el alma y la figura - cvc. centro virtual cervantes · como el nuevo elemento de la representación...
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Los Cuadernos de Arte
EL ALMA Y LA FIGURA
Eduardo Subirats
Los retratos de Kokoschka, los que realizó de Schoenberg y Loos, por ejemplo, quizás puedan contemplarse, aunque sólo sea por un instante, como los últi-
mos grandes exponentes del género en la pintura europea moderna. A partir del cubismo, la concepción plástica más influyente a todo lo ancho del arte del siglo XX, el retrato consume el gran sacrificio de su individualidad en el orden abstracto de la geometrización y la anobjetualidad. La figura se diluye en sus elementos constructivos. Se transforma en composición plástica pura y, en las expresiones más racionalistas del arte moderno, en sistema lógico de un código estilístico formalizado. En las corrientes del arte abstracto puro, el problema de la figura es eliminado desde su misma raíz. Sin duda alguna, el retrato y la propia figura humana reaparecen aquí o allí en obras significativas de la pintura moderna, pero marginales desde el punto de vista de las corrientes estilísticas y estéticas que han señalado las pautas normativas dominantes de los estilos contemporáneos. Por fin, la figura reaparece en el arte más reciente. Pero ya no es aquella representación de la persona individual, su concentración subjetiva y su vida interior lo que se pone de manifiesto en las nuevas corrientes figurativas. En , el Pop, el individuo es rehabilitado bajo los valores espectaculares de las imágenes mediales; en el neo-expresionismo la figura humana aparece preponderantemente en sus manifestaciones negativas del dolor, la destrucción y la muerte, y en los super-realismos contemporáneos la reproducción de la figura humana penetra la región del simulacro técnico, desprovisto de cualesquiera cualidades anímicas o individuales.
No pretendo, con semejante descripción, pronunciar un sumario juicio histórico o historiográfico. Pero me parece sugerente destacar con esta perspectiva un desarrollo interior, un proceso lógico inherente a la representación de la figura humana en la pintura moderna, una especie de necesidad intrínseca, que recorre la historia del arte del siglo XX, y se encuentra jalonada por elocuentes expresiones afines, en la literatura y en la filosofía, poniendo al descubierto algunos aspectos importantes de la condición humana en la sociedad moderna.
Los retratos de Kokoschka pueden considerarse como fisionómicos y la figura individual que exponen es reconocible en cuanto a su reproducción natural, los rasgos sensibles de su apariencia que distinguen la particularidad de una persona. Pero son fisionómicos, descriptivos y expresivos del núcleo caracterológico, vital
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Arnold Schoe11be1g, 1924. Oleo de O. Kokoschka.
y espiritual de un individuo en un sentido o bajo matices marcadamente diferentes del retrato clásico de un Rembrandt o un Velázquez, y por supuesto del naturalismo y academicismo del siglo XIX.
El análisis y la descripción de la personalidad no se expone en el caso de Kokoschka con aquella profusión de detalles sensibles que otorgan a los retratos de un Velázquez, por ejemplo, aquella prestancia o naturalidad que vuelve tan real, seductora y mágica la presencia física de sus figuras. En una obra como Juan de Pareja la figura individual de la persona y el carácter, de quien en realidad había sido el criado personal que acompañó a Velázquez a lo largo de sus viajes por Italia, se manifiesta a través de los elementos sensibles del color y la textura de su tez mulata, la sensual intensidad de su mirada oscura, la belleza y proporción de los rasgos morunos del rostro, de sus elegantes atuendos de tonalidades cálidas y texturas aterciopeladas, o de la compostura elegante y firme de nuestro personaje. Son todos ellos rasgos externos, aparen-
. tes, a los que Velázquez, lo mismo que la gran tradición retratista española, desde la Dama de Elche hasta la Gertrude Stein de Picasso, les ha
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dotado de una poderosa energía física y emocional, y por tanto de una persuasiva o convincente presencia realista, muy realzada en estos cuadros, a través de la sensualidad y la fuerza de su color y su movimiento plástico.
El eslabón intermedio de esta contemplación exterior de la realidad interior del carácter, la psicología o la autoconciencia de un individuo, es la pintura holandesa, es Rembrandt, es la interioridad protestante. Es el retrato introspectivo y la descripción pictórica de un drama interior. En todos los retratos de Rembrandt, los elementos plásticos y pictóricos, las texturas, los colores, los ritmos de luz y oscuridad están al servicio de esta introspección, de un reconocimiento a través de la forma del centro vital de la persona, considerada como una totalidad física, psicológica y espiritual al mismo tiempo. Sus autoretratos son las visiones plásticas de un alma. Incluso las citas casuales del mundo exterior, que rodean a sus figuras humanas, desde los adornos hasta el propio espacio circundante, se pierden en las penumbras de un universo espiritual subjetivo.
Esta dimensión interior, que abraza lo psicológico junto a la conciencia y su aura espiritual,
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es la que sigue alimentando el retrato de Kokoschka como sustrato histórico, y punto de referencia a la vez formal e interpretativo. Sin embargo, hay elementos históricamente nuevos en esta reformación del retrato que señalan en el sentido de un cambio. Frente a las obras de un Kokoschka nos vemos obligados a constatar, por lo pronto, que algo ha mutado profundamente en esta misma interioridad protestante. Algo así como los signos de una enorme tensión interior y de un desgarramiento aparece ahora como el nuevo elemento de la representación plástica del alma moderna. Se ha perdido, en una cierta o considerable medida, aquella seducción mimética de la luz, el color o la expresión corpórea que concedían al retrato del siglo XVII su lado más placentero, en su sentido a la vez sensual y espiritual. En los retratos de Laos y de Schoenberg ni el volumen corporal, ni los rasgos fisionómicos, ni los vestidos ni el ornamento, como tampoco los breves signos del espacio circundante lucen texturas atrayentes, o brillan con luces tenues y colores cálidos. No hay una expresión plácida o serena. Está lejos, por decir lo mismo, la confianza realista de un Velázquez, y la felicidad sensitiva que resplandece en sus
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objetos y sus colores. Pero también está lejos aquella unidad entre lo espiritual y lo psicológico, o entre lo interior y exterior que el retrato rembrandtiano plasmaba a través de la descripción pictórica de un carácter individual.
Las líneas que recogen el movimiento de las ropas, los gestos y arrugas, las sinuosidades de las venillas de las manos, o las siluetas del rostro, su fría luminosidad, o la intensidad de sus colores antagónicos, describen más bien una tensión nerviosa y una sensibilidad hipertrofiada (la delicada sensibilidad y los nervios cansados que según Hoffmanstahl el pasado nos dejaba como legado), que una figura humana, corpórea, inmediatamente tangible a la intuición plástica. Se vinculan estos retratos con la concepción plástica y la visión del mundo del expresionismo centroeuropeo, y no porque la tensión espiritual que plasman no sea objetivamente real desde el punto de vista del destino del mundo moderno, sino porque su inquietud interior, y su intensidad nerviosa y cerebral exige, por una necesidad intrínseca a la reforma plástica y al color, una configuración descarnada, calorísticamente tensa, de disarmónicas intensidades rítmicas de luz y movimiento, o de tonalidades frías, lo cual priva a la forma plástica de aquellos aspectos más sensuales y físicos de la naturaleza individual que le confieren precisamente su presencia realística, su inmediatez mimética a los sentidos. Estos retratos son las formas puras de la inteligencia abstracta, y expresan una conciencia no sólo solitaria, sino además separada, desgarrada del mundo e interiormente torturada.
La armonía interior del retrato clásico, y en la que convergen todos los recursos de los Rembrandt y Hals y Vermeer, es la unidad del carácter individual, en cuya figura particular, en sus rasgos y en sus gestos, se concilian los conflictos interiores y el drama del mundo con lo espiritual y con el destino individual de la persona. En los citados retratos de Kokoschka, la energía espiritual se pone de manifiesto, por así decirlo, en su desnudez, desprovista de aquellos detalles significativos, como un gesto, el vestido o cualquier valor ornamental, que en el retrato clásico sirven a la identificación emocional de un contenido anímico. Lo subjetivo, la vida interior, se pone de manifiesto a través de mínimas condensaciones de la línea, el color o la textura, que más bien se dirían intensidades emocionales abstractas que una forma. Son, en cierto modo, retratos abstractos, precisamente porque su intensidad expresiva impide una reconstrucción natural de los objetos que los haga reconocibles en cuanto a su apariencia. Es la visión de la interioridad como la crispación nerviosa de una conciencia desgarrada en estado puro.
El siguiente paso histórico en el arte del siglo XX puede describirse como la disolución del retrato, precisamente en este significado clásico de la unidad espiritual, psicológica y física de una persona individualmente considerada. Y
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también a este respecto me permitiré la libertad de arrojar una visión muy rápida, quizás demasiado precipitada, de las cosas.
La desaparición del retrato responde a la vez a una visión desgarrada o conflictiva que el artista moderno tiene del hombre y de la conciencia espiritual contemporánea, y un proceso estilístico, formal y compositivo que expresa esa misma visión o intuición primaria del mundo en que vivimos. Sin duda, el exponente más crudo y violento de esta disolución lo expone Georg Grosz. Sus retratos de capitalistas, prelados, jueces o proletarios son, en rigor, caricaturas grotescas. Pero precisamente su carácter deforme, monstruoso y displacentero trata de ser fiel a aquel mismo principio de realismo psicológico que caracterizó al retrato clásico. El antihumanismo dadaísta que Grosz abanderó con sus provocadoras aclamaciones de la violencia política y sexual, la bajeza humana o la corrupción de los valores ideales de la cultura burguesa, se convierte en sarcasmo blasfematorio en sus óleos y sus di-
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Picasso. Re/rato cfr Gertrude Srein, /906.
bujos, precisamente porque éstos se presentan como la realidad de una conciencia individual endurecida y descompuesta. En estos términos interpretó, por ejemplo, Kurt Tucholsky los «rostros de la clase dominante» que viera y realizara Grosz en los días que dieron nacimiento al nacional-socialismo alemán.
La desfiguración de la persona en el medio del retrato adquiere significaciones o matices algo diferentes en otras obras, como la de Munch o Giacometti. En los románticos paisajes nórdicos del primero, con sus parejas de amantes paseando a las orillas del mar, o en su famoso Grito en particular, el rostro humano, la figura, suvolumen, sus proporciones, movimiento y colorse han reducido a una expresión mínima, aunque de una intensidad psicológica y espiritualque sólo puede compararse con los momentosmás altos de la pintura europea del Renacimiento y el Romanticismo. La mirada recorre en estas obras pocos elementos: el azul sombrío delmar, el cielo incendiándose en un ocaso apocalíptico, los cuencos vacíos de unos ojos angustiados, los labios abiertos por la herida interiorde grito mudo.
En la escultura de Giacometti ha desaparecido también la forma individual capaz de describir su naturaleza, su carácter o su conciencia psicológica. Apenas unos rasgos imperceptibles, como caminar, la forma del cráneo, o unas manos exageradamente nerviosas, nos alertan levemente sobre el lugar histórico o social de esta nueva condición humana. Lo demás es un grito,
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un gesto de exasperación y angustia en que lo espiritual se une a un impulso elemental de vida.
En otros casos el retrato simplemente desaparece. Ha de mencionarse a este respecto al genio que traza el principio formal de su liquidación: Picasso, quien precisamente se distingue, en su obra de juventud, como uno de los grandes retratistas del siglo XX.
Un día me contaron una anécdota que probablemente no sea cierta, pero que viene al caso de estas reflexiones como un anillo al dedo. Su protagonista es Matisse, cuya amistad hacia Picasso no le impedía una aristocrática distancia con respecto a los signos externos, excesivamente chocantes, llamativos e intelectualizados, del vanguardismo cubista que él abanderaba. En cierta ocasión Matisse debió de invitar a Picasso a su estudio y, en el calor de una discusión sobre el tema, le ofreció unas máscaras africanas. -Llévate eso- hubiera podido decir el viejomaestro. -Tengo por seguro que harás uso deellas en tus noches de éxtasis cuadriculados.
Hemos de suponer que Picasso aceptaría el reto con todo el estoicismo y el orgullo que exige el ser español. Y transcurridos unos pocos días aquellas máscaras habrían dado a luz a los primeros retratos cubistas: Busto de una mujer, el Autorretrato, y las célebres Demoise/les d'Avignon. Una nueva era había comenzado.
Con este relato no pretendo decir tajantemente que el retrato cubista comenzara con una mascarada, sino sugerir más discretamente que la «construcción» cubista de la figura humana, su geometrismo y su cerebralismo, su concepción «categorial» de la forma pictórica, el intelectualismo o el cientificismo analítico ( como, más ingenuos que nuestros críticos contemporáneos, adjetivaron el cubismo observadores como Apollinaire y Kahnweiler, y artistas como Severini y Mondrian), y hasta la voluntad movilizadora, educadora, civilizadora o revolucionaria que habitaba en estos planteamientos estilísticos adquiría, en el caso de los mencionados retratos, el carácter global de un enmascaramiento de la persona o de la interioridad.
Puede pensarse que he mencionado tres ejemplos de «retratos» cubistas muy particulares y, además, todos ellos procedentes del histórico año de 1907. Se trata, por si eso fuera poco, de figuras femeninas en las que la deformación desempeña un papel asimismo especial desde el punto de vista de las concepciones dominantes de la mujer en la sociedad contemporánea. Sin embargo, no me parece muy distinto lo que acontece en los retratos cubistas de Picasso más relevantes, como los de Kahnweiler, Vollard, Uhde o El aficionado. Siempre que contemplo el Retrato de Ambroise Vollard, que ya es de 1910, me pareece ver el retrato de una figura que se aleja tras una mampara de vidrio translúcido, la cual ha sido previamente astillada en ritmos geométricos de triángulos y paralelepípedos, que las reverberaciones tonales conciertan en una sinfonía más o menos interesante.
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Lo cubista en este retrato sería la performance de líneas, ángulos y triángulos tonalmente modulados. Mientras que lo figurativo constituye el aspecto evanescente que se desfigura tras las tallas geométricas de la mampara de vidrio. El efecto final no es exactamente una mascarada, pero tiene algo de enmascaramiento estilístico de la figura.
Si además tenemos en cuenta el papel revolucionario que estos decorados de mampara estaban llamados a protagonizar -a partir de ellos nacieron, en un sentido figurado de la palabra nacer, la arquitectura, el diseño y la comunicación audiovisual moderna, es decir los agentes culturales de la civilización tecno-científica- obtendremos también un hilo de oro, poco subrayado por lo común por parte de la historiografía y la crítica artísticas, entre la desaparición de la figura humana, o su sustitución por una construcción abstracta y geometrizante, y los valores o formas culturales dominantes en la civilización industrial.
No puede dejarse de mencionar en este contexto la tesis de la «deshumanización» del arte moderno desarrollada por Ortega. La interpretación que he esbozado sobre la desfiguración de la persona en el retrato del siglo XX coincide, a grandes rasgos, con la crítica de Ortega a la deshumanización del arte abstracto, al menos si a la palabra «deshumanización» se le sustraen las connotaciones idealistas y metafísicas propias del concepto histórico de humanismo; y si «deshumanización» se entiende más empíricamente como la simple desaparición del individuo, la existencia o la interioridad humanas del panorama de las preocupaciones artísticas del siglo. En el cubismo y el neoplasticismo, en el expresionismo abstracto y el constructivismo o el suprematismo la preocupación histórica de la pintura por la realidad humana se ha evanescido sin dejar trazos. Más aún: la evolución de las corrientes de vanguardia ulterior a la última guerra mundial ha señalado precisamente el camino opuesto a la esperanza, formulada por Ortega, de la vuelta a un renovado humanismo.
Esta evolución se halla jalonada por otros fenómenos culturales significativos. Las filosofías críticas modernas, desde Simmel hasta Adorno o Foucault, han planteado, con la mayor riquezade detalles sociológicos o epistemológicos, el finde la subjetividad moderna, considerada en sufigura clásica, ya sea protestante, ilustrada o«rembrandtiana». Por su parte, las filosofíascientíficas y la lógica, y algunas corrientes destacadas del pensamiento contemporáneo, como elestructuralismo, han desterrado el problema filosófico de la conciencia cognitiva y moral, y dela constitución del sujeto y la existencia humanos de su provincia teórica. Y la literatura moderna, en sus dos exponentes más destacados,Kafka y Beckett, ha señalado asimismo la escisión y desarticulación del sujeto como el dramahistórico de la conciencia contemporánea.
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La «deshumanización» del arte moderno se ha cumplido precisamente bajo las dos dimensiones que había señalado Ortega: como abandono, por parte de la pintura contemporánea, de la realidad existencial, psicológica, espiritual y física del hombre, y, al mismo tiempo, como representación negativa o incluso nihilista del ser humano bajo los aspectos degradados de la existencia moderna ( el caso del neoexpresionismo contemporáneo, por ejemplo).
Sin embargo, el retorno de lo figurativo en la pintura de los últimos años puede contemplarse quizás como excepción y hasta con una seria objeción a la perspectiva que he dibujado. No sólo el neo-expresionismo ha rehabilitado la figura humana, aunque bajo un signo negativo. En el pop art ella protagoniza también un universo positivo de color y fantasía, de ironía y afirmación del ser. Y el super-realismo, por si fuera poco, ha restaurado con plenos derechos la representación naturalista de la persona.
Un análisis más cauteloso de las cosas descubre, no obstante, en este retorno de lo reprimido, las huellas de su primaria represión. Hamilton, Donaldson, Wesselmann o Warhol rehabilitan inconfundiblemente para la pintura moderna la figura humana. Sin embargo, es sólo para reproducirla bajo la forma que le imprimen sus estereotipos mediales. Warhol acuña sus retratos por medio de las categorías lingüísticas del design comercial, con todos sus ingredientes formalizadores, igualadores y despersonalizados. Sus figuras son seres sin atributos o el neo-individualismo espectacular y narcisista generado
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Tom W · . esselmann: G ran desnudo arneric�º ' 11. 99. 1�96;:;:8:--_--�-
por la industria de la comunicación. Las naturalezas muertas que rodean los desnudos de Wesselmann elevan el sacrificio de la dimensión aureática de los objetivos que define su producción industrial a categoría estética positiva. Son como una alegoría triunfalista al nuevo universo estético de la producción tecno-cultural.
El hiper -o super-realismo contemporáneos constituyen un caso particularmente interesante porque invierten diametralmente el sentido del retrato en su forma clásica, y vienen a ilustrar, por este rodeo, aquella misma tesis negativa sobre la dimensión perdida de lo humano en el arte moderno. El pintor de Andrea asume plenamente el efecto del schock audio-visual común a la estética de la comunicación de masas, a través de la paradoja elemental que define sus reproducciones humanas: el virtuosísimo realismo microscópico que permiten las delicadas réplicas químicas del tejido celular epidérmico, confieren a sus esculturas el carácter de auténticos sucedáneos humanos. Sus desnudos, de tamaño natural, son tan perfectos que se confunden con desnudos vivientes, con la consiguiente sorpresa que genera a quien por primera vez se encuentra con ellos en una sala de exposiciones. Pero este naturalismo tecnológico alcanza precisamente un grado tal de fidelidad reproductiva que genera el efecto subjetivo contrario: la réplica realista se confunde con lo irreal, el simulacro técnico de la textura epidérmica de un cuerpo viviente nos hace sentir intuitivamente su falta de expresión anímica e interior, la ausencia de sensualidad y de vida de estos cuerpos. Pese
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a su intención literal realista, se dirían un canto metafísico a la suplantación fotoquímica de la figura humana por sus simulacros sin vida.
Un contrapunto histórico ayudará a esclarecer la novedad que inaugura esta concepción de la figura: en los retratos de la casa real española, de Velázquez o de Goya, percibimos un realismo intenso de la figura, inmediato a los sentidos, que convierte la irrealidad de su representación pictórica en una presencia directa, intensa e inmediatamente convincente, y más ontológicamente real que la vida de aquellas criaturas. Los delicados rostros de las princesas velazqueñas y goyescas son alegres o tristes, poseen una expresión lánguida, a veces hasta enfermiza. Uno siente las horas muertas de una tediosa vida cortesana que recorren sus frágiles existencias en el mismo gesto de sostener un ramillete de violetas en sus manos. Pero este realismo lo sostiene, por así decirlo, una reproducción o una representación irreales de la figura, en el sentido de que estos pintores no someten el orden pictórico de la composición a la necesidad impuesta por la forma exterior de los objetos, como pudiera entenderse desde el punto de vista del naturalismo visual del siglo XIX o el naturalismo fotoquímico del siglo XX, sino a la necesidad interior de su expresión anímica, psicológica o poética. A la irrealidad de esta necesidad interior de la figura, su composición o su color, deben sin embargo estos cuadros su valor realista, su fuerza expresiva y su intensidad vital, en los cuales la experiencia estética clásica funda precisamente la dimensión fundamental del placer
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John de A11drea: Arden Anderson y Nora Murphy. /971.
sensorial, ligado al ideal artístico de belleza. El espectador participa miméticamente de esta realidad como si la hubiese estado contemplando siempre, y de este reencuentro del alma con el mundo extrae la contemplación estética el placer inmediato de los sentidos, y encuentra un camino de aproximación y conciliación espirituales con el universo de las cosas humanas y terrenas.
Las réplicas humanas de poliester debidas a John de Andrea generan exactamente el efecto contrario. La fidelidad total de la reproducción pone de manifiesto la irregularidad de la figura, su vacío existencial y vital, su despersonalización y la ausencia absoluta de intensidades emocionales, la irregularidad, en fin, de una nada, allí dónde el sueño de una sola nota de carmín rosado en sus mejillas devuelve a las melancólicas niñas de Velázquez el universo de la ternura y la sensualidad infantiles, y el misterio leve de una alegría de vivir.
La «deshumanización» de la pintura moderna, la despersonalización y desobjetivación, y también la desensualización de la figura huma-
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na se pone de manifiesto precisamente con más contundencia en las réplicas humanas de Segal o de Andrea, que en los slogans programáticosdel abstraccionismo geométrico o el arte conceptual, precisamente porque ensalzan la sustitución de los aspectos anímicos y espirituales dela apariencia física y sensual del cuerpo por susréplicas técnicas.
Repito una vez más que no pretendo ofrecer con este cuadro una fiel visión historiográfica de la evolución del arte moderno respecto del problema de la figura. Bastaría citar un solo nombre, el de Matisse, el de Bacon o el del propio Castillo, para romper cualquier pretensión de verosimilitud de semejante interpretación. Pero estos hitos y estos protagonistas del arte moderno tienen el especial interés de destacar aspectos importantes no sólo de las normas estéticas predominantes en el siglo XX y el momento actual, sino también de la propia crisis de la subjetividad en la cultura moderna.
En la visión crispada, interiormente tensa y muchas veces negativa de la figura que caracterizó a muchos exponentes del expresionismo alemán y todavía más a la filosofía nihilista que habitaba en las proclamaciones dadaístas se perfila aquel mismo desgarramiento de la conciencia moderna que modernos filósofos como Simmel y Benjamin describieron como el centro de gravedad de la crisis de la cultura industrial. En la concepción esquemática de la figura, modelada según las categorías visuales del universo maquinista, o de los valores estéticos del consumo mercantil y medial, que respectivamente pueden ilustrar un Léger o un Warhol, se encierra la misma tendencia de una redefinición formalista, racionalizada y espectacular del individuo humano, sancionada por las técnicas de control psicológico del comportamiento en la sociología o en la psicología contemporáneas.
Esta evolución pone de relieve el carácter deshumanizado o antihumanista no sólo del arte, sino también, con él, de la cultura modernos, por reverenciar aquí al menos un aspecto de las tesis pesimistas de Ortega, Poggioli o Sedlmayr sobre el arte del siglo XX. Y por tanto señala asimismo un malestar, un sentimiento angustiante de crisis o de disolución que distingue en especial este último período de la modernidad en el que estamos inmersos. Un malestar, por otra parte, que se confunde con el vigente anhelo de reencontrar un rostro viviente en la expresión plástica de la figura humana y una intensidad profunda, espiritual y sensiblemente intensas a todo lo ancho de las manifestaciones culturales de la sociedad contemporánea. Un malestar, en fin, que distingue el sentimiento de agotamiento teórico y formal del arte contemporáneo, y que permite vislumbrar mejores tiempos tras la caída definitiva de las categorías edeshumanizadoras definidas por la mo-derna cultura tecno-científica.