Aprob doa Irene, levantronse padre e hijo, y en ese momento entr el doctor Sandoval

    que vena como todas las noches "a invitarse" su consabido caf. V Ignacio Sandoval, mdico de la familia y amigo ntimo de don Tristn con quien se tutea-

    ba, aunque tena quince aos menos, haba convertido aquel caf de sobremesa en obligado pr-logo de la tertulia del club, a la cual ambos acudan con idntica regularidad, sin perjuicio de con-siderarla invariablemente aburrida.

    Vinculado a doa Irene por cierto lejano parentesco que slo bromeando mencionaba, viudo sin hijos desde la juventud, contrajo hacia aquella familia un afecto rayano en ternura para los dos jvenes, aunque jams excedido de la mesura profesional.

    Siempre jovial, a despecho de canas precoces cuyo gris metlico oscureca ms an el rostro cetrino, de curtida magrura y larga nariz, su afable charla pareca estar borrando constantemente en aquella faz, la ruda fiereza que le sobrevena con el silencio.

    -Gesto de los Mauleon, que fueron piratas -pretenda por afligir a su parienta. Claro est que le consultaron el proyecto, sabindolo informado sobre los antecedentes

    del "profesor", y que lo aprob sin ambages, considerndolo, en lo ntimo, excelente remedio contra el pertinaz aislamiento de Luisa, motivo para l de recndita inquietud. Ya haba recomendado que lo evitaran; pero segn respondi doa Irene, nadie conoca mejor la invencible obstinacin de aquel capricho.

    -Me parece muy agradable, muy til, y competente como ninguno el catedrtico, ya que M. Dubard se ha puesto, el pobre, tan viejito. Creo que Surez Vallejo aceptar, porque debe estar un poco harto de su clientela bajo cero...

    Sonri con su propia alusin de doble sentido termoclnico, agregando por advertencia: -Con todo, ser mejor que lo hables t, Tristn, o ms bien Marta, para salvar el escollo

    quiz difcil del arreglo... -Porque supongo, afirm Luisa con categrica serenidad, que no vamos a cometer la

    grosera de proponerle una tarifa que no aceptar nunca. -No veo, entonces, cmo... -balbuce don Tristn, ahogando a medias su frase en el humo

    del cigarro que encenda. -Me inclino a creer lo propio, opin el doctor, y quizs encuentre yo el arbitrio. Veo,

    Luchita, que has comprendido al muchacho. No slo es un hijo de sus obras, formado a todo el rigor de la suerte, hurfano desde la primera niez, sino un espritu generoso hasta la abnegacin.

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    Y suspendiendo a medio ademn la taza de caf: -Creo que nunca les he referido cmo lo conoc. Fue ahora seis aos, cuando hubo en la

    lnea francesa aquel descarrilamiento que hizo tantas vctimas. Era yo el nico mdico que iba en el tren, y como tuve la suerte de salir ileso, emprend al acto el socorro de los heridos. El cuadro era horrible, entre los vagones hechos pedazos y los escapes de vapor de la locomotora tumbada que poda estallar de un momento a otro, completando la catstrofe. Para mayor desamparo, los maquinistas y el conductor hallbanse entre los muertos. Procuraba multiplicarme, ayudado por dos o tres pasajeros ilesos como yo, aunque demasiado aturdidos para serme tiles, cuando vi que se me acercaba, cubierto de polvo, sin sombrero, plido, un muchacho que con voz tranquila me dijo:

    -Soy empleado de la compaa, doctor; puede usted disponer de m. -Lo primero, respond, ser ver que la caldera no estalle. Dirigise a la locomotora, con demasiada lentitud segn cre. -Pero muvase, por Dios! -le grit indignado. Apresurse, inclinndose un poco; pareci que se tambaleaba, como si tropezase; pero se

    recobr, y un momento despus hundase a gatas entre el montn de ferralla, vapor y fuego. No s cmo dio con la vlvula, exponindose sin duda a asarse vivo veinte veces; pero de

    all a poco, o con satisfaccin el chirrido salvador del escape. Vuelto a mi lado, trabaj sin desfallecer, silencioso, apretados los labios, ms plido y

    ms decidido cada vez, hasta la llegada del convoy de socorro. Slo entonces, mientras nos lavbamos en el camarote que se nos destin para descansar,

    me dijo con la misma voz tranquila: -Perdone si lo molesto, doctor, porque los mdicos de la empresa tienen todava tanto que

    hacer. Pero creo que a m tambin me ha tocado algo. Tena dos costillas rotas y la pleura lacerada por una tremenda contusin. Estuvo muy grave; pero no hubo modo de que aceptara ninguna gratificacin de la empre-

    sa, ni que consintiera en la publicidad de su acto. Pidi nicamente su traslado ac, para tener, deca, ocasin de instruirse un poco; empez

    a escribir, obteniendo luego el emplecho del Ministerio... y las lecciones. -Que t le proporcionaste, interrumpi don Tristn. -Que yo le suger. Pero quin de ustedes tuvo la idea?... -Yo, dijo Luisa, ms abstrada que nunca en la serenidad de sus grandes ojos. -Te lo diran las voces... -brome Efran, tranquilizado por aquella actitud. Luisa y el

    doctor sonrieron vagamente. VI Aquello de las voces, referase a una de las rarezas infantiles de la muchacha; pues como

    la ta Marta estuviera leyndole una vez la vida de Juana de Arco, declar muy seria que ella tam-bin oa a los ngeles.

    Desolada por las reprensiones y las chanzas que motiv de consuno, refugise en la bondad del doctor, a quien preocupaban un tanto las ocurrencias de aquella chica, absorta en esa poca por un mrbido gozo de llorar que la extenuaba en inefable abandono. Poco antes de esas crisis, todava asaz lejanas de la nubilidad, para no ser ms singulares, era cuando experimentaba

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    la ilusin de las voces, que Sandoval acept como ciertas, ganndose su gratitud sin lmites; pues nada la ofenda tanto como que dudaran de su veracidad, perfecta, por otra parte.

    Eso motiv confidencias de un xtasis candoroso que asombraba al mdico, tanto como la seguridad afirmativa de las expresiones en aquella niez, por precoz que fuera.

    As, una vez, sentndola en sus rodillas para consolarla de cierta duda con que habanla herido, preguntle qu le decan los ngeles.

    -Me dicen cosas tan lindas y tan raras!... -afirm, mirndolo como sola con ojos apaci-bles.

    Y al cabo de un instante, sin pestaar -Me hablan de amor y me llaman al olvido. Por sereno que fuera, Sandoval no pudo reprimir un escalofro. Ms, dominndose por disciplina profesional: -Qu te dicen, insisti, cuando hablan as? -Me dicen que llore para no estar sola. Comprendi que se trataba de un er efecto sin consecuencias, causada tal vez por de

    palabras forzosamente enigmticas para la mente infantil. Pero, no sintindose satisfecho del todo con su propia explicacin, pregunt por confirmarla:

    --Y cmo son los ngeles?... -No son como nada. Son unas listas azules en la oscuridad. Todas sus dudas disipronse entonces. Era un caso infantil de imaginacin divergente. Pocos das despus, la criatura, ligeramente indispuesta, copiaba junto a la estufa del

    comedor una leccin atrasada, ocupando con libros y cuadernos la cabecera de la mesa. El mdico acababa de aprobar la precavida reclusin y doa Irene haba ido por el termmetro. Sin levantar la cabeza del cuaderno, en el cual segua escribiendo al parecer, Luisa dijo:

    -Sabe lo que "me hablaron" anoche? M. Dubard est unido a mi destino. La aproximacin entre "los ngeles" y el profesor, que envejecido ya entonces, habase

    retirado de la casa en un acceso de mal humor profesional, era demasiado cmica para no sonrer. Siempre inclinada, Luisa lo advirti, no obstante. Y ponindose bruscamente sombra,

    aadi con voz glacial: -Pasado maana cumplo once aos, no? No vaya a mandarme nada. No quiero que nadie

    se moleste ms por m. Retrjose en adelante, como nunca estudiosa, hasta no abandonar sino por momentos la

    habitacin aislada que haban debido concederle, al fondo de la casa, para evitarle una congoja: el pavor de la luna cuya claridad directa no poda sufrir, y que slo desde all era invisible; mientras una ancha ventana abrase con buena ventilacin sobre la quinta. Autorizada por Sandoval, gracias a ese detalle higinico, aquella instalacin, que Luisa no dejara ms, absorbi entonces, en una especie de urania hostil, su almita exaltada. Sintise, en cambio, con desconocida fe-licidad, mucho ms duea de s misma; y ante la sombra de la noche, parecale que en la reja de la ventana donde apoyaba durante horas la frente, para contemplar las estrellas, realizndole un cuento sin principio ni fin, incrustaban los brillantes de una corona...

    VII Largo tiempo estuvo ofendida con el doctor, hasta que una desgracia la aproxim de

    nuevo.

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    Cierta chicuela expsita, que doa Irene acept criar, destinndola para camarera de su hija, cay grave de tifoidea.

    Luisa que hasta entonces no haba hecho gran caso de ella, sinti despertrsele repentina piedad, al saberla aislada en el Hospital de Nios.

    Y harto discreta para no insinuar siquiera un proyecto de visita, decidi "perdonar" al doctor, mediante la promesa de una atencin especial, implorada con ternura casi violenta.

    Sandoval deba traerle noche a noche su impresin y hasta una copia del diagrama febril, que ella recorra palpitante de compasin, seca la garganta, bajo la angustia de un invencible pre-sentimiento.

    Hasta que un da, enervada por la lentitud para ella inicua del mal, arriesg la peticin im-posible, afirmando al doctor con suficiencia desconcertante:

    -No podemos dejarla morir as. -Conforme, hijita; pero al .pabelln de aislamiento no se puede entrar, aunque yo lo

    quisiera. -De ningn, de ningn modo? -No, Luchita. Enmudeci, resignada de pronto; pero al da siguiente muy temprano, la camarera de la ta

    Marta, primera en levantarse, veala aparecer ya vestida como para la escuela, con un paquete que le entreg, mientras decale:

    -Acompeme al hospital. La Flora se muere. Fue tan imperioso aquel acento de opaca nitidez, que la criada obedeci sin rplica. Mas, ya en la calle, a los cincuenta metros de sumisa marcha, el eco de sus propios pasos

    en la avenida desierta pareci volverla a la realidad. Y balbuciendo por excusa el recuerdo de un calentador que haba olvidado apagar, regres

    llena de medrosa premura. Cuando la ta Marta advertida de aquel propsito asom a la puerta, la criatura, firme en la

    acera, duro el rostro, congelada en alabastro su palidez, impona una dominacin serfica. Hu-birase dicho que la vibracin de su impaciencia generosa, desprendala del suelo como un res-plandor de voluntad. Obedeci al signo con que la llamaron, comprendiendo lo intil de la resistencia; pero la ta nunca pudo olvidar la arrogancia dolorosa de su mirada.

    Llevaba en el envoltorio un vestido blanco y una muda de ropa limpia. Al atravesar el patio sin que mediara ninguna pregunta, intil por lo dems, afirm con entereza:

    -Mndenle entonces ustedes a la Flora ese vestido blanco que le gustaba... Para que se muera contenta... Porque hoy se va a morir.

    -Pero qu ocurrencia, criatura! -No es ocurrencia. Anoche vino. Buscaba algo. Pas junto a mi cama y yo la o. "Una de tantas", pens la ta, recordando las extravagancias habituales. Para evitarle reprimendas, call a su hermana el conato de escapatoria; pero como la

    enferma muri en efecto esa tarde, la misma Luisa refirilo por la noche a Sandoval, delante de todos. Lo que nunca quiso decirle fue cmo haba odo lo que pretenda, afectada quiz por los reproches que suscit su propia franqueza.

    Lo cierto es que no volvi ya a hablar de las voces. Fue pasando el tiempo; la crisis devota que el doctor esperaba para la adolescencia, no se present; y a los dieciocho aos, la ya hermosa muchacha solo conservaba de sus rarezas, si tal nombre mereca, el excesivo retraimiento social motejado de orgullo por los extraos, aun cuando no era ms que un dulce

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    pesimismo. VIII -Me alegro, Sandoval, que halle buena la idea de tomar como profesor a Surez Vallejo,

    afirm doa Irene. Por ms que a este caballero -aadi por su hijo- le pareca inconveniente. -Inconveniente no, mam. Lo que crea, y creo, es que debe reflexionarse antes de

    introducir un extrao. No basta que sea inteligente, culto, escritor, si quieres. Ya sabes que el linaje no me preocupa como a ti; pero aunque la apariencia, los modales de ese muchacho, causan buena impresin, nada sabemos de sus antecedentes...

    -Eso lo encuentro muy justo, apoy don Tristn, calndose los lentes con energa. -Yo tambin, convino el doctor; pero conozco los antecedentes de Surez Vallejo, a quien,

    como a todo el que vale, no faltan detractores, y les puedo garantir su conducta. -Ah, s?... murmuran algo? -pregunt don Tristn, tomando al propio tiempo que el m-

    dico, gabn, sombrero y bastn. . La llegada un tanto ruidosa de Adelita Foncueva, cuya entrada, en arranque de pjaro, era

    siempre efectista y gentil, cort la respuesta. Pero Sandoval, aprovechando a la vez el ligero tumulto, asegur a su amigo con evasiva prontitud:

    -Ahora en la calle, te dir. Luisa enrojeci ligeramente. nica en or la frase, haba comprendido lo que insinuaba

    sobre el origen del "profesor". Mientras los fieles contertulios encaminnbanse al club, la recin llegada comentaba con

    los otros el oportuno proyecto. Linda, traviesa, un poco engreda de su lujo y su juventud, era a no dudarlo ms bonita

    que Luisa; aunque menos interesante: verdadero pimpollo en que la vida se gloriaba con delicia triunfal. Todo en ella expresaba la dicha, desde la boca pequea y dulce hasta los ojos de antlope en que se azoraba la suavidad de la promesa.' Su encanto virginal era un verdadero esplendor de aurora. Su gracia embelleca la serenidad de los ancianos y haca saltar como cabritos los corazo-nes juveniles, cuando en reda claridad granizaban su alegra los dientes luminosos. Vesta muy bien, con cierto recargo que por lo dems sentaba mucho a su tipo. Y vida de seducir, por dominio, que no por gentileza, no olvidaba detalle, desde la intencin del reojo hasta la coquetera del pie. Nadie conoca con arte ms instintivo, que es decir ms perfecto, la atraccin de la ingenuidad rebuscada.

    Admirada por Luisa con sinceridad, como una mueca preciosa, pona aqulla en perfeccionarla una verdadera complacencia de hermana mayor, aun cuando tena dos aos menos. Slo disentan en el detalle del perfume, que Adelita cambiaba segn la moda, habiendo pasado ltimamente de la Volkameria al Jockey Club, intensos y complicados; mientras su amiga conservbase fiel a la nobleza ligeramente sombra del mbar, casi mstico en su espiritual vaguedad. As haba resistido la tentacin pueril con que la otra quiso inducirla a substituir "ese perfume de abuela", por capitoso Bouquet Loise que deba corresponderle.

    Todo eso denunciaba la cultura un poco ftil de la chica, nada dcil por lo dems en su propia ligereza. De suerte que la ocurrencia de la ta comportaba un feliz acierto.

    Pero si Adelita la acogi con entusiasmo, su impresin no era favorable al "profesor". Parecale, en suma "demasiado filsofo". Y luego:

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    -No lo calificar de antiptico, no; pero lo hallo... este... cmo dir?... un poco fortacho. No s... demasiado ancho de espaldas... el pelo demasiado corto, y tan renegrido..: Y unas cejas que dan miedo de juntas! La frente, s, la tiene despejada: una hermosa frente... Claro... algo ha de tener -coment, echando una ojeada comparativa sobre Efraim- ...Pero mira con una tran-quilidad tan segura, que choca, que ofende, porque es una arrogancia. Y ese aire de estar siem-pre pisando la tierra como si fuera suya?... Y las manos, seora! unas manos tremendas, con los dedos que parecen fallebas. Mam dice que son de pianista o de espadachn. Yo le encuentro algo de comandante.

    -Pero Adelita -ri Efraim- qu implacable est con el pobre Surez Vallejo. -Implacable porque no lo hallo buen mozo? Puede ser... Pero no le niego su preparacin

    ni su talento. -Eso es lo razonable, Adelita, aprob la ta Marta. Con todo, la chica insisti an en sus reparos: los ojos demasiado negros, la boca

    demasiado gruesa. Lo nico que le hallaba distinguido era la palidez. Advirtiendo, que se haba manifestado un tanto excesiva, quizs, insisti sobre el mrito

    intelectual del "profesor": -Un talento brillante... Una erudicin... Quin va a negar... Procurar no desmerecerle

    como discpula. Quiz no me gusta porque no lo entiendo. Como soy tan ignorante... -aadi, co-queteando visiblemente con Efraim. Es ms para ti, Luisa; ms de tu temple... -podr decir... feudal?

    Y como homenaje irnico, que no exclua un cordial acatamiento: -Es de los que prefieren como t, Beethoven a Chopin. Luisa la mir con grave ternura. IX Surez Vallejo mismo, "hablado" al fin por doa Irene, evit sin saberlo el punto difcil: -Con el mayor gusto, si ustedes me creen til. Pero sobreentendido que no se trata de

    "pasar" lecciones a tanto la hora. Ni siquiera del reloj con monograma al finalizar el curso -agre-g festivamente.

    Doa Irene no pudo menos de admirar, tanto como su dignidad corts, la hermosura viril de su boca gruesa.

    Por otra parte, el doctor Sandoval haba dado con el arbitrio que dijo. Surez Vallejo, empeoso siempre, deseaba seguir el curso diplomtico que exiga la ley a

    los cnsules generales, con obligacin de practicar sus dos aos en una escribana de la matrcula: adscripcin bastante difcil de conseguir. Pero don Tristn, aunque no tena ya bufete abierto, conservaba muchas vinculaciones curiales, siendo entre la mejor una de cierto antiguo procurador Fausto Crdenas, a quin ech con felicidad el empeo. El tacto del adjunto hizo lo dems; y a los quince das l y Crdenas eran ya buenos amigos.

    No costaba eso mayormente, cayndole en gracia al escribano, recio criollo que pareca aventar la espontaneidad con su renegrido pelo, echado todo hacia atrs para ms despejo de la ancha cara morena. Era hombre de primera impresin, y justificbalo por cierto su perspicacia, exenta, no obstante, de vanidad, hasta resultarle una malicia plcida que rea con sus ojos de ama-rillez perruna, mientras que el bigote entrecano y rudo decidale un gesto casi terrible.

    Campechano de suyo, gustbale, sin embargo, la expresin sentenciosa, que en los casos

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    difciles sola ser una cita de cierto to suyo: el finado coronel Crdenas, "quien me cri y form", recordaba satisfecho.

    X Durante seis semanas las lecciones progresaron, gratsimas, con intermedios de charla y

    de msica, dando a las tardes de viernes y domingos tan imprevisto encanto, que de comn acuerdo agregaron una reunin la noche del mircoles. As no recargaba Surez Vallejo sino una tarde por semana su quehacer de oficina, aun cuando l consideraba ameno descanso aquella larga hora entre seis y ocho; al paso que poda participar, pues bien lo deseaba, doa Irene, demasiado ocupada por sus asociaciones pas y benficas. La ta Marta, entregada a las atenciones domsticas, exagerbalas un poco, tal vez, para dejar mayor libertad a la gente joven; y don Tristn estimaba poco los versos. As, Surez Vallejo, invitado a comer algunos mircoles, no hablaba con l ms que de legislacin y diplomacia, reprimiendo con jovial disciplina de "profesor", cualquier contacto tendiente a proseguir o anticipar el tema literario.

    -Cada cual su gusto y provecho -sentenciaba- y el mo consiste ahora en escuchar. De sobremesa, sola recordar con el doctor, que era aficionado, algn certamen de

    esgrima. -Lo que no me explico, decale Sandoval, es cmo siendo tan fuerte, nunca quiere usted

    figurar en ninguno. -Es que no hago sino esgrima de combate. -Y lo que me explico menos, intervino una vez Efraim, cmo se da tiempo para todo.

    Porque me dijo el maestro de armas que nunca deja de tirar... -Es la voluntad, Toto, afirm Luisa. -S, pues; la disciplina que te falta, complet el doctor, y que te hara tanto bien. Porque a

    despecho de tu buena constitucin, era ms bien un poco endeble... Efraim se encogi de hombros con displicencia. -...0 demasiado nervioso si quieres... Y con esto, bastante impulsivo. -Razn de ms! Razn de ms! -sentenci don Tristn, apoyndolo con tres golpecitos

    de costumbre. Surez Vallejo call, ganndose con ello la simpata de Efraim. XI -Por qu no hace ms que esgrima de combate? habale preguntado Luisa, la tarde

    siguiente, mientras Efraim atenda a Adelita en el piano. -Por ganar tiempo, replic brevemente. Ms, como ella insisti con incrdula mirada. -Por precaucin... -aadi casi desabrido -Pero quin va a atreverse a ofenderlo! - exclam Luisa. -Los necios, peores que los enemigos. Callaron de golpe, cohibidos sin saber por qu, y disimulndose aquel recproco malestar

    con un inters musical que no sentan. Era lo inverso de la otra pareja, cada vez ms preocupada de msica que de diccin. El

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    caso es que bajo cualquier pretexto interrumpa la clase, formando resueltamente "el partido de Chopin", como afirmaba Adelita con gracioso descaro, y hasta ausentndose a la quinta, donde Efraim descubra aquella estacin una interesante precocidad en la florescencia de los naranjos.

    -Felices las novias! -haba comentado Adelita con alusin trivial. Mucho avanzaba, por cierto, la primavera, estallando como aturdida de sol en pimpollos y

    gorjeos, mecida en la cndida languidez de los nubarrones con que parecan soar su propio azul grandes cielos conmovidos; y adelantada como ella, en un estreno algo profuso de trajecitos cla-ros que le sentaban con verdadero primor, la chica, al decir de Efraim, asemejbase locamente a una mariposa.

    "Locamente", expresaba con propiedad la alada embriaguez en que aquella delicia de ju-ventud se abandonaba a la vida.

    -Cmo est de preciosa! haba admirado Luisa el ltimo viernes, al verlos salir para el ya habitual "paseo de los naranjos", enternecida a la vez por tanta hermosura y por la visible inclina-cin que naca en la pareja.

    -Advierto, dijo Surez Vallejo con irona cariosa, que los naranjos no se cansan de florecer...

    Luisa baj la voz, como si la armonizara con la luz decreciente del saln en cuyo fondo ya obscuro hunda una de sus habituales miradas largas:

    -Siempre -medit- siempre florecern demasiado pronto. Una alarma, juntamente indefinida y absurda, angusti a Surez Vallejo. -Lo cierto es, ri para sobreponerse, que a m tambin empiezan a interesarme los donosos

    naranjos... -Quiere que vayamos a verlos? -pregunt Luisa con dulce sumisin. -No, gracias; malograramos otra vez nuestra clase. Perdemos ya demasiado tiempo, y no

    olvide que el mircoles hay asueto forzoso. -Es verdad, asinti ella con la misma dulzura. Una variacin de la luz tarda transparent en rosa el cristal de la ventana. Y sobre aquel

    tenue resplandor, ' que dilua en irreal fluidez la sombra del mbito, sin aclararla, no obstante, el rostro de la joven transfigurse con secreta hermosura. Fue una revelacin de pureza extrahu-mana, tan intensa y tan ntida, que l sinti cortrsele materialmente el aliento en temerosa an-siedad de prodigio. Comprendi que acababa de verla tal como era en verdad, y advirti que lo embargaba una especie de pudor ante el sorprendido misterio de su belleza.

    XII La ta Marta entr, con su discreta oportunidad de costumbre. Hallaba siempre la ocasin de aislarse un poco, buscando luz adecuada para su encaje o su

    lectura. O abandonaba el saln cuando lo requera algn quehacer, a veces por bastante rato, para no extremar en srdida vigilancia la decorosa compaa.

    Como todo corazn realmente noble, detestaba la sospecha, ms todava que la vileza del engao; y aquel contraste que le trunc la vida, lejos de amargarla, infundile una delicada pie-dad hacia esa eterna tragedia del amor femenino, suspenso como una florecilla sobre el abismo del inmutable dolor. Descubri cun poco valan, en suma, los prejuicios y los deberes, que era menester llevar como la ropa de diario, para no desigualarse con chocante jactancia -ante esa pobre dicha sacrificada bajo el cdigo penal por la ya imperdible virtud de los malogrados y de

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    los viejos. Comprendi que la felicidad pasajera es tan irreparable como el dolor de haberla frustrado; pues en el instante propicio que se dej volar, comienza ya la desventura.

    Entonces le sobrevino un inmarcesible candor. Prematuramente encanecida, adelgazada y plida como un largo marfil, su traje siempre

    oscuro, adoptado con rigor de uniforme, habra le dado cierta figura de aya, a no definrsele en una lnea de mordiente sequedad el seoro del porte. Slo las cejas, muy negras an, echaban sobre aquella esclarecida blancura una ligera lobreguez de voluntad.

    Tenanla por democrtica y hasta libre pensadora, aun cuando nunca expresaba ni discuta ideas; y su prctica religiosa, limitada a cumplir con la Iglesia, explicbase de suyo por la admi-nistracin del hogar que doa Irene le dejaba.

    Aquella tarde, como notara que en el saln haba ya demasiada obscuridad para seguir te-jiendo su encaje, encendi una lmpara de pantalla muy baja, a fin de alumbrar mejor la malla menuda. El extremo opuesto, donde conversaban Luisa y el "profesor", quedaba en la sombra.

    Ellos tambin, contagiados por la desaplicacin de la otra pareja, olvidaban cada vez ms la clase, no obstante los buenos propsitos de aqul.

    Sensible al inters que inspiraban a Surez Vallejo sus visiones de chicuela, Luisa habale referido su infancia.

    Erles grato confiarse a la resuelta lealtad que de l emanaba con impresin casi fsica. Sentalo, sin precisarlo, digno de su verdad. Su reserva, nada esquiva por cierto, constitua una especie de sucinta elegancia que le resaltaba como un temple en el desembarazo conductivo del andar. Y aquella impresin era tan evidente, que si bien Luisa advirti a poco la falta de reciprocidad confidencial, siendo ella sola quien lo contaba todo, parecile muy natural que l no debiera ninguna atencin por eso.

    -A veces temo cansarlo -decale con risuea franqueza-- o que vaya a sentirse conmigo demasiado profesor. Me da por preguntarle todo, como los chicos.

    Y ante la afable autorizacin con que l desvaneca su escrpulo: -Es que hay tanta seguridad en lo que usted dice! Senta con ntima gratitud, que esa superioridad guardaba para ella sola una delicada

    reserva que mimaba, callando, la cortesa. Criada entre seres indecisos de carcter o de condicin, aquella sensibilidad, aislada por

    despareja, hablase malogrado en caprichos. As explicaba ella misma sus ocurrencias de chica rara.

    -Las personas me parecan artificiales. Como Pintadas... Estuve un tiempo convencida de que me habra bastado querer para atravesar las paredes como un aire... Cuando dej de or a los... en fin: lo que oa, me sent tan sola! Figrese que veces me daba por preguntarme "' a m misma con recelo a recelo, quin ser yo?... Repetamelo en voz baja; pero a la tercera o cuarta me entraba tanto miedo, que corra a refugiarme en las faldas de ta Marta. Despus, el trato con las personas de nuestra clase me convenci de que somos muy poca cosa. A falta de mis... fantasas, busqu novelas. Pero slo me dieron la nocin de las muecas que nunca tuve. Las regalaba todas, con mis trajes. Y eso que era coqueta. Pero a mi modo. Algn da le contar. La soledad interior en que siempre viv, me ha enseado la dulzura de la muerte.

    Surez Vallejo, fugazmente alarmado otra vez, admir la precisin de su palabra. . -Fui as desde chica. El doctor se diverta en hacerme hablar. Pero no es mrito propio.

    Me pasa como con las cosas que aprendo. Es como si otra persona recordara y hablara en m. A veces yo misma me asombro de lo que digo.

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    -Eso no es ms que inteligencia. Por no decir talento, para evitarle la sospecha de una alabanza cursi.

    -Nunca sospecho de usted -afirm Luisa sencillamente. Callaron un momento, mirndose con franqueza cordial. La verdad es que eran ya grandes

    amigos. Parecile a Luisa que por primera vez experimentaba el regocijo del descanso. La ta Marta contaba los puntos de su encaje, espiritualizada en la redonda claridad su fina cabeza que inclinaba sobre la obra con prudencia indulgente.

    XIII Surez Vallejo advirti con sbita inquietud, que tal vez la olvidaban demasiado. Entonces, renovando una peticin sugerida das atrs por la joven, solicit de su bondad

    un poco de msica. Famosa pianista en su tiempo, haba enterrado tambin el arte en el silencio de su

    infortunio, sin otra excepcin que lo estrictamente necesario para la enseanza de Luisa, alumna indcil sin remedio a la disciplina del taburete.

    Tuvo, pues, que desistir, tras no pocos ensayos para adecuar al aprendizaje aquella contra-dictoria sensibilidad, exaltada en ocasiones a un verdadero arrobo lrico; y slo de tiempo en tiempo, cuando la casa llegaba a quedar sola, sabase por la servidumbre o por haberla odo casualmente al entrar, que tocaba, tal vez como ejercicio, algunos estudios.

    Esta vez, consintiendo a medias, segn Luisa lo indujo por simpata que hacia Surez Vallejo le notaba, disculpse, precisamente, con aquella excepcin:

    -Si slo recuerdo, y mal, uno o dos estudios de Schumann... -Trozos hermossimos que siempre vale la pena or. Y que seguramente ha de interpretar

    usted muy bien... -...Porque es msica de mucho corazn, complet Luisa. -Lamento que insistan. Pero, por no hacerme rogar... Y luego, ante el teclado que no recorri, limitndose a la noble evocacin de algunos

    acordes sobre los bajos: -Ver de recordar una pgina divina, y sin embargo, poco ejecutada de Schumanm: A la

    Bien Aime. La msica empez a sonar, con una misteriosa dulzura que pareca sutilizar el silencio.

    Dulzura de padecer, que contena todo el bien de la existencia. Ambos oyentes se estremecieron. Sentan formarse en la vaguedad de la sombra un ambiente de creacin, que era el desper-

    tar de un alma. Adelita y Toto que regresaban de la quinta, detuvironse callados en la puerta. Defina el puro canto la ausencia y la esperanza. No era sino el comentario eterno en que

    se desahoga la sencillez del corazn. Porque el genio, como todas las cosas supremas: el cielo, el amor, no vara. Realiza la eternidad y la perfeccin en la belleza de s mismo. Y porque es siempre el mismo, es tambin cada vez ms bello.

    Llevaba el ntimo canto, a la bien amada, la sinceridad del dolor que reprocha su inclemencia al destino. Y para qu lo iba a decir de otro modo que como lo dijeron todas las almas heridas, si de tanto decirla las bocas amantes y de tanto llorarla los queridos ojos, se volvi

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    hermosura la congoja de amar? Abrase en el breve canto la eternidad, como el fondo de la tarde en el vuelo del ave

    pasajera. Logrbase al doble conjuro de la inspiracin genial y de la emocin que tan propiamente la reanimaba, aquella meloda que disuelve el silencio sin abolirlo, alcanzando la perfeccin de la msica.

    Y como en toda perfeccin hay un fondo de tristeza, en toda meloda perfecta hay algo nuestro que se despide. Y como en toda belleza triunfa la vida, en la hermosura lograda hay una esperanza que nos sonre.

    Amar, esperar, partir: no es, acaso, toda la existencia?... Ms, a despecho del propio desengao y sobre la misma muerte, es el amor lo que triunfa

    en la belleza de su congoja inmortal: Cunto te quiero!... Cunto te quiero!... La ltima nota excav el silencio en un trmulo agujero de oro lbrego. Pas un largo minuto sin que nadie se moviera ni hablara, como si el espritu de la msica

    fuera replegndose en una callada lentitud de alas inmensas. La ta Marta continuaba ante el piano. Todos comprendan el motivo de su actitud: no

    quera que la vieran llorar, o reprimase devorando sus lgrimas. Surez Vallejo mir de pronto a Luisa. Plida hasta dar miedo, hondos los ojos, una especie de sacudn la enderez rgida, bajo

    la involuntaria fascinacin de aquella mirada. La ola de sangre que l sinti refluir en su corazn, pareci incendiar por reflejo el rostro de la joven, con violencia tal, que la oblig a echarse atrs como ante una llamarada.

    -Ta... Ta Marta! -grit con desesperada resistencia al fulminante arrebato. Y precipitn-dose hacia ella, estrechse por detrs, rostro contra rostro, convulsa, aterrada, sollozante de mi-seria y de pequeez.

    El viejo regazo, a la vez materno y virginal, ofreci a aquella espantada ternura el refugio de los das infantiles. Serenaron la joven cabeza, como en un ademn de bendicin, las manos empapadas todava de msica; mientras la dulce voz, aquella voz tanto tiempo callada, enternecase consolando:

    -Mi Luchita!... Mi pobrecita! XIV El episodio musical en que habase manifestado, sin sorprender a nadie, la viva

    sensibilidad de Luisa, casi al punto recobrada tambin, vinculbase por el comentario inspirador de la peticin de Surez a la ta Marta, con el solemne concierto primaveral del conservatorio donde Adelita iba a graduarse profesora un ao despus. Aquella fiesta, en la que slo tomaban parte las tituladas del curso anterior, caa el prximo mircoles.

    Luisa, como era de esperarse, declar que no asistira; pero Adelita no poda faltar. -Si tocaras t -djole aqulla- ira por ti. Pero ahora, aadi con ligera intencin, no te

    hago falta. Ir Toto... Y mam, que es la de la congregacin protectora de Santa Cecilia. Yo me quedar con ta Marta, que tampoco ha de ir. Pero no ser desleal contigo. No le pedir que toque nada para m sola, ni dar la leccin de francs.

    -Lo que es por la leccin... Por la msica, s, te agradezco. El momento de ayer fue inolvidable! Sublime!... Toto y yo participamos de tu misma emocin. Te aseguro que me he

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    vuelto schumanniana. Elegir para mi presentacin de aqu a un ao El Carnaval de Viena... Pero qu le dara a nuestro "profesor" para irse como se fue?... Estara celoso de la pianista?

    Surez Vallejo haba partido casi bruscamente, conturbado hasta el disgusto por la sospecha que se reprochaba como un error de su vanidad, no menos que por haberse dejado traicionar con aquella mirada idiota.

    -Traicionar?... Traicionar de qu?... Iba, acaso, a caer en una tontera de mozalbete? Bueno estara l pensando en Luisa... o

    Eulalia de Almeida -exager para mortificarse con mayor sarcasmo- la muchacha ms enso-berbecida con su aristocracia y su fortuna, segn lo indicaba su propio retraimiento, a pesar de la sencillez, de la suavidad, que no son sino el pulimento de la buena crianza. Bastbale recordar el donaire con que en aquellos versos se declar a marquesa. Y muy justamente por cierto. Porque y lo mereca ms que muchas del ttulo. "Una marquesita de raza y de poema", pens, recordando su propia frase. No le faltaba ms que caer en semejante locura! Y displicente hasta lo sombro, apretada de amargura la garganta, sintise, a la verdad, ferozmente solo.

    La avenida desierta en su alejamiento ya considerable del centro, resultbale hostil con su anchura, su arboleda, sus palacetes. Apret el paso, hasta alcanzar con verdadera satisfaccin la primera encrucijada de tranvas. Salt al correspondiente, con tan alegre mpetu de familiaridad, que el guarda no pudo menos que sonrerle.

    -Me he libertado, pensaba con gozo ingenuo. Una alegra vertiginosa, desatentada, de contenerse para no gritar, inundle de golpe el

    alma. S, s: era cierto! Aquellos ojos, aquel rubor, aquel grito, aquella transformacin

    sobrehumana! Vea bien el corazn sin mengua de la rectitud consigo mismo. Y cmo no iba a ver as, iluminado por el milagro de su hermosura! Pero era posible? Era posible que ella, ella, el ser de luz, de fragancia, de pureza, hubiera consentido aquella gracia maravillosa?

    Una sombra volvi a atravesar su espritu. Y si fue la msica... Si fue la msica, no ms?... El arte ejerce tanto poder sobre esos temperamentos exquisitos!... No hall en el club al doctor ni a Crdenas, con quien contaba sin saber bien para qu. La

    hora de la esgrima haba pasado. Salud en la biblioteca a dos o tres lectores tardos que prefirie-ron visiblemente sus diarios.

    -La verdad es que debo estar poco interesante, se dijo. XV La noche fue desagradable. Haca demasiado calor, y slo entonces apreciaba el

    inconveniente de aguantarlo sin alivio posible, en ese departamento con puerta a la calle, preferido, no obstante el consejo de M. Dubard, por su mayor independencia; pues, aunque el barrio era tranquilo, siempre haba que contar con la curiosidad de algn transente.

    Tena razn el viejo francs, cliente perpetuo de aquella casa de huspedes cuyas habitaciones haba acabado por conocer una a una; tena razn el pobre viejo, a quien se reproch no ver sino fugazmente, desde haca un mes largo; pues, aunque apenas fue su colega eventual en algunas mesas de examen, debale atenciones, corrientes si se quera, pero apreciables, dadas su edad, su finura y hasta la circunstancia de suponerlo resentido con los Almeidas, quin saba por

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    qu... ...Por algn menosprecio que le haran, tal vez sin notarlo, para mayor ofensa. Revelsele, de pronto, una enternecida relacin entre esa soledad de extranjero, sin nadie,

    acaso, en el mundo, y su desamparo de hurfano, tirado por la suerte a la buena de Dios, sin dejarle, siquiera, el recuerdo de la madre muerta siendo l tan nio... Probablemente, djose, bajo el peso del deshonor... De un deshonor que fui yo mismo...

    Solan acometerlo de cuando en cuando aquellas crisis de angustiosa desazn ante la desgracia imaginable. Pero la de esa noche asuma una violencia singular.

    -Demonio de ideas negras! -exclam, encendiendo con rabiosa vehemencia su dcimo ci-garrillo. Haca ms calor an, y la comida, que pidi en la antecmara, haba contribuido a cargar la atmsfera. No poda, para colmo, abrir la ventana de aquella habitacin que daba al patio central, mientras tuviera luz, porque lo vean desde otros departamentos, sobre todo desde uno donde acababa de instalarse, para peor, pues velaba hasta el amanecer, una divette francesa: con lo que la humareda del continuo fumar, llenaba a cada rato las dos piezas del suyo.

    -Para eso -se zahiri- para eso eres pobre, infeliz, y tienes que aprender a resignarte. Suspir con despechada irona. -Y a no formar castillos en el aire... -concluy, siguiendo largamente con los ojos una vo-

    luta de humo. Era menester, en efecto, fumarse aquel insomnio que se anunciaba tenaz, a despecho de

    los dos o tres expedientes aburridos cuyo estudio acometi con energa. Por suerte, hacia las cuatro de la maana sobrevnole una soporosa lasitud, y se durmi

    con sueo incmodo. XVI El sbado por la tarde recibi Crdenas dos sorpresas: el rostro sombro de Surez

    Vallejo, en quien lo notaba por primera vez, y la invitacin de ir juntos el siguiente da al hipdromo.

    Querr distraerse porque habr trabajado en exceso, pens, relacionando ambas cosas con la entrega de los expedientes estudiados. Ms, rectificndose casi al punto con malicia:

    -Maana?... Bueno. Habr dos carreras interesantes. Pero, usted renunci ya a "su c-tedra"?... La leccin, sabe? -a la chica de Almeida.

    -No, por ahora. Me he concedido un asueto que, de seguro, ser grato all tambin. Su gesto psose desapacible. Crdenas echle una mirada jovial. -Ah, dijo sin transicin, no crea que estuviesen tan adelantados. -Cmo adelantados!... -S, porque esto tiene todo el aire de un enojito con "ella". -Pero qu disparate, Crdenas! -No, compaero, no lo tome as. Retiro todo, si se me va a ofender. Se me haba puesto,

    no ms... -Qu barbaridad redonda! Pero cmo se le ocurre que yo, un empleaducho... sin Posicin

    social... un pobre diablo para ellos... -No, eso no, tampoco. Usted vale lo que vale, y el talento empareja la alcurnia. -Hum!... puede ser. Pero no el dinero.

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    -Segn la gente. Los Almeidas, esto es lo justo, son de los pocos que merecen sus talegas. -Adems, Lu... La hija... usted la conoce, no piensa en novios ni hace caso a nadie. Ha

    nacido para brillar desde arriba, como la luna. Sinti al decirlo una firme satisfaccin, junto con un vago remordimiento de injusticia. El

    escribano arrellanse en su poltrona y cruz los brazos con decisivo ademn. -Amigo Vallejo, sentenci, pues lo nombraba siempre por su segundo apellido: m finado

    to el coronel Crdenas sola decir que toda aventura de amor es un viaje a la luna. XVII Mientras rodaba hacia el hipdromo el carruaje que los conduca, un cup vejancn que

    Surez Vallejo sola tomar, con opulencia inexplicable para sus medios, pensaba el joven, desagradado todava, en aquel irreverente nombre de aventura dado por Crdenas, la tarde anterior, a sus pretendidos amores. Para no fomentarle esa chocarrera, que tal vez iba a disminuir su estimacin por l, propsose no aludir, siquiera, a nada atinente. Mas, a la primera distraccin, causada por un grupo de muchachos que remontaban cometas, sorprendise preguntndole:

    -Sabe usted, Crdenas, por qu abandonara M. Dubard la enseanza de los chicos Almeidas?

    -Hombre, como saber, no; pero creo que debi ser un acto de prudencia o delicadeza. A m me pareci -yo trabajaba entonces con don Tristn- me pareci que no hubo un disgusto profesional, como dijeron, sino que el hombre haba empezado a gustar de la cuada -de Marta, eh?- que era lindsima, pero que viva como una sombra, anonadada por su decepcin; y l comprendera que eso, o la diferencia de posicin, o todo junto- vaya uno a averiguar...

    Interrumpise de pronto, ante la atnica indignacin de la mirada que el joven clavaba en l.

    -Ah, pero no, qu diablos! No est pensando que invento para darle una broma pesada. Eso tampoco se lo voy a permitir, por lo mismo que soy su amigo. He hablado con entera franqueza y estoy dispuesto a pedirle disculpa de un traspi que reconozco, pero no de una mala accin.

    Haba en sus palabras tal acento de afligida sinceridad, que Surez Vallejo le palme el hombro con cario.

    -Yo soy, dijo, el que ha estado mal. Y adems, qu me importa? -Claro! -apoy Crdenas con decisin, aunque soslayndolo al descuido. N o obstante esa rotunda conclusin, el episodio le malogr la tarde. Resultle particularmente incmodo pensar que habiendo perdido cuantas apuestas

    arriesg, Crdenas estara aplicndole en silencio el consabido refrn imbcil. Pero el escribano empese, por el contrario, en buscarle distraccin a porfa, fuera del

    juego, hasta dar con tres o cuatro actrices de la recin llegada opereta francesa, a quienes lo present con tanto elogio, que arriesgaba el ridculo. Para colmo de molestia, encontrse con Toto, cuya tcita malicia debi afrontar, cuando, habindolo ste invitado a irse juntos, por ser da de clase, tuvo que comunicarle su imposibilidad de asistir, y encargarle la disculpa del caso, sin hallar explicacin sostenible.

    Su fastidio fue tal, que lo indujo a extremar las cosas: -Hasta el mircoles... O quizs hasta el viernes, porque no s si alcanzo a desocuparme. Iba el cup a detenerse de regreso, en la puerta del club, cuando Crdenas le dijo:

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    -No es por meterme en sus cosas, pero me parece que no debe cortar usted con los Almei-das. Deje correr el destino, que es lo mejor...

    Y animndose con la obscuridad casi completa, aadi sin mirarlo, mientras le palmeaba confidencialmente la rodilla: lo que

    -Pero si emprende la campaa, y por pueda ocurrir, ya sabe que tiene amigos en este mundo.

    Surez Vallejo, saltando a la acera, respondi con jovialidad: -Para campaas andamos, amigo Crdenas! Mtase uno a festejar millonarias, sin tener a

    veces ni con qu mandarles por cumplido un ramo de flores. XVIII Como despus de sus infantiles crisis de llanto, la noche del episodio musical Luisa

    durmi con pesado sueo. La clara maana del sbado sorprendila, al despertar, con una impresin de trivialidad

    vaca. Sentada en el lecho, tendi largamente al frescor que entraba por la ventana, abierta sobre la quinta, sus brazos desnudos. Durante un rato, estuvo sintiendo la incomodidad de una mecha sobre la cara, sin decidirse a romper la inercia que la invada. Causle asombro la dispersin de sus ideas, materializadas en fragmentos de imgenes sin relacin entre s. Parecale tan grande su tranquilidad, que la abata como un desamparo; mas, hallbase en realidad tan nerviosa, que el vuelo fugaz de un gorrin ante la ventana, sacudila con profundo escalofro. Advirti, entonces, que tena helados los brazos; y una desolacin rida hasta arderle en los ojos con sensacin de arena, cay sobre la inutilidad de su vida insignificante. Qu era ella en la inmensidad del mundo?... Y sin embargo, su pequeez ahogbase en tal inmensidad como en un calabozo. Pero no; aquella ansia no era sino el recndito temor de algo que estaba eludiendo, sin atreverse, tan deslumbrador lo esperaba, a preguntarse qu sera.

    De golpe, una sospecha traicionera hasta la maldad, la aterr petrificndola: Adelita coqueteaba con Todo para interesar al otro... A l!...

    El eco de estas dos slabas pronunciadas en alta voz, la ech de la cama con un repeln de miedo. Y all, de pie, temblorosa ante el abismo que senta abrirse en ella, el escalofro la envol-vi otra vez con su estridente varillazo.

    Anonadada un instante, su nobleza reaccion casi heroica. Dios mo! Qu indignidad estaba pensando!... Envidiaba a Adelita, porque era feliz!...

    Cay de rodillas ante el lecho, como para un instintivo perdn, echando brazos y cabeza sobre las revueltas sbanas.

    Adelita, s, que era feliz!... Y Toto, que ya la quera tanto!... Si supieran lo que ella, la hermana que tan buena crean, acababa de pensar!... Lo que era realmente!...

    Hundi con apretn convulsivo la cabeza entre los brazos. Una pena honda, humillante, infame, sin lgrimas para mayor lobreguez, definasele poco

    a poco en sed de arrepentimiento. XIX

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    Resuelta a la expiacin de su "maldad", recobr Luisa una calma extraa. La angustia de su pequeez ante la inmensidad del mundo y de la vida, trocse en abnegada fortaleza. Quedbale tan slo un vago remordimiento de impiedad: olvidaba quiz demasiado sus deberes religiosos. La verdad es que no acompaaba a doa Irene en sus devociones, como era justo. Propsose hacerlo, venciendo aquella indiferencia que habala puesto, de seguro, mal con Dios: por eso pensaba semejantes cosas. Sera tan bueno orar, purificarse en el renunciamiento y en el dolor, como las santas, como las mrtires...!

    Mand por Adelita con cualquier pretexto, a fin de mimarla, de ser con ella y Toto la hermana buena, la dulce providencia de sus amores.

    Fueron juntos al "paseo de los naranjos", en los que afect interesarse, para dejar a la pareja la intimidad dichosa de la glorieta central, agobiada de bejuco.

    Caa la tarde. El cielo clarsimo era una tenue soflama de oro sobre desledo azul. Rayando las puntas

    del pinar que daba fondo a la quinta, el ltimo toque de sol descolorase en finas barbas de pluma. Al misterio ya prximo de la noche, atenebrbase el follaje con lbrega enormidad. Rebulla como un agua presurosa el po crepuscular de los pjaros. De la tierra mojada por reciente lluvia, exhalbase con delicia campesina negro frescor de humedad. Una inmensa ternura eternizbase sobre el mundo.

    Y Luisa sinti de pronto una amarga pena. Parecile que toda entera se reduca al doloroso nudo de sus manos. Y sin embargo, toda ella, tambin era para esa dicha que cobijaba la glorieta prxima, una oblacin sin limites de cario y de piedad.

    Por qu, entonces por qu Dios mo, aquella suavidad, aquella paz, aquella hermosura infinita del cielo y de la luz, le hacan dao?...

    Tanto dao!... XX Durante la comida y la sobremesa, estuvo como de costumbre, aunque tal vez un poco

    ms callada. Y apenas salieron don Tristn y el doctor, gan su habitacin, muerta de sueo, segn dijo.

    Ta Marta la sigui con los ojos, pensativa. Pero el alba sorprendila enteramente despierta ante su ventana. Las horas habansele pasado sin sentirlas, y sin que pudiera, tampoco, recordar lo que pens en su larga inmovilidad ante la noche profundizada por la sombra de la quinta, donde a ratos palpitaban, como soando, vagorosos murmullos.

    Sala de su ausencia en el seno de aquel insomnio, descansada cual si hubiera dormido; mas, tambin, con la certidumbre de que su vida acababa de recobrar una significacin suprema.

    La tenuidad verdosa del alba aclaraba su pureza con una frescura de ablucin. XXI Ms, cuando el da entr de lleno, y la luz pareci volcar su copa en el raudal de gorjeos

    matinales, definisele un presentimiento de abrumadora seguridad: Surez Vallejo no va a venir esta tarde.

    A medida que corri el tiempo, la paz dominical fue volvindose odiosa. En la asoleada siesta, de un silencio como campestre por la total suspensin del trfico, el canto de los gallos

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    insista con claridad tan sonora, que exasperaba el tedio. La idea tenaz volva, en cambio, sin un alivio de duda: No va a venir, no va venir. El canto de los gallos era, a la vez, desolado y estpido. Tanto, pens Luisa, como los versos que haba intentado leer, y cuya artificiosa vaciedad

    comprenda ahora. Si Surez Vallejo viniera, se lo dira sin ambages. Porque era as. Pero no vendra. Indudablemente, no. Estpidos los hombres tambin, como el domingo,

    como los gallos, como los versos! XXII Vistise, no obstante, con minuciosa lentitud, toda de negro, que era como ms le sentaba,

    y dejando un tendal de trajes, aunque el preferido finalmente, antojsele, ya puesto, el peor de todos; pero cuando apareci en el comedor a la hora del te, doa Irene y ta Marta la encontraron preciosa. Su plida elegancia, agobiada por ligero dolor, era una lnguida perla. Nada ms ingenuamente potico hasta lo luminoso, en la pura frente y las mejillas de nitidez virginal; mientras un temblor de apasionadas lgrimas y una divina claridad de esperanza, parecan abismarse a la vez en la inmensidad de los ojos atnitos.

    -Amor de criatura -exclam doa Irene, -si ests, verdaderamente, digna de un prncipe! -Le prince charmant?... -murmur ella con malicia melanclica. El presentimiento labraba siempre, all en el sombro fondo del alma. De suerte que al regresar Toto de las carreras con la noticia y la excusa, Luisa no se

    inmut. Ms expresivo fue el mohn de Adelita, cuanto Toto refiri la compaa en que dejara al

    "profesor". Ta Marta mir a la sobrina con disimulado inters. Su tranquilidad era perfecta. XXIII Los tres das siguientes mantvose lo mismo, aunque por dentro iba anonadndose con la

    derruida pesadez de la arena que se aplana. Sin que nadie, ni ella misma lo advirtiera, su confor-midad era espantosa. Nada padeca; mas aquella inercia resultbale peor que la angustia. Y por extraa singularidad, slo un detalle mortificbala realmente: cada vez que parta Surez VaIlejo, oase poco despus pasar un coche por la esquina. Advirti que haba establecido una relacin entre ambos hechos y que el carruaje no pasaba desde el domingo, lo cual volva ms profundo el silencio.

    Bruscamente, el mircoles por la maana, mientras sentada en el lecho discurra sobre el incomprensible fracaso de aquella amistad que l turbaba con su rara conducta, el rodar de un coche distante cort su divagacin.

    Serale un consuelo tan grande or, solamente, en la acera los pasos del amigo! La frase de Adelita: "Pero qu le dara a nuestro profesor para irse como se fue?" -acudi

    entonces a su memoria. Abrazse desesperadamente las rodillas, y ms que decrselo, gimi, dilatando sobre la

    ventana llena de cielo su mirada dolorosa: -Qu le he hecho yo, qu le he hecho yo, Dios mo!...

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    XXIV A eso de las once, mientras Surez Vallejo practicaba en la escribana, recibi de la ta

    Marta una invitacin telefnica a comer. Su rostro pensativo se aclar de pronto; y aunque con cierta ansiosa vacilacin, no pudo

    menos de comunicrselo a Crdenas. -Ya ve, ya ve... Lo que yo deca. Gente decente... Buena! -sentenci el escribano. Y sin aadir nada, aumentle el trabajo para acortarle as las horas. Surez Vallejo comprendi, agradecido. Estuvo tranquilo, aunque muy contento; pero esa noche, cuando llam a la puerta de los

    Almeidas, debi reconocer que el corazn le saltaba como un demonio. "No es, pues, recurso de novela" -pens. Comase un poco ms temprano con motivo del concierto. Era la nica novedad, aunque

    Surez Vallejo crea advertir que todos estaban ms amables con l. Experimentaba una satisfaccin de regreso, y tuvo que cuidarse de no aparecer demasiado jovial. Sobre todo cuando Adelita le pregunt si eran interesantes las actrices francesas. La alegra de hallarse completamente ajeno a ellas, fue tal, que casi le desborda en incoherente risotada.

    -El gnero no me seduce, respondi con desembarazo. Pacotilla de exportacin... al pastel. Lo ms divertido era or el francs de Crdenas.

    -Demasiado repintadas las damiselas, afirm Sandoval. -Y demasiado estridentes. Cotorras al fin. Lo gracioso es que una de ellas haba ido a dar

    en la pensin donde vivo. Produjo la impresin de un cartel audaz en aquel vecindario de familias humildes. Pero esto no es nada. A los tres das, alborotaba de tal modo con sus cancionetas, que los pensionistas apelamos ante la patrona, encabezados por el propio M. Dubard. Indescriptible el escndalo de la expulsin en un barrio tan solitario y silencioso. All donde la paz de la noche empieza al entrarse el sol, los alaridos fueron tales que hicieron volar a las palomas de los teja-dos. Qu habra dicho la ofendida, a saber que yo me contaba entre sus verdugos...

    -Era fea?... -pregunt Adelita. -Fea?... No, como todas: una estampa convencional de ojeras, rouge y postizos. Luisa callaba con dichosa inocencia, enternecida tan slo al pensar que en esos viejos

    tejados anidaban palomas. Volvale ms grata an aquella impresin de reposo cuando l hablaba. Era, decase, la confianza que no puede infundir sino una noble amistad como la de Surez Vallejo; y su regocijo dimanaba de creer que todos los suyos la comprendan.

    Enteramente de blanco, ahora, una delicadeza infantil pareca sonrerla con frescura adorable, hasta abolir en su gracia la misma feminidad, como si no fuera ms que una cndida nubecilla.

    Con todo, al levantarse los otros para salir, como Surez Vallejo hiciera a su vez ademn de retirarse:

    -No nos deja leccin? -pregunt dulcemente, mientras, pretextando arreglar un fleco de la pantalla, pona bajo la araa su rostro, para que el reflejo directo de la luz se confundiera con el

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    rubor que le sobrevino. -Pero yo supona... -balbuce Surez Vallejo, asombrado de ruborizarse l tambin. -Ah, no -dijo Adelita, quien, sabindose linda como nunca, y viendo con ello ms rendido

    a Toto, sentase generosa -no tienes por qu perder la leccin, siento t la ms constante. Ya que no vas al concierto...

    -Y que Marta se queda tambin... decidi doa Irene, contenta de hallar alguna distraccin para Luisa, cuya actitud de los das anteriores haba acabado por inquietarla vagamente.

    Alz ella los ojos, dilatados por una splica cordial que convenci a Surez Vallejo. En eso, y como la hora avanzaba mucho ya, la madre de Adelita, doa Encarnacin,

    mand decir que los esperaba a la puerta, en su carruaje. XXV Antes de empezar la leccin, mientras la ta Marta distribua adentro a la servidumbre

    rdenes y tareas, sentronse los jvenes bajo la galera que avanzaba sobre un costado del patio, profunda con la hiedra entretejida en sus pilares. A travs de las hojas, donde a veces parpadeaban lucirnagas, velase el ancho damero de mrmol, sobre el cual, desde el opuesto muro, desmesuraba un antiguo farol la sombra de las macetas. Muchas veces, cuando Luisa estaba as, de blanco, agradbale la fantasa con que los espectros de las hojas salpicaban su traje, como mariposas negras cuyo vaivn divertase en provocar al balanceo de la mecedora. Asaltado por penosa supersticin, Surez Vallejo habale pedido esa noche que evitara el sombro juego, al notar cmo una de las "mariposas" pareca subir con extraa nitidez hasta sus labios, desde las losas del piso...

    -Y si me negara?... -respondi ella con cierta rencorosa coquetera. -No haga eso! Usted misma se causa dao as. No s de dnde le vienen caprichos tan

    lgubres. Impsole, al decrselo, una noble seguridad, el deber que senta de cuidarla con vigilante

    cario; y otra vez, como aquella tarde infundironle una recndita inquietud sus manos tan plidas.

    Luisa respondile, inclinando como sola la cabeza con suave docilidad: -Tiene razn. Es malo, y nunca ms lo har. Hubo una pausa. -Con que tambin pudo faltarnos hoy...-murmur ella con un acento de ronca dulzura que

    estremeci hasta el fondo del alma a Surez Vallejo. Quebrado el suyo en temblorosa opacidad, respondi l con una pregunta: -La habra molestado que no viniera?... -Molestado, no. Me habra resentido. Por qu no iba a venir? Qu le haban hecho? Esta

    maana, poco antes que lo invitase ta Marta, pens hablarlo yo, con el propsito de preguntarle si no vendra, para irme tambin al concierto. No lo hice, porque habra sido una mentira...

    Vacil un instante. -...Y porque no me oyeran hablar con usted -concluy de pronto, sintiendo que una

    angustiosa intimidad la acercaba a l en la sombra. Surez Vallejo comprendi, a su vez, cun hondamente la idolatraba. La ta Marta vino a sentarse all cerca.

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    Una perezosa rfaga esparci con tibieza de aliento blanda fragancia de jazmines. En ese momento, estall en la calle, doblando la esquina prxima, violenta disputa. Dos

    voces alzronse con soeces injurias. Oyse un conato de ria, una carrera precipitada... Y de repente, un hombre en cabeza, atraves, enloquecido de terror, el patio yendo a refugiarse en una de las habitaciones ante l abiertas. Otro pas casi al instante, persiguindolo; titube entre dos macetas, detvose bajo el farol, evidentemente desorientado por las puertas obscuras. Cubrale la cara el ala del gacho, y en su mano alzada an, brillaba un revlver.

    Surez Vallejo, irguindose al punto, y tras un imperioso: "Adentro ustedes!", enderez hacia el intruso con decidido andar:

    -No te muevas! El otro, echando un pie atrs, contest sin bajar el arma: -No es con usted; pero no avance, porque tiro! Surez Vallejo adelant an con dos grandes pasos, a los que siguieron sin interrupcin

    dos estampidos. Oy claramente el pique de las balas detrs de l... Pero estaba ya sobre el agresor, que, dominado, hizo ademn de huir.

    No le dio tiempo. Mientras con la mano izquierda lo asa por el pecho, tronchbale con la otra, a la vez, mueca y revlver. Crujieron los cascados huesos, y al potente empelln que lo aplast como un bofe contra un rincn del patio, sobre su mechuda lividez torcisele la boca en bramido de dolor y de rabia.

    -Quieto he dicho! -insisti Surez Vallejo, apuntndole ahora con el mismo revlver. En este instante el fugitivo reapareci enarbolando una silla. -Qudate ah, Blas! -orden el joven sin volver la cabeza. El desconocido, plantndose en seco, depuso el mueble. Ta Marta llegaba a su vez por el comedor, con la media docena de criadas que haba

    arrancado al lecho o al comenzado desarreglo nocturno, y que sin atinar bien la causa, seguanla con azorado aspaviento.

    -Qu desgracia, Seor! Todas mujeres! No estar siquiera el coch